LENTEJUELAS Gary Jenning
America
1 —Yo diría que no veremos más al elefante, ¿eh, Johnny? —dijo uno de los soldados d...
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LENTEJUELAS Gary Jenning
America
1 —Yo diría que no veremos más al elefante, ¿eh, Johnny? —dijo uno de los soldados de uniforme azul. — Supongo que no, Billy —respondió uno de los soldados de uniforme gris. Entonces pareció un poco sorprendido—: iEh! ¿Vosotros, los yanquis, también decís lo mismo sobre el elefante? — Siempre, o solíamos decirlo —respondió el soldado de la Unión—. Si un tipo decía que iba a ver al elefante, significaba que su tropa salía a luchar con vosotros, los rebeldes. — Claro, y lo mismo pasaba con nosotros, los confederados. Siento haber perdido esta guerra, pero no siento haber dejado de ver para siempre a ese elefante en particular. — Yo tampoco. ¿Te gustaría echar humo? —!Santo Dios, Billy Yank! ¿Tienes tabaco? — Un poco. Y tú, ¿tienes una pipa? — Es casi lo único que me queda. —El soldado confederado cambió de mano las riendas de varios caballos y con la mano libre rebuscó en un bolsillo—. Hemos fumado y masticado hojas de frambuesa, cuando no las hervíamos para hacernos «té». ¿Te lo imaginas? Y toda esta parte de Virginia solía ser tierra de excelente tabaco. —Ahí tienes. Hoja ancha cultivada en la sombra de Connecticut. Llénate la pipa. Otros reclutas abandonaron las rígidas posturas de patio de revista que habían mantenido junto a los caballos, y azules y grises se mezclaron, alargándose mutuamente las riendas que sujetaban, a fin de llenar sus pipas o cortar una porción de tabaco. Estaban en una loma cubierta de hierba al lado de un acre triangular de terreno baldío, un poco más abajo del juzgado del pueblo, y cuidaban las monturas de los numerosos oficiales unionistas y confederados que supervisaban la formación del último pabellón de armas.
Estos generales y coroneles, que vigilaban al borde del terreno ceremonial, aún no se habían relajado y permanecían erguidos y graves como si asistieran a un funeral militar. Y en cierto modo así era, con ayuda de la música melancólica tocada por la banda unionista —las canciones de campamento más tristes de todas las preferidas por uno u otro ejército—, Lorena de los confederados y Levantando esta noche las tiendas en el viejo campamento de los yanquis. En los campos que rodeaban la parda ciudad de tiendas yanqui surgida junto al pueblo, estaban formados los restos del ejército confederado de Virginia del Norte. Al oír una orden, los hombres marcharon por compañías hasta el borde del terreno baldío triangular y, tras otra orden, entraron en él por pelotones. Efectuaban los movimientos con solemnidad, pero de mala gana y, por consiguiente, sin orden y sin llevar el paso, en filas irregulares. En el triángulo, no colocaron sus armas en la forma de trípode convencional, sino que se limitaron a tirar en un montón sus rifles, mosquetes y carabinas —y los sables y pistolas de los soldados de caballería— para que los armeros de la Unión se los llevaran. Cuando todos los pelotones se hubieron desarmado, abandonaron toda semblanza de orden y, sin esperar la voz de mando de «iRompan filas!», los hombres se dispersaron por separado, cada uno hacia donde quiso. Unos se quedaron a mirar un rato. Otros fueron a reunir los efectos que aún poseían y después se marcharon. Algunos se alejaron con amplias sonrisas; otros, con lágrimas. En la distancia, al otro lado del río Appomattox, las armas más pesadas de la artillería confederada eran arrastradas por troncos de caballos hasta una área de concentración. En la escena había también varios espectadores civiles, la mayoría reporteros de periódicos del norte. Uno, sin embargo, era una anciana residente en la localidad. Permaneció toda la mañana, chupando una pipa apagada, en el destartalado porche de su cabaña de tablas, a un lado del terreno donde amontonaban las armas. Un gato pequeño y blanco, a todas luces suyo, se paseaba por allí cerca, frotándose a veces, ronroneando, contra los desnudos pies de la anciana, otras contra las viejas botas de cuero de los generales y coroneles y otras contra los espolones de los caballos de los oficiales. Mientras tanto, los ordenanzas de estos oficiales habían encendido su tabaco y chupaban con agradecimiento o masticaban y escupían con profusión, y ahora empezaron a charlar amistosamente de los caballos que cuidaban. —Esta belleza negra —dijo un sargento de la Unión— es el caballo de batalla del general Sheridan, Winchester. Y aquel castrado, Johnny, es el famoso caballo tordo del general Lee, ¿verdad? ¿El llamado Viajero? — El mismo. Se llama Viajero desde que es propiedad del tío Bobby. Antes se llamaba Jeff Davis. Y mi nombre no es Johnny Reb, a partir de hoy, se entiende. Es Obie Yount.
— Y yo tampoco volveré a ser Billy Yank, sargento Yount. Soy Raymond Matchett. —Encantado de conocerle, sargento Matchett. Y gracias por el tabaco. Tiene un sabor excelente. En torno a estos dos hombres se oían fragmentos de otras conversaciones sociables. —... sí, señor, yo también serví en el ejército de los Estados Unidos. Y cuando me alisté en este ejército de Secesión, ¿sabes qué ocurrió? Visité a unos viejos amigos del ejército de los Estados Unidos y los muy groseros me volvieron la espalda. Sucedió en First Manassas y esos amigos volvieron de espaldas hasta Washington, D.C. — Lo creo, Johnny, claro que lo creo. Durante toda la guerra nuestros oficiales nos han dicho: «Muchachos, los Rebs se retiran! iPero cada maldita vez resultó que los Rebs se retiraban hacia nosotros! —... Qué diablos, Johnny, yo también estoy deseando volver a casa y ver a mi chica y, qué diablos, hacerlo. Pero nunca en mi vida lo oí llamar «tocar el Doodle con una mujer». —No me sorprende, Billy. Es una expresión un poco privada. Mi mujer es profesora de piano y solíamos llamarlo «hacer música». Pero cuando empezó la guerra, inventamos otro nombre y ahora lo llamamos «tocar el Doodle sin el yanqui». —... Entre nosotros, sargento Yount, yo diría que es usted demasiado grande, feo y obstinado para prestar servicio como ordenanza. —Tiene razón, sargento Matchett. Sólo estoy aquí porque está mi coronel y no es un oficial cualquiera. El coronel Zack y yo somos de caballería. Se trata de que el general Lee quería que nuestro bando hiciera un buen papel en la rendición, así que se trajo aquí a los pocos oficiales que no tenían los uniformes hechos harapos. Este caballo de color amarillento es la montura del coronel Zack, Trueno. Este es mío y le puse el nombre de Relámpago, para que se avinieran. Trueno y Relámpago. — ¿Relámpago? —preguntó un cabo de la Unión que estaba cerca—. ¡Eso es un percherón de cervecería! —Soltó una carcajada—. No se ofenda, sargento, pero ¿no debería darle un nombre más apropiado? ¿Leviatán, por ejemplo? —No te metas con él, muchacho —dijo Yount, afable—. Conseguí a este animal en tu bando. De un granjero yanqui cerca de Gettysburg, después de que el mío cayera muerto debajo de mí. —Bueno, ahora que lo he visto bien —dijo el cabo—, el caballo no es mucho más corpulento que usted. Caballo grande para un hombre grande. Conque Trueno y Relámpago, ¿eh? Creo que admiro esa idea. — Este caballo de Sheridan también solía tener otro nombre, Rienzi —continuó el sargento de la Unión—. El pequeño Phil lo cambió por el de
Winchester porque fue en la ciudad de Winchester donde el general inició la última campaña del Valle y la ganó. —Conque el pequeño Phil Sheridan lo llama una campaña, ¿eh? En el Valle de Shenandoah todos lo llamaron la «Quema» —gruñó Yount. — ¿Estuvo usted allí? — Sí, con mi coronel. Entonces sólo era capitán, capitán Edge, y eso fue... Dios mío, sólo fue el otoño pasado. Estuvimos allí con el Treinta y Cinco de caballería. En aquella ocasión vimos al elefante en un lugar llamado Tom's Brook. —Yo no he estado nunca en el Valle —dijo el sargento Matchett—, pero recuerdo haber oído algo sobre el Treinta y Cinco de Virginia. —Se rascó la barba, pensativo—. ¿No era el batallón apodado los Comanches? ¿Y no fue...? — Licenciado después de aquella misión —interrumpió bruscamente Yount. Entonces, como para suavizar su brusquedad, sonrió y añadió— Siempre me he preguntado por qué lo decimos. — ¿Qué? ¿Comanches? —No. Ver el elefante. —Ahora que lo pienso —dijo el cabo yanqui—, yo tampoco lo entiendo muy bien. Solía ser un dicho de las gentes de la ciudad: «!He visto al elefante!», en el sentido de «no puedes engañarme, he recorrido mucho mundo». Hoy en día significa: «He estado en el frente, no soy un recluta verde», pero ignoro el origen de este otro significado. — Nunca lo oí decir a un soldado, ni en México ni en los Territorios — dijo Yount—. No lo oí emplear en este sentido hasta que empezó la guerra. —¿Estuvo en México? —exclamó el sargento Matchett. — Sí, con el coronel Zack, cuando sólo éramos soldados rasos, sin ninguna graduación. Cuando aún éramos... —Yount tosió y miró hacia abajo, hacia su poblada y negra barba y su raído uniforme gris de confederado—. Los dos vestíamos de azul entonces. Bueno, qué diablos, igual que Jeff Davis y Robert E. Lee. —!Yo también! Quiero decir que también estuve en México. Fui a Veracruz con el general Scott. —Nosotros fuimos antes y más al norte, a Port Isabel. El cabo, que sólo había conocido esta guerra, miró de sargento a sargento con un silencio respetuoso. — Si fue a la campaña del norte, es probable que no estuviera en el frente de Cerro Gordo. Ni en el de Chapultepec, ¿verdad? — No. Luchamos en Resaca, Monterrey, Buena Vista... Los dos veteranos que acababan de conocerse y habían sido aliados aún seguían intercambiando nombres de campos de batalla lejos del juzgado de Appomattox —lejos de Virginia, lejos de la guerra—cuando esta guerra tocó a su fin. Alguien ladró: «!Atencíón!», y todos los soldados,
azules o grises, se cuadraron con la rigidez de una estatua. Todas las armas confederadas estaban en el montón, el ejército confederado se había rendido y ahora los generales y coroneles de azul y gris fueron en busca de sus caballos. El coronel Edge, que no era el más joven de los oficiales, pero sí el único que no llevaba barba o bigote, se acercó y tomó las riendas de Trueno de la mano del sargento Yount. Hubo un ruido considerable de arneses, cuero crujiente y herraduras inquietas cuando montaron los oficiales y los hombres. Yount se inclinó desde su robusto percherón y preguntó en tono confidencial: —¿Está seguro, coronel Zack, de que no quiere seguir luchando? Si es así, cuente conmigo. Al sur hay más ejércitos confederados, y también al oeste de aquí, que todavía no se han rendido. — He dado mi palabra de honor de que no lucharé más —contestó Edge en voz baja. — Bueno, pues yo no la he dado. Muchos hombres no hacen caso y a los yanquis les importa un bledo. Saben igual que nosotros que los documentos son papel para limpiarse el culo. Edge sacó y volvió a mirar la delgada hoja de papel que había recibido a cambio de su palabra de honor. Con manchada letra impresa y descuidada caligrafía, informaba a todos a quienes pudiera interesar que «el portador, teniente coronel Zachary Edge, CSA, prisionero en libertad bajo palabra», tenía autorización del ejército de los Estados Unidos «para irse a su casa y permanecer allí sin ser molestado». — Siendo un oficial, aún tiene carabina, revólver y sable —dijo Yount—; pesan más que ese pedazo de papel higiénico. Y los dos tenemos caballos, como solía decir Devil Grant, para plantar en primavera. Sin embargo, muchos de los hombres que ahora ve marcharse de aquí no se dirigen a sus casas para cultivar la tierra. Se van al sur para ver si encuentran al general Johnston en Carolina del Norte y luchar a su lado. — Pero no lo harán —dijo Edge con desaliento—. La noticia de que Lee se ha rendido llegará allí antes que ellos. El viejo Joe también se rendirá. Y también Taylor, Smith y los otros. Con Lee fuera de la guerra, no tienen elección. Todo ha terminado, Obie. Yount alzó sus corpulentos hombros y luego los encogió. — ¿Adónde va, entonces? No pensará uncir a Trueno a un arado y empezar a plantar los cultivos de primavera en el condado de Appomattox, ¿verdad? — No, supongo que, tal como dice aquí, iré a mi casa y permaneceré allí sin ser molestado. Edge guardó el papel en un bolsillo de la guerrera y se volvió en la silla para cerciorarse de que llevaba bien sujetos tras el arzón el macuto y la mochila.
—Vamos, coronel Zack —dijo Yount en tono plañidero—, sabe muy bien que, como yo, no tiene más casa que un cuartel, un acantonamiento o un vivac. Desde que nos conocemos, no hemos hecho nada más que guerrear. Casi veinte años de milicia. —No necesitarán nuestros servicios de soldado, Obie, por lo menos durante mucho tiempo. Será mejor que aprendamos nuevos oficios. —¿Qué, entonces? ¿Dónde? — No puedo decirle lo que debe hacer; ya no soy su comandante. En cuanto a mí, creo que volveré al lugar de donde vine, sea o no mi casa. — ¿Otra vez a Blue Ridge? — Sí. — ¿Para ser de nuevo un montañés? ¿Y yo volveré a una ciudad textil de Tennessee? ¿Nos separaremos, después de todos estos años? — No es necesario que nos separemos inmediatamente. Los dos lugares se encuentran al oeste de aquí. Edge puso al paso a Trueno con las rodillas, en dirección al juzgado, donde ahora ondeaba la bandera de los Estados Unidos. Yount inspeccionó rápidamente sus propios pertrechos y animó con las espuelas a su robusto Relámpago a un trote recio y ponderado. El caballo tuvo que sortear a los numerosos grupos de otros caballos, soldados y vehículos de todas clases, de modo que Yount no alcanzó a Edge hasta que ambos estuvieron al otro del pueblo y en la tierra batida de Lynchburg Pike. Mientras cabalgaban juntos entre ruinosos graneros de tabaco y cercas en zigzag, la conmoción y la música de Appomattox —donde la banda yanqui tocaba ahora una versión fúnebre de The Bonnie Blue Flag— se extinguieron a sus espaldas. Entonces Yount habló de nuevo, y en tono sombrío. —¿Sabe lo que somos ahora, coronel Zack? — Sé lo que no soy, un coronel de la caballería ligera, CSA. Y usted ya no es mi sargento, así que olvidemos las graduaciones y volvamos a lo que éramos cuando nos conocimos. Zack y Obie. — Me parece bien. ¿Sabes qué somos ahora, Zack? En este preciso momento somos historia. —Tal vez sí. Aunque es más probable que nuestra historia haya quedado atrás. Supongo que debemos estar agradecidos de haber podido vivirla. — Lo malo es que hemos de continuar viviendo. ¿Cómo piensas ganarte la vida en las montañas Blue Ridge? — Bueno, hace casi un año desde que Hunter y sus vándalos quemaron el IMV. Espero que a estas alturas alguien haya empezado a reconstruirlo, y es justo que eche una mano a mi antigua escuela. Necesitarán todas las manos que puedan conseguir. La tuya también, si no prefieres seguir hasta Tennessee. Y cuando esté reconstruido, volverá a necesitar profesores e instructores. Quizá me consideren apto para ello, y en ese caso te propondré como sargento instructor.
— ¿Yo, enseñando a cadetes en el Instituto Militar de Virginia? Yount pasó del desánimo a la extrañeza y en seguida a un radiante entusiasmo—. Vaya, eso sería fantástico! — Podemos intentarlo. Cuando dejaron atrás todo el bullicio de los dos ejércitos mezclados, cabalgaron en medio de un vacío y un silencio espectrales. No encontraron comunidades de importancia al oeste de Appomattox, y las escasas granjas que pasaron de largo tenían los postigos cerrados, de sus chimeneas no salía humo y en la carretera no había nadie más, exceptuando a algún que otro soldado gris, como ellos, que se dirigía a su casa a caballo o a pie. Había corrido el rumor, hacía menos de una semana —cuando el ejército de Lee se escabulló del largo sitio de Petersburg para intentar la desesperada hazaña de hacerse fuerte en Danville o Lynchburg—, que debería pasar por ahí y que los ejércitos de Grant no dudarían en perseguirlo. Por eso todos los habitantes de esas partes habían cogido todo cuanto podían llevar y abandonado lo que seguramente sería un campo de batalla. Sin embargo, resultó que la batalla no llegó hasta allí, pero no había nadie para oír la noticia. Edge y Yount no se habían puesto en camino hasta bastante después del mediodía, de modo que el precoz crepúsculo de abril no tardó en sorprenderlos. Se refugiaron durante la noche en una aldea desierta, en un edificio de madera ruinoso y vacío, pero que aún conservaba medio tejado y que, según un borroso letrero colgado sobre el umbral sin puerta, había sido la «ESCUELA DEL MUNICIPIO DE CONCORD». Cuando se despertaron a la mañana siguiente, lloviznaba y el día era frío y gris; la lluvia no era lo bastante intensa como para seguir resguardados, pero bastó para que el camino de polvo rojo se convirtiera pronto en una pegajosa arcilla que retrasaba a los caballos, por lo que en todo un día de cabalgar no adelantaron más que en la tarde anterior. Un poco antes de anochecer llegaron a otro edificio vacío, también con un letrero: «TIENDA DE GILES.» No sólo no albergaba a los Giles, sino que, como Yount comprobó, no contenía ninguna clase de tienda. La decepción fue suficiente para que decidieran no pernoctar allí y seguir su camino. Esto fue un error porque, después de sólo seis o siete kilómetros, la lluvia arreció y al mismo tiempo Relámpago empezó a cojear. — Maldito animal —gruñó Yount—. Con todo este barro, y tienes que pisar una piedra. Un poco más adelante había un puente de madera, visible a través de la lluvia, así que continuaron la marcha hasta que estuvieron sobre los tablones y fuera del fango rojo. Yount desmontó, se arrodilló, colocó el
peludo casco sobre su grueso muslo y empezó a hurgarlo con su cuchillo, mientras seguía gruñendo: —La gente de aquí se luce colgando letreros. —Había uno sujeto a la barandilla del puente que identificaba al río de debajo como Beaver Creek—. Se ha de recordar continuamente quién es y dónde está. —Tendríamos que habernos detenido en el último letrero —dijo Edge—. Esta lluvia no cesará durante un buen rato. Voto por acampar debajo del puente. Aún debe de quedar algo de leña seca por aquí abajo. Así lo hicieron; había leña seca y pronto encendieron una pequeña hoguera. Se sentaron a ambos lados del fuego a la creciente penumbra del anochecer. Edge calentó sobre las llamas un cazo de sagamita, la alimenticia ración del soldado de caballería, consistente en harina de maíz y azúcar moreno. — Recuerdo otro Beaver Creek en el mapa —dijo Yount—. Lo cruzamos al venir de Petersburg. No, ahora me acuerdo, aquél era Beaver Pond Creek. —Oh, diablos, debe de haber más Beaver Creeks en Virginia que bautistas —observó Edge—. Aunque nunca he visto un castor vivo en estado salvaje. —Rió entre dientes—. En cambio, he visto muchos bautistas salvajes. —Como Yount no hizo ningún comentario, Edge lo miró. Los ojos de Yount estaban muy abiertos y la boca parecía un agujero en la barba negra. Edge preguntó: ¿Por qué te sorprende tanto esta observación? —Al diablo con los castores y los bautistas —dijo Yount en voz baja, llena de un asombro reverente. Continuó mirando con fijeza, pero no a Edge, sino por encima de su hombro, hacia la orilla del río—. Ayer mismo... algunos tipos y yo hablábamos de ver elefantes. Y ahora, de improviso, diantre, Zack, !estoy viendo uno! 2 —iMassa Florian! —gimió una voz distante pero clara desde el fondo de la cortina de lluvia. Entonces el dueño de la voz lastimera emergió del húmedo crepúsculo, un hombre bajo y flaco, de piel oscura. Corría descalzo hacia la caravana de carromatos, con el gran turbante ladeado y los chillones ropajes ondeando bajo la lluvia—. iOh Dios, mas Florian! —iMaldita sea, Abdullah! —replicó el conductor, más modestamente vestido, del primer vehículo, un carruaje liviano, con techo pero abierto en los costados—. Cada vez que te excitas, olvidas llamarme sahib. Cuando estuvo cerca del carruaje, el hombre moreno jadeó: — No estoy exsitao, mas sahib, estoy despavorío. —Maldición, master sahib no, sólo... —Florian se detuvo, exhaló un fuerte suspiro y movió la cabeza. Tiró de las riendas para frenar al
caballo del carruaje. Los cuatro carromatos que le seguían en fila también se detuvieron y todos empezaron a aposentarse, sin ruido pero perceptiblemente, en el fango del camino—. Ahora dímelo con calma, Abdullah. ¿Qué te ha asustado? ¿Y dónde está Brutus? —Allí. Señaló con un dedo moreno y tembloroso hacia el puente de madera que ostentaba el letrero: «BEAVER CREEK.» — !Hannibal Tyree, cobarde holgazán negro! —increpó una bonita rubia que se asomó de repente a la abertura lateral del carruaje—. ¿Has echado a correr, dejando abandonada a la pobre Peggy? — Deseo —dijo Florian con fervor, apretando los dientes—, deseo por Dios que ahora que volvemos a estar en camino, Madame Solitaire, procuremos todos recuperar a nuestro personaje y recordar qué personaje somos cada uno de nosotros. — Oh, dejemos eso —exclamó la bella—. Si Hannibal ha perdido a ese animal, será mejor que salgamos del camino y volvamos al anonimato. — Peggy está muy bien, zeñorita Sarah —aseguró el negro—. Tiene las cuatro patas en el agua de ese río y se ducha con la trompa, más felíz que nadie. — Entonces, ¿qué ocurre, Abdullah? —preguntó Florian. —He espiao a dos hombres escondíos bajo ese puente, mas Florian. iSoldaos! Miré hasia allí y los vi agasapaos y a la espera, soldaos rebeldes. Ahora que la guerra ha terminao, seguramente se han vuelto ladrones. Cuando crusemos ese puente, saltarán y zas! —Se volvió para decir con reproche a Madame Solitaire—: No soy un +negro cobarde, zeñorita Sarah. He corrío para avisarlos a todos. Otros dos hombres y medio habían llegado de los otros carruajes a tiempo de oír el aviso. El medio, un hombre de poco más de un metro de estatura, dijo en tono desabrido: —Ese zoquete ha sido sensato por una vez. Sólo aquel aldeano del camino ha dicho que la guerra ha terminado. Quizá no es así. Ya te he dicho muchas veces, Florian, que era muy arriesgado salir tan pronto... Uno de los dos hombres más altos —aunque éste no lo era mucho, pero sí delgado y esbelto y de aspecto elegante pese a su atuendo de viaje— dijo con voz más serena: — Oh, no sé. En medio de tanta desolación, tal vez sea mejor morir de un disparo, une fois pour toutes, que perecer lentamente de hambre. El otro, un hombre fornido sin un cabello en la cabeza pero con un fiero bigote de morsa, preguntó de repente a Florian: — ¿Qué hacer, Baas? ¿Los liquidamos o se los entregamos al gato como comida? Florian reflexionó, luego se apeó del pescante y dijo:
—Bueno, es posible que acechen una presa. Ahora, sin embargo, apuesto lo que sea a que miran con ojos desorbitados a ese inesperado elefante y juran a Dios y a sí mismos no beber otro trago en su vida. Aunque no correremos ningún riesgo. Abdullah, has dicho que Brutus está en el arroyo. ¿A qué lado del puente? — Al izquierdo, sahib Florian —contestó el negro, ya repuesto del todo—. Un poco más arriba que los dos granujas. —Está bien. —Y, dirigiéndose a la mujer del carruaje, Florian añadió—: Querida señorita, ¿quiere alargarme nuestra arma? —Temblorosa, ella le tendió un viejo y anticuado rifle—. Yo me adelantaré, caballeros, y bajaré a la orilla izquierda donde está Brutus. Ustedes, capitán Hotspur y Monsieur Roulette, se acercarán a hurtadillas por el lado derecho del puente. Si esos sujetos se abalanzan sobre mí, ustedes corren bajo el puente y los atacan por sorpresa. El hombre calvo hizo crujir los nudillos y contestó: —Sí, Bass. El hombre esbelto se encogió lánguidamente de hombros. El casi enano protestó: — iEh, Florian! Yo no corto ni pincho, ¿verdad? — Tim, Tim —dijo Florian en tono conciliador—. Tú serás el más útil de todos. Puedes andar con agilidad hasta el mismo puente sin que te oigan. Y toma, coge el arma de fuego. Si nos ves en peligro, puedes disparar la única bala. Y procura dar en el blanco. El enano cogió el rifle, que era casi igual de alto que él, y enseñó, malévolo, sus pequeños dientes. — Pero no ataquéis primero —dijo Florian a todos en general—. Dadme la ocasión de presentarme. Pueden ser vagabundos inofensivos y... ¿quién sabe?, quizá tengan incluso víveres que compartir. Sin embargo, cuando bajó sorteando la maleza húmeda y olió el tufo acaramelado del humo de la hoguera, murmuró con disgusto: —No, no tienen nada, maldita sea; no, si se ven obligados a comer sagamita. Se detuvo detrás de la última pantalla de follaje ribereño, que goteaba lluvia, y, empapado también él, escudriñó a los dos hombres uniformados de gris desde unos metros de distancia. Estaban en la orilla, al lado mismo del elefante, con las botas dentro del agua. Mientras observaban al animal, uno de ellos alargó la mano para acariciarle la trompa, lo cual pareció gustar a Brutus, que alzó, dobló y enroscó voluptuosamente su largo apéndice. Florian miró río abajo, vio la pequeña hoguera encendida debajo del puente y, más allá, dos caballos comiendo las hojas del arbusto al que estaban atados. Los ojos de Florian se iluminaron y murmuró por lo bajo, esta vez sin ningún disgusto: —Vaya, vaya, vaya...
Entonces caminó osadamente hacia los hombres y el elefante y saludó con gran jovialidad: —iBuenas tardes, caballeros! Ellos se volvieron sin ningún sobresalto de alarma o culpabilidad, pero uno puso una mano sobre la gran funda negra que le pendía del cinto. Con un gesto señoril, dijo Florian: —iPermítanme presentarles, señores, al Gran Brutus, el mayor animal que respira! —Los hombres inclinaron la cabeza con bastante cortesía, primero hacia él y luego hacia el animal. Florian se dirigió al que llevaba la pistola enfundada y las dos estrellas bordadas en el cuello de la guerrera—: ¿Sabe, coronel, qué significa cuando se acaricia la trompa, como usted acaba de hacer, y el elefante la enrosca en un saludo respetuoso, como ha hecho Brutus ahora mismo? —No, señor, no lo sé —respondió Edge, lacónico. —Significa, según una venerable tradición circense, que algún día conseguirá usted poseer un circo propio. Esto hizo sonreír a Edge. Y la sonrisa hizo que Florian le mirase con perplejidad. El rostro del coronel tenía, en reposo, cierto áspero atractivo, como una benigna escultura en la roca. No obstante, su sonrisa era indeciblemente triste y esto le imprimía una especie de fealdad. Los dos soldados chapotearon fuera del agua para reunirse con el hombre de la orilla y Yount dijo: —Conque un circo, ¿eh? Esto lo explica, mister. Creí que me había vuelto loco. Quizá lo estoy. Entre todas las cosas que esperaba ver al final de esta guerra, un circo no ocupa uno de los primeros lugares de la lista. —El Floreciente Florilegio de Maravillas de Florian. Tengo la buena suerte de ser Florian en persona, propietario y director de la empresa. —Les tendió la mano. Edge la estrechó y notó que el apretón del propietario del circo era peculiar: incluía una especie de presión extra del índice y el pulgar sobre la palma y los nudillos de la mano que estrechaba. Pensó que esto quizá significaba algo entre la gente del circo o en el país extranjero de donde procedía Florian: hablaba inglés con una precisión demasiado perfecta para que fuera su lengua nativa. —Es un placer, señor Florian. —La sonrisa que afeaba a Edge había desaparecido y su expresión volvió a ser agradable... aunque su actuación no lo fue. Mientras estrechaba la mano derecha del dueño del circo, abrió con la izquierda libre la funda del arma, sacó la larga pistola y apretó el percutor con el pulgar, produciendo un ominoso triple clic de acero contra acero—. Señor, hágame el favor de permanecer muy quieto, justo donde está.
—Oh, miseria —suspiró Florian cuando Edge le soltó la mano y dio un paso atrás, sin dejar de apuntar con el revólver a los botones de su chaleco—. De un yanqui no me sorprendería mucho esta conducta, señor; pero no sabía que los oficiales del sur pasaran alguna vez de caballeros a truhanes. Esperaba que se portarían como amigos. —Y lo haremos, señor, si no se mueve ni a la derecha ni a la izquierda. Donde está, es un escudo entre unos amigos suyos y yo. Hay uno en el puente y dos un poco más lejos. Tal vez no los acertara a todos, señor, pero prometo que no fallaría con usted. Obie, ve a buscar la carabina. —Espere —dijo Florian—. Es culpa mía, señor. Esperábamos que serían amigos, pero no podíamos estar seguros de que no fuesen ladrones preparando una emboscada. Si puedo levantar la voz, llamaré a esos hombres para que se acerquen en paz a conocerlos. —Puede llamarlos, señor. Le recomiendo que sea persuasivo. Florian volvió un poco la cabeza y gritó: —iSon amigos! Tim, baja con el rifle invertido. Best, kapitein, komt u en ons ontmoeten. Soyez tranquille, Roulette, et venez ici. Al cabo de un momento oyeron ruido de pasos entre la maleza. Edge aprobó con la cabeza y recitó: —Jamais beau parler ncorcbe la langue —pero no bajó la pistola—. ¿Qué es la otra lengua? —Holandés —respondió Florian. De una manga deshilachada de su levita sacó un tino pañuelo de hilo para secarse la frente—. De hecho, el capitán habla el muy tosco holandés de El Cabo, pero entiende el correcto. Mejor que el inglés. —¿Así que usted y sus amigos no son yanquis ni secesionistas? — preguntó Yount con suspicacia. —Mi querido sargento, cualquier circo es una mezcla de nacionalidades. Yo mismo soy alsaciano... —Me refería a sus simpatías políticas, mister. —Y siempre intentamos no preguntar sobre la política, la religión o cualquier otra superstición de los demás. Aquí llegan mis colegas. ¿Puedo presentárselos, señores? —Esperó a que Edge hubiese enfundado de nuevo el revólver—. Por orden de llegada, ya que no de estatura, éste es Tiny Tim Trimm, nuestro enano de fama mundial y payaso provocador de hilaridad, que también es nuestro corneta. El enano se acercó llevando el gran rifle a rastras e inclinó la cabeza de mal humor, como si lamentase la falta de pretexto para usar el arma. Yount observó: —He visto enanos más bajos. Tim Trimm clavó en él sus ojos incoloros, como los de un pez, cubiertos por la misma clase de brillo duro y escamoso, y rezongó: —iPuede besar mi culo sonrosado y enano! Florian se apresuró a decir:
—Y éste es Monsieur Roulette, acróbata, volatinero y ventrílocuo sin rival. —Enchanté —dijo el hombre flaco, nada encantado. —Y éste es el capitán Hotspur, nuestro jinete sin igual, temerario domador de leones, herrador experto, carretero y vaguemaestre responsable de toda nuestra caravana. —Goeie nag —dijo el hombre calvo, traduciendo en seguida—: Buenas noches, señores. —Habrán observado, señores —intervino Florian—, que en nuestro circo cada hombre desempeña muchos papeles... como observó una vez otro gran hombre del espectáculo. —Veo que todos sus nombres son ficticios —dijo Yount con admiración. —Noms de théátre —explicó Florian con un ademán que expresó la naturalidad del hecho—. La mayoría de nosotros tenemos noms de baptéme poco apropiados para lo que somos en años posteriores de la vida. Por ejemplo, el nombre de pila de Jacob Brady Russum es más largo que él, así que lo hemos cambiado por uno más idóneo, Tim Trimm. —Mi nombre no ser bueno para un jinete temerario —declaró el capitán, retorciéndose el mostacho—. Ignatz Roozeboom. —Hélas —exclamó Monsieur Roulette—, mi nombre es, por desgracia, una versión ligeramente distinta del verdadero. —Enseñó a Edge una mano acostumbrada a la manicura, en el extremo del puño raído—. Jules Fontaine Rouleau, antes de Nueva Orleans y, malheureusement, muy venido a menos desde entonces. Sin duda mi familia de allí desea fervientemente que adopte un alias definitivo. Incluso uno como Ignatz Roozeboom. Edge dijo a todo el grupo en general: —Celebramos conocerlos a todos. Yo soy Zachary Edge y él es Obie Yount. —Bien —dijo Florian—, nosotros, caminantes, nos encontramos con suspicacia y ahora, por suerte, todo ha cambiado. También la lluvia está remitiendo. Sin embargo, estamos todos empapados y la noche se nos echa encima. Brutus parece muy feliz aquí, pero sugiero que el resto de nosotros vaya a resguardarse a la caravana. Y ustedes, coronel Edge, sargento Yount, tal vez deseen cenar algo mejor que sagamita. Los dos interpelados lo miraron como hubiesen mirado un espejismo. Los hombres del circo también lo observaron, con expresión todavía más incrédula. —Gracias, pero, a decir verdad —contestó Edge, reacio a ser tomado por un gorrón—, cenamos muy bien la noche pasada. Varios yanquis la compartieron con nosotros. Por su parte, Yount, queriendo asimismo parecer autosuficiente, agregó:
—Y hace poco hemos comido una cebolla. —Entonces confesó—: Pero la pitanza ha sido mísera durante mucho tiempo. —ah! —exclamó Roozeboom, comprensivo, sin dejar de mirar fijamente a Florian. —Sí, sí —dijo Florian—, nosotros también comemos pollo un día y plumas el siguiente. Pero, muchachos, no diréis que no a unas chuletas de cerdo esta noche, ¿verdad? —iDiablos, no, no diremos que no! —exclamó Yount para prevenir cualquier excusa cortés por parte de Edge. Mientras los dos se fueron a buscar sus caballos y pertrechos, Rouleau preguntó: —¿Chuletas de cerdo? Y lo dijo con tanta avidez como si ya las saborease, y Roozeboom continuó mirando con fijeza... y frunciendo el espacio sobre los ojos, donde deberían de estar las cejas. Florian no les hizo caso y dijo al enano en tono bajo y urgente: — Adelántate corriendo, Tim. Di a Madame Solitaire que prepare su carromato para invitados y encienda un fuego bajo las chuletas. Sabrá lo que quieres decir. Tim protestó, encolerizado: — La última vez que comimos chuletas de cerdo fue el día que abandonamos Wilmington. Desde entonces, el resto de nosotros ha vivido de gachas y melaza. Y, maldita sea, Florian, ¿tú y tu puta de pelo amarillo habéis tenido chuletas todo este tiempo? — Calla y lárgate. La última vez que te atiborraste, Madame Solitaire y yo guardamos nuestras dos chuletas en previsión de una oportunidad como ésta. ¿No ves qué tienen estos soldados? iDos caballos magníficos! ¡Andando, vil homínido, y haz lo que te digo! Trimm se fue, pero rezongando todavía, con espíritu rebelde. Los demás esperaron para acompañar a Edge y Yount desde el arroyo al camino. Roozeboom, caminando junto a Edge y su Trueno, observó: —Buenos caballos los suyos, señores. ¿Les da miedo el elefante? —La cuestión nunca se ha presentado —dijo Edge con buen humor—. Supongo que un caballo de campaña se acostumbra a las sorpresas. Al parecer, Florian creyó más oportuno no demostrar interés por los caballos. Cambió de tema. — ¿No es usted un poco joven, Zachary, para ser teniente coronel? —No, señor. Durante estos últimos meses, los ascensos guardaban relación directa con el desgaste. Johnny Pegram era general de brigada a los veintitrés años y murió hace sólo dos meses. Yo tengo treinta y seis. —Y está vivo. Bueno, me ha parecido que sabe manejar las armas. Edge se encogió de hombros. —Estoy vivo.
—Me ha asombrado un poco ver que dispara con la izquierda. —Con las dos. Pero soy diestro por naturaleza y prefiero disparar con la derecha. —Ha desenfundado con la izquierda. —Porque la funda de caballería está hecha así. ¿Lo ve? Colocada en la cadera derecha, con la pistola apuntando hacia adelante. Esto se debe a que el soldado de caballería usa primero el sable. Y éste se desenfunda con la mano derecha, desde la izquierda del cinto. —Ah. Se considera a la pistola el segundo recurso. —Así es. De modo que es preciso desenfundarla y disparar con la mano izquierda, si es necesario. O cambiarla a la derecha, si se tiene tiempo. —¿Y usted tiene puntería de las dos maneras? Edge repitió secamente: Estoy vivo. —Permítanme presentarles, señores —dijo Florian cuando hubieron subido el terraplén del arroyo—, a otro valioso miembro de nuestra compañía. Este es Abdullah, nuestro insustituible malabarista, tambor y cuidador del macho. —¿Macho? —repitió Yount. — Abdullah se cuida de Brutus, el primero de nosotros a quien han visto. —¿El elefante? ¿Un macho? —preguntó Yount—. No soy experto en esta especie, señor Florian, pero diría que incluso su enano tiene más verga que su Brutus. ¿No será un error considerarlo un animal macho? Florian se echó a reír. — Brutus es una hembra, claro, y atiende al nombre de Peggy. Casi todos los elefantes de circo son hembras. Más fáciles de gobernar. Sin embargo, toda la gente de circo llama machos a los elefantes. Es otra antigua tradición, como los nombres extravagantes. —Sí, zeñó —dijo el negro a los recién llegados—. Mi verdadero nombre ser Hannibal Tyree. Lo saludaron y Edge observó que el nombre verdadero del muchacho parecía muy apropiado para un cuidador de elefantes. —Otra vez tiene razón dijo Florian—. Está claro que ha estudiado historia. Pero el chico no tiene el color apropiado para ser un Aníbal y, aún peor, no tenemos ninguna armadura para disfrazarle de cartaginés. En cambio, su color puede pasar por el de un indio y un Abdullah sólo requiere unos trapos multicolores para vestirse. Sabrán, amigos míos, que un circo, como una mujer, vive de artificio y artilugios. Solucionamos las cosas a medida que se presentan. Ya habían llegado a los carromatos, tristemente aislados en la noche oscura y bastante más hundidos en el barro. El resto de la compañía había logrado encontrar leña para un fuego y todos estaban a su alrededor, envueltos en chales y mantas de caballería, con los ojos
ávidos fijos en la sartén que la bonita mujer sostenía sobre las llamas. Las chuletas de cerdo, que empezaban a chisporrotear en la sartén, fueron también lo primero que miraron Edge y Yount. —iTe aplaudo, querida! —exclamó Florian. Has proveído para nuestros invitados. La mujer le dirigió una mirada de buen humor, pero no así los demás. Yount preguntó con voz confusa, porque tenía la boca hecha agua: —¿No van a comer todos? —El resto de nosotros —respondió Florian con mucha claridad—ya ha cenado. —Un gruñido ahogado fue la respuesta, salido de la garganta o la barriga de alguien. Florian se apresuró a añadir—: Déjenme continuar las presentaciones. La encantadora dama que atiende la cocina es nuestra Madame Solitaire, équestrienne extraordinaire. Ella les dirigió una sonrisa y se tambaleó un poco cuando Edge sonrió a su vez. La mujer tenía ojos de un azul oscuro y cabellos cortos y rizados del color del oro antiguo. De cerca, su bonito rostro se veía algo menos lozano y Edge supuso que tendría más o menos su misma edad. Cambió la sartén a la mano izquierda para estrechar las manos de los desconocidos; estaba tan encallecida como las de ellos. —Esa bonita rapaza es la hija de Madame Solitaire, mademoiselle Clover Lee, que está aprendiendo el arte de su madre como aprendiza de amazona. La chica tenía trece o catorce años y los ojos de su madre, de un azul cobalto, un cutis joven y luminoso y su larga y ondulada melena era una cascada de oro aún más brillante, del color y la suavidad de las fajas de satén de la caballería. —La dama viuda —continuó Florian— es nuestra perspicaz adivina y omnisciente hechicera. No los engaño, caballeros. Quizá se han burlado de quienes leen en la palma de la mano y demás farsantes por el estilo en otros espectáculos, pero les garantizo que ésta es auténtica. Algunas de sus profecías me han dejado atónito incluso a mí al cumplirse al pie de la letra, y yo soy un cínico consumado. También podría mencionar que el nombre de la dama no es una acuñación circense, sino el suyo propio. Caballeros, tengo el privilegio de presentarles a Magpie Maggie Hag . —Buenas noches... ejem... señora —dijo Edge. El rostro oscuro de la anciana era un apretado nudo de arrugas, surcos y rugosidades en el fondo de la capucha de una capa muy antigua. Edge esperaba que su voz, si la tenía, saldría de allí dentro cascada y débil, y se sorprendió al oírla, profunda y resonante como la de un hombre: —Mucho gusto en conocerlos.). Yount, nada sorprendido, respondió cortésmente en la misma lengua: —Igualmente, señora.
—Vaya, Mag —dijo Florian—, hacía mucho tiempo que no te oía hablar en una de tus viejas lenguas. ¿Por qué ahora? — Porque ellos la hablan —replicó ella con voz grave. —iJa! ¿Lo ven? —exclamó Florian—. Lo sabe todo y lo dice todo. Bueno, ahora ya conocen a toda nuestra compañía. Oh, excluyendo al Salvaje de la Selva, que se esconde allí, en las sombras. Se inclinaron para mirar. El hombre que los acechaba no era más que un joven patán, de aspecto más bien repelente. Tenía una maraña de cabellos incoloros, largos pero escasos, ojos oblicuos, orejas primitivamente minúsculas y una lengua repugnante y de tales proporciones que no le cabía en la boca. — No se molesten en decirle hola —indicó Florian sin ambages—. No hará caso y no puede contestar. Le vestimos de salvaje y le llamamos el Hombre de la Selva, pero sólo es un idiota vulgar y corriente. Edge dijo a las mujeres: —Me gustaría pedirles perdón, señoras, por acercarnos a ustedes llevando armas. —Señaló la pistola del cinto, y la carabina enfundada y el sable que estaban en la silla—. Sé que son modales inexcusables, pero es que estas armas son casi lo único valioso que nos queda. La voz de bajo habló otra vez. —Pronto te servirán más que nunca, muchacho. —Hum, bien... gracias, señora, señorita... —Soy Magpie Maggie Hag y así puedes llamarme. Edge era incapaz de dirigirse a una mujer adulta con un apodo, en especial si era una dama que al parecer le doblaba o triplicaba la edad, así que se inclinó y dio media vuelta para mirar, entre divertido e irónico, lo que Florian había descrito como la «caravana de carromatos». La caravana constaba de cinco vehículos. La luz del fuego para la cena era suficiente para ver que todos habían conocido días mejores y una multitud de días malos. Sus viejas capas de pintura azul y letreros polícromos estaban descoloridos y pelados, descubriendo grietas e intersticios tapados con trapos. Ningún carromato tenía dos ruedas en buen estado y pocas se inclinaban en la misma dirección, y muchos de sus radios eran astillas sujetas con tiras de cuero sin curtir. A la cabeza de la hilera estaba el destartalado carruaje de costados abiertos. Los tres siguientes eran furgones altos, pesados, con puertas correderas. El último, difícil de distinguir en la oscuridad, parecía tener barrotes en los lados, como una celda de cárcel. Había un caballo bastante decente, blanco, entre las varas del carruaje, y otro, un tordo claro, llevaba el primer furgón. El siguiente de la hilera estaba enganchado a un caballo de tiro que había sido algún día tan corpulento como el Relámpago de Yount, pero que ahora sólo era un costillar inmenso con huesudas articulaciones. El furgón siguiente no tenía varas de ninguna clase, sólo una compleja cuna de tirantes de cuero, sogas y voleas unidos entre sí
para que pudieran tirar de él dos animales muy pequeños e hirsutos, de aspecto triste. —¿Asnos? —preguntó Edge. —No los desdeñe —replicó Florian con displicencia, sin inmutarse—. Estos pequeños animales nos han servido lealmente, tirando de ese furgón de museo. También me han inspirado uno de los pocos poemas que he compuesto en mi vida. Me lo he repetido una y otra vez, a lo largo de fatigosos kilómetros: Hemos viajado muy lejos y despacio pasa el tiempo. Nuestros pies están cansados y también nuestros traseros. —«El Floreciente Florilegio de Florian»... —murmuró Yount. Estaba intentando descifrar el adornado y antaño brillante letrero del furgón más próximo—. «Hombres del Sur, Caballos del Sur, Empresa del Sur... ¡Un Espectáculo del Sur para Gente del Sur!» —A decir verdad —confesó Florian—, copié esta línea del Poderoso Haag. —Edge y Yount asintieron, pero sin comprender—. Era apropiado para Carolina del Norte, de donde procedíamos. En la verdadera tierra de la Biblia, sin embargo, suelo poner: «Un Espectáculo Limpio para Gente Moral.» En general es necesario vencer la intolerancia típica del intelecto provinciano frente a todo lo nuevo o extranjero. Pero, !vengan, amigos! Permitan que el capitán Hotspur se ocupe de sus caballos. Mientras se cuece la cena, entremos en este carromato y —dio un codazo a Edge— bebamos un poco de madera y agua, ¿eh? Entraron subiendo un pequeño peldaño abatible en la parte trasera del furgón y abriendo una puerta estrecha de la pared posterior del vehículo. El interior sólo tenía un angosto pasillo en el centro, porque a ambos lados había repisas, estanterías y muebles verticales desde el suelo hasta el techo, provistos de numerosos goznes, aldabas, ganchos, cerrojos —toda clase de quincalla, bastante oxidada en su totalidad—, de modo que partes del conjunto podían abrirse, cerrarse o servir para varias cosas, y cada abertura de aquella estructura de madera rebosaba de rollos de lona y cuerda gruesa, palos pintados y otros útiles difíciles de identificar. Ya estaba encendida una lámpara de queroseno que colgaba de un gancho clavado en el techo. El ambiente dentro del furgón era denso, pero no ofensivo, y se componía de varios olores predominantes: humo rancio, heno caliente, perfumes y polvos femeninos, olores animales... y varios menores: base de maquillaje, moho y sudor seco. Florian dijo, mientras se agachaba, buscando algo: —Baje, ese segmento, Obie. Es una litera donde ambos pueden sentarse. Este es normalmente el furgón tienda donde viven las mu-
jeres, pero he dicho a Madame Solitaire que lo preparase para invitados y... ah, sí, aquí está. Se enderezó, sosteniendo una botella medio llena y tres tazas de hojalata. Edge se quitó el cinturón con la pistola enfundada. Yount manipuló torpemente unas aldabillas y bajó con cuidado una litera cubierta con una manta para sí mismo y para Edge, mientras Florian bajó hábilmente otra litera en el otro lado del pasillo y descorchó la botella y llenó las tazas. Los invitados las tomaron y Florian hizo con la suya el gesto del brindis. — Bien hallados, caballeros. Por ustedes. Los invitados murmuraron una respuesta, bebieron, dieron un respingo, se estremecieron y meditaron. Edge preguntó al cabo de un momento: —¿Hacemos bien en beber el linimento de sus caballos? —Admito que no es centeno de Overholtz —concedió Florian, un poco ofendido—. La ciudad de Wilmington estaba bastante bien provista de los lujos de la vida, pero no muchos de ellos se filtraron hasta nosotros. Aun así, es una clase de whisky y no todo el mundo en Dixie bebe whisky esta noche, de la clase que sea. — iAmén! —exclamó Yount, alargando la taza para que se la llenaran de nuevo. —¿Fue Wilmington su última parada? —preguntó Edge. Ahora, aunque no habían intercambiado una sola palabra acerca de ello, tanto Edge como Yount sospechaban la verdadera razón de que los hubiera recibido tan cordialmente: intentaría convencerlos para que se desprendieran de sus caballos. Así, pues, se recostaron y estudiaron a Florian mientras hablaba. Vieron a un hombre bajo y macizo, algo rechoncho, con levita de color rojo oscuro y pantalones grises que habían sido muy elegantes y ahora estaban manchados, remendados y raídos. Las solapas y los puños de la chaqueta aún mostraban restos de un caro bordado con hilos de oro. Los ojos castaños de Florían brillaban de animación y no parecía tener mucho más de sesenta años, pero los cabellos y la pequeña y bien cuidada barba puntiaguda eran blancos como la nieve y su rubicunda cara estaba surcada y marcada por el paso de los años. —Wilmington —contestó, sin afecto—. Daba la impresión de que Wilmington iba a ser nuestra parada definitiva. —Vertió más whisky en las tazas—. Hace cinco años, cuando se vio claramente que la guerra estallaría de la noche a la mañana, casi todos los circos de Norteamérica se apresuraron a hacer una última gira antes de que los caminos quedaran cortados. Todos los propietarios y directores nos reunimos en el Atlantic House de Filadelfia para decidir quiénes de nosotros iríamos al norte, al oeste o donde fuera. Yo elegí el sur por una razón particular y aquí estoy desde entonces. Ni siquiera las compañías que volvieron sanas y salvas a sus tierras del norte han pasado unos años fáciles, o
así me lo han contado. Dan Rice organizó su espectáculo en un barco y ha trabajado, sin gran provecho, por todo el curso del río Ohio. Spalding y Rogers embarcaron hacia Sudamérica para esperar allí el fin de la guerra. Howes y Cushing marcharon a Inglaterra. Quizá otros quedaron atrapados detrás del frente, igual que nosotros; no lo sé. Hizo una pausa para beber un sorbo de whisky. Yount preguntó: — ¿Puedo fumar aquí? Florian asintió y Yount extrajo el último tabaco que había sacado de aquel yanqui de Connecticut. El y Edge llenaron y encendieron sus pipas y preguntaron qué razón particular había llevado a Florian al sur. —Quería adquirir algunos monstruos buenos. Carolina del Norte es el mejor lugar de Norteamérica para encontrarlos. —¿De verdad? —inquirió Edge. ¿Por qué? —Diablos, hombre, porque allí arriba, en las grandes montañas Smoky, esos tarheels se han reproducido durante siglos dentro de su propia familia. ¿Por qué cree que los nativos de Carolina del Norte se llaman tarheels? (1). Porque se quedan en su sitio. Esos serranos nunca se alejan más de siete kilómetros de sus montañas en todas sus vidas, así que no tienen más remedio que casarse entre sí. Cuando hermanos y primos se han casado entre sí durante generaciones, todo lo que procrean son hombres salvajes, idiotas, monstruos de tres piernas, mujeres barbudas, etcétera. Y están contentos de darlos gratis. —No me extraña —dijo Yount. —Así que por esto decidí dirigirme al sur. Y la mitad de mi espectáculo me plantó inmediatamente. Diez o doce artistas y sus numerosos animales. No querían aventurarse hacia el sur en circunstancias tan inseguras. No me sorprendió mucho. En realidad, me asombró y complació muchísimo que Abdullah consintiera en venir, ya que había sido liberado hacía pocos años por un plantador de Delaware. Y no me preocupó mucho la deserción de los otros. Una compañía más pequeña era más fácil de transportar y seguía siendo un espectáculo lo bastante bueno para atraer a los paletos. —¿Vino con el mismo circo que tiene ahora? —preguntó Edge. —Sí, sólo que teníamos mejores animales de transporte que los asnos, y tanto carromatos como equipos y disfraces estaban entonces en muy buen estado, brillantes de nuevos. Causamos una impresión inmejorable en los tarheels, mejor que la que nos causaron ellos, lo cual quiere decir que por una vez en la historia andaban muy escasos de monstruos. Lo único que obtuvimos fue a ese mediocre idiota. Y allí estábamos, atravesando las montañas Smoky y tan lejos de la civilización como esos montañeses. Ni siquiera oímos decir que la guerra había comenzado hasta que estaba en su apogeo. Cuando nos enteramos, salimos de estampida de aquellas montañas y nos dirigimos a la costa,
con la esperanza de zarpar en algún barco. Llegamos a Wilmington, pero allí se acabó nuestra suerte. —Debieron conformarse con la que habían tenido —gruñó Yount. —Oh, lo hicimos, claro. Wilmington era un puerto de mar confederado pero, aun así, se trataba de una pequeña Suiza entre los beligerantes. Ambos bandos parecían haberlo acordado tácitamente. Los buques de guerra de la Unión bloqueaban el puerto, pero sólo a medias, de modo que había un tráfico constante entre los dos bandos. Era el mejor acceso confederado al comercio extranjero. Y servía a la Unión de canal para pasar espías y provocadores, para el intercambio de prisioneros y cosas por el estilo. —Si podían salir y entrar tantas cosas, ¿por qué no ustedes? —preguntó Edge. —Para empezar, los violadores de un bloqueo no usan barcos lo bastante grandes para transportar un elefante. Además, podían elegir entre otros cargamentos mucho más lucrativos: algodón, tabaco, oro y joyas, pasajeros ansiosos por pagar cualquier precio, extranjeros que habían sido atrapados allí, ricos plantadores sureños y sus familias que huían del país, jóvenes caballeros sureños que no deseaban vestir el uniforme gris... Yount expresó su desaprobación con un gruñido y luego dijo: —Sin embargo, no debía de ser el peor lugar del mundo donde estar atrapado. — No, no, en absoluto. Muchas de las mercancías que entraban se quedaban en los dedos de Wilmington, por así decirlo. La ciudad vivía regiamente, en comparación con la mayor parte del sur. Aunque nosotros no podíamos permitirnos muchas de las cosas buenas, los especuladores tenían que gastar su botín en alguna parte, y lo gastaban en diversiones. Dando bailes y cenas de gala, yendo al teatro, a las carreras... y al circo, que éramos nosotros. Los tres hombres guardaron silencio unos momentos, escuchando los ruidos del circo, que se preparaba para la noche. Se oyeron los relinchos apagados de caballos y asnos cuando los soltaron para que pacieran libremente. Hubo unos mugidos más fuertes que sugerían vacas pero que al parecer procedían del Hombre Salvaje. Sonaron pasos, parloteos y el rumor de la voz de la gitana, murmurando conjuros en una lengua ininteligible. Y una vez se oyó la risa clara y joven de una muchacha. Florian continuó: —No pudimos incrementar la compañía, ni siquiera mantener nuestro equipo mientras estuvimos en Wilmington; los especuladores no importaban equipos ni artistas de circo. La tela era demasiado cara para permitirnos comprar disfraces nuevos. No obstante, mantuvimos bajo el precio de las entradas para que la gente viniera más de una vez. Y cambiando de vez en cuando las actuaciones y nuestro programa,
conseguimos ofrecer diversidad a los espectadores. Cada uno de nosotros cambió muchas veces de nombre... y por eso insisto tanto ahora en que deben recordar a sus personajes originales. Bueno, esto es todo. No prosperamos, Dios lo sabe, pero sobrevivimos. —¿Y ahora? —preguntó Edge. — Ahora necesitamos prosperar, maldita sea. Ya estamos hartos de pobreza y miseria y estrecheces. De enseñar a los caballos y al pobre Brutus a vivir de cáscaras de maíz. De dar a comer al pobre Maximus las tripas que podemos encontrar y las patas de los pollos que robamos para nosotros y los perros o gatos perdidos que cogemos en los pasajes. —¿Quién es Maximus? —preguntó Yount. —Nuestro gato del circo. —¿Daban de comer gatos al gato? —Gato es la palabra circense para cualquier felino... león, tigre, leopardo, etcétera. Maximus es un león. Esto me recuerda... ¿Me disculpan un momento, Zachary y Obie? —Abrió la puerta, sacó la cabeza y gritó—: i Capitán Hotspur! Cuando Roozeboom apareció al pie del pequeño escalón, Florian le habló largo y tendido en holandés, mencionando una o dos veces el nombre de Maximus. Roozeboom contestó: «Ja, Baas» y se marchó. Florian cerró la puerta y continuó hablando: —Les daré un ejemplo de las miserias que hemos visto. Estos últimos días, viajando tierra adentro desde Wilmington, hemos ofrecido un espectáculo en las comunidades de todas las encrucijadas por las que hemos pasado. Quiero decir, aquí estamos, en Backwater Junction, Carolina del Norte; podríamos parar y dar una representación. Acudirán a mirar algunas personas de Backwater que quizá tengan una moneda de cobre o un nabo con que pagarnos. —Hizo una pausa y rió entre dientes—. No, les diré la verdad. La gente del circo da una representación siempre que encuentra espectadores. La admiración es nuestro sol. Somos como los pájaros: cantamos, nos acicalamos y pavoneamos siempre, así que cualquier auditorio que pague da un calor adicional a los rayos del sol. —Volvió a reír entre dientes y luego se puso serio—. Pues bien, Carolina del Norte rebosa de negros vagabundos, liberados o huidos, así que les dábamos de comer lo que teníamos a cambio de que nos precedieran hasta la ciudad más próxima y pegasen nuestro anuncio durante la noche. Edge y Yount le miraron sin comprender. —Carteles de nuestro circo en paredes y árboles, pegados con pasta de harina y agua. Les dábamos un pequeño cubo para llevarla, además de los carteles. Pues bien, llegábamos a los pueblos y no veíamos ningún anuncio y la gente no sabía nada de nuestra llegada. i Ocurría que los negros tiraban los carteles y se comían la pasta! Así de mal estaban las cosas.
— ¿Cree que la situación es mejor aquí? —preguntó Yount con una risa áspera—. Señor Florian, durante los últimos ciento cuarenta kilómetros, más o menos, ha estado en la Commonwealth de Virginia. Usted habla de gente, monedas y nabos... ¡Diablos!, nosotros no hemos visto ni a un negro suelto desde hace dos días. Florian pareció ensombrecerse. — No teníamos elección, debíamos salir de Wilmington. Los federales invadieron por fin la ciudad y tomaron el mando hace unas cinco o seis semanas y la llamada buena vida se acabó. Era evidente que la guerra tocaría rápidamente a su fin. No queríamos arriesgarnos a quedar anclados en Dixie mientras la Unión mantenga a la Confederación bajo una severa ley marcial. En estos momentos nos dirigimos a Lynchburg. —A un corto paseo a caballo de sólo un día —dijo Yount. —Y es una ciudad bastante grande —terció Florian—, lo bastante para que nos proporcione un sustento muy necesitado. Entonces se guiremos yendo hacia el norte. Por el camino quizá reclutemos nuevos números y encontremos equipos nuevos para sustituir a los viejos. Si por lo menos podemos cruzar la línea MasonDixon... —Cuando salieron de Wilmington y se encaminaron hacia aquí —dijo Edge, mirando a Florian con curiosidad—, se dirigían directamente a la ruta proyectada por el general Lee. En este mismo momento podrían haberse encontrado en medio de una guerra encarnizada. ¿Qué clase de locura los incitó a venir? —Fue un riesgo, sí, pero calculado, según pensé, y así ha sido. Verá, en Wilmington supimos en seguida que el ejército de ustedes había abandonado Petersburg y corrió el rumor de que sus hombres desertaron por millares a partir de aquel momento. El fin tenía que estar cerca. Comprendí que la marcha de Lee se detendría antes de que nosotros cruzáramos su ruta. Ya veo —dijo Edge con expresión sombría—. Bien, nosotros nos dimos cuenta de que el fin era inminente cuando el general Lee no dio ninguna orden contra los desertores. Fue la primera vez que dejó de hacerlo y sabíamos que era algo intencionado y conocíamos sus razones. Abandonamos Petersburg unos veintisiete mil hombres y la mayoría de éstos se evaporaron, sencillamente. En Appomattox pude calcular en más de ocho mil los que se rindieron. Sí, su apreciación fue correcta, señor Florian. Espero que siga siéndolo. —Si pudiera alardear de una divisa familiar latina, Zachary, supongo que sería... veamos... «In mala cruce, dissimula!» Un latín tosco, tal vez, pero expresivo: «iEn un aprieto, farolea!» Un pie golpeó la puerta del furgón y una voz anunció alegremente: —i La bandera está izada! Florian se inclinó para abrir la puerta. Madame Solitaire sonreía en el pequeño escalón, sosteniendo dos humeantes platos de hojalata. Cada
uno contenía una chuleta de cerdo frita, muy pequeña, una cucharada de gachas de maíz y varias verduras anónimas. Edge y Yount le dieron las gracias con efusión mientras ella les alargaba la patética cena y un tenedor de hojalata a cada uno. Se quedaron mirando los platos, con la boca hecha agua, titubeando por cortesía. !Vamos, a comer! —animó la bella—. No me esperen; yo ya he cenado. Todos hemos cenado. Florian lo ha dicho, ¿no? —Le dirigió una mirada burlona. Los dos hombres sacaron sus cuchillos del cinto y los clavaron, intentando ocultar su voracidad. Edge se cortó un trozo diminuto de cerdo, se lo llevó a la boca con el tenedor, lo masticó durante mucho rato, tragó, se detuvo a saborearlo y luego dijo: — Muy sabroso, Madame Solitaire, y muy oportuno y muy hospitalario de parte de todos ustedes. —Si ha de hacerme discursos mientras come, llámeme Sarah... es más corto y así podrá comer mucho más de prisa. Mi nombre verdadero es Sarah Coverley. —Por favor, Madame Solitaire —objetó débilmente Florian—. Estoy tratando de enseñarles las costumbres del circo. —Oh, cojones —exclamó ella, y los dos hombres arquearon las cejas—. Yo soy el circo, pero no recuerdo todos los nombres que he tenido para mis distintos números. Princesa Shalimar con velos de harén, Pierrette con traje de payaso, Juana de Arco con armadura de cartón, Lady Godiva sin nada... Las cejas de los hombres casi se juntaron con la raíz de sus cabellos—. ¿Quieren no dejar de comer? Vamos, coman mientras aún está caliente. —Quizá les extraña el sabor —comentó Florian. Lo siento, muchachos, pero así es el cerdo de Nassau. Durante el largo viaje desde ultramar, tiende a hacerse un poco picante. —iNo, no, es delicioso! —exclamó Edge, cortándose otro bocado minúsculo. Lo masticó despacio, como si se tratase de un jamón entero, lo tragó y volvió a hablar: Si su nombre es Sarah, señora, supongo que su hija no es Mademoiselle Lo Que Sea. —No, es Edith Coverley, pero su nombre artístico surgió de una manera natural. Verá, cuando era una criaturita que empezaba a hablar, no sabía pronunciar el nombre de Coverley y lo mejor que le salía era Clover Lee. Y con esto se quedó. —Es un bonito nombre —dijo Yount—. ¿Y cómo se llama el señor Coverley? — «El difunto», espero, si está en el infierno, que es su sitio. No he visto a ese hijo de puta desde que le notifiqué que Clover Lee estaba en camino. Las cejas de Yount volvieron a arquearse y Edge se apresuró a decir: — Por su nombre, deduzco que no es extranjera.
—Es probable que lo sea para usted, Reb —dijo ella, con expresión traviesa—. Soy de New Jersey. Ahora, a callar y a comer. Vendré a buscar los platos cuando hayan terminado. Florian, sírveles otro trago de tus orines de serpiente para suavizar el sabor de ese cerdo. Salió y Florian cumplió la orden. Edge bebió y dijo: —Estoy intentando clasificar las nacionalidades que ha mencionado. Me parece que la mayoría son americanas. La señora y su hija, el caballero de Luisiana, el idiota de Tarheel. Supongo que con imaginación podríamos llamar africano al negro del elefante. Usted ha dicho que es alsaciano, y el domador de leones, holandés de El Cabo. Y el enano... yo diría, por su carácter amable y lenguaje culto, que es un blanco pobre del sur. —Sí, Tim es un desecho del Mississippi. Pero la mayoría de gente del circo habla con vulgaridad... ya ha oído a Madame Solitaire. Si Tim habla más fuerte y con palabras más sucias, es porque así se cree más alto. Lo cual es, por supuesto, tan imposible como un bizco tratando de parecer digno. —La anciana viuda no es americana, Zack —señaló Yount y dijo a Florian con cierto orgullo—: Aprendimos mucho español en México. —Pero la señora no es mexicana —precisó Edge—. Cecea un poco y eso es español europeo. —Justo —dijo Florian—. Maggie es una gitana nacida en España. Miró larga y atentamente a Edge—. De modo que sabe español lo bastante bien para reconocer el castellano auténtico. Y abajo en el río me habló en francés. Edge contestó, quitándole importancia: —Un proverbio de libro de texto. Me temo que mi francés se ha oxidado. He intentado practicarlo hablándolo de vez en cuando con el general Beauregard. Es de una antigua familia criolla de Nueva Orleans, como su caballero Rouleau. —¿Y usted? —Yo no. No soy caballero ni nada de eso. Ni mi familia es antigua ni he nacido en un lugar exótico. Nunca he estado en el extranjero, excepto México y los Territorios. Sólo soy un montañés de Virginia. —Quería decir, ¿dónde aprendió francés? —En el «I», cuando era una rata. Florian pestañeó. —¿Cómo ha dicho? —Bueno, usted nos ha hablado toda la tarde de la jerga circense. Quería vengarme. —Sonrió, y Florian volvió a pestañear ante el cambio que se operó en el rostro de Edge—. Rata era lo que se llamaba a los cadetes nuevos en el Instituto Militar de Virginia, el «I». Allí aprendí francés. Uno de los primeros libros que tuve que empollar fue la Vie de Washington.
Florian continuó mirándole fijamente. — De modo que habla un poco de francés y español. ¿Alguna otra lengua, Zachary? — Bueno, leo el latín, naturalmente. —Naturalmente. Es de esperar en un montañés de Virginia. — Ya sabe a qué me refiero. Teníamos que estudiar latín en el IMV. Nos lo enseñaba el mayor Preston, que era un buen maestro. Diablos, todos nuestros profesores eran magníficos. Es probable que haya oído hablar de uno de ellos... Stonewall Jackson. Aunque entonces no lo llamábamos Stonewall, sino profesor, y procurábamos hacerlo con respeto. Era piadoso hasta la médula y muy estricto. En cualquier caso, me enseñó bien y he tratado de no olvidar lo que aprendí. No quiero decir que pudiera traducir en este momento un pasaje de Tácito, pero... —Pero sabe algo de latín, de francés y de español. Es un hombre muy cultivado. Podría viajar fácilmente por toda Europa. ¿Han pensado alguna vez en ir a verla, muchachos? Edge le miró con fijeza, esbozó su triste sonrisa, denegó con la cabeza y suspiró: —¿Europa? Señor Florian, es tan probable que vayamos a visitar Europa como que Europa venga a visitarnos a nosotros. Florian se echó a reír, pero continuó con sinceridad: —Repito que no me estoy burlando de ustedes; hablo muy en serio. Yo procedo de Europa y es allí donde tuve mis primeras experiencias circenses. Y es mi intención volver en cuanto pueda y llevar a mi circo conmigo. Los Estados Unidos y Confederados serán durante mucho tiempo escenario de sufrimientos y privaciones. Si quiero recuperar mis bienes e incrementarlos, como todos los demás de este espectáculo, Europa es el lugar para conseguirlo. Seguiremos avanzando por este sur empobrecido hasta llegar a las ciudades septentrionales, donde se puede hacer más dinero, el suficiente para embarcar con rumbo a Inglaterra o Francia. ¿Qué me dicen de acompañarnos, muchachos? Edge observó, divertido e irónico: —Todo este tiempo he esperado que nos hiciera una oferta por nuestros caballos. —Bueno, ejem, sí. Me gustaría tenerlos, de verdad que sí. Y al principio de conocerlos sólo tenía ojos para ellos. Sin embargo, ahora me gustaría tenerlos también a ustedes. Yount dijo, incrédulo: —¿No está ya demasiado cargado de blancos pobres, y otros colores, que dependen de usted para vivir? ¿Por qué diablos habría de querer a dos más que no pueden ganarse el sustento? — Porque creo que podrían, Obie. Ganarse el sustento y más. Ya les dije que esperaba añadir números nuevos sobre la marcha.
—¿Números? ;Diablos, mister, yo no soy actor! Lo único que sé es pelear. La sola idea es un disparate. ¿Yo, a mi edad, fugándome como un colegial para incorporarme a un circo? — Nadie es actor hasta que empieza a actuar. Y nadie sabe qué cosas extraordinarias es capaz de hacer hasta que intenta algo fuera de lo corriente. Esto es el circo, Obie: estirarse hasta los límites de lo posible, desafiar la rigidez de lo cotidiano, comprender que lo imposible puede ser posible. — Bueno, tal vez sí —murmuró Yount, abrumado por tanta retórica— , pero no para todo el mundo. —Cuando conocí a Hannibal Tyree, era limpiabotas en una esquina de Pittsburgh y no pensaba ser otra cosa que un limpiabotas negro durante el resto de su vida. Yo me crucé en su camino. Le vi manejar esos cepillos y sacar brillo con el trapo a un ritmo de baile. ¿El resultado? Hoy es un artista, un malabarista competente, y además un cuidador de elefantes. Mientras exista un circo en este planeta, a Abdullah no le faltará un trabajo remunerado que hace por gusto... y tendrá admiración_ y cierta celebridad. Quizá no llegue a ser nunca una estrella como Léotard o Blondin o los Hermanos Siameses, pero jamás volverá a ser un negro de baja estofa. Sargento, ¿cuál es el mayor peso que ha levantado en su vida? — ¿Qué? —Yount se sobresaltó ante tan inesperada pregunta y tartamudeó—: ¿Qué... un peso? Dios mío, no lo sé. Supongo que sacar del fango un cajón de municiones. —¿Sin ayuda? —Claro. Verá, fue así... —No importa. Sólo pretendía que se diera cuenta. Se trata de algo que no todos podrían hacer. Ahora bien, dudo de que pudiera levantar del suelo a Brutus, pero no me extrañaría mucho que fuese capaz de levantar a este percherón suyo. Su aspecto es el de un hombre forzudo y como tal le anunciaría. ¿Cómo le suena el Hacedor de Terremotos, el Hombre Más Fuerte de la Tierra? —Yount le miró boquiabierto, sin habla—. En cuanto a usted, Zachary, he pensado en algo digno, al estilo del coronel Deadeye o el coronel... No dijo Edge, con acento categórico—. No malgaste en mí sus poderes de persuasión, señor Florian. Yo ya no soy un coronel. En cuanto pueda echarme a dormir en un lugar lo bastante caliente para quitarme esta guerrera, me arrancaré del cuello los malditos galones para que nadie vuelva a tomarme por lo que no soy. —No sea tonto dijo Florian—. Por lo menos se ganó honestamente esas dos estrellas. Diablos, después de esta guerra, todos los soldaditos con paperas que hayan pasado su carrera militar en el Cuerpo de Salitre (aunque sólo hayan conseguido en él una graduación honoraria) insistirán en ser llamados mayor o coronel durante el resto de sus vidas.
—Que lo hagan. Me importa un bledo. No podrán superar mi grado. No hay grados en la vida civil. —De todos modos, Zachary, yo hablaba de un nombre artístico. En la vida civil cotidiana, fuera de la carpa, puede llamarse como quiera. — Y a la vida civil cotidiana voy a volver, gracias. No a una vida circense de ejecutar trucos para cualquiera que haya pagado la entrada, haciéndome la ilusión de que esto es la celebridad. Llamaron de nuevo a la puerta y esta vez Sarah Coverlev entró sin esperar y dijo alegremente: —¿Ha cenado la tropa? ¿Y qué es esto, nadie se ha emborrachado aún? ¿Qué clase de caballeros sureños...? —Se detuvo y miró a su alrededor: Edge, con expresión obstinada, Yount, incómodo, y Florian, pensativo—. ¿He interrumpido las oraciones o algo así? Florian denegó con la cabeza y dijo sin dirigirse a nadie en particular: —Intentaba pensar en una ocupación civil que no consista en hacer trucos para quienquiera que pueda pagarlos. Una ocupación civil que no dependa de la jerarquía. — Ah, los caballeros juegan a las adivinanzas —dijo Sarah—. ¿Puedo jugar yo también? —Cállate —ordenó Florian—. Dígame, Zachary, ¿a qué ocupación volverá? — No lo sé. Quizá tendré que hacerme bandido o filibustero, como los desechos de la mayoría de guerras. Sin embargo, tengo la esperanza de entrar en la facultad del IMV y enseñar tácticas de caballería o algo así. Diablos, después de diecinueve años vistiendo uno u otro uniforme, tendría que saber impartir a las ratas algo digno de aprenderse. Florian se puso en pie de un salto y dijo en voz alta e incrédula: —Un hombre en la flor de la edad, un veterano de diecinueve años de acción viril en toda clase de intemperies, ¿desea convertirse en una maestra de escuela? ¿En un vigilante polvoriento, atado al pupitre, sonador de narices de reclutas verdes y pecosos? ¿Por eso despreciaría la oportunidad que le ofrezco yo? Seguir montando a caballo, seguir utilizando sus habilidades, sus armas y su experiencia, gozar de toda clase de emociones y aventuras, ser un hombre entre hombres (y entre mujeres magníficas como la presente Madame Solitaire) y encima ver mundo. Solitaire, di a Zachary que es un insensato! —Eres un insensato, Zachary dijo Sarah, reprimiendo una sonrisa. —Caballeros —continuó Florian—, ofrezco a cada uno treinta dólares mensuales. Y la pitanza, claro. Indicó los platos que los dos hombres habían vaciado. Obie, usted será el Hombre Forzudo del Circo. Zachary, usted será nuestro Tirador de Exhibición. Ya ha oído a Magpie Maggie Hag, que sus armas le servirán, mejor que hasta ahora. Para cada uno de ustedes, treinta dólares y la pitanza. Y perspectivas, caballeros,
perspectivas. La perspectiva de alcanzar posiciones de responsabilidad y respetabilidad impecable. La perspectiva de... —iDe trabajar ante las cabezas coronadas de todos los países del globo! —Sarah intervino como si recitara un discurso que hubiese oído a menudo, y ahora no disimulaba su sonrisa. La perspectiva de conocer y deslumbrar a los condes, duques e incluso príncipes más ricos y apuestos. Qué digo, incluso podrían casarse con un noble europeo tan por encima de su condición, tan superior a sus sueños de New jersey más disparatados... Desistió, porque todos reían. Florian aprovechó el momento para sacar de nuevo la botella. —Vamos, muchachos, otro trago de este veneno. — Gracias —dijo Edge—, pero sigo rechazando su oferta, señor. En realidad, significaría un descenso considerable para mí. Mi salario actual es de noventa dólares al mes, todo incluido. —¿Y cuándo le pagaron por última vez? — Oh, bueno. —Si tuviera ahora mismo mil de esos dólares confederados, tendría suerte de cambiarlos por una moneda de oro federal de diez dólares. —¿Está ofreciéndonos treinta dólares al mes en oro? exclamó Yount. —Sí, por Dios que sí. En oro de ley, sea cual sea la moneda del país donde estemos. Comprenderán, naturalmente, que por ahora es sólo una promesa.. Creo haberles expuesto con claridad la situación actual; no podernos hacer otra cosa que especular, por así decirlo. Sin embargo, se llevará una contabilidad estricta y las deudas serán pagadas en su totalidad. —Mientras seguía hablando a Yount, Florian dirigió una mirada a Sarah, quien asintió imperceptiblemente con la cabeza—. Ahora, Obie, salgamos los dos a discutir este asunto y a decidir también dónde pueden colocar sus mantas esta noche. Mientras tanto, Zachary, ¿tendrá la bondad de ayudar a Madame Solitaire a recoger los utensilios de la cena? Salió, con Yount a la zaga, y la puerta se cerró tras ellos antes de que Edge pudiera preguntar por qué la mujer necesitaba ayuda para recoger dos platos pequeños, dos tenedores y tres tazas. Ni siquiera los tocó. En vez de esto, cogió la botella, la sostuvo ante la linterna y luego repartió el escaso contenido entre dos tazas y alargó una a Edge. — Brindemos —dijo— por su insensatez al no querer deslumbrar a un duque. ¿Es esto lo que usted quiere hacer algún día? —Claro, ¿por qué no? He deslumbrado a notables menores y no sólo en la arena de un circo. ¿No está deslumbrado, Zachary? —¿Es como desea que esté? —Sí —respondió ella y pareció esperar algo. Luego añadió: Soy extremadamente sensible a los cumplidos.
—Cuando Edge reaccionó con un juvenil rubor en el rostro, agregó—: Soy una especie de viuda y sufro con frecuencia el mal de las viudas. Desarmado ante tal franqueza femenina, sin precedentes en su experiencia con las mujeres, Edge tuvo que preguntar: ¿Cuál es, madame? — El coqueteo reprimido. Si produjera ampollas, no podría montar a caballo. Tengo que pensar en mi arte y en mi sustento. Mejor no reprimirlo, entonces —aconsejó Edge con osadía. — Intento no hacerlo. Y ahora mismo las otras mujeres tratan de ayudarme. La vieja Maggie y mi Clover Lee se acuestan juntas esta noche en el furgón de los decorados (el dormitorio de los hombres blancos), del que los han echado a puntapiés para que duerman en el suelo con Hannibal, el Hombre Salvaje y su sargento. A fin de que nosotros estemos solos en este furgón. Estas literas no son exactamente cómodas, pero podemos amontonar la ropa de cama en el suelo. Edge carraspeó. — No soy contrario en modo alguno, Madame Soli... Muy generoso por tu parte. Se te supone deslumbrado como un duque. Y llámame Sarah o nunca pasaremos de estos malditos cumplidos preliminares. Edge dijo con paciencia: — Sarah, sólo intentaba insinuar, con mis excusas, que no recuerdo cuánto tiempo hace que no me he quitado este uniforme. Ella se encogió de hombros. —Pues déjatelo puesto. ¿Es que sólo actúas según el manual de instrucción? — Quiero decir, maldita sea, mujer, !que necesito un baño! ¿Me prestas un pedazo de jabón? Me escabulliré hasta el río. — Oh, bueno, si hemos de ser melindrosos como un duque y una duquesa, yo también tendré que bañarme. Iré contigo. —El agua estará fría. Puedes ser una amazona, pero dudo de que tengas la piel de un soldado de caballería. —Puedes tocármela toda y juzgar por ti mismo. —Todavía con la taza de whisky en la mano, se dirigió hacia la puerta—. Vamos. Incluso podrás satisfacer tu curiosidad de jinete sobre si la cola de esta yegua hace juego con su melena. —Espera un momento. Quiero preguntarte... ¿Eres la mujer de Florian? Ella tiró el poso de la taza. —Cuando necesita una. —¿Y también te utiliza cuando necesita convencer a alguien de algo —Esto no es muy halagador, Zachary. Para nadie, ni para ti ni para mí. —Sólo se trata de que no hagas algo por obligación y que luego resulte que no ha servido de nada.
—Oh, tonterías. Ahora eres el sureño galante. Quizá hubo un tiempo en que quería ser deseada. Ahora me basta con que me necesiten. No soy muy galante al decirte con franqueza que no te necesito. Quiero decir que no necesito a una mujer hasta el punto de unirme mañana a este espectáculo por gratitud o por remordirnientos de conciencia. —¿Por qué no nos callamos los dos y dejamos que la naturaleza siga su curso? Nunca se sabe, quizá te enamores y te unas a nosotros para no perderme de vista. —¿Cuentas realmente con deslumbrarme, Sarah? ¿Crees que tu belleza es tan irresistible? ¿O que estás tan dotada en este aspecto? Ella volvió a encogerse de hombros. — La belleza puede haberse deteriorado con los años, pero el talento sólo puede haber aumentado, ¿no?... No hagas eso. —¿Qué? — Sonreír. No lo hagas. Eres mucho más guapo cuando no sonríes. —Bueno, no sonrío a menudo. No encuentro muchas razones para hacerlo hoy en día. Te agradezco que me hayas dado una... pero, si me lo pides, intentaré no sonreír. —Muy bien —dijo ella y suspiró—. Yo tampoco lo haré. Pero más tarde, en la oscuridad, sonrió, y él también. 3 El sonido de un disparo muy cercano despertó instantáneamente Edge, que apartó la manta que le cubría. Aún no estaba lo bastante despierto para saber dónde se encontraba, pero había reconocido en el disparo al fuego enemigo. Había sido un disparo de rifle, pero de una arma de calibre más pequeño que el de su propia carabina. En la oscuridad, cogió su revólver, que siempre dejaba al alcance de su mano antes de dormirse. Por instinto, fue hacia la luz más próxima en la penumbra, un rectángulo plateado que indicaba una puerta cerrada. Se precipitó al exterior, con la pistola por delante, y se encontró a pleno sol de una tibia mañana de abril, donde fue saludado por un tumulto de gritos, risas y por lo menos un escandalizado chillido femenino. Edge se dio cuenta de que estaba en el pequeño escalón del furgón circense donde había dormido y de que iba totalmente desnudo, sin más protección que el revólver que sostenía en la mano. — iCoronel Zack! —gritó Obie Yount, atónito—. ¡No lleva uniforme! — iSoberbia entrada, Zachary! aprobó Sarah Coverley, ya vestida y al aire libre. Jules Rouleau empezó a cantar con voz melosa el estribillo de «iOh, despiértame y llámame temprano, llámame temprano, madre querida!».
—iEh, coronel! —chilló Tim Trimm—. iPéguese por lo menos las estrellas y los galones! Incluso el elefante lanzó un resoplido burlón con la trompa. Y el chillido escandalizado volvió a sonar, exhalado por una mujer de mediana edad desde un furgón de tabaco con costados de celosía que no había estado allí la noche anterior. Sólo tendría que haber vuelto la cabeza para que su enorme cofia en forma de cubo le tapase cualquier vista inconveniente. En vez de esto, se tapó la cabeza con el delantal en un gesto dramático. Seguro por lo menos de que nadie era atacado a tiros —aunque esto no aliviaba mucho su tremenda confusión—, Edge, muy sonrojado, retrocedió y cerró la puerta de golpe. —Habráse visto! —gimió la mujer desde debajo del delantal—. iY delante de una buena mujer cristiana y sus inocentes hijos! Oh, ya había oído hablar de semejantes escenas entre las gentes vagabundas, pero nunca pensé ver el día... — No haga caso, señora Grover —dijo Florian. —Ya se ha ido, Maud —anunció el hombre de mediana edad que estaba sentado junto a ella en el pescante del furgón, y escupió jugo de tabaco por encima de la rueda—. Puedes destaparte la cabeza. Florian explicó en tono solemne: — Un caso que los médicos castrenses llaman corazón de soldado... un trastorno nervioso que se presenta cuando un hombre ha servido mucho tiempo en el frente. —He oído decir que muchos de nuestros soldados lo padecen —dijo el señor Grover, comprensivo. No debería usted haber autorizado ese disparo sin avisar a este pobre hombre. —Muy cierto, señor. Ahora, como iba diciendo, ustedes llegarán a Lynchburg esta tarde, antes que nosotros, así que estaremos encantados de recompensarlos a cambio de un favor. El furgón de tabaco había llegado por el camino desde el este y esperaba que el circo se apartara para dejarlo pasar. Florian ya se había enterado de que los señores Grover y familia eran refugiados que habían huido de Lynchburg por temor a que pronto fuera sitiado. Ahora que la guerra había tocado a su fin, volvían a su casa. Su furgón no llevaba tabaco, sino todos sus enseres domésticos, incluyendo a numerosos niños. Mientras la atención general de los Grover se centraba en el elefante y otros exotismos —y, por un momento, en la contribución de Zachary Edge al espectáculo—, Tiny Tim Trimm y Magpie Magpie Flag se dedicaban a escamotear con rapidez y discreción todos los pequeños objetos que estaban a su alcance en el carromato y que pudieran ocultarse bajo las múltiples y voluminosas enaguas de la gitana. —Sólo llévense estos carteles y esta pasta —dijo Florian, dándoselos a la mujer—. Péguenlos donde puedan, paredes, árboles, escaparates...
—No será nada indecente, ¿verdad? preguntó la señora Grover, mirando con desaprobación los rollos de papel que tenía en la falda—. Por el estilo de ese soldado que acabamos de ver... Florian se volvió para toser un momento y luego dijo: —Señora, lea usted misma el cartel. Ella replicó, mojigata: Jamás leo nada que no sea el Libro Sagrado. El reverendo Jonas nos ordena que evitemos todo lo innecesario o malsano. — ¿Evitaría usted la risa, señora? ¿La diversión? —El reverendo Jonas dice que la risa suele ser innecesaria y que la diversión es sana muy pocas veces, así que nunca leo nada excepto... — Esto es un anuncio muy respetable de nuestro espectáculo. Quizá me permita usted leérselo_ Florian desenrolló una de las hojas que le quedaban y empezó a leer, con gestos apropiados, modulaciones vocales desde piano a forte, pausas efectistas y énfasis en las mayúsculas y los subrayados. —«iEL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN! ¡Circo, zoológico, exposición educativa y congreso de animales amaestrados!... ¡Aclamado recientemente en el Niblo's Garden de la ciudad de Nueva York!... ¡Galardonado con Nuevos Laureles de Exito en las capitales de Europa y Sudamérica... /Se presentará aquí en el Pabellón!... !MA ÑANA!» — !Hurra! —gritaron todos los niños Grover. —«... Bajo los auspicios de una dirección experta cuyo único objetivo ha sido formar una COMPAÑIA COMPLETA Y MODERNA que comprende a la élite masculina y femenina de la equitación... y la créme de la créme de artistas acróbatas y gimnastas, corifeos y volatineros que desafían la gravedad de la Tierra con sus asombrosas proezas de agilidad!...» —iDios mío! —suspiró la señora Grover. iY también, el ZOOLÓGICO MÁS GIGANTESCO de los tesoros de la zoología jamás presentado ante un público entendido, que incluye al león africano devorador de hombres, "MAXIMUS", rey de las fieras, amaestrado y dirigido por el temerario capitán Hotspur... y "BRUTUS" EL ELEFANTE, el auténtico Behemot de las Sagradas Escrituras, capturado por su actual cuidador, Abdullah el cazador hindú, en las junglas de la remota Asia...» —¿Es esto cierto? —preguntó el señor Grover, mirando el elefante con más admiración que hasta ahora. i i iY todas las otras atracciones únicas que componen este CONJUNTO DE MARAVILLAS MUNDIALMENTE FAMOSAS!!!» Florian levantó la mirada y vio a Edge a su lado, ya vestido y contemplando la escena bajo unas cejas arqueadas por el escepticismo. Bueno, ejem, sigue una larga descripción de muchas más cosas, así que no lo leeré todo. Escuchen, sin embargo, esta parte: «Es muy cierto que
pocos de los establecimientos de viaje son actualmente apropiados para la visita de señoras y familias. Una excepción laudable la constituye la GRAN EXPOSICIÓN MORAL de Florian, totalmente exenta de vistas, alusiones o sonidos poco delicados y dedicada al mantenimiento de la virtud)) la piedad.» —Todo parece muy respetable dijo la señora Grover. No entiendo por qué gentes mundialmente famosas como ustedes quieren actuar en el viejo y mísero Lynchburg —observó el señor Grover, escupiendo otra vez—. ¿Cuánto cuesta? Florian volvió a leer el cartel: —«Pese al enorme gasto que supone semejante ESPECTACULO DE ESPLENDORES, el precio de la entrada se ha fijado en la módica cifra de veinticinco centavos; niños de menos de doce años y sirvientes, sólo diez centavos...» —Olvídelo, mister —dijo el señor Grover. Florian se apresuró a sacar un grueso lápiz de albañil, hizo unos garabatos en un cartel y leyó la enmienda: —«O veinticinco dólares y diez dólares en papel confederado. También se acepta el pago en especie.» —¿Significa esto hortalizas? —Cualquier producto o artículo local. — No hay gran cosa en Lynchburg, excepto un poco de tabaco. — Bueno, je, je, se lo crea o no, ese Behemot disfruta masticándolo cuando se le ofrece. — iCómo! ¿El animal de las Sagradas Escrituras mastica tabaco? — Sí, lo aprendió de un profeta del Antiguo Testamento. Pero a ustedes, los Grover, no les costará absolutamente nada ver nuestro espectáculo. Limítense a pegar estos carteles hoy, y cuando se presenten mañana en la gran carpa, les entregaré personalmente, a ustedes y cada uno de sus hermosos hijos, una entrada gratis. Para las mejores localidades. — iHurra! —volvieron a gritar todos los niños Grover. No sé si el reverendo Jonas aprobaría que tuviéramos tratos con gente del espectáculo —murmuró la señora Grover—, pero supongo que no podemos defraudar a los niños. Lo haremos, mister. Mientras tanto, Roozeboom y Yount habían apartado a un lado todos los vehículos del circo. El señor Grover cloqueó a su caballo y el furgón de tabaco cruzó con estruendo el puente sobre el río Beaver. Edge dijo a Florian: —Nunca había oído una sarta de mentiras como las que ha largado a esos pobres infelices. —¿Mentiras? Nada de eso. Sólo algún que otro trivial adorno de la verdad.
—Usted y sus carteles hacen que este conjunto suene como algo soñado por los césares para embellecer Roma. —Edge se volvió a mirar con divertido desdén la caravana ruinosa y sus harapientos ocupantes—. ¿No estará despertando en ellos esperanzas exageradas? Cuando vean lo poco que en realidad tiene para ofrecer, pueden echarle de la ciudad a pedradas. —No, muchacho —contestó Florian, afable—. Aprenderá que la mayoría de personas ven exactamente lo que esperan ver. Si esto supone un engaño, no es culpa mía. Acháquelo a las deficiencias de la mentalidad humana en general. —¿Quieren desayunar, señor Florian, señor Zachary? La rubia hija de Sarah Coverley se les acercó con dos platos de hojalata, cada uno con un estrecho gajo de una sustancia marrón. —Vaya, gracias, Clover Lee —dijo Dorian Esto es una novedad deliciosa... iun desayuno! A propósito, ¿qué es? Ella soltó una risita nerviosa. —Ya sé que parece una cagarruta de vaca, pero es pastel de boniato. Tiny Tim lo ha robado del furgón de esa gente. No es gran cosa, pero era lo único comestible que había a su alcance. En cualquier caso, Tim sólo lo quería por el molde. Para su número. —Mi felicitación al jefe de los rateros. —Florian se volvió hacia Edge, que miraba con avidez el plato—. Dele las gracias, Zachary. Pero si le remuerde la conciencia por comer pastel ajeno, se lo puede comer otro. — No, no —murmuró Edge—. Gracias, Clover Lee. Con dos dedos, se metió en la boca el minúsculo y blando fragmento marrón. —Que lo disfrute, señor Zachary —dijo con vivacidad la muchacha, y en seguida, con la misma vivacidad—: ¿Ha disfrutado de mi madre? A Edge se le atragantó el pastel. — Claro que sí, querida —respondió Florian—, cualquiera lo haría, no te preocupes. Pero ahora vete. No interrumpas nunca la conversación adulta de tus mayores con ocurrencias pueriles. Ella se alejó y Edge dijo: — Lamentaría oír a esa niña hacer comentarios más adultos. —Sí, bueno, un niño educado en un circo tiene tendencia a la precocidad. Monsieur Roulette, que le imparte lecciones, intenta por todos los medios inculcarle también buenos modales, pero supongo que la mejor educación no desanima la curiosidad natural de una jovencita por cosas como el sexo y... Con el fin de desviar la conversación de aquel preciso tema, Edge interrumpió: —Veo que tampoco se desanima el ladrocinio. Ese pastel era probablemente el banquete de bienvenida al hogar para toda esa famiha de Lynchburg.
Florian hizo un gesto de menosprecio. — Por favor, Zachary. A veces tenemos que saquear para vivir, igual que su caballería. ¿Pretende que sus hombres nunca escamotearon nada a los civiles? — No recuerdo que robásemos nada a personas a quienes habíamos pedido un favor. — Ya ha oído a Clover Lee. Tim no ha robado el pastel. Por casualidad iba junto con el molde que necesitaba para su número. — ¿Un molde de pastel para trabajar? — Será un accesorio, un artilugio, una herramienta. Algo que empleará para realzar su número. —¿Cómo diablos puede un molde de pastel...? — No lo sé y no lo preguntaré. Ser demasiado inquisitivo en estos casos se considera una descortesía. Tendré que esperar y ver qué hace Tim con el molde en su espectáculo. Usted también podrá verlo, si quiere, ya que tanto usted como Obie siguen nuestro camino. De hecho, me ha ofrecido amablemente su percherón como caballo de tiro hasta Lynchburg. ¿Nos ofrecerá usted también el suyo, nos acompañará y verá nuestro espectáculo? Serán nuestros invitados, como es natural. ¿Trabajará su corcel con un arnés? — De mala gana, pero lo hará. En otro tiempo Trueno arrastró cajones, ambulancias... incluso, en una ocasión, un carromato de cadáveres. Está bien, puede engancharlo. Supongo que se lo debo. —¿A mí o a Madame Solitaire? Edge le dirigió una mirada glacial y dijo: —Le debo a usted bebida, comida y hospitalidad en general, señor Florian. Tendría que preguntar a Sarah si considera que le debo algo. 0 que se lo pregunte su hija, ya que usted y la chiquilla parecen compartir una natural curiosidad juvenil por cosas semejantes. Florian dio un paso atrás y levantó las manos. —Ya he sido merecidamente reprendido. Ahora venga, querrá supervisar el enjaezamiento de su caballo por el capitán Hotspur. Sin embargo, Roozeboom estaba ocupado en otra cosa: despellejar y descuartizar a un animal muerto. Le ayudaba Magpie Maggie Hag, hasta el extremo de sostener una palangana para recoger la sangre. Yount y Rouleau lo observaban. Yount sujetaba al Hombre Salvaje, que mugía, lloriqueaba y reía, al parecer ansioso por echar una mano. Edge vio el viejo rifle a un lado y dijo: — De modo que esto fue lo que me despertó. Han matado a uno de los asnos. — No los necesitamos —respondió Florian— ahora que tenemos el caballo de Obie para arrastrar el carromato de la carpa. Nosotros conduciremos al otro asno. Y si su Trueno arrastra el furgón de las
jaulas, eximiremos unas horas a Brutus de la tarea. El elefante habrá de trabajar cuando lleguemos al campamento. Intentamos no hacer trabajar al elefante durante el camino, a menos que sea absolutamente necesario. Es el animal más valioso de toda la caravana. — Ese pequeño asno podía no ser valioso, pero aún estaba sano — dijo Edge—. Anoche, sin ir más lejos, nos habló usted de la lealtad de estos animales. Y esta mañana, cuando ya han realizado su trabajo, usted se lo agradece matando a uno de ellos. Florian pareció contrito y, por una vez, dio la impresión de no estar actuando. De hecho, se encogió ante la airada expresión de Edge y contempló sus zapatos gastados sin decir nada. Fue Jules Rouleau quien habló: —Zachary, ami, no lo diría usted nunca al verme ahora, pero yo también fui en un tiempo un adalid de la caballerosidad, de noblesse oblige, del beau geste y todo eso. He tenido que aprender la conveniencia y el compromiso desde que me incorporé al circo, especialmente en los últimos años. Venga por aquí y permítame enseñarle algo. Condujo a Edge hasta el furgón de barrotes como los de una cárcel. Se trataba de una gran jaula sobre ruedas, de uno por tres metros, aproximadamente, compuesta de barrotes de hierro verticales en los costados y la parte trasera, que tenía una puerta de acceso. La parte delantera era un tabique de madera maciza entre el asiento del conductor y la jaula y todo el techo era de madera, con un pequeño alero como protección contra el tiempo. Edge miró hacia el interior y vio algo parecido a una alfombra de piel clara, arrugada y bastante roída por las polillas. —Este es Maximus —dijo Rouleau—, rey de los grandes gatos, su majestad Maximus. —¿Está enfermo? —Es viejo. Y tiene hambre. Dígame, Zachary. ¿Le ha llenado ese trozo de pastel? ¿O todavía está hambriento? —Diablos, sí. Estoy hambriento. He tenido hambre durante la mayor parte de los últimos cuatro años. —Aussi moiméme. Sin embargo, usted y yo somos jóvenes, así que es un estado triste, pero no intolerable. Sabemos que no moriremos de inanición. En caso de apuro, pediremos o robaremos. Pero suponga que es muy viejo y débil, que está enjaulado y depende de otros para que le alimenten. Edge no dijo nada. —Maximus depende de nosotros. Y nosotros dependemos de él, porque vale por tres o cuatro de nosotros como atracción para la canaille. Ningún Rubén que haya comprado una entrada apreciará jamás debidamente cualquier cosa que pueda hacer en la arena otro ser humano, por muy espectacular que sea, y en cambio mirará bo-
quiabierto a este pobre, triste y viejo león africano. Así que dependemos de Maximus y todo lo que él pide a cambio es que le alimentemos cuando podamos. —¿Qué le habrían dado de comer si el asno hubiera sido imprescindible? Je ne sais quoi. Pero puedo asegurarle una cosa. Si todo el resto de nosotros hubiese estado sano y bien alimentado y sólo el pequeño asno hubiera tenido hambre, Florian se habría cortado los propios cabellos y barba para darle heno. Tal como están las cosas, los menores deben ser sacrificados por el bien general y Maximus necesita carne desesperadamente. Era innecesario reprender a Florian. Ya se siente bastante mal. Es un buen hombre de circo, y todo buen hombre de circo es sobre todo bondadoso con sus animales. Del mismo modo que un buen carpintero cuida bien sus herramientas. En este caso, Florian ha sido bondadoso de la única manera posible. — No quería parecer una vieja entrometida —dijo Edge—. Dios sabe que el soldado de caballería no tiene ideas sensibleras sobre los animales, porque Dios sabe que el caballo es probablemente el animal más estúpido que existe. Pero el soldado de caballería aprende a respetar al animal sano y nunca lo maltrata. Esto no es sentimentalismo de vieja y no soy sentimental acerca de ninguna otra cosa en el mundo. Rouleau le miró de soslayo. — Oh, el soldado de caballería ha de parecer viril y rudo, naturalmente. Pero no hará creer a Jules Fontaine Rouleau que Zachary Edge no es sentimental acerca de algunas cosas. — ¿Cuáles, por ejemplo? —Esto, por lo menos. —Alargó la mano y tocó la manga de Edge—. El uniforme gris. La causa perdida. —Oh, diablos —murmuró Edge—. Hubo un tiempo en que creía que a los bebés los traía la cigüeña. ¿Me va a recordar eso también? —Florian dijo que había llevado uniforme durante casi veinte años. El gris existe desde hace sólo unos cuatro. —Pero Virginia ya existía ciento cincuenta años antes de que existieran los Estados Unidos de América. Muy bien, soy virginiano y, sí, he cambiado de chaqueta. — Y no lo llama sentimentalismo. —Llámelo como quiera. Ya me ha pasado. La causa está perdida, tan muerta ahora como el banjo de Sam Sweeney. No pasaré el resto de mi vida llorando por esto. —No esté tan a la defensiva. No le he acusado de ninguna debilidad poco varonil. Como he dicho, yo también fui una vez una persona sensible y sentimental. El circo no es un lugar cruel, pero sí exigente. Exige mucho de todos nosotros. Me gustaría pensar que todavía poseo sensibilidad. Sin embargo, por el bien de la troupe, he aprendido a
dominar los sentimientos. De cualquier clase. —Desvió la mirada—. Ideas románticas, causas perdidas. — iMaximuus! —vociferó Roozeboom, llegando con un pedazo de carne roja y apestosa, que goteaba sangre. La alfombra de piel arrugada reaccionó al nombre, o al olor de la carne cruda, levantando un extremo que resultó ser una cabeza inmensa de melena húmeda y ojos lacrimosos. Roozeboom preguntó, tentador: — Was gibt es zum Festessen? iJa, ja! FestEsel! —Y sostuvo el pedazo de carne entre dos barrotes de hierro. —El capitán Hotspur ha hecho un juego de palabras —aclaró Florian, reuniéndose con ellos ante la jaula—. Festessen significa comida de fiesta y Esel significa asno. ¿Se ha fijado que ha hablado al gato en alemán y no en holandés? —No sé distinguir la diferencia —contestó Edge. —Es una vieja tradición circense de Europa. Sea cual sea la nacionalidad del domador de gatos, se dirige y da órdenes a sus animales en alemán. Supongo que sobre todo porque la lengua alemana parece estar hecha para dar órdenes. Un domador ruso me señaló una vez que necesitaría por lo menos dos palabras rusas para dar a sus tigres una orden que en alemán podía darse con una sola... y muy de prisa. La fracción de segundo de una sílaba puede significar la vida o la muerte cuando se trabaja con leones o tigres. Maximus no saltó para atrapar la carne; ni siquiera se levantó. Como incapaz de creer a su domador o a su propio olfato, levantó con lentitud la punta de sus patas delanteras y se arrastró fatigosamente hasta donde podía lamer el bocado ofrecido con su vasta lengua y después tocarlo con sus anchos labios. Sin embargo, aquel primer paladeo pareció revivirlo y animarlo considerablemente. Frunció los labios, enseñando una dentadura amarillenta y roma, pero aún formidable en número, y con un gruñido apagado empezó a morder su comida con hambre y agradecimiento. —¿Por qué la vieja gitana recogía la sangre? —preguntó Edge—. ¿Le sirve para alguna de sus brujerías? —No —respondió Florian—. Lo hacía para el capitán Hotspur, que la usa en su número. —Lo olvidaba... No debería ser un Rubén inquisitivo —dijo Edge—. Lo siento. Le reconvine ahí fuera, señor Florian. Un intruso no debe entrometerse en cosas que no puede conocer a fondo. —Sólo me preocupaba que se retractara de la oferta de su caballo. Le prometo que no alimentaremos con él a los animales. —Vamos a engancharlo, y también a los otros, y después partiremos hacia Lynchburg. Quiero ver su espectáculo. El camino desde el río Beaver era agradable y, ahora, seco. La región era una de las pocas en Virginia donde no se había luchado durante la
guerra, así que, exceptuando muchos campos en barbecho por falta de labradores, no se veía destrucción. El camino seguía el curso del ancho río James, marrón y de corriente rápida, bordeado de precoces flores silvestres y sombreado por sauces y sicomoros que estrenaban su follaje de primavera, de un verde brillante. Cuando estuvieron a pocos kilómetros de Lynchburg, el camino de tierra apisonada pasó a ser una carretera de rollizos transversales. Ahora se veía más gente. En el camino, en los campos, en los porches de las casas, en torno a posadas y tiendas, la población abandonaba sus ocupaciones para mirar fijamente y con un asombro quizá mayor del que habrían demostrado si los carromatos hubiesen llevado al diablo Grant o al vándalo Hunter o a cualquier otro de los conquistadores yanquis. La mayor parte de la gente debía de haber visto con anterioridad circos ambulantes, pero no en los últimos años. Y, como había observado Yount, un circo no podía ser una de las primeras cosas que esperasen ver llegar de la dirección donde acababa de haber guerra, devastación y desesperación. De hecho, el circo parecía no haber oído hablar nunca de la guerra: los caballos iban al paso, los carromatos avanzaban con lentitud y sus conductores tenían un aspecto perezoso y despreocupado. Como siempre, el carruaje abierto encabezaba la caravana, tirado por el caballo blanco del espectáculo. Florian llevaba un sombrero de copa de seda, no muy deteriorado, y el resto de su elegante atuendo no revelaba su decrepitud desde cierta distancia. A su lado viajaba un soldado confederado con uniforme de gala gris que tampoco proclamaba su edad a los espectadores ni el hecho de que era el único uniforme de Edge. Las cortinas del carruaje estaban enrolladas, descubriendo su interior, y sus dos bonitas ocupantes, cuyos cabellos rubios brillaban al sol, se asomaban con frecuencia para saludar con la mano a los mirones. La calva de Ignatz Roozeboom tenía casi el mismo brillo. Conducía el segundo furgón, con el Hombre Salvaje a su lado, envuelto en chales para ocultar su carácter único a los espectadores que no pagaban. Era el furgón de las jaulas, tirado por el hermoso Trueno amarillento de Edge, que no cesaba de resoplar y estornudar a causa del olor a amoníaco de Maximus, tan cerca de él a sus espaldas. Dentro de su jaula, el león estaba en su posición favorita —y única—, o sea, echado. Los tres carromatos siguientes eran los furgones cerrados, que escondían las maravillas de su interior pero que estaban pintados. Y el sol de abril se detenía en los colores que aún les quedaban y los hacía brillar y provocaba un centelleo de las letras doradas que proclamaban el nombre y la cualidad del Florilegio. Uno era el furgón de los decorados, tirado por el flaco caballo de tiro y conducido por Jules Rouleau, que no era una vista llamativa, vestido como iba con un mono corriente. Le seguía el furgón de la carpa, conducido por Yount porque
su gran Relámpago iba entre las varas, y sujeto a él por una rienda, el asno restante. Después venía lo que Florian había llamado el furgón del museo, tirado por el otro caballo del circo, el tordo, y conducido por Tim Trimm. La baja estatura de éste no resultaba muy aparente para los espectadores desde su alto asiento, en especial porque a su lado iba sentada una figura oscura todavía más pequeña: Magpie Maggie Hag, encapuchada, envuelta en su capa, encogida y misteriosa. Pero si la parte de carromatos de la caravana no era demasiado espectacular, la última parte compensaba de ello, porque la componía el elefante, que avanzaba majestuosamente. Peggy iba cubierta por una gran manta de terciopelo escarlata que, al brillar al sol, disimulaba su tosquedad. Con el magnífico animal, a veces caminando a su lado y otras encaramado en su alto cuello, iba el negro de aspecto muy extranjero, con su túnica y su turbante. Su rostro tenía una expresión severa y resuelta, como si fuera el auténtico Aníbal y esta tierra baja suavemente ondulada de Virginia fuese de hecho un paso escarpado entre los elevados Alpes, y su elefante, sólo uno entre centenares, y el adormilado Lynchburg, una Capua aprensiva y temerosa. Aunque Florian conducía la caravana a un paso lento, llegaron a las afueras de Lynchburg antes de anochecer y decidió no adentrarse mucho en la ciudad. Los cultivadores de tabaco de hojas oscuras que la habían construido para que fuera el centro de su mercado de subastas la habían asentado de forma muy decorativa sobre un grupo de colinas pequeñas pero empinadas. Esto hacía que sus calles empedradas no resultaran tan bonitas para los carreteros y animales de tiro de los furgones de tabaco que tenían que subir y bajar por ellas. Sin embargo, la ciudad pareció bien a la gente del circo cuando entraron en ella por la Campbell Court House Road porque la familia Grover que les había precedido había cumplido su promesa: los carteles amarillos, impresos en negro, del Florilegio eran visibles en postes, árboles y paredes de los edificios. —¿Hizo imprimir todos esos carteles en Wilmington? —preguntó Edge. —No —respondió Florian—, ya tenía una buena provisión de ellos antes de venir al sur. Por esto describen una serie de números y atracciones que ya no tenemos. Sin embargo, lo hacen con tanta grandilocuencia, que no me decido a eliminarlos. La caravana rodeó Diamond Hill y siguió por los suburbios de la ciudad hasta que llegó a un distrito de vías férreas y almacenes próximo al río. Cuando Florian vio un solar vacío muy espacioso en una calle, entró en él con el carruaje. El resto de la caravana le siguió, de la calle empedrada a las malas hierbas. Entre el fondo del solar y las márgenes del río había varios tinglados ruinosos rodeados de vías cubiertas de herrumbre donde descansaban vagones de carga y de plataforma abandonados hacía tiempo. Durante el año pasado o quizá más, a
medida que cambiaban los avatares de la guerra y las líneas del frente, el ferrocarril de South Side había dejado de tener mercancías que transportar o resultaba imposible transportarlas, a través de los bloqueos, a donde podrían haber sido de utilidad y provecho. No obstante, esta vecindad aún olía, débil pero claramente, a humo de locomotora y a calderas de hierro calentadas por el vapor. Cuando Florian detuvo el carruaje y el caballo empezó a buscar inmediatamente algo comestible entre las malas hierbas, Edge preguntó: —¿No pedirá la autorización de nadie para instalarse aquí? —Si este mísero solar tiene propietario, no tardará en aparecer. O las autoridades municipales enviarán a un policía para exigir un alquiler. Pero en estos tiempos, unas cuantas entradas gratis suelen ser suficientes. —Alargó a Edge las riendas del carruaje, diciendo—: Mantenga el carruaje aquí, fuera del paso. Saltó con agilidad del asiento, guardó debajo de él su sombrero de seda y su levita y empezó a recorrer el solar de un extremo a otro, agachándose de vez en cuando con la cabeza ladeada para examinar las irregularidades del terreno. Luego arrancó un puñado de hierbas para dejar un espacio limpio y gritó: —iChanclo, aquí! —Dio una docena de pasos largos hacia el fondo del solar y gritó—: iPatio trasero! —Luego volvió al lado del solar que daba a la calle y gritó—: iPuerta principal! —Caminó varios pasos y volvió a gritar—: iFurgón rojo! Los demás miembros de la compañía se habían puesto en movimiento al mismo tiempo que Florian y con la misma determinación. Era una escena de confusión, pero una confusión organizada. Sarah y Clover Lee se apearon del carruaje cargadas con cazos y sartenes. Roozeboom dio las riendas del furgón de las jaulas al Hombre Salvaje y se apeó, llevando en las manos algo voluminoso. Se hallaba en el sitio justo cuando Florian gritó «iChanclo, aquí!» y lo dejó caer en el lugar indicado. Por lo que Edge pudo ver, no era ninguna clase de zapato, sino un trozo de leño, grande y grueso, del que sobresalía un clavo largo hasta la altura de la rodilla. Roozeboom volvió al furgón de las jaulas y lo llevó al lugar donde Florian había gritado «iPuerta principal!». Mientras tanto, Jules Rouleau llevaba el furgón de los decorados más allá del trozo de leño y lo detuvo a buena distancia de él, donde Florian había gritado «i Patio trasero!». Hannibal Tyree había despojado a Peggy del inmenso manto rojo y lo doblaba cuidadosamente para guardarlo. Cuando Florian gritó «iFurgón rojo!», Tim Trimm detuvo allí mismo el furgón del museo. El Hombre Salvaje se apeó entonces del asiento del carromato de las jaulas y empezó a bajar una especie de cortinas de lona que colgaban
del fondo de la jaula hasta el suelo alrededor de todo el vehículo. Hannibal había sacado de alguna parte una pesada correa de piel y rodeaba con ella el grueso cuello de Peggy. Magpie Maggie Hag se apeó del furgón museo, cuya parte posterior daba a la calle, desde donde era de suponer que se acercarían los clientes del circo. Abrió las dos puertas, descubriendo una especie de taquilla tras la cual podía sentarse el vendedor de entradas. Hannibal, Trimm, Rouleau y Roozeboom convergieron en el furgón de la carpa, que Yount había detenido a cierta distancia de la calle. Descorrieron los cerrojos de la puerta y empezaron a sacar todo el equipo apiñado en su interior: rollos de lona, diversos objetos de metal, una gran cantidad de cuerda, numerosas poleas y tres postes largos, gruesos y redondeados, todos pintados de rojo con una estrecha franja azul a media altura, que marcaba el punto de equilibrio por donde debía agarrarse el pesado poste para llevarlo con el máximo de comodidad. Edge estuvo a punto de unirse a los trabajadores para echarles una mano, pero era un veterano de muchas acampadas y construcciones de reductos y había visto muy a menudo que los torpes esfuerzos de un recluta nuevo no hacían más que dificultar el duro trabajo de los profesionales expertos. Además, cuando Roozeboom vociferó algo parecido a «iSacad de en medio los palos!» o Hannibal gritó «iAhí va el arco!», Edge no tenía idea de si se trataba de una jerga circense que no podía conocer o de sus acentos nativos que no podía descifrar, así que optó por quedarse donde estaba y contemplarlo todo. Hannibal arrastró un pesado aro de hierro, del diámetro de una rueda de carromato, y lo puso en el suelo de modo que rodeara el objeto llamado chanclo. Trimm, Rouleau y Roozeboom llevaron cada uno un palo pintado de rojo y los dejaron allí cerca, extremo contra extremo, mientras Hannibal corría de nuevo al furgón de la carpa a buscar dos cilindros de metal abiertos por los extremos. Los hombres los encajaron como mangas en los postes para formar un poste único, o mástil, de unos doce metros de longitud, que tenía el diámetro de una cintura en un extremo y el de un muslo en el otro. En el extremo grueso era visible un agujero que atravesaba el interior del poste. Ahora Hannibal fue a buscar al elefante mientras los demás aseguraban poleas a ambos extremos del largo poste y pasaban varias vueltas de cuerdas entre ellas. Desenrollaron otra cuerda, que terminaba en un gran garfio de metal y que Hannibal pasó por el collar del elefante. — iAdelante, Peggy! —gritó Hannibal, y el elefante empezó a alejarse muy despacio del grupo de hombres mientras éstos aguantaban el extremo grueso del poste. A medida que los tirones de Peggy levantaban del suelo el extremo más delgado del poste, los hombres alzaban el extremo grueso hasta que el agujero practicado en él coincidió con la punta del pesado clavo del
chanclo. El elefante siguió tirando de la cuerda y el poste se elevó, haciendo chirriar todas las cuerdas y poleas, hasta que estuvo en posición vertical, con el extremo inferior hundido firmemente en toda la longitud del clavo. Hannibal gritó: — iAlto, Peggy! Y el elefante se detuvo, tirando para mantener tensa la cuerda y el mástil en posición vertical. Edge pudo ver ahora la función del chanclo. El alto poste podría haberse clavado directamente en el suelo, pero si éste estaba blando —y un chubasco repentino podía ablandarlo, el poste se habría hundido por falta de la base ancha proporcionada por el chanclo. Mientras los otros hombres se encargaban del poste, Florian abría a puntapiés los paquetes de lona que, extendidos, formaban enormes triángulos. En otra parte, Yount ayudaba a Sarah a encender una hoguera con varios tallos secos y Clover Lee y Magpie Maggie Hag se movían de un lado a otro, inclinadas, buscando al parecer algo más combustible. El único de la compañía que no estaba a la vista era el Hombre Salvaje. El elefante se mantenía inmóvil, y en el furgón de las jaulas, incluso el león Maximus parecía haber salido ligeramente de su habitual estado comatoso. Edge podía oír su rugido sordo, acompañado de chirridos metálicos, como si el león luchara contra las cadenas de hierro. Cuando los trabajadores consideraron que el alto poste ya estaba firme y que las cuerdas de las poleas no se habían enredado, iniciaron la siguiente tarea. Trimm y Hannibal se reunieron con Florian y entre los tres pusieron de lado los inmensos triángulos de lona sobre la hierba del solar, de modo que rodeasen el chanclo como tajadas de pastel. Entonces los hombres llevaron rollos de cuerda delgada y, pasándola por los ojales de metal que había en los bordes de la lona, empezaron a juntar los triángulos como si cubrieran el pastel de malas hierbas con una corteza sin fisuras. Entretanto, Rouleau y Roozeboom hacían incesantes viajes al furgón de la carpa y traían consigo postes más pequeños —pintados de azul, sólo del grueso de un brazo, de unos tres metros de altura, cada uno con una corta escarpia de hierro en un extremo—, que colocaban como si fueran rayos en torno al perímetro de la lona extendida en el suelo. Cuando todas las partes de lona estuvieron atadas en círculo, quedó un agujero en el centro del mismo tamaño que el aro de hierro que aún yacía en la base del mástil. La lona tenía más ojales en torno a aquel agujero, que los hombres usaron para sujetarla al aro y a continuación fijaron éste a las cuerdas de las poleas del mástil. Los hombres salieron de la lona, andando con cuidado para pisar sólo las partes atadas. Hannibal cogió el extremo de otra cuerda, que pasaba por debajo de la
lona, procedente de las poleas de la base del mástil, y la ató también al collar de cuero de Peggy. Florian y Roozeboom levantaron el borde exterior de la lona, poco a poco, de modo que Rouleau y Trimm pudieran coger los postes azules, insertar sus extremos provistos de sendas escarpias en otros ojales del borde de la lona y luego enderezarlos entre la lona y el suelo. Cuando los hombres hubieron dado toda la vuelta a la lona, ya no parecía la corteza de un pastel, sino que colgaba como un platillo blando y arrugado, con la cara interior en la base del poste central y el borde sostenido a unos tres metros y medio del suelo por el círculo de postes exteriores. Mientras Florian daba un repaso al resultado, los otros hicieron más viajes al furgón de la carpa para coger estacas de madera sin pintar, de poco más de un metro cada una, con una punta afilada y la otra roma y aboquillada. También cogieron tres pesadas almádenas y entonces hicieron gala de un virtuosismo que Edge nunca hubiera imaginado ver dentro del pabellón. Trimm sostuvo en vertical una de las estacas, a unos dos metros y medio del poste azul más cercano, y Roozeboom la golpeó con la almádena para hundirla en el suelo. A continuación, él, Rouleau y Hannibal empuñaron a la vez sus almádenas respectivas, y empezaron a descargarlas repetidamente y con tal rapidez, que ofrecían una imagen borrosa, todos golpeando la misma estaca, pero con una sincronización tan perfecta que los golpes sonaban como los disparos de una ametralladora y la estaca se hundía en la tierra como en mantequilla, hasta que sólo sobresalió unos treinta centímetros del suelo. Los hombres dieron la vuelta a la tienda, clavando una estaca tras otra, una para cada poste azul, con un ritmo inalterable y golpes que nunca fallaban ni chocaban con otra almádena. Florian los seguía con más trozos de cuerda, cada uno con una lazada en un extremo. Lanzaba el lazo sobre la escarpia de las estacas de soporte, que asomaba por encima de la lona, sujetaba la cuerda a la escarpia del suelo, la aseguraba con el sencillo pero fiable nudo de vuelta redonda y cote y pasaba al siguiente poste y estaca para hacer lo mismo. Cuando estuvo terminada esta fase del trabajo, el resultado tenía menos aspecto de platillo que de araña: el cuerpo de lona se había extendido entre los postes laterales, parecidos a patas, cada uno con un hilo de telaraña que llegaba hasta el suelo. Florian volvió a dar un repaso general y luego todos se congregaron en torno al elefante. Hannibal desató del cuello de cuero la cuerda con que Peggy había levantado el poste central y los hombres la cogieron para afirmar dicho poste. Hannibal volvió a gritar: — iAdelante!
Y el animal echó a andar de nuevo lentamente, tirando sólo de la cuerda que estaba debajo de la lona. Las numerosas poleas del poste chirriaron y sus cuerdas resonaron y vibraron, y el aro de hierro ascendió con lentitud por encima del borde levantado de la lona, arrastrando consigo el centro y todo el peso de esta última. Cuando el aro tocó la polea superior del poste, Roozeboom gritó: —klonkie! Y Hannibal ordenó al instante, para detener al animal: — iAlto, Peggy! Y ahora la lona había dejado de parecer una araña o un platillo o una corteza de pastel. Era un techo de tienda bien redondo, puntiagudo en el centro, de tono pardo grisáceo y unos veintiún metros de diámetro, cuya punta se levantaba a casi once metros del suelo y cuya superficie inclinada se rizaba y ondeaba suavemente bajo la brisa de la tarde. —C'est bon —dijo Rouleau—. Está bien, ahora a sujetar el aro de soporte. Fue Tim Trimm quien obedeció, sin duda porque era el que pesaba menos. Se encaramó por uno de los postes laterales hasta el techo de la lona y entonces subió corriendo por la pendiente a lo largo de una de las costuras atadas. Ya en la punta, anudó varias veces las cuerdas en torno al aro de hierro —el «aro de soporte», decidió Edge— y al extremo del poste y las poleas, para asegurarlo todo allí arriba. Entonces se limitó a soltarse, bajó deslizándose por la lona, profiriendo gritos de excitación, y cayó por el borde, donde fue recogido limpiamente por los robustos brazos de Roozeboom. La conversión de la carpa en una forma reconocible fue saludada por vítores y aplausos. Edge se volvió y vio que unos veinte habitantes de Lynchburg se habían congregado en la calle, delante del solar. La mayoría eran niños, casi todos negros, pero también había algunos hombres de edad avanzada. Florian se apresuró a aprovechar la ocasión de tener un auditorio y los interpeló: —iBien venidos a la gran carpa! iY gracias, caballeros y niños, por vuestra amable recepción! —Habló aparte a Rouleau—: Continúa con las paredes laterales, pero como pronto anochecerá, dejaremos la pista y los asientos para mañana. —Volvió a levantar la voz para dirigirse a los espectadores—: ¡Mañana habrá representación, buena gente! —Mientras decía esto, se dirigió al carruaje abierto, donde se puso la levita y sombrero de copa y cogió uno de los carteles enrollados del circo—. iSí, señores! ¡Anímense, vengan todos! —Debidamente vestido, se acercó al pequeño grupo, hablando en voz alta pero en tono confidencial—. ¡Representación mañana a las dos! Sin embargo, como es evidente que son ustedes buenas personas y las más amantes del circo en esta bella ciudad, corresponderemos a su buena voluntad con un poco de la nuestra. —Los niños miraban con los ojos muy abiertos, los hombres
parecían interesados, pero suspicaces—. Mañana, a la hora del espectáculo, habrá seguramente empujones para obtener los mejores asientos, pero como ustedes han sido los primeros en darnos la bienvenida, !no sólo les permitiremos reservar ahora mismo sus asientos, sino que se los ofreceremos a mitad de precio! Los hombres y niños, graves y confusos, se apartaron un poco de él. Florian desenrolló el cartel, sacó un lápiz de un bolsillo y, con gesto ampuloso, escribió algo en la parte inferior. —iContemple esto, amigo! —exclamó, acercando el cartel a la cara del hombre blanco más cercano—. ¿Ve cuál es el precio normal? iPues vea que lo he reducido exactamente a la mitad! —No sé leer, mister —murmuró el hombre. —iBueno! ¡Como bien dice, señor, es una oferta increíble! En vez del precio habitual de dos monedas para ustedes, caballeros, y sólo diez centavos para vosotros, peques... en vez de esto, he reducido los precios a doce centavos y medio y cinco centavos respectivamente. Sólo tienen que acercarse al carromato de la taquilla —señaló el furgón del museo, donde Magpie Maggie Hag había aparecido por arte de magia tras el mostrador— y nuestra cajera jefe tendrá mucho gusto en venderles entradas a ustedes, caballeros, por sólo una moneda, !y a los niños y personas de color por sólo cinco peniques! Más gravedad y confusión y rumor de pies. —!O el equivalente en billetes confederados! —Más rumor de pies—. ¡También se acepta el pago en especie! Los hombres intercambiaron miradas sombrías y los niños hicieron lo mismo. Edge movió la cabeza, comprensivo, y fue hacia donde se seguía trabajando en la carpa. Hannibal estaba en su interior, junto al poste central, metiendo en calzas los extremos de las cuerdas que habían levantado el poste y el techo. Roozeboom hacía la ronda por fuera, comprobando las cuerdas que iban del techo a las estacas, ya estirando ya aflojando alguna de ellas para que la tensión estuviera repartida por igual y haciendo luego medio nudo extra en cada cuerda y recogiendo con cuidado el extremo suelto para que no hiciera tropezar a nadie. Trimm y Rouleau enrollaban más lona, trozos de tres metros y medio que colgaron de los aleros del techo y clavaron al suelo. Peggy, la elefanta, dispensada del trabajo, arrancaba ociosamente con la trompa puñados de malas hierbas y se las llevaba a la boca, escupiéndolas después casi todas y comiendo algunas sin gran entusiasmo. —iYa han visto al poderoso paquidermo levantar la gran carpa! —arengó de nuevo Florian a los espectadores, ahora con una voz casi insinuante—. i Vengan mañana a verlo actuar, a ver a Brutus, el más grande animal que respira, hacer cosas inimaginables, prodigios de fuerza a las órdenes de su auténtico amo hindú!
Cuando los trozos de lona estuvieron colgados y clavados, formaron una pared en torno a la carpa, excepto en dos lugares. En el lado más alejado de la calle se dejó una abertura —para que los artistas entraran y salieran, supuso Edge— y al fondo, en el «patio trasero», se aparcó el furgón del equipaje. En el lado opuesto, en la pared más cercana, estaba la «puerta principal», por la que entraría el público tras haberse detenido a pagar en la taquilla y también ante el carromato de las jaulas para admirar al león. —iEl rey de los grandes gatos, su majestad Maximus! —gritó Florian—. ¡Pueden oírlo, amigos, exigiendo a rugidos carne humana cruda, la única carne que Maximus condesciende a comer! ¡Vengan mañana a ver al temerario capitán Hotspur entrar en el interior de la jaula para intentar apaciguar a tan sanguinaria fiera! Edge vio que Yount desenganchaba a Relámpago y al pequeño asno, mientras Hannibal hacía lo mismo detrás de la carpa con el otro caballo de tiro. Entonces Edge bajó del carruaje y fue a desenganchar a Trueno del furgón de las jaulas. Antes se detuvo a mirar hacia la calle cuando oyó gritar a Florian, en tono persuasivo: —Eso es, señor. Acérquese a la taquilla. Tú también, muchacho. — Levantó la voz para interpelar—: ¡Señora contable, tenga la bondad de dar entradas a nuestros dos primeros espectadores y asegúrese de que son los mejores asientos del circo! Edge sonrió, un poco sorprendido. El caso era que un anciano canoso y un chico pelirrojo, ambos vestidos con viejos monos y de aspecto tímido pero radiante, entraban en el solar en dirección al carromato. Los otros hombres y niños los miraban con envidia y varios rebuscaban en sus bolsillos. Edge siguió hasta el furgón de las jaulas para atender a Trueno y tuvo otra sorpresa. Su majestad Maximus no demostraba más vivacidad de la que Edge viera antes en el animal. Estaba acostado de lado, con los ojos cerrados, y sólo movía las costillas al ritmo de sus suaves ronquidos. El ruido de los grilletes de hierro y los rugidos sanguinarios procedían de debajo de la jaula. Edge se agachó y levantó la lona que hacía las veces de cortina bajo la base del carromato. En el espacio de debajo estaba en cuclillas el Hombre Salvaje, sacudiendo con diligencia un trozo de cadena oxidada y profiriendo sonidos vocales parecidos a los que solía proferir normalmente, pero con la cabeza invisible dentro de un cubo de zinc que amplificaba dichos sonidos y les prestaba un acento más o menos feroz y leonino. —Es su único talento verdadero —observó Florian, acercándose. Se estaba secando la frente húmeda con el pañuelo, pues su exhortación a los curiosos había sido el trabajo más duro que había hecho en toda la tarde—. Y el pobre idiota lo hace encantado, así que no ponga esta cara de desaprobación.
—Juro... —dijo en voz baja Edge, meneando la cabeza. Dejó caer la lona y se enderezó—. Veo que ha vendido algunas entradas. — Ay, sólo dos. Los otros mirones eran las habituales pulgas del barrio. —¿Con qué le han pagado esos dos? —Edge empezó a desguarnecer a Trueno. —El anciano caballero llevaba un gran fajo de dólares rebeldes y ha dado trece billetes, diciendo que los había ahorrado para su funeral, pero que prefería ir al circo que a un entierro. El chico acababa de llegar del río. Volvía a su casa con esto, pero ha decidido cambiarlo. —Florian levantó un cordel del que pendía un pescado de tamaño mediano—. Ha vuelto al río para ver si podía pescar otro antes de la cena. — ¿Un pescado? ¿Qué va a hacer usted con un pescado? —iComerlo, hombre! ¿Creía que le haría montar un número? —Florian soltó una carcajada—. Le aseguro, sin embargo, que una vez lo hice... con pavos bailadores. —Pavos bailadores —repitió Edge. —Adquirimos, ejem, una pequeña bandada y nos los llevamos vivos como provisiones, podríamos decir. Pero mientras duraron, los presentamos como pavos bailadores. —Pavos bailadores. — Ponga a cualquier pavo sobre una superficie candente y verá. Edge volvió a menear la cabeza mientras seguía quitando los arneses a Trueno y luego dijo: —¿De modo que por unos billetes confederados sin valor y un siluro ha dado a esa gente los dos mejores asientos del circo? — Bueno, son sólo dos. Ahora, venga. La bandera está izada... o lo estaría si tuviéramos una cocina donde izarla. Echaremos este siluro a la sopa de ortigas y tendremos una deliciosa... — ¿Sopa de ortigas? — La vieja Mag es muy hábil para vivir de la tierra. Ha estado recogiendo los ingredientes mientras montábamos la carpa. Ortigas y ceborrinchas. No es una sopa mala, ya verá. Y aún será mejor con un poco de carne de pescado. Edge le miró fijamente. —Su gente no ha comido un solo bocado desde el pastel de boniato de esta mañana. Y fue un solo bocado. Han viajado todo el santo día y ahora han trabajado como negros. ¿Y va a darles ortigas y jugo de pescado? —Comemos lo que tenemos —respondió Florian—. La carne del asno hay que guardarla para el león. —Juro —volvió a decir Edge— que no creo haber visto en toda mi vida un grupo tan miserable. He conocido a la milicia mexicana y a los texanos del Gran Arbusto y he oído toda clase de chistes sobre la
lastimosa caballería Oneida de los yanquis, !pero que me maten si ustedes no superan a todos en la más pura miseria, de un día para otro, incluido el domingo, si Dios no lo remedia! —Está usted agotado —dijo Florian, bondadoso—. De hambre, sin duda. Ate su caballo allí, con Bola de Nieve y Burbujas, y vamos a cenar. Cuando se reunieron con los demás alrededor del fuego, Florian fue a dar el pescado a Magpie Maggie Hag. Yount saludó a Edge con entusiasmo. —¿Has visto cómo han levantado esta tienda monstruo, Zack? ¿Verdad que ha sido un trabajo fantástico? Edge gruñó. —Has visto en muchas ocasiones a las reservas hacer maniobras en tiempo de paz igual de bonitas, difíciles e importantes, Obie. ¿Y para qué les servía tanto trabajo? —Zachary, por tus palabras, no pareces considerarnos mucho —dijo Sarah Coverley, dirigiéndole una sonrisa traviesa—. Con tanto que me he esforzado para causar una buena impresión. —i Madre! —exclamó Clover Lee, como escandalizada, pero riendo. Edge dijo que sólo intentaba conservar un vestigio de sentido común, algo que no parecía abundar mucho a su alrededor. —Ayer, vuestro señor Florian se describió a sí mismo como un cínico consumado. Nunca he oído a un hombre interpretar tan mal su propio carácter. He tratado de decidir si es el mayor optimista del mundo o el más idiota de los charlatanes. Sarah replicó con mucha brusquedad: — Muchos sabelotodos se han negado a creer que Florian llegara a hacer lo que se proponía y él los ha sorprendido una y otra vez. Es cierto que esta noche cenaremos agua sucia —dijo en tono airado mientras repartía tazones de hojalata entre los miembros del grupo—, pero si Florian dice que un día cenaremos caviar y champaña, no te rías ni te burles. La expresión de nuestros rostros se anticipará al caviar y al champaña. Había los tazones justos para la compañía y dio a Edge y Yount tazones de loza barata. Al verlo, Tim Trimm hizo una mueca y advirtió con mal humor: — Más vale que tengáis cuidado con esa vajilla, pordioseros. Son accesorios de mi número. iPobres de vosotros si rompéis uno! —iJa! ¡Cuando Tim se enfada, muerde! —exclamó Roozeboom con una estentórea carcajada. — Hombrecito —dijo Yount—, eres un mocoso mezquino. Tim le dirigió una mirada furibunda y se acercó al fuego, quizá para provocar la ebullición de la olla. Rouleau dijo a Yount: —No te dejes engañar por los defectos de su personalidad. En la pista, ante un auditorio, Tim es un joey aceptable.
—Conque sí, ¿eh? ¿Qué es un joey? —Un payaso, en jerga circense. —Ah —dijo Yount, exhibiendo con orgullo su erudición—, supongo que el nombre viene del Libro de chistes de Joe Miller. Nuestro capellán tenía un ejemplar para animar un poco sus sermones. Rouleau se echó a reír y contestó: —Es una buena idea, pero no. Viene de Joe Grimaldi, el primer payaso (o, por lo menos, el primero que se hizo famoso) de Inglaterra, hace unos cincuenta años. Magpie Maggie Hag estaba desmenuzando el siluro sin piel sobre la olla de hierro, así que la deplorable cena aún no estaba lista del todo, y — como era la primera vez que Edge estaba reunido con toda la compañía y en su proximidad— se dio cuenta súbitamente de que todos olían a suciedad, igual que un grupo de soldados. Por lo menos él se había sumergido en agua fría y afeitado la noche pasada, aunque su uniforme y ropa interior contribuían sin duda al mal olor general. Sea como fuere, dejó con cuidado el tazón y caminó hacia un espacio de aire más puro. Salió del solar y cruzó la calle adoquinada para mirar de cerca uno de los carteles del Florilegio pegado a un poste de telégrafos. El papel era papel de periódico corriente, color de ante, densamente cubierto por una mezcla de diferentes tamaños y estilos de letra, desde las audaces y pomposas negras hasta las menudas y elegantes. Entre la aglomeración de palabras había borrosos grabados en boj. Algunos mostraban monos y elefantes mal dibujados y animales improbables, como unicornios y sirenas. Otros representaban sucesos improbables: un caballero en calzoncillos rayados luchando desarmado con un fiero montón de leones y tigres y una muchacha delicada manteniéndose en equilibrio con un dedo del pie sobre el lomo de un caballo en fantástica levitación sobre el suelo, con las cuatro patas extendidas. El texto era igualmente improbable y describía a artistas y números que Florian había tenido alguna vez en su Florilegio o tal vez sólo había deseado tener. «iMOISELLES PIMIENTA Y PAPRIKA, encantadoras volantes y figurantes, ejecutando la impresionante Oscilación aeronáutica sobre el vertiginoso mástil, proezas inauditas que dejan sin aliento a los hombres más fuertes!» «i"ZIP CooN" Y "JIM CROw", las dos mulas cómicas que nunca dejan de hacer reír a carcajadas al auditorio con su desternillante humor!» «CUADROS ALEGÓRICOS vivos formados por hermosas doncellas que personifican la libertad triunfante sobre la tiranía... ¡La reina de Saba en la corte del rey Salomón...!» —Se acepta el pago en especie —dijo una voz al lado de Edge, que se volvió. Otro habitante de Lynchburg vestido con mono miraba el cartel en la penumbra del crepúsculo—. Así lo dice aquí, abajo de todo. ¿Cree
usted, coronel, que aceptarían un par de sacos de tabaco por dos entradas? —Me encargaré personalmente de que así sea. —Edge le guió a través de la calle y hasta la hoguera del campamento, donde Florian fue más que feliz de interrumpir su cena de sopa de ortigas para efectuar el cambio. Edge dejó que Magpie Maggie Hag pusiera una cucharada de sopa en su tazón, sólo una racion minima, no porque sabía muy mal, sino porque sentía que no debía privar de ella a los hombres que habían trabajado tanto. Después de tragarse la sopa, Edge se quitó la guerrera y, con la punta de su cuchillo, empezó a desprender la trencilla de los puños y las estrellas del cuello. La olla de la gitana quedó pronto vacía, aunque ninguno de los comensales se sentía lleno, ni mucho menos, así que Floran sacó una bolsa de papel y la fue ofreciendo a todos. —Manzanas secas de postre —dijo Comed algunas y la sopa se encargará de hincharlas dentro de vosotros. Juraréis que acabáis de tomar una cena de nueve platos. Luego repartió el tabaco recién adquirido, y él y la mayoría de los hombres —y Magpie Maggie Hag— llenaron sus pipas y las encendieron. Tras la indolente sesión fumadora, todos empezaron a prepararse para ir pronto a la cama. El negro Hannibal, que solía dormir bajo uno de los furgones con el Hombre Salvaje, condujo esta noche solícitamente al idiota al interior de la carpa, llevando jergones y mantas para ambos. Como la noche prometía ser templada, los hombres blancos también decidieron dormir allí dentro y no en un carromato. Edge y Yount extendieron asimismo sus jergones dentro de la carpa, sobre el colchón de malas hierbas. Pronto estuvieron todos dormidos, menos Edge. Había luna y la lona vieja y gastada no impedía el paso de su luz. Todo el interior de la tienda estaba iluminado con un fantasmal resplandor blanco azulado, más claro en los lugares donde la lona estaba más raída. Nadie se despertó para admirar el efecto, o para deplorarlo, pero Edge yacía con los ojos abiertos. Una vez, en Richmond, había visto hinchar un globo de observación militar, que a partir de un fláccido montón de tela había ido adquiriendo la inmensidad de un olmo, mientras la tela se rizaba y ondeaba al hincharse. Ahora casi podía imaginarse a sí mismo dentro de algo semejante, vasto y vacío, traslúcido a la luz de la luna, murmurando, suspirando y cloqueando bajo la suave brisa nocturna. Aunque sólo llevaba puesta su larga ropa interior, Edge se levantó y salió para echar otra mirada al exterior de la gran carpa. Ahora parecía de verdad un pabellón, una rotonda fabulosa construida con rayos de luna y gotas de rocío y sólo sujeta al suelo por una malla de hilos finos como la seda. A la media luz azulada no se veía ninguno de los remiendos o costuras de la tienda e incluso su redondez acabada en pico
tenía un perfil misterioso mientras temblaba y se hinchaba y encogía suavemente. Edge oyó unos leves ruidos al otro lado de la gran tienda y la rodeó hasta donde estaba aparcado el furgón del equipaje, cerca de la puerta trasera de la carpa, y allí vio una vista aún más bella. El elefante estaba allí, encadenado a una de las estacas de la tienda por una abrazadera que le rodeaba una pata trasera, pero con la suficiente longitud de cadena para que no impidiera al animal hacer lo que ahora hacía. Y el gran paquidermo, murmurando con suavidad, hablando consigo mismo, hacía cosas muy peculiares. Mientras Edge lo observaba, levantó una pata delantera, la colocó sobre la punta ancha de una estaca, la bajó, puso la otra pata delantera sobre una estaca diferente y luego colocó ambas patas sobre las dos estacas, quedando así levantada la parte anterior de su cuerpo. Entonces se puso de nuevo en posición normal y permaneció así, como si meditara. A continuación dobló las dos patas traseras, manteniendo rectas las delanteras, de modo que su espalda quedó muy inclinada. Luego se enderezó y meditó un poco más. Edge se preguntó si el animal no habría comido alguna hierba loca durante su búsqueda de alimento por el terreno desconocido. Había excrementos de elefante alrededor, pero no emanaba de ellos un olor ofensivo; olían a jardín fresco, nada desagradable. Entonces, muy de repente, el elefante dejó deslizar por debajo de él las patas traseras, se sentó sobre su inmensa grupa y levantó las patas delanteras, irguiéndose hasta que alcanzó la altura de los aleros de la tienda. Agitó las patas delanteras, jugando con el aire de la noche, y luego levantó la trompa, la enroscó y sopló suavemente por ella, emitiendo un ruido que habría sido un trompetazo si hubiera soplado con fuerza. Y Edge comprendió qué hacía el elefante. Solo, sin ninguna incitación ni orden, solo completamente a la luz de la luna, el macho Brutus, el mayor animal que respira, estaba ensayando su número de circo del día siguiente. 4 Como Edge había sido el último en acostarse, cuando se despertó todos trabajaban a su alrededor. Florian, Roozeboom y Rouleau entraban en la tienda con los brazos llenos de tablones y otros trozos de madera de formas peculiares y los amontonaban junto a las curvadas paredes de lona. Obie Yount y el Hombre Salvaje estaban de cuatro patas en el suelo, trabajando bajo la oficiosa dirección de Tim Trimm; los tres arrancaban las malas hierbas y otras plantas para dejar limpio el terreno del centro de la carpa.
—iLevántese de prisa, Zachary! —le gritó Florian cuando vio que se incorporaba—. Los chicos fueron al río al amanecer y han pescado unos peces muy decentes para el desayuno. Maggie conserva uno caliente para usted. Edge se vistió con rapidez, enrolló su jergón y lo sacó afuera, donde no estorbase. Frente al carromato del león, Hannibal usaba una hoz de mango largo, que solía emplear para guiar al elefante y que ahora metía y sacaba enérgicamente por entre los barrotes de la jaula, para limpiar de excrementos el suelo del furgón. Maximus estaba despierto por una vez y caminaba arriba y abajo de la jaula, sorteando con habilidad la hoz de Hannibal. Magpie Maggie Hag guardaba en efecto un pescado para Edge en un plato de hojalata, mientras limpiaba con un puñado de arena los platos que habían usado los demás. Edge se lo agradeció sinceramente y tomó el desayuno con un hambre de lobo, aunque sólo era una carpa pequeña e insípida y sin textura como todas las carpas de río. Por las espinas limpias pero identificables de los platos usados por los otros comensales, pudo ver que habían comido siluro y rémoras, pescados mucho más sabrosos, pero no podía quejarse porque el último siempre recibía los restos. —Ahora, muchacho —le dijo Magpie Maggie Hag con su voz profunda— ve a ayudar al tabernáculo. Edge la miró de soslayo. —Por Dios Todopoderoso, Florian lo llama un pabellón y una gran carpa. Usted lo llama un tabernáculo. Y sólo es una tienda. —Calla, muchacho. Cuando estos días oyes las palabras «tabernáculo sagrado», piensas en una gran iglesia, ¿no? O en una tumba de santo, ¿no? Pero cuando lees la palabra «tabernáculo» en la Biblia, todo lo que significaba entonces era una choza o tienda, fácil de llevar de un lado a otro. Yo lo sé. Mí gente, los romaníes Kalderash, siempre ha vivido en tabernáculos. —Sí usted lo dice, señora. —Obediente, Edge se dirigió al tabernáculo y entró en él. Allí, Florian daba instrucciones a Rouleau, Trimm y un voluntario, Obie Yount, respecto a la colocación de los asientos para los espectadores, que consistían sólo en largas tablas encajadas en las muescas escalonadas de largueros que llegaban hasta el suelo desde media altura de la tienda. Cada larguero estaba sujeto en la parte superior por la horqueta de una estaca y apoyado en su parte inferior en una espiga clavada en el suelo para impedir que resbalara. Cuando estuvieron colocadas las tablas para sentarse, formaron un semicírculo de cinco hileras desde los aleros de la tienda hasta casi el suelo, en torno a cada curva del pabellón, desde la puerta principal a la trasera. Edge calculó que si acudía mucha gente y se sentaba apiñada, con los pies colgando,
la tienda podía tener cabida para quinientos espectadores. Sin embargo, señaló a Florian que toda la instalación parecía bastante precaria. —Confiamos en las leyes naturales de la física —respondió serenamente Florian—. Ahora mismo, las leyes de fricción e inercia lo mantienen todo unido. Cuando la gente venga y se siente en las tablas, la ley de gravedad lo asegurará todavía más. Como es natural, si la multitud se excita y empieza a saltar, toda la estructura podría derrumbarse. —Debe de ser una preocupación continua —dijo Edge. —¿Preocupación? —repitió Florian, como si la idea no se le hubiera ocurrido nunca—. ¿Por qué, mi querido Zachary? ¡Esto significaría que habíamos ofrecido un espectáculo realmente emocionante! Hacia el centro del terreno, ahora limpio, del interior de la tienda, Ignatz Roozeboom trabajaba en otra cosa, ayudado por el Hombre Salvaje. Roozeboom había atado al poste central una larga cuerda con un clavo en el extremo y había avanzado de rodillas hasta donde le permitía la cuerda y dado vueltas en torno al poste, arañando la tierra con el clavo para trazar un círculo de un radio algo superior a los seis metros a partir del poste central. Luego, con una pala corta, empezó a cavar alrededor de esta marca, tras lo cual dio la pala al idiota, que continuó cavando en círculo. Ahora Roozeboom estaba aplastando con las manos la tierra suelta, que formaba un pequeño parapeto de unos treinta centímetros de altura por treinta de anchura en torno al círculo. —Una pista al estilo americano —dijo Florian con una mueca de crítica—. En Europa, cualquier circo ambulante que se respete lleva una barrera curvada y pintada en bonitos colores, dividida en segmentos transportables. Nosotros también tendremos una, maldita sea, en cuanto podamos pagarla. — El señor Roozeboom —dijo Edge—, quiero decir, el capitán Hotspur, parece muy exigente sobre las dimensiones de su trabajo. Florian miró con asombro a Edge. — Dios mío, pensaba que esto lo sabía cualquier ignorante. Las pistas de circo, Zachary, tienen exactamente el mismo tamaño en todo el mundo. Doce metros ochenta centímetros de diámetro desde que el inglés Astley empezó el primer circo moderno y decidió este tamaño. Tiene que ser estándar en todas partes, pues de lo contrario, ¿cómo podrían amaestrarse los caballos y demás animales para trabajar después en un circo detrás de otro? Reinaría una confusión enorme si las pistas no tuvieran todas el mismo tamaño. — Ya —dijo Edge. —No sólo por los animales, sino también por los artistas. El caballo de un jinete que monta a pelo da exactamente veintidós pasos en una vuelta a la pista. El caballo lo sabe y el artista también, y lo sabe asimismo la banda de música, si hay una banda. De este modo, el caballo y el jinete saben muy bien dónde está cada uno de ellos durante
cada número (cada movimiento del caballo, cada movimiento del jinete) y la banda de música también puede mantener el ritmo perfecto. — Supongo que soy un Rubén muy necio —dijo Edge—. Tendría que haber sospechado algo parecido. En la caballería de tiempos de paz hacíamos ejercicios de doma y otros tipos de equitación artística en la que es preciso llevar una cuenta exacta y todo eso. A veces, al son de una banda. — Uno de estos días tendré una banda —dijo Florian, más para sus adentros que a Edge—. Algún día lo tendré todo. Asientos decentes y verdaderos gatos, en lugar de árboles jóvenes para los largueros. —Miró en torno a la tienda y luego hacia arriba—. Y, por Dios, un pabellón decente. Una verdadera gran carpa. Y se llamará gran carpa porque será la más grande, no sólo la única. Habrá otra para los animales y otra para el espectáculo complementario. Y tendremos caballos adiestrados por parejas todos los días. Y no sólo los de la pista, sino también los de tiro. Y vestiremos las ropas de lentejuelas más llamativas y armaduras de níquel y venderemos muchas fruslerías durante el intermedio... Edge observó que había empezado el soliloquio diciendo «yo» y que ahora ya decía «nosotros». —... Y no acamparemos sobre las malas hierbas, como en este pobre pueblo. Nos precederá un astuto guía que irá directamente hacia las chimeneas (las ciudades grandes y prósperas) y se encargará del solar, del alimento de los animales y de nuestras propias provisiones, y también hará publicidad de la mejor clase. Seremos un espectáculo de calidad... no actuaremos en cualquier lugar donde no corten el césped del juzgado para nuestra tienda. Y entraremos en cada ciudad con un desfile por la calle Mayor. ¡No sólo tocando la banda, sino con un calíope de vapor! —¿Un calíope? —repitió Edge. —Ah, lo olvidaba. Usted ha recibido una educación clásica. Sí, al órgano de vapor se le dio el nombre de la principal de las nueve Musas y debe pronunciarse calíope, pero la gente de circo americana lo pronuncia calíope. Y como lo inventó un americano, ¿quién soy yo para corregir el nombre? De todos modos, me propongo tener uno y tocarlo a todo volumen. Como para burlarse de él, fuera empezó a sonar un tambor débil y solitario. Florian abandonó la tienda y Edge le siguió y vieron a Hannibal Tyree, con su turbante y ropajes hindúes, sentado sobre el cuello de Peggy y golpeando un gran bombo que descansaba sobre sus muslos e iba sujeto a su espalda con una correa. Peggy llevaba de nuevo el gran manto escarlata de terciopelo, pero Hannibal se lo había puesto del revés. En este lado se veían, a ambos lados del elefante, unas letras
borrosas, que antes habían sido doradas y que ordenaban: «¡VENID AL CIRCO!» El negro dejó de golpear el bombo y gritó alegremente: — ¡Estamos listos para ir adonde usté mande, mas Florian! — Sahib Florian, maldita sea, Abdullah. —Florian se sacó de un bolsillo del chaleco un abollado reloj de hojalata—. Bueno, casi es mediodía y ya estamos preparados, así que puedes empezar. Recorre todas las calles que puedas, pero asegúrate de recordar el camino de regreso aquí. Hanníbal asintió y gritó: —¡Arre, Peggy! Y el elefante dio un hábil giro hacia la derecha y cruzó el solar a paso rápido. Allí Hannibal ordenó: —¡Entra, Peggy! Y el animal giró con agilidad hacia la izquierda para encaminarse al centro de la ciudad. Hanníbal reanudó los golpes de bombo para acompañar sus gritos: —iSeguidme al circo! ¡Está en el patio del ferrocarril! ¡Seguidme a la gran carpa! —Así subirá una calle y bajará por otra —explicó Florian. —¿No provocará la estampida de todos los caballos de la ciudad? —Los niños lo rodearán en cuanto lo vean. Y lo precederán corriendo y gritando: «i Sujetad a los caballos!» Cuando Abdullah vuelva, vendrá como el Flautista de Hamelín, seguido de todos los niños que existen aquí. Espero que los mayores los sigan a ellos. —Podrían no hacerlo —observó Edge—. Podrían pensar que está reclutando hombres para el ejército de la Unión. —El bombo tenía pintado en ambos lados: «BANDA DEL CUARTEL GENERAL DE LA 3.a DIv. USA»—. Sería irónico que su negro fuera linchado en Lynchburg. —Hum, sí —dijo Florian—. Los yanquis, ejem, perdieron este bombo y los palillos en Carolina. Si alguna vez tengo pintura, pondré nuestro nombre en él. Edge, sintiéndose culpable porque no había hecho nada para merecer el desayuno, volvió a la tienda para ayudar a Roozeboom en la curvatura de la pista. Yount, que había ganado su sustento ayudando a colocar los bancos, ya había digerido el desayuno y volvía a tener hambre. Sospechaba que todos estaban hambrientos, así que dijo a Sarah Coverley: —Si vuelve a prestarme la caña y el anzuelo, volveré al río e intentaré pescar algo que comer antes de la hora del espectáculo. — No se moleste, sargento —contestó ella, muy amable—. Nosotros podemos olvidar las quejas de nuestros estómagos, si usted puede
hacerlo. Florian nos ha predicho un auditorio de paja, que nos traerá toneladas de cosas buenas para comer. —¿Un auditorio de paja? — Muy nutrido. Incluso más gente de la que cabe, por lo que habrán de sentarse sobre la paja. En el suelo. De todos modos, Obie, es probable que hayamos ahuyentado a todos los peces del río. Han ido todos, de uno en uno o de dos en dos, a bañarse con esponja antes de vestirse. Ahora me toca a mí, así que perdóneme. Yount se sentó en una tina invertida —de madera, que las mujeres del circo hacían servir para lavar y que era un barril de harina o whisky cortado por la mitad— y contempló a los miembros de la compañía que no estaban en el río. Uno que sin duda se bañaba muy poco era el idiota de Tarheel, a quien Hannibal, antes de irse con el elefante, había puesto su ropa de Hombre Salvaje, consistente en varias pieles de animales que le cubrían lo suficiente para no provocar quejas del público, trozos de cadena muy gruesa en torno a sus tobillos y muñecas y manchas de carbón sobre su natural suciedad, como sí fuese una pintura de guerra. El Hombre Salvaje pasó un rato saltando, haciendo muecas y produciendo ruidos de cencerro, al parecer para ensayar su personaje, y después se metió bajo el furgón de Maximus y empezó a gruñir y rugir dentro de su cubo, imitando la furia sanguinaria del león, que paseaba tranquilo arriba y abajo de la jaula. Cerca de Yount, Florian se acicalaba, lo cual sólo significaba cepillar el sombrero de copa negro y levita granate y rascar de sus botas y bajos de los pantalones algunas trazas de excremento animal. Magpie Maggie Hag tampoco tenía que vestirse para su papel, pues la capa con capucha y los múltiples faldones era lo que siempre llevaba, así que Florian le dijo: —Mag, en la calle hay más patanes que se paran a mirarnos. Porsi acaso no son todos pulgas, ¿por qué no vas a ocupar tu lugar en el carromato rojo? Ella obedeció y Yount se levantó de la tina para preguntar a Florian por qué llamaba «carromato rojo» a un furgón que no era más rojo que cualquier otro. —Otra tradición circense, Obie. Supongo que alguna vez un circo pintó de rojo el carromato de la taquilla, por razones de visibilidad. Desde entonces, el carromato de la oficina y la taquilla de todos los circos se ha llamado rojo, tanto si lo es como si no. —Ya. Y otra cosa. ¿No podría estar construido el furgón rojo de manera más conveniente? Mire allí. Apenas se puede ver a la vieja gitana detrás de esa taquilla tan alta. Cualquiera que desee comprarle una entrada tiene que estirarse. ¿No desanima esto a la clientela? —Más tradición, Obie, y algo más que tradición. Se pone alta no para desanimar a la clientela, sino para animar a los apresurados.
—¿Los apresurados? —Sí, la gente que se va sin recoger todo el cambio que les corresponde. Siempre hay aglomeración en torno a la taquilla y todos quieren apresurarse para ocupar un buen sitio, así que alargan un billete y cogen las entradas y el cambio a toda prisa. Con la taquilla a más altura que los ojos, le sorprendería la cantidad de veces que los apresurados dejan atrás algunas monedas. Yount profirió una maldición y volvió a sentarse en la tina. Florian se dirigió hacia el carromato en cuestión y abrió y bajó los paneles laterales de delante de la taquilla, descubriendo otra especie de jaula, con paredes de alambre en lugar de barrotes. Yount recordó que al «furgón rojo» lo habían llamado también «furgón del museo», y se levantó para ver qué contenía. No mucho. La jaula tenía un suelo de tierra y una parte enramada de un árbol muerto, que llegaba hasta el techo y parecía crecer de aquella tierra. Varios animales estaban derechos o acostados en el suelo de la jaula, unos pocos —incluyendo a una serpiente— trepaban por el árbol y en las ramas había una serie de pájaros. Todos, no obstante, estaban muertos como el árbol, y habían sido embalsamados y disecados con tanta torpeza y estaban tan roídos por las polillas y la sarna, que aún parecían más muertos. El animal de mayor tamaño era, por lo menos, una rareza: un ternero con dos hocicos en la cabeza, de modo que tenía dos bocas, cuatro orificios nasales y tres ojos de cristal. Los otros animales y aves habían sido normales cuando estaban vivos y ninguno de ellos era poco corriente en aquella región: una marmota, un oposum, varias ardillas listadas, una mofeta, un sinsonte y varios cardenales y colibríes. Incluso la serpiente era una vulgar culebra norteamericana gris y marrón, de un metro de longitud. —Perdone, señor Florian —dijo Yount—, pero aquí no hay gran cosa que no haya visto vivo y coleando cualquier virginiano, y probablemente maldecido como un estorbo. Ni siquiera un becerro como éste es algo fuera de lo corriente para un granjero, a quien tampoco le gusta ver culebras... y, a propósito, esas culebras de leche no trepan a los árboles. —Gracias, Obie —respondió Florian, al parecer nada abatido por la información—. Es cierto que estas especies no son distinguidas, pero cada uno de estos especímenes está relacionado con una historia única. Y cuando relato estas historias edificantes, los aldeanos ven a estos animales con otros ojos. Además, le confiaré que estos ejemplares no son tanto para asombrar a auditorios americanos como a los europeos, cuando lleguemos allí. Los colibríes, por ejemplo. —Señor Florian, ni siquiera los extranjeros se asombrarán al ver colibríes. Yo he visto más cantidad en México que aquí.
—Nunca verá uno en Europa, si no es en un museo. Allí no existen, simplemente. Ningún europeo vio u oyó hablar de un colibrí hasta bastante después de Colón, cuando los naturalistas empezaron a llevar especímenes. Lo mismo ocurre con el oposum y otros de estos ejemplares. De modo que mi pequeño museo interesará a nuestro público europeo, puede estar seguro. Yount profirió otra maldición y volvió a su tina para reflexionar sobre la amplia educación que estaba recibiendo allí. Dentro del tabernáculo, Edge y Roozeboom terminaron de apisonar la curva de tierra de la pista, y Roozeboom salió a toda prisa por la puerta trasera para bañarse en el río y luego ir al carromato de los decorados a cambiarse de ropa. Edge fue también a lavarse y afeitarse y volvió al solar justo cuando Tim Trimm salía del carromato vestido para el espectáculo. Su atuendo no habría sido nada extraordinario para un hombre corriente, pues consistía en un deshilachado sombrero de paja de granjero, falda de cuadros escoceses, un viejo mono y gastadas botas de goma, pero todo de un tamaño que habría sentado bien a Obie Yount. En Trimm, las prendas resultaban tan grandes que le hacían parecer mucho más enano de lo que era. Las dos piernas le habrían cabido fácilmente en una de las botas y el sombrero de paja le bajaba hasta la nariz. Lo poco visible de él entre el ala del sombrero y las botas estaba oculto bajo pliegues voluminosos de la camisa y del mono de dril, y los puños de la camisa le colgaban hasta el suelo. Era un vestuario que a Tim le debía de haber salido muy barato —quizá se lo había quitado al espantapájaros de un campo de maíz—, pero era efectivo. Aunque Edge detestaba al enano, no pudo por menos de reír al verlo. —No debe usted reírse, coronel Zachary —dijo Clover Lee, que ya estaba vestida para la arena. —¿Por qué no, mademoiselle? Es un payaso. ¿No se da por sentado que la gente debe reírse de él? —Quiero decir que usted no debería reírse. Está más guapo cuando no lo hace. Edge suspiró. —Lo mismo me dijo tu madre. Eres como ella, no cabe duda. —No del todo. Diga lo que diga a un hombre, está coqueteando. Cuando yo hablo, hablo en serio. De todos modos, en opinión de Edge, Clover Lee se parecía a su madre por lo menos en belleza y hacía lo posible para superarla en este aspecto. No podía negarse que en aquel momento —vestida de pies a cabeza con una malla de color carne, una torera escarlata descolorida sobre la malla y un tutú de tarlatán, como una repisa, en torno a las caderas— Clover Lee parecía una joven escalera de mano, toda ella piernas y ángulos. Pero si algún día llegaba a comer lo suficiente, su cuerpo maduraría y, con su bonita cara, sus brillantes ojos azules y la
cabellera de satén dorado hasta la cintura, prometía ser una belleza deslumbrante. «Lástima que no pueda ir mejor vestida», pensó Edge. La malla de color carne tenía bolsas permanentes en rodillas y codos, donde además estaba muy zurcida. En el resto se veían remiendos, aplicados con mucho esmero, de modo que sólo eran visibles a muy poca distancia, pero pese a todo eran remiendos. Y en algunos lugares, la prenda tenía malas formas y pequeños jirones aún no zurcidos. En aquel momento, por alguna razón, Clover Lee se aplicaba por todas partes una esponja húmeda. Edge preguntó por qué lo hacía. —Oh, éste es el primer truco que aprende una artista —contestó ella—. Después de ponerse las mallas —se pasó la esponja por una pierna— y los leotardos —rotó con la esponja los pequeños bultos de sus pechos— hay que humedecerlo todo. Una vez seco, se adhiere más al cuerpo. —Y supongo que esto te ayuda a ser más ágil durante tu actuación. Ella le miró con fijeza un momento antes de sonreír como una mujer de mundo. —Vaya, es usted muy inocente para ser un coronel. Da a la malla más aspecto de piel verdadera, de piel desnuda. ¿Cree que los patanes vienen alguna vez a ver los números de las mujeres de circo? Vienen a ver la desnudez de las desvergonzadas y escandalosas artistas circenses. Los hombres nos miran procurando ver de nosotras lo máximo que puedan. Y las mujeres sólo miran para saber cuánto nos atreveremos a enseñar para luego criticarnos. Diablos, si fuese tan buena amazona como mi madre, o incluso la Gran Zoyara, los patanes nunca se darían cuenta. Y si creen que han vislumbrado algo entre mis piernas, justo donde se juntan, los mirones se van a sus casas creyendo que no han malgastado el dinero de la entrada. Y ni siquiera tengo aún piernas bien formadas de mujer, para no hablar de lo realmente interesante que ellos buscan aquí arriba... Ya se lo he dicho, coronel Zachary, está más guapo cuando no sonríe. —Lo siento, pero he vuelto a pensar lo mismo: no cabe duda de que eres hija de tu madre. Su coloquio fue interrumpido por una repentina música de trompetas, no muy bien interpretada, pero reconocible como los primeros acordes de Dixie Land. Edge buscó el origen del sonido y lo encontró dentro de la tienda. Tim Trimm tocaba la corneta, asomándola a la puerta principal del pabellón mientras mantenía su cuerpo disfrazado detrás de la lona, invisible para los transeúntes. Por la correa que pendía de ella, se veía que la corneta había sido en un tiempo propiedad de una banda militar. Edge escuchó hasta que la corneta gimió la última frase: «Desvía la miraada...» Entonces dio un respingo cuando cambió a «Escucha el
sinsonte» con una estridente nota falsa que ningún sinsonte habría tratado de emular, y se dirigió de nuevo al patio trasero. Roozeboom, Rouleau y Sarah Coverley ya estaban vestidos y se habían convertido en capitán Hotspur, Monsieur Roulette y Madame Solitaire. El capitán se había puesto un sombrero de alas anchas, una guerrera con charreteras enormes y anchos pantalones con galones laterales. Salvo por el hecho de que llevaba zapatos en vez de botas, su atuendo era un uniforme casi militar, confeccionado sin duda con piezas sobrantes de azul yanqui y gris rebelde, teñidas ahora de un color morado que no se parecía al uniforme de ningún ejército del mundo. Tanto monsieur como madame llevaban las mallas ceñidas que lucía Clover Lee. Encima, Roulette llevaba ropa interior —un conjunto ordinario de camiseta de manga corta y calzoncillos hasta la rodilla— a rayas anchas amarillas y verdes. Encima de sus mallas, Solitaire se había puesto un chaleco cubierto de unas cosas plateadas que parecían escamas de pescado, y ceñido su cintura con una falda traslúcida de tul rígido plateado que le llegaba hasta las rodillas. Edge pensó que el refulgente chaleco realzaba su hermoso busto, pero la falda podía privar a los patanes de su placer de mirones lascivos. No se acercó a ella, porque estaba ocupada junto con los dos hombres en sacar cosas del furgón de los decorados. Monsieur Roulette arrastró hasta la gran carpa una escalera corta y algo que parecía el trampolín de un niño pequeño. El capitán Hotspur y Madame Solitaire entraron varios rollos de cuerda gruesa de color rosado y objetos como aros infantiles, adornados con volantes fruncidos de papel rizado de color rosa. Edge rodeó la parte exterior de la tienda de lona en dirección a la puerta principal. Pasó por delante de los dos caballos de pista, el blanco y el tordo —sin silla, sólo con una delgada cincha—, y vio que alguien había trenzado cintas de colores en sus crines y colas, cepillado sus lomos con polvo de resina y colocado bridas de riendas extralargas, engalladores de mandíbula a cincha y plumas que oscilaban sobre las orejas de los caballos. Cuando Edge llegó a la parte delantera del solar, vio a un número considerable de lynchburgueses, blancos y negros, hombres y mujeres, adultos y niños, parados en la calle, con ojos y bocas muy abiertos mientras escuchaban al invisible Trimm, que ahora tocaba roncamente Cacahuetes, y al invisible idiota, que rugía y hacía entrechocar las cadenas del león bajo la jaula, y al muy visible Florian, que ya saludaba, ya daba unos pasos de baile, ya agitaba su sombrero, y todo esto sin dejar de brincar y exhortar en voz alta: —iVengan, vengan todos! iVengan al circo, donde todo el mundo vuelve a ser un niño, sólo por un día! Señoras y caballeros, peque ños y gentes de color, antes de que dé comienzo el espectáculo podrán admirar nuestro museo zoológico y ornitológico de animales exóticos
capturados en la selva. Después, acérquense todo lo que se atrevan a la guarida del león africano devorador de hombres, rey de la jungla. Dentro de la gran carpa sentirán primero la emoción de la música y el espectáculo de la gran entrada y el gran desfile de toda la compañía del circo. A continuación... Se interrumpió cuando los primeros ciudadanos perdieron la timidez — un hombre y una mujer pobremente vestidos— y se le acercaron con las manos extendidas para ofrecerle algo. Fuera lo que fuese, no era dinero. Florian lo examinó, le dio una vuelta y gritó al furgón rojo: —iMadame tesorera, dos entradas de preferencia para nuestros dos primeros clientes entendidos de la tarde! —Y entonces se volvió para continuar arengando a los mirones—. iVengan, vengan todos! No darán crédito a sus oídos cuando el renombrado Monsieur Roulette, maestro del engastrimitismo, proyecte su voz hacia partes remotas de la arena y engastrimitice incluso objetos inanimados... Yount se acercó a Edge y dijo con admiración: —Vaya, no cabe duda de que sabe enroscar la lengua en torno a palabras de artillería pesada, ¿no crees? Seguía acudiendo gente, algunos a solas pero en su mayoría por parejas y familias, que cruzaban la calle y se acercaban al carromato rojo, pagando en algún caso con dinero en efectivo. Sin embargo, la mayor parte tenía que detenerse a medio camino para que Florian examinase su mercancía. Por lo que pudieron ver Edge y Yount, no despreció nada de lo ofrecido y no negó la entrada a nadie, indicando a todos la taquilla. Sólo se quedaron a cierta distancia unos cuantos niños que no tenían nada que ofrecer por la entrada. Maximus y el Hombre Salvaje conocían claramente el procedimiento del día circense. Cuando los primeros clientes recibieron sus entradas y se detuvieron a mirar el museo del carromato rojo, el idiota salió de debajo de la jaula y desapareció en el patio trasero, dejando para el león su imitación vocal, bastante más pobre, de un sanguinario devorador de hombres. Ahora, además de andar arriba y abajo, Maximus enseñaba de vez en cuando los dientes y emitía un rugido ronco y entrecortado. Sin embargo, esto pareció suficiente para impresionar a los visitantes. Cuando llegaron a su jaula, se quedaron a una distancia respetuosa, lo miraron con temor y se lo señalaron unos a otros, discutiendo en voz baja sus diversas características leoninas. En un momento en que había un nutrido grupo de gente ante la taquilla y Florian pudo hacer un alto en su discurso, cruzó corriendo el solar y dijo a Edge, jadeando un poco: —¿Me haría un favor, Zachary? Su uniforme se parece bastante al de un portero... —Muchas gracias. Igual que el del ejército de los Estados Confederados.
—Sí. Me pregunto si tendría la amabilidad de recoger las entradas en la puerta principal. No las rompa, sólo recójalas, para que podamos volver a usarlas. Dirija a los negros hacia los bancos más altos de la izquierda. Los blancos pueden sentarse donde quieran. —Sin esperar a que Edge accediera, añadió—: iAh! Veo que lleva la pistola al cinto. —Lo lamento. No conocía un lugar seguro para dejarla, así que... Pero Florian se limitó a levantar la voz para dirigirse a los mirones que estaban ante el carromato de las jaulas: — iNo tengan miedo, damas y caballeros! En el caso de que este fiero león escapara de la jaula —toda la plebe retrocedió un paso—, tenemos siempre alerta y armado al famoso explorador inglés de Africa, experto en caza mayor, coronel Zachary Plantagenet Tudor... —!Dios mío! —... Pueden estar seguros de que a la primera señal de peligro, el coronel y su infalible revólver de seis tiros despacharía a la fiera antes de que pudiera devorar o mutilar a un número importante de espectadores. Gracias, damas y caballeros. Ahora, disfruten de las piezas exhibidas. El espectáculo comenzará muy pronto. Y volvió a su puesto cerca de la calle, dejando a la gente en una contemplación todavía más respetuosa del viejo Maximus y casi tanto de Edge. —Maldita sea —dijo Yount, todavía admirado—, ese hombre es capaz de sacar provecho de cualquier cosa que tenga a la vista. Edge le miró de reojo y fue a colocarse junto a la puerta principal de la tienda, dando un respingo al oír la estridente versión de Trimm de Vete a casa, Cindy. Yount se fue por el otro lado para ayudar a Florian a recibir a más clientes portadores de mercancías. El gentío aumentó cuando Hannibal volvió al cabo de un rato sobre los lomos de Peggy, precediendo, como se esperaba, a un séquito de niños, todos gritando y vitoreando e intentando imitar el paso solemne del elefante. No lejos de ellos seguía una caravana de carromatos, carretas, calesas y tartanas que traían a personas mayores y familias enteras. Y a la zaga venía aún más gente, los que iban a pie. — iPor Dios que hoy será un día de paja! —exclamó Florian con entusiasmo—. ¿Sabe, Obie? ¡Además de los comestibles, objetos útiles e inútiles billetes secesionistas, he cobrado setenta y cinco centavos en buena y sana moneda de plata federal! —Llamó a Hannibal cuando el negro descendía del cuello del elefante por la trompa enroscada y después por la rodilla levantada hasta llegar al suelo—. ¡Abdullah, alégrate! Una señora me ha dado seis platos hondos de porcelana por unas entradas, así que tú y Trimm podéis permitiros el lujo de romper uno o dos, si queréis, cuando hagáis el número de malabarismo cómico. Hannibal esbozó una sonrisa radiante y, ya de lleno en su personaje, contestó:
— iAmén a Alá, sahib Florian! El regateo, el intercambio y la venta de entradas prosiguió, mientras Yount llevaba corriendo al furgón de la carpa las mercancías recibidas y Hannibal se unió con su tambor a Trimm y su corneta para tocar música invitadora, como Nadie sabe lo malo que he visto, y Edge recogía estoicamente los mugrientos trozos de cartón que la gente le alargaba al entrar. Cuando una mujer observó al pasar: «Veo que hoy va vestido», Edge sonrió con timidez, reconociendo a la señora Grover. En un momento dado, y casi a la hora prometida, las dos, el solar se quedó vacío —exceptuando a los numerosos vehículos aparcados junto a los tinglados del ferrocarril, a buena distancia de allí para que los caballos y mulas no se asustaran por el olor del león o el elefante— y todos los bancos de la gran carpa crujieron bajo el peso de ilusionados espectadores. Con tanta gente dentro, el pabellón era ahora caliente y húmedo. El sol, ya muy alto, enviaba brillantes rayos amarillos a través de la penumbra polvorienta del interior: un gran rayo, como un foco, por la abertura del aro de soporte en el extremo del poste central, y rayos más finos por la docena aproximada de agujeros en la lona. Ante el carromato rojo, Florian relevó a Yount para que fuese a buscar un sitio desde donde contemplar el espectáculo —«para que lo vea todo desde el principio»—, y entonces miró a su alrededor, muy satisfecho. Por lo que podía ver de Lynchburg, no había a la vista ningún otro cliente en potencia, excepto los niños harapientos que aún esperaban tristes y con las manos vacías en la calle adoquinada. Les hizo una seña y ellos se acercaron temerosos, como temiendo una reprimenda, que fue lo que recibieron. — iNo se puede decir que tengáis arrestos, chiquillos! —ladró Florian—. Cuando tenía vuestra edad y vuestro tamaño, yo me habría escabullido por debajo de la lona hace mucho rato. ¿Qué os pasa? Una niña de cara sucia murmuró: —No estaría bien, señor. — iTonterías! ¿Crees que estás adulando a tu maestro de catecismo? Vamos, pequeña. ¿Qué preferirías ser? ¿Virtuosa y melancólica o pecadora y alegre? —Bueno, yo... —No me lo digas. Ahora venid y divertíos. Cuando hayáis crecido, tratad de ser pecadores. —Cuando se dirigía al patio trasero, gritó a Edge—: ¡Nada de entradas, coronel, son invitados de la dirección! ¡Déjelos pasar! Los niños cruzaron en fila el umbral a paso de cortejo fúnebre, todavía con recelo, mirando de reojo la gran funda al cinto del portero y a Yount, alto y barbudo, junto a él. Una vez dentro, sin embargo, se dispersaron, riendo con alegría, se introdujeron como pudieron en los bancos atestados, y el espectáculo comenzó.
5 La gran entrada y el gran desfile consistió en que la mayor parte de la compañía entró por la puerta trasera y desfiló tres o cuatro veces en torno al pabellón, entre el círculo de tierra aplastada y los asientos de los espectadores. Lo encabezaba Florian, andando con aire elegante y agitando su sombrero de copa. Detrás de él iba el caballo blanco, Snowball, con la refulgente Madame Solitaire, montada a pelo y a la amazona, dando la cara al público; seguía el tordo, Bubbles, con Clover Lee montada como su madre, y ambos caballos marcando bien el paso, levantando las manos, y agitando las cabezas para hacer bailar sus plumas. Detrás de ellas desfilaba el capitán Hotspur, con uniforme morado, cuyas charreteras con fleco se movían a cada paso. Le seguía Monsieur Roulette, ya caminando de prisa, ya dando volteretas y saltos mortales. Brutus iba a la retaguardia de la procesión, llevando sobre sus lomos a Tim Trimm y a Abdullah y andando con un paso oscilante para no adelantar a los que lo precedían. Tim tocaba la corneta y Abdullah el tambor, siguiendo el ritmo de una animada tonadilla que podía reconocerse como la antigua canción Dios os conserve alegres, caballeros. Todos los componentes del desfile, excepto Tim y los animales —y Roulette cuando estaba cabeza abajo—, cantaban palabras nuevas con aquella música vieja, con voces potentes que sonaban débiles en el espacio cavernoso bajo la lona: Saludos, damas y caballeros, olviden todos sus conflictos! Venimos a animarlos en sus asientos en este hermoso día de circo... — ¿Crees que Florian escribió estas palabras? —preguntó Yount a Edge. — Si lo hizo, debería estar avergonzado. «Animarlos en sus asientos», Dios mío. Y a traerles magníficas golosinas que, esperamos, los harán exclamar... Las palabras y el metro podían ser atroces, pero la tonada era lo bastante conocida para todos los asistentes para que, aun antes de que los artistas hubieran terminado la segunda vuelta a la arena, el auditorio entero acompañara la canción tarareando, silbando y dando palmadas. Lo que había empezado como un rumor tímido de tambor, cuernos y
voces, se convirtió ahora en una música tan clamorosa como si la tocase toda una charanga: i0oh, es magnifica la alegría del circo para niño y niña! !0oh, es magnifica la alegría del circo! Al parecer —y por suerte— la canción no tenía más versos, así que se repitieron varias veces los mismos mientras la compañía daba vueltas a la pista. Entonces, en el momento culminante de la excitación general, mientras el público aún se divertía participando en el espectáculo, Florian condujo a la procesión hacia la puerta trasera. El último eco del ruido fue la voz del capitán Hotspur: «i... La alegría del circo!» E inmediatamente Florian, esta vez solo, volvió a aparecer en la tienda, gritando: —!Bien venidos, damas y caballeros, niños y niñas, al Floreciente Florilegio de Maravillas de Florian! Para empezar el espectáculo de hoy, permítanme presentarles a la primera de nuestras maravillas pedagógicas... un colosal artista. No colosal como un elefante, fíjense bien, porque es pequeño como una hormiga! Florian se llevó al ojo el pulgar y el índice y se oyeron unas risas corteses que provocaron en Florian una mueca de exagerada sorpresa. — !Por favor, buena gente! Las cosas pequeñas no siempre son insignificantes. Piensen en los diamantes. Y la joya que voy a presentarles es nuestro enano de fama mundial, !Tiny Tim Trimm! —Se inició un aplauso que enmudeció al momento cuando Florian gritó—: ¿Cómo? —Y se llevó una mano a la oreja—. He oído preguntar a un santo Tomás: ¿cómo es de pequeño este enano? —Todo el mundo se inclinó, buscando al santo Tomás—. Les diré cómo es de pequeño. Esta irreductible fracción de hombre, este bajísimo denominador común, este enano tan bajo que, incluso cuando está bien derecho, cuando se yergue a la máxima altura que puede alcanzar... !sus pies apenas tocan el suelo! —Varias personas del auditorio gruñeron, pero la mayoría estalló en una carcajada, mientras Florian, con un gesto ampuloso, gritó con fuerza—: !Tenemos el orgullo de presentarles... a Tiny... Tim... TRIMM! Un toque de trompetas sonó detrás de la puerta trasera y los asistentes callaron, silenciados por la expectación. Y no ocurrió nada. Al cabo de un momento, Florian torció el cuello con exageración, simuló buscar a alguien y al final dijo: — Ya se lo he avisado, amigos. Piernas diminutas que apenas llegan al suelo. Tarda un rato en llegar. Más risas entre el auditorio, que aumentaron cuando Tim apareció poco a poco entre dos hileras de asientos. Caminaba con frenético
apresuramiento, pero lo hacía dentro de sus enormes botas y amplísimos pantalones, y apenas adelantaba mientras tocaba su propia fanfarria, farfullando y gorgoteando sin aliento. Parecía consistir únicamente en un gran sombrero de paja sobre un montón de ropa sucia de la que sobresalía el pabellón de la corneta. A lomos del elefante durante el paseo, su aspecto no había llamado la atención, y entre la muchedumbre de cualquier calle le habrían tomado sólo por un hombre bajo, no un enano, pero ahora conseguía parecer un insecto cruzando laboriosamente un plato de melaza. Cuando llego por fin, dando tumbos y agitando los brazos, al ruedo de la pista, el auditorio reía lo bastante para ahogar los graznidos de su cuerno. — iAh, estás ahí, Tiny Tim! —gritó Florian cuando las risas empezaron a disminuir—. Llegas tarde, muchacho. Explícate. ¿Qué te ha detenido? Aquí no toleramos retrasos, ya lo sabes. —Usted quizá no tolere retrasos —replicó Tim en el tono estridente que se consideraba típico de un enano—. Pero aquella señora sí. —E indicó a una mujer sentada en uno de los primeros bancos. — ¿A aquella señora le gustan los retrasos? —preguntó Florian, sorprendido. La mujer parecía confundida y todos los asistentes la miraban con los ojos muy abiertos—. ¿Qué quieres decir, Tim? — iEstaba pisando el bajo de mis pantalones! —graznó Tim, recogiendo uno o dos centímetros de los pantalones de su mono—. !Por esto he llegado tarde! —Pero sus últimas palabras se perdieron entre sonoras carcajadas e incluso la mujer aludida se retorció y golpeó las piernas con los puños. — No me refería a esta clase de retraso —protestó Florian—. No me has entendido. — ¿Que no? !Míreme bien! !Yo entiendo a todo el mundo! La risa continuó a ráfagas a través del diálogo cómico, que introdujo todas las variantes posibles de palabras como pisar, retrasar, entender y mistificar. «¿Miss Tificar? !Pero si es mi pequeña novia!» Tim era cada vez más presumido y petulante en sus réplicas y a Florian le exasperaba cada vez más ser el blanco de ellas. Cuando el auditorio pareció cansarse del juego de palabras, Florian empezó a pegar al enano después de cada observación impertinente. «¿Impertinente? !Soy más pertinente que el linimento!», y las carcajadas volvieron a arreciar. Las bofetadas parecían suaves, pero resonaban —!clac! y cada una de ellas hacía tambalear a Tim y perder el sombrero. Los espectadores se retorcían de risa y no paraban, porque Tim, al querer recoger su sombrero y tropezar con el impedimento de su voluminosa vestimenta, lo alejaba cada vez más de su alcance. Cuando por fin lo recuperaba y volvía al lado de Florian, decía otra impertinencia y recibía otra bofetada, tras lo cual volvía a caerse y a repetir la caza de su sombrero.
Incluso Edge, que miraba desde un lado, se reía, pero no por la hilaridad del número, sino porque acababa de percibir algo que nunca había advertido en semejantes números cómicos. Florian no pegaba en absoluto al hombrecillo; sus bofetadas no tocaban siquiera el rostro de Tim. El fuerte !clac! lo emitía el propio Tim en el instante preciso, dando una palmada, y este pequeño truco pasaba por alto a los que sólo veían su violento retroceso para evitar el golpe. Florian parecía tener dentro de la cabeza una especie de indicador que le alertaba en el momento exacto en que el número más gracioso empezaba a cansar. La próxima vez que Tim le replicó con una frase ingeniosa —«iNo puede hacerme daño! ¡No puedo caerme de muy arriba!»—, Florian no le pegó, sino que agitó los brazos con desesperación y gritó: —!Basta! !Será mejor que hagamos salir a alguien con inteligencia! —iMuy bien! —graznó Tim—. !Diestro como el manco que no tiene brazo izquierdo! !Usted se va, papanatas, y envía aquí a un animal! —iEs justo lo que haremos! Que decidan nuestros jóvenes amigos. !Decidlo cantando, niños! ¿Qué animal queréis ver? El grito inmediato fue una mezcla de «león! i Elefante! i Caballos!», pero Florian fingió oír un consenso. —iPues será el elefante! !Tócanos una fanfarria, Tiny Tim! —Por encima del estridente arpegio, Florian continuó—: Damas y caballeros, ahora los invito a estar muy quietos. No se muevan. Notarán que sus asientos, incluso la tierra bajo sus pies, temblará al paso resonante del enorme paquiderno que ahora tengo el honor de presentar... iEl gran «Brutus», el mayor animal que respira! —Adelante, Peggy —se oyó desde la puerta trasera, y entonces sonó el bombo (su fuerte bumbum y su ominoso rumor) al ritmo de los pasos del elefante mientras entraba en la tienda. Era una conjuntura magistral del programa. El elefante hacía parecer a Tim Trimm aún más pequeño que hasta entonces y Tim hacía parecer al elefante aún más grande de lo que era en realidad. El tambor con turbante que lo montaba dijo: «Alto, Peggy», y el animal se detuvo en un lado de la pista y permaneció quieto, con paciente dignidad, mientras Florian se entregaba a otro acceso de palabrería: —Ya han oído, damas y caballeros, alto peggy, una de las palabras místicas con las que sólo el amo del gran animal, Abdullah de Bengala, puede controlar el poder inimaginable y el tamaño gigantesco del elefante macho. Para hacerse una idea de la inmensidad de Brutus, damas y caballeros, intenten comprender esto. !Todos ustedes juntos no pesan tanto como este titánico paquidermo! Dominar a una bestia tan colosal y fuerte es un arte que sólo conocen los nativos del remoto país de Bengala. Ni yo ni ningún otro hombre blanco sería capaz de amansar a un monstruo como el gran Brutus, y enseñarle las habilidades que
ustedes van a presenciar. Sólo un hindú auténtico como nuestro Abdullah posee el conocimiento de las palabras secretas de mando... Continuó un rato en esta vena, hasta que al fin dejó la arena a los artistas y fue a reunirse con Edge y Yount junto a la puerta principal de la tienda. Brutus salvó con delicadeza el círculo de tierra, entró en la pista, levantó la trompa y una rodilla y Abdullah bajó ágilmente del cuello a la trompa y de la rodilla al suelo, llevando consigo el bombo. A partir de aquel momento no pareció necesitar más sus místicas órdenes hindúes y sólo tocó el bombo de vez en cuando para indicar al elefante las diferentes posiciones. Edge sabía que incluso esto era innecesario, ya que había visto a Brutus realizar todo su repertorio sin la menor ayuda. Ahora hizo las mismas cosas. Abdullah corrió hacia los bancos para coger de debajo de ellos una pieza del equipo que Yount identificó como la tina del circo y la colocó invertida en la arena. Acompañado por el tambor, Brutus levantó con lentitud una pata y la apoyó sobre la tina. Una pausa llena de expectación, un toque de tambor, y bajó la pata para subir la otra. El tambor resonó de nuevo y el elefante se preparó, se dio un impulso exagerado y puso ambas patas sobre la tina, irguiendo mucho el cuerpo, y entonces levantó la trompa y emitió un sonido victorioso. El negro se volvió para dirigir una sonrisa a todos los asistentes y levantó los palillos formando una V, que todos reconocieron como una señal para el aplauso y la obedecieron con palmadas entusiastas. Cuando el elefante vacilaba, lo cual hacía a intervalos, consciente de que hacía parecer cada pose más dificil que la anterior, Florian corría a la pista para pronunciar una conferencia breve e instructiva. —Hay muchas cosas curiosas en el elefante, damas y caballeros, que Abdullah desearía hacerles saber, pero sólo habla hindú, así que permitan que sea yo quien los informe, mientras el gran Brutus medita sobre la dificultad de su siguiente proeza. Entre las peculiaridades del elefante está la de que es el único animal de este planeta que tiene una rodilla en cada uno de sus cuatro miembros. Observen y cuéntenlas, damas y caballeros... icuatro rodillas! Cuando llegó el momento culminante de la actuación de Brutus, se quedó mirando con el ceño fruncido la tina durante uno o dos minutos — al estilo de Ignatz Roozeboom, sin cejas—, mientras el negro volvía a tocar suavemente el bombo y hacía gestos suplicantes para infundirle ánimos. De nuevo el elefante colocó las dos patas delanteras sobre la tina y luego, de mala gana, encogió cautamente el inmenso cuerpo para subir también a ella una de sus patas traseras. El auditorio se movió, murmuró su ansiedad y esperó. Florian saltó a la pista. —Mientras el gran Brutus prepara todos sus músculos para este arduo intento de equilibrio y precisión, permítanme señalar otro detalle único
sobre el elefante. Estoy seguro de que todos han visto alguna vez a sus caballos hundidos en el barro. Al elefante nunca le ocurre, aunque sea veinte o treinta veces más pesado. Sus patas enormes tienen plantas esponjosas; cuando el elefante apoya su peso sobre una pata, ésta se extiende como una alfombra. Cuando quita el peso, la planta se contrae. Y así... pero, ¡atención! —Abdullah había rozado el bombo—. No quiero distraerlos, damas y caballeros. Están a punto de presenciar una hazaña que muy pocos pueden ver y admirar. Brutus esperó a que callara y entonces levantó la cuarta pata, de modo que todas descansaban ya sobre la tina, y las mantuvo apretadas como las de un gato sobre un poste. Resopló alegremente por la trompa y Abdullah bailó a su alrededor, ya golpeando el bombo, ya lanzando los brazos al aire en forma de V, como si hubiese logrado por fin el objetivo de toda su vida, y los espectadores no regatearon los aplausos y los gritos de aprobación. —Y ahora —chilló Florian, mientras el elefante bajaba con cuidado, una pata detrás de otra— han visto la gracia y la agilidad extraordinarias de este enorme animal. Los invito seguidamente a ver su fuerza... los desafío a comprobar su fuerza por ustedes mismos. iLlamo a los diez hombres más fornidos y corpulentos del auditorio para que bajen y unan la fuerza conjunta de sus músculos en una competición de arrastre con este único ejemplar del mamífero más grande de toda la Creación! No podía haber en todo Lynchburg diez hombres realmente forzudos, a menos que fuesen desertores o se hubieran retirado pronto de la guerra. Pero había por lo menos varios hombres gordos y algunos granjeros viejos en bastante buena forma. Después de bajar las cabezas y haberse hecho los remolones mientras recibían codazos de sus vecinos de los bancos, bajaron diez hombres y se agruparon, avergonzados, en la pista. Entretanto, Abdullah puso el collar de cuero en torno al cuello de Brutus y Monsieur Roulette entró corriendo con un rollo de la cuerda más gruesa, que engancharon al collar, mientras los hombres agarraban el otro extremo. Tim y Abdullah tocaron floreos y tamborileos y los hombres —al grito de «iA tirar!» de Florian— se echaron hacia atrás, clavaron los talones y tiraron con fuerza, mientras Brutus los miraba de buen humor, sin moverse. Los diez hombres agarraron mejor la cuerda y esta vez se echaron hacia atrás hasta quedar casi horizontales, pero Brutus siguió mirándolos de buen humor y sin moverse. Florian dijo: —Muy bien. Ya lo han intentado. Abdullah, dale la orden secreta hindú. El negro gritó: Peggy, tara: —Y el elefante empezó a retroceder lentamente, arrastrando a los hombres con tanta facilidad como si fueran un clavo de la tienda.
Tim tocó con la corneta unos acordes de vals y Brutus caminó más de prisa, casi bailando y arrastrando a los diez hombres alrededor de la pista, mientras la multitud se retorcía de risa, con convulsiones que amenazaban la estabilidad de los bancos. Florian volvió a gritar: —iEl gran Brutus, el más grande animal que respira! Y el elefante y Abdullah, que aporreaba el bombo, recibieron un aplauso ensordecedor, por lo que el siguiente anuncio de Florian sólo se oyó a fragmentos: —Monsieur... engastrímito y ventrílocuo... los asombrará... con la proyección e insinuación de voz... Entró Rouleau, saltando, brincando, dando volteretas y saltos mortales. Se detuvo en la arena, derecho, e inmediatamente, sin mover la boca, empezó a ladrar como un perro —una especie de ladrido ahogado, como si fuese un perro con la cabeza dentro de un saco— y a señalar con insistencia la tina todavía invertida al otro lado de la pista. Siguió ladrando un rato, sin obtener mucha atención, y entonces, con muchos ademanes teatrales, enderezó la tina para demostrar que no había ningún perro debajo de ella. Quizá no importaba que el auditorio no estuviese muy atento, porque las modulaciones de la voz de Monsieur Roulette eran poco menos que prodigiosas. En un momento dado, empezó a gimotear como un bebé hambriento, con la boca todavía inmóvil, y en seguida la movió para gritar con su propia voz: «iAlimente a su hijo, madame!», señalando con un dedo imperioso a una mujer que tenía en brazos a un niño de pecho envuelto en una toquilla. Ella contestó a gritos: «i Soy una mujer cristiana! ¡No pienso darle la teta en público!» Los espectadores volvieron a estallar en carcajadas y Roulette, comprendiendo sin duda que ya no podría conseguir un efecto más cómico, saludó y salió de la tienda, dando saltos mortales. Florian se apresuró a cubrir su retirada, aunque la presentación del nuevo número volvió a oírse sólo de modo fragmentario: ¡Ultimo de los irregulares bóers... contra los zulúes... iHotspur! —La multitud calló por fin lo bastante para oír—: i... Para emocionarlos con su espectacular interpretación del Correo de San Petersburgo! Al instante se oyó procedente desde fuera un estrépito de herraduras, junto con la corneta de Tim, ordenando «iAl ataque!» a la caballería, el tambor de Abdullah y el sonido repetido de unos disparos. El capitán Hotspur debió de iniciar la marcha desde el fondo del patio trasero, porque los caballos iban a galope tendido cuando irrumpieron en la arena. El caballo blanco y el tordo corrieron de lado alrededor del espacio entre la pista y los bancos; el hombre de uniforme morado cabalgaba muy derecho sobre ellos, con un pie en el lomo de cada caballo, sujetando las riendas con la mano izquierda y descargando con
violencia un largo látigo que empuñaba en la derecha. El auditorio lanzó vítores mientras el trío daba varias vueltas impetuosas a la tienda, los caballos, con los ojos desorbitados y echando espuma por la boca, como si realmente llevasen un urgente mensaje a través de la estepa rusa. —De hecho, en el número clásico de San Petersburgo —dijo Florian a Edge y Yount, con quienes se había unido en un lado de la tienda—, el jinete obliga a separarse a los dos corceles para que otros caballos puedan pasar en fila por debajo de sus piernas y recoge sus riendas hasta que dirige a toda una manada. Por desgracia, nosotros no tenemos una manada. El capitán hizo detener a sus dos caballos, que se encabritaron de forma muy decorativa, con los cuellos arqueados por los engalladores. Hotspur se sentó ágilmente sobre el caballo blanco. Clover Lee apareció de improviso, tomó las riendas del tordo y lo condujo a un lado, mientras Hotspur hacía saltar al blanco dentro de la pista. Entonces lanzó un grito, incitó al caballo al trote y mientras daban vueltas alrededor de la arena, empezó a desmontar de un salto y a montar de nuevo. Su sombrero de alas anchas salió volando y Clover Lee corrió a recogerlo. Después Hotspur se colgó cabeza abajo del caballo, suspendido de un pie en el estribo. A continuación desmontó y corrió junto al caballo, volvió a montarlo de un salto y entonces se deslizó, agarrado a la cincha, por debajo del animal, mientras éste continuaba trotando, impasible. Los espectadores, llenos de admiración, aplaudieron cada nueva hazaña. Casi todos ellos habían poseído por lo menos un caballo y los conocían más que cualquier otro medio de transporte y eran capaces de apreciar la buena equitación más que, por ejemplo, el adiestramiento hindú de un elefante. Su aprobación inspiró al capitán Hotspur a repetir todos los números, hasta que su sudor centelleó visiblemente bajo los rayos del sol. —Esta clase de violenta equitación circense se llama voltige —explicó Florian. —En la caballería lo llamamos hacer el ganso —dijo Yount. —Además, introdujo una palabra en la lengua inglesa formal —añadió Florian—. La palabra desultory (1) viene del latín. Y en el circo de la antigua Roma, un desultor era un jinete que saltaba de un caballo a otro. Cuando el capitán Hotspur frenó otra vez al caballo blanco, Florian dijo: —Es la hora de Pete Jenkins. Entró en la pista mientras Hotspur saludaba. Clover Lee dio el sombrero al capitán, quien se secó cuidadosamente la brillante calva con un trapo antes de volver a ponérselo. Florian habló a los espectadores: —Mientras el capitán Hotspur hace una merecida pausa para recobrar el aliento, tengo que anunciar una cosa. Uno de los asistentes acaba de
informarme de que tenemos entre nosotros a una dama que celebra su cumpleaños. —Un rumor interesado surgió entre la multitud y todos empezaron a inclinarse y mirar a su alrededor. Florian consultó un trozo de papel—. Y un cumpleaños muy importante... iel setenta! ¡Los bíblicos setenta años! —El gentío pareció impresionado—. Debido a la coincidencia del hecho de que celebre un cumpleaños tan importante en este día del circo, me gustaría que la dama se pusiera en pie y nos permitiera a todos felicitarla... !la señora Sophie Pulsipher, de Rivermont Avenue! Se puso a aplaudir y la gente le imitó. —Pensaba que había dicho Pete Jenkins —murmuró Edge. — Quizá se llama Pete Jenkins el hombre que le ha hablado de ella — dijo Yount. — iVamos, señora Pulsipher! —instó Florian—. No sea tímida. iVenga a saludar! —iAquí está! iAquí! —gritaron varias voces. Florian se llevó una mano a los ojos, a modo de visera, para escudriñar los bancos. En uno de los más altos, una mujer intentaba torpemente ponerse de pie. Los hombres que la rodeaban la ayudaron a bajar hasta el suelo de la tienda. —iAhí viene! —gritó Florian—. ¡Felicitemos, damas y caballeros, a la señora Sophie Pulsipher! Todos los aplausos anteriores fueron superados ahora y el gentío empezó a cantar cuando Tim entonó Porque es un chico excelente, mientras la mujer, arrugada, con la cabeza cubierta por un pañuelo y envuelta en un chal, se acercaba cojeando a la pista. Edge y Yount habrían sospechado que era la vieja gitana del circo haciendo una interpretación si no hubieran visto venir del otro lado de la tienda a Magpie Maggie Hag llevando un pastel diminuto en el que lucía una sola vela. Al verlo, la señora Pulsipher dio media vuelta para escapar de la atención de que era objeto, pero Florian la cogió del brazo. Algunos espectadores dejaron de cantar para gritar: «iApaga la vela! iPiensa un deseo!» La señora Pulsipher titubeó, se agachó y, tras varios intentos fallidos, apagó la vela. «iUn deseo! ¡Formula un deseo!», gritó el gentío. Florian la animó con una sonrisa y acercó la oreja a sus labios. Lo que le dijo pareció sorprenderla, porque le dirigió una mirada muy extraña. Luego se rió y negó firmemente con la cabeza. El auditorio, intrigado, guardó silencio y esperó. Meneando todavía la cabeza, Florian dijo en voz baja: «No, no», pero todo el mundo pudo oírle. —Señora Pulsipher, le agradezco que me haya confiado su deseo, pero no, no puedo permitirlo. Varios espectadores chillaron: —iDígalo, dígalo!
Florian pareció un poco perplejo. —Bueno... ejem... esta simpática viejecita... —Hizo una pausa y luego habló de mala gana—: Dice que nunca en toda su vida ha montado un caballo a pelo. Je, je. ¿Pueden creerlo, damas y caballeros? A la señora Pulsipher le gustaría dar una vuelta a la pista sentada en la grupa del caballo con el capitán Hotspur. El capitán, que estaba en la arena, también pareció sorprendido y frunció la frente sin cejas. Las mujeres de los bancos dijeron cosas como «i0ooh, qué viejecita tan simpática...», y algunos jóvenes alborotadores gritaron: «i Eh, déjaselo hacer! ¡Déjala montar!» Los alborotadores decidieron el voto, pues otros se hicieron eco de su grito: «iDéjela! iEs su deseo de cumpleaños! ¡Déjela montar!» Florian parecía más arrepentido que nunca de haber iniciado todo aquello. La señora Pulsipher temblaba visiblemente mientras Florian iba a conferir con el capitán Hotspur, que se veía molesto e impaciente por continuar su número. Pero los dos se acercaron a la señora Pulsipher y la multitud empezó a vitorear y aplaudir con entusiasmo. Clover Lee condujo al caballo blanco al borde de la pista y Florian y el capitán levantaron ágilmente a la anciana y la depositaron sobre Bola de Nieve. Forcejearon con torpeza, e incluso el caballo volvió la cabeza para dirigirles una mirada inquisitiva, hasta que lograron colocar a la señora Pulsipher en la postura de amazona. Florian la sujetó bien mientras Hotspur se aseguraba de que sus manos agarrasen la cincha. Entonces montó de un salto detrás de ella, le rodeó la cintura con los brazos e hizo una seña a Clover Lee. La muchacha condujo el caballo por la brida, andando muy, muy despacio. Incluso así, la anciana se balanceaba mucho y emitía una risita que tenía un poco de histerismo. El auditorio reía con ella y de nuevo se puso a aplaudir, como si estuviera haciendo un número que superase al propio Hotspur. Tim tocó una fanfarria. La tienda fue sacudida de repente por una mezcla de horrorizados gritos femeninos y roncas exclamaciones de los hombres. Los espectadores se pusieron en pie de un salto y Florian y Magpie Maggie Hag —e incluso Edge y Yount— se precipitaron a la arena. Al oír la trompeta, el caballo había tenido un violento sobresalto. El capitán Hotspur, cogido de sorpresa, resbaló de la grupa, lo cual asustó todavía más al caballo, que salió de estampida, derribando a Clover Lee y empezando a galopar como un loco alrededor de la pista, con la señora Pulsipher agarrada desesperadamente a la cincha, pero el resto de ella tambaleándose como un montón de harapos de un lado a otro del caballo. Este se asustó más todavía al verse perseguido por Florian, Edge y Yount, de modo que galopó aún más de prisa, mientras los bancos de la tienda
crujieron bajo los movimientos de los hombres, que intentaban bajar para prestar su ayuda. Sin embargo, antes de que la consternación y el tumulto subieran de tono, la anciana consiguió de alguna manera doblar las piernas debajo de ella, sobre la grupa del caballo, por lo que ahora daba vueltas en torno a la pista en posición arrodillada. Todos los espectadores enmudecieron y se inmovilizaron por el asombro. Entonces la señora Pulsipher soltó del todo la cincha. Con un agilísimo salto se puso de pie sobre el caballo desbocado y empezó a soltar en el aire una larga serie de chales, pañuelos, faldas y otras prendas ligeras... descubriendo a una mujer bonita y bien formada, radiante y sonriente, montando derecha con gran facilidad. —iMaDAME SoliTAIRE! —vociferó Florian con toda su voz. Los espectadores soltaron gritos de placer ante la metamorfosis de la anciana en una mujer valerosa que ahora adoptaba con gracia una posición tras otra, serena y confiada como si el caballo al galope fuese la alfombra de un salón. Mantuvo el equilibrio sobre una sola pierna, saltó e hizo piruetas, imitó el vuelo del cisne y cada vez que el caballo la llevaba a través de un rayo de sol, las lentejuelas de su corpiño y la falda de tul blanco iluminaban la penumbra de la tienda con una llamarada de resplandor estival. Edge había visto antes actrices vestidas de lentejuelas, pero nunca se había fijado en el reflejo que éstas proyectaban hacia arriba. El rostro de Madame Solitaire estaba salpicado de sus destellos, que lo tornaban misterioso como podría ser el rostro de una náyade bajo el agua. La multitud volvió a ocupar sus asientos y la gente que no pertenecía al circo abandonó la arena. Yount y Edge se retiraron a su puesto anterior, cerca de la puerta principal. Florian se reunió con ellos, ampliamente satisfecho por el éxito de la impostura. Siguieron mirando mientras Madame Solitaire continuaba su ágil y complicada danza sobre la plataforma móvil. Yount murmuró, casi malhumorado: —Usted dijo que el número se llamaba Pete Jenkins. ¿Qué significa? —Que me maten si lo sé —respondió alegremente Florian—. El primero que lo hizo debió de ser alguien con este nombre. El caballo blanco fue aflojando el paso hasta un medio galope. Tim empezó a tocar una suave melodía —había colgado su sombrero de paja en el pabellón de la corneta para amortiguar el sonido—y Madame Solitaire dirigía sonrisas coquetas a los hombres de los bancos, mientras en el centro de la pista Monsieur Roulette cantaba con una bella voz de tenor una canción muy romántica:
Sentado en el circo, la veía dar vueltas y pensaba que su sonrisa era para mí; con su sonrisa tan dulce, el hada conquistó del todo mi corazón. Los espectadores movían la cabeza de un lado a otro, al ritmo de los anapestos. En la pista, adaptando sus acciones a los versos, Madame Solitaire saludó ahora a los hombres con la mano, mientras Monsieur Roulette juntaba las suyas y se golpeaba el pecho. Saludó al auditorio... Supe que era a mí y el corazón se me llenó de alegría. iSolitaire es la reina de todas las amazonas, Pero, ay, está lejos, muy lejos de mí! Cuando la canción acabó, el caballo se detuvo. Madame Solitaire desmontó de un salto, ligera como una hada, y levantó los brazos en forma de V pidiendo un aplauso —que estalló generosamente—, mientras Monsieur Roulette y Tim se escabullían de la tienda. Florian acudió corriendo para dar a la amazona un abrazo paternal y gritó en broma: —iLa señora Sophie Pulsipher les da las gracias, damas y caballeros! El gentío rió, y también Madame Solitaire cuando abandonó la arena, conduciendo su caballo. Florian pidió, y obtuvo, un aplauso para los caballos, y luego dijo: —Ahora... para que el tiempo pase de modo placentero mientras preparamos la pista para el siguiente y emocionante número de nuestro programa... i aquí vuelve nuestro alegre payaso... el siempre popular Tim Trimm! Tim llegó saltando y de prisa esta vez, sin el impedimento del amplio vestuario de granjero. Lo que antes llevaba debajo, y ahora llevaba a la vista, podría haberlo cogido de cualquier cuerda de tender ropa. Se trataba de la ropa interior de franela de un muchacho, pintada ahora con enormes lunares de diferentes colores. En lugar de la corneta, sostenía el bombo de Abdullah. Entró aporreándolo y dio unas rápidas vueltas alrededor de la pista mientras contaba—con su voz normal, no con el chillido del enano— algunos de los chistes más viejos que conoce la humanidad. —El propietario de este circo no quería dejarnos tener este bombo, ¿sabéis? —Bum, bum—. Dijo que el ruido le molestaría. —Bum, bum—. iAsí que le dijimos que sólo lo tocaríamos cuando durmiese! —iBum, bum! Quizá se rieron algunos niños del auditorio. Tim, por lo tanto, dejó el bombo y probó otro tema—. Nuestro jefe es un extranjero, ¿sabéis? Hay que tener cuidado al hablar. Cuando le dije que estaba hambriento
como un caballo, ¿sabéis qué hizo? iMe tiró una horquilla de heno! —Ni siquiera los niños rieron. Entretanto, el capitán Hotspur, Abdullah y Monsieur Roulette arrastraron el carromato de la jaula del león hasta la puerta principal de la tienda y lo metieron en la arena por la abertura del ruedo. Más personas miraban estas maniobras que a Tim, quien a pesar de ello continuó, impertérrito: —Así que el jefe me dijo: «Cómete este heno, Tim, te hará salir colores en las mejillas», y yo repliqué: «¿Quién quiere parecer un globo rojo?» Nadie rió, por lo que Florian corrió en su ayuda, preguntando jovialmente y sin preámbulos: —!Tim, muchacho, he oído decir que piensas casarte! Tim agradeció el cambio de tema. —Bueno, no lo sé, jefe. Después de todo, ¿qué significa el matrimonio? !Una cuestión de dinero! Algunos hombres del auditorio lo entendieron. Por lo menos, se echaron a reír. —iSí! —gritó Florian—. Tienes que buscar una buena esposa, y una buena esposa debe poseer ciertas cualidades. Una buena esposa debe ser como el reloj del ayuntamiento. Puntual y regular. —iNo, señor, esto sería una mala esposa! ¡Cuando hablase la oiría toda la ciudad! Ahora la jaula ya estaba colocada en el centro de la pista, así que Florian añadió sólo otra frase: —Además, una buena esposa debe ser como un eco. ¡Hablar sólo cuando le preguntan! —No, no, jefe. ¡Esto sería una mala esposa! ¡Siempre diría la última palabra! —iVamos, largo de aquí! Y Florian le dio una patada en el trasero. No le tocó, pero sonó como si le hubiera tocado porque Tim golpeó el bombo en el momento preciso. Se tiró al suelo, se levantó y salió corriendo de la tienda. —iY ahora, damas y caballeros! —gritó Florian, señalando el furgón de la jaula—. Todos han tenido oportunidad de ver de cerca a este animal. Han visto su tamaño, sus terribles y afiladas zarpas. Han oído sus rugidos ensordecedores. —El capitán Hotspur metió el látigo entre los barrotes de la jaula. El león intentó cogerlo con una zarpa y emitió el gruñido y el rugido obligados—. Ahora van a ver a un hombre valiente entrar en la jaula de este fiero depredador para demostrar el dominio del hombre sobre los animales de la Creación. Les ruego que no aplaudan ni hagan ningún ruido brusco, porque si el león se asusta o la concentración del domador se distrae por un solo momento, el resultado podría ser más terrible de lo que se imaginan. Les ruego, por lo tanto, que guarden silencio y ya, sin más exordio, !les presento al temerario capitán Hotspur... y al rey de los grandes felinos, el león «MAXIMUS»!
Obediente, la multitud interrumpió el murmullo de las conversaciones. Con un ampuloso ademán, el capitán lanzó lejos su sombrero de alas curvadas y la chaqueta morada con charreteras, dejando al descubierto un pecho y unos brazos musculosos. Con el látigo enrollado en una mano, descorrió lentamente el cerrojo de la puerta de la jaula. Maximus profirió un gruñido cuyo tono pretendía ser malévolo y amenazador. Despacio, el capitán Hotspur levantó un pie hacia la jaula y, todavía muy despacio, se izó hasta el umbral, entró en la jaula y cerró la puerta tras de sí. El y el gran felino leonado se encontraron frente a frente en un espacio rodeado de barrotes de sólo un metro por tres. El capitán desenrolló el látigo y lo blandió de modo que la borla del extremo fue a caer muy cerca de Maximus, que de nuevo intentó cogerlo y frunció los labios, descubriendo su formidable dentadura. «Platz!», ordenó Hotspur, con una voz tan ronca como la del león, y después de un hosco titubeo, Maximus bajó el trasero y se sentó. Alguien dio dos palmadas involuntarias desde los bancos, pero Hotspur lanzó una mirada furiosa en su dirección. Después blandió de nuevo el látigo, que casi rozó el cuello de Maximus, y ordenó: «Schón'machen!» El felino volvió a rugir y miró a su alrededor como si quisiera escapar, pero volvió a sentarse y levantó las zarpas delanteras. El capitán hizo seguir al león el repertorio de números, no muy sensacionales —después de todo, no había sitio en la jaula para que pudieran hacer muchas cosas—, obligando a Maximus a saltar por encima del látigo («Hoch!») y después a acostarse y hacerse el muerto («Krank!»), en posición supina, con las cuatro patas en el aire. Entonces le hizo retroceder hasta el fondo de la jaula y él mismo retrocedió hasta el otro extremo y mantuvo la distancia con el látigo mientras Florian aparecía para anunciar: —Ahora, damas y caballeros, el capitán Hotspur intentará la proeza más arriesgada y peligrosa de todas. Demostrará su dominio completo sobre el león abriéndole las fauces con las manos... i e introduciendo la cabeza, sin protección, entre las mandíbulas letales del animal asesino! Guardemos silencio... !y recemos! —Platz! —ladró el capitán, y Maximus volvió a sentarse como un gato doméstico, gruñendo y de mala gana. Los espectadores no hacían ningún ruido, pero el mismo hecho de que contuvieran el aliento era casi tangible cuando Hotspur se acercó paso a paso al león y dobló una rodilla delante de él. En realidad, no tuvo que forzar al animal a separar las mandíbulas, pues Maximus las abrió con un gesto aburrido, como si bostezara. El capitán Hotspur ladeó la cabeza —tenía, de hecho, una cabeza admirable para este fin: calva y suave— y la introdujo en las fauces abiertas del león, dirigiendo desde allí una sonrisa torcida al hechizado auditorio. Al cabo de un momento, sacó la
cabeza, se apartó del león y se irguió. No había sitio para levantar los brazos en forma de V. En vez de esto, extendió teatralmente hacia el león la mano que sostenía el látigo enrollado y se metió la otra en el bolsillo con un ademán de despreocupación, permaneciendo así, radiante, ante el tumulto de aplausos, vítores y silbidos. Entonces, los aplausos volvieron a convertirse en gritos y exclamaciones de horror... y la sonrisa del capitán Hotspur se transformó en un rictus de dolor, mientras su cuerpo se retorcía. Maximus había adelantado de repente sus fauces todavía abiertas, cerrándolas al momento en torno al desnudo antebrazo del capitán. Haciendo muecas y retorciéndose, Hotspur consiguió sacar la mano de entre los dientes, se sacó la otra del bolsillo y la cerró sobre el brazo herido, del que la sangre fluía hasta los dedos. Los espectadores vociferaban, horrorizados, mientras varios miembros del circo corrían a ayudarle. Roulette, Abdullah y Tim Trimm fueron los primeros en llegar a la arena, pero se detuvieron en seco cuando el capitán Hotspur gritó entre dientes: —iAtrás! ¡Quedaos atrás! ¡No os pongáis en peligro! —Y añadió con firmeza, dirigiéndose al león—: Zurück! Stille! —Y lo amenazó con el látigo para mantenerlo a raya. Maximus no continuaba el ataque; no se movía de donde estaba y parecía más perplejo que excitado por el sabor de la sangre. Hotspur, manteniendo quieto al león con el látigo en el brazo sano, sacó por entre los barrotes el brazo sanguinolento. Abdullah se agachó rápidamente, rasgó el dobladillo de una de sus numerosas túnicas, se acercó a la jaula y envolvió con destreza el brazo herido con la venda improvisada. Los gritos de los espectadores se convirtieron en sollozos, suspiros y exclamaciones admirativas mientras el valiente capitán Hotspur retrocedía, paso a paso, hacia la puerta de la jaula. Monsieur Roulette saltó para descorrer el cerrojo, y cuando el capitán hubo saltado de espaldas, tambaleándose por el vértigo al poner los pies en el suelo, Roulette cerró de golpe y atrancó nuevamente la puerta. Aunque se sostenía con evidente inseguridad, el capitán insistió en terminar bien su número. Levantó el brazo del látigo y el vendado con el ensangrentado trapo, formó con ellos la consabida V y recibió el aplauso que merecía, por lo menos de la mayor parte del auditorio, ya que muchas mujeres se habían desmayado y ahora sus acompañantes las abanicaban con el sombrero. —¿Se ha fijado alguna vez —preguntó Florian a Edge, mientras Roulette y Abdullah ayudaban al capitán a salir tambaleándose de la tienda— en que las mujeres nunca se desmayan hasta que no queda nada por ver? — Bueno, a usted no parece importarle la vista de la sangre. Florian le miró, un poco sorprendido.
—No, cuando es la sangre de un asno. Usted vio cómo la recogían y reservaban. El capitán tenía cierta cantidad en el bolsillo del pantalón, dentro de una piel de salchicha. Y, agitando los brazos, Florian volvió a la pista para calmar la agitación de la multitud. — Damas y caballeros, lamentamos este terrible accidente, pero me alegra poder informarlos de que el médico de la compañía nos asegura que el valiente capitán no ha sufrido heridas importantes en el ataque del devorador de hombres. El capitán volverá a estar con nosotros en cuanto le hayan vendado debidamente el brazo y descansado un poco. Así, pues, ahora haremos un intermedio. El programa se reanudará dentro de media hora, intervalo durante el cual nuestros excelentes músicos los deleitarán con diversas melodías populares. Al momento, Abdullah y Tim entonaron ¿Qué es el hogar sin una madre? —Damas y caballeros, niños y niñas, los invitamos a abandonar el pabellón para estirar las piernas paseando por la avenida central del circo. En nuestro Museo Ambulante de Curiosidades Zoológicas les ofreceré personalmente una conferencia educativa sobre hechos poco conocidos de los raros ejemplares de la fauna que se conservan allí. En el espacio adyacente podrán observar al recién capturado Hombre Salvaje de los Bosques... La mayoría de espectadores ya estaba bajando de los bancos con miembros rígidos, hablando entre ellos y gesticulando con excitación. — Si algunas señoras prefieren permanecer en sus asientos, pueden aprovecharse de las artes vaticinadoras de la preclara vidente, Madame Magpie Maggie Hag, que se moverá entre ustedes durante el descanso. A petición suya, les predecirá el futuro y dará sabios consejos en cuestiones de amor, salud, dinero y matrimonio... Cuando hubieron salido todos los que deseaban abandonar la tienda, Edge y Yount ayudaron a Abdullah y Monsieur Roulette a sacar fuera el carromato del león, y en torno a la jaula se reunió una gran cantidad de mirones para ver a Roulette echar a Maximus un trozo de carne de asno en recompensa por su noble actuación. Yount vagó por el solar —lo que hasta entonces había considerado sólo como «fuera de la tienda», pero que Florian habían llamado con grandilocuencia la «avenida central»— para escuchar la charla de Florian sobre los aspectos «poco conocidos» de los animales muy corrientes disecados y exhibidos en el furgón del museo. —... Puede parecerles una marmota vulgar. Pero en realidad es la misma marmota que inspiró al poeta aquellos versos inmortales de rústico humor: «¿Cuánta madera comería una marmota, si la marmota comiera madera?»
En el interior de la tienda, donde en este momento Magpie Maggie Hag hablaba con una mujer joven, fea pero de ojos brillantes, Edge pasó lo bastante cerca para oír decir a la gitana: —¿Quieres que tu hombre se enamore de ti, preciosa? Pues toma un largo trozo de cordel. Espera a que él esté al sol, pero donde no te vea. Coge el cordel, mide su sombra y corta el cordel a la medida exacta. Recuerda, él no debe saberlo. Pon el cordel debajo de la almohada mientras duermes. ¡Albricias! El se enamorará de ti. Cinco centavos. Fuera, el Hombre Salvaje de los Bosques se movía al extremo de su cadena, gimoteando y rascándose en lugares íntimos bajo la capa de pieles de animales, suciedad y carbón de leña, mientras Florian informaba al gentío: —Como jamás ha sido descubierto nada parecido a él, los sabios son incapaces de asignar el Hombre Salvaje a una tierra natal específica. Sin embargo, examinando su peculiar dentición, es decir, comparando sus dientes con los de los mamíferos conocidos, los científicos han concluido que es mitad oso, mitad humano. A este respecto sólo se puede conjeturar que fue engendrado por un montañés demente que copuló con una osa. O bien, incluso más horrendo de imaginar, que el Hombre Salvaje es la cría de un oso que, de algún modo... —Florian dejó la frase en suspenso y las mujeres del grupo abrieron mucho los ojos, especulando—. Como es natural en un oso, al Hombre Salvaje medio oso le gusta la carne cruda. Por lo tanto, quizá algunas señoras preferirán desviar la mirada, porque es la hora de comer de esta criatura. Ninguna la desvió. Monsieur Roulette echó al idiota un trozo de fémur del asno, que Maximus ya había descarnado con anterioridad y casi abrillantado. El Hombre Salvaje lo agarró con avidez y, gimoteando de placer, empezó a pasar los dientes arriba y abajo del hueso. Los patanes murmuraron entre sí y Yount dijo a Roulette en un susurro: —Creo que esto es horrible. Usar al pobre idiota de esta manera. —Pourquoi? —contestó Roulette—. Le gusta. Es más feliz aquí, siendo admirado, que en casa con su familia, que le despreciaba. —Aun así, no me parece bien. Roulette replicó, un poco molesto: —Usted y su ami deberían perder la costumbre de criticar a la gente por hacer lo que puede, en lugar de lo que ustedes querrían que hiciera. Dentro de la tienda, Edge escuchó a Magpie Maggie Hag decir a una mujer de mediana edad, pero todavía guapa: —iQuizá quieres deshacerte del marido viejo y rico para ser una viuda alegre! Lo que debes hacer es coger un cordel y medir su sombra a la luz del sol, pero sin que él lo sepa. Enrolla el cordel y ponlo bajo su almohada mientras duerme. Pronto, mulengi.f, estará muerto. Diez centavos.
—iMierda! —exclamó Madame Solitaire, fuera de la tienda, donde examinaba los arneses de su caballo blanco. — ¿Ocurre algo, madame? —preguntó Yount, pensando que se quejaba de su propio vestuario, porque se había cambiado después de dejar la arena y este conjunto era aún más pobre que el anterior. Tenía más espacios vacíos entre las lentejuelas del corpiño y la falda de tul estaba más deshilachada en el borde. Pero no era esto lo que la preocupaba. — Acabo de advertir que el engalle de Bola de Nieve está casi partido en dos. Aquí, ¿lo ve? Y es muy aficionado a echar la cabeza hacia atrás. Si lo hace cuando lo monte a horcajadas y esté inclinada hacia adelante, que es cuando lo hará, me romperé la nariz. Ya me la he roto demasiadas veces en mi vida. — ¿Cuándo vuelve a la arena, señora? ¿No se puede arreglar antes? —No se me da mal la costura, Obie, pero no con cuero. Tendré que pedírselo a Ignatz, pero saldrá dentro de un minuto. —La corneta tocaba Espera el furgón, lo cual significaba que Florian ya conducía a los patanes hacia la tienda—. El primer número es el de ligas y guirnaldas de Clover Lee e Ignatz trabaja con ella. Yount se rascó la barba. —Si hay tiempo y usted tiene un punzón y un trozo de bramante, le podré arreglar la correa, madame. Los soldados de caballería llegamos a ser bastante buenos con la reparación de arneses. — Oh, esto es muy caballeroso por su parte, Obie. Venga por aquí. —Cogieron la correa y fueron al carromato de los accesorios—. Aquí está la caja de herramientas de Ignatz. Mientras usted trabaja, iré a ver qué clase de mercancías ha aceptado Florian y qué clase de arreglo podemos hacer Maggie y yo después del espectáculo. Se marchó, dejando la puerta abierta para que entrase más luz en el furgón. —... Y ahora, damas y caballeros —empezó Florian la presentación de la segunda parte del programa—, aquí está ella, la prima del valeroso general Fitzhugh Lee, sobrina nieta de nuestro amado general Robert E. Lee, montando su caballo Burbujas, en el cual reconocerán fácilmente al hijo de Viajero, el famoso tordo del general Lee. ¡Famosa como la amazona más joven y más dotada del mundo, mademoiselle Clover LEE! Tim y Abdullah tocaron El canal de Eerie con la corneta y el tambor y entró Clover Lee, con una sonrisa radiante, sentada de lado sobre el lomo sin silla del caballo tordo. El capitán Hotspur y Monsieur Roulette entraron a pie y se detuvieron junto al poste central. Florian se retiró a un lado, donde Edge le dijo: —¿Cómo se puede inventar frases tan rimbombantes? Esa niña es tan pariente como yo del tío Bobby y el sobrino Fitz. —Usted lo sabe, y yo también, pero ¿lo saben acaso esos patanes?
— Si saben que Viajero es un animal castrado y nunca ha engendrado prole, podrían dudar del resto de sus monsergas. — No están aquí para pedir la mano de Clover Lee, sino para verla montar. Sin embargo, si es posible que proceda de una familia conocida, estarán mejor dispuestos a aplaudirla. El caballo rodeó la pista a medio galope y Clover Lee se puso de pie en la grupa, pero sus movimientos eran menos graciosos y fluidos que los de su madre. Cuando Tim y Abdullah cantaron el coro de la melodía («Puente bajo, todos a tierra...»), el capitán Hotspur corrió hacia afuera con una liga, que era sólo una de las esponjosas cuerdas rosas que Edge había visto antes. Un extremo estaba sujeto al poste central y Hotspur sostuvo el otro por encima de su cabeza para formar una barrera en el camino de Clover Lee. El caballo pasó por debajo y la muchacha dio un salto y cayó de nuevo sobre la grupa del animal. Entonces Roulette corrió afuera con otra cuerda («Puente bajo, porque cruzamos una ciudad...»), así que la vez siguiente Clover Lee tuvo que dar dos rápidos saltos. Cuando hubo repetido el número varias veces, los hombres dejaron las ligas rosas y el capitán Hotspur esperó en el borde de la pista con una guirnalda, uno de los aros adornados con volantes fruncidos de papel rosa. Clover Lee saltó, dio una voltereta a través del aro y cayó de pie sobre el caballo, que continuaba corriendo a medio galope. De nuevo Roulette se adelantó con un segundo aro y ahora la muchacha tenía que dar otra voltereta en cuanto aterrizaba de la primera. Era una actuación bonita y el aplauso fue tumultuoso cuando saltó por fin del caballo al galope. Burbujas también fue aplaudido cuando Florian volvió a recordar a la multitud la distinguida ascendencia del animal. —Y ahora, directamente de París... donde su asombrosa agilidad ha asombrado al emperador Luis Napoleón y a la emperatriz Eugenia... el maestro de los saltimbanquis, el mejor de los juglares, el gimnasta de pista mejor dotado... iles presento a Monsieur ROULETTE! El número acrobático fue inconmensurablemente mejor que su anterior exhibición como ventrílocuo. De hecho, Edge lo encontró magnífico y creyó de verdad que pudiera despertar la admiración de emperadores y emperatrices. Mientras Tim Trimm cantaba con voz suave y tocaba con armoniosa estridencia, Monsieur Roulette realizó saltos, contorsiones y volteretas que parecían negar la existencia de huesos en su cuerpo y cualquier dependencia de la ley de la gravedad. Afrancesaba cada acrobacia con el grito de «Allez houp!» antes de iniciarla y con «Houp la!» al darle fin, y de vez en cuando explicaba incluso en francés lo que iba a realizar: «Faire le saut périlleux au milieu de l'air! Voilú!» Tras una exhibición de saltos mortales hacia adelante y hacia atrás y numerosas volteretas laterales, corrió al borde de la pista para coger la escalera corta que Edge le había visto entrar en la tienda. La colocó en
medio de la arena, sin apoyarla en ninguna parte, sólo en equilibrio sobre las dos patas, y subió por un lado y bajó por el otro a gran velocidad, sin que la escalera se moviese. Realizó en ella toda clase de posturas y balanceos, a veces de pie sobre los peldaños y otras en posición transversal a la escalera, sólo sostenido por un talón contra los peldaños y un dedo debajo de ellos, mientras la escalera oscilaba y se tambaleaba, manteniéndose, sin embargo, milagrosamente derecha. Luego trepó hasta arriba, permaneció erguido sobre los dos puntos más altos y caminó con la escalera como con un par de zancos en torno a toda la pista. Después, sin bajar, con la escalera todavía vertical, se puso cabeza abajo sobre las manos y de nuevo dio la vuelta a la arena. Durante la mayor parte de la actuación de Roulette, el auditorio guardó silencio, como temeroso de hacer un ruido que provocara una caída. No obstante, este último alarde desató un aplauso ensordecedor, vítores y silbidos. Fuera, ante el carromato de los decorados, Yount trabajaba activamente con bramante, cuero y aguja curvada cuando Clover Lee pasó de repente por su lado y, sin cerrar siquiera la puerta del furgón, empezó a desnudarse hasta quedarse en cueros. Yount estaba demasiado estupefacto para volver cortésmente la cabeza, así que se quedó mirando y por fin tartamudeó: —Muchacha, ¿qué haces? — Cambiarme para el último espectáculo... el desfile final. El sudor es peor que la polilla para agujerear la ropa. Tengo que lavarla en seguida. ¿Qué ocurre, sargento Obie? Supongo que los soldados de caballería saben qué es el sudor. —Oh, sí... claro. —Ah. Entonces, tal vez no ha visto nunca una mujer desnuda. — Bueno... no. Gratis, no, señorita. —Pues, disfrútelo. No doy nada más gratis. Eso lo reservo para cuando sea mayor, cuando conozca a un duque o un conde para dárselo, allí en Europa. —Yount la miró con fijeza, todavía más incrédulo—. Mientras tanto, puede mirar todo cuanto quiera lo poco que tengo para enseñar. —Entonces rió al darse cuenta del objeto de su atención—. Oh, está mirando esto. —Levantó la pequeña almohadilla que acababa de quitarse de las mallas sudadas—. Todos los artistas de circo la llevan, incluidos los hombres... sólo que en su caso sirve para hacer menos visible el bulto de la entrepierna. Nosotras la usamos para cubrir la pequeña raja, a fin de que no guiñe al auditorio. Se llama cachesexe. Es francés. —Tendría que haberlo sabido. Ella se colocó el cachesexe entre las piernas, se puso rápidamente prendas limpias sobre la piel y salió del carromato. Yount meneó la
cabeza, admirado, acabó de remendar la correa y fue a llevársela a Madame Solitaire. Bajo la carpa, Monsieur Roulette entró en la pista con el objeto que Edge había tomado por un trampolín infantil y que resultó ser una rampa corta e inclinada por la que Roulette subía para realizar sus saltos. Lo hizo varias veces; la tabla le prestaba una altura adicional y una parábola más larga para sus fantásticas cabriolas, volteretas y brincos hacia atrás que terminaban con un gran salto en el aire. Mientras tanto, Abdullah condujo de nuevo a Brutus a la tienda y el punto culminante de la actuación de Monsieur Roulette consistía en subir corriendo el trampolín, dar un potente salto, salir volando por los aires, dar una serie de apretadas volteretas por encima del elefante y aterrizar al otro lado de Brutus con un «Houp la!». La multitud casi levantó el techo de la carpa con sus aplausos. Después de llevarse el elefante fuera de la tienda, Abdullah volvió a ella y Florian le presentó esta vez como: —El maestro de esos otros secretos hindúes conocidos en la lengua hindú como el arte del Tyree Hannibal. Este retruécano hindú, damas y caballeros, significa hacedor de milagros. Y para demostrarles qué significa esto... faquí llega Abdullah de BENGALA! Al principio el negro parecía tener las manos vacías, pero cuando empezó a moverlas hacia arriba y hacia abajo, en una de ellas apareció de repente una cebolla. Se la pasó a la otra mano, pero la primera continuaba sosteniendo de algún modo una cebolla, que también fue lanzada al aire, pero aun así, las dos manos seguían sosteniendo una cebolla... y así sucesivamente. Más de prisa de lo que podían seguirle los ojos, Abdullah sacaba cebollas de la nada y las enviaba de una mano a otra de formas tan rápidas y variadas que sus confusas trayectorias parecían tejer una red intangible siempre repetida y cada vez más compleja. Luego, la cantidad de cebollas pareció disminuir misteriosamente, hasta que las restantes pudieron verse cambiando de mano. Al final sólo quedó una, que Abdullah siguió lanzando al aire, mientras sonreía al público. La lanzó otra vez, más arriba que antes, puso la cabeza debajo de ella cuando bajaba, la atrapó con la boca y le dio un sonoro y jugoso mordisco. Durante los aplausos, Florian dijo a Edge, y a Yount, que acababa de reunirse con ellos: —iY pensar, amigos, que ese muchacho era limpiabotas! Tim Trimm salió corriendo y alargó a Abdullah tres antorchas encendidas —palos con haces de teas encendidas en un extremo— y Abdullah hizo juegos malabares con ellas, dándoles vueltas hasta que volaban sobre su cabeza y pasándolas de mano en mano; un bello espectáculo en la penumbra de la tienda. Cuando hubo acabado con ellas, cogiendo las tres en una mano y apagándolas de un soplo, Tim volvió corriendo con
una pila de lo que Edge y Yount reconocieron como las tazas y platos con que habían cenado la noche anterior. Abdullah las hizo volar entre sus manos, casi con negligencia, y esta vez Tim permaneció a su lado. Volvía a hacer de payaso y contemplaba la actuación con la mirada ausente de un Rubén idiotizado. Empezó a hacer grandes gestos implorantes y Abdullah respondió con una seña de invitación. Entonces Tim se acercó a él y Abdullah cogió un plato de los que volaban por el aire y se lo dio. Como Tim se limitó a mirarlo con la boca abierta, Abdullah tuvo que arrebatárselo para no romper la continuidad de los objetos volantes. Tim repitió la imploración y Abdullah volvió a alargarle uno de los platos soperos y Tim lo lanzó en seguida, pero Abdullah tuvo que cruzar corriendo la pista, sin interrumpir su número, para incorporarlo a la cadena de platos volantes. Los espectadores sonrieron y después rieron a carcajadas y al poco rato ya no podían dejar de reír, mientras Abdullah y Tim corrían de un lado para otro, chocando y cayéndose, pero manteniendo de algún modo los platos en el aire. Al final Abdullah hizo una mueca de enfado y se inhibió por completo del asunto —mientras los platos soperos volaban sin orden ni concierto—, cruzando los brazos y apartándose. Tim consiguió al principio atrapar los platos a medida que caían, pero eran demasiados y no le cabían en los brazos, de modo que el último le cayó sobre la cabeza y se hizo añicos, y los espectadores rieron, golpeándose las rodillas. Tim pareció contrito, luego irritado y al final colérico. Emitió de improviso un alarido de rabia, y el auditorio dejó de reír para agacharse y esquivar el proyectil, porque Tim había lanzado al aire uno de los platos soperos, que voló, invertido, directamente hacia los bancos más alejados. Sin embargo, de manera curiosa, el plato perdió velocidad en su trayectoria, luego hizo una pausa, girando sobre las cabezas bajas... y entonces invirtió su dirección y volvió a la mano tendida de Tim. La gente se enderezó de nuevo, asombrada. —Ahora ya sabe por qué Tim adquirió aquel molde de pastel —gritó Florian a Edge entre los aplausos y las risas—. Para hacer el número de malabarista aficionado. Tim y Abdullah se marcharon, saludando, y cogieron inmediatamente corneta y bombo para anunciar con una fanfarria la vuelta a la pista del capitán Hotspur y Madame Solitaire con los dos caballos. El capitán volvía a montar de pie a Bola de Nieve y Burbujas, pero esta vez la bella mujer cabalgaba detrás de él, con una mano ligera sobre su hombro y la otra levantada para saludar al público. Hotspur llevaba su guerrera morada de uniforme, de modo que nadie podía ver si aún iba vendado, pero era evidente que tenía las dos manos útiles. Los caballos corrían de lado alrededor de la arena, mientras el hombre y la mujer adoptaban
diversas poses artísticas, a veces usando ambos los dos caballos, otras un solo caballo cada uno y otras uno solo entre los dos. El número consistía en su mayor parte en que el capitán ayudase a Madame Solitaire a adoptar una posición imposible de otro modo —como cuando se puso de pie en el sujetafustes de Bola de Nieve y se inclinó hacia atrás, y Hotspur la sostuvo con un brazo desde su posición sobre Burbujas, y ella continuó echándose hacia atrás hasta que sus manos descansaron sobre la grupa del caballo—, mientras los dos corceles no interrumpían su galope tendido. La pose más imposible y peligrosa se reservó, naturalmente, para el final. Hotspur se arrodilló sobre su caballo y la mujer trepó por su espalda y se sentó a horcajadas sobre sus hombros. El capitán se levantó con lentitud y separó un pie para cabalgar de nuevo sobre los dos caballos. Entonces Solitaire levantó con cuidado un pie y luego el otro y se enderezó sobre los hombros de Hotspur, donde, erguida y sin nada a que agarrarse, abrió los brazos como si fuesen alas, y tanto ella como el capitán se inclinaron hacia adelante sobre los caballos que galopaban en torno a la pista. Cuando los detuvieron y ella y Hotspur desmontaron ágilmente con los brazos en alto formando una V, la corneta y el bombo fueron ahogados por los aplausos. —iMadame Solitaire y el capitán Hotspur les dan las gracias, damas y caballeros! —gritó Florian cuando pudo hacerse oír—. Y ahora, antes del saludo de despedida del gran desfile final, tenemos un regalo muy especial para ustedes, además de nuestro programa habitual. Como nos han recibido tan calurosamente, !nuestro escolta de caravana, el coronel Zachary PlantagenetTudor, de los Granaderos Británicos, se ha ofrecido a entretenerlos con una exhibición improvisada de tiro de pistola! —iVaya con el hijo de puta! —exclamó Edge. Tim Trimm inició inmediatamente una animada versión de la marcha de los Granaderos Británicos. Florian hizo una seña a Edge mientras continuaba sus flagrantes mentiras: —... Es un hecho poco conocido, pero nuestros valientes simpatizantes británicos prestaron a algunos de sus tiradores más expertos a nuestro gallardo ejército Confederado durante la reciente lucha contra los invasores yanquis... —Coronel Tooter —dijo Yount, muy divertido—, será mejor que salga de ahí antes de que se le acaben las patrañas. —Deja que ese presuntuoso siga disparatando. Maldita sea, no pienso salir ahí a hacer el ridículo. —Más ridículo será que eches a correr. —iMaldita sea! —Edge miró a su alrededor, exasperado, y vio que todos los espectadores le miraban, llenos de expectación. Florian continuaba haciéndole señas y dando explicaciones.
—Sin embargo, como nuestro espectáculo ya ha durado más de la cuenta, el coronel Zachary hará sólo una demostración de su puntería. Voy a pedirle que dispare una vez... y apague una llama que yo sostendré personalmente. Tan grande es la confianza que tengo en la buena vista del coronel y en su consumada habilidad. Se sacó una cerilla del chaleco, se agachó para coger una tea apagada de las antorchas de Abdullah, la encendió y la sostuvo con el brazo extendido. —Dios mío —murmuró Edge—, no sólo está loco, sino que es un suicida. Rápido, Obie, ¿tienes a mano una rosca? —Pues, sí. —Yount sacó una formidable navaja y sacó de ella un pequeño sacacorchos. Florian continuó: —Para vencer la muy británica reticencia del coronel, animémosle con un gran aplauso! —Y el público, obediente, empezó a dar palmadas. —iAl infierno con todos ellos! —gruñó Edge y dio su pistola a Yount—. De prisa, Obie, saca la bala. —Y salió a la pista. —iEl coronel PlantagenetTudor! —gritó Florian, agitando su pequeña llama—. ¡Ahora no viste su británico uniforme rojo, sino el gris bueno y honesto de nuestro ejército Confederado! —El aplauso se intensificó—. Salude, coronel Zachary. Edge obedeció, rígido, dirigiendo a Florian una mirada sombría e iracunda. Entonces fue a grandes zancadas hacia el borde de la pista, donde Yount le tendió el gran revólver con una inclinación de cabeza. Edge echó una ojeada a la parte anterior del cilindro de la pistola y le dio un leve giro mientras volvía a la arena. La muchedumbre enmudeció y sólo se oyó claramente el clic triple del percutor. Edge permaneció con el arma bajada hasta que Florian levantó la minúscula llama, a tres metros de distancia. Edge se movió hacia un lado hasta que tuvo a Florian entre él y la puerta trasera de la tienda, sin nadie a su alrededor. Entonces levantó el arma y, como si no apuntara en absoluto, apretó el gatillo. Incluso en el considerable espacio de la gran carpa, el disparo retumbó y varias personas se sobresaltaron. Florian, en cambio, no se movió, y la llama del extremo de la tea se apagó al instante. El público aplaudió con entusiasmo, pero Edge no alzó los brazos en forma de V ni se quedó para ser admirado, sino que se limitó a dar media vuelta y volver a su lugar anterior junto a la puerta principal. Como si el disparo hubiera sido una señal, la compañía circense y los animales salieron a desfilar de nuevo. Florian se quedó en el centro de la pista, dando vueltas en la misma dirección del desfile, como si lo condujera con su mano extendida, que sostenía el sombrero de copa. — La mayoría se ha cambiado de ropa, sólo para este desfile —comentó Edge.
—El sudor les estropea los trajes —dijo Yount con autoridad, pero en seguida explicó—: Me lo ha contado esa muchacha, Clover Lee. Diablos, se ha cambiado delante de mí; estas mujeres de circo tienen tanto pudor como las squaws indias. ¿Sabes que más me ha dicho esa niña? Que reserva lo que tiene entre las piernas para cuando conozca a un conde o un duque en Europa. —Espero que haya suficientes —dijo Edge—, porque su madre tiene la misma idea. Y no me sorprendería que la vieja gitana también la tuviera. — Quiero decir —observó Yount— que cuando yo tenía la edad de esa niña, no sabía que tuviera nada entre las piernas, excepto un grifo para mear. —Hizo una pausa y reflexionó—: iEh! Quizá yo también tendría que reservar lo mío para alguna condesa o... Zack, ¿existen las ducas? —Duquesas. Y creo que sólo son condesas y duquesas si se casan con condes y duques. Sarah y Clover Lee pueden tener esperanzas de conquistar un título, pero tú no. Obie, ¿piensas en serio unirte a esta pandilla? —Bueno, no digo que no. Diablos, nunca veré nada parecido a una condesa en Tennessee. La compañía ya había dado dos o tres vueltas a la arena. Ahora Tim cambió el tono de su corneta para tocar la balada más popular del día y Madame Solitaire y mademoiselle Clover Lee cantaron dulcemente mientras cabalgaban: Nos amamos entonces, Lorena, más de lo que osamos contar... La letra de Lorena era muy triste, pero la melodía era tan bella y melancólica como la de Auld Lang Syne y los espectadores la silbaron o cantaron mientras bajaban de los bancos y se dirigían a la puerta principal: Poco importa ahora, Lorena, el pasado está en el pasado eterno... Como Edge y Yount eran al parecer las únicas personas del circo que se encontraban allí, algunos se detuvieron para agradecerles la diversión. —Supongo —dijo un anciano caballero— que no deberíamos celebrar el modo como ha terminado esta guerra, pero es un consuelo que haya tocado a su fin. Y ustedes, amigos, al llegar aquí ahora, nos han hecho sentir mucho mejor sobre las cosas en general.
—Sí —comentó una señora entrada en años—, no hay como un circo o una buena y estimulante reunión religiosa al aire libre para levantarle a uno el ánimo. — Y éste es el primer circo que ha venido desde que empezó la guerra —dijo la señora anciana que la acompañaba. — Maud y yo guardábamos el tarro de melocotón en almíbar para cenar cuando nuestro chico volviera a casa —dijo un hombre de mediana edad que iba con su esposa, también de mediana edad—, pero la semana pasada nos enteramos de que no volverá. Nos alegramos de haber cambiado los melocotones por este espectáculo. Maud y yo nos hemos imaginado que Melvin estaba con nosotros, así que hemos gozado viéndolo. Dios los bendiga, amigos. 6 —iNuestras ganancias, nuestros beneficios, nuestro botín! —exclamó Florian en el umbral del furgón de la carpa, donde lo habían amontonado todo. Empezó a enumerar en voz alta las adquisiciones para que le oyeran sus colegas, reunidos en torno al fuego de la cena. En cualquier otro tiempo o lugar, las ganancias habrían constituido un tesoro pobre y patético. —Primero las cosas de comer. Bueno, hay huevos, salchichas y setas, parte de los cuales están guisando en este momento las señoras Maggie y Solitaire. Salchichas hechas en casa, dijo la dama que las trajo, y yo fui galante y me abstuve de preguntar de qué se componían. También hemos adquirido las cebollas con que habéis visto hacer juegos malabares a Abdullah, y gran cantidad de otros tubérculos, patatas, zanahorias, nabos y chirivías, y algunas nueces negras. Dos sacos grandes de harina de maíz y una lata de manteca de cerdo. Cuatro panales de miel. Por lo menos veinte tarros de productos en conserva; hum, veamos, tomates, habichuelas, melocotones, calabaza, ciruelas, corteza de sandía encurtida. Un saco bastante grande de judías pintas secas, otro de frijoles de carete y otro de cacahuetes con cáscara. De los niños, tres pesadas ristras de siluros y barbos. Señoras, creo que no deberíamos tardar mucho en guisar estos últimos. —Hemos comido pescado para desayunar —respondió Sarah—. Ahora comeremos huevos y salchichas con setas, tortas de maíz y miel con las tortas. Y café. Bueno, café de cacahuete, pero es el primero que tomaremos en muchísimo tiempo. —Si alguien prefiere otra bebida —dijo Florian, continuando la lista—, tenemos cerveza de abeto, cerveza de placaminero y vino de uva americana, ninguno de ellos mancillado por el demonio del alcohol. Sin embargo, para los que no son abstemios, aquí hay dos jarras de barro
llenas, según me han dicho, de la mejor marca lynchburguesa de rayo blanco. Todos los hombres, excepto el idiota, alargaron inmediatamente sus tazas de hojalata o de loza a Florian, que les sirvió medidas liberales de whisky, incluyendo una para sí mismo. Entonces continuó: —Veamos ahora el botín no comestible o potable. Tenemos una provisión casi vitalicia del principal producto de Lynchburg, tabaco desmenuzado, comprimido e incluso en hojas, por si alguien quiere liarse cigarros. Toma, Abdullah, coge una tableta y obsequia con ella ahora mismo a Brutus. También hemos adquirido diversas piezas de vajilla, incluyendo esos platos para hacer malabarismo. Algunos clavos, tornillos y pinzas de ropa. Un espejo pequeño, algunas velas, una lata de queroseno y bastantes mechas. Un par de mantas de caballería no demasiado raídas, una caja de herraduras de diversos tamaños y tres o cuatro morrales, por si alguna vez tenemos un poco de grano que dar a los pobres animales. Varias mujeres han contribuido con trozos de cinta, trencilla y flores de papel. Madame Hag, dejo a su criterio el empleo decorativo que podamos darles. También tenemos diversas prendas de uniformes militares que podemos teñir, e incluso algunos botes de caparrosa verde y sasafrás y tintes de zumaque. —Hizo una pausa para refrescarse con un sorbo del whisky de maíz—. Casi es más divertido hacer estos negocios que el modo ortodoxo de aceptar dinero. Nunca se sabe qué va uno a recibir. Esto, por ejemplo. Levantó un banjo de seis cuerdas, en buen estado, aunque sólo tenía la cantarela y dos de las cuerdas largas. —Si podemos procurarnos tres cuerdas más, uno de nosotros tendrá que aprender a tocarlo. Pero también hay un instrumento musical para mí. —Se puso entre los labios un silbato de hojalata y produjo un silbido estridente—. He carecido de él durante demasiado tiempo, y un director ecuestre sin silbato es como un director de orquesta sin batuta. Se lo guardó con cuidado en el bolsillo del chaleco y prosiguió con el catálogo. —Aquí tenemos una buena biblioteca ambulante. Seis o siete ejemplares de la revista The Camp Jester y tres novelas Beadle de diez centavos. Veamos... Nick de los bosques, La esposa india del cazador blanco y Los saqueadores... iJa, éstos somos nosotros! De los chicos he aceptado un montón de esas «bolsas prácticas» que sus escuelas dominicales debían enviar a las tropas. Creo que podemos desechar los opúsculos contra la bebida y las palabrotas, etcétera, pero guardar los objetos útiles como alfileres, agujas e hilo. —Volvió a beber un sorbo de whisky—. Y ahora, lo último pero no por ello menos importante, el dinero en efectivo que hemos cobrado. Me complace anunciar el magnífico total de cuatro dólares, ochenta y siete centavos y medio en buena plata y cobre
federal, y ochocientos dólares en billetes confederados. ¡Esto es lo que llamo unas buenas ganancias! Toda la compañía circense aplaudió con la misma exuberancia con que lo había hecho el público de pago, pero Edge objetó: —Supongo que soy tan confederado como el que más, señor Florian, pero, francamente, no entiendo por qué sigue aceptando ese papel mojado. — Puedo equivocarme —contestó Florian—, pero sospecho que encontraremos por el camino algunos rebeldes empedernidos que se negarán a aceptar dinero yanqui por lo que nosotros queramos comprarles. —Si usted lo dice —replicó Edge, y guardó silencio. — Maggie —preguntó Florian—, ¿cuánto dinero has sacado de la plebe durante el intermedio? Ella levantó la vista de la cazuela y contestó: — Siete dólares. Esto enfrió bastante el entusiasmo de Florian. — Cómo, Mag, solías obtener más... vaya, yo esperaba... Diablos, Mag, esto equivale a sólo siete centavos en dinero... — No en billetes. —Le miró con una sonrisa desdentada, pero muy satisfecha—. En dinero auténtico. —iQué! —Ahora Florian estaba aturdido y también todos los demás—. ¡Pero si esto es casi tanto como lo que hemos cobrado en el furgón rojo, entre federal y secesionista! Magpie Maggie Hag dejó sus utensilios de cocina para rebuscar entre sus faldas y prendas interiores, extrajo una bolsa de tela que tintineaba alegremente y la alargó a Florian. Jules Rouleau preguntó: —¿Cómo diablos lo has conseguido, Mag? —Las mujeres —respondió ella, escupiendo con desprecio—. Tanto en la guerra, como en la miseria, como en el Día del Juicio, todas las mujeres son urracas. Rascan penique tras penique y los esconden en su nido. Cualquier mujer sabe sisar como una gitana. Quizá no gastará en comida ni en calzado para la familia ni en fruslerías para ella misma, pero lo dará todo para que le interpreten los sueños o le lean la palma de la mano, si cree que puede tratarse de un asunto de amor. Un hombre, si no tiene ninguno, o uno nuevo, si ya tiene. !Mujeres! Y ahora venid todos. La cena está lista. Una buena cena. Lo era, en efecto, y muy oportuna, por no decir una necesidad desde hacía tiempo, y la hoguera calentaba el lugar de reunión en un crepúsculo que ya empezaba a ser fresco. Sólo el Hombre Salvaje engulló su ración con malos modales y se alejó en seguida. Los otros animaron la cena con una amable charla en las diferentes jergas de sus artes correspondientes.
Hannibal Tyree preguntó a Tim Trimm: —¿Sería más fácil para ti que te lanzase una lluvia en vez de una cascada cuando sales tocando la corneta? —No importa, pero la próxima vez, después de lanzar el plato a los campesinos, tendríamos que hacerlos reír para relajarlos. Puedes meterme de un puntapié en la tina y hacerme rodar luego por la arena. Clover Lee dijo a Ignatz Roozeboom: —Creo que en vez de desmontar de un salto al final, tendría que dar una voltereta y saltar al suelo hacia atrás. Pero si entonces te paras, te tambalearás y parecerás insegura. Será mejor que completes el último salto con otra voltereta. Edge se inclinó para decirle: — Recuerdo, mademoiselle, que llamó «carne» a sus mallas. Pero ¿no da a la otra prenda un nombre extranjero? —Leotardo. No sé por qué se llama así. —Deberías avergonzarte, Edith Coverley —terció Florian—. El hombre que la diseñó y le dio su nombre es el mayor trapecista viviente, Jules Léotard. —Tengo entendido que en Francia han llamado muchas cosas en su honor —dijo Rouleau—: rissole á la Léotard, páté Léotard... como nosotros tenemos aquí el gorro y la polka de Jenny Lind. — i Qué bonito! —exclamó Clover Lee—. Quizá, cuando sea famosa en Francia, pondrán mi nombre a algo. Edge se volvió hacia Magpie Maggie Hag, que freía otra tanda de salchichas, y dijo: — Señora, espero que Lynchburg esté bien provisto de cordel. ¿Dice a todas las mujeres que éste es el modo de conseguir a un hombre... o deshacerse de él? — ¿Por qué no, muchacho? ¿Ha intentado alguna vez medir con cordel la sombra de un hombre sin que él lo sepa? Se tarda mucho en hacerlo, quizá lo suficiente para que un hombre se enamore de alguien. Del mismo modo, el hombre ha de morir alguna vez. Si le da tiempo, el cordel siempre funciona. — Eh, soldado de caballería —interpeló Tim Trimm—, usted hace preguntas, y yo también quiero hacerle una. ¿Cómo es que no lleva barba? Su sargento la lleva y también casi todos los soldados que conozco. ¿Cree que su cara es demasiado bella para taparla? Edge replicó, sin inmutarse: —¿Es por eso que usted no se la deja crecer? —Mierda, no. Los hombres del circo no llevan barba porque se les puede enganchar en los arneses o algo así. Es peligroso. Uno de estos días, el viejo Ignatz perderá su bigote de morsa entre los colmillos del viejo león. Y estará en un apuro, ¿verdad, holandés? Roozeboom se limitó a arquear el mostacho. Edge le dijo:
—Espero que, si está en un apuro, la compañía no crea que se trata de un truco, como el de la sangre falsa. —A esto se llama sazonar el número —explicó Tim—, darle emoción, un poco de sal y pimienta. Roozeboom rió entre dientes. —Cuando era joven, lo primero que aprendí de mi viejo Baas fue esto: el truco no está en mear, sino en hacerlo con espuma. Edge también se rió y entonces se volvió hacia Tim: —Yo me afeito la cara para que las pulgas y los piojos tengan un sitio menos donde descansar. —Y añadió, recordando—: Durante toda la guerra nos persiguieron esos artistas de Daguerre con sus cámaras y sus cabinas fotográficas. Cada vez que veía una de sus fotografías, de un grupo de generales barbudos en un consejo de guerra o lo que fuese, me preguntaba por qué diablos los generales permanecían quietos para que esos hombres les hicieran la foto. Sabía muy bien que debían de estar frenéticos por rascarse. —Hay que admitir una cosa, soldado —concedió Tim de mala gana—. Ha hecho un magnífico disparo ahí dentro. ¿Lo consigue todas las veces? —No lo sé —gruñó Edge—. No he tenido mucha experiencia en disparar a palillos. Cuando él y Yount hubieron terminado de comer, imitaron a los otros en el modo de tratar los utensilios usados. La tina de madera —que en un solo día había servido de bañera para personas, lavadero para ropa sucia, asiento y accesorio para la actuación del elefante— estaba de nuevo boca arriba y llena de agua del río, y la gente del circo enjuagaba en ella sus platos y tazas antes de dárselos a Magpie Maggie Hag, quien los limpiaba más a fondo con arena. Entonces Edge y Yount llenaron sus pipas y pasearon, fumando con gran fruición. Yount se detuvo junto a Hannibal, que aún comía, y le preguntó, muy serio: —Muchacho, ¿de verdad hablas hindú a ese elefante tuyo? Hannibal rió y dijo: —Por Dio, no, zeñó. Con la vieja Peggy sólo hablo el lenguaje de lo' elefante'. Mas Florian dise a la gente que e' hindú y ello' lo creen. Son inorante'. —Oh —contestó Yount—. Entonces supongo que yo también lo soy. —Entonces todos lo somos —terció Florian, que los había oído—. Diablos, ni siquiera sé si existe una lengua hindú. —Me sorprende —observó Edge—. En el poco tiempo que nos conocemos, le hemos oído hablar por lo menos otras tres lenguas. ¿Cuántas sabe? Florian reflexionó y luego dijo: —Con fluidez, francés, alemán e inglés coloquial americano. Lo bastante para salir del paso: holandés, danés, italiano, húngaro y ruso. ¿Cuántas
son? Ocho. Nueve, si cuenta el latín que aprendí en el lycée. Diez, si cuenta el circo. — iDios Todopoderoso! —exclamó Yount—. ¿Por qué no tira al resto de esta pandilla y sólo cobra a la gente para que le admire a usted? — ¿Cómo lo hizo para aprender tantas? —preguntó Edge. — En parte por mi lugar de nacimiento. Soy de Alsacia, que está en el centro de Europa. ¿Lo sabía? — Sé más o menos dónde está. —Al oeste de Alsacia está la Lorena francesa. Al este, el ducado de Baden, que es un país de habla alemana. Compiten continuamente por la posesión de Alsacia, de modo que los alsacianos crecemos hablando francés y alemán, por si acaso. Mientras tanto, el resto del mundo no sabe nunca a quién pertenece Alsacia. Por ejemplo, ustedes los extranjeros prefieren llamar pastor alemán a nuestro perro pastor alsaciano, y perro de lanas francés a nuestro perro de aguas alsaciano. En cualquier caso, saber francés me ayudó a aprender el italiano y saber alemán me facilitó el holandés. En cuanto a las otras lenguas, una vez estuve casado con una mujer danesa y en otra ocasión con una húngara, y otra, con una rusa. Si existe un modo mejor de aprender una lengua que compartiendo la almohada, es insultándose mutuamente. — Vaya, es increíble —murmuró Yount. —Eso mismo me han dicho muchas veces. Hablando de Europa, ¿le ha gustado interpretar a un granadero británico, Zachary? — Bueno, había decidido no mencionarlo, por temor a echar maldiciones, pero ya que usted toca el tema... Para empezar, los granaderos no disparan pistolas. Lanzan granadas. — ¿De verdad? Sí, claro. Soy un «inorante». La palabra designa a un cuerpo de élite, así que mi intención era halagarle. — Le agradeceré más que no lo repita. Esta vez, como no me ha avisado con anticipación si quería o no suicidarse, no estaba seguro de querer obedecerle. —Vamos, vamos. Tenía toda la confianza en su puntería. ¿Me sugiere que he corrido algún peligro? — No sólo alguno. Es mucho más fácil matar a un hombre de un disparo que no matarle deliberadamente. Aunque fuese el mejor pistolero del mundo, mi primer disparo podría ser una bala mal fundida o mal colocada que se desviara en su trayectoria. Pues bien, fallar no importaría tanto si disparase para matar a un hombre; aún me quedan cinco para agujerearle. Pero si apunto deliberadamente a la izquierda, donde usted sostenía la tea, y la bala defectuosa se desvía hacia la derecha... — Dios mío —murmuró Florian, mirando la funda de la pistola de Edge con más respeto y cierto recelo—. Pero, je, je, no ocurrió así. Y usted apuntó bien. Tiró a la llama.
—No había necesidad. Cualquier ráfaga de viento podía apagarla y eso es lo que yo disparé: un soplo de aire. Obie sacó la bala mientras usted presentaba al coronel Calzones Elegantes. —Pero... pero hay tiradores profesionales. Si no se puede confiar en una arma... — Oh, en ésta se puede confiar. Es una Remington mil ochocientos cincuenta y ocho, calibre cuarenta y cuatro, con percusión de seis disparos. No hay otra mejor en armas pequeñas. Hablaba de las balas. Si fuera un pistolero de circo, revisaría muy bien los proyectiles. Es decir, si me avisaran por anticipado que debía salir a disparar a la pista. — Sí, sí. Ya comprendo. He sido un necio... impetuoso. —Y para quitarse de encima la mirada sarcástica de Edge, Florian volvió a señalar la pistola y preguntó—: ¿De reglamento? —Sí, para los yanquis —contestó Yount con un gruñido—. Lo único que nos dieron a nosotros fue permiso para apoderarnos de todo cuanto pudiéramos. —Y lo hicieron. —Más de una vez —dijo secamente Edge—. La primera pistola que le quité a un yanqui fue un Colt del cuarenta y cuatro. Pero no tiene tensor sobre el cilindro y al cabo de un rato empieza a notarse suelta e insegura. Por eso la vez siguiente busqué a un yanqui que tuviera una de éstas. —Yo diría que cualquier cuarenta y cuatro sería suficiente para detener en seco a un hombre. Me fijé, sin embargo, que la carabina de su silla tiene el alma de un cañón pequeño. —Calibre cincuenta y ocho. Esa es para detener en seco a un caballo al galope. —Ah, claro. ¿Otra donación de los yanquis? — No, ésa es confederada pura. Fabricada por los hermanos Cook en Nueva Orleans. Muy bien hecha. Hablar de las herramientas de su oficio parecía haber suavizado el humor de Edge, así que Florian se atrevió a decir: —Me doy cuenta de que le he jugado una mala pasada, Zachary, pero su actuación improvisada ha gustado mucho al público. Y usted la ha realizado con un admirable savoir faire. ¿De verdad está resentido conmigo? Edge torció el gesto, echó una mirada a la gran carpa y al final contestó: —Qué diablos, supongo que no ha sido demasiado mortificante. Muy bien! —exclamó Florian con un hondo suspiro de alivio, pero no prolongó el tema—. Dígame, ¿cuál es la ciudad más próxima? —No hay ninguna —dijo Yount—. Ninguna de este tamaño en este extremo de Virginia. Lynchburg es la tercera en importancia de todo el estado, y las otras dos están mucho más al este, en la región de Tuckyhoe.
—Si quiere seguir el camino más corto hacia el norte, por este lado de las montañas —indicó Edge—, Charlottesville es la localidad más cercana de cierto tamaño. 0 puede ir al norte por los valles y entonces la ciudad más próxima es Lexington, que es adonde nos dirigimos Obie y yo. Pero está a unos ochenta kilómetros de aquí y en dirección oeste, al otro lado del Blue Ridge. — Dos días de camino y a través de las montañas —murmuró Florian—. Si vamos adonde ustedes van, ¿seguirían prestándonos sus caballos y su compañía por el camino? Edge y Young intercambiaron una mirada y contestaron que no tenían nada en contra. —Entonces, es preferible a la ruta más fácil, si contamos con la ayuda de sus animales —decidió Florian—. Iremos con ustedes a Lexington. —Pensábamos salir mañana —apuntó Edge. —Bien, mañana. Empezaremos a desmontarlo todo ahora mismo. — ¿No ofrecen otro espectáculo por la noche? —preguntó Yount—. Creo que otros circos lo hacen. — En ciudades grandes, y cuando tenemos luces suficientes, nosotros también lo hacemos, Obie. Pero nunca en tierra de granjeros. La gente ha de levantarse al cantar el gallo, de modo que se acuestan muy temprano. Y esta ciudad puede ser un poco grande, pero sigue siendo tierra de granjeros. Y sospecho que ya le hemos ordeñado toda la leche. — Debo advertirle —dijo Edge— que Lexington es sólo una pequeña ciudad universitaria, y fue saqueada por los yanquis del general Hunter hace menos de un año. Yo diría que habrá poco botín para usted. — Una ciudad universitaria. Supongo que es donde piensa establecerse como profesor. Donde está su academia militar. — Estaba. El IMV y también la Facultad Washington. David Hunter los saqueó y los quemó. El resto de la ciudad sólo existe para vender baratijas a los profesores, cadetes y estudiantes, de los cuales es probable que no haya ninguno, por lo que el lugar puede estar desierto. Quizá cometo una tontería dirigiéndome allí, pero yo no soy responsable de un montón de gente que dependa de mí. En cambio, usted lo es. —Oh, bueno. Hay que tener un destino, por ilusorio que sea o... ¿Qué es eso? Habían sido interrumpidos por un rasgueo torpe y monótono. Al principio fue un desorganizado sonido de cuerdas, pero luego fue adquiriendo cierta cadencia musical. — Miren hacia allí —dijo Yount—. Es el idiota. Ha encontrado aquel banjo inservible que le han dado a usted hoy. —No sólo lo ha encontrado —observó Florian—, sino que está tocándolo. Como si supiera hacerlo. Fueron hacia el lugar donde se había sentado el Hombre Salvaje, con la espalda apoyada en la rueda de un carromato. Sin dejar de tocar,
levantó la vista y les dirigió una sonrisa torcida, sacando la lengua entre los labios. —Escuchen —dijo Florian—. iSabrán qué está tocando, maldita sea! —Sí... Lorena —contestó Yount—. Y no muy mal, faltando la mitad de las cuerdas. Por suerte aún queda la del pulgar. Florian se arrodilló y detuvo las manos del Hombre Salvaje, le dio ánimos con una inclinación de cabeza y le silbó los primeros compases de Dixie Land. El idiota escuchó, sonrió con los labios aún más sueltos y empezó a rasguear las notas idénticas. —Oh, diablos —dijo Yount—. Cualquier negro conoce Lorena y Dixie. Florian volvió a detener las manos del muchacho y silbó algo que ni Edge ni Yount conocían. El Hombre Salvaje volvió a escuchar y toco inmediatamente la misma melodía. Florian se enderezó, con una mirada de asombro y triunfo a la vez. —No muchos negros conocen ésta: Partant pour la Syrie. !Qué? — preguntó Yount. —El himno francés. Bueno... he oído hablar de esto, caballeros, pero es la primera vez que lo veo. Un idiot savant. —¿Y qué significa eso? —Lo que están viendo. Y escuchando. —El Hombre Salvaje tocaba aquel trozo de himno una y otra vez—. Un idiota totalmente falto de intelecto y facultades, excepto en un terreno en el cual descuella, inexplicablemente, sin que nunca le hayan enseñado y sin que tenga la menor idea de lo que hace. A veces son las matemáticas... un idiot savant puede hacer sumas y cálculos que confundirían a muchos contables profesionales. En este caso, es la música. —Florian se levantó el sombrero para rascarse la cabeza—. Por todos los diablos, pensaba que engañaba a la gente con él y ahora apostaría cualquier cosa a que los científicos querrían estudiarle. Podríamos pedir un precio muy sustancioso... —Bueeno —dijo Yount, pensativo—. No estoy seguro de los científicos, pero hay facultades y profesores en Lexington... Florian se puso en pie de un salto e hizo crujir los dedos. —iUsted lo ha dicho, Obie! ¡Claro! Ahora tenemos un destino y una razón para dirigirnos a él. Zachary, haremos la primera oferta del salvaje a su IMV. —iDios mío! Vuelvo a mi antigua alma mater con un salvaje en venta. Señor Florian, está decidido a mortificarme, ¿verdad? Pero Florian no le oyó; se alejaba a grandes zancadas produciendo silbidos ensordecedores con su nuevo silbato y gritando nombres: —iHotspur! iAbdullah! iRoulette! Vamos, empezad el desmantelamiento. Partiremos a primera hora de la mañana. —Supongo que les echaré una mano —dijo Yount—. ¿Y tú, Zack? —iOh, diablos! Supongo que también.
El desmantelamiento fue casi igual que el montaje, sólo que por orden inverso y mucho más rápido, a pesar de la penumbra casi total de la noche. Magpie Maggie Hag, Sarah y Clover Lee cogieron linternas de los carromatos, las encendieron y dirigieron su luz mientras los hombres emprendían la tarea. Comenzaron por desmontar los asientos. Desmantelar las tablas fue mucho más rápido que colocarlas en su sitio, como también arrancar las estacas y espigas y los largueros que sostenían. Edge encontró más interesante esta operación que el trabajo de la mañana, simplemente porque todas las personas y cosas parecían ahora más grandes e impresionantes a la difusa luz de las linternas que bajo el resplandor del sol. Las linternas, sostenidas por las mujeres, proyectaban las sombras de los hombres y el equipo contra las paredes laterales y el alto techo de lona, haciéndolas gigantescas, negras y casi misteriosas en sus movimientos rápidos y experimentados. Cuando el último trozo de madera fue acarreado y guardado en el furgón de la carpa, todos los hombres y mujeres salieron de la tienda para trabajar desde fuera. La luna aún no había salido, pero la luz de las linternas prestaba a las cosas un aspecto más fantasmal que el de la luna. La ligera frialdad de la noche hizo aparecer una niebla a ras de suelo, de modo que las linternas no proyectaban rayos, sino un resplandor difuso, velado e irreal, animado por el aleteo de polillas que seguían a las linternas y centelleaban como chispas, añadiendo sus minúsculas sombras a las más grandes proyectadas por los haces de luz. Cada persona tenía una sombra enormemente larga y borrosa, bien en el techo de la tienda o en el solar, desde sus pies hasta una gran distancia, donde era absorbida por la noche, y cuando la persona caminaba, las largas sombras de sus piernas se abrían como tijeras inmensas, negras e intangibles que intentaran cortar las malas hierbas iluminadas del terreno. Tim volvió a trepar por uno de los postes laterales y luego por la ondeante pendiente de la gran carpa, a lo largo de una costura, para deshacer las cuerdas con que había asegurado el aro de soporte en el extremo del poste central. Y bajó deslizándose una y otra vez, hasta que le recogían los brazos de Roozeboom. Entretanto, Hannibal había puesto al elefante el collar de cuero y le hacía dar vueltas al perímetro de estacas de las cuerdas laterales del pabellón, seguido por Clover Lee, que llevaba una linterna. Se detenían ante cada estaca, Hannibal la rodeaba con la cuerda sujeta por un extremo al collar de Peggy, el elefante se limitaba a inclinarse hacia atrás y la estaca —que tres hombres forzudos habían clavado al suelo a una profundidad de casi un metro— salía como si sólo hubiera estado flotando en agua; entonces seguían hasta la estaca siguiente.
Florian cogió una de ellas y observó críticamente el extremo puntiagudo, su longitud, del grosor de un brazo, y el extremo superior, aplanado por el martillo. —Supongo que aún servirán durante algún tiempo —dijo, como para sus adentros. Sin embargo, Yount trabajaba cerca de allí y le dirigió una mirada inquisitiva. Florian explicó: —Solemos cortar estacas nuevas todos los años, durante el invierno, y las cortamos de un metro y medio de longitud. Al cabo de una temporada de montar y desmantelar, se convierten en palitos inservibles. En Wilmington no se podían conseguir estacas nuevas, pero no importaba, porque no nos movíamos. Ahora, ya lo ve, el uso las ha reducido en unos treinta centímetros. Tengo que preocuparme de buscar una buena provisión de madera para hacer unas nuevas. Yount asintió solemnemente y volvió a su trabajo, que consistía en ayudar a Roozeboom y Rouleau a desatar y descolgar las paredes laterales de lona, enrollarlas y guardarlas en el furgón de la carpa. Sin embargo, todo el trabajo se detuvo cuando Florian volvió a soplar su nuevo y estridente silbato. Por todo el solar, hombres y mujeres abandonaron sus ocupaciones respectivas para mirarlo, perplejos. —Muchachos y señoras —gritó Florian—, todos trabajáis con parsimonia, como si éste fuera el fin de la temporada. Pero hoy hemos tenido un lleno de paja y mañana volvemos al camino en busca de nuevos horizontes. ¿Por qué no escuchamos una canción alegre y animosa? Sopló de nuevo el silbato y agitó los brazos como un director de coro. Todos los miembros de la compañía rieron y, al volver a su trabajo, empezaron a cantar: iArr, arr, arr! iSac, tom, romp, vam, rap, adel! — Si esto es una arenga laboral —dijo Edge a Florian—, nunca la había oído. — La oirá cantar a los hombres de las cuerdas, o una versión de ella, cada vez que un circo se monta o se desmonta. Un circo próspero, quiero decir. Esta pobre gente no ha tenido mucho esprit de corps durante largo tiempo. Pero quizá hoy marque el inicio de tiempos mejores... y una moral más alta. Quizá de ahora en adelante la cantarán sin que se lo pida. Por lo menos en aquel momento repetían el estribillo una y otra vez, al unísono, y parecían hacerlo con alegría. Edge escuchó con atención, pero al final dijo: —Me rindo. ¿Qué significa la letra? Florian cantó con ellos, pero articulando con claridad:
/Arriba, arriba, arriba! /Sacudid, tomad, romped, vamos, rápido, adelante! Edge lo repitió y, cantando, volvió a su ocupación, que era ayudar a Tim Trimm a desatar las cuerdas de las estacas arrancadas, desenrollarlas de los clavos superiores de los postes laterales y, por ultimo, enrollarlas todas. Mientras iban de un extremo de cuerda a otro, Tim aprovechaba para dar un puntapié a los postes laterales, de modo que cayeran hacia afuera de debajo de los aleros de la tienda, pero dejaba en pie un poste de cada seis. De este modo, cuando los trabajadores y el elefante hubieron dado una vuelta al pabellón, de la gran carpa sólo quedaba el poste central y el techo, aguantado por los postes laterales restantes, un techo que ya no era cónico, sino que caía en arrugados pliegues desde el elevado vértice. Hannibal entró en el oscuro interior y salió con un solo extremo de cuerda, que sostuvo mientras miraba fijamente a Florian. —i Que se aparte todo el mundo! —gritó Florian. Entonces se llevó el silbato a la boca y sopló una vez más. Hannibal tiró de la cuerda, que por lo visto aflojó un nudo crucial entre las numerosas cuerdas y poleas del poste central, porque el aro de soporte resbaló por el poste con un chirrido y la vasta extensión de lona lo siguió hasta el suelo. Todos los que estaban a su alrededor notaron una ráfaga de aire que salió por debajo mezclado con polvo, grava, briznas de hierba, paja, papeles y otros desechos dejados por el público. La inmensa lona continuó hinchándose y ondeando antes de inmovilizarse y los bordes flamearon ligeramente contra el suelo mientras salía el aire atrapado en el interior. Edge y Yount siguieron a los otros hombres cuando entraron corriendo bajo la lona —cuidando de pisar sólo los bordes superpuestos de los diferentes segmentos— para vaciar a pisotones las últimas bolsas de aire. Cantando todavía el estribillo de su canción, soltaron rápidamente las cuerdas del aro de soporte, donde convergían las puntas de todos los segmentos de lona, y luego abrieron las costuras hasta el borde de los aleros. No se entretuvieron en sacar una por una las cuerdas de los ojales, como las habían metido tan minuciosamente la víspera, sino que se limitaron a dar un único tirón que hizo pasar la cuerda por toda una serie de ojales. —Pero no tire demasiado fuerte —advirtió Rouleau a Edge—. En tiempo seco, la fricción podría prender fuego a la cuerda. 0 a la lona entera. Cuando estuvieron separados todos los segmentos, los hombres los enrollaron juntos y ataron con las cuerdas que acababan de recuperar. Sólo quedaba el poste central, en precario equilibrio ahora, sostenido solamente por la alcayata en la base del chanclo. Hannibal volvió a llevar a Peggy, ató su collar a una cuerda, los hombres agarraron otra y
—obedeciendo al silbato de Florian y a su grito de «iAbajo!»— tiraron («iArr!») para que el alto poste se ladeara. En el otro lado, Peggy lo aguantó («iArr!») y se movió para dejarlo caer al suelo con suavidad, mientras el chanclo se le caía encima. Cuando estuvo horizontal («iSac!»), Roozeboom corrió para quitar la alcayata del chanclo del interior del poste. Entonces Rouleau, muy de prisa («iTom!»), recogió todas las poleas y cuerdas del poste y las enrolló. A continuación («iRomp!»), todos los hombres unieron sus fuerzas para sacar las diferentes partes del poste de las abrazaderas de metal que las unían. Cuando todos los paquetes de lona, trozos de poste, bloques de poleas y rollos de cuerda («iVam, rap, adel!») estuvieron guardados en el carromato de la carpa, lo único que quedaba de la gran tienda era el círculo redondo de tierra amontonada. El fuego de la cena ya era sólo un rescoldo, pero suficiente para que Magpie Maggie Hag calentara el pote de café de cacahuete y sirviera a todos una bien merecida taza. Ella y algunos de los hombres encendieron sendas pipas y se pasaron de uno a otro una jarra de whisky y dieron a Peggy una ración de tabaco. De repente todos saltaron al oír otra vez el silbato de Florian. —iMaldita sea! —exclamó alguien—. Ojalá no hubieras encontrado este artilugio. —Ha sido el toque de queda —explicó Florian—. Mañana nos levantaremos temprano. Él, Trimm, Roozeboom y Rouleau fueron a acostarse en sus literas en el carromato de los accesorios. Edge estaba desenrollando sus mantas y el viejo y delgado jergón debajo del mismo carromato —en compañía de Yount, el negro y el Hombre Salvaje—, cuando una linterna brilló sobre su hombro y una voz cantó suavemente a su oído una versión revisada de la melodía que había oído antes en la pista: Cuando, sentado en el circo, la mirabas pasar, sabías que era a ti a quien sonreía... Se volvió y vio la cara de Sarah iluminada por la linterna. Con una sonrisa pícara, ella le preguntó: —Ha sido un día magnífico. ¿No deberíamos celebrarlo? —Aquí no hay mucha intimidad —susurró Edge. —Nos trasladaremos a los tinglados del ferrocarril y juntaremos nuestros jergones. Y allí se fueron, hicieron una cama, se desnudaron y, al cabo de un rato, Edge observó: —Obie tenía razón cuando dijo que las mujeres del circo no tienen vergüenza.
—iVaya! ¿Qué hemos hecho para escandalizar a Obie Yount? ¿Qué, en nombre del cielo, podría hacer alguien para escandalizar a un sargento de caballería? —Dijo algo sobre que Clover Lee se había desnudado delante de él. — Por Dios, esto es el circo. No tenemos intimidad, así que cultivamos los buenos modales de pasar por alto estas cosas. —Supongo que algunas personas calificarían de inmoralidad lo que tú llamas buenos modales. —Allá ellos, malditos sean. Los modales son mucho más importantes que la moral. —Es una teoría interesante. —No es una teoría, es la pura verdad. Mucha gente consideraría inmoral lo que tú y yo hacemos ahora, pero... —No me he quejado. Pero lo hacemos en privado, donde no puede molestar a nadie. Las personas inmorales no proclamamos que lo somos. En cambio, los malos modales están a la vista, donde pueden ofender e irritar a todo el mundo. —Entonces —dijo Edge—, ignoro si considerarás esto inmoralidad o malos modales, pero voy a decirte algo. Durante tu actuación, a lomos de ese caballo blanco, cuando diste el salto mortal hacia atrás y curvaste todo el cuerpo, ¿sabes qué estaba pensando? — Diablos, sí, lo sé muy bien —respondió ella, fingiendo exasperación—. Los mirones sois todos iguales. Nunca admiráis la habilidad, la gracia y la perfección de la pose. Sólo pensáis: «iEh! No lo he intentado nunca en esa posición.» — Bueno... nunca lo hice. ¿Y tú? —No. Dudo de que lo haya hecho alguien. No es exactamente una posición cómoda para mí sola, y sería incomodísima para dos. — Bien... ¿por qué no lo averiguamos? —preguntó él, en broma. Ella volvió a reír, pero salió de debajo de las mantas y echó una mirada recelosa hacia los distantes carromatos del circo. Ahora ya había aparecido la luna y no vio a nadie rondando, así que se irguió, desnuda, resplandeciente bajo el resplandor lunar, e inclinó el cuerpo hacia atrás hasta que tocó el suelo con las manos. — Ya está —dijo, mirándole entre las piernas. — Te estoy admirando —contestó él, sincero—. Tu habilidad, gracia y perfección. En aquella posición, curvada hacia atrás, lo primero que se veía era su pequeño y rubio escudo púbico, que brillaba a la luz de la luna como una flor pálida que se abriera de noche. Después de una mirada inquieta a su alrededor, Edge también salió de la cama. Siguió un rato de movimientos torpes, intentos fallidos, murmullos de ánimo y suspiros de frustración, hasta que él admitió la derrota.
—Supongo que tienes razón. Nadie lo ha hecho nunca. — Uno de nosotros tendría que estar construido de manera diferente, o los dos —dijo ella—. ¿Y si volviéramos a los métodos antiguos y comprobados? Al cabo de otro rato, cuando descansaban, Sarah inquirió: — Ahora déjame preguntarte algo. ¿Has visto alguna vez a una klischnigg? — Dios mío, no lo sé. ¿Qué es? — Sólo otro nombre para una maestra en contorsiones, una contorsionista de circo. Es la palabra que usa Florian. Creo que Klischnigg fue el nombre de una artista del pasado. Hay otros nombres: mujer de goma, serpiente humana, mujer sin huesos. En cualquier caso, es una mujer que retuerce y contorsiona su cuerpo de formas imposibles. — Pues no, no he visto nunca a ninguna. ¿Por qué? — Porque ahora que conozco tus gustos secretos —fingió un suspiro melancólico—, sé que te perderé cuando conozcas a una klischnigg. El rió y luego contestó: —Te quedará Florian. —Ya te lo dije. Si algún día dejo de inspirar deseo, me gustaría que me necesitaran. Y él no me necesita muy a menudo. —Bueno, habrá todos esos duques y condes. Probablemente podrán comprarse todo lo que necesitan. Así, cuando cautives a uno de ellos, sabrás que te desea de verdad. Ella suspiró y dijo que así lo esperaba. —Pero hasta entonces... mientras me necesites... —y se acurrucó contra él y al poco rato se quedaron dormidos. A la mañana siguiente, aunque todavía era muy temprano cuando el carruaje salió dando tumbos del solar y los carromatos lo siguieron, algunos niños de la localidad ya «jugaban al circo» en la pista abandonada, sobre las hierbas aplastadas de lo que había sido la arena del Florilegio. Hannibal y el elefante volvían a cerrar la caravana y el negro corría de un lado a otro de la calle a fin de arrancar todos los carteles posibles para su uso futuro. Florian dijo a Edge, que iba sentado a su lado: —Ha vuelto a despertarse tarde —sin aludir, por delicadeza, al hecho de que Edge y Sarah habían llegado de los lejanos confines del solar a tiempo de compartir el desayuno de Magpie Maggie Hag, consistente en gachas de maíz, melocotones en almíbar y café sintético—, así que no debe de saber (y se lo diré antes de que tenga otro berrinche por nuestra crueldad con los animales) que he ordenado al capitán Hotspur matar al otro asno y desollarlo para Maximus. Así, de paso, nos ahorraremos el tener que arrastrar sin necesidad al pobre animal a través de las montañas.
—También significa —replicó Edge— que cuando Obie y yo nos separemos de ustedes, tendrán un pesado carromato sin un triste asno para tirar de él. —Oh, no deseaba inspirar compasión... o caridad. Podemos usar a Brutus, si no hay más remedio. Como ya he dicho, no me gusta poner arneses a un valioso elefante, pero, como siempre, tendremos que solucionar los problemas a medida que se presenten. Florian seguía las calles menos empinadas de Lynchburg, que a su vez seguían la orilla del río. Los pocos adultos que habían salido de casa a hora tan temprana los miraban, sorprendidos, o saludaban familiarmente el paso de la caravana, y los numerosos niños que estaban en la calle saltaban y hacían cabriolas detrás del elefante. Llegaron a Seventh Street y al único y destartalado puente de madera de la ciudad sobre el James. Cuando lo hubieron cruzado y todos los niños volvieron a sus casas, Edge indicó a Florian que torciera hacia el oeste, a lo largo del río Road. —Si éstos fueran tiempos normales —dijo Florian, dirigiendo al caballo— , seguiríamos una ruta trazada por nuestro mensajero, que nos señalaría con dos o tres semanas de anticipación dónde teníamos que estar y en qué fecha. Conocería el estado de todos los caminos y qué clase de terreno encontraríamos para levantar la tienda: bueno, malo, regular. Sabría, en cualquier ciudad fabril, exacta mente el día de cobro de los obreros. En las regiones agrícolas, sabría cuándo araban o plantaban los granjeros y por ello no tendrían tiempo para vernos. Y sabría cuándo hacían la recolección y si era buena y cuánto dinero tendrían los aldeanos en los bolsillos. Conocería los lugares afectados por una sequía o inundación y nos haría dar un rodeo. Estaría enterado de las leyes y licencias locales y, o bien se adaptaría a ellas, o haría lo que llamamos un remiendo. Una palabra útil, remiendo. Comprende toda clase de medios para prescindir de la burocracia y eludir las leyes puritanas sobre los domingos, ahorrando así gastos y problemas innecesarios. Nuestro mensajero también conocería la ruta de todos los demás circos, representaciones teatrales cómicas y curanderos ambulantes, a fin de que no coincidiéramos nunca con ningún espectáculo rival. —Suspiró y repitió—: Si éstos fueran tiempos normales. —Bueno, lamento no poder hacer ninguna de estas cosas para usted — dijo Edge—. Sólo puedo conducirle por el paso más fácil de esas montañas del Blue Ridge. Se llama Petit Gap, lo atraviesa el James, y este camino se mantiene al nivel del río durante un largo trecho. De vez en cuando tiene que apartarse y trepar un poco por la ladera de una montaña, pero ninguno de estos lugares es un camino impracticable. Si no nos detenemos a comer al mediodía, podríamos llegar al otro lado de
las montañas, donde el río North afluye al James, justo a la hora de acampar. El día era soleado, con grandes nubes blancas flotando en un cielo azul celeste, y el paisaje era espléndido. A la izquierda del camino, el ancho río marrón se deslizaba majestuosamente, dividiéndose de vez en cuando para acomodar una isla verde en el centro de la corriente. Alrededor se levantaban las montañas del Blue Ridge, que no eran picos escarpados y siniestros, sino suaves elevaciones boscosas, depresiones y colinas redondeadas, voluptuosas como pechos, nalgas y vientres femeninos. Cualquier montaña próxima al camino estaba llena de follaje primaveral muy verde y policromas flores silvestres. En cambio, cuando la vista se abría y las montañas eran visibles a cualquier distancia, todo era de un azul suave, velado por la neblina. —No es la distancia lo que les da este aspecto —explicó Edge—. De sus millones de árboles, quizá la tercera parte son pinos, y todos exhalan una niebla de resina, la cual flota en el aire y lo tiñe todo con este matiz azul pálido. La caravana del circo viajó durante el soleado día sin ningún incidente, salvo un momento en que Tim, que volvia a conducir el furgón del museo, se distrajo y una rueda trasera cayó en una estrecha zanja de la cuneta. Pese a los esfuerzos de Tim por sacarla, empujando en las dos direcciones e intensificando el azul del Blue Ridge con sus maldiciones, el caballo Burbujas no pudo arrastrar la rueda, así que Hannibal recurrió a Peggy. El elefante sólo tuvo que apoyar su enorme frente contra la parte trasera del carromato y darle un leve empujón para poner de nuevo el vehículo en el camino. Cuando las hondonadas entre las montañas empezaron a llenarse de oscuridad y una fría niebla se elevó sobre el río, Florian sugirió a Edge que ya podían detenerse en cualquier sitio, pues había amplio espacio para acampar y mucha leña y agua, pero Edge dijo que era mejor seguir y su razón fue pronto evidente. Cuando salieron del Blue Ridge, se abrió ante ellos un valle verde y acogedor donde el sol se ponía en el oeste tras otra cordillera lejana y el aire era aún cálido y dorado. —El valle de Virginia —dijo Edge, mientras los carromatos entraban en una pradera junto al río—. Al sur hay el valle del río Roanoke, y al norte, el de Shenandoah. —No cabe duda de que es un bello lugar —observó Florian. —Incluso los indios primitivos lo pensaron. Los catawbas, los onondegas y los shawnees eran cazadores rivales y solían estar en guerra unos con otros, pero hicieron un tratado. Acordaron que este valle era tan hermoso y estaba tan lleno de caza y otras cosas buenas, que aquí cazarían todos y nunca lucharían. —Añadió tristemente—: Nosotros, los hombres blancos, no fuimos tan sensatos. —¿Ha luchado aquí?
—No en este preciso lugar, pero sí más abajo del valle, varias veces, y una vez hasta en Gettysburg, en Pennsylvania. Pero mucho tiempo antes de esto, yo vivía aquí. Es el condado de Rockbridge y nací a pocos kilómetros de este valle. —¿De verdad? ¿Cómo se llama su ciudad natal? —No era una ciudad, sólo un lugar en las tierras bajas y no tenía otro nombre que Hart's Bottom. La casa desapareció hace tiempo y toda mi familia ha muerto. Pero viví aquí, en Rockbridge, hasta que tuve alrededor de diecisiete años. Trabajé en los hornos y fraguas de hierro Jordan; los verá cuando sigamos el curso del río North, un poco más adelante. Por ese río solían bajar y subir continuamente barcos de carbón y mineral. Mientras las mujeres recogían leña y encendían el fuego, Roozeboom dio a Maximus otro trozo de asno y luego se paseó entre los carromatos, examinando todas las herraduras de los caballos antes de que los hombres los desengancharan y dejaran libres para pacer y beber. Ya había anochecido cuando la compañía se sentó a cenar, pero era una noche tibia y estrellada y la cena volvió a ser buena: pescado frito, tortas de maíz, nabos y habichuelas y corteza de melón en vinagre para postre. El café sintético se estaba acabando, así que Magpie Maggie Hag decidió reservarlo para el desayuno del día siguiente. Encontró en la pradera un poco de la planta de menta que los nativos llamaban té de Oswego y coció un pote de esta tisana. Después de cenar, todos los hombres encendieron pipas y repartieron jarras de whisky de maíz. Florian se acercó a donde Edge y Yount estaban sentados y dijo, con un suspiro de satisfacción: —Sí, Zachary, eligió usted un bonito valle para nacer. —No se encuentra tan bonito cuando uno va un poco más al norte — gruñó Edge—. Todo el maldito valle, desde Staunton a la frontera del estado, era una tierra asolada la última vez que la vimos, y eso fue sólo el otoño pasado. —¿Se libró una gran batalla? —Muchas, y todas grandes. Pero lo peor fueron los incendios, cuando el Diablo y su inspector general decidieron trasladar el infierno al valle de Shenandoah. Florian ladeó la cabeza y dijo: —Está jugando a las adivinanzas, ¿verdad? Sé que llaman Diablo a Ulysses Grant, pero no sabía que hubiera puesto los pies en el oeste de Virginia. — No lo hizo —dijo Yount—. Envió al Pequeño Phil. —Ese es Sheridan, si no me equivoco. —El valle de Shenandoah —explicó Edge— era, por así decirlo, el economato de nuestro ejército. Cereales, madera, hortalizas, ganado, caballos y ovejas. Grant envió a Phil Sheridan para que lo asolara.
Incluso hemos visto una copia de sus órdenes; decía algo así: «Dejen ese valle tan vacío, que hasta los cuervos que hayan de sobrevolarlo tengan que llevar sus propias raciones.» Y Sheridan lo hizo así. Por esto aquí se le conoce, sin mucho cariño, como inspector general del Diablo. — Pero no se limitó a apoderarse de los rebaños y comestibles — añadió Yount—. Quemó los pastos y los bosques, los graneros, molinos y granjas. Dejó a los civiles sin techo ni alimentos ni harapos que ponerse (viejos, mujeres y niños), y esto a las puertas del invierno. No es nada digno de un soldado. —¿De modo que ustedes fueron de los que acudieron a detener a Sheridan? —Acudimos para intentarlo —respondió Edge—. Lee envió a todos los hombres de que disponía. Pero los yanquis nos doblaban en número e iban armados con los nuevos rifles de repetición Henry. Aquellos días Obie y yo estábamos con el Treinta y Cinco de la caballería de Virginia. —Nos llamábamos el Batallón Comanche —dijo Yount—. Nunca nos habían derrotado, en ninguna batalla durante toda la guerra. Hasta entonces. — ¿Y cómo ocurrió? —preguntó Florian. Los rostros de los dos hombres permanecieron impasibles y miraron hacia la oscuridad de la noche, en silencio. Al cabo de un rato Edge levantó la jarra y por lo visto encontró en ella una resolución, un consuelo, una absolución o lo que fuera. Contestó sombríamente: — Sans peur et sans reproche, así era el Batallón Comanche. Hasta el pasado octubre en el valle, junto a un riachuelo llamado Tom's Brook, cerca de Strasburg. Cabalgábamos como parte de la Brigada Laurel, avanzando como refuerzo de la infantería que iba al encuentro de la división de Custer. Entonces nos sorprendió un fuego de flanco. Esto no era ninguna novedad y nunca nos había detenido, así que no existe explicación para lo que ocurrió. Nuestro avance se convirtió en retirada (no, en desbandada) hacia la retaguardia. Y lo que es peor, toda la Brigada Laurel continuó corriendo, a cinco o seis kilómetros de la batalla, y sin que nos persiguiera ningún yanqui. —Diablos —terció Yount—, Terciopelo Custer y sus yanquis estaban ocupados apoderándose de todas nuestras piezas de artillería, furgones de suministros y cajas de municiones que habíamos dejado sin protección. —Cuando por fin nos reunimos todos los que quedábamos —continuó Edge—, nuestro coronel, White, pasó lista. No tardó mucho. La Compañía F había desertado en su totalidad y las otras cinco compañías sumaban en total unos cuarenta hombres y seis oficiales. Habíamos salido con ciento cincuenta hombres. En menos de una hora, lo que había sido una de las unidades de caballería más orgullosas del ejército confederado había perdido a dos terceras partes de sus componentes,
manchado su excelente reputación y destrozado su moral sin posibilidad de recuperación. Los pocos comanches que quedaron no quisieron más contacto con ella. El coronel White formó más tarde un nuevo Treinta y Cinco con reemplazos, pero nunca más se le confió nada digno de mención. Mientras tanto, el resto de nosotros fuimos asignados a otras unidades. Obie y yo nos incorporamos al Segundo Cuerpo, en el este, junto con los otros a quienes llamaban los Desgraciados de Lee, para defender del asedio a Petersburg. —Bueno, son los avatares de la guerra —dijo Florian, con objeto de poner fin a sus tristes recuerdos. Y añadió—: ¿Qué pasa ahí? —Y se levantó, un poco vacilante, para preguntar—: ¿Le ha ocurrido algo a Maggie Hag? La gitana había desaparecido y sólo Sarah y Clover Lee lavaban los utensilios de la cena. Sarah contestó: — Sí, algo la ha trastornado. Pero no creo que esté enferma. Ha farfullado de repente que sucedía algo malo en alguna parte y tenía que consultar a los espíritus. — Oh, Dios mío —exclamó Florian—. ¿No ha dicho qué podía ser? —No, pero puedo asegurar que está consultando a los espíritus. Casi se pueden oler desde aquí. Se ha llevado una de tus jarras al carromato. Florian dejó caer los brazos, resignado. Como Edge y Yount aún estaban en posesión de la otra jarra, volvió a sentarse con ellos y explicó: —Mag tiene estos arrebatos de vez en cuando. —¿De verdad es vidente? —preguntó Yount—. ¿Ha visto alguna vez algo digno de mención? —Es dificil de decir. A veces sugiere que tomemos otro camino. Y siempre le seguimos la corriente, de modo que nunca sabemos qué hubiera sucedido en el anterior. —Florian bebió un largo sorbo e whisky y cambió de tema—. Dígame, Zachary. ¿Cómo pudo un montañés, como usted se llama a sí mismo, obtener una educación y aprender lenguas y llegar a oficial, en vez de seguir siendo un montañés ignorante? Edge reflexionó un poco antes de contestar: —Por curiosidad, más que nada. Recuerdo que, cuando era niño, mi padre solía cantarme aquella canción sobre «El oso subió a la montaña para ver qué podía ver...». Dura unos quince minutos y es muy monótona; el oso no deja de subir y al final el relato termina así: «El oso llegó a la cima de la montaña y todo lo que pudo ver...» —«Fue el otro lado de la montaña» —dijo Florian—. Sí, lo había oído. —En esta región, la gente lo considera el evangelio. ¿De qué sirve subir a la cima de la montaña cuando más allá sólo hay la otra ladera? Yo no creía esto, así que fue la curiosidad lo que me hizo marchar de aquí... y también la insatisfacción. No me entusiasmaba pasarme la vida
trabajando en la fundición del viejo John Jordan. Por esto me ofrecí voluntario cuando estalló la guerra con México. En la caballería, claro. —Entonces fue cuando Zack y yo nos conocimos —dijo Yount, con orgullo—. Camino de México. — Bueno —prosiguió Edge—, tampoco quería pasarme la vida en el ejército, pero resulté tan buen soldado que nuestro coronel Chesnutt se fijó en mí. Y cuando terminó la guerra, Jim Chesnutt tuvo la bondad de rellenar todos los formularios y recomendaciones para mi ingreso en el Instituto Militar de Virginia en calidad de algo que llaman un cadete del estado, lo cual significa enseñanza, manutención, uniformes y libros, todo gratis. — Yo continué siendo un soldado —terció Yount. —Ser un cadete del estado te impone una obligación —dijo Edge—. Cuando te gradúas, puedes elegir entre el nombramiento militar de segundo teniente y enseñar durante dos años en una escuela rural. De modo que cuando salí en el cincuenta dos, vestí de nuevo el azul y amarillo de la caballería y fui enviado a los territorios de Kansas. —Y allí, en el fuerte Leavenworth —dijo Obie—, volvimos a encontrarnos. —¿Guarnición en tiempo de paz? —preguntó Florian—. Esto sí que debe ser un empleo monótono. —iNo en las praderas ni en los años cincuenta, por todos los diablos! — exclamó Yount—. Fue cuando los territorios empezaron a llamarse la Kansas desangrada. Por todas aquellas guerras fronterizas, ya sabe... esclavistas contra los defensores del estado libre. Y en cuanto las guerras se calmaban, siempre podíamos contar con alguna clase de ofensa mormona contra la decencia o ataques indios contra una caravana de emigrantes que no se podían dejar impunes. —Uno de mis colegas tenientes de entonces era un sujeto llamado Elijah White —continuó Edge—. Al cabo de un tiempo abandonó el ejército y vino a Virginia para ser granjero. Sin embargo, cuando se inició la guerra por la independencia sudista, Lije empezó a formar su propia compañía de comandos para la Confederación. Fue más o menos entonces cuando renuncié a mi grado militar estadounidense y Obie a su alistamiento, así que vinimos para unirnos a Lije White. Cuando su compañía se integró formalmente en el ejército confederado como el Treinta y Cinco de caballería, obtuve el grado de capitán y Obie el de sargento a mis órdenes. Ya conoce el resto. Tal es la historia de mi vida. Toda ella resultado de la curiosidad... y la insatisfacción. Oh, y también mucha suerte. Florian meneó la cabeza con energía. —Considerando sus comienzos, ha recorrido un largo camino y apostaría algo a que aún progresará más. Pero la suerte significa los ases que le sirve a uno la vida. Todo cuanto le ha ocurrido, Zachary, ha sido obra de usted, lo ha ganado o ha tenido el valor de aceptarlo.
Edge respondió con sinceridad: —No me he referido con falsa modestia al gran éxito de mi vida. Diablos, cualquiera puede acercarse a ver por sí mismo cómo me he esforzado por salir del anonimato de un montañés para alcanzar este pináculo de ser un soldado sin empleo, en los umbrales de la edad mediana, viviendo de restos al borde del camino... y con todas las rosadas perspectivas de un negro libre que se presenta a las elecciones en Mississippi. —Entonces abandonó el sarcasmo—. No; pero era sincero al referirme a la suerte. Y estoy agradecido. Se ha terminado otra guerra y aún estoy vivo. Me basta con este as. Y ahora se ha vaciado esta jarra y tengo sueño. Buenas noches, caballeros. El viaje del día siguiente, por la orilla del río North, fue aún más fácil para la caravana del circo, porque el camino subía y bajaba muy gradualmente, siguiendo las ondulaciones del valle. Magpie Maggie Hag viajaba dentro del furgón de la carpa, acostada en su litera y todavía abrazada a su jarra, malhumorada a todas luces por los fantasmas de la noche anterior. El idiota rasgueaba su banjo, tocando una y otra vez las dos últimas melodías que había oído, obsequiando al paisaje con los himnos nacionales de Dixie y Francia. Esto era suficiente para avisar de la aproximación de la caravana a los pocos jinetes y otros carromatos que encontraron por el camino, pero Florian, siempre a la cabeza, gritó cada vez: «i Sujeten los caballos! iSe acerca un elefante!» En una ocasión, cuando el camino daba un rodeo y estaba a bastante distancia del río, como para conducir expresamente a los viajeros a través de un valle estrecho alfombrado con azafranes y narcisos blancos y amarillos, y rodeado y perfumado con lilas, Edge mencionó a Florian, como de paso: «Esto es Hart's Bottom y yo nací allí», indicándole unos desmoronados cimientos de piedra donde se había levantado una casa y quizá un granero o un establo, pero sin mostrar ningún deseo de parar y meditar sobre las escenas de su infancia o comunicar con los fantasmas del pasado. A media tarde los carromatos cruzaron un puente bajo sobre un arroyo y luego tuvieron que trepar por la única colina empinada y muy larga de la ruta del día. Desde la cumbre vieron praderas y bosques y un pueblo pequeño y pintoresco a unos tres kilómetros de distancia —edificios comerciales de ladrillo, residencias con columnas o pórticos y varios campanarios altos y puntiagudos, más bien demasiado juntos que desperdigados, considerando los grandes espacios disponibles. —Estamos en la cima de Water Trough Hill —anunció Edge—. Y es cierto que tiene un manantial y un abrevadero a sus pies, para los caballos que suben esta escarpada ladera. Allí está Lexington, y esas piedras recortadas y negras que ven en las afueras eran las paredes y torres de los edificios del Instituto Militar de Virginia. En el otro lado del pueblo,
después del cementerio, hay un terreno para ferias que tal vez sea el mejor lugar para levantar el circo, si nos lo permiten. Bajaron la colina, dejaron que los caballos y el elefante bebieran, agradecidos, en el abrevadero y continuaron por el camino hasta llegar a un embalse y un puente cubierto de madera nueva, todavía sin pintar, por el que cruzaron el río North y pasaron por delante de las ruinas de la academia militar. Como si hubiesen esperado al circo, todos los niños de la localidad se congregaron inmediatamente para seguirlo y bailar a su alrededor, o adelantarlo corriendo para advertir de la presencia del elefante a todos los transeúntes que iban a caballo. Los residentes adultos también se reunieron a ambos lados de la calle Mayor para contemplar la entrada de la caravana, y estas gentes no vestían monos de trabajo ni percal. Los hombres llevaban sombreros y trajes e incluso corbatas; las mujeres, faldas con miriñaque y cofias floreadas, vestidos pasados de moda en su mayoría y que se veían ajados, pero que eran sin duda sus mejores galas. Florian detuvo a Bola de Nieve y se tocó el sombrero para saludar a un caballero tan corpulento y de barba tan poblada —e incluso perfumada con ron de laurel—, que debía de ser una de las autoridades del pueblo. Florian le preguntó con cortesía sobre la disponibilidad del terreno para ferias a fin de dar una representación de circo al día siguiente. — iMañana! —exclamó el respetable caballero, escandalizado como si Florian hubiese pedido permiso para desnudarse y exhibirse—. iJamás se permitiría una cosa así en domingo, señor! —Oh, le pido mil perdones —dijo Florian, azorado—. Recordaba la fecha, pero no el día. No se nos ocurriría nunca profanar el sábat. — No es el sábat, señor. Su calendario debe de estar muy confundido. Mañana es domingo de Pascua. — En efecto —dijo Edge—. Hace una semana fue domingo de Ramos. Día de la rendición. Entregamos las armas el lunes. Parece que ha pasado más tiempo. El hombre respetable continuó: —Realmente, mañana hay una razón muy buena para la alegría y un júbilo especial, como la ha habido hoy, pero la celebración debe llevarse a cabo con devoción y dignidad, no con actos teatrales. Y en la iglesia, no en una tienda de circo. — ¿Un... júbilo especial? —preguntó Florian—. ¿Ha sucedido algo que eclipsa a la Resurrección? — ¿Dónde ha estado, hombre? La gozosa noticia debe de resonar por todos los caminos de Virginia. iEl déspota Abraham Lincoln ha muerto! —iQué! —profirió Florian—. iPero si era más joven que yo! —No ha muerto por causas naturales, señor. El gobierno de Washington ha intentado acallar la noticia, pero los hilos telegráficos han zumbado
durante todo el día. Ayer dispararon contra el tirano y ha muerto esta mañana. Florian se apoyó en el respaldo del asiento. En el interior de la tartana sonó la exclamación ahogada de las dos mujeres Coverley. Edge murmuró, horrorizado: —Dios mío. —Dios es bueno, señor —dijo el hombre respetable—. Ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. Y ya era hora, si se me permite decirlo y sin ánimo de criticar al Todopoderoso. Los despachos informan de que anoche fue también atacado el pérfido secretario Seward, pero su herida aún no ha resultado fatal. Por ello las iglesias han estado llenas todo el día de fieles que rezan para que el señor Seward no tarde en seguir a su... Edge le interrumpió, preguntando: —¿Saben quién ha cometido estos crímenes? ¿Le han apresado? —¿Crímenes, señor? —repitió el hombre, arqueando las hirsutas cejas—. Si no me equivoco, lleva usted el gris del ejército confederado. — iPor eso estoy tan ansioso de saberlo, maldita sea! ¿Fue un sudista quien mató a Lincoln? El hombre se puso rígido antes de contestar: — Maldecir en público es atentar contra la paz. Y la vigilia de Pascua... —¿Fue un sudista? — iAsí lo espero, francamente! —le ladró el hombre—. Los informes son fragmentarios, pero se supone que fue un sudista, sí. Sería muy triste para la virilidad sureña, señor, que el héroe fuera sólo un simple yanqui renegado. —iImbécil mojigato...! Florian propinó un fuerte codazo a las costillas de Edge y sacudió al mismo tiempo las riendas para poner en movimiento al caballo, diciendo por encima del hombro al caballero ofendido y encolerizado: —Gracias, señor, por darnos la noticia. Sin duda todos los miembros de nuestra caravana se unirán mañana a los fieles en su acción de gracias. —El hombre ya había quedado atrás y Florian se volvió hacia Edge—: Dijo que quería establecerse aquí. Vaya manera de solicitar la bienvenida. ¿Qué le ocurre? —¿Establecerme aquí? Si ese viejo buitre piadoso ha dicho la verdad, si Lincoln ha muerto realmente, no habrá ningún lugar en el sur donde merezca la pena vivir. Florian preguntó, incrédulo: —¿Acaso siente un afecto especial por el padre Abraham? —No. ¿Es usted tan obtuso como ese maldito idiota con quien acabamos de hablar? Si Lincoln ha muerto, ya no hay esperanzas de una paz verdadera. En especial si lo ha asesinado un sudista. Será la excusa
para que Stanton y Seward y todos los hombres despiadados de Washington pisoteen y estafen al sur, tal como han querido desde el principio. Y si ese borracho de Johnson es presidente, será su peón. Lincoln hablaba de reconstrucción, y lo que tendremos ahora será represalia, venganza y desquite. — Bueno, no desespere hasta que tengamos más noticias. Quizá todos los del gobierno de Washington han muerto. —Preguntaré por ahí, a ver qué puedo averiguar. Sin esperar a que Florian se detuviera, Edge saltó del pescante. En el interior del carruaje, Sarah y Clover Lee estaban pálidas y asustadas. Edge esperó en la calle el paso del carromato de la carpa, conducido por Yount. Caminó a su lado un momento para gritarle la noticia, añadiendo después: — Voy a buscar antiguos conocidos, tal vez encuentre alguno. Me gustaría saber algo más. Me reuniré con vosotros más tarde, en el terreno para ferias. Dicho terreno, y el contiguo cementerio presbiteriano, ocupaban la mayor parte de la cima de una pequeña colina. Cuando los carromatos entraron en él, todos se apearon y miraron hacia atrás, donde Lexington se extendía a sus pies. Al fondo del pueblo había las ruinas negras y recortadas de los edificios, cuartel, armería y polvorín del Instituto Militar de Virginia. Más cerca, algunas residencias, bellas en su día, eran también restos calcinados e incluso varios edificios comerciales de ladrillo tenían agujeros en los tejados y les faltaban trozos de pared. —Obra de los cañones del general Hunter —dijo Yount—. Bombardeó unas horas el pueblo antes de entrar en él. Entonces saqueó y quemó todo el Instituto Militar de Virginia, las casas de las personas prominentes, la Facultad de Ciencias y la biblioteca del Colegio Washington, lo cual le valió el sobrenombre de Vándalo. —Aun así, pese a tanta ruina, Lexington es un lugar bonito —dijo Sarah. — Recemos para que este bonito pueblo nos trate con generosidad — añadió Jules Rouleau con irónica irreverencia. Hacía rato que había caído la noche cuando Edge volvió al circo. Encontró la gran carpa levantada y su interior iluminado con linternas porque los hombres estaban instalando los bancos circulares. Florian salió, vio a Edge y se apresuró a ir a su encuentro, indicando el pabellón con el pulgar. — En parte para dar algo que hacer a los muchachos y en parte para anunciar nuestra presencia al pueblo, ya que no quiero pegar carteles en un momento como éste. Venga a comer, Zachary. Maggie ya está levantada y trabajando y le ha guardado algo de cena. ¿Se ha enterado de algo más? — Sí —contestó Edge, sombrío. Se acercaron al fuego y el resto de la compañía se les unió, con rostros solemnes. Magpie Maggie Hag dio a
Edge un plato de habichuelas y pan de maíz y Edge habló entre bocados—: He encontrado a un antiguo conocido, el viejo coronel Smith, era director del Instituto Militar de Virginia. Aún lo es, de lo que queda por dirigir. Ahora es el general Smith y tengo entendido que lee todos los informes telegráficos de los exploradores y espías que siguen informando. Lincoln está bien muerto, esto es seguro, y el culpable es un hombre de Maryland. Sin embargo, parece ser que tiene muchos cómplices, todos ex rebeldes o simpatizantes de los rebeldes. —Justo lo que temías —dijo Sarah. —Sí. Lo cual quiere decir que han roto la palabra de honor de Robert E. Lee. Hace una semana, el general Lee depuso las armas: no más muertes. Lo mismo hizo Grant: no más muertes. Y luego, maldita sea, uno de nosotros, de la manera más cobarde posible, dispara contra Abraham Lincoln por la espalda. Me gustaría atrapar a ese hijo de perra. Les garantizo que ha convertido la palabra «sur» en una palabra sucia, mucho más sucia de lo que fue jamás. Y también puedo garantizarles que todo el sur sufrirá por ello. —Creo que el general Smith siente lo mismo que usted —dijo Florian—. No se alegra, como ese patán que hemos encontrado en la calle. —Francis Smith es sensato. Incluso descorchó una botella de excelente centeno de Monongahela, y no es un bebedor, para dar nuestra condolencia al sur. Gracias a Dios, no todo el mundo en Virginia tiene la mentalidad de asno de un aldeano o un tendero. —Rooineks, así llamamos en mi país a esos zoquetes —terció Roozeboom. — Entonces, ¿se quedará a vivir aquí, señor Zachary? —preguntó Clover Lee. — No, señorita —respondió Edge con un suspiro—. He insinuado al general Smith que podrían volver a ofrecerme un puesto en el Instituto Militar de Virginia, pero él lo ha descartado. —Miró a los miembros de la compañía, congregados a su alrededor—. ¿Saben qué me ha dicho? Que este estado ya no es siquiera la comunidad de Virginia. A partir de ahora será, oficialmente, el Distrito Militar Federal Número Uno, tendrá un gobernador y probablemente estará bajo la ley marcial. —Ca va chier dar! —exclamó Rouleau—. Pues será mejor que nos dirijamos hacia el norte a toda prisa, antes de que nos enjaulen. Sería peor quedarnos atrapados aquí que en Wilmington. —Pero, Zack —objetó Yount—, nada de esto tendría que interferir con tu trabajo docente... lo que tenías pensado hacer. Edge rió secamente. —El instituto puede sobrevivir, pero pasará mucho tiempo antes de que pueda llamarse una academia militar o sus estudiantes, cadetes... o se les pueda enseñar asignaturas castrenses o vestirlos de uniforme. No, el general Smith y los restantes miembros del profesorado tendrán
bastante trabajo espabilándose por su cuenta. No necesitan obstáculos adicionales, como yo. —Y añadió, dirigiéndose a Florian en tono sarcástico—: Y tampoco necesitarán a su idiot savant. — ¿Qué hará, pues, Zachary? — Bueno, el general Smith dice que muchos oficiales ex rebeldes se marchan a México, para luchar por o contra Maximiliano, según el bando que los contrate. Pero, diablos, yo ya he servido bastante al otro lado de la frontera. Levantó la vista del plato de judías—. Europa suena cada vez mejor. Si aún mantiene su ofrecimiento, señor Florian, acaba de adquirir a un tirador. — iVaya! —exclamó Florian, complacido en extremo. — Y a un hombre forzudo —añadió Yount—. Y dos buenos caballos. — iVaya! —repitió Florian—. i Bien venidos, caballeros! — Welkom, meneers —dijo Roozeboom. — Bienvenus, mes amis —dijo Rouleau. — Bien venidos, muchachos —dijo Magpie Maggie Hag—. Ahora sois primeros de mayo. —Estamos en abril, señora —observó Yount. —Primero de mayo es jerga circense —aclaró jovialmente Florian—. Significa un recluta nuevo o artista temporal. Porque podemos atraer a muchos aspirantes en tiempos clementes, cuando la estación es benigna, pero sólo la verdadera gente de circo se pone en marcha cuando el tiempo aún es caprichoso. Ustedes mismos saludarán pronto como «primeros de mayo» a otros recién llegados. — Bueno, puede considerarme tan verde como a cualquier recluta nuevo —dijo Edge—. Puedo ser un tirador veterano, pero nunca he disparado de forma teatral. Tendrá que enseñarme qué personaje debo interpretar. —A mí también —terció Yount. — Lo haré encantado, encantado —contestó Florian—, pero empiecen por usar la terminología correcta. Sólo los actores interpretan. Los artistas de circo trabajan. Comenzaremos a pensar en cómo será la actuación de cada uno en cuanto... Pero fue interrumpido. Seis o siete habitantes del pueblo, sobriamente vestidos, entraron en el terreno y expresaron el deseo de mantener una conversación privada con el propietario de la empresa, así que Florian se fue con ellos a un lado de la gran carpa y hablaron largo y tendido. Luego todos se estrecharon las manos, los caballeros se marcharon y Florian volvió a la hoguera con aspecto complacido. — La suerte continúa sonriéndonos. O quizá debería decir la Providencia, incluso el Cielo, porque todos esos caballeros eran predicadores. Como mañana no usaremos nuestro pabellón, nos lo han pedido prestado para una reunión ecuménica.
La mayor parte de la compañía profirió exclamaciones de sorpresa o curiosidad, pero Tim Trimm dijo en tono agrio: —Algo huele mal. Creo que he sido salvado por todas las Iglesias que existen. Y no hay ninguna que se llame ecuménica. —La palabra significa universal, Tim. La reunión de varias sectas diferentes es una ocasión especial. Y esta ocasión es, naturalmente, la espectacular coincidencia de la Pascua con el asesinato. Los pastores esperan una gran concurrencia mañana. —Hay iglesias por todo el pueblo —persistió Trimm—. ¿Por qué necesitan una carpa de circo? Florian explicó, con paciencia: —Es cierto, todas las sectas establecidas tienen edificios imponentes, pero los hombres que nos han visitado son pastores de congregaciones menos acomodadas. Se reúnen en sus salas de estar, en tiendas vacías o donde sea. Adventistas, baptistas alemanes, evangélicos, quimbyistas, premilenarios... ya no recuerdo sus nombres. Para mañana, sin embargo, esperan una asistencia muy nutrida que no cabría en ninguno de sus locales. Por eso nos han pedido la gran carpa, a fin de celebrar un servicio que dure todo el día, quizá incluso toda la noche, para una congregación tras otra. O quizá lo oficien conjuntamente, en el verdadero espíritu ecuménico. —¿Y has dicho que si? —preguntó Sarah, incrédula—. ¿Un ateo empedernido como tú? —Los empedernidos también tenemos entrañas, Madame Solitaire, que, como las entrañas de los más devotos, requieren alimento de vez en cuando. Cada servicio terminará con un ofertorio y he pedido la mitad de los beneficios en concepto de alquiler. Ellos proponían una cuarta parte. Al final hemos acordado la tercera parte. —No cuentes con una generosidad que te engorde las entrañas —dijo Rouleau—. No, si conozco bien a estos cultos de pacotilla. —Ya sé que no nos haremos ricos —dijo Florian—, pero es mejor que tener una gran carpa llena de aire. Yount observó, en tono optimista: —Bueno, tanto si significa mucho como poco dinero, un buen servicio religioso prestará cierta santidad a la tienda. Esto hizo reír a todos, y Clover Lee dijo: —Señor Obie, si esa lona se vuelve más santa, no nos protegerá del rocío. —No importa —dijo Magpie Maggie Hag, dirigiéndose a Edge—. Ya te dije, muchacho, que la tienda es un tabernáculo. Pronto morarás en un tabernáculo. —Sí —asintió Florian—. Vámonos a dormir ahora, y mañana, Zachary, Obie, empezaremos a convertiros en artistas. iArtistes, amigos míos!
8 Por la mañana, las mujeres del circo hicieron uso de la bomba y los abrevaderos del terreno para lavar todas las prendas de vestir y disfraces de la compañía, incluyendo cierta cantidad guardada desde hacía mucho tiempo en los baúles del furgón de los accesorios, a fin de que los nuevos artistas, Edge y Yount, dispusieran de ropa para formar su vestuario. Roozeboom tendió una cuerda en zigzag entre el furgón de la carpa y el de los accesorios para que colgasen en ella la colada, que ofreció un espectáculo brillante y multicolor al sol abrileño: leotardos de lentejuelas, faldas diáfanas, mallas de color carne, levitas y fracs de colores chillones, descoloridos calzones, combinaciones y medias y un extenso surtido de ropa interior que incluía los pequeños apósitos llamados cachesexe. Después Sarah y Clover Lee se pusieron sus mejores galas domingueras —sombreros pasados de moda y vestidos tan viejos que llevaban crinolinas en lugar de aros, pero las Coverley estaban muy bonitas con ellos— y se fueron a los servicios de Pascua de la gran iglesia de piedra presbiteriana, que se levantaba enfrente del cementerio, a poca distancia del terreno ferial. La mayoría de los hombres se cambiaron los monos por trajes más elegantes y también fueron a la iglesia: Trimm, a la baptista, Roozeboom, a la metodista, Rouleau, a la episcopaliana — que era la que más se parecía a la católica en Lexington— e incluso Hannibal salió en busca de una congregación negra de una determinada secta. Para entonces, los primeros pastores ya habían llegado al terreno de ferias, llevando en un carromato un púlpito y un atril portátiles e incluso un pequeño órgano de fuelles para colocar en el interior de la gran carpa. Poco después empezaron a llegar los fieles, a caballo, a pie y en una gran variedad de vehículos. Mucho antes de que los predicadores estirasen pajas para determinar quién oficiaría primero, el terreno ferial de Lexington estaba mucho más concurrido de lo que lo había estado el circo en Lynchburg. Aunque la gente profesaba creencias religiosas diferentes, parecían haber acudido no sólo a escuchar a sus propios predicadores, sino a quedarse en los servicios de todos los demás. Florian mantuvo cerrado el carromato del museo y colocó al elefante y la jaula del león fuera de la vista, al fondo del pabellón, para que el público que no pagaba no pudiera disfrutar de ellos, pero no podía tener el día entero encadenado al Hombre Salvaje. En cualquier caso, el idiota no iba pintado ni llevaba sus pieles raídas, y se limitaron a darle el banjo y ordenarle que no se acercase a la gente. Esto le encantó. Fue a sentarse fuera de la tienda, en la parte posterior, y cada vez que oía los dos primeros compases de un himno tocado por el órgano y, casi
simultáneamente, el cántico entonado por el coro o la congregación, empezaba a rasguear —en armonía perfecta de tono y tiempo—, de modo que era una adición a la música, no una distracción. Mientras los aldeanos y gentes de los alrededores continuaban llegando por la calle Mayor al terreno ferial y a la tienda, Florian, Edge, Yount y Magpie Maggie Hag estaban sentados a la sombra del furgón de la carpa. —Maggie es nuestra modista y primera costurera —dijo Florian—. Pero antes de hablar del traje con que os vestiremos, hablemos de lo que haréis cada uno de vosotros. Tú primero, Zachary. Veamos, tienes un sable, una carabina y una pistola... —Yo solo no puedo hacer gran cosa con el sable. —Puedes blandirlo al incorporarte a caballo al desfile inicial, agitarlo y exhibirlo... —Muy bien. En cuanto a la carabina, sólo dispara un tiro. O sea que mi actuación tendrá que depender de la pistola. —Nunca he tenido una arma de seis cartuchos. Te agradecería que me explicaras cómo funciona. Edge la desenfundó. —Se carga como ese viejo rifle suyo, sólo que metiendo estas recámaras cortas en el tambor para no tener que llenar todo el cañón de pólvora y taco. Se empieza introduciendo la pólvora por el orificio de cada recámara. —Como imagino que no recibiste instrucciones de su dueño yanqui, ¿cómo supiste qué cantidad hay que echar? —Cuando me apoderé de la pistola, calculé la mejor carga disparando sobre nieve. —¿Sobre nieve? —repitieron a la vez Florian y Magpie Maggie Hag. —Me coloqué en un banco de nieve y disparé varias veces, usando un poco más de pólvora cada vez. Cuando vi pólvora sin quemar sobre la nieve, comprendí que la estaba sobrecargando y fui disminuyendo la dosis hasta dar con la carga precisa. —Ingenioso —observó Florian. —Sin embargo, ahora, para disparos de exhibición dentro de la tienda, creo que deberé usar poca cantidad de pólvora, sólo la suficiente para permitir alcance y puntería, pero no tanta como para que el proyectil vaya demasiado lejos. —Y puedas matar a una vaca que esté delante del terreno. — A continuación —prosiguió Edge—, pongo una bala de plomo aquí, en el orificio de la cámara. La bala es justo un pelo más grande que el orificio, de modo que suelto esta baqueta de debajo del cañón, que así baja, ¿lo ve? Es una palanca que empuja el émbolo, el cual coloca la bala dentro de la cámara, igual que un escobillón. Cuando ya se han llenado las seis cámaras de pólvora y balas, se ajusta una cápsula
fulminante a cada una de las seis boquillas que rodean la parte posterior del tambor. Entonces se pone el arma en el disparador, se aprieta el gatillo y se dispara. Exactamente igual que su rifle, sólo que aquí cada vez que se amartilla el arma sube la cámara siguiente y se pueden disparar seis tiros antes de volver a cargar. Yo bajo siempre el disparador, después de cargar, para que descanse entre dos boquillas; así evito que se dispare antes de necesitarla. —Una maquinaria muy bien hecha —observó Florian—, incluso su aspecto es elegante. —Se levantó—. Disculpadme un momento. Hay tanta gente, y sigue viniendo más, que conviene comprobar si los bancos aguantan bien el peso. Yount fue con él y miraron hacia el interior de la gran carpa por la abertura de la puerta principal. Los bancos estaban llenos a rebosar, ocupados principalmente por personas mayores, mujeres con miriñaque y niñas. Como no se había marcado ningún círculo, los muchachos y niños se sentaban en el suelo, alrededor del púlpito. La congregación acababa de cantar, acompañada por órgano y el banjo, ¿Nos reunimos junto al río? Ahora se acomodaban, salpicados de redondeles de sol, proyectados por los agujeros de la lona, para escuchar al predicador: —Hermanos y hermanas, éste ha sido un mes de domingos. Hace sólo dos domingos recibimos la horrible noticia de que se había roto el frente oriental del general Lee y que nuestro presidente, Gabinete y Congreso se refugiaban en Richmond y abandonaban nuestra capital al enemigo. Una semana más tarde, el domingo pasado, recibimos la noticia aún más horrible de que el general Lee se rendía con todo su ejército de Virginia del Norte. La noble guerra contra la tiranía del norte tocaba a su fin aquí, en el Viejo Dominio, y nuestra valiente Confederación dejaba de existir. El auditorio gimió y se oyeron algunos sollozos. El predicador levantó la voz y su tono triste se tornó jubiloso: —Han sido los domingos más negros de hace muchos años, pero hoy es más alegre, porque en este día, este domingo de Pascua, mientras cantamos Hosanna porque Jesucristo ha resucitado de la tumba, podemos dar las gracias al Señor porque el principal emisario de Satanás en la tierra (conocido cuando estuvo aquí como el Simio Lincoln) !ha sido devuelto al pozo de azufre de donde salió! iSí, hermanos y hermanas, el viejo Simio está ahora en el infierno, bombeando truenos a tres centavos cada uno! La gente coreó con fervor «Amén». 0bie —dijo Florian—, ¿crees de verdad que estas majaderías van a santificar nuestro pabellón? Me sentiré satisfecho si la divinidad no nos manda un rayo que lo destroce todo. Volvieron al furgón de la carpa, donde Florian propuso:
—Examinemos las prendas que las señoras han lavado y tendido. A ver si hay algo que nos dé ideas sobre vuestros números. Magpie Maggie Hag miró el montón de artículos para hombre y sugirió: —¿Un coleto de gamuza? —Hum, un coleto de gamuza —repitió Florian—. Zachary, ¿qué te parecería hacer de Guillermo Tell en su triunfo sobre Gessler el Tirano? — ¿Y quién sería el chico de la manzana en la cabeza? ¿El Hombre Salvaje? ¿De quién puede prescindir? Señor Florian, incluso un tiro bien apuntado puede bajar un poco de vez en cuando. Magpie Maggie Hag volvió a señalar y sugerir: —¿Y plumas? —Sí —contestó Florian—, es la capa de plumas que Madame Solitaire no usa desde hace tiempo. Podríamos arrancar algunas plumas y hacer un tocado. No necesitarías nada más, aparte de un simple taparrabos... —Dios mío. Si va a disfrazarme de piel roja, puedo ahorrarme el plomo y la pólvora y lanzar hachas de guerra. —iAh! ¡Espléndido! ¿Sabrías hacerlo? — No. Florian suspiró. —Bueno, supongo que será mejor volver a la primera idea. ¿Coronel Deadeye? ¿Coronel Ironsides? ¿Coronel Ramrod? ¡Eso es! Me gusta. ¿Quieres ser el coronel Ramrod, Zachary? —¿De uniforme? — Bueno, no el que llevas ahora. Lo necesitarás como traje de calle. Pero en Lynchburg adquirimos un buen surtido de prendas de uniforme. Mag, ¿verdad que podrías coser algo deslumbrante, y teñirlo? —¿Morado, como el de Hotspur? —preguntó Edge—. Casi preferiría el azul yanqui. —No, muchacho —dijo Magpie Maggie Hag—. Entonces sólo tenía añil y bayas. Ahora puedo teñirlo del color que quieras. ¿Amarillo? ¿Naranja? ¿Negro? —Negro y amarillo —contestó por él Florian—. Suena muy atractivo. Y al mismo tiempo, Mag, corta uno de esos conjuntos de chaleco y calzones para Obie. Dale forma de una piel de hombre de las cavernas (ya sabes, con un hombro cubierto y el pecho desnudo) y usa los mismos tintes. Amarillo con manchas negras de leopardo. —iCáspita! —exclamó Yount, sonriendo y golpeándose el pecho en una imitación de un hombre de las cavernas—. iAquí está el Hacedor de Terremotos! —Y ahora, la utilería —dijo Florian—. Algo pesado. —Ya tengo algo —anunció Yount con orgullo. Metió la mano en el furgón de la carpa y dio un tirón. Tres inmensas balas de cañón rodaron una tras otra y cayeron al suelo con un ruido sordo.
—Santo cielo —dijo Florian. —Granadas para las Columbiads yanquis de veinticinco centímetros — explicó Yount—. Desechos del general Hunter, sin duda. Se quemaron sin estallar, o quizá nunca las cargaron. Veinticuatro kilos cada una, lo cual es bastante pesado como juguete, incluso para un hombre forzudo. Y si les hacemos agujeros para la carga y la mecha, la gente no sabrá que están vacías. Parecerán de hierro macizo y mucho más pesadas de lo que son en realidad. —¿Dónde las has encontrado? —Allí, en el cementerio. Había una pila de catorce, muy bien amontonadas. He pensado que tres me bastarían para... —iPor Dios, Obie! —exclamó Edge—. Son un monumento en la tumba de Stonewell Jackson. —¿De verdad? —Está enterrado aquí y es probablemente el lugar más sagrado del condado de Rockbridge. —¿De verdad? Bueno, si yo fuera Stonewell, no querría tener sobre la barriga un montón de balas de cañón de Hunter el Vándalo. —No dejes que las vea ningún habitante del lugar hasta el espectáculo de mañana —aconsejó Florian—. Cuando se den cuenta de la procedencia de las balas, nosotros ya estaremos levantando el campamento. —¿Qué haré con ellas? —preguntó Yount. ¿Malabarismos, como Hannibal? Me caería tan muerto como el general Jackson. —El capitán Hotspur tendrá alguna idea. Hizo de hombre forzudo en sus tiempos. Y aquí le tenemos. Roozeboom, Rouleau y Trimm habían vuelto juntos de sus diferentes iglesias. Rouleau echó una mirada de desaprobación a la gran carpa y dijo: — Merde alors, Florian. ¿Qué hacen tus mimados predicadores? Casi se puede oír a este maldito desde el pueblo. Todos escucharon. Un ministro de una de las sectas menos moderadas estaba vociferando: — !La bestia de la Revelación, esto es lo que era Abraham Lincoln! Aquí lo dice, en la Revelación número trece: «Y se le concedió una boca para pronunciar grandes cosas y blasfemias.» ¿Y acaso no blasfemaba Lincoln, hermanos y hermanas? ¿Acaso no pronunció la abominable Proclamación de la Emancipación? Respuesta: — !Continúa, hermano! — Mirad otra vez el capítulo trece. «Y se le concedió hacer la guerra a los santos.» ¿Y acaso no hizo la guerra contra nosotros? ¿Contra todas nuestras santas creencias, tradiciones y virtudes sureñas? Respuesta: gemidos abismales.
— « Y tenía el poder de dar vida a la imagen de la bestia.»!Esto se refiere, hermanos, a que Lincoln liberó a los salvajes negros de sus amos legítimos! —Justo —murmuró Magpie Maggie Hag. —Rooineks —gruñó Ignatz Roozeboom. — ¿Desvarían las Iglesias más ortodoxas igual que estos molineros del Evangelio? —preguntó Edge. —No lloran exactamente la muerte del señor Lincoln —contestó Rouleau—, pero al menos los episcopalianos lamentan el hecho de que muriera de un disparo. — Esto me recuerda... —dijo Florian—, Zachary, una vez vi a un tirador que hacía añicos pequeñas bolas de vidrio que su ayudante le iba lanzando al aire. —Debía de ser un tirador mágico. — En realidad, no. El público creía que disparaba balas, pero de hecho había cargado su rifle con perdigones. Si podemos encontrar algo idóneo para que un ayudante lo lance al aire, ¿podrías acertarlo con tu carabina? — Usando perdigones, hasta el Hombre Salvaje lo haría. Pero no los tengo. Los perdigones no son munición de reglamento en la caballería. —Esto no es problema. Yo tengo algunos. — Pero ¿no se extrañará el público de que no haga un nuevo agujero en el techo de la tienda cada vez que disparo la carabina? — El público no cavila cuando le embarga la admiración. Muy bien, éste será el número de la carabina en tu actuación. Clover Lee puede ser tu ayudante. Ahora vienen las señoras Coverley. Y he tenido otra idea al recordar cómo disparaste contra la llama el otro día. Clover Lee, querida, ¿podrías permanecer quieta mientras Zachary dispara contra ti y tú coges la bala entre los dientes? —¿Qué? —exclamó Edge. — ¿Esa vieja castaña? —preguntó la muchacha, sin inmutarse—. ¿Y si hiciéramos una variación? Que la coja Ignatz con sus bigotes. — El capitán Hotspur no es una chica bonita. Ningún público temblará de miedo ante la idea de que le agujereen la cabeza. — Esperen... —protestó Edge. —Cálmate, Zachary —dijo Sarah—. Ya te enseñaremos el truco. No te dejaremos matar a nadie. De repente se oyó cantar bajo la gran carpa Guardando las gavillas en tono alto y melodioso. Florian hizo una seña a Trimm y Rouleau. — Entrad los dos en el pabellón y vigilad cada colecta. Entretanto, capitán Hotspur, ¿quieres dar a Obie, el Hacedor de Terremotos, algunos consejos sobre el arte de ser un forzudo profesional? Roozeboom y Yount cogieron sendas bala de cañón del general Jackson.
—Por Dios, hombre —comentó Roozeboom—. No te pones por poco, ¿eh? Se llevaron las balas al límite más alejado del terreno, donde podían ensayar sin ser observados por los fervientes partidarios de Stonewell. — Obie, ¿sabes qué es... cómo se dice... musclo? — Sí, claro. Músculos. Obie enseñó sus bíceps. — Eso. Pues bien, los musclos del cuerpo son diferentes y debes aprender sus diferentes capacidades si quieres ser hombre forzudo. Algunos musclos son largos, otros cortos, otros anchos. Los musclos largos, como los de tus brazos, son para lanzar, para levantar. Los anchos son para sostener pesos. ¿Sabes qué es el trapecio? — ¿Ese columpio colgado muy arriba, donde los acróbatas...? —iNo, no, no! El trapecio es un musclo... aquí. —Dio una palmada contra la corpulenta espalda de Yount—. El trapecio es un musclo ancho, el más duro del cuerpo. Debajo está el esplenio. —Dio una palmada contra la nuca de Yount—, que también es ancho y duro. Ahora, empecemos. ¿Has levantado antes objetos pesados? —Roozeboom dobló las rodillas y puso las manos bajo una de las balas de hierro. Yount asintió. —Sé que hay que hacer fuerza con las piernas y la espalda. No solo hay que levantarla, pues entonces uno se hace una hernia. Ja, correcto. —Roozeboom se enderezó, con la bala en las manos—. Ahora, cuando se tiene a esta altura, se puede lanzar. —Y lanzó al aire la bala de veinticuatro kilos. Entonces esperó a que cayera al suelo—. No se coge con las manos cuando baja de tan arriba o podrías romperte algo. Se coge con el cuello. —¿Con el cuello? ¿Estás loco? Roozeboom no contestó. Volvió a levantar la bala, la sostuvo con el cuerpo erguido, la lanzó a una distancia aproximada de un metro, bajó la cabeza afeitada y cogió la bala con la nuca, produciendo un sonoro ruido. Movió un poco el torso para aguantarla allí un momento en equilibrio y luego la dejó rodar hasta el hombro y la cogió en los brazos. — Caray —dijo Yount, con respeto—. Preferiría reventarme un intestino que romperme el cuello. — Requiere práctica. Desarrollas una almohadilla de musclo esplenio, que aguanta el golpe, mientras el trapecio sostiene el peso. Te lo enseñaré. Inclina la cabeza. Yount obedeció. Roozeboom colocó suavemente la bala en el declive entre el occipucio y la nuca de Yount. — Toca con la mano. La bala tiene que caer sobre la curva que hay entre la nuca y la primera vértebra. No golpees nunca esta última o te harás mucho daño. — iDios mío!
—Requiere práctica —dijo de nuevo Roozeboom, quitándole la bala de la nuca. —¿Cómo practico, exactamente? —La primera vez, y muchas más veces, te colocas la bala encima de la cabeza, inclinas ésta, la dejas rodar y la coges con el cuello. Al cabo de un tiempo, tira la bala al aire, sin fuerza, inclina la cabeza y cógela con el cuello. Lánzala un poco más arriba cada vez. Esto puedes hacerlo tú solo, Meneer Hacedor de Terremotos. Pero ahora, enséñame cómo empiezas. Cógela. —Tiró la bala al suelo. Yount dobló un poco las rodillas, una a cada lado de la bala, puso las manos debajo y se enderezó—. No, no, no. Lo haces con demasiada soltura, Obie. Finge que es diez veces más pesada. Haz fuerza. Suda un poco. —Maldita sea, Ignatz. No puedo sudar por encargo. —¿Y quién sabe si sudas o no? Lleva un trapo. Sécate la cara y las manos, mueve la cabeza, como dudando, con desesperación. A los patanes les parece real. —Yount, sintiéndose bastante ridículo, simuló secarse gotas de exasperación y terquedad—. Ja, gut. Y tienes una gran barba, que causa buena impresión en un hombre forzudo. Pero te aconsejo que también te afeites la cabeza. El cráneo suda más que todo el cuerpo. Una cabeza húmeda y brillante distingue al verdadero hombre forzudo. —Esto exige más de lo que me figuraba —dijo Yount. —Todo lo bueno merece esfuerzo. Incluso parecer feo. Ahora ponte la bala en la nuca y prueba de mantenerla en equilibrio. Klaar? Anda mucho rato así, fortalecerás los musclos. Pero ahora no; veo patanes en el terreno. Ellos no deben ver nunca ensayar. Algunos miembros de la congregación salían por la puerta principal, o bien huyendo del calor húmedo del interior o porque el órgano y el banjo entonaban Levantaos, levantaos por Jesús y ya empezaban a pasar las cestas. Una vez fuera, las mujeres se desataban las cintas del sombrero y se lo quitaban para abanicarse. Algunos hombres encendían pipas o cigarros. Los niños se dispersaban por todo el terreno ferial. Una mujer llamó a dos de ellos: —iVernon, Vernelle, portaos bien! No toquéis las cosas ajenas. Apartaos de esa ropa tendida. —Entonces gritó—: iOh, Dios mío! Corrió de un lado a otro, reunió a un grupo de mujeres y todas se pusieron a hablar en corro. Luego se acercaron a la gente del circo, y la madre de Vernon y Vernelle preguntó a Florian con acento glacial: —¿Es usted el dueño de este negocio? —Tengo este honor, madame. —Se quitó el sombrero de copa y sonrió— . El retén principal, como decimos en círculos circenses. ¿Puedo servirla en algo, madame? Una mujer muy corpulenta dijo con severidad: —Puede dejar de exhibir su dudosa moral entre personas respetables.
—¿Cómo? —preguntó Florian, perplejo. —iMire hacia allí, señor! —ordenó una mujer de nariz puntiaguda—. iA esa cuerda de tender! —Ah, la colada —dijo Florian, debidamente contrito—. Admito, señoras, que el domingo es día de descanso, pero les ruego que sean tolerantes con las exigencias del viaje por esos caminos. Tenemos que hacer lo necesario cuando podemos. Seguramente es un sacrilegio lo bastante pequeño para que... —Ya es bastante malo tender la colada en el día del Señor —dijo la madre de Vernon y Vernelle—, ipero mire lo que hay colgado al aire libre, donde todos pueden verlo! ¡Algo inexpresable! Florian pareció aún más perplejo, pero Magpie Maggie Hag preguntó: —¿Se refiere a la ropa interior? Las mujeres retrocedieron al oír la palabra, pero la corpulenta se repuso para exclamar: —iSí! ¡Es escandalosa e indecente! Florian replicó, esta vez sin contrición: —Señoras, a lo largo de los años he logrado curarme de la mayoría de virtudes deprimentes. No obstante, estoy convencido de que la moralidad debería consistir en algo más que el simple pudor. La mujer de nariz puntiaguda dijo: —No nos confundirá hablándonos con palabras sucias. Le ordeno otra vez que mire lo que cuelga de esa cuerda. i Prendas inmencionables de hombres y mujeres juntas! Sarah observó, maliciosa: —Oh, dudo de que copulen, querida. Están demasiado empapadas. ¿Lo haría usted, en ese estado? Todas las mujeres se quedaron boquiabiertas y la madre de Vernon y Vernelle dijo: —Exhibir su inmoralidad ya es bastante indecente delante de su propia hija, pero mis hijos son puros e inocentes. iSeñoras, vámonos directamente a la policía! —iJa, ja, ja! —gritó de repente Clover Lee—. ¿Qué les hace pensar, viejas chismosas, que los niños son puros e inocentes? Y con la misma rapidez, a pesar de sus amplias faldas, Clover Lee se inclinó hacia un lado y dio una lenta voltereta durante la cual la falda le colgó sobre el torso, desnudando todas sus piernas hasta que estuvo otra vez derecha. Las mujeres se alejaron graznando: «iDios Todopoderoso!», «iQué indecencia!», «iPeor que indecencia! ¿No has visto? iNo llevaba nada debajo!», y desaparecieron en el santuario del tabernáculo. —Debería darte vergüenza, Clover Lee —reprendió Sarah, con severidad fingida—. Has herido la sensibilidad de estas buenas y modestas mujeres.
—Pamplinas —replicó Magpie Maggie Hag—, las mujeres buenas y modestas están hechas del mismo modo que todas las demás. Sólo que son más fastidiosas y, como ahora Clover Lee las ha agitado, pueden causarnos problemas. —Esperemos que no —dijo Florian—. De todos modos, ve a quitar esa cuerda, Mag, o esconde su depravación en alguna parte. —Ella obedeció, justo cuando Tim Trimm y Jules Rouleau salían de la gran carpa—. Ah, aquí vienen los chicos de la cesta. A ver qué hemos recogido hasta ahora. —Parece mucho —observó Rouleau, alargándole una bolsa de papel—, pero sólo es torchecul confederado. —Ya se sabe que nadie va a echar nada valioso en una colecta política —dijo Tim—. Los predicadores no se han molestado siquiera en timarnos cuando nos han dado nuestra parte. —Parece que hay unos mil dólares —calculó Florian, removiendo los billetes viejos y arrugados—, que valen unos diez. No está mal, cuando sólo ha pasado medio día. Y de algo nos servirán, muchachos. — Entonces levantó la vista, miró más allá de Rouleau y Trimm y exclamó, sorprendido—: iVaya! ¿Qué es eso? Hannibal Tyree volvía de la iglesia donde había estado, y no volvía solo. Todos creían que el elefante continuaba encadenado detrás de la gran carpa, pero ahora vieron a Peggy siguiendo al negro por la calle Mayor y entrando tras él en el terreno ferial. Su trompa descansaba sobre el hombro de Hannibal, quien la tenía agarrada con ambas manos. Otro hombre, un hombre blanco, llevaba igualmente cautivo a Hannibal, cogiéndole de un brazo. El elefante tenía una expresión culpable y los dos hombres parecían enfadados. Los tres se acercaron al grupo de la compañía circense, y Hannibal explicó: —Mas' Florian —pero no habló con acento servil—, me he ido al servisio pensando que ustede' vigilaban a nuestra propiedad má' valiosa y, ¿qué ha pasao? Estábamo' en la iglesia cantando muy felisesy entonse la iglesia se ha vasiao y he oído uno' grito' de mil demonio' ante la puerta. Salgo y veo a todo' lo' hermano' y hermana' corriendo y a Peggy esperándome fuera. Debo decir, mas' Florian, que podrían haberla matao por el camino y haberse caído en un poso, o... —Cállate, muchacho —dijo el hombre blanco. Iba vestido de domingo, pero llevaba una estrella de hojalata en la solapa de la chaqueta. Se dirigió a Florian—: Este enorme animal ha retozado por la mitad de patios traseros de Lexington y comido todos los brotes verdes de los huertos y destrozado retretes, y falta una parte del monumento al general Jackson, y yo estoy aquí para informarle de que todos ustedes son responsables de los daños. Soy el ayudante del sheriff de este condado, !y mi propio retrete es uno de los que ha convertido en astillas!
Florian pidió mil perdones, y Edge consideró peculiar que comenzara por disculparse ante el negro. —Lo siento muchísimo, Abdullah; todos tenemos la culpa. No es ninguna excusa el hecho de que tuviéramos muchos otros asuntos en que ocuparnos. Te ruego que nos perdones a todos. Ve a encadenar a Brutus en su sitio y dale una ración de tabaco para calmar sus nervios. Hasta que Hannibal se hubo llevado al elefante, Florian dejó murmurar al hombre blanco, y entonces se volvió hacia él y dijo: —Vaya jaleo que ha armado, ¿verdad, ayudante? Bien... —añadió, sacando el pecho—, ¿puede decirme a cuánto ascenderá el valor de los desperfectos? —No, señor, aún no puedo. Casi toda la ciudad estaba en la iglesia mientras el animal cometía sus desmanes, y la mitad se encuentra en esta tienda suya. No sabré el importe total hasta que todos vuelvan a sus casas y armen un escándalo. — Por lo menos podemos empezar por pagarle a usted lo de su propio, ejem, cobertizo. El ayudante del sheriff hizo un ademán para quitar importancia al hecho. —No importa, no ha sido gran cosa. Lo malo es que Maud estaba dentro en aquel momento. No, lo que quiero decir es que los daños a la propiedad son el menor de sus problemas. Podría acusarlos de imprudencia criminal por dejar suelto a un animal peligroso como éste. Florian rió a gusto. — ¿Ese viejo paquidermo inofensivo? Mire, un elefante hembra no es más amenazador que una vaca. —Los demás miembros de la compañía habían permanecido impasibles, pero la observación de Florian hizo que Rouleau, Sarah y Clover Lee le mirasen de soslayo—. Ya habrá observado, ayudante, que el animal es vegetariano. Torpe y pesado, sí, pero violento, ni hablar. —Bueno... —dijo el ayudante del sheriff—, aún queda la cuestión de los destrozos. Después de asolar los huertos, esa bestia (si me perdonan la vulgaridad, señoras), esa bestia vació los intestinos por todas las parcelas. — ¿Qué? iSanto cielo! —exclamó Florian y se volvió hacia Edge, Rouleau y Trimm—. iId a buscar palas, muchachos! El ayudante del sheriff parpadeó. — ¿Es una sustancia peligrosa? — ¿Peligrosa, señor? Los excrementos de elefante son el abono más potente de toda la Creación. Lexington sería una jungla de hortalizas. Los pepinos llegarían a las ventanas, se necesitarían dos manos para levantar las mazorcas de maíz y las sandías bloquearían el tráfico de los caminos. Sin embargo, los recogeremos, ya que son de nuestra propiedad. La cantidad con que seamos multados aquí por los
desperfectos la cobraremos cuarenta o cincuenta veces vendiendo este rico fertilizante a cualquier plantío de los alrededores. —Conque vale mucho, ¿eh? En este caso, espere un momento, señor. Piénselo un poco. Tendrá que enviar a sus hombres a buscar la... la sustancia por toda la ciudad, recogerla con palas y traerla. Entonces será detenido mientras se estiman los daños, y por último, tendrá que pagar. ¿Por qué no llegamos a un acuerdo justo? Deje los excrementos del elefante; yo lo explicaré a la gente y los que no los quieran para sí mismos, pueden venderlos al invernadero de Gilliam. Con esto daremos por zanjado el asunto. —Bueeno... —dijo Florian—. Es muy noble por su parte ahorrarnos el trabajo, el tiempo y las multas. Creo que saldríamos ganando si vendiéramos el abono, pero —y aquí Florian agarró la mano del hombre y la estrechó— accederé a su proposición. Y aquí tiene, señor, entradas para el espectáculo de mañana. Para usted y para su esposa, si se ha recobrado de su, ejem, turbación... y para sus niños... El hombre se fue muy contento y Florian se sacó el pañuelo de la manga para secarse la frente. Los otros le miraban coro variadas expresiones. — Te he oído decir mentiras gordas otras veces, Florian —dijo Trimm—, pero que Peggy sea un manso corderito, no se lo creería ni Ananías. — Si algún patán lo hubiese pinchado con una horca —observó Rouleau— o un niño le hubiese tirado una piedra, ca me donne la cbiasse.., sabes muy bien que lo habría aplastado. Entonces sí que habríamos necesitado una pala. — iClaro que lo sé! —replicó Florian—. Y estoy muy agradecido de que no haya pasado nada semejante. Pero me niego a inquietarme sin necesidad por simples conjeturas. Ahora, Monsieur Roulette, Tiny Tim, volved a la tienda a controlar las cestas. Coronel Ramrod, busca al Hacedor de Terremotos y presentaos a Maggie para que os pruebe las prendas de vestir. Madame, mademoiselle, quitaos esas galas y empezad a preparar algo de comer. Yo iré a tratar de hacer las paces con Abdullah. Hoy puede ser el sábat de descanso y tranquilidad, !ja!, !pero mañana hay función! O bien no había muchos aldeanos a quienes asustara la indecencia, o el ayudante del sheriff había hecho correr la noticia deque el circo era pasablemente decente, porque los habitantes de Lexington y alrededores volvieron al día siguiente al terreno ferial para ver el espectáculo. No era la multitud que había asistido a los servicios religiosos, pero sí la suficiente para llenar los bancos. —La mayoría ha pagado con papel de la Secesión, claro —confió Florian a Edge—, pero algunos parecen comprender que nosotros, mortales de
carne y hueso, necesitamos una remuneración más tangible que el clero espiritual, porque hay bastantes que han pagado en plata y el resto ha traído cosas comestibles o utilizables. Un chico me ha ofrecido incluso un puñado de excrementos de Brutus. Edge se echó a reír. —Lo ha rechazado, ¿no? —Diablos, no. Le he dicho que un simple pellizco valía una entrada y le he devuelto el resto. Una buena mentira siempre es digna de ser mantenida. Magpie Maggie Hag aún despachaba entradas en el furgón rojo y hoy era Monsieur Roulette quien hablaba a los asistentes en el furgón del museo. En el interior del pabellón, el banjo del Hombre Salvaje se había añadido al popurri musical de la corneta de Tim y el bombo de Abdullah. — Entre las mercancías que hemos recibido —dijo Florian— figuran más platos baratos, así que Clover Lee puede lanzar al aire uno para ti a fin de que lo hagas añicos con tu carabina. ¿Has pensado ya el resto de tu actuación? —He ajustado la mira de mi pistola y he pasado la mañana practicando con las cargas más ligeras, haciendo caer picamineros de un árbol del fondo de aquel solar. Supongo que me ha oído. —Sí. Y he visto a Obie andando bajo el peso de una bala de cañón. Me alegra que los dos hayáis tomado en serio vuestro aprendizaje. —Bueno, no puedo meter un árbol dentro de la tienda, así que he hecho el bosquejo de un blanco. Edge lo enseñó: en el dorso de un cartel del circo había dibujado círculos concéntricos con un poco de plomo de bala. — Si me presta su lápiz, pintaré de negro los círculos y el centro. —No, no —dijo Florian—. Eres un hombre sincero, Zachary, pero la sinceridad no favorece el espectáculo. No, un blanco de papel no sirve. — Tengo que disparar a algo. —Por lo menos hoy, sacrificaremos más platos. Te diré lo que vamos a hacer. Carga la carabina con perdigones para dar a un plato en el aire. Carga la pistola con cinco balas y sólo pólvora en la cámara restante. Clover Lee pondrá cinco platillos al borde del círculo de la pista. Hazlos añicos del modo más espectacular posible; esto convencerá al público de que disparas balas de verdad. Entonces yo hablaré un poco más y tú dispararás la cámara vacía contra Clover Lee. Ella sabrá qué debe hacer entonces. —Muy bien. Usted es el jefe. O no... el retén principal, como dijo. —Estás aprendiendo. El nombre viene de esas cuerdas de retén que sostienen la gran carpa. —Señaló las cuerdas que iban de las estacas a los aleros del techo de la tienda—. Por analogía, cada artista y ayudante es también un cable de retén, y el director, el retén principal.
Se les acercaron Roozeboom y Yount, el primero cargado con una caja de madera llena de fruta y el segundo con una de sus balas de cañón. Como Magpie Maggie Hag sólo acababa de empezar a coser los nuevos trajes, Yount se había inventado uno. Iba descalzo, con la cabeza descubierta y vestido con su ropa interior, pero se había ceñido la cintura con una de las pieles del Hombre Salvaje. A cierta distancia, parecía un gigante muy pálido y musculoso, desnudo a no ser por las pieles de pelo largo y su barba. Cuando se hubo acercado, Edge se dio cuenta de que se veía muy desnudo y exclamó: —Obie, ¿qué has hecho? ¿Te has fijado en tu aspecto? —Me he afeitado la cabeza —declaró Yount, de buen humor—para que sude. Escuche, señor Florian, Ignatz y yo hemos tenido una idea para lo que él llama la culminación del número. ¿Qué le parece? Apoyará la escalera de Jules en el poste central, trepará por ella y dejará caer una bala de cañón dentro de esta caja. La caja se convertirá en un montón de astillas. Entonces me arrodillaré en su lugar e Ignatz dejará caer la bala sobre mí. ¿Qué le parece? — iAdmirable, Obie! —Florian se volvió hacia Edge y dijo—: ¿Lo ves? Esto es espectáculo. Muy bien, que se prepare todo el mundo. Pronto daré a los músicos la señal de tocar Espera al carromato, que indicará a Monsieur Roulette el momento de volcar la carga. — ¿Volcar qué? — De interrumpir la visita gratis. Dejará de hablar del museo y del león y volcará a los mirones (la gente, la carga) dentro de la tienda. En cuanto estén todos sentados, podrá empezar el desfile y el espectáculo. Zachary, ¿no tendrías que cargar tus armas? — Lo haré en cuanto madame Hag haya vendido entradas a esos rezagados. Debo pedirle que me preste un poco de harina de maíz. —¿Para qué? — Ya se lo he dicho, sólo usaré una ligera carga de pólvora en la pistola, así que quiero poner un poco de harina de maíz en el fondo de cada cámara antes de introducir la bala. —Pero ¿no se esparce una nube de polvo amarillo cuando se dispara? — No, se quema al salir del cañón detrás de la bala. Y también quema los residuos de pólvora de disparos anteriores, así que ayuda a mantener limpio el cañón. Todos los tiradores de pistola conocen este pequeño truco. — Vaya, vaya. Cada día se aprende algo. Unos diez minutos después, un estruendo de corneta y bombo acalló el murmullo expectante de la multitud presente en la gran carpa. Entonces sonó el silbato de Florian. Esta vez la cabalgata se inició con el coronel Ramrod, en solitario esplendor. Entró en la tienda montando a su tordo Trueno y dio al galope varias vueltas a la pista, con el sable en alto. Aún llevaba sus
viejas botas del ejército, pantalones azules y guerrera con botones de latón, pero Magpie Maggie Hag le había encontrado en alguna parte un tricornio adornado con una pluma enorme que le prestaba un aspecto tan arrogante como el de los célebres petimetres Stuart y Custer. Sin embargo, los espectadores no le vieron así, porque le recibieron con un aplauso entusiasta. Para sorpresa y alivio de Edge, esta ovación le hizo sentir menos como un ridículo farsante y más como un verdadero artista, de modo que intentó de buena fe actuar como tal. Mientras galopaba en torno a la pista, blandía el sable con compases de estocada, altibajo, lateral y muñequeo, floreo, quite —por lo menos, todo lo bien que podía sin un adversario a quien atacar—, haciendo centellear la hoja y provocando más aplausos del público. Algunos hombres incluso profirieron un estridente y estremecedor «grito rebelde». La corneta volvió a sonar fuera y el coronel Ramrod detuvo en seco a Trueno ante la puerta trasera. Entonces puso al caballo al paso y mantuvo el sable en posición de ataque para dirigir la gran cabalgata de artistas, caballos y elefante. Incluso se unió a la canción: «iSaludos a todos, damas y caballeros! iNo dejéis que nada os arredre...!» En el número inicial, Tim Trimm entró lentamente en la arena, envuelto en sus ropas de payaso, y fue reprendido por Florian: — Tendrías que levantarte más temprano, jovencito. El pájaro madrugador es el que se lleva el gusano, ya sabes. —iJa! Entonces el gusano se levanta aún más temprano. ¿Debo imitarle a él? Esta y otras réplicas agudas de Trimm suscitaron las risas esperadas. Pero entonces dijo Florian: —Te jactas de trabajar tanto todos los días, que seguramente disfrutas mucho de la cama por las noches. Y Timmy replicó: — No, señor. En cuanto me acuesto, me quedo dormido. Y en cuanto me despierto, tengo que levantarme. —Miró de reojo y concluyó—: De modo que no disfruto en absoluto de la cama. El público volvió a reír o una gran parte de él. También se oyeron algunos fuertes gritos de «i Qué vergüenza!» y «iDesagradable!» y «iVaya lenguaje!» —Dios, es la pandilla de arpías que vinieron ayer —dijo Madame Solitaire, que miraba entre bastidores. Florian dio una bofetada a Trimm por esta respuesta, pero en vez de imitar el sonido del cachete, Tim echó a correr, obligando a Florian a seguirle. Tim corría torpemente con sus botas y pantalones voluminosos y al final cayó de bruces al suelo. Se levantó casi en seguida, perdiendo, al correr tanto, las botas como los pantalones, de modo que las piernas cortas y delgadas parecían tijeras bajo el faldón de la camisa. Los espectadores volvieron a reír con ganas, excepto la madre de Vernon y
Vernelle y sus compañeras, que silbaron y abuchearon, gritando: «!Es una vergüenza, una vergüenza!», hasta que los demás dejaron de reír y observaron un silencio incómodo. Una de las mujeres se levantó, se volvió lentamente para recorrer las graderías con una mirada que parecía una daga y declaró en voz alta: —i Vecinos, creo que os estáis divirtiendo demasiado para ser buenos cristianos! El gentío adoptó una expresión sumisa, como si la mujer hubiese dicho la verdad. Por una vez, el carácter colérico de Tim Trimm resultó útil. Detuvo en seco su carrera tambaleante y señaló con furia a las mujeres que todavía gritaban «iEs una vergüenza!» contra el hueco de sus manos juntas. Saltó varias veces y chilló con voz estridente: — iEste espectáculo no continuará hasta que esos borrachos disfrazados de mujeres sean obligados a comportarse bien! El público volvió a retorcerse de risa —y también la gente del circo— y otros muchos dedos señalaron a las mujeres. Estas palidecieron de indignación, luego enrojecieron de azoramiento y por fin intentaron deslizarse como cangrejos hacia el extremo del banco, sin levantarse, pero esto provocó siseos entre el público —«iEsos borrachos tratan de escabullirse para ir a tomar un trago!»— y entonces las mujeres saltaron literalmente de los bancos y salieron corriendo de la tienda. Tiny Tim reanudó su número de payaso, obteniendo unas carcajadas y unos aplausos que no estaba acostumbrado a oír. Y cuando al final salió de la pista, fue recibido por sus colegas con unas aclamaciones y palmadas en la espalda igualmente insólitas. El resto de la primera mitad del programa fue tan bien acogido aquí como lo había sido en Lynchburg. Las buenas gentes de Lexington cayeron con la misma ingenuidad en el engaño del «cumpleaños de la anciana» y celebraron con el mismo entusiasmo su conversión en Madame Solitaire, y se horrorizaron del mismo modo ante el «fiero» mordisco de Maximus en el brazo del capitán Hotspur y el derramamiento de sangre de asno. El intermedio fue un tormento para Edge y Yount, porque Florian los había reservado a ambos para la segunda mitad del programa. Se confiaron mutuamente varias veces su esperanza de que ocurriera algo que prolongara el descanso indefinidamente, y también expresaron varias veces el deseo de que terminara en seguida para poder actuar cuanto antes y acabar de una vez con el éxito o el fracaso de su estreno. Como siempre, la segunda mitad empezó con la presentación de Clover Lee como pariente próxima de los generales Fitz y Robert E., y la presentación de su caballo Burbujas como un pariente no menos próximo de Viajero. Cuando concluyó el número y Clover Lee aún saludaba bajo los aplausos dedicados a ella y a Burbujas, Florian fue a la
puerta trasera de la tienda, donde Yount esperaba, nervioso, vestido con su ropa interior y las pieles, y le dijo: — Es tu turno, Hacedor de Terremotos. ¿Alguna pregunta antes de que te presente? —Sí —contestó Yount y, como abrumado por el terror a las candilejas, preguntó sin que viniera a cuento—: ¿Por qué dice siempre a la gente que aplauda a los caballos? No hacen más que correr en círculo, lo mismo que he visto hacer a los caballos de los indios. —Tienes razón, Obie —dijo Florian, respondiendo a Yount con la misma seriedad de éste—. Nuestras monturas no podrían competir con las razas puras. Pero fíjate en la salida que hace ahora Burbujas. Su paso es tan altivo como si hubiera hecho ballet aéreo. ¿Debería yo negar al animal una parte de la admiración que todos los artistas anhelan y disfrutan? —Supongo que no. No se lo escatimaría nunca, sólo quería saberlo. Florian citó en un murmullo: ¿Ha pisado más noblemente Pegaso alado que Rocinante, cojeando hasta Dios? Yount preguntó: —¿Es otro de los poemas que ha compuesto por el camino? — No, ojalá fuera así. ¿Preparado, Hacedor de Terremotos? — Sí, dentro de lo que cabe. Aunque estuvieran nerviosos o aprensivos o simplemente aterrados, tanto el Hacedor de Terremotos como los demás participantes en este número dieron muestras de una gran habilidad. Bajo una fanfarria de corneta, bombo y banjo, Florian lo presentó de forma rimbombante como «el increíble ser humano descubierto por una expedición científica que exploraba la Patagonia, nombre que en lengua argentina significa "País de los Gigantes"...». Y así continuó un rato más. —Y ahora, vestido como Hércules con las pieles de los fieros leones que ha matado con sus propias manos... !el hombre más fuerte del mundo, el Hacedor de Terremotos! Yount entró a grandes zancadas por la puerta trasera, con un porte casi tan majestuoso como el de Brutus, que le seguía montado por Abdullah, que aporreaba el bombo. El elefante arrastraba por el suelo una malla de cuerdas con las tres balas de cañón, que entrechocaban con estrépito, y el animal procuraba caminar despacio, inclinado hacia adelante, como si la carga fuese demasiado pesada incluso para un behemoth. El ex sargento Obie Yount obedeció todos los consejos que le había dado el capitán Hotspur, empezando por resoplar audiblemente cuando hizo rodar las balas de hierro desde la malla al centro de la pista. Incluso mejoró el efecto cuando se dio cuenta de que,
colocándose bajo un rayo de sol filtrado por uno de los agujeros del techo, hacía más visible su cabeza recién afeitada. Después de secarse varias veces las manos con el trapo y cambiar repetida, mínima y escrupulosamente la posición de las tres balas de cañón en torno a sus pies, realizó grandes esfuerzos —que duraron varios minutos— para levantar una sola bala con las dos manos. Mientras el público profería una exclamación tras otra, volvió a dejar la bala en el suelo, se secó otra vez —las manos, la calva, la negra barba, incluso las axilas—, volvió a levantar despacio la misma bala, se la puso bajo el brazo, se agachó y con un esfuerzo todavía mayor levantó la segunda bala con la otra mano. Estallaron los aplausos. Giró la mano para colocarse la bala bajo el brazo, sosteniendo así las dos balas entre los codos y la cintura. Esto le dejó las manos libres y, cuando volvió a agacharse, pudo coger a duras penas la tercera bala con las yemas de los dedos. Una vez logró enderezarse del todo, con las dos balas bajo los brazos y la tercera agarrada precariamente por los dedos estirados de ambas manos, el Hacedor de Terremotos ya no tuvo que fingir que estaba sudando. La apoteosis del número también fue bien. El capitán Hotspur entró al trote y trepó por la corta escalera apoyada en el poste central. El Hacedor de Terremotos, de nuevo con muchos ajustes mínimos, colocó la caja de fruta y después levantó con esfuerzo una bala de cañón y la dejó sobre un peldaño de la escalera. Entonces Hotspur y el Hacedor de Terremotos iniciaron un diálogo de gestos y gruñidos que ocasionaron más ajustes en la posición de la caja de fruta. Por fin, obedeciendo a una señal, Adbullah tocó el bombo, primero con suavidad y después con fuerza, el Hacedor de Terremotos hizo un ademán enérgico y Hotspur empujó la bala para que cayese de la escalera. El impacto convirtió la vieja caja en un montón de astillas. El Hacedor de Terremotos volvió a levantar la bala de cañón para depositarla donde estaba Hotspur, encima de la escalera, y a continuación se colocó de cuatro patas en el lugar donde había estado la caja de fruta. Ahora sudaba con tanta profusión que las gotas de sudor se veían caer de su cara al suelo, que miraba fijamente, con sus saltones ojos. Después de otro diálogo de gruñidos y otro toque de tambor de Abdullah, aún más prolongado, de pianissimo a fortissimo, con un estruendoso !bum! final, Hotspur hizo caer otra vez la bala, en el repentino silencio, de modo que su impacto contra el cuello del Hacedor de Terremotos sonó como una almádena contra el costado de un buey. El Hacedor de Terremotos exhaló un potente gruñido, que tal vez no fue simple comedia, pero su cabeza continuó en su sitio, su cuello permaneció intacto y la bala de cañón siguió donde había caído. Después de un momento muy tenso, se irguió sobre las rodillas, manteniendo la cabeza inclinada, y luego se puso de pie, con la bola de
hierro sobre la nuca. Esperó los aplausos, que fueron prodigiosos, y entonces dejó rodar la bala hasta el hombro y por el brazo extendido. En el último instante giró la mano, que quedó con la palma hacia arriba, y la bala se deslizó hasta ella. Le dio una vuelta como si no pesara nada y por último la dejó caer para que el público pudiese oír su convincente golpe sordo contra el suelo. Hubo aplausos más y más prolongados, mientras Hotspur y Trimm hacían rodar las balas hasta la malla para que Brutus se las llevase a rastras. —iLo has hecho como un consumado artista circense! —exclamó Florian, dando una buena palmada al hombro de Yount y corriendo en seguida a la arena para presentar al siguiente artista, el coronel Ramrod. —Espero hacerlo igual de bien —murmuró Edge, vacilante. El artista consumado, su sargento hasta hacía muy poco, le dijo: —Sólo has de actuar como un verdadero coronel, coronel. —Señor Obie, ha sudado mucho hacia el final —observó Clover Lee, riendo—. Apuesto algo a que ha deseado tener algo de pelo para amortiguar la caída de esa bala de cañón. —No era por eso, señorita —contestó con sinceridad el Hacedor de Terremotos—, sino porque de repente se me ha ocurrido pensar que me rompería el cuello sin remedio si alguien del público se levantaba y gritaba: «iEsas balas son las de Stonewell!» Esta observación divirtió y relajó tanto a Edge, que cuando Florian terminó su larga presentación, saltó a la pista con casi tanta soltura como Clover Lee. —!... azote de los pieles rojas, héroe de las guerras fronterizas, oficial de nuestra propia e indomable caballería confederada... el mejor tirador del mundo, coronel RAMROD! Cuando Clover Lee adoptó graciosamente la posición de V, el coronel Ramrod la imitó, levantando en alto la carabina guarnecida de latón y sosteniendo en la otra mano el tricornio con la pluma. Los espectadores aplaudieron por algo más que cortesía o expectación, porque aplaudían a su uniforme gris. —Como primera exhibición de su virtuosismo en el arte de disparar, damas y caballeros... —dijo Florian, comenzando en seguida otra tanda de superlativos. Clover Lee bailó hasta el poste central, donde estaban amontonados los escasos útiles de Ramrod, y éste, emulando la minuciosidad del Hacedor de Terremotos, frunció el ceño y fingió examinar su arma, desde la boca hasta la llave de percusión. —... sólo un disparo, sólo una bala —gritó Florian—, y por lo tanto, sólo una oportunidad de acertar el blanco en movimiento, damas y caballeros. Les daré cinco segundos para que hagan entre ustedes las apuestas que deseen. —Mientras Florian contaba despacio en voz alta,
el coronel Ramrod sintió la mirada fija de la multitud, como si él fuera el foco de un batallón de cañones de fusil—. Mam'selle... !ya puede lanzar! La muchacha lanzó el plato de lado, en dirección a la cúspide de la tienda. Ramrod tenia la carabina terciada. Sin apresurarse, se llevó la culata al hombro, amartilló el gran percusor, fingió apuntar como si realmente tuviese en el punto de mira al pequeño y pálido objeto y disparó simplemente en su dirección, seguro de que una parte de los perdigones daría en el blanco. El tiro de la carabina hizo tanto ruido, que el plato pareció desintegrarse en silencio. Clover Lee saltó alborozada como si hubiese apostado por un buen tiro y ganado. Tim Trimm entró corriendo para coger la carabina descargada, mientras la gran nube de humo azul se disipaba y los espectadores aplaudían al hombre de gris. Entonces el coronel desenfundó la pistola y la examinó con el ceño fruncido: hizo girar el tambor, contó las cápsulas, etc. Florian continuó su retahíla de frases, mientras Clover Lee llevaba los cinco platos restantes al arco de la pista que sólo tenía detrás la puerta trasera de la tienda, y fijó el borde de cada plato en el círculo de tierra de la pista para que se mantuvieran rectos. —iAtención, damas y caballeros! —reclamó Florian—. Cinco blancos y el coronel Ramrod sólo tiene seis cartuchos con que acertarlos y romperlos. Ramrod introdujo de nuevo la pistola en la funda de la cadera derecha, con la culata de nogal hacia adelante, dejando abierta y levantada la lengüeta de cuero. Caminó hasta el borde del círculo más alejado del blanco y separó un poco las manos de las caderas, un poco más abajo del nivel de la cintura, hasta que Florian gritó: «Fuego!» Lo que siguió se produjo con tal rapidez, que el estallido de la pistola pareció poner el signo de exclamación a la orden de Florian, y el primer plato de la hilera se desintegró. El coronel Ramrod se había llevado en un segundo la mano izquierda a la funda, sacado el revólver y amartillado el arma con el pulgar cuando la tuvo delante de la cara. Entonces bajó la mano izquierda, dejando al parecer la pistola levitando en el aire el tiempo justo para que la mano derecha la agarrase, apuntase con ella y apretase el gatillo... todo con tal celeridad que pareció ocurrir de modo simultáneo con la orden de Florian. Mientras el humo azul flotaba a su alrededor y el público aplaudía y Clover Lee hacía cabriolas de placer, el coronel Ramrod imprimió varios giros a la pistola con un solo dedo en el guardamonte, con un estilo impecable, y la guardó en la funda. Podría haber hecho añicos los cuatro platos restantes con la misma rapidez con que amartillaba el arma, pero el Hacedor de Terremotos le había aconsejado: «Finge que todo es realmente difícil», así que disparó contra el siguiente plato con una rodilla en el suelo, el otro, sosteniendo el revólver con la mano izquierda, y el otro, empuñando el arma en la
cadera, como si no apuntara en absoluto. Y entre tiro y tiro, se secaba las palmas contra los pantalones y el dorso de la mano contra la frente y entornaba los ojos, como si la tensión y concentración fueran casi excesivas para la resistencia humana. Cuando hizo añicos el último plato, Clover Lee y el público reaccionaron con tanta alegría como si acabara de matar el último yanqui de Virginia. — iAhora! —gritó Florian cuando pudo hacerse oír—. Ahora que el coronel Ramrod ha conseguido lo casi imposible, va a intentar lo verdaderamente imposible. Mam'selle Clover Lee, ¿tiene usted la fe suficiente en la maestría de este caballero oficial para poner la propia vida en sus manos? La muchacha pareció nerviosa y vacilante, pero sólo un momento. En seguida, noble y valiente, asintió con gran convencimiento. — Muy bien —dijo Florian—, usted decide. Damas y caballeros, ahora tengo que pedirles una quietud y un silencio absolutos, porque lo que el coronel Ramrod va a intentar ahora... !es disparar directamente al rostro de esta valiente muchacha de modo que ella pueda detener la bala con los dientes! —Varias personas profirieron una exclamación ahogada—. ¡Por favor! Silencio absoluto. Será mejor que quienes no puedan resistir la contemplación, abandonen el pabellón en este mismo momento. También deben salir los propensos a desmayos o ataques epilépticos. Ningún sonido o movimiento debe distraer al coronel Ramrod. El coronel Ramrod no pudo por menos de sonreír ante toda esta comedia, y la sonrisa no era su expresión más atrayente. La gente le miró con fijeza, algunos tomando quizá su mueca por una de melancolía frente a la perspectiva de hacerle daño a la chica, otros creyendo quizá que expresaba la auténtica naturaleza maligna que le había inducido a diezmar a los pieles rojas. Clover Lee estaba de pie, de espaldas a la puerta trasera de la tienda, con las manos en las caderas, la cabeza erguida y una expresión en el rostro de despedida a este mundo cruel. —¿Está preparada, mam'selle? —preguntó Florian. Ella no se movió ni asintió, sólo le miró de reojo—. Entonces, encomiende su alma a Dios, querida. ¿Está usted preparado, coronel? —Ramrod humedeció sus labios, pasó las manos por los pantalones, se ajustó el sombrero y asintió—. Muy bien, no diré nada más ni daré la orden de fuego. Desde este momento, señor, actúa usted por su cuenta. —Y salió de la pista. El coronel Ramrod separó los pies y adoptó una postura firme, tensa y alerta. Apuntó realmente con mucho cuidado... bajo, para que ninguna partícula de la harina de maíz todavía caliente salpicara de modo inofensivo los leotardos de Clover Lee. Después de la pausa más larga y emocionante de las actuaciones del día, disparó. Clover Lee se inclinó un poco hacia atrás y sus manos se apartaron de las caderas en un ademán inseguro, como para afianzarse, mientras el humo azul borraba
brevemente su perfil. Entonces se la vio sonreír, entornando los labios y enseñando sus dientes blancos y brillantes. La multitud exhaló el aliento contenido con un murmullo. Clover Lee se llevó la mano a la boca, se sacó un trozo de plomo de entre los dientes, lo levantó y bailó alrededor de la pista, exhibiéndolo ante el público, que aplaudía de modo atronador. Tras una vuelta entera ante las gradas, miró a un anciano sonriente, de ojos muy abiertos, que aplaudía con fuerza, y le tiró la bala. —iExamínela, señor! —gritó Florian, y la multitud empezó a calmarse— Pásela a los demás, para que todos puedan verla. La bala es una prueba muy clara de su terrible impacto contra los frágiles dientes de esta bonita muchacha. Mientras el coronel Ramrod caminaba hacia atrás por la pista, saludando repetidamente con su tricornio emplumado, comprendió que Clover Lee no había cogido a hurtadillas una bala de su bolsa de municiones y pertrechos, sino que debía de haberla recogido del suelo, detrás de los platos que hacían de blanco: una bala plausiblemente deformada por el concienzudo manoseo de los asistentes. Era posible que ahora trabajase con tramposos, pero eran tramposos profesionales y conocían su oficio. —Prometes convertirte en un verdadero artista, Zachary, ami —dijo Monsieur Roulette en la puerta trasera, donde esperaba su turno para actuar—. Esa fea mueca que has hecho justo antes de la apoteosis ha sido magistral. Ambigua. Intrigante. Edge pensó y dijo: —No he hecho más que sonreír. —Incluso yo me preguntaba: ¿teme el riesgo de matar a la chica, o le excita la idea, peutétre? La ambigüedad es un verdadero arte. —No he hecho más que sonreír —repitió Edge, y su colega se fue, dando saltos mortales hasta la pista, mientras Florian gritaba: —... El rápido, resbaladizo, flexible, elástico y ágil saltimbanqui... i Monsieur ROULETTE! Edge y Yount no tenían nada más que hacer hasta que montasen a Trueno y Rayo en el desfile final, cantando Lorena con los otros. Un poco después, cuando la gente ya se había marchado y los artistas esperaban la cena, Florian fue a felicitar al coronel Ramrod por su primera actuación. Edge estaba algo apartado de los demás, inmerso al parecer en una profunda reflexión, y sólo murmuró un agradecimiento distraído por los elogios. —¿Qué ocurre? —preguntó Florian—. ¿Los nervios acumulados ya empiezan a hacer mella en ti? —No, no, estoy muy bien. No he sufrido ningún efecto. Esto es lo que me preocupa. —¿Por qué? Edge respiró hondo.
—Me preguntaba si estoy realmente hecho para esta clase de carrera. He sido un soldado durante casi toda mi vida, enfrentado a las realidades más duras. —Lo mismo encontrarás aquí. La vida circense no se diferencia mucho de la militar. Siempre estamos en marcha, como un ejército, preocupados por la logística de vivir de la tierra. Como soldados, observamos la disciplina del deber, pero tenemos libertad, incluso licencia, cuando estamos de permiso. La diferencia principal entre el circo y el ejército es una que creo que debería atraerte. No funcionamos de acuerdo con manuales y reglamentos rígidos, de modo que tenemos un amplio margen para la improvisación y la iniciativa. No hay dos días iguales en un circo. Esperamos lo inesperado: sorpresas, obstáculos, inconvenientes, el ocasional golpe de buena suerte. Esto hace que siempre estemos preparados para cualquier eventualidad. Si alguna vez tuvieras que volver al ejército, esta experiencia haría de ti un oficial mejor. —Admito que la parte logística de un circo es bastante real, pero... ¿y la parte de exhibición? Perdóneme, señor Florian, no quiero parecer banal, pero... —Nos gusta pensar en el circo como en un arte, y yo no consideraría un arte como algo banal —respondió Florian, sin irritación—. De hecho, nuestro arte es el más antiguo... actuar. Aunque también el más efímero, debo confesarlo. Proyectamos luz en el aire, sí. Pero como la luz en el aire, no dejamos marcas, ni huellas, ni historia. Los poetas dejan pensamientos, los artistas dejan visiones... incluso los guerreros dejan actos. Nosotros sólo entretenemos y no pretendemos hacer nada más importante. Venimos a comunidades aburridas, donde personas del montón llevan vidas corrientes y les traemos un poco de novedad, un toque de exotismo. Por espacio de un día, tal vez, hacemos que esta gente eche una ojeada al oropel y la gasa, al peligro y la temeridad, a la risa y la emoción que quizá nunca han conocido. Y luego, como un sueño o un cuento de hadas, o lo que los escoceses llaman fascinación, nos vamos y caemos en el olvido. —¿Lo ve? Un soldado puede ser un peón en un juego, pero el juego en sí no es un cuento de hadas. —Los guerreros dejan actos, ¿verdad? Quieres ser recordado. Nosotros sólo queremos divertir. —Tampoco me refiero a esto. Diablos, dudo de que el general Stonewell sepa ahora, que está bajo tierra, si le recuerdan o no. Sólo quiero decir que un oficial, incluso el soldado raso más insignificante, trata mientras vive con cosas sólidas y duraderas. —¿Son verdades eternas? —preguntó Florian en tono sarcástico—. ¿Con verdades inmutables? Permite que te recuerde algo, Zachary. Hace unos años luchabas contra los mexicanos con el uniforme de la Unión. Si
ahora que la guerra ha terminado llevaras todavía el mismo uniforme azul, ¿qué supones que haría tu ejército? Luchar al lado de los mexicanos para echar a los franceses de las Américas. —Está bien, no son verdades eternas —concedió Edge, un poco molesto—, pero en un momento dado, un soldado sabe siempre dónde está. Quién es enemigo, quién es aliado, qué es negro y qué es blanco. Quiero decir que aquí, en el circo, hay momentos en que uno sabe dónde está y otros en que no lo sabe. Sí, sí, tienen realidades, como preocuparse de conseguir lo suficiente para comer y dinero para continuar. Sin embargo, llega un día en que todo cambia y entonces se encuentran ante la más pura irrealidad. Como... Sarah, por ejemplo. Sé que usted está al corriente de lo nuestro. —No es necesaria ninguna explicación, Zachary, ni ninguna disculpa. Mucho antes de que aparecieras en escena, Madame Solitaire y yo habíamos llegado a un entendimiento y a un cómodo acuerdo. Un hombre de mi edad no busca la posesión exclusiva de un amor, sólo disfrutarlo tranquilamente a intervalos. Un amor otoñal da al hombre el sobrio esplendor y el calor tibio de un crepúsculo de septiembre, sin zarandearlo con las tormentas primaverales del resentimiento o los celos. —No me disculpaba. Y tampoco me quejaba de compartirla con usted. Lo que quería decir era... bueno, que cuando ella y yo somos Sarah y Zack, se trata de algo real. Pero cuando se convierte en Madame Solitaire, es... no sé... es un cuento de hadas de tul y lentejuelas. — Edge hizo una pausa y continuó—: Quizá esto se acerca más a lo que quiero decir. Esta tarde le he oído recitar aquellos versos sobre Pegaso y Rocinante. He pensado que creía sinceramente en ellos. —Señaló la gran carpa—. Nada de cuanto dice ahí dentro suena sincero, — Oh, bueno... es teatro —dijo Florian, encogiéndose de hombros. —No es sólo usted, sino la diferencia entre Sarah Coverley y Madame Solitaire, entre Hannibal y Abdullah, entre Peggy y Brutus. En un momento dado son una cosa y al siguiente, otra. Y ahora me pasará a mí. Zachary Edge y el coronel Ramrod. En cuanto he terminado mi actuación en la pista, Jules Rouleau ha dicho que me admiraba por ser ambiguo, cuando lo único que había hecho era... —Oh, bueno... Monsieur Roulette... —dijo Florian, volviendo a encogerse de hombros. — Son todos y todo. Un momento es el negocio, como encontrar comida y pienso, y sentimientos sinceros, como esos versos suyos. Y el siguiente es pura fantasía. De lo real a lo irreal. ¿No debería ser, incluso un circo, una cosa o la otra? Florian meditó un momento y por fin señaló y dijo: Mira allí.
Clover Lee se había lavado las prendas recién usadas y las estaba tendiendo. El sol se ponía y sus rayos horizontales de color ámbar proyectaban chispas multicolores y reflejos de luz sobre los leotardos que la muchacha había colgado de la cuerda. Florian añadió: — Esa prenda está decorada con lentejuelas prendidas, brillantes, cequíes o como quieras llamarlas. Cada una de ellas es una cosa, una entidad; existe, es una escama diminuta de metal brillante. En la arena del circo, ya sea bajo la luz del sol o de las candilejas, refleja un parpadeo de color. Y el público de un circo, como no está muy cerca del artista que las lleva, ve sólo estos fulgores rojos, dorados, verdes y azules. Ahora dime, Zachary, ¿qué es más real, la escama de metal inerte o el reflejo vibrante de color? Decide esto y habrás contestado a tus propias preguntas. Y estarás además en camino de convertirte en un filósofo de bastante mérito. —Florian se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, antes de irse, volvió a preguntar—: ¿Qué es más real? ¿La lentejuela o el destello? Si la mañana siguiente hubiera sido de esas que recuerdan a un hombre que el mundo real es un lugar dentellado y granuloso de intemperies, deberes pesados, esperanzas vanas y desengaños inevitables, es posible que Edge se hubiera despertado en el mismo estado anímico de perplejidad y hubiese abandonado el circo sin pensarlo dos veces, pero el día amaneció salpicado de una luz y una belleza tan irreales, que el mundo se antojaba un lugar agradable, henchido de promesas. La aurora tiñó el cielo de rosa, un cielo con nubecillas esponjosas, blancas como la inocencia, cuyas sombras pintaban manchas esmeraldas sobre los ordinarios campos verdes y manchas de zafiro sobre las ordinarias montañas azules. El aire tibio parecía de mayo y los árboles de hojas jóvenes centelleaban por doquier como lentejuelas. Incluso el cementerio contiguo al terreno ferial parecía festivo, con los jacintos, tulipanes y junquillos que la gente había amontonado dos días antes sobre las tumbas. Y Edge notó en la cara aquella brisa familiar que sopla siempre desde lugares lejanos y llama: «Ven a ver lo que yo he visto.» Se ponían en camino esta mañana temprano. La próxima ciudad un poco grande era Staunton, a unos cincuenta kilómetros de distancia, y Florian quería recorrerlos en un día. Por esto habían desmontado la gran carpa la noche anterior y guardado en los carromatos los enseres de mayor tamaño. En aquellos momentos la mayoría de hombres cargaban los últimos objetos y enjaezaban a los caballos, deteniéndose de vez en cuando para coger una torta caliente o una tira de tocino frito que las mujeres cocinaban y repartían por turnos. — ¿Te importaría conducir a Rayo en el furgón de la carpa, Zachary? —preguntó Florian—. Nuestro Hacedor de Terremotos está un poco tembloroso.
—Un poco... !qué diablos! —gimió Yount—. Creo que ayer me rompí de verdad el cuello. iMi maldita jactancia! Con muecas, respingos y movimientos lentos, se abrió la camisa para enseñarle las magulladuras. Edge silbó y dijo: —Obie, ¿recuerdas las puestas de sol en el desierto mexicano? No tendrás que actuar más. Podemos llamarte un panorama y cobrar a la gente por venir a contemplarte. — No te preocupes, Obie —le consoló Florian—. Nuestro médico te dejará como nuevo. Docteur Médecin Roulette. —¿Qué es bueno para un cuello roto, doctor? —le preguntó Yount. —Regardez —contestó Rouleau—. Este es todo mi botiquín: vendas, linimento y láudano. Pondré linimento en la venda mientras tú bebes un poco de láudano. — Puedes viajar conmigo en la tartana, Obie —decidió Florian—. Darás menos tumbos. Media hora después, dijo: — O eso creía. Lo lamento, Obie. —El carruaje se movía de un lado a otro, dando bandazos y tumbos por un camino lleno de baches, piedras y agujeros en el que incluso Bola de Nieve tenía que vigilar dónde ponía las patas—. ¿Cómo se llama este horrible camino? ¿Y por qué es tan horrible? —Es el valle Pike, de Lexington hacia el norte —contestó Yount entre gruñidos de dolor—. Macadamizado, o solía estarlo. Una de las pocas carreteras buenas de toda Virginia. Supongo que deberíamos alegrarnos de que esté estropeada. Si siguiera en buen estado, tendríamos que detenernos a pagar peaje cada pocos kilómetros. —¿Se llevaron los del peaje todo lo recaudado, desapareciendo después? Creía que el peaje se destinaba al mantenimiento de la carretera. —No fue abandono lo que estropeó esta carretera, señor Florian. Fue la guerra. Los ejércitos rebelde y yanqui han pasado por ella sobre ruedas o herraduras durante cuatro años, atacando o retirándose. — Gimió en un tumbo—. Es una razón por la que me alegré de estar en la caballería. No teníamos que seguir los caminos; podíamos ir por los campos. Cabalgar anchos y libres. —Ah, sí. Tengo entendido que los de caballería han sido siempre los caballeros errantes de todos los ejércitos. —Bueno, no cabe duda de que yo prefería servir en esa arma que en cualquier otra. Era mejor que cavar pozos o zanjas de tiradores como en la infantería, o esquivar las grandes calabazas de hierro que se lanzaban los artilleros unos a otros. En la caballería sólo teníamos que luchar limpiamente en campo abierto. Por esto el mejor tiempo para estar en la caballería fue durante la guerra mexicana. Espacios grandes y abiertos
donde luchar, sin civiles ni pueblos que entorpeciesen el ataque. Y lo mejor de todo, estábamos lejos de todo el latón del cuartel general, de los oficiales petimetres y presumidos. Más atrás en la caravana, sentada junto a Edge en el banco del furgón de la carpa, Sarah decía: —No debes envanecerte ahora, Zachary, porque un público ha aplaudido tu actuación. Aún necesitas mucha práctica y estudio. Verás, cualquiera puede montar un número para la galería en un par de días, como tú has hecho, pero montar un número de artista puede requerir un par de años. Inventando, ensayando y perfeccionando. —No te preguntaré por la diferencia —dijo Edge—. Me imagino que vas a decírmela. —Es la diferencia entre lo vistoso y lo artístico. Un público corriente se entusiasma ante algo que parezca difícil o peligroso, pero sólo otros artistas y muy pocos espectadores entendidos apreciarán un número que sea difícil pero parezca fácil, porque se hace con habilidad, gracia y... !diantre! —El carromato dio un tumbo excepcionalmente pronunciado—. Ahora mismo estamos casi haciendo un número en la cuerda floja. Alguien dio unos golpes dentro del carromato. Edge detuvo el caballo y la puerta trasera se abrió. Magpie Maggie Hag apareció en el umbral, explicando que intentaba coser los nuevos trajes pero no podía hacerlo en unas condiciones idóneas para guisar un huevo revuelto. Dicho esto, trepó al pescante, se sentó con ellos y Edge volvió a poner en movimiento a Rayo y dijo a Sarah: —Supongo que un verdadero artista prefiere actuar ante los pocos entendidos que ante los vítores de toda una multitud. —¿No lo preferirías también tú? —preguntó ella—. ¿No lo preferías ya en la caballería? ¿No era mejor tener la estima de tus compañeros que ser aplaudido por un montón de civiles ignorantes en un tonto desfile de guarnición? —Supongo que sí. Pero no olvides que un soldado de caballería tiene que ser bueno en su profesión o pronto estará muerto. Sarah hizo una mueca de desdén y replicó: —Mierda. ¿Quieres que empiece a enumerar los números de circo arriesgados y a los artistas que murieron durante su ejecución? Bueno, lo diré de otro modo. El trabajo de la caballería es necesario. Magpie Maggie Hag terció: —Escucha, muchacho, la gente necesita el circo tanto como a los soldados. Existimos hace tanto tiempo como ellos. Los juglares y payasos, que en nada se diferenciaban de Abdullah y Tiny Tim, acompañaron a los cruzados. Los sacerdotes de los templos del antiguo Egipto, que sólo eran ventrílocuos como Jules Rouleau, hacían hablar a las estatuas de los dioses. Y la gente del circo no fue siempre
menospreciada; muchos alcanzaron una posición encumbrada en el mundo. Hubo en Roma una hija de domador, nacida en el circo, que fue bailarina circense y que en los libros de historia es conocida como la emperatriz Teodora. —Y ahora mismo, en Filadelfia —dijo Sarah—, hay una cantante monstruosa llamada el Ruiseñor de Dos Cabezas. Sólo es, o son una chica mulata, pero tengo entendido que gana seiscientos dólares semanales. Dólares de Estados Unidos. Apuesto algo a que ningún general de caballería ha cobrado jamás tanto. —No —admitió Edge, sin comentar la incongruencia de las dos mujeres al incluir en la discusión a una emperatriz romana y una mulata bicéfala. —Bueno —continuó Sarah—, quizá nunca seré tan famosa como un soldado necesario como Jeb Stuart o una artista legítima como Jenny Lind, pero lo que hago yo es circo e intento hacerlo lo mejor que puedo. Edge asintió con aprobación. —Por la estima de tus colegas, no sólo por los civiles ignorantes. —Sí. De todos modos, Florian dice que aquí en América es diferente de Europa. Afirma que allí el público más ordinario sabe distinguir la diferencia entre el arte verdadero y la mera exhibición. Magpie Maggie Hag corroboró estas palabras. —El circo americano y el europeo son tan diferentes como el teatro cómico de negros y el ballet. Una vez, en España, vi llorar a un saltimbanqui cuando terminó su actuación, de tan bien que le había salido. —Nosotras creéis que el señor Florian nos llevará de verdad a Europa? —preguntó Edge. —Lo hará o lo intentará hasta que reviente —respondió Sarah—. Y quizá tenga que reventar. Anoche, cuando sumó todas nuestras ganancias (incluyendo las de Mag y nuestra parte de las colectas durante los oficios en la tienda), obtuvo un total de cuarenta y tantos dólares federales y unos cinco mil confederados. Aunque encuentre el modo de cambiar éstos por unos cincuenta dólares verdaderos, el total no pasa de cien. —Y no es probable que tropecemos con más predicadores que necesiten alquilar un tabernáculo —dijo Edge. Sarah prosiguió: —Sacó un mapa y decidió que Baltimore es nuestra mejor esperanza para conseguir un barco. Y calculó que entre aquí y allí hay diez o doce ciudades dignas de que hagamos una parada. Si todas pagan lo mismo que Lynchburg, y si puede cambiar los billetes secesionistas que aceptamos, y si podemos subsistir por el camino sin tener que pagar, y si no nos sucede algún desastre que nos cueste dinero, podríamos llegar a Baltimore con un total de cuatrocientos o quinientos dólares.
—No sé mucho sobre travesías por mar —dijo Edge—, pero diría que cualquier compañía naviera pediría mucho más que eso para llevarnos a todos a través del Atlántico. —No a todos nosotros —dijo Magpie Maggie Hag—, sino a más que todos nosotros. —Antes de que Edge o Sarah pudieran preguntar qué quería decir con esto, añadió—: Madame Solitaire, hace mucho tiempo que no me cuentas ningún sueño. ¿No has tenido ninguno que necesite ser interpretado? —Sólo el de siempre —contestó Sarah en tono alegre—. Me caigo del caballo y hay una red que me sostiene, así que no me hago daño, pero luego no puedo desprenderme de la malla. —Y ya te he dicho qué significa. Pero aún falta mucho tiempo. Edge preguntó cortésmente: —¿Todos le cuentan sus sueños, madame Flag? No me refiero a las espectadoras, sino a la gente del espectáculo. —Todos, sí. —¿Ha tenido alguien un sueño significativo? —preguntó Sarah. —Sí. Al cabo de un momento, Sarah volvió a preguntar: —¿Quién? —No diré quién, ni qué sueños han sido, pero uno me sugiere una rueda que gira, y otro, problemas con una mujer negra. —No tenemos ninguna negra en el espectáculo —dijo Edge. —Y nadie trabaja con ninguna clase de rueda —observó Sarah, pensativa—. Maggie, ¿quieres decir que uno de nosotros va a hacer un disparate o Hannibal se casará con una chica negra, o qué? —No importa —respondió Magpie Maggie Hag—, iremos a Europa, sí, y más de los que somos ahora. —¿De modo que alguien más se unirá a nosotros? —insistió Sarah. La vieja gitana asintió dentro de su capucha, pero no dijo nada más. Tarde, aquella misma noche, Edge dijo a Sarah: —Antes de dormirte, dime una cosa. Ese sueño que has mencionado, ¿lo tienes todas las noches? —No. Sólo de vez en cuando. No lo he tenido ninguna de las noches que hemos pasado juntos, así que no espero soñarlo hoy. Pero cuando lo sueño, y esto es lo curioso, siempre es igual. Me caigo de un salto mortal, pero encima de una red. Volvían a estar acostados lejos de los otros, esta vez en un campo de las afueras de Staunton. La caravana de carromatos había llegado después de anochecer, así que habían acampado sin levantar la gran carpa. ¿Y cómo interpretó Maggie este sueño? —preguntó Edge. —Oh, murmuró un galimatías incomprensible. La malla de la red, yo enredada en ella... voy a caer en malos hábitos y seré abandona
da. Algo parecido. —Espero que no creas en semejantes cosas. Sarah se encogió de hombros dentro de su abrazo. —Lo creeré si sucede y cuando suceda. Acertó lo de la muerte de Abe Lincoln. No la mencionó para nada. Se fue a dormir temprano, quizá con dolor de estómago, y todos lo tomaron por un portento. —Bueno, espero que tenga razón en lo de ir a Europa. Y no tardaremos mucho en saber si se incorpora alguien más al espectáculo. —Su voz empezó a extinguirse a medida que se adormilaba. Me pregunto qué ocurrirá primero... —Me llano Abner Mullenax —dijo un hombre, agarrando y retorciendo la mano de Florian—. !Este espectáculo suyo, amigos, ha sido superior! Era la tarde del día siguiente, el circo acababa de terminar la función y aquel hombre había salido de la gran carpa junto con el resto de espectadores. Llevaba prendas de granjero, pero Edge calculó que no pasaba de los cuarenta años, por lo que era bastante joven para llevar uniforme... y probablemente lo había llevado: un parche negro le cubría un ojo. —El espectáculo ha sido tan estupendo, que quiero demostrarles mi gratitud —le dijo a Florian—. Voy a ofrecerles algo muy especial. Florian murmuró algo vago. Antes de que el hombre apareciera, se había quejado a Edge y Rouleau de la escasa afluencia de stauntonianos y la mala calidad de los artículos que habían cambiado por entradas. No estaba de humor para más desengaños, pero pareció sorprendido y un poco menos serio cuando Abner Mullenax continuó: —Tengo una enorme carpa multicolor que puedo poner a su disposición. Es grande como ésta y mucho más nueva. Y no me pregunten cuánto pido por ella. Sólo vengan a echarle un vistazo y si la quieren, se la regalo. Mi carreta está allí y mi casa a sólo cinco kilómetros de distancia. Si nos damos prisa, podemos salir antes de que esta gente bloquee el camino. Podrían estar aquí de vuelta con la tienda nueva antes de anochecer. ¿Qué les parece? Los tres hombres del circo se miraron, más que perplejos, pero sus expresiones coincidieron: ¿por qué no? Fueron con Abner Mullenax hasta su destartalada carreta y subieron a ella; Florian se sentó a su lado en el pescante y Edge y Rouleau ocuparon la parte posterior, este último vestido todavía con sus chillonas ropas de circo. Mullenax agitó con fuerza las riendas para poner en movimiento al mulo del arado y consiguieron anticiparse al resto del público, que aún se dispersaba. Recorrieron una corta distancia por el Pike y después tomaron un camino de tierra y, exceptuando una digresión —«Hay una jarra ahí
atrás, amigos, debajo de la paja. Beban lo que quieran y luego nos la pasan»—, Mullenax habló de su tienda durante todo el camino. —... una cosa espléndida y flamante de verdad. La he guardado durante toda la guerra. Mi mujer y mis hijas querían cortarla para hacerse vestidos y otras cosas, pero no las dejé. Una cosa como ésa no se corta a pedazos. Ha de guardarse entera y, por Dios, que así lo he hecho. Florian pudo por fin decir unas palabras: Perdone, señor Mullenax, pero... — Llámeme Abner. Tenga, beba un trago. Florian bebió un sorbo del whisky de maíz y volvió a intentarlo: —Ejem, Abner, ¿en qué circo estaba? — ¿Yo? —Se echó a reír—. En ninguno, hasta ahora, a menos que usted cuente la batalla de First Manassas. —Bebió un buen trago de la jarra—. ¿Quiere decir de dónde he sacado la tienda? La encontré, después de ser licenciado del ejército por invalidez. Me alisté pronto, perdí el ojo con el que suelo apuntar, por culpa de una bala en Manassas, y dejé pronto el ejército. Volví a mi granja y allí estaba la carpa, en mi tierra. —¿Encontró una carpa de circo? Mullenax le miró con un ojo inyectado en sangre. —!No creerá que pude robar una cosa de ese tamaño! — No, no, claro que no. Pero es casi tan difícil de creer que un circo levantara la carpa en su tierra y luego se fuera, dejándola abandonada. —No estaba montada, sólo tirada en el suelo. Yo tampoco podía creerlo. Era como si hubiese llegado volando desde alguna parte. — iVaya! —exclamó Florian, estupefacto—. Se la pudo llevar el viento. Nunca lo he visto, pero es posible. Aunque no puedo imaginar que la gente del circo no la persiguiera para cogerla. Abner Mullenax alternó los sorbos de whisky con discursos sobre su breve servicio militar durante el resto de la hora que tardaron en llegar a la granja, un lugar tan destartalado como su carreta. Sólo los saludó el débil ladrido de un perro— ninguna de las mujeres mencionadas por Mullenax— y una familia de cerdos, que gruñeron y chillaron con el vigor del hambriento. Los hombres bajaron del carro y Mullenax, un poco vacilante, los condujo a la parte posterior del granero y a un almiar que procedió a revolver con energía. — ¿Ven como la he cuidado bien? Fuera de la intemperie y de la vista. Incluso las dos ocasiones en que me visitaron los yanquis, se tuvieron que contentar con un cerdo o dos que dejé a su alcance. No entraron a buscar aquí. Cuando hubo apartado el heno suficiente, vieron que ocultaba otra carreta de aspecto vulgar, pero cubierta por gran cantidad de tela doblada y rollos de cuerda. Edge y Rouleau se acercaron para ayudar a Mullenax a apartar más heno, hasta que vieron que la tela era mitad
granate y mitad blanca y llevaba cosidas unas enormes letras de tela negra. Curiosamente, las cuerdas eran más delgadas que las corrientes de circo, y de una fibra más fina, y parecían formar una especie de malla. Cuando hubieron descubierto todo el carro, vieron en seguida las tres grandes letras superiores, que eran «RAT». —Ma foi! —exclamó Rouleau, anonadado—. No me extraña que sus mujeres quisieran cortarla. Este género es seda. Florian le dio un fuerte codazo para hacerle callar, pero Edge estaba en el otro lado de la carreta y nadie pudo evitar que comentase: —Sí, fina seda japonesa, y doble, además. Y estas cuerdas son de lino. —Entonces rió. Confundiendo la expresión del rostro de Edge, Mullenax inquirió, preocupado: —¿No sirve una tienda de seda? —Oh, estoy seguro de que podemos hallarle alguna utilidad... —empezó Florian, pera Edge le interrumpió. —Señor Mullenax, esto no es una carpa de circo. — ¿Qué? —exclamó el granjero, e hipó. ¡Pero si esta monstruosidad es dos veces más grande que mi casa! —¿Encontró con ella una especie de cesta? ¿Una gran cesta de mimbre? —preguntó Edge. — Pues, sí —contestó Mullenax, mirando a Edge como las mujeres del público miraban a Magpie Maggie Hag cuando recitaba oráculos—. Está debajo de la tela, y si fuera de zinc sería lo bastante grande para que se bañaran en ella dos o tres hombres. Y hay otras cosas... madera, latón, caucho. Pensaba que era utilería del circo. Edge se volvió hacia Florian, cuyo aspecto era a la vez perplejo e irritado. —¿Quiere que lo desdoblemos un poco, señor Florian? Estas letras rezarán «SARATOGA». —No importa dijo Florian, con cierto mal humor—. Me imagino que lo ha visto antes. ¿Qué es? —Nunca había visto éste, pero he oído hablar de él. Es un globo de observación yanqui. —iPor todos los diablos! —farfulló Mullenax. —Hace cuatro años —explicó Edge—, después de First Manassas, cuando los rebeldes estuvieron a punto de tomar Washington, los yanquis abrigaron serios temores sobre la seguridad de su ciudad y la rodearon de toda clase de sistemas defensivos, incluyendo el Cuerpo de Globos. Todos los globos tenían su nombre. Este, Saratoga, estaba en Centreville, y un hombre subía a bordo todos los días para escudriñar posibles movimientos rebeldes en la estación de Manassas. Entonces se levantó un vendaval de noviembre, y los globos no pueden permanecer muy altos cuando hay viento. Los yanquis bajaron el Saratoga lo
suficiente para que el observador pudiera abandonarlo de un salto, pero el globo se les escapó. El viento del norte se lo llevó como a una hoja de otoño. Nadie supo nunca qué había sido de él. —Bueno —dijo Mullenax—, me alegro de haber sacado algo de Manassas. iPero lo he guardado todo este tiempo como una maldita joya de familia y ahora, mierda! ¿De verdad que no les sirve? — Mais, oui! —gritó Rouleau, con los ojos brillantes—. Un circo que pueda presentar la ascensión de un globo... iuy! —Le habían propinado otro fuerte codazo. —No vale nada para nosotros, Abner —dijo en seguida Florian—, pero supongo que podremos usarlo para algo. El problema principal es el transporte. —Oh, qué diablos —exclamó Mullenax—. Déjelo en la carreta tal como está. Iré a buscar la mula, la engancharé y se lo llevaré hasta el circo. — Esto es muy generoso, pero nosotros no tenemos dónde ponerlo. Todos nuestros carromatos ya están llenos a rebosar. —Maldita sea, hombre. Abner Mullenax nunca hace un regalo a medias. También les doy esta carreta y la mula para tirar de ella. Sólo tiene que decir si las quiere. — Está bien, sí, las queremos —dijo Florian, aturdido y casi suspicaz—, pero no querríamos abusar de usted. Nos hace una espléndida oferta, señor, pero no puedo evitar preguntarme... —Se abstuvo de sugerir la posible influencia de la jarra de whisky en esta transacción sin precedentes—. Quiero decir... ¿no nos pide nada a cambio? Nos da un globo, algo que probablemente no usaría nunca, pero ¿y la mula y el carro? Ambos son necesarios para un granjero. — Sólo si continúa siendo un granjero —contestó Mullenax, con un destello de astucia en su ojo inyectado en sangre—. ¿Puedo enseñarles otra cosa? Los condujo a una pocilga maloliente donde un puerco, un par de cerdas y tres cerditos se revolcaban en el barro, haciendo más ruido del que Maximus el león había hecho en su vida. — ¿Han visto alguna vez un cerdo amaestrado? — Pues... sí. — Ahora verán a otro. Una escalera corta y tosca, de factura doméstica, estaba apoyada contra la pared exterior de la pocilga. Mullenax la levantó por encima de la pared y la dejó apoyada en el interior. Al instante, uno de los cerditos se arrastró por el lodo hasta la escalera, agitó escrupulosamente las patitas para desprender la suciedad, subió por los peldaños con la agilidad de un gato, se detuvo, orgulloso, dio media vuelta y bajó otra vez. Otro cerdito se acercó para hacer lo mismo, y después el tercero. Mullenax sacó la escalera antes de que pudieran repetir la secuencia.
— iVaya, qué bonito! —exclamó Florian—. ¿Los ha amaestrado usted, Abner? —No. No mentiré para jactarme de ello. El caso es que si se coloca una escalera delante de cualquier cerdo, que no sea demasiado pesado, trepará por ella tal como trepa por los peldaños de una valla en el campo. No sé por qué, les gusta hacerlo. —No lo había oído decir nunca. —Poca gente lo sabe. Yo tampoco lo sabía hasta que me enteré por casualidad. Un día puse la escalera aquí dentro y se lo vi hacer. —Es gracioso —dijo Florian. Hubo un corto silencio durante el cual el único ojo de Mullenax le miró con expresión implorante. Florian añadió— : Supongo, Abner, que quiere vendernos los cerditos como condición para darnos el... —iNo, señor! Todo lo que les pido es que se lleven a los cerditos junto con el globo, la carreta y la mula. Y conmigo. Los hombres del circo le miraron con ojos desorbitados y por fin Rouleau preguntó: —¿Quiere huir con el circo, mon vieux? —Eso es. Quiero que me contraten, a mí y a estos cochinillos, como un número de circo. Ustedes fijan el salario, o trabajaremos sólo por la manutención. — Hummm —murmuró Florian—. Veamos. Cerdos. Jabalíes. Jabalíes salvajes de Tasmania. Parche de ojo... pirata... capitán Kidd. No, ya tenemos un capitán... —Amigos, no quiero atosigarlos —dijo Mullenax—, pero tengo razones para apresurarme. — iHecho! —decidió Florian—. iBarnacle Bill y sus salvajes jabalíes de Tasmania! — i Yiihuuii! Mullenax profirió el penetrante grito rebelde, sobresaltando a toda la granja. Incluso los cerdos enmudecieron. — Ha mencionado a su esposa e hijas, Abner —recordó Florian—. ¿No debería hablar con ellas? Al fin y al cabo... —No están aquí. Las llevé a ver su circo. — ¿Se ha marchado, dejándolas allí? —Vendrán a pie cuando se cansen de buscarme. O algún vecino las traerá en su carro. Por eso tengo prisa. Podemos volver por otro camino, para no encontrarlas. — ¿Piensa desaparecer, simplemente? —preguntó Edge—. ¿Sin despedirse? ¿Sin decir nada? — Usted no conoce a mi mujer y mis hijas, coronel. Si es afortunado, no las conocerá. Y si es aún más afortunado, no tendrá nunca esposa e hijas propias.
—Pero ¿no saldrán en su persecución? —preguntó Florian—. No dejamos la ciudad de modo inmediato. Hoy ha habido tan poco público, que nos quedamos para hacer otra función mañana. No nos marcharemos hasta pasado mañana, e incluso entonces no desapareceremos como una nube en el horizonte lejano. Un circo viaja a ritmo muy lento. —Esta colmena de hembras ha deseado perderme de vista desde hace muchísimo tiempo. Si los animales y yo permanecemos ausentes mañana y los seguimos a ustedes cuando se marchen, no es probable que las mujeres nos vayan a la zaga. Pensarán que valía la pena perder una mula y unos cochinillos para deshacerse de mí. Vamos, muchachos, échenme una mano. Con Mullenax en las riendas y Florian, Rouleau y Edge sentados en el pescante para no estropear la preciosa carga de seda y lino que llevaban en la carreta, cada uno apretando en sus brazos a sendos cerditos, inquietos y chillones, dieron un rodeo hasta el terreno del circo y no encontraron por el camino ni a la señora ni a las señoritas Mullenax. En el trayecto, Rouleau preguntó interesado a Edge qué más sabía sobre globos y las técnicas de su funcionamiento. —No mucho —confesó Edge—; he visto varios flotando en el aire. Globos yanquis. Creo que los confederados intentaron elevar globos unas cuantas veces, pero yo sólo vi uno en una ocasión. Lo llenaron de gas en la fundición de Tredegar. —Arrétez. ¿Qué clase de gas? —Lo ignoro, maldita sea. Pero el Cuerpo de Globos yanqui tenía máquinas tiradas por caballos que lo fabricaban sobre el terreno, dondequiera que se necesitara. Las vi por un catalejo, pero no sabría decirte nada sobre ellas. Sólo un par de grandes cajas de metal pintadas de azul claro, montadas en furgones corrientes, y muchas mangueras en todas direcciones. —Hemos de aprender todas esas cosas —dijo Rouleau en tono concluyente—. Hemos de convertirnos en aeronautas. Poseer un globo y no elevarlo sería una vergüenza. Una atrocidad. C'est tout dire. Tiene que volar. A la mañana siguiente, Hannibal montó a Peggy por todo Staunton, golpeando su bombo y gritando invitaciones, mientras Tim Trimm recorría la ciudad montado sobre Burbujas, pegando y clavando carteles. Obie Yount pasó la mañana practicando, dolorosa pero obstinadamente, con sus balas de cañón. Se había convencido a sí mismo de que la escasa afluencia de público de la víspera era culpa suya porque estaba demasiado dolorido para actuar como Hacedor de Terremotos, y no se convenció de lo contrario cuando toda la compañía le aseguró que Staunton no podía estar esperando a un Hacedor de
Terremotos. Los demás artistas pasaron la mañana de modo más placentero, sacando el globo de su largo confinamiento y desdoblándolo sobre el terreno para admirarlo. Abner Mullenax permaneció en un lado, orgulloso, y desayunando el contenido de un tazón —parecía tener una cantidad ilimitada de ellos—, mientras sus nuevos colegas se paseaban de un extremo a otro de la gran extensión de tela y alrededor de las cuerdas y cesta de mimbre, haciendo comentarios encomiásticos, calculadores o entusiastas. Sarah leyó el nombre del globo y dijo: — Saratoga. Una vez ejecuté desnuda el número «Mazeppa» en la sala de convenciones de Saratoga Springs. Cuando esto esté hinchado, será dos veces más alto que aquella sala. — Sí, la maldita bolsa es gigantesca —asintió Roozeboom.Florian tocó la tela y dijo: —Está cubierta por una capa de barniz elástico que debe de servir para hacerla impermeable. —Mis conocimientos geométricos se han oxidado un poco, pero supongo que estamos ante unos mil doscientos metros de seda pongis —observó Edge. —iCaray! —exclamó Magpie Maggie Hag, lamiendo sus labios delgados casi con voluptuosidad—. iCuántos trajes nuevos podría hacer! Para todos los del espectáculo. —Jamais de la vie! —dijo Rouleau con severidad—. Esto no es un armario de ropa blanca, madame; esto podría ser la base de nuestra fortuna. —No a menos que encontremos una manera de hincharlo —observó Edge. El objeto de su contemplación era, incluso desinflado, algo impresionante. La parte de seda medía, extendida, dieciséis metros en su punto más ancho. —Hinchado, tendría unos diez metros de diámetro —calculó Edge, volviendo a su geometría— y el doble de longitud. Un monstruo en forma de pera con franjas alternas de color granate y blanco, con nesgas meticulosamente superpuestas, engomadas y reforzadas. El extremo más estrecho de la pera se convertía en un tubo hueco terminado por una espita de latón de la que colgaban una cuerda azul brillante y una correa roja. La cuerda azul recorría todo el interior del globo, conectada a un complicado dispositivo de válvulas, hechas de caoba, latón y caucho y cosidas en la misma punta del bulbo superior del globo. —La correa roja también parece subir por todo el interior —dijo Florian— , pero que me maten si sé para qué sirve.
—Creo que ya lo veo —dijo Magpie Maggie Hag, ante la sorpresa general—. Una nesga de arriba está superpuesta y cosida de modo muy superficial. —Ah, bien entendu! —exclamó Rouleau—. Cuando uno ha usado con cautela la cuerda azul, a fin de abrir la válvula superior para que descienda y aterrice, ha de tirar de la correa roja para desprender ese panel. Así se deja salir el gas restante para deshinchar el globo, con objeto de no arrastrar la cesta por el suelo. Después tiene que volver a coserse antes de la siguiente ascensión. La parte superior del cuerpo blanco y rojo del Saratoga estaba cubierta por una fina red de cuerda de lino, ahora suelta y lacia, pero que se ceñiría estrechamente al globo cuando estuviera hinchado. Los extremos inferiores de las cuerdas de lino estaban recogidos bajo el globo, firmemente sujetos a un robusto aro de suspensión, hecho de madera y de un metro y medio de diámetro. De este aro, y de cuerdas menos numerosas pero más gruesas, pendía la oblonga góndola de mimbre, cómoda para dos personas, pero un poco justa para tres. Edge llamó la atención general hacia el hecho de que en el fondo de la cesta se había colocado una lámina de hierro. —Está blindada —dijo— para que el observador no resulte herido en los... ejem... entre las piernas por tiradores que le disparen desde tierra. Sin embargo, no corre mucho peligro, excepto cuando se eleva o desciende, porque en el aire está fuera del alcance de los disparos de rifle. —La seda ha resistido intacta a los dobleces —observó Florian—, pero me he dado cuenta de que la malla de lino se ha deshilachado y abierto en algunos lugares. Como la malla es lo que aguanta al aeronauta, será mejor que la aseguremos. Capitán Hotspur, le agradeceré que haga los remiendos necesarios en sus ratos libres. Y, Mag, deja de poner esa cara de desengaño. Ya te encontraremos en otra ocasión una tela bonita con que trabajar. Entretanto, aún tienes que terminar los trajes para Obie y Zachary. Y necesitaremos un conjunto pirata para nuestro nuevo artista, Barnacle Bill. Así, pues, Magpie Maggie Hag, aunque refunfuñando, apartó a Edge del balón y a Yount de sus ensayos de hombre forzudo para probarles los trajes que les había cosido, y también separó a Mullenax de su desayuno líquido. Florian, Roozeboom y el Hombre Salvaje procedieron a doblar de nuevo el Saratoga para volver a guardarlo en la carreta. Mientras el coronel Ramrod y el Hacedor de Terremotos se probaban sus nuevos trajes con mucho cuidado, a fin de no descoser las costuras hilvanadas, la anciana sometió a Barnacle Bill a un severo escrutinio y decretó que ya poseía el detalle más necesario del equipo de un pirata: el parche del ojo. Se limitó a darle un pañuelo gitano muy chillón para atarse en torno a la cabeza y un descolorido pullóver a rayas verdes y
blancas para sustituir la camisa de algodón, y declaró que ya estaba disfrazado. También despidió a Edge y a Yount después de hacer algunos retoques en sus nuevas prendas, y Yount volvió muy serio a sus balas de cañón, mientras Edge se paseaba hasta la gran carpa, donde vio usar un aparato circense que aún no conocía. De la mitad del poste central sobresalía, en ángulo recto, un poste más delgado, como la botavara de una vela cangreja, sujeto por un anillo de hierro que le permitía girar libremente en torno al poste central. Llegaba más o menos hasta la mitad de la pista y tenía un agujero en el extremo, por el que pasaba una cuerda que colgaba de la punta del poste central y que a su vez estaba sujeta al cinturón de cuero de Clover Lee, la cual daba vueltas a la pista, de pie sobre la grupa de Burbujas. Ignatz Roozeboom conducía al caballo, tocándolo de vez en cuando con la borla de su largo látigo, mientras con la otra mano agarraba el otro extremo de la cuerda que colgaba de la punta del poste central. —Esto se llama cuerda de caída —explicó, cuando Edge se lo preguntó— . Yo la sujeto, ¿ves? Baja por la polea del poste central hasta el extremo de la botavara y luego al cinturón de seguridad de mam'selle. Si ella cae del caballo, yo tiro de este extremo y así evito que toque el suelo. La cuerda de caída es para los números nuevos o difíciles. —Estoy intentando enseñar a Burbujas un giro a izquierda y derecha — gritó Clover Lee a Edge—. Ya sabe, una pequeña cabriola a la izquierda y a la derecha mientras salto las ligas y guirnaldas. Añade un nuevo atractivo al número. Hizo la demostración. Roozeboom, sujetando con fuerza el extremo de la cuerda de caída, blandió el látigo. El caballo, sin aflojar el paso, cruzó las patas hacia la izquierda mientras Clover Lee daba una voltereta y aterrizaba ligera y limpiamente sobre la grupa de Burbujas. Entonces Roozeboom volvió a blandir el látigo y el caballo cruzó las patas hacia la derecha, pero esta vez vaciló torpemente mientras Clover Lee estaba en el aire, por lo que no se encontraba en su lugar cuando ella bajó. Sus pies resbalaron de la grupa del caballo, Roozeboom se apoyó en la cuerda y la muchacha quedó suspendida en el aire, riendo y sin dejar de dar vueltas a la pista a dos metros escasos del suelo. Roozeboom fue soltando la cuerda y bajando a Clover Lee hasta que ésta tocó la arena con los pies y se detuvo graciosamente. —Al maldito rocín no le gusta el pastel de cerezas —dijo. —No creo que le guste a ningún caballo —respondió Edge—, pero, ¿a qué viene esto? Clover Lee le dirigió una mirada de paciente tolerancia. —En jerga circense, pastel de cerezas significa trabajo extra, porque se debería cobrar dinero extra y no suele ser así. En cualquier caso, nadie
pertenece de verdad al circo si tiene pereza de trabajar. Entonces es mejor pirarse, lo cual significa coger los trastos y dejarlo. Edge salió de la tienda, reflexionando. Era consciente de que Clover Lee no le había acusado de perezoso, pero también sabía que la muchacha se esforzaba mucho para perfeccionar un matiz de su actuación que pasaría por alto a la mayoría de patanes que lo contemplaran y de que, mientras tanto, el Hacedor de Terremotos estaba en el patio trasero, poniéndose en forma para trabajar, y que él, el coronel Ramrod, ganduleaba, así que empezó a pensar maneras de mejorar su propio número. Y justo entonces se acercó por el camino un niño negro que llevaba una cesta de calabazas secas y multicolores. —¿Me compra una calabaza, massa? ¿Para refrescarse? Edge le dio dos entradas para la función de la tarde, un pago extravagante, sin duda, y recibió toda la cesta. Las calabazas se abrirían bajo el impacto, rompiéndose de modo tan impresionante como los platos, pero eran mucho más vistosas y, como tenían diferentes tamaños y formas, darían al público la sensación de ser un blanco más dificil. El coronel Ramrod se sintió muy satisfecho con esta idea. Usó las calabazas en su número de la tarde. Los espectadores, aunque no llenaban la tienda, eran bastante más numerosos que los de la víspera y apreciaron debidamente los disparos del coronel Ramrod. Entre los que aplaudían con frenesí figuraban dos niños negros, uno de los cuales gritó al otro, rebosante de alegría y orgullo: «iHa usado mis calabazas como blanco!» Naturalmente, Florian no incluyó en la función a Barnacle Bill y sus jabalíes salvajes de Tasmania para evitar que fuesen reconocidos y su presencia revelada a las mujeres Mullenax. Abner presenció el espectáculo escondido bajo las gradas, contento de no actuar en aquel su primer día con el circo. —Tengo planes para esos cerdos —confió a Edge—. Ahora que los he apartado de las distracciones de la vida en la granja, voy a enseñarles muchas más cosas que subir y bajar de una escalera. A Edge le divirtió un poco que un neófito, que ni siquiera había pisado aún la arena, ya estuviera ansioso de ofrecer un número nuevo y asombroso para el mundo. Sin embargo, Edge descubriría que todo artista de circo, por muchos que fueran sus años y grande su experiencia, siempre considera su número susceptible de perfeccionamiento, y también que un director de circo no está nunca satisfecho con la secuencia y variedad de su programa y siempre intenta mejorarlas. Ahora que Florian tenía en la nómina al Hacedor de Terremotos y al coronel Ramrod —y a Barnacle Bill esperando entre bastidores—, dijo a Monsieur Roulette aquella tarde en Staunton que omitiera su poco afortunado número de ventriloquia. Esta decisión no provocó ninguna protesta. Todos los miembros del circo, incluido el propio Roulette, consideraron que era un alivio, tanto para él como para el público. Nada
resentido, Jules se dedicó asiduamente, a partir de entonces, a embellecer su número acrobático con contorsiones aún más espectaculares... lo que él llamaba brincos de simio, saltos de león, souplettes y «brandies». También se procuró una pequeña lámpara de queroseno y en las actuaciones siguientes entró sosteniendo la lámpara con una mano mientras daba volteretas sobre una sola mano. —Impresiona a la gente —dijo a Yount— ver la llama encendida mientras hago esto. —Diablos, me impresiona a mí —contestó Yount. —Pourquoi? Si lo piensas bien, ami, ¿por qué no tendría que seguir encendida la llama? —Supongo que tienes razón. Pero es muy vistoso. —Y añadió—: Tendré que idear nuevos trucos si no quiero ver eclipsado al Hacedor de Terremotos. Como Edge y Yount habían dicho, el valle de Shenandoah, al norte de Staunton, estaba lastimosamente asolado por la guerra. Lo que antes habían sido granjas, graneros, establos, silos, vallas e incluso montones de leños, no eran ahora más que piedras desmoronadas y troncos y tocones quemados. Los únicos animales que podían verse eran en su mayoría viejos caballos lisiados o enfisematosos, abandonados por uno u otro ejército. En muchos lugares donde el camino del valle tendría que haber franqueado un río o un arroyo, ahora se interrumpía en el aire, pues el puente había sido destruido por Sheridan en su intento de hacer el valle impracticable para otros ejércitos. Algunos de estos ríos eran fáciles de vadear, pero en otros, los campesinos más emprendedores — en general negros—habían hecho balsas con aparejos de poleas que arrastraban ellos mismos, y así trasladaron al circo, de carromato en carromato. El precio era modesto y los dueños de las balsas aceptaban billetes confederados, pero nunca habían fijado un precio para la travesía de un elefante. No fue necesario. Peggy prefería nadar en cualquier oportunidad y lo hacía con mucho más aplomo que los barqueros improvisados. Los pueblos y ciudades del valle seguían en pie, pero no intactos. Sheridan había tenido demasiada prisa durante su quema para detenerse a destruir totalmente las comunidades, contentándose con demoler principalmente fábricas, almacenes, arsenales, graneros e instalaciones por el estilo, de modo que las ciudades ofrecían un triste aspecto: calles donde faltaba un edificio aquí, una hilera de casas más allá, o plazas enteras convertidas en solares cubiertos de escombros. Los edificios que aún permanecían en pie estaban agujereados por disparos de rifle, muchos por cañonazos y algunos se hallaban inclinados sobre sus cimientos.
Los ocupantes de las casas quemadas se habían construido viviendas habitables con diversos tablones saqueados o tiendas abandonadas por el ejército. Aquí y allí en la distancia, fuera de la ruta de Sheridan en el mismo centro del valle —y por ello lo bastante remotas para que los yanquis se preocuparan de ellas—, podía verse alguna que otra sólida casa solariega e incluso algunas casas de plantación de estimable magnificencia que habían escapado a la quema. Dondequiera que viviese un hombre, mujer o niño capaz de trabajar, los campos de las granjas estaban plantados, por lo menos en parte, y los cultivos ya empezaban a verdear. Por doquier, la suave primavera de Virginia vestía con decencia los rastrojos, pastos, prados y laderas de las montañas, aunque sólo fuese con malas hierbas, arbustos y flores. Por todo el valle habían florecido los cerezos silvestres, que desperdigaban tan pródigamente sus grandes pétalos blancos que incluso la miserable superficie del camino estaba alfombrada como la ruta de una marcha triunfal, y las herraduras y ruedas de la caravana de carromatos enviaban al aire cascadas de pétalos en una nevada continua y cálida. El valle revivía, aunque lenta y dolorosamente, y los habitantes podían esperar una resurrección más rápida cuando los hombres jóvenes empezasen a volver de la guerra. Por ello parecieron tomar la llegada del Floreciente Florilegio de Florian como un buen presagio, pero era patético lo poco que tenían que ofrecer a cambio de unas entradas. Esto indujo a Florian a decretar que el circo permanecería en cada una de estas ciudades de la parte norte del valle por lo menos dos días, y a veces tres, a fin de que todos los aldeanos tuvieran ocasión de acudir a la ciudad desde los pueblos vecinos. De este modo, aunque significaba el doble o triple de trabajo, el circo obtenía en cada ciudad —algunas monedas de plata, muchos billetes confederados, comestibles, prendas de vestir y utensilios—aproximadamente lo mismo que con una función en la ciudad relativamente intacta de Lynchburg. Cuando el circo se instaló en Harrisonburg, Magpie Maggie Hag ya había terminado los trajes de pista para Edge y Yount. El Hacedor de Terremotos se puso y paseó orgullosamente, incluso en su tiempo libre, con la falsa piel de leopardo de hombre de las cavernas. El coronel Ramrod, por muy disfrazado que se sintiera con su uniforme negro y amarillo, ya no temía por lo menos denigrar el uniforme gris confederado. La gitana había encontrado incluso el suficiente género de lana para hacer una capa a juego con el uniforme. Era negra por fuera y amarilla por dentro, tenía un cuello rígido que le rodeaba la cabeza como un cubo para carbón y era larga hasta el suelo. La primera vez que salió con ella a la pista sólo la llevó hasta que cesaron los aplausos de bienvenida, y entonces se la entregó a Tiny Tim antes de empezar la ronda de disparos. —iNo, no, no! —le reprendió después Florian.
— Diablos, esa prenda es un estorbo —respondió Edge—, me molesta para trabajar. — Pues, quítatela —dijo Florian—, pero no así. Hazlo con un toque decorativo. Mírame. Se puso la capa y dio la vuelta a la tienda vacía con unos aires de fanfarrón que hacían ondear vistosamente la capa a su alrededor mientras agitaba la mano, saludaba con una reverencia y levantaba los brazos en forma de V ante un público imaginario. Después, sin dejar de caminar, se desenganchó la capa del cuello y con una mano le imprimió un impulso que convirtió la prenda en un rueda negra y amarilla que giró hasta posarse lenta y espectacularmente en el suelo. —Así es como debes hacerlo —dijo—. Y repítelo cuando te la pongas, para recibir el aplauso de despedida. Obediente, Edge se alejó para aprender a pavonearse con la capa. Estos días todos los artistas ensayaban algo, o bien sus rutinas establecidas u otras nuevas que estaban probando. La incorporación al programa de tres hombres nuevos había despertado en los artistas antiguos un renovado espíritu competitivo, lo cual hacía aún más difícil el trabajo para los Primeros de Mayo. El hecho de que el circo permaneciese ahora dos o tres días en cada lugar, en vez de desmantelar la carpa y reanudar la marcha en días alternos, daba a la compañía tiempo sobrado por las mañanas y las noches para perfeccionar sus números y revisar sus trajes y accesorios. Cuando Hannibal Tyree no estaba en la arena o desfilando como Abdullah el hindú, practicaba sin cesar sus juegos malabares y de equilibrio, y con accesorios cada vez más numerosos, diversos y exóticos. Ahora podía formar surtidores y cascadas de formas y pesos tan diversos como una herradura, un ramillete de flores, una lata de manteca vacía, un huevo de gallina, y —después de muchos ensayos— quitarse y añadir a los demás objetos uno y luego otro de sus gastados zapatos. Hannibal y Tim Trimm también se dedicaban a incrementar el repertorio para banjo del Hombre Salvaje. Le hicieron escuchar todas las melodías que usaban en el programa, desde la obertura de Dixie Land a los acordes finales de Lorena. También le enseñaron la pieza que habían elegido para acompañar la exhibición de fuerza bruta del Hacedor de Terremotos, Si tienes el pie bonito, enséñalo y, naturalmente, Barnacle Bill el Marinero para el último número. Abner Mullenax nunca había oído esa canción ni conocía su existencia, pero se quedó atónito cuando la oyó tocar a los músicos, porque Tiny Tim cantaba al son de la música y cantaba la letra obscena de la canción original, Bollocky Bill.
—¿No son estas palabras un poco sucias para un público mixto? — preguntó con ansiedad a Florian—. Los cerdos y yo hacemos un número decente. —Mientras actúes, sólo se tocará la música, Abner. Nadie cantará la letra. —Bueno, si es así... muy bien. No quiero que tiren huevos podridos a mis cerdos. No era probable. Los cerditos gustaron a todos los públicos, incluso durante las primeras actuaciones, cuando no hacían nada más que subir y bajar escaleras. Sin embargo, al llegar a Woodstock, Mullenax ya había enseñado al cerdito más pequeño e inteligente a hacer algo que encantó a los campesinos. Sólo por un par de mañanas, Mullenax pidió prestada a Roozeboom la cuerda de caída, ató a ella al cerdito, lo colocó fuera del borde de la pista y, con ayuda del látigo de Roozeboom, lo incitó a trotar. Sólo podía correr en círculo alrededor de la pista y Mullenax lo detenía lanzando la borla del látigo delante de su hocico. Además, en aquel mismo momento hacía un clic con la uña del pulgar. Después de unas cuantas vueltas, el cerdito aprendió a detenerse al oír el clic, sin necesidad del látigo. En la segunda sesión de trabajo, Mullenax ya adiestraba al animal sin atarlo a la cuerda de caída. A partir de la primera función en Woodstock, el cerdito, al que Florian insistía en llamar Hamlet, aunque Mullenax encontraba el nombre «poco digno» (1), era la estrella del número de los cerdos y casi la atracción principal de todo el espectáculo. Barnacle Bill hacía trotar al cerdito en torno a la arena, entonces le gritaba: «Hamlet, elige a la chica a quien le gusta besar» y, en el inmediato tumulto de risas, nadie oía el leve clic de la uña que hacía parar al cerdito delante de una muchacha bonita de la primera fila de bancos, que se ruborizaba mientras todos reían a carcajadas. Barnacle Bill tocaba a Hamlet con el látigo para que reanudara su trote hasta que oía gritar: «Elige a la chica a quien le gusta besar en la oscuridad», y así sucesivamente. En muchas funciones posteriores, Florian tuvo dificultades en hacer salir de la pista al pirata y su cerdito, porque los espectadores nunca parecían cansarse de ellos. Un día, cuando Mullenax se retiró por fin después de una larga serie de bises y saludos, dijo a Florian, respirando con fuerza: —Quizá ya estoy listo para cosas más grandes. ¿Cree que el capitán Hotspur me enseñaría a amaestrar leones, como enseña a Obie Yount a ser un hombre forzudo? — Eres muy presuntuoso —dijo Florian, pero en tono cordial—. ¿Aprender a amaestrar leones? Tienes un talento innato, no necesito decírtelo, pero se precisan muchas otras cualidades. ¿Qué te induce a pensar que aprenderías? —El hecho de creerlo ya me induce a pensar que podría. Florian le miró con aprobación.
— Una buena respuesta. Hablaré de ti al capitán Hotspur, Abner. Sin embargo, Roozeboom ya tenía muchas cosas en que ocuparse desde que el espíritu competitivo animaba a toda la compañía. Cuando no ensayaba con una o ambas Coverley nuevos números para las diversas actuaciones ecuestres y cuando no intentaba sacar a Maximus de su languidez habitual para enseñarle uno o dos trucos nuevos, Roozeboom seguía ayudando generosamente al Hacedor de Terremotos a realizar nuevas demostraciones de fuerza. En lo que fueran los extensos campos de batalla en torno a New Market, Yount había encontrado un cañón de artillería yanqui —medio sumergido en un charco de lodo ahora seco, pero en buen estado—que, con ayuda de Rayo, sacó del agujero y arrastró hasta el solar del circo. Al principio, Florian no se sintió dispuesto a añadir un accesorio tan pesado a los problemas de transporte del espectáculo, pero Roozeboom ayudó a Yount a buscar argumentos para hacerlo. —No es tan pesado como parece, Baas —dijo. —Y parecerá muy pesado cuando los patanes lo vean pasar por encima de mí —dijo Yount—. Ignatz dice que me puedo echar en la pista con dos tablas sobre el pecho y las piernas y... — Como ya he explicado a Obie, en el pecho y los muslos están los huesos más fuertes. Así, pues, Obie tiene el pecho como un barril de roble y los muslos como tocones de roble. —Haré pasar a Rayo por las tablas y... — Santo Dios, Obie —exclamó Florian—, ese percherón debe de pesar tres cuartos de tonelada. —Ya lo hemos probado. Siempre que Ignatz lo mantenga en movimiento, sólo noto todo su peso durante un segundo, cuando las tablas se inclinan para que baje por el otro lado. Ahora irá enganchado a este cañón, que también pasará por encima de mí y, como es natural, yo gemiré y me moveré mucho... para incrementar el efecto. Incluso será mejor que el número de la bala de cañón cayendo sobre mi cuello. —Bien... —vaciló Florian, frunciendo el ceño—. Pero este maldito cañón es tan grande... No podremos llevarlo, necesitaremos otro animal para que lo arrastre. El cañón de hierro sólo medía un metro y cuarto de longitud, pero iba montado sobre una enorme cureña de tablones, tornillos giratorios y cadenas colgantes, sujeta a la viga de hierro que era su trasera y barra de retroceso, todo ello flanqueado por dos ruedas más altas que el propio cañón. —No importa, Peggy puede arrastrarlo —dijo Hannibal, muy confiado—. Escuche, mas' Florian, levantará con gran delicadesa el armatoste sobre la' do' rueda'. No e' ningún peso para Peggy. Y piense lo bonito que se verá por lo' camino'.
—Bueno, está bien —dijo Florian, abriendo los brazos—. Eres responsable de Brutus. Mientras pueda hacer su trabajo normal y el de pista, no puedo quejarme. Nos quedaremos con el cañón. Tantos artistas de la compañía agregaban refinamientos a sus actuaciones, que Edge se inspiró para añadir otro a la suya, un número que, según había oído, hacían ya otros tiradores. Entre las mercancías de intercambio del furgón rojo encontró un pequeño espejo de mano femenino y empezó a tirar hacia atrás, por encima del hombro, apuntando con ayuda del espejo. Habría sido difícil si no hubiese recurrido a un truco. Cargó cuatro cámaras del tambor de la Remington con balas de plomo normales, la quinta con perdigones y la sexta, como antes, con pólvora comprimida por harina de maíz. En la pista, después de usar la carabina para disparar contra una calabaza lanzada al aire por Clover Lee, empleó el revólver para disparar contra las otras cinco calabazas colocadas sobre el borde de la arena, y desintegró cuatro de ellas con balas normales, disparadas desde diferentes posiciones. Luego, volviéndose de espaldas y usando el espejo para apuntar por encima del hombro, sólo tuvo que apuntar por aproximación a la quinta calabaza para destrozarla con el surtidor de perdigones. Por último, como de costumbre, disparó la sexta cámara, sin carga, directamente a Clover Lee para que pudiera «coger la bala» con los dientes. A Florian le gustó tanto el toque decorativo de Edge que promovió al coronel Ramrod a la codiciada «conclusión» del espectáculo, la última actuación del programa antes de la cabalgata final. Esto relegó a la última actuación anterior, del capitán Hotspur y Madame Solitaire, al penúltimo lugar, pero Sarah estaba orgullosa de Edge, «su protégé», y Roozeboom era sencillamente incapaz de sentir celos, así que aceptaron sin protestas el estrellato de segunda clase. —Tout éclatant! —exclamó Florian, encantado, dirigiéndose a Rouleau, mientras ambos contemplaban la conclusión de la última función en Strasburg—. Hemos conseguido un espectáculo más que decente. Ahora sólo nos haría falta algo más para el descanso... algo que nos reportase más dinero. Rouleau se echó a reír. —Si los patanes pudieran pagarlo. Merde alors, ya pagan bien poco por el espectáculo principal. —Estoy pensando en el futuro, Jules. En más adelante, en el norte, donde pueden pagar. En las ciudades donde la gente no se acuesta al ponerse el sol y podremos montar funciones nocturnas además de matinées. Y en Europa, donde podremos superarnos de verdad. Dejar que los pobres nos crean ricos y que los ricos nos consideren unos risquetout.
—Bien, la ascensión de un globo sería perfecta para el intermedio. Si puedo encontrar la manera de conseguirlo. Durante todo el camino he ido preguntando a todos los que tenían aspecto de ser soldados recién licenciados... si habían servido cerca del Cuerpo de Globos. Ya puedes imaginarte la clase de miradas que me dirigen. Mais, sous serment, en alguna parte, de algún modo, voy a aprender cómo se eleva al cielo azul ese aeróstato. — Bueno, hasta que aprendas creo que para el intermedio necesitamos un número adecuado. El Hombre Salvaje y el museo no son suficientes. Necesitamos monstruos auténticos... un Esqueleto Humano, una Mujer Gorda, un Hermafrodita, cosas así. Mientras vas preguntando sobre globos, pregunta si alguien ha visto por aquí a alguna criatura de esta naturaleza. Sin embargo, poco después del desmantelamiento de aquella noche, el circo descubrió que ya no tenía ningún monstruo residente. Tim Trimm fue el primero en darse cuenta. Todos cenaban alrededor del fuego cuando Tim inquirió: — ¿Se ha cansado finalmente el idiota de su violín de negros? No nos toca la serenata de costumbre. Se miraron entre sí y luego lo hicieron a su alrededor. Sarah dijo: —Estaba aquí hace unos minutos. Ha cenado, lo sé. Todo el mundo se entera cuando come el Hombre Salvaje. —Pues ahora no se le ve por ninguna parte —contestó Yount después de que toda la compañía se hubiera dispersado en la oscuridad hasta los confines del solar y reunido de nuevo en torno a la hoguera. Magpie Maggie Hag comentó con acento sombrío: — Hoy una mujer me ha pedido que leyera en su palma si tendría alguna vez un bebé. Tenía ojos salvajes, como locos, así que le he asegurado que tendría niños, pero no le he dicho que era demasiado vieja para fundar una familia. Florian parecía un poco asombrado. — Mag, ¿sugieres acaso que una mujer, desesperada por tener hijos, ha secuestrado al Hombre Salvaje de los Bosques? La gitana se limitó a encogerse de hombros. — Mierda, podría haberme escogido a mí —dijo Tim, con una risita—. Lo tendrá bien merecido cuando descubra que ha adoptado a un memo. —Pues también debe de haberse llevado su banjo —anunció Clover Lee, llegando a la hoguera—. Acabo de mirar en el carromato de la utilería y por todas partes y no aparece. Hannibal habló, perplejo: — ¿Sabes qué? Ese mushasho ha huido del sirco porque piensa que Bal es el sirco. Yo y Tim no debimos enseñarle a tocó toda esa música.
—Podría ser cierto —dijo Florian—. Incluso los más privados de intelecto pueden poseer una astucia profunda y tortuosa. Tuve una esposa así una vez. — Es inútil buscarle en la oscuridad —decidió Edge—, pero, Obie, ensillaremos al amanecer y haremos una batida. Así lo hicieron y Roozeboom y Sarah fueron con ellos, montando a Bola de Nieve y Burbujas, a fin de buscar en todos los puntos cardinales. Pero ninguno de ellos encontró al Hombre Salvaje. Hacia mediodía todos volvieron al solar y Florian dijo, resignado: —Espero que esa hembra sin hijos le haya dado un hogar y espero que le guste la música de banjo. Ahora tenemos treinta y cinco kilómetros hasta Winchester y salimos tarde. Si queréis enganchar esos caballos, nos pondremos en marcha. Y, Barnacle Bill, me temo que esto te convierte en nuestro Hombre Salvaje hasta que encontremos otro. — ¿Qué? —exclamó Mullenax. —Es un viejo dicho circense: el último payaso tiene que echarse al agua. Ser el blanco de todas las bromas y de todos los proyectiles. En otras palabras, al último en llegar le tocan los trabajos más sucios. Antes de cada función, imitarás los rugidos y ruidos de cadenas de Maximus. Luego, durante los intermedios... ejem... creo que te convertiremos en el Hombre Cocodrilo. — ¿Qué? — No es nada intolerable. Abdullah solía hacer de cocodrilo hasta que conseguimos al idiota. Tenemos que ir improvisando sobre la marcha. Seguirás haciendo tu número de Barnacle Bill en la primera mitad del programa. Después te pondrás un taparrabos, te rociaremos con cola y te revolcarás en el polvo. Cuando te hayas secado, tendrás una costra que formará unas escamas muy reales. —Por Judas. —No puedes hacerlo con tu parche de pirata, claro —continuó animadamente Florian—. Levántalo un momento, Abner, déjame ver el agujero. Oh, es horrible, sí. Bien, esto aumentará la truculencia. Tu Hombre Cocodrilo tendrá una acogida tan favorable como tu número de los cerditos. —Dios mío. Mientras la mayoría de los hombres seguían ocupados enganchando los caballos a los carromatos, Sarah dijo a Magpie Maggie Hag con cierto respeto en la voz: —Predijiste que no todos nosotros iríamos a Europa. No cabe duda de que ahora hemos perdido a uno. —Pero ganado a otro —replicó la gitana, señalando a Mullenax, que pisoteaba con mal humor el polvo en el que pronto se revolcaría—. Seguimos siendo el mismo número. Aún perderemos y ganaremos a otros.
La noche del viernes llegaron a Winchester y encontraron un terreno donde acampar cerca del cementerio negro, así que hicieron una función el sábado ante un público bastante numeroso y descansaron el domingo antes de volver a trabajar el lunes. La mayoría de artistas tenían tareas o ensayos para ocupar su tiempo libre, pero algunos pasearon despacio hasta Loudoun Street para dar un vistazo a Winchester. Todo un bloque de edificios cerca del juzgado estaba derruido y ahora usaban la plaza vacía como un mercado al aire libre, lleno de carretas de granja, carretillas y tenderetes con letreros escritos a mano: «HORTALIZAS», «PESCADO», «PASTELES», «NOVEDADES», etc., pero sólo los puestos de pescado tenían mucho que vender. Edge, Rouleau y Mullenax paseaban juntos y no miraban con demasiada atención cuando pasó por su lado una niña negra, vestida con una vieja batita de percal, que corría al mercado con una cesta casi tan grande como ella. Sin embargo, se fijaron en ella cuando volvió a pasar, una vez hecha la compra, con la pesada cesta al brazo, porque se le acercó de repente un hombre blanco de aspecto siniestro. O un hombre casi blanco. Los tres miembros del circo se habían detenido en el umbral de una tienda vacía para encender sus pipas fuera de la brisa, así que presenciaron casualmente la escena sin ser observados. — Eh, niña, déjame ver —dijo el hombre, parándola y dando un vistazo a la cesta—. Una barra de pan, dos pescados, varios paquetes de comida. Muy bien. Exactamente lo que te han mandado comprar. Y bien, ¿recuerdas dónde tienes que entregar tus compras? — Pues, claro —contestó la niña, perpleja y desconfiada—. Tengo que llevarlas a la señora Morgan. A nuestra casa, señor. — Muy bien. —El hombre levantó un dedo y ladeó la cabeza—. Ahora quiero asegurarme de que eres la chiquilla a quien me han enviado a buscar. Es la señora Morgan de... ¿qué calle? — Pues, Weems Street, señor, bajando por allí... — Exactamente. Sin embargo, la señora Morgan ha decidido que necesita estas cosas en seguida, porque va a salir a visitar a la señora Swink y no estará en Weems Street cuando tú llegues, así que me ha enviado para que se las lleve a casa de la señora Swink. Aquí tienes un penique. Ve a comprarte un caramelo y yo cogeré la ces... De improviso se vio rodeado por los tres hombres. Ninguno de ellos era bajo y ninguno parecía contento de conocerlo. Rouleau dijo a la niña: — Quédate con la cesta, petite négrillonne, y corre a tu casa. —Ella obedeció, echando a correr. Edge, asqueado, echó humo contra la cara del hombre y observó: —Es el truco más mezquino que he presenciado en mi vida. Mullenax le dijo:
—Mister, tú y yo nos vamos a aquel pasaje, para no ensangrentar la calle, a hablar de tu repugnante conducta. El hombre esbozó una sonrisa, se encogió de hombros y replicó: —Sí, hagámoslo. Mejor morir de una paliza que de hambre. Y lo merezco. Ha sido realmente el truco más mezquino jamás intentado por Foursquare John Fitzfarris. — El hambre no es excusa para robar —gruñó Mullenax. — iCómo! Es la mejor que he tenido en mi vida —dijo Fitzfarris—. Tendría que haber oído algunas de mis otras excusas. —Si tenías un penique para dar a la niña, péteur, podrías haberte comprado por lo menos un panecillo para matar el hambre. —Ay, cualquier tendero habría visto que el penique es tan falso como yo —respondió Fitzfarris—. Es un centavo mexicano que una vez me endosó un rufián. Tendría que haber sabido entonces que estaba perdiendo facultades. Vámonos a ese pasaje y acabemos de una vez. — Un momento —dijo Edge—. ¿Has estado en México? — Bueno, no exactamente. —Dio una ojeada al uniforme de Edge—. Estaba en la frontera, en Fort Taylor, cuando vosotros los soldados volvíais de allí. Fui a venderos el tónico Buen Samaritano del doctor Hallelujah Weatherby para que pudierais curaros la gonorrea contagiada por las señoritas, antes de volver a los brazos de vuestras novias. Rouleau no pudo evitar la risa y Mullenax preguntó, esta vez sin gruñir: — ¿Y fue bien? ¿Les curó la gonorrea? —Espero que sí. El líquido me había fallado miserablemente como revitalizador del cabello, analgésico, eliminador de callos, alivio de las molestias femeninas... y no sé qué más. —Se volvió de nuevo hacia Edge—. No, soldado, mi extraño aspecto no data de México. Tuve el buen sentido de permanecer al margen de aquella guerra. Sin embargo, me vi envuelto en esta más reciente y fue una bala perdida lo que me dio este aspecto pintoresco que tengo ahora. Edge lo contempló un momento y luego dijo a los otros: — Muchachos, creo que podemos pasar por alto el breve desliz de un honrado veterano, ¿verdad? ¿Y quizá ofrecerle un bocado y un trago? — Los otros dos asintieron con bastante cordialidad—. Allí hay un bar y tengo un poco de dinero secesionista de Florian, si el dueño quiere aceptarlo. El tabernero lo aceptó, quizá por miedo a los cuatro corpulentos ejemplares que entraron en su bar. Ni siquiera intentó encajarles el vino local o la cerveza de calabaza, únicas bebidas que estaban a la vista, sino que fue a buscar detrás del bar un cuñete de genuino whisky de las montañas. Y cuando le pidieron comida, fue a la trastienda y volvió con huevos cocidos y rebanadas de pan rancio untado con manteca. Mientras Fitzfarris devoraba el yantar y lo regaba con whisky, hizo a sus nuevos compañeros un rápido bosquejo de su historia.
— En diferentes épocas he vendido acciones, bonos, participaciones en minas de oro y toda clase de seguros. He solicitado fondos para sociedades benéficas inexistentes. He comerciado con un ungüento que garantizaba a los negros una piel blanca, o de cualquier otro color. Cuando fallaba todo lo demás, siempre podía llenar de líquido unos frascos vacíos y pegarles las etiquetas del doctor Hallelujah. Sin embargo, no puedo vender un curalotodo cuando he de ir exhibiendo este defecto demasiado evidente. Por definición, un estafador tiene que inspirar confianza y la mejor manera de inspirarla en los demás es tenerla en uno mismo. Pero ¿cómo diablos puedo irradiar confianza ahora? — Humm —murmuró Rouleau, pensativo, y bebió un sorbo de whisky. —Y peor aún, el estafador debe tener la fisonomía anónima, corriente y vulgar que yo tenía antes. Diez minutos después de vender algo a un cliente, no me podría haber distinguido entre un grupo de sus propios familiares. Ahora, en cambio, soy visible como un caníbal en un coro de iglesia. Ni siquiera serviría para ratero. Los caballos se encabritarían al verme. Los niños llorarían. —Tal vez deberías considerar otra línea de actividades —sugirió Rouleau. —Bueno, siempre hay los pedidos por correo —dijo Fitzfarris con expresión sombría—, si el servicio postal vuelve a funcionar alguna vez. Podría solicitar clientes anunciándome en el periódico. — ¿Cómo se puede irradiar confianza y todo eso en un anuncio por palabras? —preguntó Edge. —En una ocasión —dijo Fitzfarris— en que estaba sin trabajo y no tenía capital, me crucé con un buhonero que vendía cintas para el pelo a dos centavos la unidad. Eran cintas muy bonitas, de todos los colores, que medían dos centímetros y medio de anchura y sesenta de longitud. Pensé: tendría que haber un mercado más provechoso para estas cosas. Así que le abordé, regateé un poco y le compré todas las existencias a un centavo y medio la cinta. Hizo una pausa para comer huevo y beber un sorbo de whisky. — ¿Y qué pasó luego? —preguntó Mullenax—. Apuesto algo a que las vendiste a chicas negras por un precio exorbitante. — No, señor. Las vendí a hombres jóvenes (de qué color, no lo sé, ya que sólo los traté por correo), y las vendí a un precio muy exorbitante. —¿A hombres? —Te pregunto, amigo Mullenax: ¿cuál es la preocupación principal y profunda de todos los muchachos? El temor de haber perdido la virilidad, de haberse debilitado e incapacitado para el matrimonio a causa de su práctica en la niñez del... —Se interrumpió para mirar a su alrededor. En el bar sólo estaban ellos y el tabernero, que fingía una
total falta de interés. No obstante, Fitzfarris bajó la voz y añadió en un murmullo confidencial—: ... del vicio solitario y abominable de la masturbación. Mullenax hipó y preguntó en voz alta: — ¿Qué diablos es eso? —Rouleau se inclinó para murmurar en su oído y Mullenax dijo—: Ah, eso. El pecado doméstico. — Con el dinero que me quedaba —continuó Fitzfarris— hice imprimir algo y también puse un par de discretos anuncios en el periódico, invitando a todos los jóvenes preocupados sobre el estado de su virilidad a enviar una muestra de orina, que el doctor Hallelujah Weatherby analizaría de forma gratuita. Pues bien, me inundaron completamente de muestras, lo cual no me hizo muy popular en la estafeta de correos. — Ni muy rico, diría yo —observó Edge—. ¿Qué intención tenía? —El doctor Hal envió a cada remitente un análisis alarmante, impreso por anticipado, claro, que decía, más o menos: «Sí, estimado amigo, su muestra contiene indicios inconfundibles de que ha abusado de la nefasta costumbre. No tardará en sufrir pérdida de cabello, de dientes, de visión, de mente y de potencia.» Iba incluido un certificado que daba derecho al paciente de recibir a vuelta de correo, previo el pago de siete dólares en efectivo, una cura garantizada de su enfermedad, con devolución del dinero si no quedaba satisfecho. — ¿Las cintas? — Una cinta para cada cliente. Mientras tanto, a medida que los ganaba, invertía parte de los giros de siete dólares en más anuncios. El negocio llegó a ser lucrativo, hice un montón de dinero, hasta que consideré prudente dejar el timo y la ciudad. — No lo comprendo —dijo Rouleau—. Una poción, tal vez, como su tónico Samaritano, o una píldora o algo parecido. Pero... !una cinta! — Cada cliente recibía instrucciones con su cinta. Todas las noches debía juntar las muñecas y atarlas con ella. Es evidente que de este modo no podría menear su... quiero decir, masturbarse, y el ingenioso invento del doctor Weatherby le curaría en seguida de tan pernicioso hábito. En el bar hubo un silencio largo, expectante e inquisitivo. Al final fue el tabernero quien no pudo soportarlo más tiempo y preguntó: — ¿Y lo hizo? — ¿Curar a alguien? Lo dudo, señor. ¿Ha intentado alguna vez atarse juntas las dos manos? —Bueno... pues entonces debió de recibir muchas reclamaciones, exigiendo la devolución del dinero. —Oh, sí, y algunas en un lenguaje muy subido de tono. Envié a cada demandante una misiva en que le remitía a la letra pequeña de la garantía. Su dinero le sería devuelto en cuanto mandase al doctor
Weatherby tres declaraciones juradas, con la correspondiente firma (una de su ministro, una de un miembro de su propia familia y una de cualquier comerciante importante de su comunidad), en la que cada uno afirmase que el sujeto era de hecho un masturbador notorio y que, pese a la ayuda profesional del doctor Weatherby, continuaba masturbándose. Nunca volví a tener noticias de ninguno de ellos... Le interrumpieron las estentóreas carcajadas del tabernero que, cuando se recobró, vertió generosas dosis de whisky en todos sus vasos y en el suyo propio y anunció: —Bebed, muchachos, esta ronda es a cuenta de la casa. No me había reído tanto desde antes de la guerra, cuando un pastelero huyó con la esposa del predicador. Lo gracioso fue que el predicador Dudley se lanzó en su persecución y fue él quien resultó muerto por un rayo. Buena suerte, señor... —Ex cabo Foursquare John Fitzfarris. —Dígame, señor Foursquare, ¿saca algo de su ocupación aparte de diversión, dinero y enemigos para toda la vida? ¿Es así como se le puso la cara mitad azul, mitad normal? Se parece bastante al predicador Dudley cuando le llevaron a su casa. —No, señor —contestó Fitzfarris en tono desabrido, aunque con cortesía—, un rifle defectuoso explotó y me salpicó media cara de pólvora caliente. La pólvora negra incrustada bajo la piel parece azul. Un trabajo casi tan limpio como si me hubiese tatuado a propósito de la nariz a la oreja y de la raíz de los cabellos a la clavícula. —Diablos —dijo el tabernero—, podría dedicarse al circo. — De hecho —observó Rouleau—, nosotros tres nos dedicamos al circo. Yo soy acróbata de pista. El coronel es tirador y el pirata amaestra jabalíes. —Vaya, esto es extraordinario —dijeron a la vez el tabernero y Fitzfarris. — El Floreciente Florilegio de Florian florece ahora cerca del cementerio negro. Estoy autorizado para ofrecerle un empleo, monsieur Fitzfarris. Espere. Attendez. —Levantó una mano—. Antes de pegarme, escúcheme. Ser un Hombre Tatuado es preferible, por lo menos, a una carrera de ladrón que roba la comida a sirvientas menores de edad. — Dios Todopoderoso —murmuró Fitzfarris—, me alegro muchísimo de que mi anciana madre y todos mis mentores hayan muerto. Pensar que llegaría a ser invitado a figurar como monstruo en un espectáculo. — No lo desprecie —dijo Rouleau—. Un circo ambulante ofrece a un hombre amplias oportunidades de... ¿cómo lo diría?, de ejercitar todos sus talentos. Además, permítame añadir, nunca se queda en un sitio demasiado tiempo... — Bueno, tal vez... —dijo Fitzfarris, pensativo.
Una hora después, Florian, acariciando satisfecho su pequeña barba, preguntó a Fitzfarris: —Si le disgusta el sobrenombre de Hombre Tatuado, ¿qué le parece si le contratamos como Hombre Gallo? Fitzfarris respondió, con resignación: —Esto es como dudar entre ano y recto para hablar del culo. Llámeme Hombre Tatuado. Y así, durante el intermedio del programa del lunes, la gente de Winchester oyó a Florian anunciar, fuera del pabellón: — !El explorador más gallardo de nuestro tiempo! Damas y caballeros, les presento a sir John Doe, el Hombre Tatuado. Por razones que pronto sabrán, sir John prefiere no revelar su verdadero nombre, porque lo reconocerían como uno de los más nobles de los pares ingleses. El público miró con la boca abierta a Fitzfarris, envuelto en la capa negra del coronel Ramrod, tanto para ocultar sus viejas ropas civiles como para dar mayor realce a su cara bicolor. Intentaba parecer lo más inglés posible, con la mitad de la cara color de carne y la otra mitad azul. —Mientras exploraba osadamente la parte más remota de Persia — explicó Florian a gritos—, sir John osó también enamorarse de una favorita del sha Nashir, la hermosa princesa Shalimar, y llegó a introducirse en las habitaciones más íntimas del harén, en el palacio del sha, para cortejar a la princesa. Desgraciadamente, sir John fue sorprendido y capturado por los eunucos del harén, y la romántica aventura tuvo un final trágico. Florian se pasó el pañuelo por los ojos. Fitzfarris permanecía en actitud estoica. —El airado sha desterró a la bella princesa a la cumbre de una montaña lejana, donde aún languidece en la actualidad. Y sir John sufrió el castigo que ustedes ven. El cruel sha Nashir mandó a sus fuertes eunucos negros que sujetaran a este hombre valiente mientras le quemaban la mitad de la cara con las llamas azules del terrible fuego bengalí. Ahora sir John recorre el mundo como el Hombre Tatuado, reacio a volver a su propio país (incapaz de regresar jamás al lado de su adorada princesa), llevando la marca indeleble de su amor convertido en tragedia. Florian volvió a secarse los ojos y varias mujeres sollozaron. —Sir John es el único hombre occidental que ha entrado jamás en un harén persa y salido vivo de él. Y está dispuesto a contar su aventura. Si algunos de ustedes, caballeros, desea gastar la mísera cantidad de diez centavos, o diez dólares confederados, sir John le relatará todos los escandalosos secretos del harén, de las doncellas tomadas por la fuerza, de los eunucos mutilados, de las concubinas voluptuosas. Como es natural, las damas y los jóvenes no querrán oír semejantes cosas, de
modo que, si me acompañan, los guiaré hasta el Hombre Cocodrilo, un horrible ser descubierto en las orillas del Amazonas... Por lo visto, a ningún miembro masculino del público le sobraban diez centavos o dólares, o no sentía curiosidad por los secretos del harén, así que fueron con Florian y las mujeres a contemplar a Abner Mullenax, que rugía en el suelo. Cuando la caravana del circo abandonó Winchester a la mañana siguiente, Fitzfarris, que viajaba al lado de Rouleau, en el asiento del furgón de la utilería, dijo: — ¿Sabes una cosa? Por Dios que siempre había creído tener un pico de oro, pero el tal Florian se lleva la palma en descaro, poca vergüenza y falta de decoro. — Eh, bien —se echó a reír Rouleau—, todavía recuerdo que cuando era un Primero de Mayo, hace mucho tiempo, Florian me dijo que nunca debíamos dejarnos llevar por el decoro, el precedente, la moralidad o las convenciones, que no son más que recetas para la banalidad. Creo, Fitz, que tú y Florian os vais a llevar como hermanos. Florian, a la vanguardia de la caravana en el carruaje, con Edge cabalgando a su lado, dijo: — Ese tipo Fitzfarris, ¿al lado de quién hacía la guerra cuando sufrió esa curiosa desfiguración? —No se me ocurrió preguntarlo —contestó Edge— y dudo de que le creyera si me lo dijese. En cualquier caso, me imagino que esos detalles ya no importan. —Señaló—. Ahí está el cruce de George Town, si aún quiere ir a Baltimore por el camino más corto. Florian dirigió a Bola de Nieve hacia el camino que se desviaba hacia el este del Pike. Era un camino de tierra dura, de superficie mucho mejor que la estropeada carretera de macadam por la que habían circulado. Sin embargo, sólo torcer a la derecha pareció asestar el golpe de gracia a uno de los carromatos, porque se oyó un crujido de madera y luego una sarta de maldiciones. Florian detuvo a Bola de Nieve y miró hacia atrás. Se había roto una rueda trasera de la carreta que llevaba el globo. La carreta quedó ladeada y la mitad de su parte posterior al nivel del suelo; las varas casi levantaban las patas del mulo de carga. Mullenax yacía en medio del camino, agitando un puño. — i Maldita sea, estos días no hago más que revolcarme en el polvo! Los otros hombres se congregaron a su alrededor para evaluar los daños. —El carro se secó demasiado bajo tu almiar, Abner —dijo Roozeboom— Tiene todos los radios sueltos. Debí haber sumergido estas ruedas en algún arroyo del camino. Es culpa mía. — Bueno, la rueda no se ha roto —observó Tim—, sólo desprendido. Puedes arreglarla, holandés.
—Ach, ja. He arreglado todas las ruedas de esta caravana. Sin embargo, esto significa arreglarla primero, encontrar luego un arroyo o un río y dejarla en remojo toda la noche. — Por suerte, es el único carromato del que podemos prescindir — dijo Florian—. El resto de la caravana puede viajar mientras la arreglas. Intervino una voz nueva: —¿Es yanqui alguno de vosotros? Se volvieron y vieron a un hombre que los miraba desde el otro lado de una valla de hierro. La valla estaba cubierta de madreselva en flor, que despedía un olor delicioso. El hombre era flaco y tenía los cabellos grises, pero iba aseado e incluso bien vestido para el tiempo y el lugar. A sus espaldas se extendía una pendiente que había sido un prado pero que ahora estaba cubierta de malas hierbas, podridas y fétidas. En la distante cima de la ladera se veía una mansión señorial con columnas de dos pisos, rodeada de vetustos robles. —No, señor —contestó Florian—. Algunos somos europeos emigrados, pero el resto son todos leales sudistas. A mi lado está el coronel Edge, de la caballería confederada, así como el sargento Yount y el cabo Fitzfarris... —Yo soy Paxton Furfew, antiguo ayudante de la Home Guard del condado de Frederick, ahora retirado —se presentó el hombre, hablando con el acento suave del virginiano de buena cuna—. Perdonen mi exabrupto antes de la invitación, pero ¿les gustaría descansar aquí en Oakhaven mientras reparan su carromato? La señora Furfew y yo no podemos soportar a los yanquis, pero agradecemos la compañía de personas más decentes. Quizá guste a las señoras de su grupo pasar una noche en un dormitorio auténtico y nuestra mesa es bastante recomendable, dadas las circunstancias. —¿Cómo no? Es muy gentil por su parte, señor —respondió Florian—. Creo poder decir, como director de esta empresa, que todos aceptamos su invitación con celeridad y el agradecimiento más sincero. —Nosotros somos los agradecidos, señor. Nunca hemos invitado a un circo ni a un elefante. Si continúan por el mismo camino, encontrarán la entrada de la avenida. Dejen el carro averiado donde está; algunos de nuestros negros quitarán esta parte de valla y lo arrastrarán hasta nuestras dependencias. Su carretero encontrará allí una herrería con una fragua y todas las herramientas que pueda necesitar. Algo perplejos y llenos de admiración, los miembros de la compañía siguieron el camino que lindaba con la finca, franquearon un arco de hierro forjado y columnas de piedra, donde se leía el nombre de «OAKHAVEN», y enfilaron una avenida ligeramente sinuosa entre paredes de follaje espeso y descuidado, que antes había estado cubierto de flores. La casa, cuando por fin llegaron a ella, resultó ser más grande de lo que parecía desde el camino, pero había sufrido un gran deterioro:
la pintura se desprendía, las ventanas estaban rotas y tenían parches de cartón, el estuco de las columnas de madera estaba tan resquebrajado que recordaban las ruinas romanas. Los señores Furfew los esperaban en la veranda; ella era tan regordeta como flaco su marido. Aunque iba igualmente bien vestida —con una voluminosa falda de miriñaque y gran profusión de volantes— y aunque tenía la misma voz suave, su manera de hablar era tan rústica como precisa la de él. — Ninguno de ustedes es yanqui, han dicho —fue su saludo a los invitados. —Y muy contentos de no serlo, madame —respondió Florian—. Aquellos de nosotros que no luchábamos por Dixie Land, sufrimos al menos por ella durante toda la guerra. — Es lo que digo siempre —comentó ella—. Los yanquis pueden haber ganado terreno ahora, pero no tienen nada más. No han derrotado al espíritu del sur. ¿No es lo que digo siempre, señor Furfew? — Siempre, querida —murmuró él. Y añadió, dirigiéndose a la compañía—: ¿Quieren entrar y refrescarse? Los mozos de establo se ocuparán de sus animales y acomodarán a su hombre de color. Una colección de negros, la mayoría descalzos, todos vestidos con gastado algodón casero y todos callados y serviles como si nunca hubieran oído hablar de la Emancipación, se acercaron a coger la mayoría de las riendas, pero dejaron, murmurando y tapándose los ojos, al elefante y a Trueno, que tiraba del carromato de la jaula, para que Hannibal y Roozeboom los condujeran a los establos. Mientras los otros miembros del circo se apeaban de sus vehículos —las mujeres intentando mostrarse regias y delicadas como si se apearan de carrozas en un baile de la corte—, la señora Furfew continuó su diatriba: — Como estamos justo en la frontera enemiga, ya hemos visto demasiados yanquis. Esos rufianes estuvieron a punto de destruir Oakhaven. Cuéntaselo, señor Furfew. — Los yanquis casi destruyeron Oakhaven —repitió él, con paciencia, mientras entraban en el vestíbulo, que era inmenso pero carecía de muebles—. Saquearon, rompieron... — Y destruyeron lo que no podían llevarse. Háblales de la araña y de los retratos, señor Furfew. El indicó vagamente el techo y las paredes. — Aquí en el vestíbulo había antes una araña con muchos prismas de cristal y una galería de retratos de la familia Furfew. Los yanquis... —Bajaron la araña y los prismas que no se rompieron los colgaron de los arneses de sus caballos como adorno. Entonces sacaron una lata de alquitrán y pintaron bigotes a la abuela Sofronia y a la tía Verbena del señor Furfew. Los estropearon. Los antepasados masculinos ya llevaban bigotes, así que los yanquis los destrozaron con sus bayonetas. Háblales de los relojes y los libros, señor Furfew.
El suspiró. — Se llevaron todos los relojes, excepto el de péndulo, que era demasiado grande para acarrearlo, así que lo destrozaron tirándolo escaleras abajo. Quemaron todos nuestros libros, incluyendo una Biblia centenaria que contenía la crónica de todos los nacimientos, muertes y bodas de los Furfew. También quemaron todos los otros documentos familiares, títulos de propiedad de tierras y de esclavos, todo lo que constaba por escrito. Ahora, querida, tal vez sea mejor que acompañes a las señoras arriba y ordenes a las doncellas que les lleven agua para lavarse. La señora Furfew parecía más inclinada a continuar la lista de desmanes, pero siguió a Sarah, Clover Lee y Magpie Maggie Hag por la larga escalera curvada, que debía de ser un elegante adorno del vestíbulo cuando aún no le faltaban muchos balustres de la barandilla y hasta algunos peldaños. —Deben perdonar la estridencia de Leutitia, caballeros —dijo en voz baja el señor Furfew, indicando con un gesto a su esposa, que subía la escalera detrás de las otras mujeres—. Miren sus zapatos. De satén, pensarán. Sí, pero el satén procede de viejas cajas de sombreros, despegado cuidadosamente. La blusa negra que lleva era la tela de un paraguas. Ah, los pequeños y lastimosos fingimientos y las pequeñas y valerosas gracias de la destitución. Si parece obsesionada por el odio hacia los yanquis, Dios sabe que ha tenido suficientes provocaciones. —Bueno, supongo que deberían felicitarse de tener todavía una casa — observó Florian—. Para no mencionar a los criados. Me sorprende que no huyeran con los yanquis. — Creo que todos temen demasiado a Leutitia —dijo el señor Furfew, con una risita no del todo irónica. — ¿Qué yanquis fueron los que saquearon la casa, señor? —preguntó Fitzfarris. — Casi todas las tropas regulares que pueda nombrar. Las de McClellan, Banks, Shields, Milroy. Banks acuarteló aquí a sus oficiales, quizá la razón por la cual no quemaron la casa. Y, como es natural, vimos de vez en cuando a algunos de nuestros jefes confederados; Jackson y Early han cenado en nuestra mesa. Recientemente, desde que se marchó ese maldito Sheridan, han pasado por aquí grupos de pillaje para llevarse lo que dejaron los soldados. Los últimos rufianes, hace una semana, al no encontrar nada de utilidad, destrozaron lo que pudieron. Miren esto. Los condujo a una estancia que debía de ser el antiguo salón, aunque su único mueble era ahora un gran piano de cola. — Es un Bósendorfer con acción Erard —dijo—. O lo era. Levantó la enorme tapa y todos miraron hacia dentro. Los últimos saqueadores habían usado los restos del alquitrán con que antes
destrozaran los retratos de familia de los Furfew, derramándolo sobre los macillos y cuerdas del piano. —Fils de putain —murmuró Rouleau—. Totalmente estropeado. —Creo, señor, que antes ha mencionado que perteneció a la Home Guard local —dijo Edge. — Sí, maldita sea. Demasiado viejo y débil para servir. Ni siquiera tenía un hijo para enviarles, y casi lo único que pude hacer en la Home Guard fue compartir nuestras tristes experiencias con nuestros vecinos. Al principio intentamos salvar las joyas de Leutitia, la plata de su familia y cosas similares enterrándolas en el corral. Pero los yanquis ya conocían este truco. Ni siquiera se molestaban en cavar todo el terreno, limitándose a hundir sus rifles en la tierra hasta que tocaban algo. Entonces obligaban a cavar a nuestros negros. Así, pues, cuando Oakhaven gozó de un intervalo sin ocupación, escondimos todo lo que tenía algún valor debajo de los retretes, a mucha profundidad, y bajo el montón de estiércol del establo. Conseguimos salvar una buena cantidad de productos enlatados, tubérculos e incluso grano, y aconsejé a nuestros vecinos que hicieran lo mismo. Oh, a propósito, he dicho a Cadmus que dé de comer a sus animales. Parecen hambrientos. — i Oh, mi querido señor! —exclamó Florian—. Esto es mimarlos demasiado. Pero su bondad sobrepasa los límites de la hospitalidad. Esto debo pagárselo. El señor Furfew pareció nervioso y echó una ojeada hacia el vestíbulo. —Por Dios, hombre, si lleva dinero federal no se atreva a enseñarlo aquí. Hemos jurado gastar y aceptar únicamente dinero confederado hasta que no quede ningún otro recurso. — El caso es que puedo pagarle con algo de este último. El señor Furfew rechazó la idea, agitando la mano. —Un día pasó por aquí un yanqui lisiado y cuando nuestro niño negro le dio un poco de agua, el soldado le alargó un penique. Leutitia cogió el penique y lo lanzó contra el hombre. Luego azotó al chico con una rama de abedul, casi hasta hacerle sangrar, por aceptarlo. —Suspiró—. Pero, como ya he dicho, ha sufrido muchas provocaciones. —Desde luego, la guerra y todo lo demás es una gran provocación — confirmó la señora Furfew cuando se sentaron todos a comer alrededor de una mesa de tijera improvisada y sin mantel, con un surtido de platos de madera y hojalata y con unos cubiertos todavía más variados—. Tengo la sensación de que Oakhaven ha sido profanado. ¿Saben que cuando aquellos sucios oficiales yanquis se alojaron aquí tuvieron el descaro de traerse con ellos a sus fulanas de Washington? !Esas mujeres yanquis duras y vulgares! Como es natural, la ropa de cama que los oficiales no robaron cuando se fueron, !nosotros la sacamos afuera y la quemamos! Por esto, señoras, sólo podemos
ofrecerles unos camastros, y si la ropa les parece un poco gris, piensen en el gris confederado. Edge miró de reojo a Sarah y Clover Lee, aquellas duras y vulgares mujeres yanquis, pero ellas miraban con modestia sus platos y Edge sospechó que no habían dicho ni un «maldita sea» desde que habían entrado en la casa. También se dio cuenta del aspecto grotesco que ofrecía la compañía circense sentada en torno a una mesa en un ambiente pasablemente civilizado. Había dos hombres con la cabeza rapada y brillante, uno con un fiero mostacho de morsa, el otro con una barba negra todavía más fiera; el director, esbelto y elegante, de barba plateada; un individuo flaco, de hombros altos, que habría pasado por un típico patán virginiano de no ser por el siniestro parche negro en un ojo; dos hombres jóvenes, bastante apuestos, pero uno de ellos con media cara sombreada de un azul permanente; un enano cuya cabeza llegaba apenas a la mesa; una mujer rubia y bonita, una muchacha rubia y bonita y una bruja cuya nariz y barbilla, aunque apenas visibles bajo la capucha que no se quitó ni para comer, parecían tijeras cuando masticaba. Y por último, él mismo, Zachary Edge, fuera cual fuese su aspecto. No era extraño, pensó, que la pequeña mulata que servía la mesa los mirase con ojos suspicaces y muy abiertos cuando les acercaba cazuelas y bandejas. Florian tragó un bocado del suculento estofado y dijo: —Lamento todas sus privaciones, madame, pero debo decir que sabe usted arreglarse muy bien con ellas y sacar el máximo partido de sus provisiones. Esta comida es deliciosa. —Gracias, mesié. Sí, nuestra tía Phoebe sabe hacer maravillas con pocos ingredientes. Sólo me gustaría que enseñara buenos modales a su escandalosa prole. —Levantó la voz para hablar a la muchacha que en aquel momento servía tomates asados en el plato de Yount—. iTú, señorita! Estás sirviendo al caballero por la derecha. iNo se sirve por este lado! iVen aquí, tunanta! La chica, que no tendría más de doce o trece años y cuyo color no era más oscuro que el de un cervato, puso los ojos en blanco y gimió: — Zeñora, nunca apenderé. ¿Cómo pue el lao deresho estar equivocao? — iCierra la boca! —El rostro de la señora Furfew se tiñó del color de la berenjena, con lo cual era más oscuro que el de la mulata—. !Te he dicho que vengas aquí, estúpida! La muchacha rodeó la mesa de mala gana para que la señora Furfew pudiese alcanzarla y propinarle un cachete. La chica dio un respingo e hizo ademán de irse, pero la señora Furfew gritó: — No, señorita, eso no. Quiero oírlo. Hincha las mejillas, tal como te he enseñado.
La chica hinchó las mejillas, aclarando todavía más su tez, y la señora Furfew le propinó otro cachete, que esta vez resonó con más fuerza que todas las bofetadas de Tim en la pista del circo. Mientras todos los demás permanecían en silencio, confundidos, el señor Furfew alivió la tensión, volviéndose hacia Florian para preguntarle el destino de la caravana circense. —Baltimore, señor, a este lado del agua. Tenemos intención de llevar nuestro Florilegio hasta Europa... si podemos cambiar nuestro dinero secesionista para los pasajes. —Florian vio que el señor Furfew fruncía el ceño y dijo en seguida en tono conciliador a la señora Furfew—: Tenemos que hacer dinero, pero estamos decididos a no ganarlo trabajando en tierra yanqui. Ella no había enrojecido e incluso asintió con aprobación. — Comparto sus sentimientos. Mi querido hermano perdió la vida en Tennessee, pero ya he dejado de llorarle. Ahora envidio a Henry, se lo digo de verdad. Luchó por la causa, que es más de lo que podemos decir las mujeres. Sólo hemos podido resistir, tratar de salir adelante. —En Petersburg —dijo Yount— las damas de la ciudad solían aprovechar los momentos de calma para visitar el frente e inspirar a los soldados. — Lo dijo con acritud, pero la señora Furfew no pareció darse cuenta—. Solían llevarnos tractos con objeto de impedir que jugásemos o maldijéramos o hiciéramos cosas impropias. Sólo luchar y matar, como era nuestro deber. La señora Furfew volvió a asentir con aprobación. —Sí, nuestro trabajo era inspirar. Las débiles mujeres no podíamos hacer muchas más cosas. Por esto envidio a Henry. El, por lo menos, pudo morir por aquello en lo que creía. Fitzfarris preguntó con languidez: —¿Y qué era, señora? —iCómo! Pues, el sur, naturalmente. Por la cultura, los principios y la moral del sur. Henry debe de sentirse orgulloso y bueno de haber muerto por eso. ¿No lo cree usted así, cabo? — No lo sé, señora. He visto muchos muertos y ninguno parecía orgulloso de estarlo. Me imagino que Henry sólo está contento de descansar por fin, sin peligro de que vuelvan a dispararle. —No le dispararon, cabo. Su coronel envió una hermosa carta de condolencia, diciendo que Henry murió de disentería. —iAh! Entonces apuesto algo a que aún está más contento. Yo también tuve diarrea una vez y... La señora Furfew se indignó de repente. — iPara usted es muy fácil hablar! ¡Oh, los vivos pueden permitirse el lujo de criticar a los muertos, ¿verdad?, y despreciar a la gloriosa causa! !Todos ustedes pueden perdonar y olvidar la guerra porque son ustedes quienes la han perdido! —Volvía a estar del color de la
berenjena—. ¡Pero las mujeres del sur no olvidaremos jamás a la causa! ¡Nosotras no nos hemos rendido, no hemos desertado y nunca lo haremos! — Vaya, vaya —dijo Florian, intentando calmar los ánimos—. Pastel de fruta para postre. ¿No cesarán nunca los milagros? Tan apetitoso como el resto de la comida. Su cocinera es un verdadero tesoro, madame. La señora Furfew palideció un poco y aceptó a regañadientes el cambio de tema. — Sí, Phoebe hace un pastel de fruta bastante tolerable, teniendo en cuenta que no tiene más ingredientes que nueces, picamineros y granos de pimienta. —Creo que iré en persona a felicitar a la dama chef —dijo Florian—. ¿Me permite? Esperó la condescendiente inclinación de cabeza de la señora Furfew y huyó de la mesa en dirección a las dependencias de la cocina. Sin embargo, la anfitriona no sufrió más berrinches y los comensales se dispersaron sin discusiones ulteriores. La señora Furfew insistió en que «todas las señoras» siguieran la costumbre inviolable de las bellezas sureñas de retirarse a sus habitaciones para hacer la siesta. Roozeboom se fue a la herrería para arreglar la rueda de la carreta y los otros hombres salieron a fumar a la veranda y luego se dividieron en grupos de dos o tres. El señor Furfew hacía un discurso a Trimm y Edge: —... Sí, Jeff Davis fue muy criticado, pero, caballeros, el presidente Davis conocía el carácter del sur. Sabía que para un acuerdo amistoso entre nosotros y el norte, el sur tenía que ganar la guerra. O, si no podía ganarla, tenía que ser derrotado, derrotado de verdad, de una manera total. — Y así ha sido —gruñó Tim. —Sí, hemos perdido. Pero, iah, qué lucha tan maravillosa! Fitzfarris decía a Rouleau: — Nuestro anfitrión es un caballero cultivado y ella parece una familia de cerdos dándose aires de grandeza. ¿Cómo crees que llegaron a juntarse esos dos? —Tiens, me inclino a sospechar que se conocieron en un bosque — contestó Rouleau—, cuando él le quitó una espina de la pezuña. Mullenax decía a Yount: — Esa mujer está como una cabra. Espero que no se hayan vuelto locas todas las mujeres de Dixie. —Si estas mujeres quieren continuar la guerra después de que haya terminado —gruñó Yount—, por mí, que lo hagan. Quizá la señora Furfew necesita zapatos y está resentida por ello. Pero no he visto que a ninguna mujer le falten piernas, ni siquiera en Petersburg.
— Ni ojos —añadió Mullenax—. No cabe duda de que fuimos los hombres quienes perdimos la guerra... pero también perdimos mucho más. Estoy contigo, Obie. Esas malditas vejestorias pueden quedarse con la maldita guerra. En el ala de la cocina, separada de la casa principal por un pasaje techado, Florian había felicitado cumplidamente a la cocinera, Phoebe Simms —una mujer grande, rechoncha, de un negro brillante—, dedicándole muchas alabanzas, y ahora, con un destello en los ojos, la sometía a un interrogatorio con intenciones seductoras: — ¿No ha pensado en viajar, tía Phoebe, ahora que es libre para hacerlo? — No haber ningún sitio que me llame —respondió ella de buen humor, mientras lavaba los platos—, y tener obligaciones aquí. — No creo que se sienta muy obligada con la señora Furfew. He visto cómo trata a sus criados. —Por lo menos, nos alimenta. — Usted la alimenta a ella, tía Phoebe. Hay personas que valorarían más sus servicios, la tratarían mejor y le demostrarían el respeto que merece. Y le darían un puesto de más categoría que el de criada. — ¿Cuál? — Podría ser artista de circo. Una atracción estrella. Ella rió, haciendo temblar toda su adiposidad. —iJa, ja! ¿Yo con mallas, mas' Florian, saltando de un lado a otro? Una ves vi un sirco y admiré la agilidad de las damas. Pero hay leyes que no fallan: yo ser negra y gorda. — La necesito exactamente por esto. Le ofrezco una posición digna. Nada de disfraces y nada de saltos. Se sentaría sencillamente en una plataforma para ser admirada. La Única Dama Gorda del Florilegio de Florian. Incluso la ennobleceré con un título... iMadame Alp! —Nadie llamar señora a una negra. De todos modos, todo esto ser una tontería. Yo no estar mucho más gorda que la señora. —Pero es mucho más impresionante. Su magnífica piel negra contribuye a ello. Le pagaría bien y... —¿Me pagaría? ¿Usted hablar de dinero contante y sonante, massa? — Pues, claro. Podría ser poco durante un tiempo, hasta que lleguemos al norte, donde está la verdadera riqueza. Pero, sí, le pagaría y vería nuevas tierras casi a diario y tendría todos los derechos y privilegios de una mujer liberada. — Dios mío, Dios mío... —Y tampoco olvidaríamos sus otros talentos. Puede cocinar para nosotros, igual que aquí. Y le garantizo que lo sabremos apreciar mejor. Para empezar, comería con nosotros, no en un rincón. Todos los miembros del circo son de la familia. Puede preguntarlo a nuestro respetado compañero negro, Hannibal Tyree.
—Bueno... ya hemos hablao un poco —admitió Phoebe— cuando le he dao algo de comer. Parese muy felís y habla con muchas ínfulas para ser un negro. —Pues, ya lo ve. ¿Qué más puedo decirle? —Pero... ¿qué hay de mis niños, mas' Florian? —¿Eh? —De mi prole. Domingo, Lunes, Martes y Quincy. —¿Es así como pronuncia Miércoles? —preguntó Edge cuando Florian le dio la noticia, muy excitado. —El chico es de diferente carnada. Sólo tiene ocho años. Pero las chicas... —Señor Florian —dijo Edge, con tolerancia—, he dado un vistazo a la tal tía Phoebe. Ya tiene usted el enano más alto del mundo. ¿Quiere ahora a la señora gorda menos voluminosa? Diablos, en el condado de Rockbridge, una de cada tres mujeres engorda más que Phoebe Simms en cuanto ha enganchado a un marido. Florian hizo un ademán despreciativo, al estilo del señor Furfew: — Maggie Hag puede acolcharla hasta darle dimensiones de hipopótamo. Es probable que en Europa no hayan visto nunca una mujer gorda negra. Pero escucha esto, Zachary. Las tres chicas tienen trece años... i son trillizas idénticas! Y guapas, además. Ya has visto la que ha servido a la mesa. En realidad, yo no tenía idea del golpe espléndido que estaba preparando. No sólo adquirimos a una mujer gorda, sino también a tres bonitas mulatas fique son trillizas! ¡Ningún circo puede alardear de una atracción semejante! El niño Quincy es más negro que Abdullah, pero siempre podemos encontrar trabajo para otro hindú. —Es curioso. ¿Cómo pudo esa mujer parir toda una carnada de rosas amarillas y después un único negro azulado? — No he sido tan grosero como para preguntar cosas tan íntimas. Pero antes perteneció a otro amo y quizá entonces era más delgada y bonita. El debía de ser guapo, a juzgar por el resultado. Probablemente el hecho habría pasado inadvertido, incluso para la esposa de aquel hombre, si Phoebe hubiese parido sólo una hija mulata, pero trillizas... toda la vecindad debió de enterarse, así que él se apresuró a venderla junto con sus hijas. El pequeño Quincy negro nació aquí en Oakhaven. Supongo que el mozo de cuadra Cadmus es el padre. — Bueno —dijo Edge—, no puedo acusarle de robar esclavos; ahora son todos negros libres. Pero ¿no siente ningún remordimiento por corresponder así a la hospitalidad de esta gente? —Oh, sí, claro, lo lamento por el señor Furfew, cuyo único placer en la vida deben de ser las comidas de Phoebe. Pero creo que privar de él a la señora justifica el crimen.
—No puedo discutir este punto —respondió Edge—. Incluso una vida de gitana será mejor para estas niñas que crecer aquí. ¿Cómo piensa hacerlo? — La familia Simms no posee más que lo puesto, así que no vienen cargados de equipaje. Lo único que tendrán que hacer mañana, justo después del desayuno, será escabullirse hasta el extremo más lejano de la finca y saltar la valla. Los recogeremos allí. Y ahora que tenemos la carreta del globo, tenemos un vehículo para que viajen y duerman. Sólo cubriremos el globo con una lona protectora. Lo único que quiero es haber recorrido bastante distancia antes de que los echen de menos y nos persigan. —Esto no es problema —dijo Edge—. Después de hacer unos doce kilómetros, cruzaremos la frontera de Virginia del Oeste. Aunque los Furfew tuvieran un derecho legal, ningún abogado de Virginia podría hacerlo valer allí. —iAh, bien, bien! —exclamó Florian, muy contento, frotándose las manos—. Raramente la Dama Fortuna ha dispuesto tan bien sus bendiciones a nuestro favor. Caramba, con todos estos negros podríamos incluso tener nuestro propio coro de Cantores Etíopes... pero fino, no, no! Todos los espectáculos los llaman así. —Reflexionó brevemente—. iAjá! ¡Los Hotentotes Felices! ¿Qué tal te suena, Zachary? Edge se limitó a suspirar y decir: — Ya no me sorprende nada. Sin embargo, algo le sorprendió después del desayuno del día siguiente. Los miembros del circo estaban expresando a todos su gratitud y preparándose para la marcha, cuando la señora Furfew llamó aparte a Edge y le dijo: — Coronel, en su calidad de oficial confederado de más graduación de su grupo, quiero enseñarle algo. Me gustaría que mesié Florian también lo viera. Y quizá sería mejor que trajeran consigo una palanca y a alguien fuerte para usarla. Extrañado, Edge fue a buscar a Florian y Yount. Cuando la señora Furfew se hubo cerciorado de que nadie los miraba, condujo a los tres hombres detrás de la casa, más allá de las dependencias, al otro extremo de un campo en barbecho que cruzaron tropezando con viejos rastrojos de maíz. Al final llegaron a un soto, que no había sido talado para ocultar a la vista un antiestético montón de pedruscos, tocones, ramas muertas y otros desechos de los campos. — Mesié —dijo la señora Furfew—, usted ha dicho que quería cambiar su dinero confederado por dólares yanquis. —Hizo un gesto a Edge y Yount—. Empiecen a apartar la maleza y esos tocones y verán lo que encuentran.
Todavía extrañados, obedecieron, y después de trabajar un rato descubrieron la parte trasera de un furgón blindado, pintado de azul, que tenía una forma poco corriente. Edge retrocedió, asombrado, exclamando: —iEs un furgón Autenrieth! Su interior está equipado con compartimentos y casillas. Los yanquis los usaban casi siempre como ambulancias. Pero, mira, Obie, las iniciales de éste: «P.D.» ¡No Departamento Médico, maldita sea, sino Departamentos de Pagos! Señora, no sé cómo llegó esto aquí, pero es el furgón del cajero de alguna unidad. — Eso es —respondió ella—. ¿Pueden abrirlo? —¿Sabía que estaba aquí? ¿Sabía qué era? —preguntó Edge, mientras Yount examinaba la puerta con candado y barra de hierro. — Claro que lo sabía. Mandé a Cadmus y otros chicos que lo ocultaran aquí. Por favor, no lo mencionen al señor Furfew. Ahora, mesié, hablemos de ese dinero suyo... — Pero, ¿de dónde lo sacó? —persistió Edge, perplejo. — Era del pequeño Phil Sheridan. En cualquier caso, de la parte de su ejército que estuvo aquí en febrero y se dirigía al este. Se le rompió la llanta de una rueda y el resto de la columna continuó sin él, esperando que ya los alcanzaría cuando estuviera arreglado. Los yanquis me ordenaron que les diera de cenar mientras Cadmus intentaba repararlo. Había el conductor, un teniente y dos funcionarios que llevaban gafas. Supongo que Sheridan aún los busca y los tiene en la lista de desertores, pero están bajo el montón de basura, si desean verlos. —¿i Qué!? —exclamaron a la vez Edge y Florian. Yount miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos, pero siguió trabajando en la puerta. —Phoebe les preparó la comida y yo misma la recogí de la cocina, pero pasé por el invernadero y eché verde de Schweinfurt en la comida. — iMadame, eso es arsénico! —exclamó Florian, horrorizado. — Bueno, mata los gusanos del jardín, así que pensé que también mataría a los yanquis de barriga azul, y así fue. Estaban en la herrería después de comer, viendo trabajar a Cadmus, cuando cayeron y empezaron a retorcerse. El señor Furfew piensa que siguieron su camino y alcanzaron a los otros y yo prefiero que siga pensándolo. — Ah, ejem... sí —murmuró Florian, con voz ahogada. Se oyó un fuerte chasquido al ceder la aldaba del candado a la palanca de Yount y luego un crujido sordo cuando abrió la puerta de metal—. Pero, señora Furfew, ¿por qué nos revela el secreto a nosotros? — Ustedes tienen dinero confederado. Se lo compro. — iPor Dios Todopoderoso que puede hacerlo! —gritó Yount, que estaba en el interior del furgón, en el estrecho pasillo entre estanterías y
cajones—. iAquí debe de haber la paga de un mes de toda una división! ¡Todo en billetes verdes de los Estados Unidos! — La felicito, madame —dijo Florian—. Esto le servirá de mucho en la restauración de Oakhaven... —Que el Señor me fulmine si gasto un solo penique de este dinero — respondió ella con firmeza—. Los tenderos de la comarca saben que sólo pagaré en billetes confederados. Por eso quiero los suyos. —Celebraré complacerla, madame. ¿Piensa pagarme al cambio oficial o al acostumbrado? —Le daré un dólar por dólar. Cuando Florian recobró la voz, murmuró una plegaria en una de sus lenguas nativas, algo que Edge y Yount no le habían oído hacer nunca: —Ich mache mir Flecken ins Bettuch... Ejem, quiero decir, madame, que nuestros fondos incluyen muchos dólares confederados. Una cantidad que sobrepasa los nueve mil. Si los cambiara por dólares federales en cualquier otro lugar, valdrían sólo unos noventa... —La señora Furfew había empezado a adquirir de nuevo el color de la berenjena, así que Florian dejó de protestar y añadió—: Con perdón, madame, si me lo permite, lo consultaré con mis colegas... Florian, Edge y Yount se apartaron un poco y el primero confió en un murmullo: — Esta criatura debería estar en una jaula. Hice transacciones fraudulentas en mis tiempos, pero vacilo en aprovecharme de una loca santificada y certificada. — Nueve mil dólares verdaderos nos llevarían sin duda hasta Europa —murmuró Edge—, y quizá aún nos sobraría algo para pagar sueldos. —Sí, pero... ¿beneficios mal adquiridos? ¿Y manchados de sangre, por añadidura? —Escuche, señor Florian —gruñó Yount—. No suelo insubordinarme, pero déjeme decirle una cosa. Yo no tendría escrúpulos en desollar a esta vieja cerda. Corra a buscar esos billetes sin valor mientras yo la ayudo a contar los verdes que llenan esos cajones. Y si todavía le remuerde la conciencia cuando vuelva, yo me encargaré de realizar la transacción. Así se hizo y luego, por orden de la señora Furfew, los tres hombres volvieron a amontonar los desechos del bosque sobre el furgón. Cuando regresaron a la casa, los bolsilllos de la levita de Florian abultaban visiblemente... con nueve mil doscientos veinticuatro dólares en billetes genuinos y válidos de los Estados Unidos... y ninguno de los tres hombres fue capaz de mirar a los sinceros ojos del señor Paxton Furfew cuando le estrecharon la mano en señal de despedida. La caravana del circo mantuvo un paso lento mientras bajaba por la avenida y seguía la carretera que bordeaba la finca de Oakhaven, pero allí donde la valla se separaba del camino para marcar los límites de la
propiedad, Phoebe Simms y sus cuatro hijos esperaban, tal como habían convenido. La caravana se detuvo y Mullenax ayudó a los negros a subir a la carreta del globo, cubierto por una lona. Entonces Florian llamó: —Ahora, !a paso ligero! —Sacudió las riendas y puso a Bola de Nieve al trote y todos los animales que iban a la zaga intentaron seguir su ritmo—. Nunca —dijo Florian a Edge, que iba a su lado en el carruaje— había hecho tantos negocios sucios en una sola mañana. iJa, ja! Y nunca me he sentido tan feliz en mi condición de pecador empedernido. —Tengo que darle la razón. El dinero es algo magnífico, y ahora que he visto subir a bordo a la familia Simms, creo que también ha sido una buena adquisición. El niño es sólo una mancha de tinta y su mamá no es un monstruo sensacional, pero las tres rosas amarillas se parecen como tres gotas de agua. —Espera a verlas vestidas con lentejuelas, Zachary... y ahora nos podemos permitir este lujo. Estarán tan bonitas como rosas amarillas auténticas. Si podemos sacarlas de aquí. — Si los yanquis saquearon la casa de los Furfew hace sólo una semana, no creo que la ley tenga mucha fuerza en esta región fronteriza. — Diablos, no es la ley lo que me preocupa ahora. Me aterra, simplemente, que esa mujer pueda perseguirnos. — Nos almidonaría y plancharía, no cabe duda. Sin embargo, en los lugares donde no impera la ley, hay que preocuparse de los que están fuera de ella. Tal vez se ha fijado en que no hemos tropezado con nadie en esta carretera. Parece que el pueblo llano la evita. Fueron al trote unos cinco kilómetros más. Entonces el camino empezó a ascender por la suave ladera, así que reanudaron el paso habitual y Edge habló de nuevo: —Estamos subiendo hacia el Limestone Ridge, que marca los límites del estado y la frontera internacional. Cuando lo hayamos cruzado, estaremos en Virginia del Oeste. — El estado más nuevo de Estados Unidos —musitó Florian. — Sí, todo un nuevo estado —dijo Edge, y movió la cabeza—. He visto muchos cambios provocados por esta guerra. — Tonterías —replicó Florian—. Este trozo de tierra que tenemos delante puede haber cambiado de nombre, pero sigue siendo el mismo trozo de tierra. Has estudiado historia, Zachary. Señálame una guerra que haya causado un cambio en la faz de la tierra que siga siendo visible y significativo al cabo de un siglo o dos. —Así, de repente, no se me ocurre ninguna. —No, porque las cosas que provocan cambios, cambios irreversibles, suelen ser menos dramáticas y más insidiosas. Puedo enseñarte un par de ellas aquí mismo. Mira esa línea de ferrocarril que discurre en dirección paralela a la nuestra y los cables de telégrafo suspendidos
encima de ella. La locomoción rápida y la comunicación remota están cambiando el mundo. Cuando la gente pueda trasladarse con rapidez y facilidad de un sitio a otro, todos los malditos lugares dignos de visitarse estarán ocupados y rebosantes de gente. Cuando todos puedan hablar por telégrafo con cualquier persona en cualquier lugar del mundo, te apuesto lo que quieras a que hablarán. Y criticarán, venderán, predicarán y harán discursos. Durante tu vida, Zachary, no habrá apenas un lugar en este planeta donde puedas estar libre de la gente y de su parloteo. Edge dijo que probablemente tenía razón, y la idea le hizo enmudecer. Prosiguieron en silencio durante un rato y al final dijo: —Hubo un tiempo en que hice lo posible para detener la extensión del ferrocarril. Donde Obie y yo estuvimos con los comanches, el batallón solía destrozar las vías férreas para interrumpir las líneas de suministro yanquis. Levantábamos los raíles, hacíamos una gran hoguera con las traviesas, poníamos los raíles sobre el fuego hasta que se calentaban y ablandaban y luego los enroscábamos en torno a los árboles, donde se solidificaban. También volábamos puentes, pero eso era más por deporte que con fines prácticos. —¿Por qué? —Bueno, parece ser que todos los puentes de hierro de América se hacen en Cleveland, Ohio. Y un ingeniero de Cleveland inventó la manera de hacer puentes portátiles, en pequeños segmentos que los yanquis podían transportar y después unir y convertir en puentes dondequiera que se necesitasen. De esta forma reconstruían los puentes casi tan de prisa como nosotros los volábamos. —Rió y añadió—: En una ocasión volamos un tramo de túnel. Lo hicimos tan a conciencia, que arrastramos con él a toda la colina. Pero cuando el polvo se hubo disipado, uno de nuestros muchachos dijo: «Qué diablos, los yanquis traerán otro túnel de Cleveland, Ohio.» Florian también rió, pero paró en seco cuando vio lo que Edge estaba haciendo. Había abierto la funda del revólver de su cadera derecha y ahora, sin sacar el arma, la amartilló con el conocido y ominoso triple clic. Entonces dejó la pistola donde estaba, dentro de la funda, con la culata mirando hacia adelante, en la posición habitual de la caballería, pero con la mano derecha descansando sobre esa culata. —Creía que siempre llevabas el arma sin amartillar, para más seguridad —dijo Florian. — Es otra clase de seguridad la que me preocupa ahora. He dicho que este territorio podía estar fuera de la ley. También he encargado a Obie que tenga preparada mi carabina, por si acaso. Y es mejor que se lo diga: desde que nos hemos separado de la finca Furfew, nos siguen tres jinetes por los campos de la derecha del camino. Se mantienen
detrás de los árboles, de modo que sólo los he vislumbrado, pero continúan estando cerca. — ¿Por qué no has dicho nada? No deben preocuparte mucho sus intenciones. — Es probable que adivinemos sus intenciones cuando lleguemos a la cima del Limestone Ridge... que es cuando iremos más despacio. Me imagino que nos esperarán en el otro lado de la cumbre. Y así fue. Los hombres habían desmontado y dejado los tres caballos bloqueando el camino, de modo que los carromatos no pudieran pasar entre ellos. Entonces uno de los hombres levantó una mano y gritó amablemente: —Deténganse un momento, amigos. Nos gustaría hablar con todos ustedes. Florian dijo con amargura: —Debería haber sabido que teníamos demasiada suerte. Aquí es donde lo perdemos todo. —Tire despacio de las riendas para que los otros carromatos se detengan muy cerca de nosotros —le aconsejó Edge en voz baja. Los tres hombres del camino eran lo bastante feos para ser saqueadores o bandidos o cualquier otra clase de indeseables. Iban sucios, se habían cortado las barbas con el método del hacha y vestían un variado surtido de guerreras yanquis y rebeldes, botas y gorras de visera, diversas prendas raídas de vestuario civil, cinturones y bandoleras de cartuchos modernos. Sólo mostraban cierta elegancia en dos aspectos: sus caballos eran animales magníficos, aunque llevaban sillas Grimsley, viejas y anticuadas. Y cada uno de ellos iba armado, además de la pistola al cinto, con una carabina de repetición Henry recién pavonada. Sosteniendo con soltura esta armas, pero con las manos sobre palancas y gatillos, los hombres cubrieron el camino. Uno se quedó directamente enfrente de Bola de Nieve, otro se acercó lentamente al carruaje de Florian y el tercero abordó a Edge, diciendo: — Quédate donde estás, soldado. No quiero ver moverse esa mano izquierda en dirección a la funda. — No queremos parecer hostiles —dijo en tono lisonjero el hombre que estaba junto a Florian—, pero los tiempos son difíciles y uno encuentra personajes muy brutos por estos caminos. — ¿Qué podemos hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Florian con voz serena. — Los hemos visto salir de esta plantación, unos kilómetros más atrás —dijo el hombre, aproximándose—. Nosotros también hemos estado y salido igual de pobres que antes de entrar. Gentes muy poco hospitalarias y tacañas como el demonio. — Sí, malditos sean —dijo el hombre que estaba en el mismo lado de Edge, acercándose más a él—. Y la única hembra era tan fea que
hubiera asustado al perro de una carnicería. Uf, uf. —Escupió un chorro de jugo de tabaco. —En cambio ustedes —dijo el otro a Florian, acercándose aún más, como si se preparase para saltarle encima— han salido muy contentos, como si acabaran de emborracharse y de joder, y disfrutaran de una repentina prosperidad. — Sí —añadió el de Edge, volviendo a escupir más saliva de color ámbar—. Nos preguntábamos si nos hemos perdido algo y ustedes se lo han llevado todo. De todos modos, en la tartana viajan dos pasajeras muy bonitas... ¡Oye! ¿No te conozco, soldado? —Se quedó plantado ante Edge, mirándole con fijeza—. Un hijo de perra, ja, ja. ¿Acaso no eres Zachary Edge, el que solía ser un comanche? Edge contestó, en el mismo tono de chanza: —Claro que lo soy. Ja, ja. ¿Cómo estás, Luther? —Y le disparó al vientre. Edge no había hecho ningún movimiento repentino ni visible; en realidad, había disparado con el revólver boca abajo. Con la mano derecha descansando sobre la culata y el dedo anular de la misma mano dentro de la funda, sobre el gatillo, sólo tenía que torcer la funda un poco hacia arriba y disparar por su angosto extremo abierto. Antes de que Luther terminase de caer de espaldas sobre el camino, se oyó el pesado ibum! de la carabina Cook del carromato de Yount en la retaguardia de la caravana, y el salteador que estaba junto a Florian hizo una súbita pirueta y también se desplomó. Mientras tanto, el retroceso de la pistola de Edge la había empujado hacia atrás, sacándola de la funda. Ahora la tenía en la mano, boca arriba, amartillada de nuevo, antes de que el tercer hombre, que estaba a cierta distancia, pudiera comprender lo sucedido... y Edge tuvo tiempo de apuntar y dispararle al pecho. Los tres rápidos disparos fueron seguidos por varios débiles gritos femeninos, de Clover Lee y dos o tres de las hembras Simms. Cuando Edge saltó del pescante, a través de la nube de humo azul, Sarah Coverley se asomó a la ventanilla del carruaje, con los ojos muy abiertos. — Dios mío, Zachary —dijo, admirada y horrorizada al mismo tiempo—, ni siquiera nos habían amenazado. El la miró de soslayo. — A veces es aconsejable ablandar un poco a un hombre antes de que llegue a la fase de las amenazas. Con la Remington amartillada y lista otra vez, fue a agacharse con cautela sobre cada uno de los hombres. Al que había herido en el pecho y el que tenía la caja torácica atravesada por la bala de Yount, ya habían muerto, pero Luther, tendido de espaldas sobre el camino,
estaba aún vivo y abría y cerraba la boca como un pescado. Cuando Edge se inclinó sobre él, dijo, furioso: — Me he tragado el maldito tabaco. No te lo tragues nunca, capitán Edge. Te da un horrible dolor de estómago. — Mereces que te duela, sargento Steptoe. Nunca valiste nada como soldado y no has mejorado como salteador de caminos. Habrías tenido una muerte mejor en Tom's Brook. — Mierda, no fui el único que echó a correr en Tom's Brook, como deberías saber mejor que yo. iAy! Por Dios Todopoderoso, i este tabaco me quema el estómago! —Te lo aliviaré —dijo Edge, y volvió a disparar. Los otros hombres de la compañía se habían apeado de los carromatos y ahora iban a echar una ojeada a las víctimas, mirando de reojo a Edge y Yount con expresiones de auténtico respeto. — Vaya, que me maten si lo entiendo —exclamó Yount—. Pittman, Steptoe y Stancill. Creía que habían muerto hacía tiempo. Conque así es como han acabado. — ¿Por qué los conocíais? —preguntó Florian, con voz algo insegura. — Ya le hablamos de aquella batalla en que los comanches nos dispersamos —explicó Yount—. Estos tres figuraban entre los hombres que no volvieron a incorporarse. Deben de haber salteado los caminos desde entonces. —Hizo una pausa, reflexionó y luego dijo—: Casi me gustaría volver atrás para contárselo a la señora Furfew, a fin de que pudiera repartir la culpa que sólo achaca a los yanquis. Rouleau preguntó a Edge, indicando al difunto sargento Steptoe: — ¿Tuviste que dispararle dos veces, ami? ¿No podría haber vivido? — No. Un minuto más y habría empezado a gritar y retorcerse. Un hombre herido en los intestinos puede tardar horas en morir. ¿Habrías querido sentarte a cogerle la mano todo este tiempo? —Bueno, ¿los dejamos donde están? —preguntó Mullenax—. ¿Para que los buitres den cuenta de ellos? — Será mejor que no —contestó Edge. Escudriñó el horizonte—. Podrían ser la avanzadilla de un grupo mayor. Si así fuera, y los encontraran... bueno, somos las únicas personas que han pasado por aquí, así que sus compinches podrían salir en nuestra busca. — De todos modos, señor Florian, ahora tiene tres buenas monturas —dijo Fitzfarris—. Ninguna de las tres lleva ninguna marca, del ejército u otra cualquiera. Tire las sillas, que son viejas e inservibles, y lo más probable es que nadie vea en los caballos otra cosa que animales de circo. Y también encontraremos alguna utilidad para estas armas. Zack, podrías usar un rifle de repetición Henry en tu número, en lugar del de un solo disparo. Los revólveres son dos Colts y un Joslyn. —Estupendo —contestó Florian, asumiendo el mando—. Sir John, recoge las armas y municiones. Capitán Hotspur, desensilla los caballos y
engánchalos a los tres primeros vehículos. Monsieur Roulette, trae algunos trozos viejos de lona. Envolveremos los cadáveres y los colocaremos en el furgón de la carpa. Después, ya podremos seguir. Cuando se pusieron de nuevo en marcha, Florian dijo a Edge: — Bueno, ha sido un día afortunado, gracias principalmente a ti y a Obie. —Como Edge no decía nada, Florian le miró de soslayo—: ¿Tienes remordimientos, muchacho? Tengo entendido que esos hombres no eran exactamente amigos íntimos tuyos, pero comprendo que se trataba por lo menos de antiguos conocidos. Edge negó con la cabeza. — Los habría fusilado un pelotón de ejecución después de Tom's Brook, si los hubieran cogido. Por vergonzosa que sea la retirada, no es un crimen, pero esos tres siguieron corriendo. Eran desertores, renegados y es obvio que se habían convertido en algo peor desde entonces. — Pues sí —dijo Florian, pensativo—. Después de ver lo que hicieron con el magnífico piano de los Furfew, puedo adivinar qué habrían hecho a Sarah y Clover Lee. — Los bastardos pensaron que nos tenían en sus manos y yo no estaba dispuesto a esperar a que nos mataran. No siento ningún remordimiento. ¿Cuánto tiempo piensa acarrear sus cadáveres? Con este calor, no se conservarán muy bien. — Los enterraremos cuando lleguemos a Charles Town. —Esto podría suscitar algunas preguntas. — No me refería a un entierro ceremonioso. No; existe un antiguo método circense para deshacerse de estorbos potenciales. Cuando preparemos la pista, plantaremos debajo a los difuntos. Al cabo de tres o cuatro funciones, con la ayuda de los caballos y el elefante, los rufianes estarán bajo una tierra bien pisoteada. No es probable que alguien los resucite para hacer preguntas. En Charles Town encontraron el antiguo hipódromo disponible para acampar y Florian puso a los hombres a trabajar sin pérdida de tiempo, por lo que erigieron el pabellón a la luz del crepúsculo y luego, en la oscuridad, prepararon la pista. Tuvieron que cavar muy hondo para colocar los cadáveres de los salteadores y después nivelar bien la tierra para poder amontonar el borde a su alrededor. Cuando la compañía se sentó por fin a cenar en torno a la hoguera, comieron bien, porque Phoebe Simms ya se había hecho cargo del trabajo culinario e hizo maravillas con los escasos víveres del circo, al igual que hacía con los de los Furfew. Después de la cena, los hombres y Magpie Maggie Hag encendieron sus pipas, Abner Mullenax pasó una de sus omnipresentes jarras y Florian gritó: — iAcercaos todos! Tengo que anunciar algo. iHoy es día de paga! Toda la compañía prorrumpió en vítores.
Florian encontró en el suelo una vieja ripia y, con su rotulador, escribió en ella complicados cálculos; entonces empezó a sacar billetes verdes del fajo que le había dado la señora Furfew. Los artistas incorporados en último lugar recibieron la paga completa, que no era mucha. Edge y Yount, por ejemplo, que sólo llevaban tres semanas trabajando, cobraron veintidós dólares cada uno. Los miembros originales, integrados al circo mucho antes de Wilmington, recibieron una suma mucho mayor, pero muy inferior a lo que se les debía. Florian lo reconoció y pidió disculpas por ello. — No obstante, si nuestra suerte continúa (y la afluencia de público), podré ir reduciendo el déficit poco a poco. Entretanto, viejos amigos míos, debéis comprender que la mayor parte de nuestros ingresos han de reservarse para pagar los pasajes. En cualquier caso, todos habían cobrado en dinero inequívocamente sólido, así que nadie se quejó. De hecho, Sarah Coverley declaró su intención de pasear hasta el barrio comercial para comprarse, y comprar a Clover Lee, algo muy frívolo, sólo para celebrar la ocasión. —Moderación, querida Madame Solitaire —aconsejó Florian—. Para el caso de que nuestra suerte no se prolongue, os sugeriría a todos que guardéis por lo menos una parte de vuestros salarios en la faltriquera antigua y tradicional. —Sarah se encogió de hombros y volvió a sentarse. Florian prosiguió—: Ahora que nuestro Florilegio está en cierto modo próximo a la solvencia y ha aumentado en número, hemos de pensar en la mejor utilización de nuestra compañía. Si alguien tiene sugerencias que hacer, las oiré con sumo gusto. De todos modos, tengo algunas de mi propia cosecha para las que solicito la opinión de la compañía. —Miró a su alrededor—. ¿Algún comentario? — Bueno, ante todo, ¿qué es una faltriquera? —preguntó Mullenax. Sarah explicó, con una sonrisa: — Es lo que llevaría tu esposa, Abner, si aún la tuvieras. — ¿Eh? —Una faltriquera es todo lo que yo tenía cuando el difunto señor Coverley me abandonó. Cuando hay una mujer en un equipo de artistas, en especial si su marido bebe mucho, suele ahorrar todo lo que puede. Algunas mujeres se compran un pequeño diamante de vez en cuando y lo llevan en una bolsita de gamuza colgada del cuello. Los diamantes son fáciles de llevar y siempre pueden venderse. Así una mujer siempre tiene dinero cuando lo necesita. Mullenax murmuró algo sobre las «hembras presumidas» y luego confesó que no bebía tanto y se echó otro trago de la jarra al coleto. —Muy bien. Ahora mis sugerencias —dijo Florian—. Primero tú, Madame Alp. Phoebe Simms tardó un momento en comprender que se dirigían a ella.
—Oh... sí, zeñó. —Y rió, encantada—. Ser difícil acostumbrarme a que no me llamen tía o mammy. — Bueno, entre nosotros te llamaremos como prefieras. —No importa —contestó ella con otra risa, ésta un poco triste—. Me han llamao cariñito y me han llamao puta negra. Pero yo ser siempre la misma y saber quién soy. — iOjalá lo supiera más gente! De todos modos, en nuestra primera función para el público serás Madame Alp. Sin embargo, ante todo, quiero que cojas este dinero y vayas al mercado a primera hora de la mañana. Llena nuestra despensa de todas clases de alimentos básicos, también carne de caballo fresca para el gato, y compra todos los utensilios de cocina y de mesa que podamos necesitar. Compra mucho de todo porque, cuando seas Madame Alp y una celebridad, no podrás correr por ahí y dejar que cualquier patán te contemple gratis. —Sí, zeñó, yo ir al mercado. Florian se volvió hacia Magpie Maggie Hag. — Madame modista, me gustaría que empezaras ahora mismo a acolchar un magnífico vestido para Madame Alp. Termínalo cuanto antes mejor. Inventa también una especie de disfraz para las trillizas. Sé que te doy mucho trabajo, Mag, pero por lo menos las tres tienen las mismas medidas. Y aquí tienes tú también dinero para ir de compras. Escoge las telas y los adornos más vistosos que puedas encontrar en Charles Town. Has tenido que contentarte con retales durante demasiado tiempo. La vieja gitana murmuró unas palabras de agradecimiento. —Después, el coronel Ramrod. ¿Quieres examinar los nuevos caballos que hemos adquirido? Comprueba si trabajarán enjaezados. — Tendrían que hacerlo —respondió Edge—. Teniendo en cuenta quién los ha usado, es probable que hayan hecho toda clase de trabajos. Pero me aseguraré. — Entonces necesitaremos más arneses para equiparlos, capitán Hotspur. Ja, Baas. Compraré lo necesario. — Tengo otro trabajo para ti, capitán. Como también eres nuestro jefe de aparejos, quiero que los completes. Aquí tienes dinero suficiente. Mientras estás en la ciudad, compra más luces. — iPor Cristo! —exclamó Roozeboom—. ¿Lo dice en serio, Baas? ¿Vamos a dar funciones nocturnas? ¿Puedo comprarlo todo? ¿Araña y todo? — Todo. Tú decides qué necesitamos y lo compras. Mañana, damas y caballeros, por primera vez en esta temporada, habrá dos funciones... por la tarde y por la noche. Mam'selle Clover Lee, aquí tienes mi lápiz y un montón de carteles. Empieza a añadir al final de cada uno: «Función de tarde a las 20 h.» Y Tiny Tim, quiero que salgas mañana temprano a
pegar estos carteles. Abdullah, tú y Brutus haréis la ronda habitual, pero grita ahora a la gente que habrá función de día y de noche. — Sí, zeñó, mas' Florian. — Abdullah, Abdullah, todavía soy sahib Florian para ti. Y también para tu aprendiz hindú. Enséñaselo al pequeño Quincy. No... Quincy no suena muy hindú. Alí Babá, eso es. A partir de ahora, profesionalmente es Alí Babá. —Baas —dijo Roozeboom—, ahora que tenemos a Mevrou Alp y esos negritos, no pueden viajar siempre a la intemperie cuando llueva. Necesitamos otro carromato. — Hum, sí, creo que tienes razón. Muy bien, consigue uno. Lo más fuerte y barato que puedas. Menos mal que ahora tenemos suficientes animales de tiro para todos nuestros carromatos. Y uno de los caballos nuevos puede encargarse de arrastrar ese cañón, para que Brutus no tenga que hacerlo. Ja, Baas. — Todos los miembros de este espectáculo tienen dos o tres tareas, así que los caballos nuevos no deben ser una excepción. Coronel Ramrod, ¿crees que podrías enseñarles algún número de circo? Como ahora tenemos más caballos que jinetes, ¿podrías enseñarles un número libre? — Quizá sí, si me dice qué es un número libre. — Los caballos trabajando solos, sin jinete, sin arneses, sólo con plumas decorativas y cosas por el estilo. Se les enseña a desfilar y maniobrar al oír una orden. O mejor, discretas señales de mano o látigo, de modo que parezcan hacerlo a su antojo. —Puedo intentarlo. —Bien, inténtalo. Si lo consigues, coronel Ramrod, te ascenderé a uno de los cargos que ahora desempeño, director ecuestre, que los profanos llaman maestro de ceremonias. —Qué va, no —dijo Edge—. Yo no tengo su don de la palabra. —Oh, yo seguiré siendo el orador, pero tú empuñarás el silbato y un látigo. Llamar y despedir los números por el orden debido, incluyendo el tuyo, y con orden. Encontrar un modo de disimular cuando algo sale mal. Decidir cuándo poner fin a un número antes de tiempo o prolongarlo. Cosas así. Ya aprenderás. Y en cuanto pueda permitírmelo, doblaré la miseria que te pago actualmente. —Florian, mon vieux, ¿te estás preparando para abdicar? —preguntó Rouleau—. ¿Vas a agarrar la faltriquera y echar a correr? —Au contraire. Estamos más cerca de convertirnos en un verdadero circo, no sólo en un espectáculo de tres al cuarto, y ahora el retén principal tiene que delegar en otros parte de la responsabilidad. Lo cual me conduce a ti, sir John.
Hubo un momento de perplejidad general, en que todos se miraron entre sí. Entonces Fitzfarris dio un respingo y dijo: —Oh, sí. Soy yo. Diantre, hace tanto tiempo que sólo me llamaban tía mammy o cariñín... — Sir John, tú sí que tienes labia, de modo que me gustaría encargarte la supervisión completa de nuestro creciente espectáculo secundario. Conviértelo en un auténtico anexo del programa principal. Al principio te presentaré y relataré tu trágica historia para que no tengas que jactarte de ella tú mismo. Pero luego me haré a un lado y tú serás el orador. Explicarás cómo se alimenta al león, te extenderás sobre el Museo de Maravillas Zoológicas, contarás cómo capturamos al Hombre Cocodrilo, presentarás a Madame Alp y sus... ¿qué?... ¿Las Tres Gracias? — No, no —objetó Fitzfarris—. Si he de ser responsable del espectáculo secundario, quiero curiosidades. ¿Qué le parece las Tres Pigmeas Blancas Africanas? ¿Tiene algo en contra de este nombre, Madame Alp? —Para mí ellas seguir siendo Domingo, Lunes y Martes, y yo seguir siendo mammy para ellas. Ser buenas chicas y hacer lo que usté diga. —Muy bien —aprobó Fitz—. Y permítame hacer otra sugerencia, Florian. Ha hablado de no dejar que el público vea gratis a Madame Alp y, sin embargo, por el camino todo el mundo puede ver gratis al león. — Bueno, un león es el circo. Es como un anuncio —contestó Florian. —Ya tiene al elefante para eso. Propongo que tapemos los lados de la jaula del león mientras viajamos. — No hay mucha propaganda en una jaula tapada, sir John. —Podría haberla. Ahora ese carromato tiene una palanca de freno corriente. Ignatz, ¿podría quitarla y poner en su lugar una muy grande, casi tanto como un tronco de árbol? —Ja, pero ¿para qué? — La gente verá por la carretera esta jaula tapada y verá sobresalir junto al conductor esta palanca de freno monstruosa. Todos se preguntarán qué diablos puede haber dentro de esa jaula que sea tan grande, fuerte y peligroso como para requerir tal medida de seguridad. ¡Esto sí que es propaganda! Todas las personas sentadas alrededor de la hoguera le miraron fijamente y al final Rouleau dijo en voz baja: —Par dieu, este hombre tiene sangre de circo. Florian dijo, con admiración: —Ojalá, sir John, pudiera mandarte por delante de nosotros como nuestro heraldo. Por Dios que harías hablar y escribir sobre nosotros en los periódicos como si fuésemos P. T. Barnum. Pero entonces dejaría que la gente mirase gratis a nuestro Hombre Tatuado. —Se volvió hacia los demás—. Bueno, otra cosa que me preocupa en estos momentos es
que tenemos una gran escasez de música en el espectáculo. ¿Hay alguien aquí dotado para tocar algún instrumento? Phoebe Simms respondió: — Domingo saber tocar el piano. La señora enseñarla. —!No! !Vaya sorpresa! —exclamó Florian—. ¿De modo que esa vieja serpiente hizo alguna vez una buena acción? —Miró a las harapientas trillizas Simms, que desde el principio se habían sentado en hilera y sólo movían los ojos para observar a quienquiera que tomase la palabra—. ¿Cuál de vosotras es Domingo? —Yo, zeñó —contestó una de ellas, indistinguible de las otras. Las tres llevaban idéntico vestuario: vestidos informes de percal, con dobladillos descosidos, al parecer sin nada debajo; y ninguna iba calzada. — Domingo, querida, ¿recuerdas lo que solías tocar? — Sí, zeñó. Un piano. — Me refiero a los nombres... los nombres de las canciones que te enseñó esa mujer. Domingo pareció desorientada. — Tocaba música, zeñó. La música no ser nada, no tener nombre. — ¿Podrías quizá tararear algo que recuerdes? Domingo entornó sus grandes ojos marrones como una yegua asustada, pero en seguida empezó a tararear, tímidamente al principio y más alto después, hasta que resultó audible. — Ya sé qué es —dijo Florian—: Ah, vous dirai je, maman. —A mí me ha sonado como Brilla, brilla, estrellita —terció Yount. —Es la misma canción —dijo Florian—. Puede no ser una gran música, pero es internacional. Monsieur Roulette, quizá puedas enseñarle algo. Cualquier persona que sepa tocar el piano puede tocar el acordeón, n'estce pas? Rouleau se rascó la cabeza. —Supongo que sí. Sólo hay que aprender a estrujarlo. Veré si puedo encontrar uno barato en una casa de empeños. Entre Domingo y yo podemos intentarlo. Procuraré al mismo tiempo mejorar su horrible dialecto y dicción. —También quiero que los niños sean algo más que rarezas de un espectáculo secundario —dijo Florian—. Madame Solitaire, inténtalo primero con las chicas. Descubre si están dotadas para la equitación. Todos nos dedicaremos a averiguar si tienen algún talento. Monsieur Roulette, observa a este niño... Alí Babá. ¿No es ocho años la edad ideal para practicar el klischnigg? — ¿Contorsiones? Oui. Antes de esta edad, los huesos se rompen con facilidad excesiva, y después, los ligamentos no tardan en perder elasticidad.
—¿Te encargarías de enseñar a Alí Babá el arte del maestro en posturas? —Puedo iniciarle. Doblar el empeine. Empezar las prácticas preliminares. — iHuy! —gritó débilmente Quincy, pero nadie le hizo caso. Roozeboom fue el primero en volver de la ciudad al día siguiente, conduciendo el nuevo carromato que había comprado —otro furgón cerrado, delgado y chato, similar al de la carpa y casi tan ruinoso—, y ordenó a Mullenax que le ayudara a descargar sus otras compras. Había teas con pabilos bañados en trementina y unas cuarenta pequeñas linternas de queroseno, cada una provista de un reflector de hojalata. — ¿Y qué diablos es esto? —preguntó Mullenax, gruñendo bajo el peso, mientras bajaban del furgón la pieza más grande de las nuevas adquisiciones. —Es un candelabro —contestó Roozeboom. —Diablos, yo esperaba algo elegante. Como el que solía tener el señor Furfew. Todo cristal y prismas. —Esto lo he hecho yo en una carpintería. En un santiamén. —Ya se ve. Una serie de marcos sin pintar estaban clavados de modo que formaban una pirámide de recuadros de tamaño progresivamente menor, con un aro de hierro sujeto a la cúspide. — iVen aquí, pequeña! —gritó Roozeboom a la trilliza más cercana— Tú colocarás las velas mientras nosotros hacemos otro trabajo. —Sacó una enorme caja llena de velas baratas de sebo y le enseñó a hacerlo. Encendió una vela y la usó para ablandar los extremos de las otras, colocándolas derechas en torno al perímetro del marco superior—. Ponlas bien juntas, tantas como te quepan en este recuadro. Luego haz lo mismo en el otro. Tienen que caber más o menos trescientas velas. Los dos hombres se fueron a distribuir las teas y Mullenax descubrió que las cuatro esquinas superiores de los carromatos del león y del museo ya estaban equipadas con casquillos para sostenerlas. Roozeboom fijó otras teas en hilera en el suelo, para que sirvieran de guía desde la calle al patio delantero, y un par a los lados de la puerta principal de la gran carpa. Dentro del pabellón, Roozeboom enseñó a Mullenax a colocar las pequeñas linternas de queroseno a intervalos en torno a la grada inferior de asientos, con los reflectores dirigidos hacia la pista para que la iluminaran. Mientras Mullenax hacía esto, Roozeboom fue al poste central y deshizo varios nudos de sendas abrazaderas para que la botavara formara ángulo con el poste central y se aflojara la cuerda de su polea. Cuando la chica Simms hubo puesto todas las velas en el candelabro de madera, los dos hombres lo acarrearon hasta la tienda y colgaron su aro de la cuerda de caída. Roozeboom entonó el cántico de «Arr, arr» mientras lo elevaban hasta el extremo de la botavara, a unos
siete metros del suelo y necesariamente un poco descentrado sobre la pista. —Esta noche lo bajaremos, lo encenderemos y lo volveremos a subir — dijo Roozeboom—. Hará bonito, ya verás. Ahora... también he traído de la ciudad radios y cubos de rueda, calzas, lingotes de hierro, grasa para ejes. Encenderé un fuego de carbón de leña, buscaré un yunque para el martillo y tú y yo nos pondremos a reparar de verdad todas las ruedas de los carromatos. Estaban sudando, dedicados a esta tarea, cuando los otros miembros de la compañía volvieron de la ciudad, acompañados de una música plañidera y ruidosa. Jules Rouleau, encaramado sobre uno de los carromatos, tocaba en un acordeón la melodía de Frére Jacques, no muy bien, pero con mucha fuerza. — Es casi un placer estar en tierra yanqui —dijo Yount a todos en general—. Charles Town no es el centro de la Creación, pero está mejor surtida que toda Dixie. — En efecto —asintió Florian, que llevaba un sombrero de copa nuevo, de castor, cuyo aspecto era mucho más rico que el viejo de seda—. He decidido, maldita sea, que monsieur le directeur también merecía un regalo. Voilá, le chapeau! —Lo hizo resbalar por su brazo como un malabarista y luego volvió a ponérselo en la cabeza. — Es bonito, Baas —elogió Roozeboom, y en seguida preguntó con ansiedad—: ¿Tiene carne para Maximus? — Medio caballo, o casi —contestó Edge—. Y para nosotros, algo de buey. Ni seco ni salado ni ahumado. iBuey de verdad! — Casi me he herniado llevando las compras de tía Phoebe —dijo Yount. Esta anunció, muy complacida: —Supongo que he vasiao todos los mercados de la siudá. — Y Maggie, todas las mercerías —añadió Rouleau—. No se en cuentran muchas piezas de tela, pero ha comprado todas las que había. —Y veo que tú has conseguido tu fuelle musical —dijo Mullenax a Rouleau. Entonces se volvió hacia Fitzfarris—: ¿Qué hay del fuelle que he pedido yo? — Sí, señor, sí, señor —respondió alegremente Fitz—. Está en esa caja, con todas mis botellas. Mullenax sacó una de las jarras, la descorchó, bebió un sorbo, se lamió los labios, feliz, y ofreció la jarra al círculo de hombres. —¿Cómo es, Fitz, que me has comprado jarras llenas y para ti sólo botellas vacías? —No estarán vacías mucho tiempo. Son para mi tónico. Y querría pedirte un favor, Abner. ¿Puedo echar un chorrito de tu whisky en cada botella? Dará un poco de autoridad al resto del contenido. —Claro. Pero sólo un chorrito. ¿Qué más pondrás?
— Mag dice que me dará un poco de tintura de ipecacuana, que también tiene autoridad, a su manera. Y Clover Lee dice que acaba de lavarse las mallas rojas, así que el agua ha adquirido un bello matiz rosado. No necesito nada más. — Dios mío. Agua sucia, una raíz vomitiva y un chorrito de alcohol. ¿Es esto el tónico de que has hablado para curar la gonorrea? — Oh, no. También tengo un poco de azafrán. —Se volvió, porque Magpie Maggie Hag le tiraba de la manga. —Ven, te daré la ipecacuana. Y otra cosa, además. — Y vosotras, chicas, venid a probaros estos zapatos que os he comprado —dijo Sarah a las trillizas—. Entonces os presentaremos a Bola de Nieve y Burbujas, a ver si os gustáis mutuamente. —Y después, Domingo... —dijo Rouleau—, la que sea Domingo de vosotras, vendrá conmigo a tocar el acordeón. Así, mientras todos se iban dispersando, Mullenax recuperó su jarra y la llevó adonde estaba Roozeboom, que descansaba de sus esfuerzos apoyado en una rueda del furgón de la jaula. Mullenax se desplomó a su lado y le alargó el whisky. —Gracias, no —dijo Roozeboom—. No bebo cuando se acerca la hora del espectáculo. —Es muy difícil cogerte sin hacer nada, Ignatz, y quería preguntarte algo. Todo el mundo prepara números nuevos y a mí me gustaría ampliar mi educación. Florian dijo que quizá estarías dispuesto a enseñarme cómo se doma a un león. Roozeboom señaló con el pulgar por encima del hombro. —Ahí está el león. Ve a domarlo. Geluk en gezondheid. (Suerte y salud.) — Oh, tonterías. Esa vieja alfombra ya está más domada que mi abuelo. — Eso crees. Acércate y saluda a la vieja alfombra. Mullenax se levantó y aproximó la cara a los barrotes de la jaula. Inmediatamente, Maximus enseñó los dientes amarillentos y rugió en tono amenazador. Mullenax retrocedió con brusquedad, volvió a sentarse, bebió un sorbo para reponerse y dijo: —Supongo que esto significa que está malhumorado. ¿Cómo se sabe cuándo está de buen humor? ¿Ronronea? — No, los leones no pueden ronronear. De todos los grandes felinos, sólo los cheetahs y los pumas ronronean. Y no pueden rugir. En cuanto a los tigres, hacen un ruido que sólo ellos pueden hacer. Un especie de chuffchuff que significa buen humor, igual que ronronear. Esto es muy interesante, Ignatz, pero no me ayuda mucho. Sólo tenemos un león y todo lo que hace es rugir. —Los rugidos no significan mucho para un domador. Los leones pueden estar enfadados, hambrientos, juguetones, cualquier cosa. Algunos dicen que cuando el león menea la cola, está enfadado. Yo digo,
cuidado: cuando el león se pone rígido, entonces es peligroso. También digo que, cuando lo estés domando, recuerda siempre que miras a cinco bocas, una llena de dientes y cuatro llenas de zarpas. Te lo aseguro, Abner, una vez dentro de esa jaula cuadrada, nunca te aburres. —Dime lo que hay que hacer. ¿No hay reglas, como el ABC? —Probablemente hay noventa y nueve reglas para los domadores de gatos. No te puedes fiar de ninguna, pero aun así, te recitaré unas cuantas. Primera: Abner, no te acerques ni toques nunca a un gato con timidez, sino siempre con firmeza, y nunca de forma inesperada, por detrás. —Bueno, esto ya lo aprendí en la granja. Si tocas de repente a un animal, aunque sólo sea un cerdo, pega un buen salto. — Toca así a un gato y te salta encima. Recuerda también que si un gato te muerde, puede soltarte. Pero si te clava la zarpa, no te soltará nunca. El mismo Dios le ha hecho así. Cuando el gato alarga la zarpa para coger algo, los tendones extienden las garras y las fijan en posición de gancho. Por esto, incluso aunque te agarre por casualidad y se arrepienta, cuando retire la zarpa te arrancará trozos de carne. — Está bien. Lo recordaré. ¿Cuál es la segunda? — La segunda es, consigue otro ojo. — ¿Eh? — Un ojo solo, Abner, significa que no puedes juzgar muy bien la distancia. Siempre has de saber con exactitud la distancia que te separa del gato. Además, muchos gatos, como las personas, son diestros o zurdos. Has de llegar a conocer a cada uno para saber qué zarpa no puedes perder de vista. Un hombre con un solo ojo... que debe estar atento a tantas cosas... —No me puedo hacer crecer otro. Tendré que correr el riesgo. — Tercera regla: no corras nunca riesgos. Cuarta regla: manténte alejado de eso. —Indicó la jarra de Mullenax—. Los gatos buscan todos los puntos débiles y se aprovechan rápidamente de ellos. — Oh, diablos. Siempre he trabajado mejor con un poco de valor holandés. Roozeboom dijo secamente: —En holandés, lo llamamos valor bebido, lo cual significa que no puedes confiar en él. Pero ven, Abner. Quédate a mi lado. —Se levantó y acercó a los barrotes de la jaula—. Dejemos que Maximus nos vea juntos. Pronto te aceptará como a un amigo. Entraremos juntos en la jaula. Mullenax dejó la jarra y los dos hombres permanecieron un rato junto a la jaula, Roozeboom metiendo de vez en cuando la mano para rascar la cabeza del león. Al cabo de otro rato, animó a Mullenax a hacer lo mismo, y el león lo permitió. Después, sin hacer ningún movimiento brusco, los hombres se acercaron a la puerta y la abrieron. Maximus rugió, pero sólo de un modo distraído. Roozeboom entró, hablando en
tono suave y persuasivo, y luego se acercó y pasó una mano afectuosa por la melena del león, mientras Mullenax se introducía en la jaula y permanecía, prudente, en el otro extremo. Todos estos movimientos fueron observados con gran interés por una de las trillizas Simms, que se mantenía a cierta distancia. Con su absurdo atuendo de percal deshilachado y flamantes zapatos de color amarillo brillante, parecía un bello patito. Mientras contemplaba a Roozeboom y Mullenax entrar en la jaula, esbozaba una sonrisa soñadora, y cada vez que el león rugía, temblaba todo su cuerpo. Sarah, Rouleau y Florian la observaban y este último dijo: —Esa muchacha está asustada. —No, está disfrutando —corrigió Sarah—. Es una niña peculiar. Cuando la he sentado sobre Burbujas, sin silla ni nada a que agarrarse salvo las crines, y he hecho pasear al caballo en torno a la arena, pensaba que se asustaría un poco, pero ha dicho: «Me gusta», con esta misma sonrisa en la cara y el mismo temblor en todo el cuerpo. Florian se encogió de hombros. —Quizá es una équestrienne nata. A propósito, ¿cuál es? —Esa es Lunes. Pronto sabrás distinguirlas. Domingo es la rápida, animada e inteligente. Lunes es la soñadora, un poco reservada y extraña. Y Martes... bueno, es una machacona. Lo probará todo y es probable que lo haga bien, pero sin chispa ni esplendor. —Tal es aproximadamente mi conclusión —dijo Rouleau—. Ahora que ya hemos emitido nuestro juicio sobre ellas, pensemos en cómo orientarlas. —Bueno, como es natural —contestó Florian—, las presentaremos como un trío en el espectáculo secundario, pero creo que en la pista tendríamos que dispersarlas de algún modo, a fin de que nuestra compañía parezca más numerosa y variada. —Bien —dijo Rouleau—. Sarah, tú e Ignatz lleváis a Lunes y Martes como amazonas y yo me encargaré de Domingo y Quincy. El chico promete como contorsionista y puedo iniciar a la chica con la misma instrucción básica y después orientarla hacia la acrobacia de pista y, más tarde, incluso a la aérea, si alguna vez tenemos trapecios. — De acuerdo —aprobó Florian—. Mientras tanto, ¿son los conocimientos de piano de la niña extensibles al acordeón? — No hemos pasado de Vous dirai je, pero creo que Domingo es capaz de aprender cualquier cosa. Me ha dicho que espera ser algo en este mundo, algo mejor que su mammy. Le he sugerido que podría empezar por llamarla madre y ya lo hace. — Tía Phoebe se quedará estupefacta —comentó Sarah. — También le he sugerido que hablar un inglés correcto es otro modo de prosperar en el mundo, y me ha peguntado si podía apenderla. He empezado enseñándole la pronunciación de «preguntar» y la diferencia entre aprender y enseñar. Y lo ha comprendido á l'instant.
—No está mal —murmuró Florian. —También le enseñaré a leer y escribir mientras enseño a Clover Lee. Francés, además de inglés. Las tres mulatitas son bellas, pero con Domingo has hecho un gran hallazgo. Los interrumpió la voz de Magpie Maggie Hag, llamando: — iEh, Florian, mira qué te traigo! Se volvieron, y cuando vieron al desconocido que se acercaba con ella, sonrieron a guisa de saludo. Entonces, a medida que el hombre se aproximaba, sus sonrisas se convirtieron en expresiones de incredulidad. — Que me maten si lo entiendo —murmuró Florian. —Vaya —suspiró Sarah—. Sir John Doe. —iMaggie Magicienne, has hecho un milagro! —exclamó Rouleau. Por primera vez desde que le conocían, el rostro de Fitzfarris era todo del mismo color, y este color, todo humano. Hasta que estuvo delante de ellos no pudieron distinguir la capa de cosméticos. — ¿Cómo lo has hecho, Mag? —preguntó Florian. — ¿Te acuerdas, Barossan, de aquel payaso que tuvimos en el espectáculo hace mucho tiempo, en Ohio? ¿Billy Kinkade? Me dejó sus pinturas faciales cuando se largó y yo las he guardado hasta ahora. Este color, Billy el Kink lo llamaba «ungüento de tez». Siempre se lo ponía primero, no blanco de zinc como la mayoría de payasos, antes de aplicar los colores vivos. He decidido probar cómo quedaba en sir John. —iEs milagroso! —exclamó Sarah—. Fitz, eres un caballero muy apuesto. — ¿Y sabes qué significa esto, sir John? —preguntó Florian—. iPuedes ser nuestro parche! — Es lo que soy, un hombre con un parche. — No, no. Nuestro heraldo, nuestro agente propagandístico, nuestra avanzada, nuestro aplicador de parches. —Ah —dijo Fitzfarris, comprendiendo—. En mi antiguo oficio se llamaba especialista enjabonador. — Tendrás que lavarte la cara para trabajar como nuestro Hombre Tatuado esta tarde y esta noche, pero nuestra próxima parada será en Harper's Ferry, a sólo nueve kilómetros de aquí. Mañana por la mañana puedes volver a ponerte guapo y cabalgar hasta allí para poner en marcha el aparato publicitario. De la dirección de Charles Town llegaba ahora el estruendo del tambor de Hannibal y Tim Trimm entró en el solar montando el más pequeño de los caballos nuevos, llevando sólo su cubo de pasta y su cepillo. —Al parecer Tim ha empapelado toda la ciudad —observó Florian—. Y ahí llega Brutus precediendo a los primeros espectadores del día, así que preparémonos para el espectáculo. Monsieur Roulette, ¿quieres ayudar a Maggie a abrir el furgón rojo para la venta? —Se volvió y llamó
a Mullenax, que en aquel momento bajaba de la jaula del león—: i Barnacle Bill, a tu puesto! —Mullenax se acercó, un poco sudoroso pero muy orgulloso de sí mismo—. Me temo que deberás seguir haciendo de Hombre Cocodrilo hasta que todas las otras curiosidades estén disfrazadas para actuar. —Mullenax dejó de parecer orgulloso. —Ah, Abner —dijo Fitzfarris—, te haré famoso y además será buena publicidad para todos nosotros. Cuando mañana cabalgue hasta Harper's Ferry haré correr la voz de que el circo se acerca y agradecerá a todos que estén atentos porque el Hombre Cocodrilo se ha escapado. Esto suscitará excitación e interés, puedes estar seguro. Los otros miraron a Fitz con admiración, pero Mullenax sólo rezongó «Dios mío» y fue a ponerse el traje de pirata para la primera mitad del programa. El público de la función de tarde fue bastante numeroso, pagó más en dinero contante y sonante que en especie —buenos billetes y monedas yanquis— y supo apreciar el espectáculo. Phoebe Simms aún no estaba equipada para aparecer como Madame Alp en el intermedio, pero Florian y Fitzfarris decidieron que merecía la pena exhibir a las trillizas aunque vistieran sus pobres harapos de percal y zapatos nuevos pero grandes. Cuando Florian hubo presentado a sir John Doe y referido la triste historia de cómo había llegado a ser un Hombre Tatuado, Fitz tomó la palabra: —Y ahora, damas y caballeros, me cabe el honor de presentarles a mis infortunados compañeros en este Congreso de Curiosidades y Anormalidades. Ante todo, fijen sus miradas en estas Tres Pigmeas Blancas idénticas, descubiertas por misioneros que viajaban por el corazón de Africa. Nadie sabe por qué se hallaban allí estas mujeres blancas, entre los negros y salvajes pigmeos del Congo, pero se trata de mujeres blancas adultas, sólo que monstruosamente enanas y ennegrecidas, impedido su crecimiento y oscurecida su piel por el terrible entorno del que las rescataron los padres de la misión... Improvisó datos ficticios sobre cada maravilla polvorienta del carromato del museo, inventó mentiras durante toda la comida del león y logró que el Hombre Cocodrilo pareciese aún peor de lo que era: —... perdido en las orillas del Amazonas, justo como le ven ahora, a cuatro patas como cualquier otro saurio, cubierto de escamas de reptil, salvo en esta horrible zona de su cara, donde fue herido por el dardo de una cerbatana aborigen. Y con esto concluye nuestra exhibición de maravillas y fenómenos. Sin embargo, caballeros, cuando las señoras y los niños se hayan alejado, quizá deseen quedarse para escuchar un último anuncio sólo para sus oídos... Obedientes, las mujeres se marcharon, seguidas por los niños, y algunas arrastraron consigo a sus maridos. Aun así, Fitzfarris se vio
rodeado de un gran corro de hombres adultos, que o bien sonreían o se mostraban escépticos. —Caballeros —dijo Fitz en tono confidencial—, cuando huí del harén del sha Nhasir, me llevé algo más que esta desfiguración azulada: robé la fórmula secreta de la poción que permite al monarca satisfacer la concupiscencia nocturna de sus sesenta y nueve jóvenes esposas y cuatrocientas hermosas concubinas. Y usando los mismos raros extractos, especias y hierbas, he mezclado una cantidad limitada de este potente fluido vigorizador para ofrecer a algunos de mis semejantes la virilidad arrolladora de que puede dotarlos. Buscó detrás de él, en el furgón del museo, y sacó una caja llena de tintineantes botellas de media pinta, de todas las formas, que contenían un líquido bastante rosado. En Persia se llama Tónico de Resurrección del Potentado pero, como ven, me guardo mucho de pegar una etiqueta semejante a los frascos, con el fin de que el compuesto no sea susceptible de pillaje por parte de mujeriegos empedernidos o, Dios no lo quiera, niños pequeños, que podrían sentirse impulsados a atacar a sus condiscípulas o incluso a sus propias maestras. — Misten.. Quiero decir, sir Doe —dijo una voz, en una buena imitación del gangueo local. El hombre llevaba un sombrero gacho de ala flexible y vestía un mono, así que nadie pudo reconocer a Jules Rouleau—, un tónico tan potente tiene que ser muy escaso y horriblemente caro. ¿Pueden permitirse las gentes como nosotros el lujo de adquirirlo? — Señor, lo que no pueden permitirse es no comprarlo. Es cierto que en Oriente este medicamento que infunde virilidad se vende sólo en frascos diminutos y al precio de su peso en oro de veinticuatro quilates. Sin embargo, les confieso francamente que, llevado por el deseo de vengarme del odiado sha Nhasir, les ofrezco su bien guardado secreto no por oro, ni por diez dólares; no, ni siquiera por cinco. Tomen el Tónico de Resurrección del Potentado, caballeros, por sólo dos dólares la bote... Se le echaron encima con tanta avidez, que casi le derribaron. La función de noche fue la primera en mucho tiempo para todos los veteranos del Florilegio y una novedad para los miembros recientes. Edge temía que la insuficiente luz perjudicara su número de tiro, pero pudo comprobar que los pequeños reflectores y las velas baratas, aunque débiles individualmente, iluminaron muy bien en su conjunto el trabajo de todos. A gran altura sobre el público, donde no se veía con detalle la tosca estructura de madera, la constelación de trescientas velas de la araña ofrecía un aspecto magnífico, aunque causó una pequeña molestia: una lluvia constante de bolitas de cera, que se fundían arriba y se solidificaban al caer. Otro inconveniente de las velas
y linternas era la horda de polillas y demás insectos atraídos por ellas y que revoloteaban como brillantes confetis en torno a las luces y se chamuscaban y ardían, despidiendo minúsculas motas de humo, cuando tocaban las llamas. —Las candilejas me satisfacen de manera especial —dijo Florian a Edge—. Fíjate en lo mucho que embellecen a Madame Solitaire y mam'selle Clover Lee. Al estar colocadas a ras de suelo, con la luz hacia arriba, proyectando un resplandor suave y cálido, las candilejas suavizan la línea de la mandíbula, realzan la frente, dan una expresión misteriosa a los ojos y alegran la boca. Acentúan los pómulos y casi hacen desaparecer la nariz. Nunca he conocido a una mujer, Zachary, ni siquiera la más hermosa, que esté completamente satisfecha de su nariz. Sí, mantengo convencido que la Madre Naturaleza nunca ha proporcionado a la mujer una luz tan favorecedora como las candilejas inventadas por el hombre. Durante un intervalo tranquilo, Edge salió del pabellón para admirar el circo de noche. En la oscuridad del hipódromo, la doble hilera de antorchas perfilaba una avenida que conducía a los carromatos de la jaula y el museo —iluminados asimismo por las antorchas de sus esquinas— y a la puerta principal de la gran carpa. La lona puntiaguda, parda de día y ahora iluminada por dentro y resaltando de la noche con su esplendor de color marfil, desprendía un brillo tan suave e inmenso que bien podía calificarse de tabernáculo sin defraudar a quienquiera que imaginase un tabernáculo como un edificio imponente. Cuando concluyó el espectáculo y el público salió de la luz para dispersarse en la oscuridad, comentaron la función con el mismo entusiasmo con que lo habían hecho los públicos de día, pero con voces menos roncas y más reverentes, como si el entretenimiento también hubiera constituido una especie de servicio religioso. A la mañana siguiente, Fitzfarris, con el rostro cubierto de cosmético y un rollo de carteles circenses atado detrás de la silla, salió a caballo hacia Harper's Ferry. Magpie Maggie Hag, ayudada por Phoebe Simms, se puso a trabajar en los disfraces para Madame Alp y las Pigmeas Blancas Africanas. Tim y Hannibal sacaron unos botes de pintura recién comprados y empezaron a pintar de azul cobalto la carreta grisácea del globo y el viejo carromato adquirido la víspera. Sarah llevó a Lunes y Martes a la arena para darles sus primeras lecciones de equitación, y Yount las acompañó para tirar de la cuerda de caída cuando lo necesitaran. Rouleau se hizo cargo de Quincy y Domingo para iniciar su entrenamiento acrobático. Edge, ayudado por Clover Lee, empezó a adiestrar los tres caballos nuevos para el número de libertad. Cuando Roozeboom y Mullenax hubieron reparado todas las ruedas deterioradas,
volvieron a la jaula de Maximus para continuar las lecciones de doma. Florian circulaba entre todas estas actividades, contribuyendo con críticas, consejos o palabras de ánimo. No había una sola persona ociosa en el campamento. —¿Sólo hay que hacer esto? —se admiró Clover Lee—. ¿Un golpecito y ya está, señor Zachary? —Bueno, antes hay que calmarlo mucho —contestó Edge—. Tocarlo, acariciarlo e infundirle mucha confianza. Luego, atarle la pierna delantera, como acabo de hacer. Después, coger el látigo, darle un golpecito debajo de la rodilla de la pierna sobre la que se apoya. Al cabo de un rato, para evitar los golpecitos, dobla las dos rodillas, lo cual el público toma como un saludo. Acariciarlo un poco más, para indicarle que ha hecho lo que debía. Entonces apartarse un poco y tirar suavemente de las riendas hacia uno para que se ladee y se siente. Acariciarlo un poco más. Muy pronto, sólo es necesario tocarlo apenas para que haga ambos movimientos. — Nunca he tenido que aprender mucho sobre caballos, excepto mi trabajo sobre su grupa. —Y añadió, con celos mal disimulados—: Ahora que tenemos a esas chicas búfalos estudiando equitación, necesitaré añadir más adornos y trucos a mi número. —Te demostraré uno que les estoy enseñando —dijo Edge—. Mira, cojo este alfiler y sólo le pincho un poco en la cruz. —El caballo relinchó, sorprendido, y se encabritó—. Ahora le pincho otra vez, en la grupa. —El caballo profirió otro sonido de sorpresa y coceó con las patas traseras—. Pronto dejo de necesitar el alfiler, pues sólo rozándolo con la borla del látigo ya se encabrita o cocea. O lo toco detrás y delante, en ambos lugares a la vez, e imita a un caballo de balancín. — iQué bonito! —exclamó Clover Lee. — iHuy! —gritó Quincy Simms. Y al momento, arrepentido—: Lo siento, mas' Jules, pero me ha hecho daño. — Ya lo sé —dijo Rouleau. Tenía en las manos uno de los pies desnudos y negros, de planta color malva, del muchacho y le doblaba los dedos hacia abajo, en dirección al talón—. Debes hacerlo tú mismo tal como te he enseñado, y muchas veces, siempre que puedas. Hazlo cada vez hasta que te duela tanto que no puedas resistirlo más. Y cada vez el empeine se doblará un poco más y con mayor facilidad. Es el único modo de perfeccionar la posición de puntillas, que es esencial para cualquier contorsionista. Ahora veamos el otro pie. — iHuuuy! —gritó Quincy—. Lo siento, massa. — Quejica —recriminó Domingo—. Y el señor no ser massa, ser monsieur Jules. — Es monsieur Jules —corrigió Rouleau entre dientes—. Yo soy monsieur Jules. «Ser» no es la forma correcta.
— Vaya —dijo Quincy, perplejo—. ¿Eso no ser abejas? —preguntó, señalando las que zumbaban en torno a una mata de tréboles. —J'en ai plein le cul —dijo Rouleau para sus adentros—. ¿Por qué me dejo endosar ocho trabajos a la vez? — Te está hablando en europeo, Quincy —explicó la avispada Domingo—. J'en ai plein le cul. ¿Yo decir bien, monsieur? — Perfectamente, chérie. Y espero que lo digas a menudo en el futuro. Ahora, quítate estos absurdos zapatos rígidos. Tú también has de empezar a doblar el empeine. Manipuló sus morenos pies, de rosadas plantas, y ella, muy valiente, procuró no gritar de dolor. Florian se acercó y preguntó en tono jocoso: — ¿Cómo van las cosas por aquí? Tuvo un sobresalto, y Rouleau soltó una carcajada, cuando Domingo replicó alegremente: — V 'en al plein le cul, monsieur Florian! — Lo principal, Abner —dijo Roozeboom—, es saber cuidar a los gatos. El pobre Maximus ha aprendido a comer casi cualquier cosa, pero ahora que tenemos dinero, comerá diez o veinte libras de carne todos los días. Dale siempre carne magra; la grasa provoca furúnculos en el león. También hay que darle huesos con la carne, para que tenga que comer despacio y no lo devore todo en un momento y se le indigeste. Un día a la semana no le des nada de comer, deja que se le vacíe el estómago. Y un día al mes, dale animales vivos: pollos, un corderito, uno de tus cochinillos, tal vez. — Eh, los cerditos son mi medio de vida, Ignatz. Por lo menos hasta que sea un verdadero domador de leones. Explícame cómo se doman. — Bueno... —Roozeboom se atusó el enorme bigote—. Una cosa es domarlos... y otra, amaestrarlos. Aquí en América, la mayoría de domadores imitan a Thomas Batty, exhibiendo el dominio del domador sobre los animales. En cambio, en Europa, muchos imitan a los Hagenbeck, exhibiendo la belleza y gracia de los animales y las rutinas que han aprendido. — Bueno, Maximus no es ninguna belleza, pero es más bello que yo. Dejaré que la gente le admire a él, y a sus trucos. — No, los gatos nunca aprenden trucos (no distinguen entre un truco y un hombre en la Luna), aprenden hábitos. Y sólo dos cosas hacen posible que un hombre enseñe un hábito a un gato. Una es que el hombre tiene paciencia y el gato es voraz. La otra es que el gato no se da cuenta de que es más fuerte que el hombre. De modo que, para enseñarle un hábito, hay que usar su voracidad y la propia paciencia. Digamos que pones una escoba cruzada en su jaula. El se acerca, pasa por encima y tú le das un trozo de carne. Cada día subes el palo unos centímetros, él tiene que levantar cada día un poco más las patas y tú satisfaces su hambre cada vez. Llegará un día en que no tendrá
elección: dar un pequeño salto o pasar por debajo. Tú le dirás: «Springe!» —¿Por qué no digo «i Salta!»? — Da siempre las órdenes en alemán. Es la tradición, y también lo más sensato. A veces se compra el gato a otro espectáculo y no hay que preguntarse: ¿hablará éste francés, zulú o chino? Todos los gatos obedecen al alemán. — Está bien. Digo: «Springe!» ¿Y entonces qué? — Cuando salta, le das un poco de carne. Sube cada día la escoba. Con el tiempo, dará un gran salto cada vez que digas: «Springe!» — Espera. Retrocedamos. La primera vez tiene que elegir; ¿y si elige pasar por debajo de la escoba? — Le regañas, hablas en tono de enfado, haces restañar el látigo, no le das carne. Pégale si es necesario, pero sin hacerle daño, sólo para demostrarle que estás enojado. No seas nunca cruel. El gato ya es bastante peligroso de por sí, no hay que convertirlo además en tu enemigo. Si es preciso, empieza una vez más desde el principio. Desde la escoba en el suelo. — Dios mío, para un número tan sencillo. ¿Tiene que requerir tanto tiempo? — Tú eres el ser humano superior, ¿no? Tienes paciencia y debes usarla. Inculca un hábito en el gato y lo repetirá una y otra vez. Die gewente maak die gewoonte (Lo habitual se convierte en costumbre). Pero si se niega una sola vez, tienes que insistir. El no debe tener nunca la idea de que puede desobedecer impunemente. No debe sospechar nunca que es más fuerte que tú, en fuerza de voluntad o en músculos. Si un gato te araña alguna vez, no retrocedas, no te enfades, no le hagas saber que puede hacer daño. Klaar? —Pedir a un hombre que ni siquiera retroceda es una orden bastante exigente. — Limítate a salir de la jaula en cuanto te sea posible. Lo mejor, por si acaso, es tener ácido fénico y vendas. Los gatos son animales limpios excepto en las fauces y bajo las zarpas. Ahí siempre hay partículas de carne en descomposición. Un pequeño mordisco o un arañazo significa una infección mortal. Recuerda asimismo, si un gato te ataca, que su punto más débil es la nariz. No puedes vencer a un gato por la fuerza bruta, pero si le golpeas en la nariz, tal vez retroceda. —Tal vez. —Ocurra lo que ocurra, Abner, intenta permanecer de pie, aunque toda una jaula de gatos haya enloquecido. De pie eres más alto que ellos, aún eres superior. Pero si te caes, te verán como una gacela recién muerta, a punto para comer. Y te comerán. Mullenax tragó saliva.
—¿Quieres decir... que si un domador se cae una sola vez en su carrera, está perdido? Roozeboom se encogió de hombros. — Intenta caerte de bruces. Cuando un gato mata en la selva, lo primero que se come son las entrañas. Si yaces boca abajo, te tocará con la pata, tratando de darte la vuelta, de llegar a tu vientre. Quizá esto dé tiempo para que alguien corra en tu ayuda. — Quizá —repitió Mullenax, mirando al viejo Maximus con nuevo respeto y aprensión—. Bueno, estamos hablando de gatos ya un poco domesticados... conmigo dentro de la jaula. Pero supongamos que llega uno nuevo, toda una manada. ¿Cómo se empieza? ¿Qué es lo primero que se debe hacer? — Sentarse a cierta distancia y observar. — ¿Observar qué? —Lo que hacen. Por Dios, Abner, esto ya lo sabes. Observaste a los cerdos en tu granja y viste que les gustaba subir escaleras. Has montado un número de cochinillos subiendo escaleras. —¿Es eso? ¿Éste es el secreto? ¿Encontrar algo que el animal ya sepa hacer? —O que le guste hacer y pueda hacer mejor. Los gatos son juguetones. Leones, tigres, son como gatitos domésticos. Los miras jugar y quizá ves uno que salta hacia atrás o uno aficionado a rodar por el suelo. Observa lo que hace el gato de modo natural y anímale a exagerarlo, a convertirlo en una costumbre. Al cabo de un tiempo, tendrás un gato que sabrá dar grandes saltos hacia atrás o que rodará como un barril. El público pensará que eres maravilloso porque has enseñado al gato a hacer algo antinatural. — Vaya, ésta sí que es buena. ¡Estaba aprendiendo a domar leones en mi propio corral y ni siquiera lo sospechaba! —iNo puedo permitir que la gente me vea así! —gimió Lunes Simms. —iCon todas las piernas al aire! —gimió Martes Simms. —Ser verdá, miss Maggie —gruñó Phoebe Simms—. Ya ser bastante malo que yo paresca grande como esa tienda. Mis hijas estar indecentes. Magpie Maggie Hag acababa de terminar los vestidos para Madame Alp y las Pigmeas Blancas y se los estaban probando. La blusa y la falda de Madame Alp, ya de por sí voluminosas, tenían tanto acolchado interior que los botones y costuras casi reventaban y la falda no necesitaba aros ni crinolina para mantenerse tiesa. En contraste, la modista había hecho las prendas de las niñas tan ceñidas y pequeñas que se ajustaban a los delgados torsos y esbeltos miembros como si estuvieran pintadas. Había escogido una tela del color de su propia carne y sólo la había decorado
con grupos de centelleantes lentejuelas en torno a pechos y nalgas: rojas para Lunes, amarillas para Martes y azules para Domingo. — iNi siquiera me puedo agachar para sentarme! —gimió Martes Simms. — Y yo casi no puedo levantarme —gruñó Phoebe Simms. La vieja gitana no discutió; fue a buscar a Florian. Al acercarse éste, las dos niñas profirieron un chillido y se escondieron detrás de su gigantesca madre. —Perdóname por hablar sin rodeos, Madame Alp —dijo Florian—, pero no comprendo las quejas sobre las mallas de las niñas. Desde que las conozco, se han paseado en enaguas y nada más. Por lo menos ahora sus traseros están... — Las niñas tener la edá justa pa empesar a tener sus flores. Por esto no las tapo. — ¿Sus flores? —repitió Florian. — Sí —explicó Magpie Maggie Hag—, la maldición de Eva. — Oh —dijo Florian—. Ah. Hum. Está bien, señoras, dejaré para Madame Hag la misión de hablaron sobre... ejem, toallitas y trapos. Sólo diré que las mallas de circo tienen que ser ceñidas. No están hechas para sentarse, sino para dar libertad de movimientos en el trabajo y enseñar vuestras piernas y traseros mientras lo hacéis. — Mas' Florian, iparese que vayan en cueros! —Madame Alp, he visto más países que tú condados, y en ningún lugar del mundo he visto nada más hermoso que una bella mujer desnuda. — No ser decente exhibirse así delante de los blancos. — Has visto a Madame Solitaire y a mademoiselle Clover Lee vestidas con mallas. Si las mujeres blancas pueden enseñar sus cuerpos, tus niñas tienen todo el derecho de hacer lo mismo. De todos modos, a su edad no tienen curvas de que avergonzarse. Y cuando las tengan, las enseñarán con orgullo. Y ahora no quiero oír más quejas. A propósito, permíteme felicitarte, Madame Alp. Tu aspecto es realmente magnífico. Maggie, procura que los vestidos estén listos a tiempo para el intermedio de hoy. Así lo hizo y obligó a las mujeres Simms a ponérselos, y Fitzfarris volvió de su misión de heraldo justo a tiempo para ocupar su puesto en el espectáculo secundario y proclamar: — Ahora, damas y caballeros, observen esta montaña de carne viviente... La balanza del mercado registró trescientos ochenta kilos antes de estropearse y romperse... Se necesita al elefante Brutus para izarla del nivel del suelo a su carromato de muelles especialmente resistentes... Cualquier señora del público puede comprobar la auténtica obesidad de Madame Alp pellizcando uno de sus macizos tobillos. En interés de los buenos modales, se ruega a los caballeros que se abstengan de ello...
Y las mujeres Simms sintieron tal satisfacción al verse tratadas de modo tan especial, que olvidaron sus escrúpulos y su timidez y se dispusieron a gozar de la celebridad y de las miradas ávidas de la gente. — He tenido suerte —dijo Fitzfarris a Florian cuando el público volvió a la gran carpa para ver el resto del programa—. He llegado a Harper's Ferry justo cuando el periodista preparaba la edición de esta semana y he conseguido que reservase lugar para un anuncio sobre la huida del salvaje Abner Mullenax. Ya debe de estar en la calle. Tenga, he traído un ejemplar. El Herald de Harper's Ferry se imprimía en el dorso de viejas tiras de papel para empapelar paredes y esta edición había relegado las noticias de la semana a un rincón para dar prioridad al impresionante titular: «¡HOMBRE COCODRILO SE ESCAPA DEL CIRCO LOCAL!», y a un artículo dictado a todas luces por el propio Fitz. Florian lo leyó, sonriendo, lo alargó a otros miembros de la compañía para que lo admirasen y dijo: — Sir John, es la primera vez que salimos en un periódico desde tiempos inmemoriales. Wilmington se cansó de escribir y leer acerca de nosotros mucho antes de que lo abandonásemos. — También he encargado a unos negros que pegaran carteles por toda la ciudad. Y he reservado un solar decente entre Bolívar y Camp Hill. En total, sólo me ha costado un puñado de entradas. —Muy bien. Escuchad todos. Hoy viajaremos de noche. Desmantelaremos la tienda en seguida después de la función y nos pondremos en marcha. Todos los que no conduzcan, deben tratar de dormir por el camino. Y, Barnacle Bill, permanece bajo tu piel de cocodrilo. — iAhaah! —profirió el monstruo, desesperado. — No, mejor aún, rebózate otra vez antes de que salgamos. Luego descansa en tu carreta del globo; Fitz la conducirá. Tendremos que fingir que te hemos vuelto a capturar por el camino, a fin de poder enseñar a un Hombre Cocodrilo cuando nos lo pidan. 12 La caravana del circo se hallaba todavía a un kilómetro de la península de Harper's Ferry, subiendo por el camino que discurría entre las alturas de Bolívar y el río Shenandoah, cuando Florian, que iba en cabeza, vio lo que parecían ser las luces de la ciudad reflejadas en un cielo inexplicablemente claro para aquella hora, justo antes del amanecer. Se extrañó y luego tuvo un sobresalto cuando la luz se precipitó sobre él y se convirtió en una multitud de hombres que empuñaban antorchas, linternas, rifles, horcas y porras.
— ¿Son ustedes los que han perdido a ese cocodrilo monstruoso? — gritó un hombre barbudo que encabezaba el gentío. Bola de Nieve, aterrado, se encabritó entre las varas—. i Por Dios que no lo dejaremos entrar en nuestra ciudad! Todos los conductores de los vehículos que iban detrás tiraron de las riendas para evitar una colisión con los que los precedían, y en el interior de los carromatos se oyeron gritos y maldiciones de los miembros del circo, despertados bruscamente de su sueño por los frenazos. La muchedumbre se desparramó por ambos lados de la caravana, enfocando con sus antorchas y linternas las caras de los conductores, y todos los caballos dieron respingos, relincharon y se encabritaron, asustados. Fitzfarris dormitaba en el asiento de la carreta del globo, por lo que no frenó a tiempo su mulo, que se ladeó para sortear el vehículo de delante, hundiendo así las ruedas laterales de la carreta en la zanja que bordeaba el camino; la carreta se inclinó hacia el lado, pero Fitz sólo resbaló un poco en el asiento. En cambio, Mullenax, que dormía a pierna suelta sobre la cubierta de lona de la carreta, se despertó cuando la lona le envolvió, lanzándole al camino. Cayó de cuatro patas —entre las piernas de un numeroso grupo de hombres y a plena luz de sus antorchas—, guiñando su único ojo, deslumbrado, pero gruñendo como un animal. Fueran cuales fuesen las intenciones que animaban a los hombres, no las llevaron a cabo. En su lugar, retrocedieron, chocaron entre sí y gritaron en un clamor de voces: —iDios Todopoderoso! iMirad! ¡Está suelto! iCorred! Y todos los hombres de aquel lado del camino saltaron la zanja, tiraron la mayor parte de sus armas y linternas y huyeron por el cementerio, que lindaba allí con el camino. Despierto de improviso entre un grupo de hombres hechos y derechos que gritaban y corrían asustados, Mullenax emitió un grito ronco, se levantó y echó a correr tras ellos, saltando la zanja y sorteando los túmulos y lápidas del cementerio. Aunque todavía estaba medio dormido y totalmente confuso, además de muy incómodo con la costra del Hombre Cocodrilo, corría a bastante velocidad. Algunos de los hombres que le precedían en su carrera volvieron la cabeza, palidecieron como fantasmas y gritaron: —iDios mío! ¡Nos persigue! ¡Hemos de correr más! Todos aceleraron el paso y Mullenax, reacio a volverse para ver qué los perseguía a todos, profirió otro gruñido ronco y corrió con más ímpetu. De sus brazos y piernas se iban desprendiendo capas de barro seco y engrudo para carteles, que caían sobre los rifles, horcas, antorchas, sombreros y tabaco a medio masticar. Los hombres de Harper's Ferry que estaban en el otro lado de la caravana cuando se inició todo esto, ahora permanecían con la boca abierta en la oscuridad, abandonados por la mitad de su grupo. La gente del circo también estaba inmóvil, escuchando las exclamaciones y los
gritos aislados que cada vez sonaban más lejos por la ladera de la colina. —Hijo de puta... —murmuró, perplejo, un ciudadano—. Cuando todos lleguen al río con esta rapidez, se dividirá como el mar Rojo. — iEscuche! —gruñó el hombre barbudo que había hablado primero, dirigiéndose a Florian—. Hemos intentado acorralar a ese monstruo. Si ahora mata o devora a cualquiera de nuestros convecinos, alguien pagará por ello. Y no me refiero solamente al monstruo. — No se preocupe —contestó Florian, pensando muy de prisa—. Les agradecemos que lo hayan espantado; nosotros lo habíamos buscado en vano por el camino. Disponemos del único medio para amansarlo. iAbdullah! Los ciudadanos se sobresaltaron al ver de repente al elefante a la luz de las antorchas. —Coge a Brutus y persíguele —ordenó Florian, señalando hacia el río—. Trae al Hombre Cocodrilo... ejem, vivo o muerto —añadió para que le oyeran los hombres. Cuando el elefante penetró en el cementerio, derribando alegremente las lápidas, Florian sacó del bolsillo un puñado de entradas y empezó a repartirlas como si fueran cartas—. Ya no hay nada que temer, caballeros. Atraparemos al monstruo. Y si le capturamos vivo, pueden venir a verlo esta tarde, bien encadenado, por supuesto. Y ahora felicítense de no haber encontrado a esa criatura salvaje sin un elefante cerca para sujetarla. —Dios mío, cada vez me parezco más a un cocodrilo —dijo Mullenax, malhumorado, goteando barro, lodo y algas, cuando Hannibal y el elefante le llevaron al solar donde la compañía ya empezaba a acampar—. Menos mal que me detuve al caer en la orilla del río. Los otros tipos se alejaron nadando. A estas horas ya deben de haber llegado a Chesapeake Bay. — ¿Por qué diablos perseguiste a esos pobres hombres, Abner? — preguntó Sarah, riendo. — i¿Perseguirlos?! Señora, me desperté y vi a todo el mundo corriendo como alma que lleva el diablo y gritando: «iEstá suelto!» Pensé que hablaban del león. No fue de extrañar, después de haber regalado tantas entradas, que el Florilegio tuviera un lleno en la función de la tarde. Sin embargo, como muchos volvieron una y otra vez —sobre todo los hombres del comité de vigilancia, que quisieron ver de nuevo al Hombre Cocodrilo y a su domador, el elefante, y llevaron a sus familias, amigos y parientes más lejanos para enseñarles el monstruo y contarles la historia de terror de aquella noche—, el pabellón se llenó en cada una de las cuatro funciones que dio el circo en Harper's Ferry.
Después del primer espectáculo del primer día, mientras todos los demás miembros de la compañía intentaban recuperar el sueño perdido, Florian fue a la ciudad en el carruaje. Cuando el circo se despertó, vio que había traído consigo a un caballero elegante que estaba colocando una cámara inmensa sobre un grueso trípode y añadiéndole una serie de accesorios. —El señor Vickery es un artista fotográfico —le presentó Florian—, y ha venido a prepararnos algo para vender durante el intermedio. Madame Alp, ten la amabilidad de disfrazarte, por favor, y también las Pigmeas... Así, pues, las Curiosidades y Anormalidades posaron para el artista: sir John Doe en un primer plano de su rostro, después el trío de Pigmeas Blancas, y a continuación Madame Alp en solitaria majestad —durante casi un minuto, intentando no moverse ni guiñar los ojos a la luz del sol poniente—, mientras el señor Vickery hacía girar botones, apretaba el fuelle, deslizaba placas de cristal dentro y fuera de la gran cámara oscura y quitaba y ponía la tapa del objetivo. — ¿Pa qué hacemos esto, si se pue saber? —preguntó Madame Alp a Florian. —Para que ganes algo de dinero extra. No eres sólo una figura de cera como los objetos del carromato del museo. A la gente le gustará tener un recuerdo de ti. El señor Vickery volverá a su estudio y reproducirá no sólo una fotografía tuya, sino un centenar, en pequeñas tarjetas. Lo que en Europa se llama cartes de visite. — Cartes de visite —repitió Domingo para sus adentros. —Tú, las chicas y sir John venderéis estas tarjetas a los clientes del circo a cuatro centavos cada una. Cuando yo haya amortizado mi, ejem, considerable inversión, os podréis quedar con los cuatro centavos. —Que me maten si doy a alguien un recuerdo mío disfrazado de cocodrilo —dijo Mullenax. — No, Barnacle Bill —contestó Florian, sonriente—. Creo que ya has hecho bastante en favor del circo. Esta ciudad verá tu última interpretación como monstruo. —Bueno, alabado sea el Señor. La noche siguiente, mientras el capitán Hotspur desafiaba a la muerte y al tedio como domador de leones, Florian dijo a Fitzfarris: —Durante el intermedio, puedes abreviar un poco la presentación del espectáculo secundario. Luego ponte la cara de viaje y cabalga directamente a nuestra próxima parada, Frederick City, que está a cuarenta kilómetros. Allí podrás dormir un poco y mañana tendrás todo el día para hacer tu trabajo de avanzadilla antes de que lleguemos nosotros por la noche. —Muy bien. Todavía necesito la ayuda de Mag para la cara. Espero que esté de humor. Dice que esta noche no se encuentra muy bien. — Vaya por Dios. Debe de pasar por una de sus fases de oráculo.
—Ah, ¿se trata de eso? Ha murmurado algo sobre la llegada de algo malo. Del otro lado del agua, si eso significa algo. De todos modos, saldré en seguida después del intermedio. ¿Alguna instrucción especial? —La misma de siempre: despierta la máxima expectación. Pero esta vez nada en la línea de un monstruo suelto, por favor. Al día siguiente, la caravana del circo cruzó el puente de pontones sobre el río Potomac y entró en el estado de Maryland. Habían convenido en que la compañía encontraría a Fitzfarris esperando cuando llegasen a Frederick City al atardecer, a fin de que los guiase hasta el campamento. Así, pues, Florian se sorprendió cuando vio a Fitz acercarse al trote al carruaje cuando aún estaban a diez kilómetros de la ciudad. — He salido a vuestro encuentro —dijo Fitz, respirando con fuerza— porque tal vez se ha cumplido la premonición de Mag. Esta mañana he encargado a unos negros que pegaran nuestros carteles por toda la ciudad, y cuando he salido a admirar su trabajo, he visto que alguien había pegado otros carteles sobre los nuestros. Otro circo. — Maldita sea —dijo Florian—. Y rompiendo nuestros anuncios, ¿verdad? Es un viejo truco. Supongo que debería halagarnos que alguien nos considere competidores. Pero me asombra que haya otro espectáculo trabajando en este territorio. ¿De quién es? —Creo que de un yanqui, por el nombre —respondió Fitz, buscando dentro de su camisa—. Aquí está uno de sus carteles. — El Titanic de Treisman —murmuró Florian al desdoblarlo—. Nunca he oído hablar de él y conozco a todos los importantes. Yo diría que se trata de algún parvenu tratando de introducirse. Es posible que haya oído hablar de nuestros llenos y decidido aprovecharse de nuestra buena suerte, haciéndonos la competencia el mismo día. Alargó el cartel a Sarah y Clover Lee, que se habían apeado del carruaje, impulsadas por la curiosidad. Sarah le echó una ojeada y dijo: —No son nadie, Florian. Yo esperaba encontrar a algún colega, pero aquí no hay nombres. Sólo los números: funámbulos maravillosos, payasos acróbatas... —Esto demuestra que ni siquiera tenía artistas contratados cuando imprimió los carteles —dijo con desprecio Clover Lee—. Es un simple aficionado. Un profesional habría inventado algún nombre, por lo menos. Pasó el cartel a Edge, que estaba sentado al lado de Florian, y Edge leyó en voz alta: —«CIRCO TITANIC DE TREISMAN, Conjunto Omnium de Esplendor Realmente Asiático...» —Dejó resbalar la mirada hacia el final de la hoja—. Dice que montan la tienda en el Liberty Turnpike. —He ido a mirar —dijo Fitzfarris— y aún no había nada. He encontrado una situación mucho mejor (en el mismo centro de la ciudad, un parque
pequeño con un arroyo), pero su solar es más grande, si esto importa algo. —A lo mejor es un farol —dijo Florian—. ¿No has encontrado a su heraldo? —No. Debe de haber estado el tiempo justo para contratar a un grupo de carteleros y nada más. —Bien. Aquí tienes un poco más de dinero, sir John. Vuelve, llévate una buena provisión de carteles, contrata a sus hombres además de los tuyos, rompe todos sus carteles y fija los nuestros. Cuando Fitzfarris volvió a irse al trote hacia la ciudad y la caravana del circo reanudó la marcha, Edge dijo a Florian: —No parece muy preocupado. — Oh, esto es una vieja canción para cualquier empresario veterano. Conocí en un tiempo a dos espectáculos tan rivales, que durante toda una temporada se presentaron los mismos días en las mismas ciudades. A veces rebajaban los precios, otras, se cortaban mutuamente las cuerdas de las tiendas. Y a veces, si ninguno de los dos podía vencer al otro, uno de ellos compraba el espectáculo entero de su rival. Quizá es lo que va a ocurrir ahora. — iVamos! —exclamó Edge—. Esto es una locura. No vendería nunca este espectáculo. Le hevisto trabajar con demasiado cariño y afán... —iPor Dios, claro que no! Quería decir que a lo mejor me quedo con el de Treisman. —Esto es una locura aún mayor. He aprendido lo bastante sobre circo para saber que el dinero que tenemos no basta ni para comprar un elefante. — Recuerda —dijo Florian—, si estás en un apuro... fanfarronea. Al llegar a Frederick City los satisfizo ver que todos los carteles eran del Florilegio y encontraron a Fitzfarris esperándolos en el parque municipal. Se apresuraron a levantar la gran carpa y entonces Florian se cepilló con cuidado el sombrero nuevo de castor y la vieja levita, para quitarles el polvo del camino, y se dispuso a subir de nuevo al carruaje. — Espere —dijo Edge—. Aquí hay muchos músculos y armas que puede llevar consigo. Y a mí. No me gustaría perderme esto. —Sólo quería hacer una expedición preliminar. Pero tienes razón. Será mejor dar un espectáculo de solidaridad. ¿Quién quiere venir? —Yo, Obie y todos los hombres, incluido Tiny Tim. ¿Qué otra cosa esperaba? — No podemos dejar la tienda y las señoras sin protección. El enemigo podría llevar a cabo una incursión similar. — Ignatz y Hannibal aún trabajan en la pista y, el primero quiere ensayar ejercicios sin silla con las chicas nuevas. El y Hannibal son suficiente guarnición. Abner, trae tu carreta del globo. Nos instalaremos todos en ella, Florian, y seguiremos su carruaje.
Fitzfarris fue con Florian para dirigirle hacia el otro campamento. Ya había anochecido cuando llegaron allí, pero los hombres del otro circo aún estaban levantando la tienda, a la luz de linternas y antorchas. Ellos también tenían un único elefante para el trabajo pesado, pero el tamaño de su gran carpa era el doble de la del Florilegio y tenía dos postes centrales. Edge se fijó asimismo en que los hombres que la levantaban gritaban una variante del cántico de trabajo: iArr, arr, sac, tom, rap, adel! Aparte del tamaño de la tienda, el espectáculo del Titanic no era en modo alguno superior al de Florian, ni muy diferente. Igual que ante el Florilegio, aquí también se había congregado una multitud considerable de ciudadanos para contemplar la instalación de la tienda y por lo visto se habían acercado demasiado para el gusto de un miembro de la compañía, un hombre que podría haber sido dependiente de un colmado —con gafas y aspecto nervioso—, que agitaba las manos con intención de alejarlos. Florian se apeó de su carruaje, se aproximó al huraño individuo —que también quiso ahuyentarle a él— y le preguntó en voz alta, para hacerse oír por encima del ruido: — ¿He llegado sin advertirlo al muladar de la ciudad, señor, o podría ser esto lo que se anuncia como Trivial Tienda de Treisman? El dependiente replicó, tímido y estridente a la vez: — i Titanic... de Treisman! ¿Es usted sólo insensible, señor, o denigra a propósito mi digno...? —¿Suyo, señor? —gritó Florian, con desdeñoso asombro—. ¿Es usted el propietario de este escuálido establecimiento? El dependiente abrió y cerró la boca varias veces, incapaz de pronunciar palabra, pero otras dos voces gritaron con acentos juveniles: —iEse lenguaje! iEse estilo! ¡Sólo podía ser Florian! — iFlorian, amor! iMacushla! Y dos mujeres de cabellos color naranja, extraordinariamente bonitas, irrumpieron de la oscuridad para abalanzarse sobre Florian en un afectuoso abrazo que incluyó muchos besos húmedos y sonoros. — iFlorian! iEs realmente él! — iCuánto tiempo ha pasado, kedvesem! El dependiente Treisman los miraba con visible enojo. Florian, riendo, se desasió el tiempo suficiente para exclamar: — iPimienta! iPaprika! ¡Mis picantes bellezas! iQué sorpresa tan maravillosa! —Pero, ¿qué haces aquí? —preguntó la que respondía al nombre de Paprika—. Urülék! No habrás venido a buscar trabajo en este montón de basura.
—No, no. Aún tengo mi propio espectáculo. Y el mío no es un montón de basura. — iEntonces es que buscas artistas! —gritó Paprika. —i Quizá has venido en busca de nosotras! —exclamó Pimienta. — Bueno... —titubeó Florian. La expresión enojada del dependiente se convirtió en una de alarma. — Hemos lamentado tanto haberte dejado, Florian. —Pero como no volvías al norte, pensamos que habías perecido en la guerra. — No, todos hemos sobrevivido. Venid a ver a algunos viejos amigos... y a otros nuevos. Las condujo hasta la carreta del globo, haciendo caso omiso de las muecas y débiles protestas del dependiente. Tim Trimm y Jules Rouleau saltaron inmediatamente de la carreta y tanto ellos como las mujeres corrieron a abrazarse. — iPaprika, perrita del Viszla! — iJules, querida y vieja tía! —iBrady Russum, gnomo maligno! iQué horror! No has crecido nada en absoluto. —iY Pimienta, la lavandera irlandesa! ¿Todavía haces el poste? ¿Cuál de vosotras está encima estos días? — Rufián, qué mal suena en tus labios. Florian presentó a los otros hombres —Edge, Yount, Fitzfarris y Mullenax—, todos muy aturdidos por la aparición de mujeres hermosas y el tumulto de insultos y epítetos cariñosos. —Estas cabezas de zanahoria, caballeros, son Pimienta y Paprika. En la vida civil, Rosalie Brigid Mayo, del condado del mismo nombre, y Cécile Makkai. O Makkai Cécile, como se la llamaría propiamente en Budapest, donde solían darle nombres impropios. Fui yo, yo mismo, caballeros, quien las trajo aquí para que bendijesen América con su belleza y travesura. Pimienta y Paprika son las mejores trapecistas del negocio. Supongo, queridas, que todavía trabajáis en el trapecio. Paprika, la de ojos castaños, contestó: —Pues, sí, porque este espectáculo tiene los aparatos necesarios. Y Pim se cuelga cabeza abajo. Pimienta, la de ojos verdes, dijo: —Pero, dinos, ¿qué haces aquí, Florian? ¿Vuelves al norte? —Voy al este, mavourneen. Zarpamos hacia Europa desde Baltimore. —iEuropa! —exclamaron las dos, con brillo en los ojos castaños y verdes. — ¿De verdad vais allí? —preguntó Pimienta. — ¿Europa, igazán? —dijo Paprika. — Europa, idenis —respondió Florian—. Siento que estéis comprometidas.
— Comprometidas, tal vez —dijo Pimienta, llena de excitación—, ipero casadas, desde luego que no! — Haznos una oferta —sugirió Paprika. — Cualquier oferta —dijo Pimienta—. Este asqueroso Treisman es avaro como una urraca. —Al diablo con el regateo —dijo Paprika—. Vamos, Pim, recojamos nuestras cosas. El dependiente profirió un gemido. —iOh, vamos, esperen un momento! —Se retorció las manos, dirigiéndose a Florian—. Señor, no puede hacerme esto. Pimienta y Paprika son mis atracciones principales. Pimienta le miró con desprecio. — Tú lo has dicho. El resto de tu espectáculo es una porquería. Vámonos, Pap. —Dieron media vuelta. El dependiente se envalentonó lo bastante para amenazar, lleno de rencor: — Si tocáis ese trapecio, os denunciaré. —Izzy, puedes coger esa barra y metértela en el culo —dijo Paprika—, pero lo demás es nuestro. Jules, ven a echarnos una mano. El dependiente se volvió de nuevo hacia Florian y escupió otra vez: — No puede hacerme esto, señor. Le llevaré ante los tribunales. Primero difamación y ahora... y ahora... ialienación de afectos! — Señor —dijo Florian, examinándose las uñas—, no ha habido la menor seducción por mi parte. — iEsto no es ético! ¡Es ilegal! ¡Es criminal! Rouleau y las chicas volvieron; él y Paprika llevaban entre los dos un baúl de teatro y un largo aparato de metal y cuero, mientras Pimienta iba cargada con un montón de trajes de lentejuelas y otras diversas prendas femeninas. Mientras lo colocaban todo en la carreta del globo, el dependiente realizó otro intento lacrimoso: —¿Qué va a pagaros este rufián? ¡Doblo su mejor oferta! Pimienta replicó: —Puede pagarnos lo que quiera, o nada, si nos lleva de nuevo a Europa. Lárgate, Izzy. i En marcha, amigos! Cuando el carruaje y la carreta estuvieron de vuelta en su propio campamento, hubo otra alegre escena de reunión de viejos amigos, ya que las chicas de cabellera naranja conocían a todos los miembros de la compañía original de Florian. «Es Clover Lee, ¿verdad? ¡Pero si eras un bebe!» Incluso introdujeron sin miedo las manos en la jaula del león para acariciar a Macska (como lo llamó Paprika) y abrazaron en la medida de lo posible a la «grande y vieja Peig» (como llamó Pimienta al elefante), mientras éste agitaba la trompa, feliz de volver a verlas. Entonces les presentaron a Phoebe Simms, Quincy, Domingo y Lunes.
— Hacéis un número de gemelas, ¿verdad? —preguntó Pimienta. —Ni siquiera son gemelas —contestó Florian—. Espera a ver al resto del grupo. ¿Dónde está Martes? Hannibal señaló la gran carpa, que brillaba suavemente en la noche con una única luz en su interior. — Aún trabaja con Ignatz ahí dentro. — Venid, queridas —dijo Florian—. No habéis saludado a vuestro viejo amigo, el capitán Hotspur. —Claro. Sabía que faltaba alguien —respondió Paprika—. El holandés. Casi toda la compañía fue con ellas al pabellón, charlando y riendo amistosamente. Al acercarse, oyeron el trote de Bola de Nieve, dando rítmicas y pacientes vueltas a la pista. Cruzaron el umbral de la puerta principal y Pimienta gritó el saludo tradicional de los irlandeses que van de visita: — i Que Dios y María os guarden a todos! Entonces, tanto ella como los demás se detuvieron en seco, sin creer lo que veían. A la luz difusa de una tea que ardía dentro de un cesto sujeto al poste central, Bola de Nieve proyectaba una sombra gigantesca que daba vueltas y más vueltas ante las gradas vacías y las paredes de lona. Debía de ser un gran esfuerzo para el caballo, pues seguramente hacía mucho rato que había recibido la orden de trotar. Martes lo montaba a horcajadas, apretando contra él las piernas con toda su fuerza e inclinada sobre el cuello del caballo, cuyas crines agarraba con las dos manos. Tenía la cara mojada de lágrimas y contraída por la fatiga, el terror y la tensión de llorar y pedir ayuda sin que nadie la oyera. Todavía llevaba en el talle el cinturón de cuero de la cuerda de caída, sujeta ésta a la botavara, que crujía al oscilar una y otra vez en torno al poste central. La cuerda, sin embargo, estaba tirante a causa del peso adicional que soportaba. A medio camino entre Martes y el poste central, la cuerda estaba enredada en torno al cuello de Ignatz Roozeboom. Su tensión lo mantenía casi derecho y lo arrastraba hacia atrás alrededor de la arena, de modo que las botas colgaban, se movían y revoloteaban como si se tratara de una carrera de cangrejo. Los tacones de las botas habían trazado en la arena un surco circular bastante profundo. El resplandor de la antorcha teñía su calva cabeza de un sano color rosado y sus ojos estaban abiertos y las cejas levantadas en una expresión de leve sorpresa, pero hacía rato que había muerto. Los ex soldados fueron los primeros en moverse. Fitzfarris corrió a detener el caballo, Edge a liberar a Roozaboom de la cuerda, Yount a bajar a Martes de su montura y Mullenax a quitarle el cinturón de la cuerda de caída. Entonces las mujeres entraron corriendo para consolar y calmar a la muchacha, que sollozaba roncamente.
—Se ha estrangulado, ¿verdad? —preguntó Florian con tristeza, mirando a Edge, que acostaba con suavidad al muerto sobre la arena de la pista. —No, señor. De ser así tendría la cara hinchada y blanca. E Ignatz podría haberse quitado la cuerda antes de ahogarse. Se ha desnucado y seguramente de una forma muy repentina. Martes, aunque aterrada e incoherente, pudo decirles con voz débil y entrecortada lo bastante para confirmar que todo había sucedido con gran rapidez. Ella cabalgaba de pie sobre Bola de Nieve y el capitán Hotspur estaba a sus espaldas, arrodillado sobre la grupa del caballo para ajustar las caderas de la muchacha al ángulo de equilibrio deseado, cuando un pie de Martes resbaló. Consiguió enderezarse, pero sintió al instante un violento tirón de la cuerda cuando ésta rodeó a Roozeboom y lo elevó en el aire. El súbito tirón hizo caer sentada a Martes, que se agarró y continuó cabalgando así —durante horas, según le pareció—, con el cinturón de cuero tan apretado que sólo podía gemir con voz ahogada. Y el caballo, habiendo recibido de Roozeboom la orden de trotar, habría seguido así hasta el día del Juicio Final, esperando la orden de detenerse. —Llevad a la niña junto al fuego —dijo Sarah— y dadle un ponche caliente con whisky de Abner. Ha tenido un buen susto. —Será mejor hacer ponche para todos —rectificó Rouleau—. Su hermana parece tan asustada como ella. Clover Lee, Quincy, Domingo y Lunes se habían quedado fuera de la pista. Los tres primeros miraban con ojos muy abiertos y extrañados, pero se mantenían quietos. Lunes temblaba y las piernas le chocaban una contra otra y la expresión de su rostro era tan fija y distante como la de Roozeboom. —Sacad a todos los niños de aquí —ordenó Florian—. Es una lástima que hayan visto esto. Maggie, ¿quieres ocuparte de la mortaja? No hubo respuesta. Magpie Maggie Hag no los había acompañado a la tienda. —¿Recuerdas? —susurró Sarah a Edge—. Predijo que alguien del espectáculo tendría un accidente por culpa de una mujer negra. Martes no es negra ni una mujer, pero es mulata y hembra. Encontraron a la gitana junto a la hoguera, cosiendo con aplicación unas prendas de color púrpura. —Mag —dijo Tim Trimm—, tenemos malas noticias... —Sí —contestó ella y, sin mirarle, gritó—: iBarnacle Bill! —Diga, señora. —He estrechado la cintura y alargado los pantalones. —Le enseñó el viejo uniforme de pista del capitán Hotspur—. Creo que ahora te sentará bien. Entonces fue a un carromato, sacó un trozo de lona vieja y, lentamente, a solas, una figura diminuta más oscura que la oscuridad, se dirigió hacia la gran carpa.
—Le lavará y amortajará —dijo Florian—. Le enterraremos en cuanto amanezca. —¿Dónde? —preguntó alguien. —En la arena, naturalmente. —¿Qué? —exclamó Yount—. ¿Enterrar a un buen hombre y un buen amigo del mismo modo vergonzoso que enterramos a esos sucios salteadores de caminos? ¿Y luego ofrecer un espectáculo sobre sus restos? ¿Bailar sobre su tumba? — Es la arena que él mismo construyó —respondió Florian—, la arena donde vivía, donde estaba más vivo. El capitán Hotspur no desearía un entierro diferente. Y su alma, si existe tal cosa, disfrutaría estando presente en un último espectáculo. Pimienta dijo en voz baja: — Ahora sólo falta comunicarlo al interesado. — Sí —dijo Mullenax—. ¿Puedo hacerlo, señor Florian? — Eres el más indicado. Así que Mullenax fue a dar la triste noticia al león Maximus y a hacerle un rato de compañía en su aflicción. Los otros fueron a consolar a los niños y a brindar por el amigo difunto, y después se acostaron. Al día siguiente, mientras Tim y Hannibal tocaban en sordina con corneta y bombo una marcha fúnebre, los miembros de la compañía se turnaron para echar paladas de tierra en el agujero cavado para Ignatz, justo bajo la araña que había hecho con sus propias manos. Luego Yount y Rouleau empezaron a llenar la tumba. Phoebe Simms preguntó con voz plañidera: —¿Nadie va a desir algunas palabras de las Escrituras? Florian reflexionó, se atusó la pequeña barba y por fin dijo: —Saltavit. Placuit. Mortuus est. Pimienta y Paprika, al oír hablar latín, hicieron la señal de la cruz sobre sus pechos. Rouleau, el otro católico de la compañía, alzó la vista de su trabajo de sepulturero y dijo, con un poco de sorna: —No creo que eso sea de las Escrituras. Florian se encogió de hombros. —Lo leí en alguna parte. El epitafio de un artista de circo romano. Sirve. Todos esperaron y, como Florian no lo tradujo, lo hizo Edge: —
Bailó de un lado a otro. Complació. Ha muerto.
A medida que se acercaba la hora de la función, el parque se fue llenando de carros, carromatos y algunos carruajes, y también de muchas personas que acudían a pie. No eran sólo curiosos; la mayoría compraban entradas u ofrecían algo a cambio. Al verlos, Fitzfarris tuvo la inspiración de coger un caballo y cruzar la ciudad. Cuando volvió
informó a Florian de que, quizá porque Treisman había perdido a sus dos artistas principales —y sus tres números diferentes—, el Titanic había desmantelado la tienda. — Como los árabes —dijo Fitz—, y ha desaparecido con el mismo sigilo. — Bueno, me alegro mucho —respondió Florian, riendo—, aunque un verdadero profesional, a pesar de su descalabro, habría actuado incluso ante un circo vacío. Esto prueba que es un sujeto mediocre, condenado al fracaso y el olvido. —Se ha marchado en dirección oeste —añadió Fitz—. Lo he preguntado. De modo que no le encontraremos en Cooksville. —Y después de Cooksville, sir John, sólo te quedará un trabajo de avanzadilla a este lado del Atlántico. Ahora, ven y disfruta. Llegas justo a tiempo de ver actuar a nuestras nuevas artistas. Pimienta y Paprika ocupaban el lugar del capitán Hotspur como último número de la primera mitad del programa, porque Mullenax había declarado que tardaría algún tiempo en sentirse lo bastante confiado para actuar en público dentro de la jaula del león. Como el Florilegio no poseía aparatos para que Paprika se columpiara en el trapecio o Pimienta se colgara de él cabeza abajo, sólo podían hacer su número de la pértiga. Esta era una columna de metal de seis metros, bastante oxidada y descolorida, que tenía en el extremo inferior un balancín de cuero acolchado y en el superior viejos radios de metal y anillas de cuero. Las dos chicas llevaban sólo mallas de color de carne salpicadas de lentejuelas —las de Paprika, anaranjadas como su cabello, y las de Pimienta, verdes como sus ojos—, distribuidas en dibujos que pretendían realzar sus sinuosos cuerpos, aunque éstos no necesitaban ningún realce. Cuando Edge hubo llamado a las muchachas a la pista con su silbato y Florian las presentó con su habitual grandilocuencia, los dos hombres ayudaron a Pimienta a elevar el balancín hasta sus hombros y mantener la pértiga en posición vertical. Entonces Paprika, la equilibrista, trepó los seis metros de la pértiga y, mientras Pimienta miraba hacia arriba, con los pies en continuo movimiento y el cuerpo en oscilación, a fin de conservar el equilibrio, Paprika se puso de pie, sin ningún apoyo, sobre las protuberancias metálicas del extremo del palo y ejecutó faroles y puso una mano en una anilla de cuero y un pie contra la pértiga y adoptó diversas posturas graciosas. Luego colocó un pie en la anilla, se dejó caer hasta que agarró la pértiga con una mano y adoptó las mismas posturas cabeza abajo. Entonces volvió a trepar hasta la punta, se apoyó sobre las manos e hizo una serie de contorsiones cabeza abajo y despatarradas con las piernas horizontales y verticales. —Bueno, ahora es cuando te pierdo por una klischnigg —dijo Sarah a Edge, mientras contemplaban el número—. No sólo saben retorcerse
como reptiles, sino que son por lo menos doce o quince años más jóvenes que yo. —No creo que debas preocuparte —contestó Edge, de buen humor—. Al mediodía, Pimienta daba lecciones de acrobacia a la pequeña Domingo y he oído su advertencia: «No te enamores nunca; destruye tu sentido del equilibrio.» Tengo la sospecha de que a estas chicas no les interesan mucho los hombres. —Y has acertado. Son marimachos; practican la fricción. Nunca les ha gustado nadie salvo ellas mismas. Aun así, hay hombres que ven un desafio en las marimachos. —Sarah suspiró—. Dios mío, qué suerte tenéis los hombres. Las mujeres hemos de envejecer y los hombres ni siquiera crecéis. —Yo no soy los hombres, soy yo —replicó Edge. Desvió la vista de la arena el tiempo suficiente para echarle una ojeada afectuosa—. Y tú aún no eres una Maggie Hag, ni mucho menos. Entonces tuvo que correr a la pista porque Paprika se había deslizado por la pértiga hasta el suelo y Pimienta había dejado caer esta última con estrépito. Edge y Florian dieron las manos a las dos muchachas y los cuatro levantaron los brazos para recibir una ovación. Cuando Florian empezó a hablar para que el público de las graderías bajase para ver el espectáculo del intermedio, Obie Yount se encontraba muy cerca de Clover Lee y ambos fueron empujados de malos modos por dos mujeres del público, que movían con fuerza la cabeza y decían con voces exageradamente refinadas: — iEs vergonzoso! — iSí, repugnante! Clover Lee dirigió a Yount una sonrisa de complicidad y permaneció cerca de las mujeres mientras éstas abandonaban la tienda, de modo que Yount la imitó. Las mujeres continuaron intercambiando comentarios sobre el número recién concluido. — ilmpropio para personas cristianas! — iEs muy cierto! Yount susurró a Clover Lee: —¿Qué les pasa a estos vejestorios? Ha sido un número muy puro y las chicas son una pura deli... —iShhh! —murmuró Clover Lee, siguiendo a las criticonas. — Seguramente son rameras italianas. — No cabe duda de que tienes razón. Ninguna mujer cristiana se dejaría ver con este atuendo pagano. —Dos mujeres hechas y derechas... !con las axilas sin afeitar! Clover Lee, sonriendo más abiertamente que antes, se quedó rezagada y dejó que las dos mujeres continuaran solas. Yount las miró, perplejo, y luego miró a Clover Lee, se rascó la cabeza calva y dijo:
—Vaya. A nadie le importaría un bledo que a estas dos hembras les salieran cañones, pero ellas tienen la desvergüenza de criticar a chicas tan encantadoras como Pimienta y Paprika. Aun así, parecías muy interesada, mam'selle. ¿Crees que has aprendido algo? — No lo sé —contestó Clover Lee, riendo—, pero cuando las buenas cristianas desaprueban una cosa, siempre se trata de algo placentero. La pérdida de Ignatz Roozeboom no sólo había privado al espectáculo del número del león, por lo menos temporalmente, sino también de la participación del capitán Hotspur en los números ecuestres. Edge se ofreció a reemplazarle de modo parcial en las volteretas. Como él y Trueno habían tomado parte, en los tiempos de la guarnición, en competiciones del arma de caballería, como desenganchar gansos, era casi mejor que Roozeboom en las volteretas. Con Trueno a galope tendido, Edge desmontaba y montaba otra vez de un salto, se deslizaba por el vientre del caballo hasta la silla por el otro lado, se inclinaba a coger cosas del suelo, saltaba de la grupa de Trueno, se agarraba a la cola ondeante, se dejaba arrastrar alrededor de la pista, echaba a correr y saltaba de nuevo hasta la silla. Al encargarse de este número, adquirió una identidad nueva. Florian insistió en que lo hiciera como Buckskin Billy, el Intrépido Jinete de las Praderas, y Magpie Maggie Hag le cosió a toda prisa un nuevo conjunto de camisa y pantalones que consistía casi por entero de flecos. Por otra parte, también echaban mucho de menos a Roozeboom durante el desmantelamiento y el montaje de la gran carpa, así como por el camino. El Florilegio tenía ahora más vehículos que conductores, porque Fitzfarris precedía siempre al espectáculo y Hannibal iba a la retaguardia, con Peggy y el caballo que arrastraba el cañón. Tanto Pimienta y Paprika como Madame Alp adujeron una falta total de habilidad o afición a manejar las riendas de los caballos. Así, pues, cuando el circo entró en Baltimore a última hora de una tarde gris y lluviosa, Florian conducía el carruaje, dentro del cual viajaban las dos pelirrojas, con toda comodidad. Sarah Coverley iba más atrás en la caravana —y a la intemperie—, llevando las riendas de la carreta del globo, con Clover Lee a su lado. Rouleau conducía el carromato de la tienda y Edge el nuevo furgón con toda la familia Simms en su interior. Mullenax, con Magpie Maggie Hag sentada junto a él, conducía el carromato de la jaula de Maximus, oculta ahora a la vista del público por paneles de madera, y su parte delantera estaba adornada por la vistosa y maciza palanca de freno diseñada por Roozeboom. Baltimore era la ciudad más grande en que habían estado algunos miembros de la compañía y la única verdadera ciudad que habían visto en su vida Mullenax y la familia Simms, así que hubo muchos
empujones para mirar por las puertas del carromato, con mucha más avidez de la demostrada por los escasos transeúntes que los veían pasar por las calles húmedas. Y no es que Baltimore fuera muy digno de verse, ni de olerse. La caravana del circo entró en la ciudad por la Old Liberty Road, y en cuanto dicha carretera se convirtió en una calle pavimentada, flanqueada por casas de ladrillo y otros edificios, se transformó al mismo tiempo en una cloaca abierta de la que emanaba un olor fétido que al principio resultó molesto, después repugnante y pronto nauseabundo. —Dios mío, huele peor que una pocilga —dijo Mullenax con voz gangosa, porque se tapaba la nariz. —Tal vez se deba a las plantas de vapor —dijo Magpie Maggie Hag, cubriéndose la cara con la capucha. —Sí —gruñó Mullenax. Miró la profusión de carteles inmensos y adornados y observó—: Me pregunto cómo embotellan el vapor. O imprimen sobre él. Pasaron por delante de enormes edificios de ladrillos que se anunciaban con orgullo como «Casa de Embotellamiento de Vapor», «Impresores de Vapor», «Lavandería de Vapor» y «Fábrica de Calderas», para no mencionar la «Fábrica de Cerillas de Azufre, Tenerías, Refinerías de Manteca y Fábrica de Polvo de Guano y Hueso», que no alegaban ninguna relación con el vapor. Sin embargo, lo que resultaba evidente para cualquier nariz era que gran parte de la fetidez reinante procedía de los «retretes de tierra» construidos en los patios de las casas residenciales, que vaciaban la esencia de su contenido en las calles sin alcantarillas. Sólo una persona de la caravana del circo encontró inmediatamente algo que admirar en Baltimore. Jules Rouleau se puso de pie sobre el pescante del carromato de la tienda para solicitar la atención general. —Voilá! ¡Mirad! Hay algo que no hemos visto nunca en Dixie. Ni siquiera Nueva Orleans lo tiene. iLuz de gas! —Los demás miembros de la compañía miraron sin gran interés—. i Gas! i Podremos elevar el globo! Era cierto: la parte central de Baltimore exhibía en cada esquina un moderno farol de gas cuyo globo encendido proyectaba un bonito resplandor blanco, teñido de color de melocotón, sobre las sucias paredes de las fábricas, los enfermizos árboles de las aceras y los viscosos adoquines cubiertos de escoria... y los carteles del Florilegio fijados con anterioridad por el heraldo Fitzfarris. Muchos de ellos ya empezaban a desprenderse o romperse bajo la lluvia, así que Florian aceleró la marcha de la caravana en la penumbra, porque los carteles marcaban el camino hacia el lugar de asentamiento del circo. A pesar de su belleza nacarada, la luz de gas no hacía nada para mitigar los otros gases de la atmósfera local, y a medida que Florian se adentraba en la ciudad, se iba sintiendo menos inclinado a hacerlo, ya que el hedor era
cada vez más fuerte. Por fin, en Pratt Street, donde la caravana cruzó un puente sobre las «cataratas Jones» —de hecho, un apestoso pantano de agua negra—, Florian decidió que el centro comercial de Baltimore era sencillamente intolerable. En cuanto encontró un pasaje transversal, dirigió hacia él a Bola de Nieve, torció de nuevo a la izquierda y condujo a la caravana hacia el lugar por donde habían llegado, a casi cuatro kilómetros, subiendo por Eutaw Street hasta las alturas más limpias del parque de Druid Hill. Cuando detuvo el carruaje en una húmeda pradera, habló a la compañía: — Ignoro qué lugar nos han asignado las autoridades municipales, pero que me maten si acampo más cerca de esa horrible ciudad, aunque tenga que pagar el doble. Aquí tenemos aire para respirar y ahí abajo hay un estanque de agua fresca. ¿Quieres dirigir la instalación, coronel Ramrod, mientras yo vuelvo a seguir los carteles y veo si puedo encontrar a sir John? Si aún está en el centro, es probable que se halle en una taberna, emborrachándose para embotar su sentido del olfato. En cualquier caso, él y yo tramitaremos una autorización para levantar la tienda aquí. — Las autoridades municipales no lo permitirán —dijo Edge. —Es un parque muy elegante —terció Yount—, con quioscos de música y todo. — La posesión es la novena parte de la ley —dijo Florian—. El pabellón, una vez levantado, tiene aires muy posesivos. Levantar la tienda bajo la lluvia no fue tarea fácil, ya que la lona se mojó y su peso aumentó mucho en cuanto la sacaron del carromato, y las cuerdas mojadas se endurecían y costaba pasarlas por los ojales, y las estacas de la tienda se hundían tan de prisa en el terreno húmedo que no ofrecían muchas garantías de resistencia. Sin embargo, los hombres se aseguraron de que las cuerdas que unían las costuras quedasen algo flojas, así como las cuerdas de retén; de este modo, aunque ahora la tienda se viese arrugada y frágil, la lona y las cuerdas se secarían y estirarían cuando la lluvia cesara y el pabellón adquiriría su aspecto normal. Edge confió a Hannibal la responsabilidad de mantenerse despierto toda la noche para que vigilase, en el caso de que la lluvia cesara antes de la mañana, que las cuerdas, al encogerse, no arrancaran del suelo el círculo de estacas. Acabaron el trabajo y Phoebe Simms ya hacía la cena cuando Florian volvió. Le seguía Fitzfarris, visiblemente borracho y en un estado de euforia sentimental. —Aún tengo que aprender mucho sobre adelantarme y negociar — declaró, entre accesos de hipo—. Llego a la ciudad, discuto, adulo, esparzo aceite a mi alrededor, y todos los del ayuntamiento siguen tan muertos como moscas en un papel engomado. Lo mejor que puedo conseguir es el patio trasero de la fábrica de ataúdes Weaver. iVaya lugar delicioso para un circo! De repente se acerca este individuo,
Florian, busca al administrador municipal, le habla en esa jerga del sauerkraut y en menos que canta un gallo tenemos el permiso para este hermoso parque. —No hay mucho arte en el asunto —dijo Florian con modestia—. Sólo sé por casualidad que todos los baltimorenses de calidad y posición son de ascendencia alemana. Cuando se habla a un hombre en su lengua preferida, se tiene una mejor oportunidad de convencerle o disuadirle de casi cualquier cosa. De hecho, he conseguido algo más que este emplazamiento. Monsieur Roulette, écoutez. Por toda la ciudad se rumorea sobre la rendición del último ejército confederado en tu Louisiana, hace dos o tres días. La noticia acaba de llegar, así que he persuadido a las autoridades de la necesidad de celebrarlo y de que una celebración en toda regla debe incluir... —Une ascension d'aérostat! —gritó Rouleau. —Exacto. Mañana vendrán unos hombres de la fábrica de gas para hinchar ese artefacto. Debes darles la impresión de que sabes cómo se hace. —Confia en mí. Fingiré ser l'aéronaute comme il faut. A cambio, te haré un regalo. Mi protegida Domingo domina por fin el Vous dirai je, maman al acordeón y sus hermanas y hermano han aprendido a cantar la letra inglesa. —Magnífico —dijo Florian—, el acompañamiento perfecto para la elevación del globo. Los Felices Hotentotes cantando Centellea, centellea, estrellita mientras tú te elevas hacia el empíreo azul. —¿Es de verdad una buena idea? —preguntó Edge—. El Saratoga se escapó de sus propietarios y ellos sí que sabían de qué iba. Jules, ¿no sería mejor que lo ensayaras una o dos veces en secreto, no en público? Rouleau le señaló con el dedo. —Ah, ahora eres razonable, ami, no del circo. Te citaré a Pascal: «Le coeur a ses raisons que...» — Conozco el verso y es encantador, pero, maldita sea —apeló a Florian—, usted me ha nombrado director ecuestre y responsable de la seguridad de la compañía. Y digo que esto no es seguro. —Creo que estoy de acuerdo —respondió Florian—, sólo que... dime una cosa. ¿Cómo ensayarías en secreto con algo casi tan grande como la Shot Tower de Baltimore? —Bueno... —Y Monsieur Roulette no puede acercar el globo a un farol de la calle y dar la vuelta a la espita del gas. Necesitará la ayuda de técnicos. — Bueno... — Zachary, si he de explotar —dijo Rouleau— o desaparecer para siempre del planeta, ¿crees que desearía hacerlo en secreto? Mais non, querría una gran multitud y muchos vítores como despedida.
—Bueno... —dijo Edge una vez más, y se encogió de hombros, resignado—. Abner, trae una jarra. Nos anticiparemos a esos vítores. 13 La gran carpa no se desplomó durante la noche y la mañana amaneció con un sol que no tardaría en darle buena forma. Edge delegó su vigilancia en Yount y subió al carruaje para ir a la ciudad con Florian y Fitzfarris. Encontraron el olor de la ciudad menos ofensivo a la luz del día, o tal vez el agua de la lluvia, especularon, se había llevado parte de la fetidez. Fitz se apeó ante las oficinas del Sun de Baltimore para anunciar en el periódico la presencia del circo y la inminente elevación del globo, y también para encargar la impresión de carteles que proclamaran dicho acontecimiento. A la vuelta de la esquina, Florian vislumbró las oficinas de la Compañía Naviera Baltimore & Bremen. Entró con Edge, pero éste se limitó a esperar mientras Florian hablaba en alemán con el agente. Se alejó de la mesa de este último con una expresión bastante desanimada. — Sus buques van, en efecto, a Bremen y hacen escala en Southampton —dijo a Edge cuando salieron de la agencia—, pero por ahora no se espera la entrada a puerto de ninguno de ellos y a Herr Knebel no le ha encantado la perspectiva de transportar un circo a bordo de un buque de pasajeros. Me ha recomendado que nos dirijamos a una compañía de mercantes llamada Mayer, Carroll, que está en el Point... Tendremos que preguntar dónde es eso. Fueron a la zona portuaria e hicieron indagaciones. Se enteraron de que el puerto interior de Baltimore estaba reservado a los buques de poco calado y los barcos de cabotaje. Para encontrar los muelles de los grandes transatlánticos tuvieron que recorrer un largo camino en torno a la dársena y llegar hasta Locust Point, al otro lado del puerto. En cualquier otro puerto de mar, la zona de los muelles habría sido la parte más apestosa, pero en Baltimore olía mejor que sus barrios residenciales, porque aquí estaban todas las plantas de empaquetado de café, que despedían el rico aroma del café brasileño recién tostado. Cuando Florian y Edge encontraron por fin un ruinoso tinglado que exhibía el letrero de «MAYER, CARROLL» sobre la puerta de la oficina, se quedaron estupefactos al ver que la compañía se autodenominaba en el mismo letrero «TRANSPORTISTAS DE CARBÓN DE CUMBERLAND A TODOS LOS PUERTOS EXTRANJEROS Y DOMÉSTICOS». —Creo que nos han orientado mal —dijo Edge—, ¿o acaso las palabras circo y carbón suenan igual en alemán? —Zirkus und Kohle —murmuró Florian—. Bueno, ya que estamos aquí... —Se apeó del pescante y Edge le siguió.
Florian y el caballero que estaba a cargo de la oficina conversaron en alemán mientras Edge esperaba. Sin embargo, aquella vez el coloquio se prolongó durante mucho rato y Florian parecía satisfecho de lo que oía. Cuando salieron de la oficina, exclamó, feliz: —All'Italia! — ¿A Italia? — ¿Sabías que la principal exportación de Estados Unidos a esa nación nueva es el carbón? Yo tampoco. Sin embargo, Herr Mayer tiene un cargamento que zarpa dentro de tres días con rumbo a Livorno, en la Toscana. Quizá has oído hablar de Livorno... Leghorn en inglés. ¿Y qué mejor lugar para nosotros que Livorno? Fue el hogar de san Vito, patrón de los artistas ambulantes. Además, será otoño cuando lleguemos allí y en el Mediterráneo reinará un clima mucho más templado que en la zona del mar del Norte. Y desde Livorno sólo tenemos que viajar hacia el interior en línea recta para llegar a Firenze... Florencia, la capital de ese reino que acaba de unificarse. —Pero... Florian... ¿iremos en una barcaza de carbón? — Dios santo, no. En un moderno barco carbonero de vapor. Tan moderno, que es impulsado por una hélice, no por ruedas de paletas. Paseemos hasta el muelle por el otro lado del almacén y echémosle una ojeada. El buque mercante Pflichttreu. ¿Qué tal suena? —Si usted puede pronunciarlo, yo puedo viajar en él. —Es un bonito nombre. Significa lealtad, sentido del deber. Y yo diría que un barco carbonero bien cargado tiene que ofrecer un viaje grato y estable. Llegaron al muelle de carga y Edge dijo: —¿Es éste? Creía haber oído que era nuevo. — Bueno... moderno no significa necesariamente nuevo. Condescendiente, Edge supuso que un barco cargado siempre de carbón tenía que estar sucio y baqueteado. No obstante, le alegró ver que estaba provisto de palos y velamen, por si la moderna hélice se hallaba en tan mal estado como el resto. Y tenía grúas a proa y popa, que Edge esperaba que servirían para izar a bordo a Peggy y a los pesados carromatos del circo, porque la única pasarela del buque era una escalerilla corriente de madera que unía el muelle con la cubierta. Edge preguntó secamente: —Dígame, ¿qué va a costar este elegante crucero de placer? —Ejem. Herr Mayer y yo aún no hemos discutido a fondo esta cuestión. Antes deberemos presentarnos ante el capitán Schilz del Pflichttreu y convencerle de que consienta en llevarnos como cargamento y pasajeros de cubierta. Después de todo, un circo no es su carga habitual.
Subieron a bordo y Florian preguntó por el capitán. Apareció un personaje uniformado y, tras algunas frases en alemán, Florian dijo en inglés: —Coronel Edge, militar hasta hace poco, y capitán Schilz, del buque Pflichttreu. —Nein, yo ser master —rectificó hoscamente el hombre mientras estrechaba la mano de Edge—. Capitán ser sólo un título de cortesía, excepto en la marina. —Su aliento olía un poco a aguardiente—. ¿Ustedes, caballeros, son perregrinos? —En.. ¿peregrinos? Pilger? —preguntó Florian—. No, capitán, yo soy el propietario y el coronel Edge es el director de un circo ambulante. Wir müchten eine Seereise nach... —Zirkus? Nein, nein! —interrumpió Schilz, agitando con violencia las manos. En atención a Edge, explicó en inglés—: ¡Animales cagando por toda mi cubierta! Edge estuvo a punto de observar que, después de ver el Pflichttreu, dudaba de que la simple mierda pudiera ensuciar más la cubierta, pero Florian se limitó a alargar la mano para estrechar la del capitán en una aparente despedida, murmurando: — Es una lástima. Deja usted a un hermano de profesión embarrancado en la arena. El capitán Schilz pareció sorprendido por el apretón de manos y la observación. Replicó, también en inglés: — ¿En la marea baja, Bruder? — O a un cable de distancia de la orilla. Es ist Jammerschade. Y todas nuestras hermosas mujeres igualmente embarrancadas. —¿Mujeres hermosas? —repitió el capitán, con voz tan alta que todos los marineros que estaban cerca miraron en su dirección. — Así de fácil —dijo Florian, satisfecho, cuando volvía con Edge a las oficinas de la compañía naviera. — Es una suerte que el capitán sea tan sensible a la belleza femenina —observó Edge. —Oh, se trata también de algo más —contestó Florian—. Ahora espero tener la misma suerte con el precio. Toma, Zachary, aquí hay mil dólares en billetes. Guárdalos dentro de la bota. La faltriquera, por así decirlo. Así podré volver mis bolsillos del revés delante de Herr Mayer y decirle con verdad: «Esto es todo lo que tengo.» Y casi tuvo que hacerlo. Herr Mayer empezó por ordenarle que hiciera una lista de todas las personas, animales, vehículos y objetos que se proponía subir a bordo. Luego el agente cogió el manifiesto y escribió un precio junto a cada nombre de la lista... un precio exagerado. —Mein Herr! —protestó Florian—. Seis de los pasajeros son niños. Sin duda han de viajar a mitad de precio. Y sólo catorce de los animales
están vivos: el león, el elefante, ocho caballos, tres cochinillos y un mulo. Todos los demás de la lista están muertos. — ¿Transporta usted animales muertos? —preguntó Herr Mayer con repugnancia—. La aduana no los dejará pasar. Florian explicó que eran piezas de museo disecadas. Mientras Herr Mayer hacía un nuevo cálculo, muy malhumorado, Edge dijo en voz baja: — Aunque considere una niña a Clover Lee, sólo puedo contar cinco niños. — Pondremos pantalones cortos a Tim. Calla. La suma todavía superaba la cantidad que Florian podía pagar sin recurrir a la bota de Edge. Al final, después de dudarlo mucho, decidió no llevar el mulo de Mullenax y el cañón yanqui de Yount, y así rebajó el precio de Herr Mayer a la suma que podía pagar, vaciando prácticamente sus bolsillos. Podría haber continuado el regateo, o abandonado otras posesiones, pero ya era más de mediodía y se acercaba la hora de la función. Se alejaron del puerto al trote y Florian no dejó de gruñir en todo el trayecto. — Maldita sea, tendría que haber contratado a ese hombre en vez de pagarle. Es mejor adivino que Maggie Hag. Desde luego, ha estimado mi fortuna casi al céntimo. Esos mil que llevas en la bota, Zachary, sufrirán una disminución considerable cuando compremos la comida del viaje para los animales. Por lo tanto, a menos que ganemos mucho dinero aquí en Baltimore... —iQué espléndida vista de buena mañana! —interrumpió Edge—. iMire eso! Aunque Edge ya había visto antes un globo de observación hinchado, la vista era impresionante. De hecho, tanto él como Florian vieron el semicírculo superior del Saratoga, de color rojo y blanco, y las grandes letras negras de su nombre, asomando por encima de la cumbre de Druid Hill aun antes de ver las copas de los árboles del parque. Cuando estuvieron a media colina, pudieron ver el globo bien sujeto por cuatro cuerdas atadas a sendas estacas en el suelo donde descansaba la cesta. Toda la compañía circense y gran número de baltimorenses estaban a su alrededor, admirándolo. El objeto, suave, sedoso, en forma de pera, recubierta su parte superior por una red de cordón de lino, tensando la malla de cuerdas que convergía en el aro de madera sobre el que se asentaba la cesta, tenía casi el doble de altura que la gran carpa. Las dos inmensas construcciones de tela, una dispuesta a lo largo sobre el césped del parque y la otra vertical contra el azul del cielo, eran una vista magnífica. —Une beauté accomplie. No hay ningún problema —dijo Jules Rouleau cuando Florian y Edge lo encontraron entre la multitud—. Estos dos caballeros tienen experiencia previa. —Señaló a los hombres, que
sonreían con orgullo y llevaban monos en los que se leían las palabras: «BALTIMORE GAS & COKE»—. Dicen que nuestro Saratoga es el globo aerostático más bonito que han visto aquí, pero no es el primero. En cualquier caso, aquel quiosco de música está equipado con luz de gas, así que los messieurs sólo han tenido que colocar una larga manga de caucho desde allí hasta el apéndice de la barquilla, como la llamamos los aeronautas. — Este gas de hulla no es el mejor para globos —explicó el más joven de los hombres—. No eleva lo suficiente. — ¿De verdad? —preguntó Florian—. Yo diría que el globo parece impaciente por saltar al aire. — Claro, se elevará —dijo el mayor de los dos— y llevará a un hombre, pero sólo a uno. E incluso sin lastre, ascenderá con lentitud. Lo que les convendría es hidrógeno. Con ese gas podrían subir tres hombres. Sin embargo, con el hidrógeno necesitarán un generador. —Tendrán que cuidar bien de esa belleza —recomendó el otro—. El barniz exterior está muy dañado y el interior necesita otra capa de aceite de pata de vaca. Nosotros nos hemos encargado de volver a sellar la válvula de charnela. —Ya —murmuró Florian, distante. —A fin de que el gas no se escape hasta que yo esté listo para ascender —explicó Rouleau—. Y los señores han tenido además la bondad de darme una lata de cemento que dejó aquí un aeronauta anterior. — Han sido muy amables —dijo Florian, pero su expresión cambió cuando el hombre mayor le alargó un pedazo de papel, diciendo: —Setecientos metros cúbicos, en números redondos. Como es natural, le hacemos un precio de mayorista, así que se lo he dejado por setenta y cinco dólares, sin ningún centavo. — Tenía entendido que ofrecíamos este espectáculo para celebrar una fiesta municipal —dijo Florian con voz ahogada. — Yo sólo sé que ha recibido los suficientes metros cúbicos de gas para iluminar Baltimore durante dos o tres noches. Si desea regatear con el ayuntamiento, adelante. Pero es probable que le pidan pruebas de que el globo es de su propiedad y las calificaciones del aeronauta y dinero para un seguro por los posibles daños... Florian hizo una mueca, pero indicó a Edge que sacara el dinero de su bota. Edge extrajo los billetes y contó los requeridos para el pago. Cuando los hombres se hubieron ido, Florian reprochó a Rouleau: — Es un capricho muy caro. Con este dinero habríamos comprado mucho heno, avena y carne de caballo. — No tenía idea, mon vieux... En aquel momento subía por la colina otro carromato, atraído por el enorme globo, y entre la familia que se apeó de él estaba Fitzfarris,
procedente del centro de la ciudad. Llevaba bajo el brazo un gran objeto redondo de madera. Cuando se acercó, Florian decía: —... sólo espero que la ascensión traiga a más gente y más dinero para compensar el gasto... —iAsí será, así será! —gritó alegremente Fitzfarris, y añadió, dirigiéndose a Rouleau—: Procura hacer todos los preparativos con mucho cuidado y lentitud, amigo Jules. Da tiempo a los espectadores para ponerse nerviosos y así prestarán atención a mi entretenimiento provisional. Enseñó el objeto que llevaba. Era una especie de tambor ancho y hueco, hecho de madera de pino, de medio metro de anchura pero pocos centímetros de fondo. La cara posterior era sólida y la anterior tenía, muy cerca del perímetro, un círculo de veintiún agujeros de dos centímetros de diámetro cada uno. En el lado estrecho había una abertura, lo bastante grande para que Fitzfarris pudiese meter la mano. —No tenía tiempo de construir como es debido una rueda de la fortuna, de modo que he pedido a un carpintero que me clavara este juego del ratón. Tampoco había tiempo de pintarlo con colores chillones, pero servirá. Los otros preguntaron qué diablos era el juego del ratón, pero Fitzfarris ya se dirigía en voz alta al gentío: —iDaré dos centavos al primer chico que me encuentre un ratón de campo! —Todos los niños, blancos y negros, se dispersaron y corrieron por el parque, inclinados, buscando surcos o nidos. Fitz preguntó al aturdido Florian—: ¿Me presta ese trozo de lápiz que siempre lleva consigo? Florian se lo dio y Fitzfarris numeró cada uno de los agujeros del tambor, de 0 a 20. Un niño negro acudió corriendo, con un pequeño ratón pardo y blanco en el hueco de la mano. Fitzfarris lo cogió, dio las gracias al niño y dijo con voz jovial a Florian: —Gastos de la compañía. Pague al chico, ¿quiere, jefe? —Y se fue a toda prisa hacia el furgón de los accesorios para limpiarse la cara y prepararse para su papel de Hombre Tatuado. Las funciones de tarde y noche de aquel día tuvieron poco público, seguramente porque la mayoría de espectadores potenciales esperaban al día siguiente para presenciar al mismo tiempo la ascensión del globo. Sin embargo, durante cada intermedio del programa, después de que los asistentes contemplasen con la boca abierta al Hombre Tatuado, las Tres Pigmeas Blancas Africanas, el Museo de Maravillas Zoológicas y Madame Alp —y comprado incluso unas cuantas cartes de visite—, sir John presentó su juego del ratón. —iApuesten diez centavos, amigos, y ganen dos dólares! El juego de adivinanzas más honrado que se ha inventado jamás. iApuesten un dólar y ganen veinte! Es un juego de intuición humana frente al instinto
animal. Elijan sencillamente el agujero por el que entrará Mortimer el ratón. Había colocado su nuevo aparato de madera sobre la tina de mil usos del circo. El juego consistía solamente en poner el minúsculo ratón en el centro de la madera, desde donde corría al momento hacia uno de los agujeros circundantes y desaparecía en el oscuro interior. Allí esperaba la mano de Fitzfarris para cogerlo, sacarlo y ponerlo de nuevo en el centro del tambor. No tardaba en formarse un grupo de gente, hombres en su mayoría, que después de mirar divertidos unos minutos, rebuscaban en sus bolsillos y ponían diez centavos —e incluso monedas de más valor y algún que otro billete de dólar— junto a uno de los agujeros numerados. El ratón corría siempre hacia un agujero cada vez que era colocado bajo la mirada del público y Fitzfarris pagaba sin falta a cada ganador, gritando una felicitación: — i Dos dólares para este inteligente amigo! iMuy bien, señor! ¡Ha ganado el dos mil por ciento de su inversión! El ruido atraía a más personas, que se veían obligadas a alargar el brazo entre muchos otros brazos para colocar sus apuestas. Al cabo de un rato, casi todos los agujeros del tambor tenían dinero apostado y había un ganador casi cada vez que el ratón corría a esconderse, por lo que su exclamación de alegría se unía al clamor de Fitzfarris: — iLa mente sobre el mamífero! El juego más honesto en el que apostarán jamás. iY ya tenemos otro ganador! No empujen, caballeros. iDen oportunidad a las damas de probar también su suerte! El ratón no parecía cansarse nunca y el juego continuaba a buen ritmo, interrumpiéndose solamente cuando Fitz pasaba un trapo húmedo por la superficie de madera. A pesar de la escasez de público, Fitzfarris prolongó el juego durante todo el intermedio, hasta que los jugadores quedaron satisfechos con sus ganancias o se sintieron incapaces de seguir perdiendo. —i Setenta y cinco dólares y cuarenta centavos en un día! exclamó Fitzfarris, feliz, después del intermedio de la función de noche. — Es increíble —dijo Edge con admiración—. Esto ya paga el gas del globo. — Si mañana tenemos un lleno de paja para el globo —apuntó Fitz—, el juego nos reportará fácilmente ocho o diez veces esta cantidad. — Una maravilla —dijo Florian—. ¿Cuál es la trampa, sir John? — ¿Trampa, señor? —Fitzfarris parecía terriblemente ofendido. — Bueno, es de suponer... un juego de azar... como el venerable timo de la vaina y el guisante... Fitz denegó con la cabeza. — Cualquiera puede descubrir un juego trucado. No se necesitan habilidades detectivescas. Sólo hay que observar a un hombre que haga
el timo del guisante; siempre tiene una uña larga para esconderlo debajo. Pero mi juego del ratón no requiere trucos. Hay veintiún agujeros por los que apostar y yo digo que pago veinte por uno. Supongamos que veintiún jugadores apuestan diez centavos cada uno. Yo recojo todas las monedas y doy dos billetes de dólar al ganador. En realidad, él sólo recibe diecinueve monedas de diez centavos y yo me quedo con una. El balance varía, naturalmente, porque depende de la cantidad apostada y de dónde se apuesta, pero ese agujero extra, el número cero, juega siempre a favor de la casa, como decimos en la profesión. —Sí, claro, ya veo —dijo Florian—. Pensaba... que eso de pasar el trapo... quizá era un preparado secreto... — Sólo amoníaco. Si un ratón corre hacia el mismo agujero un par de veces, puede seguir después su propio rastro y dirigirse siempre allí. Algunos patanes pueden ser lo bastante listos para notarlo y apostar en consecuencia. Por eso limpio la madera después de varias carreras. Para asegurar la honestidad de Mortimer. Lo primero que hizo Rouleau al día siguiente fue acercarse a su amado Saratoga. Allí abrió el grifo de latón que se hallaba en el mismo extremo de lo que él llamaba apéndice del globo, y brotó un copioso chorro de agua, que dirigió cuidadosamente fuera de la barquilla. — Instrucciones de los técnicos —explicó a los que miraban—. El gas de hulla contiene cierta humedad que se condensa con el frío de la noche. Carece de sentido llevar más peso del necesario. —Tal vez carece de sentido hacer algo hoy, kedvesem —sugirió Paprika—. Maggie se ha quedado envuelta en sus mantas esta mañana. —Oh, maldita sea —exclamó Edge—. ¿Ha previsto algún desastre en el ascenso? Paprika se encogió de hombros con un gesto muy húngaro. — No dice nada del globo, sólo algo sobre una rueda. — iAjá! —exclamó Rouleau, aliviado—. En este caso, vete a asustar al caballero Fitz. Es el único que trabaja con un artefacto parecido a una rueda. —Dio una palmada a su góndola de mimbre—. Yo, Jules Fontaine Rouleau, estaré libre en lo sucesivo de cualquier cosa tan terrestre como una rueda. Paprika volvió a encogerse de hombros y continuó hablando mientras se dirigía con Obie Yount al patio trasero, donde Phoebe hacía el desayuno. —Jules ha mencionado algo terrestre. 0 jaj, he conocido a artistas de los números más peligrosos que han sobrevivido a toda clase de riesgos y después han quedado lisiados o se han matado en un accidente terrestre sin importancia. — ¿Cuál, por ejemplo? —preguntó Yount mientras se sentaban en el suelo en espera de que les sirviesen el desayuno.
Se sentó entre Paprika y Pimienta, muy contento de estar en tal compañía. —En París había una equilibrista célebre y aclamada. Hizo tender un cable entre las torres de Notre Dame y bailaba sobre él. Era famosa, pero los devotos se escandalizaron y dijeron que Nuestra Señora la castigaría por su sacrilegio. Una semana después, se cayó de un bateaumouche y se ahogó en el Sena. —Y, ¿recuerdas, macushla —dijo Pimienta—, a aquel joey de Varsovia que daba volteretas? —Explicó a Yount—: Eso es un payaso que hace equilibrios y da saltos mortales. Siempre pisaba un cubo de agua y resbalaba de cualquier modo. Jamás se rompió un hueso, pero un día rozó el cubo con la espinilla. El tinte de su calcetín infectó el rasguño y al final tuvieron que amputarle la pierna. —Se persignó, murmurando— Mala suerte. — Oídme las dos —dijo Yount—. Como no podemos llevarnos mi cañón, he procurado inventar números nuevos para el Hacedor de Terremotos. Me preguntaba... ¿qué os parece si os cargara sobre mis hombros? — No es muy original —contestó Paprika—. ¿Y si nosotras nos pusiéramos de pie sobre tus hombros y cargáramos a las chicas Simms sobre los nuestros? Podemos sostenerlas fácilmente si tú puedes con todas nosotras. — Eso está hecho —respondió Yount, hinchando el pecho hasta que adquirió las dimensiones de un tonel grande. — Me parece muy bien —dijo Edge cuando Yount fue a su encuentro y le propuso el nuevo número de pista. Luego dirigió a Yount una de sus sonrisas torcidas y observó de buen humor—: Te he visto encaprichado de una mujer en varias ocasiones, Obie, pero sólo de una cada vez. ¿Es que ahora te has enamorado de estas dos pelirrojas? Yount escarbó tímidamente la tierra con uno de sus grandes pies. — No es esto. Confieso que las dos están muy buenas, pero Paprika es la que realmente me hace temblar las rodillas. Me casaría con ella de buen grado y, si se presenta la ocasión, se lo pediré. ¿Qué opinas del asunto, Zack? — Creo que te convendría más atarte a un poste de flagelación. — iVaya! —se ofendió Yount—. Te agradezco mucho tus buenos deseos. — Calma, socio, calma. Sólo quería decir... bueno... las pelirrojas tienen fama de ser quisquillosas. Dios sabe cómo será una zanahoria húngara. Vigila que no te pique. Yount sonrió y tensó los bíceps. —Aún ha de llegar el día en que el Hacedor de Terremotos tenga miedo de una niña arisca.
Se alejó a grandes zancadas y Edge le miró con una especie de conmiseración. Aunque era una hora temprana, bastante gente de la localidad había subido ya a la colina, principalmente para admirar el globo, pero también para dirigir miradas curiosas a los miembros del circo, así que las mujeres de la compañía se apresuraron a lavar los cacharros del desayuno, a recoger la ropa que habían lavado y tendido la noche anterior y en general a ordenar el patio trasero. Entonces, solas o en grupo, fueron al carromato de la utilería para quitarse la bata y ponerse el traje de pista. Phoebe Simms entró antes que ninguna, llevando consigo a Domingo para que la ayudase a vestir su enorme disfraz —o mejor, a colocarlo en torno a su cuerpo—, y mientras hacían esto, no quedaba sitio para nadie más en el interior del carromato. Salió como Madame Alp y, a fin de que los mirones no pudieran verla gratis, fue a esperar al furgón de la tienda, donde podía hacer compañía a Magpie Maggie Hag, todavía debilitada por sus premoniciones o trastornos. Clover Lee entró en segundo lugar en el carromato de la utilería y ella y Domingo se estaban poniendo las mallas cuando se les unieron Pimienta y Paprika. La muchacha y las dos mujeres blancas charlaron y bromearon mientras se vestían, pero Domingo permaneció silenciosa, pugnando por ajustarse las mallas de color carne e intentando no estorbar a las demás, lo cual no era fácil en el reducido espacio donde tenían que alargarse mutuamente prendas, anudarse lazos, abrocharse botones, prestarse polveras y pequeños tarros de colorete, cremas y pomadas y ayudarse mutuamente a aplicarse dichos productos de belleza. La camaradería de esta reunión exclusivamente femenina animó a Clover Lee a contar a Pimienta y Paprika lo que había oído en Frederick City de labios de las mujeres cristianas, indignadas porque habían visto a otras dos mujeres con vello bajo los brazos. El informe no confundió ni avergonzó a las dos muchachas que, por el contrario, rieron a carcajadas y casi se cayeron cuando Clover Lee terminó: —Dijeron que debíais ser italianas. Pimienta y Paprika se sostuvieron mutuamente para no caerse, hicieron muecas y lanzaron exclamaciones. —iEsto es la monda! —jadeó Pimienta—. Por poco me meo los pantalones. — i Conque italianas! —gritó Paprika—. Vejestorias ignorantes y obscenas. — Bueno, yo sé que no sois italianas —dijo Clover Lee—, pero ¿es algo que habéis aprendido de ellas? ¿No afeitaros ahí por alguna razón? Se lo pregunté a Florian, pero él se limitó a toser. Esto provocó nuevos paroxismos. Cuando se hubieron recobrado, Pimienta contestó, muy alegre:
— Colleen (Niña, muchacha.), querida, es un simple truco de artista. De mujer artista, mejor dicho. Siempre que la gente ve a una pelirroja, no castaña o negra o rubia, piensa: ¿será su color natural? Las mujeres se lo preguntan con malicia, claro, pero los hombres lo hacen con lujuria, porque no suelen ver otra cosa que vello negro o rubio en la barriga de sus mujeres corrientes. —Así que nosotras demostramos que somos auténticas, que este color rojo es de nacimiento —añadió Paprika—. Cuando los patanes ven los mechones rosados de nuestras axilas, saben con maldita seguridad que nuestros pubis también son rosas. Mira, convéncete por ti misma, niña. Imaginar ese lugar secreto vuelve locos a los hombres. Y a sus mujeres, verdes de envidia. —Claro, y por esto nos hemos reído de que nos llamasen italianas —dijo Pimienta—. Diablos, ¿para qué querría una hembra negra demostrar que tiene el pelo negro por todas partes? Y no es con intención de ofender a esa niña del rincón, ¿oyes, alannah? —Cela ne fait rien —murmuró Domingo. —¿La habéis oído? «! Sally Fairy Ann!» —gritó Paprika, sorprendida y encantada—. !Por san Istvan, esta niña ya no es una negra! !Domingo, ángel, te estás volviendo una verdadera cosmopolita! Domingo no estaba segura del significado de la palabra ni de si quería serlo, pero dijo con timidez: — Monsieur Roulette me está enseñando a hablar como una dama. Tanto en americano como en francés. —Bueno, ángel —dijo Paprika—, si quieres ampliar tu educación mientras viajamos a Europa, te ayudaré con mucho gusto. El magiar es demasiado difícil, pero el alemán te servirá igual cuando estés en Hungría y puedo enseñártelo. Hablando como un libro de texto, Domingo respondió: — Gracias, mademoiselle Makkai. Deseo aprender todo lo que pueda. Pimienta parecía dudosa o quizá desaprobaba aquella proposición, y cuando todas salieron del carromato, murmuró con intensidad unas frases a su pareja. Clover Lee, ansiosa de conocer cualquier secreto, captó sólo las últimas palabras: —... enseñando tu nido a una y llamando ángel a la otra. Sé cómo calificarlo en magiar. Edge y Mullenax sacaban brillo a las herraduras de los caballos con ceniza de la estufa cuando Florian se acercó a ellos para decirles: — Mirad a toda esa gente, llegada una hora antes de la función. Hoy tendremos aquí a todo Baltimore. Los negros locales instalan incluso tenderetes por todo el parque. Venden chicharrones, sopa de terrapene, limonada...
—Bueno, de esto no sacaremos ningún provecho —observó Edge—, pero mantiene el buen estado de ánimo de la multitud. He dicho a los músicos que toquen algo para entretenerla todavía más. — Todos los patanes que no comen o miran están apostando en el juego del ratón de Fitz. Ya debe de haber ganado un dineral. —Oh, no me quejo de la afluencia de espectadores —dijo Florian—; lo que pasa es que no quedará nadie en la ciudad para venir a vernos mañana. Y no veo ninguna ventaja en volver a trabajar para cuatro gatos, como hicimos ayer, así que sugiero, capitán Ramrod, que anulemos las funciones de mañana. Emplearemos el día libre en desmantelar la tienda con toda calma, embalarlo bien todo y comprar provisiones para la travesía. De este modo no tendremos que ir con prisas pasado mañana para embarcar con la anticipación debida. Exceptuando a unos cuantos mirones, demasiado pobres o avaros para pagar la entrada, toda la gente del parque compró billetes y admiraron a Maximus y el museo. Después, cuando Tim y Hannibal tocaron Esperad el carromato —acompañados por el acordeón algo vacilante de Domingo Simms—, todos entraron en la gran carpa. Muchos tuvieron que sentarse en el suelo, alrededor de la arena, o quedarse de pie en los espacios disponibles. Después del intermedio y el espectáculo secundario —y más juego del ratón—, mientras el público de la tarde aún estaba viendo la segunda parte del programa, el parque volvió a llenarse de gente que llegaba pronto para contemplar la ascensión del globo, antes de la función nocturna. Compraron entradas para llenar de nuevo el pabellón, por lo cual, cuando un número considerable de los primeros espectadores decidieron quedarse para la segunda función y pidieron entradas, Florian tuvo que poner el cartelito de «AGOTADAS LAS LOCALIDADES». Lo hizo sin lamentarlo, de hecho, con satisfacción, porque era la primera vez en toda la gira que habían llenado el circo a tope. Obedeciendo las instrucciones recibidas, Jules Rouleau preparó con lentitud la ascensión del globo, dando a Fitzfarris tiempo de sobra para obtener pingües beneficios con su juego. Como la ascensión no requería mucho más que soltar los cables de amarre, el único preparativo de Rouleau consistió en ir a buscar al carromato de la utilería una escalera de cuerda y tirarla dentro de la barquilla, con un propósito que no confió a nadie. Entretanto, Florian formó un cono con un cartel del circo y a través de este megáfono improvisado gritó a la multitud circundante: —Monsieur Roulette ha de esperar a que se ponga el sol para que cese la brisa... Una proeza semejante exige la calma absoluta del aire... Aun así, la empresa es sumamente arriesgada... Entre estos repetidos anuncios, Tim y Hannibal tocaron con brío una música apropiada para la ascensión de un globo —Más cerca de Ti, Dios mío y otros temas similares— y Domingo los acompañó con el acordeón
en todas las piezas que conocía. Por fin, cuando los murmullos del público indicaron que el suspenso cedía el paso a la impaciencia y los clientes de Fitz empezaron a quedarse sin dinero para más apuestas, Rouleau se mojó un dedo y lo levantó en el aire, hizo una solemne seña con la cabeza a Florian para darle a entender que no había nada de viento y, con un ágil salto, se metió en la barquilla. La corneta de Tim ejecutó un floreo, el bombo de Hannibal resonó como un tambor africano y Florian gritó: —iSituaos junto a los cables. —Una pausa... y—: ¡Soltad amarras! Edge, Yount, Mullenax y Fitzfarris soltaron en el mismo instante las cuerdas de las cuatro estacas y el Saratoga dio un rápido salto hacia adelante. Sin embargo, los cuatro hombres continuaron sujetando la cuerda de amarre que ya estaba atada al globo cuando lo adquirieron en casa de Mullenax. Lo fueron aflojando poco a poco, a fin de que el globo subiera despacio, a pequeñas sacudidas, de modo muy poco espectacular. El público tuvo la impresión de que el aeróstato era empujado hacia arriba con un palo. Tim, Hannibal y Domingo tocaban, y esta última y las otras Felices Hotentotes cantaban —más o menos al mismo ritmo sincopado con que ascendía el Saratoga—: «Centellea, centellea, estrellita...» El globo tampoco podía alcanzar una altura muy espectacular, porque el cable de amarre sólo daba de sí unos doscientos metros y entonces los hombres volverían a sujetar el globo a las estacas. No obstante, el Saratoga era un objeto hermoso y su ascensión, si no impresionante, había sido por lo menos majestuosa, y ahora flotaba a una altura que doblaba la de la Shot Tower de Baltimore, la estructura más alta que la población local estaba acostumbrada a ver, y allí arriba, la resplandeciente seda roja y blanca, que se había elevado sobre la sombra del suelo hasta donde aún seguían brillando los rayos del sol poniente, refulgía a su vez como un pequeño sol. La multitud, después de un suspiro prolongado —«iAhhh!»—durante la ascensión, profirió de repente otro «iAhhh!» —esta vez como un jadeo contenido—porque allí arriba Monsieur Roulette se había vuelto loco y saltado fuera de la barquilla. Incluso los miembros de la compañía se sobresaltaron, porque habían estado ocupados con las amarras y no habían visto a Rouleau colgar de la góndola la escalera de cuerda antes de saltar. Como es natural, había puesto los pies en la escalera, cuyo extremo superior estaba sujeto al borde de mimbre, y ahora ejecutaba las mismas posturas, contorsiones y convulsiones acrobáticas que en la escalera de madera de la pista, y el gentío reía y sollozaba de alivio y también vitoreaba y aplaudía, satisfecho. O, mejor dicho, la mayor parte del gentío. Alguien tiró de la manga de Florian, diciendo con voz glacial:
—Señor, me han dicho que es usted el propietario de esta empresa. Florian se volvió y vio a un caballero de mandíbula larga y severa, cubierta por una barba anglicana de pelo corto. — Lo soy, en efecto, señor. Espero que disfrute del espectáculo. — Disfrutar no es nuestro objetivo en la vida, señor —contestó el hombre, indicando a las personas que le rodeaban, otros dos o tres hombres y varias mujeres, todos ellos con la misma expresión de pía severidad—. Representamos a la Cruzada de Ciudadanos y nos han hecho saber que su llamado espectáculo incluye cierta rueda de la fortuna. — Oh, Dios mío —murmuró Edge al oído de Florian—. Maggie Hag ha acertado otra vez. Fitzfarris habló, noblemente: — La rueda, como usted la llama, es mía. Y si ha venido a recriminarme, le puedo asegurar que el juego es honesto. — La honestidad o deshonestidad tampoco nos preocupa —dijo el hombre—. Sólo nos interesa socorrer a las víctimas inocentes del desmán y la indignidad. Fitz se mostró confuso. — Bueno, algunos han perdido dinero, lo confieso. Pero, ¿desmán?, ¿indignidad? No veo... — Deseamos que nos enseñe ese juego —terció una mujer de cara redonda. — No me importa hacerlo —dijo Fitzfarris—, pero en este momento tenemos a nuestro colega colgado de ahí arriba y... —Ahora mismo —ordenó la mujer—, o llamaremos a un agente de policía para que le obligue. Florian dijo a Fitz: —Monsieur Roulette está bien. Y continuará haciendo piruetas durante un rato. Ve a buscar la madera, sir John. Fitzfarris fue a buscar la tina y el aparato de madera de pino. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó el ratón, al que tuvo que separar de un pedazo de queso que estaba comiendo. — Han interrumpido la cena de Mortimer —dijo, colocando al ratón sobre la rueda—. Ahora, los jugadores han de adivinar el agujero hacia el que correrá el ratón. Y Mortimer elige el que le gusta más, sin coacciones ni trucos. ¿Lo ven? Esta vez ha sido el número diecisiete. No hay sistema posible de trucar, dirigir o hacer trampas con este juego. — Como sospechábamos —dijo una mujer de peinado rígido—. Crueldad hacia los animales. Preparado como estaba para defenderse de acusaciones de timo, fraude o engaño, Fitzfarris se quedó atónito ante esta denuncia inesperada. Replicó con cierto calor:
— Señora, han sido ustedes quienes han perturbado la cena tranquila de Mortimer. ¿Me han visto a mí ser cruel con él? —Si no crueldad declarada —contestó uno de los hombres—, no cabe duda de que es una perversión de la conducta natural del animal y una violación de su dignidad. —¿Dignidad? —repitió Fitzfarris, incrédulo—. Amigo, se trata de un ratón de campo vulgar y corriente. No de un noble caballo que recibe malos tratos. Sólo de un ratón... haciendo lo que hacen los ratones: correr hacia un agujero. — Pero impulsado por usted —acusó, inexorable, una de las mujeres—, no por iniciativa suya. El animal es víctima de un abuso deliberado. La mejilla de Fitzfarris que no era azul, se había teñido de rojo, y como parecía incapaz de hablar, Florian intervino: —Madame, quizá se preocupa usted demasiado por este ratón porque en estos momentos ocupa, por así decirlo, el centro de la atención general. Pero imagínese que encuentra a este roedor corriendo por su cocina. ¿No lo consideraría un animal indeseable y no lo mataría como si fuese una cucaracha? —Son circunstancias muy diferentes —objetó la mujer, sin inmutarse—. En tal caso el ratón seguiría su curso de vida normal y tendría sus probabilidades normales de supervivencia. En cambio, aquí se le fuerza a realizar actos antinaturales. Florian, atónito a su vez, sólo pudo farfullar: —¿Actos antinaturales?... ¿Un ratón de campo?... Edge habría preferido mantenerse al margen de esta discusión absurda, pero se dio cuenta de que aquellos fanáticos podían ampliar su área de interés y exigir la emancipación del león, del elefante y de los cochinillos de Barnacle Bill. Aunque la intromisión sólo acabase siendo un fastidio, también podía significar una demora y el Pflichttreu zarpaba dentro de dos días. —Perdonen, amigos —terció en tono amable—. Tengo entendido que se oponen al empleo de un mamífero en el pequeño juego de sir John. Alguien acaba de mencionar una cucaracha. ¿Ofendería menos su sensibilidad si sustituyéramos al ratón por una cucaracha? Nadie rió ante esta nueva caída en el ridículo. La Cruzada de Ciudadanos intercambió miradas. El hombre de la barba anglicana se la rascó pensativamente y murmuró: — Hum... bueno... la cucaracha es un invertebrado... un ser de categoría muy inferior en el orden de la Creación... Edge se apresuró a preguntar: —Sir John, una cucaracha macho serviría igual, ¿verdad? —Y antes de que Fitz pudiera responder o soltar una carcajada o mesarse los cabellos, Edge se volvió rápidamente hacia los ciudadanos—: Asunto
resuelto. Será una cucaracha. Y les damos las gracias, amigos, por ayudarnos a mejorar nuestros métodos. Ahora, señora, ¿desearía hacerse cargo del ratón Mortimer? —La mujer retrocedió con espanto—. Entonces, ¿lo dejamos en libertad? Muy bien. Sir John, permita que Mortimer regrese a su, ejem, hábitat natural. Meneando lentamente la cabeza con incredulidad, Fitz se arrodilló y dejó con ternura en el suelo al diminuto animal, que echó a correr inmediatamente. Florian, Edge y Fitzfarris dieron media vuelta para ocupar de nuevo su puesto ante la cuerda de amarre del globo. Todos miraron hacia arriba... y vieron que Rouleau, una vez concluidas sus acrobacias, subía de nuevo a la barquilla y soltaba su único vínculo con la tierra. El Saratoga se elevó al instante, alejándose lateralmente de la colina. Sin embargo, era evidente que Rouleau no iba a arriesgarse demasiado en su vuelo libre, porque en seguida tiró de la cuerda que comunicaba con la válvula sujeta al extremo superior del globo. Este fue perdiendo poco a poco su forma de pera y adoptando la de una zanahoria, descendiendo mientras lo hacía. Cada vez más alargado y estrecho —y tan arrugado, que las anchas franjas blanca y roja se convirtieron en rayas—, fue bajando hasta el suelo a cierta distancia, pero todavía en el parque de Druid Hill. La barquilla tocó suavemente la hierba, Rouleau tiró del cabo de desgarre y el globo perdió los últimos restos de gas y, ondeante y tembloroso, se aplanó sobre el suelo. Con más vítores y hurras, el gentío se precipitó hacia el lugar del aterrizaje. Edge, Fitz, Florian y Mullenax también corrieron, para evitar que pisaran la valiosa seda. Cuando Rouleau bajó de la góndola, quitándose de encima varios pliegues de tela, la multitud le rodeó para estrecharle la mano y darle palmadas en la espalda. En cuanto pudo librarse de las felicitaciones, se acercó, sudado, satisfecho y casi radiante, y dijo: —Perdón, monsieur le propriétaire, y monsieur le directeur, pero no he podido resistir la tentación de un momento de libertad absoluta. — No importa, Jules —contestó Edge—, siempre que tú y el globo estéis indemnes. Ha sido una gran culminación del acto. —Y Dios sabe cuándo tendremos de nuevo esta oportunidad —observó Florian—. Ahora, doblemos la seda, muchachos, antes de que a los patanes se les ocurra la idea de rasgarla en trocitos como recuerdo. Fitzfarris y Mullenax empezaron a estirar la tela y las cuerdas y Edge fue a ayudarlos. Rouleau corrió a buscar la carreta del globo. Los tres hombres aún estaban doblando el Saratoga cuando oyeron un tumulto en la parte posterior del terreno, una serie de gritos confusos y el rumor de pasos corriendo de un lado a otro y al final un grito claro: —¿Hay un médico entre la gente? —Algo ha sucedido allí —dijo Florian, pero reacio a dejar el globo—. ¿Por qué no viene Monsieur Roulette a buscar esto con la carreta?
Pero quien llegó fue el pequeño Quincy Simms, corriendo descalzo, para decir sin aliento: —iEh! Mas' Jules haserse daño. Venir todos. —¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido? —Ha saltao a la carreta y el caballo ha dao un salto. Mas' Jules tener pierna en los radios cuando la rueda dar la vuelta. iCrrac! — Oh, Dios mío —murmuró Florian. Los otros hombres ya estaban corriendo—. Alí Babá, tú quédate aquí y guarda el Saratoga. No dejes acercar a nadie. —Y Florian se alejó corriendo. Acostaron a Rouleau sobre la tela encerada dentro de la carreta del globo. Tenía la cara muy blanca y los dientes apretados y un caballero de edad que llevaba quevedos le palpaba con suavidad la pierna izquierda. Algunos miembros de la compañía miraban, solícitos, desde los lados de la carreta, mientras otros mantenían apartada a la gente. Cuando Florian se acercó, Rouleau separó los dientes lo bastante para esbozar una sonrisa de dolor y decir débilmente: — Arriesgo los huesos dos veces diarias en el suelo... y hoy en el cielo... y ahora, regardez. Quizá me lo he buscado. Péter plus haut que le cul... —Chut, ami. C'est drólement con. ¿Es grave, doctor? El médico meneó la cabeza, se quitó los quevedos y frunció los labios. Entonces se apeó de la carreta y se llevó a Florian aparte antes de hablar. Edge los siguió. — Rota en tres puntos y de un modo curioso para su edad. Este hombre debe de tener huesos de adolescente. — Sí, su agilidad es extraordinaria. Esto es bueno, ¿verdad? ¿Se soldará y curará rápidamente? —Esto es malo, señor. A causa de la flexibilidad ósea, las fracturas son complicadas; las astillas de los extremos han perforado la carne y la piel. Incluso aunque las fracturas pudiesen reducirse debidamente, el proceso requeriría un mes o más de una rigidez absoluta. Y durante este período de circulación sanguínea restringida, las heridas podrían gangrenarse. — ¿Qué quiere decir? —murmuró Florian. —Estoy hablando de amputar. —iDios Todopoderoso! —exclamó Edge—. iEste hombre es un acróbata profesional! —Son libres de solicitar otra opinión, por supuesto. Les sugiero que lo hagan sin tardanza. Florian se estrujó la barba. Edge se volvió en redondo y ladró: — iAbner! — iYo no soy médico! —replicó Mullenax, dando un paso hacia atrás. —Entiendes de carpintería. Ve a buscar tablas que midan por lo menos un metro y medio. Si no las encuentras, arráncalas del quiosco de
música. iEh, Domingo! Tú, Tim y Hannibal entonad alguna melodía. Fitz, ruge por el león. Florian, haz los preparativos para el espectáculo y avisa cuando esté a punto. Doctor, ¿quiere esperar mientras hablo con el paciente? — Saint Joseph es el hospital más cercano. El modo más rápido de llevarle... —Pidamos por lo menos su opinión. Estaré con usted en seguida. Edge subió con cuidado a la carreta, para no moverla, y dijo: —No hay tiempo de dorar esta píldora, Jules. Has de elegir: vivir con una sola pierna o tal vez morir con las dos. —Rouleau, que estaba blanco como el yeso, se volvió un poco verde. Edge continuó—: El médico puede amputarla con una sierra y quedarás lisiado, pero vivo. O yo puedo aplicarle un tratamiento que una vez salvó a un buen caballo, dejándolo intacto. Di qué prefieres. Rouleau no titubeó. Esbozó de nuevo una sonrisa torturada y contestó: —Si no reacciono como un buen caballo, ami, merezco morir. —Intenta recordar esto para no gimotear y chillar cuando te duela. — Rouleau se rió antes de volver a apretar los dientes. Edge se asomó al lado de la carreta—: Doctor, ha decidido probar suerte. Muchas gracias, de todos modos. ¿Qué suerte? —protestó el hombre, pero Edge ya se había vuelto de espaldas y llamaba a gritos a Sarah. El médico movió la cabeza y siguió al resto del público para ver el león que Fitzfarris anunciaba en voz muy alta. Mullenax llegó con un puñado de tablas ligeras, un martillo, una sierra, clavos y una de sus eternas jarras. Rouleau bebió un buen trago de whisky, mientras Edge daba instrucciones a Mullenax para la rápida construcción de una artesa de madera, poco honda, parecida a un macetero de ventana. La hicieron con un extremo abierto para que Rouleau pudiese meter en ella la pierna y apoyar el pie contra el extremo cerrado. El artefacto era lo bastante largo para abarcar desde la entrepierna hasta la planta del pie de Rouleau, pero el lado exterior le llegaba hasta la axila. Edge se volvió hacia Sarah: —Corre a buscar un saco de ese salvado que tenemos para los caballos, un poco de ácido fénico, algunos palos largos y delgados de nuestra provisión de leña y tiras de ropa que me sirvan para atar. Abner, tú sujetarás con fuerza a Jules mientras le estiro la pierna para ver si puedo encajar los extremos de los huesos rotos. Y tú, Jules, tendrás que relinchar como una manada de potros salvajes, porque esto te dolerá de veras. Edge esperó a que la música y el ruido de la gran carpa alcanzaran su punto álgido y entonces empezó a estirar, justo por debajo de la fractura superior. Rouleau hizo más que relinchar; gritó y profirió
alaridos. Sarah contrajo la cara y se tapó las orejas con las manos. Pero Edge sintió disminuir uno tras otro los tres bultos de la pierna y observó cómo se retraían bajo la carne ensangrentada los extremos astillados de los huesos y —esperaba— volvían a encajar en su sitio. Antes de que terminase, Rouleau dejó de gritar y Mullenax no tuvo que apoyarse en él para evitar que se moviera, porque había perdido el conocimiento. Entonces Edge colocó los palos a ambos lados de la pierna, a guisa de tablillas, y los ató fuertemente con las tiras de ropa. Entre él y Mullenax colocaron con cuidado la pierna entablillada dentro de la caja recién construida, con la tabla larga en el costado izquierdo de Rouleau, entre el cuerpo y el brazo, y la ataron también con tiras de ropa a la cintura y el pecho. — Sarah —dijo Edge—, antes de que se despierte, moja esas heridas con una buena dosis de ácido fénico. Mientras ella obedecía, Edge abrió el saco y echó salvado en la caja, comprimiéndolo después con fuerza debajo, alrededor y encima de la pierna. — Ya está —dijo, secándose el sudor de la frente—, esto la mantendrá casi inmóvil, pero dejará circular el aire a su alrededor. Sarah, tú y Maggie podéis hundir las manos en el salvado siempre que necesitéis tratar estas heridas. Me imagino que Maggie sabrá coserlas y cicatrizarlas. Después volvéis a comprimir bien el salvado. Jules tendrá que yacer quieto y rígido durante unos dos meses, pero, con suerte, vivirá, y saldrá de esta caja con una pierna bastante aceptable. En cualquier caso, así ocurrió una vez con un caballo. Ven, Abner. Mientras siga desmayado, llevémosle al carromato de la utilería, donde está acostumbrado a dormir. Cuando lo hubieron hecho, Edge y Mullenax llevaron la carreta del globo para recoger el Saratoga y a Quincy, y a continuación se apresuraron a participar en el espectáculo. Con toda probabilidad, era la última vez que el Florilegio se presentaba en los Estados Unidos de América y, además, la compañía tenía que compensar la ausencia de Monsieur Roulette, así que los artistas se esforzaron para ofrecer sus mejores actuaciones. Barnacle Bill decidió que ya había vacilado bastante y aquella noche llevó la jaula del león a la arena, entró en ella y logró que Maximus ejecutara la mayor parte de su repertorio —sentarse, incorporarse, acostarse, rodar, hacerse el muerto—, pero omitió el número de meter su cabeza en las fauces del león y el truco del falso «mordisco». El Hacedor de Terremotos dejó que el cañón —con el que actuaba por última vez en su vida— le pasara por encima tantas veces, que estaba casi demasiado dolorido para el número nuevo, pero lo hizo, a pesar de todo. Pimienta, y luego Paprika, treparon hasta sus hombros y se mantuvieron derechas sobre ellos. Entonces las trillizas Simms, con
mucha menos gracia, treparon hasta los hombros de las mujeres, donde se colocaron en fila —todas ellas cogidas de la mano e inclinadas hacia afuera—, formando un abanico de seis cuerpos a tres niveles. Florian y Tiny Tim incluyeron novedades en su rutina —«iUf! Esta patada me ha cogido en Pratt Street!»—, y cuando sir John sustituyó a Monsieur Roulette cantando el himno de Madame Solitaire, cambió algunas palabras: ... Y aunque el corazón de mi pecho adore a Solitaire, reina de las amazonas, !ay, ahora pertenece a Baltimore! Ahora que se había cumplido su premonición —fuera cual fuese la desgracia de la «rueda» que había anticipado—, Magpie Maggie Hag se repuso de su melancolía y en el intermedio leyó gran cantidad de palmas. Fuera de la tienda, sir John, privado de su juego del ratón, hizo adornadas y floridas presentaciones de todas las curiosidades exhibidas, concluyendo con Madame Alp: —... y el fenómeno repartirá ahora recuerdos de su monstruosidad, réplicas fotográficas clásicas de sí misma. Para ustedes, damas y caballeros, por la irrisoria suma de cincuenta centavos. La mayor ganga de Baltimore. ¡Pueden llevarse a sus casas a Madame Alp por sólo una quinceava parte de centavo por libra! —¿Te has fijado, Fitz? —le preguntó después Pimienta—. Cuando todos los patanes habían comprado cartes de visite de la Señora Gorda, un hombre, negro, ha comprado todas las que quedaban. —No, no me he fijado. Pero, ¿y qué? Hay hombres que admiran a las mujeres exageradamente gordas. — No es nada, pero me ha recordado a esos viciosos europeos a los que he visto acercarse a hurtadillas para alquilar un monstruo por una o dos noches. — Mantendré un ojo abierto, pero dudo de que nadie se la lleve en brazos. Nadie lo hizo. Por lo menos después del desfile de Lorena, la salida y la dispersión de la multitud, Phoebe Simms aún estaba entre la compañía y ya había preparado una buena cena caliente para resucitarlos a todos después del trabajo de la larga jornada. Domingo llevó un plato al carromato de la utilería para Rouleau, pero éste tenía a su lado la jarra de Mullenax y no sentía dolores de hambre ni de ninguna otra clase. Después de la cena, la mayor parte de la compañía yació en la oscuridad veraniega, charlando y fumando. Edge dio un último paseo por el recinto, en parte para ver si todos los animales estaban cómodos y en parte para contemplar el circo por última vez en tierra americana. La gran carpa parecía metálica ahora, cubierta de rocío, que reflejaba la luz de la luna, e iluminado su interior por el pálido resplandor de una
linterna, pues Hannibal y Quincy dormían dentro. La tienda misma parecía respirar como una persona dormida, porque la brisa ocasional que entraba en ella hacía susurrar la lona, y las cuerdas, el candelabro y el aro de soporte crujían y entrechocaban. Cuando Edge fue a extender su jergón a la intemperie, bajo las estrellas, sólo Phoebe y Magpie Maggie Hag estaban todavía despiertas, juntas ante el rescoldo de la hoguera, conversando en un murmullo. Después de que Phoebe se fuera a su carromato, Magpie Maggie Hag permaneció despierta la mayor parte de la noche y entró a intervalos a visitar a Rouleau. Casi todas las veces lo encontró dormido, pero inquieto y febril. No le gustaba administrarle láudano después de su abundante ingestión de whisky, a menos que sufriera un ataque de delirio violento que hiciera mover la caja a la que estaba atado, pero no fue así. De hecho, por la mañana, cuando Edge entró para conocer su estado, Rouleau se encontraba lo bastante bien y con el ánimo suficiente para sonreír y decir: —Zut alors, esos ratones de Fitzfarris son vengativos. Han estado toda la noche mordisqueando el salvado de mi caja. Puedo soportar el dolor y el aburrimiento, ami, pero ¿tendré que pasar todas las noches con esos rencorosos animales haciéndome cosquillas en la pierna? —Alégrate de ello —dijo Edge—. Mientras puedas sentir las cosquillas de los ratones, tu pierna estará viva, y tú también. El desmantelamiento de la gran carpa no se hizo «con calma», como había dicho Florian, pero sí lentamente, ya que faltaba otro hombre de la compañía. El trabajo duró hasta las doce y para entonces las mujeres ya habían terminado la complicada cuestión del equipaje, pues era necesario decidir qué podía darse a guardar durante toda la travesía y qué debía tenerse a mano por si hacía falta. Cuando todos hubieron comido un tentempié a mediodía, Florian los congregó a su alrededor. —Damas y caballeros, ahora voy a pagarles otra ronda de salarios. Después, todos los que deseen acompañarme a la ciudad podrán hacerlo, a fin de comprar las cosas necesarias para el viaje. La mujeres se hicieron señas con la cabeza y empezaron a comparar notas sobre sus compras respectivas. Edge contó con los dedos la cantidad de provisiones requerida por los animales. Mullenax murmuró que debía embarcar bien provisto de bebida y, mientras estuviera en la ciudad, también se ocuparía de ciertos refrigerios horizontales. —Un consejo a todos —advirtió Florian—. No compréis más de lo que necesitéis hasta llegar a Italia, pues os puedo asegurar que allí las cosas serán más baratas que aquí. —Mas' Florian —dijo Phoebe Simms—, ¿poder ir yo también, esta vez? —Claro que sí, Madame Alp. Ahora ya no importa que el público te vea en déshabillé. —Bueno, no ir a ese sitio. Ir al barrio negro.
—iMadre! —murmuró Domingo, exasperada y confusa—. Quería decir sin disfraz. Fueron todos excepto Magpie Maggie Hag, que se quedó a cuidar de Rouleau, y Hannibal, que se quedó a vigilar todo lo demás. Y todos consiguieron apiñarse en el carruaje de Florian y en el carromato menos cargado, que era la carreta del globo. Bajaron de las alturas a la miasma de la ciudad y se detuvieron en la base de la Shot Tower de los Comerciantes. — Este edificio es visible desde cualquier punto de la ciudad —dijo Florian—, así que nos encontraremos aquí cuando se ponga el sol. Edge y Yount se fueron en la carreta del globo a buscar una tienda de comestibles y un mercado de carne. Los otros miembros de la compañía se dispersaron en varias direcciones, solos, en parejas o en grupos, y Phoebe Simms se fue separada de sus hijos. Unas horas más tarde, ella y Florian fueron los primeros en encontrarse en el lugar convenido. Florian estaba repantigado en el pescante del carruaje, asustando ociosamente con el látigo las moscas que se posaban en la grupa de Bola de Nieve, cuando Phoebe se le acercó a paso decidido. —Ah, Madame Alp. ¿Ya has terminado tus gestiones en el barrio negro? Veo que te has comprado un sombrero. Es, ejem, todo un sombrero. — Muchas grasias. ¿Yo poder preguntarle, algo mas' Florian? ¿Dise la ley que yo perteneser a todos vosotros porque escaparme en vuestra compañía? —Pues, no, claro que no. Ahora ya no perteneces a nadie. Eres tan libre como cualquier mujer blanca que anda por esta calle. Santo cielo, ¿acaso te hemos hecho sentir que eres nuestra esclava? —No, zeñó. Por eso costarme ahora deciros adiós. — ¿Qué? — Verá, yo casarme. — ¿Que te casas? —Sí, zeñó. Un caballero muy fino me hase la corte. Quisá usté lo conose. Yeva sapatos amariyos y sombrero de copa. Ha estao en las cuatro funsiones que hemos dao en Baltimore, sólo para admirarme. Ha comprao todas mis postales para podé hablar conmigo. Ahorita vengo de su casa y hemos decidío casarnos. —Pero... pero... Madame Alp, eres nuestra insustituible Señora Gorda. —Por eso gusto a Roscoe. Le ha desengañao un poco que yo no estar tan gorda como en las fotos, pero dise que ya me engordará. Tie dinero para haserlo, ser capatás del Dique Seco Ches'peake y Maine, un gran negosio de negros, fundao por negros libres, y es muy próspero. Roscoe ser uno de los jefasos. Tie una casa bonita, un cabayo y un carruaje... —Bueno, le felicito de corazón y... y también a ti. Pero esto es muy inesperado. Perderte la víspera del viaje y perder a las trillizas y a...
—No, zeñó. A Roscoe no gustarle la prole de otros hombres. Querer fundar nuestra propia familia. — iMadame Alp! ¿Te marcharías, abandonando a tus niños? — Esas chicas ya no ser niñas, mas' Florian. Han cogío muchos humos en un par de semanas. Ahorita ser mujeres y poder cuidar a Quincy. No se preocupe. — iMujer, no estoy pensando en mí mismo, sino en ellos! En lo mucho que te encontrarán a faltar. —¿Querer saber cuánto encontrarme a faltar, zeñó? ¿Querer saber cuánto encontrar a faltar alguien a cualquiera? Si ir al estanque del parque y meter el dedo en el agua, ver el agujero que deja. Mas' Florian, una mamá saber que cuando sus niños se avergüensan de eya, su trabajo se ha acabao. — Oh, vamos, esto es sabiduría popular sin ningún... — Ser sabiduría de madre. Madre negra o blanca, no haber diferensias. No, zeñó. Yo hablar esto con miss Hag y eya estar de acuerdo. Esas niñas ser pronto personas importantes, con un gran futuro. Domingo ya hablar mejó que la vieja señora Furfew. Esas niñas no querer cargar con una mamá gorda ignorante y negra. Florian probó todos los argumentos y medios de persuasión que se le ocurrieron, incluyendo las perspectivas más halagüeñas para la propia Phoebe —«iSi Europa está llena de monarcas africanos que la visitan!»— , pero ella insistió en que el capataz de la Compañía Chesapeake & Maine de Diques Secos era el único marido que necesitaba y mucho mejor de lo que jamás había esperado encontrar. —En fin, te hemos perdido —suspiró por último Florian—, y lo lamentamos, pero deseamos lo mejor para ti y Roscoe. Os haremos incluso un regalo de boda. Sé que los yanquis han prometido a todos los negros libres del sur dieciséis hectáreas y un mulo. No tengo las dieciséis hectáreas, pero antes de zarpar mañana, te dejaré nuestro mulo atado a un árbol del parque. Tú y Roscoe podéis ir a buscarlo cuando queráis. — Muy bondadoso por su parte, mas' Florian. Se lo agradesemos mucho. —Y ahora, aunque sentiría mucho perder a las trillizas, tengo que volver a preguntarte: ¿no desearías confiarlas a alguna tía, o tío u otro miembro de tu familia? —Ya dejarlas con la familia, mas' Florian. Todos ustedes ser familia. — Desde luego, ha sido un cumplido para nosotros —dijo Florian a Edge y Yount cuando éstos llegaron más tarde con la carreta del globo llena hasta arriba de balas de heno, sacos de grano y tiras de carne
ahumada—, pero la cuestión es que se ha ido y no sé cómo dar la noticia a esas criaturas. — Será mejor que se preocupe sobre cómo decírselo a Fitz —observó Edge—. Ahí viene ahora. Ha perdido una parte importante de su espectáculo. Fitzfarris, Sarah y Clover Lee llegaban juntos, con los brazos llenos de paquetes pequeños. Florian anunció, confundido, que Madame Alp los dejaba para casarse. —Vaya —comentó Sarah—. Quién habría dicho que sería la primera de nosotras en pescar un marido entre el público. —Mierda —fue el único comentario de Fitzfarris. —Sí —asintió Florian—. He pensado en seguida en ir al orfanato local, sir John, para ver qué pueden ofrecernos como sustituto. Un retrasado mental o algo parecido. No obstante, sin credenciales plausibles, me ha resultado siempre muy laborioso convencer a un superintendente o a una madre superiora de que soy un médico dedicado a la investigación, que busco sujetos para mis estudios. No, no habría tiempo. — Ya llegan casi todos los demás —dijo Yount—. Empezaré a colocarlos en la carreta, encima de toda esa carga. —Pon a los niños Simms en mi carruaje —ordenó Florian—. Y tú, Madame Solitaire, hazte sitio entre ellos y durante el camino de vuelta al campamento comunícales la mala noticia con la mayor suavidad posible. Intenta convencerlos de que, como ha dicho Phoebe, aún tienen una familia. Por lo visto Sarah lo consiguió, o tal vez los niños ya estaban acostumbrados a aquellas alturas a continuos cataclismos en sus vidas. Sea como fuere, no salieron corriendo para buscar a su madre ni lloraron ni demostraron abiertamente una gran aflicción. No obstante, todos —en cuanto hubieron entrado a ver a Rouleau para saludar con cariño al inválido— se esforzaron por mantener a los pequeños Simms demasiado ocupados para entristecerse. Edge y Sarah sentaron a Lunes y Martes sobre sendos caballos y los hicieron dar vueltas a la pista, que ahora estaba al aire libre, y Pimienta y Paprika impusieron a Domingo y Quincy una agotadora rutina de ejercicios acrobáticos. El miembro de la compañía más afectado por la deserción de Madame Alp fue Magpie Maggie Hag, ya que tuvo que volver a encargarse de la cena, lo cual hizo de muy mala gana. — Lo tienes bien merecido —le dijo Florian—. Podrías haberla disuadido diciéndole que Roscoe pega a las mujeres o algo similar. — Le he dicho la verdad, que es un buen hombre. Engaño a los patanes, sí, pero nunca a una hermana del espectáculo. Vete. Déjame guisar. Florian se fue al estanque del parque y se puso en cuclillas junto al agua, sumido en solemne meditación. Varios transeúntes le miraron de
soslayo, porque no dejaba de introducir un dedo en el agua y contemplar después los pequeños rizos que disminuían y desaparecían rápidamente. El barco carbonero de vapor Pflichttreu parecía aún más feo que cuando Florian y Edge lo habían visto por primera vez, porque sus principales bodegas estaban llenas y se había hundido más en el agua, de modo que los tiznados palos y vergas eran más fácilmente visibles. Además, descargaba vapor y su única chimenea, alta y delgada, despedía un chorro de humo sucio y hollín que no se elevaba mucho en el aire antes de descender sobre la cubierta y el muelle como una nieve pegajosa y negra. Aunque ya se había concluido la carga por tobogán, las grúas del buque seguían funcionando para izar a bordo sacos de carbón. Sus aguilones crujían y gemían al hacer girar las plataformas de sacos del muelle a las escotillas de cubierta, donde los miembros de la tripulación, tan tiznados de negro como todo lo demás, los colocaban en los espacios todavía disponibles de la bodega. Florian detuvo la caravana a cierta distancia de la actividad y las nubes de hollín que la rodeaban. En el muelle se apiñaban ya muchos supernumerarios y ociosos para ver zarpar el barco. Probablemente se trataba de marineros sin empleo o libres de servicio y de estibadores que, sentados sobre cabos enrollados o apoyados en bolardos por toda la zona portuaria adoquinada, fumaban pipas cortas o masticaban tabaco e intercambiaban comentarios —la mayoría peyorativos— sobre los procedimientos de carga del Pflichttreu y la competencia de su tripulación. Sin embargo, incluso desde aquella distancia, Florian pudo distinguir que, pese al aspecto en general desagradable del buque, el capitán Schilz había tomado por lo menos una caballerosa medida en favor de sus pasajeras. La única pasarela que comunicaba el buque con el muelle era la escalerilla de peldaños corriente, pero ahora estaba provista de una «pantalla de virginidad», o trozo de lona que la tapaba por debajo de un extremo a otro, a fin de que los trabajadores y ociosos no pudieran ver las piernas de las damas cuando subieran por ella. Florian se apeó del carruaje. —Vigila, Zachary. Asegúrate de que nadie se escapa, como ha hecho Madame Alp. Voy a la oficina para que Herr Mayer me devuelva el dinero de su pasaje. —Hizo una pausa—. Y ahora, ¿qué diablos pasa? Retrocedió hasta el carruaje para protegerse cuando tres hombres corrieron hacia él por el empedrado, farfullando algo en voces altas y excitadas. No sólo corrían, sino que saltaban y brincaban alegremente, señalando los carromatos y haciendo señas al elefante, como si fueran viejos conocidos suyos. La lengua que hablaban era totalmente ininteligible, pero repetían una y otra vez una exclamación:
«Kongmajang!» Eran hombres muy bajos, no mucho más altos que Tim Trimm, y extremadamente flacos. Tenían caras simiescas, de tez amarillenta, y eran a todas luces orientales, pero de edad imposible de determinar; cualquiera de ellos podía tener de treinta a sesenta años. Llevaban camisas ablusonadas y pantalones que habían sido de algodón blanco pero que ahora eran harapos grises, e iban descalzos. Al llegar ante el sorprendido Florian, ejecutaron una extravagante serie de complicados saludos orientales. Luego dos de ellos se tendieron en el suelo en posición supina y en direcciones opuestas y levantaron las piernas. El tercero dio un salto y se enroscó como una pelota en el aire y los otros dos empezaron a lanzárselo el uno al otro, haciéndolo girar primero en una dirección y después en la otra. —iDiantre! —exclamó Florian—. Antipodistas. Un número de Risley. —¿Cómo? —preguntó Edge, que también se había apeado. —Antipodistas. Equilibristas con los pies y acróbatas cabeza abajo. Están haciendo lo que se llama un risley, por un juglar inglés de la antigüedad; pero en realidad procede de Oriente. —Y ellos también —dijo Fitzfarris, aproximándose—. Yo diría que son chinos. —¿Cómo habrán llegado hasta un muelle de Baltimore? — Los ferrocarriles del Oeste emplean a muchos chinos para los trabajos pesados —explicó Fitz—. Apostaría algo a que este trío vino en tercera clase (o, más literalmente, de polizón) en un mercante chino cuyo destino creyeron que era California. Es probable que no sepan siquiera dónde diablos están. No parecen saber una palabra de inglés. Los chinos, si es que lo eran, se habían puesto de pie y volvían a hablar y gesticular frenéticamente. Su tono parecía urgente y apremiante. Cuando se señalaban a sí mismos, decían con acento sombrío: «Hanguk» y orgulloso: «Kwangdae.» Cuando señalaban los carromatos, decían, implorantes: «Kongmajang.» —Yo diría que esto significa circo —observó Edge—. No saben leer las palabras, pero reconocen los carromatos de un circo cuando los ven. — Y me parece que nos están pidiendo que los llevemos con nosotros —dijo Fitz. —Pues eso haremos —respondió Florian, con repentina decisión—. Acabamos de perder a una curiosidad y nuestro acróbata estrella está inválido. Necesitamos un número nuevo. Los aceptaremos. Edge sugirió, prudente: —¿No deberíamos decirles adónde vamos? Quiero decir que si creen que ahora están en California, ¿qué pensarán cuando desembarquen en Italia? — No será más extraño para ellos que Baltimore. Es evidente que están extraviados, perdidos, aturdidos sin duda por las costumbres
locales, sin trabajo y desesperados. Nosotros les daremos empleo y sustento. — Se disponía a pedir al señor Mayer que le devolviese dinero. Ahora tendrá que comprar dos pasajes más. —No, señor —dijo Florian, en el mismo tono decidido—. Fitz, desnuda a los chinos y ponlos entre los objetos del museo. Cuando Herr Mayer venga a contar cabezas, le diré que son monos. —Fitz y Edge profirieron exclamaciones de asombrada y divertida protesta, pero Florian los hizo callar—. Si se niega a creerlo, le convenceré de que todos juntos no pesan tanto como Madame Alp. Así, pues, Fitzfarris reunió a los chinos y se los llevó al carromato del museo. Bajó uno de los paneles laterales, abrió la tela metálica y les indicó que viajarían allí dentro. Entonces, con cierta repugnancia, empezó a desnudar a uno de los hombres, indicándoles por señas a los otros que hicieran lo mismo. Los chinos se quedaron un momento perplejos, pero luego parecieron aceptarlo como otra costumbre californiana y obedecieron. Desnudos, subieron y se mezclaron con los animales disecados. Fitz ajustó de nuevo la tela metálica, cerró el panel lateral y los dejó en la oscuridad. El ardid de desnudarlos resultó innecesario. Herr Mayer salió, en efecto, de su oficina para contar a los pasajeros, carromatos, animales y otros artículos de la lista facilitada por Florian, pero cuando éste le dijo al pasar de prisa por delante del carromato del museo: «Aquí dentro están los ejemplares taquidérmicos que le mencioné», Herr Mayer no le ordenó que lo abriera. Tampoco se ofreció a devolver dinero cuando el cómputo de pasajeros reveló que faltaba uno. Florian decidió no forzar la suerte y no dijo nada. Por fin terminaron de cargar sacos de carbón y entonces las grúas del barco pudieron usarse para izar a bordo el circo. Edge y Yount se encargaron de conducir uno tras otro los carromatos hasta el lado del barco y allí desenganchar los caballos, mientras los estibadores colocaban arpeos entre carromato y plataforma y los cargadores de la cubierta accionaban un cabrestante de vapor para izar cada carromato y dirigirlo a bordo. Hubo un momento de ansiedad cuando le tocó el turno al carromato del museo, porque resultó que Fitzfarris no había cerrado bien el panel lateral. El carromato había llegado sólo a la regala del barco y se balanceaba en el aire cuando el panel se abrió. Los miembros de la compañía contuvieron el aliento al ver a los cargadores mirar incrédulos, con la boca abierta, a los tres seres pequeños, amarillentos y desnudos que se agarraban, aterrorizados, a la tela metálica. Pero lo único que ocurrió fue que un viejo marinero escupió jugo de tabaco, y observó, imperturbable, a un compañero más joven:
—Ya te lo dije, muchacho. La marea trae cosas extrañas. —Y cerró de nuevo el panel. Maximus profirió quejas vociferantes, inquietando a los marineros que vigilaban la carga del carromato de la jaula. En cambio, cuando izaron a bordo al elefante, con una eslinga en torno a su vientre, Hannibal se colgó también de ella, murmurando en tono tranquilizador: «Calma, Peggy, calma», y el animal pareció disfrutar incluso de la breve suspensión, liberadas por una vez sus patas del considerable peso. El elefante, con el enjaulado Maximus como compañía, y los otros dos carromatos fueron colocados a estribor de la cubierta de proa, y el carruaje y los tres carromatos restantes a babor. Se ataron todos los vehículos y se trabaron sus ruedas y se sujetó al elefante a las cornamusas de la regala, encadenando sus dos patas derechas. Después la actividad se trasladó a la grúa de la cubierta de popa. Se izaron los ocho caballos mediante eslingas en torno al vientre, pero no se portaron con la placidez de Peggy, sino que relincharon con los ojos fijos y cocearon, casi destrozando la cabeza de un par de marineros, hasta que pudieron sujetarlos a la borda. Mullenax dejó subir solos por la escalerilla a sus tres cerditos, lo cual hicieron con mucho brío, para diversión de trabajadores y curiosos. Mullenax los dirigió a la cubierta de popa y los dejó haciendo sus propias camas en la paja esparcida para los caballos, advirtiendo antes a los marineros que los cochinillos no eran provisiones para la cocina. Los demás miembros de la compañía también subieron por la escalerilla, todos cargados con su equipaje de mano. Los compañeros de Rouleau, que yacía en su jergón, fijado sobre unas tablas, le sacaron con gran cuidado del carromato de la utilería antes de que éste fuera izado a bordo. Colocaron su lecho de enfermo sobre una de las plataformas para cargar el carbón e incluso los toscos marineros hicieron gala de una gran suavidad cuando lo bajaron a la cubierta y lo llevaron a un camarote. Se habían asignado a los pasajeros cinco de los camarotes de cuatro literas situados en la «isla» de la superestructura entre los palos de proa y de popa. Sólo Florian y Fitzfarris se instalaron en el de Rouleau, a fin de que tuviera la mayor cantidad de aire posible para respirar. Hannibal insistió en dormir en cubierta con su Peggy, y Quincy compartió el camarote con sus tres hermanas. Quedaba uno para los otros cuatro hombres blancos, y las cinco mujeres blancas estuvieron encantadas de compartir entre todas dos camarotes. En cuanto pudo hacerlo sin llamar la atención, Fitzfarris fue a hurtadillas a la cubierta de proa para bajar el panel del furgón del museo, con objeto de que los tres chinos tuvieran luz y aire y una vista del mar, e incluso cambió de sitio a los ocupantes disecados del museo para que los vivos pudieran acostarse en el suelo. En cuanto hubieron guardado su equipaje, todos los miembros de la compañía se apiñaron en la cubierta de popa para ver levar anclas al
Pflichttreu. Los ociosos del muelle abandonaron su ociosidad el tiempo suficiente para desamarrar los cables de los bolardos, que los marineros de cubierta halaron y enrollaron. Se oyó un clamor de campanas, silbatos y chorros de vapor. La chimenea del centro del buque escupió una nube de humo negro que desprendió una lluvia de hollín grasiento, y la mugrienta cubierta de hierro empezó a retemblar cuando las máquinas se pusieron en marcha. La franja de agua sucia que separaba al barco del muelle empezó a ensancharse con lentitud y en la cubierta se inició una vibración continua que sacudía ligeramente a todos cuantos se encontraban en ella. Pimienta dio un codazo a Paprika y murmuró: «Mira hacia allí», indicando a Lunes Simms, cuyo rostro estaba en éxtasis mientras frotaba los muslos uno contra otro. —Esa chica vuelve a moler mostaza. Nadie más se dio cuenta. Todos contemplaban cómo la zona portuaria de Locust Point se alejaba de ellos... y después toda la ciudad de Baltimore, que pareció apiñarse en torno a la Shot Tower a medida que disminuía de tamaño. Se produjeron varios cambios en el ritmo de la vibración y varias densidades de lluvia negra mientras el barco carbonero realizaba pequeños cambios de rumbo para dirigirse hacia el canal. Luego el fuerte McHenry se acercó por el lado de estribor y el lazareto municipal por el de babor. Entonces, casi de repente, la tierra se distanció en ambos lados y el Pflichttreu salió del puerto interior para entrar en el ancho río Patapsco y todo el mundo en cubierta profirió un fuerte hurra. Habría una breve demora cuando desembarcaran al práctico del puerto y la tierra aún sería visible a ambos lados, próxima o distante, mientras el barco carbonero avanzara lentamente por la larga bahía de Chesapeake. Pero ya navegaban hacia Europa. Cuando los pasajeros subieron a cubierta al día siguiente para ver a los animales antes del desayuno, aún podía verse tierra a ambos lados del Pflichttreu. Las máquinas funcionaban vigorosamente y la hélice dejaba en el agua una estela de espuma. Sin embargo, como una mujer gorda que anda con pies activos y rápidos pero avanza despacio, el barco parecía moverse con lentitud a pesar de sus esfuerzos. El capitán Schilz estaba en cubierta, observando a la tripulación regar con mangueras para eliminar del suelo por lo menos un poco del hollín acumulado durante la noche. No obstante, como el buque se movía a un ritmo tan lento, no podía escapar de sus propias emanaciones y el hollín seguía acumulándose casi tan de prisa como era eliminado. —Guten Morgen, enanito —dijo el capitán en tono amable. — Eso de allí aún no es Europa —respondió inmediatamente Tim Trimm, con voz aguda—. ¿Está seguro de que este cubo se mueve? El capitán Schilz le dirigió una mirada altanera. —Herr Miniatur, ¿ha llamado lento a mi buque? No es lento. Es moderado.
—Y además tiene ratas —dijo Sarah. Se volvió hacia Edge—: En tierra, Jules ya se había acostumbrado a que los ratones corrieran por su caja. Pero anoche, cuando fui a cambiarle las vendas, estaba muy nervioso. Había visto trepar hasta su cama unas ratas muy grandes y feas. El capitán replicó, con pesado humor teutónico: —Gnádige Frau, ¿le gustaría de verdad viajar en un buque abandonado por las ratas? — Lo que a mí me gustaría, querido capitán —dijo Pimienta—, es que su moderado barco se moviera por lo menos moderadamente más de prisa que su propio mal aliento. ¿0 tendremos que soportar la suciedad y el mal olor hasta el otro lado del charco? — Damen und Herren —anunció el capitán, sonrojándose por el esfuerzo de dominar su genio—, mi profesión ser antes la de oficial de la marina hasta que, en contra de mis deseos, se me nombró capitán de esta caldera. A bordo de un buque decente, yo no haber aceptado nunca algo tan abominable como un Zirkus. —Su voz se tornó más alta y airada—. Ustedes estar aquí sólo porque ahora yo ser un simple Mechaniker, iy no importarme nada la mísera carga que llevo en esta maldita olla! Los artistas hicieron muecas de indignación, pero no se atrevieron a interrumpir cuando el capitán Schilz prosiguió con furia contenida: —Estar condenado a este Schmutzfink hasta el día en que los propietarios darse cuenta de que ser imposible cruzar el Atlántico sólo con vapor. Ja, un barco carbonero como éste, con cuatro mil quinientas toneladas de carbón en sus bodegas, poder hacerlo, ja. Pero consume veinticinco toneladas diarias. Si usar las máquinas durante todo el viaje, no quedarme nada de carga al llegar a puerto. Así que yo no quemar más carbón del necesario. En cuanto nosotros llegar a mar abierto, y aunque soplar un viento mínimo, les prometo que yo parar las malditas máquinas e izar unas buenas velas. —Sentimos haber criticado su buque —dijo Florian con diplomacia—. Lo hace mucho mejor usted mismo. El capitán, después de soltar su propio vapor, se calmó. —Ahora, venir todos a tomar Frühstück. Como podían haber esperado en un navío bajo mando prusiano, el desayuno fue bueno, alimenticio y abundante. El cocinero renano, conocido por el nombre de Doc —según Florian, todos los cocineros de barco se llamaban así—, tenía muy mal genio, algo también común a todos los cocineros de barco, dijo Florian. Raramente salía de su pequeña cocina, donde mantenía una conversación ininterrumpida consigo mismo, consistente en su mayor parte en quejas sobre su despensa, equipamiento, sueldo y horario de trabajo y el paladar indiferente del marinero medio. El camarero, Quashee, era diferente. Un
caribeño negro y corpulento, hablaba un inglés casi oxfordiano y servía la mesa con los modales educados de un mayordomo profesional. El primer y segundo oficial y el ingeniero jefe también comían en la mesa del capitán cuando no estaban de guardia. Eran, respectivamente, de Hesse, Sajonia y Baviera, pero todos hablaban inglés casi tan bien como el capitán. En realidad, pese al hecho de que la tripulación incluía casi todas las nacionalidades de Europa occidental, el inglés era prácticamente la lengua oficial de todo el navío. Quizá porque Gran Bretaña era la principal constructora de máquinas para buques, casi toda la «pandilla negra» del barco y un buen número de marineros eran ingleses, galeses o irlandeses, así que todos los insultos, órdenes, instrucciones y preguntas, fuera cual fuese la lengua en que se proferían, tenían que repetirse en inglés para que todos los entendieran. Sólo las personas blancas del circo comían en la mesa del capitán. Sin embargo, al cortés Quashee no le importaba llevar bandejas al camarote de los Simms ni a cubierta para Hannibal, y tampoco, por supuesto, a Rouleau. Aquella primera mañana, los miembros de la compañía consiguieron escamotear de la mesa del desayuno algunos panecillos, encurtidos y lonchas de carne fría que luego llevaron al carromato del museo para los agradecidos chinos. Poco después, no obstante, resultó evidente que el capitán Schilz consideraba a los chinos igualmente detestables que cualquier otra persona relacionada con un Zirkus y no le importaba nada que hubiesen pagado o no el pasaje, así que al cabo de unos días, cuando Magpie Maggie Hag hubo cortado y cosido trajes de acróbata para los tres, por lo que pudieron vestirse decentemente, les permitieron salir del carromato y mezclarse con sus nuevos colegas. Quashee les daba de comer al mismo tiempo que a Hannibal y sólo volvían al museo para dormir. El segundo o tercer día, los miembros del circo que se habían quejado de la lentitud del buque en salir de la bahía de Chesapeake tuvieron razones para desear haber gozado más de aquellas horas y rezongado menos. Porque cuando el Pflichttreu dobló por fin el cabo Charles y puso rumbo al este para entrar en el Atlántico, el capitán Schilz dio una orden en alemán que el contramaestre pasó a la tripulación, gritando en inglés: —iA tender la colada, muchachos! Los hombres treparon a los obenques para largar las velas de las vergas. Cuando las velas estuvieron izadas, el capitán dio otra orden, y al detenerse las máquinas se produjo un silencio súbito y casi escalofriante. Los pasajeros se habían acostumbrado tanto al continuo rumor mecánico, que no oír otra cosa que los sonidos normales del barco y el viento entre las jarcias los sobrecogió como si se hubieran vuelto sordos de repente. Florian gritó:
—iRápido, Abdullah, ve a calmar a Brutus! iBarnacle Bill, corre al furgón de la jaula para tranquilizar a Maximus! iSir John, Hacedor de Terremotos, coronel, venid a popa conmigo para sujetar a los caballos! iDe prisa! Algunos le miraron sorprendidos, pero le obedecieron y pronto vieron por qué. De los pasajeros varones, sólo Florian había navegado una vez a vela, así que fue el único en comprender lo que iba a ocurrir. Mientras navegaban por la bahía, el carbonero sobrecargado se había mantenido horizontal y estable como una pista de circo, pero ahora, navegando a vela y en mar abierto, el Pflichttreu, a pesar de su mole y su peso, dio un bandazo largo y crujiente y se inclinó mucho a babor. Los animales tuvieron que bailar para no perder el equilibrio en la cubierta inclinada —al igual que los hombres, mientras los acariciaban y les hablaban en tono cariñoso—, y todos se tambalearon unos momentos hasta encontrar el equilibrio, pues la cubierta permaneció ladeada. Cuando los caballos y cerdos parecieron haberse adaptado a su nueva postura, Edge se apresuró a ir al camarote de Rouleau para cerciorarse de que su pierna no había perdido la inmovilidad. —No se ha movido, menos mal —dijo Edge—. Y mientras no lo haga, el balanceo del barco tiene que ser bueno para ella. Hará circular la sangre. ¿Cómo te encuentras, Jules? —Me duele —contestó Rouleau, cansado—. Pero merde alors, siento más tedio que dolor. Maggie dice que las heridas se están curando. Espero que ocurra lo mismo con los huesos. —Creo que mejoras mucho. Dentro de una semana, subiremos tu jergón a cubierta un rato todos los días, para que tomes el sol. —Entonces, entretanto, déjame laisser pisser les mérinos. Di a Clover Lee que traiga cada día sus libros, y también los otros niños, y continuaremos las lecciones. El buque conservó la inclinación a babor durante las cuatro horas siguientes y para entonces los pasajeros —y probablemente los animales— creyeron que ya habían aprendido a navegar. Pero entonces oyeron otro grito: «iA sotaveento!», que ocasionó más gritos del puente a cubierta y viceversa: — i Media vuelta! iVirar la vela mayor! — iA las escotas! — iSoltar y virar! Ondeó la lona, chirriaron los motones, resonaron los mástiles y el buque entero crujió, dio bandazos y se inclinó acusadamente hacia el otro lado, el de estribor, y todos los pasajeros, humanos y animales, tuvieron que encontrar un nuevo equilibrio. En lo sucesivo, durante cada trecho de la travesía en que el capitán Schilz podía navegar a vela, mantuvo el mismo rumbo a lo largo de unas cuatro horas y dio la orientación
contraria a las velas para las cuatro horas siguientes. Las primeras veces que esto ocurrió, los miembros de la compañía tuvieron que soportar las burlas de los marineros que los observaban —«iMira cómo bailan!»—, pero a los pocos días todos ellos, incluso la pesada Peggy, los chinos dentro de su jaula y Rouleau, acostado en posición supina, aprendieron a adaptarse a los bandazos sin ningún esfuerzo y lo hacían incluso dormidos. Sin embargo, no sólo tuvieron que adaptar las piernas, sino también los estómagos. Los primeros dos días en el océano fueron muy desagradables para casi todos los que no habían viajado nunca por mar. Cuando, en un momento dado, la borda estuvo ocupada por Mullenax, Trimm, Hannibal, Sarah y Clover Lee, Fitzfarris, Domingo, Lunes, Martes y Quincy —todos arrojando la buena comida que Doc y Quashee les habían dado—, Florian se sorprendió de no ver a Edge y Yount en el mismo estado y posición. —Oh, nosotros estamos vacunados —explicó Yount—. El ejército de los Estados Unidos tuvo la bondad de fletar un barco de vapor para llevarnos de Nueva Orleans a México. El Portland era un vapor de ruedas laterales, y bastante estable, pero en el Golfo nos alcanzó una borrasca y todos devolvimos la primera papilla, puedo asegurárselo. —Sí, es cierto que un ataque de maldemer suele inmunizar a las personas —asintió Florian—. Haríais un gran favor a los mareados si se lo dijerais. Al día siguiente, la mayoría se había restablecido y, al otro, todos estaban bien menos Tim Trimm, que resultó ser uno de los pocos desafortunados que al parecer no adquieren nunca un estómago marinero. Pasaba casi todo el día agarrado a la borda y tenía que salir corriendo de su camarote todas las noches, a intervalos imprevisibles. Nunca entraba en el comedor, subsistiendo a base de galletas y agua, el único alimento que podía aguantar, y sus ojos de pescado moribundo no tardaron en parecer los de un muerto. —Ya es bastante desgracia encontrarse tan mal —confió Tim a sus colegas—, pero aún es peor que ese capitán Sauerkraut entre todas las mañanas para preguntar si estoy mareado. ¿Es que no puede verlo, el hijo de puta? Paprika se rió, burlona. —Si entendieras el alemán, hombrecito, te darías cuenta de que el capitán sólo bromea. Te pregunta: «¿Cómo está?», pero en plan de chunga. «Wie hefinden Sie sich?» ¿Comprendes? Es un juego de palabras. —En realidad, el capitán es un tipo decente —dijo Pimienta—. Está claro que desprecia a los que se marean, pero es galante con nosotras, las damas.
—E impide que algunos marineros lo sean demasiado —observó Sarah— . Todo lo que hacen es mirar de reojo y con lascivia cuando enseñamos una pierna. —Mierda. Espero que el galante capitán se caiga por la borda y se ahogue —gruñó Tim, y continuó pasando los días junto a la regala. No obstante, siempre que le era posible elegía la borda a la que estaba atada Peggy, para que el elefante le ocultara a la vista de los mirones. Los otros miembros de la compañía, en cuanto la novedad de viajar por mar cedió el paso a la monotonía de la navegación, se dedicaron a sus diversas especialidades. Magpie Maggie Hag, después de hacer las pequeñas mallas de acróbatas para los tres chinos, cosió otra vez la banda de desgarre del Saratoga y luego hizo trajes nuevos para los otros artistas —mucho mejor cosidos y adornados con más lentejuelas que los viejos—, incluyendo uniformes de pista para el coronel Ramrod y Barnacle Bill, totalmente cubiertos de trencillas doradas, alamares y charreteras. Las mujeres del circo estuvieron más encantadas que los hombres con estos trajes de repuesto, que les permitirían pasar menos tiempo lavando, por lo menos cuando llegasen a tierra, ya que en un barco carbonero no había modo de estar limpio. El buque estaba mucho menos cubierto de hollín desde que habían parado las máquinas y soplaba el viento, pero aun así, la bodega parecía despedir polvo de carbón y siempre salía un poco de humo de la chimenea. Los marineros, que en cualquier otro tipo de buque habrían pasado su tiempo libre rascando óxido o dando capas de pintura, en el Pflichttreu tenían que dedicarse a la tarea propia de Sísifo de barrer y fregar sin interrupción. Así, pues, los trajes circenses, tanto viejos como nuevos, se guardaron en los baúles de los camarotes y los artistas sólo llevaban monos usados o vestidos viejos y raídos. Y cuando éstos estaban demasiado sucios, las mujeres los lavaban del modo que los marineros llamaban «limpieza de Maggie», atándolos juntos a un cabo, lanzando el bulto al mar y arrastrándolo por el agua salada. Algunos artistas podían ensayar sus rutinas y trabajar en números nuevos aunque el buque navegara a vela y, por lo tanto, escorado. Hannibal podía hacer malabarismos con cualquier cosa que tuviera a mano, desde pasadores a la mejor cristalería del comedor, por muchos bandazos que diera el barco, y también los chinos, usando los pies y dedos de los pies, y Yount podía hacer sus ejercicios con una bala de cañón en la nuca. Edge, usando una de las carabinas Henry de repetición, disparaba a las gaviotas que se congregaban siempre que Doc vaciaba por la borda los desperdicios de la cocina. —¿Por qué gastar municiones en aves que no podemos comer? —le preguntó Sarah. —Tengo que aprender las querencias de la carabina —contestó Edge—. El mejor tirador del mundo no acertaría a Peggy con una arma
desconocida, aunque hubiera usado siempre el mismo modelo y marca. Cada arma salida del mismo armero tiene sus peculiaridades. Esta dispara un poco hacia arriba y a la izquierda, pero creo que ahora ya la domino. Y para probarlo, se llevó la Henry al hombro y acertó de pleno a un petrel que sobrevolaba el buque. Bajo la tutela de Pimienta y Paprika, Domingo y Quincy Simms continuaron sus ejercicios de calistenia. Además de hacer otras contorsiones más complejas, los dos tenían que llevar cada día a cubierta una silla del comedor y, cogidos al respaldo, practicar los «ejercicios complementarios», extender de lado la pierna izquierda y luego la derecha, después hacia adelante y por último hacia atrás, manteniendo cada posición durante cinco minutos sin el menor temblor. Y tendrían que hacerlo toda su vida, dijo Pimienta —como hacían ella y Paprika—, para asegurar el mantenimiento de su «equilibrio». Quincy, como ya se esperaba, era el más flexible de la familia Simms. Ahora era capaz de mantenerse derecho incluso en una cubierta inclinada, echarse hacia atrás sin ayuda y no sólo poner las manos en el suelo, sino agarrarse con ellas los tobillos y sacar la cabeza por entre las rodillas. Mullenax tuvo la prudencia de no entrar en la jaula para ensayar con Maximus los números viejos o intentar algunos nuevos, y Pimienta no levantaba la pértiga, ni con Paprika ni sin ella, excepto cuando el buque navegaba totalmente horizontal, lo cual hacía, por otra parte, con bastante frecuencia. El Pflichttreu, chato, pesado y provisto de escaso velamen, requería para moverse un viento raudo, incluso de popa, y era incapaz de moverse ciñendo el viento. Por esto ardía siempre un pequeño fuego bajo las calderas y los oficiales e ingenieros de guardia habían desarrollado un sexto sentido que les decía cuándo había que atizar el fuego porque era probable que se necesitaran las máquinas. Así, cuando el viento empezaba a amainar, o venía de través, y el oficial del puente indicaba que pusieran en marcha las máquinas, los negros marineros podían hacerlo antes de que el buque perdiera velocidad. Lunes Simms era igualmente sensible en lo referente a las máquinas. Después del primer día a bordo, había dejado de frotarse continuamente los muslos uno contra otro al ritmo de los temblores del barco. Ahora sólo caía en su peculiar trance cuando, por razones de navegación, el puente ordenaba un cambio en la velocidad de las máquinas o cuando, por razones mecánicas, los marineros hacían algún reajuste en el funcionamiento de las mismas. Hiciera lo que hiciese —lustrar los arneses, lavar al «estilo Maggie» o ayudar a Quincy a recoger con una pala excrementos de los animales y echarlos por la borda—, Lunes sentía el cambio de ritmo antes que nadie y los ojos se le ponían vidriosos y los muslos empezaban el frotamiento.
Mullenax también estaba hechizado por las máquinas del buque, pero de un modo diferente. Como había demostrado guardando como un tesoro el artefacto que resultó ser el globo Saratoga, Abner era un hombre interesado en aparatos y accesorios, inventos nuevos y armatostes en general. Así, pues, por curiosidad, solía bajar a las entrañas del buque siempre que se le presentaba la ocasión. Durante unos días no se aventuró más abajo del angosto pasillo donde pendía la pizarra del ingeniero y varios indicadores de cristal verdoso en que el nivel del agua subía o bajaba según el balanceo del buque. Desde allí, Mullenax podía contemplar el espacio largo y estrecho entre las carboneras, un lugar atestado de maquinaria: hierro negro, acero resplandeciente, balancines protuberantes como patas de saltamontes gigantescos, tuberías enrolladas y entrelazadas, cubiertas por una capa de sal y de hongos. La iluminación de la sala era escasa, salvo cuando la puerta abierta de un horno alumbraba el lugar como una visión del infierno. Los que trabajaban allí podrían haber sido demonios —medio desnudos, ennegrecidos por el carbón, relucientes de sudor— moviéndose arriba y abajo del pasillo, entre el alto volante y el eje horizontal en movimiento, engrasando perpetuamente cosas con sus aceiteras de pico largo. Al final Mullenax llegó a ser allí una figura tan familiar que el ingeniero jefe —un muniqués bajo, rechoncho, rubicundo, calvo y de edad mediana, llamado Carl Beck— sintió simpatía hacia él y le llevó abajo, entre las máquinas, y le enseñó y explicó los detalles. —Los hombres siempre engrasar porque el bloque, el eje del túnel y el collar deber estar siempre lubricados. —El ingeniero Beck también tenía tendencia a quejarse de la actitud hacia los ingenieros adoptada por el capitán Schilz y la jerarquía superior de la marina mercante—: Los oficiales de la antigua escuela, todos marinos muy rígidos, llamarnos simples atizadores. Desaprobar el rango y los privilegios que nosotros tener. Scheisse! Aunque todavía mandar todos los barcos y hacer todas las leyes, ellos no saber nada de nuestras habilidades, de la vigilancia requerida, de las complicadas máquinas compuestas y del control del vapor letal. — A mí me parece que usted lo hace a la perfección —dijo con sinceridad Mullenax—. Supongo que el vapor no elevaría un globo, ¿verdad? — Wie, bitte? —preguntó Beck, sorprendido—. ¿Querer decir Luftballon? Nein, nein. Para globo necesitar Wasserstoj; hidrógeno. — Alguien dijo que necesitaríamos un generador. —Ja. Para hacer el hidrógeno. Ein Gasentwickler. —¿Podría usted fabricar uno? — Creo... bueno, haber diferentes tipos. Para generar por descomposición del agua, usted necesitar un aparato grande como este buque. Lo mejor ser un generador móvil. Emplear la acción del aceite de vitriolo
sobre limaduras de hierro. Ja, esto poder hacerlo. Veamos... —Bajó la pizarra que registraba la presión del vapor, la presión del vacío, la temperatura del agua, etc. Limpió un pequeño espacio y cogió un poco de yeso—. Zundchst... ¿cuánto gas necesitar su globo? —Setecientos metros cúbicos. Lo recuerdo bien. Beck escribió y murmuró después: —Sagen wir... setecientos kilolitros. — Dicho así, parece mucho más pequeño. Pero Beck ya no le escuchaba; estaba calculando y murmurando para sus adentros, así que Mullénax subió a cubierta y buscó a Florian. —Ese hombre sería una buena adquisición, señor Florian. Está harto de ser un simple ingeniero de barco. Apuesto algo a que si le ofreciera el puesto de nuestro ingeniero de gas, lo aceptaría al instante. Pero además de esto, Carl tiene una gran afición. Suspira en secreto por ser músico. Dice que sabe tocar tres o cuatro instrumentos. —iNo! ¿Un mecánico aficionado a la música? — ¿Y sabe qué más? Ha juntado su oficio y su afición y en su casa de Mernchin, dondequiera que esté, ha construido uno de esos calíopes que usted siempre dice que le gustaría poseer. —Maldita sea —exclamó Florian con los ojos brillantes—. Casi demasiado bueno para ser cierto. Un ingeniero jefe que es músico y tiene además su propio órgano de vapor. Sí, el jefe Beck es sin duda un hombre a quien merece la pena cultivar. —Bueno, tengo una sugerencia que hacer sobre esto. Carl se preocupa siempre por el estado de su hígado, por su calvicie y por lo insalubre que es trabajar todo el día con ese estrépito, calor y mal olor. De vez en cuando le doy un trago del tónico de mi jarra. Pero he pensado que tal vez... si la vieja Maggie tiene alguna receta para hacer crecer el cabello... —Maldita sea —repitió Florian—. Para tener sólo un ojo, Barnacle Bill, ves mucho más que la mayoría de nosotros con dos. Mientras tanto, Pimienta había conseguido un favor de Stitches, el velero del barco, un galés enjuto que podía tener la edad de Florian pero parecía mucho más viejo. Lo había convencido para que hiciera, bajo su dirección, un accesorio para el número en que se colgaba de los cabellos: un artilugio pequeño pero resistente que consistía en una tira de lona fuerte, un aro de metal y una hebilla también de metal. Mientras Stitches dejaba libre una polea y una tira de aparejo del mastelero de proa, Pimienta se recogía los largos cabellos en una trenza apretada, la ataba con la tira de lona, pasada por la hebilla, y le daba unas vueltas complicadas hasta formar un bonito moño en la nuca, sujeto firmemente al aparato. Stitches cogió el extremo del cabo y lo anudó con manos expertas al aro de metaly luego, obedeciendo, aunque con aprensión, el «houp... lá!» de ella, tiró del cabo, con suavidad y fuerza al mismo
tiempo, levantando a Pimienta de la cubierta y elevándola entre los obenques. Para entonces ya se habían congregado los miembros de la compañía y varios marineros y oficiales, que vitorearon a Pimienta cuando, colgada a unos seis metros de altura sobre la cubierta, suspendida sólo de sus propias trenzas —tan tirantes, que tenía los ojos oblicuos y una sonrisa de máscara—, ejecutó una serie de poses, giros y volteos acrobáticos. Después indicó por señas al velero que la bajara, saludó para agradecer los aplausos de admiración, se deshizo el moño, agitó los cabellos hasta que soltó la trenza y lució la melena ondulada de siempre y se llevó el nuevo accesorio para guardarlo en el camarote de las mujeres. Luego, como había hecho Mullenax, dio un informe confidencial a Florian. — Es muy hábil con aguja, dedal y palma, y no le asusta probar trabajos nuevos. Habiendo perdido a nuestro pobre Ignatz, quizá necesites un encargado de la lona. Estoy segura de que este viejo odia el vapor tanto como el capitán, porque hoy en día tiene muy poco que hacer. Su oficio está desapareciendo. Podrías tantearlo para saber qué opina de unirse a nosotros. —Lo haré —respondió Florian—. ¿Cómo has dicho que se llama? — Dai Goesle. Uno de esos horribles nombres galeses más fáciles de decir que de escribir. —Lo deletreó—. Pero se pronuncia Gwell. Fitzfarris era el único de la compañía que no tenía ningún número que ensayar o mejorar, así que era el más expuesto al aburrimiento. Por esto, a fin de encontrar una ocupación, tanto para sí mismo como para Rouleau, fue al camarote del convaleciente y pidió ser instruido en el arte de la proyección vocal. —Bien. Para empezar —contestó Rouleau—, el engastrimitismo y la ventriloquia, lo que prefieras, significan «hablar con el vientre». Sin embargo, los griegos y romanos lo llamaban así sólo para impresionar a los patanes. El vientre no interviene para nada en esto y en realidad no hay nada que aprender, es cuestión de práctica. Todo lo que debes hacer es emplear una voz que no es la tuya y no mover los labios mientras hablas. El resto es distraer la atención del público con tus gestos y expresiones faciales. —Pedro el pianista pisó un pie... —Fitz lo intentó y se dio por vencido— Vamos, Jules, es imposible decir esto sin mover los labios. —C'est vrai, así que no lo dices. No dices ninguna palabra que tenga consonantes labiales. No obstante, si has de decirlas sin falta, hay un modo de disimular. Di Fedro el Pianista en vez de Pedro el pianista. En vez de bola, di dola y en vez de manta, di nanta. Ningún movimiento de labios. Nadie se fija en una palabra de éstas dentro de una frase. La gente siempre oye lo que espera oír. De dónde lo oiga dependerá de tu buena actuación. Como harás el número en cubierta, trabajarás más
cerca de tu público que yo en la arena del circo y espero que tengas más éxito. —Gracias, Jules —dijo Fitz, manteniendo los labios un poco abiertos e inmóviles—. Me voy a practicar... hum... fracticar. —Oh, otra cosa. No trabajes nunca con animales a tu alrededor. Puedes convencer a los patanes de que has atrapado a un bebé bajo una bañera, pero los animales son más listos. Te mirarán fijamente, porque el grito del bebé sale de ti. Y esto estropea todo el efecto. Fitzfarris fue a sentarse a la sombra de los botes salvavidas colgados fuera de borda, frente a los camarotes, y ensayó. Cuando pasó un marinero por delante de los botes para comprobar sus pescantes, Fitz señaló y dijo, muy preocupado: —Marinero, creo que hay un polizón en ese bote. El muchacho le dirigió una mirada indiferente, pero luego miró con más atención el bote hacia el cual Fitz tendía una oreja y mantenía la vista fija, cuando una voz incorpórea, muy ahogada, gimió: «¡Oh, dejarnos salir!» Fue necesario un buen rato y lamentos repetidos como «¡Nos ahogamos aquí dentro!» y «¡Señor, tráiganos agua!». Pero cuando el atónito marinero empezó a desatar y levantar a toda prisa la cubierta de hule del bote, Fitz se alejó, sonriendo. Luego se encontró con Chips, el carpintero de a bordo, que estaba clavando un nuevo revestimiento de hojalata alrededor de una escotilla, y la mirada de Fitz se detuvo, especuladora, en los trozos de hojalata que caían de las tijeras del hombre. —Para abreviar —contó después Fitz a Florian—, le convencí de que un pobre infeliz había quedado atrapado en la bodega cuando cerraron la escotilla en Baltimore. Cuando Chips cayó en la cuenta y quiso matarme, le dije que él podía hacer el mismo truco con otras personas. Para proyectar su voz, sólo tenía que ponerse bajo la lengua un trozo de hojalata de esta forma. —Fitz enseñó la palma, en la que había un disco de hojalata del tamaño de una moneda de cincuenta centavos, un poco doblada para que semejara vagamente una almeja entornada—. Le enseñé a darle forma y lo agradeció tanto que recortó, a petición mía, un montón de discos. Ahora Chips está practicando en alguna parte y yo tengo una provisión de algo para vender. Durante el espectáculo del intermedio, haré mi número de ventrílocuo y diré a los patanes que ellos pueden hacer lo mismo con uno de estos proyectores de voz... —Engañifas —dijo Florian, admirado—. En jerga circense, un artículo como éste para la venta se llama engañifa. —Si usted lo dice. Comoquiera que se llamen, significan dinero para nosotros. Y además, Chips es nuestro amigo para toda la vida... o hasta que descubra la engañifa. ¿Tiene algún trabajo de carpintería pendiente?
—Hum... —pensó Florian—. Me pregunto si le sobra un poco de pintura... Así era o, en cualquier caso, Chips fingió que la pintura azul que les proporcionó le sobraba, efectivamente. Todos los hombres de la compañía contribuyeron a remendar, calafatear y pintar los carromatos viejos, que quedaron casi tan bien como los dos nuevos. Entonces Chips dedicó su tiempo libre a repintar los letreros de los costados de los carromatos. Dejaron iguales algunas palabras, pero Florian quiso cambiar otras. Chips resultó poseer un talento artístico considerable y añadió hermosos adornos y volutas a las letras rojas y amarillas, ribeteadas de negro. Incluso pintó el nombre del circo, en lugar del ejército de los Estados Unidos, en el gran bombo de Hannibal. Cuando Edge vio en los carromatos los brillantes títulos recién pintados, miró con aprobación el «FLORILEGIO FLORECIENTE DE FLORIAN», pero le sorprendieron las líneas de debajo: CIRCO AMERICANO MIXTO EXPOSICIÓN CULTURAL!
CONFEDERADO
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¡ZOOLÓGICO
Y
—Creía que le gustaba alardear de prosperidad —dijo a Florian—. Con este «Confederado», daremos más bien la impresión de ser refugiados indigentes. —En absoluto, Zachary. Es evidente que ignoras el clima de la opinión europea en estos últimos años. Casi todas las naciones e individuos europeos esperaban que la Confederación ganase la guerra. Esto nos granjeará simpatía, cariño y una buena acogida. Ya lo verás. — Usted es el jefe. Me basta su palabra. —Y hay otra cosa. Tengo que informar a la compañía de que ya no soy el jefe. En Europa será más propio que os refiráis y os dirijáis a mí como el director. Y el pabellón se llamará la carpa, no la gran carpa. Existen otras diferencias en la terminología. El campamento es la arena, los patanes son los mirones o la plebe. La cuerda de caída es una lungia. Un lleno de paja es un sfondone y un lleno es una bianca... —Por lo visto, en Europa casi toda la jerga circense procede de Italia. —¿Y por qué no? Fueron los antiguos romanos los que inventaron el circo. —Florian suspiró levemente—. Es una lástima que los italianos no funden otro Imperio romano. De hecho, Roma, el Estado papal, es su único reducto, ahora que el resto de la península se ha unido recientemente en un reino. Aun así... Italia es el lugar de nacimiento del circo. Sólo una coincidencia de circunstancias nos lleva primero a ese país, pero, ¿no podría ser un buen augurio? — Diablos, me hará feliz llegar a cualquier parte. Viajar por mar es tan aburrido como el servicio de guarnición en las llanuras de Kansas.
— Por favor, no digas estas cosas. En el mar, la alternativa del tedio es el desastre. Intenta no provocarlo. También se lo he advertido a Maggie. Últimamente está sombría y nerviosa, murmurando algo sobre una fatídica rueda de agua. —Creo que tiene ruedas en el cerebro —dijo Edge—. Sus últimas predicciones siempre se han referido a ruedas. Y es seguro que no veremos ninguna rueda hidráulica hasta que hayamos desembarcado. — Miró más allá de Florian y frunció el ceño—. ¿Qué hacen estos amarillos? Los tres chinos habían visto que Florian no tenía más trabajo para el carpintero del buque y le encargaban algo para ellos. Chips, rodeado de enanos parlanchines y gesticulantes, parecía alarmado, pero pronto se relajó y sonrió cuando uno de ellos le puso en la mano un pedazo de papel y todos señalaron el dibujo que lo llenaba. — Ah, sí. ¿Queréis una cosa como ésta, compañeros? —Fue a enseñar el papel a Florian y Edge—. Sus chinos me piden que les construya esto. Pero usted es el piloto. El dibujo era elegante y fácil de reconocer. — Un trampolín —dijo Florian—. Para su número. Bien, no tengo nada en contra, Chips, siempre que usted quiera tomarse la molestia. — Depende del tamaño que deseen. —Consultó con los chinos y éstos charlaron con excitación, cogieron las manos de Chips y las sostuvieron a diversas distancias mientras señalaban los diferentes detalles del dibujo. Por último Chips llamó a Florian—. Es muy pequeño; puedo hacerlo. —Y se fue al almacén para buscar los materiales. Dos días después ya había terminado el trampolín y lo subió a cubierta para someterlo a la aprobación de los antipodistas. Era una tabla ancha de un metro veinte de longitud, colocada sobre una sólida base de no más de cincuenta centímetros, y Chips había puesto un cojín de cuero acolchado en ambos extremos del trampolín. Los chinos gritaron exclamaciones al verlo y se columpiaron en él de dos en dos. Luego volvieron a gritar a Chips. — Me parece entender que lo quieren más pesado —dijo éste—, más resistente y con goznes. —No veo por qué —observó Florian—. Los tres son pesos pluma. Si le causa molestia, amigo mío... —No, no —murmuró Chips—. Quiero hacerlo bien. Lo tuvo listo al día siguiente y los chinos lo sometieron a una prueba rigurosa. Uno de ellos se colocó en un extremo del trampolín y otro saltó con fuerza sobre el otro extremo, haciendo volar al primero que, dando saltos mortales en el aire, fue a aterrizar de pie sobre los hombros del tercer hombre. Entonces, el que estaba arriba saltó al trampolín, despidiendo hacia el aire al hombre del otro extremo que, tras más volteos y contorsiones, aterrizó sobre los hombros del tercero. Luego todos se convirtieron en un confuso revoltijo mientras saltaban uno tras
otro sobre el trampolín, volaban por el aire, aterrizaban sobre un compañero y volvían a saltar, hasta que los tres parecieron hacerlo todo simultáneamente. Cuando por fin disminuyeron el ritmo y volvieron a ser tres personas distintas y el trampolín dejó de balancearse y los espectadores aplaudieron, los chinos se colocaron en hilera, saludaron con cortesía y luego arrastraron el trampolín hasta donde se hallaba Peggy y empezaron a hablar a Hannibal. Al cabo de un momento, éste anunció con voz incrédula: —Querer que la vieja Peggy subirse a este balansín. —Bueno —dijo Florian, tras una breve deliberación—, sabe subir a un pedestal, así que veamos si puede hacer esto, Abdullah. Al parecer los chinos han visto alguna vez un número de elefantes con trampolín. Hannibal hizo una mueca, como desentendiéndose de las consecuencias, pero obedeció y habló a Peggy. Las cadenas del elefante eran lo bastante largas para permitirle levantar las cuatro patas y dar uno o dos pasos. Cuando se apartó de la borda, dejó al descubierto al mareado Tim Trimm, que vomitaba, acurrucado allí como de costumbre. Con gran cuidado pero sin vacilar, Peggy subió lentamente al trampolín. Pareció un poco sorprendida cuando el peso de la parte anterior de su cuerpo imprimió un balanceo a la tabla y la inclinó un poco hacia adelante, pero no se asustó. Después de un momento de reflexión, y sin mover las grandes patas, el elefante trasladó un poco su peso y la tabla se balanceó de nuevo hacia atrás. Peggy volvió la cabeza para mirar al público con ojos brillantes, trompa levantada y una sonrisa casi humana de orgullo y deleite. Entonces, sin recibir ninguna orden, continuó cambiando de posición y balanceándose hacia adelante y hacia atrás. —Que me maten si lo entiendo —dijo el admirado Chips, iniciando los aplausos. A partir de aquel día, los chinos ensayaron casi cada día con el trampolín, consiguiendo acrobacias cada vez más espectaculares, y al terminar siempre dejaban que Peggy jugara un rato con él, aunque sólo los días en que el Pflichttreu navegaba a vapor y se mantenía estable. Cuando el elefante se hubo acostumbrado a balancearse solo, lo convencieron poco a poco para que hiciera lo mismo con uno de los chinos sobre su lomo, hasta que pudieron encaramarse los tres y hacer poses y pirámides, y al final Lunes y Martes también se unieron a ellos, mientras el enorme animal se balanceaba, feliz, anunciando su alborozo con un barrito. 2 Cuando hacía catorce días que habían doblado el cabo Charles y el buque navegaba por la vasta extensión de agua entre las Azores y
Madeira, sacando humo en medio de un mar soleado, apenas rizado por olas juguetonas, la travesía dejó de ser monótona. Aquel día empezó como todos. El viento venía del este, así que el Pflichttreu avanzaba con máquinas, pero el viento de frente dispersaba la mayor parte de humo y hollín de la chimenea. Habían subido a Rouleau a la cubierta de proa, todavía acostado en su jergón y rígido dentro de su caja de salvado, pero contento de poder contemplar las actividades de sus compañeros. Los chinos ensayaban con el trampolín y con Peggy, mientras Lunes y Martes Simms esperaban para intervenir. El Hacedor de Terremotos estaba en la misma proa del buque, intentando cargar sin ayuda con la pesada ancla, sin conseguirlo del todo. Cerca del jergón de Rouleau, Florian y Fitzfarris jugaban a la veintiuna apostando cerillas. Cuando Florian ganó varias manos seguidas, Fitz maldijo en voz baja, apartó sus cerillas y cartas y dijo: — Un hombre de su talento debería dedicarse por entero a las cartas. ¿Cómo es que se metió en el negocio del circo? Florian se encogió de hombros. — Aprendiéndolo, igual que cualquier otro arte o profesión. —Barajó las cartas y dejó vagar por el horizonte una mirada soñadora—. El Circo Donnert llegó a mi ciudad natal cuando yo tenía catorce años. El día en que se marchó, me fui con él. Maggie Hag trabajaba en aquel espectáculo y me tomó bajo su protección. —La clásica historia del niño que se fuga de casa. ¿No le persiguió su familia? —No. Mi madre había muerto. Mi padre adivinó seguramente adónde me había ido, pero es posible que incluso aprobara mi sed de aventuras. Siempre había deseado que yo fuese algo más que un obrero de fábrica, y Dios sabe que el circo daba cien vueltas a aquel trabajo. — Cualquier cosa es mejor. Pero, ¿cómo convenció al circo para que le contratasen? Sólo era un niño. Florian sonrió. — Si por «contratar» quieres decir «pagar», no había paga. Ni siquiera me habrían mantenido, y habría debido buscarme yo mismo el sustento, si Mag no hubiese cuidado de mí. Aun así, tenía que dormir sobre la lona doblada en el carromato de la tienda. O entre los pliegues de la lona, cuando hacía frío. Hasta que tomé mi primera... esposa, para decirlo con un eufemismo. Una amazona que me doblaba la edad. No era en absoluto atractiva, pero su caravana sí. — Se trataba, pues, de un circo muy pobre. —Cielos, no. El circo de Donnert era grande y tenía prestigio. Y, que yo sepa, aún lo tiene. — ¿Trabajaba en algún número? ¿Era un peón, o qué? — Diablos, pasó mucho tiempo antes de que pudiera dignificarme con el título de peón. Fregaba jaulas, acarreaba cubos de agua, fijaba
carteles, hacía los trabajos más sucios y bajos. Y había muchos de esta clase en un espectáculo del tamaño del Donnert. Oh, con el tiempo llegué a ser un miembro muy mal pagado de la compañía y después hice un poco de malabarismo. Pero doy las gracias al cielo de que mi carrera no haya tenido que depender nunca ni de mis músculos ni de mis dotes de artista. Como ya has notado, mis habilidades tendían más hacia lo, ejem, adquisitivo y elocuente. Mientras iba de circo en circo (del Donnert al Renz, al Busch y vuelta otra vez al Donnert), era el presentador durante los intermedios, y en el espectáculo secundario, desempeñaba muchos oficios pequeños y aprendía mucho de caballos. Primero caballos de tiro y más adelante de pista, y al final incluso me confiaron la compra de animales exóticos. Y mientras tanto fui adquiriendo diversas esposas, o lo que fueran, de diferentes nacionalidades. Las adquiría y las abandonaba o las perdía. Por suerte, no perdí las lenguas que aprendí de ellas. —La clásica historia del éxito, supongo. ¿Cuándo empezó a trabajar por su cuenta? —Después de mi segunda gira con el Donnert. Maggie Hag aún seguía con el espectáculo y fue ella quien me animó a tan temeraria ambición. Incluso se fue conmigo, lo cual constituyó un verdadero acto de fe. Sólo éramos ella y yo y los animales que podíamos alimentar. Barajando todavía las cartas, distraído, Florian enmudeció, inmerso en sus pensamientos. Al cabo de un minuto, Fitz preguntó: —¿Y bien? ¿Cómo les fue? — Nos manteníamos a uno o dos pasos del hambre. Y si había ganancias, las invertía en el negocio. Compramos más animales exóticos, varios carromatos, y adquirimos unos cuantos artistas y ayudantes borrachos, viejos o casi inaceptables por cualquier otra razón. El único número realmente bueno que logré contratar, hacia el final, fue el de la pértiga. Pimienta y Paprika. No las habría conseguido si ellas no hubieran estado también en el inicio de sus carreras. Tenían sólo quince o dieciséis años. —Ha dicho «hacia el final». ¿Quebró? — Yo, señor, no he quebrado nunca —contestó Florian, con cierta rigidez—. He querido decir hacia el final de mi estancia en Europa. Quizá no lo sepas, pero después de todas las revoluciones, rebeliones y otros tumultos de mil novecientos cuarenta y ocho, empezó la gran emigración de europeos a los Estados Unidos. Bueno, esto sucedía diez años después, y tanto Pimienta como Paprika recibían cartas de parientes, amigos y compañeros de circo que se habían marchado a América. Lo habitual: calles pavimentadas con oro, oportunidades sin límite, ven al Nuevo Mundo a hacer fortuna. Así que decidimos intentarlo. Entonces no fue preciso un barco como el Pflichttreu para
llevar a mi Florilegio al otro lado del charco; podríamos haber ido en un bote de remos. Sólo éramos Maggie, Paprika, Pimienta y yo. — Veo que ha prosperado en los Estados Unidos. —Oh, pasablemente... pasablemente. Monsieur Roulette te lo puede certificar. Fue uno de los primeros americanos que se incorporaron a mi circo. Pero entonces, maldita sea, llegó vuestra revolución y lo redujo todo a cenizas. — Ni que lo diga —contestó Fitz, comprensivo—. ¿Cree que habría sido más acertado quedarse en Europa? Florian suspiró. —Bueno, esto lo sabremos pronto, ¿no? —Volvió a mirar el horizonte con ojos soñadores—. Aquellos días tenía una ambición que no he logrado realizar. La ambición de todo hombre de circo. He estado muchas veces en París, pero nunca, ni con mi espectáculo de pacotilla ni con ninguno de los más respetables, he ido a París con un circo... —iHola! —exclamó Pimienta, entrando sin anunciarse en el camarote de los niños Simms—. Me imagino que los negritos estaréis mareados aquí dentro. —Domingo Simms se apartó del espejo del lavabo, donde había estudiado su imagen—. Las máquinas han cambiado de ritmo, así que tu hermana está ensayando sus piruetas. Y tú... ¿qué diablos te has hecho en la cara? — Mejoras —respondió tímidamente Domingo. —¿Mejoras? ¡Mira qué aspecto tienes! —Ahora Pimienta examinó los frascos y tarros que Domingo había colocado sobre su litera—. ¿Qué diablos son todas estas porquerías? Domingo respondió, a la defensiva: —Oí mencionar al capitán que avistaremos tierra dentro de unos cinco días. Estoy tratando de embellecerme para cuando lleguemos por fin a puerto. —¿«Pomada Princesa Heredera para Alisar el Cabello»? —Pimienta leyó las etiquetas—. ¿«Crema Resplandor Lunar de Dixie para Aclarar la Tez»? ¿De dónde has sacado estas recetas de curandera para embaucar a las negras? — i Son mías! Las compré el último día que pasarnos en Baltimore. Clover Lee me ayudó a elegirlas. — Pero, ¿para qué, muchacha? — iPara tener menos aspecto de negra, por eso! —El lenguaje de Domingo perdió algo de su recién adquirida precisión—. iMenos negrita, para que nadie pueda entrar en mi cuarto sin llamar y manosear mis cosas! —Shhh, cariño... calma, calma —dijo Pimienta, levantando las manos para apaciguarla—. Tienes razón. No tenía derecho a hacer esto. Sólo estaba buscando a Pap, pero no tenía derecho a irrumpir así. Y ahora
que he pedido perdón, querida, déjame decirte algo. No necesitas ponerte esas pomadas en la cara y el pelo. Eres una chica tan bonita como cualquier chica blanca, sólo que de otro color. —Eso es —asintió Domingo con amargura—, soy una rosa amarilla, una mulata, una pastora de búfalos, una negra. Así que, dime, ¿qué aspecto tiene una negra bonita? — Que me maten si lo sé. No he visto nunca ninguna entre las negras verdaderas. Pero en lugar de taparte el color tostado, deberías realzar tu belleza, que es mucha. —Pimienta volvió a mirar con desdén la hilera de cosméticos—. i«Resplandor Lunar de Dixie», nada menos! ¡Basura de Dixie, eso es lo que es! Tira esta colección de ungüentos blanquecinos. Las tres hermanas Simms tenéis la piel del color de los gamos y deberíais estar orgullosas de ella. Y olvida también el alisador de cabello. No tienes el pelo lanudo ni ensortijado como el tío Tom, sino ondulado y bonito. —Sólo el que se ve —dijo Domingo, aspirando por la nariz—. ¿Te acuerdas, Pim, de cuando tú y Pap hablasteis a Clover Lee del otro pelo... el de aquí abajo? ¿De que vuelve locos a los hombres? Pues el mío es... ensortijado. Como nudos de pelo. Parecen granos de pimienta. Ni siquiera sirven para ocultar mi... mi... ya sabes. Pimienta se echó a reír. —Pero, ¿por qué ocultarlo, niña? Es la madre de todos los santos, como decimos nosotros. En cualquier caso, aunque no debería decírtelo, hay quien prefiere la flor doncella de la mujer sin ningún follaje. Así es más visible y también más accesible. Para atenciones muy especiales, que sin duda conocerás con el tiempo. Ahora sécate la cara, lávate el pelo y tira toda esta porquería por el ojo de buey. ¿Dónde está esa Clover Lee? Me gustaría darle unos buenos azotes por dejarte comprar semejantes ungüentos. —Pues ella también se los compró y ahora los está probando y Pap la ayuda a ponérselos. —Conque sí, ¿eh? —dijo Pimienta con acento glacial—. ¿Dónde? —Uno de los botes salvavidas está descubierto, pero a demasiada altura sobre cubierta para que pueda verse el interior. Allí pueden desnudarse y tomar el sol, aunque no sé por qué alguien puede querer tostarse la piel... Pero Pimienta ya había salido. Hecha una furia, corrió a ponerse bajo el bote que no estaba cubierto por una lona encerada y escuchó. Al parecer, Paprika estaba dando a Clover Lee consejos similares a los que ella acababa de dar a Domingo, pero la muchacha blanca los aceptaba con más sumisión que la mulata. En cualquier caso, la única voz audible era la de Paprika. —Angel, estas cosas son... tonterías. ¡Bobadas! i«Bálsamo Mamario de Mrs. Mili» y «Elevador del Busto»! Ungüento de cadmio y un extraño
globo de cristal y goma. —Paprika rió—. Ya veo. El ungüento sirve para estimular las tetas, y el globo, para succionarlas hacia afuera. Vaya tomaduras de pelo. Clover Lee, el único modo de desarrollarse es crecer normalmente y en este sentido vas a muy buen ritmo. Verás, voy a enseñarte lo que una artista me enseñó a mí en Pest. Las proporciones ideales de los pechos femeninos según los artistas. Déjame tocarte... Se oyó el débil rumor de sus cuerpos cambiando de posición dentro del bote. Pimienta apretó los dientes. —Mira, fíjate en la distancia entre las dos yemas de mis dedos, una en tu pezón y la otra en tu clavícula. La distancia debe ser la misma que la que separa los dos pezones. Y lo es, como puedes ver. Además, la distancia entre estos dos lindos capullitos ha de ser exactamente una cuarta parte de la circunferencia de todo tu pecho al nivel de los pezones. Permíteme... Se oyó otro movimiento. —Por lo que puedo medir con un simple abrazo, ángel, tienes las dimensiones femeninas ideales. Y a medida que crezcas, estas dimensiones aumentarán al mismo ritmo. Mientras tanto, es evidente que los pezones ya son femeninamente sensibles. ¿Ves cómo se estiran para recibir más caricias? Pimienta se dispuso a hacer notar su presencia, pero desistió cuando el siguiente sonido fue sólo el tintineo del cristal y Paprika continuó: —Mira este otro frasco que has comprado. «Extracto Dixie Belle de Heliotropo Blanco.» Ja ! Comprar perfume fabricado es malgastar el dinero, Clover Lee. Te diré un secreto magiar que las mujeres de Hungría conocemos desde hace mucho tiempo. El aroma más seductor e irresistible que una mujer puede usar es el suyo propio. La fragancia de su fluido más privado y precioso, el nemi redv, los jugos del placer. Recoges un poco con el dedo, así, permíteme, ángel, y te humedeces detrás de las orejas, las muñecas, entre los pechos... Por fin, de repente, Clover Lee habló. Su voz fue baja y trémula, pero resuelta. —Ppor faavor... no lo hagas más. —Se oyó otro ruido y el bote se balanceó un poco—. Te agradezco que... me enseñes cosas, pero creo que ahora debo vestirme. Por favor, basta. Pimienta gruñó por lo bajo y se agachó para saltar hasta el bote salvavidas, pero en aquel mismo instante todo el barco se movió súbitamente bajo sus pies, haciéndola caer sobre la cubierta de hierro. El Pflichttreu había disminuido la velocidad con tanta violencia como si el Hacedor de Terremotos hubiese lanzado el ancla por la borda. Al mismo tiempo se oyó un tremendo alarido mecánico en las entrañas del buque y, por doquier, gritos de oficiales y tripulantes: «iA las amarras!» y «iEsto abrasa!» y «!Moveos!»
Peggy estaba sobre el trampolín, inclinada hacia adelante. Cuando el buque dio aquella sacudida, inclinó la tabla y el elefante hacia el otro lado. Aunque Peggy logró conservar el equilibrio, los acróbatas que llevaba sobre el lomo salieron disparados hacia la cubierta. Incluso las personas que estaban de pie, cayeron al suelo. Durante unos segundos, hubo confusión y gritos y hombres corriendo, mientras la cubierta — todo el barco— se movía como un molinillo de café y los palos y poleas oscilaban en todas direcciones. La alta chimenea se vino abajo con un gran estruendo y vibración de cables, provocando una copiosa lluvia de hollín, herrumbre, escamas y costras que envolvieron toda la superficie del barco como una asfixiante nube negra. La vibración se convirtió en espasmos, y el alarido de la sala de máquinas, en un fragor antes de enmudecer ambos de repente, y en el silencio de todo el buque, todos empezaron a levantarse y sacudirse de encima la capa de suciedad. Entonces los oficiales y marineros volvieron a gritar, aún más alto en el silencio. Algunos tripulantes saltaron a los obenques y treparon hacia las vergas, otros subieron al puente para asegurar la chimenea antes de que rodara por cubierta, otros tomaron posiciones de precaución junto a los pescantes de los botes. Antes de que ningún pasajero empezase a preguntar qué había ocurrido, Mullenax se asomó a la escalera que conducía abajo y les gritó a todos: —iSe ha desprendido la hélice! ¡El eje ha saltado y las paletas también! Todo el mundo se ha lanzado sobre palancas y válvulas para detener la marcha. Yo he salido como he podido. —¿Se ha hecho daño alguien? —preguntó Florian con voz temblorosa— ¿Estáis todos bien? Miró a su alrededor en la cubierta de proa. Yount se acercaba desde la popa, aturdido y frotándose un chichón de la calva. Pimienta y un par de marineros ayudaban a Clover Lee y Paprika a bajar del bote salvavidas. Como ambas se encontraban directamente debajo de los aleros de los camarotes cuando había caído la chimenea, estaban cubiertas de hollín de la cabeza a los pies. Se abrochaban a toda prisa los botones de sus vestidos, equivocándose de ojales. Los acróbatas, caídos más lejos y con más fuerza, fueron los últimos en levantarse, pero se levantaron, al parecer indemnes. Peggv continuaba en la misma posición en que la había dejado la sacudida. Sus cuatro grandes patas seguían sobre el trampolín, pero su mole estaba inclinada contra la regala. —Creía que había sido realmente un terremoto —dijo Yount—, ¿Qué ha sucedido? Pimienta se llevó aparte a Paprika y, mientras le sacudía maternalmente el polvo y le abrochaba bien los botones, le daba una buena reprimenda a la que Paprika replicaba con igual calor. Sin embargo, no levantaron las voces:
—... bajarle las bragas... tocarla como una hada vieja en un patio de escuela... —Estás celosa, ¿eh, Pim? ¿Le habías echado el ojo a ese dulcecito de las trillizas? — iNo seas impertinente conmigo! Está claro que la criatura no quiere ninguna caricia tuya. En lugar de robar cerezas, podrías tener la decencia de insinuarte con alguien de tu edad. — iOh, cállate! ¡Van a oírnos! Pero todos escuchaban el informe de Mullenax sobre el caótico estado de la sala de máquinas y, cuando hubo terminado, Edge le preguntó: —¿Qué harán ahora? —Bueno, sé que hay una hélice de repuesto; la he visto. Pero que me cuelguen si sé cómo van a colocarla bajo el agua... ¡Eh! ¿Ha sufrido Jules algún daño? Habían olvidado por completo a Rouleau, que yacía en cubierta, y hasta ahora no advirtieron que agitaba frenéticamente los brazos y gritaba con voz débil: —iNom de dieu, haced marcha atrás! ¡Dad media vuelta! ¡Hombre al agua! —¿Qué? ¿Dónde? ¿Quién? Sin aliento y ronco de gritar sin ser oído, Rouleau murmuró en un jadeo a Edge, el primero que se inclinó sobre él: —Peggy ha dado un respingo... lo he visto... Tiny Tim... Edge corrió hacia el costado, miró a popa y dijo: «Dios mío.» Detrás del buque, ya lejos, un punto oscuro se movía entre las olas y —era dificil distinguirlo— parecía luchar por mantenerse a flote. El barco había dado la impresión de detenerse por completo al perder la hélice, pero en realidad había recorrido cierta distancia. Ahora se bamboleaba y guiñaba pesadamente, a merced del agua, perdida toda su inercia, mientras los oficiales daban a gritos la orden de izar las velas. Rouleau dijo a los otros: —Tim estaba apoyado en la barandilla, como de costumbre. Cuando Peggy ha dado el respingo, lo ha lanzado por la borda. Florian alargó la mano para agarrar por la manga al capitán Schilz, que pasaba muy de prisa en aquel momento, murmurando maldiciones y gritando órdenes: —Capitán, tenemos que dar media vuelta. Uno de nuestros... — Dummkopf —ladró el capitán, desasiéndose de un tirón—. No movernos, no haber hélice, el timón estar roto. Hasta que velas no estar izadas, no poder... —iPero ha caído un hombre al agua! —gritaron varias personas. — Was? El capitán reaccionó inmediatamente y gritó a los hombres de los pescantes que bajaran un bote.
Lo hicieron con toda celeridad y el bote empezó a alejarse siguiendo la estela del barco. Casi todos los miembros de la compañía permanecieron junto a la borda, observando su progreso e intentando ver el punto divisado por Edge, pero ahora ni siquiera éste podía verlo. Sarah echó una ojeada al elefante, que estaba apoyado en el mismo sitio y tenía una expresión de tristeza. —La pobre Peg parece tan arrepentida como si lo hubiera hecho a propósito. —Abdullah —dijo Florian—, ve a cuidar de tu elefante. Hazlo bajar de ese trampolín. Ponlo cómodo y consuélalo. Peggy parecía reacia a moverse e incluso molesta de que su cuidador la tocara, pero Hannibal consiguió poco a poco hacerla bajar. De este modo, casi en el mismo momento en que los marineros levantaban los remos del distante bote salvavidas —para indicar que no veían trazas de Tim Trimm—, se descubrió a la segunda víctima del accidente. Cuando el elefante apartó su mole de la borda, Martes Simms cayó en cubierta en una posición imposible para un cuerpo con vida. Por lo visto se había caído al mismo tiempo que los demás acróbatas, pero al otro lado de Peggy; el peso del elefante la había aplastado contra la barandilla, rompiéndole las costillas, y ahora yacía como un títere sin hilos, pero goteando sustancias que no contiene ningún títere. Hannibal tuvo que alejarse para vomitar por la borda, pero cuando hubo terminado, dijo con voz triste: —La vieja Peggy aguantar a Martes a propósito. Eya creer que las personas estar vivas mientras estar de pie y no querer soltarla para que Martes no morir. El funeral doble, para la difunta y el desaparecido, tuvo que esperar a que el Pflichttreu navegase de nuevo, porque ningún marino deja caer un cuerpo muerto directamente bajo su barco inmóvil. Esto significó esperar a que estuviera montada la hélice de repuesto, operación que duró el resto del día y todo el siguiente. El timonel usó el timón, y los hombres de las vergas, las escotas, para mantener el barco más o menos en el mismo lugar y sobre una quilla estable. Los oficiales dirigieron el traslado a proa de los objetos más pesados de cubierta y los negros cargaron la mayor cantidad posible de carbón en la bodega de proa. Incluso llevaron a la cubierta de proa a los caballos del circo y a Peggy. Bajaron de los pescantes todos los botes salvavidas para colocarlos en proa y llenarlos de agua. Al atardecer el Pflichttreu, con la mayor parte de su peso en la parte delantera, estaba inclinado de proa y desde el pasamano se podían ver los yugos de popa, medio timón sobre la superficie del agua y el eje de la hélice. A la mañana siguiente, mientras varios marineros anudaban cabos a la barandilla de popa y los dejaban colgar contra los yugos, los fogoneros bajaron desde la borda la enorme hélice de latón. El capitán Schilz
gruñía en alemán que si los malditos armadores del mundo tenían que tener barcos de vapor, podían por lo menos volver a las ruedas laterales o de popa, que era posible hacer girar y elevar sobre el nivel del agua para reparar una paleta. — ¿Ha tenido que hacer esto alguna vez? —le preguntó Florian. — Nein, Gott sei Dank. Pero en una ocasión ver hacerlo en otro buque. Ser sencillo en teoría, pero en la práctica... deslizarse por la popa ser trabajo de alpinista... y colocar la hélice y atornillarla bajo el agua ser tarea de un Perlenfischer. Ningún hombre de esta tripulación hacerlo nunca. Florian notó que le estiraban los faldones de la levita. Se volvió y vio a los tres chinos —todos completamente desnudos— parlotear y gesticular una vez más, señalando la enorme hélice, el agua y a sí mismos. Antes de que Florian o Schilz pudieran expresar asombro o cualquier otra cosa, uno de los antipodistas saltó ágilmente al pasamano de popa, agarró un cabo y bajó por los yugos, con pies descalzos y seguros, hasta llegar al agua. Una vez allí, continuó bajando hasta desaparecer bajo la superficie; sólo la tirantez del cabo indicaba que aún se hallaba cerca. Florian sintió otro tirón, esta vez en su chaleco. Uno de los otros chinos le había sacado el reloj del bolsillo del chaleco y tocaba la esfera con un dedo. Schilz, observando el agua oscura, murmuró, más extrañado que furioso: —Otro maldito negro ahogarse. —No... estos dos quieren que le cronometre —explicó Florian, mirando el reloj y después el lugar donde se hundía el cabo, y añadió al cabo de un momento—: Diantre, este hombre es un experto. Ya hace casi un minuto. —Cuando el agua se movió, formando espuma, y el hombre emergió, sonriente, Florian volvió a guardarse el reloj y dijo—: Un minuto y medio, o casi dos. Quizá estos muchachos han sido de verdad pescadores de perlas. En cualquier caso, creo que se ofrecen voluntarios para hacer el trabajo. —Du lieber Himmel! ¿Debo confiarlo a tres monos desnudos? —Los monos hacen lo que ven hacer. Estoy seguro de que sus hombres preferirán enseñarlos cómo se hace a hacerlo ellos mismos. El capitán gruñó y maldijo, pero al final accedió, y los tripulantes abandonaron de buen grado la dura faena. Sólo fue preciso que el jefe Beck —hablando por señas y dibujando de vez en cuando en cubierta con un trozo de carbón— comunicara a los chinos los datos básicos de que la hélice tenía en un lado un orificio cuadrado para el eje y en el otro lado un árbol que debía apuntar a popa, y en torno a la nuez cuatro grandes tornillos que debían apretarse bien. Entonces los marineros bajaron la gran hélice de latón por medio de cabos, mientras los chinos descendían por otro, uno de ellos con la llave inglesa entre los dientes.
De hecho, la parte del trabajo reservada para el capitán era la más delicada. Como el timón no podía moverse mientras los chinos trabajaban a su alrededor, era preciso mantener el Pflichttreu lo más quieto posible, usando sólo las velas. Así, pues, había marineros en cada verga y en cada driza y escota, y el capitán Schilz orquestaba como un maestro las sucesivas operaciones de cazar o soltar velas. Tanto él como la tripulación y el barco contribuyeron al máximo para que los chinos colocaran la hélice nueva en el eje y la atornillaran en menos de dos horas, durante las cuales se relevaron para subir a la superficie a respirar: sólo uno cada vez y sólo una aspiración antes de volver a sumergirse. Cuando treparon de nuevo a cubierta, con mucha menos agilidad que al descender, fueron aclamados con entusiasmo por toda la tripulación. El jefe Beck bajó por el tambucho y el capitán Schilz subió al puente, desde donde ordenó poner en marcha las máquinas. La cubierta empezó a temblar y todos contuvieron el aliento, y entonces el capitán ordenó avante a marcha lenta. El agua burbujeó bajo la popa y la vibración de la cubierta se incrementó, pero era regular, no excéntrica, y los hombres que habían echado astillas por la borda las vieron moverse hacia popa. Se oyeron más vítores. El capitán hizo detener las máquinas y ordenó trasladar de nuevo a sus lugares respectivos todos los objetos pesados y devolver al barco el equilibrio debido. Hasta que se hubo llevado a cabo esta larga tarea —al caer la noche—, no ordenó aferrar otra vez las velas y navegar a toda máquina. Entonces el Pflichttreu reanudó su viaje. Stitches, el velero, suministró un trozo de lona y las grandes agujas curvadas con las cuales, después de que Magpie Maggie Hag preparase el cuerpo de Martes, la ayudó a coser una mortaja. Una vez envueltos, los pequeños restos de Martes parecían más grandes que los de un adulto normal, porque tenía a sus pies un quintal de carbón para hundir su ataúd. Stitches reveló entonces que era un ministro laico de la secta de Metodistas Inconformistas, por lo que el capitán Schilz le permitió de buen grado oficiar el servicio fúnebre de la mañana siguiente. —Señor, te enviamos a dos pequeñas almas que han soltado sus cables —declamó al cielo, mientras todos los miembros de la compañía circense y todos los tripulantes que no estaban de guardia bajaban la cabeza—. Jacob Brady Russum ya figura en la lista de tu tripulación, Señor, y la otra está a punto de bajar por tu pasarela. —La lona que contenía a Martes Simms yacía, asegurada por un solo cable, sobre una tapa de escotilla inclinada hasta formar una rampa, y a sus pies habían retirado la barandilla de cubierta—. Te rogamos humildemente que acojas a bordo con flautas a nuestros camaradas, en una solemne ceremonia, que los equipes con ropa de faena, que los alimentes siempre con
buenos budines, que sólo les des trabajos fáciles y guardias diurnas y que los maldigas o azotes muy de tarde en tarde. Domingo Simms lloraba sin hacer ruido, sólo dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas., Edge, que estaba a su lado, le rodeó los hombros con un brazo afectuoso. Domingo lo miró con gratitud y su llanto cesó. Incluso le dirigió alguna pequeña sonrisa mientras Stitches continuaba improvisando su oración fúnebre de sabor marinero. —Te imploramos, Señor, que coloques tu mano suave sobre estas dos almas. Concédeles buen tiempo, un mar tranquilo y un viento favorable mientras despliegan sus velas y zarpan hacia la Eternidad. Después de más referencias náuticas, Stitches se inclinó sobre el libro y leyó el texto del servicio, mucho menos elocuente. —Confiamos, por tanto, el cuerpo de Martes Simms a las profundidades, donde encontrará la corrupción... Cuando todos hubieron dicho «Amén» y algunos se hubieron persignado y Florian murmurado el antiguo epitafio romano —esta vez en plural: « Saltaverunt. Placuerunt. Mortui sunt»—, un marinero cortó el único cabo y Martes, sin más sonido o quejas de los que nadie le había oído proferir en su vida, se deslizó por la tapa de la escotilla y desapareció en el mar, donde no dejó siquiera un rizo brevemente visible. Edge y Yount devolvieron a Rouleau a su camarote y el primero se quedó para comentar: —Pareces un invierno húmedo, Jules. ¿Te molesta la pierna? —Non, non, fa marche... o lo hará pronto, espero. —¿Qué es entonces? ¿Aflicción? Ninguno de nosotros pudo conocer apenas a esa chica Simms. Y no creo que te apene más la muerte de Tim Trimm que la de Ignatz. Rouleau suspiró. —Non... no echo de menos a Tim como Tim. Pero de vez en cuando me proporcionó cierto alivio. Y no me refiero al cómico. —¿Ah, sí? ¿A cuál, entonces? Rouleau meneó la cabeza, pero Edge siguió mirándolo con aire preocupado, así que al final suspiró otra vez y dijo: —Ami, en un enano varón sólo hay dos cosas de tamaño normal. Les orífices des deux bouts. —Reinó otro largo silencio—. La razón por la que tuve que abandonar Nueva Orleans fueron los niños. Comprenez? Mientras Tim estuvo cerca, por repulsivo que fuese, me permitió evitar tentaciones y apuros. ¿Te has escandalizado? —No —contestó Edge al cabo de un momento—. No, sólo lo lamento por ti. Edge no habló de esto a nadie, pero buscó a Florian para decirle: —Sir John se queja de que desembarcará en Italia sin ningún empleo. Y no le falta razón. Primero, su espectáculo del intermedio perdió a la Mujer Gorda y ahora ha perdido a una de sus Pigmeas Africanas
Blancas. Cuando se resta un miembro de un trío, no queda mucha rareza para enseñar. —Pues que no se preocupe —respondió Florian—. En Europa abundan los seres deformes. Diablos, algunos de ellos llevan coronas y diademas. Tendremos que improvisar sobre la marcha. El que nos costará más de sustituir es Tiny Tim. — ¿Por qué? La condición de enano debe de ser la clase de deformidad más corriente en el mundo. —Oh, sí, claro. Pero yo he querido decir que echaremos de menos a Tim como Tim. Edge dirigió a Florian una mirada parecida a la que antes dirigiese a Rouleau y dijo: — De acuerdo, nil nisi bonum y todo esto. En el día de un funeral, puedo ser tan hipócrita como cualquiera. Sin embargo, el tal Russum no era más que un estorbo. —Y una gran pérdida porque era un estorbo. Hemos de intentar encontrar otro. —¿Otro enano repugnante? —Ni siquiera tiene que ser un enano. Cualquier clase de artista nuevo, mientras sea repugnante. —¿Se ha vuelto loco? —Zachary, aún no tiene mucha experiencia en la dirección de una compañía de artistas temperamentales. Debe haberse fijado, no obstante, en que por regla general nos llevamos muy bien. Hay muy poca fricción, pocas peleas. Es porque todos detestábamos a Tiny Tim. En él teníamos un foco para todos nuestros rencores y animosidades. Podíamos concentrarlos en él y, de este modo, disiparlos y soportar así con más facilidad las rarezas y manías de nuestros compañeros, los embates de la vida cotidiana. Edge reflexionó y asintió. —Ahora que lo pienso, debo confesar que tiene razón. De modo que... en cuanto desembarquemos, ¿iniciaremos la búsqueda de otro despreciable enano? —Necesitamos una persona baja, sí. Y también un payaso. Es imprescindible para cualquier circo. Y necesitamos otro sapo abominable como Tim. Si podemos encontrarlos en una sola persona, tanto mejor. Y aún mejor si él o ella saben tocar la corneta. Cuatro días después divisaron el estrecho de Gibraltar, lo cual animó a todos los miembros de la compañía y a toda la tripulación, exceptuando a los más empedernidos lobos de mar. Como una especie de celebración, el ingeniero jefe Carl Beck subió a cubierta con un pequeño regalo que había hecho para las damas del circo.
—Mientras las miraba ensayar el otro día —dijo—, se me ocurrió que cuando una mujer bonita realiza movimientos bonitos, necesita un pequeño acompañamiento musical. Había cogido del almacén de la sala de máquinas ocho tapas de hojalata de los conductos de aceite, todas de diferente tamaño, y las había ensartado en una cuerda de pescar de algo más de medio metro, empezando por las más grandes. Sosteniendo la cuerda con una mano, podía pasar una varilla por las tapas, hacia arriba o hacia abajo, y producir así un melodioso tintineo. Las enseñó a tocar una octava lenta para el momento, pongamos por caso, en que Sarah se abría como un cisne en una de sus posturas a caballo, o un sonoro arpegio para cuando Domingo giraba con rapidez sobre una sola mano. — Y se puede lograr un trino ascendente cuando me cuelgo de la cabellera —sugirió Pimienta— o uno descendente cuando Paprika baja de la pértiga. — Aber natürlich —dijo Beck—, los números más espectaculares requieren música de orquesta, pero estos pequeños tintineos puede tocarlos cualquiera, aunque no sea músico. —Sin embargo —dijo Florian—, hay que ser músico para inventar algo así. Ejem. Yo diría que semejante músico debería buscar nuevos caminos para desarrollar su talento. —Ja... —asintió Beck, vacilante—. Ya lo he pensado... pero tengo que pensarlo más. —Entonces vio a Mullenax y se dirigió a él—: Herr Eindugig! (Señor Tuerto). He consultado mis manuales técnicos sobre su Gasentwickler. — ¿Cómo? — El manual dice que se necesita un kilolitro de hidrógeno para elevar medio kilo de peso. Por esto creo que el generador... — Ah, sí. El generador. Pero antes de discutir esto, jefe, quiero que conozca a otra dama. La apotecaria de nuestra compañía. Le he hablado de su... hum... preocupación por sus cabellos y creo que ha elaborado un remedio contra su caída. —¿De verdad? Wunderbar! La saludaré con un abrazo. Cuando Mullenax se llevó consigo a Beck para presentarle a Magpie Maggie Hag, Florian los miró sonriendo y frotándose las manos y luego se fue en busca del velero. Stitches Goesle llevaba, como de costumbre —excepto durante el funeral—, el pesado cinturón de cuero del que pendía un surtido de cuchillos, punzones, bureles y escarpias. —Señor Goesle, el capitán ha tenido la amabilidad de darme un poco de papel en blanco. ¿Podría usted cortármelo en trozos lo bastante pequeños, y coserlos como páginas, para hacer dieciocho salvoconductos? —Claro. Pero, ¿qué diablos es un salvoconducto?
—Algo para enseñar a las autoridades que lo soliciten. Los magistrados, policías y hoteleros de Europa sospechan siempre de los artistas ambulantes. Cada uno de nosotros debe llevar este librito, donde constará nuestra ocupación, edad, descripción, etcétera. Así, cuando nos marchemos después de alquilar un solar o pernoctar en un hotel, el alcalde, el posadero o quien sea escribirá en el libro que no hemos alborotado ni roto nada, ni bebido más de la cuenta ni otras cosas por el estilo. De hecho, pediré al capitán Schilz que escriba el primer informe en nuestros libros. Espero que dé buenas referencias de todos nosotros. Pronto resultó evidente, incluso para los pasajeros novatos, que los vientos mediterráneos de principios de otoño, aunque suaves y tibios, eran francamente desfavorables y saltaban de un punto a otro de la brújula. El capitán, todavía obstinado en no quemar más combustible del absolutamente necesario, dispuso tantos y tan frecuentes cambios de vapor a vela y viceversa que el Pflichttreu, que había cruzado todo el Atlántico en veinte días —incluyendo la demora en medio del océano—, tardó otros nueve en cruzar sólo la mitad del Mediterráneo, desde el estrecho de Gibraltar al mar de Liguria. Allí, un atardecer, Quincy Simms fue el primero en avistar el faro blanco de Livorno; profirió un grito y todos los pasajeros acudieron, excitados, y recorrieron la cubierta para mirar los otros barcos que navegaban a su alrededor por las rutas marítimas. Pero entonces una lancha de vapor salió a toda marcha del otro lado de la escollera y unos hombres uniformados que iban a bordo hicieron gestos de «iMantened la distancia!». Cuando la lancha estuvo más cerca, un tripulante gritó por un megáfono al Pflichttreu, en varias lenguas, que no se aproximara. En el puente, el capitán Schilz lanzó una maldición y dijo: —Quiero atracar antes de ponerse el sol. ¿Qué pasa aquí? —Agarró la trompeta del puente y gritó hacia abajo—: Was gibt es? Che cosa c'e? Los oficiales de la lancha pidieron al Pflichttreu que retrasara sólo por breve tiempo la entrada en el puerto y señalaron algo que sucedía a unos mil metros de distancia en el agua. El capitán Schilz usó el catalejo para mirarlo, pero era fácilmente visible, incluso en la penumbra, para la gente del circo alineada junto a la borda de babor. Entre ellos y la Fortezza Vecchia, chata, roja y en ruinas, navegaba un inmaculado buque de guerra de tres palos con todas las velas desplegadas. —Miradlo bien y con atención, compañeros —dijo Stitches, acercándose a ellos—; no volveréis a ver nada parecido. Un buque de guerra antiguo, como los de Villeneuve y Nelson, de dos cubiertas y setenta y cuatro cañones. Con todas sus velas al viento, desde el petifoque al trinquete y la cangreja de popa. El buque también llevaba una bandera, que no era la roja, blanca y verde de la Italia recién unificada ni ninguna de las naciones anteriores
a la unificación. Era totalmente blanca, con una gran X azul oscura trazada de extremo a extremo. —iLa marina imperial rusa! —exclamó Florian—. ¿Qué diablos...? —La marina rusa suele venir aquí de maniobras —explicó Goesle—. Creo que, más que nada, para enseñar el puño a los turcos. Pero todos sus buques son modernos; no entiendo por qué ha traído hasta aquí una bonita pieza de museo como ésta. Después de observarlo durante un rato, vieron muchas otras cosas curiosas en el buque. No se distinguía un solo hombre en las cubiertas ni en las vergas y, desde luego, tampoco al timón: se mecía simplemente al caprichoso viento vespertino. Comprendieron que estaba abandonado y que flotaba a la deriva, y de pronto vieron la razón: de las troneras abiertas de la cubierta inferior salía humo y al cabo de un momento empezaron a salir llamas, anaranjadas y brillantes a la luz del crepúsculo. —iEl navío está ardiendo! —iY nadie intenta extinguir las llamas! Alrededor del antiguo y hermoso buque de guerra, pero a una distancia respetuosa, se movía una flotilla de barcos más pequeños —desde lanchas de vapor y elegantes veleros de recreo a sucios botes de pesca—, de todas clases menos barcos bomba para incendios. —Ach y fa! —Goesle profirió un grito de auténtico dolor cuando el fuego saltó de la cubierta del buque a su magnífico velamen. En un minuto, todo el buque se convirtió en una antorcha, mucho más luminosa que el faro, recién encendido y que ya empezaba a girar. Fitzfarris se sobresaltó cuando Lunes Simms corrió a abrazarlo por la cintura. Mantuvo el rostro extasiado vuelto hacia la escena marítima, pero frotando el resto de su cuerpo contra la pierna de él. Unos minutos más y el fuego que consumía el buque de guerra llegó a la santabárbara, que por lo visto estaba llena, pues se produjo una tremenda explosión y tablas y vergas salieron despedidas como ramas de la bola de fuego. Todo el aire tembló y el Pflichttreu se balanceó ligeramente y los cabellos de los espectadores se movieron. Lunes se frotó con fuerza por última vez contra la pierna de Fitz y emitió un leve gemido. El la apartó de sí y cuando ella le miró con ojos aletargados, le dijo en tono severo: —No vuelvas a hacer esto, niña. Hay juegos mejores. Ve a aprenderlos. —Lunes abrió más los ojos y le miró con tristeza, pero se alejó. En los restos del buque de guerra que aún seguían a flote hubo varias explosiones menores, probablemente de la pólvora de los cañones recalentados, pero los oficiales de la lancha juzgaron que el espectáculo principal ya había concluido e indicaron al capitán Schilz que ya podía avanzar.
Cuando el Pflichttreu dio la vuelta al rompeolas y otra lancha trajo al práctico del puerto, Florian fue el primero en recibirlo a bordo. El práctico, demasiado engreído por tradición para hablar con alguien de menos grado que el capitán de un buque, habría desairado normalmente a un simple pasajero, pero ahora parecía sorprendido y encantado de que un extranjero se dirigiese a él en su lengua nativa. Se detuvo para responder con cortesía antes de subir al puente, y Florian fue a informar a los demás. —Le he preguntado la razón del espectáculo. Es lo más horrible que he oído. Por lo visto el zar Alejandro encargó hace poco a un artista que le pintara un cuadro (una batalla naval del siglo pasado), y uno de los sucesos más sensacionales de dicha batalla era la explosión de un barco de municiones. El pintor dijo que no tenía idea del aspecto que ofrecería semejante catástrofe, así que el zar organizó esta demostración sólo para instruir al artista, que se encuentra a bordo de una de aquellas embarcaciones menores. Le han enviado aquí, donde estaba atracado ese viejo buque, que los chicos de la marina rusa han cargado, incendiado y hecho explotar... sólo para que el artista plasme en el cuadro los detalles correctos... !Que me cuelguen si esto no es estilo! Stitches Goesle resolló con tristeza y bajó a su guarida. Los miembros del circo y algunos tripulantes permanecieron en cubierta, mirando a su alrededor con vivo interés o con el tedio de la familiaridad, mientras el Pflichttreu avanzaba lentamente a lo largo del Molo Mediceo, un muelle curvado de casi cuatro kilómetros de longitud —como un muro interminable para quienes lo veían desde el nivel de cubierta—, cuyos bloques de piedra erosionados por el mar estaban recubiertos de algas y líquenes. No obstante, su construcción era sólida y faroles a intervalos regulares le prestaban una excelente iluminación, que proyectaba manchas brillantes sobre el agua verde oscura del puerto y daba inmensidad a las formas oscuras de barcos amarrados o fondeados. Además de los faroles y el faro y las luces de anclaje de numerosos buques, había muchos puntos móviles de luz, porque los pescadores nocturnos se estaban haciendo a la mar. También había ruido por todas partes: bufaban y rechinaban malacates y tornos de vapor, matraqueaban grúas, crujían chumaceras, resonaban boyas de fondeo o señalización. Y desde las calles de la ciudad, al fondo de la zona portuaria todavía distante, llegaba de vez en cuando un sonido de música, canciones o risas femeninas. Creo que Italia me va a gustar —dijo Edge. — Sí, será un lugar agradable para pasar el invierno —contestó Florían—. Mucha gente baja del frío norte para hacer precisamente esto, incluyendo a numerosos artistas de circo y musichall que se encuentran entre dos giras. Es probable, por lo tanto, que pronto podamos aumentar nuestra compañía.
Abner se queja de que un león y un elefante no son un zoológico muy lucido. También le gustaría aumentar el número de animales. — Diablos, y a mí también. ¿Qué propietario de circo no lo desearía? Pero si hemos de ir al resto de Europa, más allá de Italia, hemos de cruzar los Alpes. Y el Hannibal que tenemos en la compañía no es Aníbal. Hasta que hayamos cruzado esos pasos de montaña renuncio a adquirir más animales que no puedan hacerlo por su propio pie. —Bueno, usted es el retén... no, lo siento, usted es el director. Pero nunca ha revelado cuáles son sus planes de viaje a partir de aquí. — Es sencillo. Recorreremos toda Italia, y luego seguiremos adelante. Nuestro destino será París, que es La Meca de todos los circos en Europa... y el mundo. En ningún otro lugar se aprecia hoy en día tan estéticamente el arte del circo. Como es natural, los espectáculos mediocres son rechazados a silbidos, o se mantienen a una prudente distancia. Pero un buen espectáculo... puede conseguir el espaldarazo, la celebridad, funciones para la realeza, incluso medallas otorgadas personalmente por Luis Napoleón y Eugenia. Cuando esto ocurre, el circo galardonado puede elegir entre las invitaciones ribeteadas de oro de todos los palacios del planeta. Es un logro más deseable que cualquier riqueza. Un circo que consigue ser aclamado en París, puede jactarse con razón de estar en la cumbre de la profesión. —En este caso, no iremos hasta que seamos la créme de la créme, — Exacto. Por el camino tenemos que aumentar nuestra compañía, nuestra caravana, nuestro zoológico, nuestro equipo y nuestro programa. —Por el camino. Aún no ha especificado cuál será. — Mi plan original era abandonar Italia por la frontera austrohúngara, ir a Viena y Budapest y luego dirigirnos a Francia a través de los estados centroeuropeos y subir hasta París. Pero ahora... justamente hoy... he decidido no limitar nuestros viajes al oeste de Europa. —¿Hoy? ¿Por qué hoy? — Lo he decidido cuando el práctico ha subido a bordo y me ha contado la razón de ese espectáculo. —Florian señaló hacia la popa. Más allá de las oscilantes linternas de los barcos de pesca, el horizonte estaba rojo por el resplandor del buque de guerra todavía en llamas—. El práctico ha dicho, textualmente, que los zares de Rusia han sido siempre espléndidos y pródigos en el fomento de las artes. — Ahora puedo creerlo. Pero, ¿cómo le ha hecho cambiar esto de opinión sobre...? —Zachary, nosotros somos las artes. Tenemos que ir a Rusia. Tarde o temprano hemos de dirigirnos a la Corte de San Petersburgo. — En tal caso, necesitará esto —dijo otra voz. Era Stitches, que volvía de abajo para entregar a Florian un montón de cuadernillos.
—Ah, sí, los salvoconductos. Muchísimas gracias, señor Goesle. Diré a Madame Solitaire que empiece a escribir en ellos nuestras señas de identidad. Pero, ¿qué es esto? Yo sólo le he pedido uno para cada uno de nosotros. Ahora somos dieciocho y usted ha hecho veinte. — Dos de ellos ya tienen escritas las señas —dijo Stitches. —¿Cómo? —Florian los hojeó, encontró uno que tenía palabras escritas con tinta en la primera página y se inclinó para leerlas a la luz del farol del muelle frente al que pasaban en aquel momento. Dai Goesle, edad, sesenta y dos años, natural de Dinbychypysgod, Gales... maestro velero de circo... fique Dios me valga! —¿Viene con nosotros, Dai? —preguntó Edge en tono de satisfacción, tendiéndole la mano. —Y —continuó Florian, abriendo otro cuaderno Carl Beck, natural de Munich, Baviera, ingeniero y... aparejador y director de orquesta! —Sí —dijo Stitches—, vendremos los dos, si usted nos acepta, señor. Nos tragaremos el ancla y probaremos una nueva vida en tierra. Los dos estamos hartos de luchar contra el trueno. El jefe Beck se queja de que su oficio es desdeñado en el mar; nunca con seguirá la categoría de maestro. Y yo... bueno, ahí muere mi oficio. —Agitó la mano en dirección al resplandor rojizo del horizonte—. Muerto como Owen Glendower. —iVaya, esto es magnífico! —exclamó con alegría Florian—. Claro que los aceptamos. —Bueno, no desembarcaremos ni descargaremos hasta mañana —dijo Stitches—. Si admite un consejo de un novato, haría bien en dar esos libros al capitán Schilz esta noche, para que certifique nuestra buena conducta. Sospecho que mañana, cuando su calderero y su velero vayan a cobrar su paga y le vea a usted marcharse con los dos, el capitán echará fuego como ese viejo buque de guerra.
Italia Cuando la compañía hubo desembarcado y ya no podía oír los fulminantes gritos del capitán Schilz: «iTraicionado por un Bruder de la profesión!», Florian se dirigió solo al edificio del muelle que ostentaba el letrero: «DOGANA ED IMMIGRAZIONE.» Llevaba todos los salvoconductos, con las señas particulares de cada persona, más los breves comentarios elogiosos añadidos por el capitán antes de verse defraudado. Sarah había tenido que inventar los datos de los tres chinos, que por lo menos habían sido capaces de estampar sus firmas — elegantes garabatos en tinta—, lo cual era más de lo que sabían hacer varios miembros de la compañía. Abner Mullenax, Hannibal Tyree y
Quincy Simms firmaron sólo con una X y la huella del pulgar. Domingo y Lunes, gracias a la tutela de Rouleau, pudieron escribir de manera legible, aunque infantil. Todos esperaron, con carromatos, animales y equipaje, en el vasto y adoquinado lungomare que se extendía desde el puerto hasta el comienzo de las calles de Livorno. En torno a ellos, los adoquines estaban cubiertos con trozos de hule colocados allí por los pescadores, que vendían el fresco botín de la noche a amas de casa, criados e incluso damas elegantes que señalaban, llamaban, inspeccionaban y regateaban sin apearse de sus carruajes. Varios miembros de la compañía pasaban el rato caminando en pequeños círculos, torpes y vacilantes, pateando de vez en cuando el suelo. —Es una sensación extraña, andar por aquí —gruñó Yount. —Tienes pies de marinero —explicó Stitches—. Tras una larga temporada en una cubierta suave y móvil, en tierra firme andarás unos días como si pisaras huevos. Toda la gente recién desembarcada tiene pies de marinero. No tuvieron que esperar mucho. Florian salió del edificio de aduanas con aspecto muy satisfecho, diciendo: —No hay ningún problema. Les ha divertido un poco encontrar en nuestra compañía a tres personas llamadas A. Chino, pero no lo han convertido en tema de discusión. Tenemos permiso para desembarcar. —¿Ni siquiera desean contar nuestras armas? —preguntó Fitzfarris—. ¿O examinar a los animales por si están enfermos? —No. Y no hay cuarentena. Ni siquiera una tarifa que pagar. Creo que Italia es sencillamente demasiado nueva e inexperta en eso de ser una nación y aún no ha tenido tiempo de promulgar una serie de reglas y establecer una burocracia, con sus correspondientes funcionarios fastidiosos. —Estupendo. ¿Y ahora qué? —iPrimero, lavarse! —exclamó con firmeza Magpíe Maggie Hag. —Sí, ante todo un buen baño —asintió Florian—, y no en una bañera de agua salada, para variar. Damas y caballeros, voy a hacer un gesto extravagante, quizá el último durante algún tiempo. Seguidme hasta aquel hotel. Y les indicó el hotel Gran Duca, frente al lungomare, una impresionante estructura de tres pisos construida con piedras para no desentonar de la arquitectura de la zona portuaria. Tenía el aspecto de poder hospedar a cualquier clase de viajero, ya viniera por tierra o por mar, porque en un lado del edificio principal había un gran establo, una cochera y un patio, y en el otro, una cerería y una tienda de pertrechos marinos. —Pediré habitaciones para nosotros —dijo Florian—, encargaré que nos llenen las bañeras y ordenaré que preparen la colazione en el comedor. Pasaremos nuestra primera noche en Europa rodeados de un lujo
sibarítico. —Todas las mujeres profirieron pequeños gritos de placer—. Mientras tanto, Zachary, ¿quieres hablar con el stalliere del hotel y disponer que sus hombres lleven al establo a nuestros animales y carromatos? Que les den pienso y comida para el gato... y preparen un lugar cercano donde puedan descansar Abdullah, Alí Babá y los chinos. Edge afrontó con cierta vacilación la tarea de abordar por primera vez a un italiano. Resultó, sin embargo, que el mozo de cuadra hablaba con fluidez numerosas lenguas y era tan mundano que no se mostró nada sorprendido cuando le pidieron que cuidase —además de ocho caballos— a un elefante, un león, tres cochinillos, dos hombres negros y tres amarillos. Cuando todo estuvo dispuesto, Edge dio la vuelta para entrar en el hotel por la puerta principal. El vestíbulo del Gran Duca era una sala inmensa de magnificencia un poco sombría, con mobiliario de caoba oscura y cortinajes y tapicerías de terciopelo granate. Aparte de las personas de estentórea jovialidad que ocupaban la taberna contigua, había otras más sobrias sentadas en los divanes y butacas del vestíbulo: mujeres bien vestidas charlando ante sendas tazas de té y hombres bien vestidos que leían el periódico, fumaban cigarros enormes o dormitaban. Como Edge llevaba su único traje de calle un poco pasable —el viejo uniforme, botas y tricornio—, se sentía como un palurdo en aquel ambiente. Entonces oyó llamar: —Signore, per favore. Monsieur, s'il vous plát. Se volvió y vio a una mujer joven, baja y muy bien formada que le hacía señas con la mano. Iba vestida de amarillo pálido —amplia falda con crinolina, corpiño de escote casi atrevido y un sombrerito muy gracioso, y bajaba una sombrilla de color amarillo pálido mientras se acercaba a él—, por lo que refulgía como un rayo de sol en el severo vestíbulo, y su resplandor atraía la mirada admirativa de todos los hombres y ojeadas glaciales de todas las mujeres. Tenía cabellos largos y ondulados del color de los castaños rojizos. Los iris marrones de sus ojos estaban tan salpicados de oro que parecían provistos de pétalos, como las flores, y tenía hoyuelos en torno a la boca, que parecía así dispuesta a sonreír a la menor provocación. Se acercó a Edge, a quien sólo llegaba hasta el pecho. Su cintura era la más estrecha que Edge había visto en su vida, pero resultaba evidente que esto no se debía a ninguna clase de corsé, pues se movía con demasiada agilidad, y sus pechos con demasiada naturalidad para llevar semejante prenda. Alzó la mirada hacia él con aquella sonrisa en torno a los labios y ladeó la cabeza, como dudando sobre qué lengua emplear. Cuando Edge se quitó el sombrero y arqueó las cejas en un gesto inquisitivo, ella afirmó: —Usted es Zachary Edge.
— Gracias, señora —dijo él con solemnidad y una inclinación de cabeza—, pero esto ya lo sabía. Ella pareció desconcertarse un poco porque Edge no había dicho: «A su servicio» o cualquier otra frase convencional. Le temblaron un poco los hoyuelos y en seguida probó con una lengua diferente: —Je suis Automne Auburn, monsieur. De métier danseuse de corde. Entendezvous francais? — Lo suficiente, sí, pero ¿por qué no seguimos en inglés? Ella volvió a enseñar los hoyuelos, agitó con descaro sus rizos color de bronce, hizo girar la sombrilla con desenvoltura y dijo en el inglés más londinense: —Oh, muy bien, señor. Soy una equilibrista llamada Autumn Auburn y... —No me lo creo. — iCómo, está aquí impreso! —exclamó ella, desdoblando el periódico que llevaba bajo el brazo—. El Era, ¿lo ve? El periódico del circo. Seis peniques el ejemplar, pero se lo daré gratis. Mire aquí, en los anuncios. Este me ha costado cinco malditos chelines. Señaló una columna y Edge leyó en voz alta: — «PADRE OFRECE a directores a su joven hija de catorce años...» —iNo, ése no! —Tiró del periódico, pero él continuó leyendo con expresión seria: —«... catorce años, que sólo tiene un ojo, situado sobre la nariz, y una oreja sobre el hombro. Interesados diríjanse a este periódico.» —Le devolvió el Era—. Se diría que tiene más de catorce años. Pero, bueno, los enanos suelen parecer... —Quiere divertirse, ¿verdad? Mire. Éste es el mío. Le tendió otra vez el periódico y él leyó, obediente: «Miss AUTUMN AUBURN, la plus grande équilibriste aérienne de l'époque —ne plus ultra— affatto sensa rivale. Frei ab August de este año.» Bravo, señorita, admiro la lingüística. Cuento cinco lenguas en estas pocas palabras. Aún me niego a creer, sin embargo, que alguien haya sido bautizada con el nombre de Autumn Auburn. Ella ladeó tímidamente la cabeza y transformó su sonrisa en una risa confidencial. —Oh, no es mi verdadero nombre, claro. —Lo miró a través de sus tupidas pestañas—. Pero si Cora Pearl, que en Cheapside era sólo Emma Crouch, pudo hacer fortuna en París con el nombre de Cora Pearl... — hizo girar la sombrilla— ¿por qué, me dije a mí misma, la pequeña Nellie Cubbidge no puede hacer lo mismo con un bonito nomdechambre como Autumn Auburn? — Tampoco doy crédito a este horrible acento. He oído bastantes acentos auténticos en el barco. Ella rió de nuevo y dijo, en un inglés simplemente melodioso:
— ¿Lleva una coraza contra las bromas, señor Edge? Ni siquiera sonríe. —Usted lo hace mucho mejor, señorita. Me gustaría que sonriera por los dos durante el resto de nuestras vidas. A lo largo de un momento silencioso, pero lleno de reverberaciones, se miraron mutuamente. Luego ella meneó la cabeza, como para despertarse, y volvió a su actitud traviesa. —Deme trabajo, señor, y reiré hasta caerme muerta. — ¿Cómo ha sabido quién soy? Contestó con voz normal, pero todavía en broma. —Lo sé todo acerca de usted. Vi llegar los carrozzoni del circo y corrí a preguntar al portinaio, el cual me dijo que todos los miembros de la compañía se estaban bañando menos el signor Zaccaria Edge, que por lo visto no se baña. Me negué a creer que alguien se llamara Zaccaria Edge, así que le obligué a enseñarme su salvoconducto. Es americano y cumplirá treinta y siete años el veinte de septiembre, y es director ecuestre del Floreciente Florilegio de Florian, etcétera. Y todos estos detalles estaban escritos por una mano femenina, de modo que tiene esposa... o una amiga... —Hizo una pausa, como esperando que él dijese algo, y luego añadió con ligereza—: No me imagino cómo la consiguió, si es contrario a bañarse. —¿Se llama de verdad Nellie Cubbidge? —Caramba, ¿cree que podría inventar un nombre así? — Entonces te llamaré Autumn, si me dejas. Y, si no me equivoco, una équilibriste es una bailarina de la cuerda floja... — Cuerda o alambre. Floja o tensa. Y tengo mi propia utilería. — Quien contrata es el señor Florian, pero le torceré el pescuezo si no te contrata. Y ahora que está todo arreglado, ¿puedo ofrecerte un refresco en el bar, para cerrar el trato? —Si he de ser franca, preferiría que me ofrecieras algo de comer. — Bueno, nos reuniremos todos en el comedor para la colazione, que, según creo, significa comida. —Oh, magnífico. — Por si he de hablar italiano, ven conmigo para decir al recepcionista que te incluya en la lista de comensales. Después, si me disculpas un momento, abandonaré mi eterna aversión y tomaré un baño. — Oh, todavía mejor. —Y me reuniré contigo en la mesa, para presentarte a tus nuevos colegas. Cuando estuvieron todos reunidos, los camareros juntaron varias mesas para acomodarlos. Todos llevaban sus mejores galas, lo cual no era decir mucho, y Clover Lee olía a Extracto Dixie Belle de Heliotropo Blanco y Carl Beck a los aromas no identificables de la loción para el cabello que Magpie Maggie Hag había elaborado para él. Hannibal,
Quincy y los chinos comían con los mozos de cuadra, naturalmente, y a Monsieur Roulette le servían la comida en su habitación, dijo Florian, y añadió que el médico del hotel subiría a examinarle después de comer. Así, pues, eran catorce a la mesa, pero Edge puso otra silla entre él y Florian y a continuación fue a buscar a Autumn Auburn, que esperaba en un reservado. La presentó a la compañía con el aire orgulloso de un experto que ha descubierto un objet d'art en una tienda de baratijas, y Autumn hizo lo posible para parecer tímida y agradecida por el descubrimiento. Todos los hombres de la compañía le sonrieron con admiración y, aunque Autumn iba mejor vestida que cualquiera de ellas, las mujeres hicieron lo propio... menos dos. Sarah Coverley y la pequeña Domingo Simms habían leído al instante en el rostro entusiasmado de Edge y miraron a la recién llegada con cierta melancolía. Florian le dedicó una cálida bienvenida, al igual que casi todos los demás. Carl Beck miró con fijeza a Autumn cuando se la presentaron. —Fraulein Auburn, es usted la imagen de otra belleza que he conocido, o cuya fotografía he visto, pero cuyo nombre no recuerdo. Domingo sólo murmuró al estrechar la mano de Autumn: —Enchantée. Sarah, por su parte, observó en tono ligero: — Te felicito, Zachary, pero estoy decepcionada. La señorita Auburn no es una klischnigg. Edge replicó, hoscamente: — He decidido apartarme de tu estampida de duques y condes. — Un caballero habría esperado —dijo ella, sin abandonar la ligereza—, por lo menos hasta ser pisoteado por el primero de ellos. Autumn, cuyos ojos entre castaños y dorados se habían detenido en uno y otro durante este intercambio, dijo: —Madame Solitaire, debió de ser usted quien escribió en su salvoconducto. —Sí. Y le aseguro, querida, que se conducirá a su completa satisfacción. —Oh, querida, debió escribirlo en el documento. Ahora tendré que juzgar por mí misma. —Touché —dijo Florian—. Ahora, señoras, bajen los floretes. Un hombre viril detesta que hablen de él en tercera persona, como si fuese mudo, necio o difunto, y el coronel Edge no es nada de esto. —i Vaya! ¿Es usted un coronel auténtico? —preguntó Autumn a Edge, con sorpresa exagerada—. Y yo sólo le he llamado señor. —Sentaos todos —dijo Florian—. Aquí llega nuestro antipasto y, aunque no champaña, todavía no, un decente vino bianco. Sin duda conoce usted el vino local, señorita Auburn. ¿Se aloja en este mismo hotel?
—No exactamente —respondió ella, mientras se servía con avidez de una bandeja—. En la cochera del hotel, en mi propia caravana. Así me hospedo a precio de establo. Y, por cierto, con raciones de establo. —Bueno, debemos informarla, antes de que decida unirse a nosotros — dijo Florian—, de que éste es nuestro primer alojamiento bajo techo en mucho tiempo, y quizá sea el último. Pero no hablemos de negocios hasta que estemos bien alimentados. Cuéntenos cómo ha llegado hasta aquí. Entre voraces bocados de carne fría, setas encurtidas y fondos de alcachofa, Autumn contestó con sincopada economía: —La vieja historia. Espectáculo de cabras. Circo Spettacoloso Cisalpino. Montamos la tienda aquí. El director hizo un número de Johnny Scaparey. Nos dejó plantados a todos. Algunos nos quedamos. No había mucho donde elegir. Dábamos representaciones para los veraneantes. Pasábamos el sombrero. Casi siempre volvía vacío. Ahora ha concluido la temporada. Y seguimos aquí. Los camareros sirvieron la sopa, un fragante cacciucco, y empezaron a llevarse los platos del antipasto. Autumn se apresuró a decir: «Prego, lasciate», para detenerlos, y luego dijo a la mesa en general: — Por favor, ustedes han pagado estos entremeses. Si no desean terminarlos, podría... — Espere, señorita —interrumpió Stitches—. Traerán muchos más platos dentro de poco. No es necesario que se llene con los preliminares. — No me refería a mí. Pensaba que podríamos envolverlos para otros artistas hambrientos, abandonados por el Cisalpino, que les estarían muy agradecidos. Florian dio al instante órdenes en italiano y los camareros se inclinaron en señal de asentimiento. Autumn prosiguió: —Yo soy más afortunada que los otros. Tengo mi propia utilería y mi propio transporte. De hecho, recibí una oferta para incorporarme al Circo Orfei, pero ahora están lejos, en algún lugar del Piamonte. La gente de este hotel ha sido muy noble en cuanto al pago de mi cuenta, pero no me dejarán enganchar mi rocín a la caravana hasta que la haya saldado, así que esperaba simplemente sobrevivir hasta que el Orfei pase por aquí, si es que lo hace algún día. — El Orfei es un buen espectáculo —dijo Magpie Maggie Hag—. Muy famoso en todas partes. Y próspero también. No es de medio pelo. Harías bien en irte con ellos. Edge la miró con el ceño fruncido y Florian le dirigió una mirada de contrariedad y dijo: —Maldita sea, Maggie. No quería hablar de negocios, pero... —Se volvió de nuevo hacia Autumn—: Admito que la familia Orfei te pagaría más y con mayor regularidad. Nosotros sólo podemos ofrecer una parte de sueldo y otra de promesas.
—También deberíamos confesar que no siempre comemos tan bien — dijo Edge, indicando las bandejas de salmonetes y espagueti que los camareros estaban poniendo sobre la mesa. —Soy libre, blanca y tengo veintiún años —contestó Autumn—. ¿No es así como se dice en su país, coronel Edge? —Veintiún años —murmuró Sarah sobre su copa de vino. —Y soy capaz de decidir por mí misma —añadió Autumn—. Si hay un lugar para mí, señor Florian, lo aceptaré encantada. —Esto es hablar irlandés, querida —exclamó Pimienta—, aunque seas inglesa. Engancha una estrella a tu carromato. —Levantó la copa de vino y exageró su pronunciación—: iEn París brindaremos con buen champaña, paseando en carruaje por los Champs Elysées! ¿Verdad, Pap? —Como no hubo una respuesta inmediata, repitió, molesta—: ¿Verdad, Paprika, mavourneen? — Oh —dijo la aludida, que estaba contemplando el rostro nostálgico de Sarah—. Sí, sí. Claro que sí, Pim. —Además, señor Florian —añadió Autumn—, si usted es el único de la compañía que habla italiano, puedo ayudarle también en este aspecto. — ¿Lo hablas con fluidez? —Cogió de la mesa unas vinagreras, con los dos cuellos inclinados en direcciones opuestas—. En italiano correcto, esto es una ampollina. ¿Sabes el nombre idiomático? Autumn sonrió con los hoyuelos y dijo: — Es suocera e nuora, suegra y nuera. Porque los dos pitones no pueden verter al mismo tiempo. Florian le sonrió con aprobación. —Zachary, no cabe duda de que nos has encontrado un tesoro. —Se volvió hacia Fitzfarris—. Sir John, hasta que aprendas lenguas, tendré que llevar todos los tratos con las autoridades, encargarme de todas las gestiones necesarias y hablar durante el espectáculo. —Aprenderé tan de prisa como pueda —prometió Fitz. —Mientras tanto —continuó Florian—, esta tarde visitaré una imprenta y encargaré un papel nuevo. Zachary, tú y yo debemos elaborar además un nuevo programa, que incluya a la señorita Auburn y a los chinos. Y ante todo tengo que visitar el municipio de Livorno y alquilar un solar para mañana. Claro que nuestra permanencia aquí, antes de viajar tierra adentro, dependerá del éxito que tengamos. Miró a su alrededor, a los comensales bien vestidos, que comían con apetito y charlaban amistosamente entre sí, como si calculara sus deseos de divertirse y sus posibilidades económicas. —Si puedo hacerle una sugerencia —dijo Autumn, y esperó el asentimiento de Florian—. Pida permiso al municipio para levantar la carpa en el parque de la Villa Fabbricotti. Nuestro modesto Cisalpino no lo consiguió, pero ese parque está en la parte más elegante de la ciudad.
—Gracias, querida. Cada momento que pasa me resultas más valiosa. ¿Sabes por casualidad tocar la corneta? Ella rió y negó con la cabeza y Carl Beck terció: —Yo soy su Kapellmeister. Necesito una banda de músicos, nein? Florian levantó las manos en señal de impotencia. —Tenemos un tambor enérgico, un acordeonista neófito y un corneta transitorio. Empezamos con poco, Herr Beck, pero esperemos que pronto... Stitches Goesle agitó su tenedor y dijo: —Diablos, estamos rodeados de latinos que pueden cantar como los galeses y tocar cualquier instrumento que les pongamos en las manos. — Es cierto —respondió Florian—, pero la mayoría de italianos, excepto las clases altas, temen viajar a mucha distancia de su casa. No, aquí en Europa... bueno... Paprika, Pimienta, Maggie, estoy seguro de que cualquiera de vosotras puede decirlo al maestro velero. Las más jóvenes cedieron la palabra a Magpie Maggie Hag, la cual explicó: —Lo que necesitas son eslovacos. Los eslovacos son los negros de Europa. Todos los circos los usan. Trabajan como peones, desmantelan, conducen vehículos, montan, y luego tocan música de banda. Su país es tan pobre, que se marchan y trabajan en todos los circos europeos. Cuando tienen dinero en el bolsillo, lo llevan a sus familias y vuelven a sus circos. —iDiantre! —exclamó Goesle—. Tanto mejor. Contrataremos a eslovacos, Carl, para que sean tu banda y mis ayudantes. He estado mirando su lona, señor Florian, y tengo una idea que doblará la capacidad de la tienda. —Bueno, hasta que sepamos cuánta gente vamos a atraer... —empezó Florian, pero Carl Beck le interrumpió. —También deseo empezar con el generador para el Luftballon. Necesitaré mano de obra para fabricarlo. —Caballeros, caballeros —rogó Florian—. Creía haberos dicho con claridad que iniciamos esta gira con un capital muy exiguo. Hasta que lo incrementemos... — ¿Qué puede costar un Gasentwickler? —preguntó Beck—. Un poco de metal, unas ruedas y mangueras de caucho. No es un gasto muy grande. Para su funcionamiento, podemos conseguir limaduras de hierro de cualquier herrero. Las bombonas de vitriolo serán lo único caro. —Herr Kapellmeister, en estos momentos, cualquier gasto es excesivo. Beck miró a Goesle y dijo: —Tenemos nuestra última paga de a bordo. —Ambos asintieron y Beck miró de nuevo a Florian—: Hagamos un trato. Usted nos procura a los eslovacos y Dai y yo invertimos en lona, láminas de metal,
Musikinstrumente y todo lo necesario. Cuanto antes tengamos un buen espectáculo, una buena banda y una buena carpa, tanto más de prisa prosperaremos, nicht wahr? — Indudablemente —convino Florian—. Os agradezco a ambos este gesto de buena fe, pero temo que este acuerdo entre caballeros no convencerá a los eslovacos. Pertenecen a la clase trabajadora y pensar es el único trabajo que no saben hacer. La idea de trabajar por participaciones sería demasiado sutil para sus sencillos intelectos. Sólo entienden el dinero contante y sonante. —Pero también están acostumbrados a la retención —dijo Autumn—. ¿No pagan de este modo en los Estados Unidos? —Se ruborizó un poco y añadió—: Me parece que me entrometo demasiado a menudo, pero nuestro Johnny Scaparey también dejó plantados aquí a un grupo de eslovacos. —La retención, sí —murmuró Florian, mirándola con aprobación—. Lo hacen los circos de todo el mundo y yo también lo hice en los años solventes del salario semanal. —Explicó a los no iniciados—: A cada novato se le retenía siempre el sueldo de las tres primeras semanas, que no se pagaba hasta el final de la temporada. Es una vieja costumbre, en parte para desanimar a los trabajadores eficientes de marcharse para aceptar otro empleo mejor remunerado, pero en parte por razones filantrópicas, para que los borrachos y malgastadores tengan por lo menos dinero para volver a sus casas cuando cierra el espectáculo. — Pues ya está —dijo Pimienta—. Los eslovacos sólo te costarán la manutención y serán felices de asegurársela. No sabrán que no podemos pagarles. Supondrán que se trata de la retención habitual. Y si aún no podemos pagarles al cabo de tres semanas... bueno, tendremos preocupaciones peores que ésta, amigos míos. — Cierto, cierto —asintió Florian—. Y tenemos fondos suficientes para la manutención. Muy bien. Herr Beck, señor Goesle, tendréis a vuestros peones y músicos eslovacos. Podéis llevar adelante vuestros planes. —Los dos juntaron inmediatamente las cabezas, mientras Florian se dirigía de nuevo a Autumn—. Has mencionado que otros artistas se quedaron sin empleo. ¿Qué números hacían? ¿Y están también ellos tan apurados que se incorporarían a nosotros sobre la base de la retención? —Bueno... —dijo Autumn—. Ahora pensará que soy una egoísta, porque encuentro un empleo para mí y me olvido de los demás. Pero es que de verdad no creo que le interesen. —Dime por qué. —Los únicos que aún permanecen en la ciudad son los Smodlaka. Yugoslavos. Un número familiar. Parachoques caninos.
La mitad de los ocupantes de la mesa expresó incomprensión. Florian tradujo para ellos: —Un número de perros amaestrados. —Tres terriers cruzados —dijo Autumn—. Nada bonitos, pero muy buenos. Los Smodlaka les dieron nombres yugoslavos (impronunciables, claro), así que yo siempre los llamaba Terry, Terrier y Terriest y ahora sólo atienden a estos nombres. Florian rió y preguntó: —¿Y qué inconveniente tiene contratar a estos yugoslavos? —Bueno, incluyen a dos niños, más pequeños que cualquiera de este espectáculo. Una niña de seis años y un niño de siete. Ha sido para la familia Smodlaka que he pedido los restos de la comida. —¿Son los críos meros apéndices o sirven para algo? —Sí. Para exhibición. Ambos son albinos. Pelo blanco, piel blanca, ojos rosados. — ¿Albinos auténticos? i Cómo, éste vuelve a ser el comienzo de un espectáculo secundario para nosotros, sir John! Una pareja de Fantasmas para presentar junto a nuestra pareja de Pigmeas Blancas. ¿Por qué diablos no tendría que querer a semejante familia, señorita Auburn? — Porque Pavlo, el padre, es un bastardo integral. Todos le detestaban en el otro espectáculo. — Ajá —murmuró Florian, dirigiendo a Edge una mirada de complicidad—. ¿Cómo se manifiesta esta condición de bastardo? — Maltrata a su familia. Nunca habla a los niños, y cuando dice algo a su esposa, lo hace ladrando, igual que uno de sus terriers. También le ha pegado alguna vez. Y Gavrila es una persona tan dulce y amable que todos odiaban a Pavlo por ello. — ¿Zachary? —dijo Florian—. ¿Nuestro foco de repuesto? — Si usted lo dice, director. Cuando se ponga realmente insufrible, siempre podemos echarlo a sus propios perros como comida. Tal vez tengamos que hacerlo. Para alguien que no puede pagar sueldos, está cargando con un gasto considerable sólo de manutención. — Hablando de manutención —observó Florian—, aquí llega lo dulce y lo amargo para redondear nuestra comida. Zabaglione y expresso. Señorita Auburn, ¿puedes encontrar a toda esa gente? ¿A los eslovacos y los Smodlaka? — Están diseminados por toda la ciudad. Si pudiera llevar un acompañante... —Iré contigo —dijo Edge, antes de que pudiera ofrecerse otro hombre—, pero antes permíteme presentarte a Jules Rouleau. Quiero saber qué dice el médico sobre su recuperación. Cuando terminó la comida, Florian dejó un puñado de billetes para los camareros. Mullenax y Yount arquearon las cejas, y él les advirtió:
— Ser pobre sólo es una desgracia si te obliga a actuar como tal. De todos modos, esta propina no es tan generosa como parece. Una lira sólo vale veinte centavos yanquis. A propósito, todos los recién llegados tendrían que cambiar su dinero americano y aprender a calcular en liras. La compañía entera fue al mostrador de recepción para hacerlo. El médico residente del Gran Duca, un tal doctor Puccio, esperaba allí, y Florian le condujo a la habitación de Rouleau, acompañado por Edge y Autumn. Carl Beck y Magpie Maggie Hag los siguieron. —Madonna puttana —murmuró el médico, cuando levantó la sábana de la cama del inválido y vio la caja de salvado—. E una bella cacata. — Autumn rió entre dientes al oírle, pero no tradujo las palabras a Edge. El doctor Puccio tenía razón al exclamar aquello. Habían ido añadiendo más salvado a medida que los ratones o ratas, o ambos, lo comían, pero el grano estaba mezclado con excrementos de los roedores y una buena dosis de hollín. En el fondo de la caja, donde el salvado se había humedecido con el goteo de los diversos medicamentos aplicados a las heridas de la pierna, había una capa de moho verde. La pierna tenía también muy mal aspecto cuando la levantó de la caja: encogida, descolorida por el salvado y arrugada como una rama. El médico siguió refunfuñando: «Sono rimasto... cose da pazzi... mannaggia!», mientras limpiaba la pierna y después la tocaba, manipulaba y examinaba. A pesar de todo, la pierna estaba entera, sólo se doblaba en los puntos donde debía hacerlo y las heridas ya eran sólo cicatrices. El doctor Puccio miró a los que le rodeaban con expresión ceñuda y amenazadora y preguntó en un inglés perfecto: —¿Quién prescribió este tratamiento demencial para las heridas? No fue un médico, seguro. — La caja de salvado fue idea mía —confesó Edge—. En una ocasión sirvió para un caballo al que me resistía a matar de un tiro. El doctor gruñó y luego dirigió a Florian una mirada colérica. —Signore, no he sido informado de que se me llamaba para examinar a un paciente de veterinario. —Volvió a mirar a los demás—. Aparte de esta caja merdosa, ¿qué atenciones se le han dedicado? — Le he limpiado las heridas con ácido fénico —respondió Magpie Maggie Hag— y después he usado ungüento de basilicón, gotas de dicloroetano y cataplasmas de hierbas emolientes. —Gesú, matto da legare —murmuró el médico. Entonces anunció, enfadado—: Nada de esto debería haberse hecho. Ha sido una gran estupidez, remedios campesinos, curas de caballo, una intromisión imperdonable. —Los miembros de la compañía parecían contritos y Rouleau preocupado. Sin embargo, el médico se encogió de hombros a la italiana, con hombros, brazos, manos y cejas, y continuó—: A pesar de ello, todo ha servido. Ustedes no pueden saber por qué, así que voy
a decírselo. Ninguna de estas ridículas panaceas de curandera, signora, podían evitar que los microbios y bacilos de la corrupción infectaran las heridas. Este paciente habría tenido que morir de fiebres. En cuanto a esta... esta merda, estas cáscaras recrementicias —pasó con repugnancia una mano por el salvado—, igual podrían haber envuelto el miembro en serrín. Salvo por una cosa. Todos ustedes eran demasiado ignorantes para saberlo, pero el salvado generó espontáneamente estos hongos aspergillus. —Tocó la verde capa de moho—. Es conocido por los médicos, pero sólo por los médicos, no por aficionados como ustedes, que ciertos aspergilli producen un efecto destructor sobre los microbios de la enfermedad. Este moho verde, sólo este determinado moho verde, ha curado el miembro del paciente y salvado su vida. —Así que lo hicimos bien, ¿eh? —dijo Magpie Maggie Hag, con una risa senil. El doctor Puccio le dirigió una mirada hosca. —Por lo menos, el pronóstico es bueno. La pierna requerirá frecuentes masajes con aceite de oliva para recobrar la musculosidad y flexibilidad. Será dos o tres centímetros más corta que la otra pierna. Andará con un cojeo, signore, pero andará. — Soy acróbata de oficio, dottore. ¿Volveré a saltar? ¿Brincar, voltear, dar saltos mortales? —Lo dudo y no se lo recomiendo. Después de todo, el miembro no ha sido escayolado ni cuidado por un profesional, sino por ignorantes, por muy buena que fuera su intención. —Les dirigió otra mirada reprobadora. —Pero tienes ante ti una carrera nueva, Monsieur Roulette —dijo Florian—. La de aéronaute extraordinaire. El jefe Beck va a empezar la construcción de un generador de gas para el Saratoga. —Zut alors! Entonces mi accidente me ha librado para siempre de la monótona tierra llana. Debo estarle agradecido. Y a vosotros, Zachary y Mag, mis entrometidos e ignorantes amis. Los visitantes abandonaron la habitación y, en el vestíbulo, Carl Beck preguntó: —Bitte, Herr Doktor. ¿Puedo pedirle un consejo? Se habrá dado cuenta de que mis cabellos empiezan a escasear. —Sí. ¿Y qué? Los míos también. — Sólo deseo conocer su opinión profesional de este medicamento. Beck se sacó del bolsillo un frasco de la loción que le había dado Magpie Maggie Hag. — ¿Es esto lo que he olido en usted? —El médico se volvió hacia la gitana—. ¿Qué es? En una buena imitación de la propia altanería del galeno, contestó ella con orgullo: — Una panacea de curandera.
Los ojos del médico centellearon por primera vez. Destapó el frasco de Beck y lo olió. — ¿Ajá! i Sí! Per certo. Puedo distinguir los ingredientes secretos. Pero no tema, signora, no los divulgaré. Ja, mein Herr, este remedio servirá tan admirablemente como cualquier otra cosa conocida por la ciencia médica. —Danke, Herr Doktor. —Beck se inclinó y en seguida dijo a Magpie Maggie Hag—: No era suspicacia, se lo aseguro, gnddige Frau. Pero consuela tener la garantía de un profesional. Los otros se fueron, reprimiendo una carcajada. Edge y Autumn salieron del hotel, el primero cargado con la gran papelina de restos de la comida. Florian y Magpie Maggie Hag los siguieron con la mirada y Florian preguntó: — ¿Qué dicen tus instintos de gitana sobre la contratación de los nuevos artistas, Mag? — Que los contrates a todos, excepto a la rakli. —¿La chica? —Florian parpadeó—. No me digas que ves algún peligro en Autumn Auburn. — No. Es una rakli bella y afectuosa y será una buena artista. Y una buena romeri para Zachary. — ¿Esposa? Vaya, vaya. ¿Es que presientes celos de...? —No. Ni siquiera Sarah tendrá celos de una esposa tan buena. En Autumn Auburn no hay peligro, sólo dolor. — i Oh, maldita sea, Mag! Reserva tu mística ambigüedad para los incautos. ¿Cómo diablos debo interpretar esto? Ella se encogió de hombros. — No veo nada más. Nada de peligro, sólo dolor. En la piazza, donde Autumn abrió su sombrilla de color amarillo pálido y el sol poniente brilló todavía más sobre sus cabellos castaños y cara traviesa, Edge no pudo por menos de exclamar: — Eres lo más bonito que he visto en mi vida. — Grazie, signore. Pero aún no hace un día que estás en Italia. Espera a ver una muestra de las signorine por estas calles. — No las veré. Me deslumbras demasiado. ¿Quieres casarte conmigo? Ella fingió meditar la respuesta y al final dijo: — Señora Edge. Suena a mujer tragasables. —Cualquier cosa es mejor que señorita Cubbidge. Pero, si insistes, me convertiré en señor Auburn. —Yo no insisto en nada, Zachary, incluyendo al matrimonio. ¿Por qué no hacemos durante un tiempo lo que la gente corriente llama «ensayo de matrimonio»? Él tragó saliva y buscó las palabras.
— Bueno... muy bien. Pero ésta es una proposición aún más directa que la mía. — Espero que no te ahuyente. No soy disoluta, pero tampoco dolorosamente respetable. Te deseé en cuanto te vi, a pesar de tu arisco saludo. —Fue en defensa propia. Verte casi me hizo perder el sentido. —Entonces, los dos lo hemos sabido desde el principio. ¿No sería tonto pasar por todas las trivialidades del coqueteo, el noviazgo, las bromas de los amigos, la publicación de las amonestaciones y...? —Sí. ¿Por qué no volvemos al hotel ahora mismo y...? — No. Puedo no ser virtuosa, pero seré justa. Te haré mirar lo que podrías estar cortejando. Mira hacia allí, a esa esbelta muchacha. ¿No es maravillosa? —No está de mal ver, no, señora. Pero apostaría algo a que engordará antes de los cuarenta. —¿Cómo sabes que yo no engordaré? Muy bien... esa otra. No le puedes encontrar ningún defecto. La chica que lleva flores en el pelo. —Autumn, tú llevas flores en los ojos. Deja de señalar a posibles novias. Ya tengo a la que quiero. —iAy de mí! Un hombre impetuoso. —¿Podemos volver ahora? —Ni hablar. El director nos ha confiado una misión. Ahora, Zachary, deja de contemplarme y echa una mirada a tu alrededor. Es tu primer día en un país nuevo, en un continente nuevo. Tendrías que devorar las vistas como cualquier turista de la Cook. Ahora que Edge y Autumn se habían alejado bastante de los olores portuarios de humo de carbón, vapor, sal y pescado, Livorno era más atractivo para el olfato que para la vista. Envolvía y endulzaba el crepúsculo incipiente el humo de leños que salía de las puertas de las cocinas. De cada jardín y ventana emanaban los olores acres, picantes, nada parecidos a un perfume, de flores anticuadas: cinnias, caléndulas, crisantemos. Autumn enseñó incluso a Edge un pequeño parque urbano que era pura fragancia: una fresca fuente en un bosquecillo compuesto exclusivamente de aromáticos limoneros. Incluso ahora, a principios de otoño, estaban aún cargados de fruta, que era a todas luces propiedad pública. Numerosos golfillos trepaban a los árboles para coger los limones y llenaban después latas y tarros con agua fresca de la fuente para mezclar el zumo de la fruta y el agua y vender la limonada por las calles. Había mendigos por doquier, incluso en los barrios más elegantes, y no todos eran tan emprendedores como los chicos de la limonada. La mayoría se limitaba a permanecer en cuclillas o tendida sobre las aceras, con las mangas, faldas o pantalones levantados para exhibir
horribles llagas. Alargaron la mano hacia Edge y Autumn, gimiendo uniforme y monótonamente: «Muoio di fame...» —«Me muero de hambre» —tradujo Autumn—. No te apiades de ellos. Más de la mitad son farsantes sanos y fuertes e incluso los verdaderos lisiados podrían encontrar trabajo cosiendo redes en los muelles. Así, pues, Edge sólo dio limosna a un mendigo, porque parecía auténtico y porque no los importunó. De hecho, sólo podía identificarse como mendigo por el cartel colgado de su cuello: «CIEGO.» Llevaba gafas opacas y lo arrastraba por las calles un perro que tiraba de la correa con demasiado ímpetu para darle ocasión de acercarse a alguien. Edge casi tuvo que pararlos a la fuerza para poner una moneda de cobre en la mano del hombre. El ciego suspiró y dijo en un murmullo: —Dio vi benedica. —Sacudió la cabeza con desesperación, señaló al perro que aún pugnaba por seguir su camino y murmuró algo a Edge. Autumn lo oyó, rió y dijo: —Dale un poco más, Zachary. Dice que antes tenía un perro bien amaestrado, que se paraba por iniciativa propia siempre que veía a alguien dispuesto a la caridad, y esperaba con paciencia a que él contara la triste historia de que en el pasado había sido un curtidor próspero hasta que cayó en una de sus tinas y el ácido le cegó. Pero aquel perro murió y este nuevo es un inútil. Dice: «Ahora, cuando se detiene, suelo encontrarme contando la historia de mi vida a otro perro.» —Rió otra vez, y también rió el ciego, aunque con tristeza—. Dale más, Zachary. Estas monedas sólo son centesimi. Dale una lira. Mientras caminaban, Edge observó a Autumn que los yugoslavos vivían en un barrio demasiado distinguido para artistas de circo sin trabajo, pero cuando ella le condujo a la parte posterior de una de las mansiones, vio que los Smodlaka vivían en el fondo de un cobertizo de la propiedad. El cabeza de familia, un hombre de la edad de Edge, con abundante barba y cabellos rubios, se hallaba sentado en el umbral sin puerta, afilando ociosamente un palo. Levantó la mirada al ver a Autumn, no saludó, hizo una mueca de disgusto, siguió cortando el palo y dijo en inglés: —Hay que hacer algo cuando no se tiene nada que hacer. —En vez de astillas, podrías hacer una muñeca para las niñas. Pavlo, te presento a Zachary Edge, director ecuestre de un nuevo circo que acaba de llegar del extranjero. Está aquí para ofrecerte un puesto en el espectáculo. —Svetog Vlaha! —exclamó el hombre. Se puso en pie de un salto, sacudió la mano de Edge y lo saludó en una serie de lenguas. Edge contestó: —Encantado de conocerle. Y a partir de entonces Smodlaka habló casi exclusivamente en inglés, incluyendo la orden que gritó hacia el oscuro interior del cobertizo:
—iVenid, queridos! ¡Venid a dar la bienvenida! Edge estaba ansioso por conocer a los niños albinos e incluso a la maltratada esposa, pero lo que salió en tropel de la oscuridad, profiriendo sonidos de alegría, fueron tres perros cruzados, pequeños y flacos. Smodlaka dio órdenes inmediatas —«Gospodin "Terry", pravo! Gospodja "Terrier", stojim! Gospodjica "Terriest", igram!»—, y los perros empezaron a dar vueltas en tomo a Edge, uno sobre las patas traseras, otro cabeza abajo sobre las delanteras y el otro dando alegres volteretas. Autumn dirigió a Pavlo una mirada de reprobación, se asomó al cobertizo y llamó: —iGavrila, niños! iSalid también vosotros! Cuando la primera se acercó tímidamente al umbral, retorciendo las manos contra un delantal de remiendos, Pavlo interrumpió sus órdenes a los perros gimnastas —«iMujer, trae vino!»— y ella desapareció de la vista como impulsada por un muelle. Pavlo continuó ladrando como un perro a sus perros, mientras éstos, con el mismo silencio y eficiencia de los tres chinos del Florilegio, seguían con sus cabriolas. La mujer reapareció al cabo de un minuto con un pellejo de vino y tres tazas de madera pintada. Sin esperar otra orden, llenó y alargó las tazas a Autumn, Edge y su marido y siguió retorciendo su delantal. Detrás de este delantal asomaban, una a cada lado, dos caras de cera coronadas por cabellos de color paja. —Mi mujer —gruñó Smodlaka, señalando con la cabeza en su dirección—. Su prole. —Hizo chocar su taza contra la de Edge y bebió un sonoro sorbo. —Tienen nombres —dijo Autumn—. Gavrila, te presento a Zachary Edge. Zachary, los pequeños son Velja y Sava. Zdravo —dijeron todos, estrechándole la mano con timidez. La madre era una rubia eslava, de tez clara y ojos azules como el padre, y era muy bonita, pese a la cara ancha y el cuerpo macizo. Los dos niños eran tan extremadamente blancos que no podía distinguirse su sexo, y sus rostros de color paja casi parecían no tener rasgos —nariz pálida, labios pálidos, cejas y pestañas blancas—, exceptuando los ojos, impresionantes: pupilas rojas en el centro de unos iris plateados que lanzaban destellos de un rosa vivo cuando captaban un rayo de luz. Gavrila miró de soslayo a su marido antes de preguntar a los visitantes: —¿No han comido, gospodín, gospodjica? Tenemos pan y queso. Tenemos vino. Tenemos de todo. —Ya hemos comido, gracias —respondió Autumn, y le alargó la bolsa de papel—. Aquí tienes algunos bocados para complementar tu abundancia, querida. Ahora hemos de atender a otras diligencias.
—Pero aún no han visto todo el número de mis protegidos —protestó Pavlo. Los perros continuaban ejecutando sus frenéticas cabriolas, saltando uno sobre el otro en una complicada secuencia de baile. —Toma a tus protegidos y a tu familia —dijo Autumn— y enséñalos a monsieur Florian en el hotel Gran Duca. Estoy segura de que le gustarán y los contratará. ¿Sabes dónde puedo encontrar a los eslovacos? —Prljav —dijo con desprecio Smodlaka—. Todos mendigan en la estación de ferrocarril. Llevando paquetes y esperando propinas. Degradándose. —Mientras tú estás sentado, afilando un prestigio sin mácula —replicó Autumn, y añadió, dirigiéndose a Gavrila—: Espero veros mañana en el circo, a ti y a los niños. Vamos, Zachary. Sé dónde está la estación. No estaba lejos. Como la mayoría de estaciones de ferrocarril, era bastante nueva y —como el ferrocarril, pese a todo su ruido y suciedad, era para cualquier comunidad una valiosa adquisición—había sido erigida en el mismo centro urbano, grande y ornamentada, con una fachada de mármol de Carrara. Tenía dos inmensos andenes de mármol a lo largo de dos parejas de vías, una de entrada y otra de salida, y esa zona de la estación no parecía nueva ni orgullosa, pues ya estaba cubierta de hollín y sombreada por una permanente cortina de humo que pendía de la bóveda de cristal sostenida por vigas. Acababa de entrar un tren de Pisa y los pasajeros se empujaban y abrían paso a codazos, casi luchando para salir de los compartimientos y correr a hacer sus necesidades a los lavabos de la estación. Edge observó con interés que las locomotoras europeas funcionaban con carbón, como el buque de vapor Pflichttreu. Las máquinas despedían nubes de humo menos voluminosas que las de los trenes americanos, alimentados con leños, que Edge estaba acostumbrado a ver, y, desde luego, menos chispas; estas locomotoras no tenían las grandes y abultadas parachispas sobre sus chimeneas. Sin embargo, el humo y ceniza que producían eran más grasientos y sucios y ennegrecían más los vagones del tren, a los pasajeros, los alrededores de la estación e incluso el paisaje que bordeaba las vías. Tras la desesperada salida de los pasajeros, el tren descargó una asombrosa cantidad de equipaje: bolsas, baúles, maletines, maletas y gran número de enormes cajas de madera, cada una capaz de conte ner la tabla de una mesa grande, lo cual era evidente que no conte nían, pues un solo mozo bastaba para bajarlas del furgón del equi paje al andén. Edge miró más de cerca una de ellas y vio que lleva ba grabado: «CRINOLINA.»
—¿Significa esto lo que me imagino? —preguntó a Autumn—. ¿Que en esta enorme caja sólo hay miriñaques? —Uno solo —contestó ella—, la falda plegable de un vestido. Una en cada caja. ¿Cómo creías que transportaban las mujeres la subestructura de su vestuario? Ah, mira. Uno de esos mozos es Aleksandr Banat. Llamó por señas a un hombre bajo, chato y mal vestido, que se le acercó al instante, quitándose la gorra informe para tirar de un mechón de sus cabellos. Autumn le habló en italiano y él respondió con gruñidos y alguna que otra palabra en la misma lengua. Luego tiró con tal fuerza del mechón que se inclinó hacia adelante. Indicó a Autumn y Edge que le siguieran por el andén, hasta donde los rieles salían a la luz del día. —Dice que él y todos sus compatriotas eslovacos viven en cobertizos abandonados en el patio de carga —explicó Autumn—. Pana Banat es más o menos su jefe. Como debes haber observado, tiene un dedo y medio de frente. También sabe algo de italiano y entiende un poco el inglés. Caminaron entre vías, traviesas, agujas, vagones viejos y furgones de mercancías. Al fondo de los desviaderos llegaron a una verdadera ciudad de cobertizos construidos con materiales de desecho: metal ondulado cubierto de óxido, cartón, lona, pero sobre todo cajas unidas de CRINOLINAS. La población de hombres sucios y andrajosos y algunas mujeres sucias y harapientas estaba sentada, aburrida y apática, o removía el contenido de latas colgadas sobre fuegos de desperdicios o arrancaba sabandijas de las costuras de su ropa o miraba con expresión sombría a los recién llegados. Banat caminó entre los cobertizos y volvió con media docena de hombres. Podían haber sido parientes próximos suyos, tan grande era el parecido: morenos, peludos, corpulentos. Banat los presentó con gesto ceremonioso, individual y efusivamente, pero Edge sólo entendió el prefijo general de Pana y unos nombres que sonaban como gargarismos. —Dice que Pana Hrvat sabe tocar la corneta —tradujo Autumny que él toca el acordeón y que Pana Srpen incluso posee un trombón y Pana Galgoc y Pana Chytil saben tocar diversos instrumentos. En cualquier caso, todos ansían trabajar. De peones, músicos o lo que sea. —Dio instrucciones a Banat—. Pana Banat los reunirá a todos, hay cinco o seis más, y los llevará en seguida a ver a Pana Florian. Pero antes Banat acompañó a Autumn y Edge hasta el final de los cobertizos, a la ciudad propiamente dicha, para que no tuvieran que regresar por el apartadero en la inminente oscuridad. Se encontraron en la parte comercial de Livorno, el barrio de la clase obrera, donde la noche y la niebla nocturna del mar se deslizaban juntas por las calles estrechas y tortuosas. Los faroleros hacían su trabajo a toda prisa, para mantener a raya a la oscuridad. Los faroles encendidos brillaban confusamente a través de la niebla, iluminando los escaparates de las
tiendas, los tenderetes de la calle y las carretillas de afiladores, vendedores de pasta y de queso, talladores de coral, recogedores de malvas, vendedores de alpiste, reparadores de porcelana, todos gritando sus mercancías y servicios a los transeúntes que se dirigían a sus casas. Entonces vieron bajar por la calle a un número considerable de gente que formaba un apretado grupo. Cuando pasaron bajo un farol, resultó evidente que eran una banda de mendigos —todos harapientos y sucios, algunos cubiertos de úlceras, otros lisiados y cojos, unos cuantos arrastrándose sobre manos y rodillas—, pero había algo todavía más extraño en el hombre que conducía al grupo y que caminaba con normalidad. —Es el caballero John Fitzfarris —dijo Edge, y le llamó—. Hemos estado reclutando a nuevos colegas, Fitz. ¿Quién diablos son tus reclutas? —Malditas garrapatas —respondió Fitz—. He salido a dar un paseo, porque me gusta encontrar los mejores lugares de cada ciudad nueva — sonrió—, y también los peores. Y en vez de esto, he terminado dirigiendo este desfile de repugnantes mendigos. —Miró con ira a la multitud de personas jóvenes y viejas, de sexo masculino y femenino. No buscaban piojos en su ropa ni gimoteaban «Muoio di fame»; le estudiaban simplemente, con una especie de muda admiración—. Les he echado todas las monedas que poseo, pero no puedo deshacerme de ellos. Creo que piensan que soy de su clase. Autumn preguntó en italiano y un par de mendigos murmuró una respuesta. Dijo a Fitz: — Esperan descubrir cómo te has pintado media cara azul. Por lo visto eres único en la profesión. Sin duda quieren probarlo en sus caras. — Maldita sea —gruñó Fitz—. Me gustaría enseñarles cómo me lo hice. Jamás había visto un grupo de farsantes como éste. En algún momento de mi vida, yo también he caído en ello, de modo que sé distinguir lo falso de lo auténtico. ¿Veis aquel de allí? ¿El que tiene esas repugnantes úlceras y costras en la cara y los brazos? — A mí me parecen reales —dijo Edge—. Y horribles. — Es la escaldadura falsa. Te pones sobre la piel una gruesa capa de jabón y la salpicas de vinagre. Forma burbujas y ofrece un aspecto repugnante, como la lepra o algo así. Y aquel otro tipo es un epiléptico falso. Se cae en medio del arroyo, agita los miembros y saca espuma y atrae a una multitud de buenos samaritanos. Y aquella mujer flaca (su esposa, tal vez) se desliza entre los samaritanos y les vacía los bolsillos. Espero que esta basura no me persiga por toda Italia. Autumn gritó inmediatamente a la plebe furiosas invectivas en italiano. Acobardados, se dispersaron y desaparecieron por diversos pasajes. Fitzfarris expresó a Autumn su más sincero agradecimiento y dijo que en lo sucesivo no saldría a la calle sin su máscara de cosméticos y
acompañó a Edge y Autumn hasta el Gran Duca. Cuando los tres cruzaron el umbral, encontraron el vestíbulo lleno de personas que no eran los habituales huéspedes bien vestidos. —Florian ha congregado a toda la gente nueva enviada por usted, señorita Auburn —explicó Mullenax, mirando y fumando un negro y retorcido cigarro italiano, cuyo rancio aroma no dominaba del todo el fuerte olor de su aliento, que sugería una temprana y bien aprovechada visita al bar del hotel—, y está examinando sus salvoconductos. Ya ha contratado a la familia de los perros y encargado una habitación para ellos. Ahora habla a esos trabajadores. —Supongo que debería ayudarle en esta conversación —dijo Edge a Autumn—. Tú puedes hacer de intérprete. —No —respondió ella, con firmeza—. Tenemos que ensayar, algo, ¿recuerdas? Así, pues, aunque era muy temprano, dijeron buenas noches a Fitzfarris y Mullenax y se retiraron. Edge tenía una habitación para él solo y fueron allí en lugar de a la caravana de Autumn, porque ella quería aprovecharse del cuarto de baño del hotel. Una sirvienta corrió a llenar la bañera y volvió poco después para acompañar a Autumn y ayudarla en sus abluciones. Autumn fue al baño completamente vestida, exceptuando el sombrero y la sombrilla, porque no tenía bata y el cuarto de baño se hallaba a una distancia considerable a través de los pasillos. Y por la misma razón, volvió completamente vestida a la habitación de Edge. —Para no provocar un escándalo —dijo a éste—, me he tenido que desabrochar todos los botones y deshacer todos los lazos y luego, después del baño, abrocharlos de nuevo. Ser modesta es una tarea muy ardua. —Entonces, seamos inmodestos —sugirió él— y realmente escandalosos. Permite que sea yo quien te desabroche ahora. Por primera vez en su vida, Edge experimentó el inefable placer de desnudar con sus propias manos a una mujer deliciosa, vestida con las numerosas capas de tela y adornos del atuendo europeo para calle. Durante el resto de su vida no olvidaría nunca la novedad, los matices y las sutilezas que precedieron aquella noche al acto de hacer el amor. Fue como disfrutar de una desfloración casta antes de la unión en sí... como arrancar suavemente los pétalos, uno tras otro, de una peonia o una camelia o cualquier otra flor de muchos pétalos. Mientras Autumn se sometía a sus manipulaciones, mostraba —además de todo lo que llevaba puesto— aquel esbozo de sonrisa traviesa, acompañado de los hoyuelos. Se mantenía, paciente, en medio de la habitación iluminada, como una niña que se deja preparar por su niñera para ir a la cama. Como Edge no era una niñera, tardó mucho en desnudarla, pero para él fueron unos preliminares encantadores. Y
mientras se dedicaba a esta ocupación, su mezcla de cuidado minucioso y torpe ansiedad pareció excitar también a Autumn, que temblaba, de un modo ligero pero perceptible, cada vez que sentía su contacto en el cuerpo. Edge, tras cierto estudio y deliberación, empezó por desenganchar el adorno de bolitas de ámbar que rodeaba el generoso escote. Cuando lo hubo quitado, el percal amarillo pálido de debajo se onduló lo suficiente para dejar ver el espacio entre las suaves redondeces de sus pechos, lo cual hizo detener a Edge para sumirse un minuto en la más pura admiración, y esto provocó en Autumn un suspiro hondo y trémulo que convirtió la observación de sus pechos en algo todavía más interesante. Entonces Edge se sobrepuso y consideró el paso siguiente, decidiendo que consistiría en desabrochar los diminutos botones de perla gris de sus puños bordados. Para sus dedos grandes e inexpertos, fue una tarea muy dificil, pero entonces siguieron los botones más grandes que cerraban en la espalda la blusa de percal, y éstos fueron más fáciles. Sin embargo, cuando estuvieron desabrochados, algo mantenía unidas las dos mitades de la blusa entre las clavículas de Autumn. Esta tuvo que ayudar por primera vez, alargando las manos hacia atrás para enseñarle cómo funcionaba un corchete. Después, para ayudarle más, agitó los hombros, se bajó las mangas de la blusa y la tiró sobre la cama. La capa siguiente era un complejo de cintas de satén elástico que le pasaban por los hombros y se cruzaban sobre la camisa de batista para sujetar la falda de percal amarillo. Edge investigó y descubrió que podían quitarse deshaciendo los lazos de la cinturilla de la falda. Luego tuvo que quitar la cinturilla, y a continuación, aflojar todas las cintas que pasaban por unos pequeños ojales desde la cintura al bajo de la falda, ocultos bajo un volante. Una vez hecho esto, Autumn desenvolvió la falda amarilla y también la tiró sobre la cama. Todavía iba envuelta de la cintura a los tobillos por el artilugio que había sostenido la amplia falda, aros horizontales de alambre tieso, colgados de tiras de ropa, cuyo tamaño aumentaba a partir del talle hasta alcanzar dimensiones extravagantes en torno a los tobillos. Sin embargo, sólo fue preciso desabrochar las tiras para que los aros cayeran a sus pies en un montón de círculos concéntricos. Autumn salió de este cerco, lo apartó de un puntapié y se quitó al mismo tiempo las zapatillas de fina piel amarilla. Autumn no estaba todavía desnuda, pero sí mucho más que la mayoría de mujeres en esta fase de la operación. No llevaba cubrecorsé ni corsé con ballenas para estrecharse la cintura y tampoco una combinación «rellena» para darle un busto falso. No necesitaba semejantes ayudas artificiales. Aunque continuaba de pie como una niña obediente a quien preparan para ir a la cama —y quizá no era más alta que una de las chicas Simms—, Autumn Auburn no podía confundirse con una niña.
Encima y debajo del talle que Edge podía abarcar con sus dos manos, los pechos, caderas y nalgas tenían bellas proporciones femeninas. La siguiente capa visible de ropa era la camisa de batista blanca, larga hasta la cintura y sin mangas, sostenida por finos tirantes, y unas amplias enaguas con volantes de barato encaje de Valenciennes, hecho a máquina. Cuando Edge desató las cintas que sujetaban las enaguas al talle, haciéndolas resbalar hasta el suelo, quedó al descubierto otra capa de ropa. Autumn aún llevaba un par de calzones —con finos pliegues y ribeteados de encaje de Hamburgo— y medias de hilo de Escocia acanalado, sostenidas por ligas, con rayas blancas y azules bastante marcadas en la parte alta de los muslos, pero de tono amarillo pálido en el resto de las piernas y un adorno en los tobillos. Edge hizo resbalar las medias hacia abajo una por una y con mucha lentitud, tanto para gozar de la gradual y provocativa revelación de las piernas desnudas como para disfrutar del temblor que inducía este movimiento lento en la propia Autumn. No temblaba de vergüenza; sus piernas no eran nada de que avergonzarse; habrían hecho honor a cualquier estatua clásica de una ninfa danzarina. Eran firmes y tenían músculos duros, sin ser musculosas, delicadamente moldeadas y cubiertas por una piel color de melocotón que invitaba tanto a una caricia como los melocotones auténticos. Edge no se habría extrañado de encontrar duras y encallecidas las plantas de los pies de una volatinera, pero las de Autumn eran tan aterciopeladas al tacto como los muslos y pantorrillas, y comprendió que probablemente tenían que conservarse suaves... sensibles a cada temblor de la cuerda floja. Una vez quitadas las medias, Edge se levantó para contemplarla, entre satisfecho y calculador: la capa siguiente debía de ser la última. Ahora sólo llevaba la fina camisola en el torso y los calzones debajo. Cuando le levantó la camisa hacia la cabeza, ella alzó los brazos y así vio él que Autumn no era partidaria, como Pimienta y Paprika, de conservar el pelo bajo los brazos para excitar al público masculino. Iba bien afeitada y tenía en cada axila una constelación menor de pecas castañas. Esto resultaba un poco extraño, porque no tenía una sola peca en la cara, garganta o los hombros o —como resultó evidente cuando la camisa estuvo fuera— en cualquier otra parte del tronco. Más adelante Edge consideraría otro atractivo de Autumn, conocido sólo por él, que todas sus pequeñas pecas castañas estuvieran escondidas bajo los brazos y que ninguna otra interrumpiera la nacarada perfección de su cuerpo. Ahora, sin embargo, estaba demasiado complacido observando sus encantos más obvios y aún más atrayentes. Al quitarle la camisa, los pechos le saltaron alegremente, como felices de liberarse incluso de aquel confinamiento tan ligero, y eran una vista para hacer feliz a cualquier hombre. Pero Edge sólo les dedicó un momento. Cuando se inclinó para coger la cinturilla elástica de la última
prenda de la muchacha, plantó un rápido beso en cada uno de los pezones castaños que sobresalían de su aureola también castaña, y pasó la leve prenda por el triángulo de rizos castaños, todavía húmedos del baño de Autumn —que de paso también besó— y la bajó hasta los bonitos pies, cada uno de los cuales besó mientras ella salía de la última pieza de su atuendo. Arrodillado como estaba, Edge pudo observar ahora que Autumn tenía deliciosos pétalos en sus partes más secretas, igual que los de sus ojos. Los muslos un poco separados revelaban la excitación y el invitador resquicio abierto entre delicados y brillantes labios rosados, parecidos a los bordes de las petunias húmedas de rocío. Tras un minuto de amante contemplación de esta parte de ella, Autumn dijo con voz trémula, pero traviesa: — No has terminado del todo tu tarea. Aún no estoy completamente desnuda. —Levantó su ondulante cabellera castaña para enseñarle las perlas grises de imitación que cubrían los lóbulos de sus orejas. — Puedes dejártelas puestas, si quieres —dijo Edge—. Si no quieres ser completamente inmodesta, desvergonzada y escandalosa. —iOh, pero quiero serlo! —gritó ella, quitándose los pendientes y tirándolos—. iQuiero serlo! —cantó, echándose sobre la cama—. iQuiero serlo, quiero serlo! 2 Mientras Autumn sonreía y abría lentamente las piernas, la multitud gritó «Brava!», y luego «Bravissima!» cuando hizo una despatarrada lateral sobre la cuerda floja y el director de orquesta Beck tocó un dulce arpegio en su cuerda de pequeñas campanillas de hojalata. Era un lleno, «i un sfondone!», había declarado Florian con cierto asombro, pero con gran satisfacción. Había conseguido que las autoridades de Livorno le dieran permiso para levantar la carpa en el parque de la Villa Fabbricotti. — Y por un mero cinco por ciento de los ingresos de taquilla — informó—. Incluso me confían el cálculo. Empiezo a creer que todos los funcionarios de este joven reino de Italia son demasiado nuevos en sus puestos para haber aprendido las delicias burocráticas de la ofuscación y la extorsión. A primera hora de la mañana, Florian, el maestro velero Goesle y el jefe de obreros Beck, junto con la docena de otros eslovacos, habían conducido a los animales y carromatos al campo de atletismo del parque, que no tenía hierba, y levantado allí la carpa y las graderías y colocado el bordillo de la pista. Los obreros sabían lo que se hacían — incluso cantaron una versión eslovaca del arrarr mientras trabajaban— y
el único ayudante que necesitaron fue el elefante Peggy. Florian no tocó un martillo ni una cuerda; sólo participó hasta el extremo de señalar, sugerir y aprobar. De hecho, contempló con una gran sonrisa a los eslovacos mientras clavaban en el suelo dos estacas a la vez, seis hombres para cada una, todos manejando las almádenas en una acción rítmica que producía la misma explosión ruidosa que un rápido toque de tambores. Los artistas de la compañía salieron del hotel Gran Duca después de un tranquilo desayuno y se dirigieron sin prisas al terreno del circo para cambiarse de ropa. Aún no tenían carteles para fijar por la ciudad ni tiempo para anunciarse en un periódico local, así que, en cuanto Peggy hubo terminado su parte en la erección de la carpa, la cubrieron con la manta roja, convirtiéndola en Brutus. Hannibal se disfrazó de Abdullah y Florian le enseñó algunas palabras de italiano. Abdullah salió con orgullo —«hablando estranjero, por primera ves», como dijo—, golpeando el trombón y gritando: —Segue al circo! Al parco! Al specttacolo! Y a la hora del espectáculo aquella tarde, la población había acudido en tropel —miembros bien vestidos de la clase media, residentes en el barrio de Fabbricotti; mercaderes y sus familias; marineros, cadetes navales, pescadores y estibadores del muelle— y todos pagaron en liras, no en especie. Gavrila Smodlaka dijo con timidez a sus nuevos colegas: —Gospodin Florian debe de poseer alguna magia. El otro espectáculo nunca atrajo a tanta gente. Gospodja Hag, ¿ha pronunciado algún encantamiento de gitana? —No —contestó Magpie Maggie Hag—, pero si hay cerca alguna clase de magia, seguro que Florian la aprovecha. Hubo cálidos aplausos para el espectáculo del estreno, aunque el Saludos a todos, damas y caballeros fue cantado en inglés; y para el violento volteo de Buckskin Billy, el Intrépido Jinete de Las Llanuras; y para Barnacle Bill y sus listos cochinillos; y para los Smodlaka y sus perros todavía más listos; y para los antipodistas chinos, que trabajaron primero en trío y después con Brutus y el trampolín y los niños Simms supervivientes; y para Pimienta y Paprika con su pértiga... y vítores histéricos cuando la vieja señora del cumpleaños, «Signora Filomena Fioretto, bisnonna di settanta anni», resultó ser la vivaz Madame Solitaire. Pero el público no mostró tan ruidosamente su entusiasmo hasta que Autumn Auburn bailó sobre la cuerda floja. Ahora había hecho la despatarrada vertical, con una pierna delante sobre la cuerda y la otra atrás, en equilibrio sin otra ayuda que la sombrilla de tono amarillo pálido. Su traje de pista era muy sencillo: unas mallas azules, escotadas y sin mangas, medias color carne en las piernas y zapatillas flexibles, también color carne, en los pies. Y el
atuendo se distinguía en que no llevaba ninguna lentejuela. En su lugar, Autumn había untado de aceite sus hombros, brazos y escote y salpicado el aceite de polvo brillante plateado y dorado. «Se llama diamanté», dijo a Edge, cuando éste admiró el efecto. El efecto era que, cuando se movía, no proyectaba astillas de luz, sino que las partes desnudas de su piel brillaban y lanzaban destellos de un modo aún más provocativo. El director de orquesta Beck tocó varios arpegios ascendentes con sus pequeñas campanillas mientras Autumn se levantaba de su despatarrada, volviendo a juntar lentamente las piernas e irguiéndose sobre la cuerda. Hizo una pirueta y caminó, centelleante, hasta la plataforma del extremo, donde alzó los brazos en una exuberante V. El eslovaco que había aportado su propio trombón y el que tocaba la corneta tocaron una especie de hurra eslovaco. Por primera vez desde que Edge estaba en el espectáculo, no sólo oyó, sino que sintió el estruendo de los aplausos, gritos, silbidos y vítores. Todas las mujeres de la compañía habían observado la primera actuación de Autumn con ojos felinos. Paprika murmuró, entre admirada y envidiosa: —Pero si es magnífica... Y bella. —Se volvió hacia Pimienta—. A nosotras no nos han aplaudido tanto. —Lo harían —replicó entre dientes su pareja— si te concentraras más en tu actuación. Me gustaría que volvieras a estar pendiente de tu porteadora y no de los guiños de cualquier mujer. —Vaca vulgar —insultó Paprika, alejándose a grandes pasos hacia el otro lado de la pista, donde entabló una intensa conversación con Sarah. Clover Lee estaba con su madre, pero echó a Paprika una mirada glacial y se apartó de ellas. Edge entró corriendo en la pista para tomar la mano de Autumn en cuanto ésta hubo bajado la escalerilla y ambos levantaron los brazos ante una salva de renovados aplausos. Entonces el director ecuestre Edge tocó su silbato y cuatro eslovacos con pantalones de lona entraron trotando en la pista. Dos de ellos empezaron a desmantelar la cuerda floja y los otros dos prepararon las cuerdas del poste central para que Pimienta pudiera colgarse de la cabellera. Entretanto, la pequeña orquesta inició un ceremonioso passamezzo, y Domingo, Alí Babá y Florian entraron también en la pista. Mientras Florian empezaba la siguiente presentación —«Adesso, signore e signori!»—, los Simms se pusieron a hacer cabriolas a fin de entretener al público durante los pocos minutos de preparativos. Alí Babá se tiró al suelo, con el cuerpo hecho un ovillo, la barbilla increíblemente apoyada en las nalgas y las manos y los pies sobresaliendo de lugares imposibles, mientras Domingo daba saltos mortales por encima de él.
— Me gusta muchísimo tu conjunto diamanté —dijo Edge a Autumn cuando hubieron salido de la pista—. Parecías una hada ingrávida ahí fuera. Y te debo un gran saludo porque, francamente, no esperaba que fueras una artista tan maravillosa. — Oh, lo he hecho mejor otras veces —respondió ella, con imparcialidad profesional, pero en seguida se echó a reír—. El hecho es que estoy dolorida, maldita sea. Tú y yo tendremos que moderar nuestros transportes, Zachary, por lo menos las noches anteriores a una función. —Me preocupaba que no hubiera más noches. No he dejado de morderme los nudillos mientras has estado ahí arriba. Dios mío, saltos mortales y despatarradas sobre un centímetro de cuerda... Autumn se secó una gota de sudor de la frente y dijo, desdeñosa: —Zachary, esa cuerda está sólo a dos metros y medio del suelo. Quiero que Stitches me la suba hasta el techo. Edge se volvió a mirar la instalación. Se trataba de un caballete muy alto en que la cuerda sustituía a la barandilla. Dos largas X de vigas de madera, una a cada lado de la pista, mantenían tensa la cuerda que las unía y estaban fijas al suelo por una serie de poleas y cables clavados fuera del bordillo de la pista. Uno de los soportes era más alto que el otro y tenía una pequeña plataforma para que Autumn pudiera apoyarse y descansar entre sus ejercicios. Detrás de ella había la escalera para subir y bajar. La X más corta del otro extremo de la cuerda era su croisé de face, pintado de blanco justo encima de la cuerda para darle, incluso con poca luz, un guión claro en que fijar la vista y concentrarse. —Escúchame, guapa —dijo Edge a Autumn, con severidad—. ¿Quieres pedir a Stitches que te suba más arriba? Al director ecuestre también se le consulta sobre los proyectos que implican algún peligro. —En tal caso, querido, considéralo como un director, no como un papá ansioso. Te aseguro que si me cayera alguna vez, aunque fuese desde una altura de veinte centímetros, quedaría desacreditada para siempre... Pimienta, estás loca, ¿qué diablos haces? —Tu actuación es dificil de emular, mujer sajona —gruñó Pimienta, que esperaba que Florian concluyera su larga presentación. Entretanto, se había agachado y metido una mano dentro de sus leotardos y ahora palpaba una parte muy íntima de su cuerpo—. Pero sé una cosa: a los italianos les gustan mucho las especias. —Encontró lo que buscaba, el cachesexe que llevaba en la entrepierna, tiró de él y se ajustó los leotardos a toda prisa, con una sonrisa maliciosa—. Así que voy a dárselas. —Ecco! L audace signorina Pim! —anunció finalmente Florian, y la música tocó una fanfarria, mientras Pimienta lanzaba el cachesexe a Edge con un gesto casual y saltaba ágilmente a la pista.
Yount, el Hacedor de Terremotos, que sería el siguiente, se acercó a Edge y Autumn. Observaron cómo dos eslovacos subían la cuerda que elevaba a Pimienta por el moño y escucharon a los otros dos tocar la música que ella les había cantado previamente. Al oírla, Yount preguntó, asombrado: —Señorita Autumn, ¿cómo conocen sus extranjeros esta canción? Es The Bonnie Blue Flag. —Es El tílburi irlandés —le corrigió Autumn— y esa irlandesa sabe ir de paseo, no cabe duda. Pimienta extendió brazos y piernas hacia los lados en cuanto se separó del suelo y permaneció en esta posición cruciforme hasta que llegó a la viga de la que pendía. Entonces, antes de empezar sus acrobacias, juntó las piernas, y los leotardos se introdujeron en la hendidura, formando una arruga. Como los leotardos eran de color carne, exceptuando su adorno de lentejuelas verdes, se veía descaradamente desnuda allí arriba. Las mujeres del público hicieron comentarios en voz baja y los hombres, en voz bastante alta, pero todas las observaciones eran admirativas, no escandalizadas ni reprobatorias, como habrían sido en la parte del mundo de donde procedía Pimienta. —Florian me daría un rapapolvo si saliera sin el cachesexe —refunfuñó Clover Lee—. En cambio a ella, ni siquiera la mira. ¿Adónde ha ido? —El rey está en su tesorería —contestó Fitzfarris, que estaba a su lado— . Creo que ha corrido al carromato rojo cada dos actuaciones, sólo para tocar los montones de liras. Pero aquí viene otra vez. —Sir John —interpeló inmediatamente Florian, sin mirar siquiera hacia el foco de la atención general—, haremos el intermedio justo después del Hacedor de Terremotos, para que puedas preparar tu espectáculo. Veamos... no necesitarás a Alí Babá. Quiero enviar un mensaje al hotel y el chico puede llevar una nota a... —Mande a mi mujer —dijo Pavlo Smodlaka—. Habla italiano y no le hace falta una nota. Y le he ordenado que se ponga un vestido de calle. iMujer! iVen aquí! —Muy bien —accedió Florian—. Gavrila, he dicho en el Gran Duca que sólo Monsieur Roulette pernoctaría allí. Pero como ahora, afortunadamente, podemos permitirnos el lujo de conservar todas nuestras habitaciones, no veo motivo para negarnos tal comodidad. ¿Dirá a la dirección que espere a toda la compañía esta noche? Y varias noches más. Lo que ya no necesitamos son los servicios de cuadra. El caballero de color y los eslovacos dormirán aquí para atender a todos los animales. —Ya tienes el mensaje, mujer —dijo Pavlo—. Vete. —Y ella se fue, como un rayo. Florian sacó su lápiz y cuaderno de notas y empezó a escribir con atención, diciendo para sus adentros:
—Nota: traducir del inglés todas las canciones. Nota: decir a Mag que haga collares para los perros... —De vez en cuando se rascaba la barba con el lápiz, ensuciando sus pelos plateados. Sarah se le acercó para murmurarle: —Ya que conservamos las habitaciones, ¿puedo venir a la tuya esta noche? Me gustaría... —Oh, esta noche no, esta noche no —respondió Florian, sin interrumpir sus apuntes, al parecer ignorante de quién había hablado—. Esta noche celebramos consulta. Todos los ejecutivos. Probablemente hasta la madrugada. Sarah pareció disgustarse mucho. Fitzfarris meneó la cabeza y miró a su alrededor. Paprika sonreía con afectación. Clover Lee fruncía el ceño, pero Fitz no pudo adivinar si estaba molesta por el desaire de Florian a su madre o porque no se había fijado ni criticado el revelador atuendo de Pimienta. En cualquier caso, ahora el público estaba más subyugado por la peligrosa actuación de Pimienta que por la descarada exhibición de su cuerpo. Mientras giraba y se retorcía allí arriba, a nueve vertiginosos metros sobre la pista, la multitud exclamaba ohs y ahs. Lo mismo hacía Lunes Simms, a su modo. Fitzfarris, que salía por la puerta trasera para preparar su espectáculo del intermedio, encontró a Lunes mirando desde detrás de un pliegue de la lona y frotando con ardor los muslos entre sí. —Te dije que no hicieras esto, niña —la increpó. Lunes se sobresaltó y le miró con timidez, pero en seguida la timidez se convirtió en súplica mientras farfullaba: —Sí, y me dijo que hay juegos mejores. Enséñemelos, pues. — Si continúas haciendo esto, alguien te los enseñará, te lo garantizo. —Usted —insistió ella. —Que me cuelguen si me aprovecho de un cachorrillo mestizo. Prefiero a las mujeres mayores y con más experiencia. Ven a verme cuando hayas crecido, niña. Y ahora busca a tu hermana y preparaos para hacer de pigmeas. Ella estalló: — ¿Cómo adquiriré experiencia si no quiere dármela? Pero entonces cerró la boca de repente; Autumn acababa de salir por la puerta trasera y los miraba con cierta sorpresa. Lunes echó a correr alrededor de la tienda. Fitzfarris se encogió de hombros y dijo a Autumn: — Todas las mujeres de la compañía parecen estar súbitamente en celo. —¿Sí? — Y la culpa es tuya.
— ¿Ah, sí? —No sé cómo ocurre, pero lo he observado por doquier. En cuanto aparece una chica atractiva en la ciudad, por decirlo de este modo, todas las demás dan rienda suelta a sus impulsos biológicos. —¿Qué decís de los impulsos? —preguntó jovialmente Mullenax, acercándose a ellos con su nuevo uniforme de domador de leones. Autumn se limitó a contestar: —Yo habría dicho que Lunes Simms era demasiado joven para tener alguna clase de impulsos. —Es la sangre negra que corre por sus venas —observó Fitzfarris—. Las razas tropicales maduran pronto. —Y tras decir esto, se alejó. —Tiene razón, claro —dijo Mullenax—. Un médico me contó una vez que todo se debe a que los negros están siempre comiendo sandía. Dijo que la sandía inspira esa clase de impulsos. —Vaya tontería —contestó Autumn. —¿Usted cree? ¿Tienen negros en la Inglaterra de donde procede? ¿Tienen sandías? —Negros, no muchos. Sandías, pocas veces. —Entonces, ¿quién es para decir que son tonterías? Fíjese en la otra chica negra, esa Domingo Simms, y verá cómo desea a su hombre. Está bien, para cazar a Zack Edge, usted ha eliminado a Madame Solitaire, pero las negras también saben eliminar. Y le diré una cosa, eliminan con navajas. —Abner, ¿estás borracho? — Señorita Auburn, esta tarde entraré en la jaula del león. Y he decidido que ya es hora de meter la cabeza en sus fauces. ¿Cree que voy a hacer eso estando sobrio? Se produjo un tumulto dentro de la carpa cuando Pimienta terminó su actuación. Sin embargo, los aplausos no superaron a los recibidos por Autumn, y Pimienta tenía una expresión ceñuda cuando la bajaron al suelo y los eslovacos la ayudaron a desenganchar el moño de la barra. Saludó al público con dos breves inclinaciones y salió corriendo, así que los músicos tuvieron que poner un final torpe a la fanfarria y Florian tuvo que saltar a la pista para comenzar su presentación de Obie Yount, «il Creatore del Terremoto». Mientras iba a cambiarse de ropa, Pimienta se cruzó con Quincy Simms. Se detuvo en seco, lo estudió un momento y preguntó: —Oye, chico, ¿cuánto pesas? El reflexionó como si le hubiesen formulado una pregunta filosófica y por fin respondió: —Pues, no lo sé, señorita. — Bueno, no puede ser mucho. ¿Crees que podrías hacer tus contorsiones en el aire, agarrado a una barra?
El chico reflexionó un poco más y al final dijo que «suponía» que sí. —Ya veremos. Búscame después de la función nocturna y no te quites la ropa de pista. Haremos un ensayo. El Hacedor de Terremotos, después de levantar, hacer rodar y lanzar balas de cañón con muchos gruñidos y dejar que le tirasen una sobre la nuca —que dos eslovacos habían subido, gruñendo, por la escalerilla— y yacer en el suelo con gruñidos y muecas mientras Rayo el Percherón pasaba por encima de las tablas colocadas sobre su pecho, obtuvo una considerable salva de aplausos, mezclados con gritos de «Bravo!» y «Bravissimo!» y algún que otro «Fusto!» Mientras saludaba, murmuró a Florian, que estaba a su lado: —Sé qué significa «bravo», pero ¿qué es «Justo»? — El sentido literal es tronco de árbol, pero también significa bravo, sólo que más fuerte. Cuando estuviste en México oíste seguramente la palabra «macho». Pues es lo mismo. Un fusto es un hombre muy hombre. — ¿De verdad? —preguntó Yount, extrañado, y en cuanto pudo salir airosamente de la carpa, fue directa y muy virilmente a donde estaba Paprika Makkai, sacó el pecho, hinchó los bíceps y dijo sin la menor timidez: —Mam'selle, ¿querría pasear conmigo? —Miert? —balbució ella, demasiado sobresaltada para usar sus otras lenguas. — Mi amigo Zack dice que Livorno es una bonita ciudad para pasear. He pensado que usted y yo podríamos dar un paseo después de la función. Y tal vez cenar en algún sitio. Paprika le miró, pensativa, mientras recobraba el aplomo —y mientras él mantenía virilmente la hinchazón fusto de su pecho— y luego miró de reojo a Sarah, que ocultaba una sonrisa. —Vaya, es usted muy gentil, sargento. Creo que sería muy agradable, pero, como es natural, necesitamos una gardedám... una dama de compañía. —Oh, ¿es preciso? —Deshinchó un poco el pecho—. Bueno, está bien. —Si pudiéramos convencer a Madame Solitaire de que nos acompañe... Creo, madame, que no tiene otros compromisos... Los músicos tocaban una marcha ligera pero animada cuando Florian anunció el intermedio... y la disponibilidad de los servicios de adivina de Magpie Maggie Hag. El público abandonó la carpa charlando y riendo, pero muchos permanecieron en el interior y se trasladaron a los bancos inferiores para consultar a la gitana. Edge observó que, como de costumbre, todos eran mujeres. Sin embargo, la mayoría parecía encontrarse en avanzado estado de gravidez, por lo que no podían pedir consejo sobre cómo conquistar a un hombre. Y algo aún más insólito: ahora Magpie Maggie Hag llevaba un pequeño cuaderno, como el de
Florian, y escribía algo en él cada vez que ella y una mujer juntaban las cabezas. Edge aprovechó la ocasión, cuando se alejaba una mujer embarazada y otra se acercaba a la gitana con pasos lentos, para preguntar sobre la índole de las consultas de estas madres inminentes. — ¿Qué crees? Preguntan si va a ser niño o niña. —¿Y cómo lo adivinas? —¿Qué quiere decir adivinas? —preguntó ella, indignada—. i Soy Magpie Maggie Hag! Yo no adivino. De cada diez mujeres, nueve quieren un niño. —¿Y desean verlo escrito? — No, no. Eso es para después, por si acaso. Aquí en Europa, los circos suelen permanecer en un sitio el tiempo suficiente para que nazca el bebé. Si es lo que yo anuncié, niño o niña, los papás están tan contentos que a lo mejor me hacen un regalo. Si no lo es, vienen a verme muy enfadados. Entonces les enseño lo que está escrito y digo que no me equivoqué, que ellos lo oyeron mal. Siempre que digo a una mujer que será un niño, escribo niña. Si le digo niña, escribo niño. Ahora vete. No me estorbes. Estoy haciendo mucho dinero. Edge rió, le dio una palmada en la cabeza y se fue. En el patio delantero Florian estaba concluyendo su disertación sobre el contenido del carromato del museo, y aquellos europeos parecían fascinados, como él ya había predicho, por las momias apolilladas, sencillamente porque eran reliquias de animales en su mayoría inexistentes en aquellas latitudes. Entonces Florian señaló a Fitzfarris, apoyado tranquilamente en una caja de fruta invertida —«Un uomo bizzarro, sir John il Afflitto Inglese»—, y a la vista del Inglés Desfigurado, varios miembros de la clase trabajadora murmuraron y se santiguaron. Sin embargo, otra vista, igualmente extraña para él, llamó la atención de Edge. Fue en busca de Autumn para preguntarle: «¿Fuman papel los italianos?», indicando con un ademán a los numerosos hombres y mujeres que al parecer hacían precisamente esto. Ella se sorprendió de su sorpresa y contestó: —¿No existe la sigaretta en los Estados Unidos? Explicó que en realidad sólo se trataba de un cigarro corto, delgado y suave, pero envuelto en papel en vez de en una hoja de tabaco. La sigaretta ya era popular en ocasiones como ésta o en los entreactos de un teatro, cuando sólo había tiempo para fumar un poco, pero no todo un cigarro o una pipa llena. Gustaban en especial a las mujeres, añadió Autumn, porque no tenían un aroma tan fuerte como el cigarro y eran más delicadas para sostener entre los dedos. —Y ahora, buena gente —dijo Fitzfarris cuando la multitud había contemplado su desfiguración hasta la saciedad—, permítanme presentarles a mis colegas monstruos. Primero, vamos, chicas, acercaos, la única pareja en cautividad de auténticas Pigmeas Africanas Blancas!
—I Pigmeí Bianchi! —tradujo Florian, y siguió haciéndolo mientras Fitzfarrís daba rienda suelta a su fantasía: —Y ahora, observen a unos seres diametralmente opuestos en el catálogo de las razas humanas (levantad la cabeza, niños), filos Hijos de la Noche! —I Figli della Notte! — Nacidos en una caverna, criados en una caverna, sin ver jamás la luz del sol hasta hace unos pocos meses, cuando fueron descubiertos por casualidad y sacados de su emparedamiento. Contémplenlos bien, porque su piel delicada y pálida y sus sensibles ojos rosados no pueden soportar esta luz durante mucho tiempo y deben retirarse en seguida a sus tinieblas habituales, o sufrir crueles dolores... Cuando los pequeños y flacos Smodlaka se hubieron escabullido, supuestamente para refugiarse en la oscuridad, Fitzfarris anunció con voz estentórea: —iY ahora permítanme presentarles, damas y caballeros, a la Pequeña Miss Mitten! Esto cogió desprevenido a Florian, que buscó a tientas la traducción: —La Fanciulla Guanto... ejem... Mezzoguanto... Pero el público ya se reía, porque Fitzfarris había sacado una mano de su bolsillo y la mano llevaba un mitón que tenía pintados con colores brillantes unos ojos, nariz y un labio superior en la parte de la mano y un labio inferior en la parte del pulgar. Inmediatamente empezó a mover el pulgar para dar la impresión de que el guante hablaba, mientras él decía —sin mover sus propios labios—con una voz femenina y aguda: —iMe has hecho esperar mucho, maldita sea, John! Ya con su propia voz, y moviendo los labios, Fitz se disculpó: —Sólo me reservaba lo mejor para el final, cariño. Entonces se embarcó en varios minutos de pelea con su propia mano, en aquellas dos voces, contando chistes anticuados, de los que siempre era él la víctima, mientras Miss Mitten recitaba las «ocurrencias de Punchinello». El efecto, no obstante, quedaba muy deslucido por el hecho de que Florian tuviese que traducir las dos voces del diálogo con una sola voz. Así, cuando Fitzfarris volvió a guardarse en el bolsillo la mano chillona (que seguía gritando en el interior con voz ahogada) y sacó sus campanillas de hojalata —«iCualquiera de ustedes, amigos, puede hacer el mismo truco! ¡Asombren a sus amistades! i Sean el alma de todas las fiestas!»—, la venta fue decepcionante por lo escasa. Florian hizo una seña a los eslovacos y Hannibal, que aguardaban en la puerta principal de la tienda, para que empezasen a tocar Espera el carromato, y la gente tiró los cigarrillos y volvió a entrar en la carpa. La segunda parte del programa de la tarde pasó sin que el entusiasmo del público disminuyera ni un ápice. Quizá Barnacle Bill titubeó un poco
en su temeraria actitud y sus órdenes alemanas fueron un poco confusas, pero entró y salió de la jaula de Maximus —y de sus fauces— totalmente ileso, y sin fingir haber recibido un arañazo, porque Florian había decidido no reinstaurar el truco del «brazo ensangrentado» del difunto capitán Hotspur. Brutus el elefante arrastró alrededor de la pista a una docena de fornidos y humillados estibadores y Abdullah, el hindú, hizo malabarismos, entre otras muchas cosas, con salmonetes vivos procedentes de las propías aguas de Livorno. El coronel Ramrod usó ahora una de las carabinas de repetición Henry para su primer número, con Domingo y Lunes Simms como ayudantes. Le había alegrado encontrar en la bien surtida tienda del Gran Duca los cartuchos requeridos por la Henry. Había sacado las balas, quitado algo de pólvora para que el propulsante tuviera menos fuerza y vuelto a colocar las balas en los cartuchos. Además, Abdullah había enseñado a las chicas Simms a hacer un número de malabarismo rudimentario: colocadas a buena distancia una de otra, se lanzaban platos de modo que siempre hubiese uno o dos volando en el aire. Mientras lanzaban los platos, se situaban de forma que las balas disparadas por el coronel Ramrod fuesen a caer inofensivamente en el patio trasero. Al otro lado de la pista, el coronel manipulaba con indolente facilidad la palanca y el gatillo de la carabina y hacía añicos los platillos volantes hasta que las chicas ya no tenían más para lanzar. Después, usando su viejo y conocido revólver Remington, disparó desde diversas posiciones a las cinco calabazas que las chicas habían puesto sobre el bordillo de la pista (las calabazas secas eran abundantes y baratas en los mercados de Livorno), y desintegró la quinta, como siempre hacía ahora, apuntando con el pequeño espejo y disparando perdigones hacia atrás por encima del hombro. Entretanto, Clover Lee había enseñado a Domingo a coger subrepticiamente una de las balas disparadas, mantenerse firme, adoptar una expresión temerosa y dar un respingo cuando el coronel Ramrod disparaba la sexta bala «hacia sus dientes». Y el público interrumpió el tenso silencio con un aplauso ensordecedor. —Está bien, yo también te debo un saludo —dijo Autumn, cuando Edge salió de la pista—. No tenía idea de que fueras un artista tan consumado. Sin embargo, tendría que haberlo sospechado cuando me enteré de que tu actuación era la última. —Florian y yo hemos decidido que la tuya debe cerrar el espectáculo en lo sucesivo. —iZachary! No era mi intención insinuar semejante cosa. Estoy contenta de que seas tan bueno en tu trabajo como yo en el mío. No querría ser considerada mejor que mi hombre, ni tampoco pensar en secreto que merezco serlo. Tenemos talentos iguales pero diferentes. —Y yo digo vive la dérence.
—iVaya! iY además es un caballero culto! Durante la gran cabalgata final, los eslovacos tocaron bastante bien, pero menos de la mitad de los artistas que ahora formaban la compañía sabían cantar la letra de Entonces nos amábamos, Lorena, así que la mayoría se limitó a tararear. Pero el público no pareció defraudado por ello. Se marcharon todos de buen humor, dispersándose por el parque o subiendo a los carruajes de propiedad o alquiler que esperaban en las calles contiguas o paseando por las aceras. Magpie Maggie Hag se marchó al mismo tiempo, volviendo al Gran Duca para cuidarse de que sirvieran la cena a Rouleau y darle el masaje con aceite de oliva. Yount, Paprika y Sarah fueron a toda prisa a los carromatos para vestirse de calle, tras lo cual también se alejaron del campamento, Yount muy orgulloso y fusto de ir en compañía de dos mujeres bonitas. Los tres se perdieron casi inmediatamente por las calles más recónditas de Livorno, pero esto no importó a las mujeres, que vagaron por las calles estrechas y tortuosas, deteniéndose a examinar los productos expuestos para la venta en tenderetes y carretillas y contando con los dedos para calcular sus precios en monedas que conocían mejor. — iCinco centesimi! —exclamó Sarah ante el carro de un verdulero—. Esto es... veamos... un centavo. i Mira, Paprika, una cesta entera de uvas por un penique! Y aquí... hortalizas suficientes para la ensalada de toda una familia... ipor sólo un penique! —Y aquí —dijo a su vez Paprika en una pollería—. Un par de rechonchos pollos sólo por setenta y cinco centesimi. Esto equivale... a quince centavos en tu moneda, Sarah. — No es de extrañar que Florian estuviera impaciente por llegar aquí. ¡Podríamos vivir como miembros de la realeza con el sueldo de un mendigo! Al cabo de un rato, Yount se atrevió a recordarles que debían estar de vuelta en el parque a tiempo para la función de la noche, así que entraron en el primer lugar marcado con el letrero de: «TRATTORIA.» El propietario consiguió hacerles entender que sólo servía una selección de platos de pasta y ellos aceptaron su recomendación de fettucine alíe vongole. El dueño puso sobre la mesa, sin que se lo pidieran, una botella forrada de paja. Yount vertió un poco en sus copas, lo probó e hizo una mueca. —¿Qué es esto? —Chianti —respondió Paprika, bebiendo un sorbo con deleite. —¿Para qué sirve? —¿Qué quieres decir? —Algo de sabor tan amargo tiene que servir para curar alguna dolencia. —Idiota. Es un vino toscano.
—Desde luego, no es baya de saúco. —Toscana es la región de Italia donde estamos ahora. El chianti es uno de sus productos más famosos. La acidez del vino ayuda a apreciar mejor el sabor a mantequilla y sal de la pasta y las almejas. —Ah. Así instruido, atacó ahora la comida con la agresividad propia de un hombre forzudo, y Sarah no le fue muy a la zaga. Paprika, en cambio, sólo picoteó su plato, prefiriendo aprovechar la ocasión para una conversación seria o, mejor dicho, para pronunciar una homilía. Y Yount perdió poco a poco su avidez gastronómica, porque el tema elegido por Paprika era la incompetencia de los varones como amantes. A lo mejor Paprika lo hacía por bondad, pensó Sarah, y hablaba de los hombres en general para no decir directamente que le disgustaba el torpe galanteo de Yount. Incluso así, Obie Yount encontró desagradable la experiencia de escuchar cómo se denigraba sistemáticamente a su sexo. — Los hombres —declaró Paprika— son zafios en sus galanteos, egoístas e insensibles en el arte del amor. Descuidan las infinitas sutilezas que más placer proporcionan a la mujer. Con la boca llena, farfulló Yount: — Estos macarrones son muy buenos, ¿verdad? —El hombre considera a la mujer un simple receptáculo que él debe llenar con su esencia. Espera de ella que disfrute con la mera penetración. Pero la mujer puede disfrutar infinitamente más mediante atenciones externas que mediante las internas. —¿Le sirvo un poco más de este chianti, señorita Paprika? —Ningún hombre puede conocer todos los rincones maravillosamente sensibles que hay en la parte externa del cuerpo femenino. Sólo otra mujer puede conocerlos. Sarah, que comía con apetito, había mirado hasta entonces con expresión divertida a sus dos compañeros, pero su mirada se volvió pensativa y se clavó en Paprika cuando se dio cuenta de que la conferencia también iba dirigida a ella además de a Yount. Este, por su parte, empezaba a encontrar la experiencia peor que desagradable; se sentía enormemente turbado. Sus dos manos dejaron de empujar fettucine y hallaron otras ocupaciones —con una se atusó la barba, muy nervioso, y con la otra secó el sudor de su calva— cuando Paprika empezó a extenderse sobre técnicas específicas. —Obie, ¿te has tomado alguna vez el tiempo y la molestia, mientras haces el amor a una mujer, de admirar... pongamos por ejemplo, su hueco? —Sonrió con lascivia—. ¿O su filtro, tal vez? Yount echó una recelosa ojeada al restaurante. —Por favor, señorita Paprika. Algunas de estas personas podrían reconocer las palabras sucias, incluso en inglés.
—No seas estúpido y contéstame. Cuando haces el amor a una mujer, ¿se te ocurre alguna vez acariciar su hueco, tocar su filtro? —La lengua rosada de Paprika salió y humedeció lascivamente su labio superior—. ¿Has besado alguna vez esos lugares en una mujer? Yount se removió y dijo, enfadado: —Señorita, no me permitiría decir semejantes palabras a una mujer y mucho menos... —Claro. ¿Comprendes ahora por qué digo que los hombres son lerdos? ¿Te escandalizaría también, Obie, que la mujer dedicase atención amorosa a tu filtro o a tu hueco? Tú también tienes estos lugares. Yount se retorció la barba y se rascó el cráneo. —Señorita, por favor, ¿podríamos cambiar de te...? —Sin embargo, tu propio filtro —continuó ella, escrutándole traviesamente— está cubierto de pelo. —iY decentemente vestido, también! —estalló él—. Vaya, nunca había oído hablar así a una mujer. Yo no hablaría así de estas cosas ni siquiera entre hombres ni en el cuartel. —Imbécil, ni siquiera sabes de qué estoy hablando. Espera, te voy a enseñar ambos lugares. Antes de que Yount pudiera dar un salto y huir, empezó a enseñárselos... no en sí misma ni en él, sino en Sarah. —Esto es el hueco. —Paprika alargó la mano, provocando un pequeño respingo en Sarah, para acariciar con su esbelto índice el brazo desnudo de Sarah—. El hueco es la parte interior del codo. —Sarah tembló en todo su cuerpo, como si le hubieran hecho una caricia íntima—. Y esto es el filtro —añadió Paprika, pasando la yema del dedo por el pequeño pliegue de Sarah y provocando en ésta otro temblor—. La hendidura entre la nariz y el labio superior. —Oh —dijo Yount, sentándose de nuevo. —¿Crees de verdad que tales términos anatómicos, palabras tan inocuas, son obscenos y desagradables? —Supongo que no —dijo él en un murmullo, sintiéndose ridículo, no reconciliado—. Pero su manera de decirlos lo es. Como si lamiera las palabras a medida que salen. —Alguna vez tendrías que lamer los huecos y el filtro de una mujer. Es probable que se sorprendiera, pero no cabe duda de que le gustaría. Y la excitaría. Y la haría reaccionar. Te consideraría un hombre excepcional. No obstante, ningún hombre ha sido jamás una mujer, así que no hay modo de que conozca todos los delicados huecos y hendiduras, todos los lugares deliciosos que anhelan participar en el juego. Yount exclamó: —Eh. —Se había repuesto lo suficiente para escandalizarse de nuevo—. ¿Estás insinuando que a la mujer podría darle más gusto otra mujer? ¿Más que un hombre?
—No lo insinúo. Es un hecho. Y natural, además. Cuando una mujer quiere esa clase de placer, ¿por qué no habría de buscarlo en quien está mejor preparado para dárselo? —Pero... pero... —Yount trató en vano de encontrar un símil adecuado pero inofensivo—. Sería como comprarse una tetera sin pitón. —Ah, kedvesem, vosotros los hombres estáis tan orgullosos de ese pitón. Olvidáis que el interior de una mujer es sólo un lugar para la maternidad, exactamente igual que el interior de cualquier cerda u oveja hembra, y la mujer no es más humanamente femenina o sensible ahí dentro que esos mismos animales. —No, esto tiene que ser mentira —dijo Yount, horrorizado—. No pienso hablar con tanta crudeza como usted, pero le aseguro que no soy virgen y que no ha habido una sola mujer a quien no haya gustado mi... mi aparato masculino. Señorita Paprika, sus palabras son puras mentiras. —No, son puras verdades. El interior del aparato genital de la mujer es sólo sensible a una profundidad de un dedo, o menos. —Sonrió—. Sarah puede confirmárselo. Pero Sarah sólo contestó, con voz débil: —Nunca... nunca he pensado en ello. Y Yount, horrorizado, no protestó más, por lo que Paprika siguió interpelándole, implacablemente: —Aunque la tetera tenga un pitón como la trompa de un elefante, su única función es depositar bebés dentro de la mujer. Para la sensación, para el placer, para el éxtasis, un dedo es suficiente, o una lengua, y mucho más activo y capaz de volverla loca de... Yount se levantó con brusquedad y llamó al propietario. —Me parece que ya es hora de que volvamos al... —hizo una pausa y dijo brutalmente—: A los otros monstruos del circo. Miss Makkai, si su intención era deshacerse de mí, ha logrado su propósito. Sólo espero que no haya congelado mis sentimientos hacia todas las mujeres de la Creación. Por esto fue que inmediatamente después de la función nocturna, Yount volvió a vestirse de paisano y abandonó el campamento. Se dirigió a la parada de coches de alquiler más próxima donde, por medio de expresivos ademanes, consiguió informar a un vetturino de que necesitaba un burdel. Al llegar a este establecimiento, logró informar a la matrona de que necesitaba una prostituta, tras lo cual fue conducido a una polvorienta habitación que contenía a Teresa Ferraiuolo. Si Teresa Ferraiuolo compartía la pobre opinión de Cécile Makkai sobre la mitad masculina de la humanidad, tuvo el buen sentido de no hacer inoportunos comentarios al respecto y, en cualquier caso, no habría podido expresar sus opiniones en inglés. Sin embargo, cuando Obie Yount se hubo marchado —satisfecho, gratificado y, hasta cierto punto, tranquilizado—, Teresa Ferraiuolo habló con sus colegas para avisarlas
de que aquellos notorios pervertidos, «gli inglesi», eran cada día más extraños. Les contó que éste había insistido, entre diversiones más rutinarias y normales, en que le permitiera lamerle los codos y el bigote. Más o menos a la misma hora, el comedor del Gran Duca era abandonado por sus últimos comensales, incluyendo a la mayoría de miembros del circo. Pero Florian ordenó a los camareros que vaciaran una gran mesa redonda para su conferencia con el director ecuestre Edge, el maestro velero Goesle, el director de orquesta Beck y el director del espectáculo secundario Fitzfarris. Y cuando las otras mujeres de la compañía se hubieron dispersado, pidió a Autumn Auburn que se quedara. Los seis se sentaron alrededor de la mesa y los camareros anotaron lo que deseaban tomar para lubricar la conferencia. Florian sacó su pequeño cuaderno y empezó a tachar apuntaciones. —No os aburriré, dama y caballeros, con un detallado informe financiero. Basta decir que la asistencia de hoy ha sido mejor de lo que había esperado. Me imagino que podemos atribuirlo no a que seamos el mejor circo jamás presentado aquí, sino al hecho de que seamos extranjeros y, por tanto, una novedad. Sea cual fuere la razón, creo que podemos seguir representando aquí en Livorno durante por lo menos otras dos semanas antes de que las ganancias empiecen a resentirse. Con objeto de no vaciar demasiado nuestras arcas, continuaré reteniendo el sueldo de los primeros de mayo que acaban de incorporarse, pero podré fijar días de paga regulares para los veteranos. Mientras tanto, los señores Goesle y Beck pueden efectuar las compras que ya hemos discutido... con la confianza plena de que pronto les será devuelto el dinero de estos gastos. — Yo preparar ya los dibujos para el Gasentwickler —dijo Carl Beck— . Mañana empezar la compra de materiales. —Bien —aprobó Edge—. Maggie me ha dicho que Jules podrá trasladarse a una silla de ruedas dentro de uno o dos días y que no tardará mucho en poder andar con un bastón. Sería bonito tener el globo a punto para una prueba en cuanto sea capaz de sostenerse en pie. —Yo también comprar mañana más instrumentos musicales para los eslovacos que aún no trabajar, para que ser miembros de la banda (marineros de viento, como usted dice) durante las representaciones. Para empezar, sólo añadir instrumentos metálicos. Poder comprarlos baratos en una casa de empeños del monte di pietá. Quizá más adelante añadir maderas, más percusión... — Lo dejo en tus manos competentes, Kapellmeister —dijo Florian, y continuó—: Es fácil que mañana la asistencia iguale a la de hoy o incluso la supere. Los impresores han entregado nuestros carteles y folletos
esta tarde. Mandaré a algunos hombres al amanecer para que los distribuyan por la ciudad. Cogió de debajo de su silla muestras de los carteles y los hizo pasar en torno a la mesa para que todos pudieran admirarlos. —Espere, director —dijo Goesle—. Es imposible hacer mejor negocio. Si hoy hubiéramos puesto paja en el suelo, la gente se habría sentado en ella. —Ah, sí, paja. Aún no he podido conseguirla, Dai, pero ya he encargado serrín a un molino local. Muy barato. Lo entregarán mañana antes de la función. Manda a tus hombres que lo esparzan sobre la pista y bajo las graderías. —Ser muy bien venido siete por siete veces —dijo Goesle—. Pero, director, si mañana acudir más gente, Maggie la Bruja rechazarlos en el carromato rojo. —No es mala cosa —respondió Florian—. El éxito llama al éxito. Si la ciudad oye decir que no admitimos a más gente, aún estará más ansiosa de vernos. —Este cartel —dijo Edge— es, a mi juicio, demasiado modesto. Faltan adjetivos superlativos. ¿Qué le ha ocurrido a nuestro habitual estilo rimbombante, director? —Ah, muchacho, cuando se tiene la mercancía auténtica, ya no es preciso alardear de ella. Deja la jactancia para los ilusos, los venidos a menos y los incapaces. — Entonces, supongo que es un buen cartel para nuestro distinguido espectáculo. —A pesar de ello, siempre habrá lugar para las mejoras —dijo Florian, y consultó su cuaderno—. Tenemos que improvisar sobre la marcha. Por ejemplo, las canciones. Podríamos tocar música popular local, pero esto significaría tener que aprender canciones nuevas en cada país. Preferiría conservar las viejas melodías y, si acaso, sustituir las letras cuando fuera necesario. Señorita Auburn, ¿podrías encargarte de ello y traducirlas primero al italiano? — Bueno... Lo intentaré... —En realidad, no es preciso que las palabras digan nada. Qué diablos, no dicen nada en su versión original. Sólo asegúrate de que el coro empiece con sonoridad y alegría y que el acompañamiento de Madame Solitaire sea dulce y romántico y que el coro final sea una despedida larga. —Caramba. No pide mucho, ¿verdad? —Ahora... —Florian volvió a consultar sus notas—. Las funciones de hoy han sido incoherentes a la fuerza, porque teníamos prisa por actuar ante el público. Pero hemos de ser un circo, no un vodevil de números y trucos en una secuencia sin hilación. Un circo tiene que abrir con un toque decorativo y cerrar con otro. Y entre principio y final hay que
alternar con buen gusto las actuaciones que entretienen con las que emocionan. Y ofrecer intervalos de broma que alivien los ratos de tensión y de morderse las uñas. Así pues, he elaborado un programa nuevo. Veamos si algunos de vosotros tenéis algún comentario que hacer. Arrancó la página del cuaderno y la alargó para que la pasaran en torno a la mesa, mientras proseguía: —Señorita Auburn, tu número es tan claramente el más popular, que será desde ahora el que cierre el espectáculo. El público volverá a su casa con agradables recuerdos de nosotros y difundirá opiniones favorables. Coronel Ramrod, te promuevo a cerrar la primera mitad del programa con tu exhibición de tiro. Así la gente saldrá de la carpa en el intermedio en un estado de ánimo excitado, receptivo para la explotación, dispuesto a comprar. —¿Comprar qué? —preguntó Fitzfarris. — Por ahora, los servicios de Maggie, tus campanillas y tu juego del ratón, que volveremos a sacar después de la presentación del espectáculo complementario. Los italianos no son mojigatos que protesten porque se dé un empleo digno a un ratón. Hablando de animales, Mag ya está haciendo gorgueras para los perros de Smodlaka y vestidos nuevos para la familia. Cuando haya terminado esta tarea, encargaré a nuestra primera modista los uniformes de tus músicos, Carl. — Siguiendo con los animales —dijo Edge—, me gustaría introducir pronto en el programa el número de los caballos libres. Un par de ellos aún están inseguros por la travesía, pero proseguiré el entrenamiento en cuanto recuperen la estabilidad. —Y tanto Domingo como Lunes —dijo Autumn— me han pedido que las enseñe a andar por la cuerda floja. Si le parece bien, director, empezaré por entrenarlas a trepar y, si son buenas, podrán intentar el paso de un lado a otro. —Está bien. Dime si una de ellas muestra alguna aptitud. —Bueno —continuó Auburn—, la escalada debe ser larga y empinada y puede terminar con un deslizamiento forzoso. A propósito, quiero que me suban la cuerda. —Maldita sea, Autumn... —empezó Edge, pero Florian lo interrumpió. —Querida, estoy totalmente de acuerdo. Un número peligroso debe evocar el mayor peligro posible. Sin embargo, como sabes muy bien, nuestra carpa sólo tiene un poste central. No hay otro para tender tu cuerda. Hasta que tengamos más espacio... Carl Beck terció: Ja! Mis músicos necesitar un estrado. Ahora, richtig, poder apoyarse en la puerta trasera y tocar. Pero una orquesta como es debido... Sin fuerza pero con autoridad, Goesle dijo:
—Necesitamos más espacio, director, para algo más que un estrado y la cuerda de la señorita. La popularidad no sirve de nada si no tenemos sitio para las multitudes. Opino lo siguiente: por un gasto insignificante (otro poste central y un poco más de lona), podemos doblar la capacidad de la carpa. Ahora tenemos una tienda redonda. La dividimos sencillamente por la mitad, separamos los dos semicírculos, cada uno sostenido por un poste, y añadimos entre ellos un rectángulo suficiente de lona, de la cúspide hasta el suelo en ambos lados... —No son necesarios tantos detalles, Dai —dijo Florian—. Una tienda de centro y semicírculos no es ninguna novedad. — No digo que la haya inventado, sólo que puedo hacerla, y por poco dinero. Puedo hacer una carpa de forma ovalada, con mucho espacio para graderías. Y un poste a cada lado de la pista significa mucha más libertad para los artistas (no hay ningún impedimento en el centro de la arena) y entre los dos podemos tender la cuerda floja de la señorita Auburn. Toda clase de posibilidades. Y también puedo incorporar un estrado para la orquesta. Sobre la entrada principal, al estilo europeo. —Sehr gut! —aprobó Beck. Autumn asintió, triunfalmente complacida, y Edge la miró con el entrecejo fruncido. —Soy bien consciente —dijo Florian con paciencia— de que una carpa puede ampliarse y, como es natural, quería hacerlo, pero hablamos de algo más que otro poste y otro trozo de lona. Hablamos de un considerable incremento del aforo. —Tendrá que incrementarlo, tarde o temprano —insistió Goesle—. Piense en lo que tiene ahora: tablones sobre tablones, sostenidos por la gracia de Dios; Esto podía ser necesario en América, donde había que montar y desmontar los asientos todos los días. Pero aquí en Europa, donde permanecerán montados una semana o más, tienen que ser más seguros. Encontraré unos listones de metal en lugar de sus frágiles palos y las tablas irán clavadas a los almohadones. Los eslovacos me dicen que pueden obtener madera gratis. Creo que esto significa robar las cajas de madera de los pasajeros del tren, pero procuro no averiguar demasiadas cosas. Gratis es gratis. —A pesar de todo... —murmuró Florian. —Además —continuó Goesle—, ese bordillo de tierra batida podía ser suficiente para su época americana, pero aquí tendrá que hacerse una y otra vez. Con la madera gratis puedo cortar y dar forma a piezas de un bordillo permanente pero portátil. Pintado con colores vivos y acolchado en la parte superior. Puedo hacer todas estas cosas. —Maestro velero —dijo gravemente Florian—, todas ellas son cosas que deseo con toda el alma, pero reflexiona. Puedes conseguir lona y madera y listones de metal y todo lo necesario. Pero todo esto requiere transporte, así que también hablamos de más carromatos y más
animales de tiro. Más arneses, más comida, más animales que cuidar, un terreno mayor dondequiera que vayamos... —Permítame decir algo —intervino Edge—. Como usted predijo, director, las mercancías son más baratas en esta parte del mundo, por lo menos en comparación con nuestro país. Ignoro el precio de cosas grandes como los carromatos, pero si guarda relación con el de la avena, el heno y la comida del gato, no debería estar fuera de nuestro alcance. En cuanto al transporte y el cuidado en sí, mencionaré que Hannibal y Quincy prometen ser tan buenos como Roozeboom en el cuidado de caballos y carros. —Sí —asintió Florian, pensativo—. No sé cómo lo hizo Abdullah, sin saber una palabra de la jerga local (todo lo que hice yo fue darle dinero), pero trajo buenas provisiones para los caballos, el elefante y el gato. Y el pequeño Alí Babá, incluso con su atroz inglés, no lleva mal la supervisión de los eslovacos en la alimentación, limpieza y cuidado de los animales. — Pues, ya ve —dijo Autumn—, si el equipo es competente y capaz, director, no puede temer que la caravana o el terreno adquieran proporciones difíciles de manejar. — Lo que me preocupa es el gasto. Zachary, ¿debo entender que tú, como director ecuestre, apoyas los grandiosos planes de Dai para una expansión inmediata? — Creo que lo que yo recomendaría limitaría nuestras posibilidades. Deje que Stitches siga adelante con todos esos extras. Al final de nuestra estancia aquí, si hemos ganado lo suficiente para comprar los carromatos, animales y equipamientos nuevos, los compramos. En caso contrario, es probable que debamos guardar todos los extras y continuar sin ellos. —i Satisfactorio! —exclamó Goesle—. Me arriesgaré, porque estoy tan seguro de nuestro éxito que ya tengo más planes para el futuro. Las luces de nuestra función nocturna son patéticas y muy pronto necesitaré... — Oh, Dios mío, Dios mío... —gimió Florian. —iEscúchenme! —insistió Goesle—. La señorita Pimienta se queja, y con razón. Los artistas de la arena sólo reciben salpicaduras de cera de las velas, pero sobre ella, que está colgada del pelo muy cerca del candelabro, caen gotas de cera fundida caliente. Edge se rió y se puso en pie. —Bueno, vosotros podéis seguir con vuestros planes y discusiones, pero Autumn y yo tenemos que estar despejados y listos para trabajar mañana. Nos vamos a dormir. Mientras salían del comedor, oyeron a Carl Beck abordar de nuevo el tema de la música:
—... ni uno solo de los eslovacos conocer las notas y, de todos modos, no tener partituras, pero saber tocar cualquier losa que alguien silbar o tararear para ellos. Así que, para las actuaciones lentas y graciosas, yo pensar en Strauss. Para las alegres y rápidas, Offenbach o Gottschalk... —¿Sabes? —dijo Edge a Autumn mientras subían la escalera—. Todas esas vacilaciones, dudas y objeciones de Florian son pura comedia. Es el hombre más temerario del planeta. Sólo quiere provocar nuestro entusiasmo para las ideas más descabelladas. Y siempre lo logra. — Oh, pero espero que te sobre algo de entusiasmo —dijo Autumn con expresión seductora— para otras ideas descabelladas. Esta vez se desnudó ella misma, para ahorrar tiempo, y cuando se hubo quitado todos los pétalos de tela, enseñó a Edge una pequeña y dulce sorpresa. El miró fijamente —admirado, sorprendido— y ella explicó: —¿Qué te parece? Me dijiste que te gustaba el diamanté. 3 Al parecer, Livorno tardaría en cansarse del Florilegio. Al día siguiente tuvieron otro lleno y también al otro y al otro. Los livorneses eran gente alegre; cuando les decían que no había asientos en la carpa y ni siquiera espacio para estar de pie, se encogían de hombros, hacían una divertida mueca de resignación y volvían al día siguiente. Además, Aleksandr Banat aseguraba haber reconocido entre la multitud a personas que ya habían acudido otras veces. Banat se había erigido en revisor de entradas y portero de la puerta principal en todas las funciones y hacía su trabajo con tanta asiduidad que Florian encargó a la primera modista que le vistiera para el puesto —«de payaso, tal vez»—, pero Banat consideró poco elegante este uniforme. Señaló el letrero de un carromato y dijo: —Es el Circo Confederato, ¿no? Pues debe tener un portero confederato. —En esto no te falta razón —contestó Florian y fueron en busca del Hacedor de Terremotos para preguntarle si aún guardaba su viejo uniforme de sargento rebelde. —Pues, sí —respondió Yount, examinando a Banat, que era bajo y rechoncho—. Supongo que le irá bien de ruedo, pero le sobrará bastante de ambos extremos. No obstante, Magpie Maggie Hag hizo las reformas necesarias y cuando Yount enseñó a Banat a llevar el quepis un poco inclinado, esto disimuló incluso la falta de frente del eslovaco. Más tarde, Banat fue al centro de la ciudad y compró en un monte di pietá varias medallas viejas y oxidadas, las pulió y se las sujetó al pecho de su uniforme gris. En lo sucesivo saludó con dignidad castrense a la gente que entraba en la carpa y ningún miembro del público se fijó nunca en la anomalía de un
Johnny Rebelde que hablaba una jerga angloitalianaeslovaca y llevaba la Orden del León de los Países Bajos, la Médaille Militaire y la Orden de Guissam Alauita. Como ahora el Florilegio estaba lejos de lo que Florian llamara en una ocasión país de Biblias y palurdos, no existía ningún obstáculo para que hubiera funciones los domingos, de modo que tanto los artistas como el equipo trabajaban en dos espectáculos diarios, siete días a la semana. El tiempo se mantuvo espléndido durante su estancia en Livorno, y la única lluvia que cayó en aquel período, cayó en medio de la noche, despertando al maestro velero Goesle en su habitación del Gran Duca. Se vistió a toda prisa, se ciñó el sonoro cinturón de cuchillos, bureles, punzones y otros instrumentos, corrió escaleras abajo, despertó a un vetturino en la hilera de coches de alquiler del hotel y se hizo llevar hasta el parque al galope. Sin embargo, cuando llegó allí vio que Banat ya había ordenado al equipo de trabajo que aflojara los cables de la tienda y extendiera tela encerada para que la lluvia no humedeciera el serrín. —Ese Banat ser muy competente —informó Goesle a Florian al día siguiente— y yo alegrarme mucho de ello. Incluso saber mandar a los peones enganchar a medias el extremo de todas las cuerdas para que nadie tropezar con ellas o evitar deshilacharlas con las pisadas. Muy poco pasar por alto a Banat, y los otros eslovacos obedecerle contentos. Sólo uno de los doce, un patán llamado Sandov, ser holgazán, protestón y un completo zopenco. Pero Banat decir que, si usted permitirlo, pronto deshacerse del inútil. —Espero que el tal Sandov no sea uno de la orquesta. Goesle negó con la cabeza. —A veces cantar un poco, canciones obscenas, a juzgar por las risas de los demás. Pero no tener voz. Capaz de raspar el oído de un galés. —Muy bien, entonces. Banat tiene mi autorización para deshacerse de él. Entretanto, siempre que los peones no estaban remendando la vieja lona de la carpa o haciendo la limpieza rutinaria del terreno o cambiando la utilería o entrando o saliendo de la pista con los diversos accesorios, trabajaban todavía más en su «tiempo libre». Fueron a buscar la madera gratis, tal como habían prometido (gran parte de las tablas estaban marcadas con la palabra CRINOLINA), y Goesle los mandó aserrar primero trozos curvados y juntarlos después con clavos, mientras él cosía, con palma, agujas grandes y bramante encerado, almohadones de grueso cuero y los rellenaba con trapos. La madera se convirtió en veinte resistentes cajas curvadas de treinta centímetros de altura y profundidad y casi dos metros de longitud. Goesle mandó a los hombres que las pintaran a franjas rojas, blancas y verdes, los colores de la bandera italiana, y luego adhirió el acolchado de los almohadones
a la parte superior. Las cajas, juntas por los extremos, formaron un bonito bordillo circular que rodeaba la pista de trece metros, dejando abierto un trozo de un metro y medio frente a la puerta trasera de la tienda para la entrada y salida de los caballos, el elefante y el carromato de la jaula. Nunca más la gente del Florilegio tendría que cavar, amontonar y pisar un bordillo de tierra. Y nunca más dejaría tras de sí el Florilegio un bordillo semejante para que los niños de la localidad jugaran a circo dentro de él. A continuación, Goesle se dedicó a mejorar las destartaladas graderías de la tienda. Empezó mandando a los eslovacos a buscar más madera, mientras él iba al almacén del Gran Duca a buscar listones de metal. Aquella bien surtida tienda no le defraudó, porque tenía estos artículos en existencia para los numerosos barcos viejos que debían usar alguna clase de apuntalamiento para sostener sus gastadas cubiertas. Goesle llevó consigo a Florian para que regatease en el idioma vernáculo y consiguieron un buen precio comprando más cantidad que cualquier capitán de barco. Mientras Goesle mantenía ocupados a los eslovacos en el trabajo de carpintería, les daba permiso de vez en cuando para ensayar bajo la batuta del director de orquesta Beck, quien les hacía tocar los instrumentos conocidos y les enseñaba a tocar los recién adquiridos en las diversas casas de empeño de la ciudad. Beck no solía necesitar a más de un músico cada vez porque, como no había partituras, tenía que cantar o tararear a cada uno por separado la parte que tocaba el instrumento en la pieza de música que les quería enseñar. «Sonar así: tararábumbum.» Después, cuando el corneta, el trompeta, el trombón, el tuba y el acordeón habían aprendido cada uno su parte individual, Beck pedía dos hombres a Goesle y luego tres —y también llamaba a Hannibal con su tambor— y así aprendían poco a poco a tocar al unísono. Era un sistema que podría haber asustado incluso a directores profesionales como los hermanos Strauss, pero de algún modo el aspirante aficionado Beck lo utilizó con acierto. Además, siempre que algún eslovaco no trabajaba para Goesle ni ensayaba música, Beck le hacía cortar láminas de metal, doblar tubos o remachar y soldar los intrincados trozos de su generador de hidrógeno. Esta tarea era tal vez aún más dificil que su fragmentada instrucción musical. El propio Beck trabajaba casi siempre por intuición y tenía que comunicar sus ideas a mecánicos improvisados que eran tan incapaces de interpretar sus exquisitos dibujos como de leer partituras y con quienes no tenía una lengua en común. Pero también en esto —«Este tubo deber ir así: un golpe de martillo, bum, doblar, otro golpe de martillo, bum»— funcionó su sistema particular y el generador empezó a adquirir una forma coherente.
En el proceso de fabricar un Gasentwickler y crear una banda circense pasable, Beck se ganó un apodo. Un día, uno de los eslovacos llamó a otro: «iEh, Broskev! ¡Pana Bumbum te necesita!», y al poco tiempo todos los miembros del espectáculo conocían a su Kapellmeister e ingeniero jefe como Bumbum Beck. Mientras se desarrollaba toda esta industriosa construcción y creación, los artistas disfrutaban de lo que para ellos era una relativa indolencia. Aunque debían trabajar ante el público dos veces al día y ensayar los números viejos en su tiempo libre y experimentar con números nuevos e instruir a los jóvenes aprendices y cuidar de su utilería y sus animales, ya no tenían la carga de las labores «domésticas» que antes eran responsabilidad suya. Les gustaba comer bien en el comedor del Gran Duca, a intervalos regulares, y poder gozar con la frecuencia deseada de los baños calientes del hotel, y que lavanderas invisibles lavaran su ropa en el sótano y que las camareras del hotel remendaran, plancharan y cosieran botones de sus vestidos cuando Magpie Maggie Hag estaba ocupada, como lo estaba casi siempre aquellos días, diseñando y haciendo trajes nuevos. Y lo mejor de todo: vieron que podían contar con un día de pago fijo a la semana. Y como ya no tenían que gastar su sueldo para la simple subsistencia de sus números y de todo el Florilegio, podían invertir el dinero en compras personales. Sin embargo, pocos de ellos derrocharon sus primeros sueldos en cosas no esenciales. Los templados días de otoño se acortaban, las noches empezaban a ser frías y húmedas y el invierno no estaba lejos, así que las com pras consistían principalmente en ropa de abrigo. No obstante, Florian advirtió a las mujeres que las tiendas y los gustos de Livorno eran tan provincianos como los de Virginia y les recomendó que reservaran todos sus caprichos caros para la elegante y culta Florencia. Abner Mullenax se permitió el capricho de un parche nuevo para el ojo. Tiró el viejo, suministrado por el ejército, y encargó uno a un sastre local, de fina seda negra, recamada con una estrellita de diamantes falsos. Seguía pareciendo un pirata, pero ahora próspero o excéntrico. Los tres chinos se las arreglaron para comprar enormes paquetes de espaguetis y a las horas de las comidas encendían su propio fuego en el campamento, primero para cocer la pasta y luego para freírla hasta que crujía y brillaba por la grasa. La comían con ruidosos suspiros de satisfacción, como si hubieran vuelto a descubrir algo que habían anhelado durante mucho tiempo. Varias personas comentaron que los chinos habrían hecho mejor comprándose zapatos, pero los tres hombres parecían detestar el calzado e incluso rechazaron cortésmente ofertas de zapatos usados por los otros artistas y continuaron yendo descalzos, cualquiera que fuese el tiempo o el estado del terreno.
En cuanto a Florian, estaba tan animado por la favorable acogida de Livorno a su espectáculo y los cuantiosos ingresos del carromato rojo, que no esperó al final de su estancia y decidió invertir en más vehículos de transporte. De hecho, puso en práctica su decisión con cierta extravagancia. Compró cuatro furgones nuevos —en realidad, no nuevos, pero sí en buen estado—, uno para llevar la lona adicional de la carpa, graderías, vigas y el bordillo desmontado; otro para que los eslovacos viajaran y durmieran en él; otro para acomodar a la familia Smodlaka y sus perros, y a Hannibal, Quincy y los chinos, y otro para llevar el vestuario, los instrumentos musicales y los accesorios, y para que, en el campamento, sirviera de vestidor para los artistas, el primero que habían tenido. Incluso equipó ese furgón con una pequeña estufa de carbón para calentarlos aquel invierno mientras se vestían y en la cual Magpie Maggie Hag podría cocinar cuando no estuvieran cerca de una ciudad o de una posada a las horas de la comida. Los peones, ya sobrecargados de trabajo, tuvieron que dedicar ahora sus únicos momentos libres, generalmente por la noche, a pintar los furgones nuevos para que hicieran juego con el resto de la caravana y a dar una brillante capa de pintura negra al carruaje de Florian. Sin embargo, hicieron el trabajo con caras impasibles y sin quejarse, todos excepto el ya notorio holgazán Sandov. Uno de los antipodistas chinos resultó ser un calígrafo consumado y, aunque no comprendía en absoluto las palabras o letras, las copió con elegancia de uno de los furgones viejos y las escribió en los nuevos e incluso en los paneles de madera que cubrían la jaula de Maximus mientras viajaban: «EL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN», etc. Como los furgones recién comprados pesarían mucho con sus respectivas cargas, Florian compró dos caballos para cada uno y tampoco aquí escatimó dinero. Encontró una cuadra que tenía a la venta ocho caballos Tigerschecken de Pinzgau, criados en Austria: caballos blancos salpicados de negro, no con manchas como los pintos americanos, sino con lunares, exactamente igual que los perros dálmatas. Eran caballos lo bastante fuertes para el tiro, pero también lo bastante decorativos para que Edge los pudiera utilizar en su número de trote libre. Ahora los artistas actuaban por un nuevo orden de aparición ideado por Florian para alternar mejor los números divertidos y los emocionantes. Como el nuevo programa reservaba a Autumn Auburn la actuación final y Pimienta Mayo hacía su número de colgarse de la cabellera varios números antes, la disparidad en el aplauso recibido por las dos mujeres no resultaba tan aparente. Sin embargo, era lo bastante significativa para Pimienta, que fruncía el entrecejo y ardía de indignación, en especial cuando Florian se fijó por fin en su actuación, vio la desnudez
de su atuendo y le mandó que volviera a ponerse el cachesexe bajo las medias. —No es que a mí me importe ver la sonrisa vertical —dijo—, y está bien claro que a los mundanos italianos tampoco, pero si te permito trabajar así, Pim, no podré negárselo a nadie y, antes de que nos demos cuenta, Clover Lee o las chicas Simms querrán guiñar el ojo al público del mismo modo, o el Hacedor de Terremotos exhibir su badajo, y no podemos dejar que todo el mundo desvele cuanto Dios dio a Adán y Eva. Así pues, Pimienta, despechada y furiosa, se fue a continuar entrenando en secreto a Quincy Simms. Se adentraban sencillamente un poco en el parque, ella ataba una cuerda en torno a la cintura del muchacho, colgaba la cuerda de la rama de un árbol y le elevaba un poco sobre el suelo. Así el chico podía retorcerse y doblarse en el aire. También sus hermanas recibían entrenamiento extra: Autumn les enseñaba los rudimentos de andar sobre la cuerda floja. Como Domingo y Lunes tendrían que haberlo hecho descalzas o con su único par de zapatos —amarillos, de tacón alto, que no habrían servido—, Autumn les compró con su propio dinero unas zapatillas de ballet sin relleno y encargó a Goesle una pértiga larga y flexible, con plomo en ambos extremos. Al principio el entrenamiento consistió en andar por el estrecho borde de cinco centímetros de una madera prestada por los eslovacos carpinteros. A los pocos días Autumn cambió la madera por otra de dos centímetros y medio. Cuando consiguieron andar por una cuerda de apenas dos centímetros, tendida a sólo treinta del suelo, tanto Domingo como Lunes habían adquirido bastante seguridad en los pies. En otros momentos, Lunes Simms continuaba recibiendo lecciones de equitación de Sarah, quien le dijo: —He tomado una decisión. Como Clover Lee y yo ya hacemos volteos rutinarios sobre Bola de Nieve y Burbujas, quiero que vosotras empecéis a montar a Trueno, el caballo de Zachary, y aprendáis el elegante y muy femenino arte de la haute école. — ¿Cómo? —preguntó Lunes, sin comprender. — Significa «alta escuela». En otras palabras, un caballo y un jinete muy bien educados. No es un número emocionante, como nuestras acrobacias de la basse école, o el volteo al galope de Buckskin Billy, sino una clase sutil de pasos artísticos, que vosotras podéis encontrar aburridos en comparación. Pero será muy apreciado por todos los espectadores entendidos en el arte de la equitación. Se hace con esta silla inglesa que acabo de comprar para este fin. —¿Esto es una silla? Parece más bien una torta. — Supongo que sí, comparada con una de esas sillas de la caballería, pero pronto os daréis cuenta de la libertad que supone su ligereza para
el caballo y el excelente control que su reducido tamaño permite a vuestras piernas. Montad y os mostraré algunos de los pasos que Zachary enseñó a este caballo mucho antes de que viera nuestro circo. Lunes saltó a la grupa y Sarah le alargó su ligera fusta. — Empieza con un medio galope, no tendido, sino un galope de Canterbury, y luego tócale en el hombro con el látigo. Esto se llama «frenarle». —Lunes dio la vuelta a media pista, tocó a Trueno y éste cambió al instante el paso, invirtiendo el orden porque pisaba con la pata izquierda y derecha—. Tócale otra vez —gritó Sarah. Lunes obedeció y Trueno volvió al paso del principio. Cuando la chica pasó por delante de ella, Sarah le dijo—: Ahora frénale cada cuatro pasos y después cada dos. El caballo dio otra vuelta a la pista, cambiando de paso con tanta frecuencia y suavidad que Lunes exclamó, encantada: —iEstá bailando! Y añadió, cuando detuvo al caballo delante de Sarah: —Como es natural, casi me caigo de esta torta cada vez que se detiene. —Pronto aprenderás a montar con los cambios. Y verás, si la banda toca una polca y tú haces trotar a Trueno y le frenas por este orden (cuarto paso, segundo paso, cuarto, segundo), los espectadores tendrán la impresión de que Trueno baila una polca perfecta. En cuanto hayas aprendido ésta, te enseñaré las otras secuencias de freno que le harán bailar el vals, el chotis, etcétera. — iEsos cerdos! —vociferó un día Pavlo Smodlaka, presentándose furioso ante Florian para informarle de que los cochinillos de Mullenax habían atacado con violencia a sus terriers. Los niños Sava y Velja habían tratado de intervenir, explicó, pero eran demasiado débiles para separar a los animales en combate. Pavio había tenido que molestarse en ir a detener la pelea, «antes de que esos sucios cerdos mutilaran, mataran o se comieran a uno de mis amados perros, o a los niños, ipero el pelaje de los perros está muy arañado y sus nervios en un estado lastimoso! iExijo que esos repugnantes cerdos sean sacrificados!» Como Florian era consciente de que los cerdos ya habían adquirido tal corpulencia que apenas podían trepar por la escalera y hacer otros números, pasó el resto de aquel día preparando un argumento convincente para retirar del espectáculo a Hamlet & Co., y al final fue a enfrentarse con Mullenax, sólo para descubrir que el problema ya estaba resuelto. — ¿Esos cerdos? Es gracioso que los menciones, jefe. Esta misma tarde me he deshecho de ellos. Se estaban volviendo pendencieros y
eran demasiado grandes para hacer gracia. De todos modos, hacía tiempo que los engordaba para la mesa. — ¿Te los has comido? — No, no podría comer a un viejo amigo. Sabiendo quién era, por lo menos. Los he dado a la cocina del hotel. —¿Los has dado así, por las buenas? —En realidad, he hecho un trato. —Mullenax guiñó su único ojo, espectacularmente inyectado en sangre—. La dirección me concede un crédito ilimitado en el bar del hotel mientras estemos en la ciudad. Florian carraspeó. —Ejem, Barnacle Bill, a veces me preocupa... —Vamos, vamos. No hay por qué preocuparse, jefe. Ese número ha desaparecido, sí, pero estoy preparando uno muy especial con Maximus. Estoy seguro de que superará aquel truco del brazo ensangrentado del viejo Ignatz. Haré que el león salte a través de un aro de fuego. Sostenido por mí dentro de la jaula. —Bueno, sí, sería estupendo. Ya he oído hablar de ese número, aunque no muchos domadores pueden lograrlo. Ni siquiera los más educados y sobrios. —Florian puso un poco de énfasis en la palabra «sobrios». — Yo lo haré. Yo y el viejo Maximus. Ahora que come con regularidad, está mucho más animado. iYa sabe saltar por encima de mi látigo cuando grito «springe»! Así que, ¿sabe qué hice? Encargué a Stitches un trozo de madera curvada, lo coloqué en la jaula y se lo hice saltar. A Maximus, no a Stitches, claro. Y cuando estuvo acostumbrado, añadí dos trozos curvados a ambos extremos del primero. Saltó entre ellos, sobre el primer trozo, limpiamente. Así que cada tres o cuatro días he colocado una curva de madera más ancha y más alta. Todo esto requiere tiempo, pero una cosa que Ignatz me enseñó fue a ser paciente. Uno de estos días la madera curvada será un círculo completo y Maximus no retrocederá. —Podría hacerlo cuando le prendas fuego. — No. Lo haré despacio y con cuidado. Humedeceré la parte superior del aro con un poco de queroseno, lo encenderé y haré saltar a Maximus por debajo. Cuando vea que no duele, le iré bajando poco a poco el fuego alrededor del círculo, por todas partes menos en la inferior, porque si se chamusca una sola vez, me comerá a bocados o tendremos que empezar desde el mismo principio. En cualquier caso, si sale bien, la gente tendrá la impresión de que Maximus salta a través de un aro de fuego con llamas todo alrededor, y nadie se fijará en que la parte inferior no arde. —Ya. Muy bien. Lo esperaré con interés. Serás aclamado y famoso. Como has dicho, el secreto es ser paciente, cauteloso y sobrio. Ante todo, sobrio.
Jefe, puedo asegurarle que siempre he visto a Maximus completamente sobrio. Al programa del Florilegio seguía faltándole lo que Florian consideraba indispensable para un circo: un payaso. Sin embargo, Florian tenía por lo menos el consuelo de que Pavlo Smodlaka, sin ser ni un payaso ni un enano, era una verdadera réplica de Tiny Tim Trimm por su carácter detestable y el sustituto ideal de Tim para hacer que todos los miembros de la compañía estuvieran unidos en su antipatía hacia él. Pavlo Smodlaka no cambiaría nunca. En tres de cada cuatro funciones, el número de los perros amaestrados acababa así: Cuando el público aplaudía, Pavlo y Gavrila abandonaban la pista cogidos de la mano, sonriendo de oreja a oreja, con sus tres terriers retozando a su alrededor mientras ellos saludaban y salían de la tienda andando hacia atrás. Una vez franqueada la puerta trasera, Pavlo abofeteaba con fuerza a Gavrila, hacía una mueca desdeñosa y le gritaba: «Prl av krava!» o a veces en inglés: «iVaca asquerosa!» Entonces se volvían a coger de la mano y entraban otra vez sonrientes, mientras la multitud continuaba aplaudiendo, contenta de ver trabajar tan armoniosamente al matrimonio de artistas. Los dos volvían a saludar, andando hacia atrás y, ya fuera, él la abofeteaba de nuevo o le estiraba una trenza con tanta crueldad que ella se tambaleaba, y le gritaba algo parecido a: «iHas plantado tu gordo culo entre Terry y las personas mejor vestidas de las primeras filas!» o «¿Por qué adoptas siempre una postura de idiota?» Si los aplausos duraban el rato suficiente para hacerlos salir más veces a saludar, las sonrisas y los insultos se sucedían hasta el final. La compañía sólo tuvo una vez el placer de ver a Gavrila desafiar abiertamente a Pavlo. Después de una función nocturna, mientras el público salía, Florian llevó al patio trasero a un caballero que llevaba sombrero de copa y vestía con elegancia. Se acercaron al nuevo furgón vestidor, del que se apeaban en aquel momento los cuatro Smodlakas con traje de calle, y Florian dijo: —Amigos míos, tengo el honor de presentaros al conde Ventimiglia, que quiere pediros un favor. Me dice que su gran afición es la fotografía. Tiene en su villa un estudio de daguerrotipia completamente equipado y está compilando una colección de fotografías de... hum, curiosidades. Le gustaría tener una noche a vuestros perritos, para añadir sus fotografías a la colección. —¿Fotografías? —preguntó Pavlo, encantado—. Pero ¿es posible? ¿Se puede captar a los perros en sus rapidísimos brincos? —No, no —contestó Florian—. No se trata de los perros, sino de los Hijos de la Noche, Sava y Velja. —iSí! —exclamó ansiosamente el conde—. I Figli della Notte. Svestiti. Tutti nudi. Afine di fare posture, ah, speziale.
—¿Cómo... desnudos? —interrogó Florian, desconcertado—. ¿Posturas especiales? Conde, antes no ha mencionado... — Bah... sólo los críos —dijo Pavlo con desencanto. Pero en seguida dirigió al caballero una mirada astuta y preguntó—: ¿El conde pagará, si se los dejamos? De repente, con ferocidad, Gavrila le gritó: — iNo lo consentiré! ¿Desnudar a nuestros hijos? ¿Hacerles adoptar poses especiales! Oscenitá! iNo mientras yo viva! —Rodeó con sus brazos al niño y a la niña y se los llevó a su carromato. Pavlo los vio irse con expresión ceñuda, pero entonces miró al conde y se encogió de hombros, resignado. — Che peccato —murmuró el conde Ventimiglia. Meditó unos instantes, mientras Pavlo se alejaba, y luego preguntó a Florian—: Ebbene, per caso... i Pigmei Bianchi? — ¿Domingo y Lunes? —dijo Florian, mirando ahora al coleccionista con franca repugnancia—. No sospechaba la naturaleza de su colección. Sin embargo, aquí llega sir John, el tutor de las muchachas. Por lo menos le transmitiré la petición. Así lo hizo y Fitzfarris contestó fríamente: —Como ya sabe, director, estoy intentando aprender la lengua. Dígame. ¿Cómo se dice en italiano «vete a la mierda»? Ventimiglia meditó un poco más, con expresión frustrada, y luego señaló el furgón vestidor, por cuya puerta abierta podía verse a Magpie Maggie Hag, que planchaba un traje recién terminado con una plancha que calentaba sobre la estufa. — Ebbene —dijo el conde, con un asomo de esperanza—. Per caso la strega? Fitz miró fijamente al hombre, entre horrorizado y fascinado, y dijo a Florian: —¿La vieja Mag? Esta sabandija debe de querer perversión a toda costa. —Bueno —rió Florian—, podemos intentarlo... Llamó a la gitana desde la puerta del furgón y, tratando de no reírse, le transmitió con solemnidad la proposición. Magpie Maggie Hag aún tenía la plancha en la mano: humeaba ligeramente. Bajó los peldaños del furgón con rapidez sorprendente en una vieja. Era demasiado baja para llegar al rostro del conde con la plancha, pero quemó con ella una de sus manos desenguantadas antes de que él tuviera el buen sentido de echar a correr. Perdieron de vista a Ventimiglia mientras huía del circo y del parque, perseguido con un calor literal por Magpie Maggie Hag. —Bien por Mag —dijo Florian, riendo—, que nos ha librado de él. De todos modos, sólo era un conde papal, no de la verdadera nobleza. —Me alegra saberlo —comentó Fitz—. Estaba ansioso por conocer a un noble de verdad.
Jules Rouleau ya hacía visitas diarias al circo en una silla de ruedas de mimbre prestada por el hotel Gran Duca. Las primeras fueron breves, pero a medida que se fortalecían los músculos pectorales y el brazo largamente inactivo, las visitas se prolongaban, y pronto se extendieron durante todo el día, que pasaba empujando su silla por el campamento y dentro y fuera de la carpa, más de prisa que si hubiera podido andar. —Pero andaré, par dieu —dijo—. Sarah me ha comprado un bonito roten y cada noche doy más pasos por mi habitación. Cojeo, como es natural, mais merde alors, me basta con estar otra vez de pie. Incluso soy capaz de darme un verdadero baño, en lugar de pedir a las mujeres que me pasen la esponja sólo por mis partes accesibles. Y nunca volveré a ser un acróbata, pero un aéronaute, oui. Observo, maitre Beck, que ya has hecho un progreso considerable con la maquinaria. Ja. El Gasentwickler no tardar en estar completo. Pero creo que no poder comprar los productos para hacer el gas hasta que llegar a Florencia. Así que en Florencia usted convertirse en el Ballonflieger. —Merci, maitre. Grand merci. — Llamarme Bumbum —dijo Beck con timidez—. Todos hacerlo. Sonar más familiar y simpático. —Bien, Bumbum. —Ahora, amigo mío, permita que yo instruirle sobre aeronáutica. Sé que ya haberse elevado con el globo sujeto por una cuerda, pero si desear volar libre, necesitar ciertos accesorios. Alrededor de la barquilla colgar muchos sacos de arena como lastre. Para elevarse más, tener que ir tirando sacos. Nein, nein, no tirar, verstehen, o poder matar a alguien que haber debajo. Vaciar los sacos de arena. Ya aprender a juzgar la cantidad y la frecuencia. — Bien. Y ya sé que es preciso tirar del cordón de la válvula de charnela para soltar despacio el gas, cuando se quiere descender. —Richtig. Después, si desear ascender de nuevo, tirar más arena. Al bajar y subir, encontrar diversas brisas que soplar en distintas direcciones. De este modo, eligiendo la brisa, poder dirigir el Luftballon hacia donde querer ir y luego al punto de partida, la Zirkusplatz o donde sea. Soltar despacio todo el gas y bajar como una pluma. —Beck sonrió al añadir—: Yo decir todas estas cosas no por experiencia o genio, sino porque haber leído muchos Bücher. — C'est bandant, Bumbum. Te agradezco sinceramente todo lo que has hecho... y también la magistral instrucción. Pero después fue Bumbum quien necesitó ser instruido en una de sus otras vocaciones, la de director de orquesta. — Para la entrada del elefante yo seleccionar una música solemne — dijo a Florian y Edge—: La batalla de los hunos de Liszt. Para sus caballos, Herr Edge, ¿cómo no?, Trueno y rayo de Strauss.
Quizá tengas que tocar otra cosa dentro de poco —observó Florian—. Johann hijo viaja sin cesar por Europa y podemos encontrarlo en cualquier parte. Dicen que es muy avaro y tal vez exija que le paguemos por usar su musica. Pero mientras tanto, ensayémosla. Así pues, un día, en el tiempo libre entre las funciones de tarde y noche, Edge llevó a la pista los caballos que ya había entrenado para trabajar sin jinete ni arneses: Bola de Nieve, Burbujas, su propio Trueno y los tres caballos sin nombre adquiridos en Virginia. Todos llevaban mantas de color azul vivo, recamadas con lentejuelas y provistas de flecos, y cabestros, también salpicados de lentejuelas, que sostenían altas plumas azules sobre sus cabezas: adornos diseñados por Magpie Maggie Hag y hechos con ayuda de Stitches Goesle. En aquellos momentos Goesle, ayudado por los eslovacos, redondeaba, adelgazaba y pulía las tres partes de un poste central nuevo para la carpa en vías de ampliación, y hacía un chanclo con escarpia muy alta para sostenerlo y forjaba un aro de soporte para él, pero Florian y Beck le persuadieron de que les prestara a sus peones músicos. Estos cogieron sus instrumentos y el director de orquesta Bumbum los dirigió en una versión bastante ronca de la polca Trueno y rayo. Edge, en el centro de la pista y haciendo restallar el látigo, conducía a los caballos en su trote o medio galope en torno a la arena, saltando, bailando, haciendo piruetas, poniéndose en fila, encabritándose todos a la vez o realizando intrincadas figuras cruzadas o en forma de ocho. Sin embargo, al cabo de poco rato, Bumbum agitó la mano en petición de silencio y gritó, indignado, a Edge: —iHerr Direktor, sus caballos no moverse al ritmo de mi música! ¿No poder entrenarlos para que escuchen mejor? Hay una gran confusión de ritmos entre nosotros y ellos. Ein Mischmasch. Florian sonrió con tolerancia y dijo: —Perdón, Herr Kapellmeister, pero incluso la música más dulce suena para cualquier animal como un concierto de cornejas. Eres tú quien debe vigilar la actuación y dirigir al ritmo de ellos. De los caballos, del elefante Brutus, incluso de los acróbatas humanos y los equilibristas y malabaristas. También debes estar preparado para frustraciones y emergencias. Si, por ejemplo, has asignado treinta segundos de un cancán a un número de uno de los terriers y el perro se equivoca o detiene, tendrás que prolongar o repetir la música. Siempre ha de parecer a los espectadores que todos los artistas trabajan con inteligencia y pericia al ritmo de tu música, pero en realidad eres tú quien debe poseer esta pericia. Tal como tocas esos pequeños arpegios con tu hilera de campanillas de hojalata al ritmo del baile en la cuerda floja de la señorita Auburn. —Herr gouverneur, ésas ser notas casuales. Y esto ser una polca de Strauss. Y, mein Gott, una polca guardar un compás estricto de dos por
cuatro, con el ritmo especificado por su compositor. ¿Espera de mí que lo retrase o acelere de un momento a otro? —Sí. Rubato no es ningún pecado. Compositores muy superiores a los hermanos Strauss han marcado a menudo sus partituras con el rubato para permitir al director esa libertad de variar los ritmos. Tú aplicas simplemente el rubato a la polca de Johann. Y a toda la otra música que toques para artistas en movimiento: Liszt para el elefante, marchas de Wagner, chotis, lo que sea. Ya te he dicho que requiere habilidad. Confío en que la tendrás. Beck pareció debidamente halagado, pero gruñó, de todos modos: — Wagner, Liszt y los Strauss, si los encontramos, no hacernos pagar por usar su música. Saltar a la pista y estrangular a usted con sus propias manos. —Lo dudo —respondió Florian con calma—. He oído óperas de Wagner y Rossini y una opereta de Strauss, cantadas por divas que hicieron sudar al director y a toda la orquesta para seguir su ritmo. Otra cosa, Carl. También he mencionado las emergencias. Fíjate asimismo en mí, o en Zachary, cuando estemos en la pista. Si hacemos esta señal —levantó los brazos y los cruzó formando una X sobre su cabeza—, significa que la lona está ardiendo o ha ocurrido una desgracia similar. Cambia inmediatamente lo que estés tocando por la Marcha nupcial de Mendelssohn. Beck se horrorizó. — iEsto no ser música de circo! ¡Esto ser somnífero! Escuchar a Mendelssohn ser como mojarse con agua caliente. — Tal vez, pero alertará instantáneamente a todos los artistas y a todo el equipo. Podremos arreglar lo que se haya estropeado, o esconderlo, o evacuar la carpa, si fuese necesario. Mis socios más antiguos conocen el significado de la Marcha nupcial y lo haré saber a todos los demás miembros del espectáculo. Florian había dicho a la compañía que esperase una estancia de unas dos semanas en Livorno, pero pasaron más de cuatro semanas de llenos diarios hasta la noche en que no llenaron las graderías. Cuando comenzó el espectáculo, Florian miró hacia el público, vio los dos o tres bancos superiores completamente vacíos y tomó la decisión en un instante. En cuanto hubo presentado el primer número, Abdullah y Brutus, fue al patio trasero, encontró a Dai Goesle y le dijo: —Stitches, esta noche nos despedimos. Desmantela la tienda en seguida después de la función. Pisa está sólo a unos veinticuatro kilómetros al nordeste de aquí, un viaje cómodo de una noche, pero no te pediré que lo hagas hoy. Normalmente, ya habría enviado allí a un mensajero y dispuesto todos los pormenores. —Me gustaría salir esta misma noche, director.
— Gracias, Dai, pero no. No sabrías qué dirección tomar en el cruce de la carretera principal para dirigirte al terreno que Pisa nos destine. Carecería de sentido que tú y todo el equipo fuerais de un lado a otro, sin poder descargar. No, dormiremos bien toda la noche y saldremos a primera hora de la mañana. Mi carruaje puede ir más de prisa que el resto de la caravana, así que cuando lleguéis, yo ya habré hablado con el municipio de Pisa y os esperaré en el cruce para guiaros. Quizá incluso tengamos tiempo de montar la tienda antes de que oscurezca. —O de empezar a montarla —dijo Goesle—. Usted recordar que ser la primera vez que yo montar la franja de lona entre los dos semicírculos de la carpa. Seguramente necesitar varias veces de montar y desmontar para hacerlo de prisa. —Es cierto. Será mejor que no programe ninguna función para el día siguiente. Así tendremos tiempo de fijar carteles por la ciudad y despertar el entusiasmo de la gente. Durante el intermedio, toda la compañía fue informada de la inminente partida de Livorno. Cuando se reanudó el espectáculo, Sarah Coverley se puso a contemplar a su protegida Lunes Simms dirigir a Trueno en unos aceptables pasos cruzados, paso español, piaffe y medios pasos de alta escuela, cuando Paprika se le acercó y le dijo en tono confidencial y seductor: —Sarah, ángel, ésta será nuestra última noche en el Gran Duca y quizá tardemos algún tiempo en tener un alojamiento tan lujoso y... privado. Pasemos esta última noche aquí tú y yo, juntas. Sarah se ruborizó visiblemente, pero mantuvo los ojos en la pista y contestó con indiferencia: — ¿Por qué tendríamos que hacer eso? —Pues para hablar de nuestras cosas, de nuestro trabajo. Y quizá también para divertirnos. —¿Divertirnos? —repitió Sarah, distraída, mirando todavía la exhibición de alta escuela. Paprika respondió, fingiendo impaciencia y enfado: — Kedvesem! Nemi érintkezés. —Sabes que no hablo húngaro. —Kedvesem significa cariño y nemi érintkezés la clase de entretenimiento mutuo a que me refiero. También sé que no eres tonta ni ignorante y que comprendes muy bien lo que quiero decir. Ahora Sarah contestó, con los ojos cerrados y un hilo de voz: — Sí. —Entonces, dejemos de jugar al escondite. ¿Te han besado alguna vez, Sarah, o lamido o acariciado tu filtro o tu hueco? — En realidad, no me acuerdo —dijo Sarah con voz más firme, volviéndose al fin a mirar a Paprika—. Pero no soy mojigata y nunca he sido la esposa americana típica: «una sola posición, bajo las sábanas y
con las luces apagadas». He disfrutado de esas caricias en todo mi cuerpo. Y siempre me he sentido satisfecha de que me las hiciera un hombre. —Pero ahora no tienes ninguno. Eres de verdad Madame Solitaire. Zachary te ha plantado. Florian está ocupado con sus negocios. ¿Quién, entonces? ¿Pavlo el Grosero? Al oír esto, Sarah tuvo que sonreír y hacer una mueca. —Admito que eres una coqueta que tentaría a cualquier miembro de cualquier sexo... —Dejó extinguir la voz. —Puedes fingir que soy un hombre, si quieres —sugirió Paprika con picardía—. No me importa lo que pase por tu mente, sólo tu... —No. —Sarah meneó la cabeza—. Has dicho que tenemos alojamientos privados, pero no es así. Comparto la habitación con Clover Lee y tú la tuya con Pimienta. —.¿Estas son tus únicas razones para decir que no? —preguntó Paprika, animándose ostensiblemente—. ¿No es por mojigatería o gazmoñería? ¿Sólo falta de intimidad? —Sarah se ruborizó aún más—. Es fácil. Podemos pedir al portero de noche que nos dé otra habitación. —Sigo diciendo que no, Paprika. Clover Lee podría buscarme, probablemente en la habitación de Florian, y Dios sabe el alboroto que causaría. Pimienta sabría muy bien por qué la habías dejado dormir sola. Quizá nos mataría a las dos por la mañana. De hecho, Pimienta las estaba vigilando desde el otro extremo de la pista, vigilando con los ojos de una víbora. Cuando vio salir a Sarah de la tienda, fue a colocarse junto al Hacedor de Terremotos, que esperaba para actuar, y entabló una conversación con él, segura de que Paprika los veía. Dijeron sólo cosas triviales, pero a Yount le halagó esta familiaridad inesperada y ella se le acercó más para juntar su cara con la suya y ambos sonrieron mucho. Paprika los observaba y entonces era ella la que tenía mirada de víbora. Tarde, aquella noche, cualquier persona que pasara por el pasillo, ante la habitación de Pimienta Mayo y Paprika Makkai, habría podido oír sus voces a través de la pesada puerta de caoba, aunque estuviera cerrada. — iSinvergüenza, descarada! ¡El pequeño cardo de Clover Lee te rechazó y ahora, sólo para fastidiarla, flirteas con su madre! — iNo es para fastidiarla, sárkány! iSarah también es una belleza! —iBobadas! ¡Podrá ser muy coqueta, pero te dobla la edad. Un carnero disfrazado de cordero. — Menj a fenébel! En cualquier caso, es una mujer. Por lo menos soy fiel a mi naturaleza. i En cambio tú miras con ojos dulces a un hombre! — Si sigues cortejando a esa puta de Sarah, ojalá os ataque el demonio con botas y espuelas. Mientras tanto, estoy ideando un número nuevo y te garantizo que me llevaré todos los aplausos y haré que el
público se olvide de ti y de ella. iY no miraré al tal Obie con ojos dulces precisamente! Los ojos de las dos, a la mañana siguiente, estaban rojos de ira, llanto y falta de sueño, pero los otros artistas no tenían mejor aspecto, porque Florian había llamado a sus puertas al amanecer para que tuvieran tiempo de desayunar bien y ponerse temprano en marcha. Sin embargo, a pesar de la hora encontraron a Stitches Goesle levantado y emprendedor. — He estado en la tienda de efectos navales de aquí al lado —explicó—, comprando el aparejo para el nuevo poste central. Estas cosas pueden escasear, tierra adentro. La mayor parte de la compañía comió con lentitud y mirada soñolienta, pero Florian desayunó a toda prisa y fue al mostrador del hotel para pagar la cuenta. Cuando la hubo saldado —sin repasar cada detalle de la larga lista, como habría hecho cualquier huésped italiano—, el director del Gran Duca tomó con agrado los treinta y ocho salvoconductos de la compañía, se los llevó a su despacho y, cuando salió, cada salvoconducto contenía su declaración, escrita con exquisita caligrafía, de que su titular se había portado de forma irreprochable durante su estancia en Livorno. Los fue llamando por su nombre y entregó a cada uno el documento con una profunda reverencia. —Signor Rouleau... signorina Makkai... signor Goozle... — Se pronuncia Gwell —gruñó Stitches. —Signorina Mayo... Signor... ejem, Chino... Florian dijo con impaciencia en italiano que él repartiría el resto de los salvoconductos, pues sus titulares se encontraban en el terreno del circo. Cuando la compañía salió por la puerta principal —mientras los botones empujaban la silla de ruedas de Rouleau y llevaban mucho más equipaje del que habían traído consigo aquellos huéspedes—, un soñoliento pero alerta Aleksandr Banat los esperaba en el furgón vestidor. Todos, excepto Edge y Autumn, consiguieron apiñarse con sus maletas y las grandes espirales de cuerda y cable grueso, tornillos y poleas de Goesle en dicho furgón. Cuando los dos grandes caballos de lunares lo pusieron en movimiento en dirección al parque Fabbricotti, Autumn y Edge fueron a la cuadra del Gran Duca, donde el mozo enganchó el delgado y viejo rocín de Autumn a su pequeño furgón. Metieron dentro su equipaje y las armas de Edge, subieron al pescante y Edge cogió las riendas, comentando: — Por lo que he podido ver, se trata de una bonita casa sobre ruedas. —Se la compré a una familia de hojalateros que había decidido, no sé por qué razón, establecerse en un lugar fijo. Albergaba a toda la familia, así que es más que suficiente para mí... sola... —Sonrió a Edge.
—Oh, no necesito insinuaciones, milady. Apenas puedo esperar a instalarme contigo en una casa. Edge cruzó la ciudad para salir directamente a la Strada Pisa, llegando a ella al mismo tiempo que la caravana del circo, procedente del campamento. Al pasar de derecha a izquierda por delante de Edge y Autumn, el Florilegio les pareció una cabalgata impresionante: once vehículos, todos pintados con colores chillones —excepto el carruaje, de un negro brillante—, cuatro de ellos tirados por troncos de espectacular belleza. Detrás de los carromatos, el único caballo desparejado del circo tiraba del Gasentwickler de Beck, aún sin terminar pero por lo menos provisto de ruedas, y a la cola iba Peggy, cubierta por un manto nuevo, de un vivo color escarlata, con borlas y letras doradas. Edge vio con cierta sorpresa que Pimienta viajaba al lado de Obie Yount en el carromato conducido por éste, y que Yount parecía satisfecho en extremo. Jules Rouleau yacía cómodamente sobre la lona encerada que cubría la carreta del globo, pues allí era donde estaba mejor protegido de tumbos y sacudidas. Edge enfiló la Strada Pisa detrás del elefante y luego sacudió las riendas para animar al viejo rocín de Autumn a adelantar a la caravana y colocarse detrás de Florian. En cuanto la caravana hubo dejado atrás Livorno y la parte adoquinada de la strada y llegado a una suave carretera de tierra batida, Florian puso a su caballo a un trote rápido y su carruaje empezó a alejarse del resto de la procesión. Al cabo de unos tres kilómetros, el carruaje se perdió de vista entre la niebla baja de la mañana y la casita sobre ruedas quedó a la vanguardia de la caravana. Cabalgando al frente, con toda Italia por delante, sintiéndose de verdad el director ecuestre profesional de un circo que ya no era un espectáculo mísero, sino un circo auténtico, con su amada junto a él y con la perspectiva de ver lugares nuevos y exóticos, Zachary Edge estaba más satisfecho de la vida y del mundo que antes de la guerra, o quizá mucho tiempo antes de eso. Se sacó del bolsillo de la levita una caja de Sigarrette Belvedere — Autumn le había dado muchas como regalo de cumpleaños, hacía una semana—, encendió una cerilla y un cigarrillo y dio una chupada profunda y placentera. Antes consideraba afeminados a los italianos porque fumaban aquellos pequeños tubos de tabaco, pero cuando probó uno, lo encontró sumamente agradable. Además, era menos peligroso que fumar en pipa, teniendo tan cerca el heno, la paja y el serrín del circo. Cuando era preciso interrumpir el placer de fumar por un trabajo urgente, el cigarrillo sólo tenía que pisarse, mientras que vaciar la pipa requería tiempo y despedía chispas todo alrededor. Ahora Edge sólo fumaba cigarrillos, como casi todos los otros fumadores de la compañía, incluyendo a Pimienta y Paprika. Abner Mullenax y Magpie Maggie Hag fumaban los rancios cigarros italianos, negros y retorcidos. Sólo Obie
Yount, pensando tal vez que ayudaba a mantener su estado de fusto, seguía tercamente fiel a su pipa. La vista de Italia que Edge y Autumn observaban ahora desde la Strada Pisa no era nada extraordinaria. La carretera, recta como la cuerda de Autumn, cruzaba la extensa llanura ribereña de la región de Toscana, que era llana como Kansas. La carretera en sí resultaba agradable, flanqueada y casi cubierta por pinos siempre verdes de copa ancha. Sin embargo, cuando la neblina se desvaneció a media mañana, detrás de los árboles sólo se veían campos de cultivo, con granjas tan apartadas que apenas podían vislumbrarse de vez en cuando. La caravana del circo se cruzaba ocasionalmente con algún carro que iba a Livorno, o era adelantada por otros que se dirigían a Pisa, y sus ocupantes saludaban a la gente del circo agitando alegremente las manos. Pero ellos eran las únicas personas visibles, porque ya se habían segado las cosechas de trigo y cebada. Resultaba extraño, pues, ver con frecuencia entre los extensos rastrojos marrones un campo de brillantes flores amarillas, tan tupidas que formaban una alfombra amarilla sobre la tierra. Edge preguntó a Autumn si sabía qué clase de cosecha era aquélla. —Aquí la llaman colza; en Inglaterra la llamamos nabina. La verás por toda Europa occidental, invierno o verano. Siempre que un campo se empobrece y da poco fruto, el granjero lo deja descansar un año y sólo planta colza. Por lo visto, no me preguntes por qué, esto vuelve a hacer la tierra rica y fértil. —Desde luego esos campos de colza son ahora lo único bonito de este paisaje. —Ningún granjero plantaría colza sólo porque es bonita. No piensa en la belleza; sólo conoce fertilidad y barbecho. Está atado a la tierra; encadenado a ella. —Apoyó la cabeza en el hombro de Edge—. Nosotros no, por suerte. Nosotros podemos admirar la belleza y dirigirnos hacia otro lugar aún más bello. ¿Verdad que somos afortunados? —Empiezo a pensar que soy el hombre más afortunado del mundo. —Pero no debes sonreír por ello. Eres mucho más guapo cuando no sonríes. —iMaldita sea, mujer! La gente siempre me dice lo mismo. ¿Es que tengo que ir por el mundo serio como Job sólo para no provocar comentarios? —Oh, sé muy bien cuándo eres feliz, Zachary, sea cual sea tu expresión. El día que nos conocimos me dijiste que podía sonreír por los dos durante el resto de nuestras vidas. Y te aseguro que puedo hacerlo, porque soy la mujer más feliz del mundo. 4
—iNo puedo creer en nuestra buena suerte! —exclamó Florian cuando encontró a la caravana a la entrada de Pisa, tal como habían convenido—. El municipio nos alquila el Campo Sportivo. Muy cerca de la famosa Torre Inclinada. Tengo entendido que unos visitantes livorneses han alabado mucho nuestro espectáculo. Y cuando he mostrado nuestros impecables salvoconductos a las autoridades, ni siquiera he tenido que pedirlo; me han ofrecido el mejor lugar. Bueno, no perdamos tiempo. Seguid a mi carruaje. La compañía no se había detenido a comer por el camino y tomado unos bocadillos que llevaban, por lo que entonces sólo era media tarde. Edge siguió a Florian, y el resto de la caravana le imitó, por el puente tendido sobre el río Arno y después por una carretera ancha que rodeaba la ciudad, una carretera llena de tráfico, tanto de vehículos como de peatones, la mayoría de los cuales se detenía para contemplar la entrada del Florilegio, mientras otros, apresurados o sin interés por el circo, maldecían en voz alta el embotellamiento. Aquella parte de Pisa podría haber sido las afueras de Baltimore: todo eran almacenes sucios y edificios industriales. Pero cuando la caravana dejó la carretera para entrar en el centro de la ciudad, los miembros de la compañía pudieron ver, sobre los tejados de los almacenes, el campanario torcido y la cúpula de la catedral, casi tan alta como el primero. Aquellos dos edificios, los más altos de Pisa, permanecieron visibles hasta que llegaron al Campo Sportivo, que era un hipódromo ovalado con graderías de madera a ambos lados y un centro de hierba bien cuidada lo bastante grande para dar amplia cabida al circo. —Suave como el prado de una mansión inglesa —dijo Autumn. Y Florian comentó, orgulloso: —Ya te dije, Zachary, que con el tiempo seríamos un espectáculo elegante. Cuando la mayoría de carromatos estuvieron alineados en lo que sería el patio trasero, con el furgón vestidor muy cerca de lo que sería la puerta trasera, Stitches Goesle —sin dedicar ni una mirada a la famosa torre, que se erguía a poca distancia de allí— gritó a los peones que empezaran a descargar la tienda y el equipaje, a desenganchar y alimentar a los caballos y a dar de comer al león y al elefante. Florian se quedó en el campo para ayudar a Goesle a supervisar el montaje y ver por primera vez la carpa ampliada. También se quedó Carl Beck, para empezar la instalación interior en cuanto pudiera. Los artistas, en cambio, como el trabajo pesado ya no era de su incumbencia, tenían la tarde libre. Y Autumn, aunque ya había trabajado varias veces en Pisa, se fue alegremente para servir de guía a Edge y a los compañeros — incluyendo a Magpie Maggie Hag, Hanníbal Tyree y los tres Simms— que deseaban dar una ojeada a la ciudad.
Pasearon hasta la carretera, cruzando una puerta de la antigua muralla, bajaron por una avenida de adoquines, atravesaron dos o tres calles más estrechas y salieron a la enorme extensión de la Piazza dei Miracoli. Miraron a su alrededor y la mayoría quedaron deslumbrados. En un rincón de la piazza estaba el cementerio judío; el alto muro que lo circundaba era —en opinión de Edge— singular por su gran sencillez, porque las otras cuatro estructuras del vasto prado exhibían más columnas, arcos y pináculos de los que había visto en toda su vida. Y, ciertamente, nadie podía ver en ninguna parte tantos al mismo tiempo como allí, sólo paseando la mirada de izquierda a derecha. La inmensa catedral, además de poseer gran profusión de columnas y arcos, estaba adornada por franjas horizontales de mármol blanco y negro, que Edge comparó para sus adentros con un pastel de chocolate y merengue. Las mismas franjas se repetían en el enorme baptisterio circular, a poca distancia de la fachada de la catedral. Edge dijo a Autumn que parecía otra cúpula —con arcos, columnas y pináculos ornamentales incluidos— procedente de otra gran iglesia. — A mí no me lo parece —sonrió ella—. Fíjate, tiene un pequeño domo en la parte superior, como un pezón. Siempre pienso en el baptisterio como el pecho desnudo y gigantesco de una diosa pagana enterrada bajo toda esta tierra sagrada del cristianismo. La famosa Torre Inclinada tenía también franjas de mármol blanco y negro, con columnas y arcos alrededor de cada una de las plantas, siete en total, y del campanario. Edge había visto grabados de esa torre desde sus clases infantiles de geografía, pero el campanile inclinado era mucho más impresionante en la realidad que en cualquier reproducción gráfica. «Esto sí que podría ser el pastel de boda de un titán», pensó. Otro titán celoso lo había agarrado para darle un malicioso tirón y ahora el pastel era dolorosamente alto y cilíndrico hasta el campanario y parecía estar a punto de caer de lado sobre la mesa del banquete nupcial del titán. Hannibal preguntó a Autumn: —¿Cuándo creer que caerá, señora? —Bueno, está así desde hace unos seiscientos años contestó ella—. No creo que deba preocuparte estar cerca en este momento. De todos modos, la inclinación aumenta cada año en una fracción de milímetro. —Así que un día u otro se caerá —dijo Clover Lee, muy seria. —Un día u otro, sí, pero no hoy. Nosotros tenemos demasiada suerte. — Autumn miró de reojo a Edge, sonriendo—. Florian, Zachary y yo estamos de acuerdo en esto. ¿Quiere subir hasta arriba alguno de vosotros? La vista es espectacular, pero debo advertiros que hay casi trescientos escalones. —Al diablo con ella —dijo Mullenax—. Hay un bar al otro lado de aquella calle ancha. Os espero allí.
Fitzfarris dijo que él también iba y Magpie Maggie Hag declaró que era demasiado vieja y achacosa para hacer montañismo. El resto pagó la entrada —junto con un puñado de turistas, todos italianos de otras partes del país— y empezaron la ascensión. Edge, Yount y otros subían con cautela, apoyándose en la pared y casi poniendo una mano sobre la otra, porque tenían la extraña sensación de ser atraídos continua e irresistiblemente hacia el lado inclinado de la torre. Sólo aquellos cuyos actos y vidas dependían de un infalible sentido del equilibrio subían con agilidad y seguridad. Sin embargo, la vista desde el balcón que circundaba el campanario valía el pesado ascenso. Hacia el oeste habrían podido ver el mar, y hacia el sudoeste, divisar Livorno, de no haber sido por el humo de la multitud de chimeneas de Pisa. Al norte y al este se veían montañas, una vista agradable después de la llanura que acababan de cruzar. Al sur se extendía ante ellos la mayor parte de la ciudad de Pisa, cuyo tamaño era dos veces mayor que el de Livorno y que poseía muchos más palacios, iglesias, torres y fortalezas. En el balcón estaba apostado un viejo profesor que, como si funcionara por un mecanismo de relojería, recitaba hechos y fechas sobre la Torre Pendente, primero en italiano y después en inglés, concluyendo con la información de que «a fin de establecer las leyes de velocidad y aceleración de los objetos en su caída, Galileo Galilei dejó caer, desde el lado inclinado de este mismo balcón, balas de cañón y objetos menos pesados...». — Caray —murmuró Quincy, mirando por encima de la baranda hacia las figuras diminutas que se movían sobre el césped de la plaza. — Conque balas de cañón, ¿eh? —dijo Yount, sonriendo, al oír hablar por fin de un italiano con quien tenía algo en común—. ¿Y las subía hasta aquí arriba para lanzarlas? ¿Dónde podría encontrar al tal GaliGali para estrecharle la mano? El profesor se limitó a pestañear y Autumn rió: —Probablemente en el cielo, Obie. Hace más de doscientos años que está muerto. Aunque bien mirado, quizá no lo puedas encontrar allí. La Iglesia niega el cielo a los hombres que son demasiado fuertes. —iVaya! —exclamó Yount, desengañado. —Para nosotras las mujeres puede ser más interesante —prosiguió Auturnn— esa gran avenida que veis al este y que es donde se encuentran las tiendas más elegantes y modernas. Se prolonga hasta el puente y aún más allá. Pero no os arruinéis antes de llegar a Florencia, donde... Pimienta interrumpió: — iOh!, el sol está a punto de ponerse y creo que sería mejor bajar. —Dirigió una mirada temerosa a sus espaldas, hacia las siete grandes
campanas del campanario—. Si tocan el Angelus, o lo que recen estos italianos, nos quedaremos sordos para toda la vida. —No tema, signorina —dijo el viejo profesor—. Las campanas no se han tocado nunca desde que se colgaron aquí. La vibración podría ser excesiva para la Torre Pendente. De todos modos, se fueron para volver al circo antes de que anocheciera. Todos dieron al anciano unas monedas de propina y muchos de ellos volvieron a las escaleras con una sensación de temor y vértigo. Encontraron a Fitzfarris, Mullenax y Magpie Maggie Hag esperando en la base de la torre, los tres con un aliento fuertemente aromático. Cuando se acercaban al Campo Sportivo, Florian cruzó el hipódromo para recibirlos y dijo con acento cansado: —Los hombres y yo aún tenemos un rato de trabajo, así que cenaremos tarde. Sin embargo, he salido para reservar habitaciones en un hotel. Quizá queráis llevar allí vuestro equipaje, refrescaras y cenar a una hora decente. El hotel no es tan magnífico como el Gran Duca, pero sí cómodo. Se llama Contessa Matilde. Volved a la primera esquina y torced a la derecha. — Vaya, todos nuestros hoteles tienen nombres nobles, maldita sea —dijo Yount—. Señorita Sarah, usted y Clover Lee no tardarán en encontrar a sus condes y duques en uno de ellos. Sarah le dedicó una tibia sonrisa. Todos veían por primera vez la carpa transformada —mucho mayor y más impresionante que nunca— y le dieron toda la vuelta para observarla y admirarla. Luego, la mayoría recogió sus efectos personales y los colocó en un carromato vacío. Edge dijo a Autumn: —Si me perdonas por dejarte sola durante la cena, me gustaría quedarme y familiarizarme con las nuevas instalaciones. — Claro, amor mío. Me llevaré tu equipaje. La carpa tenía la misma altura que antes: unos diez metros y medio. Pero ahora, con la adición de quince metros de lona nueva entre las dos mitades de la antigua tienda, era un magnífico óvalo que medía trescientos diez metros de punta a punta. Los postes centrales, el viejo y el nuevo, sobresalían de los aros de soporte a ambos lados de la franja añadida. Esto había requerido algunas alteraciones tanto en la lona antigua como en la nueva... y aún se necesitaban más. Dos peones estaban en la cúspide de la tienda, cada uno apoyado en un poste y ambos dando rápidas puntadas a la lona y atando cuerdas alrededor de los aros de soporte. Desde el suelo, Dai Goesle daba instrucciones que Aleksandr Banat, a su lado, traducía con sonoros gritos. Goesle vio a Edge observar el trabajo y se detuvo para decirle: —Cuando desmantelar esta tienda, yo pedir a Florian y a ti, muchacho, un día de tiempo. Querer extender en el suelo toda la lona y pintarla.
Fijarte en ella: el remiendo ser patente, un trozo tener color de lona nueva y otro de lona vieja. Yo sugerir pintarla toda a rayas, pero discutirlo después. En todo caso, una capa fina de pintura al óleo mejorar la resistencia de la tienda a la lluvia y alargar su duración. Además, mandar a ese chino artístico pintar el nombre del circo, grande, muy grande, sobre la marquesina. ¿Qué pensar de la marquesina, Zachary? En vez de dejar sin atar un panel lateral a fin de poder apartarlo para abrir la puerta principal, como se había hecho hasta entonces, Goesle había abierto y rematado dos cortes, a tres metros de distancia uno de otro, en la nueva lona central, desde el suelo hasta una altura de dos metros y medio. Esa tira de lona, levantada hacia atrás y apoyada sobre dos estacas rayadas nuevas, formaba un toldo parecido al techo de un portal y era una entrada mucho más atractiva. Edge se asomó y vio una puerta similar en la parte trasera, al fondo de la pista, que ahora no tenía en medio un poste central que le impidiera la vista. Con objeto de hacer una especie de avenida que indicara la puerta principal al público, Goesle había levantado en el lado izquierdo una plataforma de tablas de un metro de altura, donde Fitzfarris presentaría durante los intermedios el espectáculo secundario, el juego del ratón y su número de ventrílocuo. A la derecha estaban aparcados en línea recta el furgón rojo y el de la jaula. El público encontraría primero la taquilla del furgón rojo, después podría visitar el museo en la parte trasera del mismo furgón, luego pasar a echar una ojeada a Maximus y por último entrar en la carpa por debajo de la marquesina. Ambos lados de la avenida estaban flanqueados por las viejas antorchas de Roozeboom para las funciones nocturnas. —Pasa adentro, Zachary —dijo Goesle—. Tú casi no reconocerla. Tenía razón. Sin el poste, la pista parecía medir mucho más de trece metros. Los dos postes centrales estaban cada uno a un metro de distancia del bordillo, dejando mucho espacio para el desfile de entrada y la apoteosis final. El maestro velero Goesle y el montador jefe Beck habían tendido vientos de alambre desde lo alto de los postes hacia los lados, a fin de sujetarlos bien, y estos alambres desaparecían bajo las graderías, bien asegurados a sendas estacas y atornillados a nivel del suelo. Matemáticamente la adición de la lona central de quince metros debía doblar también el aforo de la carpa y en realidad así era. Las viejas graderías, con los largueros asegurados ahora sobre gatos de hierro, se curvaban en torno a los extremos semicirculares de la tienda, y las nuevas graderías de Goesle cubrían las paredes rectas. Sin embargo, quedaba mucho espacio sobrante entre las graderías antiguas y los postes centrales, y el maestro velero no lo había desperdiciado, haciendo más bancos y colocándolos todos al nivel de la pista, para
llenar el espacio. Las lámparas reflectores de Roozeboom estaban sujetas, a intervalos, a todos estos bancos de primera fila. —De momento —dijo Florian, que supervisaba el trabajo del interior de la carpa, aún no terminado— dejaremos que los espectadores se disputen los asientos de primera fila, corriendo o luchando por ellos, pero Stitches construirá pronto cómodas sillas plegables, lo que en el circo se llama asientos «de estrella», que ocuparán el mejor espacio. Y podremos cobrar por ellas un precio más alto que por lo que llamamos los «blues», o los bancos de la última fila. Edge miró a su alrededor con un poco de respeto, porque veía algo que le recordaba los grabados de los antiguos y vastos anfiteatros romanos. Por un momento pensó que Goesle había prolongado las graderías incluso por delante de la puerta principal de la carpa, pero entonces se dio cuenta de que la construcción de madera que veía allí, apoyada sobre gatos, era un estrado para la banda, provisto de barandilla y taburetes. —Nuestro montador jefe casi ha terminado de colgar la instalación —dijo Florian, señalando arriba. Edge levantó la vista y recordó que en una ocasión había pensado que estar dentro de la gran carpa era como estar dentro de un globo parecido al Saratoga. Ahora podía estar en el interior de una catedral de lona, porque el espacio de allí arriba era inmenso y aireado y la carpa parecía mucho más alta de lo que era en realidad. Los vientos de alambre centelleaban al converger sobre los postes centrales. El poste viejo aún conservaba su botavara, en un ligero ángulo sobre la pista. Un peón colgaba de ella, sujetando una polea y una tira para izar a Pimienta por los cabellos. Florian le hacía señas para transmitirle instrucciones sobre cómo debía colocar la polea para que no se enredara con el candelabro, que también pendía en aquel lugar. En el lado de la pista el nuevo poste tenía una pequeña plataforma de madera de la que colgaba hasta el suelo una escalerilla de cuerda y Edge tardó unos segundos en comprender que la plataforma era el lugar de descanso de Autumn. En aquel momento, Bumbum Beck estaba arrodillado en ella, ajustando, junto con un eslovaco que se hallaba en el otro poste central, los tornillos y la tensión de la cuerda tendida sobre el espacio de quince metros que los separaba. Habían pintado en el poste viejo un brillante punto blanco que estaría al nivel de los ojos de Autumn y que sería su guión. La cuerda estaba exactamente a ocho metros del suelo, pero a Edge se le antojaba mucho más alta. —La señorita Aubunm es una artista consumada —dijo Florian, aunque Edge no había hablado—. Tiene los pies tan seguros sobre la cuerda como sobre el serrín de la pista. Y un artista quiere lucirse al máximo en su trabajo. Amas a esa jovencita, lo sé. Pero, Zachary, si quieres que
continúe enamorada de ti, sigue mi consejo. No intentes ser su guardián. —Tiene razón —respondió Edge—. Se me helará la sangre cada vez que suba hasta allí, pero intentaré no demostrarlo. Cambiando de tema, quiero preguntarle algo. Como ahora no tenemos un poste ni nada parecido en el centro de la pista, ¿por qué cavan esos hombres un gran agujero? —Es una tumba —contestó Florian. Edge le miró fijamente y preguntó, incrédulo: —¿Me dice que no me preocupe por estas cosas y está esperando la muerte de alguien? — Alguien ha muerto ya. Creía que no te darías cuenta. —¿Qué? —Ha sido un desgraciado accidente, pero la víctima no era imprescindible. ¿Recuerdas a aquel holgazán inútil llamado Sandov? Cuando desenrollamos una pieza de lona durante el montaje, salió rodando de dentro, completamente rígido. Podríamos haberle usado como gato de un larguero. — Director, esto no me huele a accidente. No tiene una sola marca en el cuerpo. Simplemente le enrollaron mientras hacía la siesta y se asfixió. — Esta historia me parece un poco extraña. ¿Cómo podían dejar de verle sus compañeros sobre la lona que estaban enrollando? —Ejem. Deja que te lo explique, Zacharv. Accidentes idénticos han ocurrido muchas veces... durante muchos desmantelamientos... en muchos circos. Prefiero atribuir a una coincidencia el hecho de que siempre suceda a una persona desagradable e inútil. Sin embargo, te ruego que no menciones a nadie este incidente. Creo que ninguno de los artistas se ha tomado nunca la molestia de contar a los peones y, desde luego, nadie sabría diferenciarlos uno de otro. Edge meneó la cabeza con expresión sombría. —Claro que no diré nada. Diablos, ¿quién soy yo para armar revuelo porque alguien ha muerto, merecida o inmerecidamente? —Pero recuérdame cuando lleguemos al hotel que rompa el salvoconducto de ese hombre —dijo Florian—, por si acaso una autoridad oficiosa exige la comparación de documentos y sus titulares. Así pues, cuando Florian, Edge, Beck y Goesle fueron por fin al hotel Contessa Matilde, donde eran los únicos comensales a aquella hora y algunos otros miembros del circo se sentaron con ellos para acompañarlos, el único tema del que se habló fue la obertura musical del circo. —Lo he intentado una y otra vez, director —dijo Autumn—, pero debo confesar que no puedo adaptar una letra italiana a su melodía habitual de Sed alegres con Dios. De todos modos, se trata de una canción
inglesa antigua y no muchos auditorios del continente la reconocerán siquiera. Así que he consultado al director de orquesta Beck —el aludido asintió gravemente— y, con su permiso, nos gustaría usar Greensleeves, que también es inglesa, pero conocida y amada en todo el mundo. —Es cierto —convino Paprika—. La he oído tocar con címbalos en Hungría. — Es una iniciativa digna de elogio, mi querida Autumn —aprobó Florian—, pero, ¿no es demasiado melosa para una obertura? —No, señor. Nuestro inteligente director de orquesta ha hecho un arreglo muy alegre y animado de la melodía —Beck adoptó una expresión modesta— y yo he escrito la letra nueva, no tan cursi y sentimental. —Alargó un pedazo de papel por encima de la mesa—. No pretendo que sea Los maestros cantores, pero sí lo bastante sencilla para que todos puedan aprender las palabras de memoria. Florian, masticando, paseó la mirada por el pequeño cuarteto escrito en italiano, marcando el compás de Greensleeves con el cuchillo y el tenedor, y luego dejó los cubiertos y aplaudió. —Un buen trabajo, querida. Reuniremos a la compañía y la orquesta la ensayará por la mañana. Repito, Zachary, que encontraste una verdadera joya con esta jovencita. Te ruego que la trates con ternura. — Lo intento —respondió Edge, un poco triste, pensando en la altura de la cuerda. 5 La pista de la carpa era de nuevo un círculo de serrín liso e impecable cuando el Florilegio se preparaba para empezar su primera función en Pisa. Magpie Maggie Hag, en una especie de movimiento continuo, vendía entradas en la taquilla del furgón rojo, cobraba lire y centesimi y devolvía el cambio —o la mayor parte de él—, y la gente que entraba apenas echaba una ojeada al museo o al león en sus prisas por ocupar los mejores asientos. La carpa no tardó en llenarse, desde las primeras filas hasta las últimas gradas. Cuando Banat dejó caer la lona de la marquesina para cerrar la puerta principal, informó a Florian, con un marcial saludo que él consideraba confederado: — He recogido casi mil entradas. —iViva! —exclamó Pimienta al oírlo—. Pronto seremos ricos como Cresos. Florian soltó una carcajada. — Entonces, irlandesa, no hagamos esperar a la buena gente de Pisa. Vete al patio trasero, que va a empezar el desfile.
Dirigía ahora la gran entrada y cabalgata el elefante Brutus, por lo que Abdullah, sentado sobre sus lomos, podía añadir su trombón desde el mismo principio a la música de la orquesta. Excepto el elefante, los caballos y los terriers saltarines, todos los participantes del desfile cantaron la letra de Autumn para la alegre versión de Greensleeves compuesta por Beck: Circoo é allegro! Circoo é squisito! Circo ha atore d'oro, E benvenuto aal Circo! Como había dicho Autumn, todo el público conocía la melodía. Cuando la cabalgata daba la tercera vuelta al perímetro de la pista, la multitud también había aprendido la letra y la cantaba con un estruendo que casi dominaba los máximos esfuerzos de los músicos. Florian y Edge habían reorganizado el programa, de modo que ahora los caballos en libertad ya participaban en el desfile con sus plumas, lentejuelas y mantas de borlas, y el coronel Ramrod podía hacerlos volver a la pista mientras el resto de la cabalgata salía por la puerta trasera. La banda entonó suavemente Trueno y rayo y, obedientes al látigo, los caballos iniciaron su rutina. Edge estaba muy contento de que en aquella primera función con la instalación nueva, Autumn no subiría allí arriba hasta el final del espectáculo. No cabía duda de que estaría muy nervioso mientras la contemplase, pero al menos no lo estaría tanto antes de ejecutar su número de los caballos en libertad o su posterior tiro al blanco y aún más posterior volteo como Buckskin Billy. Cuando el elefante entró de nuevo, tras la salida de los caballos, caminando majestuosamente. Abdullah entonó con solemnidad en su trombón la Batalla de los hunos. La banda tocó una música más rápida —una mezcla de oberturas de Von Suppé—, mientras Brutus ejecutaba varios números en solitario. La competencia de fuerza con voluntarios había sido eliminada. En su lugar, Lunes, Quincy y los tres chinos entraron en la pista dando saltos mortales, llamaron a Brutus al trampolín y, mientras el elefante se columpiaba tranquilamente, hicieron sus poses y pirámides y saltaron sobre sus lomos. Cuando Brutus salió, llevando a cuestas a Abdullah y los Simms, los chinos se quedaron en la pista para su actuación de antipodistas con el incongruente acompañamiento de frenéticas danzas rusas de Glinka. Después, Pimienta y Paprika ejecutaron su número de la pértiga, acompañadas por una rapsodia húngara de Liszt. La banda enmudeció mientras Florian reclamaba con halagos la bajada de las graderías de la bisnonna Filomena Fioretto y la presentó con el floreo habitual. Sarah ya había aprendido de memoria la frase de
agradecimiento en italiano cuando regalaban a la anciana el pastelito y la vela, y también su asombrosa petición de un paseo a caballo en su cumpleaños. La pronunció, al ritmo suave de Porque es una chica excelente, con una voz quebrada y trémula que sirvió para ocultar las deficiencias de su pronunciación. Cuando el caballo empezó a trotar con la anciana, el número resultó más espectacular que nunca muchas espectadoras llegaron a desmayarse—, y los atronadores aplausos, exclamaciones de alivio y carcajadas fueron aún mayores cuando Filomena se puso en pie sobre la grupa del caballo y se quitó todas las prendas negras de abuela para aparecer como Madame Solitaire. Por primera vez en mucho tiempo, Jules Rouleau, sentado sobre la tina cerca de la puerta trasera, cantó de nuevo: «Cuando, sentado en el circo, la contemplé dar vueltas...» Cuando Sarah hubo recibido sus aplausos, fue, secándose con una toalla, a felicitar a Rouleau por haber vuelto al circo después de su largo confinamiento. La banda empezó a tocar El tilhurí irlandés y Pimienta subió a las alturas para colgarse de la cabellera. Sarah todavía hablaba con Rouleau cuando alguien la hizo girar de repente y la besó en la boca. —Pompas! ¡Magnífico! gritó Paprika, abrazándola con fuerza. —No es... no es la primera vez que ves el número —dijo Sarah, sin aliento. —Ah, pero tu voz, tus frases italianas de hoy. ¡Casi he creído que todo era real! Eres ¿iszintén müvészi. ¿Se dice en inglés que eres una maestra en tu arte? —Bueno, ejem... murmuro Sarah, pero Paprika empezó a besarla otra vez, larga y apasionadamente, mientras Rouleau las miraba arqueando una ceja. También las observaban desde arriba, como vio Sarah cuando por fin se desasió del abrazo. Paprika siguió su mirada y sonrió burlonamente hacia arriba. Pimienta, quieta y rígida en el aire, tenía clavados en ella sus verdes ojos glaciales, con aquel rictus sonriente en el rostro, forzado por la tirantez del cabello. Beck añadía desesperados trinos y floreos a El tilhurí irlandés, a la espera de que ella iniciara su actuación. Pimienta no lo hizo hasta que Paprika y Sarah desaparecieron por la puerta trasera. Entonces se entregó con tal frenesí a sus giros, volteos y oscilaciones, que Beck tuvo que poner a El tilhurí irlandés a un galope tendido. Tarde, aquella noche, en el comedor del Contessa Matilde, la mayoría de artistas del circo hablaron con alegría, en sus mesas respectivas, sobre el éxito de sus actuaciones y la mayor comodidad con que podían trabajar en la despejada pista nueva, acompañados por música apropiada y ante el entendido público de Pisa. Pero Pimienta y Paprika se hallaban en mesas diferentes y Sarah en otra, hablando muy poco y comiendo todavía menos.
Tampoco Edge tenía mucho apetito, aunque estaba al lado de Autumn, quien se sentía contenta y excitada por los triunfos del día como cualquiera de los otros artistas. Su número de la cuerda floja había recibido una gran ovación, con el público puesto en pie, tanto en la función de tarde como en la de la noche, y ahora intentaba convencer a Edge de que su volteo a caballo era, de hecho, mucho más peligroso que su propio número. —Tengo que desviar la mirada, Zachary, cuando te deslizas de la silla de un caballo al galope, pasas por debajo de su vientre, entre las rápidas patas, y subes a la silla por el otro lado. Esto no tranquilizó mucho a Edge. Auburn se veía muy diminuta, frágil y vulnerable allí arriba, bajo el techo de la carpa, realizando proezas que le quitaban el aliento, incluso cuando las hacía a sólo dos metros y medio del suelo. Su única esperanza era dominar con el tiempo esa ansiedad que le secaba la boca y le humedecía las palmas cada vez que la veía a tan gran altura. Mucho más tarde aquella misma noche, Jules Rouleau estaba a punto de quedarse dormido cuando la puerta de su dormitorio se abrió con suavidad y alguien entró en la habitación casi a oscuras. —Qu'estce que c est? —murmuró—. No puede ser otro masaje a esta hora. —No soy Maggie, soy yo, Sarah, Necesito tu ayuda, Jules. Qu estce que c'est? —preguntó él de nuevo, pero ahora despierto del todo y sobresaltado. A la luz difusa que se proyectaba en la habitación desde el patio de la cocina, donde las fregonas aún continuaban su trabajo, Rouleau pudo ver que Sarah se estaba desnudando. Oyó que le decía, con voz temblorosa: —Ya... ya has visto cómo me ha besado Paprika. No el beso rápido habitual, sino un beso de... de amante. — Chérie —dijo él, incorporándose en la cama y con voz también un poco trémula, mientras ella continuaba desnudándose. No has podido engañarte en cuanto a la naturaleza de esas dos flagrantes marimachos, —No, pero Paprika me corteja últimamente. Y cuando me ha besado hoy... casi, no, sin casi, me ha gustado. Me ha excitado. —Esto puede ocurrir —dijo Rouleau con toda la sangre fria de que fue capaz—. Pero ¿por qué acudes a mí? ¿Por qué te estás quitando la...? —Jules, necesito a un hombre. Sólo para probarme que no soy un marimacho, Te lo ruego, Jules... Ya desnuda, se deslizó bajo las sábanas, a su lado. Rouleau se apartó, diciendo, casi con pánico: — Chérie, me pones en un aprieto. Sabes desde hace tiempo que soy, a mi modo, igual que Pimienta y Paprika al suyo. — Por lo menos, tienes... un cuerpo masculino. ¡Por favor, Jules!
— Para mí sería... repugnante, no tú, ya me comprendes, querida Sarah... sino el acto en sí. Hay otros hombres en el espectáculo, varones masculinos, que gozarían complaciéndote... —He perdido a Zachary y Florian está absorto en sus cosas y cualquier otro hombre se jactaría, alardearía y se iría de la lengua. Tú eres un viejo amigo. Hazlo una sola vez, por amistad. —Sencillamente, no puedo, Sarah. Sabes que por ti haría cualquier cosa que estuviera en mi poder. Pero esto no lo está. Ella pensó un momento y luego sugirió con timidez: —¿No podrías fingir... fingir que soy un muchacho? —Le dio la espalda y se acercó mucho a él. Rouleau gimió ligeramente, bajó la cabeza de la almohada para adaptar su cuerpo al de ella y la rodeó con sus brazos... pero sólo la cintura, con mucho cuidado de no tocar nada palpablemente femenino—. Ahora añadió Sarah en voz baja—, intenta imaginar que soy... el que tú prefieras. —Alargó la mano hacia atrás para tocarle, pero él se apartó. —No hagas eso, por favor. Es demasiado evidente que se trata de una mano femenina. No hables siquiera. Intentaré... Exceptuando un crujido de la cama, en la habitación no se oyó nada durante largo rato. Sarah, con pequeños movimientos de las nalgas, intentó excitar a Rouleau para que su miembro dejara de estar fláccido, pero sólo notó que empezaba a sudar. Por fin él rompió el silencio: —Es inútil, Sarah. Lo siento, lo siento mucho, pero... —Tal vez, si hiciera esto... —dijo ella, deslizándose hacia abajo. Su voz sonó ahogada bajo la sábana cuando añadió—: Los muchachos lo hacen, ¿verdad? Rouleau volvió a gemir débilmente, pero dejó que lo intentara. Y ella lo intentó, con pasión, energía, pericia y paciencia, pero en vano. —le sois désolé, Sarah. Es inútil. Al cabo de un momento, todavía bajo la sábana, murrnuró ella, en tono humilde: —¿Podrías... podrías hacérmelo a mí? —iNo! —exclamó él, apartándose con violencia—. Esto no puedo ni intentarlo. Lo siento, Sarah, pero estoy seguro de que vomitaría. Te sentirías más rejetée que nunca. Como un animal herido, ella salió de entre las sábanas y apoyó la cabeza en la otra almohada. —¿Me abrazas un rato, entonces? Nada más. Sólo abrázame hasta que nos quedemos dormidos. El lo hizo, aunque todavia nervioso, sin tocar ningún lugar femenino. La habitación ya estaba completamente a oscuras, pues las pinches habían terminado de fregar y apagado todas las luces, pero Sarah no dormía. Aún tenía los ojos abiertos cuando la oscuridad se aclaró un poco hacia
el amanecer y empezó de nuevo el ruido de ollas y sartenes con el regreso de las cocineras para preparar el desayuno. Los brazos de Rouleau seguían rodeándola, así que ella, por consideración, no se movió hasta que él estuvo despierto, lo cual sucedió a hora muy avanzada de la mañana. Por eso Clover Lee, mientras llenaba su plato ante el bien provisto aparador del comedor, preguntó ingenuamente a Florian: —Mi madre no ha dormido esta noche en nuestra habitación. ¿Ha estado con usted? —Ejem... no —respondió Florian—. Esta noche, no. La pregunta le había cogido desprevenido, de lo contrario, la habría eludido, pues Pimienta y Paprika se hallaban a su lado ante el aparador. Pimienta se encaró con Paprika, con el rostro contraído, pero Paprika dijo: —Sabes dónde estaba yo. En nuestra habitación y en nuestra cama. ¿Recuerdas? Nos besamos e hicimos las paces. Cinco o seis veces y de modo muy agradable, por cierto. Con diplomacia, Florian y Clover Lee se dirigieron a una mesa alejada. Pimienta dijo con voz firme: Y tú sabes muy bien, maldita sea, lo profundamente que duermo después. Podrías haber ido a cualquier parte, coqueta! —No hagas una escena ridícula, kedvesem. Yo no merodeo en plena... iNo, claro, tú merodeas en torno a ella a plena luz del día. Pero preguntémoselo a ella misma. Aquí está esa ramera. Sarah entraba en el comedor, despeinada y con los ojos enrojecidos. Pimienta le salió al encuentro y preguntó: — ¿Dónde has dormido, ya que no donde debías? — iNo es un maldito asunto tuyo! replicó Sarah, sorteándola. Pimienta silbó, apretó los dientes, se volvió y lanzó su plato, nadie supo si a Sarah o a Paprika, porque no dio en el blanco. Un inocente viajante milanés, que sólo tomaba un desayuno continental de panino con mantequilla, marmellata y café, se encontró con la falda llena de salchichas calientes y huevos revueltos. Se levantó de un salto, gritando: Fregna! Sono fottuto, pero Pimienta ya había salido del comedor a grandes zancadas. No se la volvió a ver y: Paprika buscó por todas partes— hasta que la banda afinaba los instrumentos para la función de la tarde. Entonces Pimienta y Yount llegaron paseando al Campo Sportivo, cogidos del brazo, entre la multitud que se movía en todas direcciones. Yount tenia la cara y la calva cubiertas de rubor y la barba un poco hirsuta. Pimienta ya no estaba furiosa, sino serena, y el corpiño de su vestido ele calle verde llevaba los botones ramal abrochados. —iPim! —gritó Paprika, como en un sollozo. ;Date prisa! Tenemos otro lleno. Apenas tienes tiempo de cambiarte para la cabalgata.
—Calma, calma dijo Pimienta, en tono casual—. Ya me estoy acostumbrando a vestirme y desnudarme en un santiamén. ¿Verdad, cariñín? —Miró con adoración a Yount. Este enrojeció aún más y contestó: —Bueno, supongo que la puntualidad es digna de elogio en una mujer. —Pues, sí, yo siempre me he corrido de prisa. Y a menudo dijo Pimienta, mientras Paprika la miraba, horrorizada—. Obie, macushla, ¿quieres entrar antes que yo en el vestidor? —No es necesario, señorita Pimienta. Sólo he de quitarme esta ropa. Llevo debajo la piel de leopardo del Hacedor de Terremotos... —Ah, sí, lo olvidaba. Y Pimienta rió con lascivia. Muy bien.. Adiós, amor mío, hasta la próxima vez. Yount se fue dando trompicones, casi como borracho, y Pimienta subió con agilidad los peldaños del furgón vestidor. Paprika la siguió. —Sólo lo has dicho para burlarte y atormentarme, ¿verdad, Pim? Todo han sido színlelés... mentiras... ¿verdad? Pimienta murmuró, pero hablando consigo misma: —Vaya, fíjate en esto. ¿Habré venido mal abrochada desde el hotel? — Empezó a desabrocharse. —iPim! Dime que nada es verdad... sobre ti y ese buey estúpido. Por fin, Pimienta la miró a la cara. —No, te contaré en cambio una vieja historia transmitida por los hojalateros. Un tipo va a ver a Biddy Early y pide a la bruja un talismán que obligue a su bonita esposa a guardarle fidelidad. Biddy le contesta que ya lo tiene. El tipo pregunta: «¿Qué es?» «Es un anillo mágico, muchacho.» El tipo pregunta: «¿Dónde está?» La vieja Biddy dice: «Entre las piernas de tu mujer. Mientras mantengas el dedo en ese anillo, no te pondrá nunca cuernos.» — Oh, Pimienta, querida mía, yo no he sido infiel. Sólo he coqueteado, y nunca con un hombre, nunca desde que te conozco. —¿Te digo entonces —replicó Pimienta, quitándose la última prenda con sensual lentitud lo que te has perdido? —iPim, no lo has hecho! Silencio—. ¿Lo has hecho? Silencio, mientras Pimienta se ponía sinuosamente los ceñidos leotardos de color carne. —Sólo le has provocado —dijo con esperanza Paprika—. Quizá le has dejado acariciar el terciopelo... Silencio, con una sonrisa ausente y evocadora. —Te lo ruego, Pim —se desesperó Paprika—, no digas que le has dejado enhebrar la aguja! — Una y otra vez. No en vano le llaman el Hacedor de Terremotos. Ahora Paprika se echó a llorar. Juraste que nunca...
—Vamos, no te pongas histérica. No ha sido tan terrible como la primera y única vez que un hombre me violó. Ya te conté que mi tío Pete Robie me subió la bata de colegiala hasta la cabeza y me ensartó como a un pollo, por el agujero equivocado, además, tan bruto era. Pero ahora creo que con mi querido Obie podría incluso preferir la manera normal de hacerlo, salió del furgón, dejando a Paprika hecha un mar de lágrimas. Por esta causa Paprika, avergonzada de mostrar su rostro hinchado, su maquillaje corrido y su aspecto deplorable en general, faltó a la gran entrada y en consecuencia recibió una severa reprimenda por parte de Florian y otra más tarde por ejecutar su número de la pértiga con la rigidez de un autómata. Cuando el público de la tarde se dispersó a la hora del crepúsculo, la mayoría de artistas y ayudantes se dedicaron al cuidado de su equipo, utilería y animales, y Autumn dijo a Edge: —(Quieres venir conmigo, Zachary? Herr Beck está revisando mi aparejo para un ensayo y me gustaría enseñarte algo. Entró con ella en la carpa. En el estrado de la banda, Dai Goesle colocaba unos faroles que había comprado aquella mañana en una tienda de Lungarno. Ninguno de los músicos los necesitaba, ya que ninguno, excepto Bumbum Beck, sabía leer música, con o sin luz. Sin embargo, Magpie Maggie Hag había creado para el director de orquesta un uniforme que le daba aspecto de mariscal de campo y que Beck deseaba que fuera bien visible. El ya lo era en aquel momento, pero vestido de faena. Con ayuda de dos eslovacos había desconectado del poste central, marcado con el guión, el extremo más lejano de la cuerda de Autumn, a fin de bajarla hasta formar un ángulo con la pista, y ahora sujetaban dicho extremo a una gruesa estaca. — Haré ensayar a Domingo y Lunes el ascenso inclinado —explicó Autumn—, pues deben estar listas para su debut cuando lleguemos a Florencia. Pero lo que quería enseñarte... Bueno, cada vez que miro hacia abajo cuando estoy arriba en la cuerda, te veo observarme, muy pálido y tenso. Creía que tal vez, si subes conmigo a la plataforma señaló la escalera de cuerda—, disminuirán un poco tus aprensiones. — Muy bien. Es posible. — Pues, adelante. Yo te seguiré. Como el último de los patanes, Edge empezó a subir la escala de cuerda como si fuese una escalera normal de madera. Pero en cuanto puso las dos manos y los dos pies en los peldaños, la escala se inclinó de repente hacia afuera, de modo que él quedó colgando casi en posición horizontal. Se encontró inmovilizado, incapaz de proseguir, como si subiera por el lado interior de una escalera corriente.
Autumn se rió con tolerancia y dijo: — No, así no. Hay un truco. Baja y te lo enseñaré. —El obedecedió, avergonzado, y miró cómo lo hacía ella—. En realidad, se sube por el lado. ¿Lo ves? Con la cuerda contra el cuerpo y las manos y los pies en los peldaños, pero uno en cada lado. —Trepó con la rapidez y agilidad de un mono, aunque no se parecía en absoluto a un mono en ningún otro aspecto. Ahora pruébalo —gritó desde la plataforma. Edge subió, aunque despacio y torpemente, con la impresión de que su peso se había doblado de improviso. Estaba tan atento en colocar las manos y los pies de forma alterna en los peldaños, que no miró hacia abajo hasta que estuvo junto a Autumn en la minúscula plataforma, y casi sintió vértigo. Con las manos agarradas al poste central que tenía detrás, exclamó: —iPor Dios, mujer! ¡Es como mirar desde el puente Natural! Parece mucho más alto desde aquí que desde abajo y ya era bastante terrible desde la pista. —Vaya, y yo pensaba que esto eliminaría tus preocupaciones. —Y mira hacia allí —dijo él, impresionado. Has de cruzar el vacío entre aquí y el otro poste, donde está la marca blanca. ¡Parece ancho como el Mississippi! —No tengo que hacerlo. Lo hago porque estoy dotada para ello. Porque es lo que hago mejor. —Esto es Uso —replicó Edge, un poco más relajado—. Puedo enumerarte una serie de cosas que haces... —Zachary! —Es verdad. Está bien, me has traído aquí arriba y he mirado y aún no puedo prometer que me acostumbraré algún día a que trabajes a esta altura. Sólo me preocupa porque te amo, pero, como dices, es tu trabajo y tu arte. —Y mi placer. Aquí arriba, en especial cuando el público y la banda enmudecen y se quedan en suspenso, no pienso en el peligro o la altura o la necesidad de precisión y cautela. Mi cuerpo sigue trabajando, mientras yo sólo escucho. Aquí arriba todo es un dulce murmullo. Escucha tú también, Zachary. ¿Lo oyes? La lona sobre nuestras cabezas cruje suavemente, los alambres murmuran, incluso el poste central vibra como si cantara... —Autumn, te quiero demasiado para dejar que mi preocupación te preocupe. Demasiado para hacer cualquier cosa que pueda suponer un obstáculo o un impedimento para ti. De modo que nunca lo haré. Ninguna condición, ninguna prohibición, ninguna intromisión. —Eres un amante considerado. Quizá es por esto que yo también te quiero. —En este momento soy un amante un poco mareado. ¿Bajo del mismo modo que he subido?
—Igual. Con los pies y las manos a ambos lados de la cuerda. Cuando hubieron bajado y Autumn se fue a cambiar de ropa para ensayar, Edge permaneció en la carpa, y en cuanto se quedo solo con los eslovacos, subió y bajó la escalera de cuerda varias veces Decidió que nunca lo haría con la agilidad de un mono, pero al menos ahora no la subía y bajaba como un viejo temeroso y débil. Fuera, en el patio delantero, Paprika encontró a Sarah paseando cerca del lugar donde Florian hablaba con un elegante desconocido. —Sarah, kedvesem —dijo Paprika—, Pimienta y yo hemos llegado a una separación definitiva. Ya ocupo otra habitación en el hotel. Quizá pueda persuadirte ahora... —iCalla! —dijo Sarah, irritada—. Florian tiene un visitante distinguido. Estoy tratando de oír lo que dicen. El desconocido decía: —... mi hermano mayor es, por supuesto, il direttore, pero yo soy el que habla inglés. Y hemos dado por sentado, al ver sus a su «Circo Americano Confederado», que ustedes eran americanos. —Su visita me honra, signore. Durante mi primera estancia en Europa, nunca tuve la suerte de encontrarme con su circo ni con nadie de su familia. Podemos hablar en italiano, si lo prefiere. —No, no, sta bene. Necesito practicar el inglés. Me ha gustado su espectáculo, signor Florian. Pequeño pero bien organizado y pleno de energia, ¿cómo se dice?, ¿lleno de brío? —Aquí viene nuestro director ecuestre, signore —dijo Florian cuando Edge se unió a ellos—. Y también nuestro tiraatore y jinete de volteo, como ya ha visto. ¿Puedo presentarlos? Signor Orfei, coronel Edge. — Los dos hombres se inclinaron y estrecharon las manos. Florian continuó—: La visita de un miembro de la famosa familia Orfei es suficiente cumplido. Si además nos elogia, el cumplido es mucho mayor. —A uno le gusta pesare —dijo el visitante—, ¿sopesar, dicen ustedes?, a la competencia. —Ahora nos halaga —contestó Florian—. No podernos hacer la competencia al Circo Orfei. Su circo debe de ser el más antiguo de los que subsisten en Europa. —Creemos que sí. Hace más de ciento treinta años que un Orfei, era un monsignore de la Santa Iglesia, ¿se lo imagina?, se enamoró de una gitana, renunció a sus votos, colgó los hábitos y se fugó con ella. Por los caminos, él tocaba la flauta y ella bailaba por unas pocas monedas. Hasta que se les unieron otros vagabundos. Pero durante muchas décadas, signor Florian, el Circo Orfei fue una caravana de gitanos, mucho menor que la suya. —Una historia aleccionadora, signore —dijo Florian—. Y se lo advierto, espero emular el crecimiento y éxito del Orfei. —Le deseo buona fortuna. Algunos propietarios de circo temen y luchan contra la competencia. Personalmente, creo que cuantos más y mejores
circos haya, tantos mas deseará ver la gente para admirar, disfrutar y comparar. Le aseguro que no he venido aquí para disuadirle de competir. Ahora nosotros trabajamos en Lucca, a diecinueve kilómetros de aquí, de modo que he venido a hacer una visita de cortesía a un colega. —¿Le gustar echar una ojeada al circo? Al coronel y a mí nos complacerá acompañarle. —Grazie, pero ya he dado una vuelta, sconosciuto. Así se ve todo mejor. Y, como es natural, he observado inmediatamente algo extraño. No tienen teloni del giro. Florian tradujo para Edge: —Una valla alta en torno al recinto. Y dijo a Orfei—: Conozco la costumbre europea de vallar el terreno del circo para tapar la vista a los curiosos. En realidad esto sería más útil en América, donde los nativos son incurablemente fisgones. Aquí en Europa, la gente es más educada y no escudriña en la intimidad de un patio trasero. Si algún día encuentro conveniente una valla, la haré construir. Pero hay muchas más cosas que tienen prioridad. —Senz'altro. Si capisce. —Orfei apoyó las manos en el puño de marfil de su bastón de ébano—. Ya que estoy aquí, signori, ¿puedo hacer una pregunta? Su funámbula, la signorina Autumn, ha hecho una solicitud para incorporarse al Circo Orfei. Yo nunca los privaría de su mejor número. Sin embargo, si la signorina todavía desea... Edge se puso rígido, pero Florian habló primero. —Creo que no, signore. El hecho es que ella y el coronel Edge aquí presente son... ejem... una pareja como la de su antepasado apóstata y su amante gitana. —Pero no es de mi propiedad —dijo Edge—. Puede usted hablar con ella, y en privado. —No! ¡Nunca! Coronello, soy italiano. Le exhorto a que recuerde a Romeo e Giulietta, Dante e Beatrice, monsignore Orfei e la zingara. ¿Interferir en un asunto amoroso? Nunca podría volver a ir con la cabeza alta en Italia! —Muy agradecido murmuró Edge. —En realidad, signori, nuestro programa ya está un poco sobrecargado. Mi hermano mayor es a veces demasiado entusiasta contratando y demasiado sentimental para despedir a nadie. Pero el contrato de uno de nuestros mejores trapecistas expirará pronto, y creo que debería cambiar de circo. —A mí me complacería muchísimo tener un número de trapecio —dijo Florian—, pero carecemos de la utilería necesaria. —Maurice LeVie (un francés, pero que también habla italiano e inglés) posee su propia utilería. Niquelada. Muy bonita. Y también su propio caballo y furgón para el transporte.
Florian silbó, admirado. —¿Podría yo pagarlo? —Cobra ciento cincuenta liras semanales. Florian silbó de nuevo, con menos admiración. —Treinta dólares. Es el doble de lo que pago a mi director ecuestre. —No se preocupe por esto —dijo Edge—. Un buen número de trapecio vale esto y más para nosotros. Y no me quejaré de que cobre un sueldo mayor que el mío. He estado una vez en la cúspide de la tienda y jamás haría cabriolas allí arriba por cualquier cantidad de dinero. —Tal vez, signori —dijo Orfei, ustedes y otros miembros de su compañía honrarán nuestro espectáculo con su visita en Lucca. Maurice cierra la primera mitad de nuestro programa, antes del intervallo. Pueden verle trabajar, juzgar su mérito y volver aquí, todo en un solo día. —Muy buena idea —respondió Florian—. Dispondremos de una jornada de descanso aquí, al término de nuestra estancia, para hacer algunas compras. Gracias por la invitación, signor Orfei. El coronel y yo, y nuestro director del espectáculo complementario, le veremos en Lucca. La estancia del Florilegio en Pisa duró sólo diez días, pero no fue en absoluto lo que Florian hubiese llamado en Estados Unidos un lleno diario o una bianca en Italia, sino una serie de funciones en un circo atestado, a menudo sin cabida para todo el público. Por lo visto acudieron todos los residentes de Pisa y todos los turistas y viajeros de paso en la ciudad, pero con el considerable aumento de capacidad de la carpa diez días bastaron para acogerlos a todos. Durante este período, el circo no sufrió accidentes ni luchas internas, aunque todos advirtieron que Sarah evitaba la compañía de Paprika y que ésta y Pimienta se evitaban mutuamente, salvo cuando era necesario estar juntas en las representaciones. Cuando en la función nocturna del décimo día en Pisa sólo se vendieron dos terceras partes de las localidades —en su mayoría, según el portero Banat, a personas que ya habían acudido una vez—, Florian dio la orden de desmantelar la carpa aquella misma noche. A primera hora de la mañana siguiente, toda la lona estaba extendida sobre el óvalo de hierba, ahora marrón, pisoteado y salpicado de serrín. Stitches, descalzo y agachado, iba trazando sobre la lona rayas de tiza para guiar a los pintores eslovacos, también descalzos, que esperaban con cubos de los colores elegidos: verde y blanco, —Sólo uso la pintura más fluida posible —anunció Goesle a los que miraban— para conservar la flexibilidad de la lona y no disminuir el bonito resplandor que se filtra por la noche cuando está iluminada por dentro. Además, esta pintura ya se habrá secado mañana.
Edge enganchó a Bola de Nieve al carruaje y él, Florian y Fitzfarris partieron a un trote ligero por la Strada Lucca entre la niebla matutina. Flanqueaban la carretera dos hileras de inmensos castaños, sin hojas, por lo que sus ramas entrelazadas parecían los arcos ojivales y aristas de una especie de iglesia. Por añadidura, la corteza de los castaños se pelaba y rizaba como una multitud de volutas. Edge podía hacerse la ilusión de que viajaba por la biblioteca de un monasterio medieval. Más allá de los árboles se veía la tierra todavía llana, pero ya no eran sólo campos de rastrojos y colza. Había huertos de olivos retorcidos y atormentados, y viñedos igualmente nudosos y contorsionados. —Si alguien me pidiera ahora mismo una somera descripción de Italia — dijo Fitzfarris—, diría que es una tierra llena de nudos. —Oh, verás una gran variedad de paisajes antes de que abandonemos Italia —dijo Florian—, campos de algodón de Alabama, canteras de piedra de Vermont, minas de hierro de Minnesota, arrozales de Louisiana, bosques maderables de Virginia, Adirondacks nevados... Llegaron al campamento del Circo Orfei —en un Campo Sportivo casi idéntico al de Pisa, situado entre dos bastiones salientes de las altas, gruesas y antiguas murallas de la ciudad— justo antes de que comenzara la función de la tarde, así que Florian enfiló a toda prisa, junto con Edge y Fitz, la avenida central del circo: una hilera de barracas coronadas por estandartes de lona que anunciaban con descarada exageración y licencia artística las atracciones que se encontraban en el interior: la Dama Obesissima, Ircole il Potente, Ragazzo Pinguino... —La Dama Muy Gorda, Hércules, el Muchacho Pingüino —tradujo Florian pasar—. Debe de ser uno de esos chicos con aletas en vez de brazos. La carpa del Orfei no era mayor que la actual del Florilegio, pero estaba toda ella pintada con estrellas multicolores y ondeaban banderas y estandartes marcados con el nombre de «Orfei» no sólo en sus dos postes centrales, sino también en las puntas de todos los postes laterales.. Y había gran número de otras tiendas alrededor de la grande. Las dos más prominentes tenían banderas: una, llena de grabados de animales en torno a la palabra Serraglio, y la otra con una danzarina envuelta en velos y las palabras Baile del Tabarin. —Zoológico y Music Hall explicó Florian. Este último es sin duda un espectáculo de chicas desnudas para hombres solos. Las tiendas, de menor tamaño sólo tenían letreros pequeños, todos iguales: E vietato ¡'ingreso. Prohibida la entrada —tradujo Florian. Los vestidores de la compañía, la tienda de la cocina, la herrería y cosas similares. Y, mirad, hasta hay retretes para el público. Señaló dos cabinas colocadas en un lado del campamento, marcadas Uomini y Donne. En el patio trasero del circo, al fondo de todas las
tiendas donde estaba prohibido entrar, se hallaban aparcadas numerosas caravanas de chapa similares a la de Autumn, con pequeñas chimeneas de hojalata despidiendo humo. —Es impresionante —murmuró Edge. —No os dejéis desanimar, muchachos —dijo Florian—. El nuestro será tanto o más grande algún día. En la puerta principal, un altivo Arlequín tomó sus entradas y una orgullosa Colombina alargó a cada uno de ellos un programa de varías páginas, muy bien impreso. Fitzfarris lo examinó con interés profesional, advirtiendo que llevaba anuncios de numerosos mercaderes y servicios de Lucca. Como en su propia carpa, Florian, Fitz y Edge entraron en ésta por debajo del estrado de la banda, que estaba formada por un número de músicos tres veces mayor que la dirigida por Beck —todos uniformados, lujosamente (y con irreverencia), como la Guardia Suiza del papa— y que tocaba un popurrí de marchas de ópera para la cabalgata inicial. —Mirad eso —dijo Fitzfarris, maravillado, cuando encontraron sus sillas de lona numeradas—. La puerta trasera tiene cortinas de terciopelo y un arco de proscenio ornamental. La gran entrada y el desfile que efectuaron a partir de este arco fueron aún más esplendorosos. Los encabezó el director ecuestre, vestido de un modo nada chillón, con un impecable traje de montar: sombrero de copa brillante, frac «rosa», pantalones bien cortados y relucientes botas altas. Además de la multitud de artistas que se pavoneaban en el desfile —con capas cubiertas de lentejuelas y abundantes plumas de avestruz— , había cuatro elefantes, dos camellos, veinte o más caballos de pista enjaezados, un león, un tigre y un leopardo, cada uno en una jaula diferente. Había también carromatos ornamentales, profusamente tallados y dorados, que tenían panoramas pintados y sus accesorios correspondientes y representaban acontecimientos como Colón descubriendo el Nuevo Mundo, Marco Polo descubriendo China y otros diversos hechos históricos italianos que se remontaban a César descubriendo Britannia. A juzgar por los cuadros, Colón, Polo y César habían sido saludados en cada tierra nueva por mujeres nativas diáfanamente cubiertas por gasas y velos muy finos. Edge se levantó para ver mejor estos carromatos mientras pasaban por la curva del fondo de la pista. Sus costados interiores consistían sólo en listones, tela metálica y contrafuertes de sesenta centímetros por un metro veinte. Edge volvió a sentarse y comentó este detalle. —Es lo corriente —dijo Florian—. Todos los desfiles circenses se mueven en sentido contrario al de las manecillas del reloj, por la parte exterior de la pista. ¿Por qué derrochar trabajo y dinero para adornar el lado izquierdo de los carromatos?
La cola de la procesión aún salía por el proscenio de la puerta trasera cuando los primeros artistas ya entraban en ella; un número muy rápido de saltimbanquis. ! Saltimanchi Turchi! —gritó el director ecuestre antes de que la orquesta tocara, aún con más fuerza, la obertura de Il Turco in liaba de Rossini. El signor Orfei había elogiado el «bien organizado» espectáculo del Florilegio, pero éste lo era mucho más. Tenía que serlo, debido a sus proporciones. Mientras un artista saludaba bajo aplausos ensordecedores, otro artista o grupo de artistas ya estaba entrando en acción. Edge observaba con envidia y mucha atención, tomando notas mentales, la fluidez y suavidad con que el director ecuestre se hacía cargo de la gran cantidad de artistas y animales, con sus accesorios y utilería, y de los peones (todos ellos hábiles y discretos, vestidos con monos negros), que acarreaban, enrollaban y llevaban los diversos equipos dentro y fuera de la pista. No hubo una sola actuación imperfecta en toda la primera mitad del programa, ni una sola que resultase lenta. Incluso los cuatro elefantes entraron a un solemne trote, sin la compañía de ningún domador, y ejecutaron con agilidad sus números de fuerza y equilibrio sin ninguna orden audible, salvo el restallido ocasional del látigo del director ecuestre. Como por propia iniciativa, cerraron la actuación con la espectacular «montura larga»: el primer elefante levantó las patas traseras y los de atrás levantaron y apoyaron las patas delanteras sobre las grupas del elefante que los precedía, todos enroscando las trompas y barritando triunfalmente. Mientras tanto, los peones eslovacos soltaron las cuerdas para hacer bajar desde la cúpide de la carpa los brillantes columpios niquelados del «signor Maurice, il intrepido acrobata aerobatico francese!» y un hombre bajo y moreno entró en la pista. Iba envuelto en una capa escarlata que hacía ondear con gran donaire y magnificencia. Era esbelto hasta la exageración y sus mallas estaban cubiertas por lentejuelas de color azul eléctrico. Trepó, centelleante, por la escalera de cuerda con tanta agilidad como Autumn. —Tiene dos trapecios. —dijo Edge a Florian—. ¿Cómo puede usarlos a la vez? —¿Cuándo viste por última vez un número de trapecio, Zachary? —Que me cuelguen si lo recuerdo. Bastante antes de la guerra. —Ah, entonces te espera una gran emoción. Monsieur Léotard, de Francia, ha revolucionado el arte, y casi todos los trapecistas del mundo siguen su ejemplo. La actuación de Maurice LeVie fue, en efecto, algo nuevo para Edge, y también para Fitzfarris. Hasta entonces sólo habían visto a los trapecistas ejecutar los giros y saltos mortales posibles en la barra
horizontal de cualquier gimnasio: sólo que con la barra suspendida a gran altura. Maurice también empezó haciendo estas cosas, pero luego —mientras la banda tocaba el Bal de Vienne de Strauss— se colgó del trapecio por las rodillas y lo hizo oscilar cada vez más de prisa y más alto hasta que, de repente, lo apartó con los pies y se lanzó al vacío — todos los espectadores exhalaron un grito ahogado— para coger el otro trapecio con las manos. El impacto dio impulso al trapecio y entonces Maurice, deslumbrante de lentejuelas, fulguró literalmente de un lado a otro, como un relámpago azul, entre las dos barras oscilantes, agarrándose a veces con las manos, a veces con las rodillas dobladas y a veces sólo con los dedos de los pies. Y en el espacio vacío entre los dos columpios daba atrevidos giros, vueltas y tumbos, como si fuera totalmente ingrávido. Por último, Maurice se puso de pie sobre una de las barras, que seguía oscilando peligrosamente, alzó los brazos en forma de V, y continuó balanceándose, sin más apoyo que la fuerza centrífuga, mientras el público enloquecía de entusiasmo. —Debemos de contratarlo, Florian! —exclamó Fitzfarris. —Lo haremos, si él acepta. Salgamos antes que el gentío. En el patio delantero, Fitzfarris fue a inspeccionar las atracciones de la avenida central, mientras Florian y Edge se dirigían al furgón rojo, donde encontraron al mismo hermano Orfei que ya conocían. Los invitó a entrar, les puso sillas ante su mesa, les dio un cigarro a cada uno y una copa de buen vino de Barolo, y preguntó: —¿Y bien? ¿Desea hablar con monsieur LeVie, signor Florian? — Creo que es innecesario. Su trabajo habla por sí mismo. Y en este momento debe de estar fatigado; no quiero perturbar su descanso. ¿Podría ver su salvoconducto? — Cerio —respondió Orfei, abriendo un cajón que contenía un montón de estos documentos; los revolvió, sacó uno y lo alargó a Florian. Todo son alabanzas y recomendaciones. No hay nada que lo desacredite. Excepto eso, claro —y señaló algo en una de las páginas del cuadernillo. Eso, claro —repitio Florian, pero no pareció dedicar mucha atención a ello y pasó con rapidez las otras páginas y devolvió el cuaderno a Orfei— . ¿Le ha mencionado nuestro interés en adquirir sus habilidades? — Lo he hecho, signore, y ha dado muestras de un gran entusiasmo. Sería un reto y un gran placer, ha dicho textualmente, usar su trapecio para ayudar aun espectáculo nuevo y pequeño a alcanzar la grandeza. Y no ha hablado con egoísmo ni condescendencia. Maurice es realmente un gentiluomo, ¿cómo lo dirían ustedes?, un chico estupendo. Trato hecho, entonces —decidió Florian. Espero que nuestro Florilegio esté en Florencia dentro de seis o siete días y que nuestra estancia allí dure tres semanas como mínimo. A menos que Maurice cambie de
opinión en este intervalo, confiaremos en que se incorporará a nosotros cuando lo considere más conveniente. —Maurice no le defraudará, signore. Estará allí. —¿Y el Circo Orfei? ¿Adónde se dirigen? —Primero a Siena y luego viajaremos hacia el sur para pasar el invierno. Quizá bajemos hasta Egipto. —Después de Siena, Roma, supongo. —Dio guardi, no! Por lo menos, nosotros no volveremos allí hasta que Roma se unifique con el resto del reino de Italia. La provincia de Roma es la única que continúa siendo un Estado papal., Quizá por venganza, las autoridades se han vuelto opresoras y hostiles. Puritanas, si se puede aplicar esta palabra a la Santa Iglesia. Los carabinieri romanos casi nos encarcelaron, a mí y a mis hermanos, por vestir a nuestra orquesta con el uniforme de la Guardia Suiza. Créame, le harían cubrir a todas sus mujeres con batas informes y censurarían cada chanza y cada número cómico. No, no, le aconsejo, amigo Florian, que se mantenga apartado de la Ciudad Santa y sus alrededores. —Gracias, así lo haremos. Aunque es una lástima. Pocos miembros de nuestra compañía la han visitado. — Oh, visítenla, no faltaría más. Nadie debería perderse Roma, y los simples visitantes no son molestados. Además, puedo asegurarle que la población romana no es tan mojigata como sus gobernantes. Si acampan en Forano, justo al norte de la frontera del Estado, y si en Roma oyen hablar de su espectáculo, eppur si muove, la gente recorrerá con gusto los cincuenta kilómetros de ferrocarril para contemplarlo. —Gracias otra vez, signor Orfei dijo Florian, levantándose—. Ha sido muy servicial, generoso y hospitalario. Espero poder corresponder algún día... — Sólo continúe ofreciendo un buen espectáculo, signore. Mantenga la buena reputación del circo como institución. Si todos lo hacemos, nos ayudaremos mutuamente. Cuando Florian y Edge salieron del furgón de la oficina, la muchedumbre ya había vuelto a la carpa para la segunda parte del espectáculo y en la avenida no quedaba ningún ocioso, excepto Fitzfarris, que dijo, en tono despectivo: —Los monstruos son todos bastante corrientes. Y esa revista de chicas desnudas es muy inocua. Nosotros tenemos mujeres mucho más bellas y yo podría montar una revista bastante más picante, si usted me lo permite, director, y si puedo convencer a las damas para que lo hagan. — Si ellas no tienen nada que objetar, yo tampoco —respondió Florian—, pero tendremos que esperar a poseer una tienda anexa, a fin de que todo resulte privado y discreto. Los tres guardaron silencio en el viaje de regreso a Pisa, absorto cada uno de ellos en las cosas que más había envidiado y admirado del Circo
Orfei y reflexionando sobre los medios y maneras de: adaptarlas a su propio trabajo, intereses y responsabilidades en el Florilegio. Ya era oscuro cuando llegaron, así que, como no podían inspeccionar hasta que amaneciera la lona pintada por Goesle, Florian fue directamente al hotel. Los otros miembros de la compañía, la mayor parte de los cuales habían pasado el día libre comprando y visitando la ciudad, estaban cenando para variar, en vez de tomar un refrigerio a medianoche. Los recién llegados se repartieron por las mesas y enseñaron los programas del Orfei —Florian los llamó «Biblias»— para que todos los admirasen, enumerando las maravillas que habían visto y declarando su intención de hacer que el Florilegio fuera, dentro de poco, «!mayor y mejor que el Circo Orfei!». A la mañana siguiente abandonaron el hotel y fueron con su equipaje al campamento, donde se emocionaron sinceramente al ver la gran extensión de lona sobre el suelo. Ya no se veía una lona vieja y corriente, sino algo recién salido de una tienda de juguetes: anchas franjas verdes y blancas de la cúspide hasta el suelo, que convergían como puntos sobre los extremos semicirculares de la carpa, y una cartela sobre la marquesina de entrada en la que el artista chino había pintado, de color naranja, ribeteado de negro, con floreos y adornos, «EL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN». Todos hicieron a Goesle comentarios elogiosos y locuaces, todos menos Magpie Maggie Hag, que lo miró y dijo: —Rojo. —¿Rojo? —repitió Dai Goesle—. ¿Es que tienes daltonismo, madame Hag? Aquí hay verde y blanco y un poco de negro y anaranjado. —Veo demasiado bien —insistió ella—. Aquí hay rojo. —Tras lo cual dio media vuelta y se introdujo en uno de los furgones. Goesle meneó la cabeza, se volvió hacia Banat y dijo: —Ordena a los hombres que la doblen y la guarden y se preparen para salir inmediatamente. —Si Maggie ha presagiado algo —murmuró Edge a Florian—, ¿no deberíamos cerciorarnos de que no hay nadie dormido en la lona? — Silencio —fue la respuesta de Florian. La compañía realizó con rapidez el embalaje y demás preparativos para la marcha. No obstante, cuando la caravana llegó a la Strada MareFirenze, el carruaje de Florian marcó un ritmo más moderado. Florencia estaba a unos noventa y cinco kilómetros, un viaje de tres días sin apresurarse. Había otras ciudades por el camino, pero Florian consideraba que no merecía la pena acampar en ellas. —Pernoctaremos en Pontedera —dijo a Rouleau, que viajaba con él—. En un hotel, o albergo, si lo hay. En caso contrario, acamparemos en las afueras, como solíamos hacer. La etapa de mañana nos llevará a Empoli, que es el empalme de dos importantes líneas ferroviarias, así
que allí nos detendremos y levantaremos la carpa. La población local la llenará durante dos o tres días y quizá los viajeros de los trenes se apearán también para vernos. La caravana del circo llegó a Pontedera al atardecer; la ciudad alardeaba de dos decentes posadas que, juntas, tenían la comida suficiente para alimentar a toda la compañía y las habitaciones necesarias para alojar a todos los que no dormían en los carromatos o en la cuadra. Magpie Maggie Hag fue una de las que se quedaron en el carromato y no salió de su retiro ni para cenar. Autumn y Edge, por su parte, después de cenar en una de las posadas, prefirieron dormir en su casita sobre ruedas, la primera vez que la ocupaban juntos. —Compacto, cómodo y bonito —observó Edge, contemplando el interior, casi todo pintado de un alegre tono amarillo. —Era casi demasiado compacto —dijo Autumn—, incluso para mí sola, cuando tenía que meter aquí todos mi trebejos. Me alegro de que Florian me haya permitido guardarlos en un carromato. En un rincón había una pequeña estufa de queroseno, para calentar o cocinar, con una chimenea de hojalata que atravesaba el techo cilíndrico. Había alacenas y armarios para víveres, vestidos y ropa blanca, el baúl de Autumn y su equipaje de mano, así como el petate de Edge, sus armas y municiones. La única cama, junto a la pared izquierda del furgón, tenía goznes bajo su parte central, de modo que una vez doblada la mitad inferior hacia la pared, se convertía en una mesa a la que podían acercarse dos sillas. Cuando esta mesa se abría de nuevo, dejaba al descubierto una cama con jergón y manta lo bastante grande para dos personas. En ambas paredes y en la puerta de entrada había ventanas con cortinas de cretona amarilla, que se abrían hacia afuera. Estas ventanas tenían maceteros, ahora sin plantas, con ganchos que permitían colgarlos dentro cuando el furgón estaba en marcha, y fuera, cuando estaba parado. En la pared había otras dos cosas: un espejo ovalado, de reflejo bastante difuso, en un marco de estuco desportillado, y en la pared opuesta una fotografía mucho mejor enmarcada de la funámbula francesa Madame Saqui, con un autógrafo en inglés de caligrafía redonda e infantil: «A mademoiselle Auburn: cuando veas esto, acuérdate de mí.» Edge había llevado del albergo una botella de vino de Capri «para brindar en tan gozosa ocasión». Auburn sacó dos tazones de una alacena y brindaron, felices, sentados a la mesa. Cuando terminaron el vino, abrieron la mesa para convertirla en cama y celebraron la ocasión de forma aún más embriagadora. Todavía estaban abrazados cuando, al amanecer del día siguiente, un grito espantoso los despertó. Edge saltó a una ventana, la abrió y sacó la cabeza. No lejos de allí estaba el furgón vestidor, con la puerta abierta, y Pimienta Mayo salió de él corriendo y profiriendo gritos desgarradores. En seguida salió
también Clover Lee, que bajó los peldaños de aquel furgón lenta y rígidamente, como si fuera sonámbula. —iClover Lee! —llamó Edge, con ansiedad—. ¿Qué ocurre? Autumn estaba ahora a su lado ante la ventana. Rostros aturdidos, negros, amarillos y eslovacos, se asomaban a las puertas y ventanas de otros carromatos. Clover Lee continuó andando como en trance hasta que estuvo lo bastante cerca para decir a Edge, con una voz sin emoción ni inflexiones: —Mi madre tampoco ha dormido en nuestra habitación esta noche. Como ninguno de los que han ido a desayunar sabía dónde estaba, he venido a mirar en los carromatos. Pimienta ha querido acompañarme... ¿y qué? —La hemos encontrado aquí dentro. —Señaló vagamente hacia el carromato. —¿Le pasa algo malo? ¿Está enferma? ¿Se ha herido? Clover Lee negó con la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas. Buscó un lenguaje menos explícito y por fin logró decir: —La hemos encontrado... avec Paprika... les deux toutes nues... dorment... en posture de soixanteneuf.. Edge entendió las palabras, pero no el significado. Cuando Autumn vio su expresión de desconcierto, murmuró algo a su oído. Edge enrojeció un poco, pero recobró el aplomo y dijo a Clover Lee: — Te ahorrarías sorpresas y sustos, muchacha, si no estuvieras siempre curioseando y metiéndote en los asuntos privados de tu madre. — iNo siga llamándola mi madre! —exclamó Clover Lee, en un repentino arrebato de ira—. iNo quiero ser hija de un podrido marimacho! —Y echó a correr en dirección al albergo. Así, cuando la caravana del circo volvió a la carretera, llevaba a cuatro mujeres —Sarah, Pimienta, Clover Lee y Paprika— en carromatos separados, que evitaban las miradas ajenas. El resto de la compañía viajaba en un silencio incómodo, reacio a hablar a sus compañeros de furgón porque podía parecer que chismorreaban o hacían bromas subidas de tono sobre el incidente de la mañana. Cuando llegaron a Empoli y Florian visitó el municipio y luego condujo la caravana al solar que le habían asignado detrás de la estación y los peones empezaron a levantar la tienda, todos continuaban limitándose a las observaciones, preguntas y respuestas indispensables. Ni siquiera se oyeron muchas exclamaciones de asombro y entusiasmo al ver levantada la carpa, mucho más bella e impresionante con su nueva capa de pintura que cuando estaba extendida en el suelo. La reticencia de la compañía se prolongó hasta la hora de la función de tarde del día siguiente, cuando la carpa se llenó a rebosar de los ciudadanos, en su mayoría obreros del ferrocarril y sus familias.
Entonces todos se obligaron a sonreír para la cabalgata, y todas las actuaciones subsiguientes se hicieron con la desenvoltura acostumbrada, incluyendo el número de pértiga de Pimienta y Paprika. Pero después, mientras Sarah hacía su número de Pete Jenkins, Pimienta fue a buscar a Obie Yount y con él a su lado se encaró con Paprika. —Quiero que el Hacedor de Terremotos te diga una cosa —dijo Pimienta con acento severo—. Obie, ¿nos hemos acostado juntos tú y yo alguna vez? Yount abrió mucho los ojos y pareció que se había tragado la lengua. —¿Nos hemos revolcado alguna vez juntos? ¿Hemos hecho algo más que pasear, hablar y quizá darnos la mano una vez o dos? Yount tragó saliva varias veces antes de contestar: —Pues, no. Nunca, señorita Pimienta. —¿Es verdad esto, Obie? inquirió Paprika, muy triste. —Dios es testigo, señorita Paprika. Después de lo que usted nos dijo un día, le prometo que nunca me atrevería a... bueno... a cazar furtivamente en un coto privado. Paprika rompió a llorar. —i0h, Pimienta! ¿Por qué fingías que...? —Porque esperaba que los celos te harían volver. Pero no ha funcionado, ¿verdad? ¡Vamos! ¡Ahora hablaremos con tu nueva golosina! Cuando Sarah terminó de saludar para agradecer los aplausos, encontró a Pimienta y Paprika esperándola cerca de la puerta trasera. —Se lo he dicho a Pap y ahora te lo digo a ti, ramera —dijo Pimienta, casi con un gruñido—. Mi nuevo número os eclipsará a las dos. Os pondrá en la calle. Miradlo bien y veréis lo que es bueno! —Y salió bailando a la pista, donde Florian presentaba ya a«l'audace signorina Piym», Primero ejecutó su conocido número, colgada de la cabellera, con los ojos oblicuos y la sonrisa forzada, al compás del el tilburí irlandés. Pero cuando le hubieron aplaudido por ello, levantó una mano hacia el público, como diciendo: «Esperad un poco y veréis la continuación.» Abdullah inició un tamborileo rumoroso y lento en su trombón, mientras los peones bajaban a Pimienta casi hasta el suelo, donde Quincy la estaba esperando. Pimienta agarró con ambas manos el extremo suelto de la cuerda que sujetaba a Quincy por la cintura y los eslovacos empezaron a subirla. —iNo, Pim! —gritó Paprika desde los bastidores, audible a pesar del ruido del trombón—. ¡El peso es excesivo! Sin embargo, no sucedió ningún percance mientras Pimienta y su pequeño peso negro eran izados hasta cerca de la botavara. No sucedió nada hasta que Quincy empezó a doblarse y contorsionarse. La tensión producida ensanchó aún más la sonrisa forzada de Pimienta, una sonrisa
que aún seguía en su rostro cuando, en un instante, Pimienta hizo oscilar la cuerda de Quincy y lo lanzó contra el poste central —al que él se aferró, asombrado y aturdido— y todo el cuero cabelludo de Pimienta se desprendió de su cabeza y ella cayó verticalmente a la pista con un golpe sordo y una explosión de serrín a su alrededor, y todos los espectadores gritaron al ver algo todavía más espantoso que su caída: la brillante cabellera colgada de la botavara y goteando sangre. El trombón de Abdullah enmudeció cuando Beck hizo tocar inmediatamente a la banda la Marcha nupcial y Edge y Florian corrieron a la pista. Mientras Florian instaba por señas al público a que se calmara y guardara silencio, Edge cogió en sus brazos el cuerpo desmadejado y, del modo más discreto posible, se lo llevó por la puerta trasera. A sus espaldas, la música se suavizó lo bastante para que Florian pudiese gritar: —iTodo es parte del número, signore e signori! Niente paura, la señorita volverá dentro de un momento, siano persuasi, amici! Edge y su carga —con la cabeza colgando, calva y ensangrentada, y la misma sonrisa, pero con ojos ya no oblicuos, sino fijos y saltones— fueron interceptados en el patio trasero por Paprika y Sarah, ambas llorando y retorciéndose las manos. —iOh, Pim, amor mío! —sollozó Paprika—. Jamás fue mi intención... — iCállate! —interrumpió Edge—. No puede oírte. iY no la mires! Desde la carpa llegaba la música de La flauta mágica de Mozart, lo cual significaba que Lunes y Trueno empezaban los pasos precisos de alta escuela. Florian irrumpió por la puerta trasera, gritando: — Zachary! ¿Es muy grave? — No puede serlo más. Tiene rotas la columna y la nuca y es probable que otras muchas cosas. Paprika profirió un gemido más fuerte. Florian se volvió hacia ella y le gritó sin miramientos: —iVe al furgón vestidor y quítate las mallas, de prisa! Zachary, quítaselos también a Pimienta! — iNo te atreverás! —sollozó Paprika, agarrando a Edge por el brazo—. Déjala en paz. Y déjala conmigo. — iNo, señorita! —dijo con severidad Florian, mientras Edge, indeciso, seguía con el cuerpo en los brazos—. Tú volverás a la pista, Paprika, para saludar en vez de Pimienta. La plebe no notará la diferencia. — ¿Qué? —exclamó ella—. Vérszopó! i Eres un demonio, un vampiro! —No, señorita —dijo él de nuevo—. Es lo menos que puedes hacer, y lo máximo que puedes hacer, y lo último que podrás hacer por ella en tu vida. ¡Desnúdate, he dicho! Edge llevó a Pimienta al furgón vestidor y la depositó suavemente en el suelo. Sarah y Paprika, todavía llorando, pero en silencio, entraron
después de él. Sarah ayudó a Paprika a quitarse las mallas anaranjadas, mientras Edge despojaba torpemente a Pimienta de sus lentejuelas verdes. Ninguna de las chicas llevaba nada debajo, salvo las pequeñas almohadillas del cachesexe. Edge advirtió, abstraído, que Pimienta era muy hermosa... mientras procuraba no mirar su terrible semblante. Paprika era hermosa por doquier, y no pudo evitar advertirlo, porque cuando se quitó el cachesexe quedó totalmente desnuda. —Pimienta lo habría querido así —sollozó, viendo las miradas que le dirigían Edge y Sarah, y añadió, intentando sonreír—: iAbriré la sonrisa vertical ante esos palurdos, os juro que lo haré! —y empezó a ponerse las mallas verdes. Edge les sacudió el serrín y Sarah hizo lo que pudo para arreglar el maquillaje emborronado de Paprika. Florian estaba junto al furgón, nervioso. En cuanto salió Paprika, la acompañó a toda prisa a la puerta trasera de la carpa. Cuando hubieron desaparecido tras la tira de lona, Sarah y Edge oyeron los aplausos en honor del número de alta escuela de Lunes, y en seguida después, aplausos todavía más fuertes cuando Florian presentó a la artista resucitada —«Ancora una volta, i'audace signorina Pim!»—, milagrosamente sana y salva. —Dios mío, qué espantoso —murmuró Sarah, entre sollozos—. El espectáculo debe continuar. —Se volvió a mirar el cuerpo desnudo de Pimienta y luego otra vez a Edge—. Y todo ha sido por mi culpa, Zachary. Por mi culpa. Todo por mi culpa. —Domínate, Sarah —dijo Edge, con voz ronca—. Me quedaría a consolarte, pero ya me toca salir. Ella lloraba con desconsuelo cuando Edge se fue corriendo a la carpa. Florian empezaba la presentación de «il infallibile tiratore scelto, colonello Calcatoio» y todo parecía haber vuelto a la normalidad allí dentro... salvo que bajo las graderías, fuera de la vista del público, Rouleau abrazaba tiernamente a Paprika mientras ella lloraba contra su hombro. También bajo las graderías, Domingo intentaba consolar al tembloroso Quincy, que suspiraba «oh» una y otra vez. Su otra hermana estaba cerca, pero sólo miraba con ojos soñadores hacia la botavara y se frotaba los muslos uno contra otro. Edge siguió su mirada, pero no había nada que ver allí arriba; los peones se habían apresurado a eliminar los últimos restos de Pimienta. El coronel Ramrod consiguió terminar su actuación sin fallar ningún blanco y sin que hubiera otra víctima. Después hubo el intermedio, y como Magpie Maggie Hag no entraba para leer las palmas de las manos, Edge y Florian fueron en su busca. Salieron por la puerta trasera, pasando junto a los eslovacos, que empujaban hacia la pista la jaula de Maximus, y encontraron a la vieja gitana en el furgón vestidor. Había amortajado a Pimienta: limpiado su cuerpo de sangre, cerrado sus ojos
y borrado de algún modo la fea sonrisa de sus labios, por lo que la muchacha muerta ofrecía un aspecto agradable y sereno. Había vestido a Pimienta con uno de sus trajes de calle e incluso arreglado su cabellera, peinándola de forma natural. —Buen trabajo, Mag —elogió Florian—. Ahora deja que Zachary y yo la pongamos en otro furgón, para que los artistas puedan cambiarse aquí. Pediré a Stitches que le haga una mortaja y la enterraremos después de la función nocturna. Edge levantó el cuerpo y Florian alargó las manos para aguantar la cabeza, pero el rigor mortis ya había empezado a hacer su efecto y la cabeza no se movía de un lado a otro. —¿Cree que debemos dar una función esta noche? —preguntó Edge mientras llevaba el cuerpo a uno de los furgones de la tienda—. No sé si todos serán capaces de terminar ésta. —Sí, todos lo harán —respondió Florian—, igual que tras la muerte del capitán Hotspur. —Ignatz no murió ante su vista. Ni de un modo tan horrible. Y era un hombre de mediana edad, no una mujer joven y bella. —Podríamos haber perdido a alguien todavía más joven, aunque no bello. Si Pimienta hubiera caído encima de Alí Babá, probablemente aún estaría viva, pero él seguro que no. Le salvó al enviarle contra el poste central justo cuando se caía. — Sí. Me pregunto si fue un movimiento convulsivo o un acto de heroísmo deliberado. En cualquier caso, esto no consolará a nadie de su muerte. —Los artistas de circo tienen, sin embargo, una flexibilidad considerable. Admito que la pareja de Pimienta puede sentirse durante cierto tiempo demasiado tensa para trabajar, pero, de todos modos, Paprika tampoco podría actuar ahora, sin su ayudante, así que esta noche trasladaré el número ecuestre de Clover Lee a la primera mitad del programa... si a ti, el director ecuestre, te parece bien. — Usted es el director. Y yo puedo ser tan flexible como cualquiera. — Bien. Veamos... Pondré a Clover Lee justo después de los antipodistas chinos, para que preceda al número de Pete Jenkins de su madre. Y quizá adelantaré al Hacedor de Terremotos, a fin de que llene el hueco dejado por el número de la cabellera. —Se alejó, murmurando para sus adentros—: Tengo que acordarme de romper su salvoconducto... cancelar su habitación del albergo... Cuando enterraron a Rosalie Brigid Mayo bajo la pista aquella noche, el ex reverendo Dai Goesle celebró las exequias. Esta vez no dio al funeral ningún matiz náutico, ni siquiera metodista disidente. En alguna parte de Empoli se había procurado un misal católico romano y empleó esa versión de la Orden para el Entierro de los Muertos. Incluso pronunció el latín con la suficiente corrección para satisfacer a los otros católicos
presentes —Paprika, Rouleau, los cuatro Smodlaka y la mayoría de eslovacos—, que se santiguaron todos a la vez en los momentos apropiados. Cuando cada miembro de la compañía tiró un puñado de tierra sobre la mortaja de Pimienta y le llegó el turno a Florian, éste volvió a murmurar el epitafio romano, «Saltavit. Placuit. Mortua est». La ceremonia sólo se distinguió por una circunstancia que pasó por alto a muy pocos. Sarah, Paprika y Clover Lee se hallaban a la misma distancia en torno a la tumba, es decir, tan alejadas entre sí como era posible. Sarah lloraba en silencio, pero no así las otras dos, que mantenían la mirada de sus ojos secos y glaciales fija en Sarah, sin bajarla ni para rezar con la cabeza inclinada, observándola con repugnancia y acusación. A la mañana siguiente, Clover Lee fue a desayunar en el albergo de Empoli con un pedazo de papel, que alargó a Florian. — Mi madre tampoco ha dormido en nuestra habitación —anunció con calma—, y esta vez que me cuelguen si voy a buscarla. No he notado hasta hace un momento que también falta parte de nuestro equipaje y efectos personales. Y entonces he encontrado esto bajo su almohada. Florian desdobló el papel, frunció los labios con expresión de pesar, tiró del mechón de su barba y leyó en voz alta a los demás: «Lamento todo lo ocurrido. Adiós, querida niña, y buena suerte. Di lo mismo a todos. Tu madre que te quiere.» ¿Debo ir en su busca? —preguntó Clover Lee, nada preocupada. Florian movió la cabeza. —Sería inútil. Su faltriquera debe de estar muy llena a estas alturas. Y como esta ciudad es un empalme ferroviario, puede haber ido hacia el norte, sur, este u oeste. No, ha hecho lo que deseaba hacer y nosotros respetaremos su decisión. ¿Y tú, Clover Lee? ¿Te quedarás con nosotros? —Naturalmente. Ella puede haberme abandonado, pero yo no abandonaré al resto de mi familia. Así pues, cuando empezó la función aquella tarde, todos los artistas — incluida Peggy— prolongaron su actuación unos minutos para compensar la escasez de números. Durante el intermedio, Fitzfarris — que ahora ya había aprendido de memoria su papel en un italiano inteligible— se extendió más sobre sus exiguos monstruos, alargó su charla de ventrílocuo con la Pequeña Miss Mitten e incluso vendió una buena cantidad de juegos del ratón, mientras que para Magpie Maggie Hag no escasearon palmas de mujeres embarazadas que leer durante el largo intermedio. Sin embargo, en la función de la noche, cuando Florian vio que la carpa no estaba del todo llena, dijo a Edge y Goesle:
—Desmantelad mañana, pero sin prisas. Yo saldré temprano y me adelantaré para disponer todo lo referente a nuestra instalación en Florencia. Me llevaré a los chicos Simms y Smodlaka para que empiecen a fijar carteles. Después me reuniré con vosotros en la carretera y acamparemos para la noche. —Florencia está sólo a cuarenta kilómetros de aquí —observó Edge—. Podríamos llegar con facilidad... —No. Esta vez... —Florian hizo una pausa efectista—, i esta vez vamos a desfilar! Entraremos en la ciudad y desfilaremos arriba y abajo de todas sus calles principales antes de levantar la tienda. Ni el gran Orfei ni ningún otro circo europeo observa esta vistosa tradición americana. Pasmará a los florentinos. Edge descubrió al día siguiente que los cuarenta kilómetros hasta Florencia requerirían más tiempo del calculado porque la carretera tenía continuas curvas cerradas y tramos en zigzag mientras seguía el tortuoso valle del río Arno, a los pies del monte Albano. —El clima es curioso aquí en Italia —comentó a Autumn—. En las tierras bajas, la neblina se levanta por la mañana y se desvanece a mediodía. Ahora que estamos en una región montañosa, la niebla se levanta por la tarde. La caravana aún estaba a unos ocho kilómetros de Florencia cuando Edge vio, a través del brumoso crepúsculo, el carruaje de Florian junto a la carretera. —Aquí es donde pasaremos la noche —anunció Florian—. Hay fácil acceso al río para dar de beber a los animales, y el pueblo que acabáis de atravesar podrá suministrar a Mag todo lo necesario para la cena. — ¿Algún problema con el solar para la tienda? —preguntó Edge. —¿Y qué ha hecho con los niños? —quiso saber Autumn. — Ningún problema —respondió Florian—. Tengo permiso para acampar en el parque más nuevo y elegante de la ciudad. Los chicos aún están fijando carteles; hay mucho trabajo. Después de todo, Florencia es por lo menos dos veces mayor que Pisa. He reservado habitaciones en una pensione para que los chicos pasen la noche en ella. A la mañana siguiente, muy temprano, por primera vez en la experiencia de Edge, la caravana se preparó para «desfilar». Florian cepilló su levita y sombrero de copa mientras repartía órdenes. Envió a Hannibal al río para que frotara a conciencia a Peggy, untara todo su cuerpo con aceite de pata de vaca, le puliera las uñas de las patas y la cubriera con el manto rojo. Peinaron y cepillaron a todos los caballos hasta sacarles brillo y enjaezaron a los caballos de pista con plumas y lentejuelas. Quitaron los lados de madera del furgón de Maximus. Adornaron a los terriers de los Smodlaka con sus gorgueras rizadas. Todos los artistas —incluido Rouleau— vistieron su mejor traje de pista,
pero como soplaba un viento fresco por el río, los que llevaban mallas se echaron una capa encima. Beck y sus músicos abrillantaron sus instrumentos y se pusieron el uniforme de la banda, y Banat, su condecorado uniforme de rebelde. Fitzfarris recurrió a los cosméticos para ocultar su único atributo comercial, y él, Goesle y los peones se encargaron de conducir los once carromatos que seguían al carruaje de Florian. Cuando la caravana llegó a las afueras de Florencia, un barrio de cobertizos y chabolas cuyos ocupantes se asomaron a las puertas con ojos y bocas muy abiertos, Florian se detuvo y gritó: —iOcupad vuestros puestos! Edge montó uno de los caballos enjaezados, se apartó la capa de los hombros para lucir su refulgente uniforme de coronel Ramrod y adelantó al carruaje para encabezar el desfile. Beck y sus músicos se colocaron sobre la lona encerada de la carreta del globo. Hannibal, con su trombón, trepó al cuello de Peggy. Los otros artistas adoptaron elegantes posturas sobre los techos de diversos carromatos y se quitaron las capas. Barnacle Bill, con las piernas separadas y los brazos en jarra, se colocó encima de la jaula de Maximus. Terry, Terrier y Terriest fueron bajados a la carretera, donde iniciaron al instante sus volteretas y saltos mortales. Lo mismo hicieron los tres chinos. Beck y su banda empezaron a tocar la obertura de Guillermo Tell, mientras el coronel Ramrod dirigía el desfile a la largo de la Via Pisana, una calle de residencias bastante mejores. A todas las ventanas de las casas se asomaron las cabezas de los habitantes adultos para contemplar este novísimo espectáculo y a todas las puertas salieron niños que brincaban, señalaban y lanzaban vítores y que, al cabo de un rato, formaron dos nutridos grupos, uno que bailaba hacia atrás frente al caballo del coronel Ramrod y otro que brincaba detrás del elefante. Mientras Beck y la banda continuaban su repertorio, Edge vigilaba los faroles y otros objetos que ostentaban los carteles del Florilegio y conducían a la orilla sur del Arno, donde una gran avenida pavimentada discurría paralela a las aguas verdes, rápidas y opacas. —Al otro lado del río —le gritó Florian— está el parque Cascine, donde levantaremos la carpa. Pero ahora seguiremos por el Lungarno Soderini. Los Lungarni, según explicó más tarde Florian, servían para dos fines. Eran terraplenes de construcción reciente, revestidos de piedra, cuya finalidad principal era contener los frecuentes desbordamientos del Arno, pero su parte superior pavimentada se había convertido además en un paseo favorito para viandantes, jinetes y carruajes, y en especial para aquellos que en verano iban a admirar las espectaculares puestas de sol reflejadas en el río bajo la sucesión de puentes de elegantes proporciones.
En cualquier caso, la mayoría de puentes tenían proporciones elegantes, aunque Edge se quedó boquiabierto cuando tuvo ante su vista al Ponte Vecchio. El río fluía por debajo, de modo que se trataba sin duda de un puente, pero distinto de todos los que había visto en su vida. Podría haber sido un pueblo suspendido en un espejismo, tan atestado y apiñado estaba en toda su longitud de edificios de dos, tres y cuatro pisos, arcos, tejados de teja, chimeneas en ángulos increíbles, cuerdas de ropa tendida y hombres con cañas de pesca apostados en las ventanas. La mayoría de casas sobresalían lateralmente del puente, en precario equilibrio sobre el agua. Hasta que Edge pasó por el extremo sur del puente —el gentío que paseaba por él se había detenido, lleno de asombro— no pudo verlo con perspectiva y comprender que, aunque el Ponte Vecchio estaba atestado de tiendas y tenderetes con toldo en ambos lados, era realmente un pasaje que iba de una orilla a otra del Arno, sin tejado y abierto al cielo en toda su longitud. Mientras tanto, el Florilegio tenía que abrirse paso por el lado sur del río. La creciente multitud de niños que lo precedía obligaba a otros vehículos y personas a retirarse hacia las calles laterales para dar paso al desfile. A lo largo de todo el recorrido, mucha gente miraba desde las ventanas y puertas de los edificios muy altos y adornados ante los cuales pasaba ahora la cabalgata. También en la orilla opuesta del río, los transeúntes y jinetes de los Lungarni se detuvieron, llevándose las manos a los ojos para hacerse sombra, señalando y llamándose mutuamente la atención hacia el fenómeno. Los artistas del Florilegio sonreían incansablemente y agitaban las manos desde los techos de carromatos y furgones. Algunos ciudadanos más próximos al desfile levantaron sus sombreros e inclinaron un poco la cabeza, algunas mujeres hicieron media reverencia, como inseguras sobre si veían una nueva clase de séquito acompañando la visita de una nueva clase de realeza. Unas pocas mujeres se volvieron de espaldas o apretaron las caras de sus niños contra las voluminosas faldas para impedirles ver a las artistas circenses brevemente vestidas. Jules Rouleau, sentado con Paprika encima del furgón vestidor, se rió cuando la oyó murmurar a través de su sonrisa: —Bien hecho, escóndase, signora Bola de Grasa. Me estoy exhibiendo aquí arriba, helada hasta la médula, con carne de gallina y arriesgándome a coger una pulmonía, sólo para ofender su modestia de matrona. La banda había repetido dos o tres veces todas las piezas de música que conocía cuando Edge vislumbró un cartel del circo fijado en la balaustrada del próximo puente. Sorteando a los niños que pululaban delante de él, dirigió su caballo hacia el Ponte San Nicoló —un puente ancho, sin edificios— y los músicos se tomaron un descanso mientras el Florilegio cruzaba el río. Volvieron a levantar sus instrumentos y
entonaron Guillermo Tell cuando el desfile salió del puente y enfiló directamente el Viale Amendola, donde más curiosos miraban desde las aceras y ventanas y desde los vehículos parados. Cuando el viale desembocó en una piazza ancha y circular, los carteles guiaron a Edge hacia la izquierda, a una avenida que volvía al oeste, más o menos paralela a la que habían recorrido en la otra orilla del Arno. El desfile tuvo que pasar un par de veces por una calle tan angosta que los curiosos de las ventanas tuvieron que meter la cabeza cuando pasaron los carromatos. Luego, la ruta marcada por los carteles de Florian llevó a la procesión entre dos fragmentos de columnas de piedra, restos de lo que había sido la Porta di Prato de las antiguas murallas de la ciudad. Al fondo estaban los árboles, prados, avenidas de grava y senderos del Pratone delle Cascine. —Significa Granja Lechera —dijo Florian cuando la caravana se hubo adentrado un poco en el parque y detenido en un óvalo de hierba dentro de otro hipódromo—. Toda esta zona fue una granja lechera hasta que la ciudad creció a su alrededor y se la apropió para convertirla en un parque público. —Me gustaría conocer al hombre que diseñó esos faroles —dijo Edge, señalándolos. Todos los innumerables faroles del parque se alzaban sobre una base de hierro fundido que consistía en tres garras clavadas en la tierra. —Sí —convino Florian, riendo entre dientes—. Si ese hombre encontró alguna vez semejante animal de tres patas, me gustaría preguntarle dónde, a fin de adquirirlo para el espectáculo. Los artistas bajaron de los techos —para lo cual Rouleau necesitó cierta ayuda—, mientras los tres terriers y los tres chinos se desplomaron en un terraplén de hierba, jadeando y con calambres por haber hecho todo el camino dando volteretas. Los músicos de los instrumentos metálicos se tocaban los labios, magullados por los tumbos del carromato mientras soplaban, y un par de ellos se quejaron incluso de dientes doloridos. —Bueno, no necesitan labios ni dientes para su trabajo de peones —dijo Florian—. Goesle, Banat, reunid a todos los hombres y empezad a descargar y montar. Abdullah, desnuda al elefante y prepáralo para su tarea. Luego ayuda a los chinos a mantener lejos de aquí a esos golfillos. Yo vuelvo a la ciudad para recoger a nuestros propios niños y reservar habitaciones de hotel para nosotros. Los que no tenéis trabajo quizá queráis cambiaros de traje y pasear por la ciudad mientras haya luz de día. Varios artistas hicieron esto, incluyendo a Edge y Autumn, que se dirigieron hacia la derecha al abandonar el parque y pasearon entre los ciudadanos por el Lungarno Amerigo Vespucci.
—Sé quién era Vespucci —dijo Edge—; América lleva su nombre. Pero tendrás que explicarme todo lo demás, cariño. Me intriga especialmente aquel puente tan peculiar. —Señaló el tercero, que era el Ponte Vecchio, a más de un kilómetro de distancia, pero bien visible, más alto y abultado que los dos primeros y que resplandecía, rojo y dorado, bajo la luz vespertina. —Está reservado para las tiendas de orfebrería —respondió Autumn—. Aquel piso más alto que mira río arriba solía ser un pasaje particular para los miembros de la realeza y los nobles que salían del palacio Uffizi, cuando albergaba las oficinas del gobierno. Así podían ir a la residencia real de la otra orilla del río, el palacio Pitti, sin tener que mezclarse con la plebe en el puente y las calles. Como carecían de prejuicios en este sentido, Autumn y Edge cruzaron el puente, empujados por la multitud y maravillados por las joyas de oro y plata exhibidas en la hilera de escaparates o mostradas y anunciadas en voz alta y personalmente por los artesanos que las habían creado. Luego volvieron a cruzar el puente por el otro lado de escaparates, y mientras Autumn exclamaba y suspiraba a la vista de algunas joyas, Edge deseaba tener mucho dinero para comprárselas todas. Cuando salieron del puente y entraron en la Piazza della Signoria, Autumn dijo: —Allí, al fondo de la plaza, está el lugar donde se encendieron dos hogueras famosas. —¿Hogueras famosas? —Hace cuatrocientos años, un hombre llamado Savonarola fue abandonado por su novia de la infancia, así que huyó a un monasterio, pero esto no hizo más que aumentar su amargura. Vino a Florencia como misionero y predicó contra la lascivia, la vanidad, el placer, la bebida y todas esas cosas buenas. Convenció a los florentinos de que se condenarían si no se reformaban. Entonces, un día de carnaval hicieron una enorme hoguera aquí en esta piazza y lanzaron a ella todas sus posesiones más mundanas (espejos, perfumes, pelucas, dados, retratos de las cortesanas más hermosas), todo lo que sugería disipación. Florencia debió de ser una ciudad muy triste después de aquella orgía. Unos diez años después, los florentinos ya estaban hartos de Savonarola y sus perpetuas prohibiciones, de modo que hicieron otra hoguera en la piazza y le quemaron a él. Que esto sea una lección para ti, Zachary Edge. No intentes jamás reformar a los florentinos. — Nunca se me ocurriría reformar a nadie. Un libertino reformado es el más detestable de los hombres. — Me alegra mucho que estés de acuerdo. Antes de que Sayonarola llegase aquí, el gobernador de Florencia era un hombre conocido por el cordial apodo de Piero el Gotoso. Sólo padecen de gota los amantes de
la buena vida, así que me gusta pensar que Florencia ha sido siempre y siempre será un lugar de exuberante sensualidad y hedonismo. Había una cosa memorable que Edge ya advirtió aquel primer día y continuó advirtiendo en los siguientes y después recordaría siempre como su impresión más duradera de Florencia. Era la luz del sol, que incluso a mediodía daba la sensación de no caer nunca directa y ásperamente sobre la ciudad, sino siempre de soslayo, de forma acariciadora, dando a todas las viejas paredes de piedra desmoronada tanta vida y claridad como el deliberado relieve de las fachadas de los palacios y convirtiendo las calles más estrechas en grietas misteriosas y oscuras de las que uno salía a patios o plazas o jardines de colores tan cálidos que parecían conservados para la eternidad en el ámbar más puro. Cuando Edge y Autumn volvieron al hipódromo Cascine, justo al anochecer, el montaje estaba casi terminado. A la luz de los cestos de teas, que chisporroteaban y derramaban lenguas de fuego, los peones daban los últimos toques a la carpa, ajustando la tensión de los cables de retén, asegurando alguna estaca y gruñendo con voz ronca cada vez que hacían un movimiento. — Stitches, ¿por qué gruñen así tus hombres? ¿Es que aún les duelen los dientes? —preguntó Edge. — No, es por orden mía. Intento entrenarnos a todos (lo he dicho a todo el mundo, incluido el director, y ahora te lo digo a ti) a que siempre que alguno de nosotros sienta la necesidad de decir una palabrota en público, la cambie por un gruñido. —Está bien, pero ¿por qué? — Mira hacia allí. —Goesle señaló a dos monjas y una hilera de niños pequeños con uniforme de colegiales, que contemplaban el trabajo—. Habrá más... monjas, niñeras y maestras de escuela que traerán a sus chiquillos para vernos montar y desmantelar. A fin de procurarles una experiencia educativa un poco fuera de lo corriente, ¿comprendes? Puede pasar que Peggy se niegue a hacer algo y alguien suelte, Dios sabe en qué lengua, una frase parecida a «iMaldito hijo de perra con dos colas!». La maestra la encontraría un poco demasiado educativa para sus niños y mandaría una delegación a sermonearnos sobre la moral y cosas similares. Florian salió de la carpa, sacudiéndose las manos, y le dijo a Goesle: —En cuanto tus eslovacos hayan terminado, envíalos a pegar más carteles por toda la ciudad, toda la noche si es necesario. —Y añadió, dirigiéndose a Edge y Autumn—: La mayoría de artistas se han ido ya al hotel, a vestirse para la cena. Si vosotros dos queréis que os lleven el equipaje, colocadlo en mi carruaje y seguidme. Está a pocos pasos de aquí, en la Via Solferino. Hotel Kraft. —Muy bien —contestó Autumn.
—¿Un hotel regentado por ingleses o alemanes? —preguntó Edge. —No —respondió Florian—, aunque hay muchos hoteles que son propiedad de extranjeros. Sólo una tercera parte de la población de esta ciudad es florentina. Otra tercera parte está compuesta por expatriados ingleses y aun otra de diversos extranjeros: americanos, rusos, alemanes, franceses. El propietario y el director del Kraft son italianos, pero la clientela es en su mayoría gente del espectáculo, teatro, ópera, circo, pantomima... En el hotel, cuando Edge y Autumn se hubieron lavado y refrescado en su habitación, encontraron a Florian y Carl Beck en el vestíbulo, y los cuatro se sentaron juntos a una mesa del comedor, entre las que ocupaban sus compañeros, que ya estaban comiendo. Edge miró a su alrededor para ver si podía identificar a otras personas del mundo del espectáculo. Nadie llamaba la atención por su comportamiento o actitud —todos comían tranquilamente y conversaban en voz baja—, pero varios ejercían a todas luces una profesión teatral, pues sus rostros eran correosos y de un color casi anaranjado debido a años de aplicarse maquillaje. —Ya os dije que esta ciudad es cosmopolita —observó Florian, sacando un periódico doblado del bolsillo de su levita—. Imaginaos que esta tarde he podido comprar a un vendedor de prensa el último número del Era. Después de cenar echaré una ojeada a la sección de solicitudes de empleo para saber si hay en Florencia algún desocupado que pudiera sernos útil. —¿Puedo mirarlo, director? —preguntó Autumn—. Siempre me gusta ver si hay nombres conocidos. Florian se lo alargó y Autumn empezó a hojearlo. Carl Beck decía: —... a la ciudad mañana por la mañana, para buscar el ácido y otros productos químicos que hacerme falta. —Bueno, no hagas del gas para el globo tu única prioridad —dijo Florian—. Cuando llegue ese artista del trapecio, tendrás que pensar maneras de colgar su aparato de modo que no estorbe al de Autumn. Ojalá estuviera ya aquí, para poderlo incluir en el programa de la función inaugural de mañana. —Ya está aquí, monsieur Florian —dijo un caballero vestido con elegancia que estaba sentado a la mesa contigua, ante una taza de cappuccino. Se levantó y saludó—. Maurice LeVie, á vos ordres. He llegado esta mañana y los he visto desfilar al estilo americano. Me ha impresionado mucho. —Estamos encantados de conocerle —contestó Florian, con una sonrisa radiante, poniéndose en pie, al igual que Beck y Edge—. No le he reconocido sin el traje de pista, monsieur. Permítame. Y le presentó a todos. LeVie estrechó las manos de los hombres y besó la de Auburn. El trapecista era bajo y esbelto y parecía compuesto, no
de mercurio, como les había hecho pensar durante su actuación, sino de ángulos agudos: nariz aguda, mentón agudo, punta aguda de sus cabellos brillantes sobre la frente y ojos en extremo agudos e inquietos. — Acompáñenos —invitó Florian—. ¿Un poco de vino, tal vez? — Nada de vino, merci —respondió LeVie, deslizando su silla hacia la mesa—. Mi profesión, comprenez, me prohíbe correr el riesgo de la embriaguez o la resaca. —Claro. — He tenido ocasión —continuó LeVie— de admirarlos a todos, en especial a sus bellísimas damas, durante el desfile. Aquí en el hotel he aprovechado otra ocasión, de incógnito, de observar más de cerca a su compañía americana confederada. —Ajá —contestó Florian, señalándole, en broma, con un dedo—. Y si hubiera observado, por ejemplo, que comíamos los petits pois con el cuchillo, o cometíamos otras barbaridades americanas, habría permanecido de incógnito y desaparecido sin decir nada. LeVie sonrió —formando una V aguda con los labios— y encogió sus hombros angulosos. —Sólo diré que estoy satisfecho o, más exactamente, que soy feliz de unirme a ustedes. Me presentaré en el circo por la mañana, con mi appareil, para ayudarlos a colgarlo. También, monsieur le chef de musique, deseará usted conocer mis motifs d'accompagnement. —Ja. Ja doch —dijo Beck, impresionado al parecer por la segura profesionalidad de aquel hombre. —Me gustaría formularle una pregunta, monsieur Maurice —dijo Florian, casi con timidez—. Comprenda que no tengo el menor deseo de alterar la pureza de su actuación en solitario, pero tenemos en la compañía a una joven, bella y de mucho talento, que se ha visto privada momentáneamente de su número. Su pareja de la pértiga ha quedado incapacitada por un accidente. Pero la joven es también trapecista. —¿Al viejo estilo o al de Léotard? —preguntó al instante LeVie. —Sólo al viejo estilo. Ha vivido varios años en Estados Unidos y los americanos están, por desgracia, muy atrasados en este aspecto. Sin embargo, me preguntaba si tal vez... —¿... yo podría enseñarla a saltar? ¿Entrenarla para un jeu duel? —Sólo si cree que realzaría su propia actuación. De lo contrario... —¿Está la joven aquí en este momento? No la llame, por favor; limítese a señalarla. —Es aquélla —dijo Florian, indicando otra mesa con la cabeza—. Elle des cheveux roux. Cécile Makkai. —Ah, oui. Une demoiselle charmante. Y ese pelo anaranjado sería un bonito complemento de mis mallas azules. Siempre visto de azul, messieurs.
—Paprika prefiere las mallas anaranjadas, para que hagan juego con su cabello —observó Edge. —Splendide! Y qué bien le sienta ese nomdethéátre. —Es húngara —dijo Auburn. —Una raza deliciosa, en especial las hembras. Me gusta su sugerencia, monsieur. Si la Paprika está de acuerdo, la convertiré en mi pareja. —Estupendo —dijo Florian—. Los presentaré... —Todas las presentaciones mañana, sil vous plait. —Maurice volvió a levantarse—. Ahora, con su permiso... Siempre me acuesto temprano, aunque, ja, ja, sea una actuación en solitario. Cuando hubo saludado y abandonado el comedor, Florian murmuró: —Un tipo avispado, ¿verdad? —También parece entender de mujeres —apuntó Edge. —Su salvoconducto no indicaba nada censurable. —Sólo he querido decir que, si le gustan las mujeres, ¿no habría sido justo mencionar las, hum, tendencias de Paprika? —¿Por qué ponerle sobre aviso? —inquirió Florian—. O muy pronto descubrirá su naturaleza o, ¿quién sabe?, una apuesta pareja masculina puede hacer cambiar de aficiones a Paprika. —Per piacere, signori, signorina... —dijo una voz nueva, una voz ronca y profunda. Otro hombre bajo y delgado, pero mucho más pálido, les dirigía la palabra—. Son del Florilegio, ¿no? Los he visto hablar con monsieur Maurice. El y yo trabajamos juntos al mismo tiempo en el Zirkus Ringfedel. He pensado que... si contratan a gente... Me encuentro por casualidad entre dos empleos. Soy Zanni Bonvecino. — Un payaso, ¿eh? —preguntó Florian, mirándolo de arriba abajo. — Un payaso triste, director —contestó el bufón, y Edge pensó que tenía la cara melancólica apropiada. —Un mamarracho, pues —dijo Autumn, mirándolo con atención. — Sí, signorina. Veo que tiene el Era. Dentro encontrará mi inserzione, solicitando un empleo. Mientras hablaba, el payaso había cogido de la mesa dos platos vacíos y dos cuchillos. Ahora, con un cuchillo en cada mano, hacía girar un plato sobre cada punta, manteniendo ambos platos horizontales en sus giros. Parecía hacerlo distraídamente, como otro hombre podía hacer girar los pulgares mientras hablaba. —También hago el número del Arlequín y volteretas —explicó—, cuento chismes graciosos, doy réplicas descaradas y canto canciones divertidas. Incluso hago el espejo de Lupino. —No hasta que tengamos otro payaso —respondió Florian—. De momento no tenemos ninguno. —Ahora el bufón hacía girar uno de los platos a sus espaldas y pasaba el otro hacia adelante y hacia atrás por entre sus piernas, sin que dejara de dar vueltas serenamente—. ¿Qué clase de chismes cuenta, signor Bonvecino?
—Improviso, o doy esta impresión. Al llegar a una ciudad nueva, voy en seguida al peluquero local. Siempre sabe todas las habladurías de la ciudad y no duda en repetirlas, de modo que mi charla se mofa de los notables y detestables locales. Ridiculizo los escándalos, las pomposidades, los pecadillos, lo que sea, en el lenguaje de la localidad. —Meraviglioso —dijo Florian. —Erfinderisch —dijo Beck. —¿Le han disparado a menudo, amigo? —preguntó Edge. — Signore —inquirió a su vez Autumn, de repente e inclinándose hacia adelante—. ¿Está quizá emparentado con Giorgio Bonvecino? — No, signorina. Hizo detener los platos y los dejó sobre la mesa, junto con los cuchillos. — ¿Está seguro? Era un... — Completamente seguro, signorina. Yo soy Giorgio Bonvecino. Autumn abrió mucho los ojos y dijo, en tono casi reverente: —Le oí cantar Sonnambula con la diva Patti en el Covent Garden. — Sí, tuve este honor y también otros. Por desgracia, perdí la voz cuando una amante montó en cólera; me asestó un puntapié en la garganta. Por suerte, no perdí las lenguas en que había aprendido a cantar. Ya se lo he dicho, ahora canto en broma. Son parodias de Zanni Bonvecino, no tengo que exagerar para que lo sean, parodias de las arias por las que un día Giorgio Bonvecino fue famoso. — Cielo santo —murmuró Florian. —Ah, bueno —dijo el payaso—, podría haberme pateado en otra parte, con peores efectos. Este es mi salvoconducto, director. ¿Quiere mirarlo? — No hay prisa —contestó Florian, metiéndoselo, sin abrir, en un bolsillo—. ¿Se aloja en este hotel? —No, signor gobernatore. Estoy en una pensión barata. — Le reservaré una habitación aquí, con el resto de nosotros. Bien venido a la compañía, signor Bonvecino. Para alegría de todos, las dos funciones del día siguiente fueron llenos, incluso con la carpa de proporciones mucho mayores, y la compañía ofreció el mejor espectáculo que Edge había dirigido o contemplado hasta la fecha. El público florentino figuraba también entre los mejores para los que había actuado el Florilegio. Cuando la compañía hizo la gran entrada y la cabalgata, la multitud participó, ya en la segunda vuelta, en la canción Circoo é allegro! y su entusiasmo no decayó ni un momento a partir de entonces. Después de la actuación ecuestre del coronel Ramrod, el nuevo payaso Zanni salió a intercambiar chismes con Florian. Fue todo en italiano, pero Edge reconoció algunas palabras —«Robert Browning», «Daniel Dunglas Home», «médium» y «farsante»—, y estas menciones fueron
precisamente las que provocaron más carcajadas, así que Edge dio por sentado que Zanni repetía chismes locales. Mientras el payaso hablaba con Florian, hacía girar sus platos, esta vez sobre largas y elásticas cañas de bambú, por lo que el número resultó aún más mágico que el de la víspera en el comedor. En la pista, Zanni se veía muy diferente del bufón sin empleo que se había dirigido humildemente a Florian la noche anterior. Llevaba un ceñido traje de Arlequín y un gorro puntiagudo y minúsculo. Unos ligeros toques de pintura habían cambiado por completo su cara —una línea oscura para acentuar los párpados, las cejas convertidas en pequeñas curvas, como signos de interrogación, la boca un poco ensanchada por el carmín—, y se había peinado hacia abajo todo alrededor, al estilo de un paje antiguo. Tras su número de réplicas con Florian, entró repetidas veces en la pista entre las otras actuaciones, para ayudar a Domingo la acróbata y a Alí Babá el contorsionista a entretener al público durante dichos intervalos. Mientras Zanni hacía cabriolas y piruetas, mantenía altos los codos y parecía bailar, ingrávido, sobre la punta de los pies. También parecía encontrar una diversión perversa en sus payasadas: la cara y los graciosos movimientos combinaban la alegría con la travesura, de modo que recordaba a un fauno o un sátiro. Luego se las ingeniaba para tropezar con algo y ofrecer de repente un aspecto avergonzado y torpe, y se doblaba y arrodillaba, con la cabeza entre los brazos, la imagen de la melancolía y la humildad más abyecta. Cuando el intervalo entre los actos tenía que ser largo, como cuando se llevaba a la pista el furgón de la jaula, Zanni entraba en la pista dando saltos mortales, apretaba el gorrito contra su pecho y anunciaba en voz alta: «Di gran tenore Giorgio Bonvecino canta "M'appari'», o cualquier otra aria. Empezaba a cantarla, sin retorcerse las manos ni gesticular más que cualquier otro tenor en el escenario, pero los espectadores florentinos estaban familiarizados con la ópera y recordaban al gran tenor, aunque no le reconocían. Cuando Zanni cantaba con su voz quebrada, ronca y a menudo cascada, el auditorio lo tomaba por una parodia experta y genuina. Se reía tanto que casi se caían de las gradas y al final le aplaudían y gritaban bravos por la imitación con el mismo entusiasmo con que habrían aplaudido al verdadero Giorgio Bonvecino. Todos los demás números se desarrollaron igualmente bien. Maximus saltó a través del aro de fuego por primera vez en público, aunque Edge sentía cierta aprensión porque el aliento de Barnacle Bill olía tanto a alcohol que podía con facilidad prenderse fuego a sí mismo cuando encendiese el aro. Maurice LeVie fue nuevamente un relámpago azul en el trapecio y el público salió en el intermedio sonriendo y hablando de él con excitación. Sir John aprovechó su buen estado de ánimo —después de enseñarles su «tatuaje», el museo, los Hijos de la Noche y las
Pigmeas Blancas— para venderles decenas de sus bocinas ventrílocuas y enredarlos con su juego del ratón. Fitz obtenía ahora los ratones de una trampa que el hotel Kraft le había permitido poner en la cocina, y había aprendido el suficiente italiano para gritar invitaciones al juego y felicitar a los ganadores. El portero confederado Banat había instituido un nuevo sistema de vigilar la puerta. El público sólo tenía que enseñarle las entradas cuando entraba en la carpa por primera vez y Banat no las recogía hasta después del intermedio, cuando la gente volvía a entrar en tropel, asegurándose así de que ningún transeúnte, atraído por los gritos de Fitzfarris, entrase a hurtadillas junto con los que habían pagado la entrada. En la segunda mitad del programa, las chicas Simms hacían ahora la cuerda inclinada. Balanceando la flexible pértiga de equilibrio, Lunes se colocaba despacio, como temerosa, sobre la cuerda, tendida ahora en ángulo desde el poste central hasta una estaca clavada debajo de la primera fila de asientos. Entonces, fingiendo todavía nerviosismo y torpeza, subía con lentitud, paso a paso, mientras Abdullah tocaba un tenso redoble en su tambor, hasta que llegaba al final de la cuerda. Con gran cautela, daba media vuelta y empezaba a bajar, justo cuando Domingo, con otra pértiga, se disponía a subir desde el suelo. El público murmuraba y mascullaba: ¿qué sucedería cuando las dos chicas se encontraran a medio camino? Cuando lo hacían, se producía un rápido centelleo de pies y pértigas —por un momento, durante el cruce, las chicas tocaban la cuerda con un solo pie mientras intercambiaban las pértigas— y al instante siguiente ya se habían pasado de largo y Lunes saltaba al suelo mientras Domingo llegaba al extremo superior. Entonces Florian gritaba al público: «Allora... il scivolo di salvezza! iEl descenso por la vida!» (En privado, Autumn y las chicas lo llamaban simplemente la bajada.) Domingo se volvía para descender, soltaba una mano de la pértiga de equilibrio y se dejaba caer en picado por la cuerda... al son de una exclamación unánime del público y un ibum! del trombón de Abdullah, que simulaba la caída. De algún modo, sin embargo, la mano libre de Domingo se proyectaba y volvía a agarrar la pértiga por debajo de la cuerda y por el otro lado, a fin de convertirla en una barra de apoyo. Agarrada así y colgando bajo la cuerda, se deslizaba hacia abajo a toda velocidad —acompañada por un fuerte glissando de la orquesta— para ser recogida por Edge en el extremo inferior. El la abrazaba como recompensa y ella le dedicaba una radiante sonrisa de adoración. El espectáculo final se hacía al son de una música nueva. Autumn había renunciado a la posibilidad de traducir Lorena al italiano conservando el metro; de hecho, había declarado que, aunque la música era emocionante, no merecía la pena traducir la letra. Florian, por lo tanto,
decretó que el espectáculo se cerraría en lo sucesivo con el himno nacional del país donde se encontraran. Aquella noche la cabalgata final marchó, mientras todos los artistas agitaban la mano y sonreían, a los acordes de la Marcia Reale. Todos los días, tarde y noche, los artistas continuaron actuando ante un circo lleno a rebosar. Pese a un régimen tan riguroso, la mayoría iba al campamento todas las mañanas para proseguir su incesante práctica de viejos números, ensayo de números nuevos y enseñanza de aprendices. Clover Lee intentaba ahora todas las posturas y todos los giros y saltos a caballo que habían hecho en el pasado su madre y el capitán Hotspur. Cuando no ensayaba con la banda o practicaba juegos malabares con cualquier objeto que tuviera a su alcance, Hannibal Tyree trabajaba con Obie Yount para enseñar a Brutus a perder frente al Hacedor de Terremotos en el concurso de fuerza con la cuerda. Los Smodlaka habían encargado a Goesle la construcción de un carro romano en miniatura y enseñaban a sus perros a iniciar el número tirando de él, llevando como pasajero a uno de los niños albinos. Edge se esforzaba por entrenar a los caballos de lunares de Pinzgau para que participasen en su número, mientras enseñaba a Lunes y Trueno pasos de alta escuela cada vez más refinados y precisos, como dobles, travers, renvers, courbettes y caprioles. Rouleau, no pudiendo todavía participar en ninguna actuación, continuaba enseñando a Domingo nuevos números de acrobacia, y a Quincy, contorsiones cada vez más increíbles. Entre estas sesiones, Lunes y Quincy ensayaban nuevas rutinas con los tres chinos, el elefante y el trampolín, y Domingo seguía tercamente con sus lecciones de idiomas. Al parecer había decidido emular a Florian en proezas lingüísticas y no sólo estudiaba francés (y buen inglés) con Rouleau, sino que también empezaba a aprender italiano con Zanni Bonvecino y alemán con Paprika, siempre que ésta no era iniciada por Maurice LeVie en los misterios del trapecio al estilo de Léotard. Además de considerar un deber del director ecuestre poseer algún conocimiento de todos los números que dirigía, Edge se sentía fascinado por la práctica del trapecio, y por la mañana entraba a menudo en la carpa para ver ensayar a Maurice y Paprika. —Pero la maldita barra es condenadamente pesada, kedvesem —se quejó Paprika durante una de las primeras lecciones—. Mi propio trapecio no lo era tanto. —Tu trapecio sólo tenía que aguantarte a ti, mam'selle —contestó Maurice con paciencia—, y tu peso lo mantenía siempre estable. Estas dos barras son pesadas por una razón muy buena. Un trapecio ligero oscilaría y se bambolearía al dejarlo suelto. Si la barra no está siempre
perfectamente recta, horizontal y paralela al suelo cuando tú o yo nos lanzamos hacia ella, tú o yo, o ambos, podríamos perderla, caernos y matarnos. De ahí que deba ser pesada. Edge ya sabía, por haber supervisado el izamiento del columpio, que cada una de las barras —recubiertas de lino fijado con esparadrapo— tenía una placa niquelada de dos kilos y medio en ambos extremos. También sabía, por haber visto hacerlas a Goesle, que tanto ella como Maurice llevaban tensas muñequeras para reforzar las muñecas y «palmas» de gamuza en ambas manos, como las de los fabricantes de velas, con agujeros para los dedos. —iNo, no, no! —gritó Maurice en una ocasión en que Edge los observaba. Maurice estaba en una plataforma y Paprika en la de enfrente—. No te inclines hacia adelante para anticiparte a la barra cuando se te acerca. Inclínate hacia atrás cuando la agarres y permanece inclinada hacia atrás cuando dejes la plataforma. De este modo pones tu peso sobre la barra desde el principio de la oscilación. No sentirás tanto el tirón de la gravedad, te sentirás menos pesada, en el punto inferior de tu arco. Los jefes de personal del Florilegio, Goesle y Beck, también estaban en el campamento del Cascine todas las mañanas, y también muy ocupados. Carl Beck había comprado a los comerciantes de productos farmacéuticos de la ciudad los diversos elementos químicos que necesitaba para su Gasentwickler. Ahora pasaba la mayor parte de su tiempo libre haciendo ensayos empíricos para determinar las proporciones adecuadas de dichos ingredientes, y Rouleau sólo podía mirar, impaciente y nervioso, porque Beck insistía: —Hasta que yo saber qué hacer, no dejarte probar qué poder hacer tú como Luftscher. Beck también había encargado a los eslovacos músicos la construcción de algo para sí mismo cuya naturaleza se negaba a revelar hasta que estuviera terminado. Mientras tanto, Dai Goesle y otros peones juntaban listones y hierro para un objeto solicitado por Fitzfarris pero de cuya utilidad no quería hablar ni siquiera a los constructores. Magpie Maggie Hag, como de costumbre, cosía trajes, ahora para los niños Simms y Smodlaka, que habían crecido demasiado para aprovechar su ropa vieja. Sólo durante los intervalos de tres horas entre las funciones de tarde y noche, varias veces por semana, se permitían los artistas el lujo de ponerse traje de calle y vagar por la ciudad. Admiraban la arquitectura local, recorrían museos y galerías, miraban o compraban en las tiendas de lujo o en los baratos mercados callejeros, paseaban por los jardines Boboli o iban en vettura a contemplar la vista que Boccaccio, Lorenzo de Médicis, Shelley y otros inmortales habían visto desde la colina de Fiesole.
Mullenax pasaba la mayor parte de su tiempo libre en la primera bettola de trabajadores italianos que encontraba en su camino porque podía contar con que los otros borrachines le invitarían a beber cuando supieran que era el domador de leones Barnacle Bill. Edge, Fitzfarris y Yount pasaban unas horas cada semana en el café Doney, lugar de reunión favorito de los americanos residentes en Florencia. Allí se sentaban ante copas de vino o tazas de espresso y comentaban con los otros expatriados las últimas noticias de los Estados Unidos. Los salteadores de caminos americanos se habían trasladado de las carreteras a la vía férrea; en Ohio, bandidos armados habían detenido un tren y robado a los pasajeros y su equipaje. Todo el sur estaba dominado, atemorizado y saqueado por aventureros yanquis y negros libres. Sin embargo, la gente del circo en general prefería vagar entre los nativos y los escenarios nativos y encontraron incluso algunos escenarios que las guías turísticas olvidaban mencionar. Un día, Autumn llevó a Edge a la casa venerable donde «se suponía que había vivido» el gran Dante antes de ser desterrado de Florencia. Edge la miró con el debido respeto, pero luego, cuando paseaban por la calle de detrás de la casa, la Via del Proconsolo, se fijó en que todas las tiendas estaban dedicadas a la exhibición y venta de formidables corsés y fajas abdominales de lona e incluso aparatos aún más feos construidos con caucho, cuero y corcho —bragueros, cinturones para herniados, suspensorios— y sugirió en broma que las autoridades municipales podrían haber situado la supuesta residencia de Dante en un barrio de miras más elevadas. Maurice y Paprika no dejaban nunca de discutir los detalles del arte del trapecio, ni siquiera cuando salían con otros artistas. Un día en que paseaban con Edge, Autumn y Florian y empezó a caer una lluvia fina, a Maurice se le ocurrió decir: —Mam'selle Paprika, nunca nos encaramaremos en un día de lluvia torrencial. Si el agua se filtrara por la lona —añadió, mirando a Edge—, nuestro director ecuestre no nos permitiría arriesgarnos, y a mam'selle Auburn tampoco, porque las barras, las plataformas y la cuerda estarían probablemente resbaladizas. El grupo escapó de la lluvia entrando en la Galeria degli Uffizi, donde la pintura de la Primavera de Botticelli inspiró a Maurice a decir: —El buen tiempo puede ser tan peligroso para nosotros como el más lluvioso o frío. En un día templado puede hacer incluso mucho calor allí arriba, tan cerca de la cúspide. He conocido a trapecistas que se han desmayado y caído durante sus ejercicios, y a otros cuyo sudor ha atravesado los mitones de gamuza, haciendo resbalar sus manos y provocando su caída.
Más tarde, en el comedor del hotel Kraft, Maurice recordó otra advertencia: —No comas nunca antes de una función, mam'selle Paprika. Es conveniente ser lo más ligero posible en el aire. Pero más importante: si hubiera un accidente, una lesión, podría ser necesaria una rápida intervención quirúrgica. Si un día me ocurriera a mí, espero que me dormirían antes de abrirme. Y ningún médico puede administrar la clemencia del éter o el cloroformo a menos que el paciente tenga el estómago vacío. A pesar de la experta tutela de LeVie, Paprika nunca fue tan hábil como él en la parte «voladora» del número del trapecio, pero no era preciso que lo fuese. Como pronto se puso de manifiesto, su número se reducía solamente a la presentación de Florian —«L'ardumentosa acrobata aerobatica, signorina Paprika!»—, a subir con ligereza por la escalera de cuerda hasta la plataforma, soltar la barra del trapecio, darle impulso y —a los acordes de la alegre canción húngara Sólo hay una chica—, mientras el trapecio continuaba oscilando, adoptar todas las poses, dar saltos mortales y colgarse de las rodillas y de los pies e incluso hacer un farol sobre la barra. Concluía su actuación en solitario saltando de nuevo a la plataforma y levantando los brazos en forma de V para recibir los aplausos. En aquel momento, un borracho harapiento y sucio entraba tambaleándose en la pista, procedente de las graderías. Dirigía palabrotas a Florian y Edge y luchaba con los peones que entraban corriendo en la pista. El borracho siempre se desasía, corría para trepar por la escala de cuerda —fingiendo varias veces que resbalaba y se caía—, llegaba a la plataforma, soltaba el trapecio de Paprika y se lanzaba al aire con él. Mientras oscilaba de un lado a otro, a veces colgado sólo de una mano y otras agarrado con manos y pies, como si tuviera miedo, Paprika le miraba con expresión horrorizada y la banda tocaba una versión cacofónica de la obertura del Holandés errante de Wagner. Pero entonces el borracho empezaba a quitarse y tirar sus harapos, uno tras otro. En el instante en que Pete Jenkins aparecía con sus lentejuelas de color azul eléctrico y la gente se reía de su propia credulidad y la banda cambiaba suavemente al Bal de Vienne, Paprika se lanzaba al aire con su trapecio. Maurice ejecutaba acrobacias sobre una barra, mientras Paprika le imitaba sobre la otra. Luego se retiraba a su plataforma y Maurice realizaba sus volteretas y giros en el trapecio oscilante. En el punto culminante del número, tanto Maurice como Paprika pendían de las barras, oscilando cada vez más de prisa y a mayor altura, hasta que ambos soltaban su barra respectiva (fuertes golpes de trombón), se cruzaban en el aire a toda velocidad, en un doble salto mortal, cogían las barras opuestas y se subían ágilmente para sentarse en ellas,
agitando las manos y sonriendo, bajo un frenesí de vítores, aplausos, silbidos y bravos. Al principio de una función de tarde, los artistas de la cabalgata se sorprendieron al oír su música de Greensleeves tocada con más animación, alegría y estrépito que nunca. Todos miraban hacia el estrado cada vez que desfilaban por delante, pero sólo pudieron discernir que había un eslovaco uniformado más entre los músicos. Nadie podía ver, por encima de la barandilla del estrado, el instrumento que tocaba, y el director de orquesta Beck se limitaba a sonreírles, satisfecho. Lo que había añadido a la banda, fuera lo que fuese, continuó interviniendo en toda la música durante las actuaciones subsiguientes, con campanillas, matraqueos, sonidos metálicos, ruidos estridentes y murmullos extraños y fantasmagóricos. Hasta que el gentío salió para el intermedio, Florian y Edge no pudieron subir a investigar a las graderías contiguas al estrado. —Ser un juguete bávaro —anunció con orgullo Beck mientras lo miraban—. Llamarse teufel geige, «violín endiablado». Yo enseñar a hacerlo a mis eslovacos. El «violín endiablado» era sólo un palo recto, de un metro y medio de longitud, a cuyo extremo inferior iba sujeto un muelle en espiral que descansaba sobre el pavimento del estrado. A lo largo del palo colgaban cencerros y campanillas de diferentes tamaños, una pandereta, varios cubos de madera hueca y un címbalo de latón. —Ni siquiera necesitar un músico de verdad. Cualquiera poder tocarlo — explicó Beck—. Con un simple palillo, deber tocar esta o aquella pieza del teufel geige. El muelle del extremo proporcionar la resonancia y reverberación extra. Para obtener un mayor crescendo y fortissimo, el músico sólo deber golpear todo el palo. El aparato saltar sobre el muelle y todas las piezas hacer bingbong, tintin, toctoc, bum, crac... —Sois ingeniosos los bávaros —murmuró Florian—. Me alegro de que algunos florentinos hayan tenido oportunidad de disfrutarlo. —¿Algunos? —repitió Beck—. ¿Es que irnos de Florencia? —Ya es hora. Hemos estado aquí más de tres semanas y estos últimos días no ha habido llenos de paja y hoy he visto incluso asientos vacíos. Además, empieza a hacer mucho frío. Imitaremos al Orfei y bajaremos al sur. —En tal caso, nosotros marchar con un gesto magnífico —dijo Beck—. Encargar carteles, por favor, director, que anunciar la ascensión de un Luftballon para el último día, entre la función de la tarde y la nocturna. No olvidar añadir, si el tiempo lo permite. —¿Crees que ya estás preparado, Carl? ¿Y Monsieur Roulette? Muy bien. Haré imprimir los carteles esta noche y los fijaremos mañana. Pasado mañana será nuestro último día en Florencia.
El día de la ascensión, como lo llamó con irreverencia el ansioso Rouleau, amaneció claro y sin una nube. Muy temprano, Beck y cinco de sus eslovacos descargaron el Saratoga de la carreta y desdoblaron cuidadosamente el globo de seda y sus mallas y cuerdas sobre el césped del óvalo interior del hipódromo. Mientras cuatro de los hombres iban a buscar el Gasentwickler, los otros colgaban bolsas de arena en torno al borde exterior de la góndola de mimbre. Pese a la hora temprana y los deseos de Beck de realizar sin observadores esta primera inflación, por si se producía un incidente o un fallo, se había congregado un nutrido grupo de florentinos, incluyendo a varias monjas con largas colas de colegiales. Por ello los peones gruñían en vez de blasfemar mientras trabajaban. —Sólo poder hacer estas ascensiones en ciudades importantes —advirtió Beck a Rouleau, que estaba de pie, apoyado en su bastón, junto a la barquilla rodeada de bolsas—. Y quizá sólo una vez o dos el día de la inauguración y el de la despedida, como una atracción especial. Hasta que yo experimentar, no darme cuenta de la gran cantidad de productos químicos requerida para cada ascensión. Tan grande y tan pesada que no poder llevar con nosotros y tener que comprarla en cada plaza. Observe. El Gasentwickler consistía en dos enormes cajas revestidas de metal, provistas cada una de cuatro ruedas y conectadas entre sí por una manguera de quince centímetros. Bumbum desatornilló y levantó una especie de tapa de hierro con goznes que había en la parte superior de una de las dos cajas y dijo a Rouleau que mirase dentro. —Este tanque ser el generador. Revestido de plomo para resistir la corrosión del ácido. Usted también ver unas repisas escalonadas, que servir para una mejor distribución de estas limaduras de hierro. Se acercaron los cinco eslovacos, todos inclinados bajo el peso de un saco. Uno a uno lo levantaron sobre la boca de la caja y vertieron su contenido en el tanque, agitando la abertura del saco para que las limaduras se repartiesen mejor por las repisas interiores. Los hombres hicieron varios viajes y vaciaron —Rouleau perdió la cuenta— unos quince o veinte sacos de limaduras. Después volvieron con cubos de agua y llenaron la caja hasta unos sesenta centímetros del borde. Beck cerró y atornilló la tapa, mientras los hombres se alejaban de nuevo y regresaban con inmensas bombonas de cristal llenas de algo parecido al agua. —Aceite de vitriolo o ácido sulfúrico —explicó Bumbum—. Esto requerir muchos experimentos para determinar la cantidad y procedimiento correcto de añadirlo. Los hombres vertieron lentamente por un embudo de cobre situado en un extremo del tanque del generador cinco bombonas del ácido. Después hubo una larga espera, cronometrada por Beck con el reloj que
le había prestado Florian. Por fin hizo una señal con la cabeza y los peones vertieron con lentitud tres bombonas más. Otra larga espera, otra señal, y los hombres vertieron otras dos bombonas. —El Wasserstof, o hidrógeno, ya generarse —dijo Beck—. La lenta adición del aceite de vitriolo impedir una generación demasiado rápida, que poder dañar las paredes del tanque. Ahora el gas pasar por esta gruesa goma a la otra caja. Usted tocar. Rouleau tocó con una mano la manguera que comunicaba las dos máquinas y la retiró al instante; el caucho casi quemaba. —Esta ser la razón de emplear el segundo aparato, que enfriar y purificar. Ahí dentro circular el gas caliente en torno a una parrilla de tubos llenos de agua fría. Luego pasar a una segunda cámara, llena de agua de cal, donde burbujear y perder todas las impurezas y gases inútiles. Ahora yo hacer una conexión, usted observar, de esta manguera de salida con el apéndice del globo. Y en medio haber una bomba para acelerar el paso del hidrógeno puro del Gasentwickler al Luftballon. Hizo una seña y un eslovaco se acercó para poner el aparato en funcionamiento, accionando con vigor el mango de la bomba. A estas alturas, toda la compañía del Florilegio se había reunido para mirar, con tanta avidez como el público. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que alguien pudiera ver lo que ocurría en el interior del Saratoga y fue preciso creer a ciegas que realmente pasaba algo dentro del Gasentwickler. Sin embargo, de repente la seda blanca y granate se movió con suavidad. Una arruga se alisó. Más allá se desarrugó un pequeño pliegue. Al cabo de unos veinte minutos —durante los cuales los peones se turnaron junto a la bomba—resultó evidente que la capa superior de seda del globo se había levantado del suelo unos centímetros. Una hora después, la seda había formado una cúpula, todavía amorfa y al nivel del suelo, pero más alta que la cabeza de un hombre. Dos horas más tarde, el Saratoga estaba hinchado del todo y se erguía, sobre su góndola, alto, ancho y altivo, contenido dentro de su malla y frenado por las cuerdas de amarre... y todos los curiosos, gente del circo y gente de la ciudad, monjas y niños, charlaban entre sí, dominados por la excitación. Beck desconectó la manguera del apéndice del globo y entonces ordenó a sus hombres que vaciaran las dos cajas del generador con muchos cubos de agua antes de llevarse las máquinas al patio trasero del circo, fuera de la vista. Edge advirtió que Rouleau, el aeronauta, estaba rodeado por Fitzfarris y Domingo y Lunes Simms. Fitz hablaba y señalaba, hacia el globo, hacia las chicas y hacia sí mismo y Rouleau, que le escuchaba con aparente interés. Al pasar por el lado del grupo, Edge pudo oír las frases finales de aquel coloquio. —... lo haréis, ¿verdad, chicas? —preguntó Fitzfarris.
—Mais oui —contestó Domingo—. Il commence á faire une grande aventure. —Bien —dijo Rouleau—. En tal caso, lo haremos. A la hora anunciada para la ascensión, justo antes del crepúsculo, no sólo el parque Cascine, sino la orilla opuesta del Arno y los balcones, ventanas y tejados de ambas orillas del río estaban atestados de curiosos. Los que se hallaban más cerca del furgón rojo del Florilegio agitaban billetes de lira y pedían a gritos entradas para el espectáculo de despedida. Edge observó a Florian que la ciudad parecía sentir un interés renovado por el circo y que tal vez sería provechoso quedarse un poco más. —No —respondió Florian—. Siempre es mejor marcharse cuando aún se es una novedad interesante, que hacerlo cuando uno ya se ha convertido en una rutina conocida. Además, Florencia esperaría ahora una ascensión diaria del globo y esto no es práctico. En aquel momento sonó una tumultuosa fanfarria dentro de la tienda. Beck y la banda hicieron su aparición, incluyendo al tambor Hannibal y al músico del «violín endiablado», todos marchando a los exuberantes acordes de Camptown Races. Detrás de la banda desfilaba Jules Rouleau, sin bastón, disimulando lo más posible su cojera. Sobre sus mallas amarillas y verdes llevaba la capa negra ribeteada de amarillo del coronel Ramrod, cuya cola sostenían Autumn y Paprika, que también vestían sus trajes de pista. Al llegar a la góndola del Saratoga, Rouleau se despojó de la capa con movimientos ampulosos para ocultar el hecho de que las dos muchachas le ayudaban discretamente a subir a la barquilla. La música enmudeció para que Florian, con un cartel enrollado que hacía las veces de megáfono, pudiera dirigir una arenga a la multitud sobre los peligros del viaje aéreo, el valor y la habilidad de Monsieur Roulette, su intención de realizar este ascenso solamente para agradecer a la ciudad de Florencia su generosa hospitalidad, etc. Mientras todas las miradas convergían en Florian y en el Saratoga, Edge miró por casualidad hacia la marquesina de la carpa. Fitzfarris, con el maquillaje que cubría su mejilla azulada, dirigía a una pareja de eslovacos en la elevación de un objeto cuya construcción había encargado a Goesle. Se trataba de una gran caja de madera, parecida a una simple banasta de mudanzas, pintada de negro y adornada con estrellas doradas, medias lunas y otros signos cabalísticos. Cuando los hombres la hubieron izado unos metros desde debajo de la marquesina, Edge pudo ver que tenía un estrecho y somero canalón de hojalata en torno a los cuatro bordes exteriores de la caja. Florian terminó la presentación, la banda tocó un tema de Le Phénix, de Corefte, varios peones desataron las amarras y la gran multitud exhaló un «iOO000h!» que debió de oírse hasta Fiesole. Sin embargo, el globo
se elevó lentamente, como había hecho en Baltimore, porque los eslovacos tiraban despacio el cable para que Rouleau, cuando estuviera a unos cien metros de altura, pudiese provocar de nuevo las exclamaciones de la muchedumbre al salir de la góndola como un demente y hacer acrobacias en la escala de cuerda colgada de un lado, pero —en atención a la fragilidad de su pierna— no prolongó dicha exhibición. Cuando volvió a saltar dentro de la barquilla, los peones —no él, esta vez— soltaron el cable y Rouleau lo atrapó, lo enrolló y el Saratoga se elevó libremente. Todavía bastante despacio, o al menos así se lo pareció a la multitud, el globo continuó elevándose en dirección norte. Los espectadores apenas podían ver a Rouleau, que ahora estaba ocupado en el borde de la góndola —vaciando uno de los sacos de arena—, y el globo subió todavía más, hasta que tropezó con una brisa procedente del punto opuesto de la brújula, sobrevoló de nuevo el parque Cascine y se dirigió luego hacia el sur, cruzando el Arno. Al parecer, Rouleau estaba decidido a poner a prueba su control sobre el globo, porque lo hacía subir, bajar y volver a subir, ya tirando arena, ya abriendo la válvula de charnela, para flotar en diversas direcciones y a distintos niveles del aire. Bumbum Beck dirigía la banda sin mirarla para no perder de vista el globo, y movía la cabeza con admiración ante las maniobras de Rouleau. Por último, con la cautela lenta y deliberada de un capitán al atracar su inmenso buque, Rouleau hizo descender el Saratoga hacia un lado, donde se encontraba la carpa. No era de esperar que hiciera un aterrizaje preciso a la primera tentativa, pero se acercó y descendió lo bastante para echar el cable, y los eslovacos corrieron a cogerlo para guiar al globo hacia el punto exacto donde debía aterrizar. La multitud vitoreó y aplaudió mientras el Saratoga descendía con lentitud. Entonces la banda tocó otra fanfarria para llamar la atención del público y Fitzfarris gritó por el megáfono de papel: —Ebbene, signore e signori! ...Attentil... Un pezzo dell'arte magical... Osservate! El público desvió la mirada del globo hacia el nivel del suelo y vio a Fitzfarris chupar lánguidamente un gran cigarro y luego señalar con él su plataforma negra y dorada. Allí estaba Lunes Simms, en una graciosa postura, con una sonrisa orgullosa y vestida con sus mallas de color carne, que daban la impresión de reducirse a varios triángulos de lentejuelas estratégicamente colocados. — Osservate! —continuó Fitz—. La fanciulla che sparisce! —La chica que desaparece —dijo Florian, por si alguien necesitaba la traducción—. ¿Qué se propondrá ahora sir John? Sin dejar de mirar el globo, que los peones bajaban a mano, Fitzfarris continuó gritando en su defectuoso italiano para acaparar la atención del público:
— Osservate vigilantemente, signore e signori!... In un istante, la fanciulla... sparirá! —La góndola del Saratoga estaba a pocos centíme tros del suelo cuando Fitzfarris gritó con voz más fuerte—: Signorina... sparisca! —y agitó el cigarro hacia ella. Se produjo un ruido breve pero intenso —!paf! y una fuerte llamarada sucedida por una nube de humo blanco que subió por los cuatro lados de la plataforma, ocultando por unos momentos a la muchacha, y las primeras filas de la muchedumbre retrocedieron ante la pequeña explosión. El humo ascendió hasta más arriba de la plataforma y se desvaneció en el cielo... y Lunes Simms ya no estaba en su lugar. El público soltó un murmullo de asombro e incredulidad, pero Fitz no le dio tiempo de comentar el fenómeno. Ya gritaba: «Ecco!», señalando la góndola que se posaba en el suelo: «Ecco! La fanciulla magica!», y el gentío miró, parpadeó y exclamó, porque allí, en la barquilla, recién bajada del cielo, de pie junto a monsieur Rouleau, en una graciosa postura, estaba la misma muchacha que acababa de desaparecer de la plataforma. —Sir John siempre encuentra una forma nueva de utilizar a las mellizas —dijo Florian con admiración. —Sólo me sorprende —observó Edge, mientras el público estallaba en otra tanda de aplausos— que no haya pensado un modo de sacar dinero del truco. Pero en cierta manera lo había hecho, porque la gente que se encontraba más cerca pidió a gritos aún más fuertes que antes entradas para un espectáculo que exhibía gratis tan grandes maravillas como la que acababan de presenciar. Cuando Goesle y sus hombres retiraron una parte del cordón que los impedía entrar, hubo una estampida hacia la taquilla del furgón rojo, donde esperaba Magpie Maggie Hag. Fitzfarris se abrió paso entre la multitud y se acercó a Florian y Edge con una sonrisa triunfante. —He encontrado un poco de aquello que los magos llaman polvo de lacapodo —explicó— y he pensado que podía aprovecharlo para algo. —Licopodio —corrigió Florian. —Comoquiera que se llame, ¿qué es? —preguntó Edge. —Una especie de hongo —contestó Florian—. Seco y reducido a polvo, se usa en los fuegos artificiales... o para efectos como el que hemos visto hace un momento. —Lo he prendido con mi cigarro —dijo Fitz— mientras tocaba un muelle que ha abierto un escotillón bajo los pies de Lunes. Pero no abusaré de este truco porque ahora no puedo enseñar a las Pigmeas Blancas Africanas sin revelarlo. —No importa —respondió Florian—. Tendrás más tiempo en el intermedio para tu juego del ratón y creo que harás un negocio redondo. Hay más gente de la que cabe en la carpa.
Incluso las personas que no encontraron entradas en la taquilla, aunque muy desengañadas al ver entrar en la carpa a las más favorecidas por la suerte, se quedaron en el parque para ver a Monsieur Roulette tirar del cabo de desgarre del Saratoga, deshinchar el globo y, con ayuda de los eslovacos, doblar cuidadosamente toda la seda, la malla, el aro y la barquilla y guardarlo todo en la carreta. Después se quedaron para participar en el juego del ratón durante el intermedio, e incluso permanecieron allí después del espectáculo —junto con el público— para contemplar con nostalgia cómo los peones y el elefante desmontaban toda la carpa, mientras los artistas iban solos o de dos en dos al furgón vestidor del patio trasero y salían de él en traje de calle para cenar en el hotel Kraft y dormir por última vez en Florencia. El viaje desde Florencia en dirección sur podría haberse dibujado en un mapa con líneas y puntos, representando las primeras cada etapa de unos treinta y cinco kilómetros, y los puntos, los pueblos, aldeas y ciudades por los que pasaba la caravana del circo. Florian había trazado la ruta siguiendo los valles fluviales del oeste de la cordillera de los Apeninos, que recorre la península de norte a sur. Esto requería frecuentes rodeos y un avance tortuoso, pero era preferible a sufrir el frío invernal y las nieblas de las montañas y a subir y bajar caminos sinuosos y escarpados donde no había hierba ni heno para los animales. Toda la compañía lamentó dejar las bellezas y placeres de Florencia, pero al término de la primera etapa, cuando llegaron a las afueras de San Giovanni Valdarno, se animaron ante la vista de la ciudad, cuyo aspecto era extrañamente prometedor. La carretera estaba rodeada de altos montículos que a la luz del sol poniente lanzaban destellos polícromos, como de rubíes, esmeraldas y zafiros. —Maldita sea, mira eso —observó Edge a Autumn—. Este lugar está rodeado de colinas de joyas. Sin embargo, cuando se acercaron las refulgentes colinas resultaron ser montones de botellas rotas de diferentes colores, desechos de una destilería de grappa. El resto de San Giovanni era igualmente industrial y feo: talleres de cerámica, lápidas funerarias y sillas y arneses. La ruta meridional de la caravana alternaba casi con regularidad los lugares pintorescos y agradables con los feos y deprimentes. A la compañía circense le gustó mucho más la parada siguiente, la ciudad de Arezzo. Construida sobre una colina que se erguía entre campos de cereales, huertas y viñedos, y contenida y delimitada por la medieval muralla de piedra circundante, daba la impresión a quienes se acercaban a ella de no haber tenido más remedio que crecer hacia arriba, amontonando terrazas de edificios y asignando al mayor de ellos, la Ciudadela, la máxima altura. En cambio, la próxima etapa, Cortona, fue otro desengaño: una ciudad sombría y silenciosa, toda murallas y fortificaciones. Y la parada siguiente volvió a ser una delicia para los
ojos y el espíritu, una aldea junto al hermoso lago de Trasimento, lleno de reflejos plateados. —Sin embargo, no siempre ha tenido este color —dijo Florian, dirigiéndose a Hannibal Tyree en particular—. Aquí es donde tu tocayo, Aníbal de Cartago, luchó contra el cónsul romano Flaminio. Cien mil hombres murieron en esta comarca y dicen que su sangre enrojeció el lago durante años. Cuando al anochecer de otro día la caravana se aproximó a las altas murallas de Perugia, Florian la estaba esperando, ya que se había adelantado, como de costumbre, para tratar con las autoridades municipales: En esta ocasión congregó a los miembros de la compañía para decirles: — Una vez más levantaremos la tienda en el hipódromo local, que está muy cerca de aquí, fuera de las murallas de la ciudad. Pero esta vez lo compartiremos con una feria. —Oh, diablos —exclamó Fitzfarris—. En tal caso, ¿no deberíamos pasar de largo este lugar? — De ninguna manera —contestó Florian—. La feria no nos hará la competencia; más bien será una atracción adicional, parte de tu intermedio, por así decirlo, sir John. Y la feria y el circo juntos atraerán a mucha gente. Lo que sí tenemos que dejar bien claro es que somos algo más raro y especial que una vulgar feria de provincias. Propongo que hagamos otro desfile alrededor de la ciudad antes de acampar. Así pues, el Florilegio entró en Perugia como lo había hecho en Florencia, con mucha pompa. La banda tocó una y otra vez todo su repertorio, las mujeres agitaron la mano y sonrieron y —aunque la tarde eran bastante fría y llevaban capas— descubrieron de vez en cuando un trozo de mallas o de su propia carne. La cabalgata siguió la avenida principal que circundaba la ciudad, unas veces dentro y otras fuera de las antiguas murallas, y los perugianos se apiñaron a lo largo de la avenida o en lo alto de la muralla o se asomaron a las ventanas, acogiendo ruidosamente al circo. Como el circuito de la ciudad tenía más de tres kilómetros de longitud, ya había caído la noche cuando la compañía llegó al punto de partida, y el carruaje de Florian los guió a todos en dirección sur, hacia el hipódromo. No fue difícil encontrarlo, porque la mitad del óvalo interior estaba muy bien iluminado por los faroles y antorchas de la feria, distribuidos en torno a tiendas, puestos, barracas y una inmensa construcción de madera demasiado grande para estar cubierta. En la feria había también mucho ruido de voces y música, pues se tocaban y cantaban simultáneamente varias músicas distintas. Los carromatos del circo se detuvieron en la parte no ocupada del óvalo, los músicos cambiaron sus uniformes por los monos de trabajo y se unieron a los
demás peones para empezar el montaje, mientras Florian volvía a la ciudad para buscar un hotel o posada cómodo y conveniente. Los artistas cambiaron sus trajes de pista por atuendos de calle más abrigados y fueron a pasear por la feria, porque la mayoría sólo había visto ferias en América y allí solían consistir en la exhibición por parte de la población local de su ganado, sus edredones acolchados y el producto escogido de sus huertos, como las calabazas gigantes. Esta feria italiana se parecía más a un vasto espectáculo de intermedio donde cada participante ofreciera alguna clase de diversión, o algo para comer o beber, o un juego de azar, o algún producto para la venta. Edge y Autumn fueron primero a inspeccionar la enorme estructura de madera que habían visto a su llegada. Era una rueda alta como una casa, o mejor dicho, dos ruedas puestas de lado con travesaños a intervalos, y de estos travesaños pendían media docena de pequeñas góndolas de dos asientos. La gente se sentaba en ellos, con expresión valiente, alegre o aterrada; la rueda giraba lentamente y las góndolas subían y bajaban conservando siempre la misma posición horizontal. Un hombre colocado sobre una plataforma en el eje de la rueda era el encargado de dar las vueltas y sudaba copiosamente, incluso en la noche fría, mientras hacía girar una manivela clavada al eje. Un acordeonista tocaba en el suelo un ronco acompañamiento musical. — Estos son los nuevos barcos giratorios —explicó Autumn—. La primera vez que los vi fue en París. Ahora son populares por doquier. Siguieron andando entre la multitud, ruidosa y excitada, ante las hileras de tiendas, barracas y puestos iluminados, que se identificaban mediante letreros pintados con colores chillones o con garabatos: Museo di Figure di Cera, Sala de Misteri, Tomba della Mummia... — Todo esto —explicó Autumn— se conoce en la profesión como entresorts, diversiones que el público paga simplemente por echarles una ojeada. Y sus propietarios se llaman voyageurs forains, lo cual significa que no son mucho mejores que gitanos. Ella y Edge se detuvieron para comprar una salsiccia caliente. Cuidaba del brasero de carbón una vieja sentada en un taburete, con los pies en una cesta para protegerlos del frío suelo. Por muy pocos centesimi alargó a cada uno una salchicha grasienta ensartada en una astilla. Mientras paseaban y comían, vieron a varios compañeros suyos observar y probar los productos de la feria. Fitzfarris examinaba muy de cerca los entresorts, pagando para recorrerlos uno tras otro. — Y esto, ¿qué diablos debe de ser? —preguntó Edge cuando llegaron a un puesto que consistía en un tablón de muchos listones, todos cubiertos de pelo. Había pelos de todos los colores humanos —incluyendo el gris, el blanco y el plateado—, agrupados en mechones, como colas de caballo, algunos cortos, otros largos, unos lacios y otros rizados.
—Justo lo que parece —respondió Autumn—. Cabello falso para la venta. Allí hay una clienta probándose una cola. —Señaló a una mujer que, en un lado del puesto, buscaba pelo de un color parecido al suyo, que era rojizo y muy escaso, y se acercaba a la cabeza una muestra tras otra, mirándose a un espejo pequeño y roto que pendía de un clavo—. Lo trenzará junto con el suyo, las mujeres lo llamamos trenza postiza, y lo pagará por gramos o por kilos, según la cantidad que necesite. — Me alegro de que a ti no te haga falta una cosa así —dijo Edge. Las colas le recordaban demasiado lo que Pimienta Mayo había dejado colgando de la botavara del circo—. A propósito, ¿de dónde procede ese pelo? —De mujeres pobres... o muertas. De prostitutas caídas en el arroyo. De correccionales, hospicios, hospitales, manicomios, depósitos de cadáveres... —Dios mío, estoy muy contento de que no lo necesites. Pero quizá tendríamos que hablar de este puesto a Bumbum Beck. —Eres muy malo. —Autumn rió—. Creo que me voy a la caravana, Zachary. Esa salchicha no me ha sentado bien. Edge se alarmó. —Será mejor que vaya contigo... —No, no. No estoy enferma, querido, sólo mareada. Y también me duele un poco la cabeza. Sigue solo y mira todo lo que hay para mirar. Edge obedeció, porque en una barraca había visto y oído algo que le interesaba. La barraca contenía casi exclusivamente lo que Florian llamaba «cachivaches» —baratijas y souvenirs—, madonnas de yeso, cortaplumas baratos, cromos de la Ultima Cena, pero entre estas cosas, prominente en un lugar para ella sola, había una caja redonda de cloisonné auténtico, cuya tapa levantaba el viejo de la barraca cada vez que pasaba alguien. Y cuando la caja se abría, tocaba, en un tono débil y cascado, la música de Greensleeves. Edge se acercó para mirarla, el viejo levantó la tapa y la música sonó, aguda como un campanilleo. —Bella, no, la scatola armonica? Un oggetto di mía nonna... Siguió hablando un buen rato y, cuando se había repetido varias veces, Edge comprendió que la caja servía para guardar rapé o joyas pequeñas, que el viejo la había heredado de su abuela y que la maquinaria musical que había en la base de la caja era obra de un maestro inglés en tales instrumentos. Cuando Greensleeves se fue extinguiendo hasta sonar como un salmo de difuntos, el anciano enseñó a Edge la llave para dar cuerda al mecanismo, que estaba en el fondo de la caja. Entonces mencionó un precio, indicando lo mucho que apreciaba el trabajo y el recuerdo de su abuela. Edge dijo un precio insultante para ambos y siguieron regateando hasta que Edge —que no quería comprar demasiado barato un regalo para Autumn— accedió por fin a una cantidad y la pagó.
Mientras volvía al circo, encontró a Fitzfarris, quien le dijo que había tenido un golpe de suerte, pero esperó a revelarlo hasta que se reunieron con Florian, que había reunido a todos los que se alojarían en el albergo donde había reservado habitaciones. —He encontrado una tienda para mi espectáculo —anunció Fitz. —Un techo para tu anexo —le corrigió automáticamente Florian. —Aquí hay un tipo que habla un poco de inglés y, con mi exiguo italiano, hemos sostenido una charla. Exhibe una momia vieja y raída y tiene la intención de venderlo todo y dejar el negocio. La lona no es mayor que una tienda hospital del ejército, pero lo bastante grande para poner en escena unos cuantos trucos. Está bastante deteriorada, pero Stitches puede pintarla para que haga juego con la carpa. En cualquier caso, puedo conseguirla a un precio razonable... con la momia incluida. ¿Qué dice usted, director? — ¿Qué harás con la momia, si ya no sirve? — Oh, diablos, este italiano no tiene idea de cómo presentarla. Se limita a dejar en el suelo el maldito muñeco. Diré a Mag que le haga un conjunto sugestivo y me inventaré una historia para ella... —¿Ella? ¿Es una hembra? — ¿Quién puede saberlo? Está toda arrugada... y quiero decir toda. Si quiero puedo anunciarla como una morfodita. Es la tienda lo que me interesa. — Por mí no hay inconveniente, sir John. Cómprala. Así pues, Fitzfarris adquirió la tienda y Goesle y sus hombres empezaron a zurcir la lona y a cambiar las cuerdas viejas por otras nuevas, y en la ciudad de Foligno, situada en la llanura, y en la ciudad montañesa de Spoleto, lugares donde el Florilegio actuó durante dos días, Fitz incluyó su momia entre los fenómenos de su espectáculo secundario. Magpie Maggie Hag, con sus pinturas de payaso, ungüentos y polvos prestados por las otras mujeres de la compañía, dio vida y alisó el surcado rostro de la momia hasta darle un aspecto, si no deliciosamente femenino, por lo menos algo más humano que el de una corteza de árbol. Ocultó el cráneo marrón bajo un gorro vagamente faraónico y vistió el cuerpo con unas gasas bordadas con su idea de un diseño egipcio. Las gasas dejaban visibles los marchitos brazos y piernas para demostrar que se trataba efectivamente de una momia, pero los pechos tenían un relleno para que se viera que era una momia hembra. Mientras tanto, Fitz encargó a Zanni Bonvecino que le escribiera algo en italiano y se lo aprendió de memoria. —La Principessa Egiziana, signore e signori! Después aseguraba que tenía seis mil años y era «de estirpe real, como indica el lujoso lino que aún cubre su bien formado cuerpo». Esto fue todo lo que dijo sobre ella en estas dos ciudades, como indiferente a la admiración de los curiosos, pero cuando el Florilegio
llegó a la gran ciudad industrial de Terni, la nueva tienda de Fitz ya estaba pintada y montada en la avenida central del circo, y entonces, en el intermedio de la primera representación en Terni, Fitz presentó a su «princesa egipcia» con más elocuencia de la aportada por Zanni, añadiendo con voz baja y confidencial: —Cualquier caballero del público que se identifique como médico o cirujano y que desee examinar más de cerca los detalles fisiológicos de este joven cuerpo femenino asombrosamente bien conservado, puede dirigirse a aquel pabellón especial al finalizar la primera parte del espectáculo y, previo pago de unos pequeños honorarios adicionales... Un número sorprendentemente alto de hombres adultos del público resultaron ser médicos o cirujanos dispuestos a gastar cinco liras sólo para satisfacer su interés profesional por la anatomía egipcia de la antigüedad. La siguiente ciudad de la ruta, Rieti, proporcionó otra afluencia de médicos que visitaron la tienda de la momia. Sin embargo, tanto ellos como sus mujeres e hijos se mostraron igualmente entusiasmados por otra novedad del espectáculo. Por primera vez, el coronel Ramrod presentó a los ocho caballos de Pinzgau en su número de carrera en libertad, lo cual significó que tuvo en la pista al mismo tiempo a una manada de catorce caballos, todos con bellas mantas azules, adornadas por Magpie Maggie Hag con lentejuelas y borlas. Ahora había una diferencia en las mantas: cada una de ellas llevaba en el lado derecho un gran número, del 1 al 14. Después de que el coronel Ramrod dirigiera los números de caballos individuales, de parejas, de equipos y de todos ellos juntos, consistentes en pasos, figuras y bailes, al final de la actuación les ordenó trotar en dirección contraria a la del reloj alrededor del bordillo de la pista. Luego, cuando el director ecuestre hizo restallar el látigo de un modo sólo conocido por él y por los caballos, éstos empezaron a colocarse en fila india. El caballo que llevaba el número 1 se colocó delante de los otros, le siguió el número 2 y así sucesivamente, hasta que los caballos compusieron un círculo completo, del 1 al 14, trotando alrededor de su amo, muy orgullosos de sí mismos. El público otorgó el cumplido supremo de permanecer en silencio unos instantes, aturdido por la admiración, antes de estallar en una tormenta de aplausos. Entonces el carrusel se rompió y los caballos —al parecer por propio acuerdo— salieron trotando por la puerta trasera, todavía por orden numérico. La etapa siguiente del Florilegio, por el valle del río Salto, requirió tres días y tres noches. No hubo poblaciones lo bastante grandes para levantar la tienda y los hoteles y posadas del camino, aunque tenían cocinas y despensas suficientes para alimentar a la compañía, carecían de camas para todos ellos, así que los artistas y trabajadores comían en las posadas y después se retiraban a sus carromatos y jergones. Una de
aquellas noches, Fitzfarris hizo una urgente sugerencia a Paprika, pero por lo visto no fue lo bastante persuasivo, porque oyeron que ella le replicaba: —¿Me pides que pose desnuda? Csúnya! Me preguntaba qué haría con mi pértiga; creo que te la ensartaré por el végbél. A continuación, Fitzfarris recurrió a las chicas más jóvenes: Clover Lee, Domingo y Lunes. —Será un cuadro —alegó—, sólo tenéis que posar. Más o menos. Y es bíblico. ¿Qué podría ser más digno de encomio que ilustrar las Escrituras? —Bueno... —dijo Domingo, con cautela. —iEspléndido! Tú y Lunes representaréis a las hijas. Y tú, Clover Lee, ¿qué me dices del papel muy adulto de una matrona hitita? En aquel intervalo sin representaciones ni otras distracciones, Magpie Maggie Hag hizo los vestidos para los cuadros bíblicos de Fitzfarris y éste hizo ensayar sus papeles a las tres chicas y a dos eslovacos que también había reclutado. Con ayuda de Zanni, escribió un letrero y confió al pintor chino los adornos «artísticos». Cuando montaron el circo en la ciudad de Avezzano, coronada por un castillo, Fitz no exhibió inmediatamente aquel letrero, y durante la presentación de su espectáculo del intermedio no invitó esta vez a ningún médico a un examen íntimo de la momia. En su lugar anunció, tras la conclusión de su espectáculo, con palabras también redactadas por Zanni: —Después del espectáculo principal presentaremos en ese pabellón más pequeño que ven allí, por la modesta cantidad de diez liras, un programa educativo especial sólo para caballeros. Contemplarán con emoción un cuadro vivo tomado directamente de la Sagrada Biblia. Por desgracia, no puede representarse ante mujeres y niños. (Estoy seguro de que ustedes, caballeros, conocen la franqueza poco delicada de ciertas partes de dicha obra.) Este espectáculo educativo sólo puede presentarse discreta y privadamente ante aquellos estudiantes adultos de la Biblia que no se escandalicen al ver las Sagradas Escrituras... ejem... al desnudo. Inmediatamente después del desfile final, Clover Lee, Domingo y Lunes corrieron a cambiarse al furgón vestidor —los dos eslovacos sólo tuvieron que quitarse los monos de trabajo, ya que debajo llevaban la ropa interior de sus uniformes— y luego al anexo de Fitz, donde se escondieron detrás de un trozo de lona colgado al fondo. Florian y Edge salieron de la carpa y este último exclamó: —iDios mío! iMire eso! —Y señaló la multitud de hombres que asediaban la pequeña tienda, donde Fitzfarris vendía febrilmente entradas.
Por lo visto, en Avezzano había tantos estudiantes de la Biblia como médicos y cirujanos en otros lugares. Todos entraban a codazo limpio en la tienda, bajo el letrero exhibido ahora de forma prominente: SPETTACULI BIBLICHI E SCOLASTICHI Cuando Edge y Florian lograron introducirse en la tienda, Fitzfarris negó la entrada a los hombres que aún esperaban, agitando billetes, y les aseguró que se venderían entradas para ver el segundo cuadro en cuanto terminase la primera sesión de estudio de la Biblia. La pequeña tienda ya estaba llena a rebosar, excepto el fondo, donde un trozo de lona sobrante hacía las veces de telón. Ahora Fitz tiró de un cordón y la lona se deslizó hacia un lado, descubriendo un estrado de madera algo elevado. Al fondo, sobre la lona, el artista chino había pintado su noción oriental del paisaje de Israel. En el mismo momento, uno de los peones, invisible «entre bastidores», empezó a tocar con el acordeón su versión eslovaca de lo que David, rey de Israel, tocaba con su arpa. Comenzó el primer cuadro, que en realidad no era un cuadro, porque incluía cierta acción. Subió al estrado el otro eslovaco, vestido con un peto plateado de cartón y una falda corta y plisada que dejaba al descubierto sus piernas peludas. A continuación apareció Clover Lee, con un vestido corto de gasa casi transparente. Mientras los dos se abrazaban y manoseaban, simulando una cariñosa despedida, Fitzfarris se puso a recitar en italiano, debajo del estrado: —Los hombres de la ciudad se marcharon a luchar contra Joab. Y, por la traición del rey David, Uriam el hitita abandonó a su esposa Betsabé. Uriam, con su armadura, salió del estrado, dejando a Betsabé presa de una aflicción exagerada. Hubo una breve interrupción de la música cuando, entre bastidores, el acordeonista pasó su instrumento a Uriam el hitita y subió al estrado, vestido con una túnica corta y luciendo piernas peludas y una corona de cartón dorado. Cuando volvió a sonar la música, Betsabé se sobrepuso y empezó a fingir que frotaba sus axilas cubiertas de bello rubio. —Y sucedió —entonó Fitzfarris— que David, desde su tejado, vio lavarse a la mujer. —El eslovaco David la miró con ojos saltones—. Y ella se le acercó y él yació con ella. —David y Betsabé se abalanzaron uno sobre otro, se abrazaron y frotaron uno contra otro mientras Fitz tiraba lentamente del cordón y la cortina tapaba lentamente la escena—. Pero la acción de David desagradó al Señor. No desagradó en absoluto a la multitud de estudiantes de la Biblia, quienes gritaron su aprobación e hicieron obscenas sugerencias a los amantes ilícitos mientras el telón se cerraba del todo. Florian y Edge, que estaban detrás del público, apartaron la lona de la puerta y fueron los primeros en salir. La mayoría de los espectadores
sólo salieron para echar a Fitz diez liras más con objeto de ver el segundo cuadro. Esto causó más altercados con los hombres que, pacientes, habían esperado fuera, pero Edge y Florian dejaron que Fitzfarris se entendiera con ellos y se dirigieron a la parte trasera de la tienda para interceptar a Clover Lee cuando se escabullía por debajo de la lona. —Ejem... Clover Lee, querida —dijo Florian—, desde la marcha de tu madre, me considero un poco tu padre adoptivo y no cumpliría con mi deber como tal si no expresara mis dudas sobre tu aparición casi desnuda en un espectáculo como éste. Clover Lee soltó una risita. —No me importa exhibirme y encuentro excitante oír la respiración profunda de esos hombres, sabiendo que ninguno de ellos puede acercarse a mí. Excepto ese peludo eslovaco. Podría decir a sir John (no, se lo diré yo misma) que prohíba al maldito David babear sobre mis tetas. Se fue a toda prisa hacia el furgón vestidor y Florian y Edge se miraron, encogiéndose de hombros. —Bueno —dijo Florian—, no hay esperanza de poder entrar de nuevo para ver qué papel ha asignado sir John a las chicas Simms. Tendremos que esperar a la noche. —Quizá incluso a más tarde —contestó Edge, levantando la cabeza para mirar los nubarrones, de los que empezaba a caer una ligera nieve—. ¿Cree que Fitz ha ofendido al Todopoderoso? La nieve sólo cayó a rachas intermitentes durante el resto del día y no impidió a la población de Avezzano volver a llenar el circo en la función de noche. Sin embargo, Florian se asomó muchas veces a la puerta de la carpa durante la primera mitad del programa y vio que la nieve caía con intensidad creciente. Edge apostó a un peón en la parte superior del trapecio para que le avisara si la nieve caía sobre él, pero no fue así y Maurice y Paprika terminaron su actuación sin ningún percance. Su número era el último antes del intermedio, pero Florian informó al público de que lo mejor sería que no abandonasen sus asientos, ya que, fuera, la nieve había formado una capa sobre el suelo. Así, Magpie Maggie Hag circuló entre las gradas, comunicando sus predicciones a las mujeres grávidas, y un ceñudo Fitzfarris tuvo que exhibir su cara azulada, sus Pigmeas Africanas Blancas, sus Hijos de la Noche y su Princesa Egipcia desde el centro de la pista, donde no podía vender su artilugio de la Pequeña Miss Mitten ni su juego del ratón. La segunda mitad del programa se desarrolló asimismo sin incidentes, incluyendo —cuando el vigía lo declaró seguro— el número de funambulismo de Autumn, que cerraba el espectáculo. Antes, sin embargo, de que la compañía pudiese completar una sola vuelta del desfile al son de la Marcia Reale, muchos espectadores se dirigieron a la
puerta principal y el resto no tardó en seguirlos, corriendo todos en dirección a sus casas o a sus carruajes y carretas, sin que ninguno de ellos se quedara a contemplar los Spettaculi Biblichi del anexo. — Mierda —dijo Fitzfarris, mirando con ira desde debajo de la marquesina. — No, eso es nieve —bromeó Edge y se volvió hacia Dai Goesle—. El calor de tantos cuerpos juntos ha impedido que la nieve se acumulara sobre la carpa, maestro velero. Pero ¿qué haremos, ahora que se han ido? — No hay problema —contestó Stitches—. Mire, dejaré arder despacio un par de balas de heno de Peggy y encargaré a un par de hombres que las vigilen. Esto mantendrá la lona limpia y seca. Al día siguiente no nevaba, pero las calles de la localidad y el solar del circo estaban tan fangosos y llenos de charcos, que Florian ordenó desmontar inmediatamente la carpa. Sin embargo, el Florilegio —y Fitzfarris en particular— no tuvieron más suerte en la ciudad siguiente, Sora. Ya era bastante malo que Sora tuviera fábricas de papel y apestase como Baltimore; por si esto fuera poco, en cuanto hubo comenzado la función de tarde se puso a llover a cántaros. Luego empezó a soplar el viento, y al cabo de poco rato, tanto la lluvia como el viento arreciaron. Entre el clamor de los elementos y la continua y ruidosa oscilación de la lona de la carpa, incluso los gritos de Florian al presentar los números sonaron apagados. Edge volvió a apostar a un peón en la cúpula y, mucho antes de que Maurice y Paprika tuvieran que salir a actuar, el eslovaco bajó de las alturas para informar de que toda la instalación del trapecio estaba empapada de agua, igual que él. Edge comunicó a la compañía de que sería preciso cancelar los números del trapecio y la cuerda floja y que todos los demás tendrían que prolongarse al máximo. Mientras tanto, Florian salió con media docena de peones a la intemperie, bajo los aullidos de la tormenta, y los hizo llevar los carromatos más pesados del circo al lado de la carpa más expuesto al viento y tender gruesos cables desde la lona a aquellos carromatos. —Así no tendremos que temer un derrumbamiento —dijo a Edge cuando volvió, empapado y chorreando—, a menos que la tormenta arrecie de verdad. —No cambiaría mucho las cosas —observó Edge—. La gente ya está bastante mojada por el agua que entra por debajo de los aleros y las aberturas del aro de soporte. Mojado o no, el público prefirió quedarse dentro durante el intermedio, como recomendó Florian, así que Magpie Maggie Hag y Fitzfarris tuvieron que volver a presentar sus juegos bajo la carpa. Más tarde, después de la cabalgata final, Florian hizo otro anuncio al público: la tormenta parecía remitir y todos aquellos que desearan esperar a que
pasara del todo podían permanecer en la carpa y escuchar —sin ningún recargo— un concierto de canti spirituale ofrecido por auténticos negros americanos. —Los Hotentotes Felices, signore e signori, igli Ottentoti Felici! Entraron en la pista Domingo, Lunes, Alí Babá y Abdullah, todos los cuales se habían puesto a toda prisa trajes de calle. Cantaron, muy dulcemente, un largo popurrí de Sometimes I Feel Like a Motherless Chile, Joshua Fit de Battle on Jericho y cosas por el estilo, acompañados pianissimo por la banda, pianissimo porque Bumbum Beck no había ensayado mucho esta música con sus virtuosos. Mientras tanto, Fitzfarris estaba furioso por las reiteradas cancelaciones de sus nuevos números. Hasta que el Florilegio acampó en Cassino —una ciudad que parecía agazapada bajo la maciza y majestuosa abadía benedictina en la montaña que lo dominaba—, Fitzfarris no pudo reanudar su espectáculo del anexo. Florian y Edge estaban demasiado ocupados con otros asuntos para asistir a los cuadros que siguieron a la primera función del circo, pero después de la representación nocturna, cuando casi todos los espectadores fueron en tropel a la tienda pequeña, se espabilaron para presenciar de pie La violación de Lot por sus hijas. —Y sucedió —empezó a recitar Fitz— que cuando Dios destruyó las ciudades de Sodoma y Gomorra, salvó a Lot de la catástrofe. El acordeón tocó entre bastidores una versión eslovaca de la música orgiástica que habría sido apropiada en Sodoma y Gomorra. Se descorrió el telón, revelando al otro eslovaco, vestido con una informe túnica de arpillera y acarreando un saco sobre el hombro. —Y Lot fue a vivir a la montaña, llevando consigo a sus hijas. Domingo y Lunes aparecieron en el estrado, ataviadas con ropas transparentes, y juntaron sus cabezas con aire de conspiradoras. —La mayor dijo a su hermana: «Ven, hagamos beber vino a nuestro padre.» —Lot sacó de su bolsa una botella de grappa, bebió a morro, se tambaleó por el estrado y cayó con un ruido sordo, quedando en posición supina—. Y la hija mayor se le acercó y yació con su padre. Domingo se acostó castamente junto a Lot, pero el hecho de que Lunes mirase con expresión maliciosa y se frotara los muslos uno contra otro sugirió al público que estaba viendo sobre el estrado una cópula muy indecente. Al cabo de un momento, Domingo se apartó y Lot abrió los ojos, se levantó y se tambaleó de un lado a otro. Fitzfarris habló de nuevo: —La mayor dijo: «Hagámosle beber también esta noche.» —Lot volvió a sacar la grappa, bebió mucha cantidad y cayó al suelo—. «Ve ahora tú y yace con él.» —Domingo empujó con suavidad a su hermana hacia Lot y Lunes no se acostó tan castamente, sino que se retorció y frotó los muslos. La música de acordeón de Sodoma y Gomorra subió de tono y
el telón empezó a correrse, mientras Fitzfarris gritaba la última frase—: iAsí las dos hijas de Lot quedaron embarazadas de su padre! Los estudiantes de la Biblia estallaron en hurras y gritos de «Ha coglioni duri, questo padre!» y «Lui si é rizzato!». Sin embargo, estos gritos fueron ahogados por otro más alto y muy indignado de «Desistiate! Infedeli!». Todo el público se volvió y estiró el cuello para ver de dónde provenía la voz, y se acobardó al verlo. Dos hombres que llevaban gruesos abrigos, aunque la noche era templada, los abrieron para mostrar sus sotanas mientras seguían gritando con furia: «Scandalo! Dileggio! Putriditá!» — Maldición —gruñó Florian—. Debí haber previsto algo parecido precisamente aquí, en la jurisdicción de San Benito. Los hombres que estaban en la tienda salieron con las caras vueltas, atemorizados, dejando solos a los dos airados monjes, Florian, Edge y el extrañado Fitzfarris. —¿Qué mosca les ha picado? —preguntó, mientras ellos continuaban agitando los puños y profiriendo invectivas dirigidas a él. — Me temo, sir John —contestó Florian—, que podemos tener pro blemas. Habló en italiano a los dos monjes, presentándose como el dueño del circo y por ello el único responsable. Esto no pareció ablandar a los padres, que aún seguían dominados por la cólera. — Al parecer —tradujo Florian a Fitzfarris—, la noticia de tu espectáculo se ha propagado por doquier esta tarde. El abad obispo ha delegado a estos dos funcionarios para que vinieran a investigar. No les ha gustado mucho lo que han visto y vaticinan que aún gustará menos al obispo. —Diablos —exclamó Fitz—. ¿Qué puede hacernos un puñado de predicadores? —Aquí, en Italia, la Inquisición ejerce todavía una autoridad considerable —.respondió Florian—. Podría mencionar también un método de ejecución practicado en su tiempo aquí. Abrían la barriga del condenado, le sacaban los intestinos y los hacían girar lentamente en torno a una rueda mientras él, aún vivo, lo contemplaba. Fitzfarris tragó saliva y dijo: — Oh, vamos... Florian, dígales que sólo estaba citando la Biblia. Es la verdad, ¿no? ¿O el tal Zanni me ha jugado una mala pasada con la traducción? —No, la cita era correcta —contestó Florian y habló brevemente con los indignados clérigos—. Ahora ellos también citan a Shakespeare, diciendo que el Diablo puede citar las Escrituras para sus propios fines. —Todo esto es hipocresía —dijo Edge—. Esos dos chismosos han esperado a verlo todo antes de empezar a armar jaleo.
— Calla, Zachary —dijo Florian—. Salid de aquí los dos. He aceptado la responsabilidad y aceptaré también el castigo. Vamos, salid. Obedecieron, pero se quedaron cerca por si Florian necesitaba ayuda... o intestinos de repuesto. Al cabo de un rato vieron salir del anexo a los dos monjes, iluminados por las antorchas de la entrada. Se pusieron sus píleos y abandonaron el campamento a paso rápido, haciendo ondear sus sotanas y abrigos. Un momento después, Florian también salió, al parecer indemne. —Bueno, ¿qué ha sucedido? —preguntó Fitzfarris. — Oh, he hecho una contribución al fondo diocesano de beneficencia. —¿Esto es todo? —preguntó Edge—. ¿Esto nos ha salvado de la herejía, blasfemia y no sé qué diablos más? —El caso es —explicó Florian— que han visto el color bayo en la tez de las chicas Simms y supuesto correctamente que son mulatas. Fitz quedó estupefacto. —¿Quiere decir que esos monjes italianos se han quejado del cruzamiento de razas? ¿Dos mulatas bonitas retozando con un eslovaco? —Oh, a los padres no les ha inquietado mucho ver a un hombre blanco revolcarse con dos mulatas. Su objeción era más teológica que moral. —¿Qué? —Verás, los hijos que Lot engendró en sus hijas fueron Amón y Moab. Mucho después, entre las esposas del rey Salomón hubo mujeres amonitas y moabitas, descendientes de aquel episodio de la montaña, y está establecido que san José descendía por línea directa de Salomón. A los teólogos de la Iglesia ya los molesta bastante la posibilidad de que el marido de la madre de Jesús pueda descender de aquella cópula incestuosa, y ahora, al introducir tú a una pareja de, mulatas en tu reconstrucción de la epopeya, pareces manchar aún mas a la Sagrada Familia con una pincelada de brea. —Me maldecirán. —Quizá no. Si prometes no presentar el cuadro de Lot y sus hijas mientras estemos en Cassino, los bondadosos padres han prometido rezar por ti. —Me gustaría decir una cosa a los bondadosos padres —replicó Fitz con acritud—. Que recen sobre una mano y meen sobre la otra, y veremos cuál se llena antes. Mientras el Florilegio iba de ciudad en ciudad, Stitches Goesle y Bumbum Beck seguían, en su tiempo libre, mejorando sus departamentos respectivos. Beck encontró y compró en alguna parte un tambor militar pequeño y otro tenor, y reclutó a otro eslovaco para que los tocara, porque eran más útiles que el trombón de Hannibal para un redoble en un número emocionante o un alegre rataplán en las
actuaciones de los payasos. Goesle, por su parte, construyó un par de lo que los veteranos del circo llamaban «excusados» y los diseñó portátiles —tres paredes y una puerta que contenían un banco con un agujero, todo lo cual podía desmontarse para el transporte—y encargó al artista chino que pintara «Uomini» en una puerta y «Donne» en la otra. En cada nuevo campamento, en cuanto estaban levantadas las tiendas, mandaba a los peones cavar pozos a una distancia prudencial y sobre ellos colocaban los dos retretes. El suave invierno de la Italia central sólo había causado al Florilegio breves y ligeras molestias y, a medida que el circo se alejaba de las latitudes invernales del norte, la primavera iba a su encuentro desde el Mediterráneo. Se cruzaron en la ciudad de Caserta, donde todas las plantas habían florecido y los plátanos que bordeaban la ancha avenida del antiguo palacio Real tenían ya un follaje verde y brillante. Fue en esta avenida donde Florian, después de adelantarse, se reunió de nuevo con el circo y les informó: —Las autoridades de Caserta no quieren saber nada de nosotros. Se niegan a asignarnos un terreno en la ciudad. — ¿Quiere decir que ya se han enterado del escándalo de Fitz? ¿Nos van a cerrar todas las puertas de ahora en adelante? —preguntó Edge. —Si es así —observó Autumn—, ¿por qué sonríe, Florian? — Porque el rey Víctor Manuel reside por casualidad aquí, en La Reggia —indicó con un gesto la avenida y el vasto palacio de columnas visible al fondo—, en vez de Florencia o su palacio de San Rossore. Y la autoridad del rey es mayor que la local. Cuando he llamado al municipio, me han remitido al mayordomo de la corte. —Dios mío —dijo Edge—, ¿incluso el rey ha oído hablar del cuadro en cuestión? — De ser así, querrá verlo —contestó Florian—. No os tendré más sobre ascuas. Sonrío porque estamos abriéndonos camino en el mundo. —Levantó la voz para que le oyera toda la caravana—. iAcercaos todos! —Cuando se hubieron reunido los miembros principales de la compañía, explicó—: Parece ser que el rey Víctor Manuel es un apasionado del circo y no ha visto nunca uno americano. Su majestad nos invita a acampar en el parque de La Reggia y a dar una representación para él y su corte. Sonaron varias exclamaciones y la de Clover Lee fue la más ruidosa: —iPor fin! ¡Condes y duques! —Incluso un príncipe heredero, hija mía —dijo Florian—. El rey está acompañado por su hijo Umberto. Muy bien, oídme todos: vamos a saludar primero a su majestad desfilando por la avenida. Así lo hicieron y el día era lo bastante cálido para que todos los artistas vistieran sus trajes de pista; desfilaron en las posturas y con los movimientos más decorativos y la banda tocó con más brío que nunca. Cuando se acercaron al palacio, se abrieron algunas vidrieras de un piso
superior y aparecieron en el balcón unas figuras uniformadas, cubiertas de medallas y galones. Al verlas, Beck interrumpió la música y entonó la Marcia Reale, y todos los hombres del balcón se quitaron los sombreros con escarapela. Dos lacayos de palacio, con pelucas antiguas y calzones, salieron corriendo por una puerta que estaba a nivel del suelo para dirigir a la caravana por el parque, cuya longitud era de tres kilómetros y medio. Los criados se adelantaron y por fin se detuvieron para indicar que el circo debía levantarse en un prado, entre fuentes, estanques, templos y estatuas. Cuando los peones empezaron a descargar los carromatos y preparar el montaje de la carpa, Florian dijo a Beck: —La representación se hará mañana, a la hora más conveniente para la corte. Pasado mañana, su majestad permitirá graciosamente a la población la entrada en el parque para asistir a nuestras siguientes representaciones. Ignoro, jefe Beck, si es posible encontrar en una ciudad de este tamaño los productos químicos necesarios para el generador del globo, pero ¿por qué no vas a Caserta a ver si encuentras algo? —Jawohl —respondió Beck, y empezó a gritar a sus eslovacos. —Me parece que ya viene a visitarnos un personaje —dijo Autumn, llamando la atención de Florian hacia un carruaje blanco y oro, con tallados y ornamentos reales, que en aquel momento se detenía al borde del prado. Primero se apearon dos guardias, que ayudaron a bajar del carruaje a un hombre bajo y rechoncho, de facciones altivas, vestido con un elegante uniforme militar y condecorado con la gran escarapela de la Orden de la Annunziata, sobre las hileras de medallas. Era calvo, incluso en las cejas, desde la frente hasta la coronilla, pero compensaba esta calvicie con una barba imperial y un bigote espeso, con las puntas hacia arriba, que formaba como un marco a ambos lados de su rostro. —Dios mío, es su majestad en persona —dijo Florian—. Apartaos todos. Coronel Ramrod, quédate conmigo para darle la bienvenida. Y tú, miss Auburn, para servir de intérprete a Zachary. Los otros miembros de la compañía se dispersaron, cada uno a sus quehaceres, todos menos Clover Lee, que sólo se retiró a una respetuosa distancia y allí se puso a dar saltos mortales y volteretas para exhibir lo mejor posible las piernas y la parte inferior del cuerpo. Su majestad pareció apreciarlo, pues sus pequeños ojos porcinos no se desviaron de ella ni siquiera mientras Florian y Edge se inclinaban y Autumn hacía una reverencia y Florian murmuraba: — Benvenuto, majestá. El rey dirigió hacia Autumn su mirada de experto cuando Florian se la presentó y después a Edge. Entonces los cuatro, seguidos de cerca por
los guardias, fueron paseando hasta donde los peones colocaban los postes de la tienda. —El rey dice —tradujo Autumn a Edge en voz baja— que le interesa la mecánica de nuestro oficio, porque dice que el rey de Prusia ha observado personalmente los métodos de los circos para trasladarse de un lugar a otro y ha aplicado algunos de estos métodos al ejército prusiano. El rey cree que su propio ejército podría aprender algo de las técnicas circenses en lo que respecta al almacenamiento, transporte y eficiencia en general. Cuando Hannibal dirigió al elefante en el levantamiento del primer poste central, Florian dijo en broma a Víctor Manuel: — Mirad, majestad, a ése lo llamamos poste rey. Lo que vuestra majestad es para su reino, es el poste rey para nuestra carpa porque, cuando está derecho, se convierte en el fulcro que permite levantar el segundo poste central... El rey sonrió, haciendo que las puntas de su bigote casi se juntaran entre los ojos, y dijo una frase larga. — Admira la obediencia y habilidad de Peggy —tradujo Autumn a Edge—. Dice que ama a los animales y está formando el primer jardín zoológico que ha tenido Italia. Y está especialmente orgulloso de haber adquirido toda una manada de canguros australianos. Cuando el techo de lona de la carpa fue izado por los aros de soporte hasta las cúpulas de los dos postes centrales —mientras los peones entonaban su canción de trabajo—, el rey preguntó algo a Florian, que inmediatamente se puso a escribir con su rotulador en un pedazo de papel. — Su majestad ha preguntado por la letra de esta canción —explicó Autumn a Edge, y rió por lo bajo—. Quizá piensa que es el secreto del circo y de la eficiencia prusiana. Es divertido imaginar a todo el ejército italiano marchando hacia el campo de batalla al son de «ArrarrMaggiemía...». En cualquier caso, la curiosidad del rey parecía satisfecha. Cogió el papel, se despidió de Florian, Edge y Autumn después de muchos cumplidos y reverencias, volvió a su carruaje, ordenó a dos criados de librea que permanecieran en el lugar y se marchó. — Su majestad ruega que ofrezcamos la representación mañana a las tres de la tarde —anunció Florian, rebosante de orgullo y placer—. Estos palafreneros nos proporcionarán todo lo que podamos necesitar. Y, mientras estemos aquí, nos acompañarán a las horas de comer a un comedor de palacio, y a los eslovacos, chinos y negros, a las cocinas. Los dos palafreneros permanecieron allí hasta que los peones hubieron colocado las gradas de la carpa. Entonces ambos hablaron entre sí y uno de ellos se fue corriendo al palacio. Poco después, una serie de carretas y sirvientes llegaron al parque con asientos más adecuados. Florian dijo:
—Tendría que haberme dado cuenta de que una corte real no puede sentarse sobre unas gradas. Jefe Goesle, llévate las primeras filas. Así se hizo y en su lugar los sirvientes colocaron un sillón enorme, de respaldo muy alto, parecido a un trono, y después, a ambos lados y también detrás, varias docenas de sillas exquisitamente doradas y tapizadas. Mientras tanto, los peones y artistas terminaron sus tareas respectivas, cuidaron de sus animales, prepararon la utilería para el día siguiente y se lavaron y vistieron con sus mejores trajes de calle. Dejando sólo a Aleksandr Banat, quien insistió en que un circo necesitaba un guardián, incluso aunque estuviera instalado en un parque real, el resto de la compañía fue a palacio en las carretas con los sirvientes y allí los guiaron, de acuerdo con su condición, al comedor o a la cocina. La mesa del comedor reservada para los artistas y jefes de personal estaba muy bien iluminada por candelabros, la luz de los cuales brillaba en la porcelana, el cristal, la plata y el damasco. Había un lacayo detrás de cada silla y una procesión constante de otros sirvientes —dirigidos por un maggiordomo— llevaban soperas de diversas sopas, bandejas con muchas clases de carne, cuencos de pasta y verduras y cubos llenos de hielo donde reposaban botellas de vino, espumoso o no, blanco, tinto y rosado. Zanni Bonvecino intercambió con los sirvientes —un poco incomodados por la familiaridad— las frases suficientes para asegurarse de que ninguno de ellos, excepto el maggiordomo, podía comprender el inglés. Entonces, cuando el mayordomo salió brevemente de la estancia, Zanni se inclinó sobre la mesa para decir en tono confidencial a Clover Lee: —Le recomiendo encarecidamente, signorina, que observe una conducta ejemplar en presencia de nuestro real anfitrión. —¿Cómo? —preguntó ella, rígida. —Es un notorio mujeriego y nada discreto ni sutil en sus conquistas. —Oh —terció Paprika—, puros chismes. Dicen lo mismo de todos los miembros varones de la realeza. —Bueno, hace unos diez años —replicó Zanni—, cuando sólo era rey de Cerdeña y fue de visita a París, yo estuve presente, como cantante, claro, en una gala que le ofrecieron el emperador y la emperatriz. Le oí con mis propios oídos cometer dos terribles faltas de tacto. Al serle presentada cierta dama de la nobleza francesa, anunció en voz alta que ya la conocía muy bien, puesto que en una ocasión se había acostado con ella en Turín. Más tarde, cuando los artistas nos preparábamos para actuar, preguntó a la emperatriz Eugenia, también en voz alta, si era cierto lo que se decía sobre las bailarinas francesas: que nunca llevaban nada debajo. De ser así, añadió, Francia sería para él un cielo absoluto. Huelga decir que nunca más volvió a ser invitado a visitar París.
Después de la cena, los miembros de la compañía se dirigieron con mucha lentitud a las puertas de palacio. Solos, en parejas o en grupos, caminaron despacio para poder admirar el mayor número posible de habitaciones de las mil doscientas que supuestamente tenía el palacio. No se movieron de la planta baja, pero cada una de las salas poseía la opulencia y estaba tan bien conservada como un museo: todo era oro, mármol, terciopelo, escalinatas monumentales, valiosos muebles antiguos, cortinajes inmensos, artesonados de stucco putti y volutas. Clover Lee murmuró, como en sueños: —No me importaría vivir aquí... De vuelta en el circo, descubrieron que Beck y sus ayudantes habían regresado de la ciudad... y por obra de algún milagro o magia o simple tenacidad bávara, se habían procurado los suficientes barriles de limaduras de hierro y bombonas de ácido y ya lo estaban preparando todo para hinchar el globo a la mañana siguiente. Bastante antes de las tres de la tarde, el Saratoga destacaba, impresionante, sobre los árboles más altos del parque de La Reggia, los artistas estaban dispuestos e incluso los músicos habían terminado por fin de afinar sus instrumentos. Sin embargo, el rey y la corte ejercieron la prerrogativa real de llegar con tres cuartos de hora de retraso y se presentaron en elegantes carruajes, berlinas y landós tirados por hermosos troncos de caballos. Banat y sus compatriotas eslovacos ayudaron a apearse a los invitados y —después de las exclamaciones generales ante la vista inesperada del Saratoga— acompañarlos hasta la marquesina de la carpa. Allí, Florian y el coronel Ramrod los condujeron ceremoniosamente hasta sus asientos: al rey a la gran butaca parecida a un trono y a las sillas al joven príncipe heredero Umberto, varios duques, marqueses y condes de edad mediana o avanzada y muchas de sus esposas, hijas y consortes. Tanto hombres como mujeres iban vestidos de ceremonia, como para un baile de la corte. En total eran unas cuarenta personas, el menor número de espectadores ante el que había actuado jamás el Florilegio... pero cada artista trabajó a la perfección. Como hacía siempre, Zanni el bufón improvisó sus bromas de acuerdo con el lugar y la ocasión, sin referirse a ninguno de los presentes, sino al «chico de Sophie». Víctor Manuel rió a mandíbula batiente, al igual que su séquito, porque Zanni aludía a la propia béte noire del rey, el emperador Francisco José de Austria y su entrometida madre, la emperatriz viuda Sofía. El Hacedor de Terremotos se expuso a romperse algo al realizar sus demostraciones de fuerza con las balas de cañón y de resistencia cuando su percherón le pasó repetidas veces por encima, y de nuevo consiguió «ganar» tirando de la cuerda contra Brutus. Incluso los antipodistas chinos parecieron comprender la importancia de la ocasión,
realizando unos ejercicios más inverosímiles que nunca. Clover Lee actuó sobre el caballo con gracia consumada, ejecutando las acrobacias más espectaculares justo enfrente de la silla del joven, esbelto y sonriente príncipe Umberto. Lunes y Trueno estuvieron perfectos en sus complicados pasos de alta escuela. El número de Pete Jenkins dejó tan estupefacto al augusto público como a cualquier multitud de patanes y, cuando el borracho inoportuno se convirtió en Maurice LeVie, él y Paprika fueron un impecable centelleo azul y anaranjado en los trapecios. Por un milagro, pensó Edge a medida que avanzaba el espectáculo, ninguno de los animales —perros, caballos, león o elefante—cometió la descortesía de dejar excrementos en la pista. Era costumbre hacer lo que Florian llamaba «educar» a los animales antes de una representación especial: darles una ligera purga y la oportunidad de evacuar antes del espectáculo, pero esto no siempre bastaba. Sin embargo, en esa ocasión ninguno de los animales orinó siquiera. En el intermedio, Magpie Maggie Hag leyó las palmas de varias damas de la corte, que rieron, encantadas, porque sólo les predijo cosas agradables. Sir John se acercó a los asientos con sus monstruos y luego dejó probar a los caballeros su juego del ratón, pagando religiosamente a los ganadores y, al final, devolviendo generosamente el dinero a los perdedores. Durante la segunda mitad del programa, Barnacle Bill actuó sobrio, para variar, y Maximus estuvo a la altura de la ocasión, gruñendo y dando fieros zarpazos, pero obedeciendo con la mansedumbre y la buena disposición de un perro. Cuando entraron los verdaderos perros, Pavlo Smodlaka introdujo una novedad: pidió prestado el acordeón de la banda y tocó una melodía sencilla mientras los terriers, solos, por parejas o los tres juntos, ladraban en diversos tonos para simular una «canción» pasablemente armoniosa. Durante el número de los disparos, el coronel Ramrod no falló un solo tiro y en el último, dirigido a los dientes de Domingo, ésta dio un salto hacia atrás muy realista. Abdullah el hindú hizo juegos malabares, de forma simultánea, con un increíble surtido de huevos, velas encendidas, una botella de vino y varias herraduras. Luego, mientras los hacía con una sola mano, extendió la otra hacia los asientos, ofreciéndose a incluir los objetos que quisieran darle. El propio rey desenvainó y dio a Abdullah su espada con empuñadura de joyas. Imperturbable, Abdullah la añadió a la serie de objetos voladores, haciendo girar y centellear la espada antes de cogerla con los dientes, como un pirata. Buckskin Billy realizó unos volteos que podían haber roto todos los huesos de su cuerpo, concluyendo con el «correo de San Petersburgo», un pie sobre cada uno de los caballos muy separados, mientras los otros pasaban galopando de uno en uno entre sus piernas. Por último, Autumn Auburn realizó graciosamente en
la estrecha y elevada cuerda floja todos los giros, piruetas, despatarradas y saltos mortales que otros artistas habían hecho sobre tierra firme o sobre la ancha grupa de los caballos. Luego la gran cabalgata se hizo con la misma pompa que la del principio del programa y como si desfilara ante una carpa rebosante de público. Después de un aplauso cortés y breve, pero apreciativo, el rey y sus cortesanos se levantaron de sus asientos y fueron a la pista para mezclarse democráticamente con los artistas y elogiar sus actuaciones y —con Florian, Zanni y Autumn como intérpretes, cuando era necesario— formular preguntas sobre su arte y su modo de vida. La mayoría de los interrogadores estaban ansiosos por conocer los trucos que los artistas debían emplear en algunas de sus imposibles proezas. No obstante, la mayoría de los artistas contestaron, sin faltar a la verdad, que no usaban trucos, sólo experiencia y práctica. Pero cuando el príncipe Umberto y varios oficiales del ejército inspeccionaron el revólver y la carabina del coronel Ramrod y le felicitaron por su asombrosa puntería, Edge no dijo nada sobre los perdigones o los tiros de fogueo con los que conseguía algunos de sus efectos. Florian miró divertido a una duquesa gorda, de cabellos blancos, que apretaba en broma los abultados bíceps del Hacedor de Terremotos y después le preguntó, en un inglés sincopado, qué compañía consideraba mejor para la carretera. Yount reflexionó y al fin dijo: —Una buena dosis de estreñimiento, señora. Así no hay que detenerse y retrasarse demasiado a menudo. La matrona quedó atónita, por lo que Florian se apresuró a preguntar en voz alta si alguno de los invitados desearía visitar el anexo y ver la versión de sir John de algunas escenas de la Biblia, y añadió que tal vez sólo los caballeros sabrían disfrutar de ellas al máximo. El rey Víctor Manuel sonrió con malicia y observó que, aunque las damas de su corte podían haber olvidado gran parte de la Biblia desde sus días de catecismo, estaba seguro de que recordarían palabra por palabra libros «clandestinos» tan sucios como Eveline y Schwester Monika. Las damas, jóvenes y viejas, emitieron risitas y se taparon la cara con el abanico, pero no le contradijeron, así que la corte en pleno salió afuera y se dirigió a la tienda pequeña, donde Fitz inició osadamente su recital. Al cabo de un rato, una vez terminados los dos cuadros, el público salió de la tienda, tanto mujeres como hombres, con sonrisas lascivas; ninguna dama tuvo que ser atendida por un desmayo. El último en salir fue Fitzfarris y Florian, que le esperaba, preguntó: —
— Y Clover Lee está invitada a lo mismo por el príncipe Umberto. Si a usted le parece bien, director. Florian hizo una mueca. —Clover Lee me ha dicho con firmeza que no necesita ni quiere protección. Pero tú quizá sí, sir John. —Oh, bueno. Ya le dije una vez que me gustaría conocer a europeos con título. No puedo desairar a una duquesa, por repulsiva que sea. Pero aunque profane mi castidad, maldita sea, he recuperado mi integridad artística. Voy a encargar a nuestro artista chino un imprimátur para mi letrero: «Presentado en la corte de su majestad Víctor Manuel II.» Desafío a futuros críticos de mis estudios bíblicos... por lo menos mientras estemos en el reino de Italia. La elevación del globo fue el espectáculo final de la tarde. Arrancó gritos de asombro y admiración a los miembros de la realeza... y también a otros. Aunque la ciudad de Caserta estaba un poco lejos, la gente del parque pudo oír gritos y juramentos en aquella dirección y el ruido de herraduras y ruedas de por lo menos un caballo y una carreta. Cuando Rouleau bajó con el Saratoga —de nuevo con sorprendente exactitud, de modo que los peones no tuvieron que correr mucho para agarrar el cable— y, ya en tierra, saludó para agradecer los aplausos, muchos caballeros de la realeza le dieron palmadas en la espalda y muchas damas le hicieron caricias más suaves. Entonces los cortesanos se despidieron personalmente de cada miembro de la compañía, incluso de los peones que estaban allí cerca. De los carruajes acudieron sirvientes con los brazos llenos y el propio rey dio a cada mujer artista un enorme ramo de claveles de invernadero, un delicado chal de seda con fleco y una corona bordada. Dio a los hombres —incluyendo a Hannibal y a los tres chinos— una pitillera de plata con el escudo real grabado. Y entregó a los niños —Saya, Velja y Quincy— un pequeño canguro de terciopelo. Luego deseó al Florilegio un gran éxito de público durante su estancia y él y su séquito volvieron al palacio. Aquella noche, cuando la compañía fue a palacio para cenar, Fitzfarris y Clover Lee estaban ausentes de la mesa y Lunes Simms guardaba silencio y escuchaba con expresión sombría. El resto hablaba, alababa los manjares, reía y bromeaba. De repente, cuando los sirvientes llevaron bandejas de hortelanos asados con mantequilla y alcaparras, y todo el mundo admiraba en silencio el plato, Autumn levantó la cabeza, la ladeó como escuchando algo distante y dijo, extrañada: —Un reloj acaba de pararse en alguna parte. Todos la miraron, incluidos los sirvientes, algunos sin comprender, otros con sorpresa, pero la mirada de Magpie Maggie Hag era fija e inquisitiva. El mayordomo del comedor sonrió a Autumn y observó:
—Signorina, todavía hace tictac —y señaló el valioso reloj de bronce dorado que estaba sobre la repisa de la chimenea y cuyo péndulo oscilaba con normalidad. —No —dijo Autumn—, no aquí. En otro lugar. — Signorina —insistió, paciente, el hombre—. Debe de haber doscientos, o tal vez trescientos relojes en este palacio. — No obstante —dijo Autumn—, uno de ellos se ha parado. Lo sé. Sólo de oírlo parar he sentido una punzada en el oído. Sus compañeros murmuraron evasivas y empezaron a cortar sus pajaritos asados. Magpie Maggie Hag, en cambio, continuó mirando a Autumn, mientras el maggiordomo, para satisfacer el extraño capricho de la invitada, hizo chasquear los dedos hacia los lacayos apostados detrás de cada silla, les dio instrucciones en italiano y ellos abandonaron la estancia a paso rápido. Autumn dio las gracias al mayordomo con una sonrisa y luego, como los otros, empezó a comer. Cuando hubieron terminado los hortelanos y se lavaban las yemas de los dedos en los boles de agua, como preparación para el plato siguiente, Florian se inclinó y murmuró algo a Edge: — Debo decirte algo que me ha confiado su majestad. Está a punto de firmar una alianza militar con Prusia. Creo que nos conviene dar media vuelta y dirigirnos de nuevo al norte, si queremos ver Roma, lo cual estoy seguro de que todos deseamos. — Claro —contestó Edge—, pero ¿por qué tanta prisa? No veo la relación. — Es bastante dificil de explicar —respondió Florian—. Toda la península italiana es ahora un reino unificado, exceptuando el Estado papal en Roma. Por otra parte, en el continente se halla la región de habla italiana de Venecia, que pertenece a Austria desde hace cincuenta años. Víctor Manuel, y los propios venecianos, desean que forme parte de Italia. Prusia, por su lado, planea una federación similar de todos los pueblos de habla germana, lo cual requeriría la conquista de Austria, entre otras anexiones. Una alianza italoprusiana significaría casi con certeza la guerra contra Austria, con los prusianos atacando por el norte y los italianos por Venecia. —¿Y qué? ¿Teme que recluten a Hannibal y su elefante? —No, pero a menos que nos propongamos pasar años en Italia, sólo tenemos dos medios de viajar al resto del continente. Uno es nuevamente por barco, Dios no lo quiera, y el otro atravesar los Alpes, y los pasos de Venecia son los más fáciles. Quiero que crucemos esos pasos antes de que los cierren o sean un campo de batalla. Si nos dirigimos al norte inmediatamente después de abandonar Caserta, tendremos tiempo de pasar unos días en las afueras de Roma, y hacer visitas a la ciudad, antes de ir a Venecia y cruzar los Alpes mientras aún no hayan empezado las hostilidades.
—Está bien, director. Supongo que usted lo sabe mejor que nadie —dijo Edge. —Y tú, coronel, sabes mejor que nadie que el campo de batalla no es lugar para no combatientes. —Suspiró—. Pero es una lástima. Había esperado enseñar Nápoles a toda la compañía. Aún más, quería haceros saborear la vida sibarita de la costa de Amalfi. —Suspiró de nuevo—. Pero hay un dicho muy antiguo: «Vedi Napoli e poi mori.» Prefiero no ver Nápoles y no morir, así que tendremos que improvisar sobre la marcha. Ahora que se acerca la primavera, podemos ir al norte por otra ruta, las tierras altas en vez de las bajas; así, por lo menos, cambiaremos de paisaje. Una vez concluida la cena, los artistas dejaron el comedor sin apresurarse, admirando de nuevo los magníficos pasillos y estancias. Gavrila Sniodlaka entró sola en una gran sala llena de estandartes y se sorprendió al ver allí a Clover Lee, un poco despeinada y muy triste, sentada en un peldaño de la gran escalinata. Con su timidez acostumbrada, Gavrila dijo buenas noches y preguntó si le ocurría algo. Clover Lee la miró, aspiró por la nariz y dijo, distraída: — ¿Esto es todo? —Perdón. Mi inglés es insuficiente. ¿De qué se trata? —De hacer el amor. Sólo ha sido mirar al príncipe Umberto comer y beber a toda prisa para poder tumbarme de espaldas y luego empujar, saltar, menearse, sudar y hacerme daño. ¿Esto es todo? Creía que se consideraba un placer. —Hum... bueno... el príncipe es joven. No tiene experiencia. Quizá es demasiado impulsivo. ¿Te pareció que él sentía placer? Clover Lée hizo un mohín. —Dijo «grazie mille» y encendió un cigarrillo. Luego me dio esto. — Alargó una bolsita de satén bordada con el escudo real; algo tintineó dentro—. Contiene veinte moneditas de oro. —Son scudi. Veinte scudi equivalen a cien liras, quizá veinte dólares americanos. Algunos hombres no te habrían dado ni las mil gracias. — Veinte dólares. Veinte minutos. Esto ha sido todo. —Clover Lee añadió, pensativa—: Me pregunto qué veía mi madre en los hombres. — Ella tenía hombres mayores —dijo Gavrila—. Gospodín Zachary, Gospodín Florian. Quizá tú también deberías probarlo. Es mejor que el hombre sea mayor cuando tú eres nueva. — Creo que quieres decir joven. Pero si un hombre joven es demasiado impulsivo, uno viejo no lo sería nada. — Si piensas así, gospodjica, nunca sabrás nada sobre hacer el amor. El hombre mayor, menos ávido de su propio placer, hace gozar más a la mujer. Quizá no me creas, pero un hombre incluso demasiado viejo para usar su húy, perdona la palabra, puede deleitar a una mujer hasta el onevesti. ¿Cómo se dice? El desmayo, el delirio.
—Al diablo con eso —dijo Clover Lee—. Que se desmayen los hombres y paguen por ello. De ahora en adelante, mis partes privadas serán sólo una mercancía para vender o negociar, y bajo mis propias condiciones. Esta vez, durante sólo veinte minutos, he jugado a ser la princesa heredera Clover Lee... — Tikh, pequeña. Algún día conocerás a alguien a quien desearás entregarte. Vamos, vuelve conmigo al circo. Clover Lee se levantó despacio. — Me duele un poco... al andar. — Es una pena —observó Gavrila, como si supiera de qué hablaba— Gran parte del amor es el dolor que causa. —Entonces, puedes apostar algo a que venderé mi amor por más de veinte scudi por sesión dolorosa. —Clover Lee rió sin alegría—. Y cuando me entregue, será por un título que dure más de veinte minutos. Entretanto, el mayordomo del comedor había corrido para alcanzar al grupo principal de artistas. Con el asombro que le permitía su dignidad profesional, buscó a Autumn y le anunció: —La signorina tiene un excepcional sentido del oído. Uno de los lacayos que he enviado a averiguar acaba de volver para informarme de que, en efecto, un reloj se había parado justo cuando la signorina mencionó el hecho. Un reloj girándula del Salón de los Tapices del lado oeste. No hay ningún misterio en ello; por lo visto, el relojero de palacio olvidó darle cuerda. —Hizo una pausa—. Lo notable es que el reloj se encuentra dos pisos más arriba y a cien pasos al oeste del comedor donde la signorina estaba sentada. Autumn rió, un poco trémula, y respondió: —Oh, bueno, espero que no le haya costado una reprimenda al relojero. — Será mejor que todos seamos precavidos —dijo Yount en broma— cuando revelemos secretos cerca de esta jovencita. Y el asunto fue olvidado, pero Magpie Maggie Hag continuó mirando de reojo a Autumn de vez en cuando.
8 El Florilegio se dirigió hacia el este de Caserta, en una etapa de dos días hasta Benevento. Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, Edge y Autumn, que iban delante para salir al encuentro de Florian, vieron que estaban alcanzando a otra procesión, de marcha todavía más lenta. — Es un cortejo fúnebre —dijo Autumn—. No intentes adelantarlo; el decoro exige que vayamos a su paso. Y por el número de carruajes y plumas negras, se diría que el difunto era alguien importante.
Benevento puede estar mejor dispuesta hacia nosotros si le mostramos respeto. Así pues, la caravana del circo, por extraña que fuera su incorporación al cortejo, lo siguió e incluso se desvió con él hacia un cementerio. Edge se detuvo a cierta distancia del coche fúnebre, los carros de flores y los carruajes de la comitiva, ante un mausoleo impresionante adornado con ángeles de piedra. Entonces él, Autumn y el resto de la compañía se apearon de los furgones y carromatos y permanecieron con las cabezas bajas mientras varios sacerdotes y acólitos celebraban el largo ritual. Luego los portaféretros sacaron del coche un ataúd de bronce y lo llevaron al mausoleo. Cuando salieron al cabo de un rato, uno de los portaféretros se volvió y formuló una pregunta hacia la puerta abierta: —Vostra altezza non commanda niente? Como es natural, no obtuvo ninguna respuesta de la cripta, por lo que se volvió hacia los clérigos y miembros de la comitiva y gritó: — Tomate a casa. Sua altezza non commanda niente. —Dice que todos pueden irse —tradujo Autumn—. Su alteza, sea quien fuere, no manda nada más. La compañía, por lo tanto, subió de nuevo a los vehículos de la caravana y Edge se apresuró a conducirla fuera del cementerio para anticiparse al cortejo y enfiló la carretera a un trote ligero. Encontraron a Florian esperando, como de costumbre, pero esta vez con su gran reloj de hojalata en la mano. —Me teníais preocupado —dijo—. No soy Maggie Hag, y ella no ha presagiado nada malo últimamente, que yo sepa, pero esta ciudad da la impresión de estar llena de presagios. —¿Con un nombre como Benevento? —inquirió Edge—. Sé muy poco italiano, pero creo que significa «buen viento». —Sin embargo, no siempre ha tenido este nombre. Cuando fue fundada, antes de Cristo, por una tribu que se refugió aquí tras ser vencida por los romanos, la llamaron Maleventum, por el mal viento que los había traído aquí. Pasaron varios siglos antes de que los romanos conquistaran la ciudad y, supersticiosos, cambiaran el nombre por su antónimo. Sin embargo, nada malo sucedió al Florilegio en Benevento. Y no ocurrió a la caravana del circo nada peor que la pérdida de alguna llanta de rueda o la rotura de un arnés durante su subida a los Monti del Matese de los Apeninos, donde hizo un alto para actuar un día o dos en cualquier pueblo del camino que prometiera un lleno provechoso. No ocurrió nada malo hasta que estuvieron a bastante altura en un camino tortuoso, lleno de piedras y surcos, entre dos pueblos de montaña: Castel di Sangro a sus espaldas y Roccaraso en su misma dirección, un poco más adelante.
—Estos nombres me dan mala espina, señor Florian —dijo Domingo Simms, que aquel día viajaba a su lado en el carruaje—. Castillo de Sangre y Roca Cortante. —Confundes un poco el italiano con el francés, querida —contestó él—. Sangro es solamente el nombre de aquel río que fluye por el barranco. Castel di Sangro quiere decir Castillo del Sangro. Y Roccaraso significa Roca Cortada, probablemente por una hondonada o un despeñadero... ioh, maldita sea! Tiró de las riendas de Bola de Nieve y el resto de la caravana tuvo que detenerse tan bruscamente que algunos caballos se encabritaron. Justo delante de la caravana, el camino describía una curva cerrada, siguiendo la forma de la montaña. De entre los matorrales salieron tres hombres apuntándolos con armas de fuego y el más alto de los tres levantó una mano, con la palma hacia fuera. —Alto lá! —gritó—. Siamo briganti! Eran hombres fornidos, morenos, barbudos, sucios, mal vestidos y de aspecto malvado. Sin embargo, sus viejos trabucos parecían mejor cuidados que los hombres, e igualmente malévolos. —Calla y no te muevas —dijo Florian a Domingo—. Son bandidos. —Niente auto —contradijo uno de los hombres, como sintiéndose insultado—. Siamo briganti! —Está bien, prefieren que los llamemos bandoleros —dijo Florian a Domingo—. Procura no hacer nada repentino o insensato. — State e recate! —ordenó el más alto. —Levántate y entrega —tradujo Autumn a Edge en el vehículo de atrás—. No parecen educados, pero deben de haber leído alguna vez una novela de Walter Scott. —Esto es muy fastidioso, maldita sea —dijo Edge—. Todas mis armas están dentro del furgón. Los tres empezaron a gritar: — Abbassate! Tutti! Mani in alto! Florian habló a Domingo y ambos se apearon del pescante del carruaje con las manos en alto, como les ordenaban. De uno en uno o de dos en dos, todos los demás miembros de la compañía circense bajaron al camino, con las manos levantadas y vacías. Los bandoleros agitaron los trabucos y ladraron más órdenes. — Quieren que nos quedemos donde nos puedan ver las manos — dijo Florian—. Banat, por favor, pasa esta orden a los otros eslovacos. Pero nadie podía traducirlo a los tres chinos. Aunque levantaron las manos como los demás, parlotearon entre ellos como extrañados de lo que debía de parecerles una nueva peculiaridad de las costumbres californianas. — Che portate? —gritó un bandolero—. Togliamo lo tuno: denaro, beni, cavalli, vagoni...
— Quieren todo lo que tenemos —tradujo Autumn—. Dinero, bienes, caballos, carromatos... — Maldita sea —volvió a gruñir Edge, furioso. Entonces todos oyeron una mezcla de zumbido en el aire y los tres bandidos se desplomaron súbitamente de espaldas, rígidos y de modo simultáneo, como si también ellos hicieran un número de circo. Cuando sus armas cayeron con ruido al suelo, también cayeron las piedras del tamaño de un puño que los habían golpeado en la cabeza. Los bandidos yacían inmóviles y, por un momento, todos quedaron inmovilizados por la sorpresa, con las manos todavía en alto. Entonces miraron a su alrededor y se oyó un coro de alegres exclamaciones cuando vieron a los tres chinos con sendas piedras en sus pies desnudos y prensiles, por si acaso era necesario un segundo alud. — iVaya, que me cuelguen si...! —exclamó Edge. Apartó a puntapiés las armas de los bandidos y entonces él y Yount se arrodillaron para observar a los hombres. —Uno de ellos tiene la cara negra —dijo Yount a Florian—. Debe de haberse partido el cráneo. Los otros dos podrían recuperarse. ¿Quiere que lo hagan? — No hasta que estemos lejos —contestó Florian—. Échalos a todos al barranco. Si uno de ellos sobrevive y trepa hasta aquí, quizá estará arrepentido y reformado. Todas las mujeres temblaron y se volvieron de espaldas mientras se eliminaba a los bandidos. Entretanto, Florian fue a estrechar la mano a los chinos para expresar su agradecimiento, aunque Domingo le dijo en un murmullo: —En realidad, señor, tendría que estrecharles el pie. —Ojalá pudiera hablar con ellos. Pero prometo una cosa. De ahora en adelante, estos chicos tan ingeniosos no serán tratados como chinos. Tendrán una habitación en el hotel, igual que nosotros, y cenarán con nosotros como hombres blancos. —Quizá tengan que ponerse zapatos para que los dejen entrar —dijo Fitzfarris. —Ni hablar —replicó Florian con firmeza—. El hotel que les niegue la entrada nos perderá a todos. Y, a propósito, en lo sucesivo también pediré una habitación y un lugar en la mesa para Abdullah y Alí Babá. L'Aquila fue la siguiente ciudad lo bastante interesante y populosa para retener al Florilegio durante más de dos días. Cuando la compañía circense vio, en las puertas de la ciudad, la enorme fuente de piedra rosa y blanca con sus noventa y nueve caras arrojando agua en la inmensa pila y oyó a Florian contar la historia —«Dicen que esta ciudad nació milagrosamente con noventa y nueve plazas, noventa y nueve castillos, noventa y nueve iglesias y noventa y nueve fuentes. Y cada día, al ponerse el sol, la campana de la torre del Tribunal de Justicia
tañe noventa y nueve veces»—, todos pidieron a gritos pasar en L'Aquila el tiempo suficiente para poder ver todas estas maravillas. En cuanto el circo estuvo instalado en el lugar que le fue asignado, Beck y Goesle informaron a Florian de su última innovación. —Mirar, Herr gouverneur —dijo Beck, alargándole un puñado de una sustancia blanquecina y granulosa—. ¿Cómo llamar a esto? —Cal común y corriente, ¿no? Lo mismo que usas en la máquina refrigeradora de tu generador, ¿no, Carl? Y lo que tú también haces servir, ¿verdad, Dai? —Kalk, ja —contestó Beck—. Calcio. Pero de una clase nueva para mí. Dármelo en una Fabrik de la última ciudad. Llamarse calcio carburado. —¿Y por qué me lo enseñáis, caballeros? —Porque si echar agua sobre esta Kalk carburada, formarse un gas que llamarse gas etino. —Bumbum ha construido este aparato —dijo Goesle, indicando un objeto que recordaba vagamente una máquina de lavar—. Se echa dentro la cal y un poco de agua, se da la vuelta a una válvula y el etino sale por una manguera hasta un mechero. El gas da por sí solo tan buena luz como cualquier lámpara de queroseno. —Sin embargo, Stitches mejorarlo —dijo Beck—. Construir una lámpara en que la llama de gas hacer incandescente un palo de cal ordinaria y... —iLuz de calcio! —exclamó Florian—. i Maldita sea, hace tiempo que la necesitáis y yo también! Pero pensaba que requería toda clase de aparatos complicados. —Y así es, si se quiere una llama oxídrica —contestó Goesle—. Lo cual significa una retorta muy compleja y siempre dispuesta a estallar, además. Esta llama de etino no da una luz tan brillante, pero tiene la ventaja de ser fácil de producir, y sin riesgo, con el calcio carburado, que es barato y puede encontrarse en cualquier ciudad un poco grande. —iPero esto es magnífico! —volvió a exclamar Florian—. Caballeros, no sé cómo daros las gracias por vuestra inventiva y vuestro espíritu emprendedor. —Primero pensar en sorprenderle —confesó Beck, con orgullo—. No decirlo, sino enseñarlo esta noche. Pero luego pensar, ach, ser tan brillante, que tal vez asustar a los animales o incluso a los artistas. —Sí —convino Florian—, informaré antes a todo el mundo. —Y yo empezar con luz débil —dijo Beck—. Accionar el depósito y la válvula desde el estrado de la banda. Y poco a poco hacer luz más brillante hasta el comienzo de la cabalgata. —Espléndido. Y tú, Dai, ya puedes hacer todas las lámparas que creas necesarias. Incluyendo por lo menos una para el anexo de sir John. Goesle así lo hizo. Antes de que el circo se marchase de L'Aquila, ya presentaba las funciones nocturnas bajo un gran resplandor de lámparas
en los postes y en torno a la pista. Brillando a través de la lona pintada de verde y blanco, la luz de calcio añadía una luminosidad verde pálido a la luz anaranjada proyectada por las antorchas del exterior, de modo que todo el circo se convertía en un faro que atraía a la población de L'Aquila como si fueran polillas. Entretanto, en una de las supuestas noventa y nueve plazas de la ciudad, Goesle encontró a un fabricante de gafas y Autumn fue con él para pedir al ottico unas lentes mucho mayores que las usadas jamás en unas gafas. El óptico no se asombró, sólo dijo: «Ah, per una Zalema magica?», y fue a buscar las lentes a su almacén. Goesle trabajaba siempre que tenía tiempo en su próxima innovación luminotécnica por el método de ir eliminando errores, mientras el Florilegio avanzaba ahora hacia el oeste, y perfeccionó su nuevo sistema de luz de calcio a tiempo para deslumbrar a los habitantes de Cantalupo. Se trataba de un foco móvil que proyectaba un rayo en vez de un haz disperso y podía alcanzar hasta la cúpula de la carpa. Durante la representación, Goesle —con guantes gruesos para protegerse del calor— podía dirigir el rayo luminoso hacia el artista que estaba actuando, haciendo así menos conspicuos a los peones u otras personas que debieran estar en la pista al mismo tiempo. También podía hacer que la luz siguiera a los caballos y jinetes al galope, e incluso el vuelo de los trapecistas. Roma era el siguiente destino del circo, pero cuando llegaron al lugar más próximo y conveniente fuera del Estado papal, que era Forano, vieron que se trataba de una ciudad bastante pequeña. Había una estación de ferrocarril ante dos pares de vías, varios cobertizos para herramientas y equipamiento, algunas barracas ocupadas por los obreros del ferrocarril y una bettola donde pasaban el tiempo libre bebiendo y gastando liras. El jefe de estación dijo que el Florilegio podía levantar la tienda donde quisiera —había muchos campos vacíos alrededor—, así que Florian dio instrucciones de acampar a una respetable distancia del ruido, el humo y las chispas de los trenes. —Pero no os apresuréis —añadió—. Creo que todos merecemos un buen descanso. Reunió a toda la compañía para decirles: —Según el jefe de estación, habrá un tren con destino a Roma dentro de media hora, a las seis. Todos aquellos que lo deseen, incluido tú, Abdullah, y el pequeño Alí Babá, pueden coger su equipaje de mano y acompañarme hasta allí. Elegiremos un hotel y pasaremos la próxima semana holgazaneando y visitando la ciudad. Maestro velero Goesle, ingeniero jefe Beck, jefe de personal Banat, vosotros también podéis venir a Roma en cuanto estéis listos. Que vengan también los peones,
por turnos, a fin de que siempre haya alguien vigilando aquí. Traed todos carteles, cuantos más, mejor. Quiero verlos en cada una de las siete colinas de Roma. Escribid en ellos que nuestra primera representación tendrá lugar dentro de una semana y un día. Así pues, los artistas, todos vestidos con traje de calle, esperaban en el andén cuando llegó el tren procedente del norte, resoplando, traqueteando, vomitando humo, hollín y vapor. Algunos de los que esperaban —los hermanos Simms y los chinos, que nunca habían visto de cerca un monstruo semejante— retrocedieron unos pasos, apretujándose contra la pared de la estación. En cambio, los pequeños Sava y Velja Smodlaka permanecieron tranquilamente en el borde del andén, como todos aquellos para quienes los trenes no eran ninguna novedad. Cuando se abrieron las puertas, los miembros de la compañía subieron a los compartimientos y, cuando el tren volvió a arrancar, incluso los viajeros novatos olvidaron pronto su nerviosismo. De hecho, los deleitó cruzar el paisaje a velocidad tan vertiginosa. El tren iba a casi cincuenta kilómetros por hora, recorriendo más distancia en una sola hora que la caravana en todo el día. Jules Rouleau se había erigido en guardián de los niños y los llevó a todos a un compartimiento. Se percató, a medias divertido, de que Lunes Simms disfrutaba del viaje más que los otros, aunque nunca miraba por la ventanilla para ver el paisaje: granjas, graneros, almiares, arados tirados por bueyes e incluso algún que otro vistazo del río Tíber. Lunes tenía los ojos perdidos en el vacío y una sonrisa trémula en los labios, claramente porque el asiento tapizado de felpa vibraba más que todo cuanto había estado hasta ahora en contacto con sus hipersensibles partes pudendas. No hubo más estaciones después de Forano y el tren no disminuyó su rauda marcha hasta que llegó a su destino. Las casas se fueron haciendo más numerosas, separadas sólo por patios o pequeños jardines. Luego se convirtieron en grupos de casas, separadas por calles y pasajes, y por último, en apiñadas manzanas de edificios de piedra y ladrillo ennegrecidos por el hollín, cada vez más cerca de la línea férrea. Menos de una hora y cuarto después de que la compañía subiera al tren, éste aminoró la velocidad, pero su ruido fue en aumento cuando pasó por debajo de un techo de cristal, sostenido por vigas, y luego junto a un andén lleno a rebosar de personas vestidas de viaje, empleados del ferrocarril, mozos de cuerda, carros para equipaje y vendedores que anunciaban todas las clases imaginables de comida, bebida y objetos de recuerdo. Cuando por fin el tren se detuvo con una sacudida, Florian recorrió el pasillo, anunciando de compartimiento en compartimiento: —iYa hemos llegado a Roma! La Cittá Eterna! ¡Apearse todo el mundo! Cruzaron la ruidosa y atestada terminal y salieron al borde de una plaza que, por contraste, estaba en silencio, exceptuando el suspiro de una
brisa vespertina, y casi vacía aparte de una hilera de coches de alquiler. Florian hizo señas a un número suficiente de éstos para que llevaran a toda la compañía y su equipaje, subió al primero de la fila y lo dirigió a un hotel llamado Eden, cerca de los jardines Borghese. Roma tenía más o menos los mismos habitantes que Florencia, pero era una ciudad mucho más abierta y extendida, por ello daba la impresión, a quienes la visitaban por primera vez, de tener pocos habitantes y poco tráfico en las calles. Mientras los mozos del hotel Eden entraban las maletas y el recepcionista revisaba los salvoconductos, Florian compró un periódico en el quiosco del vestíbulo, le echó una ojeada y dijo: —Oh, maldita sea. —¿Sucede algo malo, director? —preguntó Edge. —Bueno, lo que ya me temía. El rey Víctor Manuel ha firmado aquella alianza con Prusia. Una semana después de Pascua. —¿Significa esto que hemos de irnos a toda prisa? Reuniré a los demás antes de que se instalen. —No, no. Habrá guerra, esto es seguro, pero dudo de que pueda comenzar inmediatamente. No privaré a todos de esta ocasión de disfrutar de Roma. Pero acortaremos nuestra estancia en Forano. No cabe duda de que Roma nos habría proporcionado tres semanas de llenos, pero después de nuestra semana de descanso, sólo daremos otra de funciones circenses y luego saldremos hacia la frontera. Ahora vamos a quitarnos estas sucias prendas de viaje y vestirnos para la cena. El Eden ofrece una buena mesa. Mientras la compañía comía y bebía con voracidad y buen humor, en otra mesa cenaba un caballero esbelto de edad mediana con una muchacha muy bonita que bien podía ser su hija. Esperó cortésmente a que los artistas tomaran café y licor para levantarse, acercarse a Florian y decirle en inglés: —Perdone la intrusión, señor, pero antes, en el vestíbulo, le he oído mencionar un circo. Y justo antes de la cena he visto un cartel en un farol de la calle. —Ah, esto significa que mis peones ya han llegado a la ciudad. Me alegro. —En tal caso supongo, señor, que es usted el Florian de ese Florilegio. Permítame que me presente... soy un colega suyo. Gaetano Ricci, maestro de ballet, coreógrafo y profesor del arte. —Es un placer, signor Ricci. Permítame presentarle a los artistas de mi compañía. Llevó a Ricci de una mesa a otra y el maestro de ballet estrechó cordialmente las manos de los hombres y muchachos —incluso de los chinos y negros— y besó las manos de las mujeres y muchachas. Cuando Florian presentó a «la signorina Autunno Auburn, funambola straordinaria», Ricci suspiró y dijo:
—Signorina, sólo desearía que mi escenario fuese tan estrecho como su cuerda. —Cielo santo, ¿por qué desearía esto, signore? —Porque entonces no pensaría tanta gente que bailar y actuar es muy fácil y tendría que soportar menos malditas entrevistas con personas totalmente faltas de talento. Pero aquí está... permítanme presentarles a una muy dotada. —Acercó a la muchacha—. La signorina Giuseppina Bozzacchi. Sólo doce años de edad, pero se entrena desde los cinco y ahora forma parte de mi cuerpo de baile y muy pronto será una prima di tutto. —La niña sonrió e hizo una reverencia y algunos artistas de la compañía se atrevieron a besarle la mano. El signor Ricci continuó—: Los invito a todos a un ensayo en cualquier momento, para que vean bailar a Giuseppina. Mi escuela está en la Vía Palermo, detrás del teatro Eliseo. —Es muy amable, signore dijo Florian—. Nuestras jóvenes aprenderán mucho viendo bailar ballet. Para corresponder, permítame invitarlos, a usted, a la signorina y a sus alumnos, a visitar nuestro circo la semana próxima. Al día siguiente, después del desayuno, Florian dijo a la compañía: —Hay una vista que querría enseñaron a todos. Algunos ya la habrán contemplado, pero venid, de todos modos. Luego podréis vagar por la ciudad a vuestro capricho. E hizo llamar a otra caravana de vetture y llevó a todo el mundo al Coliseo. —Quería que todos vieseis la cuna del circo —dijo, mientras los otros echaban la cabeza hacia atrás y miraban con reverencia la fachada de tres hileras de arcos de piedra. Su dignidad se veía un poco menoscabada por numerosas cuerdas con ropa tendida, colgadas entre las columnas por las amas de casa de la inmediata vecindad—. De hecho, las primeras representaciones circenses tuvieron lugar en el Circus Maximus, ahí abajo en el valle —señaló hacia el sudoeste, pero no quedan restos de él. El Circo Massimo ya había caído en desuso cuando se construyó este Coliseo. El Anfiteatro Flaviano, para llamarlo por su verdadero nombre. Mientras los conducía hacia el interior de la enorme estructura, prosiguió: —Por desgracia, se ha ido deteriorando a lo largo de dieciocho siglos. En un tiempo hubo gradas alrededor de esta vasta elipse, tal vez para cuarenta o cincuenta mil espectadores. Allí arriba, en lo que queda de aquella cornisa superior, podéis ver los orificios para los largos postes que sostenían un toldo de tela (más tela de la necesaria para cien globos como el Saratoga) para proteger todas las gradas del sol o la lluvia.
— A propósito —añadió Autumn—, sólo durante las representaciones circenses podían los hombres y mujeres de Roma sentarse juntos y no por separado. —Tratad de imaginaros —continuó Florian— las carreras de carros, las luchas entre fieras, los duelos entre gladiadores, los combates entre cristianos y leones, los acróbatas y malabaristas actuando a centenares. En aquellos tiempos, esta inmensa arena no era tierra batida, como la veis ahora, sino mármol pulido, sobre el que a veces se echaba arena para que absorbiera la sangre. Bajo el pavimento, ahora invisibles, había vestidores para los artistas, jaulas y rampas para los animales y armerías de los gladiadores. Quizá algún día se hagan excavaciones para sacarlo todo a la luz. Miró a su alrededor, como si pudiera ver todos aquellos acontecimientos antiguos y el Coliseo estuviera lleno de multitudes y del clamor de sus vítores. — iAh, qué tiempos aquéllos! —exclamó, y exhaló un suspiro—. Ahora que me habéis complacido en mi nostalgia, amigos míos, ya podéis dispersares. Os recomiendo que paseéis primero hacia el oeste y veáis las ruinas del Foro, el centro del Imperio, el corazón de Roma, a la que una vez conducían todos los caminos. Así pues, aquel día vagaron por las ruinas cubiertas de malas hierbas del Foro y el monte Palatino. En los días subsiguientes, todos o algunos de ellos visitaron los más famosos monumentos de la ciudad. Todos echaron las dos monedas tradicionales a la Fontana di Trevi y derrocharon mucho más dinero en las tiendas de moda de la Via Condotti, y algunos fueron a contemplar la vista de toda Roma desde el monte Janículo. — No obstante, éste es mi edificio favorito de toda la ciudad dijo Autumn, conduciendo a Edge hacia el Panteón con tanto orgullo como si lo hubiera comprado. Se colocaron en el centro de su rotunda, majestuosa en su vaciedad, directamente bajo la abertura redonda en la punta de la cúpula artesonada, a casi sesenta metros sobre sus cabezas, por la cual caía un polvoriento rayo de sol sobre un enorme óvalo dorado en la curva de las capillas laterales a nivel del suelo. —La cúpula de ahí arriba tiene exactamente la misma altura que su diámetro: cuarenta y cuatro metros. Fue construida hace más de mil setecientos años, pero aún es la cúpula mayor del mundo, y no la sostienen aristas, riostras ni cadenas. Edge preguntó, en tono cariñoso: — ¿Por eso es tu edificio favorito? —Me gustan las cosas que duran —respondió ella con sencillez. Como el hotel Eden estaba situado muy cerca de la escalinata de la plaza de España, la compañía solía bajar por ella para pasear por los
otros barrios de la ciudad. Sin embargo, a menudo se detenían en una trattoria popular de la plaza o sus alrededores para comer algo o beber un cappuccino, grappa, vino o la incomparable agua mineral de Toscana, mientras contemplaban las idas y venidas de los otros turistas extranjeros. —La escalinata se llama con razón la Scala della Trinitá —explicó Florian—. Como veis, tiene tres rellanos y arriba de todo esta la iglesia de la Trinidad. Sin embargo, esta plaza se llama así porque hace mucho tiempo había aquí la embajada española; de ahí el nombre popular de la escalinata. Y la plaza tiene también otro nombre. Los romanos la llaman en broma «il ghetto degli inglesi», porque está siempre repleta de extranjeros. El y Edge se hallaban en aquel momento tomando un aperitivo en el café Greco, justo al borde de la plaza. Pero Edge se sentía allí fuera de lugar, bajo los retratos de los grandes hombres que habían sido clientes del café —Goethe, Leopardi, Stendhal y le inquietaba vagamente no tener ni idea sobre cuál de los numerosos hombres que bebían en su presencia serían alguna vez, o ya eran, igualmente famosos. De todos modos, encontraba más interesante un viejo caballo de carro parado frente a la ventana del Greco. Estaba comiendo, y por lo visto era costumbre romana dar a los caballos un morral muy largo con muy poco grano en el fondo. Este morral, por lo menos, llegaba casi hasta la acera, de modo que el caballo, después de comer un bocado de avena, tenía que echar la cabeza hacia atrás y levantar el largo saco en el aire para atrapar otro bocado cuando volvía a caerse. Edge, Yount y Fitzfarris iban más a menudo a Lepre, donde podían encontrar turistas americanos con quienes comentar las últimas noticias de Estados Unidos. Por su parte, Dai Goesie acompañó varias veces a Autumn Auburn al café Dalbano, frecuentado por británicos, que le daban noticias de su patria. Una tarde, Florian congregó a todas las mujeres, excepto Magpie Maggie Hag, y a todos los hombres que demostraron algún interés, y los llevó al estudio del signor Ricci. El maestro de ballet pareció sinceramente complacido por la visita y los presentó a los danzarines —adolescentes y niños de ambos sexos—, todos bellos, esbeltos y ágiles, y vestidos con ropa de ensayo. —Ahora estamos ensayando una historia nueva, II Stregone —dijo Ricci—. La he adaptado a una antigua música de Monteverdi y participan todos los bailarines de mi compañía. Los protagonistas son el Brujo, la Princesa víctima, la malvada Reina Madrastra y el gallardo Príncipe que acude en su ayuda. Verán a la muchacha a quien conocieron la otra noche, signorina Giuseppina, entre el cuerpo de Flores de Verano en el jardín de palacio. Por supuesto, tendrán que imaginar el jardín y todos
los trajes, pero creo que la música y el baile les darán una idea de la escena. Dispuso sillas para sus visitantes alrededor de la gran habitación desnuda, se sentó al piano y empezó a tocar, y los numerosos ballerini y ballerine empezaron a bailar sobre el suelo encerado: pas seul, pas de deux, de trois y así sucesivamente. Siempre que los protagonistas se cansaban o retiraban, el enjambre de Flores de Verano seguía bailando, a veces de suite o tout ensemble. Obie Yount se inclinó para murmurar a Florian: —Que me cuelguen si puedo ver un sentido en todos estos brincos. ¿Le dicen algo a usted? — Pues sí. El tipo que aletea tanto con los brazos es el Brujo, que hechiza a la Princesa... —¿Por qué? — ¿Cómo que por qué? — ¿Por qué la hechiza? — Pues... bueno... es lo que hacen los brujos. — Ah. —Verás, la hechiza y entonces... —Conocí a un tipo en Chattanooga al que a veces le daban ataques... — iMaldita sea, Obie! No es esa clase de hechizo. Cuando terminó la actuación, los visitantes aplaudieron y los bailarines se secaron el sudor con una toalla. Florian dijo al signor Ricci: — Estoy seguro de que todas nuestras mujeres envidian a las suyas por su gracia y ligereza. Claro que las nuestras no tienen tantas oca siones de demostrar tales cualidades, haciendo acrobacias sobre un caballo o en la arena o colgadas de un trapecio. —Una mujer debería tener siempre gracia. Veamos. Señoras del circo, ipónganse en pie! —Un poco sorprendidas por tanta vehemencia, todas obedecieron—. Colóquense delante de mí y adopten posturas femeninas. —Ricci hizo una seña de aprobación a Autumn y Paprika, pero gritó a las demás—: ¡Fíjense bien! Miren la postura de las señoritas Auburn y Makkai. ¿Se ha tomado alguna de ustedes la molestia de fijarse en ellas? ¿No han imitado nunca su porte? —Clover Lee, Gavrila, Sava, Domingo y Lunes callaron, avergonzadas ¡Háganlo ahora! —ordenó—. Pongan un pie detrás del otro y los dos con la punta hacia afuera. Esto da la mejor línea a sus piernas. Ahora echen los hombros hacia atrás y saquen las tetas. ¡Obedezcan! —Por favor, señor —gimió la pequeña Sava—. Yo no tener tetas. —iPues finge que las tienes! Eso es mejor, Recuerden todas esta postura, ensáyenla, adóptenla siempre y en todas partes. Se dirigió a Florian: Vista a las que trabajan en el suelo con faldas muy cortas y botas hasta la pantorrilla. Esto ayuda a cualquier chica a parecer más alta y esbelta, porque alarga, adelgaza y tornea las piernas.
— Ejem... sí, signore. — iAhora, anden todas! —ordenó Ricci a las muchachas—. Anden en círculo a mi alrededor. —Así lo hicieron, procurando echar los hombros hacia atrás y sacar las tetas—. ¡Terrible! —gritó. Exceptuando a la artista de la cuerda, todas andan como mujeres ordinarias, apoyándose sobre los huesos del talón. ¡Espantoso! Signorina Auburn, ¿por qué no ha enseñado nunca a andar a estas patosas? —Autumn intentó responder, pero él se le adelantó—. Lléveselas y enséñelas a andar, antes de que se lo contagien a mis propias chicas. Por favor, señor —dijo Domingo con humildad—. Cuando hayamos aprendido esto, ¿podemos volver para recibir más lecciones? —iAjá! Una de ustedes tiene por lo menos la ambición de mejorar su gracia y su aspecto. ¿Alguna más? —Todas levantaron la mano, menos Lunes—. Signorina Auburn, usted no necesita mejorar. Ti resto, si son sinceras, preséntense aquí mañana por la mañana a las diez! iRetírense! Y toda la compañía circense se encontró de nuevo en la calle, en la Via Palermo, sintiéndose como si acabaran de atravesar un torbellino. Durante los pocos días que aún permanecieron en Roma, las muchachas que habían sido invitadas a asistir a las clases del signor Ricci las aprovecharon concienzudamente. Cuando concluyeron las vacaciones y la compañía volvió a la estación de Forano y el circo empezó las representaciones, el signor Ricci asistió a todas las funciones de noche. La primera vez llevó consigo a todos sus bailarines y Florian, de muy buen grado, tal como había prometido, no les cobró ruda. En lo sucesivo, Ricci fue con Giuseppina como única compañía y fue visto señalando a la muchacha los diversos aspectos de los números de los artistas, porque, según explicó a Florian, una bailarina podía aprender incluso de las acrobacias hípicas de Clover Lee y las extravagantes caídas de Zanni. Y, después de cada función. nocturna, Ricci se quedó en el circo durante una hora para continuar sus lecciones de garbo a las mujeres del circo. Domingo Simms era la más aplicada y también la más perseverante en las prácticas cuando Ricci ya se había ido. Roma abarrotó el circo en todas las funciones de aquella semana. Había un tren diario a mediodía y otro a las cinco de la tarde de Roma a Forano y todos llegaban repletos de romanos dispuestos a divertirse; pasaban de buen grado el tiempo que faltaba para las funciones contemplando el museo, el león y la momia o participando en el juego del ratón de Fitzfarris o solicitando a Magpie Maggie Hag la predicción de su futuro. Y después de las funciones, esperaban de buen humor —por lo menos las mujeres, pues los hombres se entretenían asistiendo a las sesiones de estudio de la Biblia de Fitz— la hora de coger el tren de las seis o las once con destino a Roma.
Por fin, un mediodía Florian envió a un grupo de eslovacos a la ciudad para fijar carteles que anunciaban la elevación de un globo al atardecer del día siguiente. También enseñó uno de los carteles al jefe de estación de Forano y le habló con la suficiente persuasión para que el hombre se sentara inmediatamente ante el telégrafo. Al día siguiente, los dos trenes de Roma tenían dos locomotoras y doble cantidad de vagones para pasajeros, todos los cuales se llenaron de asistentes al circo. Las dos funciones de aquel día fueron más que llenos totales, y como Florian no podía negar la entrada a un público que venía de tan lejos, ordenó a los peones el desmantelamiento de las paredes laterales de la carpa para que la multitud pudiera por lo menos ver el espectáculo por debajo de las graderías. A nadie pareció importarle pagar el precio de una entrada normal para ver el circo desde lejos y con apreturas. En cualquier caso, todos pudieron ver muy bien la elevación del Saratoga, que flotó arriba y abajo sobre el Tíber y por fin descendió, recibiendo unos vítores que habrían sido dignos del Coliseo. Daba la impresión de que el Florilegio podía seguir teniendo llenos indefinidamente, pero ya era la primera semana de mayo y Florian estaba ansioso por abandonar el país, así que desmontaron la carpa, cargaron los carromatos y la caravana se puso en marcha hacia el norte. Florian anunció que en lo sucesivo el circo sólo actuaría en ciudades importantes y populosas y durante un plazo no mayor de tres días. Viterbo era la siguiente ciudad de gran tamaño, pero, al igual que Roma, se hallaba dentro del Estado papal, donde imperaba la censura, de modo que la pasaron de largo. Por esta razón, la primera etapa se prolongó durante tres días y dos noches, al final de los cuales el circo llegó a la ciudad de Orvieto. La compañía pudo ver esta ciudad durante medio día antes de llegar a ella, porque Orvieto se asentaba en un altiplano sobre la llanura que estaban atravesando, encaramada en un pedestal de roca de unos dos kilómetros de altura. Cuando llegaron a la base de la colina, vieron que había un flamante funicular accionado por vapor para facilitar el suministro a la ciudad de los productos agrícolas y vinícolas de la llanura. Sin embargo, la caravana del circo tuvo que trepar por un camino muy escarpado que zigzagueaba por la colina hasta la Porta Romana de la ciudad, donde la esperaba Florian. Mientras los peones montaban la carpa en el lugar asignado, Florian invitó a todos los que no trabajaban a pasear con él y ver la característica realmente única de Orvieto. Los condujo casi hasta el borde del pedestal de piedra sobre el que se asentaba la ciudad, señaló y dijo: «Ji Posso di San Patrizio.» El Pozo de San Patricio era único en verdad: un foso circular excavado en la roca cuyo diámetro era tan
grande como una pista circense. El borde estaba rodeado de hombres y mujeres con asnos cargados con cubas, barriles o enormes tinajas. Cuando los miembros de la compañía circense pudieron abrirse paso entre la muchedumbre para asomarse al pozo, el vértigo casi los hizo tambalear. El nivel del agua estaba a sesenta vertiginosos metros de profundidad y los hombres y mujeres subían y bajaban al pozo por una escalera de caracol practicada en las paredes de la roca o, mejor dicho, por dos escaleras de caracol concéntricas colocadas en una hélice doble, para que las caravanas que bajaban y subían pudieran hacerlo simultáneamente, sin tener que encontrarse y pasarse. No sólo era el pozo una obra de dimensiones estremecedoras; los hombres que lo excavaron habían realizado la increíble tarea de abrir setenta y dos «ventanas» en la pared del pozo, perforando la roca hasta la cara exterior de la colina para que quienes subían y bajaban tuviesen luz natural. —Fue excavado hace más de trescientos años —dijo Florian— para asegurar el agua fresca a la ciudad durante los asedios. Desde entonces, los italianos dicen de una persona tacaña que «tiene bolsillos profundos como el Pozo de San Patricio». Mientras volvían al campamento, Florian añadió: —Hablando de gastar dinero, tengo una sugerencia que hacer. Empiezo a hacerme viejo y me siento demasiado próspero para seguir llevando la vida de gitanos nómadas cuando estamos entre dos plazas. Me refiero a tener que alojarnos en míseras posadas o dormir en un carromato de circo todavía más incómodo. Todos nosotros hemos ahorrado algún dinero. Sugiero que gastemos una parte en la compra de remolques como los de la señorita Auburn y monsieur LeVie. No es necesario comprar uno para cada uno (lo cual sería muy costoso y haría la caravana del circo demasiado larga), ya que una de estas casas sobre ruedas puede alojar a varias personas. Yo, personalmente, compraré uno en consorcio con el señor Goesle, Herr Beck y el signor Bonvecino. Someto la idea a vuestra aprobación. Y debo decir otra cosa. O bien gastáis todas vuestras liras antes de llegar a la frontera, o las cambiáis por oro o joyas. Los billetes y monedas italianos no tendrán ningún valor en Austria. Entre las diversas discusiones suscitadas por la idea del remolque, una tuvo lugar entre Maurice y Paprika. El primero dijo: — Mi remolque no es grande, pero podría acomodar a otra persona. Estaría encantado. — Merci, mais non —contestó ella. — Pourquoi non? Formamos pareja en el aire, ¿por qué no en el suelo? Me he preguntado muchas veces por qué me mantienes a distancia. Sé que no hay otro hombre.
—Y no necesito ninguno. Eres una persona de mundo, Maurice, y comprensivo, así que te lo diré. El hecho es que sólo puedo sentir satisfacción... con una mujer. He sido así desde... bueno, me sucedió algo en la infancia. — Ah, pauvre petite. Algún tío bondadoso, sin duda. —Paprika meneó la cabeza—. Un hermano mayor, peutétre. Suele ocurrir. —Ella guardó silencio—. ¿Tu padre, entonces? Mon dieu! Que de merdeux...! —iNo, no! Mi padre era un hombre decente. Todo lo que hizo fue morirse. —Desvió la mirada—. iFue mi madre! iMi istenverte madre! —Qu'estce qui? —jadeó Maurice—. C'est impossible! —No, no es imposible —replicó ella, con expresión hosca—. Y quizá fue en parte culpa mía. Era una niña, y voluntariosa. Cuando murió mi querido padre, yo sólo tenía once años, pero estaba decidida a ser fiel a su recuerdo. Insistí en que mi madre no buscara otro marido. Entonces ella dijo: «Pues tendrás que ocupar el lugar de tu padre.» —Seguramente quería decir... —Quería decir en la cama. Y me hizo hacer exactamente esto. Yo no podía hacerlo todo, claro, pero ideamos sustitutivos. Y ella decía que en ciertos aspectos, yo era mejor que mi padre. Mejor de lo que podía ser cualquier hombre. Nunca se volvió a casar. Fui su amante, no, su herramienta, hasta que tuve la edad suficiente para marcharme de casa y ganarme la vida. —Y eso... —Maurice tuvo que carraspear—, ¿y eso ha influido en ti hasta el punto de amar sólo a las mujeres? — ¿Amarlas? —Paprika rió como una arpía colérica—. iLas odio! Detesto y desprecio a las mujeres, igual como detestaba y despreciaba a aquélla. Por desgracia, sigo siendo pervertida como ella me hizo. Nunca he podido sentir placer sexual de otra manera. Lo intenté una vez con un hombre y fue una farsa tan patética, que jamás volveré a probarlo. — Pero, chérie, piensa un poco. Une hirondelle ne fait pas le printemps. Hay hombres y hombres. — No, Maurice. No quiero que sintamos degradación y asco. Me conozco demasiado bien; sólo puedo hacer el amor con una mujer, aunque no sienta afecto por ella, sólo desprecio. Y si, para satisfacerme en este sentido, tengo que pervertir a una muchacha o una mujer inocente... pues, mira, el placer es todavía mayor. Me lo has preguntado y yo te lo he dicho. Piensa lo que quieras de mí, pero... ¿podemos seguir formando pareja? ¿En el aire? — En el aire —respondió él con tristeza—. Ainsi que les hirondelles. Antes de que el circo abandonase Orvieto, Florian, Goesle, Beck y Zanni encontraron y se compraron un remolque muy bonito y un caballo para tirar de él. El viaje a la plaza siguiente del circo, Siena, duró cuatro días
y tres noches, y después de estas noches en la carretera —dos durmiendo en los carromatos y una en una posada mísera en extremo— , los demás miembros del circo se sintieron dispuestos y ansiosos de procurarse remolques propios. En Siena encontraron dos más en venta. Pavlo Smodlaka, aunque se quejó amargamente de no tener a nadie con quien compartir el gasto, compró el mejor remolque para llevar y albergar a su familia. El otro vehículo era de peor calidad y olía muy mal, porque había sido propiedad de un clan de gitanos pobres, pero al menos era espacioso. Hannibal Tyree y Quincy Simms lo hablaron entre sí —«Nuestro bolsillo se parese a ese Poso de San Patrisio»—, y de alguna manera consiguieron hacer una proposición a los antipodistas chinos. Estos no sólo sacaron alegremente sus salarios acumulados, sino que comenzaron inmediatamente a barrer y limpiar el interior del remolque a fin de hacerlo más habitable para sus cinco nuevos propietarios. Los miembros restantes de la compañía tuvieron que vivir y dormir en los alojamientos disponibles durante la siguiente etapa de cuatro días, hasta Pistoia, ciudad donde no encontraron en venta ningún vehículo semejante. Cuando Yount y Mullenax se quejaron a gritos de su condición de «huérfanos» entre la opulencia de los demás, Zanni observó en broma: —Bueno, habéis llegado a buen sitio para salir de vuestra miseria. En esta ciudad de Pistoia se hicieron las primeras pistolas y por esto se llama así. Sin embargo, después de trabajar en Pistoia, otra etapa de cuatro días llevó al circo hasta Bolonia, una urbe importante donde podía comprarse casi de todo. — Bolonia es muy bella y hospitalaria —dijo Florian—. Figuraos que el Palazzo Communale, donde he solicitado permiso para acampar, tiene una escalinata construida especialmente para que los caballos pudieran subir a la sala del consejo en los tiempos en que los miembros del consejo eran demasiado altivos para caminar sobre sus propios pies. —Y la Universidad de Bolonia —añadió Autumn— ha sido lo bastante hospitalaria para acoger incluso a profesoras de vez en cuando. Dicen que una de ellas era tan hermosa, que debía dar clases detrás de una cortina, para que los estudiantes no se distrajeran mientras tomaban apuntes. — Esto me recuerda —dijo Maurice— que una estudiante tuya, bella señorita, ha solicitado estudiar también conmigo. La aprendiza de volatinera, Domingo Simms. Es probable que ella no se dé cuenta, pero está siguiendo el camino clásico: de acróbata de pista a bailarina de cuerda floja y artista del trapecio. Le he dicho que pediría tu autorización.
—Ya la tiene, no faltaría más. Domingo está impaciente por aprenderlo todo. Sólo con aquellas pocas lecciones del maestro Ricci ha adquirido mucho más aplomo y seguridad. Y es infatigable. Cuando no está ensayando en la pista, coge los libros. Hemos de fomentar todas sus ambiciones. Durante los tres días en que el circo actuó en Bolonia, encontró las dos casas sobre ruedas que le faltaban. Una la compró el cuarteto de Yount, Mullenax, Fitzfarris y Rouleau y la otra fue adquirida conjuntamente por Paprika, Clover Lee, Domingo y Lunes Simms. Florian se mostró dubitativo cuando se enteró de este convenio, pero Clover Lee lo tranquilizó en privado: — No he aceptado compartir el gasto y la vivienda hasta que he sostenido con Paprika una conversación muy franca para imponer varias reglas estrictas. No puedo controlar todos los desmanes que intente fuera del remolque, pero entre ésas cuatro paredes no puede ni mirar de reojo. La única que no tenía una casa sobre ruedas era Magpie Maggie Hag, pero no la quería. —Ahora tengo el furgón vestidor y la cocina para mí sola y no necesito nada más. Además, soy gitana. Demasiada comodidad no es buena para los gitanos. Ella y otros miembros de la compañía pasaron su tiempo libre en Bolonia haciendo otras compras, porque Florian les dijo: —Comprad para el camino. Cuando empiece la guerra todo será caro y escaso, tanto en Austria como aquí. Por consiguiente, los carromatos donde ya no dormía nadie sirvieron para almacenar heno y grano para los caballos y el elefante, carnes ahumadas para el león, alimentos básicos para las personas, latas de carburo de calcio para la iluminación, rollos de cuerda, botes de pintura, brea, queroseno y grasa para ejes, arneses, herraduras y otros artículos de ferretería, telas, hilo y lentejuelas para el vestuario. Carl Beck encontró y compró ácido, limaduras de hierro y cal para alimentar una vez más sus máquinas del Gasentwickler, porque Bolonia era la última ciudad grande que el circo visitaría en Italia y él y Rouleau creían que merecía la elevación de un globo, aparte de que tal vez sería el último espectáculo del Saratoga en mucho tiempo. Ningún boloñés parecía compartir las aprensiones de Florian sobre una guerra inminente. O, si algunos las sentían, no permitieron que inhibieran sus ansias de diversión. Abarrotaron la carpa en todas las funciones y se disputaron las profecías de Magpie Maggie Hag y el juego del ratón en cada intermedio, y los hombres llenaron el anexo de los cuadros bíblicos después de cada función, y una gran muchedumbre asistió, la noche de la despedida, a la ascensión del Saratoga, profiriendo grandes exclamaciones al verlo elevarse y también ante el
número de magia de una bonita muchacha que desapareció delante de sus ojos en una nube de humo, mientras el globo flotaba muy arriba, y reapareció en la góndola cuando aterrizaba. De hecho, los boloñeses dejaron tantos billetes y monedas italianos en las arcas del furgón rojo, que la partida del circo, a la mañana siguiente al desmantelamiento, tuvo que ser aplazada para que Florian, Zanni y Maurice, cada uno con una cartera en la mano llena de liras y céntimos, pudiese dirigirse a todas las agencias de cambio de la ciudad. A diferencia de los despreocupados asistentes al circo, los ancianos judíos, adustos y de mirada triste, que regentaban estos establecimientos, tenían, o bien una experiencia personal o una larga memoria racial de numerosas guerras, progroms, revoluciones y crisis financieras. Todos ellos fijaron un precio excesivo (e idéntico) por la alquimia de convertir en oro el papel y el cobre. Florian y sus ayudantes aceptaron lo que pudieron conseguir sin tardanza. Aunque perdieron en el cambio, volvieron a la caravana con una estimable carga de oro que era moneda legal en cualquier parte del mundo. La caravana circense que partió finalmente de Bolonia era ahora una caravana cuya cola —literalmente, la cola del elefante— salió del campamento media hora después que el carruaje de Florian. Además del elefante, el carruaje y las dos máquinas del generador de gas, la caravana comprendía siete remolques y seis carromatos tirados cada uno por un caballo, y cuatro furgones de más peso tirados por las parejas dobles de caballos moteados. Los vehículos eran tan numerosos, que casi todos los hombres, entre artistas y personal, tenían que conducir uno. Todos debían viajar a cierta distancia uno de otro, para no recibir el polvo levantado por el anterior, de manera que la caravana, desde el hocico blanco de Bola de Nieve hasta la cola empenachada de Peggy, tenía una longitud de casi cuatro kilómetros. En Módena, Florian dijo: —Muy bien, oídme todos. Ya he convertido en lingotes la mayor parte de nuestro dinero. Ahora gastemos todas las monedas que aún nos quedan. Sus tres compañeros de remolque y él gastaron las suyas en surtir de vino a la caravana, el buen Lambrusco local. Y la mayoría de mujeres gastaron sus últimas liras en botellas de Nocino, un licor dulzón hecho de nueces que sólo se elaboraba en Módena. Aunque la compañía se apresuraba para anticiparse a una guerra y ofrecía representaciones por el camino, no descuidaba sus responsabilidades durante el tiempo libre. Goesle y Beck hacían pintar a sus eslovacos todos los remolques recién adquiridos de los mismos colores que el resto de la caravana: azules con ruedas, persianas y adornos blancos, absteniéndose, no obstante, de pintar en ellos el nombre del Florilegio por si alguno de sus propietarios tenía ocasión de unirse a otro
espectáculo. Magpie Maggie Hag se había cansado de ver a Lunes Simms ejecutando pasos de alta escuela vestida con una simple malla, de modo que la atavió como una cordobesa de su España natal: pantalones de terciopelo negro con conchas plateadas a lo largo de todas las costuras, botas blandas, una blusa blanca con mangas anchas y encima un bolero rojo vivo. Cubrió la cabeza de Lunes con un sombrero cordobés de copa baja y ala plana, que era para hombres, pero siempre había sido uno de los tocados más favorecedores que podía llevar una mujer. Maurice y Paprika empezaron a enseñar a Domingo los rudimentos del arte del trapecio, obligándola a sujetarse en todo momento con la cuerda de seguridad. —iNo, no, no, kedvesem! —la reprendía Paprika—. No extiendas las piernas cuando te dispones a posarte en la plataforma. Mantén siempre las caderas adelantadas. iSalta derecha, y aterrizarás con elegancia! —Si te acercas con los pies por delante —le explicó Maurice—, te encontrarás con que la barra te arrastrará hacia atrás, alejándote de la plataforma. Es una torpeza que además resulta peligrosa. Sólo cuando te balanceas libre y dándote impulso, para adquirir más velocidad y altura, sólo así, y nunca de otro modo, puedes doblarte por la cintura para adelantar las piernas. El pequeño Quincy Simms también intentaba incrementar sus talentos de artista. Había empezado a seguir a Zanni Bonvecino por todas partes y se esforzaba por imitar su número cómico, excepto en el canto del aria. Zanni se dignó dar al chico algunos consejos elementales, de los que Quincy tal vez comprendía la mitad. —Existen cinco trucos básicos en el arte del payaso: estupidez, mímica, caídas, golpes y sorpresas. Tienes que excluir el primero de tu repertorio, porque eres negro. La estupidez no haría más que identificarte como un Jim Crow tonto y gandul; deja eso para los circos americanos. Aquí en Europa, bueno, en París, por ejemplo, hubo un payaso llamado Chocolate. Al verle, nadie pensaba de él: «Es un payaso negro.» Todos pensaban: «Es un gran payaso.» Pues bien, si quieres aprender el arte de hacer reír, tienes que dejar de ser tú. El payaso no es una persona ni un objeto, es un suceso. —Sí, zeñó. — Y, maldita sea, no abras la boca. Que yo sepa, puedes ser un genio, pero hablas como un tonto. Bene, lo primero que se necesita es lo que llamamos avoir l'oeil: tener ojo. Intenta los trucos elementales del payaso y observa. Averigua qué es, en tu caso, lo que más divierte al público. La vulgaridad del bufón o el patetismo del payaso triste, la risa de caballo o la sonrisa cansada, la astucia o la indefensión, la pantomima pura o una pista llena de accesorios, la actividad frenética o
la melancolía. Así encontrarás tu especialidad, tu métier, tu magia. Después, te burlas de ella. — Sí, zeñó. La caravana del circo no había hecho mucho camino en dirección norte después de abandonar Módena cuando se convirtió de nuevo en parte conspicua e incongruente de otra procesión. Se había adentrado entre dos gruesas columnas del Real Ejército italiano que llenaban la carretera: soldados de infantería con equipo de campaña completo y armas al hombro, soldados de caballería con uniformes chillones a lomos de caballos de guerra cargados con un equipo superfluo, armones y furgones tirados por caballos, furgones de suministro y ambulancias; todo lo necesario para hacer la guerra. Florian hizo pasar a la caravana la orden de que todas las mujeres se pusieran los chales con coronas bordadas que les había regalado el rey, a fin de proclamar la fidelidad del Florilegio. Al no tener más remedio que viajar junto con el ejército, los miembros de la compañía se sintieron un poco incómodos y confusos, en especial cuando varios soldados los hicieron víctimas de sus burlas, mientras otros se quejaban profiriendo maldiciones porque Peggy, imperturbable, ensuciaba la carretera con sus excrementos y los soldados tenían que romper el paso y las filas para evitar pisarlos. Sin embargo, cuando anocheció, la caravana del circo se desvió hacia un prado lindante con la carretera para pasar la noche. Y cuando reanudó la marcha a la mañana siguiente, ya no había ningún ejército a la vista. Durante todo aquel día, la caravana no alcanzó ni fue alcanzada por ningún otro. — Las tropas deben de haberse dirigido desde aquí al este y al oeste —conjeturó Florian—. A unos treinta y cinco kilómetros al norte, el río Po constituye la frontera veneciana. Al otro lado, las tropas serán austríacas. Ahora nos hallamos en un potencial campo de batalla, de modo que apresurémonos... y vosotras, señoras, no os pongáis esos chales. La caravana llegó al Po al atardecer sin tropezar con ningún otro impedimento y encontró un puente con una barrera y un puesto de centinela en cada extremo. En el extremo más próximo, el puesto estaba pintado a rayas rojas, blancas y verdes, y en el tejado ondeaba la bandera italiana, de los mismos colores, y lo guardaba una patrulla de la Brigada Alpina, que no parecía muy preparada para el alpinismo, ya que llevaban botas hasta la rodilla, chacones altos y guerreras cubiertas de trencilla, hebillas y charreteras. Florian se inclinó y les habló en italiano y ellos levantaron la barrera sin hacerse rogar, aunque con algunos comentarios como el de que lamentarían la idiotez de dejar la soleada Italia por la nublada Austria. La bandera y el puesto de guardia del otro extremo del puente eran más sombríos: negra y amarilla la enseña y los centinelas —de los Rifles
Tiroleses— con uniformes de un verde plateado, más pulcros y sin adornos. Tampoco ellos parecían dispuestos a poner dificultades al Florilegio para cruzar la frontera, pero manifestaron su eficiencia teutónica hasta el punto de exigir los salvoconductos de la compañía, aunque sólo los hojearon de manera superficial cuando Florian se los alargó. Luego levantaron la barrera y la caravana del circo pasó lentamente. La noticia recorrió los vehículos —«Ahora estamos en Venecia»—, pero nadie pudo ver una diferencia inmediata en el paisaje, que aún parecía italiano, así como la gente, las granjas, los viñedos y los olivares; cuando pernoctaron aquella noche al borde de la carretera, una mujer que les vendió un cubo de leche habló con ellos en italiano. Dos días después el circo acampó ante las murallas de Verona y, mientras los peones iniciaban el montaje, Autumn llevó a la ciudad vieja a todas las mujeres de la compañía —que cuchicheaban, excitadas, incluyendo a Magpie Maggie Hag— para enseñarles la casa Capuleto, desde cuyo balcón Julieta había intercambiado palabras dulces y juramentos con Romeo Montesco. Florian rió por lo bajo cuando se alejaron y dijo a los hombres de la compañía: —Me temo que les defraudará un poco este monumento, pero les gustará el resto de Verona; es una bella ciudad. Los hombres convinieron en ello cuando cruzaron la Porta Nuova y pasearon por el ancho y florido Corso. La ciudad era roja, rosa y oro, excepto donde las paredes estaban cubiertas por un mural gigantesco: David luchando con Goliat o san Jorge matando al dragón u otra escena similar. —Sólo lamento no poder ir ni al este ni al oeste —dijo Florian—. Al este, ya lo sabéis, está Venecia, y todo el mundo debería visitar Venecia al menos una vez en su vida. Y al oeste, en la otra orilla del lago Garda, hay dos bonitos pueblos que desconocen incluso muchos italianos. Están de lado sobre una pequeña colina y ambos se llaman Botticino. Pero uno es Botticino Mattina y el otro Botticino Sera, según la hora en que el sol ilumina sus viñedos. Las mujeres del circo, efectivamente, volvieron de su excursión un poco desengañadas. La casa Capuleto no sólo tenía un balcón, sino dos y Autumn confesó que ignoraba cuál de los dos debía ser admirado por los visitantes. Además, cuando las mujeres preguntaron dónde estaba la casa familiar de Romeo, Autumn admitió que varias casas de Verona aspiraban a esta distinción y, en cualquier caso, según los propios compatriotas de Shakespeare, la historia de Romeo y Julieta no era más que una fábula agridulce. Sin embargo, nadie tenía mucho tiempo para lamentar esta desilusión. En Verona se celebraba la feria anual de agricultura y ganadería, por lo que la ciudad rebosaba de visitantes. El hecho de que muchos de ellos vistieran uniformes austríacos no deprimió el ánimo festivo de la
población, que se desperdigaron por el terreno de la feria y del circo y llenaron la carpa a rebosar en todas las funciones representadas durante los tres días de permanencia del circo en la ciudad. — ¿Por qué no nos quedamos más días? —preguntó Fitzfarris después de la última función—. Hemos ganado dinero a montones. Buenas coronas austríacas. Y, diablos, ya estamos en territorio austríaco, ¿no? — Precisamente el territorio por el cual, y en el cual, Italia se prepara para luchar —respondió Florian—. No, seguiremos adelante. Que su cautela no era excesiva lo demostró el hecho de que, dos días después de que la caravana del circo hubiese abandonado Verona, en una carretera que ascendía lenta y gradualmente hacia las distantes tierras altas, el circo volvió a encontrarse en medio de un ejército en movimiento. Esta vez el Florilegio no podía marchar con él, porque el ejército procedía de la dirección contraria, del norte, y estaba compuesto de infantería, caballería y artillería austríacas. Así pues, la caravana tuvo que desalojar por completo la carretera para cederle el paso. — En este punto —dijo Florian— dejamos Venecia y entramos en la región del Trentino. El noventa y nueve por ciento de la población es italiana, pero advertiréis diferencias en la arquitectura. Y todos los accidentes geográficos tienen dos nombres. Ese río que bordea la carretera es el mismo Adigio que fluye por Verona, pero aquí se llama el Etsch. Nuestra siguiente plaza será una ciudad llamada Trento en italiano y Trient en alemán. Cuando la carretera volvió a estar libre de soldados y la caravana del circo pudo continuar el viaje, subiendo sin cesar, los miembros de la compañía advirtieron el cambio en las granjas del camino. Seguían estando pintadas con los vivos colores mediterráneos, pero también tenían los pesados tejados con aleros de los chalets alpinos. Siempre que algún viandante o granjero se detenía a mirar la caravana, gritaba un saludo en italiano, pero solía llevar lederhosen si era hombre y un dirndl si era mujer. Por fin, a cuatro días de subida desde Verona, la caravana divisó Trento/Trient, que ofrecía una vista espectacular, porque la ciudad llenaba por completo el valle del Adigio/Etsch y sobre ella se cernía la gran roca aislada que se llamaba Dosso Trento. Aunque había palacios y loggias de estilo veneciano, la mayoría de edificios tenían macizos aleros, balcones colocados a mucha altura sobre el nivel de la nieve y tejados de campanario en sus chimeneas. Florian, que esperaba para guiar la caravana hasta el campamento, saludó a la compañía con la noticia: —Ya ha empezado. El dieciséis de junio los prusianos invadieron la provincia austrohúngara de Bohemia. La población italiana mayoritaria de Trento podía tener sus dudas sobre vitorear a Austria, a la que pertenecía por tratado, o al otro bando, el
aliado prusiano de Italia, pero lo que sí vitoreó sin reticencias fue al circo, al que acudió en tropel, olvidando la política. La compañía disfrutó de otra estancia bien acogida y provechosa, pero sólo por dos días, tras los cuales Florian los hizo continuar. Subieron todavía más hacia las montañas, a la ciudad de Bolzano —o Bozen—, y durante los dos días que actuaron en ella recibieron la noticia de que Italia, tal como se esperaba, había declarado también la guerra a Austria. Cuando Florian ordenó esta vez el desmantelamiento, dijo a todos los conductores de carromatos y remolques que a partir de aquel momento evitarían la carretera principal por la que habían subido para tomar una carretera secundaria que bordeaba el río Adigio y se dirigía al nordeste, pasando por una ciudad llamada Merano. —¿Por qué? —preguntó Edge—. Durante todo el camino he dado por sentado que cruzaríamos los Alpes por el paso del Brennero. Está directamente al norte de aquí, la carretera es buena, el paso no está a una altura inaccesible y, diablos, es la travesía alpina clásica desde los ostrogodos. —La clásica ruta de invasión hacia el sur, sí. Y por lo tanto, la ruta más probable que elegirán los austríacos para cruzar con su caballería, como debería saber un ex oficial de caballería como tú. No quiero encontrarme encima de los Alpes esperando que todo un ejército deje libre mi camino. Atravesaremos por el paso de Resia, que sólo es unos metros más alto y está a pocos días más lejos de aquí. Justo antes de anochecer, el mismo día que abandonaron Bolzano, la caravana llegó a Merano, una ciudad que parecía componerse exclusivamente de posadas. Florian anunció: —No actuaremos aquí. Merano es un balneario para tuberculosos, que vienen aquí para la cura de descanso, la cura de aire puro, la cura de suero de leche, la cura de uvas. Es probable que no tuvieran fuerzas ni para subir a nuestras graderías. Sin embargo, buscaremos posadas que puedan alojarnos a todos. Así comeremos y descansaremos bien bajo los edredones de pluma. El camino será duro y no ofrecerá comodidades. Después de cenar, Autumn y Edge, antes de gozar del gran edredón de pluma de su cama, caliente pero ingrávido, salieron al balcón de su habitación. Había luna llena y su luz prestaba un aspecto impresionante a las cumbres nevadas que rodeaban y dominaban Merano. La cordillera de montañas, de un blanco luminoso, con profundos valles sombreados, parecía recortada como un trozo de hojalata contra el cielo azul oscuro. —Hermoso —murmuró Autumn, mirando todo el horizonte, y cuando se volvió hacia Edge, éste vio que en sus ojos los pétalos dorados eran visibles incluso a la luz de la luna. Ella añadió—: Bien pensado, la luna es siempre llena, sólo que no podemos verlo. El respondió, lleno de admiración:
—Yo diría que con tus ojos habrías de verla todo el tiempo. En cambio yo no soy tan perceptivo. Hasta este momento no había notado una cosa: mi sombra es negra, la sombra de todo el mundo es negra. La tuya es de color rosa. Involuntariamente, ella bajó la vista, y luego rió: —Mentiroso. Idiota. —Bueno, a mí me lo parece. Toda tú, querida, me pareces una flor. El siguiente tramo del camino requirió cinco días y cinco noches. Cada vez más escarpado y sinuoso, quitaba el aliento a los caballos y exigía con frecuencia que los hombres se apearan y siguieran a pie para aligerar el peso. Además, las noches eran muy frías, incluso dentro de los remolques e incluso ahora, en pleno verano, porque se acercaban a los dos mil metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, la carretera permanecía libre de nieve y nadie, ni tampoco los animales, se fatigaron en exceso, ningún vehículo se averió y —tanto si había o no ejércitos en el paso del Brennero ninguna columna de soldados les bloqueó el camino. Por la mañana del sexto día, los miembros del circo descubrieron que ya no subían, sino que viajaban por un trecho llano. Llegaron a un pequeño chalet, pintado de negro y amarillo, donde ondeaba la bandera austríaca y del que salieron varios centinelas de los Rifles Tiroleses... pero sólo para saludar con la mano. Florian hizo detener la caravana, fue a hablar con los guardias y anunció al volver: —Damas y caballeros, estamos en la cresta de los Alpes de Lechtal. El paso que acabamos de franquear se llama paso de Resia, y el siguiente, Reschenpass. Dejamos las tierras cisalpinas para entrar en las transalpinas. Y justo a tiempo, por lo que me han dicho estos simpáticos muchachos. Los austríacos y los italianos están luchando ahora encarnizadamente en las cercanías de Verona, donde nos hallábamos hace tan pocos días. A partir de aquí, amigos míos, la carretera es toda cuesta abajo, hacia los valles tiroleses de Austria o, como el país prefiere llamarse en su propia lengua, Osterreich. Ósterreich
OSTERREICH Pasaron el resto de aquel día bajando por los valles de montaña que servían de cuenca al río Inn, joven y turbulento aquí y de un pálido verde jade gracias a todo el oxígeno que había absorbido de las nieves de la cordillera. Existían notables diferencias entre este lado transalpino del paso y el cisalpino que habían dejado atrás. Allí habían ascendido entre robles, hayas y fresnos. En este lado, los árboles eran en su mayoría de hoja perenne: pinos y abetos. En el lado sur las flores silvestres habían sido adelfas y verbenas; es este lado norte eran gencianas y saxífragas.
Había varios pueblos muy pequeños desparramados por los valles altos del Inn, demasiado pequeños para ofrecer alojamiento a forasteros. Cuando la caravana se detuvo para pasar la noche en las afueras de una aldea llamada Pfunds, Florian dijo: —Maggie me ha dicho que estos últimos días hemos gastado casi todas nuestras provisiones. Iré a llamar a las puertas para preguntar si puedo comprar pan, leche y queso a alguna buena Hausfrau. Ven, Banat. Me ayudarás a llevar las compras. Los dos volvieron muy cargados. Magpie Maggie Hag había encendido una hoguera y los eslovacos otra, y todos, artistas y peones, se colocaron a su alrededor para comer pan y queso. De pronto, todos se enderezaron, sobresaltados, al oír un ruido muy fuerte y extraño —una mezcla de cascabeleo, grito y alarido— desde la negrura de los pinos del otro lado de la carretera. —iPor todos los demonios! —exclamó Yount. El extraordinario ruido sonó de nuevo. El elefante, inquieto, movió las patas, Maximus rugió y los terriers ladraron en el remolque de los Smodlaka. —Juraría que es un gnomo —dijo Domingo, con un escalofrío. — ¿Un qué? —preguntó Fitzfarris. — Un gnomo. Una especie de enano. Monsieur Jules me prestó un libro sobre los Alpes donde dice que los Alpes están llenos de gnomos. Como contestando al nombre, el horrible sonido se dejó oír otra vez. —Bueno, sea lo que sea —dijo Mullenax—, no creo que pueda dormir oyéndolo chillar de este modo. Zack, ¿tienes la carabina cargada con perdigones? Préstamela. —¿Quieres perseguirlo? ¿Tuerto? ¿En la oscuridad? —Soy el domador de fieras, ¿no? Y en la oscuridad dos ojos no ven mucho más que uno. Edge fue a buscar la carabina encogiéndose de hombros y Mullenax se adentró sin ruido en el bosque. — Creo que Abner también va cargado —observó Fitzfarris—. Si dispara esa arma en la dirección equivocada, nos puede rociar de perdigones. Pero el ser, fuera lo que fuese, volvió a emitir su ronco alarido y un disparo lo siguió. Unos minutos después, el ser gritó de nuevo, pero enmudeció de repente tras una especie de gemido. Todas las personas que rodeaban las hogueras se dirigieron miradas inquisitivas. Después de un largo silencio, Mullenax entró en la zona iluminada llevando un bulto negro e informe. — No he tenido que matarlo, sólo lo he hecho caer de la rama con la culata. Aún está vivo, así que lo he atado con mi cinturón. Nunca había visto un bicho igual y que me cuelguen si voy a dejarlo suelto para que
me ataque con furia cuando se despierte. —Lo dejó caer al suelo y todos acudieron a mirar—. Grande como un pavo, pero ningún pavo ha gritado jamás como él ni tenido una expresión tan fiera. El ave era de color negro y bronce con reflejos azules y púrpuras, y el cuerpo se parecía al de un pavo americano y tenía incluso la misma cola en forma de abanico, pero la cabeza, el pico y las garras eran los de una ave de rapiña. Cuando empezó a despertarse, abrió unos fieros ojos de halcón bajo las «cejas» de plumas rojas, hizo castañetear el pico amarillo, muy curvo, y volvió a emitir aquel craqueteo, haciendo retroceder a todo el mundo. —Nada sobrenatural ni amenazador —explicó Florian—. Se trata de una especie de urogallo que en todas las lenguas europeas recibe el nombre de gallo del bosque o gallo de las montañas. En Italia es el gallo alpestre y aquí se llama Auerhahn. —En Escocia es el capercaillie —dijo Autumn—, gallo montés en gaélico. — ¿Es bueno para comer? —preguntó Yount. —Ya lo creo —contestó Florian—. Por lo menos en esta estación, cuando ha estado comiendo bayas y cosas por el estilo. En invierno se alimenta de agujas de pino, y entonces sabe a terebinto. — iNi hablar! —exclamó Mullenax—. Nadie se comerá a un pájaro que me he molestado en capturar vivo. i Es para exhibir! —Nunca podrás domesticarlo y entrenarlo —observó Fitzfarris—, pero podríamos ponerlo entre las aves disecadas de mi museo. — Sí —asintió Florian—. Aquí no es exótico como un colibrí o un oposum, pero la mayoría de habitantes de la ciudad sólo habrán visto el Auerhahn muerto y disecado. Esto es lo que haremos: lo pondremos vivo en el museo. Mientras la caravana del circo continuaba bajando por el valle del Inn, el paisaje de ambos lados subía hacia el cielo y consistía en densos bosques de pinos negros de los que salían de vez en cuando jirones de niebla gris, como fantasmas que se asomaran a observar la procesión. Aquí y allí los pinos cedían el paso a bosques de abetos, ondeantes como un mar que fuera a lamer las laderas de las montañas. Entre todos aquellos árboles siempre verdes, algún que otro árbol caduco —un tilo o un castaño— se encendía como una explosión verde pálido. Más o menos cada dos kilómetros habían talado el bosque para pastos y para edificar una casa. Las casas eran de sólido diseño alpino: la parte delantera para los seres humanos y la trasera para establo del ganado en invierno, a fin de que el calor de sus cuerpos ayudase a mantener calientes las habitaciones de las personas. Los tejados eran resistentes, con aleros y un balcón que rodeaba la casa bajo las ventanas del segundo piso; tanto el balcón como los antepechos de las ventanas rebosaban de geranios rojos. Sobre la puerta de entrada había clavada una tabla larga y ancha con cornamentas de ciervo o alce, y junto a
cada casa había una hilera de colmenas de abejas. Los pastos de detrás de las casas eran tan abruptos que parecía imposible que cualquier animal pudiera pacer en ellos. No obstante, había numerosas manadas y tan hermosas como ganado de feria: caballos de brillante color marrón, con crines y colas rubias y vacas de un delicado tono pardo plateado. Y en estos cálidos días de verano, no sólo los potros y terneros, sino también los caballos adultos y las vacas lecheras saltaban y retozaban por el campo. También había ovejas, pero no se movían con tanta seguridad en los pastos inclinados, y los miembros del circo rieron al ver perder el equilibrio a una de ellas y rodar colina abajo como un barril. Como el tiempo seguía siendo espléndido, la compañía acampaba todas las noches al borde del camino, pero paraba con frecuencia ante una Schenke o Gasthaus para comer o cenar. Algunas de estas posadas eran modestas y servían la comida de los campesinos, que parecía consistir únicamente en el Sterz, un pan de harina de trigo cubierto con tiras de chicharrones. Y en una de estas tabernas, un par de los recién llegados cometió el error de pedir una bebida campesina llamada Rhum y descubrieron que no era siquiera un pariente lejano del ron, sino un desagradable destilado de patatas mezcladas con azúcar moreno, casi demasiado malo para Mullenax. Sin embargo, había otras posadas para viajeros más ricos, donde las viandas eran soberbias: liebre cocida en jarra, jabalí asado, pescado fresco del Inn, albóndigas inmensas, cerveza fuerte y un licor perfumado con genciana. Por la noche, en torno a las hogueras, los viajeros más experimentados explicaban a los novatos cosas sobre Austria. —Los Habsburgo, que han gobernado este país durante mucho tiempo —dijo Florian—, deben de ser la familia reinante más antigua de toda la historia. Yo diría que han ocupado un trono u otro, como duques, condes, reyes, emperadores, durante más tiempo que cualquier dinastía egipcia. Su árbol genealógico se remonta a un tal conde Guntram el Rico, alrededor del año novecientos, que dio nombre a la estirpe por su Habichtsburg: castillo del Halcón. En su tiempo, los Habsburgo han gobernado desde pequeños ducados hasta todo el Sacro Imperio Romano. Ahora mismo, hay un Habsburgo que intenta gobernar a un México bastante ingobernable. — Eso no durará mucho —opinó Edge—. Maximiliano sólo consiguió introducirse allí porque los Estados Unidos estaban distraídos con su guerra. —Y, naturalmente, sólo fue porque Francisco José se lo ordenó —dijo Florian—. Después de todo, ¿qué puede hacer un emperador con su hermano menor? Tratar de encontrarle un trabajo de segunda clase en el extranjero. Maximiliano ya había cometido muchos errores gobernando Venecia. Ese hombre es un papanatas.
— Una vez figuré entre los cantantes llamados a la corte de Maximiliano cuando estaba en Venecia —terció Zanni Bonvecino—. Su esposa es Carlota de Coburgo, una mujer muy desequilibrada. Es la perpetua y maniática ama de casa y siempre está quitando el polvo del mobiliario, como una camarera demente. — Y Francisco José estar casado con Elisabeth —dijo Carl Beck—, que ser de nuestros Wittelsbach de Baviera y hacer mucho tiempo que los Wittelsbach ser famosos por su locura. —Bueno, Fracisco José tuvo una razón condenadamente buena para casarse con Elisabeth —observó Florian—. Dicen que es la mujer coronada más hermosa desde Nefertiti. —No obstante —replicó Paprika—, Elisabeth es una Wittelsbach y, como mínimo, una persona excéntrica. Está obsesionada con su belleza y su salud. Siempre hace ejercicio, se baña en extraños aceites y come extrañas sustancias. Además, detesta la formalidad de la corte y las obligaciones reales y desprecia a su marido. Tengo entendido que ahora viaja tan a menudo como puede y, cuando vuelve a sus dominios, pasa la mayor parte del tiempo en Budapest, dejando Viena y a sus propios hijos al cuidado de Francisco José y de la madre de éste, la inflexible Sofía. —Pero digamos en su favor —terció Autumn— que la emperatriz Elisabeth adora el circo y que ella misma es una consumada amazona. Incluso ha hecho equitación de alta escuela y dicen que aprovecha todas las ocasiones para satisfacer su pasión por el circo. Va por ahí de incógnito como aquel sultán... ¿quién era, Florian? El que siempre se paseaba disfrazado entre sus súbditos. — Un califa persa. HarunalRaschid. — Sí, lo he oído decir —asintió Paprika—, y también que ahora habla el húngaro a la perfección, además de todas sus otras lenguas. — Paprika hizo una pausa para soltar una risita—. ¿Sabéis una cosa? Dicen que tiene un apodo cariñoso para su marido. Le llama «Megaliotis», y no a espaldas suyas, sino a la cara. Y al pobre idiota le gusta porque en griego clásico significa «Majestad». Sin embargo, en húngaro la palabra puede traducirse como «Punto muerto». — Bueno, pues nosotros no podemos quedarnos en un punto muerto —dijo Florian—. Vámonos a la cama, que mañana hemos de madrugar. El madrugó más que nadie, porque aquella tarde el Florilegio llegaría a la primera ciudad austríaca de alguna importancia, Landeck, y Florian debía apresurarse para gestionar la cuestión del emplazamiento. Así pues, Edge y Autumn condujeron a la caravana, sin posibilidad de perderse porque sólo había una carretera que siguiese el Inn por el valle. Edge sabía que durante su curso el Inn se convertía en uno de los ríos principales de Austria, pero de momento sólo era lo que en Virginia se llamaba un arroyo. Ahora, sin embargo, la carretera empezó a
cruzarse de vez en cuando con otras que atravesaban el Inn por altos puentes curvados, cada uno de ellos provisto de paredes y techo de madera como cualquier chalet de montaña. Luego otro arroyo se unió de repente al Inn, convirtiéndolo en un río más respetable, y en la confluencia de ambos se alzaba Landeck, y Florian esperaba junto a la carretera. —Acamparemos en la Eislaufplatz, que en invierno es la pista de patinaje. Mientras os esperaba he corregido estos carteles en lengua italiana. Di a todos los hombres que no conducen que empiecen a fijarlos mientras el resto nos dirijamos a la plaza. Landeck era una ciudad de una limpieza excepcional, especialmente en comparación con algunas ciudades de Italia. No se veía un solo trozo de papel, ni un solo patio o casa que no fuera pulcro, ni una persona desaseada. Lo más notable, tanto allí como en los pueblos que habían atravesado, era que no había mendigos en ninguna parte. Sin embargo, Autumn dijo a Edge que Austria no carecía totalmente de ellos y que todos habían emigrado a Viena, donde el botín era mayor. Landeck parecía haber crecido bastante al azar en torno a su centro — un castillo inmenso, de torres cuadradas—; los edificios habían partido de allí para desparramarse después por el valle y las laderas circundantes. La caravana del circo tuvo que seguir una ruta lenta y tortuosa por las calles estrechas hasta el otro extremo de la ciudad. Por esta razón los peones que fijaban carteles podían muy bien ir avanzando junto a la caravana mientras hacían su trabajo. En la parte superior de los carteles Florian había añadido, en grandes letras ne gras: «NICHT DENKEN AN KUMMER!» Cuando la caravana se detuvo ante la eventual pista de hielo y todos se hubieron apeado, Edge preguntó por el significado de aquella frase. —Quiere decir «i Olvidad vuestras preocupaciones!» —contestó Florian— . Venid al circo en vez de afligiros. Si estamos el tiempo suficiente en tierras germanas, haré imprimir carteles nuevos. Pero la palabra «circo» está bien clara. —¿Tiene esta ciudad algún motivo en particular para estar afligida? —Toda Austria lo tiene. Me he enterado de las últimas noticias sobre la guerra. Las tropas de Austria en el sur han infligido una buena derrota a los italianos, tal como se esperaba, pero sus ejércitos de Bohemia se retiran sin cesar ante los prusianos, con grandes pérdidas. Y esto no se esperaba. Es sabido que los soldados austríacos están mejor entrenados y son más disciplinados que los prusianos y tuvieron experiencia de combate contra los franceses hace siete años, mientras que los prusianos no han librado una guerra durante los últimos cincuenta. Me han dicho, no obstante, que los prusianos poseen unas armas nuevas terribles: rifles de repetición y retrocarga frente a las viejas piezas de avancarga austríacas, y cañones hechos de acero de Essen en vez de
hierro fundido, por lo que pueden disparar con más rapidez y precisión. Tengo entendido que el valor y la experiencia no valen mucho frente a una potencia de fuego superior. —Puedo garantizarle que así es —contestó secamente Edge. Sin embargo, la población de Landeck, por muy preocupada que estuviera por motivos patrióticos, se congregó para ver al elefante y a los eslovacos levantar la carpa y la tienda pequeña, y un buen número de ciudadanos se acercó a la taquilla de Magpie Maggie Hag para comprar entradas para el día siguiente. Fitzfarris también estaba en el furgón rojo, pero en la parte trasera —la del museo— y desde allí llamó a Florian. — Espero que el maldito pavo de Abner sea digno de exhibición — dijo Fitz, airado—. Es la primera vez que bajo los paneles laterales desde que metimos aquí dentro al pajarraco. iY mire lo que ha hecho con el resto del museo! El resto del museo había dejado de existir, exceptuando un montón de pieles y pellejos, bolas de relleno, plumas desperdigadas y tres ojos de cristal, reliquias del ternero de dos cabezas. El pico puntiagudo y las garras del Auerhahn habían destrozado todos los objetos del museo: aves, animales, incluso la serpiente de leche. El culpable extendió el abanico de su cola y los miró con desafío. — Diantre —exclamó Florian—, tendría que haberlo sabido. Cuando oímos aquel alarido en plena noche y en pleno verano, debí comprender que no era una llamada de celo, sino un desafío a cualquier ave que invadiera su territorio. — Y ahora se ha quedado solo en este territorio. Menos mal que los chinos ya no viven aquí. Tendría que hacer comer a Abner este condenado pajarraco, crudo, con plumas y garras. — Bueno, metimos al Auerhahn en la jaula sin nada de comida. Quizá estaba hambriento. — Pues que se coma a Abner. Cualquier animal capaz de engullir un ternero disecado con tres ojos, disfrutaría comiendo a un zoquete tuerto conservado en alcohol. — Calma, sir John. Has de admitir que el museo era bastante improvisado. Mandaré a un eslovaco para que limpie el furgón y luego pensaré una historia truculenta sobre el Pájaro Asesino de los Altos Riscos. Más adelante quizá encontremos sobre la marcha algunas piezas de museo más reales que éstas. Vaya... ¿qué sucede? Un caballero uniformado, con aspecto de funcionario, entró en el recinto a grandes zancadas, echó una ojeada desdeñosa a las tiendas, se dirigió hacia Florian y le habló en alemán con tono altanero. Los dos conversaron durante un minuto y luego el desconocido entró en la carpa. — ¿Quién es? —preguntó Fitzfarris.
Florian hizo una mueca. — Una manifestación de la eficiencia teutónica que ya esperaba y temía. Ostentará un título parecido al de Herr Inspektor de Detalles Diminutos del Departamento de Obstrucción del Ministerio de Injerencia Pública. Nos fastidiará otro como él en cada ciudad lo bastante grande para mantener un servicio civil típicamente parásito. Yo me encargaré de él. Entró en la carpa, donde Stitches Goesle supervisaba a los peones en la colocación de las graderías. El inspector de Landeck tocaba con expresión crítica un pliegue de la lona de la pared lateral. Cuando vio a Florian, hizo chasquear los dedos y ordenó: «Benehmenbüchern!» Florian volvió a salir, fue a su remolque y regresó con todos los salvoconductos. El inspector los hojeó uno por uno, leyendo cuidadosamente todas las entradas en todas las lenguas, o fingiendo que lo hacía. Por lo menos reconoció una de las palabras, porque alzó la mirada y preguntó: —Kanevasmeister? Florian le dijo que el maestro velero era el encargado de la carpa. Señaló a Goesle y el inspector pidió que le llamara. Cuando Dai se hubo acercado a ellos, el hombre dijo: —¿Herr Goosely? —Se pronuncia Gwell —gruñó Dai, y preguntó a Florian—: ¿Quién es este papanatas? —Inspector municipal —respondió Florian y escuchó el largo discurso del funcionario. Entonces tradujo a Goesle—: El inspector dice que nuestra lona es altamente inflamable y que no hay cubos de arena o de agua para usar en caso de incendio. —Espere un momento, director —protestó Goesle, indignado—. ¿Por qué me dice estas cosas? Las conoce tan bien como yo. — Claro, pero debemos simular que discutimos el asunto. —¿Qué hay que discutir? No sé de nada que evite un incendio en la lona. Si quiere que compre cubos, lo haré, siempre que me dé tiempo y oportunidad. —Si se le antoja, este idiota puede prohibirnos hacer el espectáculo. Como es natural, no ha venido hasta que he pagado a la ciudad el alquiler del terreno y hemos levantado la carpa, de modo que perderíamos tiempo, esfuerzo y dinero si recibiéramos orden de desmontarlo todo. Así actúan estos funcionarios mezquinos. Ahora dame una respuesta, Dai, para que pueda traducírsela. — ¿Qué respuesta, director? Por mí puede decirle que se marche de aquí antes de que le golpee con un mazo. —Gracias, Dai.
Florian se volvió hacia el funcionario y pronunció una larga parrafada en alemán, gesticulando. El inspector se rascó la barbilla, con expresión suspicaz. —¿Qué le ha dicho? —preguntó Goesle. —Que el carromato que lleva los cubos contra incendios aún no ha llegado porque se le rompió una rueda por el camino. Pero los cubos estarán aquí, y llenos, antes de que abramos mañana. —No parece creerle. —Lo hará. Florian se sacó de los bolsillos un fajo de entradas con varios billetes de gulden austríacos doblados entre ellas. Lo entregó al inspector mientras le dedicaba una serie de almibarados cumplidos en alemán. El funcionario cogió las entradas y el dinero, pero mirándolos con expresión todavía más suspicaz. — Creo que ahora le acusará de soborno —dijo Goesle. Justo entonces entró Autumn en la carpa, vestida de calle. — Dai, una de las hebillas de mi aparato me pareció suelta la última vez que... Oh, perdón. No había visto que estás ocupado. El inspector la repasó con la mirada, parpadeó y la miró con más fijeza. Entonces se quitó el sombrero, se inclinó mucho ante ella y empezó a salir de la carpa andando hacia atrás mientras se inclinaba también hacia Florian y Goesle y decía rápida y obsequiosamente: — Gut gemacht! Alles in bester Ordnung sein. Verzeihen Sie, meine Herren! Küss die Hand, gniidige Dame... —Y salió. —¿Qué ha pasado? —preguntó, aturdido, Goesle. —Por fin le hemos convencido de que verá aquí los cubos mañana — respondió Florian. —Pero no los verá, director. —Los verá aunque tenga que cerrar los dos ojos. Claro que la llegada en el momento oportuno de una mujer hermosa ha ayudado a convencerle. Señorita Auburn, debe haberte confundido con su emperatriz disfrazada. Recuérdame que te reclame a mi lado cada vez que tenga que tratar con funcionarios. —Aquí hay otra cosa que debo recordarte —dijo ella, alargando un pedazo de papel—. Una letra nueva para la cabalgata inicial. Bumbum y yo la hemos escrito juntos. Y todavía a los acordes de Greensleeves. —Vaya, había olvidado por completo que la necesitábamos —dijo Florian. Leyó y tarareó las palabras: Zirkuus ist Vergnügen! Zirkus vor Freude hüpfen! Zirkus hat Herz rein golden! Und alles zu Zirkus willkommen!
—Podemos reunirnos esta noche para ensayarla —propuso Autumn—. Carl también tiene que enseñar a la banda una nueva marcha para la cabalgata final. —Sí, es cierto. El himno nacional austríaco. Bueno, muchas gracias a los dos por esta letra, querida. Realmente notable. Rimar palabras alemanas y darles forma métrica, aunque sea aproximadamente, debió de ser un esfuerzo incluso para el genio del propio Wagner. Cuando llegó la primera función del día siguiente, Zanni ya había hecho su investigación acostumbrada sobre la localidad, así que cuando él y Florian mantuvieron su charla cómica al principio del espectáculo, la mayoría de chistes de Zanni eran tópicos. Hizo desternillarse de risa al público cuando bromeó sobre «die Sechsundsechzig Starken», los sesenta y seis comerciantes locales que componían la junta de promoción cívica de Landeck. Zanni exprimió el tema, porque Starken podía significar «hombres de grandes negocios» o «gordos hombres de negocios». Zanni introdujo además un nuevo elemento en el número, un payaso adjunto en la pequeña persona de Quincy Alí Babá Simms. Y Alí Babá consiguió las primeras carcajadas de su vida sólo entrando en la pista, porque Zanni le había maquillado como al Tambo o Bones de una representación teatral de negros americanos. Le ennegreció aún más la cara con corcho quemado, salvo la boca, pintada como una raja de sandía. Llevaba un traje oscuro y guantes blancos. El efecto era el de un pequeño negro personificando con exageración a un muchacho blanco que a su vez personificaba con exageración a un negro, y el público lo encontró gracioso en cuanto lo vio. Durante el diálogo cómico, Alí Babá tenía poco papel. Sólo cuando Florian, simulando furia por las réplicas e insultos de Zanni, intentaba perseguir al payaso, Alí Babá se colgaba de la levita de Florian o se agachaba para ajustarse el zapato a fin de que Florian tropezase con él. El verdadero debut de Alí Babá como payaso se produjo al final del número, cuando Florian se enfadó con él y le persiguió alrededor de la pista. Entonces Zanni sacó una chistera de alguna parte y se la puso en la cabeza, pero del revés. Alí Babá, huyendo de Florian, dio un gran salto por encima de Zanni —haciendo una voltereta en el aire, de modo que por un instante él y Zanni estuvieron cabeza contra cabeza— y aterrizó un poco más allá, de pie, con la chistera bien colocada sobre su propia cabeza. Como él y Zanni habían ensayado y perfeccionado este número en estricto secreto, incluso los artistas estallaron en un aplauso sorprendido, junto con el público. Y éste armó un estrépito que Alí Babá y los otros americanos no habían oído nunca hasta ahora. Aplaudiendo con las manos de la forma corriente, aumentaron el ruido pateando con fuerza sobre las gradas de madera... y, al cabo de un momento,
patearon al unísono, produciendo un ruido ensordecedor que no disminuyó hasta que Florian, Zanni y Alí Babá —en especial este último, con una sonrisa que casi dividía su cabeza en dos— hubieron salido a saludar repetidas veces. Los habitantes de Landeck aplaudieron con manos y pies después de cada actuación, pero lo hicieron aún con más fuerza tras un número en particular. Los miembros de la compañía no adivinaron nunca la razón, pero cada función en Landeck atrajo un lleno de amantes casi fanáticos de los perros. Los terriers de los Smodlaka obtuvieron aplausos tan ensordecedores y tantos gritos de «noch einmafi» en la primera función, que Pavlo, Gravrila y los niños tuvieron que repetir varios números y salir a saludar muchas veces. En la función de aquella noche, bajo la luz de calcio, con el foco de Goesle siguiendo las piruetas de los perros, la actuación obtuvo el mismo éxito y los Smodlaka se vieron obligados a obedecer reiteradamente los gritos de «!bis!» Cuando sucedió lo mismo en cada función subsiguiente, Gavrila empezó a sentirse casi confusa ante las incesantes llamadas a la pista. Por su gusto habría saludado y desaparecido después de varios bises, pero Pavlo siempre le dirigía una mirada furibunda que la obligaba, así como a los perros y los niños, a seguir actuando hasta que los pálidos Velja y Sava parecían transparentes de tanto sudar. Y en la última función del Florilegio en Landeck, la actuación de los Smodlaka se prolongó hasta que incluso los terriers estaban medio muertos y el coronel Ramrod tuvo que tocar su silbato y hacer restallar su látigo repetidas veces antes de que Pavlo permitiera retirar a su familia y sus animales, y entonces él se quedó a saludar y sonreír hasta que el director ecuestre casi tuvo que llevárselo a rastras. — iMaldita sea! —le gritó Edge—. Tengo que meter cinco números más antes de la cabalgata final y luego tenemos que desmontar y tú acaparas la pista durante media hora. — iPues acorte los otros prljav números! —replicó Pavlo—. No el mío, que es el que más gusta a esta buena gente. Edge tuvo una inspiración que consideró inteligente. —¿Se te ha ocurrido pensar —dijo— que todos esos hurras pueden haber sido dirigidos por un amaestrador de perros rival que te hace quedar el tiempo suficiente para poderse aprender todos tus trucos y señales para su propio número? Pavlo dio un respingo, jadeó: «Svetog Vlaha!» y quedó tan pálido como sus hijos. Se agachó, agarró a Terry, Terrier y Terriest como si estuvieran en peligro de un secuestro inminente y corrió con ellos hacia su remolque. Otro incidente inesperado se produjo aquella noche, pero no causó más problemas que una aceleración del pulso de Edge. Autumn se acercaba al final de su actuación y se estaba levantando muy despacio de una
despatarrada sobre la cuerda. Todas las miradas convergían en la pequeña hada vestida de amarillo, seguida por el brillante foco de Goesle. El silencio en la carpa era tal que podía oírse el silbido de las llamas de gas. De repente, sin ninguna razón visible, a Autumn se le cayó la pequeña sombrilla amarilla, que aleteó fuera de la luz de las candilejas, por lo que dio la impresión de desaparecer, pero Edge no la miraba, sino que tenía la ansiosa vista fija en Autumn, seguro de que su respiración y su pulso se habían detenido durante la fracción de segundo en que ella había perdido el equilibrio al caerle la sombrilla. Autumn se tambaleó un poco —probablemente nadie del público lo notó siquiera— y luego continuó juntando los pies hasta que volvió a estar derecha sobre la cuerda y se deslizó por ella hasta la plataforma, donde saludó y recibió los aplausos. —Sencillamente, me resbaló de la mano, Zachary —dijo cuando hubo bajado—. Quizá aún no estoy acostumbrada a la luz de calcio. Me da un ligero dolor de cabeza... Edge sólo dijo que se alegraba de que no hubiera sido nada serio, absteniéndose severamente de decir algo crítico o parecido a un consejo. Pero se dio cuenta de que la confianza de Autumn en sí misma ya no era totalmente inquebrantable. Sus ojos de pétalos tenían una mirada nueva. No era de miedo, preocupación o aprensión, sino de simple perplejidad. Autumn Auburn había cometido un error que no había hecho en su vida y se preguntaba por qué. No obstante, ya había vuelto a animarse al final del espectáculo, cuando la banda tocaba Gott erhalte Unseren Kaiser y la compañía daba la última vuelta a la carpa. Desfilando al lado de Edge, que conducía a sus caballos, le dijo: —Escucha esa melodía. En Stepney... ¿Stepney? —Shhh. En mi época cockney solíamos cantarla, pero con palabras obscenas. Y empezó a cantar el solemne himno de Haydn sólo para los oídos de Edge, con la letra de «Era pobre, pero honrada», y los dos se echaron a reír. Al día siguiente la caravana del circo continuó bajando despacio por el valle del Inn. No había pueblos lo bastante grandes para merecer una representación y la próxima ciudad de cierto tamaño sería Innsbruck, pero Florian no tenía prisa en llegar. Explicó: — Haremos el viaje con calma hasta Innsbruck, una gran ciudad que nos permitirá una larga estancia. Luego viajaremos despacio hacia nuestro próximo destino. Cuando se nos eche encima el invierno quiero estar en las tierras bajas del Danubio, y nos quedaremos en esa región más clemente hasta la primavera.
A la compañía no le importaba viajar sin prisas porque el valle, que no dejaba de ensancharse, era cada vez más hermoso. Cada plaza de pueblo y patio de granja rebosaban de flores y los campos estaban llenos de flores silvestres. —Los austríacos llamarlo Blumenmeer, «Mar de flores» —dijo Beck—. Especialmente en primavera, cuando todos los huertos estar en flor: cerezos, melocotoneros, albaricoqueros, almendros. Ahora sólo florecer los Pappeln. Se refería a los álamos, que eran los árboles más abundantes en la comarca. En esta estación dejaban caer tal cantidad de pelusa blanca, que cubría la carretera con una gruesa capa. Las herraduras de los caballos apenas se oían, pero levantaban nubes de este níveo plumón y la caravana dejaba una estela blanca, como humo, que desde cierta distancia podía confundirse con el vapor de un tren. Un atardecer, cuando la compañía había acampado junto a la carretera y visitado una granja cercana para comprar productos frescos, encontraron entre las provisiones un cesto de huevos de gansa. Sin que nadie lo notara, Fitzfarris hurtó uno de estos huevos y se lo llevó a alguna parte. La noche siguiente, en el próximo campamento, cuando Magpie Maggie Hag se disponía a freír huevos, Fitzfarris se hallaba cerca por casualidad y de improviso exclamó, en tono de sorpresa: — iDios mío, Mag! Mira el huevo que acabas de coger. Ella así lo hizo, gritó: «Devlesa!» y lo dejó caer, pero Fitz lo recogió al vuelo. Otros se acercaron y Fitzfarris les enseñó el huevo —«i Mirad esto!»—, y todos prorrumpieron en exclamaciones o murmullos. Cuando Florian se unió a ellos, preguntó en tono ligero: — ¿Has descubierto la gansa de los huevos de oro, sir John? —Casi, maldita sea —dijo Mullenax—. Mírelo, director. Florian le dio varias vueltas en la mano. Se trataba de un huevo corriente de gansa, pero la cáscara no era del todo lisa. Tenía una figura grabada: una cruz cristiana bien reconocible, en relieve sobre la superficie. Yount, excitado, preguntó: —¿Cómo podríamos encontrar la gansa que ha puesto este huevo? Si es una costumbre suya, atendríamos algo realmente curioso que vender! — No creo que sir John necesite a la gansa —dijo Florian, con los ojos brillantes. Y añadió, dirigiéndose a Fitzfarris—: Piensas que sería una buena idea para el Auerhahn, ¿verdad? — Vaya. Ya ha visto antes este truco. — Casi siempre en las comunidades más atrasadas, donde los palurdos creen a pies juntillas en supersticiones y milagros. ¿Cómo lo has hecho, sir John? — He dibujado la cruz con cera, sumergido el huevo unos minutos en el ácido del generador de Bumbum y luego rascado la cera. Director,
presentó muy bien a ese gallo en Landeck, sonó como si fuera el rocho de Simbad, pero los patanes no parecieron muy impresionados, así que pensé: ¿y si pusiéramos un nido de ramitas en esta jaula, presentásemos al bicho como un ponedor de huevos milagrosos y vendiéramos los huevos marcados con la cruz...? —Bueno, merece la pena probarlo. Este es un país católico. Pero me temo que encontrarás a nuestro siguiente público, los habitantes de Innsbruck, muy civilizado y blasé. — Cualquier persona religiosa se traga con facilidad las farsas de este tipo —dijo confiadamente Fitz—. Pero si las cruces no se venden, me inventaré una farsa patriótica. Pondré en los huevos el escudo austríaco. Sin embargo, cuando el circo llegó a Innsbruck comprobó que la población no se sentía muy patriótica y no creía en los milagros. — Las noticias de la guerra se propagan despacio por el valle —dijo Florian cuando se encontró con la caravana en las afueras de la ciudad— . Mientras aún estábamos en Landeck, los austríacos sufrieron una derrota tan abrumadora en Bohemia, en un lugar llamado Kóniggrátz, que se han retirado hacia el sur, hasta los alrededores de Viena, y Francisco José ha pedido un armisticio a Prusia. Austria ha perdido la guerra. — ¿Qué significará esto para nosotros? —preguntó Edge. — Ahora mismo, probablemente escasa afluencia de público y poco entusiasmo. He alquilado un terreno en el Hofgarten, pero no creo que en estos momentos solemnes sea de buen gusto fijar esos carteles de «iOlvidad vuestras preocupaciones!». Condujo la caravana por la avenida que bordeaba el río, a través del recinto de la universidad, rodeando la apiñada zona de la ciudad vieja, sobre la cual brillaba el tejado dorado del Schloss Fürstenburg, y por el parque público que se extendía detrás del teatro Estatal. Mientras los peones descargaban los carromatos y preparaban el montaje, Florian continuó hablando a Edge: — En cuanto al futuro inmediato, la derrota de Austria significará probablemente una depresión económica, incluso para nosotros. Me han dicho que Francisco José ya ha consentido en ceder Venecia. Se trata de una pérdida grande y costosa y es seguro que el canciller Bismarck de Prusia exigirá más concesiones. — De modo que Austria será un mal negocio para nosotros —observó Edge. — Al menos durante un tiempo, pero no mucho. Los austríacos tienen la facultad de superar pronto las adversidades o tornarse indiferentes a ellas. Pero yo miro más lejos y preveo futuras conmociones políticas. — ¿Que nos afectarán?
— Que afectarán a toda Europa, me temo. Durante mucho tiempo Bismarck ha intentado unificar todos los estados germanos independientes en un Deutsche Reich unido e invencible. Hasta ahora, otros dos imperios, el francés y el austríaco, han mantenido un justo equilibrio entre ellos y podría decirse que Luis Napoleón y Francisco José han dirigido el destino del resto del continente. Ahora Austria ha perdido mucho poder y prestigio. Luis Napoleón no llorará por eso, pero tampoco sonreirá al ver a una nación germánica unificada y poderosa. Tarde o temprano, Francia deberá actuar para frenar las ambiciones de Bismarck. —Lo cual significará otra guerra —dijo Edge—. ¿Dónde, a su juicio? —Ah, ojalá pudiera prever esto con claridad, Zachary, a fin de poder evitar el lugar y la ocasión. Tendremos que ir haciendo nuestros planes sobre la marcha. —Per piacere, gobernatore... direttore... —interrumpió con cortesía Zanni Bonvecino, acercándose a ellos—. Los he oído mencionar planes y me pregunto si podrían ser lo bastante elásticos para incluir a nuevos artistas. —Por desgracia, signore —contestó Florian—, hablábamos de planes que se han combado, como lo expresó una vez un poeta. Quiso decir tutti rotoli. —Ohimé. En tal caso perdone mi presunción. Pero ¿podría al menos presentarle a unos viejos amigos? Nos han visto entrar en la ciudad. —No faltaría más. Siempre me complace conocer a colegas del mundo del espectáculo, aunque no pueda... bueno... —Le presento a Kyrios y Kyria Vasilakis, que quiere decir señor y señora Vasilakis. —Era una pareja morena y bien parecida, de unos treinta años—. Spyros y Meli... griegos de nacimiento. —Kalispéra —saludó Florian. Los Vasilakis sonrieron, mostrando brillantes dientes marfileños, y empezaron a hablar a la vez—. iNo, no, se lo ruego! —exclamó Florian, riendo y gesticulando como para defenderse—. Kalispéra es una de las ocho palabras griegas que conozco y las otras siete son indecentes. —Parakaló —dijo el griego, encogiéndose de hombros—. Hablar poco inglés y también otros, francés, taliano. —Y ahora —continuó Zanni— le presento a un austríaco de nacimiento, Herr Jórg Pfeiffer. Todos nosotros trabajamos juntos durante un tiempo en el Circo CortyAlthoff. Amigos míos, permitid que os presente al director Florian y al director ecuestre Edge del Florilegio. —Todos se estrecharon las manos y Zanni prosiguió—: Jórg, Spyros y Meli fueron contratados para actuar durante la feria anual de industria y artesanía aquí en Innsbruck. Pero esta feria acaba de ser clausurada, prematura y súbitamente, a causa de las malas noticias de la guerra. Así que están libres.
—Ah... sí... —dijo Florian, confuso—. Y, díganme, ¿qué hacen todos ustedes? —Yo soy un cariblanco —contestó Pfeifer con orgullo. Era un hombre bajo, ancho y canoso de unos sesenta años—. En la pista me llamo Fünfünf. —El y yo —explicó Zanni— solíamos hacer juntos el espejo Lupino. —iNo! ¿Es cierto eso? —exclamó Florian, con el rostro más animado. —Y yo —dijo Spyros— comer fuego y tragar espadas. Esposa Meli encantar serpientes. Zanni se apresuró a traducir: —Es pirófago y tragasables y ella es encantadora de serpientes. Tienen su propio equipo y serpientes, y su remolque. Jórg también posee un furgón y un espléndido vestuario del cariblanco tradicional. —Bueno... —vaciló Florian—. Como todos deben saber, las noticias del frente también son adversas para nosotros. No creo que nos clausuren como a la feria de la industria, pero... —Por mi parte —interrumpió Pfeifer— aceptaría cualquier salario, aunque estuviera muy por debajo de los quinientos francos semanales que suelo cobrar. Florian calculó y murmuró a Edge: —Cien dólares americanos. Estoy seguro de que vale usted hasta el último céntimo de dicha cantidad, mein Herr, así que no le humillaré ni me humillaré a mí mismo pronunciando la oferta que debería hacerle. —Dígamela. Soy un comediante. Lo peor que puedo hacer es reírme. —Ciento cincuenta francos, Herr Fünfünf. —Aceptado. —Se volvió hacia Zanni—. Intentaremos hacer el espejo en la primera función. Vamos a ver hasta qué punto nos hemos oxidado. —Un momento —le dijo Zanni y preguntó a Florian—. ¿Qué me dice de Spyros y Meli, director? —No podemos condenarlos a actuar en las esquinas de Innsbruck, ¿verdad? Pero tengo que hablar de su sueldo con el director del espectáculo complementario. ¿Quiere llevárselos, signor Bonvecino, y presentarlos a sir John? Cuando los cuatro se hubieron ido hacia el patio trasero, Edge dijo: —En cuanto nos enfrentamos de nuevo a tiempos difíciles, usted ha de jugar a ser dadivoso. ¿Piensa pagar a un payaso lo mismo que paga a Maurice LeVie? —No un simple payaso, sino un cariblanco. Habría sido un estúpido de dejarle marchar. El cariblanco es el elemento tradicional más antiguo del circo europeo. Pero habría sido cruel contratarle y desechar a los otros dos. De todos modos, he conseguido a Fünfünf a un precio tan de ganga, que podemos permitirnos a los griegos para el intermedio. —¿Qué clase de nombre es Fünfünf? Suena como un estornudo de gato.
—Es una palabra sin sentido. Traducida literalmente del alemán, significaría algo así como «cinco por cinco», que es aproximadamente la forma que tendrá en la pista: cinco pies de altura por cinco de anchura. Verás lo que quiero de... oh, por todos los santos, ahí viene otro inspector municipal a inspeccionar, encontrar defectos y exigir que le engrase la palma. Ve a buscar a Autumn, Zachary. —No puedo. Está indispuesta. Ella no lo admitiría nunca, pero me he dado cuenta de que no tiene la vivacidad de costumbre. La he hecho acostar hasta que Maggie Hag pueda darle un vistazo. —Lo lamento. Y aún lamento más tener que tratar yo solo con este latoso. Pero espero que la indisposición de tu dama sea sólo trivial y pasajera. Florian fue al encuentro del inspector, le saludó y le acompañó mientras inspeccionaba la tienda que estaban levantando, miraba otras cosas y escribía en una libreta de notas. Florian mantenía una amable charla en alemán, pero el inspector sólo contestaba con gruñidos, hasta que Florian tuvo la inspiración de decir: «Este circo es una empresa seria.» El inspector le miró con atención y preguntó si «además era sólida». —Está construida a plomo —replicó Florian. —Entonces el constructor debe de ser meticuloso —dijo el inspector, cerrando la libreta. Cuando ambos hubieron intercambiado signos discretos, formuló otra pregunta—: ¿Y si se acaban las piedras para el constructor? —Entonces hay que darle más y también dinero para la próxima obra. Hubo una discreta transacción de otra clase y el inspector se despidió. Edge estaba sentado en los peldaños abatibles de la parte trasera del remolque cuando Magpie Maggie Hag salió por la puerta. Se levantó para dejarla bajar y preguntó: —¿Y bien? Ella le hizo señas para que la siguiera a cierta distancia del remolque. — Tiene mucho dolor de cabeza, dice tu romeri. También siente a ratos una debilidad en las manos que va pasando de una a otra. Pero yo sé que no es debilidad, sino entumecimiento. Cuando no miraba, la he pinchado con un alfiler y no ha notado nada. — ¿Cuál es la causa, Mag? — Podrían ser muchas cosas. Algunas poco importantes, otras mucho. Pero, dime, ¿no has advertido ninguna diferencia en ella? — Pues, sí... Está apática, deprimida, desde la noche en que se le cayó la sombrilla durante la función de Landeck. —¿No has notado nada más? ¿Anterior a eso? — ¿Qué quieres decir? ¿Has notado tú algo? ¿Cuándo? — Hace muchos días. En el palacio italiano, cuando oyó pararse el reloj.
— Oh, vamos, Mag. Fue algo peculiar, de acuerdo, pero no lo uses para empezar una de tus historias para los patanes. Si Autumn está enferma, quiero conocer la enfermedad y no escuchar un cuento gitano. — Pero es que oyó pararse aquel reloj. La cabeza de una persona puede hacer cosas muy extrañas. Y cuando las hace, hay que preguntarse por qué. — iMaldita sea, Mag! ¿Insinúas que está mal de la cabeza? — ¿No has notado ninguna diferencia en la cara... en cómo mira? — Bueno... sí. Sus ojos han perdido un poco de brillo, pero ¿no es esto natural si se encuentra débil? — La próxima vez que la mires a los ojos, fíjate bien. De momento, déjala descansar. No permitas que actúe mañana. Le he frotado las manos con un ungüento de pimienta picante. Ahora voy a hacerle una poción para darle fuerza. Ya veremos. Edge se quedó pensando un minuto y luego se enderezó y entró en el remolque. Autumn yacía en la cama, recostada sobre la almohada, con un lápiz y papel en la mano, y escuchaba la música tintineante de Greensleeves que tocaba la cajita que Edge le había regalado en Perugia. — En vez de estar sin hacer nada —dijo—, me he puesto a componer el texto francés para la cabalgata... para cuando hayamos llegado a París. Alguien tendrá que traducirla al húngaro y al ruso por si vamos a... — Deja de preocuparte por el circo —contestó Edge— y concéntrate en recuperar el ánimo, querida. Acercó una de las dos sillas y se sentó a su lado. —Oh, Zachary, ya sabes que las mujeres nos ponemos tristes y melancólicas de vez en cuando. Si dejáramos el trabajo cada vez que... — No me arriesgaré a que sufras un desmayo femenino a doce metros del suelo. Mañana no actuarás. No hasta que Maggie te haya devuelto las fuerzas con una de sus pócimas. — iPero mi número cierra el espectáculo! Florian se arrancará la barba. — No, no lo hará. Domingo y Lunes pueden hacer la subida inclinada y esto convencerá a los patanes de que han visto bailar sobre la cuerda floja. Y ahora Florian acaba de contratar a un payaso nuevo que considera algo especial, de modo que tendremos un programa completo; el público no se sentirá defraudado. — ¿Así que no me echarán de menos? —preguntó ella, fingiendo desengaño—. Esta perspectiva es peor que sufrir una caída. —Yo te echaré de menos. Y al diablo con todos los demás; sólo importamos tú y yo. Quiero que te repongas y si es necesario te ataré a la cama.
Ella continuó protestando, pero Edge no la escuchaba. Tal como le había aconsejado Magpie Maggie Hag, estaba mirando con mucha atención a Autumn. Y había en efecto algo diferente en ella —en su rostro—, algo de lo cual no se había percatado hasta aquel momento. Era como si... pero no, era imposible, se dijo. Una cara no podía hacer aquello. Los rasgos más bellos podían enfermar, envejecer, arrugarse, volverse ordinarios, incluso tener cicatrices, pero el cambio que ahora le parecía ver era una imposibilidad física en una cara. «Maldita sea —pensó—, esa vieja gitana me ha nublado la vista.» — Sigue acostada —dijo— y saborea la ociosidad. Entraré a verte y en cuanto tenga ocasión de ir al centro te compraré libros. Cuando Maggie te traiga sus brebajes de hechicera, sé buena chica y trágatelos, ¿quieres? Una vez fuera, Edge encontró a Florian conferenciando con un grupo de hombres y mujeres de diversas edades, ellos con lederhosen de color verde musgo y ellas con dirndls multicolores. Al final de la conferencia, varias personas dieron dinero a Florian antes de irse. Florian hizo una seña a Edge para que se acercara y le dijo, muy contento: — Sir John estará en la gloria. No sólo tiene dos atracciones nuevas para su espectáculo (el tragasables y la encantadora de serpientes), sino que tendrá además por primera vez una avenida llena de barracas. Esta gente ha venido a pedir lo que llamamos falsos privilegios: permiso para instalarse en nuestro patio delantero. Y algunos quieren incluso acompañarnos después por esos caminos. Toda clase de baratijas y comestibles. — ¿Baratijas? ¿Comestibles? —Puestos de souvenirs, puestos de cacharros, puestos de pasteles. Como las barracas que viste en la feria de Italia. Toda esa gente vendía comestibles, bebidas, artesanía, baratijas, cualquier cosa, aquí, en la feria de la industria de Innsbruck, y todos han tenido que cerrar al clausurarse la feria. Ahora están deseando pegarse a nosotros. No significan mucho dinero, claro; sólo he pedido a cada uno una cuota nominal por los falsos privilegios, pero ningún porcentaje de lo que ganen. Pero darán bullicio, color y vivacidad a nuestro patio delantero. — Como usted diga, director. —Bueno, seguramente has visto que algunas de esas vendedoras son jóvenes y bonitas. Las admiro en especial por sus dirndls almidonados, que levantan y redondean sus pechos. —Esbozó una sonrisa de experto—. Antes sólo llevaban dirndls las niñas, hasta que sus hermanas mayores se dieron cuenta de lo atractivo que puede ser ese vestidito con delantal. Virginal y seductor al mismo tiempo. Creo que una mujer bonita no puede lucir un vestido más favorecedor. — No cabe duda de que está eufórico, director. Deduzco que ese inspector civil no ha sido demasiado descortés en su inspección.
— Oh, me lo he sacado de encima con bastante facilidad. Ha resultado que teníamos algunos intereses en común. Además, existe una costumbre austríaca llamada Freunderlwirtschaft, equivalente a la que vosotros los americanos llamáis «tú me rascas la espalda y yo te rascaré la tuya». En cambio tú, Zachary, muchacho, no pareces muy eufórico. ¿Por qué? — Venía a decírselo: habrá que cambiar el programa principal. Autumn no puede actuar mañana. Quizá no podrá durante algún tiempo. — Querido amigo, lo siento mucho. Lo lamento por los dos y espero, como es natural, que se reponga pronto. — Gracias. Pero ¿y el programa? Florian pensó un momento. —En vez de Autumn como número final, después de las chicas Simms, haremos salir a Fünfünf y Zanni para que hagan el espejo Lupino. El éxito de este número está siempre garantizado. — Estaba seguro de que asignaría el final a los trapecistas. —No. Herr Pfeifer ha aceptado noblemente un salario reducido; paguémosle por lo menos con un buen lugar en el programa. El y Zanni cerrarán el espectáculo con un buen número cómico que hará furor. — Habrá furor, desde luego, cuando Maurice y Paprika se enteren de esto. Usted dijo que veía la inminencia de otra guerra. Sospecho que está más cerca de lo que pensaba. —Pues afrontémosla cuanto antes. Creo que todos los implicados se hallan ahora bajo la carpa. Florian y Edge entraron y encontraron a Beck y sus peones colgando y comprobando a la vez la seguridad de varias instalaciones aéreas. Maurice y Paprika vigilaban de cerca —casi en la cúpula— la colocación de sus trapecios y Domingo y Lunes Simms observaban con la misma atención a otros hombres que tensaban las hebillas de la cuerda inclinada entre la cúpula y el suelo. En medio de la pista cubierta de serrín, ajenos a todo el trabajo que se desarrollaba encima y alrededor de ellos, Zanni y Fünfünf enseñaban al pequeño Quincy Simms un marco de madera bellamente tallada. Era lo bastante grande para contener el retrato de cuerpo entero de un adulto, pero se reducía a un rectángulo abierto y vacío. Florian tuvo que gritar a payasos y trapecista para hacerse oír por encima del ruido. Todos dejaron sus ocupaciones respectivas y se acercaron. Probablemente Edge habría abordado el tema con cierta tergiversación, pero Florian anunció sin ambages: —Nuestra atracción final del espectáculo, la señorita Auburn, está enferma y no actuará mañana. Las señoritas Domingo y Lunes saldrán como de costumbre, en penúltimo lugar. Herr Fünfiinf, si usted y el signor Zanni creen que han ensayado lo suficiente el número Lupino, actuarán después de las señoritas Simms y cerrarán el espectáculo.
Los dos payasos dijeron a la vez <Ja» y «Sí». Maurice se limitó a expresar una leve protesta. — Creo, monsieur le gouverneur, que el espectáculo debería concluir con un número de emoción. O sea, conmigo y mi pareja en el trapecio. Florian replicó: — Suelo tener una razón para mis decisiones, monsieur LeVie. Con esto basta. Maurice se encogió de hombros con resignación gala, pero el temperamento húngaro de Paprika se encendió. — iPues para mí no basta, kedvesem! Después de tantos años de pisar serrín juntos, ahora me niegas el número final y lo das a este...ia este primero de mayo! i 0 jai, en realidad parece más un primero de diciembre! —Miró con desprecio y de arriba abajo al recién llegado, desde sus ralos cabellos grises hasta su raído traje de paisano y gastados zapatos—. ¿Crees de verdad que voy a aceptar un lugar detrás de esta... esta ruina vieja y endeble? Antes de que nadie pudiera hablar, Herr Pfeifer dobló de prisa una rodilla, se quitó los pesados zapatos y entonces, sin quitarse ninguna otra de sus ceñidas prendas, ni siquiera aflojarse la corbata, fue descalzo hacia la cuerda inclinada de las chicas Simms. Sin pértiga ni ningún otro accesorio estabilizador, corrió con pies seguros por la cuerda hasta el extremo, asegurado cerca de una de las plataformas del trapecio. Saltó ágilmente a la plataforma, descolgó la barra del trapecio, se lanzó al aire cogido a ella, ejecutó una serie de volteretas, se colgó de las rodillas, se mantuvo en vertical cabeza abajo —con la incongruente vestimenta flotando en desorden a su alrededor—, se dio impulso y aterrizó con ligereza en la plataforma, saltó de ella a la cuerda inclinada y bajó ésta dando saltos mortales. Una vez en el suelo, sin jadear siquiera, dirigió a Paprika la misma mirada altanera que ella le había dirigido y se sentó en el bordillo de la pista para ponerse los zapatos. Todos los ocupantes de la carpa, desde Florian al último eslovaco, le miraban fijamente, aturdidos y sin habla. Paprika rompió el silencio reinante y lo hizo con gentileza: — Verzeihen Sie, Artistenmeister. Lo que he dicho es inexcusable. Estaré orgullosa de aparecer en cualquier programa del que usted forme parte. Me humillo. —No se humille nunca, Fráulein —dijo el viejo con aspereza. Jórg también fue trapecista en otro tiempo —explicó Zanni. — Pero un día me caí y me rompí varios huesos. Y perdí la serenidad. — Ma foi —dijo Maurice, admirado—. No me gustaría competir con usted cuando la recobre. — Pero, Herr Fünfünf... —dijo tímidamente Domingo—. Aber... warum werden ein Clown?
—No me convertí en un clown —contestó él—. Me convertí en un cariblanco. Se trata de una profesión incluso más elevada que la de trapecista. Mañana lo verán. Todos vieron muchas cosas al día siguiente. Hacia el mediodía, en el patio delantero del circo había dos hileras de lo que Florian había llamado puestos de baratijas, formando una avenida hasta la carpa. Algunas barracas tenían banderas multicolores para anunciar sus mercancías y todas exhibían el género donde mejor pudiera ser visto y olido. Sombrillas chinas de papel, humeantes wurst y kraut, caballitos de madera, tortitas recién hechas, peines de carey, cerveza de barril, leche de cabra recién ordeñada, trompetas de hojalata, tortas de varios pisos, lamparitas decorativas, caramelos, tambores de juguete, relojes de cucú... Al fondo de las barracas, cerca de la marquesina de la carpa, estaba Maximus en su jaula, mirando con fijeza y dignidad impasibles, salvo cuando percibía el olor de salchichas fritas, que le hacía olfatear con anhelo, arrugando el gran hocico. Frente a él se hallaba el pedestal de «desaparición» de Fitzfarris, que ahora servía de soporte a Spyros Vasilakis, que tomaba repetidos sorbos de una botella de nafta y los escupía para prenderles fuego simultáneamente con una tea encendida que tenía en la mano, vomitando así un chorro de llamas que anunciaba el circo y era visible desde todo el Hofgarten. Entretanto podía oírse dentro del pabellón a la banda completa del Kapellmeister Beck — corneta, trombón, tuba, corno francés, acordeón, teufel geige y los tambores militar, tenor y bajo— interpretando con vigor tirolés todos los temas del circo, desde Greensleeves a Bollocky Bill y Bal de Vienne. Enfrente del soporte de Spyros estaba el furgón rojo con Magpie Maggie Hag en la taquilla, esperando a los compradores de entradas. En el museo del extremo del furgón estaba sir John con su maquillaje protector y Jórg Pfeifer en traje de calle, los dos gritando: «Kommt! Herein!» y cosas parecidas. Las gentes de Innsbruck, atraídas por el fuego. del pirófago y seducidas por los gritos de los cuidadores del museo, compraban entradas y después iban a mirar de cerca a Spyros, al león y al Auerhahn, que les dirigía miradas fieras y maníacas a través de la tela metálica del museo. En un rincón de éste, cubierto por una red para salvarlo de la probable depredación del ave, estaba su «nido» de ramitas entrelazadas. Siempre que se congregaba un número suficiente de mirones, sir John dejaba de gritar y empezaba a extenderse —mientras Pfeifer traducía— sobre los huevos milagrosos que se encontraban con frecuencia entre los puestos por el Auerhahn y al final sacaba y exhibía un ejemplar. Ahora los huevos llevaban grabadas las sentimentales palabras Gott und Kaiser. De vez en cuando un espectador inteligente señalaba con sarcasmo que un milagro mayor que el tributado por los huevos a Dios y el emperador era el hecho de
haber sido puesto por un ave macho. Sin embargo, también de vez en cuando un espectador piadoso o patriótico suplicaba lo suficiente para convencer a sir John —que hacía tristes muecas de pesar y sacrificio— de que le vendiera el huevo, y pagaba un alto precio por él. — Es una lástima que no puedas verlo todo —dijo Edge a Autumn—. El Florilegio es ahora tan espléndido como el Orfei. —Es mejor que no pueda, supongo —contestó débilmente Autumn desde su lecho de enferma—. Incluso a distancia, el ruido no mejora mi dolor de cabeza. Aunque me gustaría ver esa cara blanca. — A propósito —dijo Edge, como de paso—, ¿puedes prestarme tu espejo de pared? Fünfünf y Zanni van a hacer algo llamado el espejo de Lupino, que es una especie de truco, pero para iniciar el número necesitan uno de verdad. Autumn le dio permiso con un ademán y Edge descolgó el espejo. Autumn continuó moviendo la mano, cerrando y abriendo el puño y doblando los dedos. Murmuró: — Vuelvo a notar debilidad. ¿Qué relación puede haber entre el dolor de cabeza y la mano débil? —No te preocupes. Maggie te devolverá pronto la salud, la lozanía y los ánimos. Autumn dijo, con una sonrisa triste: — iDios mío! Creo que me hace beber esa tintura que le puso a Bumbum en la cabeza. El Florilegio atrajo sólo a una mediana cantidad de público, no escaso, pero tampoco un lleno. No obstante, en el intermedio Florian comentó con filosofía: «Bueno, por lo menos cubrimos gastos», porque la gente que salió a la avenida empezó a derrochar dinero. Compró toda suerte de objetos, desde los artilugios de sir John para ventriloquia y los huevos del Auerhahn hasta las cartes de visite de las Pigmeas Africanas Blancas, y mantuvo provechosamente ocupada a Magpie Maggie Hag leyendo manos e interpretando sueños. También se detuvo en las barracas de la avenida para comer, beber y comprar recuerdos baratos de la ocasión. Durante el espectáculo complementario, sir John, con Florian de intérprete cuando era necesario, exhibió primero su cara de monstruo y después a los Hijos de la Noche, las Pigmeas, la Princesa Egipcia, la Pequeña Miss Mitten y, como final espectacular, sus nuevas piéces de résistance. —iEl Griego Glotón! —presentó a Spyros, que saltó al estrado vestido con siniestros leotardos negros. Dentro de la carpa, Beck recibió la señal de tocar Música de fuego mágico de Wagner. Sir John prosiguió—¡Este hombre, damas y caballeros, es capaz de comer cualquier cosa, incluyendo fuego y el acero más afilado! Spyros tomó un sorbo de lo que parecía una botella de agua, pero era en realidad aceite de oliva para lubricar sus entrañas. Entonces
desenrolló un envoltorio de piel de gamuza que envolvía una daga, un sable corto y un auténtico sable de caballería, todos niquelados y brillantes. Los lanzó uno detrás de otro de punta contra el estrado de madera para demostrar que no eran falsos u hojas telescópicas. Recuperó primero la daga, la desenfundó, la secó bien con la gamuza, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y deslizó la daga hacia dentro hasta el puño. A continuación hizo lo mismo, más despacio, con el sable corto y después con el largo, pero con muecas y gruñidos y poniendo los ojos en blanco para proclamar la dificultad sobrehumana de introducirlos en su garganta. Sir John sabía por Spyros que realmente no había ningún truco en esto, excepto uno muy pequeño e imperceptible: la hoja del sable de caballería había sido acortada y reducida su longitud reglamentaria de setenta y cinco centímetros a sesenta y cinco, medida que, según Spyros había determinado hacía años mediante experimentos, era la distancia de sus labios a la boca de su estómago. —Y ahora —anunció sir John, y Florian se convirtió en su eco—, ider gefrdssig Grieche hará lo imposible! Se tragará las tres hojas a la vez. Miren con atención y podrán ver cómo su Adamsapfel se hincha y retuerce mientras el acero pasa por debajo. —La nuez del griego hizo exactamente esto y varias mujeres del público tuvieron que ser apartadas por sus acompañantes. Cuando Spyros hubo extraído las hojas, una tras otra, las secó de nuevo con cuidado y sir John explicó— El Griego Glotón debe limpiar antes el acero porque incluso una mota de polvo podría hacerle vomitar y esto haría que la afilada hoja le cortara el esófago. También las seca después, pero para protección de las espadas. Debido a la dieta poco ortodoxa del griego, los ácidos de su estómago son tan fuertes que pueden corroer incluso el acero de Essen. Ahora Spyros bebió un trago de leche de cabra, en parte para diluir el aceite de oliva, que podría haberse encendido, y en parte para humedecer el interior de su boca. Entonces prendió fuego a trozos de algodón empapados en aceite y sujetos a cortas varillas, se metió uno en la boca, cerró los labios, sacó el algodón apagado y humeante, se introdujo otro encendido en la boca y seguidamente el trozo apagado, que encendió con el otro. Tras varias repeticiones y variaciones de esta operación, hizo lo que había hecho con anterioridad, la proeza más molesta pero más espectacular de tomar un trago de nafta, escupirlo y encenderlo en el aire para que formara un gran hongo de fuego sobre las cabezas de la gente, haciéndolos encogerse, agacharse y huir del intenso calor de las llamas. Cuando volvieron a dirigir su atención al estrado, Spyros había desaparecido y sido sustituido por Meli, que llevaba leotardos totalmente cubiertos de lentejuelas plateadas, como escamas, que la convertían en una mujer serpiente en extremo seductora, curvilínea y sinuosa. Había
peinado sus oscuros cabellos en dos largas trenzas y tenía a sus pies dos grandes cestas de mimbre tapadas. —iMeli la Medusa! —gritó sir John—. La única mujer de la historia del mundo, desde nuestra madre Eva, tan hermosa y tentadora que las serpientes se acercan a ella por propia iniciativa. Serpientes venenosas, serpientes estranguladoras, no importa cuáles. Las hechiza de tal manera que jamás le han hecho daño. O mejor dicho —hizo una pausa efectista—, todavía no. —Desde dentro de la carpa llegó el sonido aislado de la corneta tocando una versión oriental del Zéphire de Rameau. Sir John y Florian continuaron—: Fíjense, Damen und Herren, en las serpientes de bello dibujo pero claramente malignas que Meli la Medusa saca ahora de una cesta. Los campesinos de entre ustedes las reconocerán como ejemplares de víbora, la serpiente más letal existente en Europa. No eran víboras. Si Meli no hubiese confesado antes la verdad a sir John y Florian, probablemente no habrían estado en el mismo estrado con ella y sus animales preferidos en este momento. Para el profano era en efecto casi imposible distinguirlas de la venenosa víbora europea, pero en realidad sólo se trataba de serpientes inofensivas de Gran Bretaña. Meli tenía ahora a media docena de ellas enroscadas en torno a sus brazos, hombros y cuello mientras ejecutaba una danza ondulante y sugestiva al son de la música de la corneta. Al final las serpientes encontraron sus dos largas trenzas de cabello, se deslizaron por ellas y la danza terminó con la cabeza de Meli coronada, como la de Medusa, por un peinado de serpientes enrolladas y enroscadas entre sí. No estaban adiestradas para hacer esto, explicó Meli, sino que lo hacían de modo natural. Eran serpientes arbóreas, que siempre tendían a deslizarse hacia arriba. Si se enroscaban alrededor de sus brazos y cuello durante el baile, era porque ella les impedía trepar y, cuando dejaba de frustrar sus intentos, se deslizaban simplemente hasta el punto más alto, que era su coronilla. Ahora levantó los brazos y las separó, las devolvió con suavidad a la cesta y la tapó. De la otra cesta sacó una serpiente distinta o, mejor dicho, sólo la parte superior de ella, porque era una pitón de roca de unos tres o cuatro metros de longitud, muy pesada y gruesa como el muslo de un hombre. Así pues, Meli se limitó a sacar fuera la parte superior y la dejó enroscar en torno a una de sus piernas y que deslizara el resto de su longitud fuera de la cesta y subiera para rodearle el cuerpo... mientras ella reanudaba su danza ondulante y erótica. Parte del erotismo del baile estaba a cargo de la propia pitón que, al trepar por el cuerpo de Meli, pasaba la gran cabeza y longitud fálica entre sus piernas antes de abrazarle las caderas y continuar el ascenso. La danza de Meli se hacía necesariamente más lenta cuando soportaba todo el peso de la pitón. En cuanto dejó de bailar y alzó los brazos en forma de V, el público estalló
en aplausos. Meli tenía la mayor parte de la serpiente enroscada como un ancho cinturón en torno al talle y la parte superior le subía por la espalda, de modo que la cabeza asomaba por encima de su hombro, con los ojos fríos y sin parpadeo, y la lengua bífida entrando y saliendo con enorme rapidez. El principal secreto al someterse al abrazo de una pitón, había explicado antes a Florian y sir John, radicaba en asegurarse de que enroscara casi todos sus anillos en torno al vientre; las serpientes constrictoras no solían apretar en serio contra la carne blanda y sí lo hacían en cambio contra una parte huesuda como la caja torácica. Mientras Meli dejaba que la pitón se derramara dentro de su cesta, sir John sacó su aparato de madera y un ratón de campo e invitó a gritos a todos los asistentes a participar en su Mauserennen. Florian permitió que este juego y las profecías de Magpie Maggie Hag continuasen hasta que algunos de los que no jugaban dieron señales de impaciencia. Entonces transmitió a Beck la orden de iniciar la música y la multitud se apresuró a entrar de nuevo en la carpa. La segunda parte del programa fue bien y Pavlo Smodlaka no prolongó esta vez su número, a pesar de que también este público parecía disfrutar mucho con los avispados terriers y les aplaudía de forma extravagante. De hecho, Pavlo aceleró su actuación y no dejó de escudriñar furtivamente las gradas en busca de posibles espías. Varias veces se distrajo tanto que Gavrila o uno de los niños tuvieron que dar la señal siguiente a los perros. Una vez terminado el número, en un tiempo récord, Pavlo se permitió a sí mismo y a su familia el más breve de los saludos antes de abandonar la tienda a toda prisa. Por último, cuando Domingo y Lunes recibían el aplauso por su actuación de la cuerda, Zanni se introdujo en la pista, llevando esta vez consigo a Fünfünf, y Edge vio por primera vez al que Florian calificaba de «uno de los personajes más antiguos, más estimados y siempre inalterables del circo europeo». Zanni lucía, como durante todo el espectáculo, su traje de Arlequín, con el maquillaje justo para dar a su rostro toda la gama de expresiones, desde la alegría y la travesura hasta la desesperación. En cambio Fünfünf era una transformación total del hombre llamado Jorg Pfeifer... o de cualquier mortal, pensó Edge. Llevaba un holgado traje de una pieza de satén rojo vivo profusamente adornado con lentejuelas plateadas. Las mangas ceñidas y largas formaban altos picos en sus hombros y de estos picos el traje colgaba recto y sin cintura como un delantal hasta que se dividía en un par de pantalones cortos y anchos que terminaban justo encima de sus desnudas rodillas. El disfraz hacía su torso casi completamente cuadrado, como sugería el nombre de Fünfünf. Calzaba zapatillas blancas y medias blancas hasta las rodillas. La cara estaba blanqueada
por entero con base de maquillaje y sobre la piel blanquísima destacaban las pestañas y cejas —pintadas de negro—, la boca — pintada de rojo vivo—, y las dos orejas —pintadas también de rojo—. Iba tocado con un gorro blanco cónico y sin ala que, junto con el blanco de su frente, le habría hecho parecer completamente calvo si no se lo hubiese ladeado un poco. El maquillaje blanco, negro y rojo era a la vez gracioso y demoníaco; Fünfünf podía tener cualquier edad, o ser intemporal. Durante toda su actuación, cuando su rostro no era cómico o malignamente impasible, sólo mostró otras dos expresiones: las cejas levantadas en desdeñosa altanería o la boca roja sonriendo con sarcasmo. El extravagante maquillaje y disfraz, inalterables a través de generaciones de cariblancos, parecían imbuidos —incluso a los ojos de Edge— de la tiránica autoridad de la antigüedad, y lo mismo sucedía con los modales superiores y dominantes de Fünfünf mientras daba órdenes a Zanni: se mofaba de él, le humillaba y le obligaba a rebajarse... haciendo destornillarse de risa a los espectadores. Edge también se reía con ellos del cariblanco, pero lo hacía con cierta inquietud y sospechaba que a los demás les ocurría lo mismo. Aunque nunca había visto antes a un cariblanco, sentía que la figura tragicómica le era extrañamente familiar, como un claro recuerdo infantil de aquel coco, duende o fantasma nunca visto pero siempre al acecho para «cogerte si no te portas bien». Edge sólo entendía alguna palabra alemana del diálogo entre los dos payasos, pero el contenido podía deducirse de la acción, como cuando Fünfünf vendó los ojos a Zanni y le dio instrucciones de andar, pararse, ir a la izquierda o a la derecha de acuerdo con las órdenes silbadas. Con un silbato minúsculo, el cariblanco empezó a tocar una serie de gorjeos y Zanni obedeció, siendo enviado por el malicioso Fünfünf contra un poste central, del que rebotó cayendo de espaldas (ibum!, hizo el tambor bajo). Después el cariblanco le envió al otro lado de la pista, haciéndole tropezar con el bordillo y caerse de bruces (irrrip!, del tambor militar). Cuando Zanni se levantó, se rascó la cabeza, meditó a fondo y por fin esbozó una sonrisa astuta. Entretanto, Fünfünf había hecho una seña al pequeño Alí Babá, que entró corriendo con un cubo de agua y lo puso en la pista. Entonces, cuando el cariblanco silbó, Zanni, con expresión complacida y sabia, obedeció las órdenes a la inversa, yendo a la izquierda cuando le decían a la derecha y así sucesivamente... y tropezando, por supuesto, con el cubo, que se volcó con un chapoteo (ipllash, del címbalo). Mientras el público reía a mandíbula batiente, Zanni se arrancó furioso la venda y, con el pie dentro del cubo, cojeó hasta Fünfünf y dio un puntapié para lanzarle el cubo. Este, sin embargo, quedó atascado en su pie, de modo que Zanni volvió a caerse de espaldas (!bum!) con el pie en el aire y el cubo del revés, vertiendo sobre él el resto del agua
(ipllash!). Fünfünf envió a Alí Babá fuera de la pista, ayudó a Zanni a levantarse, fingiendo solicitud, le sacudió el polvo y cuando Alí Babá entró corriendo de nuevo, llevando el espejo de pared de Autumn, mantuvo el espejo en alto para que Zanni se colocara bien el gorro y se alisara las cejas y el cabello lacio y mojado. Entonces Zanni se inclinó más sobre el espejo, cerró los ojos y permaneció inmóvil en esta postura. —Was gibes? —preguntó el cariblanco. Zanni replicó con gestos —de manera que Edge pudo entenderle— que quería saber qué aspecto tenía cuando estaba dormido. —Kretin! —increpó Fünfünf, quitándose el sombrero y golpeando con él a Zanni en la cabeza. Cuando se hubo vuelto a poner el sombrero, no le gustó su colocación y pidió a Zanni que le aguantara el espejo. Fünfünf se miró en él, se inclinó hacia uno y otro lado, demostró bien a las claras que no estaba satisfecho con el espejo y exigió uno más grande. Zanni y Alí Babá, obedientes, salieron corriendo de la pista y desaparecieron por la puerta trasera. Al cabo de un momento se oyó fuera un golpe violento y un tintineo de cristal (Goesle había facilitado un cristal roto para tal efecto). El público empezó a reír anticipándose a la furia de Fünfünf cuando viese el espejo roto, pero no pareció haber oído nada. Se quedó esperando en la pista, ajustando todavía su gorro, adoptando actitudes y tarareando para sus adentros. Entonces Alí Babá entró de nuevo en la carpa con expresión de terror, arrastrando el gran marco de madera, rectangular y vacío. Agazapado detrás de Alí Babá, escondiéndose, Zanni también entró con cara de aterrado. El cariblanco no se dio cuenta de nada hasta que Alí Babá estuvo junto a él, dejó el marco derecho sobre la arena y se hizo a un lado para sujetarlo. — iAh! —exclamó Fünfünf y se colocó delante del «espejo». En el mismo instante, Zanni se puso detrás del marco. — ¿Eh? —dijo Fünfünf, arqueando las cejas y retrocediendo un paso, sorprendido. Exactamente al mismo tiempo, Zanni abrió la boca, arqueó las cejas y retrocedió un paso. Fünfünf meneó la cabeza como para despejarla —igual que Zanni—, dio otro paso hacia atrás —igual que Zanni— y se inclinó para escudriñar su reflejo, y Zanni hizo lo propio. Fünfünf/Zanni levantó una mano despacio, muy despacio, se ajustó el gorro un milímetro hacia la izquierda/derecha y luego dejó caer la mano de repente. Los espectadores ya estaban retorciéndose y casi ahogándose de risa, igual que la mayoría de miembros de la compañía. El efecto de espejo era apreciable y divertido desde cualquier lugar de la pista que se mirase. Como los dos payasos se movían con un sincronismo tan perfecto y
ambos eran visibles para todo el mundo, el espectador podía escoger: ¿quién era el real, quién el reflejo, quién imitaba a quién? Después de un buen rato, Fünfünf se volvió de espaldas al espejo. Zanni le imitó. No podían haber intercambiado ninguna señal, pero cuando el cariblanco volvió lenta y furtivamente la cabeza para mirar el espejo por encima del hombro, Zanni le estaba dirigiendo la misma mirada suspicaz. Los movimientos y regateos de Fünfünf se fueron haciendo más convulsos y complejos —interrumpidos por súbitos accesos de inmovilidad—, pero cada uno de ellos era imitado a la perfección por Zanni. Por fin, cuando los payasos decidieron que hacer reír más al público era arriesgarse a que sufriera un ataque masivo de apoplejía —y cuando incluso Alí Babá reía con tanta fuerza que el espejo temblaba—, convinieron de algún modo poner fin al espectáculo. Fün fünf saltó de repente hacia la derecha del marco, Zanni saltó hacia la izquierda y se encontraron frente a frente sin un supuesto cristal entre los dos. Furioso, el cariblanco volvió a golpear a Zanni con su gorro, pero esto no fue suficiente; arrancó el marco de manos de Alí Babá y lo descargó sobre la cabeza de Zanni, asombrando a todo el público y a la compañía circense con el sonido de una violenta rotura real de cristales (un eslovaco de la banda lo imitó con otro cristal). Zanni actuó como si un cristal verdadero se hubiera hecho trizas sobre su cabeza; se tambaleó y desplomó sobre el marco. Y como el cariblanco se llevaba éste a rastras mientras salía corriendo de la pista, arrastró asimismo fuera de la carpa al desmayado Zanni, con los brazos y piernas aleteando contra el suelo. Los dos tuvieron que volver una y otra vez a saludar al público, que aplaudía y pateaba con frenesí mientras seguía riendo y las lágrimas rodaban por sus mejillas. Una de cada dos veces que volvieron a la pista, Fünfünf y Zanni llevaron consigo a Alí Babá para que compartiera los aplausos. — iPura magia! —gritó Edge a Florian, que estaba a su lado—. ¿El Lupino que le dio su nombre era italiano como Zanni? — No. George Lupino era inglés —gritó a su vez Florian—. Rápido, ahora. Llama a la cabalgata final mientras la gente aún está eufórica. El silbato de Edge se impuso sobre el ruido, que fue inmediatamente incrementado por la estentórea marcha de la banda, Gott Erhalte Unseren Kaiser. Edge participó en la cabalgata montado sobre Trueno y saludando al público con su sable. Pero en cuanto terminó, tiró las riendas a un peón y corrió hacia el remolque para saber cómo estaba Autumn. Estaba muy bien, dijo, se encontraba mucho mejor. De hecho, se había levantado y vestido e iba de aquí para allá en el interior del remolque, haciendo un poco de limpieza.
—Tenías razón, Zachary. Un poco de descanso era todo lo que necesitaba. —Se acercó a él y le besó—. Eres un médico muy competente. Ya no tengo debilidad y casi no me duele la cabeza. —Ahora no queramos ir demasiado de prisa —advirtió él—. Sería la manera de provocar una recaída. —No, cariño. Creo de verdad que podría actuar en la función de esta noche. Y, a más tardar, en la de mañana. —Bueno, hagamos una prueba —dijo Edge con un suspiro. Esto sería cruel, pero tenía que hacerlo—. Sal afuera, querida. La acompañó fuera del remolque y la condujo a un lado. Allí desató la cuerda tendida para colgar su colada y la colocó, recta, sobre el suelo. —Vamos a ver, inténtalo. —Realmente, Zachary, esto es un insulto. ¿En una cuerda que no está ni a un centímetro de altura? —Compláceme, querida. Es sólo una prueba. Ella hizo un mohín de resignación, pisó un extremo de la cuerda, empezó a andar, vaciló y se desvió hacia un lado. —Vaya. ¿Ves como el menor descanso le deja a uno falto de práctica? — Volvió al extremo de la cuerda, dio un paso, la miró, parpadeando, se tambaleó y volvió a desviarse. Miró a Edge con una expresión de extrañeza y desconcierto—. Oh, Zachary, ¿qué me ocurre? Veo dos cuerdas... No puedo enfocar la vista... lo veo todo borroso... —Lo intentaremos de nuevo cuando el dolor de cabeza te haya pasado del todo —dijo él son suavidad, enrollando la cuerda—. Y ahora, ¿me complacerás un poco más volviendo a la cama? Yo iré a consultar con mi colega, la doctora Hag. Si no es capaz de mezclar un brebaje que te cure de una vez por todas ese dolor de cabeza... bueno... creo que tendremos que llevarte a un buen médico auténtico. —Zachary, no he ido al médico en toda mi vida. —Pero dejó que la ayudase a subir los peldaños y entrar en el remolque como si fuese una frágil anciana—. Siempre he tenido una salud de caballo. — Entonces, buscaré un veterinario —respondió él, esperando hacerla reír. Y lo consiguió, pero no era la risa de antes. Entre la multitud que salió de la carpa para pasear por el patio delantero del circo, la mayoría de hombres fueron directamente al anexo donde sir John los invitaba a gritos a ver sus Biblischer Bilder. Uno de los que no entraron, un hombre muy joven, se acercó a Florian, que hablaba con el director de la banda. Dijo: «Bitte, Herr Florian» y se presentó como Heinrich Mehrmann. — Por su modo de hablar —dijo Beck, también en alemán—, diría que es usted del norte. ¿Hamburgo, tal vez? — Hamburgo, en efecto. Soy ayudante de los señores Hagenbeck. — Du meine Güte! —exclamó Florian—. Hace años que no he visto ni oído hablar de la familia. ¿Cómo está mi viejo amigo?
— Está bien, Herr Florian. El anciano Herr Hagenbeck me ha hablado con frecuencia de usted y por eso, cuando vi llegar su caravana, le telegrafié. Le envía saludos y los mejores deseos para el éxito de su viaje. — Esto ha sido muy considerado por su parte, Herr Mehrmann. ¿Viaja usted por negocios, en representación de mi amigo? — Así era —contestó el joven, con acento pesaroso—. Las autoridades de Innsbruck decidieron instalar aquí un parque zoológico y pidieron consejo a Herr Hagenbeck porque su Zoo de Hamburgo es tan famoso, y él envió a su hijo Carl para ayudar en el diseño y la planificación y para recomendar animales a fin de empezar la colección. Florian se volvió hacia Beck para decir: —En caso de que no lo sepas, los Hagenbeck, padre e hijo, no creen en enjaular a los animales. En los zoos diseñados por ellos hay zonas separadas entre sí, y del público visitante, por fosos y vallas. Y en esas zonas recrean dentro de lo posible los hábitats naturales de los animales para que puedan vivir a sus anchas. —En cualquier caso, todo parecía arreglado —continuó el joven Mehrmann— y traje del parque y los establos de Hamburgo los animales exóticos seleccionados. Pero ahora, a causa de esta maldita guerra, Innsbruck ha decidido que no es momento para gastar los fondos de la ciudad en cosas superfluas. — Comprendo su punto de vista —dijo Florian—, pero lo lamento por usted. Mehrmann respondió con rapidez: — ¿Lo lamenta lo suficiente, Herr Florian, para comprar usted los animales? —¿Cómo? Compréndalo, joven, la guerra también me ha perjudicado a mí. Por supuesto que estoy ansioso por aumentar nuestra colección de animales; ya ha visto lo exigua que es. Pero también ha visto las gradas vacías de la carpa. Como las autoridades de Innsbruck, creo que vivimos una época que exige prudencia y conservadurismo. —Pero... ¿y si adquiriera estos animales exóticos a un precio de ganga, Herr Florian? El propio Herr Hagenbeck padre lo sugiere en el telegrama que me ha enviado. Le conoce a usted personalmente, sabe lo que ha costado traer a los animales hasta aquí y sabe que aún costará más transportarlos de nuevo a casa y por eso sugiere que lo mejor para todos es ofrecérselos a usted... a cualquier precio razonable que pueda pagarnos. —iVaya! —exclamó Florian—. Es una oferta tentadora en extremo. Sin embargo, mi querido muchacho, supone algo más que la simple compra de los animales. Me vería obligado a contratar más cuidadores, a comprar furgones para jaulas, caballos para tirar de ellos...
—Estoy autorizado para venderle también los furgones, sus jaulas y los excelentes caballos que han traído aquí a los animales exóticos —dijo Mehrmann—. También a un precio de ganga. Y con ellos han venido sus cuidadores eslovacos, que cobran bajos salarios eslovacos, y he recibido instrucciones de autorizarle a contratarlos. —Du meine Güte —repitió Florian, esta vez en un murmullo admirativo— . Su oferta es increíblemente generosa, joven, y casi irresistible... —No obstante, Herr gouverneur —terció Beck, con su sentido práctico bávaro—, es preciso señalar que, en cuanto tener los animales, esta ganga dejar de ser ganga. En lo sucesivo habrá que pagar salarios adicionales. Quizá los animales necesitar tienda propia. Los carniceros y comerciantes en piensos no han cobrado nunca precios de ganga por sus mercancías. —¿Qué más puedo ofrecer? —dijo Mehrmann—. Hay cosas que van más allá de mis atribuciones. —Claro, claro, muchacho —respondió Florian—. Sólo tratábamos de aclarar nuestra propia situación. Pero por lo menos podría ver lo que nos ofrece... y desear que fuera mío. ¿Dónde están los animales? —En la otra orilla del río, en el distrito de Mariahilf. Los concejales de Innsbruck, turbados por haberme causado tantas molestias, han hecho un pequeño gesto de reparación y me han dejado usar unos establos propiedad del ayuntamiento. — Muy bien. Me gustaría que también los vieran otros miembros de la compañía. ¿Quiere esperar aquí mientras voy a buscarlos? Beck observó al inglés cuando se alejaba con Florian: — Empobrecidos no estamos. Como decir usted en el intermedio, por lo menos cubrir gastos... —Así es, Bumbum. —Ja. Y antes, en Italia, prosperar bastante. Ser natural hacernos los pobres para poder regatear, pero espero que usted no aprovecharse demasiado cruelmente de ese Jüngling. —He conocido, tratado y respetado a Hagenbeck padre desde antes del nacimiento de su hijo, el hijo que ahora se hará cargo del negocio familiar. Jamás se me ocurriría estafarlos. Pero antes hemos de averiguar si tienen algo que necesitemos. Encontraron a la compañía en el patio trasero del circo, poniendo orden y descansando después de la función. Magpie Maggie Hag zurcía un desgarrón de un disfraz. Pavlo Smodlaka usaba unas tenacillas para rizar su barba rubia y enrollaba algunos mechones en los rizadores de papel de su mujer. Meli Vasilakis lavaba sus serpientes más pequeñas en un barreño de agua tibia y las sacaba una por una, secándolas luego con cuidado y frotándolas con aceite de oliva caliente. Jules Rouleau sostenía el espejo de Autumn para Jórg Pfeifer, que usaba manteca para desmaquillarse.
Abner Mullenax, que observaba este proceso, preguntó: Jules, ¿de qué está hecho ese maquillaje? —Llámalo pasteta, ami —contestó Rouleau—, como lo llaman todos los payasos. Esta pasta blanca se hace mezclando manteca fundida con óxido de zinc y tintura de benzoína. —Y perjudica mucho la piel —gruñó el cariblanco—. Me alegro de haber envejecido por fin lo bastante para merecer esta cara arrugada, pero la tengo desde que empecé a usar la pasteta. —Al menos tener pelo —observó Carl Beck, envidioso—. El pelo dar aspecto de menos viejo. — Oh, Zachary —dijo Florian cuando Edge se unió al grupo—. En cuanto Fünfünf haya acabado con el espejo de Autumn, puedes devolvérselo. Vamos a la ciudad y podemos comprar otro para usar en la pista. Magpie Maggie Hag levantó la vista del zurcido e intercambió una mirada con Edge, quien dijo: — Deje que se lo queden ellos. Yo... yo compraré uno nuevo y más bonito para Autumn... cuando se levante y esté bien del todo. —Como quieras. A propósito, ¿podrías dejar un rato sola a tu dama para acompañarnos? Bumbum y yo vamos a inspeccionar unos animales exóticos que están en venta. Barnacle Bill, quiero que tú también vengas, claro, y... —¿Qué diablos quiere decir exóticos? —preguntó Mullenax. —Barnacle —respondió con paciencia Florian—, tu león Maximus es uno. Se llama exóticos a los animales que no son nativos, como ese Auerhahn, ni familiares para el público. Abdullah, ven tú también. Y, maestro velero, ¿quieres venir? Quizá tengamos que discutir la construcción de una tienda nueva. Florian llevó consigo en el carruaje al joven Mehrmann para que le guiara. Edge, Beck, Mullenax y Goesle iban en uno de los carromatos vacíos de la lona, con Hannibal en el pescante. Cuando hubieron cruzado el puente sobre el Inn, pasaron por suburbios cada vez más rurales hasta que llegaron a un campo donde había establos, graneros y dehesas. Dos animales nada austríacos se aproximaron a la cerca para mirarlos: un camello bactriano y un elefante indio que podía haber sido gemelo de Peggy de no ser por sus formidables colmillos. Pero cuando Edge vio lo que había en una de las otras empalizadas, murmuró: «iDios Todopoderoso!» En el mismo momento, en el carruaje, Florian preguntó a Mehrmann: — Mein Gott, ¿son éstos sus caballos de tiro, Heinrich? iPero si son lo bastante espléndidos para servir como animales exóticos! Ja, frisios de pura raza. ¿Empieza a comprender la ganga que le ofrezco, Herr Florian? Caballos de exhibición por el precio de rocines corrientes.
Tenía razón. Los siete caballos eran grandes como el percherón de Obie Yount, pero no tan gruesos y mucho más gráciles. Eran de un negro brillante, pero lo más notable de ellos era la ondulación natural de sus largas crines y colas que barrían el suelo, así como sus pequeños espolones rizados, como alas en las patas. En cuanto Edge se apeó del carruaje, se paseó entre los frisios, admirándolos, acariciándolos y hablando con ellos, y casi tuvieron que llevarle a rastras a ver a los otros animales que los elegantes caballos negros habían acarreado hasta aquí. El joven Mehrmann señaló los dos animales que miraban a los visitantes y dijo «Elefante, Trampeltier». Entonces los condujo a través de un granero en donde sus furgones jaulas estaban bajo cubierto. Todas las jaulas eran mucho más espaciosas que la jaula americana corriente de uno por tres metros donde Maximus vivía y trabajaba. Mehrmann indicó e identificó a sus ocupantes: —Tiger und zwei Tigerinnen, bengalisches —dijo ante la jaula que contenía a dichos felinos, un macho y dos hembras, todos con pelaje brillante y ojos alertas—. Bdr und Bdrin, syrisch —dijo ante la jaula de dos osos de buen tamaño y color insólito: marrón moteado de plata. —Osos sirios —explicó Florian a los demás—. La raza más adecuada para la doma. —Hizo una pregunta a Mehrmann y tradujo la respuesta— : Tienen tres años, lo cual significa que podríamos utilizarlos cinco o seis años antes de que, como suele pasar con los osos, se queden ciegos y sea dificil trabajar con ellos. —Zwei Hydnen —dijo Mehrmann ante la jaula que contenía dos ejemplares de hiena lo más hermosos posible, es decir, feos e hirsutos. —He oído hablar de esos bichos —dijo Mullenax—. ¿Por qué no ríen? —Sólo ríe la hiena manchada, Barnacle Bill. Éstas pertenecen a la variedad rayada. Alégrate. Si comprásemos las primeras, ninguno de nosotros volvería a dormir una sola noche. Ante la jaula siguiente, Mehrmann dijo: — Zwei Zebras und ein Zwergpferd sudamerikanische. El que no era una cebra era sin duda alguna un animal de raza equina, de color pardo, pero no mucho mayor que un perro grande. — Heinrich dice que es un caballo enano de Sudamérica —explicó Florian—. Coronel Ramrod, ¿conoce usted la raza? — No, pero diría que los payasos podrían hacer muchas cosas con él en su número. —Schimpansen —anunció Mehrmann ante una jaula casi totalmente ocupada por parte de un árbol en el que se hallaban cinco o seis chimpancés, todos los cuales empezaron a gritar a los visitantes—. Zwei Strausse —dijo Mehrmann ante la jaula siguiente, que no tenía un techo sólido, sino barrotes para que los dos avestruces de dos metros pudieran estar cómodamente derechos y mirar a su alrededor.
La jaula contigua sólo tenía medio suelo, pues la otra mitad era un tanque suspendido bajo los ejes del furgón, lleno de agua en la que jugaban cuatro animales relucientes. — Seelówen —dijo Mehrmann. Pero Florian añadió con cierto desdén: — Perros de agua. —Yo los llamaría focas —corrigió Edge. — Leones marinos, para ser exactos —dijo Florian—. Perros de agua es jerga circense. Igual que un camello es una joroba, una hiena un zeke y los monos jockos. No recuerdo los apodos de todos los otros animales. Bueno, caballeros, ¿algún comentario que os gustaría traducir a Herr Mehrmann? —iOh, sahib! —exclamó ansiosamente Hannibal con su mejor servilismo hindú—. Peg, quiero decir, Brutus, está muy contenta de tener otro toro por compañía y yo también, sahib. Mullenax preguntó con aprensión: — Director, ¿se propone exhibir solamente a todos estos bichos o espera, ino, Dios mío!, que yo domestique a esos osos y tigres? Florian dijo a Mehrmann en alemán: —No me había percatado de que su tigre tiene la melena erizada y leonina que a menudo caracteriza al felino furioso. Mehrmann meneó la cabeza. — El y sus hermanas son de buena pasta. Ya están acostumbrados a que los seres humanos entren en su jaula y pronto estarán listos para aprender trucos. No le engañaría, Herr Florian. Son tigres de Bengala, no los estúpidos y poco fiables de Siberia. Además fueron capturados en la selva, de ahí que sientan un sano respeto por los hombres; al no haberse criado en cautividad, no desprecian a sus amos. — Muy bien, los tigres serían aceptables. A mi cuidador le encantaría tener el elefante y mi director ecuestre se ha enamorado, como ha visto, de esos caballos frisios. Personalmente, no adoro a los camellos; no me importa que escupan a sus cuidadores eslovacos, pero suelen provocar quejas cuando escupen al público que ha pagado su entrada. No obstante, tienen la ventaja de poder viajar andando y es decorativo en una cabalgata. Mehrmann había sacado una libreta y apuntaba los animales mencionados. «Katze, Elefant, friesische Pferde, Trampeltier...» —En cambio, no quiero los leones marinos —continuó Florian—. A menudo es difícil encontrar pescado para alimentarlos cuando se está en la carretera. Además, su olor a pescado impregna toda la caravana, desde la lona hasta el vestuario, y es imposible eliminarlo. — Scheisse —murmuró el joven—, ¿tendré que volver a arrastrar ese furgón tanque todo el camino hasta Hamburgo? —Y el furgón lleno de chimpancés —dijo Florian.
— Pero, Herr gouverneur, ¿qué es una ménagerie sin jockos? Todos los amantes del circo se entusiasman con sus travesuras. — Es cierto, muchacho, y que me cuelguen si comprendo por qué. Cuando no se buscan mutuamente las pulgas, juegan obscenamente con sus genitales. Es un misterio para mí por qué se considera a un chimpancé intrínsecamente gracioso, simpático y adorable. En una ocasión vi a una niña alargar un cacahuete dentro de una jaula de chimpancés y le arrancaron todos los dedos de un mordisco. Los dientes del mono están unidos de tal modo en su mandíbula, que es imposible extraer los peligrosos colmillos sin sacarlos todos, y entonces el animal muere de inanición. No, no quiero ninguno. Mehrmann murmuró algo sobre tener que quedarse con los dos furgones más molestos, pero luego respondió filosóficamente: —Bueno, podría haber sido peor. En mi próximo viaje tenía que traer un rinoceronte, un hipopótamo, jirafas... —Tal vez aún pueda interesar a las autoridades de Innsbruck en sus jockos y perros de agua, si el precio es bueno, como el núcleo de su zoológico cuando por fin se decidan a construirlo. Mientras tanto, Heinrich, calcúleme el precio más ajustado posible de todos los demás animales y sus cinco furgones y cinco frisios para tirar de ellos y el número de eslovacos que necesite como cuidadores. Mis colegas y yo discutiremos los pros y los contras de comprar una ménagerie en estos tiempos precarios y qué precio nos podemos permitir pagar, en el caso de que la compremos. Vaya al circo mañana y hablaremos de nuevo. 3 Florian pidió a Edge que le acompañara en el camino de vuelta y, tras algunas observaciones triviales sobre la futura ménagerie, le preguntó cautamente: —Me disgusta fisgonear, Zachary, pero tanto yo como toda la compañía echamos de menos a tu dama Autumn. No me refiero a su parte en el programa, sino a ella misma, como persona muy querida. ¿Hay algo que pueda hacer alguno de nosotros? ¿Puedes decirme qué dolencia la aqueja? —Ojalá lo supiera —respondió Edge en tono pesaroso—. Sólo conozco los efectos que causa en ella. Y Autumn está empezando a darse cuenta, a admitirse a sí misma que no es una enfermedad sin importancia. Describió la prueba de la cuerda que había intentado en vano. — Bueno, pérdida de equilibrio, pérdida de enfoque visual —dijo Florian—. Incluso un leve acceso de gripe puede causarlas.
—Se trata de algo mucho peor que la gripe, Florian. ¿Me guardará el secreto si se lo digo? Mag es la única persona que también lo sabe. Ni siquiera Autumn tiene idea de lo grave que es. —Claro que lo guardaré. Pero ¿qué puede ser tan...? —Son sus ojos. Los ojos de Autumn. No sé cómo decirlo, suena ridículo, pero es un hecho y es terrible. Sus ojos se... desplazan. — ¿Desplazan? —Florian reflexionó un momento—. ¿Es por eso que no tenías prisa por devolverle el espejo? ¿Quieres decir que los ojos le dan vueltas en las órbitas? — No. Han perdido la alineación. Mag fue la primera en notarlo, pero ahora yo también lo veo y es más evidente cada vez que la miro. Florian meditó otra vez y dijo: — Zachary, no es que intente restarle importancia, pero describes a la chica como si se hubiera vuelto bizca. ¿No puedes ser más específico? — Sí que puedo, maldita sea —contestó Edge con fiereza y desolación—. Uno de sus ojos se ha desplazado un poco más abajo que el otro. Por esto no enfocaba bien la cuerda. Y por esto le quité el espejo. No puedo permitir que se vea la cara. Toda su cabeza ha empezado a cambiar de forma, a ser asimétrica. Supongo que esto explica su persistente jaqueca, pero ignoro cuál puede ser la causa de la... desfiguración. Me doy cuenta de que parece insensato e imposible, pero es lo que está ocurriendo. —Dios mío —murmuró Florian—. Una chica tan guapa. Zachary, no puedo decirte lo desolado que estoy... pero, escucha, amigo. Esto rebasa a todas luces los poderes de Maggie. Debemos llevar a Autumn a un médico profesional. — Pensaba llevarla mañana por la mañana después de pedirle a usted que me ayude a buscar uno bueno y hable con él. Y, por Dios, ruéguele que no deje traslucir su horror, que no deje sospechar a Autumn que está... que está perdiendo su belleza. — Ahí hay una Apotheke —indicó Florian, porque ya estaban en el centro de la ciudad—. Haz señas al otro coche de que puede continuar. Nos detendremos aquí y preguntaremos sobre los médicos locales y sus especialidades y reputaciones. Necesitamos al mejor. Edge esperó en el carruaje mientras Florian estaba dentro. Tardó un poco en salir y entonces dijo: — El boticario recomienda al Herr Doktor Kóhn. No está lejos de aquí. Vayamos y asegurémonos de que puede vernos mañana. De nuevo Edge esperó, manoseando con nerviosismo las riendas de Bola de Nieve, ante una casa entramada de aspecto muy antiguo. Florian estuvo ausente durante un rato todavía más largo, pero al fin salió, bastante más animado que antes de entrar.
—Nos recibirá mañana a las diez. He tenido la suerte de hablar con el Herr Doktor en persona, no sólo con un sirviente. Parece tan viejo como su casa, lo bastante viejo para ser sabio y experimentado, supongo. — ¿Le ha hecho la advertencia? — Sí, sí. Le he repetido tus mismas palabras. No sé si lo ha creído. Tampoco estoy seguro de creerlo yo. Pero ha aventurado una suposición optimista. Ha dicho que un leve ataque de apoplejía causa siempre un dolor de cabeza prolongado y puede producir una parálisis parcial del rostro, y que puede ser pasajero. —Bueno, esperemos que así sea —dijo Edge, no muy esperanzado. Cuando llegaron al Hofgarten, Beck ya tenía a la banda afinando los instrumentos, estaban encendiendo las antorchas exteriores, las barracas de la avenida empezaban a llenarse de género y en los puestos de bocadillos ya se encendían braseros y parrillas. En un mostrador de Weissbier, Fitzfarris bebía una jarra de la pálida lager, con una rodaja de limón flotando en la superficie, mientras intentaba, galante y laboriosamente, flirtear con la camarera. Esta, una chica muy bonita que lo era todavía más a causa de la frescura veraniega de su dirndl rosa y blanco, medias y zapatos rosas, se reía de los torpes intentos de Fitz de piropearla en alemán, pero a pesar de todo parecía muy complacida. A cierta distancia Lunes Simms observaba el flirteo con expresión colérica. Cuando Florian se acercó por la avenida, le interceptó. —Director, Domingo y yo queremos hablarle. —Muy bien, querida niña, pero tendréis que ser breves. Es casi la hora del espectáculo. Lunes hizo una seña a Domingo, que acudió en seguida, y continuó: —Nos gusta viajar con todos ustedes y aprender oficios y ganar dinero, pero pensamos que nos lo ganamos a pulso... y estamos cansadas de que nos traten como basura negra. Florian quedó estupefacto ante tal vehemencia, pero antes de que pudiera hablar, Domingo interrumpió: —Discúlpela, director, Lunes ha aprendido buenos modales, pero los olvida cuando se excita. Lo que quiere decir es... —iYo sé lo que quiero decir, hermana! Hemos notado que estos europeos nos ven como extranjeras, pero también ven así a los chinos, incluso a Clover Lee, e incluso a usted, señor. Nos ven como extranjeros, no extranjeros negros o amarillos o blancos. —No cabe duda de que es cierto —contestó Florian—. Pero si todos somos considerados extranjeros por los nativos, ¿por qué os sentís insultadas? —Porque todos ustedes piensan igual. Especialmente ese... ese presumido de sir John. Dirigió una mirada asesina a Fitzfarris y la camarera. —Ah —dijo Florian, intentando ocultar una sonrisa—. Une filie jalouse.
—Oui —asintió Domingo—. Aun así, tiene razón, director. A veces somos hotentotes y, además, pigmeas africanas, lo cual ya es bastante degradante. Pero ahora sir John nos hace salir en ese espectáculo de cuadros, que es cada día más dificil de soportar. Los hombres que pagan para verlo sudan y jadean de lascivia y el eslovaco que interpreta a Lot no para de manosearnos. —Nos esforzamos por ser algo mejor que una basura —dijo Lunes—. Hacemos la subida inclinada, yo hago la alta escuela a caballo, Domingo las acrobacias y además practica mucho en el trapecio, y yo he pedido al señor Pfeifer que me enseñe a andar de verdad por la cuerda floja y él ha dicho que sí, y... —Eh, alto ahí. Aspetta. Un momento —interrumpió Florian, levantando las manos en un gesto de rendición—. Tienes toda la razón, lo admito y os pido perdón por mi negligencia al permitir que se os haya explotado durante tanto tiempo. Ya no sois huerfanitas, sino señoritas respetables y merecéis que se os trate con más consideración. Se lo haré saber a sir John. No más cuadros para vosotras. ¿Os conformáis con esto y aceptáis mi arrepentimiento? Dijeron que sí y se fueron cogidas de la mano, con las bonitas cabezas muy altas, aunque Lunes volvió la suya una vez para dirigir una furiosa mirada a Fitzfarris y su conquista blanca y rosa. Florian interrumpía en aquel momento su téte á téte para hacer saber la novedad a Sir John. Y aquella noche, después del espectáculo, Florian, Fitz y la mayoría de los otros jefes del Florilegio celebraron una conferencia para tratar de su futuro inmediato. Toda la compañía, menos Edge y Autumn, que cenaban en su remolque, fue con Florian al hotel Goldener Adler, que tenía cinco siglos de antigüedad. En el elegante comedor cenaron un banquete de trucha asalmonada, faisán, albóndigas Knódeln, vinos del Inntal y, como postre, un plato llamado Schmarrn. —La palabra significa disparate o bazofia —dijo Florian—, pero pedidlo de todos modos. Resultó ser unos delicados crépes revueltos con arándanos. Cuando los otros miembros de la compañía se hubieron ido, saciados y felices, Florian, Fitzfarris, Beck, Goesle y Mullenax permanecieron en la mesa, ante el café y los licores. —Repito, sir John, que lamento haberte arrebatado tan de improviso a Domingo y Lunes, pero se trataba de algo que debíamos haber hecho hace tiempo. —No es muy grave —contestó Fitz—. El espectáculo del intermedio sigue siendo variado y esta noche el grupo de estudio de la Biblia ha parecido satisfecho con sólo David y Betsabé. Pero supongo que Clover Lee también dimitirá; creo que le gusta que los patanes la miren con la boca
abierta, pero dudo de que quiera seguir en un número que dos mulatas consideran ofensivo para su dignidad. — Exacto —asintió Florian—. Y tengo una sugerencia, sir John. En lo sucesivo podrías presentar todo el espectáculo dentro del anexo y cobrar una entrada especial en el intermedio. Más aún. Cuando hayas exhibido al Hombre Tatuado, los Hijos de la Noche, la Princesa Egipcia, tu Miss Mitten y el Griego Glotón, presenta a Madame Vasilakis como una sensación, accesible solamente a los varones adultos por otra cantidad extra. — ¿Poner a Meli en un cuadro bíblico? ¿Eva y la serpiente, tal vez?—Eso os lo dejo a vosotros y a tu fértil imaginación. Sólo diré que la vista de una mujer apetitosa acariciando una serpiente... bueno, evoca ciertas imágenes incluso en la mente de un espectador viejo y cansado como yo. Todos los hombres que rodeaban la mesa sonrieron y asintieron. Fitzfarris, pensativo, murmuró: —Hum... sí. ¿Crees que Spyros no pondría objeciones a que su mujer... ejem... actuara ante un auditorio privado? —Lo dudo. Es griego. Fue Stitches Goesle quien expresó una objeción menor: —Sólo una cosa, director. Desde que ha empezado la guerra hemos trabajado para un público que sólo llenaba las dos terceras partes de la carpa. ¿Y ahora piensa cobrar extra por un espectáculo que antes era gratuito? —A mí me parece lógico, Dai —respondió Florian—. Cuanto menos público tengamos, más dinero hemos de sacarle mientras esté en el circo. Pero no soy avaro; dentro de poco verán más cosas por el mismo dinero, aunque sólo paguen la entrada del espectáculo principal. A menos que el joven Herr Mehrmann no se preste al regateo, y se prestará, espero adquirir sus animales e incluir pronto a algunos en el programa. —Esto me recuerda —dijo Fitzfarris— que puedo añadir algo al programa sin que nos cueste un solo kreuzer. ¿Se ha fijado en la moza a quien estaba piropeando? —Claro que sí. —Pues hay muchas otras chicas igual de bonitas en los otros puestos y barracas. Dicen que quieren seguirnos cuando volvamos a la carretera. Y a todas les gusta bailar. ¿Ha visto alguno de vosotros un baile austríaco llamado... algo así como shoeslapper? —El Schuhplattler —dijo Beck—. No ser austríaco, sino bávaro. —Lo que sea —contestó Fitzfarris—. Sólo se trata de saltar, cruzar las piernas y palmearse los muslos. Esas chicas lo bailan con mucha gracia, contoneándose con las faldas cortas. Al fin y al cabo, no tienen nada que
hacer cuando la multitud abandona la avenida para ir a las graderías. ¿Por qué no hacer bailar a esas ocho o diez chicas en la pista, incluso antes de la cabalgata inicial? Supongo que conoces la música, Bumbum. Y sería aún más bonito si todas llevaran dirndls idénticos. — Muy buena idea —aprobó Florian—. Y no es preciso que sea una carga para nuestra modista. Simplemente equiparemos a las chicas en la misma tienda del centro. Te lo encargo a ti, sir John. Será sin duda una agradable excursión en semejante compañía. Mullenax dijo con expresión hosca: — Tú puedes divertirte con animales más bellos que los míos. Señor Florian, ha dicho que se propone incluir a animales nuevos en el espectáculo. Diablos, no sé cuánto tiempo tardaré en entrenarlos, ni si podré hacerlo sin ayuda. — Todos los oficios tienen sus trucos, Barnacle Bill, y yo conozco algunos del tuyo. Mira... —Sacó de debajo de su silla y le alargó por encima de la mesa una trompeta de juguete—. De nuestra avenida. Un regalo para ti y tu oso musical. —¿Qué? — Hasta que decidamos qué más has de enseñar a tus animales, puedes empezar inmediatamente sacando a la pista a un oso sujeto por una correa y ordenándole que toque esta trompeta. —¿Qué? —Prepáralo antes. Introduce un corcho en el pabellón de la trompeta y luego llena el tubo con agua azucarada. El oso cogerá la trompeta con las zarpas delanteras, la inclinará como si fuera una de tus jarras y beberá por la boquilla. Me juego algo a que a ti nunca tuvieron que enseñarte este truco y tampoco hará falta enseñárselo a él. Al mismo tiempo, sin que nadie se dé cuenta, el Kapellmeister Beck tocará una sencilla melodía con su corneta. El público ve un oso que toca la trompeta por orden tuya. Así de fácil. — Vaya, que me cuelguen si... —Así pues, caballeros —continuó Florian—, hasta que decidamos qué más haremos con ellos, algunos de estos animales participarán al menos con nosotros en la cabalgata inicial y final. El toro nuevo, la joroba, esos soberbios caballos negros y el enano. No estoy seguro acerca de los priesos; las cebras son muy díscolas. Ya veremos. El caso es que cuando tengamos aquí a los animales, maestro velero, ¿querréis tú y Maggie empezar a hacer arneses, arreos y adornos para los que tomen parte en las cabalgatas? —Sí, director. ¿Y cuando no estén en la pista o en la carretera? Supongo que necesitarán alojamiento. —Sí. ¿Puedes hacerme el bosquejo de una tienda zoológica capaz de acomodarlos? Que sea como un pasillo, con los animales atados o enjaulados a ambos lados para que los patanes puedan contemplarlos
mientras pasean. Uno de nosotros que hable la lengua local, quizá Fünfünf mientras estemos por estas regiones, puede disertar sobre los hábitats y costumbres de los animales. Goesle ya hacía un dibujo imaginario sobre el mantel con la yema del dedo, murmurando: —Sin poste central... un rectángulo de estacas... paredes laterales que puedan enrollarse para ventilación... —Quizá yo no ser necesario para tocar música para osos y las chicas del Schuhplattler —terció Beck con cierta timidez—. Cualquiera de mis hombres poder tocar estas cosas. Los hombres poder tocar todo el espectáculo sin mi dirección. Aunque yo estar ausente. — ¿Ausente?.—repitió Florian, algo alarmado. —Aquí en Osterreich actuar ante poca gente. Todos asustados y dispersados por la guerra. Pero sólo a treinta kilómetros al norte de aquí estar mi tierra natal, Baviera, y Baviera no estar muy afectada por la guerra. El negocio ser seguramente mucho mejor si vamos allí. — Sí, ya había pensado en dirigirnos a Bayern... a Baviera. —Pero yo ir por delante, solo. Directamente a casa de mi familia en München. Allí tener mi Dampforgel en una carreta... — iDios Todopoderoso! —exclamó Florian—. Lo había olvidado por completo. ¡Posees un órgano de vapor! —Ja. Yo mismo hacerlo y tocar muy bien, pero no todos apreciarlo. Los vecinos siempre desesperarse cuando verme regresar de un viaje. Pero esta vez estar contentos, porque yo llevarme el Dampforgel. Usted y el circo dirigirse al norte, yo transportar el órgano hacia el sur y encontrarnos en alguna parte. — Una idea magnífica, Carl; será una estupenda contribución. Veamos, ¿de qué carromato podemos prescindir? — Nein, nein, sólo darme un caballo. Así ir más rápido, directamente al norte a través de los Alpes bávaros. En München comprar un carromato como ser debido. — Está bien. Llévate ese rocín que tira del remolque de miss Auburn. De todos modos pensaba comprarle un caballo mejor. Cuando llegues a casa de tu familia, puedes dárselo o venderlo o dejarlo en los pastos, lo que prefieras. Entonces compra uno bueno para el carromato del órgano. ¿Cuándo quieres marcharte, Carl? —Cuando usted guste, director. — Bueno... por exigua que sea la asistencia, nos quedaremos en Innsbruck por lo menos las tres semanas que habíamos planeado. Para que los animales nuevos se acostumbren a nosotros y cosas de esta índole. Si estás seguro de que la banda puede funcionar sin tu batuta... —Tenez! —exclamó de repente Rouleau—. Espero ganar mi sustento en este espectáculo, messieurs, como instructor de acrobacia y tutor cultural de la gente joven, pero tengo pocas posibilidades de participar
como artista. Bumbum, ami, insisto en que antes de tu partida me envíes al aire en el Saratoga una sola vez aquí en Innsbruck. Beck dirigió a Florian una mirada inquisitiva. —¿Por qué no? —dijo éste—. No debemos permitir que el aérostat o el gallant aéronaut se atrofien por falta de uso. Desgraciadamente, no podemos cobrar al público por una exhibición tan visible para todos, pero no importa; complace a Monsieur Roulette, Carl. —Merci, messieurs —dijo Rouleau. —Después —continuó Florian—, y si estás convencido de la competencia de la banda, ya podrás irte, Carl. El viejo rocín de Autumn te llevará por el paso de Scharnitz. Sin embargo, cuando nosotros partamos, nuestra caravana seguirá el curso del Inn y no abandonará el terreno más cómodo de los valles. No volveremos a levantar la carpa hasta que hayamos cruzado la frontera de Baviera en Rosenheim. Allí acamparemos y esperaremos tu llegada. A la mañana siguiente Goesle fue en uno de los carromatos de la lona con varios peones y Jórg Pfeifer como intérprete a ver qué podían ofrecer los comerciantes de Innsbruck en cuestión de materiales para hacer una tienda nueva y equipar a los animales. Fitzfarris cogió la carreta del globo con ocho alegres chicas de la avenida de barracas, que se aposentaron sobre el mullido fondo, a fin de vestirlas para su debut en la pista. Florian y Edge ayudaron a Autumn —pese a sus protestas de que no necesitaba ayuda— a subir al carruaje y partieron hacia la clínica del Doktor Kóhn. Si Florian advirtió un cambio en el aspecto de Autumn, se guardó bien de demostrarlo. Durante el trayecto a la ciudad procuró mantener un ambiente de alegría. Comentó la feliz noticia del inminente viaje de Carl Beck a Munich para traerles un auténtico y maravilloso órgano de vapor para el circo y el reclutamiento por parte de Fitzfarris de un cuerpo de bailarinas. Cuando hubo agotado estos temas, bromeó diciendo que Autumn era el primer miembro del Florilegio que se resistía a tratamientos domésticos como los brebajes gitanos de Maggie y las curas de caballería del coronel Ramrod. —No me resisto a ellos —protestó Autumn—; me resisto a ir al médico, pero el coronel me obliga. —Rió levemente—. Este trayecto me recuerda una vieja canción cockney que cantan en las salas de Londres: Todos los sábados por la tarde nos gusta ahogar nuestras penas, así que vamos al Museo de Cera a ver la Cámara de los Horrores... Incluso Edge, que estaba triste, tuvo que esbozar su torcida sonrisa al oírla, y Florian dijo: —Tienes una voz muy bonita para la canción ligera, querida mía. ¿Hay más estrofas? Ella asintió y cantó el resto, riendo al mismo tiempo:
Hay allí una bella estatua de mamá cuya vista nos complace bastante porque nos gusta saber cómo era la noche que estranguló a papá. Dos horas después, la mayor parte de las cuales Florian y Edge pasaron fumando en cadena en la sala de espera de la clínica, se abrió la puerta del consultorio y el doctor Kóhn salió a hablar con ellos. Se levantaron respetuosamente y el médico se dirigió a Florian, quien tradujo sus palabras: —Mientras tu Frau se viste, Zachary, el Herr Doktor desearía hacerte algunas preguntas. Edge inquirió, lleno de ansiedad: —¿Está en un tocador? —Tranquilo. El doctor dice que ha tenido la precaución de quitar el espejo. Kóhn miró con fijeza a Edge mientras volvía a hablar a Florian: —Las diversas pruebas —tradujo Florian— de inspección, palpación, percusión y auscultación no revelan trastornos orgánicos. No se ha producido ningún ataque de apoplejía. No hay parálisis. La Frau tiene un poco de fiebre y una sensibilidad neurálgica en una mano. Lo más importante para el diagnóstico es el signo más evidente: la asimetría en la cara de Autumn. El Herr Doktor también ha observado unas manchas de color café en la piel del tórax. ¿Las ha tenido siempre, Zachary? ¿Pueden ser marcas de nacimiento? Edge negó con la cabeza. —Nunca las he visto. Siempre ha tenido la piel blanca y suave. Toda ella. Pero últimamente... últimamente... siempre se desnudaba en la oscuridad... Florian lo dijo al médico, que arqueó sus hirsutas cejas, meditó y habló de nuevo: — ¿Sabes, Zachary, si Autumn ha estado alguna vez en Oriente? ¿En alguna parte entre... Egipto y Japón, por ejemplo? — No. ¿Ha estado alguien allí? Autumn me dijo que le hace mucha ilusión visitar Rusia porque nunca ha estado al este de Viena. Otro diálogo entre el médico y Florian. —¿Sabrías por casualidad, Zachary, si en los otros espectáculos en que ha trabajado Autumn había artistas orientales? —No lo ha comentado nunca. Pero, diablos, Florian, nosotros tenemos tres. —Cierto, cierto. Se me había olvidado. Habló al médico, quien inmediatamente formuló otra pregunta que terminó —tras una breve vacilación que la hizo destacar— con la palabra Aussatz. Florian dio un respingo y profirió la palabra alemana más común que significaba lo mismo: «¿Lepra?» Incluso Edge pudo
comprenderla y también se echó hacia atrás, horrorizado. El médico miró con exasperación a Florian y se apresuró a añadir algo. Florian suspiró de alivio y dijo a Edge: —Dice que sólo está eliminando posibilidades. Quería saber si esos chinos mostraban algún signo de la tan temida enfermedad. Dice que el estado de Autumn presenta ciertas similitudes superficiales, pero no puede ser lepra, gracias a Dios, porque habría un síntoma seguro y cierto que ella no tiene: algo que el médico llama «caída del pie». El médico hizo una demostración: levantó un pie del suelo y lo dejó colgar del tobillo, con los dedos hacia abajo, mientras decía a Edge en tono tranquilizador: —Nein, nein. Nicht das. —Danke —dijo Edge con voz ronca—. Es bueno saber que no tiene algo tan terrible. Pero entonces, ¿qué le ocurre? Ahora Florian y Kóhn iniciaron un largo diálogo a cuyo término Florian explicó: — El Herr Doktor tiene la franqueza de admitir que, sencillamente, no lo sabe. Existen varias posibilidades. Una es leontiasis, por lo visto una especie de enfermedad ósea. Otra es heteroplasia, una formación anormal del tejido, según ha dicho. Hay otras posibilidades que son de índole nerviosa. — Dios mío. Pero ¿puede ayudarla? Otra breve conversación y el médico dio media vuelta y volvió a su consultorio. — Ha ido a buscar una medicina —dijo Florian—. Autumn tiene que tomarla, no salir al aire libre y descansar. Nada de actividad ni enfriamientos. Dice que el estado persistirá, pero no está en peligro inmediato. — ¿Peligro inmediato? — Quiere que la vea cierto especialista cuando lleguemos a Viena y me asegura que no hay ninguna urgencia. Sea cual sea su enfermedad, es crónica y no aguda ni crítica. — Maldita sea —gruñó Edge—. Aunque no se muera ni empeore, hay que aliviarle ese continuo dolor de cabeza... y la incertidumbre y la inquietud. El médico volvió a la sala, esta vez con Autumn, que entró arreglándose los cabellos castaños y dijo a Florian con cierta aspereza: — Será mejor que digas al bueno del médico que perderá a todas sus pacientes si no pone un espejo en el vestidor. Florian obedeció, o fingió que lo hacía. Después de otro diálogo con Kóhn, éste alargó a Autumn cierta cantidad de sobres minúsculos y un trozo de papel. — Estos polvos —explicó Florian— se llaman Compuesto de Dresser. Un fármaco muy nuevo, todavía en proceso de prueba y evaluación,
pero el Herr Doktor lo considera maravilloso. Debes tomar uno de estos sobres, querida, siempre que tengas dolor de cabeza o fiebre o esa molestia nerviosa de las manos. El alivio está garantizado. — Conque sí, ¿eh? —replicó Autumn—. La vieja Maggie garantiza el suyo. — Bueno, por lo menos éstos proceden del laboratorio del Herr Chemiker Dresser y no de la caldera de una bruja. —Pregúntele, por favor, si puedo tomar uno ahora. Mi cabeza parece una caldera de bruja. El médico fue a llenar un vaso de agua. Autumn vació en su boca uno de los sobrecitos y bebió. — Y en el trozo de papel —continuó Florian— está anotada la dirección del Herr Doktor Von Monakow, a quien has de acudir en Viena. Domina el inglés y dice que es un prestigioso miópata y neuropatólogo, aunque no me ha explicado qué significan estos resonantes títulos en el inglés de un profano. Dieron, pues, las gracias al doctor Kóhn, Edge le pagó y los tres volvieron al Hofgarten; durante el camino Florian intentó de nuevo mantener la alegría del ambiente bromeando con Autumn: — Sólo una mujer podría improvisar una dolencia que dejaría perplejo al médico más recomendado de Innsbruck. Si fueras hombre, habrías entrado allí con una decente dosis de gonorrea. ¿Notas ya algún efecto de esa medicina? — Pues sí —respondió ella, sorprendida—. De verdad. El dolor de cabeza está disminuyendo. Ya es más leve de lo que ha sido todos estos últimos días. — Bueno, me alegro de que la visita haya servido de algo —observó Edge. Autumn le dio una palmada en la mano y dijo en tono ligero, aunque con un suspiro: — Vamos, vamos, querido. Si el cielo se viene abajo... bueno... cazaremos alondras. Cuando llegaron al circo, el joven Herr Mehrmann ya los esperaba con un fajo de papeles bajo el brazo. — Volvamos al negocio —dijo Florian—. Zachary, cuando hayas instalado cómodamente a miss Auburn, ¿te reunirás con nosotros en mi remolque? Sin embargo, cuando Edge se reunió por fin con ellos, Florian y Mehrmann ya habían terminado la transacción. Florian firmaba con su viejo rotulador, pero con grandes floreos, un papel tras otro, y los apartaba sobre la mesa hasta el lugar donde el joven contaba escrupulosamente un montón de monedas de oro. Una vez concluida la cuenta, dijo «Abgemacht», cogió los papeles firmados y dio a Florian un puñado de cuadernos.
— Los salvoconductos de los eslovacos recién contratados —explicó Florian a Edge—. Uno para cada carromato nuevo. También cuidarán a sus ocupantes y el sexto ayudará a Abdullah a conducir a los toros y el bactriano mientras viajemos. Cuando el joven hubo estrechado las manos de todos y se marchó, Florian rió entre dientes y observó: —Sospecho que hemos adquirido todos esos animales exóticos por una cantidad no mayor de la que los Hagenbeck pagaron a los guardabosques y cazadores furtivos que se los vendieron como cachorros, crías y polluelos. —Aun así, me ha parecido una cantidad considerable —dijo Edge—. ¿Podemos gastarla? —Somos un circo. Debemos aspirar a ser mejores que otros circos. Hay un dicho austríaco que deberías conocer, Zachary, ya que es de la caballería austríaca, cuyos miembros son notorios jugadores. «Se puede jugar a cartas sin dinero, pero no sin cartas.» Ahora, ¿querrías informar a Dai Goesle de que puede coger a todos los peones libres durante la función de esta tarde y cruzar el río para ayudar a trasladar hasta aquí a los nuevos hombres y animales? Dile también que compre pintura para los furgones de las jaulas que sea del mismo color que el resto de la caravana. Y di a Banat que ahora será jefe de más de seis compatriotas suyos. Que se encargue de hacerles sitio para dormir y viajar en los carromatos de los eslovacos. Mientras tanto discutirá con Abdullah y Alí Babá la logística de procurarnos más heno, grano y carne para gato. — Muy bien, director. — Oh, otra cosa antes de que te vayas, Zachary. No, dos cosas. El caballo que tira de tu remolque es demasiado viejo. Y Bumbum necesita una montura no excesivamente buena para realizar su encargo. Démosle el viejo rocín de Autumn y buscaré un caballo para sustituirlo. Sin embargo, como sé cuánto admiras los nuevos frisios negros, ¿por qué no enganchas uno a vuestro remolque? — Gracias, director. Es un gesto muy amable. Autumn también estará encantada. —Edge esperó—. Ha dicho dos cosas... — Ejem, sí... sí... —Florian dio vueltas al rotulador durante un momento—. Zachary, debes ser consciente de que no podemos mantener para siempre a Autumn ignorante de los cambios que se operan en ella. Tarde o temprano encontrará otro espejo. Y verá su rostro. Edge tragó saliva, asintió en silencio y salió. 4 Cuando concluyó el espectáculo de aquella tarde, Goesle y sus hombres ya habían conducido al Hofgarten a los animales de Hagenbeck y sus
cuidadores. Resultó que los eslovacos nuevos ya conocían a los eslovacos del Florilegio, ya que todos habían trabajado algún período juntos en los mismos circos, así que su integración no causó problemas. Mientras colocaban en hilera los furgones de las jaulas y ataban en el patio trasero a los animales que no iban enjaulados, Aleksandr Banat se movía entre ellos, dando órdenes triviales e innecesarias, gozando de ser ahora el jefe de diecisiete peones. Cuando la última persona del público se hubo alejado y los artistas se hubieron despojado de sus trajes de pista, la compañía y los dueños de las barracas se congregaron en el patio trasero para ver las nuevas adquisiciones, todos menos Carl Beck y su banda, que debían ensayar su repertorio sin director. —Yo ya desirle, sahib Florian, que Peggy ser felís al ver nuevo toro — dijo Hannibal, mirando satisfecho a los dos grandes animales, que se exploraban y olfateaban delicadamente con las trompas, entrelazándolas de vez en cuando como en un apretón de manos—. La vieja Peggy debía pensá que era el único elefante de la tierra. Eh, mas'sahib, ¿cómo se yama éste? Florian consultó la lista que Mehrmann le había dado. —Mitzi. Por este nombre obedecerá las órdenes, Abdullah, pero para el público... bueno, es evidente: Brutus y César. Y este camello, veamos, se llama Mustafá, un nombre que también servirá para la pista. Diremos a Maggie que lo adorne con mantas de fleco, ronzal y cascabeles de camello. Y quizá una borla en la cola. Mustafá frunció los grandes labios rugosos en una sonrisa burlona. —Eh, director —interpeló Mullenax desde una de las jaulas—. Ya que habla de nombres, dígame cuál de estas fieras es Kewwydee. — ¿Qué? —preguntó Florian, perplejo. Se acercó a mirar: era la jaula de los dos osos sirios. — Me dijo que el oso que toca la trompeta es Kewwydee. ¿Cuál de los dos es? Florian continuó perplejo un momento y luego sonrió, meneó la cabeza y contestó: — Tendrás que hacer pruebas, Barnacle Bill, para ver cuál de los dos toca mejor. —Muy bien. Y él será Kewwydee; así podré distinguirlos. ¿Le parece bien, director? — Claro que sí, Barnacle —respondió Florian, divertido—. Después de todo, son de tu propiedad. — ¿Con qué alimentó a esos osos, sahib? —Los osos tienen una ventaja, Abdullah: comen casi cualquier cosa. Pero prefieren comida fresca, no seca como el heno, así que, Barnacle Bill, al igual que tus cerditos, comerán los restos de la mesa. Sin embargo, también les daremos siempre que sea posible frutas y
verduras frescas y pescado de vez en cuando, si podemos conseguirlo. Y durante el amaestramiento, recompensa cada ejercicio bien hecho con un pedazo de pan con miel. A los osos les encanta la miel. Florian reanudó el recorrido de las jaulas, mirando su lista, y la mayoría de miembros del circo le siguieron para escuchar. —El tigre se llama Rajá y las tigresas son Rani y Siva. Todos nombres bengalíes auténticos, supongo. Los avestruces son Hansel y Gretel, por un niño y una niña de un viejo cuento de hadas alemán. —¿Y estas horribles hienas? —preguntó Clover Lee. Florian consultó la lista y rió entre dientes: —Anwalt y Berater. Las dos palabras significan «abogado». Muy apropiado, a mi juicio, para animales que se alimentan de carroña. Pero no debes preocuparte por sus nombres; ni siquiera las hienas responderían a éstos. —Dijo ante la jaula siguiente—: Y ahora las dos cebras... —Me gustaría llamarlas Barras y Estrellas —propuso Mullenax—, en honor de la vieja y querida bandera confederada. Si usted lo aprueba, director. Mire, una tiene una especie de estrella en la frente y Dios sabe que a ambas les sobran las barras. —Me parece bien. Ese otro caballito figura en la lista como Rumpelstilzchen. —¿Por qué? —preguntó alguien—. El nombre es más grande que él. —Rumpelstilzchen era un enano en otro cuento popular. —Un buen nombre —dijo Jórg Pfeifer—. Adoptémoslo. Zanni y yo podemos hacer un trabalenguas con él cuando incluyamos al animal en nuestro número. —Fünfunf, ¿puedo pedirte que te encargues además de hablar en la ménagerie para los patanes? —preguntó Florian—. Tú entiendes de eso. Ja, ja. Estos tigres son devoradores de hombres y mataron a veinte Schwartzen africanos antes de ser capturados y... — Schwartzen indios, si no te importa. Los tigres proceden de la India. Y, por supuesto, César abrió en canal con sus colmillos a un montón de cazadores de elefantes. Y Rumpelstilzchen es el único ejemplar viviente del supuestamente mítico caballo leprechaun. — Wie sagt man leprechaun auf deutsch? — Pues... duende... gnomo... —Ach, ja. Y al camello lo llaman barco del Sahara. — Este es un bactriano de dos jorobas. Barco del Gobi. Pero, qué diablos, los patanes no verán la diferencia. ¿Y te importaría llevar un uniforme apropiado, Fünfünf? Lo encargaré a Maggie: casco, sahariana, botas. También puedes empuñar una de las carabinas del coronel Ramrod. — Schon gut —contestó Pfeifer, indiferente—. En este momento es hora de dar clases a Domingo en la cuerda floja. Se fue hacia la carpa y Florian habló de nuevo a Mullenax:
—Y hablando de ferocidad, Barnacle Bill, te aseguro que no todo es comedia, ni mucho menos. Hasta que tú y tus animales no estéis muy acostumbrados a vuestra mutua compañía trátalos con la mayor precaución. Ten cuidado con los tigres incluso cuando creas que están dormidos. Debido a las rayas que les rodean los ojos, nunca puedes saber seguro si están cerrados o sólo entreabiertos y vigilantes. No te acerques jamás a los osos ni los saques de la jaula a menos que lleven bozal. Un bozal de correas no impedirá que toquen la trompeta. Vigila también sus zarpas, aunque les hayamos cortado las uñas. Diré a Maggie que te haga una coquilla especial de metal para que la lleves bajo la ropa de ahora en adelante. Cuando un oso ataca a un hombre, lo primero que buscan sus zarpas son los testículos. — Dios bendito —murmuró Mullenax. —Oh, sí. Hay que temer y desconfiar más del oso que de cualquier otro gran gato. Puede incluso aplastarte, aunque por casualidad, porque los osos no ven muy bien hacia adelante. Cuando trabajes con ellos, manténte siempre dentro de su visión periférica. — ¿Qué? —Colócate a su derecha o a su izquierda —explicó con paciencia Florian—. Ahora perdóname, pero tengo que hablar con Stitches. Encontró al maestro velero supervisando el trabajo de varios eslovacos no pertenecientes a la banda que cortaban la lona para la tienda del zoológico. Florian agradeció a Goesle la celeridad con que había transportado a los animales y le preguntó: —Dai, cuando puedas, ¿sabrías hacerme una línea de banderas? — Supongo que sí, director, si me dice qué es. — Una serie de banderas de lona de muchos colores unidas por las puntas, cada una un rectángulo de, digamos, un metro y medio por dos y medio, con ojales arriba y abajo para pasar una cuerda. Las haré pintar por nuestro artista chino de modo que cada una represente las maravillas de nuestro espectáculo. —Ningún problema, director. Me quedarán muchos retales. Y ahora escuche, hay otra cosa. A fin de ahorrarme y ahorrar a mis muchachos un montón de tiempo y trabajo laborioso, he encargado a un carpintero de la ciudad los postes de esta nueva tienda. Sé que últimamente hemos tenido muchos gastos y que no ingresamos demasiado, pero los artesanos han pedido un precio tan bajo, que sería absurdo no confiarles la tarea. Y he pensado otra cosa: la madera es abundante y barata en esta región alpina y es posible que no lo sea tanto en otros lugares. Mientras estamos aquí, ¿por qué no hago cortar también al carpintero las piezas de las sillas plegables? —iAjá! Nuestros asientos de estrella. Por fin.
—Que nos entreguen sin pulir los respaldos, asientos y patas. Luego mis muchachos los terminarán y montarán cuando tengan un momento libre. —Una estupenda iniciativa, Dai. Los precios extra que podemos cobrar por estas sillas cómodas amortizarán muy pronto el gasto. Adelante. Dejando a Goesle entregado a su trabajo, Florian entró en la carpa por la puerta trasera para ver el ensayo, prácticas e instrucción. El ruido hacía ondear el techo y las paredes laterales, porque el director de orquesta dirigía en este momento a la banda y a las ocho bailarinas que ensayaban el Schuhplattler. Los músicos tocaban una estentórea música popular bávara, con gran estruendo de metales, y las chicas, aunque bailaban sobre serrín, contribuían al ruido con las continuas palmadas en los muslos exigidas por la danza. Florian advirtió con aprobación que todas las muchachas eran bonitas, como había dicho Fitzfarris, y que Fitz las había vestido con dirndls azules y blancos. Los trajes no sólo hacían juego con los colores de los vehículos del Florilegio, sino que también agradaban al director de orquesta Beck, ya que el azul y el blanco eran los colores de la bandera de su Baviera natal. Los demás ocupantes de la tienda seguían cada uno con su trabajo, sin hacer caso de las trompetas ni las palmadas ni los gritos frecuentes de Bumbum. Arriba en el trapecio, Domingo, bien sujeta por la correa que la unía a la botavara, adoptaba diversas posturas, secundada por Maurice y Paprika. Abajo en la pista, apartado de las bailarinas, Jules Rouleau enseñaba a Alí Babá nuevas maneras de retorcer su flexible cuerpo. Fuera del bordillo de la pista, el Hacedor de Terremotos gruñía levantando un nuevo equipo que pensaba introducir en su número. Yount había encontrado en alguna parte otras cuatro balas de cañón, y éstas eran sólidas, no huecas y dos de ellas medían veinte centímetros de diámetro y las otras dos veinticinco. También se había procurado dos pesadas barras de hierro con extremos roscados en los que enroscó dos de las ligeras balas de plomo, de modo que ahora el Hacedor de Terremotos tenía dos juegos de pesas, ni falsas ni amañadas, que pesaban más de sesenta y ciento ocho kilos respectivamente y ahora probaba maneras diferentes de enderezarse —desde la posición supina en el suelo, sentado y en cuclillas— mientras levantaba las pesas, primero las más ligeras y después las más pesadas. —Con permesso, signor gobernatore —dijo el payaso Zanni al entrar en la tienda y pasar junto a Florian cargado con algo blando que llevaba al brazo. Se dirigió al lugar donde Rouleau trabajaba con Alí Babá y pidió al primero que le prestase al chico. Lo que Zanni llevaba al brazo resultaron ser dos largos tubos de caucho negro que terminaban en un guante blanco como los usados por Alí Babá con su traje de payaso negro. Zanni le enseñó cómo se ponían los tubos con guantes y
entonces se bajó las mangas para que sólo se vieran las manos enguantadas. Entonces se acercaron ambos al Hacedor de Terremotos, que descansaba de sus esfuerzos. Intercambiaron unas palabras y el hombre fuerte asintió con la cabeza. En seguida Alí Babá se agachó, cogió una pesa con ambas manos, fingió una fuerza titánica, hizo muchas muecas y empezó a enderezarse muy, muy despacio. El Hacedor de Terremotos se echó a reír, inaudiblemente en medio de tanto ruido. Los nuevos guantes de Alí Babá tenían alambres por dentro para que siguieran cerrados en torno a la pesa mientras el chico se enderezaba lentamente; entonces se los quitó y los tubos de caucho negro le asomaron por las mangas, dando la impresión de que sus flacos brazos negros se estaban alargando. Zanni cogió al chico y lo levantó sobre su propia cabeza para que aquellos brazos negros parecieran todavía más imposiblemente largos y flacos. — Un efecto cómico, ¿no? —preguntó Zanni. —Sí, zeñó —asintió Alí Babá, riendo, y añadió, dirigiéndose a Yount—: ¿Puedo haser esto en todas las funsiones, Hasedor de Terremotos, cuando usté acabe con las pesas? —Vaya —contestó Yount, todavía riendo—. Aquí estoy yo, a punto de reventarme los intestinos para enseñar a la gente un verdadero número de hombre forzudo y llegas tú y te burlas de mí, y probablemente recibes el doble de aplausos. Pero, qué diablos, no cabe duda de que es cómico. Olvida mis celos profesionales y hazlo, Quincy. La cuerda floja estaba tendida entre los dos postes centrales, pero a sólo treinta centímetros del suelo. Haciendo caso omiso de las chicas ataviadas con dirndls que bailaban, giraban y saltaban a ambos lados de la cuerda, Lunes avanzaba por ella paso a paso y Fünfünf, aunque estaba muy cerca, tenía que gritar para ahogar el bullicio. —Como Fráulein Auburn ejecuta un número clásico de bailarina de la cuerda floja y tú no desearás competir con ella, harás un número cómico en la cuerda. Lunes replicó, gritando: — Prefiero ser clásica, graciosa y bella. Cualquiera puede hacer reír. — iJa! ¿Lo crees así? Yo aprendí a caminar por la cuerda floja en pocas semanas y hace treinta años que intento hacer reír. Necesitarás toda tu habilidad, Fráulein, y toda tu gracia y belleza, para hacerlo bien. —Si usted lo dice —contestó Lunes sin mucho entusiasmo. —En el suelo ensayarás el baile burlesco, como lo llamamos nosotros. Aprenderás el paso de la cigüeña, el paso del polluelo, el deslizamiento del cangrejo, el tropiezo, el paso vacilante y todos los demás. Después los repetirás en la cuerda. Ahora baja e imítame. Éste es el paso de la cigüeña. iVen! Anda como yo. Lunes obedeció, pero quejándose:
—Todas esas chicas blancas tan bonitas exhibiendo sus bellas formas en el baile y yo tengo que andar torcida. —iSilencio! Eres una cigüeña. Saca más la cola. Así es mejor. Ahora súbete a la cuerda y haz exactamente lo mismo. Lunes lo intentó tres veces y resbaló cada vez. —Es porque andando de esta manera tan estúpida no me puedo ver los pies —protestó. —No tienes que mirártelos. Mantén los ojos fijos en la guía blanca pintada en aquel poste. Lunes suspiró, pero lo intentó otra vez y se sorprendió de que —sin mirarse los pies— pudiera imitar a la cigüeña y no caerse de la cuerda. —Mucho mejor —elogió su maestro—. Muchísimo mejor. Pero saca más la cola. Recuerda que eres una cigüeña. i Más cola! —Señor maestro —dijo Lunes entre dientes, pues los tenía apretados en su concentración—, ¿podría por lo menos dejar de llamarlo mi cola? —Tu hermana —dijo Paprika desde la plataforma del trapecio—aprende muy de prisa el funambulismo. Domingo también miró hacia abajo y asintió: —Sí, es verdad. —Como tú, se ha desarrollado y tiene una buena figura. Dime, ¿ha superado su costumbre de hacerse wichsen? Domingo pareció perpleja y respondió con sinceridad: —No lo sé. Según su decoroso diccionario alemán, «wichsen» sólo significaba encerar o pulir. —Una chica bonita no debería recurrir a sí misma para correrse. —Esta frase tampoco significó nada para Domingo, pero comprendió la siguiente observación de Paprika—: Lo que necesita es un amante. Domingo rió y dijo: —Sólo quiere al caballero John Fitzfarris. —Y tú, Liebling, quieres a Zachary Edge. Lástima que ya esté comprometido. —Está unido, pero no casado. —iAjá! Permaneces a la espera. Sí, eres lo bastante joven para esperar. Pero, quizá, cuando llegue tu hora, tendrías más oportunidades si estuvieras instruida en algo más que en el arte del trapecio. En las artes y astucias del amor. Yo no sólo puedo ser instructora en el aire, ¿sabes? — Ya lo he oído decir —replicó Domingo con frialdad—. No, gracias. —iBrrr! —exclamó Paprika, fingiendo que temblaba—. Creo que a esto lo llamáis «cold shoulder» en inglés. No obstante, yo soy capaz de calentar el hombro más frío. Y otras cosas... Pero Domingo ya se columpiaba hacia la otra plataforma, donde Maurice esperaba, pateando con impaciencia. Dijo unas palabras a Domingo, le cogió la barra, se dio impulso hacia Paprika y probablemente le dijo las mismas palabras:
— Reserva tu infantil babillage para el suelo, mam'selle. Aquí arriba se trabaja. —Y mucho, por cierto —murmuró Paprika. Entonces desvió la mirada de Domingo a Maurice y dijo—: Una vez me invitaste a compartir tu remolque. Nunca más me has hablado de ello. No trabajas mucho para alcanzar tus ambiciones. — Recordarás, chérie, que destruiste de modo muy efectivo aquella ambición determinada. —Sin embargo, como dijiste entonces, une hirondelle ne fait pas... ¿Has pensado alguna vez en deux hirondelles al mismo tiempo? —Miró hacia Domingo—. En húngaro lo llamamos rakott kenyér. Imagino que en tu lengua sería un homme en sandwich. El miró en la misma dirección que ella y después volvió a mirarla. — Soy francés, Paprika, y por ello tolerante con las naturalezas diferentes de los demás. Pero no sueñes en cortejar a tu propia pareja. Sería buscarte problemas. — Tú me cortejaste a mí, Maurice. —Entonces sólo éramos dos. Lo que tú sugieres ahora es un triángulo e, incluso en una farsa francesa, esto siempre equivale a tener problemas. ¿No puedes enfocar tus ambiciones al exterior de la carpa? ¿O por lo menos al suelo? ¿Por qué no una de esas chicas apetitosas que bailan ahí abajo? —Utálatos! ¿Esas rameras gordas? —exclamó, mirándolas con desprecio—. No, Maurice. A veces pienso que me debo estar volviendo vieja y mala... como los ancianos que acechan en torno a los patios escolares. Ahora parece que me gusta... lo nuevo, fresco e inocente. —Vieja no lo eres. Mala, quizá. Perversa, sin duda alguna. Si amaras, si pudieras amar, mais non. Conociéndote como te conozco, te prohíbo terminantemente seguir este rumbo. Si los tres hemos de sobrevivir aquí arriba, debemos querernos mutuamente, oui, pero no amarnos, ¿me comprendes? En el aire de aquí arriba mando yo y quiero que esté limpio. Mirando todavía a Domingo, Paprika murmuró: —Prohibida, ¿eh? —Y se mojó el labio superior con la lengua. —Y ahora ni una palabra más. Coge la barra y hazme un passe ventre. Lo has hecho de forma muy descuidada esta tarde. Todas las noches, cuando Edge llegaba al remolque después del espectáculo para ayudar a Autumn a preparar la cena —ya hacía mucho tiempo que no acompañaban a los demás miembros de la compañía a un hotel o Gaststátte—, ella le preguntaba ansiosamente sobre todos los detalles de la función y él se los contaba: —Bueno, ese tonto de Pavlo continúa entrando y saliendo de la pista con su familia y sus perros cada vez a más velocidad, como si estuviera
ensayando un número de desaparición. Cometí un gran error cuando le dije que se guardara de los competidores. Otro día contaba: —Fitz ha encontrado una magnífica sustituta de Clover Lee y las chicas Simms en su número cumbre. Esa guapa griega hace: «La Amazona Virgen en las garras del Dragón Fafnir.» Y lo hace tan desnuda que sus, ejem, partes vitales sólo están cubiertas por los anillos de la pitón, aunque ésta no deja de moverse. No sé cómo lo consiguen ella y la serpiente. Lo que sé es que sería arrestada por conducta indecente en cualquier sitio fuera de ese anexo. Actúa como si la violara un hombre y, sin embargo, es bonito de ver. La serpiente baila literalmente mientras sube y baja por su cuerpo y la abraza al son de la música de acordeón. Otro día contaba: —Los animales nuevos se portan muy bien en las cabalgatas, incluso las cebras, siempre que les dé poca rienda. Y la otra noche, en la tienda de la ménagerie, Abner vio a Peggy a gatas debajo del vientre de Mitzi. Sólo era para rascarla, pero Abner lo ha convertido en un número. Ahora anuncia: «iEl puente de Londres!», y los elefantes lo hacen en la pista. Abner es bastante listo con los animales; incluso ha empezado a ganarse la confianza de los tigres y osos. Me gustaría que no bebiese una botella entera cada vez que ha de entrar en sus jaulas, pero él dice que quién coño le haría entrar de otro modo. —Querría ver el espectáculo —dijo Autumn—. Hay tantas cosas nuevas desde que caí enferma... No sé por qué no se me permite. Aquella medicina me ha quitado completamente el dolor de cabeza. Ya sé que no puedo actuar todavía porque aún no puedo enfocar la vista en nada tan próximo como la cuerda, pero en cambio veo perfectamente las cosas distantes. —¿Qué hay de... de las manchas descoloridas del pecho? —Siguen ahí, pero no se han extendido ni multiplicado. Siento que el médico te hablara de ellas. —Maldita sea, Autumn, tú y yo lo hemos compartido todo desde que estamos juntos. No me gusta enterarme de cosas tuyas por terceras personas. Aún me duele que apagaras todas las luces para que no me diera cuenta. —Temía que las confundieras con manchas de vejez y pensaras que me hacía vieja y me abandonases. Esto era una mentira tan manifiesta y tan burda en una persona de la inteligencia de Autumn, que Edge no se molestó siquiera en sugerir que también era un insulto para su inteligencia, además de para su amor y lealtad. Sólo dijo: — El médico te advirtió que no te expusieras a un enfriamiento. Pero como ahora no hace frío hasta el anochecer, creo que, bien abrigada,
podrías asistir sin peligro a la función de la tarde. Y sentarte en las graderías con el público, si ves mejor a cierta distancia. — iOh, claro que sí! —exclamó ella, entusiasmada—. ¿Puedo, Zachary? — Creo que sí, pero hazme un favor. Ponte también un sombrero con velo. Si ese loco de Pavlo Smodlaka te ve en las graderías, se convencerá de que le espiamos y me hará responsable del espionaje. No contribuyamos a que enloquezca del todo. — Lo que tú digas, amor mío —contestó Autumn, besándole. Pero aquella noche, como ya era su costumbre, también apagó las luces antes de desnudarse para ir a la cama. Edge no se quejó ni hizo el menor comentario. Lo prefería así. Hacer el amor a Autumn en la oscuridad le permitía imaginar que hacía el amor a aquella Autumn sana y radiante de otras noches que ahora parecían muy lejanas. —iOoooh, es espléndido! —exclamó Autumn la tarde siguiente cuando se detuvieron en la entrada de la avenida del circo—. Zachary, esto es tan grandioso como los mejores circos que he visto en mi vida! Autumn iba muy arropada con abrigo, bufanda, guantes y botas altas. De su sombrero toscano de ala ancha pendía un velo de amazona, metido dentro del cuello del abrigo, y detrás de él su rostro era sólo un resplandor suave. A petición de Edge, Florian había recorrido antes las hileras de barracas ordenando a los propietarios —para cierto asombro de éstos— que ocultaran todos los espejos exhibidos entre sus baratijas. Pero probablemente Autumn no los habría visto porque estaba maravillada ante las novedades del circo. Además de las banderas y letreros que proclamaban las mercancías de las barracas —salchichas, cervezas, relojes de cucú y cosas por el estilo—, ahora el Florilegio alardeaba de su propia línea de banderas, tendida a lo largo de la fachada de la carpa, sobre la entrada de la marquesina. El artista chino no dominaba la anatomía, humana y animal, pero esto no había inhibido su imaginación ni su paleta. Con colores brillantes e increíbles aparecía, en una bandera, un león de melena revuelta y llamativos colmillos y zarpas, diseminando por la jungla miembros sanguinolentos de negros africanos; en otra, el coronel Ramrod, con anómalos ojos oblicuos, disparaba volcanes de llamas y humo de dos pistolas, esparciendo por un desierto los cuerpos de ensangrentados pieles rojas; en otra, un hindú muy enjoyado hacía malabarismos con antorchas encendidas, de pie sobre los colmillos enredados de dos elefantes cubiertos de arrugas; en otra, los propios chinos, de un amarillo vivo, ejecutaban contorsiones que aún no habían intentado nunca... y así sucesivamente: en conjunto, ocho banderas que llamaban la atención de modo casi audible.
El anexo de sir John, a un lado de la carpa, tenía su propia bandera, que representaba a una mujer desnuda muy neumática con unos pechos inhumanos por su exuberancia —el artista oriental estaba a todas luces deslumbrado por las mamas occidentales—, ojos saltones y boca abierta en un grito mientras era comprimida por los anillos y quemada por el fogoso aliento de un dragón reptil, alado y leonino que sonreía con lascivia. Era con mucho el animal mejor dibujado de todos los reproducidos en las banderas. Al otro lado de la carpa estaba la nueva tienda de la ménagerie, a rayas verdes y blancas como las otras, y Edge condujo allí a Autumn. Esta, feliz, respiró hondo la evocadora mezcla de olores —a la vez amoniacal y aromática— de los elefantes, grandes gatos, caballos, heno caliente, cajones de pienso, serrín y lona nueva. —Antes de cada función —dijo Edge—, cualquier patán que haya comprado la entrada y no desee comprar en las barracas, puede entrar aquí a dar un vistazo. Cuando se ha reunido la gente suficiente, Jórg Pfeifer habla, sobre todo de lo que cuesta la ménagerie en dinero, tiempo, trabajo y pérdida de vidas. —¿Cuánto ha costado todo esto? —Florian no quiere decírmelo. Creo que hizo un pago parcial y firmó un pagaré. Los Hagenbeck le conocen y se fían de él. Llevó a Autumn por el centro de la tienda y le enseñó los animales enjaulados o atados a ambos lados de las cuerdas del pasillo: MitziCésar, Kewwydee y Kewwydah —estos nombres requirieron una explicación—, Hansel y Gretel, las hienas abogadas, Rajá, Rani y Siva. —iOh, los tigres son sublimes! —exclamó Autumn—. Los humanos pensamos que somos la obra maestra de la naturaleza, pero son ellos. Los gatos de la jungla, los gatos domésticos, todas las clases de gatos son superiores a los demás animales. —Vamos, vamos —dijo Edge en broma—. Los humanos estamos hechos a imagen de Dios. Entonces se arrepintió de haberlo dicho al recordar el aspecto actual de Autumn, pero ella sólo contestó: —Los gatos no se preocupan de Dios. No adoran nada, no envidian nada y no temen nada. Si esto no es superioridad, ¿que es? Los caballos estaban en el fondo de la tienda y allí Clover Lee cepillaba a su viejo tordo, Burbujas. Saludó a Autumn un poco desconcertada al verla tan oculta bajo la ropa, pero cuando Autumn respondió con su clara voz de siempre, Clover Lee le preguntó directamente por su salud y expresó la esperanza de toda la compañía de que su estrella volviera a estar pronto entre ellos. —Gracias, yo también lo espero —dijo Autumn—. La ménagerie es maravillosa, ¿verdad, Clover Lee? Pero no cabe duda de que requerirá tiempo amortizarla.
—Bueno —respondió la muchacha, sonriendo—, ya conoces a Florian. Si no está en precario equilibrio sobre una rama, no se siente vivo. —Sí —corroboró Edge—, ahora ha comprado otro carromato grande y caballos de tiro. Resulta que los necesitaremos para llevar todas las provisiones que estos animales consumirán por el camino... y las nuevas sillas de estrella, cuando las tengamos. —Y los miembros europeos no dejan de decirle —añadió Clover Lee— que deberíamos tener listones para vallas, como otros circos europeos, para rodear el campamento. Muchos transeúntes se cuelan por los lados, lo cual irrita especialmente a Banat. Pero Florian dice que una valla es demasiada carga para llevar de un lado a otro. Edge y Autumn salieron de la ménagerie y entraron en la carpa por la puerta principal. Encima de ellos, sobre la marquesina, Bumbum Beck hacía afinar los instrumentos a la banda y cogió una corneta para tocar unos compases de Greensleeves a guisa de saludo; Autumn le saludó agitando la mano. Entonces mantuvo la cabeza alta para mirar con nostalgia hacia la cúpula de la tienda, hasta que Edge la empujó con suavidad para que siguiera andando. Goesle y sus hombres aún no habían montado las sillas plegables, así que los «asientos de estrella» eran sólo los bancos más próximos a la pista. Edge la hizo sentar en uno de ellos y permaneció a su lado hasta que tuvo que irse a dirigir la preparación de la cabalgata inicial. Durante el espectáculo miró frecuente y ansiosamente hacia Autumn, sentada entre los gordos Bürgers, sus gordas Fraus y sus regordetes Kinder. No parecía sufrir ningún efecto adverso en su primera salida del remolque desde la visita al médico. Aplaudía tan vigorosamente como los patanes y, aunque Edge no podía verle la cara, sabía que debía sonreír al ver tantos números nuevos y tantos refinamientos de los antiguos. Ahora Abdullah hacía malabarismos mientras bailaba de puntillas sobre los cuellos de una docena de botellas de cerveza, derribando a propósito alguna cada pocos minutos hasta que por fin se detenía con un solo pie sobre una botella, sin dejar de lanzar al aire, imperturbablemente, frágiles huevos y herraduras de hierro al mismo tiempo. Zanni había incluido en su número cómico una escalera libre como la que solía usar Monsieur Roulette, sólo que ésta era plegable. Zanni la desplegaba sin ningún soporte y la dejaba oscilante mientras hacía en ella diversos ejercicios acrobáticos. Luego los peldaños se caían uno tras otro a medida que los pisaba, así que se veía obligado a seguir subiendo por la escalera cada vez más destartalada y vacilante hasta que hacía piruetas desesperadas sobre el último peldaño. Cuando éste se caía, él también, pero atrapando las dos partes de la escalera bajo los brazos y usándolas como zancos para dar vueltas a la pista a grandes zancadas.
Clover Lee había añadido una bandada de palomas blancas a su número de equitación a pelo. Había comprado la docena de aves en el mercado y montado durante siete días de entrenamiento con una capa en cuyos pliegues había diseminado granos de trigo. Durante aquella semana, las palomas habían aprendido a perseguirla mientras trotaba para picotear el trigo y cuando, en el octavo día, desechó la capa, continuaron siguiéndola por costumbre. Ahora, cuando Clover Lee dio la vuelta a la pista sobre Burbujas, ejecutando poses de ballet, jetées y entrechats, las blancas aves eran su capa al seguirla muy de cerca y, cuando se paraba, aleteaban para posarse en sus brazos y hombros. Brutus hizo su antiguo número a las órdenes de Abdullah, luego Barnacle Bill sacó a César y Florian anunció en alemán: «iEl puente sobre el Inn!» Brutus y César lo formaron entrelazando sus trompas y Domingo Simms bailó un pequeño ballet sobre ellas mientras la banda tocaba un vals. Entonces Florian anunció: «iEl puente de Londres se derrumba!», y el vals fue interrumpido por un estruendo de platillos y los elefantes se separaron de repente y Domingo dio un salto y quedó graciosamente derecha sobre la cabeza de César mientras Brutus volvía a arrastrarse por debajo del gran vientre de César. Ahora Domingo también participaba en el número del trapecio, pero sólo subiendo a una plataforma, adoptando poses artísticas y dando un empujón a la barra hacia Maurice o Paprika cuando ellos la pedían gritando: «Houp la!» Los tres artistas llevaban ahora, por una reciente decisión de Maurice, mallas de diferentes tonos de azul, profusamente cubiertas de lentejuelas. Maurice aún iba de azul eléctrico, como el relámpago; Paprika un azul muy oscuro para realzar sus cabellos anaranjados; Domingo un azul muy pálido para que contrastara con sus abundantes cabellos negros. Y ya hacia el final de la actuación, Domingo intervenía en un ejercicio que juntaba los tres azules. Maurice y Paprika, cada uno en su trapecio, terminaban una sucesión de acrobacias, columpiándose colgados de las rodillas. Paprika se lanzaba hacia la plataforma de Domingo con las manos extendidas, Domingo le alargaba las suyas, ambas muchachas se cogían las manos y Domingo se lanzaba al encuentro de Maurice. El público profería una exclamación ahogada cuando pasaba en el aire de Paprika a Maurice y éste la hacía describir otro arco para que aterrizase grácilmente de pie en la plataforma opuesta. —Sólo desearía —confió con timidez Domingo a Autumn, que fue a felicitarla durante el intermedio— que cuando nos agarramos las muñecas allí arriba, no tuviera que agarrar las de miss Paprika. —Oh, Dios mío —dijo Autumn—. ¿Es que ahora te busca a ti? Bueno, supongo que no debería sorprenderme. Aún eres una adolescente, pero de una niña bonita has pasado a ser una jovencita muy bella. No te sentirás atraída hacia Paprika, ¿verdad?
Las mejillas de color café con leche de Domingo se tiñeron de rosa, pero intentó darse aires mundanos. —Lo que me sugirió... los detalles... dice que gozaría con ellos. Quizá sí. Ella debe de saberlo. —¿Pero...? —preguntó Autumn. —Pero yo preferiría reservar... reservar esto para un... un hombre, cuando sea lo bastante mayor para tener uno. Miss Paprika dice que podría divertirme mientras tanto y que después nadie notaría la diferencia, ni yo... ni ningún hombre. ¿Es cierto, miss Autumn? —No lo sé por experiencia propia, pero sé que se practica mucho en los mejores pensionados, incluso en los de monjas, y a pesar de ello las chicas se casan bien. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás pensando en complacerla? — Dice que si no lo hago, ella se encargará de que no llegue a ninguna parte en el trabajo del trapecio. — iVaya, menuda zorra está hecha! Esto es mucho más monstruoso que... que cualquier cosa que pudierais hacer las dos de mutuo acuerdo. Los actos privados son asuntos privados, pero el chantaje es un delito. ¿Se lo digo a Zachary? —Oh, no, por favor —dijo Domingo, alarmada—. No haga nada que pueda indisponerla conmigo. Lo... lo pensaré mejor. Pero, se lo ruego, miss Autumn, no mencione esto a nadie. —Y se fue corriendo hacia el furgón vestidor. Autumn se reunió con Edge y no dijo nada de la conversación. Pasaron el resto del intermedio en el espectáculo complementario, que gustó tanto a Auburn como a los habitantes de Innsbruck. Más tarde, tras la conclusión del espectáculo principal en la carpa, insistió en ver también a la Amazona Virgen y el Dragón Fafnir. Cuando el telón de lona de Fitz se cerró al final de aquel cuadro, Autumn dijo riendo a Edge: —Dios mío, creía que me habías dicho que ella fingía ser violada. —Ven a la parte trasera y la conocerás. Puedes preguntarle si se lo toma en serio. Detrás del telón, Meli Vasilakis se había puesto una bata y estaba tapando la cesta de la voluminosa serpiente. Cuando Edge hubo hecho las presentaciones, Autumn dijo: —Espero que Fitz no me convenza nunca para actuar en semejante tableau vivant. Estaría aterrada. — No es kinthynos. No hay peligro. La pitón nunca me ha hecho daño. Además, es vieja. — No pensaba en la pitón. Quizá usted no se ha fijado en los ojos de los hombres que la miraban. —Vlepo —contestó alegremente Meli—. Tengo un buen marido celoso. — ¿Marido?
— Spyros siempre vigila cuando trabajo. —Meli hizo una seña y el marido subió al escenario para ser presentado a Autumn—. Cualquier hombre que me mire con demasiada fijeza, sale con un ojo morado. Mi marido Spyros es un dragón verdadero. Se fueron, llevando entre los dos la cesta de la pitón, y Autumn observó: —Da gusto verlos, si se comparan con Pavlo y Gavrila. —Los Vasilakis no deben de ser el único matrimonio feliz —contestó Edge—. Te propuse que nos casáramos en cuanto nos conocimos y una docena de veces desde entonces. Autumn le tocó traviesamente la nariz con la yema del dedo y dijo: —Ahora estás en tierras germanas y te pido que reflexiones. La palabra alemana trauen significa casarse y casi la misma palabra, trauern, significa lamentarse. No puede ser una coincidencia. —Maldita sea, hablo en serio. —Muy bien. ¿Puedo ver también el espectáculo de mañana? En serio —En serio, no. El médico nos desaconsejó el esfuerzo excesivo, recuérdalo. Te soltaré otra vez dentro de dos días. Es cuando Jules se elevará en el Saratoga. Durante toda su estancia en Innsbruck, el Florilegio no llenó completamente el circo. Sin embargo, la asistencia aumentó de modo súbito y espectacular después de que Rouleau se elevara y flotase sobre las aguas del río Inn. Fitzfarris contribuyó de nuevo a aquel espectáculo con la mágica desaparición de la avenida y la reaparición en el cielo de la bonita muchacha, aparentemente la misma. Las hermanas Simms no pusieron ninguna objeción a esto, como una supuesta explotación, porque les encantaban los paseos en globo y se alternaban en los papeles de desaparecida y reaparecida. Esta vez fue Lunes quien saltó triunfalmente de la barquilla tras el aterrizaje del Saratoga. Después de que ella y Monsieur Roulette saludaran muchas veces bajo los aplausos de los espectadores apiñados en el Hofgarten, él la llevó a un lado y le dijo con petulancia: —¿Tienes que restregarte los muslos todo el rato que estamos en el aire? Tu hermana no lo hace. Haces oscilar la góndola y me resulta tris dzcile calcular con exactitud el punto de aterrizaje. Domingo lo oyó porque estaba cerca y dirigió a Lunes una larga mirada especulativa. Los carteles de Florian anunciando la elevación del globo atrajeron aquel día hordas de ciudadanos al Hofgarten, pero el público más numeroso que acudió al circo los días subsiguientes consistió en personas que no tenían noticia alguna del espectáculo. La inesperada aparición en el cielo de algo tan excepcionalmente bello como el Saratoga, visible en muchos
kilómetros a la redonda, picó la curiosidad de todas las familias campesinas que vivían en el valle del Inn. Ya habían recogido las cosechas y las nieves invernales aún no las retenían en sus casas, por lo que carretas y más carretas de campesinos llenaron a partir de aquel día todos los caminos que conducían a Innsbruck, dirigiéndose directamente al circo. —Vaya, celebro que nos hayamos quedado —dijo Florian con satisfacción—. Y me alegro de que tú te hayas quedado con nosotros, Carl, para ayudarnos a ganar este botín. Permaneceremos aquí hasta que el público vuelva a escasear. O hasta que llegue la nieve, que tendrá el mismo resultado. Esto significa que no has de apresurarte en viajar a Munich, aunque puedes marcharte cuando lo desees. Seguiremos el plan original y te esperaremos en Rosenheim. Así pues, tras dirigir a la banda en varias funciones más y dejar innumerables instrucciones para cuando estuviera ausente, Beck se marchó. Sus colegas intentaron no reírse al verle partir. Un marinero sobre una silla ya era una vista bastante estrafalaria, pero éste se parecía demasiado a Sancho Panza sentado a horcajadas sobre el rocín de lomo hundido, con las piernas colgando a los lados y su calva lanzando destellos hasta que se perdió de vista. El Florilegio disfrutó de muchas más semanas de prosperidad antes de que cayera la primera nieve. Fue una nevada copiosa que exigió la lenta combustión de balas de heno en la carpa y el anexo durante toda la noche. En la tienda de la ménagerie no podía encenderse fuego, pero el calor de los cuerpos de los animales fue suficiente para impedir que la nieve se amontonase en el techo. Y al día siguiente Florian ordenó el desmantelamiento y los preparativos para emprender la marcha hacia Baviera. Aquel día él y Edge hicieron una rápida visita a la ciudad para pedir al Herr Doktor Kóhn un amplio suministro de los efectivos polvos Dresser. El médico hizo numerosas preguntas sobre el estado de Autumn y las respuestas de Edge —incluso el informe de que «su cara está cada vez más torcida»— parecieron confirmar satisfactoriamente la primera opinión del médico. Florian tradujo: — No ve posibilidad de un diagnóstico exacto hasta que el especialista vienés haya examinado a Autumn, pero sigue diciendo que no hay urgencia. — No sé si interpretar esto positiva o negativamente —dijo Edge—. De todos modos, como hacemos un rodeo antes de dirigirnos a Viena, pregúntale si conoce a algún médico bueno en un lugar próximo a nuestra ruta, por si nos hiciera falta. Un médico que hable inglés, a ser posible. El doctor Kóhn cogió de un estante una voluminosa guía, la hojeó y escribió en un pedazo de papel un nombre y unas señas de Munich.
Después llenó una gran cantidad de sobrecitos con los polvos para la jaqueca y deseó «niel Glück» a Edge y a su dama. Cuando el Florilegio abandonó el nevado Hofgarten, formaba ya una caravana como la de un batallón del ejército en marcha. El carruaje negro iba a la vanguardia de una procesión blanca y azul de diez carromatos de equipos y suministros, seis furgones con jaulas, nueve remolques y el Gasentwickler sobre ruedas, dos elefantes y un camello, y detrás de estos animales iba el heterogéneo y polícromo desfile de remolques y carretas de los dueños de las barracas. Ya había cruzado el puente sobre el Inn una buena tercera parte de la caravana cuando otra tercera parte lo estaba cruzando y otra aún no había llegado a él. Estuvieron dos días y dos noches de camino por una carretera cubierta de nieve, flanqueada por dos altos terraplenes de nieve, que iba en dirección nordeste hacia la frontera. Allí, en Kufstein, pasaron de Austria a Baviera y de nuevo todos se maravillaron de que los guardas fronterizos los dejaran cruzar sin ponerles ningún impedimento. —Creo —dijo Florian— que esta vez es porque los centinelas bávaros están encantados de que nuestros carromatos ostenten sus colores nacionales. Rosenheim estaba a otro día de viaje hacia el norte, siguiendo el curso del Inn, pero ahora Florian puso a Bola de Nieve al trote para adelantarse, de modo que una vez más Edge condujo la caravana solo en el pescante porque Autumn —no por gusto, pero resignada— yacía en la cama dentro del remolque. A Edge le gustaba tan poco como a ella viajar solo, pero por Autumn agradecía que la nieve bajo las ruedas amortiguase los movimientos del vehículo.
BAYERN 1 Cuando la caravana del circo se acercaba a Rosenheim, a la derecha de la carretera seguía fluyendo el río Inn, muy ancho aquí, y a la izquierda se extendían los pantanos llanos, monótonos y al parecer sin límites que la gente de la región llamaba Gran Musgo, pero no de modo irrespetuoso porque aquella extensión de sal y azufre convertida en fango les proporcionaba el sustento. No podía esperarse que una ciudad cuyas dos industrias principales eran la exportación de sal extraída de aquellas ciénagas y la atracción de clientes hacia sus numerosos balnearios de fango salado y fango sulfuroso exhalara un olor demasiado bueno, pero por lo menos ofrecía la promesa de una estancia próspera, ya que ni siquiera la reciente guerra habría deprimido el mercado de sal y curas de salud.
Como de costumbre, Florian salió al encuentro del circo en la carretera para guiarlo a la ciudad, anunciando: —Las autoridades municipales nos han asignado un buen terreno en el parque de Kaíserbad y anoche encargué a algunos niños que fijaran muchos carteles. Sin embargo, cuando estuvieron en las calles bien empedradas de Rosenheim, Florian exclamó: —¿Qué diablos han hecho esos chiquillos? Había carteles por doquier, pero no eran del Florilegio. Se apeó para examinar uno y lo mismo hizo Edge, que sólo pudo leer el anuncio: «DER ZIRKUS RINGFEDEL.» —¿No es asombroso? —dijo Florian entre dientes—. Justo durante el rato que he tardado en reunirme con vosotros, esos bastardos de Fedel han pegado sus papeles encima de los nuestros. —¿Como aquel mequetrefe de Maryland? —preguntó Edge—. ¿Vienen el mismo día que nosotros? —Ni siquiera eso —contestó Florian con un gruñido—. Aquí dice: «iEsperen al MÁS GRANDE! iEl mayor espectáculo de Europa llegará dentro de poco! iGuarden su dinero para EL MEJOR!» —Veo que usted no es el único director astuto en el negocio del espectáculo. —iPero mira la fecha! —gruñó Florian—. iEl Ringfedel no llegará aquí hasta dentro de seis semanas! Oh, esos chicos Fedel son astutos, desde luego, y famosos por sus golpes bajos, como éste, y aborrecidos por toda la profesión. Orfei me puso en guardia contra ellos. Y ni siquiera es un circo con carpa; tienen un tren con el que pueden llegar en un santiamén a cualquier lugar que les parezca maduro para un circo... o fácil de arrebatar a cualquier circo rival. Ni siquiera han de levantar una lona; se limitan a dar sus funciones en auditorios, armerías y locales por el estilo. Ya ves lo que dice aquí: «fierren und Damen, ¿por qué cruzar un terreno nevado y fangoso para asegurarse un banco duro en una tienda llena de corrientes de aire? Esperen a disfrutar del GRAN RJNGFEDEL en la comodidad de un ambiente cálido y gemútlich.» — ¿Cómo se habrán enterado de que veníamos aquí? — Oh, diablos, los Fedel emplean a más oteadores que artistas y los pagan mejor. Siempre están espiando por todas partes. Y puedes apostar algo a que los Fedel pondrán un espía disfrazado de patán inocente entre nuestro primer público para que lo husmee todo con mañas de detective y pueda informar sobre cada número, innovación, idea y pieza de decorado a los muchachos Fedel, que así sabrán con exactitud cómo valorarnos como rivales. Y poco después un agente suyo se introducirá enmascarado en nuestro patio posterior para quitarnos a las mejores estrellas. —Suenan a yanquis. ¿Qué haremos contra esta plaga?
—Vigilar, sobre todo. Primero dejemos que la compañía se instale en el campamento y los que así lo deseen vayan a cenar al hotel Kaiserbad. Mientras tanto diré a Stitches que, incluso antes de montar la carpa, mande a todos los peones disponibles a romper estos carteles y fijar los nuestros por toda la ciudad. Si encuentran a uno de los empapeladores de Fedel, bueno, ya sabrán cómo desanimarle. Y fijaremos carteles nuevos cada maldito día, si es necesario. Sin embargo, una vez pegados los nuevos carteles del Florilegio, nadie volvió a taparlos y la breve aparición de los carteles del Ringfedel no pareció convencer a muchos habitantes de Rosenheim de que debían quedarse en casa, guardar su dinero y esperar seis semanas la llegada de otro circo. Aunque el día del estreno hacía frío, y por la noche todavía más, y en la tienda había corrientes de aire y el terreno pronto se convirtió en un cenagal, las dos primeras funciones tuvieron un lleno total, siendo la mayor parte del público propietarios y empleados de los balnearios y salinas locales y los huéspedes menos debilitados de los primeros, todos acompañados de sus esposas e hijos. Nadie se quejó de los inconvenientes de estar en un circo auténtico bajo una carpa auténtica y todo el mundo aplaudió con entusiasmo —pateando ruidosamente— todos los números y atracciones. De hecho, la población de Rosenheim demostró un interés especialmente intenso por la Princesa Egipcia del espectáculo de sir John y pasó mucho tiempo agrupada a su alrededor, especulando sobre qué sales y soluciones salinas se habrían usado para conservar aquel cadáver. —Esto me da una idea —dijo Fitzfarris a Florian y Edge mientras observaban a la gente apiñada en torno a la momia durante el intermedio de la función nocturna—. Director, usted admiraba muchísimo lo que llamaba la biblia del Circo Orfei, ¿se acuerda? Pues ¿por qué no imprimimos un programa propio? Usamos un par de páginas para la lista de todas nuestras actuaciones y reservamos las otras para anuncios. —¿Anuncios de sales momificadoras? —preguntó Edge. —No, de los saludables balnearios de Rosenheim. Del Kaiserbad de este parque, del Marienbad, del Dianabad y de todos los otros. Podríamos darles mucho bombo: filas aguas de Marienbad transmiten a los enfermos la alegría de Zanni el payaso!, o la fuerza del Hacedor de Terrremotos, cualquier cosa que les gustara ver impreso. Y cobrar un buen precio a los propietarios de los baños porque seguiremos usando estos programas alemanes por toda Baviera y Austria. —Una idea excelente, sir John —aprobó Florian—. Lo primero que haré mañana será solicitar a los propietarios... Le interrumpió la llegada de un hombre que podía ser un patán cualquiera del público, pero que se presentó, en alemán, como un acomodador de circo sin trabajo. Florian tradujo a los demás:
—Dice que ha trabajado hasta ahora como cuidador de caballos para el Ringfedel, pero que lo ha dejado porque desprecia ese circo. Coronel Ramrod, ¿podrías dar trabajo a otro mozo de cuadra? —Ese hombre no es eslovaco —respondió Edge—. ¿Por qué busca un empleo tan humilde? —Eso es lo mismo que se me ha ocurrido a mí —dijo Florian—, pero le daré un trabajo a prueba y veremos cómo lo hace. Intercambió unas palabras con el desconocido y entonces sacó un pedazo de papel y su rotulador. Apoyado para escribir en el mostrador de una barraca, añadió: —Le he preguntado si sabe dónde está la oficina de telégrafos y ha dicho que sí. —¿A quién conoce en Baviera para mandarle un telegrama? —inquirió Fitz. Florian no contestó hasta que hubo terminado de redactar el mensaje, que entregó al desconocido, indicándole que corriera a enviarlo. Después dijo a los demás: —He telegrafiado a nuestro representante para comunicarle que renunciamos a actuar en Munich porque he oído decir que hay un brote de peste allí y ordenarle que se dirija a otras ciudades y nos alquile en ellas buenos terrenos: Fürstenfeldbruck, Landsberg y tres o cuatro más. —¿Qué representante? —preguntó Fitzfarris—. Yo soy el único que ha tenido jamás y no he trabajado desde que abandonamos los Estados Unidos. —No tenemos ninguno —contestó Florian—, pero no importa. Antes apostaría en tu juego del ratón que por el hecho de que este telegrama llegue a enviarse. El tipo es con toda seguridad un espía de los Fedel. No volveremos a verle. —Diablos, podríamos habernos limitado a echarle del campamento — observó Edge. —¿Ha sido Bumbum quien le ha dado la noticia de la peste? —preguntó Fitz. —No he recibido tal noticia —explicó con paciencia Florian—. Y actuaremos en Munich, porque ahora confío en que el Zirkus Ringfedel no intentará hacernos la competencia allí. Como veis, muchachos, hay personas que se consideran muy listas al fisgonear en los asuntos ajenos, acechando y escuchando a hurtadillas. Pero ocurre que después han de creer las cosas que averiguan, por muy improbables que sean, pues de lo contrario, ¿de qué les ha servido tomarse tantas molestias para sonsacarlas? Los Fedel se convencerán a sí mismos de que yo tengo acceso a secretos desconocidos para ellos, de que en Munich hay peste y de que esos otros lugares son fruta madura. Ridículo, como sabría cualquier persona sensata sólo mirando un periódico y un mapa. Un brote de peste en Munich sería una noticia de primera plana. Las
ciudades que he mencionado son meros puntos en el mapa, indignos de nuestra visita. Pero están en la línea férrea. Por lo tanto, si los Fedel son tan inteligentes como para dejarse embaucar por lo que husmean... — Florian sonrió y extendió las manos. Luego añadió con seriedad—: Sigue siendo un hecho, sin embargo, que viajamos por un continente lleno de circos y competidores. Me gustaría disponer de un representante competente que viajara por delante de nosotros. Los días siguientes fueron tan activos y provechosos para el Florilegio como había sido el primero. Las buenas gentes de Rosenheim no sólo continuaron acudiendo en tropel al espectáculo, sino que también dieron pruebas de la famosa hospitalidad y Gemütlichkeit bávaras. Muchos pidieron permiso para presentarse a sus artistas favoritos y los invitaron, individualmente o en grupo, a fiestas, bailes, restaurantes e incluso a comer en su propia casa. Florian seguía en guardia contra espías y raptores pero no prohibió la fraternización: la única condición que impuso fue que los artistas más jóvenes no fueran a ninguna parte sin la compañía de una persona mayor. Los miembros de la compañía aceptaron encantados muchas invitaciones, aunque en comparación con la vida libre y despreocupada del circo, la severa y eficiente domesticidad que encontraron en el seno de las familias locales los intimidaba bastante. Detrás de cada puerta principal había almohadillas de felpa que los invitados eran instados a pisar y a conservar bajo sus pies no para andar sino para deslizarse con ellas a fin de no manchar los brillantes suelos encerados y, sí, incluso, darles más brillo. Y los visitantes vieron además que muchos de los objetos que llenaban las casas ostentaban, por muy obvio que fuera su empleo o función, una etiqueta cuidadosamente escrita: Handtüche bordado en las toallas del cuarto de baño. Topfe y Pfannen en las alacenas de la cocina, Guten Appetit bordado en las servilletas. Fitzfarris juró solemnemente haber visto incluso en una casa un reloj de cucú identificado por una etiqueta: Kuckucksuhr. Como es natural, las mujeres jóvenes, hermosas y solteras eran objeto de la mayoría de proposiciones. Paprika contestaba negativamente a todos los jóvenes apasionados que le mandaban flores, bombones y notas alegando que debía hacer de carabina e intérprete para las hermanas Simms, cuya tez tan poco bávara no repelía en absoluto a los muchachos bávaros. Lunes se quejaba de que Paprika no las dejaba ni a sol ni a sombra sólo para ponerles trabas. Domingo se llevó aparte a Paprika y le espetó sin rodeos que en Rosenheim había tantas mujeres atractivas coMo hombres solteros. Sin embargo, Paprika sólo les dirigió una sonrisa tolerante y maternal y continuó acompañando a las chicas y
en especial a Domingo siempre que salían a cenar o iban a un teatro de varietés o a pasear en trineo por las orillas del Inn. Desde luego había mujeres en Rosenheim y las solteras no vacilaron en presentarse a Florian, Maurice, los dos payasos y, en bandadas, al Hacedor de Terremotos, Los negros, los chinos y el tuerto Mullenax eran los únicos que no estaban asediados. A Mullenax, por lo menos, no parecía importarle; era feliz pasando sus horas libres en un Beis/ o Weinstube, empapándose de schnapps. Cuando Obie Yount recibió el primer hilletdoux perfumado, se lo hizo traducir a Florian y se enteró de que su admiradora era una viuda, se desanimó. Todavía conservaba sus recuerdos de infancia en Dixie sobre las viudas, casi siempre mujeres obesas que llevaban vestidos informes y cantaban himnos. Florian, mejor informado, se apresuró a sacarle de su error y Yount aceptó la invitación y muchas posteriores, descubriendo que las viudas europeas —por lo menos las que se atrevían a abordarle— eran de una clase muy diferente y entonaban canciones más dulces que los himnos. —Una cosa me fastidia cuando me acuesto con una de estas fogosas mujeres —confió a los desdeñados de la compañía: los casados y otros indeseables—. Todas tienen colgado sobre la cama un bordado enmarcado que representa una tumba y un sauce llorón con una dedicatoria, que dice, según Florian: «A nuestro amado difunto» o «Amor eterno» o un sentimiento parecido, y las frondas del sauce están hechas con cabellos del marido difunto. Es bastante, bueno, casi es bastante, para que el pito de un hombre se desmaye como el sauce. Una tarde Edge fue abordado entre las dos funciones por un hombre que sería unos años más joven que él y que llevaba el uniforme y las insignias de un mayor del ejército prusiano. Se presentó informalmente como Ferdinand y dijo: —Tenemos algo en común, coronel. Yo también participé, de un modo modesto, en su guerra americana entre los estados. Debo confesar que en el otro bando. El bando equivocado. —No se disculpe, mayor —contestó Edge—. Ya no soy coronel ni confederado. Pero ¿por qué dice el bando «equivocado»? Al fin y al cabo, fue el vencedor. —Ach, el canciller Bismarck lo predijo desde el principio. Pero en el ejército de la Unión había una falta deplorable de caballeros. Uno de mis oficiales yanquis me robó el paraguas y otro mi excelente barómetro inglés. —Debió de ir a la guerra muy bien equipado. —Fui sobre todo para observar. Y aprendí algunas cosas útiles. Vi que sus estribos americanos están cubiertos de cuero para evitar que se enreden entre las ramas y los matorrales. Cuando llegué a casa, recomendé su adopción en el ejército prusiano y ahora toda nuestra caballería los tiene.
—¿Y sigue observando aquí en Baviera? —Ocupando. Sólo temporalmente. Participé en el reciente conflicto con Austria; mi batallón permanece en la frontera y estoy acuartelado en el Schloss de esta ciudad. El oficial prusiano y el ex oficial virginiano continuaron charlando sobre los viejos tiempos de la guerra, intentando encontrar alguna batalla en que ambos hubieran tomado parte. Entonces Ferdinand mencionó que el auténtico «punto álgido» de su servicio en la Unión había sido su vuelo en un globo de observación. Edge le habló del Saratoga del Florilegio y lamentó no poder ofrecer de momento a Ferdinand un paseo en el globo, pero llamó al aeronauta de la compañía para que terciara en la conversación. —Monsieur Jules Rouleau, ¿puedo presentarle al mayor...? —Ferdinand, Graf Von Zeppelin —dijo el hombre, con un profundo saludo y haciendo chocar los tacones de la botas—. Me interesan muchísimo los dirigibles, caballeros. ¿ Quizá me harían ustedes el honor de cenar conmigo en el castillo? Edge se disculpó, no queriendo dejar sola a Autumn, pero Rouleau aceptó encantado. Von Zeppelin levantó una mano y un ordenanza uniformado se acercó con un bonito landó y el Graf y el aeronauta abandonaron el terreno del circo. —Magnífico —dijo Clover Lee, que había presenciado la escena—. Un Graf es un conde, pero ¿le conquisto? No. Me han hecho la corte media docena de jovencitos y todos han resultado ser hijos de dueños de balneario. —Ferdinand ya tiene a una Grdfin en su casa de Berlín —contestó Edge—. La ha mencionado. Pero no importa, Clover Lee. Apostaría algo a que una familia dueña de un balneario es más rica que cualquier otra de la nobleza. —No lo sé. Mis acompañantes sólo hablan de Ella Zoyara. —¿Quién? —La más grande y más bella équestrienne europea, que actuó aquí hace un año o dos. Se negó a flirtear, por lo que supongo que los jóvenes galanes de la localidad me han escogido como la mejor sus- tituta. —Entonces es que no entienden de equitación. Ni de belleza. Ya eras tan experta como tu madre antes de que se fuera, pero desde que tomaste aquellas lecciones de ballet en Roma la has superado ampliamente. Y también en belleza. —Bueno, espero que nos crucemos algún día con esa Zoyara para poder darle un vistazo. Mis más sinceras gracias, bondadoso señor, por sus cumplidos. Cuando Rouleau volvió del castillo unas horas después no le acompañaba Von Zeppelin en el landó sino un joven rechoncho, de tez
muy clara y bigote rubio, extremadamente bien vestido, que presentó a Edge como Herr Wilhelm Lothar. —Willi estaba entre los distinguidos comensales explicó Rouleau—. Florian necesita un representante y Herr Lothar busca un empleo que satisfaga su afición a los viajes. ¿Tendrás la bondad de enseñarle nuestras instalaciones, Zachary, mientras yo voy a avisar a monsieur le gouverneur? Edge asintió, aunque encontró al gordinflón joven Wilhelm —«Oh, llámeme Willi»— casi divertidamente perfumado y untado de pomada. Mientras recorrían el terreno del circo y Edge le enseñaba cosas y le presentaba a otros miembros de la compañia, Rouleau decía con entusiasmo a Florian: —... perfecto para el puesto. Habla tantas lenguas como tú y tiene entrada en todas partes. Deseaba confiarte en privado, antes de presentártelo, que Wilhelm y Lothar sólo son dos de sus nombres. Tiene un montón de ellos y terminan con Wittelsbach. —iNo! ¿De la real familia bávara? Entonces, ¿qué hacía cenando con un enemigo prusiano? —Willi sólo era una de las muchas lumbreras locales presentes. Von Zeppelin es muy hospitalario, así que es probable que no conociera a la mitad de ellos. De todos modos, Willi es apolítico, un dilettante, un animal social. —Bueno, por lo menos Clover Lee, tan ansiosa de un título, estará encantada de tener entre nosotros a un príncipe. —Ejem... he dicho, ami, que era un asunto privado. Willi me ha revelado su identidad en plan confidencial. La familia le ha prohibido hacer público su linaje. —¿Prohibido? Sé que la familia es famosa por su excentricidad, pero creo que prohibir... —Incluso los excéntricos pueden expulsar a uno de los suyos. Willi está perdonado y mantenido con esplendidez siempre que mantenga en secreto su filiación familiar. Está, que dis-je?, depuesto, degradado, lo que sea que hace una familia con un primo molesto. —Su excentricidad debe de rayar en la locura. No me gustaría tener como representante del Florilegio de Florian a un loco en potencia. Rouleau suspiró y dijo: —Los otros Wittelsbach pueden estar locos; Willi es sólo un maricón. Pas plus qu est un enrulé, si he de describirle de un modo tan vulgar. ¿Es que no quieres entender, mon vieux? —Sí, pero me alivia oír la verdad desnuda. Un inocuo Ganímedes no está necesariamente descalificado para nuestro empleo. No será aceptable para Clover Lee, claro, pero sus, ejem, predilecciones no interferirán en los deberes de un representante.
Au contraire —dijo Rouleau—, si estoy correctamente informado sobre la cantidad de... de miembros de su convicción y la mía entre las clases superiores europeas. Willi Lothar podría ser nuestro passepartout para la alta sociedad, palacios, funciones de encargo... —Llévame hasta él. Primero quiero comprobar su fluidez en la lengua húngara. Así Edge y Rouleau escucharon, este último con aires de propietario complacido, mientras Florian y Willi conversaban tan volublemente y, para quienes los oían, tan incomprensiblemente como dos húngaros nativos. Luego cambiaron de lengua y después del italiano y el francés pasaron a otras que Edge ni siquiera podía nombrar. Por fin Florian dio por terminado el coloquio y anunció que Willi se incorporaría a la compañía, que ya habían acordado el salario y que la primera tarea de Willi sería diseñar para el Florilegio un programa impreso y vender los espacios para anuncios a los balnearios de Rosenheim. Después de esto viajaría como su representante en su propia calesa, conducida por su propio sirviente personal, y su primer viaje en tal cargo sería a Munich. —Tal vez dijo Rouleau, sonrojándose un poco—, como soy un polluelo sin alas hasta que Bumbum vuelva con nosotros, podría ir con Herr Lothar... para enseñarle los trucos, por así decirlo. —Hazlo, Monsieur Roulette —contestó Florian—. El joven parece muy experimentado en el trato con funcionarios, pero es probable que nunca en su vida haya regateado con un comerciante en piensos o un carnicero. Menos de una semana después, Willi Lothar presentó a Florian la primera prueba de imprenta de un exquisito programa de tapas duras, impreso en azul y negro sobre varias páginas de un buen papel blanco. Las dos páginas centrales contenían la lista de todos los números y atracciones, con ampulosas descripciones llenas de adjetivos superlativos. Las demás páginas contenían anuncios casi igualmente fervorosos del Kaiserbad, Ludwigsbad, Marienbad, Johannisbad y otros varios, cada uno intentando superar las pretensiones de los demás de resurrecciones milagrosas debidas a sus baños de fango, baños ferruginosos, métodos esotéricos de masaje, curas de agua, curas galvánicas, curas de dieta, etc. Willi también entregó a Florian la pesada bolsa de dinero que había ganado con esta gestión. —Magnífico! iUn inicio prometedor de tu nueva carrera! —exclamó Florian—. Di al impresor que encargue dos mil ejemplares de esta hermosa biblia. Y di al portero Banat que las ha de tratar como biblias, entregando los programas al público cuando entre en la carpa y recogiéndolos cuando salga, a fin de que podamos usarlos una y otra vez. Luego tú y Jules ya podéis partir hacia Munich cuando queráis.
Alrededor de otra semana después y a una hora temprana en exceso, toda la gente del circo se despertó, o mejor dicho saltó de la cama, camastro o paja, al oír un ruido estridente y ensordecedor. Incluso los animales se sobresaltaron, iniciando un concierto de rugidos, graznidos, relinchos, ladridos y ruidos de trompa que expresaban el mismo susto y la misma consternación que las exclamaciones de los humanos: —Ach y fi! —gritó Dai Goesle cuando saltó de la litera del remolque con sus largos calzoncillos, chocando con Zanni Bonvecino, que también saltaba y gritaba: —Che peto férte! El tercer hombre del remolque, en cambio, se limitó a incorporarse en la litera, sonreír beatíficamente y decir: —Carl Beck ha traído mi órgano de vapor. —Por el camino yo encontrarme con Jules y su hombre nuevo —contó Burnbum a Florian y a todos los otros que habían salido a la helada mañana, envueltos en batas, mantas y alfombras. Todos ponernos a cortar leña para encender la caldera del Damp/árgel a dos kilómetros de aquí y así poder dar a todos una buena sorpresa. La mayor parte de la compañía gruñó una opinión desfavorable sobre su buena sorpresa («Diantre, si los dos elefantes pudieran cantar —dijo Mullenax, sonarían así») y volvió a sus calientes remolques y carromatos. Pero Florian, Edge, Fitzfarris y algunos otros permanecieron a la intemperie, con el aliento echando vapor como el órgano mientras expresaban su admiración. No es que su aspecto fuese muy admirable; Beck lo había construido con fines exclusivamente funcionales, de modo que sólo era una voluminosa maquinaria, maciza, compleja y tortuosa que asomaba por los lados de la carreta en que la había traído. Como una locomotora de tren, tenía una caja de fuego bajo la caldera, pero aquí terminaba su parecido con una locomotora. De la caldera salían tubos de cobre que serpenteaban en todas direcciones hasta culminar en una hilera de tubos verticales de diversos tamaños y aberturas con reborde como los de un órgano de iglesia, pero aquí acababa el parecido con un órgano. El teclado era exclusivo del órgano de vapor: nada de delicadas teclas de marfil sino sólidas teclas de madera, de unos diez centímetros de anchura porque había que tocarlas con los puños. La presión del vapor dentro de los tubos del órgano era tal, que sus tapones tenían que mantenerse cerrados con pesados muelles, de modo que la conexión de teclas con tapones requería golpes bastante fuertes. Allí estaba el artilugio, sacando nubes de humo azul y vapor blanco y brillante mientras Beck, inclinado sobre las teclas, lo aporreaba con los puños y le arrancaba bufidos y resoplidos que querían ser unos compases de Les patineurs. La tienda entera de la ménagerie volvió a emitir un bramido semejante al del órgano de vapor y desde el Kaiserbad se acercaron corriendo varios empleados del hotel y tres
policías de Rosenheim. Todos se detuvieron a una prudente distancia del humo y el vapor y preguntaron a gritos si debían avisar a la brigada de incendios. Florian gritó unas palabras tranquilizadoras y se marcharon, pero volviéndose a mirar por encima del hombro y murmurando entre ellos. —Creo —dijo Florian— que sería mejor aplazar cualquier demostración ulterior hasta una hora más decente. Carl, ¿puede aprender a tocar esto tu acordeonista eslovaco? —Cualquier persona de brazos fuertes poder aprender. —Muy bien. Enséñale. Diré a Stitches y sus carpinteros que erijan una decorativa glorieta de madera para alojar la máquina. En cuanto esté hecha, caballeros —levantó la voz como cuando anunciaba algo en la pista—, nos iremos de aquí y viajaremos en Brand cortige para entrar desfilando en Munich! 2 Edge volvió al remolque del que había prohibido salir a Autumn cuando los despertó lo que había sonado como el toque del Juicio Final. Ahora Autumn iba en bata y había encendido el pequeño hornillo de queroseno para hacer el desayuno. —He visto el órgano de vapor desde la ventana —dijo— y me gustaría mucho verlo más de cerca. —Fuera hace un frío glacial, querida. El viento sopla directo del río helado. —Y hace una semana desde que me dejaste salir para ver el espectáculo. Zachary, cariño, no puedo explicarte lo horriblemente aburrida que me resulta esta cautividad. Me siento como Rapunzel en su prisión de la torre. Incluso leer se ha vuelto muy difícil. Enfocar la página, quiero decir. Ahora sólo puedo hacerlo cerrando un ojo y esto se hace muy pesado. Edge se mordió el labio, pero respondió tan alegremente como pudo: — Haremos una cosa, Rapunzel. El primer día de sol, aunque haga frío, te daré otro permiso. Goesle ya ha colocado en su lugar las nuevas sillas con respaldo, así que reservaremos una para ti. Esperaremos a que hayan entrado todos los patanes y calentado un poco la tienda y te sentaremos justo antes de la cabalgata inicial. Para entonces el órgano ya formará parte del espectáculo, de modo que podrás verlo de cerca. ¿Te parece bien' — Estupendo —contestó ella, feliz—. Rapunzel da las gracias a su bondadoso raptor.
Se volvió para sonreírle y su ojo turbio y más bajo le hizo un guiño alegre y espantoso que estremeció más a Edge que el viento gélido del Inn. Ahora Goesle y sus ayudantes dedicaban todo su tiempo libre a construir el armazón encargado por Florian para cubrir la maquinaria desnuda del órgano de vapor. Realizaron un trabajo tan elaborado de volutas ornamentales con la sierra de marquetería que el órgano —con un asiento de cuero para el organista— acabó escondido dentro de algo que podía pasar por una glorieta llena de flores. Después, tras pintar el carro y la glorieta de blanco y azul para que hiciera juego con el resto de la caravana, doraron los trozos de filigrana más adornados. Mientras trabajaban y el órgano era inaccesible para él, Carl Beck pasaba el rato en el Kaiserbad, aliviando la rigidez de sus miembros con un baño de horas en agua salina y caliente. Pero esto le daba rigidez en el cuello, porque debía sostener al mismo tiempo sobre la cabeza una gran masa de fango sulfuroso supuestamente bueno para el crecimiento del cabello. Entre una cosa y otra, Beck no tuvo tiempo de encender de nuevo su órgano de vapor e incorporarlo al espectáculo hasta la función de tarde del último día del Florilegio en Rosenheim. El día era frío, pero soleado, de modo que Edge ayudó a Autumn a envolverse en muchas prendas calientes y un velo, y luego la hizo esperar en el remolque hasta el último minuto antes de la cabalgata. Rosenheim había continuado llenando el circo y este día de despedida atrajo a un nutrido público. La carpa estaba, pues, atestada y bastante caliente cuando Edge acompañó a Autumn a su silla de estrella cerca de la pista. La banda empezó a tocar la obertura del Schuhplattler —de nuevo sin director, porque Beck insistió en ser el organista en el debut del órgano de vapor— y las chicas de las barracas iniciaron su movido baile. Unos minutos después, todas las bailarinas dieron un salto involuntario y excesivamente alto —la multitud de las graderías también— y el ruido de la banda se extinguió por completo bajo el repentino estruendo, mezcla de alarido, ululato y chillido, que sonó fuera de la tienda. Tras el estrepitoso impacto, en el ruido pudo reconocerse la canción de taberna Wein, Weib und Gesang, pero no por eso se hizo menos ensordecedor. Un caballo entró pausadamente por la puerta trasera, tirando de la alta y reluciente carreta nueva de la que emanaba tanto el ruido como el olor cálido y húmedo de una inmensa lavandería de vapor. El caballo de Beck había estado por lo menos un tiempo cerca del clamor para acostumbrarse a él y las asustadizas cebras no participaban en esta cabalgata, pero los otros caballos, los dos elefantes y el camello entraron inclinados hacia atrás como si los obligaran a subir por una escarpada ladera y los animales enjaulados estaban pegados a los barrotes. No sólo los conductores y cuidadores de los animales, sino
también todos los demás miembros del desfile excepto el invisible Beck y el sonriente Florian— parecían casi igualmente aturdidos y afectados por la tempestad de ruido. Sin embargo —por ser tanto la gente como la fauna del circo infinitamente adaptables a las circunstancias— al tercer circuito de la carpa todos daban la impresión de haber decidido considerar el estruendo como un aplauso más largo de lo normal, y como consecuencia de ello estaban tranquilos. Los artistas agitaban las manos, saludaban y lanzaban besos a la multitud —que aplaudía, aunque no se oyera—, los animales caminaban orgullosos, levantando mucho las patas, y las bestias enjauladas se relajaron para disfrutar del paseo. Cuando Beck dejó por fin languidecer en un diminuendo Vino, mujeres y canciones, su conductor eslovaco apartó a un lado la carreta del órgano para que el resto del espectáculo le precediera en la salida de la tienda. Cuando la fiera música del órgano se extinguió, la banda recogió la melodía, sonando liliputiense en comparación, y el Kapellmeister pudo apearse de su adornada glorieta y saludar en agradecimiento a la ovación, ahora audible. —Por desgracia, el aplauso no ha sido unánime —dijo Florian a Autumn cuando él y Edge se sentaron con ella durante el intermedio—. Tendremos que omitir el órgano de la función de esta noche y me alegro de que nos vayamos mañana. Una delegación esperaba ante la puerta trasera la salida de la cabalgata (airados propietarios de balneario, sus médicos y masajistas) para decirme que un asombroso número de alarmados pacientes suyos habían saltado de los baños de fango y trepado a las ramas de árbol más próximas cuando Bumbum ha tocado el primer acorde. Autumn se echó a reír y Florian la imitó. —Divertido, sí, pero no para Carl. Ha preguntado con gran desánimo cómo podrá entrenar al organista de repuesto antes de llegar a Munich. Le he dicho que pueden ensayar en la carretera, siempre que sea un tramo deshabitado, pero si alguna vaca sale disparada, tendrá que aplacar a sus dueños. Después del intermedio salió Barnacle Bill, no más ebrio que de costumbre, para dirigir los números de Maximus, el trompetista Keun ydee y los elefantes que formaban un puente. Cuando terminaron, Domingo, Zanni y Alí Babá divirtieron al público mientras se desalojaba la pista. Luego la banda tocó una polca para presentar el número canino de los Smodlaka, y el matrimonio rubio, los terriers y los niños albinos entraron saltando y dando volteretas. Pero cuando Pavlo adoptó la actitud de director, no dio ninguna orden, sino que enrojeció mucho, señaló a parte del público con un dedo acusador y gritó: —iOtra vez estar aquí el espía!
Dejando atónitos a su familia y al director ecuestre, saltó el bordillo de la pista y se lanzó contra las sillas de respaldo más cercanas, volcando algunas mientras se abría paso a codazos por entre los asombrados espectadores, vociferando: —iYa te veo, prljav husmeador! iUn traje de mujer y un velo no engañar a Pavlo! Edge, furioso, hacía restallar el látigo y tocaba el silbato, pero Pavlo no se detuvo hasta que llegó a la silla de Autumn, a quien arrancó el sombrero y el velo con un rugido. Entonces retrocedió, palideció, dejó caer el sombrero, gimió: «Svetog Vlaha...!» y se persignó con mano trémula. Los espectadores que miraban fijamente al loco, desviaron ahora la vista hacia Autumn. Se oyeron murmullos de «Himmel» y «Schrecklich» y «Mein Gott» y más gente se santiguó. Los que estaban más lejos, pensando que la interrupción formaba parte del número, se levantaron y alargaron el cuello para ver qué ocurría. Ahora Edge ya se encontraba al lado de Autumn y la ayudaba a levantarse, diciendo entre dientes a Pavlo: —Vuelve a la pista, hijo de perra, y sigue con el espectáculo. Pavlo retrocedió, sin habla, meneando la cabeza con incredulidad, y se tambaleó hasta la pista, donde su familia le miraba con temor y extrañeza. Mientras Edge conducía a Autumn entre las graderías en dirección a la puerta trasera, la banda reanudó su música y se oyó a Gavrila dar a los perros, en vez de Pavlo, la primera orden: «i Gospodjica T erriest... igram!» Autumn, impresionada y perpleja, no dejaba de decir: «Qué pasa... qué pasa...?», mientras Edge la sostenía y llevaba lo más de prisa posible a través del desordenado patio trasero, ante las miradas inquisitivas de los peones ociosos. Ya en su propio remolque, la ayudó a quitarse las prendas de abrigo y la acostó tiernamente en la cama. —¿Qué...? —continuó diciendo ella—. ¿Qué ha sido todo esto..? —Tranquilízate, pequeña. Ya te dije que ese hombre ha enloquecido de celos profesionales. Y me encargaré de que lo lamente. Pero ahora tengo que actuar yo, hacer mi número de tiro. Después diré a Florian que me sustituya como director y me saltaré el número de volteo. ¿Estarás bien hasta que vuelva? —Sí... sí —dijo ella, distraída—, no descuides tus obligaciones. Pero... ¿qué ha sido todo esto...? Cuando Edge entró en la pista unos minutos después como coronel Ramrod, notó por primera vez desde que usaba armas que sus manos temblaban y, por primera vez desde sus días de recluta, tuvo que concentrarse mucho para apuntar bien. No obstante, pensando que cada blanco era Pavlo Smodlaka, terminó su actuación sin ningún incidente. Después de que él y sus ayudantes, Domingo y Lunes, hubieran saludado, pidió a las chicas que se cuidaran de la carabina y la pistola.
Luego dio a Florian el silbato y el látigo, le dijo que Buckskin Billy no actuaría en esta función y abandonó la carpa, yendo primero a aporrear la puerta del remolque de los Smodlaka. Unos minutos después, cuando Edge entró en su propio remolque, Autumn seguía en la cama, ahora con la cara apretada contra la almohada, pero había puesto una cazuela de agua sobre el hornillo. Como Edge tenía los nudillos pelados y ensangrentados, se lavó las manos antes de tocarla. Entonces se detuvo, miró la cazuela y se quedó helado. Las cortinas de la ventana estaban descorridas y en el interior del remolque había mucha luz, de modo que Edge podía ver su reflejo en el agua con toda claridad. —Me has traído libros y toda clase de distracciones —dijo tristemente Autumn, con la voz ahogada por la almohada—, y me extrañaba que no me trajeras otro espejo. Se me ha ocurrido mirarme en el agua, a plena luz. Edge se tragó el nudo que tenia en la garganta, se lavó y secó las manos y fue a sentarse junto a la cama. Ella hundió más la cara en la almohada y dijo otra cosa. —Vuelve la cabeza, Autumn. No te oigo. Auturnn cambió un poco de posición. —Puedes escucharme, pero no me mires más. Te lo ruego. Dios mío, ¿qué me está ocurriendo, Zachary? No sabía, no me has dejado saber lo espantoso que es. ¿Cómo podías soportar... estar cerca...? —Autumn, nadie sabe de qué se trata. Ni el doctor Kóhn, ni Maggie, nadie. Pero no hables como si tuviera que tolerarte. Maldita sea, mujer, yo te amo. — No puedes. Yo no puedo. Acostada aquí... desde que me he visto... he pensado que estoy en el sitio justo. Un circo. Puede que ya no sea una artista, pero sólo tengo que cruzar el solar hasta el espectáculo complementario y... —Te he dicho que no hables así. Le acarició la mejilla, el «lado bueno» de la cara que había vuelto hacia él. — iPero soy grotesca! iUna gárgola! —De repente olvidó sus propios males y exclamó—: ¿Qué te has hecho en las manos? —He dado una jodida paliza a Pavlo Smodlaka. —Oh, esto es infantil. Tú mismo has dicho que está desequilibrado. No ha revelado deliberadamente... —Lo sé, pero merecía un vapuleo, aunque sólo fuera por interrumpir el espectáculo. En cualquier caso, tenía que pegar a alguien, a alguien atrozmente maligno, y no puedo alcanzar a Dios. Tú estás preocupada y asustada, pero yo estoy preocupado y furioso. —Nada de lo cual nos servirá. Pero ¿qué se puede hacer? —El pétalo de su ojo visible se llenó de lágrimas.
—Tiene que haber algo y lo encontraremos. Acosaremos a todos los médicos de Europa si es necesario. Tengo el nombre de uno que vive en Munich y le visitaremos en cuanto lleguemos allí. La mantuvo abrazada hasta que el ojo se cerró y se quedó dormida. Munich estaba sólo a dos días de viaje de Rosenheim y ahora el Florilegio abandonó por fin el río Inn y tomó una carretera que se dirigía al noroeste. Beck y su acordeonista iban en la carreta del órgano de vapor, conducida por otro eslovaco que la dejó retrasar no sólo detrás de los carromatos y animales del circo, sino también de los vehículos en que viajaba la gente de las barracas. Incluso así, toda la caravana podía oír los ululatos del Dampforgel mientras Beck ensayaba con el organista que lo tocaría a partir de entonces. Ninguno de los caballos de tiro y ninguno de los animales del ganado que pacían en los campos contiguos a la carretera salió de estampida, pero los caballos, vacas y ovejas —y gente de las granjas— miraron con extrañeza el órgano mientras pasaba lentamente, despidiendo vapor y humo. Y cuando la compañía se congregaba en torno a sus hogueras, Fitzfarris juraba que había visto animales salvajes —alces, jabalíes, lobos y Auerhahns— acercarse a observarlos desde el lindero del bosque. Florian comunicó a la compañía: —Se me ocurrió contar a nuestro nuevo organista que en Estados Unidos llaman siempre profesores a quienes tocan este instrumento, de modo que ahora insiste en ser llamado así, y Banat está disgustado porque suena más prestigioso que su propio título de jefe de personal. No obstante, como la tradición americana admite el título honorífico, acordaos todos de dar al eslovaco el nombre de profesor si alguna vez tenéis ocasión de hablar con él. —De todos modos, pronto será demasiado sordo para oírlo —dijo alguien. —¿Dónde nos encontraremos con Jules y Willi para que nos guíen al campamento —preguntó otro a Florian. —No acordarnos nada, pero no dudo de que nos encontrarán. Ellos no son sordos. Cuando, hacia las doce del día siguiente, el perfil lleno de torres de la ciudad apareció delante de ellos, Florian detuvo la caravana. —Mirad, ahí esta Munich, München, que significa Monjes porque la llamaron así en honor de aquellos excelentes frailes que perfeccionaron el arte de elaborar la mejor cerveza del mundo. Ahora preparémonos para desfilar como es debido. Hizo adelantar al segundo puesto la carreta del globo, detrás de su carruaje, y todos los miembros de la banda subieron a ella para que su música pudiera oírse —aunque brevemente— antes de que llegara el órgano, que iba a la cola de la procesión. Bajaron los paneles laterales
de los furgones de las jaulas y cubrieron a los elefantes y al camello con sus mantos de flecos y borlas. Magpie Maggie Hag había hecho incluso gruesos y peludos madroños azules para las puntas de los colmillos de Mitzi. Los artistas adoptaron posturas atractivas en los techos de los carromatos y remolques, pero no se quitaron las capas hasta que llegaron al pie de los grandes edificios que bordeaban las calles de la ciudad. Florian tocó el silbato, Beck dio la señal y la banda empezó la marcha militar Auf der Heide y, mucho más atrás, el órgano de vapor hizo lo propio. La Rosenheimerstrasse condujo al circo a un distrito urbano lleno de edificios industriales, casi todos inmensos bloques destinados a la fabricación de cerveza. El aire era denso por el olor de lúpulo y cebada en fermentación, y la reverberación de la música entre las altas paredes de ladrillo parecía aumentar su densidad. Los trabajadores se apiñaron en ventanas y puertas para mirar —no podían evitar oír— y agitar delantales, paletas y cazos. La cabalgata cruzó después el puente Ludwig sobre el río Isar y entró en el centro de la ciudad. Ahora desfilaban por una ancha avenida llamada Thal, que tenía vías de tranvía que los conductores del circo debían sortear cuidadosamente. Varios conductores de tranvía, al oír acercarse el circo, tuvieron que llevar a toda prisa a sus caballos hacia bocacalles y dirigir sus vagones «portatostadas» a calles transversales desde las cuales agitaban los puños a la cabalgata por alterar su recorrido. Pero más gente llenaba las aceras para contemplar la procesión agitando las manos, lanzando vítores y aplaudiendo. Jules Rouleau y Willi Lothar también debían de saber que el circo había llegado a la ciudad porque salieron a su encuentro ante la gran Torre del Isar y los dos saltaron de entre el gentío al carruaje de Florian. —Willi nos ha conseguido un terreno en el Englischer Garten —gritó Rouleau a Florian—. Sólo él podía hacerlo. Florian indicó su asentimiento con un ademán, pero no se dirigió inmediatamente al parque, sino que siguió la Thal bajo la gran arcada que atravesaba el viejo ayuntamiento —y cuando el órgano retumbó por aquel túnel, retumbó de verdad— y que condujo a la cabalgata a la Marienplatz, la vasta plaza central de Munich, llena de columnas conmemorativas y estatuas, y rodeada de edificios cuyas fachadas eran todo balcones, gabletes, frescos murales y nichos en los que había más estatuas. De allí la caravana subió algunas calles y bajó otras, unas anchas, otras estrechas, todas impecablemente limpias y ninguna sin la profusa decoración de torres, fuentes y estatuas, además de los edificios ya decorativos de por sí que las flanqueaban. Todas las calles rebosaban de muniqueses que agitaban alegremente las manos. La cabalgata rodeó los grandes teatros y museos, y los muros del palacio y su parque antes
de salir a los espacios abiertos del Englischer Garten, doscientas cuarenta hectáreas de inmaculados prados, magníficos y vetustos árboles, parterres de flores —ahora vacíos y salpicados de nieve— y cascadas orladas de carámbanos. En un día de invierno no había en el parque suficientes paseantes para formar una multitud, de modo que los artistas se apresuraron a envolverse de nuevo en sus capas. Beck mandó a la banda que dejase de tocar para dar un respiro a sus labios y dientes doloridos y también al organista para que descansara sus magullados puños. Cuando todos los miembros de la compañía se hubieron apeado de los techos y los peones hubieron aparcado ordenadamente los carromatos y remolques, Rouleau dijo a Florian: —Willí y yo aún no hemos fijado ningún cartel, no sabiendo con exactitud cuándo llegaríais. —Pues ya podéis empezar. El personal estará ocupado con el montaje, así que contratad a algunos Kinder vagabundos para que lo hagan. ¿Habéis encargado habitaciones de hotel? —Ya están reservadas —contestó Willi—. Espero que el hotel Vier Jahreszeiten le resulte satisfactorio. —Oh, del todo —dijo Florian—. Según creo recordar, el Cuatro Estaciones es de lujo con varias estrellas. Puede que aumente peligrosamente nuestro gusto por el champaña, cuando sólo tenemos bolsillo para cervezas. Willi hizo una mueca de patricio desdén. —No se debe rebajar nunca el gusto al nivel del propio bolsillo. A una persona sin paladar para el champaña no suelen ofrecérselo. —Entonces ve y ordena que preparen las habitaciones. Mientras tanto yo deleitaré a la compañía con una comida digna de paladares refinados en la Torre China de este mismo parque. Cuando Florian hizo extensiva esta invitación a todos los miembros del circo y la mayoría se apresuraron a cambiarse la ropa por trajes de calle, Edge dio las gracias, pero añadió que él y Autumn no irían. —Comeremos un bocadillo en el remolque y tampoco necesitaremos una habitación en el hotel. En cuanto hayamos comido, quiero llevarla a este médico —sacó el pedazo de papel—, Renatc Krauss, de la Prinzregentstrasse. ¿Cómo lo encontraré? —Es una mujer no un hombre. Una doctora, algo muy poco corriente. En cualquier caso, la Prinzregent es la calle por la que entramos en este parque. No te costará nada encontrarla. La Torre China del parque era exteriormente la copia fiel de una inmensa pagoda, pero el interior del restaurante brindó a la compañía una comida muy bávara y además suntuosa: sopa de albondiguillas de hígado, pescado Waller a la parrilla, Sauerbraten, patatas al perejil, zanahorias en salsa de naranja, cerveza Spatenbrau, vino dulce y, como
postre, un chalet de chocolate maravillosamente moldeado, con tejado de mazapán cubierto de nata. Después de aquella, comida, la compañía casi necesitó ayuda para subir a los carromatos que los devolverían al circo. Allí esperaba Aleksandr Banat para decir a Florian: «Tener visita» y alargarle una tarjeta impresa en varios colores. —«S. Schmied leyó Florian en voz alta—. Chefpublizist. Zirkus Ringfedel.» iJa! Extraño nombre para un representante. Acompáñalo a mi remolque. —No ser hombre, sino mujer aclaró Barna. —Vaya, vaya, dos rarezas en un solo día —murmuró Florian y, cuando la saludó, dijo en alemán: No había conocido nunca a una representante femenina, gnadige Frau. ¿O es Fraulein? —Schmied es suficiente —replicó ella, molesta. Florian la estudió y decidió que S. Schmied debía de haber sido una mujer hermosa antes de que la edad mediana y el engreimiento cobraran su tributo. La mujer continuó, en tono un poco menos agresivo: He venido a felicitarle, Florian, por la bonita mentira que nos sirvió. —Bitte? No he comunicado nada a su organización, ni verdad ni mentira. —Oh, basta ya, Florian. Por astuta instigación suya, el Rirrgfedel está comprometido a actuar durante los próximos dos meses en una serie de pueblos encantadores, pero insignificantes. Los pasaríamos de largo, pero admiramos tanto su astucia al enviarnos hacia el interior para que usted pueda prosperar aquí en Muních que seremos buenos perdedores y no sólo cumpliremos honorablemente estos compromisos sino que los Herren Fedel desean recompensar de buen humor a su colega por la elegancia de su gesto. —Ahora calle usted, Schmied. Acabo de llegar de mi Mzttagessen, en el que he comido con exceso, y otra ración de postre podría resultar vomitiva. Hablemos con franqueza. Para dar el ejemplo, empezaré yo. Admito sin ambages que esperaba que mi telegrama fuese interceptado y deseaba ardientemente que alguien se lo tragara y se atragantase. No me disculpo. La venganza es lo que hace mover el mundo. —Muy bien. Se ha tomado su venganza. Ahora los Herren Fedel desean reconocerlo, tenderle amistosamente la mano e incluso ofrecerle un obsequio para evitar futuras peleas entre... —Le advierto, Schmied, que puedo vomitar la comida en su falda. Sé muy bien lo buenos perdedores y honorables que son los Fedel. Fue su impetuosidad, Chefpuhlizist Schmied, la que los comprometió a actuar en esa región remota y ahora los Fedel están ligados a ese compromiso. Porque también tuvo usted que acordar con los Ferrocarriles Nacionales Bávaros el horario para la libre circulación de su tren, las desviaciones necesarias, etcétera, nicht wahr?, y ahora los Ferrocarriles Nacionales Bávaros no verán con buenos ojos otro cambio
de planes. Por lo que sé de los Fedel, estarán furibundos por este costoso error suyo y probablemente la habrán amenazado con despedirla. Por eso ahora está usted aquí para ofrecerme un regalo. ¿Qué es, dígame? ¿Una hoja entre mis costillas? Le dirigió una mirada que podía ser exactamente esto, pero fue capaz de decir, sin demasiada mordacidad: —Le ofrecemos el contrato de una de nuestras estrellas. Le llamamos Wimper. — ¿Pestaña? —preguntó Florian en inglés y volvió en seguida al alemán—. Un hombre bajito, supongo. ¿Qué clase de enano? — No es un noué contrahecho sino un enano genuino, perfectamente proporcionado, pero en miniatura. Tiene unos cuarenta años y sólo mide cien centímetros. — Hum. La estatura de un niño de cinco o seis años. Nada fenomenal para un enano, Schmied. —Pero su Florilegio no tiene ninguno, como nosotros sabemos, naturalmente. Un niño de cinco años con bigote y fumando cigarette es mejor que nada, ¿no le parece? — ¿Y ustedes me lo cederían así, sin más? —Sí. Para reconciliarnos. —Monsergas. El tal Wimper es un estorbo del que se quieren librar. ¿Cuál es su defecto particular? ¿Roba? ¿Se oculta en el vestidor de las mujeres? — No. —Suspiró y se encogió de hombros—. Sólo el defecto habitual de los de su clase. Es un pequeño bastardo irritable. — Hum. Quizá podríamos usar a otro mocoso. El que tenemos está muy virtuoso y comedido últimamente. Descríbamelo. —Finge ser un Volksdeutscher y en su salvoconducto figura el nombre de Samuel Reindorf. En realidad es polaco y se llama Hujek o algo parecido. Esto debería describirle bastante bien. Pero en la pista o en la tarima del anexo hace un número de baile, se pavonea como un ser humano de verdad, invita a una mujer gorda del público a formar pa reja con él, und so welter, y el contraste con la realidad es cómico. Aunque con nosotros viaja en tren, posee su propio remolque y caballo — Muy bien. Tal vez lo acepte, Schmied... y también una tregua entre nuestros establecimientos... si ustedes incluyen una acción gratis. — beber Nimmell ¿Qué más? El Ringfedel no tiene una provisión ilimitada de gente superflua. — Vamos. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo. —Regatea mucho, Florian, para alguien que recibe regalos. Sin em bargo... bueno... está el Turco Terrible... —Un hombre forzudo, sin duda. Ya tengo uno.
—No puedo ofrecerle nada más. Mis jefes no saltaran de júbilo por este acuerdo. Podría mencionar que el Turco Terrible también tiene su propio remolque, caballo, trajes, atrezo... —Entonces deme un poco de tiempo para pensarlo, consultar con mi director ecuestre, etcétera. —Ya me lo hará saber, pues. Estoy en la pensión Finkh —Los Fedel no la miman cuando hace trabajos de representación, ¿verdad? ¿Se quedará uno o dos días más? Le comunicaré mi decisión en cuanto la haya tomado. — Y usted tendrá a Wimper y al Turco Terrible en cuanto los necesite —replicó Schmied con la primera sonrisa que quiso permitirse. Con una sonrisa muy similar, Paprika decía, soñadora: — Después de una comida opípara como ésta, siempre tengo ganas de hacer el amor. ¿A ti no te pasa lo mismo, pequeña kedvesem? — Oh, sí, a veces admitió Domingo, pero se apresuro, a añadir—: Aunque no con el estómago lleno. Las dos habían ido a desplomarse sobre sus literas después del banquete en la Torre China; Clover Lee y Lunes habían sido reclamadas por Magpie Maggie Hag para probarse trajes y ahora Paprika y Domingo yacían casi inertes en sus lados opuestos del remolque, mirando soñolientas la curva del techo. —Entonces, ¿cuándo lo deseas? —preguntó Paprika. ¿Cuando te invitan los tipos de las sillas? —No. Hasta ahora ninguno de ellos me ha impresionado mucho. — Domingo vaciló y miró de soslayo a Paprika—. Supongo que es extraño, pero sólo me siento... excitada... de esta manera... cuando bajo de un paseo en globo. —No hay nada de extraño en ello, angyal. Es muy corriente que la experiencia de una gran aventura o un alto riesgo cause excitación. — ¿Ah, sí? —dijo Domingo, fingiendo falta de interés. Tras un minuto de silencio, Paprika preguntó: — ¿Elevará Jules el Saratoga aquí en Munich? — Espera hacerlo, si el tiempo lo permite. —Y esta vez te toca a ti volar, ¿no? Después de otro silencio prolongado Domingo contesto: —Sí. —Ya puede vestirse, Fráulein Auburn —dijo la doctora Krauss cuando hubo terminado el largo y exhaustivo examen—. Luego reúnase con su amigo en mi despacho para que yo pueda hablar con ambos a la vez. —Si... si es una mala noticia preferiría que él no la supiera. —Y yo prefiero que obedezca mis órdenes —replicó la doctora Krauss.
Cuando la doctora se sentó detrás de la mesa y ellos dos al otro lado, echó una mirada a sus notas y dijo a Autumn: — De acuerdo con mis conocimientos de historia británica, ustedes los ingleses tienen sangre sajona. —¿Es ésta mi enfermedad? —preguntó Autumn con una pálida sonrisa. —Si es parcialmente sajona, espero que tenga la virtud teutónica de la gelassenheit... ecuanimidad y compostura, incluso en la adversidad. — Los ingleses lo llamamos flema —dijo Autumn, pero su sonrisa se hizo vacilante. —Dejemos sus virtudes —cortó Edge, impaciente— y oigamos la parte adversa. La doctora le miró y asintió con la cabeza, pero siguió hablando a Autumn: —Es por esta noticia que desearía verla gelassen. Debo decirle que se está muriendo. Tanto Autumn como Edge se estremecieron visiblemente y Edge dijo, horrorizado: —Maldita sea, señora, usted sí que está gelassen. Autumn le pidió con un gesto que se calmara y habló: —Frau Doktor, ¿quién de nosotros no se está muriendo? —Algunos antes que otros. Podría haber endulzado las palabras, Fráulein, pero habría sido una crueldad. Ahora que sabe lo peor, el resto de lo que debo decir le parecerá trivial, mientras que si hubiese empezado suavemente para llegar poco a poco a tan tremendo pronóstico, usted habría sufrido con cada palabra. —Entonces dígame ahora, por favor, todas las palabras. —El término médico tisis fibroide no le dirá mucho. Dentro de sus huesos se están formando y multiplicando unos tubérculos que los agrandan de modo antinatural, actualmente en los huesos del cráneo, y, triste es decirlo, esta forma de tisis no responde a ningún tratamiento conocido. —Ha dicho «actualmente», doctora. ¿Se extenderá a otras partes de mi cuerpo? Ya tengo un aspecto repelente. ¿Me volveré todavía más fea? La doctora bajó la vista y carraspeó. —Lo considerará una broma de mal gusto si le digo que esta enfermedad sólo se cura con la muerte. Y me considerará insensible si empleo la palabra «afortunada», pero lo haré. Si la enfermedad hubiese atacado primero en otra parte, es casi seguro que habría invadido una estructura ósea tras otra, convirtiendo su vida en un tormento de dolor e impotencia. Sin embargo, y en comparación, afortunadamente, ha atacado el cráneo. Su crecimiento continuará, pero no por mucho tiempo porque no sólo desfigura su rostro y cabeza sino que también crece por dentro. Antes de que pueda verse mucha más deformación, el hueso habrá comprimido una arteria vital o los lóbulos vitales de su
cerebro. Morirá, Y se ahorrará mucho dolor. ¿Me atrevo a emplear la palabra «agradecida»? —Por Dios Todopoderoso murmuró Edge, desplomándose en la silla. Pero Autumn continuó erguida y el rostro deformado permaneció tranquilo. —Sí, por lo menos agradeceré esta merced. Gracias, Frau Doktor. ¿Puede calcular cuándo? ¿Y llegará a ser intolerable el dolor de cabeza? —No creo que empeore tanto que no pueda ser aliviado con el Compuesto de Dresser. Le daré una cantidad que dure... lo suficiente. Pero no puedo predecir con exactitud el tiempo sin tenerla bajo observación para estudiar la rapidez con que se multiplican los tubérculos. Y una sajona robusta no desearía pasar sus últimos meses, o semanas, lo que sea, languideciendo en una clínica. Váyase y disfrute cuanto pueda del mundo durante el tiempo que le queda. Y vaya, como decimos nosotros, mít Aopf boch, con la cabeza alta, o como dicen ustedes los ingleses, con el labio superior rígido. Mientras Edge, aturdido, acompañaba a Autumn a la puerta y a la calle, ella murmuró: —Me pregunto por qué decimos esto. —¿Eh? —masculló Edge desde el fondo de su aturdimiento. Autumn se bajó el velo del sombrero para ocultar su rostro, ya con las primeras lágrimas, dijo: —Es el labio inferior el que tiembla. 3 —Diablos, si, me encantará tener un enano en el espectáculo —dúo Fitzfarris—. No me importa que su carácter sea odioso. Acabo de perder la mitad de mi número de serpientes y todo el de la Amazona y Fafnir. —¿Le pasa algo a Meli? —preguntó Florian. —No, a ella no. A esa pitón suya. Precisamente ahora que estamos en la ciudad más grande de las que hemos conocido, se le ocurre cambiar la piel. ¿Y esto la incapacita para trabajar? —Ya lo creo. Huele a mil demonios, Meli dice que es una atención común en las pitones, especialmente las viejas. No volverá a estar presentable hasta dentro de una semana o dos y me alegro de no compartir el remolque de los Vasilakis. Mientras tanto, Meli sólo podrá hacer el número de la medusa con las serpientes pequeñas. De modo que, sí, aceptaré todas las atracciones nuevas que pueda conseguirme. —Y tú, Hacedor de Terremotos, ¿qué opinas de contratar al turco? — preguntó Florian a Yount—. Sólo has de decir que no y lo rechazaré.
—Bueno, director, mi primer impulso fue decir que no, pero no quiero rechazar algo que pueda mejorar nuestro espectáculo, y creo que un número de dos hombres forzudos lo mejoraría. Los dos podemos fingir una competición en la pista, a ver quién es el más fuerte, incluso hacer un combate de lucha libre. Si es un tipo quisquilloso, podemos turnarnos para ganar. iNo, eso no! —exclamó Fitzfarris, animándose. El combate será otro negocio como el juego del ratón. Aceptaré apuestas por el vencedor cada vez que luchéis. Sólo un tonto haría semejante apuesta, claro, pero siempre hay muchos tontos. Cuando haya tomado nota de todas las apuestas, Obie, os haré una señal, a ti y al nuevo forzudo, para que sepáis quién debe ganar. —Aquí llega nuestro director ecuestre —dijo Florian—. También hemos de pedir su consentimiento. Pero Florian preguntó primero a Edge sobre la visita al médico y el estado de salud de Autumn. —La misma historia mintió Edge—. Ha de seguir tomando esos polvos. No hay perspectivas de su pronta reincorporación al espectáculo, pero la doctora Krauss dice que no debe permanecer tan recluida. Por lo menos podrá ver el espectáculo siempre que lo desee. —Ah, esto ya es algo. Nos sentiremos felices de tenerla entre nosotros aunque sea sólo como espectadora. Florian habló entonces a Edge de la visita de la Schmied del Zirkus Ringfedel y la posibilidad de adquirir a dos artistas nuevas para la compañía. Edge contestó que no tenía objeciones si nadie más se oponía y solamente observó: —Obie, ahora veo que aún no eres todo un profesional, porque no tienes celos profesionales. —Lo único que me daría celos —dijo Yount— sería que ese turco conquistara a más mujeres de las sillas que yo. —En tal caso enviaré un mensajero a Schmied —decidió Florian—, pero no hasta mañana. Quizá así lograré que pase una mala noche. Edge realizó una rápida inspección del campamento, no encontró nada que requiriese su atención y volvió al remolque, donde halló a Magpie Maggie Hag haciendo compañía a Autumn. —He confiado el veredicto a Maggie —dijo Autumn. —Entonces, ¿por qué me has prohibido decirlo a Florian o a los demás? —Porque no hay razón para hacer sufrir a nadie. Ojalá no sufrieras tú. Quizá tampoco es justo para Mag, pero se lo he dicho porque... hacia el fin tú... puedes necesitarla. Entretanto, quiero que pongas buena cara y yo... —Hizo un esfuerzo para bromear—. Como nadie podría decir si mi cara es valiente o no, la mantendré cubierta por el velo. —No todo lo bello tiene que ser bonito —gruñó la gitana.
—Eres un encanto por decir esto, Mag. —Yo nunca fui bonita, así que no siento amargura porque no lo soy de vieja. Sólo las mujeres que fueron hermosas se enfadan y agrian cuando su belleza desaparece. Tú tienes más suerte que ellas. Morirás joven y encantadora, no vieja y mezquina. —Vaya, !que me jodan si veo alguna suerte en esto! —exclamó Edge—. Y por mucha filosofía de carpa... —iQué vergüenza, Zachary! —amonestó Autumn—. Debes una disculpa a Mag. Sabes muy bien que nunca ha engañado a ninguno de nosotros. Y cuando vuelvas a pensar con claridad, tendrás que admitir que tú y yo hemos tenido una suerte maravillosa. Nos ha dado más de un año juntos y todo lo sucedido ha sido bueno. En parte porque compartíamos esas experiencias juntos por primera vez, nada ha sido repetitivo ni monótono. Ninguno de los dos se ha cansado o perdido su atractivo. Y ahora... ahora seguiremos disfrutando de las cosas, quizá todavía más, porque sabremos que nos ocurren por última vez. Edge contuvo su impulso de patearlo y destrozarlo todo y murmuró: —Sí, está bien. Te pido perdón, madame Hag. A partir del día del estreno, el Florilegio tuvo tanto éxito de público en Munich como lo había tenido en Rosenheim y lo mismo ocurrió con el espectáculo del intermedio y todas las barracas de la avenida. Florian y Beck tendían a dar gran parte del mérito al órgano de vapor, que tocaba música alegre durante una hora antes del comienzo de cada función. En los amplios espacios abiertos del Englischer Garten podía sonar sin ensordecer ni molestar al populacho local, pero se oía hasta la, Marienplatz, en el centro de la ciudad, donde, como dijo Beck con orgullo, «ser música de Lorelei para los muniqueses». Aunque el número de la Amazona y Fafhir había sido suspendido temporalmente, el furgón rojo recogía plata, cobre, billetes y algún que otro carolino o maximiliano de oro en tan grandes cantidades que Florian no dejaba de sonreír —su sonrisa se ensanchaba los días en que pagaba el salario a la compañía—, y todo el mundo sabía que se habían pagado con creces la menagerie y otras adquisiciones recientes. De hecho, Florian animó a incurrir en más gastos durante las semanas de estancia en Munich. Goesle y Beck pusieron ruedas nuevas a los vehículos que las necesitaban y las decoraron todas con paneles «en forma de sol» hechos con la sierra de marquetería y pintados de vivos colores, y también ampliaron y mejoraron la iluminación de carburo de las funciones nocturnas. Jules Rouleau asediaba continuamente a Carl Beck para que interrumpiera estas prosaicas tareas y elevara al aire su globo. Beck, sin embargo, señalaba con gran sensatez que el circo no necesitaba de momento ningún reclamo, que hinchar ahora el Saratoga requeriría más productos químicos y más tiempo que las veces precedentes —el frío,
explicó, enrarecía el aire, por lo que haría falta más hidrógeno para elevar el globo— y que además, como Monsíeur Roulette advertiría fácilmente por sí mismo, el actual invierno muniqués era muy ventoso y por lo tanto muy poco seguro para viajar en globo. Un día Florian dijo a Beck y Goesle: —He pasado demasiado tiempo dirigiendo el Florilegio con el sombrero y los bolsillos del chaleco. Incluso los salvoconductos son ya demasiados para que pueda recordarlos todos. Necesito una oficina. Así pues, Stitches y Bumbum remodelaron el furgón rojo del museo y supervisaron el trabajo de reconstrucción de los eslovacos. Como el único ocupante permanente del furgón era el Auerhahn, redujeron la parte del museo a una jaula de alambre para el pájaro y convirtieron el extremo de la taquilla en una verdadera oficina sobre ruedas. La taquilla de Magpie Maggie Hag seguía en la parte posterior del furgón, pero ahora tenía a sus espaldas una habitación de buen tamaño con una ventana en cada lado, una mesa escritorio con lámpara de queroseno, una silla para la mesa y otra para cualquier visita de negocios y un archivador para los salvoconductos, los nuevos libros mayores y el creciente papeleo que el Florilegio empezaba a necesitar para su contabilidad y sus operaciones. Durante todo este tiempo Edge hizo lo que Autumn le había pedido, ocultar su pena y cumplir fielmente con sus numerosas obligaciones. Como siempre era reacio a renunciar a la presencia de Autumn, la convenció para que asistiera al mayor número posible de representaciones y en un lugar donde pudiera observarla... aunque sólo fuese una figura con velo y anónima entre el público. No se reprodujo más la desagradable escena de Pavlo; éste, como había señalado Florian, era un hombre muy mejorado y comedido, o al menos reservaba su mal genio para sus seres queridos. En cualquier caso, ya no tenía prisa para abandonar la pista e incluso había añadido algo a su actuación: ponía a los tres perros cabezas de caballo en miniatura, hechas con cartón, y colas falsas para su entrada en el diminuto carro romano y entonces les hacía hacer ejercicios de dressage equino antes de quitarles el disfraz y empezar el número acostumbrado. Los otros artistas también introducían, como siempre, refinamientos de sus actuaciones habituales y probaban números nuevos. Barnacle Bill había amaestrado hasta tal punto a los tigres Rajá, Rani y Siva, que al restallido de su látigo saltaban sobre unos pedestales de madera puestos en su jaula. Entonces entraba en el reducido espacio, gritaba «Hoch!» y ellos se sentaban sobre sus cuartos traseros, pateando en el aire. —No es mucho, pero merece exhibirse —dijo a Edge—. Me ha costado bastante tiempo. Ahora espero enseñarlos a saltar de un pedestal a otro. Verás, cuando se tiene a un gato en un pedestal no hay tanto
peligro de que se te eche encima, porque es una posición incómoda para saltar. —Está bien, Abner. Pon a los tigres en la próxima función —contestó Edge, retrocediendo y pensando que el aliento de Mullenax era tal vez su mejor protección contra un ataque. Los payasos introdujeron dos novedades en su número. Una consistía en que Alí Babá entraba en la pista montando el caballo enano, Rumpelstilzchen —lo cual siempre provocaba risas—, pero después el animal no hacía otra cosa que esperar con paciencia mientras Fünfünf y Zanni bromeaban acerca de él. La otra novedad era más activa y calculada para complacer a la conocida preferencia de los muniqueses por el humor grosero. Zanni y el pequeño Alí Babá se ponían grandes guantes de púgil y simulaban un combate ridículamente desigual, intercambiando innumerables puñetazos fingidos pero resonantes y concluyendo la lucha desplomándose «inconscientes» los dos a la vez, con la cabeza de uno contra el trasero del otro. Entonces Alí Babá levantaba de repente la cabeza, miraba horrorizado, se tapaba la nariz, agitaba la otra mano como para limpiar el aire y gritaba en alemán al orgulloso árbitro, Fünfünf: — iHe ganado! —¿Cómo lo sabes? — Zanni acaba de exhalar el último suspiro! (Carcajadas, aplausos y pateos entre los muniqueses.) Incluso Autumn contribuía a la creciente variedad y calidad de las actuaciones circenses ayudando a Jórg Pfeifer en la instrucción funámbula de Lunes Simms. En los intervalos entre las funciones de tarde y noche Autumn se dirigía a la pista, donde ensayaban numerosos artistas y los eslovacos barrían la basura y enderezaban las graderías y las sillas para la función siguiente. Si alguna persona se extrañaba de que Autumn fuera siempre vestida de calle y cubierta con un velo tupido, su cortesía circense le impedía preguntar la razón e incluso referirse a la rareza. Pfeifer ya tenía a Lunes trabajando muy arriba bajo la cúpula de la tienda y la chica estaba bien acostumbrada a la altura. Iba disfrazada de deshollinador, con leotardos negros, la cara tiznada y el cabello escondido bajo el sombrero de copa más viejo de Florian. En vez de pértiga llevaba un largo cepillo de chimeneas. Pfeifer, de pie en la plataforma de descanso, le gritaba las instrucciones —en general exhortaciones como «i Más cola! i Saca la cola hacia afuera!»— porque su número, aunque requería precisión artística, era totalmente un número cómico, todo movimientos angulosos, tirones, sacudidas y tropiezos fingidos. Autumn no podía subir a la plataforma ni pretender inmiscuirse entre maestro y alumna, de modo que cuando quería hacer
una sugerencia, llamaba a Pfeifer para que él la enviara por el aire a Lunes: —Herr Pfeifer, ¿quiere pedir a miss Simms que haga una pausa después del deslizamiento del cangrejo y permanezca unos cuatro segundos perfectamente inmóvil antes de empezar el paso vacilante? Pfeifer lo repitió y Lunes se detuvo, haciendo oscilar un poco el largo cepillo para mantener el equilibrio. —Ahora, mientras está quieta —prosiguió Autumn—, ¿quiere decirle, Herr Pfeifer, que pasee la mirada en torno a la carpa, hacia todo el público? Lunes obedeció con cuidado, aunque perpleja por la orden. Luego, al no haber más instrucciones, ejecutó el paso vacilante, las cabriolas y el resto de su actuación. Autumn explicó, cuando ella y Pfeifer hubieron bajado por la escalera de cuerda: —Durante el momento de la pausa ¿has observado, Lunes, que todos los presentes te miraban? Herr Florian, el coronel Ramrod, incluso los eslovacos han dejado de trabajar para mirarte. No a Zanni y Alí Babá, que ensayan allí, ni a Barnacle Bill, que está en la jaula de los tigres. Te miraban a ti. — Sí, lo he visto. ¿Por qué me ha hecho fijar? —Acabas de aprender un truco sutil del arte dramático. Cuando todas las demás personas de una pista llena o de un escenario atestado están en febril movimiento, lo que cautiva la atención del público es la figura solitaria que mantiene una inmovilidad perfecta. Recuerda que siempre que lo desees puedes atraer así a un auditorio, mejor incluso que con un foco dirigido hacia ti. Pfeifer asintió para confirmarlo. — Esto puede marcar la diferencia entre un simple ejecutante y una auténtica estrella. —Oh, yo no puedo ser eso —dijo Lunes—. Nadie sino miss Autumn puede ser estrella de la cuerda. Autumn se inclinó, besó a Lunes en la mejilla a través del velo y dijo: —Procura que me olviden. Un día, cuando ya hacía tres semanas que el Florilegio actuaba en el Englischer Garten, dos remolques muy usados y deteriorados por la intemperie torcieron hacia el circo desde la avenida del parque. Unos minutos después Banat llevó a sus propietarios al furgón de la oficina, donde Florian discutía rutas futuras con Willi Lothar, y anunció a los recién llegados con la formalidad de un portero en un baile de gala: — iShadid Sarkioglu, el Turco Terrible! ¡Samuel Reindorf, el Wim per! — iAh, caballeros, bien venidos, bien venidos! —saludó Florian con efusión—. Hacen una pareja impresionante.
Era cierto porque al ser el turco tan alto y corpulento como el Hacedor de Terremotos, el Wimper parecía un insecto a su lado. Pero ellos dijeron, en voz alta y al mismo tiempo: — iEfendi, no somos una pareja! Hemos tomado el mismo camino, nada más. — iNo me apareje con este enorme y apestoso Turco Terrible! — Bueno, por lo menos los dos hablan inglés —dijo Florian—, lo cual es una agradable sorpresa. — Tuve que aprender muchas lenguas —dijo Sarkioglu, torciendo su inmenso bigote negro—. Nadie habla türkce fuera de Türkiye. —Y yo aprendí muchas lenguas en mi infancia, gracias a mis muchos tutores —declaró Reindorf, acariciando su minúsculo bigote castaño—. Porque soy un estudioso por naturaleza. — Un estudioso algo mayor de lo que me prometieron —dijo Florian, observándole—. Debí imaginar que Schmied también me mentiría acerca de esto. Dijo cien centímetros y estimo que debe medir ciento siete. Además, su bigote es falso. De no ser por sus cabellos ralos, podría pasar por un mocoso presumido del Kindergarten. —¿Hay algo más que le disguste de mí? —preguntó entre dientes el enano. — Sí —contestó Lothar—. Su nombre profesional. Carece de gracia, Herr Florian. No divierte ni tiene gancho. — Estás en lo cierto, Willi. —Florian reflexionó y luego dijo—: Creo que en vez de Wimper le llamaremos... sí, el Pequeño Mayor Mínimo. Se entiende en la mayoría de lenguas. —¿Sólo un mayor? Scheisse! Tom Pulgar es un general. —Confórmese, Mínimo. Si el grado estuviera en proporción con la estatura, ni siquiera sería cabo. —Ahora les diré lo que me disgusta a mí —silbó Mínimo—. Este circo se llama Confederado y esto significa rebeldes, nicht wahr? Pues bien, en este momento yo sería un rico terrateniente en mi país natal —se abstuvo de mencionar el país— de no haber sido por la insurrección del sesenta y tres, que invirtió el orden natural de la sociedad y me obligó a exiliarme. Por lo tanto, !no me gustan los rebeldes! —No es un esclavo de plantación, sólo un empleado. —Florian abrió su nuevo fichero. Aquí está su contrato. ¿Quiere cogerlo y marcharse? —No —respondió el enano en tono sombrío—. Necesito el sueldo. Estoy a su merced. Pero no espere que me guste. —Jefe de personal Banat —dijo Florian—, enseña a nuestros nuevos colegas dónde aparcar sus remolques en el patio trasero. En cuanto se hayan instalado, preséntalos a nuestro director ecuestre. Entonces ven a buscarme. Shadid, Mínimo, querré verlos actuar. Cuando se hubieron ido, Florian murmuró:
—Maldita sea, el enano es digno sucesor del último que tuvimos. O su reencarnación. —El tipo grande parece decente —dijo Willi—. Los hombres corpulentos suelen serlo. —Lo parece, sí, pero los Fedel no le hubieran dejado marchar si no tuviera algún defecto. Tendremos que esperar para saber cuál es. —iCojones! —exclamó Yount en la carpa cuando Edge le llamó para presentarle a su colega—. Echa una mirada a sus pesas, balas de cañón y trampolín... itodo está niquelado! —También observó al turco, más alto que él gracias únicamente a su abundancia de ensortijados cabellos negros; el turco le devolvió la mirada con tranquilos ojos castaños y esbozó una sonrisa—. Diablos, Zack, será mejor que le preguntes si se dignará hacer de hombre forzudo conmigo. —Pregúntaselo tú, Obie. Habla inglés tambien como tú. —iNo! ¿De verdad? —De verdad —dijo Shadid—. Me han dicho que tiene la idea de que compitamos en pruebas de fuerza. ¿Hablamos de ello? Caminaron hacia el otro lado de la pista, conversando como viejos amigos. Edge se volvió hacia el otro recién llegado y preguntó afablemente: —Y ahora dígame, ¿qué clase de número hace usted, Herr Reindorf? — Es un insulto tener que pasar por una prueba y desde luego no lo haré dos veces. Florian ha dicho que deseaba verme actuar. —Como guste —contestó Edge, ya sin afabilidad—. Banat ha ido a buscarlo. Puedo esperar. Miró a Yount, que hacía rodar hasta la pista sus pesas de fabricación casera y sus balas de cañón de Stonewell, todas ellas semejantes a artefactos de la Edad de Piedra en comparación con el reluciente equipo del turco. A los dos hombres forzudos se sumó en aquel momento el pequeño Quincy Simms. — ¿Quién es ése? —preguntó el enano, mirando con asombro. — El joven Alí Babá —respondió Edge—. Contorsionista, acróbata y aprendiz de payaso. Hace una escena cómica en el número del Hacedor de Terremotos. Intenta levantar una de esas pesas terriblemente pesadas y... — Ese no es Alí Babá —dijo con desprecio el enano—, es un negro. — Se volvió y dirigió a Edge una mirada maliciosa—. Creía que los rebeldes habían linchado a todos sus negros. —¿De veras, Mayor Mínimo? —preguntó Florian, que llegaba seguido de Fitzfarris—. Le presento a sir John, director de nuestras piezas pedagógicas. ¿Qué va usted a enseñarnos? — ¿Aquí en la pista? Nada. Soy un danseur. Tengo que juntar los talones y pisar fuerte. No puedo hacerlo sobre serrín y casca.
— Muy bien, pues cruzaremos la avenida hasta el anexo, en cuyo escenario actuará usted. ¿Qué baila exactamente, Mayor? — Cualquier danza, cualquier baile de exhibición que pueda hacerse en solitario. Jiga, danza inglesa, flamenco, mazurca. Después de mi solo, hago una seña a la mujer más gorda que veo entre el público. Bailamos juntos y hago que parezca torpe, gorda, patosa, estúpida y vulgar. — Sí, me imagino que puede. Sir John, el acordeonista será su acompañante, además del de Meli Banat, ve a buscarlo y dile que se presente en el anexo para un primer ensayo. — Mayor —dijo Fitz—, su número parece muy cómico, pero... — ¿Cómico? ¡Yo hago arte! —Oh, sí, claro, pero creo que podría mejorarlo un poco. ¿Y si después de haber ridiculizado a la espectadora hiciera algo realmente artístico con una bailarina profesional? Quizá una de nuestras bonitas muchachas del cuerpo de baile. Mínimo frunció el entrecejo, gruñó para sus adentros y por fin dijo: —No me gusta mucho abrazar a una muchacha bonita. — ¿No? —replicó Florian—. ¿Acaso preferiría a un bailarín? — Scheisse, !no! —exclamó con fiereza Mínimo—. No soy un maldito Schwule. Ustedes los jefes son tan duros de cabeza como de cuerpo. Lo que quiero decir es que yo haría un mal papel comparado con una chica bonita de tamaño normal que sepa bailar. Y esto no me gustaría. —Comprendo —dijo Florian—. Bueno, vamos a verle bailar y luego ya lo discutiremos. Director ecuestre, ¿te importa que nos llevemos al Mayor unos minutos? —En absoluto —contestó rotundamente Edge, que pasó la media hora siguiente observando a los dos hombres forzudos probar sus equipos respectivos y hablar sobre la alternación de sus demostraciones de fuerza y haciendo él también alguna sugerencia. Cuando Florian volvió a la carpa, solo, Edge le dijo: —Los hombres fuertes han establecido una rutina. Me gusta; a ver qué pensará usted. Obie, con sus instrumentos oxidados y viejos, será el bruto de las cavernas y Shadid, con sus brillantes aparatos, será un dandy moderno. Obie se golpeará el pecho y actuará como un salvaje, lleno de energía viril. Y Shadid, esto me ha sorprendido, no se opone a representar el papel de un tipo afectado y tímido, casi afeminado. Cuando Obie ya haya hecho pasar a Rayo por la tabla colocada sobre su pecho, el turco se acostará bajo la tabla para hacer lo mismo... pero llamará al pequeño Rumpelstilzchen para que pase ágilmente por encima de él. —Esto es arte europeo —aprobó Florian— en comparación con el horror del hombre americano a parecer poco varonil. Creo que harán una buena pareja.
—Como es natural, al cabo de un rato Shadid resulta ser tan fuerte como el hombre de las cavernas. Rayo también camina por encima de su pecho y ambos hombres levantan las pesas y todo lo demás. Y terminarán con la victoria de uno de ellos sobre el otro. Uno levanta todos los pesos que puede y entonces el otro le levanta a él, con toda su carga. El vencedor será el que Fitz designe por señas. —Muy bien, muy bien. —¿Qué hay del Pequeño Gusano Mínimo? ¿Cómo es su número? Florian se echó a reír. —Es enormemente gracioso sin querer serlo y sin sospechar que lo es. Cuando adopta una postura de flamenco, y hace aquella mueca atormentada que todos los bailarines de flamenco parecen considerar esencial, y luego empieza a pisar con sus minúsculos pies y hacer chasquear sus diminutos dedos, es divertido incluso para un gato viejo como yo. —¿Y la pareja femenina? —Por fin accedió a bailar con ella cuando sir John sugirió a una chica del mismo tamaño de Mínimo. Nuestra Hija de la Noche, Sava Smodlaka. Ella está muy contenta de tener algo que hacer en el espectáculo complementario en vez de permanecer inactiva. Sir John está ensayando con ellos. —Eso también suena bien. Si todos podemos abstenernos de pisotear a este pequeño gusano, diría que aprovecharemos al máximo los desechos del Ringfedel. —Mínimo no será una mayor provocación al asesinato que Tim Trimm. Pero me pregunto por qué los Fedel dejaron marchar al turco. ¿No has descubierto nada aborrecible en él? —Todavía no. Trabaja bien y parece muy complaciente. No he apreciado en él ningún lado malo. El lado negativo de Shadid Sarkioglu no se puso de manifiesto hasta que fue a pasear por el patio trasero, entre los remolques y carromatos, presentándose amablemente a todos los artistas y ayudantes que encontraba. Y sólo mostró este lado malo a los Vasilakis. Meli lavaba la ropa y Spyros la escurría y colgaba a secar. Ambos llevaban batas viejas porque todos sus trajes estaban en el barreño. Shadid se acercó con una sonrisa que curvaba su monstruoso bigote además de sus labios y alargó una mano grande y peluda mientras decía su nombre. Spyros dijo: «Kalispéra», se secó en la bata la mano mojada y la tendió para estrechar la del recién llegado. Pero la sonrisa de Shadid se desvaneció, retiró con fuerza la mano y su rostro se oscureció casi tanto como sus pelos y bigote. — Helleni? —exclamó. — Sí, nosotros grik —dijo Spyros, con la mano todavía tendida.
— iEnemigos! iExterminadores! —Como Spyros había hablado en una especie de inglés, Shadid empleó la misma lengua—. Sabed que soy un turco musulmán de Morea. Un turco a quien vosotros, revolucionarios infieles, no asesinasteis. — Ai, Kristos —gimió Meli. Spyros explicó, conciliador: —No, no. Es verdad, Turquía y Hellas, antiguas enemigas, pero nosotros no, amigo. — ¿Amigo? ¿Cómo te atreves, chiti? —Los ojos de Shadid enrojecieron y se agrandaron. Sacó una mano, agarró a Spyros por la pechera de la bata y lo levantó del suelo—. Un hombre heleno es sólo una cosa... i el enemigo a quien debe destruir el jihad! —Lanzó a Spyros contra el lado de su remolque, donde cayó al suelo, sin aliento. Meli estaba acurrucada junto al barreño cuando el furibundo turco dirigió hacia ella sus ojos inyectados en sangre—. La mujer helena es también sólo una cosa... ipropiedad del vencedor del jihad, si el vencedor es misericordioso! —Se volvió de nuevo y apuntó con un dedo a Spyros, que se agarraba a la rueda del remolque para levantarse—. ¡Tú! ¡Quieto! iEn presencia de un turco no debes estar nunca derecho! ¡Recuérdalo! —Y se alejó a grandes zancadas. Cuando lo perdieron de vista, Meli ayudó a Spyros a levantarse y le dijo con urgencia en griego: — Hemos de correr a contarlo a Kyvernitis Florian y exigir su protección. Spyros meneó la cabeza, respiró hondo y respondió con voz ronca: —No... no. —Y al cabo de un momento—: No lo ha visto nadie. No debemos fomentar la disensión. — ¿Nosotros? —Si el Kyvernitis ha contratado al turco, debe de necesitar al turco. Quizá más que a nosotros. Recuerda, esposa, que sólo nos contrató porque estábamos sin trabajo. ¿Le exigiremos ahora que escoja entre el turco y nosotros? No podemos permitirnos perder este empleo. — ¿Qué haremos, entonces? — Debemos procurar por todos los medios que el turco no nos vea. Si no lo provocamos con nuestra presencia —suspiró quizá no haya problemas. —Quizá —dijo Meli, suspirando a su vez. — Quizá... —osó murmurar Edge a Autumn cuando se acostaron aquella noche—, quizá la doctora Krauss se equivocó. Hablando como un profano, yo diría que la última media hora ha demostrado que estás tan sana como podría esperar estarlo cualquier mujer. Autumn se rió.
— Un profano, sí, es lo que eres. —Y añadió con seriedad—: Bueno, estoy verdaderamente muy agradecida por conservar intacta esa función. El remolque tenía las cortinas corridas y estaba oscuro, como siempre cuando se acostaban, para no poder verse mutuamente, y cuando hacían el amor, Edge observaba una regla tácita: no le acariciaba la cara ni el cabello. En todo lo demás prescindían de toda restricción o inhibición. Lo que Edge podía tocar de Autumn era tan perfecto, delicioso y excitante como siempre había sido su cuerpo y ella respondía con la misma pasión y felicidad de antes. Dijo ahora: —Quizá el pensamiento de que podría ser la última vez aumenta nuestro deseo de una dicha mayor para ambos. — Pero si la doctora se hubiese equivocado... piénsalo... podríamos continuar siendo felices para siempre. Ya sabes que una mujer médico es una rareza. Probablemente le costó mucho estudiar la carrera y tal vez no la terminó. Así que quizá cometió un error. — Quizá —dijo Autumn con un suspiro. A la mañana siguiente, y muy temprano, el remolque de los Vasilakis fue sacudido con la misma violencia como si lo empujara uno de los elefantes. Meli se incorporó con un pequeño grito y Spyros, que dormía en el lado exterior de la litera, se cayó al suelo. Profiriendo una maldición, asustado y confuso, se tambaleó por el suelo inclinado, abrió la puerta de par en par y asomó la cabeza con los cabellos en desorden. El turco soltó la esquina del remolque que había estado zarandeando y dijo: —Eh, griego. Debo ir a la ciudad a comprar unas cosas que necesito. —¿Qué? —Spyros se restregó los ojos—. Pues ve. ¿Por qué nos despiertas para decírnoslo? —No tengo dinero. Aún no he cobrado el sueldo. Dame dinero. —¿Qué? No somos ricos, amigo. Pídelo a... — Un amigo —dijo Shadid en tono amenazador— no se lo negaría a un amigo. Su boca y su bigote sonreían y empezó a sacudir de nuevo el remolque. — Por el amor de Dios, Spyros —susurró Meli desde su litera—, dáselo. El remolque continuó moviéndose de un lado a otro y Spyros tuvo dificultades para abrir un baúl, encontrar la bolsa y extraer dos carolinos de oro de su exiguo contenido. — Toma —dijo, aferrándose a la vacilante puerta—. Es todo lo que podemos darte. Shadid soltó el remolque y cogió las monedas. —Ya aprenderás, griego, cuánto puedes darme. —Y se alejó. Una mañana Florian reunió a los artistas del espectáculo complementario: Fitzfarris, Spyros y sus espadas, Meli y su pitón ya re-
cuperada, los dos Hijos de la Noche y el Pequeño Mayor Mínimo —todos menos la Princesa Egipcia y el Auerhahn que ponía huevos—, y los llevó a la ciudad para que los fotografiaran en el estudio Zimmer y así pudieran vender a los patanes bonitas cartes de visite. Mientras posaban, Florian fue a una imprenta y encargó carteles nuevos y nuevas páginas para insertar en los programas, a fin de incluir los muchos números y atracciones que habían sido añadidos al Florilegio. Domingo, Lunes y Clover Lee obtuvieron por fin autorización de Florian para salir sin carabina con sus admiradores, siempre que fueran en grupo. Y como ninguno de los jóvenes resultó ser de linaje real o noble, Clover Lee se aseguró de que no ocurriera nada comprometedor en dichas salidas. De todos modos, los galanes sólo llevaron a las muchachas a diversiones castas como piezas teatrales, óperas y ballet en los grandes teatros de Munich. Y allí los jóvenes sufrían un perceptible desengaño porque las muchachas no hacían caso de ellos y sólo estaban atentas a las representaciones, murmurando continuamente entre sí observaciones como ésta: «Fíjate en ese pequeño ademán de la bailarina... yo podría hacerlo en mitad de la cuerda, cuando me apoyo en una sola mano», o: «¿Has visto a la heroína ir hasta el fondo del escenario antes de lanzar esa mirada al héroe? Un truco muy efectivo, tengo que recordarlo.» Una noche, durante la cena, Florian anunció a los artistas presentes: —En este país todo el mes de diciembre e incluso parte de enero está dedicado a festividades religiosas. Hoy, por ejemplo, es la fiesta de Santa Bárbara y pasado mañana será la de San Nicolás. Sugiero que todos nosotros celebremos las Navidades con anticipación porque durante los doce últimos días navideños tradicionales tendremos el circo más lleno que nunca. Así pues, los miembros de la compañía hicieron visitas aún más frecuentes a la ciudad, simplemente como turistas. Pasearon por las calles, contemplaron los tentadores escaparates y compraron cosas. Admiraron los adornos de los edificios públicos, banderas, cintas, velas y antorchas, los múltiples belenes y cuadros de niños disfrazados en escenas navideñas, los cantantes de villancicos en las esquinas y los trompetistas en las torres de las iglesias, acompañando a las campanas. Durante todo el mes, el «profesor» del Florilegio tocó en el órgano de vapor un popurri de antiguos villancicos alemanes e himnos y lo hizo muy bien, aunque tal vez fue la primera vez en la historia que Noche de paz se oyó en siete kilómetros a la redonda. El 13 de diciembre, fiesta de Santa Lucía, el circo sólo ofreció la función de tarde porque Florian sabía que toda la población de Munich estaría en la calle aquella noche para ver, a los niños hacer el Lichterzug, así que la gente del circo también fue a verlos a la ciudad. Los niños, ataviados con sus mejores galas, llevaban en sus altos palos linternas de velas hechas con papel en
forma de estrellas, cunas, copos de nieve o casas pequeñas. Cantando villancicos con voces tímidas pero dulces, recorrieron el centro de la ciudad hasta llegar al puente Maximiliano, donde desfilaron para lanzar una tras otra sus linternas encendidas al río Isar. Algunos adornos de papel se disolvieron y hundieron al instante, pero toda una flotilla sobrevivió y flotó río abajo, balanceándose y girando o navegando tranquilamente, como motas brillantes en la oscuridad. La víspera de Navidad el circo no ofreció ninguna función porque aquel día todas las familias bávaras se quedaban en sus casas, adornaban el árbol navideño, cantaban villancicos, intercambiaban regalos y comían opíparamente. Florian reservó para aquella tarde dos espléndidos comedores del restaurante Eberlsbráu en la Torre Karls —uno para los artistas y otro para los ayudantes— y los invitó a un verdadero banquete. Edge y Autumn asistieron a la fiesta, pero se sentaron un poco aparte de los demás para que Autumn pudiera subirse el velo cada vez que tomaba un bocado o bebía un sorbo de vino. A partir del día de Navidad y durante los doce días siguientes el Florilegio, tal como prometiera Florian, se llenó a rebosar e incluso la gente que no consiguió entradas permaneció en el recinto circense para derrochar dinero en las barracas y en el juego del ratón de Fitzfarris. Aquellos días, que serían los últimos del circo en Munich, Florian introdujo un cambio en el programa. Pfeifer y Autumn habían declarado que Lunes Simms ya estaba preparada para debutar en la cuerda floja, por lo que Florian decidió darle el codiciado número final del espectáculo. Como Pfeifer la había entrenado, no podía quejarse de que el número del espejo Lupino quedase relegado al penúltimo lugar, y Zanni tampoco protestó. La única que podría haber sentido cierto resentimiento y envidia de su hermana era Domingo Simms, porque Florian eliminó su antiguo número del ascenso inclinado por considerarlo un «anticlímax» después del nuevo solo de Lunes. Como Domingo aún era una figura menor en el trapecio, ahora no tenía ningún número, excepto su función de acróbata de relleno. Sin embargo, no dejaba traslucir en su rostro ningún sentimiento poco fraternal mientras contemplaba al pequeño y andrajoso deshollinador hacer sus payasadas en la cuerda —al son de la apropiada música de La Cenicienta de Strauss— y oía al público aplaudir, vitorear y patear como no lo había hecho después de ninguna otra actuación. Lunes, en la plataforma, se quitó el viejo sombrero de copa, dejando suelta su brillante cabellera, y saludó una y otra vez con una sonrisa radiante que destacaba en la cara sucia de hollín. Sólo los ojos más penetrantes habrían podido ver desde la pista que también se frotaba enérgicamente los muslos uno contra otro, extasiada por el doble efecto de las ruidosas aclamaciones y la fricción femoral.
Paprika, que estaba junto a Domingo, observó divertida: —Ya está otra vez con el wichsen. —Domingo calló y siguió aplaudiendo con tanta fuerza como la multitud y los otros artistas—. No te preocupes, kedvesem —añadió Paprika—. Eclipsarás a tu hermana cuando estés preparada para participar de lleno en el trapecio. —Si alguna vez tengo la oportunidad —gruñó Domingo. —La tendrás cuando yo decida que estás lista para exhibir todas tus facultades. Lista para... cualquier cosa. —Domingo se volvió entonces y la miró larga y fijamente. Paprika correspondió con la misma mirada y preguntó, en tono muy profesional—: ¿Quizá después de la próxima elevación del globo? Domingo la estudió un rato más y al final dijo: — Quizá. Cuando Lunes bajó de la plataforma, ruborizada y con ojos brillantes, Florian y Edge la esperaban para felicitarla por su magnífico debut y Edge le dio un inmenso ramo de flores. — iOoh! —exclamó ella—. ¿De un pez gordo de las sillas? —No — contestó Edge—, de alguien que realmente conoce y aprecia el buen funambulismo. Lunes abrió el sobrecito clavado a los tallos, sacó la tarjeta y, cuando la hubo leído, sus ojos brillaron todavía más porque ahora estaban llenos de lágrimas. Dio la tarjeta a Florian, se puso de puntillas para besar a Edge en la mejilla y le dijo: — Pásaselo de mi parte. Entonces, cargada con las flores, salió bailando para ocupar su lugar en la gran cabalgata que se formaba alrededor de la pista. Florian leyó la tarjeta en voz alta: «A mademoiselle Lunes. Haz que me olviden. No me olvides.» Firmado: «Autumn.» Y se volvió para que Edge no viera sus propios ojos humedecidos. El día noveno o décimo de Navidad regresó de su avanzada el Chefpublizist Willi para informar de que había reservado terrenos en cada comunidad mediana en dirección nordeste, hasta Regensburg, y contratado a un equipo para que empezase a fijar carteles en Freising, la primera plaza de la ruta. Así que ahora Carl Beck, aunque seguía manteniendo que sería improbable elevar el globo antes de la primavera, accedió por fin a los ruegos de Rouleau de comprar en Munich todas las limaduras de hierro, el ácido y otros productos necesarios para el generador que seguramente no podrían encontrar en ciudades de menor tamaño. La campiña estaba cubierta de nieve cuando la caravana del circo salió de Munich, pero los eficientes y meticulosos bávaros habían despejado todas las carreteras principales. Los artistas y ayudantes que debían
conducir los vehículos iban envueltos en abrigos y mantas y todas las prendas calientes de que habían podido echar mano. Los que no tenían que viajar a la intemperie permanecían dentro de sus remolques la mayor parte del camino y mantenían encendidas las estufas, de modo que la caravana dejaba tras de sí flotando en el aire frío y azulado una estela de humo aún más azul. El camello hizo todo el viaje descalzo, sin quejarse, como habría hecho en su tierra natal. También los tres chinos despreciaron el calzado, como siempre, aunque tuvieran que pisar el suelo helado en alguna ocasión. Por su parte, Hannibal y el cuidador eslovaco del elefante se habían provisto de botas forradas de piel de cordero que ataron y sujetaron con hebillas a los grandes pies de los paquidermos. Un miembro de la compañía que no tenía que exponerse al viento y al frío era Autumn Auburn, pero insistió en viajar sentada en el pescante con Edge. Y era evidente que le gustaba ocupar aquel sitio, como si incluso un monótono desierto de nieve fuera digno de verse cuando probablemente se veía por última vez. Como es natural, el paisaje no estaba totalmente vacío. Con frecuencia destacaba contra la nieve una familia de ciervos o se erguía en los campos blancos una iglesia multicolor con cúpulas en forma de bulbo o una gran abadía o las ruinas recortadas de un viejo castillo. Las ciudades donde se detuvo el circo, ya sólo para pernoctar, ya para montar la carpa y dar representaciones, eran medievales y pintorescas: casas con frontones y fachadas entramadas o de piedra y tejados inclinados con muchas ventanas de gablete. Las ciudades más pequeñas elegidas por Willi sólo servían para una estancia de una semana, pero Freising los obsequió con dos semanas muy provechosas y Landshut con tres. Sin embargo, Beck no consideró a ninguna de ellas digna del esfuerzo de elevar el Saratoga ni Rouleau lo sugirió siquiera. Durante el resto de aquel invierno el Florilegio no sufrió ningún percance, infortunio o problema manifiesto, aunque ocurrieron algunos que pasaron inadvertidos. Shadid Sarkioglu continuó molestando a los griegos; disfrutaba en particular despertándolos temprano y de modo desagradable, haciendo tambalear su remolque y, cuando Spyros abría la puerta, exigiendo dinero. —Pero ahora ya cobras tu sueldo —protestó Spyros cuando esto sucedió en Freising. —Todo gastado y tengo que invitar a una hermosa dama de las sillas. Dame dinero. Spyros obedeció y continuó obedeciendo. Su reiterada sumisión, sin embargo, no disminuía en absoluto la malicia y hostilidad del turco. Por la calle o en el recinto del circo, siempre que Shadid y los Vasilakis se encontraban, el primero gruñía —o, al cabo de un tiempo, bastaba con que los mirase con furia— para que Spyros y Meli se apresurasen a sentarse en algún sitio o arrodillarse o fingir que se ajustaban un zapato
hasta que él había pasado. El turco se las arreglaba siempre para que todo esto ocurriera cuando no había ningún miembro de la compañía a la vista y los griegos se abstenían de mencionar esta persecución a Florian o a cualquier otro. Otra circunstancia peculiar llegó en cambio a oídos del director ecuestre, Edge, quien, sin embargo, la descartó por trivial. El portero Aleksandr Banat acudió a él a quejarse —por lo que Edge pudo entender de su chapurreo en varios idiomas— de que el circo era robado por una epidemia de espectadores furtivos: niños que se escabullían sin comprar entradas. —Esto es impropio de la escrupulosa honradez bávara —observó Edge—. Incluso sus hijos pequeños sorprenden por su honestidad. —Casi en cada ciudad, en cada solar, después de cada función, lo veo, lo persigo pero nunca lo cazo. —Los, querrás decir. Y sólo en las funciones de tarde, ¿eh? —Después de la función de tarde, Pana Edge. Siempre niño pequeño. —Niños pequeños, Banat. En plural. Pero ¿después de la función? ¿Quieres decir que entran a hurtadillas, se ocultan en alguna parte y esperan la función nocturna? Esto era demasiado para la comprensión de Banat, que se limitó a encogerse de hombros y repetir: —Siempre viene niño pequeño. Lo veo, lo persigo y lo pierdo de vista. —Bueno, en general son niños, casi nunca niñas. Cógelos si puedes, jefe, pero no te azotaremos si no lo haces. Banat volvió a encogerse de hombros con impotencia y se alejó murmurando. 4 Cuando el Florilegio se acercó por fin a la bella ciudad de Regensburg ya había empezado la primavera y no hacía frío para que los artistas se pusieran sus trajes de pista. Una vez engalanados, entraron desfilando en la ciudad, precedidos de nuevo por la banda y seguidos por el órgano tocando a todo volumen. Las calles eran tortuosas y tan estrechas que los edificios parecían inclinarse y los tejados casi tocarse a cierta altura sobre los adoquines, pero Florian guió la caravana por las más transitables, aunque a veces no quedaba sitio a ambos lados para los espectadores, excepto en umbrales y ventanas. El desfile cruzó el puente de Piedra —donde los regenburgueses se apiñaron en los parapetos para mirar, agitar las manos y vitorear—, se dirigió a los suburbios más abiertos de la otra margen del Danubio y luego cruzó de nuevo el puente para volver a la ciudad.
—¿Siente esta ciudad un cariño especial por los gallos? —preguntó Edge a Autumn y Magpie Maggie Hag, que iba con ellos—. En medio del puente hay una placa que tiene grabada una especie de gallos. —En memoria de una antigua leyenda —respondió Autumn—. ¿Ves esas torres de la catedral que asoman entre aquellos tejados? Pues bien, hace siglos los dos arquitectos que construían la catedral y este puente competían entre sí para ver quién acababa primero. El demonio visitó al constructor del puente y le ofreció un trato. Si el arquitecto le prometía las almas de los tres primeros que cruzaran el Danubio por este Steinernebrücke, el demonio se encargaría de que estuviera terminado antes que la catedral. Hicieron el trato y el puente se terminó antes. El arquitecto de la catedral tuvo un disgusto tan grande que se mató saltando desde una de sus torres inacabadas. Si miras bien entre las gárgolas de esas torres, verás la efigie de un hombre que cae de cabeza. En cuanto al otro arquitecto, cuando inauguraron el puente engañó al demonio enviando primero a cruzarlo solamente a tres gallos. Y este hecho está inmortalizado en esta placa. — ¿Los gallos eran tal vez azules y blancos? —preguntó Magpie Maggie Hag. — Cielos, no tengo idea —contestó Autumn, sorprendida—. ¿Acaso existen gallos semejantes? —Nunca los he visto —dijo la gitana—, pero ahora se me han aparecido aves blancas y azules. Y no auguran nada bueno. —Ahora tenemos bastantes aves —dijo Edge—. El Auerhahn, los avestruces y las palomas de Clover Lee. Ninguna de ellas es blanca y azul. Nos mantendremos vigilantes, pero yo diría que las aves no parecen muy amenazadoras. Cuando el circo llegó a su terreno en el DórnbergGarten, la mayoría de artistas se apresuró a cambiarse de ropa para ir al cercano hotel Goldenes Kreuz donde Willi había reservado habitaciones. Uno de los que no se dieron prisa por ir allí fue Jules Rouleau, que prefirió interrumpir a Carl Beck mientras dirigía a los eslovacos que empezaban a descargar los furgones. —Ya me he elevado, ami, sobre aguas pequeñas y grandes, el puerto de Baltimore, el Arno, el Volturno, el Inn. Espero que ahora me permitas elevarme sobre el poderoso Danubio. Ja, ja, ja —contestó Beck—. Ya no retrasar más. En complicidad con su deseo, tener usted incluso a Johann Strauss. Un nuevo vals dedicado al Danubio que él componer recientemente y que ya ser su obra más popular. En cuanto poder adquirir la partitura y mi Kapell poder ensayar, hacer la elevación. Decir usted a Herr Florian que preparar los carteles anunciadores. _ Y así, aunque el circo hizo un negocio próspero desde el mismo día del estreno y no tenía necesidad de más propaganda, Regensburg no tardó
en estar llena de carteles recién impresos que proclamaban que el Domingo de Pascua, 21 de abril, cuando, naturalmente, no habría función circense, la ciudad gozaría (si lo permitía el tiempo) de un espectáculo nunca visto por sus habitantes. Fitzfarris empezó en seguida a recorrer las Apotheken de la ciudad hasta que encontró una provista de polvo de licopodio, imprescindible si quería aprovechar la ocasión para hacer su número de la chica desaparecida. Y Zanni Bonvecino propuso otra atracción complementaria para aquel día especial. —Todo lo que necesito es ese barreño —dijo a Florian y Edge, indicando el viejo barreño de madera que había servido al circo durante tanto tiempo y en tantas capacidades y que en este momento sería para su función básica: Clover Lee lavaba en él sus mallas de color carne—. Y compraré unos gansos. —¿Eh? —dijo Florian, y Clover Lee alzó la vista de su trabajo con idéntica perplejidad. — Este parque Dórnberg —explicó Zanni— no podrá acomodar a toda la población de la ciudad para contemplar la elevación del globo. El puente de Piedra es, después de éste, el mejor lugar para verla, así que también estará repleto de espectadores. Cuando a la multitud le duela el cuello de tanto mirar arriba hacia el Saratoga, podrán descansar bajando la vista hacia el Danubio y allí verán mi barreño, remolcado por el río por mis gansos. Clover Lee rió y Florian dijo: — Una idea cómica, sí, signore. Pero el Danubio es un río rápido y turbulento y aun ahora terriblemente frío. — No tema, director. No tengo ningún deseo de sumergirme. Permaneceré muy cerca de la orilla. —Y escucha, Zanni, compra gansos blancos —sugirió Clover Lee y luego se volvió hacia Florian—: Puedo hacer volteos a caballo al mismo tiempo por esa calle ancha que bordea el río, seguida de mis palomas blancas. — ¿Por qué no? —dijo Zanni—. Che sana, sará meraviglioso. Todos nosotros juntos (yo, Monsieur Roulette, sir John, Clover Lee y las demoiselles Simms) lo convertiremos en un día glorioso, signor Florian, que será recordado en los anales del circo. — Ah, y Zanni —dijo Edge, recordando algo—. Asegúrate de que esos gansos no tengan ni una sola pluma azul. Durante el par de semanas que faltaban para aquel día que haría época, la gente del circo dedicó su tiempo libre a pasear por las angostas calles, atestadas plazas, avenidas a orillas del río y el Steinernebrücke de Regensburg para contemplar los islotes del centro del Danubio. Más de uno abordó a su regreso a Carl Beck —que ensayaba a diario con su banda y el profesor organista el vals El bello Danubio azul— para decirle que el Danubio era en realidad de un color marrón sucio y no muy bello, y que trozos de hielo invernal aún se deslizaban por él. Después de
escuchar esto seis o siete veces, Beck empezó a gritar a sus informantes: — iEsperar a Viena y decirlo al propio maestro Strauss! En varias ocasiones llevó Florian consigo a tres o cuatro artistas a la Wurstküche de orillas del río, famosa por sus salchichas y cerveza. Tuvo que hacer varias visitas, llevando sólo a unos pocos invitados cada vez, porque el restaurante era tan minúsculo y estaba siempre lleno de gente de la localidad. Cada vez, antes de entrar, Florian llamaba la atención de sus invitados hacia la fecha esculpida a cincel en la pared de piedra del pequeño edificio: 1320. — Que me cuelguen —dijo Fitzfarris—. En América veneramos cualquier cosa que se remonte a la época de George Washington, pero este lugar daba de comer a gente cuando Dante, y Robert Bruce y Marco Polo aún estaban vivos. — Y apuesto algo a que se asfixiaban con este mismo humo —comentó Mullenax cuando entraron. La habitación, cubierta por una costra de hollín, tenía los hogares para guisar en un lado, toscas mesas de tijera en el otro y bajo las vigas flotaba un humo gris, grasiento, denso y aromático que obligaba a los clientes a agacharse para ver debajo de él—. iPero por Dios que la vianda no tiene rival! —añadió Mullenax cuando hubo probado el Weisswurst y la Sauerkohl y sorbido la Bischofsbrdu de color ámbar. Zanni se procuró los gansos blancos, ocho de ellos, y Stitches les confeccionó pequeños arneses. Zanni llevó los gansos y el barreño al pequeño estanque del centro del DórnbergGarten y empezó los ensayos. Después de sufrir una dolorosa cantidad de picaduras y pellizcos, los enganchó a todos al barreño con correas de diversa longitud y luego, empuñando el pesado látigo de Mullenax, se dobló y metió con considerable esfuerzo dentro del recipiente de madera. Tuvo que hacer restallar durante un buen rato el largo látigo para que los gansos se acostumbraran a ir todos en la misma dirección. Incluso entonces, algunos nadaban bien mientras otros batían las alas e intentaban remontar el vuelo, pero el resultado general era que el barreño avanzaba lentamente por el agua en la dirección indicada por Zanni, y los observadores aplaudían desde el borde del estanque. —Lo haremos mejor en el río, con ayuda de la corriente —dijo Zanni—. Y esta confusión, algunas aves nadando mientras otras tratan de volar, bueno, sólo hace que incrementar el efecto cómico deseado. El Sábado Santo llegó soleado y sin viento, con la promesa de que el Domingo de Pascua sería igual de clemente. Y los ojos de Paprika brillaban tanto como el día cuando dijo en voz baja a Domingo: —Mañana, después del descenso del Saratoga, todos se irán al hotel para pasar la fiesta, así que tú y yo tendremos el remolque para nosotras solas.
—Sí —murmuró Domingo, devolviendo la sonrisa de Paprika con tanto atrevimiento que ésta exhaló un suspiro de dicha. Pero entonces Domingo fue en busca de su hermana y le preguntó: —¿Te gustaría elevarte mañana en mi lugar? Lunes parpadeó y sonrió, pero en seguida dijo con suspicacia: —Tú no renuncias a ese viaje por amor fraternal. ¿Qué va a costarme? —Nada. Ganarás algo —contestó Domingo—. Otra especie de amor fraternal. Y se lo explicó tan bien como pudo, basándose en lo que había oído decir. Lunes pareció sorprendida, pero no muy escandalizada. Después de pensar brevemente en la perspectiva, se encogió de hombros con indiferencia. — No parece tan dificil de aceptar. Y quizá aprenderé algunos trucos para atraer a John Fitz. De todos modos, supongo que merece la pena, aunque sólo sea por el viaje en globo. — Y recuerda que no debes hablar —instó Domingo—. No digas una sola palabra en todo el rato, ocurra lo que ocurra. No nos distinguiría jamás, salvo por... bueno... —Ya sé, ya sé. No hablo de forma tan relamida como tú. Muy bien, cerraré el pico. A menos que me hayas mentido y que esta clase de diversión duela. Carl Beck cargó el generador temprano por la mañana de Pascua y a mediodía el Saratoga se erguía brillante, rojo y blanco, y gigantesco sobre sus amarras. A la misma hora dio la impresión de que todos los regenburgueses de cualquier edad, sexo y condición estaban al aire libre. Los más madrugadores se habían apiñado en el recinto del Florilegio y por todo el parque Dórnberg, donde gozaron de la reiterada versión de la banda de El bello Danubio azul, alternada con otras melodías inspiradas, mientras se ultimaban los preparativos del globo. El resto de la población se congregó en todos los demás espacios abiertos que permitían una vista despejada del cielo: los otros parques municipales, las plazas, el Steinernebrücke en toda su longitud y las islas Superiores e Inferiores a uno y otro lado del puente. Así pues, cuando la banda hizo una pausa, interrupiendo dramáticamente la música, y el globo se elevó, pareció impelido por el aliento de la ciudad misma, exhalado en el prolongado suspiro unánime de unas cuarenta mil gargantas. Entonces la banda atacó el vals del Danubio azul con más fuerza que nunca y la ciudad prorrumpió en vítores ensordecedores. Clover Lee, luciendo provocativas mallas de color carne y un leotardo de lentejuelas doradas de un amarillo tan brillante como su cabellera, y Zanni, con su ceñido disfraz de Arlequín, y el órgano de vapor en su
carro polícromo, despidiendo vapor pero silencioso, se hallaban en el embarcadero del transbordador, río arriba del centro de la ciudad. La équestrienne, el payaso y el profesor esperaron a que hiciera una media hora que el Saratoga estaba en el aire, a fin de dejarle acaparar la admiración de los regenburgueses mientras bajaba, subía y se movía hacia arriba y abajo del Danubio, entre la ciudad y los arrabales. Entonces Zanni, con ayuda de los empleados del transbordador, bajó por el terraplén de la orilla el barreño y los gansos, y los hombres le ayudaron a meterse dentro del barreño, mientras los gansos graznaban, batían las alas y movían las patas contra la corriente. Zanni desenrolló el látigo incongruentemente largo, le dio una fuerte sacudida, los empleados soltaron el recipiente y los gansos salieron disparados río abajo contra su voluntad, describiendo un impetuoso arco y remando con fuerza para no ser atropellados por el barreño. Con similar impetuosidad, el órgano de vapor atacó El bello Danubio azul lo bastante fuerte para que los espectadores de todo el parque lo oyeran por encima de la banda del circo. En el mismo momento Clover Lee puso a Burbujas a un medio galope y luego a paso largo y sentado para ir al mismo ritmo que Zanni. Los serviciales empleados del transbordador abrieron la jaula de palomas que ella les había dejado y las aves salieron volando como una explosión blanca que se disolvió en una nívea nube de aleteos detrás de la muchacha. Desde el embarcadero, el paseo se elevaba sobre el nivel del agua, por lo que Clover Lee perdió rápidamente de vista a Zanni. De todos modos, estaba demasiado ocupada para mirarlo, pues había iniciado sus posturas y pasos de ballet, ejercicios acrobáticos y saltos mortales. En el recinto del circo, los miembros de la banda dejaron de tocar, agradecidos, cuando el lejano órgano de vapor ahogó su música. Simultáneamente, Florian gritó —ahora tenía un decente megáfono de hojalata para ampliar su voz—: «Achtung, Herren und Damen!», dirigiendo sus miradas hacia el estrado donde esperaba una bonita y sonriente muchacha de color café con leche. Mientras discurseaba sobre magia, misterio y desaparición, Fitz se inclinó hacia el estrado, sosteniendo con negligencia un cigarro encendido. Domingo tuvo que contenerse para que su sonrisa no se convirtiera en una carcajada cuando vio a Paprika mirar, no hacia ella, sino con ojos extasiados hacia la góndola del cielo. Entonces Florian concluyó con un «Schau mal!», Fitz se movió con languidez, se oyó un /puf? de luz y humo, y se abrió el panel bajo los pies de Domingo. Aterrizó ésta levemente en el suelo y se agachó para qué el panel pudiera cerrarse de nuevo. Entonces se arrastró hasta la parte trasera de la tarima, que era hueca, y se escabulló bajo la pared lateral de la carpa. Corrió al remolque que compartía con las otras mujeres y se puso una bata de percal que
pertenecía a Lunes antes de reaparecer entre los artistas que estaban en el exterior. Entretanto, la multitud que llenaba el paseo a orillas del río había desviado la vista del globo rojo y blanco para contemplar el espectáculo blanco y oro de Clover Lee, que ejecutaba graciosas cabriolas mientras cabalgaba a la cabeza de su bandada de palomas. Y la gente apiñada en el puente de Piedra dirigió sus miradas hacia el cómico espectáculo de Zanni, empapado ya de las salpicaduras del río, que hacía ondear el desproporcionado látigo desde el interior del barreño, que se tambaleaba y daba cabezadas y guiños detrás de los gansos, todos ellos nadando con frenesí mientras se acercaban a los pilares del puente. Los espectadores del paseo y el puente tenían las bocas muy abiertas, pero sus vítores —o lo que podían estar gritando— eran inaudibles incluso para sus vecinos más inmediatos a causa del estruendo armado por el órgano de vapor. Zanni y sus gansos se deslizaron entre dos pilares del puente como palitos absorbidos por un desagüe. La gente que bordeaba el parapeto se asomó para verlos pasar por el otro lado. Clover Lee, que ahora también había pasado el puente, sólo seguía la rápida carrera de Zanni por los movimientos de las cabezas de los espectadores, que se levantaban lentamente para verle deslizarse hacia la isla Inferior, donde él había planeado detenerse. Así pues, Clover Lee hizo dar media vuelta a Burbujas, maniobra durante la cual las palomas se agruparon y chocaron entre sí, buscando espacio para posarse sobre su cabeza, hombros y brazos. Entonces Clover Lee regresó a trote lento por donde había venido —ahuyentando de nuevo a las palomas, que volvieron a formar una estela— y repitió los volteos sobre la grupa del caballo, con variaciones. Y así continuó, arriba y abajo del paseo, hasta que la sombra del globo pasó por encima de ella mientras descendía con suavidad y se bamboleaba para aterrizar en el recinto del circo. La ciudad estalló en vítores cuando el Saratoga descendió y desapareció de la vista de la mayoría de espectadores al sumergirse entre los tejados. La multitud que llenaba el DórnbergGarten continuó vitoreándolo mientras aterrizaba en su centro. Los peones lo esperaban para coger la cuerda lanzada por Rouleau y Paprika también estaba allí, alargando una mano cuando Lunes apareció de repente en la barquilla —arrancando a los curiosos exclamaciones de asombro y alegría— y ayudándola a bajar. La gente, entusiasmada, continuó aplaudiendo y pateando el suelo, pero Paprika murmuró: — No robes aplausos a Jules, kedvesem. Déjale recibir su parte. Toma, te he traído una capa. Debes de estar helada. Y la envolvió en ella y la condujo hasta su remolque, mientras Jules se pavoneaba, orgulloso, bajo las incesantes aclamaciones del público.
— 0 jaj, qué fría estás —dijo Paprika cuando Lunes se quitó la capa en el remolque—. Tienes toda la carne de gallina, cuando siempre es satinada. Pero ya te devolveré el calor con un masaje. —Siguió hablando, como si estuviera mucho más nerviosa que la muchacha por lo que estaba a punto de suceder—. De prisa, quítate las mallas y acuéstate. Yo también me desnudaré. Los cuerpos desnudos calientan más que cualquier otra cosa... 0 jaj de szép! Exclamó estas palabras con un suspiro de admiración cuando Lunes se despojó de las mallas y después se quitó la única prenda que aún llevaba, el pequeño cachesexe. Paprika repitió una y otra vez 0 jaj de szép! mientras miraba fijamente con ojos muy abiertos y brillantes. Lunes se sentía un poco incómoda y tan pronto se tapaba con las manos como descubría nuevamente su cuerpo. Paprika se dio una palmada y dijo: 0 jaj de szép! significa «i Oh, qué hermosa!», pero no emplearé contigo palabras húngaras que no entiendes. Como sabes un poco de alemán, lo usaré sólo para los epítetos cariñosos, las intimidades, ja? Pero échate, échate, yo estaré en seguida a tu lado. Lunes se acostó lentamente sobre la colcha de la litera, desnuda, y clavó su mirada en la mujer, tal como Paprika había hecho con ella. Paprika continuó hablando sin parar mientras se desnudaba con dedos torpes y trémulos. —Recuerdo que hace mucho tiempo dijiste a mi antigua pareja que estabas avergonzada de tu... tu Flaumhaar, el vello rojizo que tienes entre las piernas. ¿Te acuerdas, Domingo? Le dijiste que parecía un montón de granos de pimienta. Y lo parece, lo parece, pero es encantador. No esconde nada, te deja los Schamlippen bellamente visibles. Vulnerables. Oh, queridísima Süsse, nunca debes avergonzarte de él. —Rió, temblorosa, y añadió—: Mira el mío y verás qué contraste. Lunes miró porque Paprika ya se había quitado todas las prendas inferiores y sólo llevaba la blusa, cuyos botones intentaba desabrochar. Lunes miró con curiosidad e interés genuinos, porque una de las reglas de Clover Lee en el remolque prohibía a las ocupantes desnudarse por completo delante de las demás. —¿Ves? Mi Flaumhaar rosado es lo único que se puede ver. Podría ser un cachesexe por lo poco que revela. Ah, pero dentro... Casi me da vergüenza admitirlo... pero mi pequeño Kitzler de color rubí se ha puesto tan tieso como el Stdnder de un hombre y sólo de mirarte. — Volvió a emitir una risa trémula, pero alegre—. Y tú también, Liebchen, ija, ja./, mírate los pechos. Tus delicados y oscuros Brustwarzen también se han puesto tiesos, y esto es de mirarme, nicht wahr? Lunes titubeó y luego asintió y tragó saliva ruidosamente.
—Somos muy parecidas, ¿lo ves? ¿Por qué has tardado tantísimo en descubrirlo? Ach, Testa condenada blusa! —Paprika se la quitó de un tirón, arrancando los botones y, respirando como si hubiese corrido, se echó al lado de Lunes, tan cerca como lo permitía la silueta de sus cuerpos desnudos—. i Oh, Domingo Süsse, qué bien nos haremos la una a la otra! Cogió la cara de Lunes entre sus dos manos temblorosas y abrió los labios de Lunes con la apasionada presión de los suyos. Clover Lee, llevando a las palomas enjauladas, cabalgó desde el desembarcadero del transbordador al DórnbergGarten dando un largo rodeo alrededor de la ciudad, pero aun así tuvo que ir despacio porque incluso las callejuelas estaban atestadas de gente que se dispersaba después del espectáculo para ir a su casa o a la iglesia o simplemente de paseo. Cuando llegó al circo dio las riendas de Burbujas a un peón y Florian le preguntó cómo había sido recibida su parte del espectáculo. —Mejor, imposible —contestó ella—. Todos los que no miraban a Zanni me miraban a mí. Todos los aplausos que podíamos desear, aunque no los oyéramos por culpa del órgano. —Supongo que el profesor tardará un rato en llegar hasta aquí con la máquina —observó Florian, mirando a la gente que aún quedaba en el parque—. ¿Y el signor Bonvecino? —El tardará todavía más, supongo, porque tendrá que cruzar la ciudad. Dijo que devolvería la libertad a los gansos después de su número, pero espero que recuerde traer nuestro barreño. —Bueno, no perderemos gran cosa si lo olvida. Ha sido un día magnífico. Ven con nosotros. Todos nos vamos al hotel a ponernos las mejores galas para una suntuosa cena pascual. —En general —decía Paprika—, uno de los pezones da a la mujer más placer que el otro. —Pellizcó tiernamente con las yemas de los dedos los dos pezones de Lunes y el cuerpo de la muchacha sufrió una sacudida—. Los besaré, lameré y chuparé uno detrás de otro para que sepamos cuál te gusta más. —Al cabo de unos momentos, durante los cuales Lunes se retorció emitiendo gritos ahogados, Paprika levantó la cabeza, sonrió maternalmente y dijo—: El izquierdo. Tiene una sensibilidad deliciosa, ja? —Lunes devolvió tímidamente la sonrisa y asintió—. Muy bien, ahora me haces lo mismo a mí, querida Domingo, y adivina, por mis reacciones, cuál me da más placer. Cuando Florian, con un frac nuevo, camisa fruncida y pantalones bien cortados, bajó de su habitación a los comedores que había reservado, miró a su alrededor y comentó a Jórg Pfeifer:
— Me pregunto dónde andará tu colega. Con lo atestadas que están todavía las calles, pensaba que vendría directamente al hotel. — Es probable que haya ido al circo a devolver los trastos. Es un hombre concienzudo. — Bueno —dijo Florian—, no hay prisa por sentarse a la mesa. Veo que algunos aún no han llegado: mademoiselle Paprika, Barnacle Bill, una de las chicas Simms... — Basta —jadeó Paprika sin aliento, interrumpiendo el largo beso experimental que se daban mutuamente—, basta de preliminares o me volveré loca. Toca aquí y verás lo tieso que se ha puesto mi Kitzler para saludarte. Pon la mano aquí, así. Ahh. Ahora ábrete ese lugar con los dedos, suavemente, como las alas de una mariposa. Ja. Y dentro... iah, sí, aquí! —Paprika se retorció de placer, pero consciente de que Lunes también vibraba—. Ah, te excita, ¿verdad?, sólo tocarme aquí. Pero, querida, tú te haces wichsen a ti misma, como ese potrillo de tu hermana. Deja que te lo haga yo mientras tú me lo haces a mí. Separa un poco las piernas. Ja, el tuyo está tan duro, jugoso y ávido como el mío. Hagámoslo juntas... ja, ja, así... Ach, Gott! Florian golpeó una jarra de vino con una cuchara hasta que atrajo la atención de los reunidos y anunció: —Todavía faltan algunos, pero no tiene sentido dejar que la comida se enfríe. Sentaos, damas y caballeros. Y, Dai, quizá podrías invocar la gracia pascual para esta mesa. Mientras el predicador lego Goesle obedecía, Florian fue al comedor contiguo donde cenaban los peones y llamó a Aleksandr Banat. —Jefe de personal, lamento interrumpir tu cena, pero necesito un mensajero de confianza. Banat, que masticaba un bocado de algo, asintió en seguida. —Aún han de llegar varios artistas, pero estoy preocupado sobre todo por Zanni. Al parecer nadie le ha visto desde que se fue al río. ¿Quieres correr al circo, Banat? El director ecuestre y su dama se han quedado en su remolque. Pregunta a Zachary si ha regresado Zanni. Si no ha aparecido, vuelve a decírmelo. —Du lieber Himrnel —jadeó Paprika—. Hemos alcanzado el Hóhepunkt media docena de veces y aún seguimos acostadas y juntas. Hagamos el Mundvógeln. ¿Sabes qué es el Mundvógeln? —Lunes negó con la cabeza, pero lentamente, porque sus cabellos despeinados chorreaban sudor—. Te lo enseñaré. —Paprika cambió de posición en la litera. Lunes se agitó convulsivamente a la primera sensación cálida y húmeda y gritó—. Abrázame las caderas —dijo Paprika con voz
ahogada— y apoya la cabeza entre mis muslos. Esto te enloquecerá, así que sujétame fuerte. Lunes continuó agitándose a sacudidas, y gritando, hasta que, al hundir la cara en el vello rosado de Paprika, descubrió espontáneamente un nuevo empleo para sus labios. A partir de aquel momento se agitaron y rodaron las dos, pero en silencio, porque todos los gritos de una se ahogaban dentro de la otra. Después de buscar por todo el recinto del circo, en la carpa y en el anexo e incluso en las barracas y tenderetes, Edge y Banat corrieron al patio trasero y abrieron todos los carromatos cerrados, llamando a las puertas de los remolques antes de abrirlas. En uno de ellos, la llamada de Edge obtuvo una respuesta sobresaltada. — Pokolt Ki a csuda? —¿Eres tú, Paprika? —gritó Edge en tono urgente—. ¿Está Zanni aquí dentro, por casualidad? Hubo un instante de silencio aturdido y luego algo parecido a dos risas, pero sólo contestó la voz de Paprika, muy enfadada: —iClaro que no! ¿Qué pregunta es ésta...? —Siento molestarte, pero es que Zanni no aparece. No ha ido a cenar. Paprika gritó algo más, pero Edge ya se alejaba. Banat dijo: —No está en los otros remolques, Pana Edge. No está en ninguna parte. — Corre a decirle a Florian que envíe a todos los hombres. Yo salgo ahora mismo hacia el río. No tardará mucho en oscurecer. — Supongo —murmuró Paprika, indolente— que deberíamos presentarnos en el comedor. Y supongo que deberíamos entrar por separado, para no provocar comentarios. Pero todavía no. Sigamos acostadas y descansemos un poco más. Hasta ahora sólo he hablado yo y dicho todas las palabras cariñosas, sin dejarte decir nada. Y te explicaré con franqueza la razón. Ha sido el nerviosismo, como si fuera una niña inocente y ésta fuese la primera vez. En cierto modo, lo ha sido. Antes siempre fue para mí como tomar un vaso de agua cuando se tiene sed. Esta es la primera vez que he sentido... ¿Sabes? Hace poco me dijo alguien que si alguna vez sentía amor... y yo me reí y contesté con una broma. No creía poder amar jamás. Pero ahora, contigo... ioh, Domingo, Domingo Süsse! Aun así, no debo declarar mis sentimientos tan abiertamente. Quizá tú no has hecho más que acceder y tal vez tardes algún tiempo en decidir si tú también... Bueno, en todo caso, ya hemos derribado la barrera. Puede haber muchas otras ocasiones, Domingo, querida... oportunidades para conocer todas nuestras partes secretas y saber dónde y cómo podemos hacerlo mejor a fin de darnos el máximo de placer. —Rió, feliz, y abrazó más fuerte a Lunes—. Pero ahora... lo que ya hemos hecho... no podría concebir nada más hermoso. Lunes se sobresaltó, levantó la cabeza y exclamó, aturdida:
— ¿Concebir? Miss Paprika, señorita, ¿quiere desir que una de nosotras ha hecho un bebe? Todo el cuerpo de Paprika se estremeció, como si las sábanas en desorden hubiesen producido una descarga eléctrica. Se apartó con violencia de Lunes y saltó de la litera; entonces se quedó de pie junto a ella, rígida, temblorosa, mirando fijamente a la muchacha. —No eres... —murmuró con la voz ahogada por el asombro y la furia—. No... —Usted no debía saberlo —dijo Lunes, contrita. — Isten Jézus! La cara de Paprika era del mismo color del pimentón húngaro. — Me cambié por ella. Para ir en globo. El rubor de Paprika se extendió hasta sus pechos y dijo con una voz baja y terrible: —Nunca en toda mi vida he sido tan insultada, tan humillada, tan rebajada. — Pero usted no lo sabía, miss Paprika; ¿por qué se enfada entonces? Domingo y yo somos mellisas, no hay ninguna diferensia en nuestros cuerpos. ¿No ha sido igual de divertido que si lo hubiera hecho con...? Paprika gruñó sin palabras y, como si Lunes fuera una intrusa que hubiera entrado de repente, agarró una almohada para cubrir su vientre liso y brillante y su húmedo vello rosado, y con la mano libre indicó violentamente a Lunes que se marchara. — Pero... miss Paprika —suplicó la muchacha—, ¿voy a tener un bebé por lo que hemos hecho? iEstúpida zorra negra! ¡Vete... quítate... de mi vista! Lunes se deslizó de la litera, tan lejos de Paprika como le fue posible, agarró el primer vestido que encontró, uno de su hermana, se lo puso por la cabeza a toda prisa, se calzó sin ponerse medias y salió disparada del remolque, abrochándose el vestido mientras corría. 5 Edge no se había alejado mucho del parque cuando Mullenax le salió al encuentro, y Edge le preguntó: —¿Vienes del hotel, Abner? ¿Ha aparecido por allí Zanni? —Oh... el hotel. La cena. Sabía que me olvidaba de algo —dijo Mullenax, arrastrando las palabras. Las tabernas locales no habían cerrado el día de fiesta—. ¿Buscas a Zanni? Diablos, ya debe de haber llegado a Viena, si es allí adonde va ese río. —¿Le has visto? ¿Dónde?
—Como ya he dicho, deslizándose río abajo. Le he visto desde el puente, con los patanes. Dondequiera que vaya ese payaso, llegará bastante mojado. Lo último que he visto de él ha sido en el agua dentro del barreño. Quería hacer reír a la gente y lo ha conseguido por cojones. Dime, ¿aún queda algo de esa maldita cena? Pero Edge ya se alejaba corriendo. Cuando salió de las callejuelas y desembocó en el viejo Wurstküche, en el extremo más cercano del puente de Piedra, torció a la derecha y bajó a toda prisa por el paseo, mirando ansiosamente hacia el agua. Pero agua fue todo lo que vio, con algunos trozos de hielo balanceándose todavía en la turbulencia marrón, y río abajo la densa maleza de la isla Inferior. Intentó detener a algunas de las personas que aún paseaban apaciblemente, pero sus escasas palabras de alemán y sus gesticulaciones sólo lograron que la gente se encogiera de hombros, murmurando disculpas. Siguió, pues, corriendo y observando hasta que hubo pasado de largo la isla y la otra margen del Danubio se oscureció en el crepúsculo. Si Zanni había llegado a aquella orilla estaba demasiado lejos para ser visto, así que Edge volvió sobre sus pasos y cuando ya estaba a medio camino del puente encontró a Florian, que le dijo: —Casi todos, hombres y mujeres, están buscando. He dejado a sir John apostado en el hotel para que nos mande un aviso en caso de que Zanni aparezca por allí. El Hacedor de Terremotos y el Turco Terrible se han descolgado del puente hasta aquella isla, para rastrillarla de punta a punta. —He intentado preguntar a los viandantes —dijo Edge—, pero sin suerte. —Yo también he preguntado. Algunos que habían visto su número dicen que le han gritado, advirtiéndole del peligro, considerándole temerario... o suicida. —Yo también le considero así, ahora que he visto de cerca ese río. Sólo hizo pruebas en un estanque tranquilo. Si lo hubiera intentado primero aquí, habría cambiado en seguida de opinión. —En gran parte es culpa mía —dijo Florian con voz grave—. Debí dedicarle más atención. Sentí cierto temor cuando le vi comprimirse tanto para meterse en el barreño... —Y Maggie presintió algo sobre aves. Pero blancas y azules. — ¿Qué? — No importa. Volvamos al puente y veamos si Obie y Shadid han encontrado alguna pista. Mientras caminaban, Florian dijo: — Fünfünf es el más afectado, así que para darle algo en que ocuparse le he mandado a informar a la Polizei. Tienen una patrulla fluvial... una lancha de vapor y buenas linternas por si es necesario buscar a alguien de noche.
Cuando llegaron al puente se apresuraron a ir hasta la mitad porque vieron a Yount y al turco trepar laboriosamente por uno de los altos pilares centrales, llevando algo de la isla al parapeto, donde se habían congregado varios miembros de la compañía y un grupo de ciudadanos. — Esto es todo lo que hemos encontrado —dijo Yount, jadeando. Tanto él como Shadid estaban rebozados de lodo hasta la cintura y con rasguños por todas partes. Habían encontrado el barreño de madera, pero todos los listones estaban medio sueltos—. Las perspectivas no son buenas para Zanni, director. Sólo había tres gansos enganchados a este trasto, y muertos. Casi sin plumas, además. Una corriente que puede ahogar a un animal tan fuerte como un ganso no ha de resultar nada fácil para un hombre. Todos guardaron silencio un minuto. Luego Edge preguntó a Florian: — ¿Debo avisar que permaneceremos cerrados mañana? — No, no —respondió Florian—. Vivo, herido o muerto, Zanni no querría esto. La noticia se difundirá por la ciudad, pero no podemos permitir que la gente nos compadezca. No, avisa a la compañía que todos deben esforzarse por parecer lo más alegres posible. Que se preparen para trabajar lo mejor que sepan... y quizá también durante más tiempo, para compensar la falta de Zanni si mañana aún no ha aparecido. — ¿Has visto a Zanni, niña? —preguntó Fitzfarris, levantándose de un salto del sillón del vestíbulo del hotel cuando Lunes entró por la puerta principal con el vestido mal abrochado y el cabello hecho una maraña. — No —contestó ella con voz átona—. Otra persona también le buscaba hace un rato. ¿Se ha perdido? Yo busco a mi hermana. —Sí, se ha perdido. Y Lunes está con los demás, buscándole... —i Yo soy Lunes, maldito seas, John Fitz! —casi gritó la muchacha, y algunas cabezas se volvieron en el vestíbulo. —Pues disculpadme las dos, coño. Pero llevas el vestido de Domingo, a menos que también me equivoque en esto. Y no te lo has abrochado bien. Niña, parece que te hayan arrastrado hacia atrás por un agujero de nudo. ¿Qué has hecho? —i Oh, John Fitz —gimió ella—, tengo mucho miedo de estar esperando un bebé! Varias personas y los recepcionistas se levantaron y asomaron a las columnas para ver mejor. —Eh, vamos... —dijo Fitzfarris, avergonzado, echando una ojeada a los espectadores—. Procura no tenerlo aquí. Vamos arriba. —iNo te importa! —gimió ella con voz todavía más alta y, rompiendo a llorar, se abalanzó sobre él y le agarró por la pechera de la camisa.
—Eh, vamos —repitió Fitz, dándole palmaditas en la espalda y sonriendo, muy azorado, a la gente que los miraba—. Niña, te doy las gracias; has puesto por los suelos mi reputación en Regensburg. Vamos. Te ayudaré a subir a tu habitación. Ella empezó a lloriquear mientras Fitz la sostenía por las escaleras y preguntaba, solícito: — ¿Quién.... quiero decir, qué te hace pensar que estás embarazada? Lunes hipó y dijo: —No estoy segura del porqué, pero, ¿no significa lo mismo que «concebir»? — Sí. Pero ¿no estás segura del porque? Bueno, he oído decir que esto ya pasó una vez. Sólo espero que el Espíritu Santo no dejó a la Virgen María con un aspecto tan poco pulcro... —iYa no soy virgen! —gimió ella. Una camarera se arrimó a la barandilla de la escalera para dejarlos pasar, mirando con severidad a Fitzfarris. —Dios mío —murmuró él. Cuando llegaron al piso superior, preguntó a Lunes por dónde se iba a su habitación, la condujo hasta allí y la llevó hasta la cama—. Descálzate y acuéstate. —Ella se echó, se tapó los ojos con un brazo y continuó sollozando—. ¿No estarías más cómoda si te abrocharas bien el vestido? Sin mirar, ella usó la mano libre para obedecer y murmuró: —¿Qué ha ocurrido? —Dímelo tú. —Quiero decir a él. ¿Qué le ha ocurrido a Zanni? —Siento decir que no ha vuelto de su paseo por el río. Tememos que se haya ahogado. Pero no te preocupes por eso ahora; creo que tienes problemas propios. ¿Ha abusado alguien de ti, Lunes? Ella respiró fuerte por la nariz y contestó: —Sí. —.¿Un desconocido? ¿Uno de tus peces gordos de las sillas? ¿O alguien del espectáculo? — Del espectáculo —respondió con voz más baja. —Maldita sea. En este caso creo que prefiero no saber quién... Ella apartó el brazo para poder mirarle y preguntó, con voz menos baja: —¿Estás celoso? — Bueno, más preocupado que cel... Lunes volvió a taparse los ojos con el brazo y gimió: —iNo te importa nada! —Y volvió a sollozar. — Muy bien, muy bien, estoy celoso, estoy celoso. Y creo que será mejor que me digas quién ha sido para que pueda... Supongo que habrá que hacer algo. Ella volvió a mirarle.
— Está bien. Fue... fue él. Zanni. Fitzfarris la miró larga y fijamente. —Vamos, niña. La verdad. — Ha sido él. Por eso he preguntado qué le ha ocurrido. —Acabas de llegar al hotel. Zanni se fue antes de mediodía. — Ocurrió antes de que se fuera. He estado acostada, llorando, todas estas horas. Pero ya lo había hecho muchas veces antes. — Escucha, Lunes, es muy cómodo acusar a alguien que quizá no pueda negarlo nunca, pero también es una ruindad. Si quieres proteger al verdadero culpable, yo me lavo las manos de... — Ha sido él. ¿No te ha extrañado nunca que Quincy fuese incluido en el número de payasos con los payasos de verdad? Yo pedí a Zanni que diese una oportunidad a mi hermano y él dijo que muy bien, que lo haría si yo... si yo... y me lo ha estado haciendo desde entonces. — Hijo de puta —murmuró Fitz, pero todavía dudando—. Zanni ha sido siempre un tipo educado. ¿Estás segura de que no has soñado todo esto, niña? — Puedo demostrártelo —declaró Lunes. Llevaba todo el vestido desabrochado y ahora abrió las dos mitades para que él pudiera verla entera: la carne de color café con leche, los pezones marrones, el vello como granos de pimienta negra y las escamas blancas y secas adheridas al vello. Abajo Florian dijo a los artistas y ayudantes que habían vuelto con él al hotel: —Bueno, ignoro adónde habrá ido sir John, pero el portero dice que Zanni no ha venido. En cualquier caso, le he dicho que envíe al comedor a todos los que vayan llegando. Como nuestra cena ha sido interrumpida tan trágicamente, será mejor que todos comamos un bocado para alimentarnos. —Yo no tengo mucho apetito —dijo Edge— y quiero volver al lado de Autumn. —Yo tampoco tengo hambre —terció Yount—, pero no me vendría mal un trago de algo fuerte y creo que al Terrible tampoco. Los dos estamos helados y doloridos. Así que Edge se marchó, otros entraron en el comedor y lo mismo hicieron los que fueron llegando al hotel después de sus infructuosas búsquedas. —Pequeña embustera —dijo Fitzfarris, apartándose de Lunes y enseñándole la mancha roja de la sábana—. Conque abusaron de ti, ¿eh? Tenías miedo de estar embarazada, ¿eh? Bueno, ahora sí que puedes tenerlo.
Ella no parecía preocupada en absoluto, sino que sonreía, satisfecha y triunfante. Sin embargo, intentó adoptar una expresión solemne cuando dijo: —Nunca lo hicimos de este modo, sino lo que miss... lo que el señor Zanni llamaba lamida. ¿Conoces esta manera? —Nunca aprendí mucho italiano —contestó él secamente. Ella dijo, titubeando un poco: —Bueno, supongo que también funcionaría contigo... —¿Es que Zanni estaba hecho de otro modo? —inquirió Fitz, escéptico. —Pues, no. No. Es sólo que... bueno, déjame intentarlo... Cambió de posición en la cama y, al cabo de un momento, Fitzfarris murmuró, maravillado: «Que me jodan si...» Un rato después, cuando ya respiraba normalmente, preguntó: —¿Pensabas de verdad que podías quedarte embarazada haciendo esto? ¿No os explicó nunca vuestra madre cómo se hacen los niños? —Sí... Supongo que mami nos explicó todo lo que sabía. Pero es seguro que ninguna mujer de Virginia ha oído hablar jamás de una lamida. Yo no, hasta que... ¿así que cómo iba a saber la diferencia? No era mi intención decirte una mentira. —Bueno, una cosa es segura. Ya no puedo seguir llamándote niña. —No. Soy una mujer. Tu mujer, ahora. —¿Estás convencida de querer serlo? Es evidente que no soy mejor que Zanni. Dejarte... —Pero tú eres mi hombre. Haga lo que haga contigo, es porque lo quiero. ¿Podríamos ser desde ahora una pareja de verdad, tú y yo? ¿Abiertamente, como el coronel Zack y miss Autumn? ¿Aunque sea una negra? —Si vuelves a llamarte eso, te abofetearé como un marido de verdad. — Suspiró, pero nada descontento—. Nunca pensé en echarme una novia niña. Pero no lo ocultaré, como Zanni. Sí, Lunes, desde ahora... —Ella chilló y le abrazó—. Será mejor que des la noticia a tu hermana; yo lo diré a los otros. Significará algunos cambios de acomodación en los viajes. Ahora me vestiré y bajaré al vestíbulo. —De modo que ahora está en manos de la Strompolizei —dijo con resignación Florian. Una vez concluido el refrigerio, él y un grupo de hombres de la compañía ahogaban su tristeza en schnapps, cerveza y vino. Algunas mujeres también habían tomado una bebida fuerte, retirándose luego a sus habitaciones de hotel o remolques para pasar su pena a solas—. Ah, aquí llega sir John. Hombre, nos preocupaba un poco haberte perdido también a ti. —No, estaba... haciendo mi buena acción del día. Lunes Simms ha llegado extenuada y la he llevado a la cama. Pásame esa botella, ¿quieres, Maurice?
—Sí, como tú dices, Florian, el espectáculo debe continuar —dijo Rouleau—, el Saratoga está casi hinchado del todo. Bumbum sólo tendría que recargarlo un poco. Podríamos elevarlo de nuevo mañana. —Buena idea. Izar la bandera, por así decirlo. Fünfünf, ¿tienes algún número para remplazar el del espejo Lupino en un plazo tan breve? —Nada tan bueno, pero el Mayor Mínimo... —Pfeifer se volvió hacia el enano, cuya cabeza apenas llegaba a la mesa—. Podrías ocupar el lugar de Zanni en el falso pugilato con Alí Babá. — iNo permitiré que se burlen de mí! —replicó Mínimo. — iHarás lo que se te ordene! —exclamó Florian en el mismo tono— En este caso extremo no mimaremos tus preciosas pretensiones artísticas. Todos tenemos que improvisar sobre la marcha y esto te incluye a ti. Mínimo gruñó con rabia detrás de su copa, pero no protestó más. — Otra cosa, director —dijo Yount—. El Terrible y yo podemos prolongar nuestra lucha. Dejaremos la botavara formando ángulo con el poste central y su cuerda colgando de modo que podamos alcanzarla y entonces nos columpiaremos uno detrás de otro a través de la pista, como monos de la jungla, pateándonos con toda nuestra fuerza. — Bien, bien. Todo lo que alargue las actuaciones será una ayuda. Pero esa cuerda seguirá colgada allí cuando empiece tu número del trapecio, Maurice. ¿No te estorbará? — No lo creo —contestó LeVie—. Bien pensado, puede añadir gracia a mi número de Pete Jenkins. Cuando mi pignouf borracho se pelee con los peones, Paprika mirará desdeñosamente e incluso izará la escalera de cuerda. Entonces mi pignouf tendrá que trepar cómicamente por la otra cuerda para subir a la plataforma. — Bien, bien. —Si no tiene más instrucciones para mí, Efendi —dijo el turco—, voy a asearme. Esta noche tengo un rendezvous con una dama que ha admirado mi modo de trepar hasta el puente. —Sus labios y bigote sonrieron—. Y también debo ir a buscar dinero para invitarla. —Oye, Shadid —terció Fitzfarris—. Invitar a señoras tan a menudo como tú lo haces cuesta un dineral. Lo sé por experiencia. Si no quieres vaciar cada vez tu faltriquera, quizá te gustaría ganar cierta cantidad de dinero con gran facilidad. ¿Qué te parecería venderme tu remolque y tu caballo? —El turco pareció interesado y los otros hombres miraron con curiosidad a Fitzfarris—. Deduciría el precio de mi parte del remolque donde duermo y tú podrías compartirlo con Obie, Abner y Jules. — Hazme una oferta —contestó el turco—. Yo no necesito una casa para mí solo. ¿Hacedor de Terremotos? ¿Roulette? ¿No tenéis objeciones? — Ninguna —respondieron ambos y añadieron que el ausente Mullenax tampoco se opondría ya que en general estaba demasiado bo-
rracho cuando se acostaba para fijarse en los demás ocupantes del remolque. Así, Fitzfarris y Sarkioglu regatearon un poco, Fitz pagó el dinero y el turco se marchó a su cita. —Os diré por qué me traslado —dijo Fitz. —No es asunto nuestro —contestó Rouleau—. No es necesario que lo expliques. —Entonces es asunto suyo, Florian —dijo Fitz—. Como es una especie de tutor de las chicas Simms, quizá tenga que pedirle su bendición. Lunes y yo... —No digas nada más. La chica sueña contigo desde hace mucho tiempo. Si al final te ha atrapado, sólo me queda felicitaros a ambos y decir que esta noticia contribuye con mucho a alegrar un día muy triste. —Florian levantó la copa y ofreció a Fitz el brindis tradicional alemán—: Hoch soll'n Sie Leben, dreimal hoch! Y los otros hombres le imitaron, pero con comentarios menos dignos. —No me extraña que parecieras nostálgico cuando el Terrible se ha ido, Fitz —observó Yount—. Una mujer tuya te impedirá ir de juerga. —Bueno, brindo porque sea capaz de domarle —dijo Pfeifer—, aunque no apostaría por ello. —Ah, pero el amor, como la religión, puede acomodar toda clase de excentricidades —replicó LeVie. —Ach, Mumpitz —terció Beck—. Sir John siempre poder domesticarla con sus historias. —C'est vrai —dijo Rouleau—. La otra noche oí a Fitz recitar sus oraciones antes de acostarse. ¿Y sabéis qué? ¡Estaba mintiendo! Lunes aún seguía acostada, luciendo sólo una sonrisa beatífica, cuando Domingo entró en la habitación, se sentó junto a ella y dijo en tono cansado: —Han sucedido tantas cosas que me he olvidado de pensar en ti y en tu aventura. ¿Te han dicho lo de Zanni? —Sí... —dijo Lunes, soñadora, sin dejar de sonreír. —He recorrido las calles, practicando el alemán con todos cuantos me salían al paso, pero nadie sabe nada. —Domingo exhaló un largo suspiro—. Bueno. —Miró de reojo a su hermana desnuda y observó—: Por lo que parece, la aventura no ha sido intolerable. —iNo, señora! —exclamó Lunes con énfasis. Se incorporó, se abrazó las rodillas y sonrió de modo aún más radiante—. Todos los momentos de este día han sido maravillosos. Y debo agradecértelo a ti. Domingo contestó, un poco incómoda: —Bueno, sólo he venido a asegurarme de que estabas bien. Y así es, por las trazas. ¿No quieres bajar a comer algo? Lunes se echó a reír.
—Hermana Domingo, no te creerías lo llena que estoy. Y todo lo que he aprendido durante el día. —Vaya. ¿De ella? Espero que no te hayas convertido en lo que ella es. —iNi hablar! Me dijiste la verdad y te lo agradezco. Me ha dado John Fitz. ¿Qué te parece? —¿Que te ha dado a John Fitz? —preguntó Domingo, perpleja. —Todo lo que he aprendido. Cosas que podría darte al señor Zack. Escucha. Y Lunes contó con fruición todo lo que había ocurrido desde que bajara de la góndola del globo. Los ojos de Domingo se fueron agrandando de asombro a medida que se desarrollaba el relato. Sólo interrumpió una vez: — De modo que has descubierto el juego. — Lo siento, hermana. De verdad que quería guardar silencio. —No importa. Tarde o temprano lo habría sabido. Supongo que le dio un ataque al saberlo. —Y vaya ataque. Bueno, pues cuando pude escabullirme... —Y la historia continuó y los ojos de Domingo se agrandaron todavía más. Al día siguiente aún no había señales de Zanni Bonvecino y ninguna noticia de la policía fluvial. La mayoría de artistas estaban frenéticamente ocupados ensayando nuevos números para prolongar sus actuaciones, y Beck y sus peones bombeaban más gas en el Saratoga y el recinto del circo se llenó, mucho antes de mediodía, de patanes ansiosos por adquirir entradas para la función de las dos. Era evidente que toda la ciudad estaba enterada de la presunta tragedia del circo y por lo visto había acudido en masa para ver cómo la sobrellevaba el circo. La continua actividad de los artistas y sus esfuerzos por mostrar caras sonrientes a la multitud los impidieron fijarse en la única cara seria, tan implacablemente furiosa que nada volvería a hacerla sonreír. Hubo un lleno impresionante, claro, y la gente que consiguió entrar no pareció encontrar ninguna laguna en la representación. Quizą sus aplausos fueron más vigorosos después de cada número, por simpatía además de admiración. Todo fue bien en el espectáculo hasta la última actuación de la primera mitad. Paprika no había mirado ni hablado a Domingo en todo el día —ambas habían procurado no coincidir en el furgón vestidor cuando fueron a ponerse las mallas azules— y Domingo prefería el silencio de Paprika que su cólera húngara. Tampoco se hablaron cuando estuvieron en la plataforma y Domingo hizo oscilar o enganchó las barras del trapecio para que Paprika ejecutara su solo al son de Sólo hay una chica, tocada por la banda. Entonces, cuando Paprika saludaba y la banda tocaba El holandés errante, surgió de entre el público el borracho Pete Jenkins, que entre
murmullos expectantes trepó hasta el trapecio y se reveló como Maurice al convertirse en un relámpago azul. Después de su deslumbrante solo, él y Paprika ejecutaron su dúo a los acordes del Bal de Vienne y Domingo continuó manejando las barras de acuerdo con las órdenes de Houp lá! La atención del público se desvió bruscamente de su actuación por culpa de una inoportuna actividad en la puerta principal de la carpa. Habían entrado varios policías uniformados y Banat trataba de cerrarles el paso porque no tenían entradas, cuando Florian se apresuró a acercarse para intervenir. Al cabo de un momento, hizo una seña a Edge para que abandonara su lugar en la pista y se reuniera con ellos. El público siguió tan absorto estos movimientos —sabiendo que estaban relacionados con la tragedia de la víspera— que pocos vieron lo que ocurrió entonces arriba en el trapecio. Era el momento de la breve participación de Domingo en el número. Paprika se balanceó hacia la plataforma con las manos extendidas, colgada del trapecio por las rodillas. Domingo alargó las manos y saltó, ambas se agarraron por las muñecas, Domingo describió un arco y, justo al final de este arco, Paprika sonrió a Domingo y le soltó las muñecas. La muchacha tuvo la fuerza suficiente para seguir agarrada durante una fracción de segundo, pero no bastó para ganar la altura y el impulso necesarios para llegar hasta Maurice, que se acercaba en el trapecio. Las manos de Domingo se soltaron y ella voló, pasando lo bastante cerca por debajo de Maurice para ver la horrorizada expresión de su rostro. Florian estaba diciendo a Edge: —La Polizei ha encontrado un cuerpo deslizándose río abajo y lo ha traído a Regensburg. Dicen que está empapado, hinchado y mordido por los peces. Podría ser otra persona. Quieren que los dos, como máximas autoridades del circo, vayamos inmediatamente para ver si podemos identificarlo. Sólo la mitad del millar largo de espectadores miraba hacia la cúpula y sólo unos cuantos exhalaron un grito ahogado al comprender que el vuelo libre de Domingo no era intencionado, que había sido lanzada a una caída vertiginosa contra las graderías superiores. Pero el jefe de orquesta Beck sí estaba observando, como siempre, para que la música siguiese el ritmo de la actuación. Casi antes de que terminara el breve vuelo de Domingo ya había ordenado a la banda con la batuta que se interrumpiera y entonara la Marcha nupcial de Mendelssohn a un ritmo de trepidante urgencia. —¿Por qué tanta maldita prisa? —decía Florian a Edge—. Di a la policía que frene su condenada eficiencia y espere. Diles que falta muy poco para el intermedio... i Dios mío!
Al oír la música del desastre, él y Florian se volvieron a mirar. Todo el público gritaba ahora con espanto e incredulidad. Domingo aún estaba en el aire y su cuerpo se retorcía violentamente. A media caída había agarrado la cuerda que habían dejado colgando para el número de los hombres forzudos, asiéndose a ella con tal fuerza que tanto la cuerda como la botavara vibraban y el extremo de la primera restallaba como un látigo sobre las cabezas de los espectadores más cercanos... pero Domingo estaba bien agarrada. Maurice se había posado en la plataforma y descolgado la escalera de cuerda y ahora bajaba por ella a gran velocidad. Paprika continuaba colgada de su trapecio por las rodillas, balanceándose plácidamente, observando, y nadie podía ver la expresión de su rostro. —Aves... azules... —dijo Edge para sus adentros mientras corría al lado de Florian. Maurice llegó al peldaño de la escalera que estaba al mismo nivel de Domingo y, aunque ésta seguía oscilando, logró alargar la mano, coger la cuerda y detener su movimiento. Entonces ayudó a Domingo a poner una pierna temblorosa, y luego la otra, en los peldaños de la escalera y por último a asirla con ambas manos. Con Maurice muy cerca de ella, Domingo descendió débilmente y sus piernas casi se doblaron cuando tocó el suelo de la pista. Florian y Edge la esperaban allí... y también la policía. Domingo señaló a Paprika, pero tuvo que jadear y sollozar durante un minuto antes de poder pronunciar las palabras: —Ha intentado matarme. Me ha soltado deliberadamente. El público no oyó estas palabras y los policías no las comprendieron, pero todos los rostros de la carpa siguieron el brazo de Domingo y fijaron en Paprika miradas acusatorias. Allí arriba, Paprika arqueó ahora el cuerpo y osciló en arcos cada vez más altos y más rápidos... mientras, de modo incongruente, la banda tocaba la Marcha nupcial al unísono con sus movimientos. Y de pronto, en el punto más alto de un arco, Paprika estiró las piernas dobladas y se lanzó al espacio en un salto de ángel. Su parábola la mantuvo en el aire sólo un momento, entonces fue a dar contra la parte cóncava del techo de la carpa —con un !plaf! audible por encima de la música de la banda— y allí cambió brevemente de ángel a estrella azul, suspendida y centelleante, con piernas y brazos extendidos. Pero la lona la hizo rebotar hacia dentro y cayó en otra parábola hasta estrellarse cuan larga era contra el bordillo de la pista con otro ruido audible... éste de estremecedora irrevocabilidad. Florian se colocó al instante en el centro de la pista con el megáfono y Beck se apresuró a dirigir a la banda para que tocase el himno de la salida. Mientras Yount y el turco corrían a levantar a Paprika y fingían ayudarla a «andar» hacia la puerta trasera, Florian gritaba a la multitud que acababan de presenciar una escena temeraria especialmente
preparada, que no había ocurrido ninguna desgracia, que todo formaba parte del espectáculo. Hizo una seña urgente a Domingo, y LeVie y Edge la sostuvieron mientras ella conseguía sonreír e incluso levantar los brazos trémulos en forma de V. Ahora Florian gritó que había llegado el intermedio, el momento de ir todos a divertirse a la avenida y que la compañía entera volvería después, sana y salva, con la segunda y emocionante parte del programa. A la mañana siguiente Regensburg contempló un espectáculo nunca visto, comparable a las dos ascensiones del globo: un funeral circense, y por partida doble, además. Precedidos por el carruaje negro de Florian y el humeante pero silencioso órgano de vapor, varios carromatos del circo, cubiertos con crespones negros, llevaban a toda la compañía. La carreta del globo, cubierta con un paño mortuorio, portaba los ataúdes de Zanni y Paprika. Los músicos, en su furgón, tocaban el tema de la Sonata fúnebre de Chopin y la comitiva se trasladó, al son lento de esta marcha, del DórnbergGarten al KatholikFriedhof. Aunque las autoridades municipales aún querían formular muchas preguntas, y rellenar innumerables cuestionarios, relativos a las «irregularidades» de los dos días precedentes, no hubo ningún problema para que los cuerpos tuvieran un entierro público y digno. Florian se limitó a enseñar sus salvoconductos para atestiguar que tanto Giorgio Bonvecino como Cécile Makkai eran católicos romanos, y las autoridades eclesiásticas concedieron graciosamente el permiso. No obstante, el sacerdote oficiante se mostró inquieto durante la ceremonia, alzando con frecuencia la mirada de su misal para echar ojeadas a la variopinta concurrencia agrupada alrededor de él y de sus acólitos. Además de los músicos uniformados y de los peones con monos de dril y de lona, Pater Frederick contó a tres inconfundibles orientales, dos negros, dos albinos, un enano, una persona de sexo indeterminado, con capa y capucha, un gigante con una piel de leopardo y otro con un exiguo taparrabos, un hombre con la cara blanca como la de cualquier cadáver del cementerio y otro con media cara azul, un hombre vestido de ante, con muchos flecos, y cinco mujeres jóvenes muy poco solemnes en su semidesnudez. Pater Frederick sólo pudo aprobar a dos hombres —Florian y Goesle— respetablemente ataviados y sólo a una mujer —Autumn—, que llevaba un vestido decente y un velo. Después del servicio, las oraciones, los numerosos signos de la cruz, varias aspersiones de agua bendita y humo de incienso y de echar puñados de tierra sobre las dos tumbas, Florian pronunció las últimas palabras sobre ellas, una vez más en plural y en latín: «Bailaron. Causaron placer. Han muerto.» Entonces, a una señal de Florian, el decoro imperante fue roto, destrozado y abolido, y las vestiduras del
Pater Frederick casi reducidas a harapos por el estallido ensordecedor del órgano al tocar Auld Lang Syne (1). 6 El Florilegio y su abigarrada cola de vehículos de las barracas siguieron el Danubio río abajo, nuevamente hacia Austria, deteniéndose a actuar durante una o dos semanas en las ciudades más grandes del recorrido. Domingo sólo había necesitado breves ensayos para ocupar el lugar de Paprika como pareja de Maurice y hacerlo de manera exquisita. Ahora que ella y Lunes eran estrellas, Florian les concedió nomsdethéátre. Para el número del trapecio, Domingo se convirtió en Mademoiselle Butterfly, y Lunes, como el deshollinador funámbulo, se llamó, naturalmente, Cenicienta. (En el patio trasero, a Lunes le gustaba que la llamaran señora Fitzfarris, aunque esta unión aún no estaba dotada de un certificado de matrimonio.) El Mayor Mínimo continuó en el número de comedia pugilística con Alí Babá, aunque aún gruñía e incluso intentaba golpear en serio al chico durante la representación. Los nuevos públicos del circo no parecían notar ninguna deficiencia en el programa, pero Florian sí, y ansiaba descubrir artistas nuevos. Por el camino entre las ciudades, los viajeros encontraban ahora el paisaje bávaro exuberante en extremo. Autumn, sobre todo, no se cansaba de mirarlo. Allí, como en Italia, los campos de cereales y hortalizas se alternaban con campos de colza amarilla y brillante que, según dijo Jórg Pfeifer, aquí se llamaba Rys. Pero los granjeros bávaros no cultivaban la tierra como los italianos, con un tosco arado tirado por un caballo, mula o buey, sino que usaban maquinaria moderna. Toda la compañía del circo se detuvo a mirar, con extrañeza y admiración, la primera vez que vieron un campo labrado de este modo. A ambos lados de la extensión de terreno sin cultivar había un inmenso tractor de vapor con ruedas muy altas. Los dos tractores despedían vapor y humo como el órgano del circo y hacían casi tanto ruido, aunque nada musical. De un cable tendido entre ambos tractores dependía un arado excesivamente grande y pesado para que un hombre pudiera manejarlo; el cable lo izaba y trasladaba de un extremo a otro del campo. Los conductores de los tractores movían sus vehículos medio metro cada vez que el arado terminaba un largo surco, con objeto de empezar otro perfectamente paralelo. —iMirad eso! —exclamó Mullenax, el más impresionado de los que miraban porque en el pasado él también había sido granjero—. Ni un solo animal para hacer este trabajo. ¿Cómo puede permitirse un vulgar granjero el lujo de semejante maquinaria?
—No es propiedad del granjero —explicó Pfeifer—. Los tractoristas son empresarios que viajan de granja en granja y alquilan sus servicios. Otra novedad observada por los viajeros se veía sobre todo en las ciudades o, mejor dicho, en las afueras de las ciudades; todos los muladares rebosaban de rollos y aros de alambre que, vistos de cerca, resultaron ser miriñaques para vestidos femeninos. Y fue Domingo Simms la que pudo explicar esta curiosidad, porque leía asiduamente los periódicos para mejorar su alemán y siempre traducía las notas de sociedad a Clover Lee, a quien gustaba estar al corriente de las andanzas de condes, duques y demás miembros de la nobleza. —Las mujeres elegantes de toda Europa están desechando el miriñaque —dijo Domingo—. No sé por qué, pero las faldas amplias han pasado súbitamente de moda. Observad a las, mujeres que pasean por la calle; todas llevan faldas planas por delante y sólo usan una especie de medio aro para hacer lo que llaman una crinolette, una cola ancha que arrastra por detrás. Algunos informes periodísticos eran más interesantes para los miembros mayores de la compañía, como cuando apareció la noticia del Ausgleich. Este compromiso político, después de años de agitación independentista en Hungría, había dado por fin a dicho país cierto grado de autonomía del imperio austríaco. Según los términos del Ausgleich, Francisco José y Elisabeth seguirían siendo emperadores de Austria, pero ahora los coronarían por segunda vez, como simples reyes de Hungría, y esta nación promulgaría y administraría en lo sucesivo sus propias leyes, tribunales y estatutos civiles. —Bueno, esto calmará los constantes conatos de rebelión en Hungría — comentó Florian— y Elisabeth estará especialmente complacida con el acuerdo. Así tendrá más excusas que nunca para vivir lejos de Francisco José y pasar la mayor parte del tiempo siendo reina en Budapest en lugar de emperatriz en Viena. Justo una semana más tarde la noticia de primera plana del Zeitung de Deggendorf fue que el tambaleante régimen mexicano apoyado por Francia se había desintegrado por completo y su emperador Maximiliano —hermano de Francisco José— había sido fusilado por un piquete de ejecución mexicano. Un recuadro de este artículo añadía que, para expresar su disgusto a Luis Napoleón porque había permitido que ocurriera semejante desgracia, Francisco José y Elisabeth serían los únicos monarcas europeos que no asistirían a la inauguración de la gran Feria Mundial de París. Y otra noticia que Domingo tradujo del periódico, aunque no tenía nada que ver con la realeza ni la nobleza ni siquiera con un hombre, excitó tanto a Clover Lee que corrió a ver a Florian y le pidió un día libre. —La gran Zoyara —le dijo, casi bailando— da una exhibición de equitación en Plattling, que sólo está a unos kilómetros en la otra orilla
del río. !Imagínese! Ella Zoyara, la más grande équestrienne de la época. Mi heroína desde que hice mi primer volteo a caballo. Por favor, Florian, ¿puedo ir a verla actuar? Sólo me perderé dos funciones y podría aprender toda clase de números nuevos que harían provechosa mi asistencia. Por favor, ¿puedo ir? Florian se atusó la barba. —Detesto perder a otra estrella de nuestro programa ya bastante disminuido, aunque sea temporalmente, pero no pudo decir que no. El hecho es que a mí también me gustaría hacer novillos para ver a esa magnífica amazona. Yo ya me había marchado a América cuando ella se hizo famosa con el Zirkus Renz. —Dicen que hace cosas que no ha intentado jamás ninguna otra amazona —dijo Clover Lee—. Salta sobre cinco banderas sostenidas horizontalmente. Da cincuenta volteretas seguidas a través de cincuenta aros de papel... —Sí —asintió Florian—. Si no estuviéramos tan bien surtidos de buenos jinetes y amazonas, quizá iría a hacer una oferta a la Zoyara. Pero la rechazaría. Debe de hacer una fortuna con sus giras en solitario. Muy bien, querida. Ensilla a Burbujas y ve, pero, cuidado, sólo por un día. Y cabalga con prudencia. Sin embargo, Clover Lee estuvo ausente tres días y Florian sufrió arrebatos alternos de ira y preocupación. Ya iba a enviar a alguien en su busca cuando la vio regresar a medianoche del tercer día, montando con indolencia y sonriendo misteriosamente. Florian y Edge empezaron a reprenderla en cuanto desmontó, pero ella continuó sonriendo y cuando callaron para recobrar el aliento, dijo: —Ya lo sé; he tardado más de la cuenta. Pero creo que cuando os explique el motivo estaréis de acuerdo en que merecía la pena. Ella Zoyara no es española, como dicen todos los carteles. Ella Zoyara es tan americana como yo. Su nombre es Ornar Kingsley Stokes, e incluso éste debe de ser falso. Me parece que es simplemente Homer Stokes. —¿Ornar? —preguntó Florian. —¿Homer? —inquirió Edge. Clover Lee asintió. —No es extraño que la gran Zoyara pueda montar como no lo hace ninguna mujer, y es porque ninguna mujer tiene la fuerza suficiente. En realidad es un hombre. El secreto está muy bien guardado; incluso viste ropa femenina por la calle y en la intimidad. Lleva el pelo largo, se afeita y empolva brazos y piernas, además de la cara... —Es inconcebible —dijo Florian—. Si nadie en toda Europa ha sospechado siquiera semejante engaño, ¿cómo has podido enterarte...? —Vamos, Florian —dijo Clover Lee con voz dulzona—, ¿cómo supone que me he enterado? —Los dos hombres se escandalizaron un poco ante un descaro tan manifiesto—. De todos modos, esta vez me han dado
más que una bolsa bordada y veinte scudi. Quizá mi virtud está subiendo de valor. —Cogió de la silla de Burbujas un paquete envuelto en papel, grande pero a todas luces ligero—. En cuanto Maggie me haya hecho un pequeño trabajo de costurera, os enseñaré qué me ha dado y enseñado Homer Stokes. Ya tenía el nuevo número listo para añadir a su actuación cuando el Florilegio llegó a la última ciudad de Baviera donde Willi había reservado un terreno —Passau, en la frontera austríaca—, y el número fue recibido con tan cálidos aplausos que Florian tuvo que admitir que su desobediencia había merecido la pena. Si bien no podía imitar las proezas de Ella Zoyara, que requerían músculos masculinos, podía empezar su actuación del mismo modo que la Zoyara. Indicó a Bumbum la música nueva que necesitaría —muy variada y de cambios muy rápidos— y a Florian cómo debía presentarla y qué debía decir después. Así, la tarde del debut del nuevo número, Florian anunció por el megáfono: «Die Nationen im Prozession!» La banda empezó con una marcha llena de brío y Clover Lee entró en la carpa a medio galope muy erguida sobre Burbujas, bailando un animado Schuhplattler y vestida con el dirndl y la cofia bávaras, y Florian anunció: «Beglücken Bayern!» El público aplaudió entusiasmado el saludo a su patria. Tras dar una vuelta a la pista, Clover Lee se quitó hábilmente el traje regional, pero debajo llevaba otro. Cuando Edge corrió a recoger las prendas desechadas, descubrió que estaban hechas con una seda tan fina que, aunque opacas, casi no hacían bulto. Clover Lee lucía ahora el disfraz siguiente: un pañuelo y una falda roja, blanca y verde de Colombina. La banda atacó un saltarello y ella lo bailó sobre la grupa de Burbujas y Florian gritó: «Innig Italien!» Después apareció llevando un gorro azul y un blusón de marinero y bailó una danza inglesa: «Blühend Britannien!» Luego una falda a cuadros y un peludo morral escocés y bailó un jging: «Schottland das Schóne!» A continuación lució un gorro pequeño y redondo y un traje de luces de torero y bailó un fandango: «Sonnig Spanien!» Y por último, debajo de todo, llevaba sólo sus mallas de color carne con lentejuelas doradas y sus propios cabellos rubios y —«Die amerikanische Artistin, Früulein Clover Lee!»— ejecutó entonces su rutina acostumbrada de pasos de ballet, posturas acrobáticas y saltos de ligas y guirnaldas. Desde la puerta trasera, un peón abrió la jaula para que sus palomas volaran tras ella y participaran en el número. Su rutina fue tan popular allí en Passau y en todas las plazas posteriores, que las mademoiselles Cinderella y Butterfly se molestaron un poco —y también se divirtieron— de que un mero embellecimiento hiciera de Clover Lee una estrella tan grande como lo eran ellas con sus arriesgadas y emocionantes actuaciones. Sin embargo, no surgió entre las chicas ningún sentimiento de rivalidad o envidia y Clover Lee no
permitió que Florian inventase para ella ningún nuevo y rimbombante «nombre de estrella». —Que Homer Stokes oculte su nombre vulgar, su sexo y su nacionalidad, si así lo desea —dijo—; yo estoy muy satisfecha de ser conocida como la americana Clover Lee. Por lo menos hasta que me case y tenga un título auténtico que añadir a mi nombre. Passau era un bullicioso centro comercial a causa de su situacion en la confluencia de los ríos Ilz, Inn y Danubio. Además era aquellos días sede de una feria comercial interurbana que casi doblaba su población normal. La compañía se entretuvo en sus horas libres paseando entre los pabellones que exhibían los últimos inventos, maquinaria, herramientas y productos, y recorriendo las calles llenas de diversiones: charlatanes de feria, mostradores de comida, tenderetes de figuras de cera, teatros de títeres, etc. A Florian le interesaba especialmente vagar por esas calles en busca de un nuevo talento y llevaba consigo a Edge. En un puesto destartalado cuyo propietario anunciaba sin gran entusiasmo su atracción en alemán, aunque en su bandera se leía otra lengua, Florian dijo: — Esto podría ser edificante. Edge miró la bandera, en la que las palabras más prominentes eran «FRISKENAL» y aventuró una traducción: — ¿Todos monstruos? — No, es el nombre de una chica: Miss Eel. Danesa, una klischnigg. Contorsionista. Compremos entradas y veamos qué hace. Era buena y se esforzaba mucho para serlo aunque su público no consistía en más de diez o doce curiosos con expresión aburrida. Era flexible y fluida como una verdadera anguila, pero incomparablemente más bonita y tenía curvas delicadas y miembros bien formados de los que carece la anguila, y lo que sabía hacer con ellos era al mismo tiempo admirable, asombroso y erótico. No obstante su atavío —lo que quedaba de él: un leotardo maloliente— estaba descolorido y remendado. Trabajaba sobre una plataforma de listones con el único acompañamiento de la lánguida flauta del director. Cuando el número acabó y la gente salió de la tienda, Florian se quedó para abordar a la chica y decirle: —Jeg vil gerne, Fróken Al. De bar noget bedre. Er De ledig? Con una mirada de desprecio, y en inglés, Miss Eel dijo: — Largo de aquí, caballero. Edge rió, lo cual la obligó a mirarle con más sorpresa que desprecio. — Bueno... ejem... —persistió Florian—. Al sugerirle «algo mejor», quizá he pecado de ambigüedad, pero... — Si aceptase una posición mejor sugerida por el primer mirón, tendría que saber muchas más contorsiones. ¿En qué posición me
querría usted? Hable con mi director. Por el dinero suficiente, el maldito alcahuete es capaz de hacerme volver del revés. —Por favor, Miss Eel, desista. No soy un mirón ni un voyeur, ni tampoco voyageur forain, como su... ejem... director. Soy el propietario del Floreciente Florilegio de Florian, un circo ambulante sumamente prestigioso. Le hago una oferta legítima de un empleo lucrativo. — iOh! —Pareció avergonzada y se disculpó—. Det gór rrmig ondt. He debido comprender, cuando me ha hablado en danés, que no era el sucio slet menneske habitual. — ¿Está bajo contrato o tiene libertad para negociar, Miss Eel? — Llámeme Agnete, Herr Florian. Me llamo Agnete Knudsdatter. Y puedo estar libre en tres minutos, si desea comprar la bandera. Es todo lo que el alcahuete posee de mí. —Le proporcionaremos una bandera mucho mejor. — Dos minutos, entonces. Tengo poco equipaje. Cuando Fróken Knudsdatter salió en la tienda en traje de calle iba seguida del director, que se golpeaba el pecho, balando e implorando en varias lenguas. Pero ella no le hizo ningún caso, ni tampoco Florian o Edge. Cargados con su exiguo equipaje —dos maletas gastadas—, la acompañaron al recinto del circo y al remolque ahora ocupado solamente por Clover Lee y Domingo Simms. —Estoy seguro de que a las otras chicas no les importará que comparta su vivienda —dijo Florian— hasta que pueda pagarse otra. Ahora venga conmigo a conocer a nuestra jefa de vestuario. Como es usted una de las pocas danesas de cabellos oscuros, creo que conservaremos el personaje de Miss Eel y la vestiremos con mallas oscuras y brillantes, como una anguila. En el espectáculo tenemos un chico negro que no es mal contorsionista. No tiene su talento, claro, pero como ya es del color de la anguila, quizá quiera usted actuar con él. Anguila y angula, por así decirlo. —Estoy a sus órdenes, Herr Florian —dijo Agnete, aturdida por el repentino cambio de su suerte. Durante otra incursión por las calles de la feria, Florian y Edge encontraron a tres artistas —dos hombres de mediana edad y una muchacha— que trabajaban literalmente en la calle, sin tienda, puesto, director ni bandera. Iban vestidos de payasos bastante andrajosos: la chica de camarera italiana y los hombres de zafios campesinos bávaros o austríacos. En aquel momento actuaban, ante una cantidad considerable de curiosos, en un número acrobático además de cómico. Los hombres sujetaban por los extremos un largo tallo de bambú que agitaban y movían arriba y abajo mientras la chica lo usaba como cuerda floja, casi tan hábilmente como Autumn Auburn o Lunes Simms, dejando que la lanzaran al aire donde daba volteretas y saltos mortales pero aterrizando siempre sobre el bambú.
—La barra libre —dijo Florian a Edge—. Son payasos cassecou. La variedad arriesgada y temeraria. Al cabo de un rato, el trío abandonó las acrobacias y el hombre mayor y la chica iniciaron un diálogo de agudezas en voz alta. El hombre era una figura zarrapastrosa, vestida con pantalones cortos de cuero pero sin calcetines, de modo que sus flacas pantorrillas estaban desnudas hasta las gastadas botas, y daba la impresión de estar lleno de lascivia impotente y envidiosa. Durante el coloquio, la chica sonrió tonta y tímidamente mientras dirigía miradas coquetas a todos los hombres de su alrededor. Florian tradujo la charla a Edge: —El bromea sobre la multitud de sus amantes y pretendientes y pregunta cómo puede manejarlos a todos. Ella responde: «Ah, señor, todos fluyen como el agua.» El la mira con lujuria y pregunta: «Y diga, Fráulein, ¿fluyen por la misma ruta?» La concurrencia reía de buena gana todas las bromas obscenas, tirando calderilla en el sombrero pasado por el otro hombre que, con una sonrisa de idiota en la cara, empujaba torpemente a los espectadores y de vez en cuando tropezaba con el bordillo de la acera y casi era atropellado por los vehículos que transitaban por la calle. —Estos payasos son con toda seguridad vieneses —dijo Florian—. Cuando lleguemos allí, Zachary, verás la mezcla de nacionalidades que hay en esa ciudad. Esta clase de trío de payasos es allí un número fijo. El anciano libertino es el Hanswurst (Juanito Salchicha), un cómico tradicional del folklore vienés. Emeraldina, la moza, atrae a la población italiana. El otro es el patán Kesperle, una figura cómica estándar entre los checos. La gente había empezado a dispersarse y Florian se acercó a los payasos y, en consideración a Edge, les habló primero en inglés. La chica —que vista de cerca era un poco gordinflona pero muy bonita— resultó ser la única de los tres que hablaba esta lengua. —De Viena somos, sí, ja. Sólo vinimos a trabajar en esta feria de Passau y en seguida volvemos a Viena. Trabajamos dondequiera que haya mucha gente. Soy Nella Cornella. El Hanswurst camorrista es Bernhard Notkin y el tonto de pueblo Kesperle es Ferdi Spenz. — Encantado de conocerlos. Soy el propietario del Florilegio de Florian y éste es el director ecuestre. — ¿Cómo? ¿Del magnífico circo que actúa aquí? —exclamó ella. —Sí. Nosotros también nos dirigimos a Viena y tengo intención de aumentar mi cuerpo de payasos. — ¿Piensa contratarnos? —inquirió ella con un grito de incredulidad. —Tal vez. Su trabajo en conjunto es pasable y no he tenido nunca un payaso femenino. ¿Poseen ustedes un medio de transporte? —Viajamos juntos en un remolque, pero no juntos, entiéndame. No soy la Süsse Madel, la amante, de ninguno de los dos viejos.
— Esto no me preocupa en absoluto. Pero me gustaría saber una cosa. ¿Hace uno de estos caballeros el espejo Lupino? La pregunta no tuvo que repetirse en ningún otro idioma. El hombre llamado Ferdi Spenz captó la palabra y exclamó: — Rozumím! Lupino zrcadlo! Ano! Vim! Dobry jsem! —Dice que sí —tradujo la chica. —Menos mal que el número del espejo se hace sin palabras —observó Edge cuando él y Florian volvían al circo seguidos por el dilapidado remolque de los payasos, tirado por un caballo extremadamente flaco— Si añadimos más nacionalidades y lenguas, vamos a tener que contratar a un cuerpo de intérpretes. Diablos, tendré que llevar una libreta de notas como la suya si quiero recordar los nombres de toda nuestra gente. Los tres nuevos miembros del circo se mostraron tan sorprendidos como lo estuviera Agnete la Anguila cuando, inmediatamente después de llegar al recinto, empezaron a ser objeto de «mejoras». Su destartalado remolque fue entregado a los eslovacos para que lo reparasen y pintasen. Su viejo caballo fue puesto en manos de Hannibal y Quincy para que lo engordaran y revitalizaran lo más posible. En cuanto a los payasos, los enviaron primero a Magpie Maggie Hag para que les tomara medidas a fin de confeccionarles nuevos trajes, y luego a Járg Pfeifer, quien empezó inmediatamente a practicar el espejo de Lupino con el Kesperle y a ensayar al mismo tiempo el papel del Hanswurst para sustituir al Mayor Mínimo en el número pugilista con Alí Babá e introducir mejoras en la actuación cassecou de Emeraldina. — Está muy bien, Nella, ser un payaso acróbata, pero cualquiera puede hacerlo. Espero de ti que des a la vez muestras de tu indudable y jugosa feminidad. Veamos, si lo haces así... Trabajó con los recién llegados con un rigor y una disciplina de sargento mayor y lo hizo por la noche, después de las funciones nocturnas, de modo que los transeúntes solían oír gritos en el interior de la carpa. —iSí, Nella, hazlo tal como te he enseñado! iY no, Nella, no intentes mejorar mis mejoras! — Madonna puttanna! ¡Cuántos síes y noes! Cuando el Florilegio cruzó de nuevo la frontera austríaca, siguiendo el curso del Danubio, resultó evidente que dicha nación se había restablecido de la tristeza y la depresión de la posguerra. Los austríacos volvían a trabajar con ahínco, parecían prósperos, alegres y ávidos de diversiones. Cuando el circo se instaló en la importante ciudad de Linz, el día del estreno registró un lleno total. Además, para entonces ya pudieron ofrecerse los números nuevos. Aparte del espejo de Lupino, que Ferdi Spenz hizo con Fünfunf casi tan bien como el difunto Zanni, los tres payasos nuevos presentaron juntos el número rutinarjo del Rey de la Montaña, luchando por la posesión de
un pedestal que Carl Beck les había construido. Primero Emeraldina se subió encima de él y fue derribada casi en seguida por el Kesperle, quien tuvo que abandonarlo al verse amenazado por una larga salchicha empuñada por el Hanswurst, el cual fue a su vez ahuyentado por Emeraldina blandiendo un ladrillo. La cómica lucha y sus armas fueron en crescendo: de un palo a una maza, a una honda ridículamente gigantesca, a una de las pistolas de reserva de Edge y a una de sus carabinas de repuesto. Por último, cuando la contienda era una mélée anárquica —y el público se retorcía de risa—, el codiciado pedestal se convertía súbitamente en el vencedor, desarrollando un cacto gigante y espinoso. Se trataba de otro artilugio de Beck, hecho con lona, caucho y clavos e hinchado por un peón oculto que accionaba la bomba del Saratoga. Cuando el formidable cacto se convertía en Rey de su propia montaña, el Hanswurst, el Kesperle y la Emeraldina se encogían de hombros, tiraban sus armas y se alejaban cogidos amistosamente del brazo. Miss Eel, con las mallas relucientes e incluso húmedas en apariencia que Magpie Maggie Hag le había confeccionado, era la atraccion más nueva del espectáculo complementario de Fitzfarris. Durante su serpentina actuación, el acordeonista tocó en el estrado y Fitz habló sin cesar, traducido simultáneamente al alemán por Florian: —Sí, damas y caballeros, Miss Eel es una buena chica a pesar de su forma, !y fíjense en sus formas! ¿Saben, amigos, que los días de paga suele cobrar su salario dos o tres veces? No para de ir al furgón de la caja bajo una forma diferente... Muchos de los otros artistas se unieron a los patanes para ver el debut de Agnete Knudsdatter, y después Mullenax observó: — Oye, Fitz, ¿no empieza a abusar un poco de los reptiles tu parte del espectáculo? Tienes una mujer serpiente en el anexo y una mujer anguila en el estrado, para no mencionar al gusano del enano. ¿Qué más pondrás? — Bueno, Abner —replicó Fitzfarris, en torno burlón—, hace mucho tiempo que no haces de Hombre Cocodrilo. —Y Mullenax se alejó a toda prisa. Otro espectador, Obie Yount, no se perdía ninguna actuación de Miss Eel. Al cabo de una semana hizo acopio del valor suficiente para abordarla y decirle, mientras ella se secaba con una toalla y recobraba el aliento: — Miss Eel... oh, diablos, no puedo llamar así a una mujer. Miss Kanoods... oh, maldita sea, tampoco sabré nunca pronunciar este nombre. —¿Puede pronunciar «Agnete»? ¿Qué desea decirme, señor Hacedor de Terremotos?
— Llámame Obie. Quería decirte que tu número es absolutamente perfecto. —Gracias, Obie. —Pero creo que Fitz no lo presenta con la dignidad que merece. Tengo una idea, si me permites expresarla. — Hvad ónsker De? —suspiró—. ¿Una posición nueva? — Sí, algo parecido. Creo que deberías ser una atracción importante en la pista principal y no aquí, entre monstruos y pirófagos. Mi idea es... verás, yo solía hacer una pirámide, sosteniendo a un montón de chicas. A ti sola podría levantarte por encima de mi cabeza con una sola mano. ¿Podrías hacer tus contorsiones a esta altura, sobre mi mano? Ella pareció sorprendida, divertida e incluso halagada. — Con un poco de práctica, Obie, me imagino que sí. —Y si quieres incluir al chico Simms en el número, podría sostenerlo con la otra mano. — ¿De verdad eres tan fuerte? ¿Podrías sostenernos por encima de tu cabeza durante muchos largos minutos? Yount sacó el pecho y tensó los bíceps. —Agnete, soy el Hacedor de Terremotos. Voy en seguida a hablar con Zack y Florian. Los encontró en el furgón rojo y le dieron permiso para intentar el número, pero lo hicieron un poco distraídamente porque la oficina estaba llena de otros solicitantes. Carl Beck y Jules Rouleau decían a Florian que Linz era una ciudad lo bastante importante para merecer una ascensión del Saratoga, y una delegación de autoridades de la ciudad esperaba para hablar con él. Florian contestó: — Muy bien, Monsieur Roulette, puedes iniciar los preparativos y yo haré imprimir los carteles. —Y los hizo salir a ambos. Entretanto, Edge escuchaba una arenga del portero Banat: —Necesito una alambrada para cercar el terreno, Pana Edge, como otros circos europeos. Ahora ya veo demasiadas veces a ese niño entrar a hurtadillas todas las tardes. — Mira, jefe, ya sabes cuánto costarían esos rollos de alambre. Supongo que hiere tu orgullo profesional, pero ¿cuánto perdemos en medias entradas por unos cuantos chicos que entren sin pagar? — Chicos, no. Chico. — Está bien. Uno cada vez. Por cada uno quizá perdamos... — No uno cada vez. Siempre es el mismo. Edge le miró largamente. — Alex, te quejaste por primera vez de esto en Landshut, en otro país. ¿Pretendes que es el mismo chico el que entra y sale clandestinamente? Banat se encogió de hombros. — Bueno, no puede ser uno de los nuestros quien haga esta travesura sólo para fastidiarte. Sólo tenemos dos niños en el espectáculo.
Uno es negro como la noche y el otro pálido como la luna. Los habrías reconocido. ¿Quieres decir, por lo tanto, que durante más de doscientos cincuenta kilómetros nos está persiguiendo un niño, el mismo niño, que cada día entra y sale a hurtadillas de la carpa? No puedes atraparlo y los demás ni siquiera le hemos visto. Si no estás loco, Alex, el niño tiene que ser un fantasma. Yo ya tengo bastantes problemas con los cuerpos sólidos de esta compañía. O coges a ese fantasma o dejas de hablar de él. Banat se marchó, compungido pero no convencido. Edge desvió su atención hacia la delegación de autoridades municipales, cuyos miembros hablaban todos en alemán. Florian le tradujo sus palabras porque el motivo de su visita era totalmente inesperado. —He dicho a estos caballeros que íbamos a obsequiar a su bella ciudad con la elevación de un globo, pero me contestan que prefieren que no lo hagamos. Prefieren que lo desmontemos todo y desaparezcamos. —¿Qué? —Nunca en toda mi vida profesional me habían echado de una ciudad. Pero estos hombres hablan en serio. Uno de ellos es el Bürgermeister, el otro un alto magistrado y el tercero el jefe de la policía. Están muy lejos de bromear. —Pero, en nombre de Dios, ¿cuál es la razón? —Parecen extrañamente reacios a especificarla, pero tiene algo que ver con los niños de la ciudad. —¿Acaso nuestro espectáculo los pervierte? Nunca se ha quejado ningún público. O... espere un momento, Banat está preocupado porque unos chicos entran sin pagar. ¿Sospechan quizá que raptamos a los niños? ¿O que jugamos a ser el Flautista de Hamelín? Florian formuló la pregunta a las autoridades municipales, que contestaron con brevedad y turbación manifiesta, pero categóricamente. —No —dijo Florian a Edge—. Tiene algo que ver con niñas, pero por motivos de delicadeza se niegan a decir con exactitud de qué se trata. Se limitan a repetir que nunca había ocurrido nada semejante en Linz antes de que llegara nuestro circo. —Bueno, no soy abogado, pero este caso no parece tener fundamento, director. Sobre la base de una mera coincidencia, nos acusan de un delito que ni siquiera pueden mencionar. Florian habló un poco más con ellos y de nuevo su respuesta fue breve, glacial e inflexible. — A juzgar por su estado de ánimo —dijo Florian a Edge—, creo que será mejor no pedir más detalles. Algo atroz debe de haber sucedido a niñas de esta ciudad. Tanto si la coincidencia de nuestra presencia aquí nos hace o no culpables, prefieren que nos vayamos. Creo que la discreción nos aconseja obedecer. Podrían causarnos problemas mucho más graves que la mera expulsión.
— Hemos hecho muy buen negocio mientras hemos estado aquí, pero personalmente no lamentaré marcharme. Estoy impaciente por llevar a Autumn a Viena y visitar a ese especialista. ¿Desmontamos ahora mismo? Florian volvió a consultar con los hombres. — Aunque de mala gana, nos permiten representar la función de esta noche. Di al equipo que desmonte inmediatamente después y partiremos por la mañana. Edge fue a transmitir este mensaje a la compañía y uno especial a Aleksandr Banat: —Jefe de personal, sigo sin creer en fantasmas, pero ha habido una repentina serie de coincidencias. Demasiadas, para mi gusto. Quiero atrapar a ese niño. Dilo a tus peones y yo lo diré a los artistas y a la gente de la avenida. Mientras no trabajemos, nos mantendremos al acecho hasta el último hombre. Entonces Edge oyó llamar su nombre y se volvió. Era el Mayor Mínimo, que habló con su acostumbrada voz desdeñosa, pero en una actitud incluso humilde para él. — Coronel, quiero disculparme por una cosa. —Se atusó el pequeño bigote falso—. Cuando me empujaron a la pista como un payaso vulgar, y para colmo con un negro, no me gustó y mostré mi desagrado. Y ahora tiene una carpa llena de payasos y yo vuelvo a estar en la avenida. Debo confesar, sin embargo, que durante ese intervalo le cogí el gusto a trabajar en la pista y ahora tengo una idea para todo un número nuevo y me gustaría su autorización... — A mí me importa un bledo lo que usted haga, Reindorf, pero si es un número bueno, lo incluiré en el programa. —He pensado en un número de domador de leones cómico. Un domador enano y leones enanos. Le gustará. Pero necesito que me construyan una jaula. — Entonces hable con Stitches o Bumbum. Si tienen tiempo y los materiales, y si están de acuerdo, puede contar con mi autorización. Otras dos cosas ocurrieron en Linz aquella noche antes de que el circo partiera a la mañana siguiente, pero sólo incumbían a las partes interesadas. Después de la cabalgata de la última función, el Turco Terrible, por primera vez en bastante tiempo, no tenía ninguna viuda local que solicitara sus atenciones, así que fue por primera vez a contemplar a la Amazona Virgen en las fauces del Dragón Fafnir y quedó muy impresionado por lo que vio. Le dio tiempo para quitarse las mallas de escamas brillantes y entonces fue al remolque de los Vasilakis y lo sacudió como de costumbre. Meli se asomó a la puerta, gimió y dijo en tono cansado: —Quieres dinero. Pues tendrás que venir en otro momento. Spyros ha ido a la ciudad a comprar aceite de oliva y otras cosas.
—Qué oportuno para mí —contestó Shadid, de buen humor—. No quiero dinero. Esta vez he venido a preguntarte qué quieres tú. —¿Qué quiero? Quiero que nos dejes en paz. Ahora nos fastidias bastante, pero me temo que Spyros te matará pronto y entonces sí que estaremos en un buen lío. —¿Qué? ¿Matarme ese canario macho? No me da miedo, pero tengo una proposición que hacerte. ¿Quieres que le deje en paz? Lo haré. Te lo prometo. Si tú me das algo a cambio. Meli le miró con suspicacia y se cruzó más la bata. —¿Qué pides a cambio? —Muy sencillo. Tú eres la Amazona Virgen. Yo seré el dragón. Ella retrocedió. —Soy una mujer casada y una mujer decente. Tú no sólo eres codicioso y pendenciero, sino vil. —Sin duda —replicó Shadid con indiferencia—, pero creo que me encontrarás superior en muchos aspectos a una serpiente fláccida o a ese blandengue de tu marido. Y, a cambio, no molestaré más a tu blandengue. Y ahora, mujer, nada de tus regateos griegos. O me invitas a entrar o entro sin invitación. Unos momentos después, llorando en silencio, ella se quitó la bata y él comentó, apreciativo: —Ah, bien. Eres tan peluda ahí abajo como cualquier mujer turca... Al igual que el turco, el Hacedor de Terremotos no tenía aquella noche ninguna dama de las sillas que solicitara sus servicios ni había flirteado con ninguna. El y Agnete Knudsdatter yacían juntos en este momento, desnudos, bajo las estrellas de la noche tibia y sobre la mullida lona del globo doblado en su carreta. Agnete pasó la mano por su densa barba y luego por el resto de su cuerpo cubierto de vello y rió, diciendo: —Un oso y una anguila haciendo el amor. ¿Es una violación de las leyes naturales o una fábula de Andersen? —No sé quién es Andersen, pero me gustaría que dejaras de llamarte anguila. Nunca me gustaron esos malditos bichos. Siempre me ensuciaban el hilo de pescar. — Pero observa mi parecido con una anguila, Obie. Tócame. Soy casi tan plana como un chico. No sé qué te ha atraído de mí. Tú tienes muchos más bultos y curvas que yo. —A mí me gustas. Nunca me han atraído las vacas sólo porque tienen grandes ubres. — ¿Sabes una cosa? —volvió a reír ella—. Cuando era una colegiala y todas las chicas empezaban a tener... bultos por aquí y yo no, vi un anuncio en el periódico. Un desarrollador garantizado del busto por sólo veinte óre. Así que, como una tonta, mandé los veinte óre, y a ver si adivinas que recibí a cambio. Una mano de hombre de cartón. Nunca me había sentido tan idiota. —Yount rió con indulgencia—. Ahora, sin
embargo, me alegro de no tener mucho pecho, como la mayoría de mujeres, o de no estar gorda, como muchas mujeres danesas, porque entonces no podría ejercer mi carrera de contorsionista. —Y en este momento no estarías aquí. Y no serías mía. Y ahora lo eres. Ella se acercó más a él y murmuró: —Jeg elsker dig. —Y en seguida lo tradujo al inglés. Cuando Spyros volvió de la ciudad y entró en el remolque de los Vasilakis con el paquete de sus compras, encontró a Meli incorporada en la cama, despierta y triste. — ¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Ha vuelto a molestar ese ekithiros? Con un esfuerzo contestó ella: — Ha estado aquí, sí, pero esta vez hemos llegado a un acuerdo. No nos exigirá más dinero ni nos obligará a apartarnos cuando nos encontremos ni amargará tu... nuestras vidas de ningún otro modo. — ¿De veras? ¿Y lo has logrado tú sola? —Spyros parecía más ofendido que contento—. ¿Cómo lo has hecho? Un soborno, supongo. Ella vaciló y luego dijo: — Sí. Todavía ofendido y molesto, añadió él: —Podrías haber consultado a tu marido antes de declarar una tregua de esta clase. Después de todo, soy el cabeza de familia y administrador del dinero. ¿Me ha costado mucho este soborno? Meli le miró largo rato antes de responder: — No te ha costado mucho,Wien.
WEIN 1 El Florilegio se detuvo varios días y ofreció representaciones en la pequeña ciudad de Amstetten, abandonó luego los meandros del Danubio para dirigirse directamente a Viena por el este y volvió a detenerse en la ciudad de St. Pólten. Ya en Amstetten, Miss Eel fue trasladada del espectáculo de Fitzfarris a la carpa para que hiciera toda su actuación levantada por el fuerte brazo del Hacedor de Terremotos. Resultaba evidente que incluso para un hombre forzudo y experimentado era un esfuerzo sostener a la esbelta Agnete en el aire durante los veinte minutos exactos que tardaba en ejecutar sus asombrosas contorsiones. Aunque Yount sudaba copiosamente y a veces temblaba un poco, mantenía un apoyo estable para ella y era obvio que disfrutaba haciéndolo. Los patanes que alguna vez desviaban la vista
fascinada de la bonita mujer, infinitamente flexible, podían ver la sonrisa orgullosa del Hacedor de Terremotos y las miradas de amor que le dirigía de vez en cuando. Debido a ello, el circo volvió a tener problemas con la ciudadanía. Después de la segunda función nocturna en St. Pólten, cuando el público salía de la carpa a la avenida iluminada por antorchas —y muchos hombres entraban en la tienda de la Amazona y Fafnir—, un repentino bullicio surgió entre la multitud. Se oyeron gritos y maldiciones, varias mujeres chillaron y la gente se apartó del centro del disturbio, dejando un espacio vacío donde dos hombres se peleaban y no precisamente en broma. Clover Lee estaba casualmente lo bastante cerca para verlos y al momento empezó a gritar con todas sus fuerzas, con voz lo bastante alta para ser oída sobre el bullicio: —iEh, campesino! iEh, campesino! Edge acudió corriendo. —¿Qué diablos pasa aquí, muchacha? —iUna pelea! ¡Mira! Un tipo está pegándose con Obie. No sé qué gritáis en Europa, pero cuando hay riñas en mi país gritamos «iEh, campesino!» para pedir ayuda. —Pues continúa gritando —dijo Edge, empezando a abrirse paso entre la multitud porque había visto a Yount pelear ahora con varios hombres a la vez. —iEh, campesino! iEh, campesino! —siguió gritando Clover Lee; alguien en alguna parte tocó un silbato y Florian, Banat y numerosos peones salieron en tropel de la carpa, cada uno con una estaca. Pero antes de que Edge pudiera intervenir en la barahúnda, la pelea acabó rápidamente. El Turco Terrible ya había llegado allí y, aunque él y el Hacedor de Terremotos tenían que habérselas con una docena de fornidos sujetos de la localidad, estos últimos perdían a ojos vistas. De hecho, los que no eran lanzados al aire se retiraban cojeando o a rastras del campo de batalla, con la ropa hecha jirones y algunos ensangrentados. En un par de minutos se acabó todo; los vencidos habían huido y el resto de la gente se calmó y dispersó. Yount sólo tenía un ojo a la funerala y un desgarrón en sus leotardos con manchas de leopardo. Estrechaba agradecido la mano de Shadid, a quien, como a él, ni siquiera le faltaba el aliento, cuando Edge se acercó a preguntar: —¿Quién ha iniciado esta reyerta, Obie? —Primero un patán solo y yo he pensado que debía de estar loco para ponerse a pelear con el hombre forzudo de un circo, pero luego ha resultado que le respaldaba toda una pandilla de matones. — Menos mal que ha sido breve y ha terminado bien —opinó Florian, uniéndose a ellos—. Antes de que alguien llamara a la policía.
—Diablos, el Terrible y yo habríamos podido con ellos y con la policía. Entre los dos la emprenderíamos contra el mismo demonio y le daríamos una buena paliza. —¿Quieres decir que un matón se te acercó y empezó la pelea sin más ni más? —insistió Edge. — Bueno, no. Yo la empecé, porque vino a mi encuentro y me insultó. —¿Cómo te insultó? —No importa. Déjame llevar esta ropa a Mag para que la remiende. Entonces creo que me iré a la ciudad a tomar un trago. Cuando Yount fue a St. Pólten en busca de un Biergarten, Fitzfarris le acompañó. Después de beber varios seidls cada uno, Fitz se decidió a preguntar: —Sobre la pelea y el patán que te insultó... bueno, no es asunto mío, pero hace tiempo que te conozco y sé que necesitas muchas jodidas razones para perder los estribos. No te insultó a ti, ¿verdad? —No —admitió Yount, y eructó—. El hijo de perra se me acerca... hablando en inglés, ¿sabes? Me dirige una mirada maliciosa y pregunta algo parecido a: «Tú y esa dama que se retuerce formáis pareja, ¿verdad? En la tienda y en la cama, ¿no es eso? ¿Qué se siente al joder a una mujer tan flexible como ésa?» —Yount volvió a eructar—. Así que procuré demostrarle el significado de flexible. — No te culpo. —Al cabo de un rato de compenetrado silencio, dijo Fitz—: Tampoco es asunto mío y no me atrae ser doblado, pero Obie, ¿cómo es? Yount rió entre dientes, meneó la cabeza y contestó: — Pues, algo grande. Hubo otro silencio durante el cual ambos bebieron cerveza y, como parecía que Yount no iba a entrar en detalles, Fitzfarris añadió: —Tú y yo, Obie... tenemos a dos mujeres... excepcionales. —Bueno, tu chica Simms, aunque siendo muy joven, tiene más estructura superior que Agnete. No es que quiera que Agnete sea diferente, pero un hombre se fija en estas cosas. —Me gustaría poder decirte lo que tiene Lunes en su interior. Después de dejarme hecho una piltrafa, todavía no está satisfecha. Cuando mira el número del león, o ve trabajar a los elefantes o cualquier cosa que la excite, se abandona a ese espasmo placentero ella sola. Te lo juro, ya empiezo a estar agotado. —Supongo que es arduo para nosotros los hombres —dijo Yount con una sonrisa de beodo—. Pero, diablos, ¿qué hay aparte de las mujeres? — Es una lástima —dijo Autumn, que estaba friendo las salchichas de la cena sobre la estufa del remolque—. Obie y Agnete parecen tan enamorados el uno del otro.
— Incluso van a comprarse un remolque para vivir juntos — observó Edge—. ¿Por qué dices que es una lástima? —Porque no envejecerán juntos. — ¿Cómo se te ocurre decir una cosa así? — Los artistas de goma no viven nunca mucho tiempo y ellos lo saben. Es uno de los risques du métier. Tantas flexiones y contorsiones someten a la caja torácica a una presión tal, que sus pulmones no tienen ocasión de desarrollarse; nunca son más grandes que los de un niño y por ello son una presa fácil para la tuberculosis. Quizá no has visto cómo jadea y tose Agnete después de cada actuación. Se va corriendo a un lugar privado, para que Obie no se dé cuenta, y no se lo dirá, naturalmente, pero ya está tuberculosa. Y tú tampoco digas nada, Zachary. — No lo haré. —Y añadió con voz triste—: Pero sí diré que ya me estoy hartando de oír hablar de personas que mueren jóvenes. En tiempo de guerra es una cosa, pero... — Cállate —interrumpió ella—. Me dijeron que yo era una de esas personas, pero ya hace meses y aún no me he muerto. Probablemente Agnete es como yo... disfruta de cada día sólo porque es un día extra. Y me encuentro muy bien. Ojalá mi aspecto fuera tan bueno. — Centremos nuestras esperanzas en ese médico de Viena. Y Viena es nuestra próxima plaza. —Entonces será mejor que lo pronuncies como allí. Wien. Estas salchichas para nuestra cena son salchichas Wiener. —Wien. Está bien. —Edge levantó la tapa de la caja de música de Autumn, que emitió unas notas de Greensleeves en un tono lastimero y lento—. Ya no la abres muy a menudo. —Lo siento. Tengo abandonado tu dulce regalo. Vamos, démosle cuerda. Es... una especie de recordatorio doloroso: cuando suena esta música pienso en que no estoy allí fuera bailando y saludando en el espectáculo. —¿Te gustaría salir un rato, por lo menos? Tira las salchichas. Podemos cenar con los demás en el hotel. —No, querido. Es muy pesado para mí comer en público con el velo puesto. Además, ¿no has oído bastante música de hotel? Por toda Austria, en cada comedor, esos pobres y patéticos Strauss de imitación, con acordeones, armónicas y cítaras, tocando sus pobres y patéticas versiones de Strauss. — Es cierto —dijo Edge—. Si hay dos cosas que no faltan en Austria son los relojes y la música. Y los relojes musicales. Incluso arpas eolias que tocan solas en las terrazas de las casas. Sin embargo, hace un rato, en el centro, he visto algo insólito y... bueno, te lo he comprado. Según me han dicho, hoy es la fiesta de Santa Ana, y aquí en Austria equivale al día de San Valentín en otros lugares, cuando los hombres compran un regalo a sus novias. Si no te importa otro regalo.
— iOh, Zachary! ¿Si no me importa? — Debo confesar que también es musical, en un aspecto muy curioso. Siempre puedo devolverlo. —Oh, Zachary. El abrió la puerta del remolque, alargó la mano y lo entró. Era una jaula hecha de alambres de latón, con un canario vivo columpiándose en su interior en un pequeño trapecio. No parecía nada más extraordinario que un canario en una jaula, pero Edge dijo: — Espera a que deje de aletear y se quede quieto. El diminuto pájaro amarillo, con la cabeza ladeada y dando vueltas sobre su barra, se tomó cierto tiempo para inspeccionar a los dos seres humanos y el entorno visible. Luego, aprobando a todas luces su nuevo hogar, se limpió y peinó serenamente una o dos plumas encrespadas, bebió un sorbo de agua del platito y saltó al reborde de latón que circundaba y aguantaba la jaula. Entonces empezó a afilarse el pico con uno tras otro de los alambres verticales de la jaula, haciéndolos tañer y vibrar. —iPero si los alambres están afinados! —exclamó, maravillada, Autumn. — Y él saltará y los irá picando todos. No sabe hacer música, claro, pero es bonito y armonioso. Lo he encontrado hermoso. — iOh, Zachary, parece algo de las Mil y una noches! —Le abrazó con fuerza. — En cualquier caso, no es un Strauss de imitación. — Ah, querido —le abrazó aún más fuerte—, cuando lleguemos a Viena, escucharemos a los verdaderos Strauss. A un hermano después de otro, dirigiendo orquestas de cien músicos en salones de baile palaciegos. Y jamás ha habido ni habrá un baile tan hermoso de oír y contemplar como el vals. Quizá, si el médico da su consentimiento, tú y yo podremos ir a bailarlo. — Alto, mujer. Yo no sé bailar. Pude enseñar pasos de baile a Trueno, eso sí, pero ni siquiera sabría bailar como una india. —Pero el vals es muy fácil. —Apartó las salchichas del fuego, le cogió la mano y la cintura y empezó a tararear Corazón ligero. Edge, mirando con fijeza los pies de ambos, intentó imitar sus movimientos. Autumn explicó—: Como si estuvieras sobre una caja cuadrada. Un paso, pausa, hacia adelante. Un paso, pausa, hacia atrás. Luego damos una vuelta y lo repetimos. —Continuó tarareando mientras ensayaban y el canario picaba los alambres, como si tratara de seguir el ritmo—. Y aún más elegante es el Linkswalz, la valle renversée. Se hace el mismo paso, sólo que dirigiendo con el pie derecho en lugar del izquierdo. El movimiento es más fluido y se mueven menos las manos. Así Edge avanzó torpemente por el reducido espacio del remolque con una mueca de estudiosa concentración y Autumn, cuya cara torcida y repelente era incapaz de cualquier expresión, hizo oscilar y girar su
cuerpo joven y bien formado tan rítmicamente como una flor acariciada por la brisa mientras tarareaba Corazón ligero. Entonces llamaron a la puerta del remolque y los dos se separaron con brusquedad y ella se ocultó en las sombras. Banat apareció en el umbral, llevando cogido por la nuca a una persona de tamaño muy pequeño. El portero, generalmente hosco, anunció con semblante casi divertido: — Por fin he atrapado a nuestro ladronzuelo, Pana Edge. iY resulta que todo este tiempo ha sido una broma! Edge tuvo que mirar dos veces a la diminuta persona —tocada con una gorra de colegial, vestida con lederhosen y medias y cargada con varios libros sujetos por una goma— para darse cuenta de que era el Mayor Mínimo. Iba sin el bigote postizo, había peinado sus escasos cabellos en un flequillo de colegial sobre la frente y empolvado su rostro para darle la suavidad de la adolescencia. — Una broma, ja —dijo el enano con una risita tonta—. Quería saber cuánto tiempo podría entrar y salir del circo sin que este eslovaco necio se diera cuenta. Edge, divertido también por el grotesco aspecto del enano, casi dijo algo como «vete y no peques más», pero entonces recordó lo que él mismo había llamado una serie de coincidencias. Dijo: — Tú y yo vamos al furgón rojo a discutir esta broma en privado. Banat, busca a Florian y llévale allí. En la oficina, Edge sentó al Mayor Mínimo en una silla y él ocupó la de enfrente sin decir nada, sólo mirando fijamente al enano, que se removió inquieto unos minutos hasta que no pudo soportar más el silencioso escrutinio y farfulló por fin: —Déjeme explicarlo, Edge... —Herr Direktor para ti, Reindorf. Jawohl, Herr Direktor. Casi todos los hombres de este espectáculo tienen una mujer, aunque sólo sea una ramera de la avenida o una desconocida de las sillas. Usted tiene una mujer fija, el Hacedor de Terremotos la Anguila, el Hombre Tatuado la negra. Incluso esa chica nueva y regordeta, Nella, ¿lo sabía usted?, flirtea con el flaco LeVie, que abulta la mitad que ella. Scheisse! Y míreme a mí. ¿Qué posibilidades tengo? Ach, ja, a veces una mujer ha solicitado mis atenciones, pero sólo por una curiosidad perversa. Y luego, cuando me desnudo y ve mi pequeño y pálido hujek, parecido a un gusano, se retuerce de risa y el episodio termina aquí. Es cierto que he pagado a una prostituta de vez en cuando y lo bastante para que no se ría, pero dentro de una mujer de tamaño normal me sobra mucho sitio. ¿Y qué saco de todo ello? Una de esas prostitutas me contagió la sífilis. Así que he tenido que inventar mi propia manera de... de encontrar satisfacción. ¿Acaso esto me hace despreciable?
Edge no contestó nada. —He pensado que tal vez —continuó el enano con desesperación—si le cuento toda la verdad, si me pongo a su merced y prometo enmendarme, usted intercedería por mí ante el Herr gouverneur... Edge no dijo nada. —Se lo suplico, Herr Direktor. Él me echaría del circo, desacreditaría mi nombre ante todos los circos, quizá incluso me entregaría a la Polizei. Y, como le dije, estoy preparando un magnífico número nuevo para la pista. No deseará perderlo... Florian entró en aquel momento en la oficina, echó una ojeada al rostro impasible de Edge, miró con fijeza a la otra figura ridícula y preguntó: —En nombre de todo lo que es sagrado, ¿qué está ocurriendo aquí? —Nada muy sagrado —contestó Edge. El enano le dirigió otra mirada frenética e implorante, pero Edge continuó—: Dé una mirada a esos libros que lleva, director. Mínimo dejó, resignado, que Florian le quitase los libros y los liberase de la goma. Con cierta estupefacción, dijo Florian: —Un silabario, una cartilla, una pizarra. Y... y un trapo húmedo y jabonoso. Zachary, ¿quieres decirme qué es todo esto? —Explica nuestra expulsión de Linz. —¿Qué? —Es un milagro que no nos hayan echado de otros lugares. O rebozado de alquitrán y plumas y tal vez incluso linchado. Sigue con la historia de tu vida, Reindorf. —El enano estaba serio, compungido y poco dispuesto a hablar más—. Sigue o te llevaré a la pista y te lincharé yo mismo. Mínimo, presa de la más total desesperación, inició una confesión completa. —Ya lo he dicho al Herr Direktor: en una ocasión sufrí una infección venérea. Entonces leí en alguna parte que un hombre se puede curar fácilmente teniendo... teniendo relaciones sexuales con una niña virgen. Encontré a una pequeña mendiga, eso fue en Krakow, que habría hecho cualquier cosa por dos monedas e hizo eso conmigo. A propósito, puedo decirles en confianza, meine Herren, que dicha cura es un mito. No la prueben. Todavía tengo la gonorrea. Pero el intento me hizo algún bien; me di cuenta de lo deliciosas que son las niñas. La piel sedosa... la de las mujeres adultas es cuero en comparación. Los pequeños labios desnudos y muy cerrados... —Ahórranos las babas. Continúa —ordenó Florian. Mínimo inclinó la cabeza y bajó la voz hasta que sólo fue un murmullo que los obligó a aguzar los oídos. —Después de la cabalgata de la función de la tarde, me doy mucha prisa. Tengo el tiempo justo de irme a vestir así y llegar a la ciudad cuando terminan las clases en las escuelas. Me mezclo con los niños;
parezco uno de los Schüler. Escojo una niña bonita, le pregunto si puedo llevarle los libros... —Pero no tienes aspecto de colegial —dijo Florian con repugnancia—, sobre todo visto de cerca. Pareces el muñeco pintado de un ventrílocuo. —Ach, ja, a veces una niña me dice: «Tienes las cejas demasiado tupidas para un niño de tu edad.» Pero en general se van conmigo sin suspicacias. Y entonces... bueno... la llevo a un pasaje o a unos arbustos del parque y... —Encogió sus pequeños hombros. Florian dijo, todavía incrédulo: —Pero una niña de esa edad debe de poner objeciones... luchar... —No sabe lo que ocurre, es demasiado joven, hasta que ya ha empezado todo. Después siempre llora y tiembla, así que le cuesta un buen rato volverse a poner el vestido. Esto me da tiempo de desaparecer y volver al circo. Florian y Edge le miraban con algo peor que la aversión, así que Mínimo levantó la voz, como si quisiera prestar énfasis al más razonable de los argumentos. —Herr gouverneur, Herr Direktor, para un hujek en miniatura como el mío, una niña de cinco o seis años tiene exactamente la estrechez más apropiada y deliciosa y mi hujek es del tamaño ideal para ella. Quizá alguna vez llega incluso a gozar. De todos modos, creo que las niñas raramente se quejan cuando llegan a sus casas. No saben de qué quejarse, sólo de que un condiscípulo las ha desnudado y entrado en su agujero del pipí. —Mi experiencia de la vida es larga y variada, pero esto no tiene precedentes —murmuró Florian—. Reindorf, ¿cuánto tiempo hace... y cuántas ha habido? —¿Desde Polonia? —preguntó el enano con indiferencia—. Perdí la cuenta hace muchos años. Siempre que lo necesitaba. —De modo que ha violado a innumerables niñas y probablemente las ha infectado de gonorrea o algo peor. Y yo fui lo bastante necio para emparejarle con la pequeña Sava Smodlaka en su número de baile. —Ach, nein, Herr gouverneur! —exclamó Mínimo con un terror tan genuino en la voz que debía de ser verdadero—. No me atrevería nunca. Es bonita, ja, deseable, incluso única. Pero su padre Pavlo es un loco. Con la pequeña Sava he sido siempre un perfecto caballero. —Perfecto caballero —repitió Florian. —Y seguiré siéndolo, si no me despiden. Se lo digo sinceramente. Me portaré bien, fuera y dentro del recinto del circo. No más niñas, no más problemas. Deme sólo esta oportunidad, Herr gouverneur, se lo suplico. Además, como ya he dicho al Herr Direktor, estoy Preparando un número nuevo para la pista. Lo encontrarán irresistible. Me vestiré como un domador de leones enano, ya verán. Entraré con el caballo enano que tirará de un furgón de jaula en miniatura, lleno de animales salvajes
también en miniatura. Sólo gatos comunes, ya verán, pero entraré en la jaula y haré restallar el látigo y adoptaré posturas como un Barnacle Bill enano. El público se meará de risa. En Viena ya lo tendré a punto. Déjeme quedar en el espectáculo sólo hasta Viena y entonces, si no me he redimido —hizo una mueca de dolor—, despídame, manche mi nombre, envíeme a la cárcel, haga lo que quiera. Sólo pido hasta Viena. —Hay algo que todavía me tiene perplejo, Reindorf —dijo Florian—. Los libros formaban parte de su odioso disfraz, pero ¿y el trapo jabonoso? Mínimo sonrió con tolerancia. —Ach, soy un artista, tanto fuera del circo como dentro. Y el arte significa atención a los detalles. Siempre, después, hay un poco de sangre. Así que siempre me lavo. Y también a ella, para que no vaya a su casa con una mancha en la pequeña... —Florian —interrumpió Edge—. En toda mi vida sólo he conocido a dos enanos, pero si todos los jodidos enanos son como Russum o Reindorf, digo que nuestro espectáculo puede prescindir de ellos. Sugiero que enterremos a este hijo de puta vivo bajo la pista. —Ostroznie! —le gritó Mínimo—. Recuerde que Fráulein Eel ha dejado el espectáculo complementario. Si prescinde de mí y de mi número, ¿qué le quedará a sir John? Además, considere todas las aptitudes de los enanos, Herr Edge. Puedo entrar a hurtadillas en otros lugares que no sean patios de escuela. He mirado por la ventana de un remolque y visto a su Fráulein Autumn sin velo y a plena luz. ¿Quiere exhibir esa monstruosidad en el espectáculo de Sir John en lugar de...? Edge cruzó la habitación como un proyectil, pero Florian, con casi la misma celeridad, se interpuso entre ellos. —Zachary, Zachary, ya han habido bastantes muertes! —Se volvió hacia el enano—. Reindorf, quítate de mi vista y que no te vea más. Y pórtate bien. Como me has pedido, te doy tiempo hasta Viena. iY ahora sal de aquí! Mínimo obedeció y Edge se quedó de pie, mirando lleno de ira a Florian. —No hemos tenido muchas discrepancias, director, desde que viajamos juntos, pero ahora estamos enfrentados. Ese cerdo asqueroso podría dar al traste con este circo y usted debe de estar completamente loco para dejar que... —Zachary, Zachary —volvió a repetir Florian—. Sólo tenemos que esperar un poco y él se destruirá a sí mismo de un modo que no manchará nuestro espectáculo ni nuestra reputación. —¿Cómo, maldita sea? ¿Hemos de esperar a que muera de si filis? —No. Hace un momento yo mismo lo habría matado de buena gana, pero entonces ha mencionado el número que está preparando. Has estudiado historia, Zachary. Reflexiona sobre lo que recuerdes de la historia medieval de Europa, en especial las diversiones más populares de aquellos tiempos. Mientras tanto, cálmate, dedícate a tu trabajo,
atiende con cariño a tu querida dama y ten la seguridad de que el Mayor Gusano recibirá lo que merece. —Y añadió, como una idea práctica—: Además, aún no hemos vendido varias docenas de sus cartesdevisite que compré en Munich. 2 En la cumbre de una colina situada en un espacio abierto en torno a la carretera, la caravana del circo encontró al emisario Willi Lothar y a su compañero Jules Rouleau esperando en su calesa. Rouleau extendió un brazo y dijo: — Sé que algunos de vosotros ya habéis visto esto, pero yo no. Voilá. Os halláis, mes amis, en las alturas del Wienerwald, los mundialmente famosos bosques de Viena. — Acabo de comentar a Autumn que a mí me parecen más tierra de cultivo y viñedos ondulados —dijo Edge. — Pero tiene partes incluso más boscosas que la Selva Negra de Baden —observó Járg Pfeifer. —Y supongo que esa extensa ciudad que se ve allí lejos es Viena, o Wien —dijo Edge—. Es una ciudad enorme. ¿Entramos en cabalgata, Florian? — No, esta vez no. Demasiada molestia ahora que el emperador ha iniciado la grandiosa reconstrucción de su capital. — Los trabajos empezaron hace ya diez años, pero la ciudad está todavía patas arriba —explicó Willi—. Calles levantadas, excavaciones por doquier, edificios nuevos a medio construir, montones de ladrillos, adoquines y vías de tranvía, obreros toscos, toda clase de basura y escombros. Pero todo está dentro del casco antiguo, en el interior de la nueva Ringstrasse, así que nuestra caravana puede describir un círculo en torno a las calles exteriores. Cruzaremos el brazo del río y nos instalaremos en el Prater. Incluso en las partes simplemente residenciales y mercantiles, no monumentales, de la ciudad por las que pasó la caravana del circo, había muchas cosas que ver y admirar: magníficos palacios y mansiones, arcos triunfales, estatuas, plazas, fuentes. Edge podría haber expresado con una sola palabra su primera impresión de Viena: «culebreo», porque cada trozo de piedra, yeso y terracota estaba adornado con tan tortuosas enroscaduras y filigranas, los frisos, columnas y cariátides de cada edificio tan festoneados de hojas de acanto, cartelas y racimos de uva cincelados y cada estatua desnuda de musculosos dioses o voluptuosas diosas eran tan semejante a un klischnigg en sus contorsiones petrificadas... y la desnudez de los cuerpos no estaba disimulada sino más bien exagerada por un pedazo de tela labrada
fortuitamente «barrida» por el viento hacia unos pezones o una entrepierna. El Prater, al que el circo accedió por el puente Rotunden, era el lugar más agradable donde el Florilegio había levantado jamás la carpa. Se trataba de un parque en una isla de unos doce kilómetros cuadrados, con el Danubio en el lado exterior y un extrecho recodo del río en el interior. Parte de su vasta extensión era todavía bosque natural y praderas salpicadas de flores silvestres; otras partes estaban más domesticadas y tenían parterres bien cuidados, laberintos de setos, sendas para paseantes y jinetes y faroles de gas. Aquí y allí había numerosos edificios muy distantes entre sí: un hipódromo, un enorme estadio deportivo, un campo de atletismo, quioscos y bancos para conciertos al aire libre, inmensos y adornados pabellones para revistas musicales y bailes. También había toda clase de restaurantes, desde pequeños cafés y tabernas ocultos entre el follaje hasta espaciosos restaurantes en jardines, bajo frondosos arcos llenos de flores. La parte del parque donde se instaló el Florilegio era el Wurstelprater, el lugar de recreo para el verano que casi constituía un pueblo por sí solo con sus tiendas, barracas y puestos —bien construidos, no transitorios como los de los gitanos— que anunciaban atracciones variadas, curiosidades, juegos de azar y la venta de toda clase de baratijas. Había un parque de juegos infantiles, un ruedo para montar poneys, un tiovivo de colores alegres, ruedas verticales de «barcos oscilantes», puestos de tiro al blanco... — Y cuando oscurece —dijo Willi— veréis luces rojas en los establecimientos que son burdeles. Incluso durante el día pueden verse los Strizzrs de los burdeles, los alcahuetes, al acecho, no de clientes, sino esperando encontrar y captar entre las muchachas que pasean por el Wurstelprater talentos nuevos para sus casas. — Esto está tan bien provisto como cualquier lugar de veraneo —dijo Fitzfarris—. No falta ninguna diversión moderna. — Es cierto —asintió Florian—, y sin embargo aún subsisten algunas atracciones antiguas. Allí veo una Buttenfrau, por ejemplo. Era una mujer vieja, encorvada, que andaba arrastrando los pies, casi totalmente envuelta en una capa de lona que se hinchaba en la espalda como si ocultara la joroba más grande del mundo. Aunque se hallaba a cierta distancia, despedía un olor apestoso. ¿Qué diablos es una Buttenfrau? —Sobre la espalda lleva un Butte, un barreño de madera. Si uno siente la repentina necesidad de aliviarse, y no está cerca de los retretes públicos del parque o ni siquiera de un oportuno matorral llama a gritos a una Buttorfrau, que por dos kreutzers de cobre pone el barreño en el suelo para que uno se siente, ella lo oculta con la lona de la vista del público y uno hace sus necesidades.
—De modo que el Prater tiene todas las comodidades modernas y por lo menos una antigua que harían bien en imitar otros Jugare, turísticos — dijo Fitz, sonriendo. Lo primero que hizo Edge al día siguiente fue llamar a un fiacre —había muchos de estos coches de alquiler recorriendo el parque y ayudar a Autumn a subir a él y alargar al cochero un papel con las señas del Herr Doktor Von Monakow. Los llevó al otro lado del puente, emprendiendo después un largo trayecto, pues también el fiacre describió un círculo en torno a las obras de reconstrucción del centro de la ciudad. —Espérame aquí dijo Edge a Autumn cuando llegaron a la casa—. Le preguntaré si puede recibirnos en seguida. Se supone que habla inglés. Ante una mesa del vestíbulo había una mujer almidonada y severa que también hablaba inglés. —Dentro de tres semanas a partir del martes, Herr Edge. —Ejem, señora, quiero decir gnddige Frau, hemos recorrido muchos kilómetros y esperado muchos meses para consultar a este médico en particular. —Entonces no puede tratarse de un caso urgente. —Para mí, señora, ha sido urgente desde el principio. Joven —replicó ella, con la misma severidad pero no sin simpatía—, hay muchos otros, tan preocupados como usted, esperando una cita. La lista es larga. Además, el Herr Doktor tiene pacientes a quienes atender y operaciones que practicar en la Krankenhaus. Tres semanas a partir del martes, Herr Edge. Edge se fue con resignación e informó de ello a Autumn, que lo escuchó impasible y luego dijo: —Entonces lo mejor será que el fiacre nos lleve hasta la Ringstrasse y allí demos un paseo. A pie no será ningún problema transitar por las calles del casco antiguo. Y disponemos de mucho tiempo antes de presentarnos al trabajo. A veces tuvieron que sortear montones de escombros de viejas estructuras recién demolidas o montones de material para las nuevas estructuras en construcción, pero numerosos vieneses —a pie o a caballo, no en vehículos de ruedas— hacían lo mismo. —Todos vienen casi cada día a admirar las restauraciones dijo Autumn— . Esto era antes el muro de las fortificaciones de la ciudad, pero Francisco José decidió convertirlo en un gran bulevar que circunda todo el centro, flanqueado por incomparables ejemplos de arquitectura. Aquellos dos inmensos edificios de allí —señaló— serán los museos más espléndidos del mundo: uno de arte y el otro de historia natural. Y la gente está muy impresionada por este nuevo esplendor. Mira hacia allí.
Aquel viejo campesino se quita con reverencia el sombrero antes de cruzar la Ringstrasse. —Ya lo veo. Pero ¿de qué país será este campesino? Nunca había visto personas tan diferentes en un solo lugar. —Francisco José gobierna probablemente a más razas, nacionalidades y religiones que la reina Victoria. Austríacos, húngaros, checos, italianos del Trentino, polacos, serbios... no terminaría nunca. Y muchos de ellos se congregan aquí en la capital, aunque sólo sea para vender en el mercado los productos de su tierra natal. Aquel muchacho que vende esas bonitas teteras de plata lleva un fez rojo y zapatillas de punta curvada, así que debe de ser un musulmán de Bosnia. Aquellos dos caballeros ancianos con largas sotanas negras y sombreros negros de ala ancha son rabinos hasídicos. Y aquellos dos con sotanas verde oscuro y mitras son sacerdotes coptos. —Desde luego es una ciudad cosmopolita —convino Edge—. Abrumadora para un montañés de Virginia. — Ah, y allí está la nueva Opera —dijo Autumn con aprobación—. El centro de todo el Ring. La última vez que estuve aquí aún no la habían terminado, pero ahora parece que lo está, al menos por fuera. — Es hermosa, no cabe duda —comentó Edge. — Francisco José quería que lo fuese, y lo es. Pero el pobre hombre no tiene el menor tacto. La primera vez que vino a contemplar la fachada, murmuró algo sobre que parecía demasiado baja para los edificios circundantes. El arquitecto se marchó inmediatamente y se suicidó. Desde entonces, el emperador no se ha atrevido a hacer ningún comentario polémico sobre nada. Tanto si asiste a un ballet o un concierto, como si inaugura un monumento, haga lo que haga, tiene una observación estereotipada: «Es war schün. Es hat mich ser gefreut.» Ha sido hermoso. Me ha gustado mucho. — Lo que me gustaría ahora es un tentempié —dijo Edge—. Todas las personas con quienes nos cruzamos por la calle comen un pretzel o un helado o un trozo de salchicha. Me han entrado deseos de picar algo. Y llevó a Autumn al café de un hotel situado detrás mismo de la Opera. —Vaya, sabes escoger —dijo Autumn—. Esto es el Sacher, probablemente el hotel más famoso de Europa. Los acompañó a una mesa un camarero muy educado, impecablemente vestido con frac incluso a aquella hora de la mañana, que les preguntó en varias lenguas diferentes qué podía tener el honor de servirles. Autumn dijo: —Zwei Mokka, Herr Ober. Und die Konditorwaren, bitte. Así pues, cuando les llevó los dos cafés también empujó hacia su mesa el carrito de la pastelería, suntuosamente provisto.
— Ese pastel de chocolate de muchas capas —explicó Autumnes la inimitable torta Sacher. Tienes que probarla, Zachary. Yo creo que tomaré un trozo del strudel de nueces. — Mit Schlagober? —preguntó el camarero. — Bitte. Entonces el camarero cubrió su trozo de tarta con una gruesa capa de nata, enroscándola y dándole una forma artística. Edge observó: — Muchacha, si te comes toda esta nata, no podrás salir andando de aquí. —Ya me las arreglaré —rió ella, porque se había manchado de nata el velo que ocultaba su rostro— y tú también te acostumbrarás. Otras ciudades tienen banderas que ostentan sus escudos. Si Viena posee una enseña semejante, debe de ser una pluma volante de Schlagober. Edge miró hacia las otras mesas, donde hombres y mujeres muy bien vestidos saboreaban su refrigerio de media mañana. Y no cabía duda de que había la suficiente nata a la vista para llenar la arena del circo. Comentó: —Cuando entramos en la ciudad, pensé que la arquitectura y la ornamentación locales parecían... serpenteantes, por así decirlo. Me equivoqué. Es evidente que todo está diseñado para que sea mórbido, rico y cremoso como la Schlagober. Autumn volvió a reír. —Para ser un montañés de Virginia, eres muy perceptivo. Otra persona observó una vez que todas las vistas de Viena parecen el trabajo artístico de la tapa de una caja de bombones. —Este hotel también es un lugar bonito. Pero ¿por qué es tan famoso? —Oh, querido, sólo estamos en el café. Dentro hay media docena de comedores y salitas privadas donde un joven puede cenar y beber con su Süsse Miidel. Y arriba está el vasto se'parée de paredes de mármol donde hombres ricos han invitado a menudo a todo el cuerpo de ballet de la ópera. Hay incluso una filial del restaurante, Sacher del Prater, muy cerca de nuestro circo. A propósito, aún nos queda tiempo para que te enseñe otra cosa antes de volver. El centro, el eje y el orgullo de toda Viena. Le condujo por la Kártnerstrasse, una ancha avenida reservada para peatones y cerrada al tráfico de vehículos por inmensos parterres de piedra colocados a intervalos y en diferentes ángulos y todos rebosantes de geranios o petunias. A ambos lados bordeaban la avenida las tiendas más exclusivas y caras de Viena que exhibían en sus brillantes escaparates toda clase de prendas lujosas, accesorios, sombreros y joyas. En un punto determinado, Autumn indicó con un gesto una calle transversal y dijo: —Por aquí encontrarás a Auntie Dorothy. —¿Qué?
—El Dorotheum. Empezó como una casa de empeño en beneficio de los pobres, como los Montes de Piedad en Italia, pero muy pronto se convirtió en una tienda clandestina de objetos robados, de modo que si nos roban algo mientras estemos aquí, no te molestes en acudir a la policía. Limítate a ir a Tante Dorothée y rescátalo. Siempre me ha llamado la atención la coincidencia de nombres. En Londres esta misma clase de tiendas se llaman todas Dolly Shops. La Kártnerstrasse los condujo a la gran extensión de la Stephansplatz, en el centro de la cual se levantaba la catedral de San Esteban, muy alta, vertical, de campanario puntiagudo y tejado de polícromos azulejos. —Uno de estos días, Zachary —dijo Autumn—, subiremos al campanario del Stephansdom, si no nos barre el viento perpetuo que sopla aquí. La vista es sublime. Si te quedas todo el día puedes ver salir el sol sobre la llanura del Danubio y ponerse tras las estribaciones de los Alpes. Pero ahora será mejor que volvamos al Prater. Hay una hilera de fiacres aquí mismo, junto a la catedral. Cuando llegaron al circo encontraron a Florian hablando con una pareja de jóvenes que lucían mallas de lentejuelas rojas. —iCompatriotas tuyos, querida! —exclamó entusiasmado Florian dirigiéndose a Autumn—. Cecil y Daphne Wheeler (Wheeler significa fabricante de ruedas), que, lo creas o no, hacen un número sobre ruedas. Señor y señora Wheeler, permitan que les presente a miss Autumn Auburn, expatriada de su propia Inglaterra, que es nuestra principal équilibriste aérienne, aunque temporalmente en excedencia. Y al coronel Zachary Edge, de sus colonias americanas, que es nuestro eficiente director ecuestre y muchas cosas más. —¿Cómo está? —dijo Daphne, sonriendo, pero con cierta vacilación cuando Edge sonrió a su vez. Era una mujer muy bonita, con cabellos de un rubio ceniza, tez sonrosada y modales discretos. —¿Qué tal? —saludó Cecil, que era guapo, muy rubio, de tez rubicunda y nada discreto—. Wheeler es el nombre verdadero, aunque uno podría preguntarse qué surgió antes, el nombre o la profesión. En la vieja patria, Daf y yo hacíamos un número de velocípedo. Después, en París, vimos por primera vez el nuevo patinaje sin hielo y ahora también lo hacemos. Sólo es un cambio de ruedas y uno debe aspirar a perfeccionarse constantemente, ¿no es cierto? Florian interrumpió para decir: —Perdonad, Zachary, Autumn, pero he olvidado por completo preguntar sobre vuestra consulta en la ciudad. —No ha habido ninguna —respondió Edge—, pero debe de ser un buen médico. Tiene tanto trabajo que no podremos verle hasta dentro de tres semanas.
— Ah, bueno, es una recomendación alentadora, aunque sé que estaréis impacientes. —En este momento —dijo Edge—, hablando como su director ecuestre de las atrasadas colonias, me gustaría que alguien me explicara qué es un número de velocípedo. Y patinar sin hielo. — Espectacular. Sensacional —contestó Florian—. Me lo han estado demostrando. iLos contrataremos como los Wheeling Wheelers! Pero continúe, Cecil; iba a explicar lo que hacen al coronel. — Pues, verá, amigo, hace mucho tiempo existió una máquina llamada el caballo dandy que tenía dos ruedas, una delante y otra detrás. Uno se sentaba sobre la barra que había entre ellas y las hacía mover con los pies. Entonces alguien tuvo la idea de poner pedales en la rueda delantera y... —Ya sé —dijo Edge—. En las colonias lo llamamos agitador de huesos. La rueda grande delante y la pequeña atrás. — Exacto, amigo. En la vieja Inglaterra lo llamamos penny farthing o, más correctamente, velocípedo. — Desde que estamos en Europa he visto a varios hombres montados en eso en los parques. Parece jodidamente incómodo. — Sí que lo es, pero también se presta a números espectaculares. Yo pedaleo y Daf hace piruetas sobre mis hombros. Y al final monto el maldito artilugio yo solo, a velocidad vertiginosa, me detengo en seco y me zambullo en un tanque de llamas. Lo cual significa un tanque de agua con una capa de petróleo ardiendo. —Y resulta espeluznante verlo —dijo Florian, como adoptando inconscientemente el modo de hablar de Cecil. Daphne Wheeler y Autumn se habían apartado un poco y la primera preguntó, vacilante: —¿Está de baja, miss Auburn? ¿Y va a ver al médico? Perdone la indiscreción pero... ¿no espera un feliz acontecimiento? — Oh, Dios mío, no —respondió Autumn—. Es sólo una dolencia que me obliga a taparme y permanecer inactiva durante un tiempo. — Ah, una de nuestras famosas dolencias femeninas, entonces. ¿No es fastidioso ser mujer? —¿Y usted y el señor Wheeler? ¿Tienen familia? — No. Ceece no sirve para eso... bueno, le gusta ir de un lado a otro. Por esto se ha dirigido al señor Florian. Hace dos veranos que estamos en el Prater, ejecutando nuestros números de velocípedo como relleno entre los campeonatos de atletismo. Así que Ceece está ansioso por incorporarse a un espectáculo que nos permita viajar de nuevo. —Bueno, mientras los hombres hablan, venga conmigo, Daphne, y le presentaré a nuestro contingente femenino. Cecil explicaba ahora a Edge:
— Cuando visitamos el Hippodrome de París presentaban ese espectáculo del Viejo y Alegre Invierno («Feliz Holanda» o «Dulce Suecia» o algo por el estilo), con trineos, trajes de piel y todo. —Cecil rió; su risa parecía un gangueo educado: nuf, nuf, nuf—. Pero no les gustaba inundar y congelar su bonito suelo de parquet, así que todo el cuerpo de patinadores llevaba plimptons en lugar de cuchillas. ¿Conoce los plimptons, amigo? Después de todo, son un invento yanqui. —Me temo que no, amigo. No soy muy buen yanqui. —Bueno, pues en vez de poner cuchillas a las botas, se colocan pequeños calzos provistos cada uno de cuatro diminutas ruedas de madera. Uno se desliza, sencillamente, con tanta suavidad como sobre hielo. Y con práctica se pueden efectuar todas las piruetas que se hacen con patines de verdad. —Pero no sobre el serrín de una pista de circo. —No, no, amigo. Sobre el techo de nuestro remolque llevamos, además del tanque para el número del agua en llamas, un pavimento plegable de madera que en la pista se abre y forma un círculo. Así podemos dar vueltas, deslizarnos, hacer figuras artísticas y bailar juntos. —Estoy deseando verlo —dijo Edge con sinceridad. —Sí —asintió Florian—, pero los Wheeler han de notificarlo a su patrón actual, de modo que tenemos mucho tiempo para decidir dónde ponerlos en el programa. Ahora, Cecil, venga a conocer a sus futuros colegas. Para empezar, aquí están el Hacedor de Terremotos, Miss Eel y el joven Alí Babá. Yount sólo pudo gruñir y mover la cabeza porque estaba ensayando el número de sostener en lo alto a Agnete y Quincy mientras se contorsionaban. Agnete, de bruces sobre la mano derecha de Yount, asomó la cabeza por entre un revoltijo de sus propios miembros para sonreír y decir: «Bien venido.» Quincy, con el trasero sobre la mano izquierda de Yount, tenía las piernas estiradas en el aire, pero las separó lo bastante para sacar la cabeza entre ellas y decir tímidamente: «Hola.» —Muchacho simio —le dijo Cecil—, debes de ser una fuente de gran satisfacción para ti mismo. Pero ten cuidado de no cortártela de un mordisco. —Lo cual dejó a Quincy mirándole con fijeza, perplejo y preocupado. Cuando Cecil fue presentado a los Smodlaka, habló con amabilidad a Pavlo y Gavrila y acarició a los terriers que Pavlo le enseñó muy orgulloso, pero contempló con franca admiración a los albinos Sava y Velja, a quienes Gavrila estaba bañando en un tina de zinc. —Diantre, Florian —exclamó—, debería exhibirlos tal como están ahora: totalmente desnudos. Son pura porcelana... biscuit de Sévres. Nunca había visto unos cuerpos humanos blancos como la porcelana en toda su superficie. Los pezones de la niña, incluso el glande del niño...
—Stvarno ne —murmuró Gavrila, echándole una mirada recelosa y cubriendo a los dos niños con una toalla. Después de conocer a Willi y Rouleau, Cecil esperó al menos a estar fuera del alcance de sus oídos para hacer otra torpe observación: —Una pareja de maricas, ¿no? Florian dijo fríamente: —Volvamos y pregúnteselo a ellos. —Oh, no tengo nada en contra de los maricas, amigo —se apresuró a decir Cecil—. Como artistas, no hay nada que decir. Pero, óigame, ¿es buena política dejar que un mariquita le represente como emisario? Quiero decir, ¿qué clase de impresión...? —Herr Lothar ha realizado hasta la fecha un trabajo excelente para nosotros. Y Monsieur Roulette es indispensable. Sus vidas privadas no conciernen a nadie. —De acuerdo, de acuerdo. Son dos hombres adultos, después de todo. O dos adultos, sean lo que sean. i Nuf, nuf! El recinto del circo estaba atestado de gente que esperaba el momento de comprar entradas para la función inaugural y entretanto se apiñaba ante cada barraca, puesto y tenderete de la avenida. Las mozas de bar servían seidls de cerveza, los vendedores de limonada y helados alargaban cucuruchos de papel con sus productos, los braseros de salchichas teñían el aire de color azul y los pocos vieneses que no comían algo compraban fruslerías en las barracas, exactamente la misma clase de comida, bebida y souvenirs baratos que todo el Wurstelprater había estado vendiendo durante todo el verano, pero por lo visto el Florilegio era lo bastante nuevo para prestar otro incentivo al conjunto. Al fondo de la avenida el órgano de vapor humeaba y tocaba estruendosamente el Vals del delirio de Strauss, lo bastante fuerte para que lo oyera su propio compositor desde dondequiera que estuviese en la ciudad. Sobre la puerta principal de la carpa ondeaban al viento los alegres estandartes. A un lado, el Griego Glotón vomitaba pluma tras pluma de fuego; en el otro, Fitzfarris anunciaba su juego del ratón y hordas enteras se acercaban a codazos para hacer sus apuestas. Edge se dirigía hacia la marquesina cuando Florian y Lothar le interceptaron el camino. —Para tu información, coronel Ramrod —dijo Florian—, de hoy en ocho días cerraremos el circo al público en la función nocturna. Willi nos ha contratado para una representación privada y vendido todo el pabellón. —Bien, estupendo —contestó Edge—. ¿Una función especial para los ricachones?
—Ejem, no —dijo Willi—. La estoy gestionando y espero llegar a un acuerdo, pero no, esta función privada será para celebrar una boda entre mendigos. Estupefacto, dijo Edge: —Desde que estoy en este espectáculo, hemos reservado la carpa sólo en dos ocasiones. Una para el rey de Italia y otra para una bandada de predicadores en Virginia. ¿No serán los mendigos un descenso de categoría, incluso después de los charlatanes? —En absoluto —respondió Florian—. Los mendigos vieneses ocupan un lugar considerablemente más alto en la escala social que cualquier explotador rústico del evangelio. —Verá, Herr Edge —explicó Willi—, Viena es una ciudad tan rica que ni siquiera los lisiados necesitan pedir limosna, pero es una vocación aceptada. En este caso, el padre de la novia tiene su puesto reconocido en el puente de Piedra y su esposa en la Burgtor... que han heredado de sus padres y abuelos. Y su hija se casa con un prometedor joven mendigo que posee su propio lugar cerca del Albertina. La profesión es tan provechosa que estos orgullosos padres desean gastar miles de coronas en la boda. La ceremonia en San Esteban, la fiesta aquí en el circo y después la recepción y cena de gala en la carpa, Sacher servirá la cena, a la cual, dicho sea de paso, estamos todos invitados. —Bueno, debo admitir que me extraña —dijo Edge—, pero no puedo quejarme. Si alguna vez regreso a Virginia, sugeriré a los predicadores que se dediquen a otra profesión. —Se interrumpió y gritó—: ¡Eh, gusano! —Y agarró por el cuello al enano, que pasaba corriendo, vestido con el traje de baile del espectáculo complementario—. Esto es Viena. ¿Cuándo veremos ese gran número tuyo? —iAch, vamos, Edge! —rezongó el hombre bajito. —Herr Direktor! El gruñido se volvió lastimero. —Apiádese de mí, Herr Direktor. Stitches y Bumbum ya han construido la jaula, pero tengo que reunir los gatos... cogerlos uno por uno. Florian observó secamente: —Imagino que los gatos callejeros son más difíciles de coger que las niñas pequeñas. El Mayor Mínimo frunció el entrecejo, pero sólo contestó: —Quiero muchos gatos y hasta ahora sólo tengo cuatro y mi remolque ya huele como una cloaca. Logró desasirse de la mano de Edge y se escabulló. —Le daremos tiempo —dijo Florian—. Estoy tan impaciente como tú por perderlo de vista, coronel Ramrod, pero detesto perder a un artista antes de tener un sustituto. Me figuro que lo perderemos cuando los Wheeler se unan a la compañía.
—¿Todavía permite que la pequeña Sava haga el número de baile con él? —Sí. Creo que dijo la verdad cuando confesó que tenía miedo de abusar de ella. Pero he prevenido a Gavrila: nunca ha de dejar a Sava acercarse a él excepto durante el número de baile. Y a Velja tampoco. Los Hijos de la Noche tienen permiso para fraternizar con cualquier persona del mundo menos con el Mayor Mínimo. Después de la cabalgata final de la función de la tarde, cuando la tienda de Fitz se llenó de la habitual clientela masculina para ver el rapto de la Amazona Virgen por el Dragón Fafnir, Fitzfarris se sorprendió al comprobar que el público, por una vez, no era totalmente masculino. Entre los hombres, una bonita muchacha con crinolette y un sombrerito muy chic miraba con atención y dibujaba rápidamente en un cuaderno de bocetos con un carboncillo. Cuando la actuación terminó y los hombres salieron riendo con disimulo e intercambiando procacidades, como siempre, la muchacha se quedó, se acercó a Fitzfarris, que estaba en el estrado, y se fue haciendo más hermosa a cada paso que daba. Debía de tener unos veinte años y sus cabellos eran negros, sus ojos, violetas, y su figura, exquisita. Entonces Fitz se percató de que la acompañaba otra mujer de su misma edad, pero nada bonita. Tenía largos cabellos crespos, como el musgo negro, y parecía sumamente disgustada de hallarse en semejante lugar. —Bitte, mein Herr —dijo la chica bonita—. ¿Es usted el Herr Direktor de este espectáculo? —Lo soy, gnddiges Fráulein. ¿Puedo hacer algo por usted? —Desearía su autorización para hablar con la... con la Amazona Virgen. — Démosle un minuto para que meta al dragón en su guarida y entonces la llamaré. ¿Puedo preguntar...? Ella le enseñó el cuaderno en que, con líneas rápidas, mínimas y expertas, había dibujado a Meli y la pitón en varios de sus abrazos eróticos. —Me llamo Tina Blau y me gustaría preguntar a la dama si consentiría en posar para una pintura. —Ah, usted dibuja —aprobó Fitz—. Una afición muy propia de una señorita. ¿Y pinta, además? Acuarelas, diría yo. —iDiría usted! —le replicó la otra dama—. Qué condescendencia tan típicamente masculina. ¿Por qué no le da una palmadita en la cabeza? Debe saber que Tina Blau no es una damisela de invernadero que ocupa sus horas de ocio pintando delicadas acuarelas. Tina Blau es una pintora profesional y de renombre cada día mayor. — ¿Y usted? ¿Quién es usted? —preguntó Fitz, nada cordial. — Por favor —intervino Tina Blau—, disculpe a mi amiga. Es Bertha Kinsky, dirigente de la Sociedad para la Paz, los Jóvenes Liberales y la Sociedad contra la Represión de la Mujer.
— ¿Y es su mánager, Fráulein Blau? ¿O su guardiana? — No, no. Una amiga y patrocinadora. A veces los entusiasmos de Bertha son muy vehementes, pero... — iPuedo hablar por mí misma! —exclamó la otra—. Toda esta exhibición es una vergonzosa degradación de esa pobre mujer del escenario. Pero, Tina, si deseas pintarla, sólo quiero que este... este explotador sepa que eres capaz de hacerlo. —Y añadió, dirigiéndose a Fitzfarris—: iFraülein Tina Blau es una artista mucho más consumada que un vulgar decorador de bomboneras como el famosísimo Herr Makart! —Está bien, está bien, lo creo. —Fitz agregó con ironía—: Yo me pinto a mí mismo. —Y sacó un pañuelo con el que se frotó la cara, descubriendo la mitad de color azul. Los ojos violetas de Tina Blau se agrandaron y la temible Kinsky lanzó una exclamación ahogada. Fitz dijo—: Les traeré a la Amazona Virgen. Meli Vasilakis volvió a la tienda envuelta en una bata y con una expresión poco amistosa. Dadas las dificultades de lenguaje, Tina Blau tardó un poco en expresar su petición de que Meli y la pitón posaran para un retrato. —Ah, usted quiere un cuadro sucio. Yo haciendo zefyos con la serpiente. ¿Le ha gustado el cuadro sucio real? Hago zefyos con una serpiente real dos o tres veces por semana. Venga cuando quiera, observe, pinte. —Y se marchó con brusquedad. —No lo entiendo del todo —dijo Tina. —Francamente, yo tampoco sé qué ha querido decir —confesó Fitz—, pero nos quedaremos en Viena bastantes días, Fráulein. Venga otra vez, venga a menudo, gane su confianza y la conquistará. Cualquiera se dejaría conquistar por usted. En cuanto a mí, nunca había conocido a un pintor de verdad y creo que nunca había oído hablar de una pintora. Me complacería mucho ver algunas de sus obras. Ella le dirigió una mirada larga y reflexiva y luego le tendió una tarjeta. —Las señas de mi estudio. Vaya cuando guste, mein Herr. Fráulein Kinsky casi la estiró por el codo para sacarla de la tienda. La mirada de Fitz, que la seguía, tropezó con la mirada fija de Lunes Simms, que lo observaba desde el umbral con ojos de antracita. La función de aquella tarde atrajo tanto público —y también la de la noche y las de los días subsiguientes— que Florian convocó una reunión de sus ejecutivos en el furgón de la oficina para anunciar: —Caballeros, ésta será nuestra estancia más larga. Nos quedaremos todo el otoño, el invierno y quizá hasta bien entrada la primavera. Gran parte del Wurstelprater, las atracciones y demás, cierra durante el invierno, igual que los estadios deportivos y los restaurantes al aire libre del resto del Prater. No obstante, mucha gente de la ciudad continúa viniendo, incluso en los días de más nieve, para ir en trineo o para
patinar en el río y los estanques, y confío en que algunos nos visitarán. Aunque tengamos pocos espectadores durante el invierno, creo que prosperaremos más que incurriendo en el gasto y la molestia de viajar, montar y desmontar en comunidades menores. Además, Viena ofrece una gran riqueza de diversiones para nosotros y haremos bien en aprovecharlas. Nos brinda también todos los suministros y equipamientos que podamos desear para mejorar nuestro establecimiento y nuestro programa. Por ejemplo, Carl, puedes adquirir todos los productos químicos necesarios para elevar el Saratoga tan a menudo como deseéis tú y Monsieur Roulette. —Danke —dijo Beck—. ¿Poder también procurarme más instrumentos para la banda? Gustarme añadir instrumentos de madera para templar un poco los metálicos, y también de cuerda para los números más delicados, como el de Fráulein Eel. —Sí, compra lo que quieras. Sugiero que vayas a la tienda de ladrones de la tía Dorothy, donde encontrarás las mejores gangas. —Entonces necesitaremos más peones, director —terció Dai Goesle—. Entre el trabajo de la banda, el del globo, el de rutina y las tareas especiales como esa jaula para el enano, Banat y los otros eslovacos van muy apurados. Y recuerde que cuando venga esa gente de las ruedas, con todos sus accesorios... —Muy cierto, maestro velero. Di a Banat que reclute a más gente. Probablemente ya conoce los lugares de reunión de los eslovacos residentes aquí. —Hablando del enano —dijo Edge—, me ha dicho que tendrá los gatos suficientes cuando hagamos la función especial para la boda de los mendigos y que le gustaría presentar ese día su parodia del domador de leones. —No —respondió con firmeza Florian—. Una boda ha de ser una ocasión feliz. Reservaremos el debut del Mayor para una función de tarde en un día laboral, cuando los niños estén en la escuela y el público sea predominantemente adulto. —¿Quiere proteger de él a los niños? —preguntó Edge, un poco perplejo—. Diablos, estará en una jaula. Sin embargo, lo que usted diga, director. En aquel momento el Mayor Mínimo estaba dentro de una jaula, en el patio trasero, con una colección de sus gatos. Abner Mullenax los miraba con una mezcla de diversión, asombro y escepticismo. La jaula era una copia perfecta del furgón de Maximus, incluyendo las ruedas en forma de sol, pero hecha a la escala de la estatura del enano. En aquel momento Mínimo se esforzaba en pintar rayas negras y amarillas en un gato para que pareciese un tigre. El gato, por supuesto, agitaba las patas, mordía, arañaba y maullaba con todas sus fuerzas. Mínimo
maldecía con voz casi tan alta y recibía más salpicaduras de pintura que el gato. —Hombrecito —observó Mullenax—, si crees que vas a domesticar a un puñado de viejos gatos callejeros para que hagan un número, estás chiflado. Yo preferiría domar al león más salvaje de la selva. — Entonces, ivete a hacerlo! —chilló Mínimo—. Yo también preferiría eso a tener que pintar a estas malditas bestias una tras otra. Scheisse! He recibido más zarpazos y mordiscos de los que recibiría en cualquier selva. Pero sólo los quiero pintar, no domesticar. ¡En este número seré yo la estrella! 3 Autumn dijo, con un poco de tristeza: — Este es el último lugar, Zachary, donde podré pavonearme y alardear de ser tu experto guía turístico. —Se hallaban en el campanario norte, azotado por el viento, de la catedral de San Esteban—. El príncipe Metternich dijo una vez que al este de la Landstrasse comienzan los Balcanes. La Landstrasse es aquella calle que puedes ver junto al Stadtpark. Algunos afirman que dijo: «Allí empieza Asia.» En cualquier caso, nunca he estado al este de Viena, de modo que dondequiera que vayamos ahora será tan nuevo y desconocido para mí como para ti. — Bueno, lo has hecho muy bien hasta ahora y me has enseñado mucho —respondió Edge—, así que continúa. Pavonéate. Alardea. Enséñame cosas. Mientras daban la vuelta al balcón del campanario, ella señaló el distante palacio de Belvedere y la fábrica de pianos Bósendorfer, el antiguo monumento levantado en agradecimiento por el final de la gran plaga y el grupo de magníficos palacios cuyo centro era el Hofburg, el palacio del emperador. —Hay un lugar sobresaliente en Viena —dijo Edge— del que han oído hablar incluso los toscos soldados de caballería como yo. ¿Podemos verlo desde aquí? La Escuela Española de Equitación. Me gustaría muchísimo visitarla. —Es uno de los edificios que rodean el Hofburg. Propiamente es la Real Academia de Equitación de Invierno. La gente la llama española sólo porque su raza especial de caballos tuvo su origen en España. Como ves, tu guía ya vuelve a alardear. Pero nunca he estado allí. Muy pocos plebeyos la han visitado. Lo siento, querido, pero los caballos sólo son montados por oficiales con título del ejército imperial. E incluso la galería de espectadores está reservada para miembros de la realeza y la nobleza, o para invitados especiales del emperador con su autorización expresa.
—Maldita sea —gruñó Edge, decepcionado. Pero en seguida se animó— Ajá, me olvidaba. Tenemos nuestro propio noble residente. Y cuando él y Autumn volvieron al circo, buscó a Willi Lothar y le pidió un favor. —Bueno —respondió Willi—, conseguir tu Eintritt debería ser más fácil que lo que estoy gestionando ahora: la función para la realeza. Veré qué puedo hacer. —Cinco entradas, si puedes —dijo Edge—. Para mí, Autumn, Obie Yount, Clover Lee y Lunes Simms. Aquella noche era la función especial para los invitados a la boda de los mendigos, y en contra de lo que esperaba la mayoría de artistas, el público no tenía en absoluto un aspecto ramplón. Las personas que entraban en la carpa —alegre pero no tumultuosamente—iban tan bien vestidas como cualquier público burgués que asistiera a una ópera. Entre las figuras principales, el novio tenía una pierna de palo, pero la novia estaba entera y era bastante bonita, así como los padres, el padrino y la dama de honor y los más o menos doscientos invitados mendigos, de los cuales sólo una parte relativamente pequeña sufría alguna deformación o mutilación. Varios hombres sin piernas entraron sobre pequeñas plataformas con ruedas y algunos leprosos tuvieron que hacerlo en brazos de otras personas, pero incluso ellos vestían sus cuerpos inválidos con ropas elegantes y parecían disfrutar de la ocasión como todos sus colegas. — Diablos —dijo Fitzfarris—, creía que esta noche habría aquí más monstruos que en todo el Wurstelprater y quizá algunos aptos para reclutar, pero ninguno de éstos me parece material de exhibición. — Tengo entendido que el novio perdió la pierna en la última guerra —explicó Florian— y el gobierno, agradecido, le concedió el lugar para pedir limosna en el Museo Albertina en vez de una pensión. Es probable que la mayoría de antiguos mendigos obtuvieran sus puestos permanentes de un modo parecido, pero ahora estás viendo a sus herederos, hijos y nietos, casi todos sanos y verdaderos mendigos profesionales. Es de suponer que los pocos lisiados son, como el novio, nuevos en la profesión. El jefe de orquesta Beck y su banda, ahora muy aumentada, ofrecieron una lírica versión de la Marcha nupcial —que esta vez no era una señal de calamidad— mientras los invitados tomaban asiento o, si no podían sentarse, encontraban lugares cómodos donde apoyarse o ponerse en cuclillas. A continuación la banda tocó la obertura del Schuplattler y el cuerpo de bailarinas de sir John ejecutó su enérgica danza con palmadas en los muslos y todos los mendigos dotados de manos aplaudieron felices al son de la música. Por último Beck dirigió su juguetona versión de Greensleeves y dio comienzo la gran cabalgata.
El público de la noche llenaba apenas una quinta parte de la carpa pero, quizá porque se componía de una especie de artistas profesionales, aplaudió cada número con tanto ruido como se hubiera oído en un lleno total, y los espectadores dotados de pies hicieron con ellos el mismo bullicio. En el intermedio, a fin de ahorrar a los inválidos la molestia de salir a la avenida, Florian pidió a todos que permanecieran sentados y el espectáculo complementario se presentó en la pista. Más tarde, después de la cabalgata final, Florian indicó nuevamente al público que esperase y sir John llevó por primera vez a la carpa a Meli y la pitón para que representaran allí su tableau vivant. También era la primera vez que actuaban ante un público femenino en un cincuenta por ciento, pero no hubo ninguna queja; las mujeres silbaron y gritaron palabras tan obscenas como los hombres. Entonces llegaron al recinto del circo los furgones calientes o fríos del Jardín de Sacher. Una multitud de camareros vestidos de frac llevaron y juntaron inmensas mesas de caballete dentro y alrededor de la pista y las cubrieron con níveos manteles de hilo, platos de porcelana y cubiertos de plata. Seguidamente empezaron a colocar las bandejas de comida, estilo buffet, para que los invitados se sirvieran, pero había tanta abundancia que los camareros la sacaron por platos, siendo el primero ostras sobre un lecho de hielo. La gente del circo se mantuvo aparte, por supuesto, hasta que los mendigos hubieron llenado sus platos y los de sus colegas que no llegaban a las mesas, pero sobró mucha comida para todos los miembros de la compañía y del equipo. Mientras se comían las ostras, los camareros llevaron a las mesas grandes soperas de caliente sopa de tortuga. —Dios Todopoderoso —dijo Mullenax al ver la sucesión de platos: langosta á l'Armoricaine, truite au bleu con salsa veneciana—, si los mendigos locales comen así, ¿qué comerán los burgueses? —Ach, esto es probablemente una ocasión única en su vida —observó Jórg Pfeifer—. En general, si cenan fuera, es en el Schmauswaberl. —¿El vertedero de basura? —Bueno, no del todo. Es un restaurante en una callejuela, un almacén, en realidad, fundado en su tiempo para servir las comidas más baratas posible a los estudiantes locales, y su carta consiste exclusivamente en las sobras de las cocinas imperiales del Hofburg. Pero en estos momentos las soberbias viandas continuaban llegando: codornices estofadas, pollo a la francesa, ensaladas, cuatro vinos diferentes —Chablis, LafiteRothschild, champaña Róderer, Sherry Supérieure— y compotas, helados, puré de castañas, tortas Sacher y otros pasteles cubiertos de Schlagober, café, un surtido de quesos y frutas... Cuando todos —literalmente todos los miembros del circo y de su público— habían comido hasta saciarse, uno de los mendigos más
robustos se arrastró como un pato hasta el centro de la pista. Eructo, levantó los brazos, marcó el compás y todos los mendigos entonaron una melodía que era a todas luces un canto de agradecimiento hacia los anfitriones, pues había sido elegida para que gustase a los «americanos confederados»: !Oh, Susannah! 0 weine nícht um mich! Bumbum Beck envió corriendo al estrado a sus músicos para que cogieran los instrumentos y acompañaran al tumulto de voces: Denn ich komm von Alabama, Bring meíne Banjo für mich... — Es el tributo más bello que hemos recibido jamás —dijo Florian mientras los mendigos se acercaban, los que podían acercarse y los que tenían manos, para estrechar la mano de todos los componentes del Florilegio y expresar su más ferviente gratitud por el espectáculo—. Probablemente —añadió Florian— el tributo más sentido que recibiremos jamás de los ricos y poderosos. Al día siguiente Willi Lothar entregó a Edge cinco invitaciones fileteadas en oro, densamente grabadas con letras góticas. — Tus entradas para la Sala de Exhibiciones de la Academia de Equitación —dijo—. Las he obtenido del Graf Von Welden, pero no con tanta familiaridad como había pensado. Después de enviarle mi tarjeta, el maldito esnob me hizo esperar durante dos horas en su antesala como un vulgar solicitante antes de condescender en recibirme. — Bueno, pues muchas gracias por tomarte tantas molestias. Willi rió, divertido. — Oh, me he vengado de la afrenta. En la antesala había un loro en una jaula y pasé el rato enseñándole a repetir todas las palabras sucias que sé en todas las lenguas que conozco. Espero que os guste la exhibición. Así aquella tarde Edge, Autumn, el ex sargento de caballería Yount y las équestriennes Clover Lee y Lunes se sentaron entre un grupo de espectadores presumiblemente nobles en la galería de columnas que dominaba la media hectárea de pista de casca, mientras una orquesta de cuerda tocaba en la logia y ocho oficiales con magníficos uniformes guiaban a sus ocho magníficos sementales a través de una serie de extraordinarios pasos. Inmediatamente después de entrar, los jinetes levantaron con reverencia sus bicornios hacia el palco imperial vacío de la galería.
— No saludan al emperador actual —murmuró a los otros Autumn— sino que rinden homenaje al emperador Karl, que fundó la academia hace unos ciento cincuenta años. Ahora... ya os he dicho absolutamente todo lo que sé sobre el espectáculo. A partir de este momento tendréis que explicármelo los de caballería y las amazonas. Por ejemplo, pensaba que todos los caballos Lippizanos eran blancos y veo que algunos de éstos son plateados o gris pálido. — Pocos caballos nacen blancos, miss Autumn —murmuró Yount—. Por lo que he oído decir, éstos nacen de color gris y tardan de seis a ocho años en pasar del color de humo al blanco puro. Así que los menos claros son los más jóvenes. Mientras la orquesta tocaba valses, minués, fragmentos de ballets, gavotas y carruseles, los ocho caballos iban al paso, al trote o a medio galope formando intrincadas figuras con una perfección tal, que cada caballo y jinete parecía la imagen reflejada de los otros. A veces los caballos cruzaban las manos y bailaban de lado; otras daban una especie de paso alto que era casi un brinco. Cualquiera que fuese el baile, siempre que dos o cuatro o los ocho caballos a la vez se encontraban era en un punto geométricamente preciso de la arena rectangular. — Mira cómo marcan el paso —susurró admirada Clover Lee—. Si los observas bien, es una especie de doble acción muy suave. Primero posan el casco y luego pisan con todo el peso del semental. Y lo hacen a cualquier paso, lento o rápido, cuando un caballo corriente avanzaría con torpeza. Lunes, ¿te fijas? — Sí, me fijo —respondió Lunes en tono arisco. Parecía tan seria que Edge se abstuvo de preguntarle qué le ocurría. En un estudio de techo alto y numerosas ventanas, aireado y luminoso de la Marxergasse, Fitzfarris decía: — Sus pinturas son realmente bellas, Fráulein Blau. No hablo como experto, pero admito que su masculina amiga tenía razón. — ¿Masculina? No es un marimacho, si se refiere a eso. Bertha intenta simplemente ser brusca, ceñuda y nada femenina para que sus ideas y opiniones sean tomadas en serio como las de un hombre. —Bueno, su opinión del trabajo de usted es acertado. Ojalá pudiera comprar unas de estas pinturas... aunque son... enormes. Y yo vivo en un pequeño remolque. De todos modos, ¿cuánto cobra por ellas? —Por la que está mirando ahora, Nachthimmel, cien coronas de oro. Fitz tragó saliva y la miró con fijeza. —Más de lo que costó el remolque. —Mire —dijo ella con voz dulce y con los ojos violetas suaves como el terciopelo—, este pequeño dibujo al carbón de un único clavel de
tamaño natural. Es lo bastante pequeño para caber en su vehículo. Y no es caro. —Es bellísimo, Fráulein Blau, pero... —Llámeme Tina. —Ejem, Tina... el dibujo... ¿cuánto vale? —Lo que usted desee darme. —Esbozó una deliciosa sonrisa—. Cualquier cosa. —¿Cualquier cosa? —Cualquier cosa. —¿Te fijas bien, Lunes? —insistió Clover Lee—. Lo que hace ahora ese semental se llama «aires sobre el suelo». Mi madre me lo contó todo sobre... —Se interrumpió—. Mírale ahora. Esto es la /evade. El caballo baja la grupa, levanta las manos y mantiene la posición. Probablemente podría quedarse así todo el día, con el jinete sobre sus lomos. Ojalá alguno de nuestros rocines fuera... —iFijaos en él! —exclamó Yount—. iEn mi vida he visto a un caballo haciendo algo semejante! —La courbette —dijo Clover Lee—. Partiendo de la /evade, sin posar las manos, salta sobre las patas traseras como un canguro. Sólo que es mucho más bello que cualquier canguro. El mismo semental, después de saludar graciosamente para agradecer el comedido aplauso de los espectadores, fue conducido fuera de la arena y entró otro en su lugar. Este, después de calentarse saltando y corveteando, hizo algo que parecía aún más imposible para cualquier animal mayor que una cabra. Galopando, dio repetidos saltos y, cuando tenía las cuatro patas levantadas del suelo, coceaba violentamente hacia atrás con las traseras. Cada vez daba la impresión de flotar mágicamente en el aire en aquella graciosa postura, como un caballo heráldico de una moneda o un escudo antiguo. —iDios mío! —exclamó Yount. — La capriole —dijo sin aliento Clover Lee. Incluso la sombría Lunes profirió: — iOh, no! — Os puedo contar algo sobre ese salto de cabriola —terció Edge—. No se inventó sólo por su belleza. A menos que se trate de una leyenda, este salto se remonta a los caballeros de la antigüedad. Si un caballero era perseguido por el enemigo, ordenaba a su caballo al galope que diera esta coz hacia atrás contra sus perseguidores. El programa concluyó con la arena llena otra vez de sementales que ejecutaban un ballet de conjunto al son de la Osterreichischer Grenadiersmarsch. Entonces los espectadores bajaron las escaleras y salieron fuera, entre los arcos abovedados de una de las entradas para carruajes del Hofburg.
— Tenemos tiempo antes de que debáis estar de vuelta para la función nocturna —dijo Autumn—. Vayamos a tomar café al Griensteidl. Cuando llegaron allí y se sentaron en una banqueta tapizada de felpa, un camarero muy viejo puso en silencio frente a cada uno de ellos, sin que se lo hubiesen pedido, un vaso de agua, una maciza jarra de café negro, un plato con terrones de azúcar y una cucharilla. También colocó sobre la mesa un fajo de periódicos, cada uno sujeto a una varilla de madera, y se alejó arrastrando los pies. — No tan solícito como los camareros del Sacher, ¿verdad? —comentó Edge. —Oh, mucho más —dijo Autumn—. Podríamos permanecer aquí sentados el resto del día y hasta la hora de cerrar por la noche y el Herr Ober vendría de vez en cuando a llenar nuestros vasos de agua y traer más café, si se lo pedíamos, o cualquier otra cosa que pudiéramos desear, y más periódicos, si habíamos terminado éstos, y todo sin presionarnos nunca a hacer más consumiciones. De todas las características típicas de Viena, el café vienés es la más gemütlich. Y cada café tiene su clientela tradicional. Dunel es para los ricos v famosos, Landtmann para los intelectuales y a éste acuden los jóvenes aspirantes a autores, pintores y músicos. Edge miró a su alrededor y vio que así era, en efecto. Por lo menos todas las paredes del café estaban cubiertas de pinturas y dibujos sin enmarcar, inconfundiblemente obras de artistas todavía inmaduros, porque incluso él podía ver su ineptitud. Había carteles que anunciaban exhibiciones de arte, recitales de poemas y cosas por el estilo, y un tablón de corcho cubierto de tarjetas y papeles escritos a mano. Edge se levantó para leerlos. Por lo que pudo entender, la mayoría anunciaba la disponibilidad de diversos estudiantes como tutores de música, dibujo, baile, composición literaria, incluso caligrafía. Algunos, sin embargo, eran simples comunicaciones garabateadas en varias lenguas, incluyendo el inglés: «¿Vende alguien un pincel de marta a buen precio?» y «Gertrud, ¿cuándo me devolverás mi Schiller?» Los clientes sentados en banquetas o ante mesas con superficie de mármol eran en su mayoría hombres y mujeres jóvenes bastante andrajosos, pero Edge no habría podido adivinar cuáles de ellos serían alguna vez alguien. Algunos estaban solos, leyendo los periódicos y revistas que el café ofrecía gratis, pero la mayoría se sentaban en grupos y hablaban con calor sobre temas al parecer serios y trascendentales. Y había tantos que fumaban pipas o cigarrillos que una capa de humo azul flotaba entre el techo y el suelo de la habitación. Cuando Edge volvió a su sitio, Autumn decía: —... casi todos los cafés de Viena son hospitalarios incluso para con las mujeres que no van acompañadas, lo cual es una rareza entre los locales públicos europeos.
—Muy bien —dijo Clover Lee, que examinaba uno de los periódicos diseminados sobre la mesa—. Vendré con Domingo para que me traduzca esos «anuncios personales». Quizá algún duque está buscando esposa. —Pues yo no voy a quedarme aquí hasta la hora de cerrar —dijo Lunes—. Tengo cosas que hacer. Así pues, tomaron un fiacre para volver al Prater, donde Florian llamó inmediatamente a Edge. —Cecil y Daphne Wheeler han terminado su número en la arena y acaban de aparcar su remolque en nuestro patio trasero. Los pondremos en el programa de mañana en la función de la tarde. Si estás de acuerdo, coronel Ramrod, me gustaría que empezaran la segunda parte. Así los peones tendrán tiempo suficiente durante el intermedio para colocar el parquet de patinaje y el tanque en llamas. Además, sólo para esta función, traslada a Barnacle Bill y sus animales al final del espectáculo y en seguida después el Pequeño Mayor Mínimo en su parodia de esta última actuación. —¿Desairará a la «Cenicienta» de Lunes para dar al gusano el número final, el puesto estelar? —Sólo por esta vez. Hazme caso. Al ser lectivo el día siguiente, el público de la función de la tarde se compuso, como Florian había predicho, casi por entero de hombres y mujeres adultos. Sólo había unos cuantos niños en edad escolar; los otros eran muy pequeños o lactantes. Los patines de ruedas de los Wheeler eran algo único en un circo y ni siquiera los espectadores que podían haber visto actuar antes a la pareja en el estadio de atletismo del Prater se habían cansado de admirarlos y aplaudirles. Por separado o juntos, Cecil y Daphne ejecutaron todas las figuras propias del patinaje sobre hielo —en el reducido espacio de su parquet circular—: el águila grande, las piruetas en posición de sentados, las estrellas de cuatro puntas. Luego, de frente e inclinados hacia atrás con las manos cogidas, giraron a tal velocidad que se convirtieron en un borrón de brillantes lentejuelas rojas. Y entonces Cecil, sujetando a Daphne por una muñeca y un tobillo, siguió girando hasta que ella levitó y voló alrededor de él como un pájaro rojo en un vertiginoso vuelo. Previamente Cecil había dado al director de orquesta la partitura para el acompañamiento de su número y Beck había leído el título en voz alta con una especie de horror: —i 0h, Emma! i Oye, Emma! —No se disguste, amigo. La letra es atroz, de acuerdo, «Emma, me pones en un buen dilema», pero nosotros no la cantamos. La música es alegre y bulliciosa. Tiene que serlo para ahogar el ruido de nuestras ruedas de madera sobre el suelo de tablas. Y mientras sus muchachos
hacen este estruendo, da la impresión de que nosotros patinamos en silencio y, bueno, el número resulta más estético, ¿sabe? El número del velocípedo de los Wheeler se hizo al son de una música menos vulgar, más a gusto de Beck: la bourrée de Fuegos artificiales de Handel. El velocípedo en sí no era para los espectadores una novedad tan grande como los patines, pero aun así nadie hasta entonces lo había visto montar con osadía, sino muy despacio incluso por los jóvenes deportistas más temerarios que se exhibían en las avenidas y senderos para caballos del parque. Lo que Cecil hacía con él era muy diferente. No se limitaba a pasear alrededor de la carpa, sino que hacía describir al pesado velocípedo vueltas cerradas, frecuentes retrocesos y levantarse a veces sobre la pequeña rueda trasera, mientras Daphne, en pie sobre sus hombros, adoptaba posturas artísticas y se colocaba cabeza abajo sin vacilar siquiera durante las maniobras más violentas de Cecil. Cuando saltó ágilmente al suelo para saludar, un peón aplicó una antorcha al agua cubierta de petróleo del tanque, que tenía casi dos metros de diámetro y había sido colocado donde era más visible para el público. Cecil dio varias vueltas a la pista pedaleando furiosamente, cada vez más de prisa, hasta que por fin se dirigió hacia un bloque de madera clavado previamente en el suelo. La alta rueda delantera con llanta de hierro del velocípedo chocó contra ella a toda velocidad con un impacto que no necesitó el ibum! del tambor para prestarle énfasis y se detuvo en seco. Como lanzado por una catapulta, Cecil voló por encima del manillar y se sumergió en el tanque cubierto de llamas y humo, que aumentaron con la zambullida, y allí desapareció... porque permaneció bajo el agua durante el tiempo que tardó en extinguirse el fuego. Entretanto Daphne había cogido el velocípedo cuando se caía, de modo que se hallaba junto al tanque cuando Cecil emergió... y los gritos del público retumbaron bajo la cúpula. Edge habría querido que la cúpula fuese más alta porque ahora la carpa estaba llena de un humo acre y la gente tosía y se frotaba los ojos. Tocó el silbato para que el Hanswurst, el Kesperle y la Emeraldina hicieran su número de la pértiga como relleno mientras los eslovacos sacaban de la pista los accesorios de los Wheeler y se disipaba el humo. Cuando se hubo dispersado, Edge advirtió que Florian estaba cerca de la puerta principal con un policía de uniforme. Como parecían conversar amablemente, Edge supuso que el agente había sido destinado allí por «las autoridades» para vigilar que el tanque en llamas no representara ninguna amenaza para la seguridad pública. Edge silbó para que comenzara la siguiente actuación —los Smodlaka y sus perros—, pero el policía no se movió de su sitio. Después de los aplausos en honor del último número verdadero — Barnacle Bill y el león, los tigres, el oso trompetista y los elefantes que formaban un puente— y de que los peones se hubieran llevado las
jaulas, la banda empezó a tocar el «Grand Scherzo» de Gottschalk y el Pequeño Mayor Mínimo hizo su gran entrada. Llevaba su elegante traje de gala habitual y su bigote postizo, pero había añadido un parche como el de Mullenax sobre un ojo. Sentado sobre su furgón en miniatura, del que tiraba el caballo enano, azuzaba a Rumpelstilzchen con un látigo de juguete de uno de los tenderetes de la avenida. La jaula parecía realmente llena de gatos porque todos se agarraban frenéticamente a los barrotes, con las fauces muy abiertas, quizá dando alaridos, inaudibles a causa de la música y las carcajadas que saludaban su aparición. El pelaje de todos los gatos estaba húmedo y erizado por la pintura que los había rayado de amarillo y negro. Mínimo dio una vuelta a toda la carpa y luego entró en la pista y se detuvo en el centro. Se apeó del furgón de un salto, saludó varias veces con gran ampulosidad y se dirigió a la puerta trasera de la jaula haciendo restallar el látigo para apartarlos de ella. Los tres payasos cassecou, que estaban al lado de Edge, exclamaron en sus respectivas lenguas: «Pozor!», Spenz; «Oy gevalt!», Notkin; «Porto dio!», la mujer payaso, que agarró la manga de Edge: —¿Entrará dentro? Signor direttore, no debe permitirlo. —Ha sido idea suya, Nella —contestó Edge— y le ha costado mucho trabajo. ¿Por qué habría de detenerle? Florian dijo que este número era popular en tiempos medievales. Ella insistió con tanta urgencia que olvidó el inglés: —En tiempos medievales, sí, la diversión más popular eran las ejecuciones públicas. Un sistema de ejecución consistía en atar al criminal dentro de un saco lleno de gatos, y éstos luchaban por salir y... ohimé, demasiado tarde. Ya ha entrado. Así era, en efecto, y Mínimo cerró la puerta de golpe tras de sí. Le vieron de un modo confuso azotar a los gatos con el látigo para que bajasen de los barrotes al suelo con objeto de que todos pudieran verle mejor. Cuando tuvo a los veinte gatos agazapados a sus pies, levantó los brazos en forma de V y la banda paró la música con un acorde victorioso. Entonces uno de los gatos dio un salto, arañando la cara de Mínimo al pasar por su lado. De un solo zarpazo le arrancó el parche del ojo y el bigote y le dejó un rasguño rojo en la mejilla. El público se rió de esto, pero por encima de las risas se oyó una voz infantil gritando con claridad: —Papa! Ist der Knabe! Er brachten mir zum Nacktheit! (iPapá! ¡Es el chico! ¡El que me hizo desnudar!) La risa del público se convirtió en murmullos de perplejidad. Mínimo, sin disfraz, vacilaba entre los gatos callejeros que chillaban y escupían, con el rostro tan pálido que el arañazo lanzaba destellos rojos. —Che cosa c'e? —preguntó Nella—. Una niña grita que es el chico que la desnudó. ¿Acaso quiere decir que...?
—Maldita sea —gruñó Edge—, el hijo de puta también lo ha hecho aquí. La niña seguía gritando, excitada, y se oyó una voz más fuerte — seguramente la de su padre— y todo el público empezó a murmurar. Dentro de la jaula, Mínimo tuvo un arrebato de furor. Como si pegase a su pequeña acusadora, azotó a los gatos con violencia y desesperación. Pero no por mucho tiempo. Ahora no saltó un solo gato, sino todos. Mínimo se mantuvo en pie unos momentos, pero invisible entre una masa negra y amarilla que se retorcía y maullaba con frenesí, ahogando los gritos del enano. Entonces la masa se desplomó sobre el suelo de la jaula, pero continuó agitándose, gritando y profiriendo alaridos. El caballo enano empezó a relinchar lastimeramente y a saltar entre los tirantes del furgón. Los murmullos de la multitud se convirtieron en gritos y chillidos y muchos empezaron a empujar para bajar de las graderías y abandonar la escena. Y entonces el tumulto fue dominado por la estentórea Marcha nupcial de la banda. El policía entró corriendo en la pista y metió la porra entre los barrotes de la jaula en un intento infructuoso de detener a la masa peluda y frenética. Varios peones se acercaron con palos para hacer lo mismo. Florian y Edge también corrieron para desenganchar a Rumpelstilzchen antes de que huyera con el furgón. Un eslovaco acudió con un cubo de agua y lo vació contra la jaula, pero ni siquiera esto intimidó a los enloquecidos gatos, que continuaron dando zarpazos y rasgando, y ahora el rojo de la sangre teñía sus rayas negras y amarillas. En toda esta confusión pasó un rato antes de que a uno de los hombres que corrían alrededor de la jaula se le ocurriera abrir la puerta. Al parecer esto fue lo que querían los gatos, que salieron en tropel como una oleada negra, amarilla y roja, y luego se dispersaron en todas direcciones como líneas policromas. Los espectadores que aún no pugnaban por salir de la tienda lo hicieron ahora, cuando los gatos ensangrentados saltaron entre ellos. Los hombres entraron en la jaula para ver qué quedaba en el suelo encharcado de sangre: el látigo de juguete del Mayor Mínimo, su bigote y el parche del ojo, fragmentos de su ropa —pocos de los pedazos eran mayores que el parche— y un trozo de carne viva, dentada, casi hecha pulpa, de un rojo azulado, que podría haber sido carne de gato fresca de no ser porque aún llevaba zapatos de baile negros y lustrosos. Cuando en la carpa ya no quedaban espectadores y la banda estaba silenciosa y la mayoría de miembros del circo también se habían marchado, víctimas de la náusea, Florian y el policía hablaron solemnemente en alemán. —Comprenderá, hermano —dijo el oficial, sacando una libreta de notas—, que debo redactar un informe sobre lo ocurrido. —Por supuesto, hermano —contestó Florian con calma—. Cumpla con su deber hasta el último detalle.
—¿El difunto era de la profesión? —No. Una piedra sin tallar. —¿Tiene parientes próximos? —No que yo sepa. Ni siquiera sé con seguridad quién era. Mire, aquí está su salvoconducto. Tenía muchos nombres: Mínimo, Wimper, Reindorf y otro en una lengua ininteligible. —Hum. Con tantos alias es posible que fuese un fugitivo de la justicia. En este caso, hermano, podrían formularse muchas preguntas oficiales. Sin embargo, los hijos de la viuda deben mantenerse firmemente unidos. Además, como usted me invitó a ver la actuación y he contemplado el desgraciado episodio con mis propios ojos, puedo informar, sin faltar a la verdad, reglamentariamente, de la muerte puramente accidental de una persona desconocida. Esto hará innecesaria una investigación. —Así la espiga está en la caja y la caja en la espiga. Se lo agradezco, hermano. —Desgraciadamente, también significará que el difunto debe ser enterrado como los suicidas sin identificar que se encuentran flotando en el Danubio. Sin sacerdote ni rabino, sea cual fuere su religión, sin servicio ni sacramento, sin lápida e incluso sin plañideras profesionales, en el cementerio municipal de los sin nombre. —Carecía de nombre. No podemos llorarle. —Mandaré a hombres de la oficina del forense. ¿Desear donar un ataúd, hermano, o lo echamos a la fosa común con los muertos del día? —Donaré el furgón de la jaula como su ataúd. Los hombres del forense podrán llevárselo en él. — Sehr gut. El signo está hecho, el signo está cortado —dijo el policía—. Con su permiso, me iré a hacer las gestiones. Florian repitió a Edge las partes relevantes de esta conversación y luego llamó a algunos eslovacos para que aparcaran el furgón y su contenido en algún rincón del patio trasero, fuera de la vista de todo el mundo. — Stitches y Bumbum no estarán muy contentos —observó Edge—. Dedicaron muchas horas a este trabajo. —Estarían mucho menos contentos si nos acusaran a todos de ocultar a un criminal. Por suerte pude distraer al agente cuando aquella niña se puso a gritar. Y ella y su papá se han ido con el resto de los patanes y ahora no hay ningún criminal a quien acusar. Di a todos, Zachary, que los artistas y peones que lo deseen pueden vestirse y cenar conmigo antes de la función nocturna. Una buena cena en el café Heinrichshof, para quitarnos el mal gusto de boca. — Para celebrarlo, querrá decir. A veces tiene mucha sangre fría, ¿verdad?
— Suena mejor en francés, amigo mío. Sangfroide. Lo único que he hecho es quedarme tranquilamente al margen y dejar que el destino hiciera su trabajo. No todos acompañaron a Florian al restaurante. Autumn y Edge cenaron en su remolque, como de costumbre; algunos habían perdido por completo el apetito y otros ya habían abandonado el recinto del circo. En un Beisl sucio y barato de la Rotenthurmstrasse. Mullenax estaba sentado a una mesa con una mujer joven, gorda y sonrosada en sus rodillas. Tenía una mano bajo sus enaguas, con la otra bebía repetidos sorbos de schnapps y su único ojo estaba enrojeciendo mientras murmuraba cosas que ella no podía comprender. —Dios, sólo eran gatos callejeros y mira lo que han hecho. Mis gatos son mucho mayores que los suyos. Piensa en lo que podrían hacer los míos. Y la gente no para de decirme: «Abner, ¿por qué has de emborracharte antes de cada función?» Dios mío. Ja, ja, Gigerl —dijo la mujer en tono consolador, y sugirió—: Du hast etwas Fotze nótig. —Y señaló hacia el piso superior. — Y ahora ese maldito inglés ha venido al espectáculo con un número de fuego que hace sombra a Maximus. Tengo que inventar algo mejor. La mujer removió su vasto trasero y preguntó, zalamera: — Bumsenbumsen? —Frunció lascivamente los labios—. Pussl ¿pus' geblassen? —Trató de levantarlo de la mesa—. Kommst du und kmmst.
Tina Blau apoyó la cabeza despeinada en su mano, dejando que la sábana descubriera sus pechos de marfil, y preguntó en tono travieso: —¿Los hombres azules sólo hacen el amor por las tardes? Fitzfarris, acostado junto a ella en la cama del estudio, inquirió perezosamente: — ¿Las pintoras sólo hacen el amor con hombres monstruosos? — Sólo con los azules. Mi nombre significa azul. Estábamos destinados el uno para el otro. Pero a veces podrías visitarme al anochecer para no interrumpir mi trabajo. —Lo siento, Tina. Entre las funciones tengo mi único tiempo libre. Después de la función nocturna me esperan... deberes, responsabilidades... que no puedo eludir. Una de estas responsabilidades se hallaba en aquel momento entre los otros invitados de Florian en las mesas del Heinrichshof y ella era la única que guardaba silencio mientras los demás miembros del circo hablaban del fin sensacional de la función de la tarde. Lunes estaba un
poco separada, con el aspecto de un pequeño nubarrón, y de vez en cuando dejaba caer una lágrima en el plato. Cuando los artistas y peones volvieron a reunirse en el circo, Banat, que había permanecido allí tercamente para ejercer sus funciones de vigilante, llevó aparte a Florian para informarle de que «los hombres del Leichenbeschauer» ya habían ido a llevarse los restos de Mínimo. —Muy bien. Aún tenemos su caballo y remolque, que ahora ya debe apestar a orina de gato. ¿Queréis tú y tus muchachos vaciarlo de todas sus pertenencias y quemarlas? Limpiad bien el remolque, pintadlo con nuestros colores y ya decidiré qué podemos hacer con él. 4 El Herr Doktor Von Monakow recibió a Autumn y Edge con una pequeña y solícita sonrisa de bienvenida. Les indicó que tomaran asiento en las dos sillas que había frente a su mesa y su expresión no cambió cuando Autumn se levantó el velo, limitándose a preguntar: —Gnüdige Frau, ¿tiene el diagnóstico previo de algún médico sobre su enfermedad? —Sí, el de dos. Uno parecía inseguro y me remitió a usted, Herr Doktor. El otro la identificó como una dolencia fibroide, o algo así, y me anunció que moriría pronto. Pero ya han pasado meses. Von Monakow meneó la cabeza. —Creo que no morirá hasta que haya alcanzado la vejez. —Edge se animó de modo perceptible; Autumn parpadeó. El médico siguió hablando—: Dígame. Mucho antes de declararse esta enfermedad... en su adolescencia... ¿tenía muchas Sommersprosse? Ejem... pecas. ¿Tenía muchas pecas en la piel? — Pues... no sé... —respondió Autumn, un poco perpleja—. En realidad nunca me fijé mucho... — Perdóneme, Herr Doktor —terció Edge—. Yo sí que me fijé. Nunca ha tenido muchas pecas, y todas en... bueno, lugares donde no constituyen un defecto. Apenas se ven. —Sólo en las axilas, ja? Edge y Autumn le miraron fijamente como si fuera Magpie Maggie Hag haciendo uno de sus repentinos presagios. Continuó: —No pretendo ser un mago; sólo me guío por los síntomas. Si hubiese venido a verme en su adolescencia, Frau Edge, podría haberle predicho el comienzo de esta enfermedad, aunque en modo alguno impedido su evolución, simplemente por esa inusual distribución de las pecas. —Suena como una brujería —murmuró Autumn con respeto. —Nein. Ni siquiera figura entre mis especialidades de miopatía. Es una dolencia muy rara y sólo un médico joven, Von Recklinghausen, de
Berlín, la ha estudiado a fondo. Pero yo me mantengo al corriente de sus monografías y artículos en las revistas médicas. Quizá algún día publicará la buena noticia de un tratamiento. O una medida preventiva. O una curación. —¿Tratamiento de que? —inquirió Edge—. ¿Qué es? —En la actualidad no tiene ni siquiera un nombre. No cabe duda de que con el tiempo, siguiendo la tradición médica, se llamará enfermedad de Recklinghausen. De momento lo único que sabemos es que se trata de una dolencia nerviosa, incurable y evidentemente congénita. Suele aparecer en el recién nacido, pero puede estar latente hasta que la víctima llega a su edad, Frau Edge. Los filamentos de los nervios empiezan a espesarse y a desarrollar tejidos tumorosos tanto de carne como de hueso... Ach, para no ser demasiado técnico, no es una enfermedad mortal. No morirá. Al menos no de esto. — Entonces, ¿qué me ocurrirá? El médico se quitó los quevedos y se frotó los ojos. —Por desgracia, la deformidad facial y craneal no desaparecerá, sino que se intensificará. Dentro de un tiempo, la distorsión será aparente en otras partes de su cuerpo, brazos, piernas, tronco, donde quiera que haya nervios afectados, y todo nuestro cuerpo está recorrido por nervios. —¿Y no se puede hacer nada? —preguntó Edge, casi implorante. —Siento decirlo, pero muy poco. —El médico se dirigió de nuevo a Autumn—. Siga llevando el velo. Cuando éste sea insuficiente para ocultar las deformidades, los bultos y distorsiones, podemos recurrir a su extirpación quirúrgica. A cortar las excrecencias más visibles. Pero esto sería sólo una mejoría pasajera, como comprenderá y tendría que hacerse muchas veces durante su vida. Autumn dijo, desesperada: — El último médico a quien consulté me prometió por lo menos una muerte temprana y misericordiosa. Dios mío, ¿me está diciendo que puedo vivir cuarenta o cincuenta años más? ¿De esta manera? ¿Y empeorando? ¿Y teniendo que ser podada de vez en cuando, como un árbol que crece torcido? Y el pobre Zachary estará siempre... —Al infierno con el pobre Zachary —dijo Edge con firmeza—. Acaban de hacerme rico. —Se inclinó, puso una mano afectuosa sobre su rodilla y miró sin parpadear el terrible semblante—. Estás viva, Autumn, y seguirás viva. No te perderé. Desde aquí iremos directamente a Sacher para encargar la fiesta más grande que se haya dado jamás en Viena. Incluso aprenderé a bailar el vals como es debido. Ella guardó silencio, pero le devolvió la mirada. Era imposible decir si su expresión revelaba tristeza o gratitud. Entonces dejó caer el velo para ocultarla.
—¿La puedo examinar ahora, Frau Edge? —dijo el médico—. Para asegurarme de que no hay complicaciones secundarias... —Por favor, Herr Doktor —contestó ella con un hilo de voz. ¿Podría... podría aplazarlo para otro día? Me ha dado ya... mucho que digerir... a lo que adaptarme. —Pues claro. Lo comprendo. Fríulein Voss le concertará otra cita. Auf Wiedersehen. En el fiacre que los llevaba de nuevo al Prater, Autumn habló muy poco, respondiendo con murmullos a los intentos de Edge para entablar una conversación alegre: «Podría incluso aprender a bailar antes de dar la fiesta», o a sus sugerencias optimistas: «Más adelante podríamos ir a Berlín a ver a ese otro especialista...» Cuando se apearon del carruaje en el patio trasero del circo, varios miembros de la compañía y el equipo llamaron en voz alta e hicieron señas a Edge desde la puerta trasera de la tienda de la mínagerie. —Ven, te ayudaré a entrar y me iré a ver qué quieren —dijo a Autumn, y la besó a través del velo—. Acuéstate y descansa. Vuelvo en seguida. Había un nutrido grupo frente a la cuadra de los caballos y Florian, Hannibal y Yount estaban arrodillados sobre la paja, examinando a un caballo muy flaco que yacía de lado, respirando con estertores. —Es el viejo jamelgo que tira del remolque de los payasos cassecou — explicó Florian, levantándose y sacudiéndose el polvo de las rodillas—. Pero antes que nada, ¿qué noticias hay de Autumn? —Me temo que no mejorará, pero vivirá, y esto es lo único que importa. —Edge se agachó para examinar al caballo—. Este pobre animal, en cambio, no vivirá. —¿Sabe qué le pasa, mas' Edge? —preguntó Hannibal. —Espero que no sea muermo —dijo Yount—. Podríamos perder a todos los animales que tenemos y quizá a uno o dos de nosotros, además. —No. Mírale los dientes... los que le quedan. Creo que se muere simplemente de viejo. Lo mismo que haremos todos, con el tiempo. Florian dijo a los payasos: —Lo siento, Nella... Bernhard... Ferdi. Como es natural, os conseguiremos otro caballo. Pero ya que hablamos de esto, Nella, ¿no te gustaría cambiar de vehículo y de compañía? Ahora nos sobra un remolque. —Grazne. Danke. Gracias —contestó ella, ruborizándose—, pero ya he hecho el traslado. A la caravana del signor LeVie. —Ah... bueno... perdona la intromisión. Y mis mejores deseos para ambos. Zachary, ¿puedes hacer algo para abreviar la agonía del caballo? —Acabar con él rápidamente será lo mejor —contestó Edge, levantándose—. Todas mis armas están en el remolque. Voy a buscar una.
Ya caminaba hacia allí cuando oyeron un solo disparo en aquella dirección. Edge quedó paralizado un instante, murmuró «iOh. Dios!» y habría echado a correr si Florian no le hubiera cerrado el paso. —Será mejor que vaya yo. Obie, Shadid, encargaos de que Edge no se mueva de aquí. Es una orden. Yount rodeó a Edge con sus grandes brazos y el turco apareció a su lado mientras Florian se alejaba corriendo. —iMaldita sea, suéltame! —gritó Edge, pugnando con fuerza por desasirse—. Y esto sí que es una orden, sargento. —Lo siento, coronel —dijo Obie—, pero las órdenes del ejercito ya no valen. Terrible, será mejor que me ayudes. Edge luchó y maldijo, y los dos hombres forzudos le sujetaron a duras penas; los demás ocupantes de la tienda los miraban con ojos muy abiertos mientras, sin que nadie se apercibiera salvo Hannibal, el viejo caballo expiraba en silencio sobre la paja. Cuando Florian llegó al remolque, Magpie Maggie Hag se disponía a entrar. —¿Lo sabías? —preguntó, jadeando un poco. —Lo intuí hace mucho tiempo, pero no me creísteis. Ahora quédate fuera. Veré yo que se debe hacer. Permaneció dentro sólo un minuto y salió con la vieja carabina Cook de Edge, todavía humeante y oliendo a pólvora quemada. Esta arma es bastante corta, incluso una chica baja como ella podía ponerse el cañón boca contra la cabeza y llegar al gatillo. —Dios mío. Y Zachary siempre la tenía cargada con perdigones —dijo Florian, cogiendo el arma—. Entrar ahí dentro debe de ser terrible. —No quería que quedase nada de ella. Yo la atenderé. Mándame a un eslovaco, uno que tenga el estómago fuerte, para que limpie paredes y todo lo demás. Ha dejado una nota y un sobre cerrado. Tómalos. Florian los cogió y tampoco los abrió. Puso la carabina bajo los peldaños del remolque, llamó a uno de los peones que curiosaban a cierta distancia, le dijo que fuese a buscar agua, estropajos y trapos, y volvió a la méruagerie. Edge había dejado de luchar, pero tanto él como los otros dos hombres estaban muy desgreñados. Yount y Shadid le soltaron cuando Florian entró y sin decir nada le alargó la nota y el sobre. También hizo una seña con la cabeza a los demás ocupantes de la tienda y todos salieron. Edge abrió el papel doblado; era evidente que estaba escrito con precipitación, pero no había indicios de temblor. Lo leyó, impasible, y luego dijo: —No hay nada demasiado íntimo para que no lo pueda oír. Y leyó en voz alta—: «Amor mío, lo has sido todo para mí y me niego a ser una carga. No... esto suena a un altruismo heroico y no lo es. La verdad es que encontraría intolerable semejante vida. Te dije no hace mucho que
adondequiera que fuésemos ahora sería tan nuevo y desconocido para ti como para mí. Espero que tardes mucho en llegar, pero te estaré esperando. Au revoir, amor mío.» —Hizo una pausa, carraspeó y dijo:— No ha firmado, sólo dibujado un corazón. Rasgó el sobre, sacó otro papel y leyó el principio: —«Cariño, me han dicho que pronto moriré...» Debió de escribir esto en Munich, después de que viéramos al otro médico. «Pero tú tienes toda una vida por delante y quiero...» —La voz de Edge se extinguió y leyó el resto en silencio. Luego se guardó los papeles en un bolsillo y dijo a Florian con voz ronca—: Ahora... querría ir a verla por última... —No querrías —le atajó Florian— y ella tampoco desearía que la vieras. Maggie se está cuidando de ella. Por favor, Zachary, no me hagas ordenar de nuevo que te sujeten. Ven, sube a mi carruaje. Te llevaré a un buen hotel y después atenderé a todos los detalles. Edge asintió, aturdido, y se dejó llevar hasta el carruaje. Mientras salían del recinto del circo, Florian gritó a Fitzfarris: —Sir John, tú y todos los que sepan escribir haced carteles anunciando que no habrá función hasta nuevo aviso. Que Banat y sus hombres los fijen por todo el Prater. Cuando Florian volvió un par de horas después, llevaba un pasajero diferente en el asiento de al lado —el mismo agente de uniforme que le había ayudado a deshacerse del Mayor Mínimo— y seguía al carruaje una carroza fúnebre que no era de la funeraria municipal sino de una empresa privada. Mientras los dos vehículos cruzaban el recinto, detrás de ellos se congregaron numerosos miembros de la compañía, con expresión triste o llorando abiertamente. Magpie Maggie Hag estaba sentada en los peldaños del remolque de Autumn, dentro del cual aún proseguía la tarea de limpieza. —El tercer eslovaco que entra —informó—. Primero se ha mareado uno, luego el otro y he tenido que relevarlos. —¿Está... esta todo lo bastante presentable para que este caballero examine la escena del accidente? —preguntó Florian: La gitana se encogió de hombros y se levantó para dejar entrar al policía. Salió muy de prisa, con un estremecimiento, respiró hondo y dijo a Florian en alemán: —Lamento su gran pérdida y la pena aún mayor de su Herr Edge, y por supuesto he jurado ayudar a cualquier hermano que lo necesite en la medida de mis posibilidades, pero, por favor, ¿cuántas veces más me pedirá que infrinja las reglas de mi deber profesional? — Hermano, sólo tiene que certificar que ha sido un accidente, para que la funeraria pueda hacerse cargo de los restos. Y se puede ver con claridad que ha sido un accidente. Como le he dicho, la joven era la pareja de nuestro tirador y mientras limpiaba las herramientas de su oficio, durante su ausencia...
—La pareja de un tirador —dijo secamente el policía— debería saber que no se puede limpiar una carabina cargada. No obstante, escribió en un certificado de aspecto oficial, dijo «Alles in Ordnung», dio el papel al empleado de la funeraria, intercambió con Florian varias observaciones misteriosas y signos discretos y se despidió de nuevo. El empleado de la funeraria mandó a sus hombres que descargaran de la carroza un ataúd de caoba ornamentado en extremo, pero fueron interrumpidos. Jórg Pfeifer, que se hallaba entre los observadores, exclamó de repente: — Nein! Nein! Nichts da! Todos se detuvieron, sorprendidos, y Florian preguntó: —Cómo, Fünfünf, ¿qué ocurre? — Es un ataúd civil corriente, Herr gouverneur. —He seleccionado el más bello y caro del establecimiento. ¿Qué más...? — En un ataúd corriente, Fráulein Auburn sólo puede colocarse con los pies de lado. Pero era una excepcional bailarina de la cuerda. No permitiré que la entierren si no es con un pie encima del otro. Sin esperar el comentario del atónito Florian, Pfeifer dio media vuelta y repitió su exigencia en alemán al hombre de la funeraria. Dicho caballero se tambaleó ligeramente. —Beispiellos! Schiindung! Florian meneó la cabeza. — Sin precedentes, tal vez, pero no es una profanación. Estoy completamente de acuerdo. Le rogamos que traiga un ataúd construido de este modo. — Herr Flórian, tendrá que hacerse a medida —protestó el empleado—. Y nunca, en toda mi experiencia... — Pues váyase y constrúyalo. El empleado de la funeraria dejó de discutir, pero continuó murmurando observaciones sobre excentricidades escandalosas. Sus hombres sacaron del remolque en una camilla el pequeño cuerpo de Autumn cubierto por una sábana, lo colocaron con cuidado en el ataúd provisional, lo subieron a la carroza y se marcharon. Durante todo el día siguiente diversos miembros de la compañía fueron a la ciudad, al pequeño pero elegante Staatsoper Hotel, para dar el pésame y consolar en lo posible a Zachary Edge. Uno de ellos fue Magpie Maggie Hag, quien tan raramente abandonaba el circo incluso en las ciudades más tentadoras. Dijo a Edge: —Sé que no lo creerás, pralo, pero tienes motivos para alegrarte. Hace mucho que sabías que perderías a Autumn. Tuviste tiempo y oportunidades para ser bueno y cariñoso con ella. No debes reprocharte ahora las cosas que hiciste o dejaste de hacer. Otros han perdido
amores sin sospechar la brevedad de su duración. Que en tranquilidad esté. —Gracias por decirlo, madama —respondió con sinceridad Edge—. Beso su mano, —Y besó la mano vieja y arrugada. Yount y Mullenax le visitaron juntos, y este último llevó varias botellas de brandy de Asbach y dijo: —El alcohol es una de las cosas mejores que conozco para esperar que pasen los malos tiempos. —Gracias, Abner —contestó Edge—, pero si quisiera emborracharme y permanecer borracho, este hotel está muy bien surtido de botellas. —Y añadió, como ausente—: Es un hotel muy cómodo, a Autumn le habría gustado. El portero me sube el periódico todas las mañanas, recién alisado con una plancha caliente. No puedo leerlo, pero está perfectamente plano y sin una arruga, bonito y caliente. Incluso el retrete está caliente. —Abrió la puerta del cuarto de baño—. Mirad, el suelo puede levantarse y debajo hay canales de piedra. Cuando quiero tomar un baño o sólo sentarme en el retrete, tiro de este cordón y viene una camarera con una pala llena de carbones encendidos y los pone debajo del suelo para que no se me enfríen los pies. —Hablando de estas camareras de Viena —dijo Yount—, son más bonitas que las de cualquier otro lugar donde hemos estado. Y todas huelen muy bien. A pan con mantequilla. —No me había fijado —respondió distraídamente Edge. —No tenías por qué hacerlo —observó Mullenax—, pero ya te fijarás con el tiempo. Y esto es un medio todavía mejor que la botella para eliminar el dolor y la tristeza. Clover Lee fue a decir a Edge que cuidaba del canario de Autumn junto con sus propias palomas. Jules Rouleau y Willi Lothar le dijeron que se alojaban en su remolque durante su ausencia para evitar cualquier robo. Willi añadió: —El emperador pasará este mes en el extranjero. Es posible que cuando vuelva pueda conseguir la función especial que deseábamos. Lo menciono porque quiero darte algo que te ilusione, amigo Zachary. —Ya será bastante alivio dejar atrás el funeral y reanudar el trabajo — suspiró Edge—. No creo que Autumn hubiera deseado vernos sin hacer nada, tristes y llorosos. Como nadie, ni siquiera Edge, sabía qué religión profesaba Autumn —si profesaba alguna—, no hubo servicio religioso. La compañía del circo se limitó a reunirse en el cementerio central de Viena para otra ceremonia en torno a la tumba. Pese al frío del azulado día de otoño, los artistas volvían a llevar sus trajes de pista —leotardos, mallas, lentejuelas, piel de leopardo, disfraz de payaso—, prefiriendo temblar que ocultarlos bajo cálidas capas. Edge se quedó estupefacto al ver por primera vez el féretro de Autumn, que se parecía mucho al ataúd de una momia de
museo, pero cuando le explicaron la razón, agradeció fervientemente a Járg Pfeifer que hubiese pensado en ello. Luego Dai Goesle dirigió el servicio y lo hizo sencillo y breve, recurriendo sólo una vez a las imágenes: —Nosotros, los seres vulgares, permanecemos en la tierra y caminamos. Esta muchacha se elevó en el aire y bailó. Ahora baila en un lugar todavía más alto, en una nube, tal vez, y todos los ángeles le aplauden... Al final, fue Edge y no Florian quien pronunció el viejo epitafio: «Saltavit. Placuit», pero se detuvo aquí, sin añadir la última frase, negándose a decir en voz alta que estaba muerta. Cuando el Florilegio reanudó las representaciones la tarde siguiente, Edge volvió a asumir sus tres papeles de director ecuestre, coronel Ramrod y Buckskin Billy. Si sus colegas se percataron tal vez de que actuaba con menos gusto que antes, no pudieron decir que lo hacía con menos eficiencia. Si parecía algo distante, no se perdía ciertamente nada de lo que ocurría a su alrededor. A la primera oportunidad gritó a Bumbum, que estaba en el estrado de la banda: — ¿Qué diablos era esta nueva música que has tocado para la cabalgata? Nadie ha cantado. ¿Por qué no desfilamos y cantamos Greensleeves como de costumbre? —Perdón, Herr Direktor, por tomar esta decisión. Yo pensar que como ser la música de su Liebchen, quizá ser dolorosa para usted y que deber retirarla. — No, señor. Hemos enterrado a Autumn, pero no enterraremos todos sus recuerdos. Vuelve a poner esa música en tu repertorio y no la quites más. Edge se sorprendió de nuevo ante un cambio inesperado en el programa cuando llegó el momento del número de Lunes en la cuerda floja y él la avisó tocando el silbato. Lunes no apareció y la banda no empezó a tocar su música de «Cenicienta» ni ninguna otra. El único sonido que se oyó fue un repentino y pequeño silbido cuando Goesle encendió el foco de carburo, aunque era el atardecer y la carpa estaba bastante iluminada por la luz del sol difundida que se filtraba por la lona. Perplejo, Edge volvió a usar el silbato, pero desistió cuando vio hacia dónde iba dirigido el haz luminoso del foco: exactamente a la plataforma de la bailarina de la cuerda, ahora ocupada, como pudo ver Edge a la brillante luz, por un inmenso ramo de flores otoñales, crisantemosy asters, atado con una ancha cinta negra y un gran lazo ondeante. Ahora la banda inició una música lenta —que Beck había tocado por primera vez durante la actuación de Autumn—, arpegios en la sencilla ristra de hojalata que hiciera a bordo del buque hacía tanto tiempo. Al
son de este suave tintineo, el foco de Goesle recorrió muy, muy despacio toda la longitud de la cuerda vacía, siguiendo las conocidas piruetas y gracias de una hada imaginaria vestida de amarillo. Era probable que la mayor parte del público hubiese oído hablar de la muerte de Autumn, pero pocos podían haberla visto actuar. No obstante, aplaudieron como si Autumn estuviese realmente allí arriba, puestos de pie en señal de respeto. Cuando el foco se apagó y los aplausos disminuyeron y el último arpegio se disolvió en el silencio, hubo una pausa. Luego la banda, con objeto de terminar el espectáculo en un estado de ánimo más alegre, tocó muy fuerte la música de los payasos y Fünfünf, el Kesperle y Alí Babá entraron corriendo en la pista para concluir el espectáculo con el número del espejo Lupino. Pero Edge no los vio; tenía los ojos húmedos. Se escabulló por la puerta trasera para alejarse de allí y estar solo. Entonces se preguntó por qué. En lo sucesivo, pensó, siempre estaría solo, incluso entre la compañía más densa y bulliciosa. 5 Poco a poco, durante el invierno, Edge vació el remolque de los objetos que habían pertenecido a Autumn. Dejó que Clover Lee se quedara con el canario y su jaula musical y dio a Domingo Simms la caja de música de Greensleeves y a Lunes Simms Fitzfarris la fotografía enmarcada y firmada de Madama Saqui —«Vivió en otro tiempo, Lunes, pero era una bailarina de la cuerda floja y famosa, además»—, y les dijo que entre ellas y las demás mujeres se repartieran la ropa y las pequeñas alhajas de Autumn. A partir de entonces Edge vivió solo en el remolque, rechazando cualquier halago de las damas de las primeras filas y las invitaciones de Mullenax a acompañarle en la «cacería del tigre» en la ciudad. Un día, en el patio trasero, los niños Smodlaka se acercaron bailando a su madre y el niño preguntó en broma: —Mati, ¿puedes abrir la boca sin enseñar los dientes? —Ne snam —respondió Gavrila distraída, ocupada con su costura o algo similar—. ¿Por qué haces esta pregunta? —Nos la hizo un hombre. —Gavrila dejó la costura y miró preocupada a Velja—. Y, Mati, yo puedo hacerlo, y Saya también. Mira. El pequeño formó un pequeño círculo con sus labios pálidos. Su hermana gorjeó: — Entonces el hombre dijo que tenía «la medida justa», rió y nos dio un gulden a cada uno.
— Velja, deja de hacer esta mueca —ordenó Gavrila—. Quien os haya dicho esto, os gastó una broma tonta. El difunto Mayor Mínimo, sin duda. — No, Mati, él hace tiempo que murió y esto ha ocurrido ahora... — Pues no me digas quién es, no deseo saberlo. Sólo quiero que os apartéis también de este hombre. Hablo en serio. Velja, rebelde, murmuró: — Gospodin Florian dijo que podíamos jugar con cualquiera menos con el Mayor Mínimo. —Y se alejó con su hermana, desairado y dolido. La pintora Tina Blau iba de su estudio al recinto del circo, y en una semana de trabajo durante los intermedios entre las funciones, plasmó a Meli y su pitón en una tela que dijo que titularía Andrómeda. Sólo se quejó de una cosa a Fitzfarris, que casi no dejó un momento de pasearse en torno a su caballete durante aquellos días: — No puedo conseguir que Meli sonría alguna vez. — Últimamente no sonríe nunca —reconoció Fitz—. No sé por qué. Antes lo hacía muy a menudo. Pero, qué diablos, Tina, posando para tu pintura, ¿qué mujer sonreiría cuando está a punto de ser violada por un dragón? —Oh, creo que yo podría —replicó Tina, mirándole con un destello travieso en sus ojos violetas—. ¿Acaso no sonrío siempre cuando me viola el Hombre Tatuado? Esta y otras observaciones parecidas fueron oídas por Lunes, que los acechaba sin ser vista desde detrás de carromatos, tiendas y otros escondites. Su cólera podría haber estallado de no ser por los prudentes consejos de su hermana. — No te enfurezcas —le dijo Domingo—. Sólo lograrías aumentar su atractivo, o el de cualquier otra mujer, y hacerla más deseable en comparación contigo. Nosotros abandonaremos algún día Viena y esa mujer no. Tendrás a John Fitz para ti sola dentro de poco. Lunes respondió con tristeza: — ¿Y qué? Tú tienes ahora a tu señor Zack para ti sola y ¿de qué te sirve? —Bueno... primero ha de superar el dolor y olvidarla. — Puede recordar a una mujer con la cabeza —gruñó Lunes—, pero abajo tiene un ariete que la olvidará muy de prisa. iNo lo sabré yo! —¿Por qué te apartas cuando te desabrocho los calzones, muchacho? — preguntó el hombre. Yacían sobre un jergón de lona improvisado dentro de uno de los furgones, aparcado en un remoto rincón del recinto—. Mira, yo también me abro los míos. Sólo descubro nuestros cuerpos
diferentes para que podamos compararlos y admirarnos mutuamente. Y ahora me miras con fijeza como si nunca hubieras visto esta parte de un hombre y tú tienes lo mismo. — No grande ni rojo. — Porque todo tú eres de un color único, muchacho. Sin embargo, nuestras pieles diferentes no hacen que nuestras partes privadas se comporten de manera distinta. La tuya está creciendo en mi mano. Y mira... la mía también, aun sin tocarla. Somos exactamente iguales en nuestras reacciones, así que ¿a qué viene tu timidez? Toma... ¿no sientes algo placentero? —Ajá —dijo con una tímida inclinación de cabeza. —Pues, vamos, haz lo mismo conmigo. Así. Ahh, sí, es muy placentero. Agradece que te esté enseñando algo tan útil. Puedes hacerlo tú solo, como ves, y estoy seguro de que lo harás con frecuencia a partir de ahora. Pero estoy encantado de saber que soy el primero en coger esta cereza de color tan insólito. Vamos, haz lo mismo que yo. Más fuerte, más de prisa. Así, así... —Y al cabo de un rato—: Ya. ¿No ha sido divinamente agradable? —iSiií! —Pues hasta la próxima vez, puedes disfrutar tú solo de tu nueva proeza. O con otro chico. O... pero no, espero que no lo hagas. Te prevengo sinceramente contra el derroche de tus energías en una mujer, aunque sea tan íntima como una hermana. Te lo explicaré otro día. Ahora vete. Y, recuérdalo, ni una palabra a nadie. Un miércoles, el día de paga para los peones, Edge fue al furgón rojo como de costumbre para ayudar a Florian a comprobar la lista de nombres y contar el dinero. Mientras los hombres iban desfilando por la oficina, se quitaban las gorras, tomaban la paga y daban las gracias con voz ronca y respetuosa o tiraban de los mechones que les caían sobre la frente, Edge murmuró: —Cada vez que hacemos esto encuentro más nombres nuevos en las listas y caras que no reconozco. Por ejemplo, ¿quiénes son Herman Begega y Bill Jensen? No parecen eslovacos. —No lo son —contestó Florian—. Un español y un sueco. Uno es un carpintero contratado por Stitches y el otro es el nuevo tuba contrabajo de Bumbum. Hoy no vendrán a cobrar porque aún les retenemos el salario. —¿Dónde duerme toda esta gente nueva? —Dije a Banat que dispusiera del remolque del Mayor Mínimo para alojar a los recién llegados. Nuestro Florilegio se está convirtiendo en una comunidad muy populosa. Sólo querría poder aumentar nuestra compañía de artistas con la misma facilidad que el equipo. Creo que enviaré un anuncio al Era cuando lleguemos a Budapest, solicitando aspirantes.
En el furgón de la tienda el muchacho yacía de bruces sobre la espalda del hombre, pero moviéndose convulsivamente. Cuando dio la última sacudida, gimió extasiado y todo su cuerpo tembló. Entonces suspiró de modo entrecortado y empezó a retirarse, pero el hombre echó atrás la mano para mantenerlo allí. —Quédate un rato, muchacho. Me gusta la sensación de que se haga pequeña dentro de mí. Y mientras descansas, seguiré instruyéndote. Algunos te dirán que una mujer está mejor equipada para dar esta clase de placer a un hombre. No los creas. Aquí abajo la mujer sólo tiene grandes labios blandos y babosos en el umbral de una cavidad flexible, húmeda y repelente, nada de la tirantez firme, cálida y acogedora que acaba de hacerte gozar tanto. En cuanto al resto de la mujer, ¿qué es? Nada más que tetas de grasa que rezuman leche de ogra. ¿Me estás escuchando? — Ajaaá... —contestó soñoliento. — Si estás relajado del todo... corresponder es fair play. Da media vuelta, muchacho. Y continúa relajado... sin oponer resistencia... Clover Lee y Domingo estaban en el café Griensteidl —del que se habían convertido en buenas clientas— ante sendos cafés, tortas y el Neue Freie Presse, que Domingo había doblado por la página de las columnas «personales». — ¿Algo interesante hoy? —preguntó Clover Lee. —Bueno, aquí hay uno que dice algo sobre «artístico»... —Domingo lo estudió y luego tradujo en voz alta—: «Hago saber a la encantadora Fráulein D. M. que una vez abrió en mi despacho su artística Aktentasche que siempre la recordaré con adoración.» — Vaya —dijo Clover Lee—. Supongo que la Aktentasche de una mujer es algo... ejem... íntimo. — No tengo idea. Y no he traído el diccionario. — De todos modos, sabes que mis iniciales son C. L. C. Si no las ves en ninguna parte, busca algo que pueda aplicarse a mí. Preferiblemente firmado con una corona. — Hum. «¿Querría la encantadora Fráulein (por lo visto has de ser encantadora) que paseó conmigo a medianoche por la ciudad vacía bajo la nieve suave...?» — No era yo. Maldita sea. Quizá sea yo quien tenga que poner un anuncio. «¿Querría un Graf rico y encantador...?» — —
Esta vez —dijo el hombre— te enseñaré a fumar un cigarro. Demasiado joven para fumar —murmuró el chico.
—Oh, no lo encenderemos. —El hombre estaba muy divertido—. Vaya, vaya, nuf, nuf, no nos serviría de nada. No, simplemente aprenderás a metértelo en la boca y chuparlo como es debido. Primero te lo demostraré con ese pequeño cigarro tuyo. Verás, siempre hay que lamer primero el cigarro de punta a punta... Después de un rato y algunas contorsiones y exclamaciones ahogadas por parte de ambos, Cecil dijo: — Muy bien aprendido, muchacho, y muy bien puesto en práctica. Ahora traga, igual que he hecho yo. Ves, ésta es otra razón para preferir a un amigo que a una hembra desconocida. Un hombre sólo tiene una cantidad limitada de este precioso jugo para gastar durante toda su vida. De modo que si gozas con estos juegos homosexuales y quieres seguir gozando de ellos, no debes derrochar lo que los hace posibles. —No —dijo el muchacho con verdadera ansiedad. — Ya lo has entendido. Una mujer se limitaría a aceptar tu preciado jugo sin darte nada a cambio. Tú y yo, por el contrario, podemos absorbernos el nuestro, por uno u otro orificio, y reponérnoslo así mutuamente sin miedo a que se agote jamás. Un domingo, algunos miembros de la compañía circense fueron a la catedral de San Esteban —junto con la mitad de la población vienesa, a juzgar por la aglomeración— a oír cantar al famoso Coro de Niños de Viena. Al salir, Florian dijo a Willi Lothar: — Bueno, ese director de coro Bruckner es también organista del emperador en el Hofburg. ¿Es esto lo más cerca que vamos a estar del palacio? — Herr gouverneur, sabe que estoy importunando constantemente a mi pariente más lejano y mi conocido más remoto en los círculos de la corte. Pero, si me permite una sugerencia, creo que ayudaría también a nuestra causa que el Florilegio se ofreciese para dar una función benéfica. —¿Por qué no? ¿Qué has pensado? —Ach, hay el Baile de los Posaderos, la Gschnastfest de los Artistas, el Baile de los Barrenderos y muchos otros, pero he pensado en particular en la gala del Irrenanstalt de Brünlfeld. —¿iEl manicomio!? —exclamó Edge cuando Florian se lo dijo—. Willi ha hablado mucho de una función especial, pero ¿qué hemos conseguido? Primero mendigos y ahora chiflados. ¿No se le ha ocurrido pensar, director, que tal vez vayamos hacia abajo en vez de hacia arriba? —Se trata de una de las tradiciones más queridas de Viena —explicó Florian—. El martes de carnaval se celebra todos los años una gala en el Irrenanstalt. Se permite incluso participar a los pacientes, ejem, más pacíficos, con disfraces hechos por ellos mismos. No es tanto una
ocasión para que se diviertan ellos, claro, como para que se rían los espectadores (que incluyen a miembros de la realeza y la nobleza, además de otras personas ilustres) al contemplar la diversión de los pobres locos. No perjudicaría en nada a nuestros planes que esas personas vieran también cómo nos divertimos nosotros. —Muy bien. Supongo que todos estaremos de acuerdo si usted lo está. ¿Desmontamos y volvemos a montar en los terrenos del manicomio? —No, no. Hay una sala cubierta muy espaciosa entre el edificio del manicomio y el hospital adyacente. Ese día suspenderemos la función aquí y llevaremos al Irrenanstalt sólo aquello que podamos exhibir con el mejor efecto. Los artistas, el bordillo de la pista, la banda, todos los accesorios que no requieran una instalación complicada, Brutus, Maximus, el caballo enano. Nada más. No nos arriesgaremos a asustar a los pacientes con el órgano de vapor o los números que hacen más alboroto. Ocurrieron otras cosas el martes de carnaval, antes de aquella función extraordinaria. —Ah, ahora me engañas, muchacho —dijo Cecil, pero de buen humor, cuando entró en el furgón de la tienda al anochecer—. No me has esperado. Pero cuánto te envidio esa habilidad de poder doblarte para fumar tu propio cigarrillo negro. No, no, no te desdobles. Continúa dándote gusto. Puedo esperar, y la vista es inefablemente estimulante. Cuando Quincy hubo terminado, tragado y recobrado el aliento, murmuró: —Prefiero hacerlo con usted. —Muy bien. Aprovechémonos ambos de tu elasticidad. A ver si puedes hacer esto. Insértate como siempre, pero cabeza abajo, y luego dóblate para alcanzar con la cabeza... así. Da unas buenas chupadas a mi cigarro mientras el tuyo goza ahí dentro. ¿Puedes hacerlo? —Después de varias pruebas, el muchacho logró hacer aquella contorsión y empezó a trabajar con entusiasmo dentro y sobre el hombre, que gemía de placer—. Así está bien. iOh, sí, muy bien! La puerta del furgón se abrió de repente y una silueta oscura se perfiló contra la penumbra exterior. — iJoder! —exclamó Cecil, y empujó con fuerza a Quincy, que continuaba trabajando, ajeno a la interrupción. — De modo que estabas aquí cuando desaparecías —dijo la intrusa con perplejidad. — iDaphne! —exclamó Cecil, horrorizado. — Estamos todos a punto de salir hacia el manicomio y... —Ahora pudo ver los dos cuerpos desnudos en el interior del oscuro furgón; al comprender qué hacían, exclamó con voz hueca—: Oh, Dios mío...
—i Quítate de encima, muchacho, y lárgate! Cecil empujó a Quincy con tanta brusquedad que la separación produjo dos ruidos claros, como de dos botellas al ser descorchadas. Quincy dijo en voz baja: «iVaya!», defraudado y aturdido. Pero Cecil ya se vestía a toda prisa y Daphne había desaparecido del umbral. —La gente de los palcos con colgaduras son los nobles y nota bles —explicó Florian—. Los de los asientos corrientes son los locos. No hablaba del todo en broma porque no se advertía otra gran distinción entre los pacientes del manicomio y los visitantes, salvo que los disfraces de los primeros eran quizá de una confección menos cuidada y las telas menos ricas, pero no más excéntricos ni estrafalarios. En ambos sectores del público figuraban numerosos e identificables Napoleones Bonaparte y Pallas Ateneas, ángeles alados, demonios cornudos, varías representaciones de Dios y de Jesús, santa Brígida y santa Ana, y toda clase de grotescas fantasías de pesadilla. Florian había dicho que los locos a quienes se permitía salir del manicomio para asistir a la fiesta eran los casos menos graves, pero aun así, una multitud de guardas uniformados y enfermeras vestidas de blanco estaban dispersos por la sala, discretos pero vigilantes. En esta ocasión el circo había prescindido de varios números, algunos — como los de los caballos— porque no cabían o hacían demasiado ruido en un local cerrado y otros por cortés sugerencia de los médicos residentes de la institución. Por ejemplo, Spyros Vasilakis desfiló en la cabalgata inicial pero después se quedó sentado entre bastidores. Los médicos dijeron que la vista del Griego Glotón tragando espadas y comiendo fuego podría inspirar ideas malsanas en los pacientes. Al parecer no veían nada malsano en las ideas que los espectadores podían concebir al mirar a Meli Vasilakis y sus serpientes durante los provocativos abrazos medusianos y violación de la doncella o al presenciar el número de tiro del coronel Ramrod. Sin embargo Edge redujo por propia iniciativa la cantidad de pólvora de sus armas a fin de que produjeran menos ruido y omitió totalmente el disparo de una bala a los dientes de su ayudante Domingo. Para compensar los cortes del programa, Florian informó a los empleados del manicomio que en el intermedio sus pacientes podrían bajar a la pista y dar vueltas a ella montados sobre el elefante o el caballo enano y les confió la elección de los candidatos más idóneos. Resultó que el mismo número de visitantes solicitaron este privilegio concedido en un principio a los pacientes, y un hombre disfrazado de Luis XIV, con peluca y muchos frunces, después de dar la vuelta a la sala primero a lomos de Brutus y después en la grupa de
Rumpelstilzchen, entabló con Florian y Willi una conversación muy animada y gesticulante. —Vaya por Dios, esta pequeña idea mía ha resultado muy provechosa — dijo Florian a Edge—. ¿Has visto al Luis Catorce que hablaba con nosotros? Estaba tan excitado por su participación en nuestro circo que ha prometido conseguirnos una invitación a palacio. Y puede hacerlo porque es el conde Wilczek, un favorito de Francisco José. —¿Está seguro? —preguntó Edge con escepticismo—. No he advertido si procedía de los palcos de lujo o de los asientos vigilados. —Oh, sí, era él —terció Willi—, y estoy avergonzado. Después de todos mis esfuerzos, al final serán el elefante y el pony los responsables de nuestra admisión en la Erste Gesellschaft. El espectáculo debía continuar con el número de Cecil y Daphne en su velocípedo —Florian había decidido eliminar el de patinaje por demasiado ruidoso—, así que la banda empezó a tocar la bourrée de los Reales fuegos de artificio y Florian anunció a «i los Wheeling Wheelers!» y el director ecuestre silbó para que entraran en la pista. El velocípedo apareció, pedaleado por Cecil, pero sin Daphne sobre sus hombros. —¿Qué diablos pasa? —dijo Edge, enfadado. — El y su mujer han tenido una battaglia —confió Nella Cornella, que estaba a su lado—, de modo que ahora él trabajará solo. — ¿Se han peleado? ¿Cuándo? —Justo antes de que todos abandonáramos el recinto del circo. Yo pasaba por delante de su remolque y oí gritar a Daphne: «Nunca más me meterás eso dentro. No después de donde ha estado. No me volverás a tocar jamás. Y ahora sal de aquí.» Y él salió scompigliatamente, a toda prisa y desgreñado. Y solo. — Me pregunto por qué habrá ocurrido —dijo Edge—. Bueno, veo que por lo menos ha encontrado un sustituto provisional, aunque no tan atractivo como su esposa. Alí Babá había entrado corriendo con su disfraz de cómico negro, y Cecil, mientras daba vueltas a la sala entre la pista y la primera fila de palcos, alargó una mano para izar al chico sobre sus hombros. Incluso sin práctica, Alí Babá realizó un buen trabajo imitando las posturas de Daphne, sus faroles y sus despatarradas cabeza abajo. Como en esta ocasión el tanque en llamas no podía culminar el acto, Cecil se concentró en hacer filigranas con el velocípedo: giros intrincados, pedaleo hacia atrás, levantar la máquina sobre su pequeña rueda trasera. Y uno de estos repentinos encabritamientos hizo perder el equilibrio a Alí Babá, que cayó de su percha, intentó retorcerse en el aire para aterrizar bien, pero sólo consiguió dar media vuelta y caer de cabeza contra el duro pavimento de madera, con un fuerte golpe porque el suelo de la sala no estaba cubierto de paja o serrín. Los pacientes
empezaron inmediatamente a reír y golpearse las rodillas con los puños, entusiasmados. Cecil detuvo el velocípedo y lo dejó a un lado para desmontar y volver corriendo. Los otros dos miembros de la compañía que se encontraban más cerca de la escena también corrieron; eran Florian y Mullenax, quien acababa de ordenar a los eslovacos que sacaran a la sala la jaula de Maximus. Sin embargo, Alí Babá se levantó de un salto, ágilmente y sin ayuda. Y levantó los brazos en forma de V. Cecil hizo lo propio, cogiendo una mano del muchacho y fingiendo que la caída había sido la conclusión prevista del número. Entonces la mitad del público compuesta por los visitantes se unió a las risas y aplausos de los pacientes. — ¿Estás bien, Alí Babá? —preguntó Florian. — Sí zeñó. Muy bien. Joder, sólo se ha caído de cabeza —dijo con voz gangosa el borracho Mullenax—. Todos los negros tienen la cabeza dura como una bala, ¿no es verdad, chico? —Y despeinó los rizos lanudos de Alí Babá. — Supongo que sí, zeñó. Florian preguntó a Cecil con voz glacial: —¿Por qué esta sustitución sin ensayo ni previo aviso, señor Wheeler? Cecil intentó quitarle importancia y rió. — He tenido un pequeño altercado con mi media naranja, director. Nuf, nuf, nuf. Así que ella ha hecho novillos y Alí Babá se ha ofrecido gentilmente. En el mismo tono glacial, Florian respondió: —Hablaré con ella cuando volvamos al circo. La banda empezó a tocar Bollocky Bill y Mullenax se sacó del bolsillo una petaca de hojalata y la apuró. Edge, que se había unido al grupo, dijo: — No tengamos más sorpresas, Abner. ¿Estás demasiado borracho para continuar? Mullenax dejó de tambalearse, se cuadró, parpadeó con su ojo nublado y declaró con gran precisión: — No, señor, coronel. Estoy cargado con la cantidad exacta. Ahora los peones ya habían sacado al centro de la pista el furgón de la jaula, de modo que Edge sólo vaciló un momento y le indicó que saliera; Florian se le adelantó con el megáfono para hacer la presentación. Edge se mantuvo vigilante y no se quitó el silbato de la boca, dispuesto a terminar el número en cualquier momento. Sin embargo, fue bastante bien, aunque Barnacle Bill dirigió al león —platz y hoch y krank y schan'machen y varios hoch más— apoyado tranquilamente contra los barrotes de la jaula y blandiendo sin fuerza el látigo. Entonces los eslovacos le llevaron el aro de madera embadurnado de petróleo y se lo alargaron por entre los barrotes. Maximus retrocedió hasta el fondo de la jaula y se agazapó para prepararse a saltar. El reducido tamaño de la
jaula siempre requería que en este punto Barnacle Bill se hincara de rodillas mientras sostenía el aro con unas tenacillas de mango largo y un peón lo encendía desde fuera y huía corriendo del calor. Pero esta vez, cuando el aro se encendió, Barnacle Bill no dio ninguna orden. En lugar de esto, cayó hacia adelante desde su posición arrodillada, rodó hasta quedarse boca arriba, estirado sobre el suelo de la jaula, y se durmió. El aro se deslizó entre los barrotes, llameando alegremente, dio varios saltos y rodó por la pista. —iMaldición! iCoged eso! —gritó Edge. Y en seguida—: iTraed palos! ¡No dejéis avanzar al gato! Los pacientes de entre el público volvieron a aplaudir con brío, ya fuera a los improvisados fuegos artificiales o a la despreocupada exhibición de valor de Barnacle Bill. Pero todos los eslovacos habían corrido instintivamente para detener el aro antes de que saltara el bordillo de la pista y tal vez rebotara en dirección a los espectadores, por lo que no había ningún peón cerca de la jaula para impedir que Maximus se moviera. Y en este momento empezó a moverse, amenazador y todavía agazapado, hacia su amo inconsciente, relamiéndose como si saborease por anticipado el imprevisto y apetitoso manjar. El propio Edge se aproximó corriendo, desenrollando su látigo al son de la Marcha nupcial de la banda. Para entonces, sin embargo, el león ya tenía entre sus patas al dormido Barnacle Bill y le miraba fijamente, como si meditara sobre dónde morder primero. El animal lanzó una mirada de soslayo a Edge, frunció un labio y profirió un lento rugido de aviso. Edge se abstuvo por lo tanto de emplear el látigo, temiendo enfurecer a Maximus e incitarlo a un súbito ataque en lugar de ahuyentarlo. El león volvió a mirar a su amo, bajó el hocico para olerlo y entonces hizo algo contrario a todo lo que Edge había oído decir sobre la ferocidad de un gran felino que tiene a su merced a un ser humano indefenso. Maximus empezó a lamer, entre triste y compasivo, el rostro del hombre inconsciente. Edge oyó gritar a alguien detrás de él: «iDios mío! iUn loco anda suelto!», pero no se volvió sino que continuó mirando con asombro y aprensión las caricias que el león dispensaba a Barnacle Bill. Se oyeron pasos rápidos, muchos pasos sobre un pavimento de madera y un rumor de gritos, pero Edge permaneció donde estaba, preparado para blandir su látigo. La rasposidad de la áspera lengua del león despertó a Mullenax, que abrió su único ojo y, por suerte, quedó tan paralizado por lo que vio que no se le ocurrió siquiera echar a correr. Miró con horror las grandes fauces del felino y sus grandes colmillos y lengua y Edge empezó a murmurar, tanto a él como al animal: —Quieto... platz, vamos, platz... Entonces se produjo un repentino movimiento en la jaula que no provenía ni de Mullenax ni de Maximus. La puerta se abrió y cerró
velozmente y apareció otra persona en su interior, un demonio completamente rojo, con cuernos y cola terminada en una flecha, una careta y, en una mano, un tridente largo y diabólico. Maximus levantó su enorme cabeza, miró al recién llegado y volvió a rugir. Edge rugió a su vez: —iFuera de aquí, maníaco! Raus! iEstá protegiendo a su amo! Pero el intruso hizo caso omiso de ambos, tocó impasible con las puntas de su tridente el gran pecho de Maximus y le dijo con voz tranquila: —Zurück... zurück, Kdtzchen... Y después de considerar un momento la sugerencia, el león empezó a retroceder, obediente. «Vaya —pensó Edge— este hombre puede ser un loco que anda suelto, pero por lo menos conoce las órdenes en alemán.» Ahora también se puso en movimiento, rodeó la parte trasera del furgón y, cuando el demonio rojo pasó por encima de Mullenax, haciendo retroceder aún más al león, murmuró: —Abner, arrástrate hasta aquí, no demasiado de prisa. Mullenax se arrastró como una serpiente y Edge abrió la puerta lo suficiente para que se deslizara de cabeza desde el umbral hasta el suelo, donde se quedó temblando y respirando muy hondo. Florian se acercó y le dijo, con más piedad que ira: —Espero que estés avergonzado de ti mismo. El grande y valeroso domador de leones tiene que ser rescatado por un loco. También se había aproximado un grupo de guardianes del manicomio, uno de los cuales llevaba preparada una resistente camisa de fuerza con muchas correas y hebillas. El hombre de la jaula dijo ahora a Maximus: «Platz!», y el felino se sentó, bostezando como si le aburriera todo aquel insólito comportamiento humano. El hombre retrocedió despacio y Edge abrió una rendija para dejarle salir. La banda interrumpió inmediatamente las repeticiones de la Marcha nupcial y empezó a tocar la música para el número de los perros. Los Smodlaka y sus terriers entraron corriendo en la pista y se reanudó el espectáculo. Los guardianes del manicomio avanzaron hacia el demonio rojo con tanta cautela como si fuera Maximus el que había abandonado la jaula. Pero el hombre levantó los brazos y se quitó la careta y los guardianes se quedaron con la boca abierta. Uno de ellos rió con alivio y dijo a Florian: — Es ist nicht ein Kranke von uns. —Non —dijo el demonio, riendo a su vez—. No soy un loco, messieurs. JeanFrancois Pemjean, a su servicio. —Era un hombre guapo, de tez morena y ojos alegres que hacían juego con su disfraz—. Estaba de visita en el hospital médico por una molestia sin importancia cuando me han hablado de esta gala, así que he cogido este disfraz de un armario para poder asistir.
— Fortuitement —dijo Florian—. Merci, monsieur Pemjean, merci infiniment. Dígame, ¿es usted sólo un caballero por naturaleza o un domador de leones profesional? — Oui, c'est de mon resort. Como es natural, conozco el viejo dicho circense de que los franceses somos demasiado temperamentales para semejante trabajo; nos falta la imperturbabilidad teutónica. —Dirigió una mirada de reproche a Barnacle Bill, a quien unos eslovacos ayudaban a salir de la pista mientras otros se llevaban el furgón de la jaula—. Sin embargo, es lo que soy. Pemjean L'Intrépide, miembro hasta hace poco del Circo Donnert de Praga y anteriormente del Cirque d'Eté de París y actualmente dispuesto a regresar a él. —Quizá, Monsieur L'Intrépide —dijo Florian—, me hará usted otro favor concediéndome unas palabras en privado. Los dos se fueron juntos y el espectáculo continuó sin más interrupciones o incidentes, incluyendo también el número de Mademoiselle Cinderella en la cuerda y de Maurice y Mademoiselle Butterfly en el trapecio, porque unas horas antes Beck y Goesle habían logrado colgar la instalación necesaria de las vigas y columnas de la sala. Después de la cabalgata final los eslovacos acudieron en tropel a desmontar el equipamiento y los últimos accesorios y limpiar a fondo el suelo. Cuando Beck y sus músicos abandonaron el estrado, los guardianes del sanatorio condujeron allí a muchos de los pacientes, todos ellos idiotas inofensivos y sonrientes y todos provistos de instrumentos musicales. Sin embargo, no se trataba de idiots savants; cuando se hubieron instalado y levantaron sus trompetas, violines e instrumentos de viento, la música no procedió de ellos sino de otra parte. Curioso, Edge fue a mirar la banda más de cerca y descubrió que los instrumentos estaban hechos de cartón y la música provenía de una orquesta voluntaria, quizá una de los Strauss, ya que tocaba En el pequeño bosque de buñuelos de jalea de papá Johann escondida tras la cortina de una alcoba. Entonces el público bajó de los palcos y butacas y salió en parejas a bailar, mezclándose de tal modo que los invitados y los pacientes se distinguían menos que nunca unos de otros. Fitzfarris, que contemplaba la escena, comentó a Florian: — ¿No es posible que después de una de estas francachelas algunos condes y duques sean llevados a las celdas acolchadas y quizá algunos chalados ocupen sus puestos en los hogares de los poderosos? —Podría ser. Y también podría ser que semejante intercambio no se descubriese nunca, ni aquí ni fuera de aquí. Por favor, sir John, haz correr la voz de que nuestros artistas pueden quedarse a bailar, comer y beber, si lo desean. Ya van adecuadamente vestidos. Espero que ninguno acabe en una celda acolchada.
Florian ordenó sólo a Abner Mullenax que le acompañase al circo, aunque Edge y otros artistas también regresaron por propia voluntad — Cecil Wheeler y Alí Babá entre ellos—, así como el fortuitamente conocido JeanFrancois Pemjean, ahora en traje de calle. Cuando Florian y Edge llevaron a Mullenax al furgón de la oficina y le sentaron, ya se había serenado bastante. — Barnacle Bill —le interpeló Florian—, esta noche podrías haberte matado con facilidad. Y aún peor, si te hubieras comportado igual aquí en la carpa, con su suelo de serrín, casca y paja, podrías haber prendido fuego y quemado todo el Florilegio y matado a innumerables personas inocentes. — Sí, señor —asintió Mullenax—, supongo que tiene razón. —¿Qué piensas que debería hacer contigo? — Bueno, no tiene que despedirme, director. Ya he decidido abandonar el oficio. Esta noche he tenido un susto de muerte. Después de ver los colmillos de ese león y oler su aliento, no podría volver a entrar jamás en la jaula de un animal salvaje. Jamás. —Se estremeció. — Por suerte, tenemos un hombre dispuesto a ocupar tu lugar. Pero no creo que desees abandonarnos aquí en el corazón de Europa. — No, señor. Si pudiera conservarme como una especie de eslovaco, podría hacer acopio de valor para limpiar las jaulas, dar de comer a los animales y cosas así. Págueme lo suficiente para mantenerme lubricado y no le pediré nada más y se lo agradeceré. — Muy bien. Concedido. Ahora vete y duerme un poco. De paso, llama al remolque de los Wheeler y pide a la señora Wheeler que venga aquí. —Es triste —dijo Edge cuando Mullenax se hubo ido arrastrando los pies— ver a un hombre derrumbarse de este modo. —Yo lo he visto demasiadas veces —respondió Florian con un suspiro— Algunos lo hacen igual que él. Otros no se desmoronan hasta después de haber perdido el valor. Pero, basándome en los muchos que he conocido, debo predecir, por desgracia, que Barnacle Bill seguirá desintegrándose. En alguna etapa del viaje estará borracho y comatoso cuando la compañía se traslade de una plaza a otra. Una vez o dos quizá pueda recuperarse y consiga alcanzarnos, pero llegará un día en que no podrá y nunca más volveremos a verle. Florian llamó a Pemjean, que charlaba fuera con Cecil Wheeler, y le dijo: —El infortunado dompteur a quien usted ha reemplazado esta noche le cede su lugar por propia voluntad y de manera permanente. Sin embargo, continuará disponible, al menos por un tiempo, para ayudarle en el cuidado de los animales. Como ya le dije, también tenemos tres tigres de Bengala y dos osos sirios cuyo adiestramiento no está todavía muy avanzado. Pemjean respondió con confianza:
— Los adiestraré con la máxima rapidez. — Bien. Ahora, sobre la cuestión de su personaje en el programa. Me ha gustado bastante el efecto de ese demonio rojo en la jaula. —Aussi moiméme —dijo Pemjean, sonriendo—. Que yo sepa, ningún otro dompteur ha trabajado con animales empleando un tridente en lugar de un látigo. Por lo tanto, como ya había robado el disfraz, me he tomado la libertad de apropiarme de él y llevarlo conmigo. —Aplaudo su previsión. Sólo haremos un cambio en él... nuestra modista acortará la cola del demonio. Podría resultar un estorbo en la jaula. Y le presentaremos como... déjeme pensar... iSí! Le Démon Débonnaire! — Excellentissime! —exclamó Pemjean. Edge, que estudiaba la lista de la compañía, dijo: —Hay una litera vacía en el remolque de Notkin y Spenz desde que Nella se ha trasladado. —Hablaré con ellos —decidió Florian—. Así pues, monsieur, podrá instalarse y viajar con nuestros Hanswurst y Kesperle hasta que pueda pagarse una vivienda mejor en el circo y durante los viajes. Traiga sus efectos cuando lo desee. Y bien venido al Florilegio. Esperamos que sea feliz en nuestra compañía. —Merci, monsieur Florian. Cuanto más veo más me gusta —dijo Pemjean, porque Daphne Wheeler acababa de llamar y abrir la puerta y el domador hizo a la bonita mujer rubia la reverencia profunda y ampulosa de un maestro de baile antes de marcharse. Ella no le sonrió ni habló y se quedó retorciéndose las manos y cerrando los puños. —Siéntese, señora Wheeler —dijo Florian, sin demasiada severidad—. Esta noche ha faltado a una representación importante sin ningún aviso previo. Un... altercado con su marido, según me han dicho. No suelo inmiscuirme en asuntos domésticos, pero cuando afectan a toda la empresa, me gusta saber... —¿Por qué no se lo pregunta a él? Está acechando fuera, temeroso de que le delate. — Otra cosa que no suelo hacer es denigrar a una persona en presencia de su pareja, pero le diré francamente que desconfío de los hombres que ríen a través de la nariz. La invito a ser igualmente franca conmigo. Adelante. Acúsele. Daphne volvió a retorcerse las manos y después soltó abruptamente una breve pero gráfica descripción de lo que había visto en el furgón de la tienda. — Maldición —gruñó Edge—. Pensaba que habíamos acabado con esto cuando nos libramos del Mayor Gusano. — Es realmente penoso —dijo Florian, frunciendo el ceño—. Ejem... señora Wheeler, ¿es ésta la primera... desilusión que ha sufrido?
— No —respondió ella, afligida—. Hay muchos atletas jóvenes en torno a la arena del gimnasio. Pero es la primera vez que se ha envilecido con un... con un cubo de alquitrán. —Hizo una mueca de asco—. Es la última gota. Todavía con el ceño fruncido, Florian observó: — Naturalmente, mi primer impulso es echar a su marido del circo a latigazos, señora Wheeler, pero esto significa despedirla también a usted, una víctima inocente de este desafuero. Además, si despido a un pederasta, ¿debo en justicia echar también a la calle al chico? Es un dilema. —Oh, diablos, Florian —terció Edge—. Quincy no tiene malicia, ni apostura, para haber seducido a nadie. El también es una víctima. —Y no se preocupe por mí, señor Florian —dijo Daphne con tristeza—. En la ceremonia de la boda, Ceece y yo juramos amarnos hasta la muerte. Yo he dejado de amarle, así que uno o los dos tenemos que morir. — No hay para tanto —reprendió Florian—. Estamos en el siglo diecinueve, no en la época bíblica. Existen comodidades modernas como el divorcio en vez del homicidio o el suicidio. — Supongo que sí. Ya le he echado de nuestro remolque, porque no es nuestro, es mío. Forma parte de la dote que aporté al matrimonio. — Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. — Por lo menos tiene un techo sobre su cabeza y transporte. — ¿Transporte adónde? —preguntó ella, llorando más copiosamente—. No tengo adónde ir. Quizá sería mejor que me prostituyera para uno de los chulos del Wurstelprater. —No hay para tanto —repitió Florian—. ¿De quién es el atrezo del número? ¿El velocípedo, los patines, el tanque y el pavimento de madera? — Los compramos juntos —contestó ella, sollozando. — Entonces, divídanlos —decidió Florian—. Si usted se queda su par de patines y la madera, podría montar un solo de patinaje, ¿no? Daphne respiró fuerte por la nariz, dejó de llorar y respondió que creía que sí. —Y si más adelante nos procuramos otro par de patines —continuó Floran—, quizá uno de los payasos podría ser su pareja. Muy bien, madame, su marido debe marcharse pero usted se puede quedar, si así lo desea. —iOh, claro que lo deseo! —exclamó ella, agradecida. —Coronel Ramrod, ¿quieres ver si ese degenerado sigue merodeando por ahí fuera? Llévale al remolque de la señora Wheeler, vigílale mientras recoge sus pertenencias, sólo las suyas, y cuida de que se vaya esta misma noche. Retendré aquí a salvo a la dama hasta que se haya ido.
Cecil se hallaba ahora a cierta distancia del furgón, pero no dejaba de mirarlo con ansiedad mientras hablaba de nuevo con Pemjean. Al acercarse, Edge oyó a Cecil decir al recién llegado: —... ésa lo hace con la punta de una escoba. Nuf, nuf. Sí, de veras, es una mujer fácil, amigo. Une sacrée baiseuse, como dirían ustedes los gabachos. Voy a contarle una de sus habilidades favoritas... —Bajó la voz hasta que fue un murmullo confidencial y Pemjean abrió mucho los ojos. Pero cuando Edge se detuvo y permaneció mirándolos fijamente, Cecil se interrumpió para preguntar—: ¿Me necesitan, querido amigo Zachary? — Nadie le necesita en absoluto —replicó Edge—. Vamos al remolque, saque sus cosas y lárguese de este lugar. — iCómo! ¿No es usted un poco brusco, ami...? —Puedo serlo mucho más. Con una estaca, si no se da prisa. Me sorprende que no se haya largado ya. Tenía que saber que su esposa nos diría la jodida verdad sobre usted. ¡Vamos, muévase! Pemjean, estupefacto, exclamó: —Sacré bleu! ¿Esa mujer es su esposa? Pero los otros dos hombres ya se alejaban, Cecil con los hombros hundidos y Edge caminando detrás de él como un guardián. Edge volvió solo y dijo a Florian y Daphne: —Ya se ha marchado, señora Wheeler. El remolque es suyo otra vez. Sólo se ha llevado la ropa, los disfraces y su atrezo personal... lo que le ha cabido en cestos en el velocípedo. —¿No le ha hecho usted daño? —No, señora. No ha necesitado una disuasión violenta y yo no quería tocarlo si no era imprescindible. —¿Ha dicho algo? ¿Un mensaje de despedida? —Bueno... ha dicho que dejaba el tanque de agua y fuego. No sabía cómo llevarlo. Además, según sus palabras, espera que se ahogue usted en él. —Oh —murmuró Daphne. —Buenas noches, dulce príncipe —musitó Florian y, cuando Daphne ya había salido—: Ahora... sobre Quincy Simms. Estoy de acuerdo en que no tenía idea de que hacía algo malo, pero puede haberse aficionado a la práctica y no nos interesa que importune a alguien más en su ignorancia. Sugiero que hables con él en privado y, en un tono muy paternal, le expliques las realidades de la vida. —No me lo encargue a mí, director. Ningún padre me las explicó jamás y no he tenido hijos a quienes revelarlas. — Yo tampoco. Ejem. Que yo sepa, los únicos padres que tenemos en el espectáculo son Pavlo Smodlaka y Abner Mullenax, y vacilaría en confiar a cualquiera de los dos un muchacho muy joven y confuso.
—Ya sé quién —dijo Edge—. El caballero John Fitzfarris. Es un hombre de mundo y una vez pronunció una conferencia sobre el vicio solitario. Por lo menos sabrá explicarlo en un altisonante lenguaje médico. Así pues, al día siguiente y sin demasiadas reticencias, Fitzfarris aceptó el encargo de educar a Quincy en los modales de un hombre varonil. Después fue a informar a Florian: —Bueno, he llevado al chico a una arboleda solitaria y tranquila y le he sermoneado en plan de profesor y él ha dicho «Sí, zeñó» cada dos minutos. Luego me ha dicho que sólo había jugado con Wheeler porque éste le había asegurado que de lo contrario sus jugos se secarían. Creo que le he tranquilizado a este respecto y que ha entendido todo lo demás y que he vuelto a encaminarle por el sendero de la virtud. Pero, es curioso, después de repetirle hasta la saciedad lo que debería saber un joven, le he preguntado si quería saber algo más y ha dicho «sí», y a mi pregunta de «¿qué?», ha contestado: «Mas' Fitz, ¿oye ese canto? Todo el día he oído cantar.» —¿Y qué? —Le he dicho que era un lugar apartado y que no cantaba nadie. Ni siquiera un pájaro, estando tan poco avanzada la primavera. ¿Y si la mala experiencia del chico con ese maricón de Wheeler le ha trastocado un poco? 6 Alrededor de un mes más tarde llegó al recinto del circo una magnífica carroza dorada tirada por cuatro caballos y con el escudo real en las portezuelas, de ella se apeó un mayordomo con espléndida librea y un bastón muy ornamentado que usó para apartar a la multitud de la avenida mientras, con aires de ofendido por los ruidos, vistas y olores que le rodeaban, se dirigía al furgón de la oficina del Florilegio, a cuya puerta llamó con el mismo bastón. Por suerte para su fina sensibilidad, fue Florian quien sacó la cabeza y no Magpie Maggie Hag. El mayordomo le entregó un sobre inmenso y, con una expresión de tensa cortesía, esperó a que Florian rompiese el adornado sello, leyese la gran tarjeta que contenía y le formulase varias preguntas. Cuando el mayordomo volvía a abrirse paso entre el gentío para regresar a su carroza, Florian ya corría de un lado a otro enseñando la tarjeta a toda la compañía y traduciendo su mensaje escrito a mano con una caligrafía muy elegante: — «Su I. R. y apostólica majestad ha condescendido...»—¿Qué significa I. R.? —preguntó Clover Lee. — Imperial y real —contestó Florian, impaciente—. Empezaré otra vez. «Su imperial, real y apostólica majestad ha condescendido, de
acuerdo con su decisión suprema y en amable consideración de su contribución al bienestar público divirtiendo a los infortunados del manicomio de Brünlfeld —tuvo que detenerse para recobrar el aliento— a invitarle graciosamente a presentar una función de su compañía en el palacio de Schónbrunn a las tres de la tarde del día tres de mayo.» —¿Todo esto en una frase? —inquirió Maurice—. Es incluso más ampuloso que usted, monsieur le gouverneur. — Bueno, ya conoces a los burócratas. Francisco José es conocido popularmente como el premier burócrata de Europa. — ¿Y qué es Schónbrunn? —preguntó Edge—. Pensaba que la familia real vivía en el Hofburg. —Schónbrunn es el palacio de verano de sus majestades, en el extremo de la ciudad. Ahora me alegro de que haya esperado para invitarnos a que la familia abandonara el Hofburg. Allí habríamos tenido que actuar en el interior de palacio o en un patio, y en los vastos terrenos de Schónbrunn podremos montar nuestras tres tiendas e incluir además en el espectáculo una elevación del globo. Observad, también, la atención del emperador. Nos invita el tres de mayo. —¿Por qué es una atención? —quiso saber Fitzfarris—. Será otro domingo cualquiera. —Su majestad debe de dar por sentado que no querríamos abandonar el Prater hasta después del primero de mayo, que es el día de Santa Brígida y la ocasión más provechosa de toda nuestra estancia aquí. La fiesta de Santa Brígida se inicia con el Blumenkorso, el festival de las flores, y todos los vieneses vienen a desfilar por el Prater con sus mejores galas. Incluso la gente que nunca sale de la ciudad durante el resto del año se sentiría mezquina y desgraciada si no viniera aquí en dicha fiesta. Además es el día en que abren de nuevo para el verano todos los puestos y tenderetes del Wurstelprater. De modo que el primero de mayo haremos un estupendo negocio y el emperador tiene la atención de concedernos el día siguiente para los preparativos de la función de Schónbrunn. —Florian contempló satisfecho la tarjeta y añadió—: Creo que haré enmarcar este billet d'invitation y lo colgaré en mi oficina. —Seguramente no lo ha escrito el emperador —dijo Pfeifer. —No, claro que no. Lo ha escrito y firmado en su nombre algún chambelán de la corte, pero al final del mensaje el escribano ha añadido los cincuenta y seis títulos de Francisco José. Emperador de Austria, rey apostólico de Hungría, rey de Jerusalén, de Bohemia, de Dalmacia, etcétera. Algo digno de guardar como un tesoro, creo Yo. Ahora veamos. Tenemos cuatro semanas para preparar esta función especial. Monsieur Roulette, encárgate de que el Saratoga sea barnizado o pintado para que esté en perfecta forma. El resto trabajad en los nuevos números que tengáis pensados y dad un buen repaso a los antiguos.
El Florilegio había incorporado recientemente varios números nuevos a su programa de pista. Encontrar y comprar otro velocípedo no había sido ningún problema y Shadid Sarkioglu se había ofrecido a aprender a montarlo. No tardó en conseguirlo, y aunque el turco era demasiado alto y corpulento para hacer gala de la agilidad de Cecil, le resultaba muy fácil sostener a Daphne mientras hacía acrobacias sobre sus hombros, y cerraba el número con la misma temeridad al precipitarse por encima del alto manillar en el tanque de llamas. Daphne también realizaba sola una exhibición de patinaje sin hielo, hasta que Goesle encontró en algún lugar de la ciudad otro par de patines de madera. Florian quería darlos al Hanswurst o al Kesperle para que aprendieran a acompañar a Daphne, pero el miembro más reciente de la compañía, JeanFrancois Pemjean, le pidió que le permitiera usarlos para crear un número de índole totalmente nueva. Pemjean, le Démon Débonnaire, fue quien ideó la mayoría de números nuevos del espectáculo, con la pequeña ayuda, no reacia sino nostálgica, del degradado Barnacle Bill, siempre que estaba lo bastante sobrio para prestarla. Pemjean decretó que Maximus era demasiado viejo para aprender trucos adicionales, pero enseñó con una rapidez casi mágica a los tres tigres a hacer todo lo que hacía el anciano león: sentarse, levantarse, saltar y hacerse el muerto. Así, en lo sucesivo, Maximus actuaría primero en su número de rutina, siempre apreciado por el público, que seguidamente se entusiasmaría aún más cuando Rajá, Rani y Siva entrasen para hacer lo mismo en un trío simultáneo, concluyendo con un salto en secuencia, uno después de otro, a través del aro en llamas. Pemjean consiguió además hacer trabajar a los dos estúpidos e irascibles avestruces. Diseñó para ellos unos ligeros arneses y logró de algún modo que Hansel y Gretel se acostumbrasen a llevarlos. A partir de entonces, al principio y al final de todas las funciones, sacaban de su jaula a las dos voluminosas aves y las enganchaban al carro más ligero de la ménagerie —el de las hienas— para que diesen la vuelta a la pista en las grandes cabalgatas. Aunque torpes y sin gracia, no cabía duda de que añadían un atractivo a los espectáculos. Sin embargo, el mayor éxito del Démon Débonnaire fue el que consiguió con los dos osos sirios. Barnacle Bill nunca había pasado de enseñar a Kewwydee a sostenerse sobre las patas traseras y chupar agua azucarada de la trompeta de juguete mientras un miembro de la banda producía su «música». Pemjean enseñó a Kewwydah, la osa, a levantarse sobre las patas traseras y sobre un par de patines para los que Goesle hizo botas especiales de lona. Entonces Pemjean propuso a Daphne que Kewwydah ocupara el lugar de su marido como su pareja en la pista de patinaje. —Monsieur Démon! —exclamó ella, horrorizada—. Debe usted de creer que estoy loca. ¿No es suficiente ser
una grass widow para que encima tenga que cavarme una tumba bajo la hierba? —No tema, bella dama. Kewwydah estará demasiado ocupada manteniendo el equilibrio para pensar en darle un abrazo de osa. Además lleva bozal, tiene las uñas cortadas y yo estaré muy cerca. Usted se limita a cogerla por las patas, como si fuera una pareja de baile, y le da impulso para que gire al mismo ritmo que usted. Fue necesaria mucha más persuasión, pero al final, valiente y aprensiva, Daphne lo intentó... y quedó tranquilizada, sorprendida y encantada con el resultado. Aunque era ella la responsable de todo el esfuerzo y la habilidad, el público tenía la impresión de que Kewwydah patinaba realmente por propia iniciativa, en línea recta, de lado y en círculo. Mientras tanto, a un lado, Kewwydee parecía ayudar a la banda con su trompeta en la interpretación de i0h, Emma! iVamos, Emma!, que era la música del número. Así pues, Daphne y todos los otros miembros del Florilegio, menos uno, prodigaban alabanzas a las contribuciones de Pemjean al programa. —Ese Pavlo vuelve a comportarse como un loco —informó Magpie Maggie Hag a Edge en privado. —Oh, Dios mío, ¿qué le ocurre ahora? Ya no anticipa el final de su actuación y no le he visto buscando espías entre el público. —No, ahora está locamente celoso. Nunca lo estuvo cuando su número de los perros seguía a Barnacle Bill, pero ahora sigue al Démon Débonnaire y dice que este nuevo número de animales es tan bueno que sus perros parecen mansos y sosos en comparación. —Bueno, quizá tenga razón. Puedo cambiar el orden del programa y adelantar la aparición de los Smodlaka. —No sé —vaciló la gitana—. Pavlo tiene la idea de que el francés es una especie de auténtico demonio. Dice que Pemjean está siempre leyendo un libro, el mismo libro. Quizá un libro de brujería para que su número eclipse a todos los otros. —Pavlo está loco, desde luego —suspiró Edge—, pero cambiaré el orden de su número para ver si esto le apacigua. —Otra cosa —dijo Magpie Maggie Hag—. El Griego Glotón me vino a ver en secreto para pedir una medicina. —¿Qué le ocurre a Spyros? ¿Y por qué en secreto? —Porque está avergonzado de su dolencia. Le hice píldoras purificadoras y ungüento de genciana azul. Quizá le ayuden y quizá no. Pero no le dije de qué se trata. Es gonorrea o algo parecido. —¿Una enfermedad pudenda? Diablos, en tal caso debería visitar a un médico de dolencias secretas. Hay muchos en Viena. ¿Por qué no se lo dijiste? —Porque, que yo sepa, Spyros no va con otras mujeres. ¿Cómo lo ha cogido, entonces? Sólo con su esposa Meli.
—Oh, Dios mío. Sí, lo comprendo. ¿Dónde se habrá infectado ella? Siempre la había considerado casta y fiel. ¿Han acudido a ti otros hombres con la misma dolencia? —No. Todos piden remedios para otras cosas. A Quincy Simms le duele la cabeza, Lunes Simms me importuna con sus peticiones de filtros amorosos, para que John Fitz la quiera más y deje de mirar a otras. —Bueno, no puedo hacer nada para Lunes, pero toma, tengo estos polvos Dresser que usaba Autumn. Le aliviaban el dolor de cabeza. Dáselos a Quincy. En cuanto a Meli... si nadie más que su marido se queja de gonorrea... —Algunos hombres no se quejan, sólo esperan a que se les pase. Como si tuvieran un resfriado. Hay hombres que la padecen a menudo y se ríen de ella. —Lo más probable es que a Meli se lo haya contagiado un ricachón de las primeras filas. Y si es así, Spyros puede matarla. ¿Crees que puedes curarle sin que sospeche cuál es su enfermedad? —La gitana se encogió de hombros—. ¿Y podrías sostener una conversación de mujer a mujer con Meli? —Seguramente no sabe que tiene gonorrea. La mujer no suele enterarse hasta que da a luz un niño ciego. —Otra razón para que se lo digas, entonces. Y la cures. Haz lo que puedas, ¿quieres, Mag? —Lo que pueda —dijo ella, encogiéndose otra vez de hombros y alejándose. —Ah, coronel Ramrod —interpeló Florian, que pasaba por allí con Willi—. ¿Quieres venir al furgón rojo conmigo y el Chefpublizist Lothar? En la oficina los tres encendieron cigarrillos y Florian les ofreció una copa de vino blanco que tenía un pálido matiz verdoso. —Otra tradición vienesa, Zachary. El Heuriger, primer vino de la primavera, recién llegado de los viñedos de los bosques de Viena. De hecho yo siempre lo he encontrado algo áspero y poco satisfactorio, pero no hay que discutir las tradiciones. —Tiene muy buen sabor —opinó Edge—. Quería preguntarle una cosa, director. Después de la función en palacio, ¿regresaremos al Prater o nos marcharemos a otro lugar? —Nos marcharemos. Esto es lo que quería discutir entre nosotros tres. El día de Santa Brígida acudirá seguramente todo el público que aún no nos ha visto actuar, así que me imagino que podremos decir que hemos exprimido a Viena hasta el máximo. Ahora bien, podríamos volver a la carretera, pero no me atrae demasiado hacerlo. Durante esta larga estancia invernal muchos miembros de la compañía, en especial las mujeres, incluso los nómadas de las barracas, han convertido sus remolques en hogares casi permanentes. Sería un fastidio para ellos tener que recoger todos sus efectos, empaquetarlos y colocarlos bien
atados para viajar por carretera. Además, nuestro destino es otra gran ciudad, Budapest, donde volveremos a instalarnos para una estancia prolongada. Creo que lo más cómodo para todos sería ir directamente y del modo que requiera menos esfuerzos y molestias. Por el río. Entramos en las barcazas con nuestros remolques y carromatos, por muy mal que hayamos hecho el equipaje, y desembarcamos en Budapest. —Parece fácil y cómodo —dijo Edge—, pero ¿podemos fiarnos del río? Recuerde lo que hizo con Zanni. — El Danubio es una corriente impetuosa sólo hasta aquí —explicó Willi—. A partir de Viena se ensancha y calma. No hay el menor riesgo. Un viaje agradable y con muy buenas vistas. — Entonces estoy de acuerdo —contestó Edge—. El traslado será realmente mucho menos pesado. —Todos de acuerdo. Bien —dijo Florian—. Willi, ¿te encargarás de las gestiones? Ve directamente a Budapest y alquila un terreno para un plazo largo. Si quieres llévate a Monsieur Roulette como compañía. Sólo aseguraos de estar de vuelta antes de la función en Schónbrunn. Y ya sea aquí o en Budapest, reservad tantas barcazas como estiméis necesarias. —Será mejor hacerlo allí —observó Willi—. Buscaré en Budapest a un propietario de barcazas que traiga un cargamento a Viena y regrese allí de vacío. Estará encantado de acomodarnos y nos cobrará menos. —Muy bien pensado. Ocúpate de ello. El día de Santa Brígida el Prater estaba, en efecto, pese a su gran extensión, atestado de gente que paseaba a pie o en carruaje para lucir su nuevo vestuario primaveral o tomaba refrescos en los restaurantes recién abiertos o bailaba al son de las orquestas que ocupaban todos los quioscos de los parques o navegaban en pequeños barcos de velas polícromas por el meandro trazado por el Danubio entre la isla y la ciudad. Sin embargo, la mayoría de personas congregadas en el Wurstelprater se dedicaba a curiosear en torno a las mercancías y atracciones de los tenderetes, barracas de juego y diversiones mecánicas. Y tantas de entre ellas entraban en el recinto del circo que el Florilegio podría haber dado aquel día cuatro o cinco funciones —si los artistas y los animales hubieran sido capaces de resistirlo— y registrar un lleno cada vez. De hecho, las dos funciones que se representaron fueron más largas que de costumbre a causa del entusiasmo de los asistentes, que exigieron de cada uno de los artistas más bises y saludos que nunca. Y al día siguiente toda la compañía circense tuvo que trabajar todavía más. Los peones desmontaron la carpa y las graderías, la tienda de la ménagerie y el anexo; los artistas amontonaron en los furgones sus trajes, accesorios y atrezos; los cuidadores engalanaron sus animales. El
domingo por la mañana casi toda la caravana del circo, excepto los remolques y vehículos de los dueños de las barracas, llevaron a los artistas, los músicos, las chicas del Schuhplattler y la mayoría de peones hacia el puente Rotunden. Esta vez la caravana no tuvo que sortear las calles todavía en obras del casco antiguo, sino que atravesó directamente los barrios comerciales y residenciales hasta que llegó a zonas más suburbanas y por fin a la alta y puntiaguda verja de hierro forjado que rodeaba los terrenos de Schónbrunn y se extendía en la distancia hasta lo que parecía ser el infinito. Florian, con Daphne Wheeler a su lado en el brillante carruaje negro, condujo orgullosamente la procesión hacia una de las grandes puertas de hierro forjado de aquella verja interminable. Enseñó la tarjeta de invitación a los centinelas —hombres de la guardia de honor húngara que llevaban capas con rayas de tigre sobre guerreras rojas cubiertas de adornos plateados— y ellos abrieron las puertas de par en par. La caravana siguió durante por lo menos media hora por una avenida de grava ligeramente sinuosa bajo las ramas entrelazadas de inmensos y vetustos árboles, entre prados aterciopelados, plácidos estanques y pequeñas cascadas, en torno a parterres de tulipanes, junquillos, narcisos y lilas, entre densos y verdes setos altos como casas, perfectamente recortados, con nichos a intervalos regulares que albergaban desnudas estatuas de mármol de todos los dioses y diosas de la antigüedad y junto a un pequeño valle que contenía las ruinas cubiertas de hiedra de lo que parecía un antiguo templo romano, todo él columnas y arcos desmoronados. —¿Cuántos años deben de tener estas ruinas? —preguntó Daphne con respetuosa admiración. —Menos de un siglo, en realidad —respondió Florian—. Es un capricho. El arquitecto de jardines ya lo construyó en ruinas, de una antigüedad artificial. La avenida desembocó en un inmenso rectángulo abierto de césped y parterres, de varias hectáreas de extensión, con setos de una altura de tres pisos y más estatuas en las esquinas. Numerosos pavos reales se paseaban por la hierba, emitiendo chillidos de vez en cuando. Un extremo del rectángulo estaba cerrado por la fachada color crema de cuatro pisos y cien ventanas del gran palacio. En el otro extremo, a casi medio kilómetro de distancia, había una fuente ancha como el palacio en la que Neptunos y náyades de piedra jugaban en una cascada que caía desde una montaña artificial de rocas que formaban terrazas y muros a un estanque lo bastante grande para dar cabida a un buque de buen tamaño. Detrás de la fuente continuaban los prados, pero ondulándose hacia una colina en cuya cumbre se veía otro edificio, una estructura de arcos y columnas coronada por una águila de piedra con las alas extendidas.
—iQué maravilla! —dijo Yount a Agnete—. iEsto supera incluso el parque del rey de Italia! Florian empezó a dar órdenes inmediatamente. —Señor Goesle, Pana Banat, nos instalaremos en esta zona del prado. La carpa más próxima al palacio y la ménagerie en el extremo más alejado. No montéis los retretes. Y tened cuidado de no pisar las flores. Herr Beck, sugiero que te lleves el órgano de vapor a la colina, para que no destroce las ventanas de palacio. Llevad también la carreta del globo y los generadores a la cumbre de la colina. Creo que hará un efecto muy bello elevar el Saratoga enfrente de la glorieta. —Indicó la estructura coronada por el águila—. Después, cuando Monsieur Roulette descienda podrá aterrizar aquí, entre los espectadores reales, lo cual dará más realce al efecto de la desaparición y reaparición de la chica. —¿La glorieta? —preguntó Edge, mirando hacia la colina—. El nombre suena como un diminutivo, pero ese edificio me parece bastante impresionante. —La emperatriz María Teresa lo hizo levantar allí —explicó Willi Lothar— . En una guerra con Prusia durante su reinado, los austríacos sólo ganaron una batalla y ése es el monumento a dicha victoria. Pero María Teresa tenía sentido del humor. Dijo que como sólo había sido una pequeña batalla y una pequeña victoria, llamaría al monumento «pequeña gloria». iAh! Por ahí viene su majestad. Francisco José salió por una de las puertas de palacio, vestido sencillamente con chaqueta y bombachos de loden, más parecido a uno de sus guardabosques que a un emperador. Era un hombre esbelto de la misma edad de Edge y era evidente que se había dejado crecer el tupido bigote y las patillas para dar anchura a una cara muy estrecha y falta de expresión. Le acompañaban dos niños, también vestidos con sencillez, la princesa Gisela, una adolescente regordeta y sonrosada, y el príncipe heredero Rudolf, pálido y nervioso. Iban sin guardia, sólo con algunos cortesanos uniformados y sirvientes con librea. Willi y Florian se apresuraron a saludar e inclinarse ante su majestad y sus altezas reales. Luego Florian presentó a «die meinige Zirkushauptpersonen» —Edge, Fitzfarris, Goesle y Beck—, que también consiguieron hacer reverencias pasables. Mientras los cuatro y Florian continuaban la supervisión del montaje, Willi se quedó con el grupo real, que fue paseando para observar con interés todos los movimientos de los eslovacos que levantaban las tres tiendas. Francisco José, como un padre cualquiera, se dirigía con frecuencia a sus hijos para llamar su atención hacia algún detalle instructivo de la operación. Los otros miembros del circo los miraban con curiosidad, pero discretamente, y Clover Lee dijo: —Es un desengaño no ver a la hermosa emperatriz.
—Debe de estar otra vez de viaje —contestó Maurice—. Sería una falta de tacto mencionarla. —Para ser una familia reducida —dijo Agnete—, tienen una casa muy grande. —Mi querida muchacha —observó Pfeifer—, la familia sólo ocupa unas sesenta habitaciones. La otras mil cuatrocientas son para los miembros de la corte y todos los sirvientes que necesitan. El grupo real permaneció en el circo para contemplar incluso la colocación de las graderías en la carpa y la instalación de los animales en la tienda de la ménagerie. Entonces Francisco José fue personalmente a estrechar la mano de Florian y decirle: «Es hat mich sehr g freut» antes de dirigirse de nuevo al palacio con su séquito. Un cortesano se quedó rezagado y dijo a Florian en inglés: — Soy el conde Georg Stockau, ayudante del maestro de ceremonias de su majestad imperial. Ya sabe que el espectáculo debe dar comienzo a las tres. ¿Cuánto durará? —Unas tres horas, Eure Hoheit. Una hora de función, después un intermedio durante el cual todos podrán contemplar la elevación del globo y ver el espectáculo complementario und so weiter. Y seguidamente otra hora de función. — Sehr gut. Su majestad imperial invita graciosamente a cenar a toda su compañía, así que advertiré al Küchenchef que se sirva la cena a las siete. Los obreros cenarán en las cocinas, naturalmente. Los caballeros de la compañía en el salón VieuxLaque, conmigo a la cabecera de la mesa. Las damas artistas en el salón Azul Chino, con la condesa Mathilde Apponyi. La condesa y yo hablamos inglés, además de otras lenguas, si es necesario. Usted y su barón Lothar von Wittelsbach y sus cuatro subordinados cenarán con el propio emperador en el Konspirationstafelstube. Usted se sentará a la derecha de su majestad y Wittelsbach a su izquierda. La princesa Caroline von und zu Liechtenstein se sentará enfrente de usted. La condesa Marie Larisch enfrente del barón. Todo muy informal, claro. —Claro —dijo Florian con voz débil. —No se espera traje de etiqueta de ninguno de ustedes, por falta de previo aviso. —Nos sentimos inestimablemente honrados por el favor y la consideración de su majestad, Eure Hoheit. Cuando los miembros de la realeza y la nobleza salieron del palacio y cruzaron el prado en dirección a la carpa, el emperador daba la pauta de la «informalidad» de la ocasión. Aunque ahora vestía un uniforme impecable de guerrera blanca y pantalones rojos, con gran abundancia de galones dorados, llevaba sólo una de sus condecoraciones: la banda roja y verde de la Orden de San Esteban. Y el pequeño príncipe
heredero Rudolf lucía una versión en miniatura del uniforme de su padre, con sólo la cadena de la Orden del Vellón de Oro. En cambio los cortesanos varones y altos oficiales del ejército llevaban uniformes de gala —rosa y azul pálido los húsares. verde plateado los Rifles Tiroleses, granate y oro la Guardia de Arqueros— y casi podía decirse que iban con coraza por la cantidad de medallas que pendían de sus pechos. Las damas estaban igualmente deslumbradoras con vestidos de crinolette en seda, tafetán y brocado. Los numerosos niños de la corte no llevaban pantalones cortos o infantiles pantalettes, sino réplicas a escala de las galas de sus padres. Cuando el público se hubo acomodado en la carpa —tan numeroso que llenaba casi la mitad de su aforo, las primeras filas de graderías ocupadas sin queja por las personas de menos rango— resplandecía incluso más que los trajes de lentejuelas de los artistas. Todos se pusieron en pie y los oficiales se cuadraron y Francisco José y Rudolf inclinaron humildemente la cabeza cuando la banda de Beck abrió el programa tocando el himno Dios salve a nuestro emperador, acompañado en la distancia pero muy audiblemente por el órgano de vapor desde la colina. Abdullah había llevado antes ala pista a los dos elefantes que, con las trompas enroscadas hacia arriba, saludaron también al hombre y al muchacho que ocupaban los asientos de honor. Después, sin embargo, todos se relajaron y el augusto público aplaudió a las bailarinas y la cabalgata inicial y todas las actuaciones subsiguientes con tanto alboroto como cualquier público de plebeyos. El espectáculo se desarrolló con la precisión de un mecanismo de relojería, suavemente y sin el menor percance. En el intermedio el Saratoga se elevó majestuoso desde la glorieta y bailó un vals lento en el cielo. Tras la desaparición de Fráulein Simms, Fitzfarris presentó su espectáculo complementario, y a continuación, ante muchos hombres y no pocas mujeres, su tableau vivant de la Amazona y Fafnir. Magpie Maggie Hag iba de un lado a otro leyendo las palmas de Prinzessinnen y Grafinnen y Baroninnen, prometiendo a todas las damas una vida de felicidad, amor y riqueza. El globo descendió sobre el circo con la ligereza de un plumón y Fráulein Simms reapareció ante el asombro y el aplauso general. Se reanudó el programa de pista, que también se desarrolló a la perfección, concluyendo con la interpretación del himno. Entonces, mientras el público regresaba al palacio, charlando y riendo, los artistas se dirigieron en tropel al furgón vestidor, todos ansiosos por vestir sus mejores galas, y al ver tanta aglomeración Florian dijo a Dai Goesle: —Toma nota, maestro velero, de que necesitamos pronto dos nuevas tiendas, una como vestidor de hombres y otra de mujeres. Cuando todos se hubieron engalanado —aunque con modestia para sus anfitriones—, el maestro de ceremonias adjunto se presentó para conducirlos a palacio. Atravesaron, estirando el cuello y mirando como
patanes, la gran sala de los Espejos, donde la alta y larga pared frente a los ventanales era un espejo ininterrumpido que daba a la sala el aspecto de ser doblemente espaciosa de lo que era y una imagen doble de todas las arañas de cristal y ninfas doradas que sostenían candelabros. Carl Beck cruzó el salón haciendo genuflexiones a cada paso, que explicó con voz ahogada: — Ser aquí donde el joven Mozart dio su primer recital en la corte. Quincy Simms, más práctico, preguntó sin dirigirse a nadie en particular: —¿Qué nos darán para comer? Huelo a pella frita. —Tocino salado —tradujo Rouleau—. Comida de negros. —Alí Babá, es imposible que huelas a tal cosa —dijo Florian—, Porque las cocinas de todos los palacios de Europa están en edificios separados, precisamente para que los olores y el humo no puedan llegar hasta aquí Y para alejar a las moscas y cualquier riesgo de incendio. Todas las habitaciones de palacio estaban llenas de obras de arte— estatuas, bustos, tapices, pinturas—, la mayoría de las cuales representaban a miembros de la familia real, desde María Teresa hasta los ocupantes actuales. Zachary Edge no entendía nada sobre arte ni era especialmente sensible a él, pero había algo en una serie de retratos y bustos que le daba la extraña sensación de haberlos visto antes. Habría preguntado acerca de ellos a su acompañante, pero el conde ofrecía cortésmente un comentario sobre los aposentos por los que conducía a los diversos grupos de artistas. —Meine Damen, ustedes cenarán aquí en el salón Azul Chino. Las invito a dedicar su atención a las escenas de la vida china en los paneles de papel mural. Las figuras de los hombres y mujeres están pintadas con pintura fosforescente, de modo que cuando el salón se oscurezca y los criados traigan velas, verán resplandecer esas figuras y dar la impresión de que se mueven. Al entrar con los artistas masculinos en una estancia de paneles tan brillantes que producían reflejos casi tan luminosos como la sala de los Espejos, comentó: —Meine Herren, les ruego que observen la perfección de este salón Vieux Laque. Cada uno de estos paneles se hizo a bordo de un barco, en alta mar, para que ni una mota de polvo pudiera deteriorar la inmaculada calidad de la laca. La última sala —a la que condujo a Florian, Willi, Edge, Beck, Goesle y Fitzfarris— era la más pequeña que habían visto, aunque no de dimensiones reducidas, y tenía forma ovalada; allí el conde pareció no tener ningún comentario que hacer. Pero Fitzfarris sí lo hizo, cuando Stockau los hubo dejado solos: —Todas las otras habitaciones tenían una mesa de comedor. En ésta sólo hay sillas. ¿Tendremos que comer con los platos sobre las rodillas?
—Tú esperar —dijo Beck—. Yo oír sobre esta habitación que en ella María Teresa cenar en secreto con sus consejeros y ni los sirvientes poder entrar. En aquel momento entró Francisco José con media docena de mujeres, la mayoría jóvenes y bellas. Cuando la condesa Larisch se presentó a sí misma y a las otras damas en inglés, el emperador tiró gravemente de un cordón. Las presentaciones fueron interrumpidas por un chirrido. Una parte del suelo de parquet empezó a deslizarse lentamente, casi llevándose a Dai Goesle, que se apartó a un lado. Del fondo de esta considerable abertura en el suelo se elevó lenta y majestuosamente una mesa con mantel de damasco que contenía todo lo necesario para cenar: servilletas, porcelana, cristal y bandejas con una sabrosa y humeante cena. Hubo exclamaciones y un aplauso general, y el rostro habitualmente impasible de Francisco José se permitió una pequeña sonrisa. Los hombres acercaron las sillas de la pared y se sentaron, después acomodar a las damas, por el orden que había especificado el conde Stockau, y todos empezaron a comer inmediatamente porque, al haberse servido los siete platos al mismo tiempo, la sopa tenía que tomarse con rapidez antes de que se enfriara el resto de la cena. De hecho, según acordaron más tarde los seis hombres del circo, no fue una comida muy memorable ni muy estimulante. El único vino servido fue el barato Heuriger que cualquier vagabundo podía estar bebiendo en una taberna del Wienerwald. Y como el emperador sólo bebía agua helada, los demás se sintieron obligados a limitar su consumición del ligero vino. La piéce de résistance de la cena fue el vulgar Backhendl, un pollo asado que aparecía sin duda este domingo en todas las mesas de los ciudadanos austríacos, como todos los domingos del año. La conversación fue asimismo bastante sosa. Florian, Willi y Beck pudieron conversar en alemán y Edge descubrió que él y la dama de enfrente, la joven y bastante bonita Baronin Helene Vetsera, sabían el francés suficiente para intercambiar banalidades. Pero Goesle y Fitzfarris sólo sabían inglés y sus parejas femeninas conocían poco esta lengua. En cualquier caso, la taciturnidad de su majestad imperial no animaba a la charla. En las ocasiones en que se decidió a hablar, lo hizo casi por ventriloquia, dirigiendo sus observaciones a la princesa de Liechtenstein para que las tradujera. Lo primero que dijo fue: —Wie gesagt, es war schan, der Zirkus. Es hat mich sehr gefreut. La princesa lo dijo a los demás: —Su majestad desea hacerles saber que su circo es hermoso. Le ha gustado mucho. —Besten Dank, Eure Majestdt —contestó Florian. Al cabo de un rato, el emperador dijo a la princesa: —Dieser Herr Florian wird Zukunft baben.
—Schónen Dank, Eure Majestüt —agradeció Florian sin esperar la traducción. Y más tarde confió a sus colegas—: Supongo que era un cumplido... decirme a mi avanzada edad que «tengo un futuro». El emperador carece totalmente de ingenio o sentido del humor, por lo que dudo de que fuera un sarcasmo. Pero juro que no recuerdo haberle oído hacer una sola observación más durante toda la cena. «Bueno, de todos modos —pensó Edge cuando el aburrimiento tocó a su fin y todos se levantaron y Francisco José volvió a tirar del cordón y la mesa llena de sobras y huesos descarnados descendió a las profundidades y el suelo se cerró de nuevo— si algún día regreso a Hart's Bottom seré el único que podrá alardear de haber cenado con un emperador. Aunque nadie me creerá. Diablos, es probable que en Hart's Bottom nadie sepa siquiera qué es un emperador.» Todos los invitados se reunieron en la sala de los Espejos y un lacayo con librea llevó una bandeja repleta de la cual Francisco José cogió un obsequio para cada uno de los artistas en recuerdo de la ocasión: para las mujeres diminutos bolsos de noche y para los hombres carteras de bolsillo, todos con las armas imperiales bordadas en el exquisito petitpoint vienés. Dando las gracias en sus diversas lenguas, los hombres se inclinaron y las mujeres hicieron reverencias, algunas de ellas tambaleándose un poco, ya que los que habían cenado con personajes inferiores habían bebido por lo visto sin inhibiciones el vino y otros licores más fuertes. Entonces el conde Stockau acompañó a los invitados hasta el recinto del circo. Encontraron a los eslovacos completamente borrachos; la cena en las cocinas debió de ser más festiva. Sin embargo, Florian les ordenó desmontar, cuando fueran capaces de ello, bajo la supervisión de Goesle y Beck, sobrios a su pesar. Luego se llevó el carruaje y tres remolques para pasear a los artistas por las calles de medianoche. Como si el paseo fuese una excursión en trineo, varios de los pasajeros se pusieron a cantar, algunos roncaron y otros —Maurice y Nella, Obie y Agnete— se abrazaron, riendo, mientras Lunes intentaba que Fitzfarris los imitase y Francois Pemjean trataba de hacer lo mismo con Daphne Wheeler, con más éxito. Florian dijo a Edge, que ahora iba con él en el carruaje: —Las barcazas de Budapest están descargando su mercancía y podrán admitirnos a bordo pasado mañana. —¿Cuánto durará este viaje, director? —Bueno... creo que la mitad de un día, la noche y el día siguiente. — ¿Sólo eso? —preguntó Edge, un poco sorprendido. — Es que navegaremos a favor de la corriente y nos ayudará un remolcador de vapor. Sólo hay doscientos cuarenta kilómetros de aquí a Budapest. Edge comentó, pensativo:
— Una distancia no superior a la que media entre Hart's Bottom y Winchester en Virginia. Supongo que sigo siendo un pueblerino. Aún me imagino que las capitales europeas están muy alejadas una de otra. El carruaje y el primer carromato llegaron al Wurstelprater un poco antes que los otros dos. Los que se apearon de dicho carromato, un poco tambaleantes, fueron Magpie Maggie Hag, la familia Smodlaka y las chicas del Schuhplattler, JeanFrancois Pemjean y Daphne Wheeler. Pavlo Smodlaka no estaba tan ebrio como para no advertir que Pemjean acompañó a Daphne a su remolque, donde, después de muchas risitas delante de la puerta, entraron juntos. Pavlo susurró para sus adentros: «Ajá.» Dejó que su mujer y sus hijos encontraran en la oscuridad el camino a su propio remolque y él se escabulló hacia el que compartía Pemjean con los payasos Notkin y Spenz, que aún no habían llegado. Había una linterna encendida, colgada de un clavo sobre la puerta, y Pavlo la cogió y entró con ella para buscar un libro que no tardó en hallar; estaba abierto sobre una de las literas, como si Pemjean lo acabara de leer. Pavlo miró la cubierta, cerrando un ojo para no verla doble. Aun así, le costó un poco leer el título, porque estaba en inglés. Repitió, esta vez triunfalmente «iAjá!» y salió corriendo con el libro. En el remolque de Daphne —en la oscuridad, porque no habían perdido tiempo en encender una lámpara o una vela—, ella y Pemjean ya se habían desnudado y abrazado. Durante un rato reinó el silencio, excepto los suaves sonidos de caricias y besos, pero de repente la litera sufrió una sacudida y Daphne profirió un pequeño grito. —iEh! Dios mío, Jean, ¿qué haces? —Aje, ma chére, ¿lo hago mal? —¿Mal? iVaya pregunta! ¡Lo que haces es espantoso! —Hélas. Entonces déjame intentarlo desde esta direc... —iDeténte! —Se oyó un ruido cuando ella se cubrió con las sábanas—. ¡Lo que haces es repugnante! ¡Inmoral! ¡Inaudito! ¡Obsceno! iTiene que ser griego! —Ma foi, yo sólo intentaba... —iNunca imaginé que serías un pervertido! —Y añadió, un poco para sí misma—: Debo preguntar a madame Hag bajo qué mala estrella nací para atraer sólo a degenerados... — Mais, chérie, creía que te gustaban... bueno, esas cosas. — iHorror de los horrores! ¿Me tomas por una pervertida? ¿De dónde has sacado semejante idea? —Eh bien... a tu marido le gustaban. — ¿Qué? —Todo el remolque tembló y crujió cuando ella le apartó de sí violentamente—. iSal de aquí, sapo asqueroso! —Sólo pretendía complacerte. De bonne foi, chérie.
— i Vístete y lárgate de aquí! — ¿Lo ve, Gospodja Hag? —preguntó Pavlo, excitado, echándole encima el aliento de brandy y agitando el libro contra su cara—. Lo que le he dicho: el francés es un koldunya, un hechicero, quizá un vampiro. Mire este libro de brujería zabranjeno. Yo, incluso yo, puedo leer su terrible título:El libro de.... conocimientos... secretos. ¿Lo ve? Tenía razón al sospechar. La gitana gruñó y le arrebató el libro. Lo acercó a la vela y leyó el título en voz alta con más fluidez y entero: —El libro de conocimientos y consejos secretos, de la mayor importancia para los individuos en la detección y cura de cierta enfermedad que, desatendida o indebidamente tratada, acarrea las consecuencias más terribles para la constitución humana. Chama! Estúpido dálmata, esto no tiene nada que ver con la brujería. Sólo es... un libro médico. Pero Pavlo sólo había comprendido una frase, que ahora repitió con fruición: —Cierta enfermedad, ¿eh? iAjá! —Toma, imbécil, devuelve este libro antes de que lo echen de menos. Y deja de husmear, curiosear y robar lo que no te importa. —Da, Gospodja Hag —dijo mansamente Pavlo—. Perdón por la molestia. Dejó el libro donde lo había encontrado y se alejó de allí, minutos antes de que el desgreñado y decepcionado Pemjean volviera gruñendo a su propia cama.
Hungría 1 —Espero que sea una coincidencia de buen agüero —dijo Florian, refiriéndose al pequeño pero potente remolcador de ruedas laterales que tiraba río abajo de su retahíla de barcazas—. Su nombre, Kitartó, significa aproximadamente lo mismo que el de nuestro buque anterior, el Pflichttreu: leal y constante. —Confiemos en que no signifique tantas desgracias por el camino dijo Edge. El y los otros jefes del circo viajaban con Florian en la primera barcaza de la hilera. Los demás miembros de la compañía estaban distribuidos por grupos en las barcazas siguientes, con sus remolques personales o los carromatos o animales de los que eran responsables. Como no podían ir de visita a las otras barcazas, unidas por cables, ni había una cocina comunal, Florian había invertido mucho dinero en cestas de picnic suministradas para el viaje por el Sacher del Prater.
Así pues, los viajeros estuvieron bien provistos de vino y comida durante los dos días y una noche que duró la travesía, no hubo ninguna desgracia y navegar por el río fue un cambio muy agradable en comparación con el viaje por carretera. Por un lado, el tráfico era en el Danubio mucho más variado que el terrestre: barcos de vela, botes de remo, barcos correo y de pasajeros con ruedas laterales y de popa, botes de pesca, casas flotantes, barcazas y cargueros con toda clase de mercancías, desde troncos y carbón hasta hortalizas e incluso flores. Además, el paisaje cambiaba más rápidamente en el río que en una carretera. Durante unas horas, a la salida de Viena, el río fluyó velozmente entre márgenes llenas de juncos flanqueadas por bosques. Pero después se ensanchó y la corriente se hizo más lenta y a ambas orillas aparecieron campos cultivados donde todos los trabajadores parecían ser mujeres —corpulentas, bajas, macizas, con pañuelos y delantales— que empuñaban hoces, palas, azadas y mayales. Las granjas eran tan chatas como las mujeres, meras chozas de barro, a veces encaladas. Como todas las casas tenían techo de bálago y detrás un almiar ancho como la casa y tres o cuatro veces más alto, desde el río las granjas daban la impresión de tener tejados de paja desproporcionadamente grandes. Después, en la margen izquierda, las casas fueron reemplazadas por viñedos, salpicados de cobertizos, tinas y montañas de toneles. Estos, a su vez, cedieron el paso a forjas y talleres diseminados que se multiplicaron, agrandaron y apiñaron hasta que llegaron a los suburbios industriales de una ciudad. Entonces apareció la ciudad en sí, muy grande, de piedra medieval y edificios entramados con tejados de pizarra y pronunciada pendiente, muchos campanarios y torres, innumerables chimeneas coronadas por nidos de cigüeñas. A espaldas y muy por encima de la ciudad asomaba en un altozano un espléndido castillo en ruinas. —La ciudad de Pózsony —dijo Florian. —Llamada Pressburg en alemán —añadió Willi. —Bratislava —dijo con firmeza Banat—, capital de mi provincia natal, Eslovaquia. En un tiempo capital de toda Hungría. —En cualquier caso —observó Florian—, estamos cruzando la frontera de una monarquía dual. Detrás de nosotros, el Osterreich, Austria propiamente dicha. A nuestra izquierda, la provincia austríaca de Eslovaquia. A nuestra derecha, Hungría, o Magyarország. Se escribe MAG, pero se pronuncia MAD. Madyar. En Hungría descubriréis otras curiosidades lingüísticas. Por ejemplo, ahora nuestro director de orquesta se llama Beck Carl. O, si lo prefieres, Beck Bumbum. —¿Y yo soy Fitzfarris John Caballero? —preguntó éste—. Diantre, ¿qué clase de país es el que no sabe pronunciar su propio nombre e invierte todos los demás?
—No tendrás muchos problemas —dijo Willi—. Aquí la segunda lengua es el alemán. Salvo los campesinos, todos lo hablan. Si has podido viajar por Baviera y Austria, lo harás con la misma facilidad por Hungría. —Y hay tantas bellezas como curiosidades —les aseguró Florian—. Pero ¿qué ocurre, Zachary? ¿No te atraen nuestras nuevas aventuras? Pareces un poco abatido. —No es eso. Sólo pensaba que ahora estoy más al este de lo que Autumn llegó en su vida. Y aquí su nombre habría sido Auburn Autumn. Igual de melodioso que al revés. Tres o cuatro barcazas más atrás, Lunes Simms estaba sentada en los peldaños del remolque que compartía con Fitz, contemplando con tristeza e indiferencia el paisaje eslovaco. Cerca de ella se encontraba JeanFrancois Pemjean, que también se mostraba menos elocuente desde la noche de la función de Schónbrunn. Tal vez con ánimo de alegrar el ambiente, se decidió a preguntar a Lunes por qué parecía no disfrutar del viaje. Sin mirarle siquiera, ella murmuró en tono desabrido: —No le importa a nadie. —Eh bien, si no le importa a nadie no me inmiscuyo en asuntos ajenos, así que dímelo. Lunes parpadeó y se volvió a mirarle, intentando comprender la lógica de aquella observación, si es que tenía alguna. Al final replicó: —Lo que me atormenta es que estoy perdiendo a mi hombre. —Ah. ¿Se trata de le bleu sir John? Ella miró a lo lejos y asintió, acongojada: —Ha encontrado una lagarta blanca en Viena. Y anoche, nuestra última noche allí, la pasó con ella. Y ahora ni siquiera vamos en la misma barcaza. —Todavía no conozco muy bien la... organización de la compañía. ¿Estáis casados? —No, maldita sea. Tampoco se ha decidido nunca a casarse. — Alors, lo que debes hacer es evidente. En revanche, búscate un hombre blanco. — Pensaba que ya lo tenía —murmuró ella. — Es medio azul. Me extraña que una jolie filie como tú se haya sentido atraída hacia él. Además, es bastante mayor que tú... o que yo. Lunes se volvió de nuevo, muy despacio, y miró a Pemjean con expresión calculadora. — En realidad... —dijo— no me atraía. — Comment? — No me atraía. Me obligó a acostarme con él. — Comment ?
—Verá, señor Demonio, cuando llegué al espectáculo yo era sólo una Pigmea Blanca en su anexo. Quería aprender equitación de alta escuela... y ser Mam'selle Cinderella en el alambre. Pero él no me permitía abandonar el anexo a menos que... bueno... —Scandaleux! —exclamó Pemjean—. Tenía a sir John por un caballero. Vaya sistema bestial y poco sutil de seducir. —Alargó una mano y le acarició el cabello—. Pauvre Cendrillon. —De modo que ahora... ahora que he sido deshonrada y no valgo para ningún otro hombre.... —iMademoiselle! —volvió a exclamar él—. ¡No diga esas ñoneces prehistóricas a un francés! Yo, Pemjean, no la considero deshonrada. Sólo despierta a los placeres y posibilidades de la vida. —Bueno, aun así, no soy como John Fitz. Yo no puedo saltar de una posibilidad a otra... —Mais oui, claro que puedes. Sólo necesitas un poco de imaginación, un poco de osadía, cierta cualidad francesa que yo puedo enseñarte con gran facilidad. Ella le miró ahora con franca especulación, murmurando. —Además, usted es mucho más guapo que él. —Y quizá menos inconstante. —Añadió, más para sí mismo que para ella—: Nunca he tenido une amourette avec une mulátresse. El remolcador Kitartó conducía ahora la larga hilera de barcazas en un baile lento a través de los canales que serpenteaban entre los numerosos islotes del río, y bien pudo ser el perceptible balanceo lo que impulsó a Lunes a refregarse de nuevo los muslos entre sí. Pemjean lo advirtió, pero no hizo ninguna referencia a ello. En cambio, como pasando a otro tema completamente distinto, señaló hacia los campos ya oscurecidos de Eslovaquia y dijo: —El sol está bajo, pronto anochecerá. Hélas, temo irme a la cama, Porque debo compartir el dormitorio con el Hanswurst, que huele como un wurst, y el Kesperle, que huele todavía peor. ¿Qué te parece este juego de palabras usando dos lenguas? Mademoiselle Cendrillon, estoy tratando de hacerte sonreír. Y ella sonrió. Incluso rió. Entonces se puso de pie en los peldaños y abrió la puerta del remolque. —Bueno, señor Demonio, por lo menos esta noche hay un lugar vacío en esta casa rodante. Durante toda la noche la hilera de barcazas bailó un vals en torno a las islas del río, de modo que todas las personas acostadas en las literas vieron su sueño u otra actividad acentuados por el suave balanceo. Cuando se levantaron a la mañana siguiente, las islas habían quedado atrás y el Danubio volvía a fluir sin impedimentos, llevándolos
directamente hacia el este entre las ciudades gemelas de Komárom en la margen derecha y húngara del río y de Komárno en la izquierda y eslovaca, ambas consistiendo principalmente en inmensos astilleros, humeantes y ruidosos. Después no hubo nada más que ver en la orilla izquierda que los ondulados campos de cultivo salpicados de campesinas con pañuelos en la cabeza. A la derecha, en cambio, se sucedían los pueblos pequeños pero pintados con colores alegres y de pronto apareció la ciudad de Esztergom, dominada por la catedral. Allí anunció Florian: —Hemos dejado atrás a Eslovaquia. Ahora es Hungría en ambos lados del río. Como para dar relieve a este hecho, la tierra de ambas orillas formó ahora colinas altas, cubiertas por densos bosques. Y el río, como para mostrar lo mejor posible el pintoresco paisaje, culebreó —sur, este, norte y otra vez este—, luego describió una decidida curva hacia el sur y continuó en dicha dirección, pasando por delante de más pueblos pintorescos encaramados en las alturas y dos ciudades de cierto tamaño en la cumbre de sendas colinas: Visegrad, llena de castillos, y Szentendre, llena de iglesias. Pero al sur de Szentendre la verde vegetación empezó a interrumpirse y alternarse de nuevo con talleres y fundiciones a orillas del río y luego con grandes edificios industriales, y el aire perfumado se impregnó del olor a levadura de las fábricas de cerveza y el hedor mohoso de las tenerías. —Ah, los signos de la civilización —dijo Florian—. Pero reconozcamos que los húngaros sitúan por lo menos sus fábricas muy lejos de la ciudad y a favor del viento. —¿Ya hemos llegado, pues? —preguntó Goesle—. ¿A Budapest? —En cierto sentido, sí. En realidad son tres ciudades. Ahora pasamos por Obuda (Viejo Buda), a nuestra derecha. Pronto veremos Buda, también a la derecha, donde tendremos que desembarcar brevemente para las formalidades de inmigración. Pero Buda es tan montañoso que nos resultaría difícil encontrar un terreno llano donde levantar la carpa, así que el Kitartó nos remolcará hacia el otro lado del río, a la ciudad de Pest, asentada en la llanura, y allí desembarcaremos y desfilaremos hasta nuestro recinto. El Danubio se dividió de repente en torno a una isla tan puntiaguda como la proa de un barco y que, como si navegara corriente arriba, dejaba una estela blanca. El remolcador se dirigió hacia la derecha y pasó de largo la isla, de una longitud mucho mayor que la de cualquier buque jamás construido. La mayor parte eran bosques, pero aquí y allí sobresalía de entre los árboles una delgada grúa y también eran visibles grandes edificios en construcción, rodeados de andamios. —La isla de Margit —dijo Willi—. Santa Margit está enterrada en ella. Esta ha sido la principal distinción de la isla hasta hace dos años, cuando
las máquinas taladradoras descubrieron manantiales de agua mineral caliente. Ahora habrá grandes hoteles que ofrecerán baños para curar todas las enfermedades humanas. Como si ya no hubiera bastantes balnearios aquí. —¿Ah, sí? —preguntó Carl Beck, interesado. El extremo puntiagudo de la isla de Margit se quedó atrás, revelando la gran ciudad de Pest en la orilla opuesta. Ahora las empinadas calles y carreteras de Buda se veían en la margen derecha. El remolcador puso la proa hacia esa orilla, aminoró la marcha y se deslizó hacia un malecón de piedra enormemente largo, arrastrando tras de sí con habilidad todas las barcazas. La tripulación del remolcador saltó a tierra para sujetar todas las barcazas a los bolardos del muelle. Entonces desembarcó toda la gente del circo —Pemjean ayudando con galantería a Lunes— para estirar las piernas y esperar instrucciones. El muelle era el lado ribereño de la todavía más inmensa plaza enlosada de Bomba, con una iglesia y sus anexos en un extremo y los edificios gubernamentales en el otro. El lado que daba al interior estaba totalmente ocupado por una posada enorme, larga, de tres pisos, sus dependencias, establos y graneros. El edificio principal tenía el tejado ondulado, con tejas que sobresalían de las ventanas de gablete, y una gran cruz de madera pintada de blanco pendía como un letrero sobre su puerta central. —La venerable y famosa posada de la Cruz Blanca —explicó Florian.— Terminal de la línea de diligencias de Viena, así como el destino de los viajeros por vía fluvial. Debo informar de nuestra llegada a los empleados de aduanas e inmigración. Cruzó la plaza y entró en la posada cargado con un montón considerable de salvoconductos. Todos los demás miembros del circo se quedaron paseando por la plaza, contemplando las vistas que se podían dominar desde el nivel del río. En la orilla opuesta, Pest parecía ser sólo hileras y más hileras de edificios urbanos corrientes, excepto cuando algún campanario o cúpula rompía la monotonía. En cambio, en aquel lado de Buda del Danubio, encima de ellos y un poco hacia el sur, se elevaba una colina inmensa, con escalones de piedra y bastiones que zigzagueaban desde el pie de las murallas hasta un gran castillo en la cumbre. Desde algún lugar de la base de aquella colina se arqueaba sobre el río hasta Pest un elegante puente de suspensión. Más allá del puente, en aquel lado del río, se levantaba otra alta colina, coronada por un ancho fuerte amurallado. —La altura más cercana es la colina del Castillo —dijo Willi Lothar— y el puente, el celebrado puente de Cadenas, una obra maestra de la ingeniería. Observaréis que está suspendido de cadenas, no de cables. Y al fondo está la colina de San Gellért, con la ciudadela en la cumbre.
— Por lo que puedo ver desde aquí —dijo Yount—, ese puente termina contra la colina del Castillo. — No termina —corrigió Willi—. Su calzada entra en un túnel en este lado y al salir se encarama hasta la cima y el castillo. Los nativos bromean acerca de él. Os dirán que atesoran hasta tal punto su puente de Cadenas que cuando llueve lo meten dentro del túnel para que no se oxide. Florian salió de la posada y, con aspecto desanimado, cruzó la plaza para reunirse con la compañía. — Ay —exclamó—. A diferencia de la despreocupada nueva nación de Italia, Hungría parece ansiosa de reafirmar su recién adquirida porción de soberanía y lo hace con un alarde de exagerada oficiosidad. Para empezar, tenéis que ir por separado a enseñar vuestro salvoconducto, contestar sus preguntas, irradiar buen carácter, etcétera. Y para colmo, estos funcionarios se obstinan en hablar sólo húngaro, así que deberé hacer de intérprete. Los artistas y el equipo desfilaron por la habitación contigua al vestíbulo de la posada que hacía las veces de oficina de inmigración. El interrogatorio no era en realidad muy riguroso ni exhaustivo, sino una verificación rutinaria de los detalles que constaban en los salvoconductos: nombre, edad, ocupación y datos similares. Lo que de momento llamó más la atención de los viajeros y los cogió más desprevenidos fue que los llamaran primero por el apellido. Uno de los hombres, sin embargo, tuvo que pasar por otra complicación. — ¿Geezle Dai? —ladró el funcionario uniformado. —Dios mío —gruñó Stitches—. Dai Gwell. Quiero decir, discúlpeme, señor, Goesle Dai. —Ejha, Gwell. Goesle úr, vallas metodista disidente. Mi az? Florian se acercó y dijo: — Ah... jelent metodista. — És disidente? Elszakadás? Florian fingió sostener una rápida conferencia con Goesle y luego dijo a los funcionarios, en húngaro: — Disidente significa que Goesle Dai se aparta del ruin metodismo protestante para volver a los brazos misericordiosos de la Madre Iglesia. — Eljen! —exclamaron entusiasmados todos los hombres de uniforme, levantándose para zarandear la mano de Dai, dirigirle sonrisas radiantes y desearle «isten hozott!». Y apenas dieron una ojeada a los salvoconductos de los viajeros restantes, a quienes dejaron pasar agitando cordialmente las manos. Florian consultó su viejo reloj de hojalata y dijo: —Ya que estamos aquí en la posada y se acerca la hora de cenar, cenemos. Abdullah, corre al Kitartó y pregunta al capitán, puedes
hacerlo por señas, si él y sus hombres aceptarían cenar con nosotros antes de llevarnos a la otra orilla del río. La tripulación del remolcador acudió con celeridad y apetito. En el vasto comedor de vigas bajas, Willi y Florian, que podían hablar con ellos, se sentaron en su compañía a una de las largas mesas de caballete. El resto de miembros del circo se sentaron alrededor de otras mesas y probaron por primera vez la cocina húngara. No había carta; las camareras, atractivamente rellenitas, se limitaron a servir el menú del día. Y la posada de la Cruz Blanca estaba acostumbrada a resucitar a viajeros cansados, por lo que la cena fue opípara y copiosa. Empezó con sopa de borracho, un caldo pensado para contrarrestar la larga dependencia del viajero de su petaca de bolsillo. Quincy Simms tomó un sorbo de la sustancia verde pálido, hizo una mueca y dijo: — Qué asco. Sopa de pescado. — Debes de estar loco, Quince —le dijo su hermana Domingo—. Está hecha con col agria. Has comido col agria bastantes veces como para reconocerla. Y es buena. Quincy pareció perplejo, pero murmuró: —A mí me sabe a pescado. —Y apartó el plato. A continuación les sirvieron carne de ladrón, pedazos de cordero, cebollas, setas, tomates y pimientos verdes alternados en una brocheta y asados sobre una parrilla, acompañados con albondiguillas y patatas guisadas en salsa de páprika. Con la cena les dieron tazas de café negro y botellas de vinos variados, desde el amarillo Tokaji al tinto Sangre de Toro. El postre fue orejas de fraile, tartas semicirculares rellenas de mermelada de ciruela. Y después más café y más botellas: aguardientes de albaricoque, manzana y pera. Cuando la compañía salió tambaleándose de la posada para volver a las barcazas, LeVie observó a Florian: —Espero, monsieur le gouverneur, que ahora no vamos a desfilar. Creo que no podría ni levantar el brazo en señal de saludo. —No temas —respondió Florian—. Desembarcaremos los carromatos y furgones, atenderemos a los animales y dormiremos a pierna suelta para desfilar por la mañana. En aquellos momentos la oscuridad era completa, así que la tripulación del remolcador colgó linternas de fondeo en su propia embarcación y en todas las barcazas y la sirena de vapor del remolcador sonó repetidamente mientras los remolcaba en diagonal a través del ancho río, sin chocar con ninguno de los otros barcos que subían o bajaban por el Danubio. El curso en diagonal llevó a la flotilla del circo bajo el puente de Cadenas, que se había convertido en una cadena mágicamente suspendida de faroles de gas blancos, teñidos de color melocotón. El largo puente se alzaba tanto sobre el agua y estaba tan bien construido
que la gente del circo no podía oír mientras lo miraba el ruido de los carros tirados por caballos, carruajes y carromatos que lo cruzaban continuamente. Sin embargo, no todos los miembros de la compañía admiraban la vista. Ahora Fitzfarris hacía la travesía en la misma barcaza que Lunes, la cual se sentó con él en los escalones de su remolque y le habló con mucha seriedad y muchos gestos dramáticos. Luego llamó a Pemjean y éste habló a su vez muy seriamente y con muchas gesticulaciones galas. Fitzfarris los escuchó, un poco aturdido pero quizá también un poco divertido e incluso aliviado. Sólo frunció el entrecejo una vez, cuando Pemjean concluyó sus persuasivos argumentos diciendo: —Creo que estarás de acuerdo, ami, en que no tienes ningún derecho sobre la muchacha... después de usar la contrainte para moldearla a tu antojo. — ¿Qué significa exactamente contrainte? —preguntó con frialdad Fitz—. Espera, no me lo digas. Déjame adivinar. ¿Chantaje? — Ejem... oui. Coacción. Negarle la oportunidad de avanzar en su carrera si no accedía a... Fitzfarris se echó a reír, pero sin alegría. — Sí, esto habría sido muy poco caballeroso por mi parte, ¿verdad? Algo casi digno de Zanni, ¿verdad, Lunes? Pero Lunes estaba de repente absorta en el estudio de las constelaciones del cielo nocturno y al parecer no le oyó. —Il n'importe pas —dijo Pemjean, un poco vacilante—. Démoslo por zanjado, por olvidado. Espero que los tres sigamos siendo buenos amigos y... — Oh, yo no lo olvidaría del todo si estuviera en tu lugar, amigo. Pero te deseo que la disfrutes. Así, antes de llegar a la orilla opuesta, Fitzfarris y Pemjean iban y venían entre sus dos remolques, trasladando sus efectos personales. En una barcaza más hacia la cola de la hilera, Spyros Vasilakis orinaba por encima de la borda, que era baja. No lo habría hecho tan públicamente de no haber bebido tanta cantidad del excelente Tokaji. Y lo hacía con muchos gemidos, retorciéndose y apoyándose en el palo de la linterna de fondeo, que casi arrancaba de la bocabarra en sus intensos dolores. —iAh, estás ahí, Spyros! —gritó Pavlo Smodlaka, surgiendo súbitamente de la oscuridad con una sonrisa compasiva—. Te duele al orinar, ¿eh? — Spyros asintió, turbado—. ¿Sabes qué significa esto? Has cogido la gonorrea, el nasmork, el resfriado de cabeza parisiense. —¿Eh? —gruñó Spyros. —Creo que en tu lengua se llama khonorrein. —¿Eh? —gritó Spyros, galvanizado.
—¿Has estado haciendo el yébla con una de las mujeres de monsieur le Démon? —¿Eh? —repitió, aterrado, Spyros. Pavlo le habló cordial y amistosamente del libro secreto de Pemjean, que trataba de «cierta enfermedad». Luego se extendió sobre la suciedad de los franceses y se compadeció de Spyros por haber contraído la vergonzosa enfermedad del demonio. Pero Spyros interrumpió su charla con una mueca y un esfuerzo, y corrió, mientras aún se abrochaba los pantalones, en busca de su esposa. Sin embargo, justo entonces el remolcador y su hilera de barcazas se deslizaba junto a otro largo malecón de piedra de Pest y en seguida reinó un gran bullicio y conmoción. Los tripulantes amarraron todas las barcazas y luego ayudaron voluntariamente a los peones del circo a desembarcar los carromatos y remolques, así como los caballos, el camello y los elefantes. Tardaron dos horas en llevar a cabo el desembarco y recorrer el trayecto entre el malecón y el Corso, la gran plaza que lo circundaba. Aparcaron allí los vehículos, ataron a los animales que no iban enjaulados y les dieron a todos de comer y beber. Entonces la mayoría de artistas y peones cayeron agradecidos sobre sus camas o camastros y Fitzfarris arrancó un gruñido de sorpresa a Notkin y Spenz cuando entró en su remolque y, sin dar explicaciones, se desplomó sobre la litera que hasta entonces había sido de Pemjean. La lámpara ardió hasta muy tarde en un solo remolque, el de los Vasilakis, y los ocupantes de los remolques contiguos tardaron un rato en conciliar el sueño por culpa del ruido que se armó en su interior, debido principalmente a los gritos rabiosos de Spyros, aunque también a los sollozos de Meli y a los violentos golpes que le propinaba su marido. Spyros blandía uno de sus sables, pero tenía la consideración de usar sólo su parte roma entre torrentes de imprecaciones griegas y sólo en lugares que no se viesen cuando ella luciera el traje de pista. Al final ella le detuvo, suplicando: —Si confieso mi culpa, ¿dejarás de golpearme? Entonces te lo confesaré todo. Sí, soy culpable de lo que me acusas, pero... —iMala puta! ¡Cuando vuelva usaré el filo del sable! No puede dolerte más de lo que me duele mi pobre peos. iPero primero lo mataré a él! —iNo, no! iNo es monsieur Pemjean! Si Spyros la oyó, no hizo el menor caso y salió como un rayo a la oscuridad de la noche. Tardó uno o dos minutos en encontrar el remolque que buscaba, derribó la puerta, buscó a tientas la litera de Pemjean, la tocó con la punta de su sable y vociferó: —iLevántate, francés! iTraigo la muerte! —iOh! ¡Dios mío! —gritó Fitzfarris, retirándose a gatas hacia el fondo de la litera.
También se oyó un rumor en el otro lado del remolque y uno de los payasos encendió una cerilla. — ¿Sir John? —exclamó Spyros, estupefacto—. ¿Eras tú quien me engañaba? — ¿Qué? ¡Estúpido hijo de perra! iQue alguien encienda una lámpara! Notkin lo hizo, mientras Spyros persistía: — Sir John, ¿eres tú quien se acuesta con mi esposa a mis espaldas? —¿Estás sonámbulo, griego estúpido? ¿Y con un sable? Mira, me has hecho sangre en el trasero. Payasos, quitadle el arma uno de vosotros. Ninguno de los payasos se movió, sino que continuaron mirando, aterrados. Fitz abandonó la litera con precaución —la pieza posterior de sus largos calzones estaba mojada y roja— y dijo, tratando de ser razonable: —Spyros, despierta. Has tenido una pesadilla. Éste soy yo, tu amigo el caballero John. — Sí... tu amigo —murmuró Spyros—. Tú no tocar a Meli. Perdóname, sir John. Voy a buscar a Pemjean para matarlo. Dio media vuelta y Fitzfarris saltó, le arrebató el sable de la mano y lo sujetó. — Aún estás soñando. Despierta y dime... ¿qué es todo esto de Meli? No la habrás matado, ¿verdad? — Todavía no. Después. Primero Pemjean. —¿Sospechas que Meli y Pemjean han... estado juntos? —Spyros asintió y empezó a llorar—. Pues yo puedo asegurarte que no es así. Pemjean ha estado demasiado ocupado haciendo la corte a otra. Lo puedo demostrar. El y yo hemos llegado a un acuerdo entre caballeros esta misma noche. Se ha trasladado al remolque de Lunes, mi antigua compañera. — ¿Es esto cierto, sir John? —preguntó Spyros, aspirando con fuerza por la nariz. — Es cierto. Si Meli te ha engañado, cosa que dudo, será mejor que le hagas identificar al culpable, en vez de ir de un lado a otro pinchando a oscuras a personas inocentes. Mira, te acompañaré y hablaremos con ella. Espera a que me ponga los pantalones. Meli estaba en el umbral iluminado de su remolque, despeinada, aturdida, retorciéndose las manos y escudriñando el Corso, y saltó de alegría al ver que se acercaban. — Oh, sir John, le has cogido —gimió—. ¿Ha asesinado a alguien mi pobre Spyros? Por Dios, dime que no. — No, señora, sólo ha armado un escándalo —contestó Fitzfarris—. Entremos todos para que los demás no nos oigan y puedan dormir.
—He intentado decirle que no ha sido monsieur Pemjean —gimió ella mientras Fitz empujaba hacia dentro al ahora compungido y penitente Spyros y cerraba la puerta. —Creo que ya le he convencido de esto —dijo Fitz, tirando el sable a un rincón—. Y sé, Meli, que tú jamás...—Ha sido el Turco Terrible — murmuró ella con un sollozo. — iMeli! —exclamó Fitz, estupefacto. —iMujer! —gritó su marido, otra vez furioso—. ¿Has hecho eso con un enemigo declarado? — iOh, Spyros, Spyros... para que no fuese un enemigo! —¿Qué diablos queréis decir con esto de enemigo? —preguntó Fitzfarris—. ¿Estáis los dos dormidos y soñando o soy yo el que sueña? Meli lo explicó todo. Tardó bastante y Spyros la interrumpía a intervalos, pero Fitz le hacía callar. Meli concluyó: —Creía que era mejor para todos... para los dos, marido. —Y los tres guardaron silencio unos instantes. Entonces Fitzfarris carraspeó y dijo: —Debéis comprender, Meli, Spyros... que si el resto de nosotros hubiera sospechado que Shadid era una amenaza para vosotros nos habríamos deshecho de él a toda prisa. Diablos, yo no sabía siquiera que los griegos y los turcos habían estado en guerra. Nada de esto tendría que haber sucedido o continuado durante tanto tiempo. —Volvió a carraspear—. Pero lo hecho, hecho está. En cuanto tenga ocasión mañana, hablaré con Florian. Shadid no te molestará más, Meli, te lo garantizo. Y, Spyros, espero que perdones de corazón a Meli y hasta le agradezcas lo que ha hecho por ti. Fitz se levantó, tratando de ofrecer el aspecto de un fiel y noble amigo de la familia, pero el efecto se estropeó cuando la silla también se levantó, pegada a su trasero. Cuando se despegó al cabo de un instante, vieron el asiento manchado de sangre. —Idoú! —gritó Meli—. ¡Estás herido! Déjame curarte. Así que Fitz tuvo que esperar, bajarse los pantalones, la pieza posterior de los calzoncillos y dejarse curar y vendar antes de volver a su remolque. Notkin y Spenz le esperaban con la lámpara encendida e hicieron ruidos inquisitivos al verle entrar, pero él no los miró siquiera y cayó dormido sobre su desordenada litera. Los primeros miembros del circo en levantarse al día siguiente fueron Willi Lothar, Dai Goesle, Aleksandr Banat y los peones y dueños de las barracas para que Willi pudiese conducirlos, junto con todos los vehículos que no participaban en la cabalgata, al terreno que había alquilado en el parque municipal de Pest, a unos tres kilómetros del Corso. Cuando se levantaron los demás componentes de la compañía, desayunaron con la comida y el vino que aún quedaban en sus cestos de viaje y Florian esperó a formar la cabalgata hasta que las calles
estuvieron llenas de gente. Cuando la cabalgata abandonó el Corso, recorrió varias calles estrechas del barrio ribereño antes de llegar a la ancha avenida Sugár, donde la multitud cada vez más densa podía verla y apreciarla debidamente. Como siempre, Florian encabezaba el desfile, seguido por el furgón de la banda, que tocaba con brío, mientras el órgano de vapor formaba la retaguardia de la caravana, tocando todavía con más fuerza. Pero esta vez la cabalgata tenía un miembro nuevo que no desfilaba con orden. Era el Turco Terrible montado en el velocípedo y paseándose por doquier. Recorría la caravana de arriba abajo, haciendo muecas y payasadas, y tan pronto estaba a la cabeza como a la cola de la procesión, introduciéndose a veces por entre los vehículos y sorteando a los tres chinos en plenas volteretas y a los elefantes y el camello en su pausado avance. Hacía veloces incursiones entre los espectadores, que huían con chillidos de fingido terror. A veces pedaleaba hacia atrás o elevándose sobre la rueda trasera y otras sin sujetar el manillar, con los brazos cruzados. Entraba y salía de los umbrales de las tiendas y cuando había un edificio con escalones, los saltaba arriba y abajo con el velocípedo. —iHa sido un enorme éxito! —exclamó Florian cuando la cabalgata se dispersó por el recinto del circo y toda la población que la había seguido convergió en el furgón rojo a fin de adquirir entradas para la primera función—. De ahora en adelante Shadid ha de ser un aditamento regular de la cabalgata. —Me gustaría hablarle de él, director —dijo Fitzfarris. —Más tarde, por favor, sir John. Con esta gente ya llenamos la carpa. Retengámosla. Las barracas ya están a punto para el negocio. Di a tu pirófago que empiece a vomitar fuego en la línea de banderas y tú inicia tu arenga. Esto hará que los patanes gasten dinero hasta la hora de la función. —Usted es el director, director —dijo Fitz, yendo en busca del pirófago. Las tres tiendas ya estaban levantadas, las banderas ondeaban y la mayoría de eslovacos trabajaban en las graderías dentro de la carpa. Los dueños de las barracas encendían los braseros y sacaban los cuñetes de cerveza, las jarras de limonada y las baratijas que ponían a la venta. El órgano se había detenido a la entrada de la avenida y seguía tocando en espera de que el estrado de la carpa estuviera listo para que Beck y sus hombres lo ocupasen y empezaran a tocar una música más armoniosa. Los conductores de los otros carromatos de la caravana maniobraban en torno a la carpa para aparcar en sus lugares acostumbrados del patio trasero. Todos los artistas se habían dispersado para descargar sus atrezos, los animales y demás efectos de su lugar de almacenamiento durante el viaje por el río. Fitzfarris supuso que Spyros estaría desempaquetando sus botellas de nafta y aceite de oliva y otros
utensilios, de modo que deambuló entre la confusión del patio trasero, buscándole. Pero Spyros había ido directamente al remolque del turco, frente al cual se hallaba Shadid, secándose con una toalla el sudor causado por su largo y activo paseo en velocípedo. Spyros se colocó ante él: —iHola, turco! Shadid se sorprendió un poco por la brusquedad de la interpelación, pero sólo replicó con desprecio: —Hola, gusano.—Creo que tienes gonorrea. —Es probable —respondió el turco, impertérrito—. La tengo a menudo. ¿Y qué? —Entonces soltó una sonora carcajada—. iAjá! ¿Ella también? ¿Y te la ha contagiado? Qué horror. Y supongo que a un hombre tan menudo como tú le duele hasta hacerle llorar. —Sí, lloro —dijo Spyros, desenfundando la daga del cinturón. Shadid miró la brillante hoja que le apuntaba. Probablemente podría haber arrancado de cuajo el brazo de Spyros y luego atravesado a éste con sus propios daga, mano y brazo, pero se limitó a decir con desdén: —No me la clavarás. La hoja tembló cuando Spyros se puso en tensión para atacar. Pero entonces, ridículamente, hipó. Avergonzado, dejó caer ambos brazos. — Tienes razón, turco. No soy como tú. —Dio media vuelta y se alejó, oyendo la risa de Shadid a sus espaldas. — iSpyros! ¿Dónde estabas? —preguntó ansiosamente Meli cuando él volvió a su remolque—. Sir John te ha buscado por todas partes. —He ido de nuevo a matar al turco —dijo él con tristeza—, pero sólo he temblado ante él. Sólo al verle empiezo a sudar y a hipar de miedo. No he podido matarle. — Claro que no. Eres un hombre bueno, marido mío. Un hombre bueno no se venga, sino que perdona a sus enemigos. — No quería vengarme, esposa Meli, sino vengarte a ti. —Perdóname a mí también, Spyros. Esto me basta. En realidad no te he sido infiel y no lo seré jamás. — Lo sé, lo sé. Eres mejor como mujer que yo como hombre. —Sé sólo mi amante marido. No pido nada más. Y sir John ha prometido que nunca más tendremos que temer o escondernos. Idoú... iSir John! Quiere que vayas en seguida a la marquesina para empezar el número del fuego. —Sí, ya voy. —Spyros recogió sus utensilios—. Cuando vuelva, Meli, empezaremos de nuevo. Y olvidaremos el pasado. Hipó otra vez y luego la besó, tímido como un novio. Ella le devolvió el beso. —Vete ahora y da un buen espectáculo.
—¿Dónde estabas, Spyros? —preguntó Fitzfarris—. Aun a través de un megáfono, mi alemán no es una atracción muy buena. Sube aquí y pon en erupción algunos volcanes. —Mejores que los que has visto nunca, sir John —dijo Spyros con alegría. Saltó al estrado, sacó sus botellas y encendió las pequeñas astillas de pino mientras Fitz gritaba hacia la avenida: —Meine Herren und Damen! Hersehen der gefrüssig Grieche! Muy pocas personas se volvieron a mirar cuando Spyros tomó su primer sorbo de nafta, echó la cabeza hacia atrás, frunció los labios y levantó la astilla encendida. Pero Fitzfarris sí que le miraba y vio una erupción diferente de cuantas hiciera hasta entonces el Griego Glotón. Justo antes de que Spyros soplara el aliento de nafta hacia la llama de la astilla, pareció que tragaba y sus mejillas hinchadas se deshincharon durante un momento. Entonces no sólo salió de su boca una pequeña llama y un sonido ahogado y no sólo se le hincharon las mejillas, sino que se hinchó todo el resto de su cuerpo. Lo que el globo Saratoga necesitaba horas para hacer, Spyros lo hizo en una fracción de segundo, como si le hubieran conectado a la bomba del generador para hincharlo en un instante. Su pecho y vientre se dilataron tan de repente y de modo tan poco natural que las mallas negras se abrieron por las costuras. Todo su rostro se agrandó, la boca se abrió, las ventanas de la nariz se ensancharon y los ojos se salieron de las órbitas. Después de un exiguo eructo de llama, empezó a salir humo de su boca, nariz y ojos. Entonces cayó al suelo, pero continuó despidiendo humo durante mucho rato. Una vez más Fitzfarris visitó el remolque de los Vasilakis. Meli estaba sentada en los peldaños, cosiendo algo, y le saludó alegremente: — ¿Dónde ha dejado a mi marido, sir John? — No volverá más a casa, Meli —respondió Fitz en voz baja, y le contó lo ocurrido—. Florian lo ha llamado un contracandela. Spyros debe de haber tragado o inspirado la nafta de algún modo. Meli, mirando fijamente el suelo, murmuró: —Dijo que ver al turco le producía hipo... —Bueno, ya sospechaba que la pelea con Shadid tenía algo que ver con esto, y así se lo he dicho al director. Le he contado toda la historia. Y el turco se ha marchado. Florian le ha pagado en un abrir y cerrar de ojos —Fitz hizo chasquear los dedos— y, cuando he venido hacia aquí, Shadid ya se iba, maldiciendo como un condenado. No volverás a verle, Meli. Ahora... si quieres ver a Spyros por última vez... Maggie Hag lo ha... ejem... arreglado y está de cuerpo presente en el furgón rojo hasta
que se puedan tomar las medidas oportunas. Maggie vendrá aquí contigo a hacerte compañía mientras... —No —dijo Meli con firmeza—. Ya has perdido gran parte del espectáculo, sir John. Has sido bueno con nosotros y yo tampoco te fallaré. Spyros no lo querría. Seré Medusa en el intermedio, como de costumbre, y después de la función haré la Virgen y el Dragón. —Eres muy valiente, pero no es necesario. Estoy seguro de que Clover Lee consentiría en volver a ser Betsabé y... —Soy una mujer griega —dijo Meli, con la cabeza alta—. Siempre, desde Troya, las mujeres griegas saben que la mejor manera de llorar la muerte es seguir con la vida. 2 Así, pues, desde el día del estreno en Pest el programa del Florilegio se vio recortado una vez más. Durante el espectáculo principal Yount tuvo que reincorporar su antiguo número de Hacedor de Terremotos y la competición con Brutus para sustituir su prueba de fuerza con el Turco Terrible. En el espectáculo complementario sir John sólo tenía dos actuaciones que presentar: su número de ventriloquía con la Pequeña Miss Mitten y Medusa con sus serpientes, ya que todas las otras atracciones eran exhibiciones inertes: los Hijos de la Noche, la momia de la Princesa Egipcia, su propia cara tatuada y el Auerhahn, o siketfajd, como se llamaba aquí en Hungría. Yount se ofreció a pasar su tiempo libre aprendiendo a pedalear en el velocípedo... y así lo hizo, llegando a ser por lo menos tan bueno como Shadid, aunque nunca tan ágil como Cecil Wheeler, y pronto pudo ejecutar el número con Daphne y no tardó mucho en poder incluso zambullirse de cabeza en el tanque en llamas. —No es muy diferente de galopar hacia los cañones de Custer en Tom's Brook —dijo después de su primera y feliz tentativa. Aquel aciago día de estreno Florian fue a la comisaría de policía más cercana para dar cuenta del fallecimiento de Spyros Vasilakis, y su informe no fue recibido con el instantáneo e intenso interés, suspicacia e investigación que podría haber despertado en Austria o Baviera. La policía se limitó a tomar lánguidamente nota del suceso y sugirió que Florian rompiese el salvoconducto del hombre en cuanto pudiera. Luego le dejaron salir sin ninguna pregunta ni exigencia de una investigación ni la formalidad de enviar a un funcionario a dar una ojeada al cadáver para certificar la muerte de Spyros. Después Florian fue a gestionar el entierro en el cementerio macedonio griego local y, con permiso de Meli, el funeral se celebró sin el bullicio y colorido de la pompa circense para no llamar la atención del público y rodear de superstición toda la estancia del Florilegio en Budapest.
Ni esta tragedia ni la consecuente abreviación del espectáculo hicieron disminuir la afluencia de público; los ciudadanos continuaron llenando la carpa y aplaudiendo sin reservas. Los miembros del circo notaron algo interesante en aquel público: en Hungría los pretzels parecían ser el único tentempié aprobado, aceptado y de moda durante los intermedios de un espectáculo. Cada vez que la carpa se vaciaba en el intervalo entre las dos partes, todos los espectadores, jóvenes y viejos, acudían en tropel a los puestos de la avenida que vendían esas grandes y crujientes roscas saladas. Entonces todos, incluso las viudas más dignas y mejor vestidas, se paseaban mordisqueando las roscas mientras compraban en las otras barracas o veían el espectáculo secundario o se sentaban para que Magpie Maggie Hag leyera sus palmas salpicadas de sal. Los varones, incluyendo a los niños, también fumaban szigaretta mientras comían los pretzels. Los miembros del circo estaban tan encantados con Budapest como Budapest parecía estarlo con ellos. El parque municipal de Pest era un recinto delicioso, menor que el Prater de Viena, pero que contenía toda clase de paisajes, desde una tupida selva hasta praderas aterciopeladas, parterres multicolores, estanques con cisnes, fuentes y cascadas, senderos para caballos y caminos para pasear. Además tenía en un extremo una pequeña zona de atracciones con tiovivo, rueda de barcos oscilantes, terreno para juegos infantiles y numerosas barracas de feria. A cierta distancia de toda esta actividad se hallaba el elegante y exclusivo restaurante Gundel's, cuyos comedores tenían paredes recubiertas de madera y asientos de cuero y felpa, arañas en el techo y candelabros sobre las mesas; los camareros llevaban frac y eran eficientes y discretos; y en las cocinas los mejores chefs guisaban las viandas más exquisitas de Pest y Buda. Los miembros del circo cenaban allí siempre que tenían tiempo de vestirse con la elegancia que requería aquel ambiente. —Los húngaros tienen un dicho —observó Florian en una visita, después de una cena que empezó con el aperitivo de almendras Bugac y sopa fría de cerezas agrias, siguió con lucio en salsa de pepinos, un gulash gitano con trozos de muchas carnes, capas de espárragos y setas, fideos a la crema con alcaravea y páprika verde y Aszú Tokaji para regarlo todo, y concluyó con buñuelos de crema bañados en chocolate, café turco hecho con agua de rosas y, por último, brandy de albaricoque—. Los húngaros dicen: «Si pudiéramos permitirnos el lujo de vivir como vivimos, iah, qué bien viviríamos!» La gente del circo solía divertirse con el entretenimiento favorito de los habitantes de la ciudad: pasear por calles, plazas y bulevares. Los hombres de la compañía lo hacían sobre todo para admirar a las numerosas mujeres que paseaban para ser admiradas. Más que en cualquier otro lugar de los visitados por el Florilegio, allí abundaban las
mujeres y muchachas seductoramente bellas, de pechos altos y piernas largas. Incluso las niñas apenas llegadas a la pubertad eran bonitas como potrancas. Y ninguna de ellas, desde las ninfas incipientes hasta las matronas maduras, llevaba nada bajo la blusa veraniega que se pareciese a una camisa o un sujetador. —iCielos! —exclamó Daphne la primera vez que fue al centro urbano—. Hasta se les pueden ver los pezones. Ni siquiera en París he visto vestir así a las mujeres respetables. Su compañero, Florian, dijo con indulgencia: — ¿Por qué deberían ser las mujeres poco respetables los únicos espíritus libres? Daphne aspiró con fuerza por la nariz. — Bueno, las mujeres de Budapest pueden ser atractivas y bien formadas desde la adolescencia hasta la madurez, pero se marchitan rápidamente a partir de esa edad. Mire, las viejas son matronas ajadas vulgares y obesas. —Esas son las campesinas que viven en los pueblos. Verías tipos iguales, querida, en los puestos de vuestro Covent Garden. ¿Acaso las damas soignées del Mayfair londinense se ajan o engordan de este modo? No, y tampoco las damas del civilizado Budapest. Envejecen graciosamente y, al llegar a cierta edad, no se pasean para ser admiradas, sino que dan recepciones en sus casas... bien acompañadas de admiradores, te lo aseguro. Había otras cosas para ver y admirar, además de las mujeres hermosas. Aunque Pest era una ciudad francamente —incluso flagrantemente— comercial, también era, como lo expresó Willi Lothar, «una ciudad muy acogedora». Casi todas las calles estaban adoquinadas formando intrincados dibujos y muy bien iluminadas de noche por decorativas farolas. Las líneas de tranvía aún eran escasas, pero había un animado tráfico de otros vehículos, desde carretas tiradas por bueyes hasta imponentes carruajes de cuatro caballos. De día casi todas las plazas eran bulliciosos mercados al aire libre. Desde lejos todos estos mercados parecían iguales: hileras de puestos y carros bajo alegres sombrillas o toldos de muselina pintada. Pero también se podían oler desde lejos, lo cual permitía diferenciarlos según las mercancías en venta. Una plaza despedía el perfume de flores procedentes de los viveros de la isla de Margit, río arriba, y otra el aroma fresco de las hortalizas cultivadas en los huertos de la isla Csepet, río abajo, y otra el olor menos apetecible del pescado cogido en el propio río. Las numerosas atracciones culturales de Pest —museos, teatros, galerías de arte, la Opera— se albergaban en edificios de soberbio diseño, y los arcos, paredes, columnas, cúpulas y bóvedas de estos edificios no estaban adornados por adiciones superfluas. En cambio, los edificios comerciales mucho más numerosos de la ciudad, aunque gran
número de ellos fueran también magníficos arquitecturalmente, adolecían de un exceso de chillones anuncios publicitarios. Todas las paredes planas, aunque estuvieran a seis pisos de altura sobre la calle, se veían abarrotadas de mensajes multicolores en ornamentadas letras, y algunos ilustrados con una fotografía del producto anunciado o de una espectacular mujer desnuda o de un niño gracioso o de un hombre sucesivamente calvo y muy peludo antes y después de usar el producto. Muchos edificios tenían letreros que los rodeaban como cintas entre dos hileras de ventanas, hasta el último piso. Y la mayoría de los carteles estaban por duplicado, el mensaje magiar repetido en alemán. Algunos de los letreros sobre los establecimientos de la calle, aunque sólo estuvieran escritos en húngaro —KAVEHAZ, CZIGARETTA—, eran lo bastante comprensibles para que los recién llegados reconocieran que se trataba de cafés o estancos y se convirtieran en sus clientes. El Kavehaz New York, de hecho un local demasiado suntuoso para llamarse café, llegó a ser el lugar favorito de la compañía para tomar un refresco antes o después de un largo paseo por la ciudad. Los camareros aprendieron los nombres de los artistas y éstos se acostumbraron a ser interpelados al estilo magiar; por ejemplo, Maurice era LeVie úr, Gravrila era Smodlaka né, Domingo Simms kisasszony. Lo que les causó más problemas durante un tiempo fue la moneda local. Hungría seguía usando los kronen, gulden y kreuzers del imperio austríaco, pero la nación ya introducía las coronas, los forints y los fillérs de acuñación propia, por lo que los extranjeros —y los propios húngaros— sufrían cierta confusión hasta que aprendían a llevar las dos monedas en bolsillos o bolsos separados y hacer rápidos cálculos entre ellos. Varios miembros de la compañía encontraron otros lugares preferidos en la ciudad. Cerca de los muelles del Danubio, Dai Goesle halló un raktároz tengerészeti. Se trataba de una tienda de efectos marinos y Goesle era tan incapaz de pronunciar este nombre húngaro como los dueños de la tienda de pronunciar el suyo, pero aun así lograron comunicarse de alguna manera. Y allí compró la lona, los postes, la cuerda y demás artículos necesarios para hacer las dos nuevas tiendas vestidor que quería Florian. Y después volvió con frecuencia al establecimiento, siempre que el circo necesitaba algo así como argollas, hebillas, barniz, etc., y siempre salía con el objeto exacto que buscaba, del tamaño, grosor o color exacto. Las mujeres del circo descubrieron pronto el Nagyáruhaz Párizsi o Almacenes de París, una especie de emporio totalmente desconocido para las mujeres que no habían estado nunca en París. Comprendía todas las tiendas imaginables bajo el mismo techo y la misma dirección, no dividido en tiendas separadas sino en «departamentos» repartidos entre los varios pisos, entresuelos y balcones interiores de un edificio inmenso. Allí se podía comprar whisky escocés, una alfombra turca, un
crucifijo rumano, sedas de Sicilia —cualquier cosa desde un solo botón a los enseres de toda una casa—, de modo que casi todas las mujeres de la compañía encontraron excusas para curiosear por allí al menos una vez por semana. Cuando Agnete compró allí cierta cantidad del incomparable encaje de bolillos húngaro, oyeron decir en broma a Yount: —No me importa el dinero, Dios mío, no; pero me parece mucho gasto por una tela llena de agujeros. Carl Beck pasaba casi todos sus ratos de ocio probando uno tras otro los enormes y elegantes balnearios de la localidad. Cuando no estaba sumergido en una agua o barro milagrosos —en una gruta de roca natural o en una piscina de alabastro de Babilonia o un tanque balneotermomagnético—, ingería algún curalotodo patentado o se untaba con él. Nunca abandonaba o entraba en el parque municipal sin detenerse a tomar un vaso lleno del agua caliente de manantial que manaba de un grifo público en la fuente de mármol junto a la verja del parque. Apestaba siempre a la loción capilar Bánfi o al Kneippkura o el Sámsonbalzsam con que se frotaba la calva e incluso en Gundel's o en el New York vertía en el café de agua de rosas unas gotas de su omnipresente frasco de elixir vivificante Béres. Grupos de gente del circo también iban de vez en cuando a la plaza de Francisco José, a orillas del río, y desde allí subían la cuesta adoquinada que conducía al puente de Cadenas entre dos gigantescos leones de piedra. Los vehículos que usaban el puente para ir y venir de la ciudad menor de Buda tenían que pagar unos fillérs por el privilegio. Los empleados del puesto de peaje podrían haber cobrado mucho más dinero si hubiesen hecho pagar a los peatones, porque éste era otro paseo predilecto de todos los ciudadanos, los cuales podían cruzar gratuitamente para satisfacer su orgullo con la contemplación de la maravillosa estructura. Casi todos los que lo cruzaban se detenían a medio camino entre las dos altas torres de piedra del puente y allí se apoyaban en la barandilla, entre las cadenas colgantes, para contemplar los barcos que navegaban por el río en ambas direcciones. En el lado de Buda, el tráfico de vehículos tenía que continuar por el túnel de la colina, pero los peatones podían bajar directamente a los muelles y calles ribereñas. Sólo en aquella zona era Buda lo bastante llana para construir casas destinadas a bienes y servicios. Sin embargo, la posada de la Cruz Blanca era la única empresa importante. Todos los otros mercados, posadas y tiendas eran pequeños en comparación con los de Pest, y sus clientes eran principalmente los habitantes del barrio, es decir, los trabajadores del río. Mullenax no tardó en encontrar el distrito de Tabán, donde vivían todos los barqueros del Danubio y otros tipos duros. A partir de entonces pasó la mayor parte de su tiempo libre —y
también el que debería haber dedicado al trabajo—compartiendo con ellos su brebaje preferido, una ginebra búlgara irrisoriamente barata y terriblemente nociva. Las pendientes de Buda estaban salpicadas de casitas campesinas muy atrayentes, con arbustos floridos sobre los tejados, guirnaldas de páprika roja y verde colgadas a secar contra las paredes encaladas y el dulce olor de la albahaca flotando en todos los jardines. Las alturas de Buda estaban reservadas para los monumentos y edificios monumentales: estatuas de bronce y piedra, el castillo real, la Ciudadela, la iglesia de la Coronación. Todos los grupos del circo alquilaron un kocsi por lo menos una vez para que los llevara a la cima de la colina Gellért y a la de la colina del Castillo. Pero la sombría Ciudadela era una fortaleza en activo y el castillo una sede del gobierno, así que no se permitía la entrada de visitantes en ninguno de los dos. Los turistas tenían que contentarse con asomarse al bastión del Pescador, debajo del castillo, o sentarse bajo las murallas de la Ciudadela para disfrutar de la vista de Buda a sus pies, Pest al otro lado del río y el largo y brillante trecho del Danubio. —Esta colina Gellért —dijo un día Florian— recibió su nombre por el obispo misionero que intentó por primera vez atraer hacia el cristianismo a los paganos de este lugar. De todos modos no lo abrazaron, ni a él tampoco; clavaron escarpias alrededor de un barril, embutieron dentro al obispo y lo lanzaron por esta colina hacia la muerte y la santidad. —Suena como un número de circo —comentó Edge. — Entonces me gustaría resucitar a san Gellért y su barril —dijo Florian—. ¿Te has fijado, Zachary, en que contando a las ocho bailarinas del Schuhplattler y sin contar a los hombres de la banda ahora tenemos más artistas del sexo femenino que del masculino? — ¿Y quién se queja, las mujeres o los hombres? Por primera vez desde que puedo recordar, todos parecen por lo menos haber estabilizado sus vidas privadas. Que yo sepa, no hay triángulos, ni adulterios, ni seducciones secretas, ni celos latentes. Edge los contó con los dedos. Pemjean y Lunes parecían satisfechos el uno con el otro, al igual que Maurice y Nella. Obie y Agnete eran claramente felices, así como Jules y Willi. Fitzfarris había empezado a cortejar a la viuda Vasilakis, para consolarla de su pérdida. Las chicas del Schuhplattler distribuían imparcialmente sus favores entre los hombres sin pareja, llegando a incluir a Hannibal Tyree, los tres chinos y Kesperle Spenz. Lo más notable, incluso increíble, era que el viejo Hanswurst Notkin guiñaba últimamente los ojos a Magpie Maggie Hag, quien daba claras muestras de rechazarle. —Y si no me equivoco —concluyó Edge—, le he visto a usted llevando dos o tres veces a cenar a Gundel's a la viuda Wheeler.
— Puramente platónico —murmuró Florian—. Paternal. —Claro —prosiguió Edge—. Clover Lee busca todavía a un pretendiente noble, pero mientras se contenta con los ricachones de las primeras filas. Domingo también, supongo, así que ¿quién se queja de la proporción entre hombres y mujeres? —Nadie se queja —respondió Florian—. Sólo digo que es insólito, quizá antinatural. Nunca he conocido un circo donde las mujeres superasen en número a los hombres. También me he dado cuenta de que entre los hombres felices no te has incluido tú. — Estoy tranquilo. Esto me basta. Edge mentía. No estaba completamente tranquilo. De hecho, se preguntaba en secreto si no estaría volviéndose loco. Hacía más o menos un mes que le había inquietado la aparente pero imposible familiaridad de algunos retratos y bustos del palacio de Schñnbrunn. Ahora, allí, en un país totalmente distinto, en dos funciones nocturnas del circo le había parecido vislumbrar una cara conocida entre el público. ¿Era posible, se preguntaba, que la pérdida, el dolor y la nostalgia consciente y diligentemente reprimidos por la mente de un hombre pudieran encontrar de algún modo intersticios en dicha mente para filtrarse por ellos y atormentarle con alucinaciones? Cuando le ocurrió otra vez, en otra función de noche, Edge decidió afrontar lo que fuese: su propia locura o un fantasma demostrable. Como en las veces anteriores, la mujer iba acompañada por otra dama y ambas llevaban velo y llegaban tarde —durante el primer número, cuando el resto del público estaba atento al espectáculo—, ocupaban sus asientos reservados de primera fila y entonces alzaban sus velos. La compañera era una mujer de mediana edad y aspecto corriente; la otra era... —¿Autumn? —preguntó Edge, tímido y absurdo, pero incapaz de decir otra cosa cuando se les acercó en el intermedio. Siempre permanecían en la carpa durante el descanso, sin mezclarse con la multitud de la avenida y sin llamar por señas a Magpie Maggie Hag para consultarla, y siempre eran de las primeras personas en abandonar la carpa una vez concluida la función. Ahora las dos se sobresaltaron por la sorpresa e inmediatamente se cubrieron la cara con el velo. La interpelada preguntó, recelosa: — Beszél ón magyar? Edge se limitó a mirarla con fijeza. — Sprechen Sie Deutsch? Edge continuó mirando, en un intento de verla a través del velo. Con él podía ser la Autumn de los últimos días, pero sin el velo era la Autumn de su primer encuentro.
— Tiens, parlezvous francais? Edge agitó la cabeza para despertarse y murmuró: — Un petit peu. Ella rió y su risa era la de Autumn. —En peti pu? Bueno, ya veo que hay un americano en este circo americano. Aún no le había oído hablar nunca, señor, sólo tocar el silbato. Ella se levantó el velo, aturdiendo tanto a Edge que le hizo tartamudear: —No... hablo mucho... señora. No, los cabellos de esta mujer eran más bien de color bronce que castaños rojizos, pero sus ojos eran los mismos: castaños, con pétalos de flores salpicados de motitas doradas. Su boca siempre a punto de sonreír era la misma... —¿Por qué se ha dirigido a mí con esa palabra? Edge volvió a mover la cabeza. —Es un nombre, señora. Autumn. Alguien que conocí. Ella ladeó la cabeza y sonrió de un modo deslumbrante. —¿Aprobaría ella que aborde a otras mujeres? —Lo siento. Se parece usted mucho a ella. También era hermosa. —Gracias. Si vamos a intercambiar cumplidos, deberíamos presentarnos. Es casual, pero casi ha acertado mi nombre. No soy Autumn sino Amelie, condesa Von Hohenembs. —En tal caso, lamento todavía más mi descaro, alteza —dijo Edge con una inclinación—. Probablemente prefiere conservar el incógnito en este lugar. Yo soy Zachary Edge, el... —El director ecuestre, claro. Mi compañera es la Bárónü Festetics Marie. Encantadas de conocerle, Edge úr. —Le tendió la mano enguantada y Edge se inclinó de nuevo para rozarla con los labios—. Soy una aficionada a la equitación —prosiguió ella— y una entusiasta del circo de toda la vida. Pero tengo que disfrutar de mis aficiones sin ser reconocida; el pueblo llano podría escandalizarse o afligirse al ver a su... a un miembro de la clase pomposa gozar de algo tan libre y despreocupado como un circo. —Condesa, si sabe lo bastante sobre circos para llamarme director ecuestre en vez de maestro de ceremonias —sonrió—, no es una simple aficionada. —Por favor, no sonría, Edge úr. —Lo he dicho como un elogio, alteza, no por atrevimiento. —Ya lo sé. Pero no debería sonreír nunca. Es menos feo cuando no sonríe. ¿No se lo dijo nunca su Autumn? —Pues sí, pero quizá no con tanta franqueza. —Un título da a una mujer el privilegio de ser franca. Con frecuencia digo a Ferenc, mi marido, exactamente lo contrario. Que debería sonreír más a menudo.
—Es un privilegio del conde —dijo Edge— ser instruido por una condesa tan encantadora. —iVaya, vaya! —exclamó ella, estudiándole—. Mientras no intente hacerlo en su francés de colegial, es evidente que sabe ser galante. Para ser un americano. —Hago lo que puedo —contestó él con humildad—. Alteza, si quisiera permanecer aquí hasta que... el pueblo llano se haya marchado, después de la cabalgata final, ¿me haría el honor de permitirme enseñarles, a usted y a la baronesa, los bastidores de nuestro espectáculo? Ella reflexionó, pero dijo: —Esto podría ser... imprudente. Mire cómo la idea hace fruncir el ceño a Marie. —¿En otra ocasión? —preguntó Edge, casi suplicante, reacio a dejarla marchar. «Insiste», pensó. Ella replicó con soltura: —Un prété pour un rendu. ¿Por qué no le enseño yo mi circo? —La baronesa Festetics le dirigió una mirada aún más amonestadora, pero ella no hizo caso esta vez—. ¿Puede tomarse unos días de vacaciones, Edge úr? —Pues... supongo que sí. Sí. Puedo y lo haré. Pero... ¿su circo, alteza? —Oh, una tontería, pero es de mi propiedad. Probablemente provocará su fea sonrisa. ¿Conoce el pueblo de Gódólló? Ahora resido en las inmediaciones, donde está mi casa de campo. Está sólo a unas horas de aquí por carretera. Le mandaré un carruaje. Vestimos de modo informal, excepto para cenar. ¿Quedamos para dentro de una semana? Edge dijo que le parecía muy bien y que lo esperaría con impaciencia. Entonces permaneció hablando con ellas —incluso la baronesa se ablandó lo suficiente para contribuir con unas frases sociables en inglés— hasta que la banda entonó Esperad el carromato y el pueblo llano se apresuró a volver a la carpa. Edge reanudó sus obligaciones de director con un brío que no había demostrado durante mucho tiempo y ejecutó su número de tiro como coronel Ramrod con floreos insólitos y sus volteos a caballo como Buckskin Billy con una temeridad estremecedora. Cada vez que saludaba, lo hacía directamente a la condesa Amelie, que aplaudía con las manos altas para que él pudiera verlas —las damas nobles no hacían ruido con los pies— y Edge tenía que acordarse de no sonreírle. Cuando concluyó el espectáculo, las dos mujeres no se fueron en esta ocasión durante la cabalgata, por lo que Edge tuvo oportunidad de despedirse de ellas. Y cuando la condesa se levantó para marcharse, Edge advirtió que también se diferenciaba de Autumn en que era mucho más alta. Pero tenía la misma figura curvilínea y el mismo talle increíblemente estrecho.
Edge no había mencionado nunca a nadie lo que él calificaba de alucinaciones encorevu de Autumn y naturalmente ninguno de sus colegas había visto a la mujer ni observado a Edge hablando con ella aquella noche. Sin embargo, todos los artistas se habían fijado en su repentino arrebato de entusiasmo y estaban encantados, aunque perplejos. Cuando se hubieron ido los últimos espectadores, Florian se acercó a Edge y le preguntó con cautela, casi con preocupación: — ¿Ha ocurrido algo esta noche durante el intermedio, Zachary? ¿Algo para darte... una vivacidad tan poco habitual? —Desde luego que sí, director. Me gustaría pedirle unos días de permiso la semana próxima. — iVaya por Dios! ¿Estás enfermo, muchacho? —Creía que sí, pero acabo de descubrir que no. No era Autumn después de todo. Es la condesa Fulana de Tal. —¿Ah, sí? —dijo Florian, retrocediendo un paso—. Quizá necesitas de verdad un descanso, amigo mío. — No estoy loco, director, ni mucho menos. Nunca me he sentido mejor. Me han invitado a visitar la casa de campo de esta condesa que he conocido esta noche. Amelie... es lo único que recuerdo de su nombre. Y usted siempre nos está animando a trabar amistades en las altas esferas, ¿no?, por si pueden sernos útiles para el espectáculo. —Debes aceptar sin falta, muchacho. Has trabajado casi sin parar desde que te incorporaste al circo. Si sólo la perspectiva te anima tanto, la visita en sí te hará sin duda muchísimo bien. Durante la semana siguiente Edge pasó mucha parte de su tiempo libre visitando a un sastre recomendado por Willi y probándose una serie de trajes de etiqueta. Clover Lee volvió a lamentarse de que «todo el mundo encuentra a alguien con título menos yo». Y Domingo hizo acopio del valor suficiente para abordar a Edge y decirle: —Toda la compañía murmura que acudes a una cita con una condesa misteriosa. ¿Es cierto, Zachary? —No es una cita, muchacha. Cita suena a algo furtivo. Sólo se trata de unas vacaciones en el campo. Y no hay nada misterioso en la dama, excepto su enigmático parecido con Autumn. Si recuerdas qué aspecto tenía Autumn. —Sí —respondió Domingo, abatida—. Era una mujer hermosa. —Y tú no le vas a la zaga —dijo Edge alegremente—. Eres igual de hermosa. Sólo que de un modo diferente. —Gracias. ¿Vas a enamorarte de ésta como te enamoraste de Autumn? —Será mejor que no lo haga. Ésta tiene marido. Domingo se animó lo bastante para sugerir: —Entonces, quizá algún día... cuando te tomes otras vacaciones, me llevarás contigo, como compañía.
—Pues claro que sí, Domingo. Si la condesa me invita de nuevo, tú también irás y usarás tu belleza para atraer al conde hacia otro lugar a fin de que yo pueda estar un rato a solas con ella. Tras un momento de silencio ofendido contestó la muchacha: —Si quieres... Pero Clover Lee lo haría mejor. Se iría con el conde y lo conservaría. Así tú podrías quedarte para siempre con la condesa. Oyéndola apenas, dijo él:—Supongo que tienes razón. —Y Domingo se alejó llena de tristeza. El día convenido llegó el carruaje anunciado: una lujosa berlina de ruedas altas, tapizada de piel y tirada por una pareja de caballos bayos ingleses. En el pescante iba sentado un cochero con librea y un lacayo viajaba de pie en la parte trasera. La mayoría de miembros del circo contempló con la boca abierta cómo el lacayo saltaba para coger la maleta nueva de Edge, la guardaba en el portaequipajes y después enseñaba a Edge la canasta de viaje que había bajo el asiento, llena de comida recién preparada, fruta, dulces, vino y licores diversos. —El escudo de la portezuela es el de los Festetics —explicó Florian, claramente impresionado—. De modo que éste es el nombre que no podías recordar. Uno de los más distinguidos de Hungría. —No —dijo Edge, después de pensar un poco—. Era von no sé qué. Creo que Festetics era el nombre de su acompañante. Bueno, adiós a todos. —Se tocó el nuevo sombrero de viaje, de castor gris—. No tardaré en volver. 3 Una vez cruzada la verja del parque, la berlina torció hacia el noroeste y pronto dejó atrás los últimos suburbios de Pest. Edge se apoyó en el respaldo para disfrutar del paisaje, pero la tierra era tan llana y poco interesante en esta carretera —nada más que praderas de hierba alta como las de Kansas, excepto algún que otro campo de centeno o trigo— que dormitó casi todo el trayecto. De vez en cuando, un bache del camino le despertaba y entonces buscaba en la canasta un trozo de pollo o una dobostorta o una botella de vino y volvía a adormecerse. La última vez le despertó, justo al ponerse el sol, la súbita vibración del carruaje sobre una superficie adoquinada y al asomarse vio que estaban en la sinuosa avenida de un parque extenso, pero no ajardinado. Todo eran bosques y prados naturales y en dos ocasiones los caballos intentaron detenerse cuando un ciervo de abundante cornamenta cruzó a saltos la avenida. «Su casa de campo», murmuró con ironía Edge cuando apareció ante su vista: un hermoso castillo de sillería adornada
con grecas, torres, ventanas medievales, puertas labradas y rosas y glicinas trepando por todas las altas paredes. Curiosamente, sin embargo, la berlina no le dejó ante la entrada principal de aquella impresionante mole sino que entró por una portecochére y salió a la fachada posterior. «¿La entrada del servicio o de los proveedores?», se preguntó Edge, que se quedó realmente perplejo cuando el carruaje siguió pasando de largo otras dependencias, bien construidas, ciertamente, pero a todas luces las cocinas, habitaciones del servicio, herrería y despensas de la mansión. Por fin la berlina se detuvo ante las cuadras y el lacayo abrió la portezuela e inclinó la cabeza cuando Edge se apeó. De hecho las cuadras no ofrecían un aspecto mucho menos suntuoso que el castillo, pero ¿vivía ella allí? ¿Habría sido pura jactancia toda aquella charla sobre títulos y privilegios? ¿Sería sólo una parienta pobre de los Von Fulanos de Tal, o incluso una de sus pinches de cocina? Entonces oyó música. Junto a un paddock circular, un hombre con aspecto de ser mozo de cuadra tocaba con su acordeón una alegre y trepidante música zíngara. Y dentro del paddock daban vueltas y más vueltas a un trote ligero dos gráciles caballos árabes sin silla. A lomos de ambos había una figura esbelta con camisa blanca y pantalones negros; Edge no pudo distinguir al principio en la penumbra del crepúsculo si se trataba de hombres o mujeres. Ejecutaban una rutina acrobática y de ballet casi tan bien como Clover Lee: poses artísticas, de pie sobre una sola pierna y de vez en cuando saltaban ágilmente de los caballos al listón superior de la valla, manteniendo allí el equilibrio hasta que sus monturas volvían y las montaban entonces de nuevo. Edge miró, complacido, y al final una de las amazonas desmontó con un salto mortal, se introdujo por entre los listones de la valla y se acercó a él, echándose un bolero negro sobre la blusa blanca. Tenía la cara sofocada por el ejercicio, pero no respiraba con fuerza. Amelie no usaba cosméticos —no los necesitaba— y sus cabellos color de bronce estaban recogidos en la nuca, al estilo de las campesinas, y le colgaban en ondas hasta la cintura. Podría haber sido una moza de cuadra, muy hermosa, de no haber sido su blusa de la seda más fina y el bolero y los pantalones de terciopelo negro. Le reprendió traviesamente: —Como ya predije, está sonriendo, Edge úr. Le ruego que desista. —Lo siento. La estaba admirando. —Se inclinó y ella le alargó la mano para que se la besara. Esta vez no estaba enguantada y no era la mano fuerte de una amazona profesional ni la mano áspera y roja de una criada. Se apresuró a añadir—: Alteza.
— iBerni! —llamó ella al mozo de cuadra, diciéndole por señas que dejase de tocar. Entonces llamó a la otra amazona—: iElise! —¿Es éste su circo, condesa? —preguntó Edge. — Una parte muy pequeña. Sólo nosotras dos. Debo pedirle perdón. Al invitarle olvidé por completo que había mandado a Achilleion a todos mis acróbatas y payasos. Pero ahora... quiero que conozca a Fráulein Elise Renz. La señorita Renz era tan joven y casi tan bella como la condesa. Le tendió la mano para recibir un apretón, no un beso, y ésta sí que era la mano fuerte de una verdadera équestrienne. —Guten Abend, Herr Edge —dijo. — Elise es hija de Ernst Jakob Renz —explicó la condesa—, del Zirkus Renz, que usted tal vez conoce de oídas. Elise tiene la bondad de hacer novillos de vez en cuando y abandonar el circo de su padre para venir a enseñarme los nuevos números a pelo. La señorita Renz hizo un mohín y dijo algo en alemán. La condesa tradujo: — Elise dice que nosotras no tenemos director ecuestre para darnos órdenes y es cierto. Nos falta alguien severo que nos imponga disciplina. ¿Y si mañana viene a blandirnos el látigo, Edge úr? Nos gusta mucho tener una mano fuerte que nos dirija... y nos castigue, si es necesario. Ja, Strafe! —exclamó la otra, con los ojos brillantes. —Lo haré encantado —respondió Edge. — Bien. —La condesa dijo unas palabras en alemán a Elise, que rió, contenta—. Pero ahora venga, es mi invitado. Deseará refrescarse después del viaje. Elise y Berni atenderán a los caballos. —Llamó otra vez—: Schatten! —Y un perro inmenso y peludo salió de la cuadra y, cuando Edge y la condesa se dirigieron al castillo, caminó solemnemente a su lado. — Este perro —observó Edge— ya es digno de un circo. Tan grande como Rumpelstilzchen, nuestro pony. — Sí. Mi Schatten es un galgo irlandés. Un fiel compañero y guardaespaldas. Su nombre significa Sombra. — Un perro afortunado —dijo involuntariamente Edge. En seguida añadió, para disimular su torpeza: ¿Así que miss Renz le ha enseñado equitación? — Oh, no. Sólo me ayuda a conservar la práctica. Fue mi padre quien me enseñó. Convirtió su escuela de equitación en un zoo y un circo en miniatura y me enseñó equitación artística cuando era muy pequeña. — ¿Su padre dirigía una escuela de equitación? El mío trabajaba en una fundición de hierro. Cuando había trabajo. —No me ha entendido. Las cuadras, los paddocks y el hipódromo de un palacio se llaman siempre, por modestia, la escuela de equitación. Mi padre era Maximilian Josef von Wittelsbach, duque de Baviera.
—iOh! —¿Ha oído hablar de la locura de la familia Wittelsbach? Pues bien, mi padre tenía sólo una clase de leve locura: le apasionaba la vida circense. Una vez, cuando yo era muy pequeña, nos vestimos de vagabundos y recorrimos Baviera a caballo, sin ser reconocidos. Siempre que nos deteníamos en el patio de una posada, él tocaba la cítara y yo hacía acrobacias sobre el caballo sin silla. Luego pasaba el sombrero entre los espectadores. —Hizo una pausa, sonrió con nostalgia y añadió—: Fue el único dinero que he ganado en mi vida. Y también mi padre, supongo. Edge rió entre dientes. —No obstante, heredé la locura de mi padre y he conservado desde entonces una parte de su circo: los animales, los enanos. Cuando mi propio hijo tenía seis años, era muy nervioso y tímido, así que, para enseñarle a no tener miedo, le encerré toda una noche en el zoo lleno de animales salvajes. Oh, dejé al tutor de Rudi oculto cerca de él, por si acaso. No hubiera expuesto a mi hijo al peligro, claro. —Claro. Aun así, debió de ser una noche difícil de olvidar. —Todavía es muy nervioso —dijo ella, como de paso—. Siento mucho no tener aquí a los animales y el resto de mi circo para enseñárselos. —Si sólo quisiera ver un circo, alteza, me habría quedado en Pest con el mío. Ella le dirigió una mirada cálida para agradecer esta observación, pero continuó su charla banal: —Como le he dicho, los envié a Achilleion, donde suelo pasar los inviernos. Es mi casa de Corfú. La diseñé yo misma al estilo griego. Habían llegado a los senderos de grava blanca que rodeaban el césped y desembocaban en la gran terraza embaldosada de delante del castillo, adornada con muchas urnas de bronce, de la altura de un hombre, rebosantes de flores. En cada una de las gastadas columnas de piedra que flanqueaban la balaustrada de la terraza habían incrustado una piedra nueva, labrada con un escudo heráldico. Edge advirtió que la divisa era diferente de la que figuraba en la berlina de los Festetics, pero —de nuevo la sensación del déjávu estaba seguro de haberlo visto en alguna parte. —Ah, se ha fijado en las adiciones recientes —dijo la condesa—. Si, este castillo no ha sido mío hasta el año pasado. Estoy muy encariñada con él, más que con cualquiera de los otros. Excepto en invierno. Entonces me escapo hacia el sol. Edge se preguntó quién le habría dado el castillo y cuántos tenía, Pero no dijo nada. Unos lacayos abrieron las puertas de par en par Y entraron en un vestíbulo abovedado lleno de estandartes, escudos Y armas antiguas. La baronesa Festetics esperaba para atender a la condesa y, después de hacerle una reverencia, incluso se inclinó un poco en dirección a Edge.
—Se acuerda de Marie, claro —dijo la condesa—, y éste es mi chambelán, el barón Nopsca. —El elegante caballero se inclinó y juntó los talones—. Este es Hirschfeld, que será su ayuda de cámara. Debo decirle que los domésticos de la casa sólo hablan húngaro. —Bajó la voz para murmurar—: Es para que yo pueda hablar en otras lenguas con toda confianza. Incluso con intimidad. —Y entonces prosiguió—: Descubrirá, no obstante, que Hirschfeld conoce sus deberes y no necesita instrucciones. Ahora le conducirá a su suite. Hoy la cena será a las ocho, pero no en el comedor grande sino en el salón Marfil, que es más cómodo. Hirschfeld también le guiará hasta allí. Como aturdido, Edge se dejó conducir por la gran escalinata, advirtiendo que incluso su ayuda de cámara tenía sirvientes: un lacayo llevaba la maleta y otro una bandeja con una jarra de agua caliente, una palangana y diversos útiles de tocador. La suite —un dormitorio con una cama de dosel, una salita de desayuno y un cuarto de baño— era de un esplendor señorial que aturdió todavía más a Edge. Sin embargo, no sucumbió inmediatamente a la indolencia sibarítica e insistió en lavarse y afeitarse él mismo, aunque casi tuvo que echar por la fuerza a Hirschfeld para hacerlo. El ayuda de cámara fue a deshacer la maleta y arrugó la nariz varias veces, como despreciando la calidad de su contenido. Después Edge permitió que le ayudase a vestirse para la cena porque no estaba familiarizado con las complejidades de pechera falsa, cuello, gemelos, etc., y jamás habría podido hacerse el lazo de la corbata del frac. Cuando Edge llegó al cómodo salón Marfil comprobó que era bastante más grande que la casa donde había nacido. La condesa estaba sentada ante un piano de cola de color marfil —o quizá de auténtico marfil—, tocando lánguidamente algo de Schumann. Se levantó y cedió su lugar a una joven sin identificar que llevaba gafas y que tocaría, muy suave y pausadamente, durante toda la cena. La condesa ya no parecía ni remotamente una moza de cuadra o una équestrienne, sino la heroína de un romántico cuento de hadas. De cara seguía pareciéndose tanto a Autumn Auburn que Edge no pudo por menos de pensar: «Cómo desearía que lo fuera. Y cómo desearía haber podido ofrecer a Autumn un decorado como éste para su belleza.» Pero la condesa Amelie estaba viva y presente y era una mujer espléndida por derecho propio y Edge no estaba muerto ni era inmune a su indudable atractivo. Llevaba el cabello recogido en un intrincado moño y la cabeza ceñida por una diadema de esmeraldas. También lucía esmeraldas en el cuello y en los dedos. Su vestido de brocado verde oscuro y encaje color marfil tenía un gran escote que dejaba al descubierto los bonitos hombros... y los pechos, casi hasta el borde de
la indiscreción. Comparado con su esplendor, todo el marfil del salón parecía mate y polvoriento. Sobre el volante de la falda de crinolette, el talle era tan estrecho que daba la impresión de ser sumamente frágil. —Cuarenta y dos centímetros —dijo ella, como adivinando el pensamiento de Edge. Y añadió, con un poco de nostalgia—: Pero mi cintura medía treinta y siete centímetros y medio antes de casarme. Sí, estaba casada, se recordó a sí mismo Edge. Preguntó: —¿No cenará el conde con nosotros, alteza? —Sólo había dos platos en la mesa no muy acogedora, que podría haber acomodado a doce comensales—. Había —no pudo decir «esperado»— pensado que tendría el placer de conocerle. Y también a su hijo. —Mi marido se halla en el extranjero y los niños están con él. Y, Zachary, no es necesario que me hable formalmente cuando estemos solos. En téteátéte, le autorizo a llamarme Sissi. Todos mis amigos lo hacen. —Un extraño diminutivo para Amelie, señora. Y no creo que pudiera llamar a una mujer por un diminutivo. —Amelie, entonces, si insiste en una semiformalidad. —Tocó un cordón—. ¿Tomará un aperitivo? ¿Amontillado? ¿Bugac? Entró un lacayo y se colocó ante las garrafas y las copas de un aparador de marfil. Tanto Edge como Amelie tomaron jerez y, cuando el hombre se hubo ido, Edge dijo: — Ha mencionado a los niños. Me ha sorprendido saber que tenía uno, y de seis años, además. No parece lo bastante mayor para... — Rudi ha cumplido diez años y su hermana tiene casi trece. Hubo otra hija antes que ella, pero no pasó de la infancia. ¿Cuántos años tiene la Autumn con la que me ha comparado? —Aún no veinticuatro. Cuando murió. — iOh, Dios mío, tan joven! ¿Y se ha muerto? Lo siento. Una mujer más joven ya es una rival temible. Si está muerta, es casi invencible. — ¿Rival? —Todas las mujeres son rivales entre sí, Zachary. Incluso diría enemigas, en especial cuando son de edades muy diferentes. Ay, la víspera de Navidad cumpliré treinta y un años y entraré en mi cuarta década. — Desde la perspectiva de mis casi cuarenta años, no puedo ver una gran diferencia entre veinticuatro y treinta y uno. Sobre todo teniendo en cuenta que no aparenta usted ni un año más de los veinticuatro de Autumn. —Ah, estoy bien conservada, ¿verdad? Este es un cumplido muy poco galante, Zachary. —Yo no he dicho... —Lamento su pérdida, pero ¿hemos de pasar toda la noche hablando de su amiga Autumn?
—Pero si ha sido usted quien la ha mencionado... —Sentémonos y empecemos. —Volvió a tocar el cordón de la campanilla. Confundido y un poco exasperado, Edge se retrasó en apartarle la silla, lo cual pareció molestarla un poco, pero cuando les hubieron servido el primer plato iniciaron una amable charla sobre temas circenses, acompañados por el sonido pianissimo de la música. Amelie amonestó nuevamente a Edge—: Póngase cómodo, Zachary. Está tan erguido como... como el conde Hohenembs. Siempre tengo que reprenderle. —Aprendí los modales a observar en la mesa en una escuela muy estricta. Además, iba con mucha cautela al elegir los cubiertos entre la hilera que había a cada lado de su plato. Edge ya había comido camarones en una salsa picante y ahora tomaba una sopa caliente de puerros, pero Amelie sólo había mordisqueado hasta entonces una hoja de lechuga. A medida que la cena proseguía resultó evidente que en las cocinas del castillo se habían preparado dos cenas totalmente distintas. La suya era abundante y variada mientras que la de ella sólo consistía en una pequeña porción de pescado blanco. «No me extraña que conserve la cintura de avispa», pensó Edge. Cuando el lacayo llevó los postres —pastel de frutas para Edge y un puñado de cerezas para ella—, los criados entraron acompañados por la baronesa Festetics, que sostenía una bandeja de plata con un sobre amarillo. Murmuró algo en húngaro y Amelie abrió el sobre, leyó el delgado papel que contenía, rió y dijo: — Un telegrama. En nuestra clave privada. ¿Se lo leo, Zachary? —No esperó la respuesta—. «Queridísima. Llego mañana tarde. Ponte sólo las joyas.» La baronesa, turbada, cerró los ojos. Edge, confuso, emitió algunos sonidos incoherentes antes de decir: —¿Así que el conde regresa del extranjero, alteza? En tal caso, no querrá encontrar a un invitado en... — ¿Mi marido? iCielos! Ferenc no tuvo nunca este ingenio... ni esta arrogante impetuosidad. Lo envía mi amante. Ahora la baronesa parecía estar a punto de desmayarse. Edge farfulló: —Bueno, entonces es seguro que él no querrá encontrar a un desconocido en... — Pero está usted aquí, ¿no? —Ella le miró larga y fijamente—. ¿Acaso desea que le eche? ¿Para hacerle sitio a él? Edge le devolvió la mirada. — No. —No esperaba menos de usted. Marie, contesta por favor con un telegrama al conde Andrássy. Dile que mañana estaré indispuesta. Y
quizá también al día siguiente y al otro. De paso, Marie, encarga a la cocina que nos sirvan café y coñac en mis aposentos. La propia condesa, no un criado, condujo hasta allí a Edge, donde él y la condesa se sentaron en lados opuestos de una mesa baja. —Plus intime, n'estce pas? —dijo ella. El enorme galgo irlandés entró desde otra habitación, se arrimó a su dueña, dedicó a Edge la más fugaz de las miradas y se echó con un gruñido junto a la silla de Amelie. Al cabo de un momento, los lacayos entraron el servicio de café, tazas y platillos de Sévres, garrafas de cordiales y frágiles copas. La condesa despidió a los criados y sirvió ella misma. Lo que Edge podía ver de sus aposentos —la antesala por la que habían entrado y el salón donde se hallaban— hacía que su propia suite, que había considerado señorial, pareciera exigua y abarrotada. Sólo el salón ocupaba toda la anchura de una ala del castillo, de modo que tenía en ambos extremos una pared de vidrieras que daban a una espaciosa terraza. Las vidrieras estaban abiertas y los finísimos visillos ondeaban lánguidamente al viento de la noche templada, dejando entrar la fragancia de las rosas y glicinas. Edge no miraba a su alrededor para comparar el tamaño de las habitaciones, sino para no fijar una mirada de lujuria en el escote de carne marfileña, suave e incitante que Amelie le presentaba al inclinarse sobre la mesa baja para servir el café y el licor. —Me has parecido escandalizado en exceso, Zachary —dijo ella—, incluso para un americano, cuando has oído que tengo un amante. Sin duda, antes de incorporarte al circo padecías el provinciano puritanismo americano, pero debiste superarlo después. Conozco los circos. — Sonrió, como si pudiera saber más cosas que él acerca del circo—. Pero quizá sigues aferrado a la opinión, tan querida por los mojigatos ignorantes, de que los de las clases altas llevamos una vida más pura. —Se tocó las esmeraldas del cabello—. Llevamos diademas y coronas, sí, pero sólo un campesino o un tonto las confundiría con aureolas. O quizá pensabas, quizá te hacías la ilusión de que serías mi primero y único amante. —Durante toda la velada —dijo Edge con voz tranquila— ha estado hablando por mí y diciéndome lo que pienso. Si por una vez me preguntara lo que pienso, me encantaría decírselo. — Adelante, pues. — No dejo de pensar que es una mujer bella y seductora y que bajo esas joyas y esos encajes y brocados está... absolutamente... desnuda... —iOh! —Se ruborizó desde el cabello color de bronce hasta el borde del escote—. iEres tan audaz como Andrássy! —Otra cosa que pienso es que aquí hay ratones.
—!Cómo! —exclamó, totalmente desconcertada. —Me refiero a que corren por el castillo. Los oigo rumorear detrás de las paredes. —¿Has vivido sólo en tiendas toda tu vida? —preguntó ella, recobrándose—. ¿Nunca en una casa normal? Entre las paredes hay pasajes, naturalmente, para que en invierno los criados puedan llenar las grandes estufas de cerámica por detrás, sin estorbar a los ocupantes de las habitaciones. Ahora mismo puedes oír a mis doncellas llevando leche para mi primer baño. —¿Primer baño? ¿De leche? —Y sólo leche de Jersey. En todos mis viajes llevo conmigo a dos vacas de Jersey. Antes de acostarme me baño siempre en leche caliente. Verás que da a mi piel un tacto maravillosamente satinado. Después oirás correr de nuevo a las doncellas por detrás de las paredes en busca del aceite de oliva caliente para el segundo baño que siempre tomo después de acostarme con un hombre. Esto es con fines preventivos, claro. No deseo tener más hijos. Y más tarde tú también irás a tu suite por los pasajes entre las paredes. Mis criados son leales y callados, pero el decoro... —Que me maten si lo hago. —Edge se levantó—. Ni siquiera una condesa puede ordenarme que joda y que después me escabulla... —iNo hablo como una condesa! —se enfureció ella—. Hablo... —contuvo su genio— como una mujer, pero no una mujer tímida que lloriquea y se desmaya. —Entonces déjeme ser un hombre y no un lacayo. ¿Acaso su audaz e impetuoso Andrássy tiene que salir de aquí a hurtadillas por una ratonera? — iCómo te atreves! Él es de noble cuna y primer ministro de toda Hungría. Tú eres un plebeyo. Edge se inclinó y preguntó fríamente: —¿Tiene este plebeyo permiso de vuestra alteza para despedirse? — No. Siéntate. —El permaneció de pie y ella le miró con ojos sombríos y dijo en tono severo—: Hubo un tiempo, y aquí en Hungría no está lejano, en que si un plebeyo hablaba a un noble como tú lo acabas de hacer conmigo... te habría sentado en un trono de hierro candente, con una corona de hierro candente en la cabeza y un cetro de hierro candente en la mano. Cuando estuvieras bien cocido, pero todavía vivo —bajó la mano enjoyada para tocar el perro que yacía a su lado y que ahora levantó prontamente la cabeza, dispuesto a obedecer—, habrías servido de comida a Schatten. Edge no dudaba de que sería capaz de ello, pero permaneció de pie y esperó. Ella se levantó y de pronto, sorprendentemente, su enfado desapareció. Había una expresión traviesa en los pétalos de sus ojos cuando dijo:
—Ahora no ordeno, sólo pido que te quedes en esta habitación hasta que yo vuelva. Si entonces aún deseas marcharte, tienes mi permiso para hacerlo. —Alteza —dijo él, inclinándose de nuevo. Ella abandonó rápidamente la estancia, entre un crujido eléctrico de sedas. Edge se sentó, cogió un cigarrillo de una caja de lapislázuli que había sobre la mesa y se sirvió una copita de Bénédictine. Reflexionó otra vez sobre el hecho evidente de que Amelie no era Autumn y, salvo de un modo superficial, no se parecía a ella en absoluto. Amelie era ella misma, pero Edge no podía saber qué significaba esto porque sus estados de ánimo cambiaban de forma radical y súbita. Era imperiosa en un momento dado, alegre el siguiente, franca y libre más tarde y altiva y glacial a continuación. Tardó en volver el tiempo suficiente para que se preguntara, y no del todo en broma, si estaría esperando a que sus criados calentasen al rojo vivo un trono de hierro para él. Pero al parecer sólo había tomado su baño de leche porque, cuando regresó, llevaba la cabellera suelta y sus largas ondas de bronce hilado eran todo su atuendo. Permaneció quieta, regiamente altiva y nada vergonzosa, dejando que la contemplase. El hermoso rostro, el resplandor marfileño de su cuerpo, el talle diminuto, los pechos erguidos, las generosas aureolas oscuras y los pezones ya excitados, todo ello podría haber sido Autumn. De cintura para abajo, sin embargo, se diferenciaba en un pequeño detalle. Siguió la mirada de Edge, repasándola toda, y por fin sonrió y preguntó, segura de la respuesta: —Y ahora, Zachary, ¿aún deseas marcharte? Edge no volvería a oler nunca el perfume de las rosas o las glicinas, o a saborear la leche, sin recordar con claridad aquella noche. Había oído por primera vez en México, cuando era muy joven, el antiguo proverbio español: «De noche todos los gatos son pardos» e incluso entonces se había reído de él, sabiendo que no era cierto, sabiendo que no había dos mujeres iguales, ni siquiera en la oscuridad. Pero Amelie resultó ser realmente única en el acto amoroso, como lo era en todo lo demás. No suspiraba ni gemía ni gritaba de placer como la mayoría de mujeres apasionadas que Edge había conocido, sino que, a partir de las primeras caricias con labios, lengua y dedos, empezó a emitir una risa ahogada, como una niña a quien se hacen cosquillas cariñosas. Como Edge ya había notado, se parecía a una niña en otro aspecto. Dijo: —Eres suave como un bebé... aquí. Ella contestó sin aliento: —La doncella que me peina... me afeita en ese lugar. Creo que es higiénico. Y ahora calla. Ya tienes un cetro candente. Déjame gozar. Déjame reír.
Y lo hizo a conciencia. A medida que Edge incrementaba su excitación, la risa ahogada se convirtió en un alegre trino que fue subiendo de tono hasta que en el convulso y violento orgasmo se convirtió en una franca carcajada. Luego, mientras el punto culminante del éxtasis iba perdiendo intensidad, su risa hizo lo propio, recorriendo poco a poco toda la escala, de la exaltación al júbilo, a la alegría y por fin a la risita ahogada de la plena satisfacción. Esto se repitió varias veces hasta que ella lo interrumpió para decir con urgencia: —No, no, no salgas. Quédate ahí. Yo... el mío volverá a excitártelo muy de prisa. Y de hecho sólo usó aquella parte de sí misma, apretando, retorciendo y latiendo por dentro, a fin de reanimar aquella misma parte en él. i—¿Cómo consigues hacer esto? —se admiró Edge. —Ejercicio. Ejercito todos mis músculos, incluyendo ése, o ésos, o los que tengamos ahí abajo. Ahora calla otra vez. Voy... voy... oh, sh.... Ahora con más rapidez, pasó de la risita al alegre trino hasta que, en el orgasmo, cuando Edge pudo notar el espasmo extasiado, la presión y la humedad, rió de forma tan contagiosa que él también se echó a reír Después de otras veces —muchas veces—, cuando descansaban de lado, ella permaneció un rato quieta y silenciosa, y de repente empezó a reír. — Ni siquiera te he tocado —dijo Edge con languidez—. ¿Qué te pica ahora? —Me acordaba de tu circo. Del número de payasos. Aquella parte donde se supone que la bonita Emeraldina es la esposa del viejo y arrugado Hanswurst y el Kesperle se le insinúa obscenamente y ella dice: «Mi marido no le agradecerá que le ponga cuernos, señor.» —Y el Kesperle replica: «Pero espero que usted sí, madame.» —Edge volvió a reír con ella. —Muchas gracias, señor —dijo Amelie—. Quizá ahora no censuras tanto a la esposa infiel. —Y quizá ahora ya te he convencido de que no soy un puritano. No, no me escandalicé cuando dijiste durante la cena que tienes un amante. Sólo me sorprendió que lo dijeras. —¿Qué mal hay en ello? Sólo en presencia de Marie. —Y en la mía. —Fatzke! ¡Fatuo! —exclamó ella con desenfado—. Aunque lo repitieras, esto u otra cosa, nadie te creería. Edge gruñó, resentido y un poco dolido por la inconsciente actitud desdeñosa de ella. — Y no tengo secretos para Marie. — ¿Y para tu marido? — Te lo diré, Zachary. Es un mari commode. Tiene que serlo, por miedo de que divulgue secretos. Hace siete años, ignoro a través de
quién la contrajo, Ferenc me contagió una... una enfermedad vergonzosa. Edge'volvió a gruñir, esta vez en tono compasivo. —Ahora sabes por qué digo que llevamos coronas o diademas, pero no aureolas. En cualquier caso fue entonces cuando viajé por primera vez de incógnito y sin séquito. A Berlín, bajo un nombre supuesto, sólo acompañada por Marie, para que me curasen. Y cuando estuve curada, descubrí que podía ser maravillosa y descaradamente infiel a Ferenc. De hecho, nunca he vuelto a dormir con él desde entonces y evito su compañía excepto en inevitables ocasiones de estado, cuando debemos fingir que somos los felices y enamorados conde y condesa Hohenembs. Ahora viajo a mi capricho. Tengo mis casas aparte de las suyas. Vivo mi propia vida. Pero no le deshonro abiertamente, ni tampoco a mi propia y elevada condición. Soy discreta en mis infidelidades y me aseguro de que no se conviertan en lazos o vínculos duraderos. El conde Andrássy, por ejemplo, tiene que proteger a una esposa y dos hijos, además de su reputación, así que no hay peligro de que me pida algo más que una relación ocasional. Igual que tú y yo, Zachary. Saborearemos este pequeño intervalo juntos y nos separaremos. Oh, podemos encontrarnos de nuevo en otra parte, algún día. Pero nunca por mucho tiempo. Edge suspiró. —Dicen que todo está permitido en el amor y en la guerra. Yo he estado enamorado y he estado en la guerra y he aprendido que tenemos otra cosa en común: no esperamos el mañana. Gozamos cuanto podemos del momento presente, del ahora. —Eres sabio. —¿Para ser un simple plebeyo? —Y ahora debes irte. Necesito mi sueño de belleza y antes he de tomar la ducha y el baño de aceite de oliva. Hace mucho rato que las doncellas han abandonado los pasajes; espero que el aceite se mantenga caliente. Mientras tanto, como has sido tan insistente, te permito salir por la puerta y los pasillos. A esta hora estarán desiertos. —Me imagino que sí. Casi ha amanecido. ¿Por qué no dormimos un poco y luego...? —No. —Se sentó en la cama y alargó la mano hacia la mesilla de noche—. Duermo con este antifaz de seda, ¿lo ves? Dentro tiene lonchas de ternera cruda. No me desearías tanto si me vieras así. —Dios mío, Amelie. ¿Para qué sirven? —Para mantenerme joven como tu Autumn. No pondrás objeciones a esto, así que no te horrorices de los métodos que empleo. —Supongo que sólo usas ternera de Jersey. —Y no seas impertinente. Si ahora fuese primavera, te dejaría quedar toda la noche. Porque en primavera, antes de retirarme, estrujo sobre
mi cara y mis pechos fresas silvestres maduras aún húmedas de rocío. Me encontrarías sabrosa, entonces. —Te encuentro sabrosa ahora mismo. Creo que incluso me olvidaría del antifaz y de... —No. No hasta mañana por la noche. Ahora vete. —Le besó y sonrió satisfecha—. Es hat mich sehr gefreut. Edge durmió hasta bien entrada la mañana y nadie le molestó. Al despertarse tiró de la campanilla, y antes de que tuviera tiempo de levantarse, Hirschfeld se acercó con una bata, pero le sugirió por señas que permaneciera en la cama. Edge obedeció y al cabo de un momento entró un lacayo con el desayuno y café en una bandeja y otro con un ejemplar recién planchado del Pest Világ. Mientras comía y echaba una ojeada a los borrosos grabados en boj, que eran todo lo que podía comprender del periódico, su ayuda de cámara y una serie de lacayos cargados con jarras de agua caliente le prepararon el baño. Mientras se bañaba, el ayuda de cámara repasaba concienzudamente el estado del traje de etiqueta de Edge, que se había quitado con prisas considerables la noche anterior y vuelto a ponerse con apresuramiento y despojado nuevamente de él cuando estaba medio dormido. Hirschfeld se lo llevó para zurcirlo, lavarlo y plancharlo, pero llegó a tiempo para ayudar a Edge a secarse, calzarse las botas y vestirse con pantalones de loden y una chaqueta de caza que Magpie Maggie Hag le había hecho reformando y aplicando codos de piel a su vieja guerrera del ejército. Edge se dirigió hacia el inmenso vestíbulo y allí encontró a la baronesa Festetics, que le dijo amablemente: —Tendrá que entretenerse solo durante un rato, Edge úr. Sissi, quiero decir la condesa Amelie, no aparecerá antes de mediodía. —¿Siempre duerme hasta tan tarde? — 0 jaj, ino! Se levanta a las seis y media, pero es que mi señora tiene un horario matutino muy apretado y estricto. La baronesa enumeró sus ocupaciones con la misma reverencia, pensó Edge, que Homero al cantar a sus héroes, y tuvo que admitir que era un programa heroico, ya que no homérico. — Primero toma un baño perfumado, somete su rostro a la aplicación de una crema hecha con bulbos de tulipanes holandeses y quizá le lavan la cabeza con huevo crudo y brandy. Luego llega el masajista que encontró en un balneario de Wiesbaden. A continuación, después de romper su ayuno con un té de hierbas y una tostada, se pone unos leotardos y hace ejercicios durante una hora en los diversos aparatos de su sala de gimnasia. Después viene el maestro de esgrima, con quien hace práctica durante una hora. Al cabo de tantos esfuerzos toma, como es natural, otro baño. Cuando la peluquera ha peinado y cepillado sus cabellos y los ha recogido en trenzas, la condesa elige entre su guardarropa el traje más apropiado para su primera actividad del día.
Luego se sienta a estudiar durante una hora, con sus libros y el profesor que le está enseñando griego. Entonces toma un almuerzo ligero en sus habitaciones y ya es mediodía cuando da comienzo su jornada pública. — Después de escuchar todo esto, me entran deseos de volverme a la cama —dijo Edge. — O jaj, no lo haga, Edge úr —contestó en serio la baronesa—. Venga, le enseñaré el castillo. Pasearon por espléndidas habitaciones y galerías mientras la baronesa explicaba la historia, la rareza, el valor y el método de adquisición de cada objeto de arte o antigüedad. Sin embargo, lo que más gustó a Edge fue la vista que se dominaba desde la torre más alta del castillo. Podían ver gran parte del parque; en una pradera pacía una familia de ciervos, en otra hocicaba una gran manada de jabalíes, corpulentos y de aspecto salvaje. —Edge úr, ¿ha perseguido ciervos alguna vez? — No, señora, pero sí algunos pécaris, en México. — Entonces tiene que hacerlo aquí, con su alteza. Y quizá le iniciará también en la caza. Es una magnífica amazona, como ya sabe, y una auténtica Diana cazadora. Cuando Amelie hizo su aparición, montar era por lo visto su primera actividad del día, porque iba acompañada por Elise Renz y ambas mujeres llevaban boleros y pantalones ceñidos, esta vez de terciopelo azul oscuro. Intercambiaron saludos y algunas frases con Edge, que Amelie tradujo para Elise, y luego los tres se dirigieron a las cuadras, donde Elise llamó con un silbido al mozo de cuadra, que condujo al paddock a los dos soberbios caballos árabes. Las mujeres los montaron a pelo y empezaron a calentarlos mientras el hombre volvía a la cuadra a buscar su acordeón y un látigo largo y fuerte, de cuero trenzado, con una borla que parecía de nueve colas. Era el korbács, como supo después Edge, el látigo usado por los jinetes de la pradera y los cuidadores de ganado de las llanuras húngaras. El hombre se lo tendió a Edge y lo dejó perplejo guiñándole exageradamente un ojo. Luego empezó a tocar su alegre música zíngara. Edge no estuvo perplejo mucho rato. Hizo restallar el látigo para que las mujeres y los caballos iniciasen los círculos de su rutina de équestriennes, y cuando lo hubo blandido varias veces para indicar una u otra postura y otras tantas para que los caballos cambiaran el paso, Elise gritó algo en alemán. La condesa, que montaba derecha, llamó a Edge: —Dice que no golpees a los caballos. Que nos golpees a nosotras con el korbács. —No pienso azotar a una mujer —gritó Edge—. Maldita sea, este látigo es muy fuerte. —iObedécela! ¡Yo también te lo ordeno!
—Conque es una orden, ¿eh? —gruñó Edge para sus adentros y blandió el látigo de modo que la borla golpease directamente las bien formadas nalgas de Amelie. Ella gritó y se estremeció y casi perdió el equilibrio sobre el caballo. Edge se arrepintió al instante de haber usado más fuerza de la prevista. Esperaba sinceramente no haber marcado aquel trasero perfecto y casi temió que la condesa llamara a Schatten o pidiera un trono de hierro para castigar su presunción. Pero cuando recobró el equilibrio, se limitó a exclamar con alegría: —iAsí está bien! ¡Más! Edge se encogió de hombros y continuó obedeciendo sus deseos, golpeando con la borla primero a una y luego a la otra, pegándoles en las nalgas, en la parte posterior de los muslos y a veces, cuando montaban en arabesco, en las finas suelas de los zapatos de montar. Al cabo de un rato, ni siquiera esto fue suficiente para satisfacerlas. Elise, mientras montaba de pie con gran facilidad, se quitó el bolero y lo tiró. La condesa hizo lo propio y ambas mujeres siguieron montando con sus brillantes blusas blancas bajo las que saltaban alegremente sus pechos libres. Amelie llamó a Edge: —Ahora, mira a ver si puedes hacer algo muy delicado. Intenta golpearnos la espalda con la fuerza suficiente para que duela, incluso para marcar los latigazos en la carne, pero sin rompernos la seda ni la piel. Esto era dificil con un látigo desconocido y Edge se sentía reacio, pero obedeció con cautela. Y después de varios restallidos, Elise gritó y Amelie lo tradujo: Más fuerte, Zachary! ¡Casi no duele! ¡Márcanos! El volvió a encogerse de hombros y golpeó con un poco más de ímpetu, provocando en ellas chillidos y jadeos, pero no le ordenaron que parase. Entonces Elise, vigilando atenta el momento en que lanzaba el látigo, esperó a que le tocara el turno y ejecutó una rápida pirueta sobre el caballo, logrando que la borla la tocase exactamente en la punta de un pecho. Profirió un grito largo y profundo —y Edge, horrorizado, dejó caer la borla del látigo—, pero el grito de Elise no fue de angustia. Se prolongó mientras ella daba media vuelta, se dejaba caer a horcajadas sobre el caballo, que iba a un trote ligero, y se echó cuan larga era sobre su lomo, con los brazos en torno a su cuello, y cabalgó así, frotándose contra el animal, profiriendo todavía aquel exuberante grito de felicidad. Amelie desmontó del caballo, lo apartó a un lado y miró sonriendo a Elise dar vueltas y más vueltas hasta que —según lo percibió Edge— su excitación perversamente provocada se fue extinguiendo poco a poco. Entretanto, el mozo de cuadra sonreía con lascivia mientras seguía tocando su música gitana. Fráulein Renz detuvo por fin a su caballo y
desmontó, débil, sudada y temblorosa. Amelie la sostuvo hasta que se recobró, hablando ambas en voz baja y riendo con alegría. Después la condesa cruzó el paddock hasta donde se encontraba Edge, empuñando todavía el látigo. —Tu amiga es un poco extraña, ¿no? —preguntó él. —Entonces yo también lo soy, n'estce pas? Pero podrás juzgar por ti mismo. Elise se reunirá con nosotros esta noche en mis habitaciones. Este látigo es demasiado largo para usarlo allí. El mozo te encontrará uno más corto. Y aquella noche, después de cierta reserva y modestia inicial por parte de los tres —sobre todo, de Edge—, la timidez y reticencia cedieron el paso a la familiaridad y luego a la intimidad. Edge, entre extrañado y divertido, y sintiéndose totalmente ridículo, complació a las mujeres usando el látigo corto, pero con suavidad, y sólo necesitaron unos cuantos golpes para que sus traseros quedaran sonrosados y calientes... y su interior mucho más cálido, supuso él al verlas retorcerse juntas. Entonces soltó el látigo y las miró jugar. Cuando se cansaron de darse mutuamente placer, le abrazaron a él y al cabo de un rato Edge era el único que guardaba silencio en el dormitorio. Elise profería sus gritos salvajes y exuberantes y Amelie su risa exaltada y salvaje y así continuaron, fuerte, prolongada y locamente. Muy locamente. 4 Cuando Edge se apeó de la berlina en la avenida del Florilegio un día al atardecer, varios artistas, peones y mozos de cuadra que pasaban por allí le gritaron: «iBien venido!» o el equivalente en otras lenguas. Cuando bajaban la maleta de Edge del portaequipajes, Florian salió del furgón rojo y también se acercó para decir: — Bien venido, muchacho. Te hemos echado de menos. — Diablos, sólo he estado fuera cinco días. Pero es bueno saber que no queréis prescindir de mí. Veo que Stitches ha levantado las nuevas tiendas vestidores. Nuestro circo casi parece una ciudad. —Y tú estás bronceado y en buena forma después de tu estancia entre los ricachones. —Bueno, hemos pasado tres días al aire libre. Cazando ciervos un día, otro persiguiendo liebres y otro cazando jabalíes. La despensa de la condesa estará bien surtida de carne durante un tiempo. —Ven al furgón rojo y quítate el polvo del camino. Banat, lleva la maleta de Zachary a su remolque. Y de paso, di a Tücsók que venga a verme, por favor. En la oficina, Florian sirvió copas de vino de Csopaki y ambos encendieron cigarrillos. Edge preguntó:
—¿Ha ocurrido algo durante mi ausencia que yo deba saber? —Pues sí. Varias buenas noticias. Quizá sabías que Maggie Hag estaba tratando a Meli Vasilakis para curar su infortunada enfermedad con un régimen de alcanfor, bromuros y ungüento de calomelanos. Pues bien, por fin Maggie le ha dado de alta y ahora Meli y sir John han consumado su idilio. Al menos, lo supongo, porque él se ha trasladado al remolque de Meli. —Me alegro de saberlo. —Y Bumbum ha contratado para su banda a un nuevo músico lleno de talento: Gombocz Elemér, tocador de címbalo. Tuvimos que reforzar el estrado para que aguante el instrumento, pero su música melodiosa merecía tomarse la molestia. Edge asintió con aprobación. —Y hemos añadido un artista nuevo. Durante tu ausencia me he encargado de la dirección de la pista y del número de caballos en libertad, pero no teníamos un tirador de repuesto ni un jinete de volteo, así que simplemente dimos más tiempo a los otros artistas para rellenar el programa. Pero al segundo o tercer día se presentó este artista único, en respuesta a mi anuncio en el Era. Ni siquiera te describiré el número; dejaré que te sorprendas al verlo, como los patanes. Pero el tal Tücsók no es un primero de mayo, sino un artista consumado y además fantástico. —Le he oído decir el nombre a Banat y he pensado que sería uno de nuestros eslovacos. —No, es un nomdethéátre. Una palabra húngara que quiere decir Grillo. —¿Grillo? Si esto significa lo que me temo... —Sí. Un enano. —Joder, dijo que tenía buenas noticias. ¿Otro maldito enano? ¿Después de las molestias que nos ocasionaron los otros hijos de puta...? —Esta vez es hembra y no será una hija de puta. La he instalado con Clover Lee y Domingo y están encantadas como si les hubiera regalado una hermanita, aunque Grillo tiene más años que ellas dos juntas. Es una criatura encantadora y... bueno, aquí está. Katalin Szábo kisaszony, ¿puedo presentarte a Edge Zachary úr? Nuestro director ecuestre, sobre quien has oído tantos elogios. Zachary, te presento a Katalin Szábo, conocida profesionalmente como Tücsók, Grillo. Ella dijo, con una voz aguda pero no chillona, y en un inglés excelente: —Encantada de conocerle, coronel Edge. —Miss Grillo —contestó él. Se había levantado al entrar ella y ahora tuvo que inclinarse, más de lo que se había inclinado jamás ante cualquier persona regia o noble, para poder estrechar la diminuta mano de Grillo. Tuvo que admitir que era una versión nueva y mejorada de la raza enana. Excepto que estaba un
poco rechoncha para su altura, que era sólo de unos setenta y cinco centímetros, tenía el cuerpo bien formado y proporcionado. Era sencillamente la miniatura perfecta de una joven muy bonita con cabellos castaños rizados y ojos muy azules —aunque no era tan joven como su cara de muchacha hacía suponer a primera vista— y fumaba un cigarrillo con una larga boquilla de jade. Florian dijo a Edge: —Katalin ejecuta su número en la primera mitad del programa y te garantizo que es magia pura. Luego, en el intermedio, se suma al espectáculo de sir John. Entra en el anexo a lomos de Rumpelstilzchen, de momento a pelo, pero Stitches le está haciendo una silla y bridas en miniatura. Lleva la ropa tosca de un csikos, el llanero húngaro, y canta algunas tonadillas obscenas. Después se quita las prendas masculinas para lucir el delicado y polícromo vestido de una joven campesina y baila unas csárdás seductoras. —Estoy impaciente por ver su misterioso número de pista —dijo Edge a la enana—. Y estoy seguro de que sir John se sentirá encantado de tener en su espectáculo a una verdadera artista y no sólo figuras inertes. —Espero complacer a todos, coronel —respondió ella—. Monsieur Pemjean y yo ya hemos empezado a enseñar algunas cosas al caballito (mover la cabeza, encabritarse, saludar) para que las haga conmigo. Un número para el estrado del espectáculo complementario. —Parece atractivo —observó Edge— y le doy la bienvenida a la compañía. Katalin le dedicó una sonrisa traviesa y exhaló un aro de humo liliputiense. —En cuanto tenga un momento libre —dijo Florian—, Tücsók, te llevaré a un artista del daguerrotipo y te haré hacer cartesdevisite para su venta. Se venderán mejor que los pretzels. Katalin le dio las gracias y se despidió. —Supongo que merece mi bienvenida —dijo Edge—. Recuerdo al Mayor Gusano y a sus pequeños compañeros de juegos. Director, este Grillo es lo bastante atrayente para tentar a los libertinos adultos a probar una novedad semejante. —Estoy completamente seguro de que rechazará cualquier requerimiento —afirmó Florian—. Te revelaré, sólo a ti, una confidencia que me ha hecho. Tücsók dio a luz un niño hace muy poco tiempo. No ha especificado la paternidad, pero esto no importa. Era un niño de tamaño normal, como suele suceder entre los enanos, asi que lo dio inmediatamente para que fuese adoptado y criado en una familia buena, normal y corriente. Y dice con franqueza que la experiencia del alumbramiento fue tan espantosa, ya te lo puedes imaginar, que jamás se expondrá a que se repita. No, creo que no debe preocuparnos nada parecido al problema de Reindorf.
Fuera sonó un rumor repentino y el sonido de la música. — Aquí llega el órgano de vapor para anunciar la función nocturna — dijo Florian—. Debo irme. Pero antes, dime: ¿cómo encontraste a tu condesa? ¿Era tan exquisita como creías? — Bueno, no soy una autoridad en lo que se refiere a damas de alto rango, pero una vez vi a la señora de Jeff Davis y desde luego no podía compararse a esta condesa Hohenembs. — Conque éste es su título, ¿eh? —Y Florian repitió, intrigado—: Hohenembs... Hohenembs. Estuve allí una vez. Es un lugar dominado por una gran montaña rocosa. Muy cerca de la frontera de Liechtenstein. Y, si no recuerdo mal, Hohenembs es una baronía. En tal caso, el título de tu dama sería sólo baronesa. Me temo, Zachary, que te han engañado. — No me ha costado nada. Muy al contrario. — Oh, podría equivocarme. Hace mucho tiempo que estuve en Hohenembs. —Florian se puso la mejor levita y el mejor sombrero de copa—. ¿Estás demasiado cansado del viaje para participar esta noche en la función? —No. Déjeme terminar el vino e iré a vestirme. Florian salió, dejando a Edge solo en la oficina, que era lo que éste deseaba. Muchas observaciones de Amelie le habían dado la sensación de déjaentendu y ahora quería verificar algo que recordaba vagamente. Murmurando «Ferenc, Franz... Franz, Ferenc», fue hacia la pared donde Florian había colgado la invitación enmarcada de Francisco José a Schónbrunn y buscó en la larga lista de títulos del emperador. Hacia la mitad, después de varios reinos y ducados, encontró: «Landgraf von Habsburg und Tirol, Grossvoivode von Serbien, Graf von Hohenembs...» —Florian, te has equivocado acerca de Hohenembs —murmuró Edge. Tiró el resto del vino y fue a su remolque. Abrió su baúl y rebuscó entre sus recuerdos —en su mayoría pequeñas cosas de Autumn que había conservado—, encontró la cartera que le habían dado en Schónbrunn y la sacó para mirar el escudo bordado del imperio austríaco. El emblema del águila bicéfala era el mismo que el de las columnas de la terraza del palacio de Amelie. Todavía hablando para sus adentros, dijo Edge: —Pero tienes razón, Florian; no es una condesa. 0 no sólo una condesa. —Entonces rió—. Diablos, y yo pensé por un momento que podía ser una moza de cuadra. Se levantó, descolgó de la percha el uniforme de coronel Ramrod y empezó a vestirse para el espectáculo. Cuando llegó a la carpa, el órgano de vapor había enmudecido Y la banda de Bumbum ya tocaba y los primeros espectadores ocupaban sus asientos. Edge subió al estrado para echar una ojeada al nuevo címbalo. Era una caja de madera grande y caprichosamente tallada, con patas
también talladas, bastante parecido a un antiguo piano cuadrado pero sin teclas ni tapa, de modo que las innumerables cuerdas metálicas quedaban al descubierto y se tocaban directamente con pequeños y suaves mazos que el cimbalista Elemér sostenía entre los dedos de cada mano. Sin embargo, el címbalo no era un humilde y modesto dulcémele dominado por el resto de la banda. Aunque Elemér podía, en pasajes deliberadamente tranquilos, hacer que su música sólo tintinease, también podía hacerla sonar con estruendo e incluso lo bastante fuerte para que se oyera por encima de todos los tambores e instrumentos metálicos. Era evidente que disfrutaba con su trabajo; sonreía sin cesar mientras tocaba, hacía ondear orgullosamente su melena de cabellos negros y su sonrisa era aún más radiante cuando producía un efecto musical más complicado y placentero que los otros. Edge no interrumpió para presentarse, pero Elemér, sin dejar de tocar —y hacerlo bien— con la mano izquierda, alargó la derecha para estrechar la de Edge. Dio comienzo el espectáculo y se desarrolló con suavidad a lo largo de la primera mitad del programa. Entonces, cuando Lunes y Trueno hubieron terminado su número de alta escuela y saludado al público, Edge vio por primera vez la nueva adición a la compañía. Florian saltó a la pista con su megáfono y proclamó, grandilocuente como de costumbre —en húngaro, en alemán y, quizá para que Edge lo comprendiera, en ingles— «A Büvós Gümb! Die Verzaubert Kugel! The Enchanted Globe!» Entretanto varios eslovacos llevaron al centro de la pista un aparato muy grande que Edge no había visto nunca. Era como una combinación de escalera circular y un tranvía de vía muy estrecha. Tenía dos raíles niquelados paralelos que se elevaban del suelo en un ángulo suave y luego subían en espiral formando curvas moderadas hasta terminar en una plataforma a unos cuatro metros y medio sobre el serrín de la pista. El público enmudeció para contemplar el artilugio y en el silencio sólo un instrumento de la banda, el címbalo de Elemér, empezó a tocar muy quedamente los fantasmales primeros acordes de la Música de las esferas de Josef Strauss. Luego entró rodando hasta la pista por la puerta trasera de la carpa, entre las graderías, una bola de madera de un metro de diámetro, pintada en zigzag con vivos colores. Ningún peón la había empujado y ninguno la empujaba ahora. La bola rodaba lenta y pausadamente, pero por propia iniciativa. Y no fue perdiendo velocidad hasta detenerse, sino que continuó rodando y dio tres vueltas a la pista. El público la contemplaba en respetuoso silencio y el címbalo seguía repitiendo —por lo bajo, con un efecto casi fantasmagórico— variaciones sobre los etéreos acordes iniciales de la Música de las esferas. El ambiente de la carpa se volvió aún más sobrenatural cuando, increíblemente, la bola de madera giró hacia las vías niqueladas, rodó entre los estrechos raíles y, todavía con lentitud pero sin vacilar, rodó cuesta arriba. A medida que subía, el volumen de la música del címbalo
iba en aumento, Elemér tocaba los compases en crescendo de la Música de las esferas cada vez con más fuerza y vivacidad mientras la bola describía serenamente la espiral de los raíles ascendentes. Cuando la Bola Encantada llegó a la plataforma de arriba, toda la banda se unió al címbalo para tocar un estruendoso final, sacando de su estupefacción al público, que estalló en un clamoroso aplauso. Allí arriba la bola multicolor realizó varios giros al ritmo de la música e incluso dio un par de perezosos brincos. Y entonces se abrió. Por supuesto Edge había comprendido pronto el secreto de su misteriosa locomoción, así que no le sorprendió ver abrirse la bola como una concha, descubriendo dos hemisferios huecos unidos por goznes y una abrazadera. El dibujo en zigzag servía para ocultar estos últimos y también, supuso Edge, algunas mirillas. No obstante, cuando se abrió y apareció la pequeña Tücsók, vestida con un brillante leotardo anaranjado, y saludó y levantó los brazos en forma de V, sudaba visiblemente. Incluso alguien bajo como ella tenía que estar estrecho dentro de aquella concha y habría tenido que andar o arrastrarse hábil y laboriosamente para mover la bola como lo había hecho. Cuando apareció Grillo, la música de la bandaprodujo un estallido tan fuerte como los vítores, aplausos y pateos de los espectadores. Grillo se deslizó alegremente por la espiral como un niño por un tobogán para saludar desde la pista. Mientras los peones retiraban el atrezo, Edge le dijo en tono admirativo: —Florian dijo la verdad. Ha sido pura magia. Y usted debe de ser mucho más fuerte de lo que parece por su tamaño. —Bueno, soy capaz de hacer rodar la bola hasta allí arriba, pero siempre termino el número en la plataforma. Sólo rodé hacia abajo una vez. Perdí el control y bajé saltando y dando tumbos como una piedra en una avalancha y cuando salí parecía un huevo revuelto. No lo volveré a hacer. —Así lo espero. Es demasiado bonita para convertirse en un revoltillo. —Gracias, coronel. Y gracias por elogiar mi número. Algunos miembros antiguos de la compañía habían añadido refinamientos a sus rutinas durante la breve ausencia de Edge. Domingo Simms, por ejemplo, se había procurado un balón de fútbol y lo usaba en su actuación de un modo espectacular. Maurice LeVie le había enseñado el truco sin ningún egoísmo, diciendo que él era demasiado pesado y anguloso para hacerlo con la misma gracia que ella. Mademoiselle Butterfly concluía su solo lanzándose sentada en el trapecio, llevando el balón. Entonces, describiendo arcos largos pero lentos, se levantaba, colocaba el balón sobre la barra y luego se ponía cabeza abajo sobre el balón oscilante, con los brazos y piernas extendidos en forma de estrella, sin agarrarse a nada mientras se columpiaba de un lado a otro. Algunas personas del público, incluso
hombres adultos, tenían que desviar la mirada por temor a verla caer. Pero Domingo no sufrió nunca ningún percance e incluso dijo a Edge que encontraba el número —el hecho de tentar a los dioses casi eufóricamente estimulante. Quincy Simms había inventado una contorsión nueva. Después de que él y Miss Eel terminaran su dúo, adoptaba una posición final espeluznante. Como si no tuviera huesos, se doblaba lentamente hasta el suelo de modo que el cuerpo y los brazos daban la impresión de desaparecer, dejando visibles sólo las piernas cruzadas y entre ellas el mentón apoyado. Entonces esbozaba una sonrisa espantosa y los ojos se le salían de las órbitas. Con la mueca, la cara negra y las flacas piernas en ángulo, tenía todo el aspecto de la calavera y los dos huesos cruzados de las banderas piratas o las etiquetas de los frascos de veneno. Algunos espectadores también desviaban la mirada al verle, aunque la mayor parte reía y aplaudía con satisfacción. — Bueno, no cabe duda de que pone los pelos de punta, Alí Babá —le dijo Edge—, pero es ingenioso y en general parece ser bien recibido. — Quisá gusta a los patanes, mas' Zack —replicó Quincy, malhumorado—, pero yo no les gusto. Oigo desir a los de las sillas: «Ése no es Alí Babá, es sólo un susto negrito que se deshonró con un hombre blanco.» —iVaya, Quincy! —exclamó Edge, perplejo y sorprendido—. Nunca he oído hacer semejante observación. Diablos, no podrían hacerla. Ninguno de esos patanes habla inglés. Es sólo imaginación tuya. En la primera oportunidad Edge fue a ver la actuación de Grillo en el espectáculo complementario de Fitzfarris. Este estaba encantado de tenerla entre sus artistas y el público del anexo aplaudía su número casi tanto como el de la Bola Encantada. Cuando, vestida de pastor y simulando una ridícula voz de bajo, Tücsák entonaba las canciones vulgares e indecentes de los pastores, los hombres reían a mandíbula batiente y se daban palmadas en los muslos mientras las mujeres fingían escandalizarse o avergonzarse. Pero tanto mujeres como hombres sonreían al verla y aplaudían rítmicamente cuando, vestida con una blusa de cuentas polícromas y una falda de innumerables pliegues pequeños y acompañada por la música del acordeonista de Fitz, Tücsák bailaba las antiguas, briosas y coquetas danzas de las posadas llamadas csárdás. —Es maravillosa, desde luego —dijo Edge a Florian— y, o bien es una excepción entre los enanos, o yo fui un ignorante y me equivoqué al condenar a toda la tribu en general. Pero, director, antes de irme de vacaciones, usted se quejó de la desproporción entre mujeres y hombres en la compañía y lo primero que hace es contratar a otra mujer.
—Bueno, no puedo dar batidas en busca de artistas de sexo masculino. Tendré que esperar que vengan a ofrecerse, aunque sean primeros de mayo, para corregir el desequilibrio. Pero el desequilibrio tardó en subsanarse; una semana después incluso aumentó. Durante una función de tarde, el número de contorsionismo de Miss Eel y Alí Babá terminó, como siempre en los últimos días, con la postura de calavera y huesos cruzados del muchacho. Y aquel día parecía especialmente encantado con los suspiros, risas y aplausos del público, porque permaneció inmóvil durante tanto rato que el director ecuestre tuvo que silbarle para que se levantara, saludase y cediera la pista al número del trapecio. Alí Babá no hizo caso y continuó en la misma postura. El coronel Ramrod silbó con más fuerza y, como el muchacho no se movía, cruzó la pista para propinarle un airado empujón. Doblado como estaba, era difícil empujar a Alí Babá, pero tampoco habría servido de nada porque estaba muerto. El director ecuestre llamó a dos eslovacos para que se lo llevaran tal como estaba, fijo en su postura de calavera y huesos cruzados, ahora tristemente apropiada. El público reía y aplaudía, tomándolo por un final cómico del número. Las autoridades de Budapest habrían tratado la muerte de Quincy con la misma indiferencia que habían demostrado hacia la de Spyros Vasilakis, pero Florian sentía la suficiente preocupación y curiosidad para llamar a un médico que certificara la causa del fallecimiento. Después de examinar el pequeño cadáver, el médico reveló sus conclusiones a Florian y éste las tradujo a Edge: —Parece ser que, en cierto modo, le ha matado Cecil Wheeler, el ex amigo de Alí Babá. —¿Qué? —¿Recuerdas que durante algún tiempo Quincy percibía olores que nadie notaba, oía ruidos extraños y encontraba sabores distintos en los alimentos más corrientes? —¿Quiere decir que ha sido envenenado? —No. También recordarás que en la última actuación de Cecil, Quincy se cayó de cabeza del velocípedo. Desde entonces ha vivido, y trabajado heroicamente, con el cráneo fracturado. Si lo hubiéramos sabido e inmovilizado al chico en la cama, podría haberse recuperado. Pero hoy su pobre cabeza sucumbió a la lesión. Edge fue a decir unas palabras de pésame y dar un abrazo de consuelo a Domingo, que sonrió con tristeza y dijo: —Nosotros los Simms nos estamos extinguiendo. Quizá Martes Y Quincy habrían hecho mejor en quedarse con los Furfew, descalzos, pobres e ignorantes. Quizá habríamos debido quedarnos. —No digas tonterías. Sabes muy bien que los dos han visto más de la vida, incluso a sus pocos años, que si hubiesen envejecido en Virginia. Y
tú eres Mademoiselle Butterfly. No existen límites para lo alto y lo lejos que puedes volar. Cuando Edge expresó su condolencia a Lunes, ésta no parecía abrumada por el dolor. Dijo: —Déjeme preguntarle algo, señor Zack, que no puedo preguntar a mi señor Demonio. No es del sur, así que no pue saberlo. Se trata de lo siguiente. Ahora que no tengo siempre a la vista a mi hermano Quincy, ¿cree que la gente cambiará su opinión de mí? —No sé, Lunes, dudo de que alguien te haya juzgado alguna vez comparándote a tu hermano. Tus cualidades o tus habilidades... —Estoy hablando del color. Mientras Quincy estaba aquí, yo sólo podía ser familia de un chico negro. Mi señor Demonio me llama su... una palabra francesa que significa mulata. Pero si un hombre no supiera que tenía un hermano negro, ¿no podría tomarme por algo mejó que una media negra? Edge contestó secamente: — No te refieres a algo mejor, sino a algo más fácil. —La miró, estudiándola—. Supongo que podrías pasar por una chica mexicana inusualmente bonita. O una chica de una isla tropical. — iVaya! —Sonrió—. Dígame los nombres de algunas. —Diablos, podrías afirmar que eres la reina de Saba, pero no esperes que la gente crea en tu palabra. La reina de Saba era una mujer lista y tú tendrías que educarte, refinarte y pulirte. Como decir puede en vez de pue. —Lunes dejó de sonreír y pareció ofendida—. Tu hermana Domingo, en cambio... — iClaro, ella! —exclamó Lunes con resentimiento—. No le importa ser mulata mientras pueda hablar bien y exhibir sus buenos modales. ¡Maldita sea! Y cualquier hombre nuevo podría ver que soy su hermana, otra mulata, ¿verdad? iNo puedo mejorar si ella no lo hace, coño! Edge suspiró, renunció a convencerla y se fue a ayudar a Florian en la organización del funeral de Quincy Alí Babá. 5 —El veinte de agosto es San Istvan —dijo Florian a sus subordinados principales en una reunión que convocó en el furgón rojo— o San Esteban, si lo preferís. En cualquier caso, es la fiesta mayor del verano en Hungría y tendremos la afluencia de público más impresionante desde que estamos aquí. Pediré vuestro voto y, a menos que haya gritos de rebelión, aquel día quiero ofrecer tres funciones, una por la mañana además de las habituales de tarde y noche.
—Creo que nadie objetar —dijo Carl Beck—. Nosotros ser gente de circo. Preferir trabajar, oír aplausos que sentarnos sobre nuestros Arsche. Y los eslovacos trabajar todo el día, de todos modos. —Muy bien. Haced planes para efectuar tres funciones ese día. Estoy seguro de que a partir de esa fecha continuaríamos haciendo el buen negocio que hemos hecho hasta ahora, por lo menos hasta la llegada del invierno, pero mi deseo es ponernos de nuevo en marcha después del día de San Istva. Hay otro lugar especialmente bello en Hungría, el lago Balaton, o el Platten See, como lo llamaría Francisco José. Creo que nadie debería perdérselo y los centros turísticos que rodean el lago nos proporcionarán la misma clientela que tendríamos aquí. —Ano, pojd'me na Balaton Jezero! —exclamó con entusiasmo Banat, que al parecer ya había estado allí antes. —Luego, después de un mes en el lago —prosiguió Florian—, cuando las hojas empiezan a caer, viajaremos hacia el este. Tendremos que cruzar unos seiscientos cincuenta kilómetros de puszta (el mar de hierba llano, monótono, vacío), donde ni siquiera hay un pueblo lo bastante grande como para merecer una parada. Quiero llegar a la frontera rusa antes de las primeras nieves. No me atrae cometer el mismo error de Napoleón y enfrentarme por el camino con el invierno ruso. —No sé, director —observó Dai Goesle con escepticismo—. Rusia es un país enorme y lo cruzaremos a paso de tortuga. El invierno nos sorprenderá en alguna parte. —Pero no por el camino y a la intemperie. Aunque muy a pesar mío, he decidido tras largas deliberaciones emular al despreciable Zirkus Ringfedel. Desde la frontera rusa viajaremos por tren, sólo deteniéndonos a actuar en Kíev y Moscú antes de llegar al destino que he deseado y ambicionado durante mucho tiempo: la magnífica y deslumbrante capital de San Petersburgo, donde confío en gozar de una estancia larga, feliz y próspera. —Cuando todos partáis hacia el lago Balaton —dijo Willi Lothar—, yo viajaré a Rusia, reservaré un tren y alquilaré el primer campamento en Kíev. —Se dirigió a Florian—: Jules no me acompañará. Sé que querrá elevarse con el globo en el lago. Es un lugar espléndido para una bella ascensión. —Espera —terció Edge—. Eché una mirada a las praderas húngaras, ¿dices que se llaman puszta?, cuando fui a visitar a la condesa. Es un lugar monótono de verdad. ¿Por qué hemos de tomarnos la molestia de recorrer casi quinientos kilómetros de hierba? Hungría también tiene trenes. ¿Por qué no alquilar un tren aquí y seguir en él hasta la frontera y después por toda Rusia? —Porque esto sería una molestia todavía mayor —respondió Florian—. Los ferrocarriles de Europa occidental tienen lo que se llama el ancho estándar, los raíles mucho más separados, por lo que los trenes están
construidos de otra manera. Tendríamos que embalar, cargar y almacenar víveres y equipo y en la frontera desembalarlo y descargarlo todo y volver a embalarlo y cargarlo en un tren ruso. Sería mucho más pesado, y probablemente requeriría más tiempo, que viajar por carretera. No, nos dirigiremos hacia Czernowitz, en la frontera húngara, cruzaremos el río Prut y nuestro tren nos estará esperando en la margen rusa del río, en Novosielitza. Edge se encogió de hombros. —Usted lo sabe mejor que nosotros, director. —Y a propósito, dejaremos atrás a todos los tenderetes y barracas y su población. Pueden seguir haciendo un buen negocio en el lago Balaton, hay también lugares para el turismo de invierno, y Dios sabe que no ganarían ni un céntimo en la puszta. Además, las autoridades rusas de inmigración son notoriamente suspicaces e inflexibles; es probable que ni siquiera permitiesen la entrada a tal enjambre de gitanos. Y lo más importante, alquilar el tren ya me costará bastante caro. No me interesa alquilar dos o tres coches extra para transportar a nuestros seguidores. —Maldita sea —profirió Fitzfarris—. Supongo que, como dice Zack, usted lo sabe mejor que nosotros, director, pero lamentaré mucho abandonar a mis bonitas muchachas del Schuhplattler. —Muy bien, caballeros, ya podéis iniciar los planes y preparativos. Maestro velero, antes de dejar Pest, compra todos los efectos, piezas de repuesto, lona extra y arneses, todo lo que pudiéramos necesitar en el futuro. Son cosas difíciles de encontrar en un país tan primitivo como Rusia y tampoco las encontraremos en el lago Balaton. Director de orquesta, tú haz lo mismo (partituras, válvulas de trompeta, parche de tambores, lo que sea), y en particular una abundante provisión de los productos químicos necesarios para el generador del Saratoga. Jefe de personal, estudia con Abdullah y su ayudante eslovaco sobre las cantidades de pienso y carne para los gatos que necesitaremos para alimentar a los animales a través de la puszta. Una vez estemos en Rusia, por lo menos estas cosas podremos reponerlas. —Florian se levantó—. Entretanto, compraré otro carromato y una pareja de caballos. Nos harán falta, y no sólo para llevar el cargamento extra. Recientemente hemos adquirido un buena cantidad de nuevas pertenencias: los furgones vestidores, el címbalo, la bola y la rampa de Tücsók. Bueno, ¿algo más que discutir, caballeros? Entonces declaro levantada esta sesión. El día de San Istvan el circo presentó por primera vez tres funciones y cada una de ellas no sólo registró un lleno sino que mucha gente se quedó sin entrar. Ni siquiera hacia el final de la función nocturna se mostraron los artistas menos vivaces y sonrientes y ninguno de ellos tuvo un solo fallo en sus actuaciones. Incluso los animales parecían imbuidos del mismo espíritu y no se detuvieron ni vacilaron en ningún
momento a causa del trabajo extra. En la gran cabalgata final de la función nocturna, los miembros de la compañía saludaron cariñosamente al público con la mano, sonriendo más que nunca, orgullosos y satisfechos de haber participado en el día de mayor asistencia y más provechoso que el Florilegio había conocido. Sin embargo, cuando el último espectador se hubo ido, tanto artistas como peones y músicos se dejaron vencer por la fatiga y algunos no se despojaron siquiera de sus trajes de pista antes de caer, agotados, sobre sus literas y catres. El circo suspendió toda actividad al día siguiente para que la compañía entera —incluidos los eslovacos, después de atender a los animales— pudiera relajarse o descansar a su antojo. Varios aprovecharon esta última ocasión para visitar sus lugares preferidos de la ciudad. Clover Lee, Gavrila y Agnete fueron a curiosear a los grandes Almacenes Párizsi. Carl Beck acudió a un balneario para tornar un último baño curativo y luego compró un par de grandes cajas de la loción capilar Bánfi y el tónico Béres. Abner Mullenax cruzó el río para comprar en Buda una caja de la pésima ginebra búlgara, además de ingerir una gran cantidad. Edge, Pemjean, Yount y LeVie fueron a pasar la tarde en el café New York. Magpie Maggie Hag y Bernhard Notkin se dirigieron juntos adonde se congregaban más personas mayores, las mesas de cemento facilitadas oportunamente por el parque municipal, a jugar una partida de ajedrez. Florian pasó la mayor parte del día en su oficina, sumando alegremente las ganancias de la víspera y poniendo al día sus libros. El día siguiente se dedicó a desmontar, limpiar el recinto y cargar el circo en los carromatos. Después de la carga todos los vehículos, incluyendo el nuevo, abultaban casi visiblemente con todas las provisiones extras, el pienso y las piezas de equipamiento compradas por Dai, Carl y Hannibal. Algunas cosas pequeñas tuvieron incluso que guardarse en los remolques de los artistas. Entonces Florian ordenó a cierto número de eslovacos que se adelantaran en el carromato más ligero con un enorme montón de carteles del Florilegio para rodear todo el lago Balaton y fijar carteles en todos los pueblos y aldeas de sus orillas. El resto de la caravana circense abandonó Pest a primera hora de la mañana siguiente, cruzó por última vez el puente de Cadenas, subió la colina de San Gellért, pasó de largo la sombría Ciudadela y tomó una carretera que se dirigía al sudoeste. Su destino en el lago Balaton estaba a noventa y seis kilómetros y dos largas jornadas de distancia, así que aquella noche acamparon junto al camino, cerca del único edificio que habían visto en varios kilómetros: una csárda de tamaño modesto con un letrero: Szep Juhászne.
—«La Bella Pastora» —dijo Florian—. Con un nombre tan bonito, no puede ser una posada muy mala. Cenaremos allí antes de acostarnos. El posadero estuvo encantado de verlos; sin duda no había tenido que albergar nunca en su establecimiento a una clientela tan numerosa. Ni siquiera había bastantes mesas para todos: tuvieron que cenar por turnos. Cuando se sentó el primer contingente, el posadero les sirvió inmediatamente, por propia iniciativa, inmensas jarras de peltre de cerveza negra fresca y tortas asadas, calientes de la chimenea, para mordisquear. Los comensales no eligieron ni pidieron la comida; les sirvieron sencillamente tazones gigantescos del plato corriente en todas las posadas húngaras. —Bográcgulyás —explicó Florian—. Puchero. Lo que tú llamarías potaufeu, Maurice, o tú, Maggie, olla podrida. Simplemente una gran caldera de hierro que cuece perpetuamente a fuego lento en el hogar y a la que se añade continuamente la carne o las hortalizas que se tienen a mano. Fueran cuales fuesen sus ingredientes, todos aseguraron que era deliciosa y tonificante. El feliz posadero revoloteó en torno a ellos durante la cena, encantado de poder hablar por lo menos con dos de ellos: Florian y Katalin. —El fugados o posadero —tradujo esta última— dice que esta csárda ha estado aquí durante siglos y hace mucho tiempo fue el escondite preferido del gran salteador de caminos Sobri Jóska, el Robin Hood húngaro que siempre despojaba a los ricos para compartirlo todo con los pobres. —No, ¿de verdad? —se asombró Yount—. ¿Y se ocultaba aquí donde estamos cenando? —Lo dudo —dijo Grillo—. Todos los fogados de Hungría te dirán que un día fueron anfitriones del bandido Sobri, o de la bella Ilonka, la novia secreta del rey Mátyás, o de Pál Kinizsi, el Sansón de Hungría. En una guerra contra los turcos, Pál mató a uno de ellos y luego usó su cuerpo como una maza para matar a cien más. —Bueno, estas historias son una propaganda excelente —observó Fitzfarris—, como las fanfarronadas de Florian. Creo que los posaderos son listos. —Oh, nosotros los húngaros somos muy listos —dijo Grillo, sonriendo— La historia que más me gusta es la del granjero de la puszta que debía veinte coronas al judío local y no podía pagárselas. Como el tío Isaac no dejaba de acuciarle, el granjero se ofreció a vender su vaca y darle el producto de la venta. La vaca valía más de veinte coronas, así que el judío aceptó en seguida. Fueron juntos al mercado y el granjero se llevó además un pollo. Se acercó un hombre y preguntó: «Cuánto por el pollo?» El granjero contestó: «Veinte coronas.» El hombre exclamó: «¡Dios mío! ¡Podría comprar la vaca por este dinero!» El granjero le
dijo: «Haremos una cosa. Deme veinte coronas por el pollo y le venderé la vaca por sólo dos kreuzers de cobre.» Hicieron el trato, el granjero se embolsó las veinte coronas y pagó al judío con las dos monedas que le habían dado por la vaca. Lo convenido. Riendo, se levantaron de la mesa para hacer sitio al segundo grupo que esperaba para cenar. Al día siguiente, cuando la caravana estaba a unos diecisiete kilómetros del lago Balaton, los viajeros se percataron de que la carretera estaba rodeada de praderas de una hierba silvestre extraña y lacia que se retorcía como algas marinas a la suave corriente de aire levantada por el paso de los carromatos. Pero cuando se acercaron más al lago empezaron a notar una auténtica brisa. Ahora pasaban entre viñedos donde, en lugar de los espantapájaros comunes a la mayoría de países, había largas cintas de vivos colores ondeando al viento. Luego vieron almiares que en un principio habían tenido forma de cono, como las tiendas indias, y a los que los embates del viento habían dado formas más graciosas, como bailarinas inmovilizadas con las faldas en remolino. —Siempre sopla el viento en torno al lago Balaton —dijo Florian a Daphne, que iba con él en el carruaje—. Me inclino a creer que la propia configuración del lago debe de tener algo que ver con ello. El lago Balaton es una curiosidad en varios aspectos. Es el de mayor tamaño en toda la Europa central y no sólo tiene una forma extraña, ochenta kilómetros de longitud por una anchura media de nueve kilómetros, sino que el propio lecho es peculiar. En el extremo sur del Balaton, el fondo desciende tan gradualmente que se puede vadear casi un kilómetro antes de que el agua te llegue a la barbilla. Pero continúa descendiendo, como una rampa de ochenta kilómetros, hasta alcanzar en el extremo norte una profundidad de unos doce metros. Ignoro por qué las características únicas del Balaton tienen que crear viento, pero siempre sopla y el agua está siempre agitada. Cuando hay una verdadera tormenta, que por lo general viene del sur, actúa como una escobilla. Barre el agua superficial del extremo sur del lago e intenta amontonarla sobre el agua profunda del norte. Entonces en el Balaton se ven olas y rompientes tan impresionantes como los de cualquier océano. —Parece temible —dijo Daphne. —Bueno, aquí ha habido pescadores y barqueros durante generaciones y han desarrollado una misteriosa facultad para prever cualquier tormenta inminente. Entonces disparan cohetes que pueden verse en toda la periferia del lago. Los barqueros y turistas salen del agua y todos corren a buscar cobijo. La compañía llegó por fin a un punto alto de la carretera desde el que se podía ver el lago. Su color era de un particular turquesa lechoso, salpicado de pequeños rizos de espuma; lo rodeaban juncos de un verde brillante y lo sobrevolaban por doquier bandadas de golondrinas
azulgrises y gaviotas de cabeza negra y en sus orillas se inclinaban sobre el agua los omnipresentes álamos, que incluso ahora, a finales de verano, seguían despojándose de su pelusa blanca como la nieve, y de vez en cuando se oía un chapoteo en el agua producido por un pez al saltar en persecución de esta pelusa. Por el lago navegaban algunos veleros de recreo, pero la mayoría de embarcaciones eran esquifes de pesca y los grandes botes de remo que servían de transbordadores. En torno al lago se veían apiñadas comunidades que oscilaban entre aldeas y ciudades pequeñas, pero había también largos trechos de orilla deshabitada. Las dos ciudades mayores, más populares y pobladas, Siófok y Fóldvár, se hallaban en la orilla sudoriental hacia la que se dirigía la caravana del circo y sólo mediaban doce kilómetros entre ambos centros turísticos, así que Florian ya había dicho a los peones que acamparan a medio camino entre los dos. Empezaba a oscurecer, pero los viajeros podían ver los carteles del Florilegio clavados en algunos árboles. Y cuando llegaron al lugar designado para levantar la carpa, los peones que se les habían adelantado para fijar carteles ya los estaban esperando. Los eslovacos, por iniciativa propia, habían encendido dos fuegos para cocinar, llenado ollas con el agua fresca del lago e incluso comprado a los pescadores locales un cesto de fogas, el lucio del lago Balaton. Así, pues, Magpie Magpie Hag, con ayuda de Gavrila, Meli y Agnete —y usando también la estufa del antiguo furgón vestidor, donde aún viajaba y dormía—, se dispuso a preparar la primera comida al aire libre que la compañía había saboreado en muchos meses. A primera hora de la mañana siguiente, el maestro velero Goesle, el jefe de personal Banat y los elefantes empezaron a montar la carpa. Como allí la orilla del lago era toda de guijarros, tuvieron que trasladarse a unos cien metros tierra adentro para encontrar un terreno capaz de aguantar las estacas de la tienda. Y Florian les dijo que doblaran el número de estacas y cables en el lado sur de cada tienda, como medida de seguridad contra el constante viento. Incluso a tan temprana hora del día, una gran cantidad de turistas de Siófok y Fóldvár, que habían visto los anuncios de la inminente llegada del Florilegio, acudieron a admirar el montaje y comprar entradas para la primera función de la tarde. Las entradas se agotaron mucho antes de que la obertura del órgano de vapor resonara por todo el lago. Y tal como había esperado Florian, todas las funciones subsiguientes tuvieron la misma afluencia de público que las de Pest. Los espectadores no sólo llegaron de los dos cercanos pueblos turísticos, sino que muchos hicieron viajes de dos días desde los confines más lejanos del Balaton y la campiña circundante. Jules Rouleau había esperado realizar numerosas ascensiones sobre aquel hermoso lago azul y los verdes bosques que lo rodeaban, contra
los cuales el Saratoga rojo y blanco haría un notable contraste, pero el viento incesante obligaba a Carl Beck a decir con firmeza: «Nein! Nein!» Sin embargo, el viento tendía a amainar y a convertirse en una ligera brisa hacia el atardecer, así que por fin Rouleau convenció a Bumbum de que le permitiera intentarlo a dicha hora. Enviaron a los eslovacos a fijar carteles por todo el Balaton proclamando el acontecimiento y aquel día los espectadores llenaron a rebosar el recinto del circo. Cuando el globo estuvo hinchado, osciló con torpeza, como angustiado, aflojando, tensando y tirando alternativamente de las amarras, por lo que Florian acortó su habitual discurso grandilocuente sobre el valor de Monsieur Roulette y los peligros de desafiar a los cielos. Rouleau subió apresurado a la góndola —y solo; no quiso correr el riesgo de llevarse a una de las chicas Simms— y los peones aflojaron inmediatamente los cables. El Saratoga se elevó como un cohete, pero inclinado, volando más hacia el norte que hacia arriba y casi rozando las copas de los árboles. No obstante, cuando ganó altura sobre el lago, Rouleau notó que la brisa amainaba —por lo visto los eternos vientos del Balaton sólo soplaban cerca de la superficie— y un poco más arriba encontró una brisa que soplaba hacia el sur. De este modo logró, siguiendo su costumbre de dejar subir y bajar el globo, hacer cabriolas por el cielo en varias direcciones. Después, para descender, condujo al Saratoga hacia el extremo sur del lago y abrió la válvula de charnela a fin de soltar el gas suficiente para que el globo cayera hasta donde soplaba la brisa. Cruzó el lago a toda velocidad, abriendo y cerrando hábilmente la válvula para bajar en una larga inclinación. Ahora ya dominaba el descenso y tocó tierra justo delante de la avenida del circo —una parte considerable de los espectadores tuvo que dispersarse corriendo—, pero aunque tiró del cabo de desgarre para vaciar el globo en aquel mismo instante, la góndola aterrizó con un fuerte golpe y dio varios saltos hasta que cayó de lado junto con el globo ya vacío. Rouleau salió indemne, pero tuvo que bajar de un modo poco digno de la barquilla ladeada y sortear los cabos enmarañados antes de poder enderezarse, levantar triunfalmente los brazos y recibir los vítores de la multitud. No lo intentó más; aquélla fue su única ascensión en el lago Balaton. Sin embargo, la gente de los pueblos y ciudades de muchos kilómetros a la redonda hablaron admirados del acontecimiento durante meses enteros, rebosando entusiasmo porque había tenido lugar durante su vida, ya que semejante prodigio no se había visto nunca en la comarca y probablemente no se volvería a ver. A partir del día de la ascensión, Rouleau encontró imposible tomar una cerveza, comer o comprar siquiera un pretzel en Siófok o Fóldvár; los otros clientes siempre reconocían a Monsieur Roulette, le elogiaban, le daban palmadas en la espalda e insistían en pagar lo que comía o bebía.
En una función de tarde, cuando Edge entraba en la carpa montando a Trueno al son de Greensleeves en la cabalgata inicial, el corazón le dio un pequeño vuelco. En las sillas de primera fila había dos damas con velo que parecían conocidas. Cuando se subieron el velo y lo sujetaron atrás, resultaron ser en efecto la «condesa Amelie Hohenembs» y la baronesa Marie Festetics. En el intermedio, cuando el resto del público se trasladó a la avenida, ellas permanecieron sentadas como de costumbre y Edge se apresuró a saludarlas. Hizo una reverencia extravagante y dijo: —Bien venida, majestad imperial. Elisabeth, emperatriz de Austria y reina de Hungría, respondió con fingida consternación: 0 jajl Has descubierto mi modesta mascarada. ¿Cómo? —Creo que empecé a sospechar cuando usasteis la frase habitual del emperador para decir que os habíais divertido. —Ah, muy bien. Sólo quiero observar, Edge úr, que no te mentí en absoluto. Amelie es mi segundo nombre y soy la condesa Hohenembs. Y duquesa de Salzburgo y Auschwitz y margravina de Moravia y muchas otras cosas. Podría haberte dicho algo tan bajo como voivodina de Servia y también habría sido cierto. Pero, te lo ruego, en recuerdo de los viejos tiempos, sigue llamándome Amelie. Me gusta tu tierno modo de decirlo... casi tan tierno como cuando dices Autumn. —¿Qué hacéis por aquí? —Estoy invitada en el palacio Festetics. Me quedaré hasta el primer signo del invierno y entonces me escabulliré a mi soleado, tibio y florido Achilleion. La baronesa Marie explicó: —Me apresuro a decirle, Edge úr, que el palacio Festetics no es mío. Yo no tengo ninguno. Pertenece a un primo, el conde Festetics. Está en Keszthely, en la punta sur del lago, a sesenta kilómetros de aquí. Incluso en un coche de cuatro caballos, y a trote ligero, hemos tardado todo un día en llegar, así que anoche pernoctamos en un hotel de Siófok y volveremos a hacerlo antes de regresar mañana a Keszthely. Elisabeth Amelie dijo: —Me gustaría invitarte, Zachary, a pasar con nosotros unos días de vacaciones... — Bueno, me sentiría un holgazán si me tomase dos vacaciones en un año, pero, maldita sea, no pienso rehusar. No dependo de nadie y Florian es un tipo decente. Si a vos os parece bien, preferiría varias visitas cortas a una larga. Podría hacer el viaje a caballo en un día, estar con vos al día siguiente y regresar el tercero. De este modo sólo perdería seis funciones. Pero en consideración a la compañía y al público, sólo podría hacerlo a intervalos de dos semanas. Y no sé cuántas veces. Depende del tiempo que permanezcamos aquí.
—Lo siento, Zachary. Iba a decir que me gustaría invitarte, pero el conde Andrássy es otro de los invitados. — Oh —murmuró Edge, y su rostro se ensombreció. Pensó unos instantes y luego dijo—: ¿Podría hacer una descarada sugerencia? Pero antes decidme: ¿monta a caballo el conde Andrássy? —Pues claro. ¿Qué caballero no lo hace? — Pero supongo que no sabe trucos circenses, como vos. — No. Excepto doma, carrera de obstáculos, caza con jauría... — Tal vez le gustaría aprender algunos floreos. Acabáis de ver a nuestra équestrienne. No la mulata que hace la alta escuela, sino la rubia, hoy lleva unos leotardos escarlatas, que ha saltado por encima de las banderas y por los aros. —Vaya, Zachary. Las ligas y guirnaldas. Olvidas que conozco un poco el lenguaje del circo. — Bueno, pues es Clover Lee Coverley y anhela conocer a personas de la nobleza. Si nos invitarais a ella y a mí, ella podría convencer a vuestro conde para que le dejara darle lecciones de equitación circense y mientras tanto vos y yo podríamos hacer... otras cosas. Clover Lee sólo tiene unos diecisiete años, pero es precozmente madura para su edad y... — A Gyula le atrae mucho la juventud —dijo Elisabeth Amelie, pensativa—. Aunque yo sea catorce años más joven que él, una joven catorce años más joven que yo le haría arder como tus candilejas. —Rió traviesamente—. Sí, eres de verdad muy descarado, Zachary. Muy bien, los dos estáis invitados con la mayor cordialidad. —Pero añadió, severa—: Cuidado, no deseo que tu Clover Lee me sustituya de modo permanente en el afecto de Gyula. — ¿Afecto? Esto me hace parecer un alcahuete. Sólo quiero que le mantenga distraído montando mientras ella se deleita codeándose con la nobleza. De todos modos, no creo que un conde casado con una condesa y enamorado de una emperatriz pueda divertirse mucho tiempo en compañía de una amazona de circo. — No olvides decírselo a ella. Y por ti, querido Zachary, cambiaré mi programa diario. Como sólo dispondremos de un día y medio cada vez, renunciaré a mis ejercicios y estudios matutinos para que podamos compartir las mañanas además de las tardes y noches. — Gracias, Amelie, majestad. — El conde Festetics, el conde Andrássy y yo estaremos encantados de veros, a ti y Clover Lee, tan pronto y tan a menudo como podáis venir. Edge volvió sumamente exaltado a su trabajo como coronel Ramrod, pero sintiéndose al mismo tiempo un holgazán y un desertor. Cuando se reunió con Florian entre bastidores durante una actuación, no abordó el tema. Incluso después de la cabalgata final, mientras veían al público
abandonar la carpa, vacilaba en hablar. Pero entonces ocurrió algo maravillosamente fortuito. Tres espectadores se rezagaron, hablaron brevemente entre sí y luego se acercaron a Florian y se dirigieron a él en húngaro. Los tres eran hombres y se parecían mucho: de una fealdad tosca, altos, fornidos, bronceados por el sol, con cabellos negros rizados y enormes bigotes negros. También iban idénticamente vestidos: un chaleco de cuero sobre una camisa roja, pantalones de cuero muy raídos y tan amplios que ondeaban como faldas, pesadas botas de piel y un sombrero negro que parecía un budín de ciruelas colocado sobre una gran sopera. Y lo más curioso: los tres llevaban un látigo korbács enrollado alrededor del hombro. Después de conversar con ellos unos minutos, Florian se volvió hacia Edge: —Son los hermanos Jászi. Arpád, Zoltán y Gusztáv. Son csikosok, pastores, jinetes de la puszta. Perdieron hace poco su empleo al quebrar el rancho de su jefe, así que cogieron el tren en busca de diversiones civilizadas y cultas en Budapest y aquí en Balaton antes de regresar a la puszta para encontrar otro trabajo. Ahora desearían que les prestásemos tres caballos para hacernos una demostración del estilo de equitación csikos. Me gustaría verlo. —Y a mí también —dijo Edge. Silbó a un eslovaco y le mandó que ensillara y les trajera los tres caballos requisados hacía tanto tiempo a los salteadores de caminos de Virginia. Cuando llegaron los caballos, los hermanos Jászi ni siquiera apoyaron los pies en los estribos sino que saltaron del serrín a las sillas Y pusieron al instante a los caballos a un galope furioso. Entonces hicieron cosas asombrosas. Ejecutaron todos los números de Buckskm Billy, como deslizarse por debajo de los caballos y subir por los flancos hasta las sillas a galope tendido. Pero también se dieron la vuelta en las sillas y montaron de espaldas, dirigiendo a los caballos retorciéndoles las colas. Después, agarrados a las colas, se bajaron de las grupas y galoparon a pie detrás de los caballos, yendo a la misma velocidad que ellos. Entonces se izaron por las colas, saltaron a las grupas y luego a las sillas y cabalgaron de pie sobre ellas y a continuación, increíblemente, cabeza abajo... mientras los caballos seguían a galope tendido. Después se sentaron en las sillas y desenrollaron sus korbácsek. Primero los emplearon como látigos; pasando a velocidad vertiginosa por delante de la primera fila de asientos, el primer Jászi blandió el látigo y volcó la silla más cercana, el que le seguía volcó la segunda y el último la tercera, mientras el primero ya volcaba la cuarta y así sucesivamente hasta derribar toda la hilera de asientos. Uno de los hermanos, al pasar como un rayo por delante de Edge, le quitó el
cigarrillo de los labios con tanta habilidad que Edge sólo notó el silbido del aire. Luego usaron los korbácsek como lazos. Un hermano lo lanzó contra otro, no para pincharle o herirle sino para enroscarlo alrededor de su cintura y jugar a derribarle. Otro blandió el korbács hacia arriba en el instante justo para enroscar su punta en torno a un cable de un poste central. Dejó que el tirón le derribase de la silla y, agarrado al puño del korbács, se balanceó de un lado a otro en el aire. Al cabo de un momento la punta del látigo se soltó del cable y se desenrolló, haciendo caer al hombre... pero en aquel preciso momento su caballo, que galopaba en torno a la pista, se encontraba debajo de él y el jinete se sentó limpiamente en la silla. — Dios santo —dijo Edge—. Estos muchachos hacen que mi volteo parezca un juego con un caballo de balancín. — Bueno, están buscando empleo —observó Florian— y nosotros buscamos artistas del sexo masculino. —Titubeó y continuó después de un carraspeo—: Además, Zachary, estoy pensando hace mucho tiempo que das demasiado de ti mismo al Florilegio: como director ecuestre, adiestrador de caballos, tirador, jinete de volteo y pacificador general cuando hay un problema. Me preocupa la idea de que nos estamos aprovechando demasiado de tu buen carácter. Estoy bastante seguro de que no tienes celos profesionales, pero te lo preguntaré. ¿Te sentirías rebajado o desairado si contratase a los hermanos Jászi para reemplazarte en el volteo? — En absoluto —contestó alegremente Edge, y lo repitió con entusiasmo—: ¡En absoluto! —Los hermanos ya habían desmontado y se acercaban a ellos. Edge exclamó—: iBien venidos, muchachos, bien venidos! —Y zarandeó las manos de Zoltán, Arpád y Gusztáv con una sonrisa tan radiante que resultaba casi tan feo como ellos. Florian quedó un poco perplejo ante este ardor de Edge, pero dijo: —Los llevaré a la oficina para hablar de las condiciones y llamaré a Maggie Hag para hablar de los trajes. — Antes de que se vaya, director... —dijo Edge—. Ahora que tiene una sustitución tan espectacular para uno de mis números como mínimo, desearía pedirle un favor... —Le habló de la invitación de la «condesa Hohenembs», que en esta ocasión incluía a Clover Lee, y su idea de tomarse sólo tres días libres cada vez y no demasiado a menudo, tal vez cada dos o tres semanas. Le habría gustado asombrar realmente a Florian revelando la verdadera identidad de Amelie, pero decidió que no tenía derecho a hacerlo. —Le quedará el número de caballos en libertad, que puede dirigir usted solo, y el número de alta escuela de Lunes y ahora estos prodigiosos hermanos Jászi. Tres buenas actuaciones ecuestres, así que no es probable que el público eche de menos a un jinete solitario que monta a
pelo. Ni a un tirador solo. En cualquier caso, sólo faltaremos en seis funciones cada vez que vayamos al palacio. —Bueno, no puedo negarte el trato con personajes tan encumbrados — contestó Florian que, aun sin motivo, se sentía culpable por haberle arrebatado el número de volteo de Buckskin Billy—. Sólo intenta no casar a Clover Lee con uno de tus amigos nobles. Me disgustaría perderla para siempre. Edge fue al encuentro de Clover Lee y le habló de la invitación y las limitaciones de sus visitas y su esperanza de que mantuviera distraído con la equitación al conde Gyula Andrássy mientras él gozaba de la compañía de la condesa Amelie. Y hasta el final no se le ocurrió preguntarle si le gustaría ir. Clover Lee, cuyos ojos de color azul cobalto eran cada vez más grandes al escucharle, lanzó un grito clamoroso como el órgano y exclamó: —iDiablos, claro que me gustaría ir! iVayamos mañana! —No. Me llevaré a Trueno, lo cual significa que deberé dar a otro caballo un curso acelerado de pasos nuevos para que Lunes pueda seguir con su alta escuela. Entretanto sugiero que vayas a Siófok y te compres un vestido de noche... las personas distinguidas nos emperifollamos mucho para la cena. Déjame decirte además que serán unos viajes muy pesados. Trueno es un veterano de la caballería y los hará sin esfuerzo, pero no así tu Bola de Nieve o Burbujas. Te recomendaría que pruebes los ocho caballos moteados y escojas al más rápido y resistente. —Muy bien. i Oh, Zack, apenas puedo esperar! —Sí, ya te veo poniendo condesa antes de tu nombre. Pero el tal Andrássy tiene cuarenta y cinco años y una esposa e hijos. No sé qué otros invitados habrá; tal vez figure entre ellos algún noble soltero de edad más similar a la tuya. No me importa que coquetees lo que quieras, pero cuando la condesa y yo no estemos presentes debes pegarte al conde Andrássy y mantenerlo ocupado. ¿Está claro? —Sí, coronel —respondió ella, sonriendo, radiante, y saludándole militarmente. Entonces se alejó a toda prisa, rebosante de orgullo y felicidad, para hablar a todas las mujeres del circo de su inminente incursión en el mundo de los poderosos y de sus perspectivas casi indudablemente favorables en él. Las mujeres le prodigaron felicitaciones y buenos deseos y le aseguraron que hechizaría a todos los príncipes encantadores en aquel ambiente de cuento de hadas. Varias fingieron, entre afectuosas y divertidas, tener mucha envidia de ella. Sólo una, Domingo Simms, se mostró reticente. Y no dijo nada cuando más tarde ella y Edge se encontraron por casualidad en la avenida y él le dedicó un saludo cordial. Domingo agitó los cabellos con petulancia y, con la cabeza alta, continuó andando. Edge dio media vuelta, la alcanzó y la interpeló:
—iEh, mariposa! ¿Por qué te muestras tan fría? Ella le dirigió una mirada furibunda y silbó: — De modo que tu condesa tiene marido, ¿verdad? ¿Y qué importa? Esto no le impide seguir coqueteando contigo cada vez que te tiene cerca. Y tampoco te impide a ti correr tras ella como un sabueso tras una perra en celo. — ¿Qué es esto? ¿Por qué diablos te preocupa lo que yo hago? No creo que una niña deba juzgar la conducta de un hombre adulto. Es la primera vez que te veo dar pruebas de mal genio, Domingo, y por motivos que no te atañen en absoluto. — El motivo es que te estás enamorando también de ésta. Realmente desconcertado, Edge replicó: —Aunque me enamorase de Maggie Hag, o de Grillo, la enana, o de Willi Lothar, ¿por qué habría de importarte? De todos modos lo único que hago es ir a pasar unas cortas vacaciones al campo incluso me llevo a una dama de compañía. Ahora ella escupió como un gato. —iTe llevas a Clover Lee para embaucar al marido mientras tú y la condesa retozáis en secreto! —Bueno, maldita sea, niña, aunque así fuera, la idea salió de ti. — Sí —dijo ella tristemente—. ¡Al infierno conmigo y mis ideas! Prorrumpió en llanto y huyó corriendo, mientras Edge movía la cabeza, confuso. 6 Las calles de Keszthely estaban vacías a las once de la noche, pero Edge vio por fin a un hombre, quizá un insomne, andando solo y le pidió orientación del único modo que sabía —repitiendo varias veces «¿Festetics?»— y el hombre contestó del único modo que Ed: podía comprender: señalando. Edge y Clover Lee tomaron la carretera indicada y, a cinco kilómetros de la ciudad, encontraron el palacio. Era un gran edificio, aunque no tan majestuoso como el de Amelie y más parecido a una enorme mansión de la ciudad trasladada a un entorno de muchas hectáreas de prados y parterres de flores. Un mayordomo abrió la puerta principal cuando Edge llamó con el picaporte dorado. Dijo su nombre y el de Clover Lee, pero era evidente que el mayordomo no lo entendió. Dirigió una mirada altiva y desdeñosa al hombre y a la muchacha vestidos con polvorientos trajes de montar y a los dos caballos cubiertos de sudor con cabezas gachas ante la puerta. Entonces Clover Lee intentó decir con el francés que le había enseñado Rouleau que eran invitados de la condesa Hohenembs.
El mayordomo lo entendió, dijo sólo «Attendez ici» y les cerró la puerta en las narices. La abrió de nuevo la baronesa Marie Festetics, que les dispensó una cálida bienvenida y pidió perdón por no haber advertido al mayordomo que los esperara, cuando quiera que llegasen al palacio. Ella y el mayordomo, ahora obsequioso y servil, los condujeron al comedor mientras la baronesa decía, más a Clover Lee que a Edge: —Los demás están en el salón, tomando un coñac antes de acostarse, pero estoy segura de que no desean ser presentados hasta mañana, cuando estén descansados, frescos y vestidos adecuadamente. Ahora deben sentirse hambrientos, así que ordenaré a la cocina que prepare una cena caliente y entretanto la doncella y el ayuda de cámara les llenarán las bañeras. ¿Dónde está su equipaje? —A lomos de los caballos, baronesa. —Lo haré subir a sus habitaciones y encargaré que lleven los caballos a las cuadras y los alimenten y atiendan. En cuanto se hayan bañado, Burkhalter les servirá la bebida que deseen. —Csopaki —dijo Edge y el mayordomo les llenó una gran copa de aquel vino y salió de la estancia saludando y caminando hacia atrás. La baronesa debió de galvanizar a cocineras y pinches, o quizá eran paradigmas de eficiencia, porque Edge y Clover Lee habían terminado apenas sus copas cuando unos lacayos pusieron la mesa y sirvieron humeantes bandejas de diversas carnes a la parrilla, panecillos calientes y cafeteras y teteras de plata y Burkhalter volvió a llenar sus copas de vino. —Dios mío —dijo Clover con los ojos brillantes—. Tú lo das todo por sentado, Zack: mayordomo, lacayos, ayuda de cámara, doncella... — Empezó a comer con voracidad—. Bueno, como estamos en el extremo sur del lago, ¿llamarías a esto «hospitalidad sureña?» —Sólo la natural generosidad húngara y los buenos modales de la gente de alta alcurnia —respondió Edge—. Será mejor advertirte que tu doncella no debe de hablar inglés ni francés. Sin embargo, conocerá su trabajo y no tendrás que levantar ni un dedo ni dar una sola orden. Cuando hubieron terminado, Burkhalter los acompañó a sus habitaciones, donde esperaban sus sirvientes personales. Edge y Clover Lee no habían llevado su ropa y otros efectos en maletas sino en maletines de grupa corrientes y mantas de caballería, por lo que tanto el ayuda de cámara como la doncella intercambiaron risitas ahogadas al sacar los trajes arrugados. Se los llevaron, indicando por señas que los plancharían durante la noche y estarían listos por la mañana. Edge se bañó sin ayuda, pero Clover Lee dejó hacer, muy feliz, a su doncella, que la enjabonó, la frotó con la esponja, le lavó los dorados cabellos, le puso un camisón e incluso la arropó una vez estuvo en la cama.
Como había prometido a Edge, Amelie prescindió de su habitual actividad matutina, dedicada a la salud y el ejercicio, y como una emperatriz cualquiera bajó a desayunar con los demás. Hubo las presentaciones de rigor, en inglés, que todos los presentes hablaban con fluidez. Por sugerencia de Edge, expresada en un susurro, y para diversión de los otros invitados, la emperatriz Elisabeth se presentó a sí misma como condesa Hohenembs. Edge no quería que Clover Lee, en su desbordante entusiasmo, contara la verdad a todo el Florilegio. Su anfitrión, el conde Festetics, era viudo, un caballero corpulento de avanzada edad, pero vivaz, alegre y propenso a largas parrafadas; dio la bienvenida a sus nuevos invitados con un extravagante discurso, alabando la belleza y la gracia de Clover Lee. El conde Andrássy Gyula, primer jefe de gobierno del flamante reino de Hungría, ministro de la Guerra y ministro de Asuntos Exteriores, era alto, esbelto y guapo pese a sus facciones de halcón, con unas hebras de plata en las patillas. Además de la baronesa Marie. Clover Lee y Edge, no había otros invitados. Por ser Clover Lee y Edge los últimos en llegar, los otros insistieron en que fueran los primeros en ir al aparador para elegir entre las bandejas de diversas clases de tortillas, huevos duros y escalfados, tocino, jamón, salchichas, arenques, sesos de ternera au beurn noir, tostadas, cuencos de gachas, jarras de diversos zumos, café y té. No se sirvieron ellos mismos sino que se limitaron a señalar los lacayos llenaron sus platos, vasos y tazas. Así pues, Clover Lee y Edge fueron los primeros en sentarse a la mesa y, mientras los otros aún estaban ante el aparador, Clover Lee tuvo oportunidad de murmurar: —Tenías razón, Zack. El parecido entre la condesa Amelie y nuestra querida Autumn es casi estremecedor. iQué hermosa! Es un desengaño que no haya hombres jóvenes, pero no puedo quejarme. No será difícil ser pareja de un hombre tan distinguido como el conde. Es muy guapo para su edad. Y él debe de pensar lo mismo de mí porque cuando me ha besado la mano, prácticamente me ha desnudado con la mirada. De hecho, cuando todos estaban en la mesa, el interés del conde Gyula por la muchacha le inspiró la arrogancia de interrumpir una interminable anécdota de su anfitrión: —... aunque culpable a todas luces, el hombre no fue procesado porque era un mágnás, un hacendado aristocrático. Y a propósito. amigo Edge úr, de esta palabra se deriva su término «magnate»... —Me han dicho —le cortó groseramente Andrássy, dirigiéndose a Clover Lee— que además de su seductora belleza rubia tiene usted un gran talento como équestrienne, Coverley kisasszony. —iOh, llámeme Clover Lee, alteza! —dijo ella, parpadeando.
—Y tú puedes llamarme Gyula. O Julius, si prefieres la versión inglesa. Me gustaría preguntarte... ¿podrías ofrecernos después del desayuno una exhibición de tu baile y tus acrobacias sobre la grupa del caballo? —Me sentiría muy halagada y honrada de actuar para un público tan ilustre —respondió ella con modestia. —Mejor que eso —dijo Amelie—. Miss Coverley se ha ofrecido graciosamente a enseñarte, Gyula, algunos matices de la equitación circense que asombrarán a tus amigos de las carreras de obstáculos. Creo que deberías aceptar su ofrecimiento. —Rió—. iImagina lo estupefactos que dejarías a tus colegas ministros si entraras a caballo en la Cámara de Diputados y empezaras a dar saltos y volteretas csikos! Nunca más se atreverían a votar en contra de cualquier medida que quisieras introducir. —Pompás! —gritó Andrássy, riendo y dando palmadas sobre la mesa—. Muy bien, Clover Lee. Asistiremos todos a tu exhibición y después, cuando los demás se dediquen a otras diversiones, tú y yo ensayaremos en privado. Tanto Clover Lee como Amelie esbozaron una sonrisa radiante y Edge las habría imitado si Amelie no se lo hubiera prohibido expresamente. Mientras la mayor parte de los invitados se apoyaban con languidez en la valla que rodeaba el paddock del palacio, Clover Lee fue con un mozo de cuadra a escoger el caballo más indicado; no Trueno ni su Pinzgauer, porque les esperaba un largo viaje al día siguiente. Entretanto, Amelie anunció: —Yo ya he visto y admirado varias veces las acrobacias de miss Coverley y Zachary debe de estar francamente cansado de verlas, así que me lo llevo para enseñarle algunas vistas locales. —Y envió a otro mozo de cuadra a ensillar sus dos caballos árabes. Mientras salían del recinto de palacio, el enorme galgo Schatten apareció de improviso y comenzó a andar a su lado. Amelie condujo primero a Edge a Keszthely y a la orilla del lago, donde muchas familias hacían piknikek, se bañaban, nadaban, remaban o navegaban a vela. Detuvieron los caballos en un bosquecillo de arbustos —el olivo de dulce fragancia, que hacía honor a su nombre perfumando fuerte y deliciosamente el entorno— para ver a los niños adentrarse tanto en el agua que sus facciones no podían distinguirse, aunque pisaban el fondo del lago. Los nadadores tenían que alejarse tanto que eran meros puntitos. Entonces Amelie recorrió con Edge varios kilómetros de la orilla norte y le llevó tierra adentro unos kilómetros más, hasta Szent Gyárgy, para enseñarle la famosa roca de lava que tenía forma de caño de órgano. Era un peñasco hecho de curvas que formaba impresionantes columnas verticales y redondas; se parecía mucho a un órgano de vapor para titanes. Ataron los caballos en la base y Schatten se echó para
guardarlos. Edge y Amelie treparon en torno a las columnas hasta que encontraron una coronada por una llanura cómoda, con una alfombra de hierba y musgo. Allí, ante la única presencia de dos cabras montesas, hicieron el amor, y el crescendo ya conocido de risa musical de Amelie, su punto álgido y su diminuendo resonaron entre las rocas como si las columnas fuesen realmente tubos de órgano. Para cenar aquella noche Edge se puso el frac y Clover Lee declaró con admiración que nunca había estado tan guapo. Los dos condes, naturalmente, también vestían de etiqueta y Andrássy llevaba incluso la banda de ministro sobre el pecho. Clover Lee ofrecía un aspecto angelical con un vestido de tafetán verde pálido y los cabellos dorados sueltos sobre la espalda y Amelie estaba francamente imperial con su traje de seda del mismo color que la diadema de rubíes, collar, anillos y pulsera. Durante toda la cena Amelie y Edge intercambiaron miradas que Andrássy habría tenido que estar ciego para no advertir e interpretar. Sin embargo, estaba temporalmente ciego, porque él y Clover Lee se dirigían la misma clase de miradas, Sólo la baronesa Marie era consciente de las dos comuniones silenciosas y no expresaba consentimiento ni diversión ni desaprobación. El conde Festetics era ajeno a toda aquella escena muda, así como al hecho de que todos los demás comensales hacían caso omiso de él. Contaba anécdotas y reminiscencias de excepcional prolijidad e falta de interés y no se inmutaba al no recibir ningún comentario o respuesta de sus interlocutores. En los poco frecuentes intervalos en los que debía callar para recobrar el aliento, los invitados decían frases inocuas cargadas de mots á double entente. —¿Cómo te han ido hoy las clases, Gyula? —preguntó Amelie. — Oh... ah... muy bien. He aprendido varias cosas nuevas. Formas únicas de detenerse. De cambiar de paso. De adoptar diversas posiciones artísticas. — Y él también me ha enseñado algunas cosas —dijo Clover Lee Hizo una pausa exquisitamente cronometrada y añadió—: A saltar con más elegancia los obstáculos, por ejemplo. — Espero que volverás pronto para seguir los ensayos —sugirió Andrássy. —Pero supongo que no habéis montado todo el día —observó, Amelie. —No, no. Me avergüenza confesarlo, pero he sufrido varias caídas de aficionado y acabado bastante dolorido, así que he paseado con Clover Lee hasta el parque de los ciervos para enseñarle los corzos de este año. Por desgracia ya han perdido las motas, pera han sido sociables y nada tímidos con nosotros. —Esto se debe a que va muy poca gente al parque de los ciervos — observó Amelie con malicia—. Es un lugar muy privado y acogedor.
El conde Festetics, que ya había recargado su mecanismo para el soliloquio, se lanzó a la anécdota siguiente, que por fin interesó a los invitados y los hizo reaccionar con alborozo. Por lo visto el conde Festetics se contaba entre las muchas personas conscientes de que la emperatriz Elisabeth raramente se ofendía cuando la gente se burlaba de su marido el emperador. Porque esta historia concluía, según el conde: —Pues bien, Francisco José contestó al pobre solicitante: «Mandaré que lo piensen» y, dirigiéndose a su caballerizo mayor, ordenó: «Piensa en ello, Klaus.» Amelie sumó su risa a la de los demás y exclamó: «O jaj, esto es Megaliotis en persona!», y los otros húngaros de la mesa, aunque le habían oído usar muchas veces esta palabra, se rieron todavía más del retruécano húngaro implicado en el nombre griego. Después del café y el brandy de Sangre, un licor de cereza, Edge y Clover Lee expresaron su más cálida gratitud y se despidieron de los invitados porque tenían que acostarse temprano para partir al amanecer, antes de que se levantaran los demás. —Oh, pero no adiós —dijo Amelie, mirando a Edge. —Espero que no —dijo Andrássy, mirando a Clover Lee. Edge cabalgaba al estilo de la caballería: corre una milla, anda una milla, así que él y Clover Lee dejaron las cuadras al galope a la mañana siguiente. Cuando, una milla después, cambiaron a un paso más lento y pudieron conversar, Clover Lee observó con descaro: —Espero que tú y la condesa Amelie os hayáis divertido tanto como el conde Gyula y yo. Cuando me dijiste que ya era maduro, me lo imaginé barrigudo, arrugado y mustio. —Soltó una carcajada—. Mustio no lo está. —Me sorprendería que lo estuviera. Sólo tiene cinco años más que yo. —Bueno, espero que la condesa sepa apreciarte como es debido. Gavrila Smodlaka me dijo una vez que las mujeres jóvenes y los hombres maduros son la mejor combinación. Edge cabalgó en silencio un minuto y entonces observó: —Tú y yo hemos recorrido un largo trecho desde aquella lastimosa función en el barro de Beaver Creek, ¿verdad? —Todos lo hemos hecho. Excepto los que hemos perdido por el camino. —Clover Lee titubeó y dijo, con voz casi inaudible—: Me pregunto qué habrá sido de mi madre... Edge y Clover Lee volvieron a trabajar en la pista por la tarde del día siguiente y Clover Lee ya había obsequiado a todas las mujeres de la compañía con una descripción detallada del palacio Festetics: —Ciento una habitaciones, una biblioteca alta como dos pisos y cincuenta y dos mil volúmenes en los estantes, que van del suelo al
techo. Las cuadras más elegantes que habéis visto en vuestra vida. Un parque con ciervos mansos... También había ofrecido un relato detallado —tal vez no demasiado detallado— del trato que le había dispensado la nobleza, de que tenía una doncella personal que la vestía, desnudaba y bañaba, y también de los pormenores de cada comida. Las otras mujeres exclamaron «ohs» y «ahs» y aquella vez quizá no fingieron del todo cuando expresaron envidia. Clover Lee habría vuelto a realizar el pesado viaje al cabo de pocos días y sin duda tenía la energía suficiente para hacerlo, pero Edge se negó rotundamente. —Tenemos responsabilidades, muchacha. No podemos abandonar cada vez que se nos antoje al director y al resto de la compañía y al público que nos paga. —Joder. ¿Cuántas ocasiones tiene una chica en toda su vida de...? —No obstante —interrumpió Edge—, dentro de dos semanas, según me han dicho, habrá un festival de cuatro días con festejos religiosos y ferias callejeras en Siófok, para celebrar el aniversario del nacimiento de un anciano llamado Kossuth, que es una especie de héroe nacional desde hace mucho tiempo; entonces nuestro espectáculo no atraerá a mucho público y será el momento de volver al palacio. Esta vez podremos quedarnos dos días. Y así lo hicieron, pero, para disgusto de Clover Lee, el conde Andrássy había sido llamado a Budapest por un asunto urgente del gobierno. —Un aburrido debate sobre acuerdos comerciales —explicó Amelie con indiferencia—, probablemente muy poco importante, pero Gyula se empeñaba en cumplir con su deber. El mensaje llegó por telégrafo y se marchó inmediatamente. También lamento decirte, querida, que este año no volverá a Balaton. Edge, conociendo la convicción de Amelie de que toda mujer más joven que ella era su «rival», se preguntó en secreto si habría organizado ella misma aquella urgente convocatoria. Pero no dijo nada. En cualquier caso, el disgusto de Clover Lee no duró mucho. Resultó que en el palacio había ahora un número considerable de nuevos invitados: ocho jóvenes barones, margraves o condes —o por lo menos vizcondes que heredarían dichos títulos más nobles a la muerte de sus padres— y las esposas de seis de ellos. Dos de los jóvenes, el futuro barón Horvát Imre y el futuro conde Puskás Frigyes, no tenían esposa, ni allí ni en otra parte, y sus rostros se iluminaron cuando fueron presentados a Clover Lee a la mañana siguiente. Durante el desayuno, después de que el conde Festetics hubiese dedicado un cuarto de hora a relatar que en una ocasión estrechó la mano del héroe Kossuth Lajos, Amelie anunció:
—Zachary y Clover Lee, como en esta visita podéis quedaros dos días con nosotros, os he preparado algo especial. Iremos a Almádi Estos pueblos turísticos de la orilla sur, Siófok y Fóldvár, donde está acampado vuestro circo, son los más populares del lago. Todo el mundo afluye a ellos. Sin embargo, las personas más enteradas y de mejor gusto van a Almádi, que está en la orilla norte. Es tranquilo, pintoresco, poco frecuentado por la gente vulgar de la ciudad, y posee muchos encantos, como veréis. —¿Está lejos de aquí? —preguntó Edge. —Sí, casi tan lejos como de aquí a vuestro circo. Mi plan es salir temprano mañana por la mañana y llegar allí después de anochecer. alojarnos en una posada y pasar el día siguiente recorriendo el lugar. —Pero ése será nuestro cuarto día, condesa. Debemos estar de vuelta en el circo aquella noche. —Y estaréis. De Almádi a vuestro circo sólo hay unos quince kilómetros en diagonal. Los grandes transbordadores de remos pueden llevar cada uno un caballo y su jinete. Con cuatro hombres en los remos, hacen la travesía en sólo unas tres horas. Así podréis dejarme y volver al circo tan pronto o tan tarde como queráis. Incluso a la mañana siguiente y aún os sobraría tiempo para la función. —Oh, muy bien. Parece estupendo. —Supuse que os parecería bien, así que ya he enviado a la baronesa Marie para que nos reserve habitaciones. La posada que he elegido, por una razón que os diré al llegar allí, es la Torgyópi. Es una posada muy respetable, no una csárda campesina, pero sólo tiene cinco dormitorios para huéspedes. Para mí, para Clover Lee, para ti, Zachary, para Marie... y sobra una. Quizá Clover Lee desee invitar a un acompañante. — Umm... —murmuró la aludida. El joven Horvát y el joven Pus kás expresaron inmediatamente un profundo anhelo—. Sí, es probable que lo haga. — También supuse esto —continuó Amelie— y he mandado a tres doncellas y dos ayudas de cámara junto con Marie. Me molesta ser atendida por desconocidos y ni siquiera los criados de la mejor posada son siempre de fiar. Los nuestros dormirán en las dependencias de la posada o en el granero, si es necesario. — ¿Y qué haremos nosotros si esas cinco habitaciones ya están ocupadas? —preguntó Edge. Amelie le dirigió una mirada divertida y tolerante. — Marie sólo tendrá que mencionar mi nombre. Todo arreglado, entonces. Distraigámonos hoy en el palacio y el parque, sin cansarnos mucho a fin de estar en forma mañana para el largo viaje. Clover Lee desobedeció hasta el punto de ponerse los leotardos y mallas y dar otra exhibición de sus habilidades de équestrienne ante el
conjunto de nuevos invitados, en el cual los jóvenes vizcondes Horvát y Puskás aplaudieron y vitorearon más fuerte que los otros. Cuando se hubo vestido de nuevo, Clover Lee pasó el resto del día en actividades más reposadas. Puskás y Horvát solicitaron al unísono el honor de enseñarle las estatuas del parque, el estanque de peces exóticos, el estanque de nenúfares y el parque de ciervos. Clover Lee los aceptó a ambos y con uno a cada lado recorrió la finca, lanzando miradas coquetas a ambos lados con imparcialidad e intercambiando frases de doble intención. De vez en cuando los dos enamorados se dirigían miradas asesinas por encima de la rubia cabeza de Clover Lee, mientras ésta deseaba perversamente —como una verdadera femme fatale que se batieran en duelo por su causa. Pero aún estaban juntos cuando los invitados se sentaron a cenar aquella noche. Edge tuvo la cortesía de pasar una parte de la mañana en compañía de su anfitrión, con los otros doce hombres y mujeres, escuchando, con aire de fingido interés, mientras el anciano conde Festetics relataba con tediosa parsimonia —levantándose a veces para gesticular— incidentes de su vida desde la niñez hasta la actualidad. Tardó media hora en llegar a sus trece años, en 1809, cuando fue iniciado por una institutriz en el gran misterio. No gesticuló para explicar este suceso, pero logró que pareciese tan aburrido y fatigoso como su versión de él; Edge decidió que la institutriz debía de ser una mujer paciente y desesperada. Las parejas invitadas, una tras otra, empezaron a recordar diligencias que debían hacer en otra parte. Edge se quedó lo suficiente para oír hablar de la frustrada pero heroica revolución de 1848 contra el dominio austríaco de Hungría y esperó que siguiera un relato sobre las estrategias, tácticas y batallas. Pero resultó que el único servicio revolucionario del conde había consistido enteramente la distribución de manifiestos titulados «Abajo el emperador». Entonces Edge dijo que debía comprobar el estado de sus caballos después de la larga cabalgata de la víspera. —Dios mío, ese hombre es un charlatán —dijo cuando encontró a Amelie cortando rosas de tallo largo en uno de los jardines. —Por esto casi siempre encontrarás un grupo de invitados diferente cada vez que vengas. —Añadió, con una sonrisa provocativa. Y hay tantas cosas mejores que hacer que hablar o escuchar. Ve: ayúdame a llevar estas rosas a mi suite. Y allí, durante casi todo el resto del día, Amelie habló muy poco pero dejó oír muchas veces su risa tan peculiar, de suave a fuerte otra vez a suave, repetidamente, dejando muy claro que le había gustado continuar riendo así de modo indefinido. Sin embargo, tuvieron que hacer una pausa, vestirse para cenar y escuchar un poco más al conde Festetics.
Temprano a la mañana siguiente las dos parejas —Clover Lee había elegido a Puskás como su pareja; era más guapo que Horva, partieron en un elegante y ligero clarens tirado por cuatro caballos, el enorme perro Schatten trotaba al lado y de vez en cuando saltaba al pescante para descansar junto al cochero. Seguía al clarens otro carruaje de cuatro caballos que llevaba cestas con el almuerzo y vino, el considerable equipaje de la condesa Amelie y el vizconde Puskás y el equipaje mucho menor de Edge y Clover Lee con sillas. Sujetos al carruaje por las riendas, Trueno y Pinzgauer trotaban con ligereza y facilidad. No almorzaron hasta bien entrada la tarde porque Amelie insistió en esperar el desvío hacia el sur que conducía a la península Tihany. Allí los cocheros extendieron manteles de lino como un picnic y sacaron la comida y el vino en medio de treinta y cinco hectáreas de espliego. Tihany, explicó Amelie, suministraba esencia de espliego a todas las perfumerías de Europa. Los jardineros cosechaban ahora los capullos y Edge y Clover Lee tuvieron la impresión de que la fragancia debía de percibirse hasta en Budapest. Llegaron a Almádi hacia las nueve de la noche y la ciudad también estaba perfumada, pero por un aroma cítrico más sutil. El propietario de la posada Torgyópi, inclinándose con un pie hacia atrás, y la baronesa Marie los recibieron y guiaron por una escalera exterior para que subieran a sus habitaciones sin necesidad de pasar por el bar atestado de borrachines. El posadero habló a Amelie en húngaro, pero ella repitió el mensaje en inglés a Edge y Clover Lee. Dijo que la baronesa y la clientela local ya habían cenado, pero que el personal de la cocina esperaba para preparar una soberbia cena a los recién llegados y ¿qué platos complacerían más a su majestad imperial? —En esta visita soy la condesa Hohenembs, Juhasz úr. ¿Y qué otra cosa desearía uno comer a la orilla de un lago sino el delicioso fogas en la secreta salsa de alcaparras que usted prepara? Espárragos y patatas guisadas con páprika. Y creo que una sopa fría de perejil para empezar. Y, por supuesto, Somlyó. —Estará en la mesa, alteza, en cuanto vos y vuestros huéspedes os hayáis refrescado. Una doncella o un ayuda de cámara esperaba en cada una de las habitaciones donde, con misteriosa puntualidad, habían llenado las bañeras de agua mineral, caliente y gaseosa... y la de Amelie, de caliente leche de Jersey. La baronesa Marie ayudó a la doncella de Amelie a atenderla. Allí nadie se vestía para cenar, pero todos cambiaron su ropa de viaje por prendas limpias.
Se reunieron de nuevo abajo, en la espaciosa taberna. Sus numerosas mesas ya estaban ocupadas a rebosar por hombres y unas cuantas mujeres que bebían, hablaban en voz alta y reían. En un rincón la esposa del posadero Juhasz tocaba un címbalo. No lo hacia tan bien como Elemér Gombocz, pero de todos modos ningún parroquiano parecía escucharla. Juhasz condujo a los nuevos huéspedes a una alcoba contigua a la taberna, pero lo bastante alejada para que el bullicio ambiental no fuera molesto y provista de una cortina para mantener mejor la intimidad. Sin embargo, Amelie le dijo que no corriera la cortina. —Es para enseñaros algo —explicó a Clover Lee, Edge y Puskás Siempre vengo a esta posada porque es única. Se levanta en los límites entre el megye, condado de Veszprém y el de Fejep. Por lo tanto, lo que se llamaría la línea de demarcación pasa por el centro de esta vasta taberna y por ello la posada es muy frecuentada por salteadores de caminos y otros proscritos y fugitivos. Si, como ocurre a menudo, la policía de un condado viene a echar un vistazo, o sólo a tomar un trago, los forajidos simplemente se trasladan al otro lado de la habitación. Aquella mesa tan larga del centro está justamente a horcajadas sobre la línea del megye. Es posible que los hombres a quienes veis sentados en ella sean detectives de la policía en un lado y bandidos en el otro, todos bebiendo amistosamente . Mientras comían las delicadas fogas, que se fundían en la boca, Amelie contó otra curiosidad única de Almádi. —Este vino que estamos bebiendo es el Somlyó local, considerado por las gentes de Almádi como el mejor vino de Hungría, y yo me inclino a darles la razón. Los viñateros dicen que es tan bueno porque los viñedos «ven eternamente su propio reflejo en el Balaton». Es decir, la luz del sol se refracta en las aguas del lago y así las viñas reciben el sol tanto en la parte inferior de las hojas como en la superior. Cuando acabaron de cenar y fueron a sus habitaciones, resultó evidente que no habría sido necesario reservar todas las habitaciones de la Torgyópi porque, una vez despedidos los sirvientes, ni Edge ni el joven Puskás pasaron la noche en sus dormitorios. Sin embargo, Edge se levantó temprano y volvió a su habitación para que Amelie pudiese llamar a su camarera y le ordenase preparar su baño de aceite de oliva. El día los defraudó amaneciendo muy nublado y gris, pero los viñedos del lago ya eran rojos y dorados y parecían irradiar sus propios rayos solares y el aire aún estaba perfumado por aquel aroma cítrico, limpio y picante. —Limeros agrios —dijo la baronesa Marie—. En Almádi hay plantadas dieciséis variedades de este árbol, que florecen en épocas diferentes, una detrás de otra, de modo que el aire aquí, excepto en invierno, está siempre perfumado.
La ciudad se asentaba dentro de un semicículo de colinas, así que las dos parejas fueron a pasear entre ellas, admirando las ca sitas de los campesinos, modestas viviendas de troncos encalado, o armazones de juncos, pero todas cubiertas de rosas trepadoras y con rosales sobre los tejados de bálago. Amelie señaló la colina más alta, una especie de cono torcido, a la que se estaban aproximando. —Esta es la Gran Nariz —dijo—. Según una leyenda de Almádi, el último gigante de los cuentos de hadas vivió aquí. La gente lo enterró con respeto, pero no pudo reunir la tierra suficiente para taparle la nariz. Cuando llegaron allí vieron que era una protuberancia de roca sólida, sin trazas de vegetación excepto algunas manchas de líquenes multicolores. Amelie les enseñó las numerosas pero aisladas celdas que unos monjes ermitaños habían cavado laboriosamente y habitado unos ochocientos años atrás. —La Nariz siempre ha tenido además otra función —continuó— Quizá os habéis fijado en el chico sentado en la misma cima. Suele ser el hijo pequeño de una familia de pescadores que desde allí puede ver el fondo del lago a través de la fulgurante superficie del agua. Cuando ve un banco de peces, comunica por señas su situación a los hombres de los botes. La atmósfera era más cálida, gris y bochornosa cuando volvieron a la orilla del río. Se sentaron en una playa de arena rojiza tal como había dispuesto antes Amelie, los cocheros llegaron de la posada con cestas de comida caliente, vino, cubiertos de plata, manteles y servilletas de hilo y un enorme hueso de buey para Schatte Los cuatro estaban terminando la última botella de Samlyó cuando se sobresaltaron al oír un fuerte !bum! encima de sus cabezas, y mirar hacia arriba vieron una nube de humo blanco flotando bajo el cielo gris. Otra nube surgió cerca de ella y al cabo de un momento oyeron otro !bum! —Deben de ser los fuegos artificiales del festival de Kossuth en Siófok — sugirió Clover Lee. —No —dijo Amelie, frunciendo el ceño—. Son cohetes que avisan de una tormenta. Y en efecto, el cielo, que antes era una bóveda uniforme color de plomo, mostraba ahora unos nubarrones hinchados y amoratados. —¿Es probable que sea fuerte? —preguntó Edge mientras más cohetes estallaban por todo el lago. —Las tormentas son siempre fuertes en Balaton. —Entonces lo siento, Amelie, pero tendré que dejarte. Esto podría ser una catástrofe para las tiendas del circo. Tengo que cruzar el lago antes de que descargue, si puedo. ¿Dónde atracan los transbordadores?
Amelie llevó hasta allí a Edge y Clover Lee mientras los cocheros corrían a la Torgyópi a buscar su equipaje, sillas y caballos. Amelie habló a uno de los barqueros —que, al reconocerla, se llevó la mano a la frente e inclinó repetidas veces—, pero cuando contestó, incluso Edge pudo comprender que se disculpaba porque su respuesta era negativa. —Dice —tradujo Amelie— que casi todos los barcos vienen a atracar y que serías un loco, y él también, de zarpar ahora para una travesía de tres horas. También dice que no se arriesgaría en modo alguno a cruzar con un caballo a bordo. Incluso con buen tiempo, un caballo está siempre nervioso en la superficie oscilante de un barco, y si descarga una tormenta, el caballo siente pánico y puede destrozar la embarcación a coces. Ahora, si lo deseas, puedo ordenárselo y no se atreverá a desobedecer... —No. No hagas traer los hierros candentes. Intenta persuadirle para que me lleve sólo a mí. Clover Lee puede quedarse aquí esta noche, para entonces la tormenta ya habrá pasado, y encargarse de llevar los caballos y el equipaje por la mañana. Amelie volvió a hablar, y en tono bastante imperativo. El barquero aún parecía reacio, pero intimidado. Llamó a sus tres remeros y les dio instrucciones. Escucharon con expresiones francamente temerosas, pero también se tocaron la frente ante la emperatriz y fueron a amontonar los remos del barco y soltar las amarras. Mientras estaban ocupados, Edge dio a Amelie un rápido abrazo y un beso y dijo: Atesoraré estos dos días entre los mejores recuerdos de toda mi vida. Si esa barca no zozobra aquí, intentaré verte por lo menos una vez más antes de que el circo se marche. O quizá, si todo el Florilegio vuela por los aires, tenga que quedarme aquí para siempre. —Isten vele —murmuró ella, sonriendo con tristeza—. Que Dios te guarde. Con los cuatro remeros esforzándose al máximo, incluso el grande y torpe transbordador se movía hacia el sur a buena velocidad. Los barqueros que volvían para amarrar les gritaban en tonos de asombro, advertencia o burla, pero los remeros de Edge ahorraron el aliento y no replicaron nada. La tormenta se mantuvo alejada durante dos horas, hasta que estuvieron a sólo cuatro millas de su destino. Entonces descargó con un furioso viento del sur contra el que los remeros tuvieron que luchar. En realidad era menos viento que agua, pues la lluvia caía como un diluvio. La superficie del lago cambió sus ondulaciones por olas y luego por grandes oleadas que no tardaron en convertirse en olas encrespadas que el viento decapitaba al instante, formando inmensas rociadas.
En pocos minutos Edge y los hombres estuvieron metidos en agua hasta los tobillos. Uno de ellos le gritó y señaló con un dedo. Edge miró hacia donde le indicaba y vio un cubo debajo de un banco; empezó pues a achicar el agua rápidamente. Ninguna tormenta habría podido inundar aquel gran bote, pero los remeros no querían el peso extra del agua además de luchar como lo hacían contra el oleaje y el viento enfurecido. Aunque Edge achicaba agua tan de prisa y eficazmente como podía, apenas lograba bajar el nivel porque la lluvia torrencial y la espuma entraban en el barco con la misma rapidez con que él las devolvía al lago. El transbordador se balanceaba, cabeceaba y guiñaba de tal modo y el aire estaba tan cargado de agua que Edge se preguntaba si los hombres podrían mantener el rumbo o si ya lo habían perdido. No podía verse nada en un radio de cuatro o cinco metros alrededor del bote, excepto los zigzags de los rayos blanquiazules que iluminaban el denso aire cada pocos segundos, de modo que el estruendo ensordecedor de los truenos era como un continuo cañoneo. Tardaron dos horas largas para cubrir la tercera parte restante de la travesía, pero lo consiguieron y con precisión casi perfecta. Algo golpeó de improviso el cuello de Edge, que levantó la vista del cubo y vio que entraban en la franja de juncos de la orilla. Aunque se inclinaban y agitaban de un lado a otro, golpeando a los remeros que estaban a barlovento del bote, paliaban hasta cierto punto la fuerza del viento y del oleaje. Unos minutos más y el transbordador rascó los guijarros. Todos los hombres, incluido Edge, saltaron a tierra y empujaron la embarcación hasta vararla con seguridad en la playa. Entonces los cuatro remeros se desplomaron sobre los guijarros, tan exhaustos y empapados que no hacían el menor caso de la lluvia que los azotaba. Edge los dejó, conviniendo que le seguirían para cobrar el pasaje cuando se hubieran repuesto y empezó a caminar tierra adentro contra el viento y la lluvia. Se acercaba el crepúsculo, pero allí, donde el agua encrespada del lago no contribuía a oscurecerlo todo, Edge podía ver más lejos. Pronto vislumbró el Florilegio a cierta distancia a su izquierda, pero su silueta había cambiado desde la última vez que la viera. Se acercó y vio por qué la lona, los postes y el contenido de la carpa estaban en el suelo. Y el suelo, nivelado durante las últimas semanas por miles de pies, era ahora una ciénaga pegajosa. Casi todos los paneles laterales y del techo habían sido arrancados y las piezas dispersadas por el viento. Los peones y la mayoría de hombres del circo corrían tras ellas e intentaban enrollarlas o doblarlas para evitar que desaparecieran. Los dos postes centrales yacían en el suelo, apuntando a direcciones opuestas. Los numerosos postes laterales, las sillas de respaldo, las graderías, sus largueros y gatos yacían dispersos por todo el recinto del
circo. El estrado de la banda era un desordenado montón de tablas y el címbalo se mantenía sobre sus patas, pero éstas se hundían lentamente en el barro. El revoltijo que antes fueran los trapecios lanzaba destellos en medio de un charco. Rollos, nudos y trozos de cuerda estaban diseminados por doquier. De toda la carpa, sólo las estacas permanecían clavadas en la tierra, dibujando el inmenso óvalo donde había estado la tienda, y el bordillo de la pista no se había movido del centro de este óvalo. —iBarridos! —gritó Florian, yendo al encuentro de Edge. Tenía los ojos enrojecidos, los cabellos y la pequeña barba despeinados y la levita y los pantalones de montar manchados de lodo, pero no parecía abatido en exceso—. Podría haber sido peor. Diablos, he conocido desastres peores. —¿Algún herido? —gritó Edge para hacerse oír sobre el fragor del viento y las explosiones de los truenos. —Nada importante. Un eslovaco se ha roto la clavícula. Juntaron las cabezas para no tener que continuar gritando. —¿No se ha hecho daño ningún espectador? —preguntó Edge—. ¿Nadie que pudiera acusarnos? —No. El público era escaso, a causa del festival, ya sabes. Cuando lanzaron los cohetes, justo después del intermedio, ordené la evacuación de la carpa (la gente, muy sensata, ya se iba de todos modos) y Maggie les devolvió el importe de las entradas. Entretanto colocamos todos los vehículos en el lado expuesto al viento de todas las tiendas, empezando por la ménagerie, y tendimos cables de refuerzo entre ellas y los postes laterales. Atamos en el bosque a los animales más asustadizos, el camello y las cebras. Carl guardó todos los instrumentos dentro de los carromatos, excepto el címbalo porque no teníamos hombres de sobra para moverlo. —Parece que se hizo todo lo posible. —Bueno, la ménagerie, las tiendas vestidores y el anexo han aguantado bastante bien... sólo se les han desatado algunas cuerdas. Pero a pesar de todas las precauciones, la carpa no ha podido resistir una tormenta de este calibre y las barracas y tiendas más frágiles han volado por los aires. —¿Puede repararse la carpa? —Oh, sí. Se ha de secar y limpiar de barro. Se han desprendido algunos ojales y una escarpia del chanclo. La abrazadera de la botavara ha sido arrancada. Pero no hay nada que Stitches no pueda reparar. Y necesitaremos varios kilómetros de cuerda nueva. Justo entonces aparecieron los cuatro remeros de Edge, agotados y sucios, pero todos orgullosos de haber vencido a la tormenta. — Estos son los hombres que me han traído —dijo Edge—. Pregúnteles cuánto les debo. Así lo hizo Florian y ellos dijeron un precio que Edge consideró tan ridículamente bajo, después de todo lo que habían pasado, que lo
triplicó. Florian volvió a hablarles, señaló y ellos se fueron hacia el furgón que les había indicado. — Mag ha hecho unos bocadillos y preparado una olla de sopa en la estufa del carromato de la cocina para que los trabajadores puedan comer algo sin entretenerse. He invitado a tus remeros a participar. — Bueno, ¿qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Edge—. Estoy aquí mirando como un idiota. —Descansa, soldado. Los otros chicos son suficientes. Más estorbarían. Además, cuando hayamos recobrado y reunido todos los fragmentos, necesitaremos un jefe descansado y con la cabeza clara para operaciones ulteriores. — ¿Qué operaciones? Estaremos inactivos durante bastante tiempo. Incluso aunque levantáramos la carpa mañana, este mar de barro tardará una semana en secarse. Nadie vadearía esto ni para ver el mejor espectáculo del planeta. — Estoy hablando de desmontar. Como siempre, Zachary, hemos de improvisar sobre la marcha y ahora el Dios de las Tormentas o la Madre Naturaleza o quien sea nos ha dicho que ya es hora de despedirnos. Tú acabas de pasar por entre los juncos de la orilla; eran verdes cuando llegamos y ahora son amarillos. El otoño se nos echa encima. Como ya se ha desmontado una buena parte del circo, aprovechémonos de ello. Desmontaremos el resto, empaquetaremos y pondremos rumbo al este. Esperaremos a que Stitches y sus hombres hayan hecho las reparaciones importantes; luego podrán hacer las menores por el camino, cuando nos detengamos a pasar la noche. —Esta bien —dijo Edge, con un suspiro inaudible en la tormenta—. No negaré que me he encariñado con el Balaton, pero usted tiene razón. En este caso, director, desearía su permiso para seguir holgazaneando unas horas más. Me gustaría despedirme una vez más de la condesa. Está en la otra orilla del lago, en Almádi. Puedo ir en cuanto amaine la tormenta y volver en unas siete horas. Estaré aquí antes de que nuestros hombres hayan descansado lo bastante para desmontar o para necesitar a un jefe con la cabeza clara. —Claro, muchacho. Permiso concedido. La lluvia cesó poco antes del amanecer, tan de repente como si se hubiera cerrado una válvula. El viento remitió hasta recuperar su velocidad habitual. El lago recobró su superficie rizada y las últimas nubes se deslizaron hacia el norte a tiempo para que hubiera un verdadero amanecer. El sol salió e hizo destellar a todo un mundo mojado, encendiendo pequeños arcos iris en cada gota de lluvia en cada hoja de árbol y en cada superficie del maltrecho Florilegio. Edge volvía a estar a bordo cuando los remeros cruzaron de nuevo el Balaton, muy
fortalecidos por el descanso de la noche y la comida de Magpie Maggie Hag. Remaban con energía y charlaban entre sí... probablemente, pensó Edge, acerca de la devastación que habían visto en el recinto del circo. Hacia la mitad del lago, el barco de Edge encontró a otros dos. En uno se balanceaba el Pinzgauer moteado, moviendo con inquietud las patas y poniendo los ojos en blanco. En el otro viajaba Trueno, más serenamente, y Clover Lee iba con él. Tanto ella como Edge lograron decir a los remeros que se detuvieran y los hombres acercaron los dos barcos lo suficiente para que Edge y Clover Lee pudiesen hablar. — ¿Por qué vuelves? —gritó ella, acongojada—. Dios mío, ¿se lo ha llevado todo el viento? — No, no. La carpa se desmoronó, esto es todo. Nadie ha sufrido ningún daño. Me ha parecido bastante caótico, pero Florian lo tiene todo controlado. ¿Sigue aún la condesa en la posada? —Sí. Se quedará hasta que los caminos se hayan secado un poco. —Florian quiere desmontar y partir, así que voy a despedirme de ella. Continúa; yo volveré pronto. Y gracias, Clover Lee, por traer los caballos y nuestro equipaje. Sólo me sorprende que no traigas al vizconde. —No se ha decidido a pedirme en matrimonio —sonrió ella—. De todos modos, aunque lo hubiese hecho, no me veo capaz de soportar un nombre como señora de Frigyes Puskás. Ni siquiera con el título de condesa. Amelie, desde su ventana del piso superior, vio a Edge subir por el camino de la posada y adivinó al instante por qué volvía. Bajó a la taberna, donde sólo estaba el posadero Juhasz y su mujer arreglando las botellas detrás de la barra. Todos los demás habitantes de Almádi se hallaban inspeccionando los daños de la tormenta en sus barcos, redes o viñas. Amelie preguntó a Juhasz úr si querían ausentarse un rato y ellos obedecieron justo cuando entraba Edge. El y Amelie se abrazaron con fuerza y en silencio durante unos momentos. Edge no amaba a aquella mujer ni había abrigado nunca esperanzas de ser para ella más que una diversión ocasional, pero sentía afecto por ella y admitía en secreto que le satisfacía y halagaba mucho haber sido amante de una emperatriz. Y había además, cada vez que estaban juntos, la ilusión de que por lo menos las facciones de Autumn vivían de nuevo. Era difícil separarse de ella. —No ha de ser para siempre —dijo Amelie cuando él le hubo explicado la situación—. Tu circo es ambulante y yo viajo mucho. Este continente entero sólo es una fracción mayor que tu nación de los Estados Unidos, así que existen muchas posibilidades de que nos volvamos a ver. En Hungría, Austria, Grecia, Inglaterra... —Lo espero fervientemente.
—O quizá me olvidarás en seguida —dijo ella, con un mohín travieso—. Hay muchas mujeres hermosas entre las clases altas de San Petersburgo. —Estoy dispuesto a jugarme el brazo derecho a que jamás te olvidaré. — Aun así, no quiero que te ordenes sacerdote y hagas voto de castidad. Incluso te ayudaré a conocer algunas de esas mujeres de alta alcurnia. ¿Sabías que la zarina María Alexandrovna es alemana de nacimiento? Antes de casarse con el zar Alejandro era princesa Maximilienne de Hesse. Su familia y la mía siempre han sido íntimas. Yo iba aún en pañales cuando ella se casó y desapareció en las tinieblas de Rusia. Pero hemos tenido razones dinásticas para mantener una correspondencia esporádica. Te escribiré una carta de presentación para la zarina y la enviaré por un barquero antes de que tu circo se ponga en marcha. — Es muy amable por tu parte. Complacerá especialmente a Florian. Siempre está deseando oportunidades para mezclarse con la élite. — Y tú y yo no nos diremos adiós, Zachary, sino viszontlátásra, bluf Wiedersehen, hasta la vista. Ahora... bésame otra vez. Entonces me iré y no me volveré a mirarte porque tendré lágrimas en los ojos. Los propios ojos de Edge estaban un poco empañados cuando se quedó solo en la taberna. Cogió una botella de brandy, se sirvió y bebió una copa llena, dejó una moneda sobre la barra y se volvió para irse. Entonces se detuvo, sorprendido. En el címbalo del rincón, una cuerda por lo visto demasiado tensa eligió aquel momento para ceder a la larga tirantez y se rompió: icling! Edge esperó a que el leve y triste sonido dejara de enviar ecos en torno a la gran habitación y entonces salió. 7 La caravana del circo, ahora sin su cola de barracas de feria, iba a buena marcha por la puszta en dirección este y un poco hacia el norte. Las carreteras eran buenas, al igual que el tiempo. Nunca tenían que subir la menor colina y los ríos y arroyos disponían de muchos puentes o se vadeaban con facilidad. Sólo de vez en cuando había una csárda donde comer un plato de estofado, pero Magpie Maggie Hag mantenía su estufa llena de carbón para poder encenderla en cualquier momento. Ella y sus ayudantes femeninas lograban alimentar con competencia a toda la compañía —si no con manjares exquisitos, al menos nutritivos— gracias a las provisiones almacenadas en su carromato. Aún seguía durmiendo allí y todos sospechaban que Hanswurst también, ya que guiaba su vehículo y estaba constantemente con ella. La vieja gitana y el viejo payaso eran personas delgadas, pero debían de tener poco sitio
en el carromato que antes había sido vestidor y todavía llevaba, colgados o doblados con esmero, todos los trajes de la compañía. Saliendo temprano cada mañana y no deteniéndose hasta que era demasiado oscuro para circular, la caravana circense recorría unos treinta y cuatro kilómetros diarios, lo cual significaba que tardarían unos veinte días en llegar a la frontera del río Prut. Pero en menos de una semana todos se habían hartado de la puszta, aquella llanura interminable de hierba alta y cereales silvestres, sólo interrumpida a largos intervalos por minúsculas aldeas de barro donde los campesinos salían a mirar la caravana con ojos inexpresivos y bocas abiertas. También pasaban de vez en cuando por delante de una granja de cereales cultivados donde podían ver al granjero dedicado a una especie de trillado primitivo. Se colocaba en el centro de un amplio círculo de centeno o trigo segado, empuñando una rienda, y un caballo daba vueltas y más vueltas, pisando el grano. También se veía algún que otro árbol o arbusto, pero en esta estación todo era de un triste color pardo o gris, excepto los brillantes puntos rojos de las amapolas silvestres. Mirando la vista llana y poco atrayente, antes de emprender la marcha una mañana, Yount comentó a su Agnete con acento sombrío: —Bueno, esta puszta puede no ser el fin del mundo, pero creo que lo puedo divisar desde aquí. Magpie Maggie Hag, que estaba cerca y que últimamente parecía más desanimada que los otros, observó: —Para algunos, es el fin del mundo. —Hvad? —preguntó Agnete—. Espero que no lo sea para ninguno de nosotros. Acabamos de perder a un compañero, para no mencionar a toda la gente de las barracas. Poco después del desmantelamiento en Balaton Abner Mullenax había abordado a Florian, con su único ojo inyectado en sangre, y le había dicho: —Director, ya no le sirvo de nada. Me gustaría quedarme aquí con la gente de las barracas. Una de esas bailarinas es dulce conmigo y todos se han ofrecido a pagarme algo para hacer pequeños trabajos (acarrear barriles, cubrir charcos y cosas así), lo suficiente para pagarme la bebida. Más la manutención, si puedo vivir de salchichas, pretzels y helados. —Bueno, amigo, has estado con nosotros mucho tiempo, pero nunca ligado por un contrato. Eres libre de quedarte o irte adonde te plazca. —Me gusta este lugar y la gente es amable. Creo que será un buen sitio para que Barnacle Bill eche el ancla. —¿No será un obstáculo el problema de la lengua? —No en la cama con mi chica. Y en la taberna, sólo hay que señalar una botella y empinar el codo.
—Cierto. Pero, Abner, deberías tener algunos ahorros por si un día te separas de la gente de las barracas. El Saratoga fue tu contribución al Florilegio y nunca te pagamos un centavo por él. —Oh, tonterías, olvídelo. Me ha conservado en la nómina durante meses cuando no era más que un peso muerto. —No... toma... insisto en que aceptes estos forints por valor de al menos cien dólares. Guárdalos en la faltriquera. —Bueno... —dijo Mulienax, lamiéndose los labios, sediento, y aceptando el fajo de billetes. — Todos te deseamos que seas feliz aquí, Abner. Algún día volveremos y esperamos encontrarte en plena prosperidad. Pero Florian dudaba tristemente de volver a ver a Barnacle Bill, allí o en otra parte, considerando que empinaba el codo cada vez con mayor frecuencia. Ahora, en medio de la puszta, Florian gritó para que la caravana del circo se pusiera en marcha. Ante la leve sorpresa de Edge, Magpie Maggie Hag subió al carromato para viajar con él. —Quiero decirte algo —empezó cuando salieron dando tumbos del campamento para coger la carretera—. Vuelvo a husmear problemas con Pavlo Smodlaka. En alguna parte. Algún día. — Oh, diablos. ¿Qué será ahora? La última vez estaba convencido de que el Démon Débonnaire era un demonio auténtico dispuesto a acabar con él. —Ahora le preocupa acabar en las fauces del férfifarkas. — Dios mío. ¿Qué es el fé ffarkas? No suena más peligroso que la caspa. — Ignoro la palabra inglesa; en español puede ser el hombre lobo. — ¿Un hombre lobo? Magpie Maggie Hag se encogió de hombros. —Pavlo habla un poco de húngaro y en la última csárda donde paramos bebió con unos campesinos y les dijo que iba a Rusia. Todos le miraron con horror y dijeron que era muy valiente de ir allí, a causa del férfifarkas. Explicaron que en Rusia algunos hombres se transforman en férfifarkas. Oborotyen, en ruso. Durante la luna llena, a estos hombres les crece pelo por todo el cuerpo, cuatro patas, cola, zarpas, garras y, exactamente igual que los lobos, salen a cazar hombres para devorarlos. O mujeres o niños. Más fáciles de atrapar. — Dios Todopoderoso. ¿Y cree en estas patrañas? —Pavlo se lo cree todo, sospecha de todo, se asusta de todo. Ahora incluso teme a su mujer. Me ha dicho que Gavrila le despierta en plena noche para criticar sus sueños. Nunca lo había hecho antes. Edge, entre exasperado y divertido, respondió:
—Hablaré con él. Intentaré convencerle de que no existe el hombre lobo. — Hazlo. Presiento una gran desgracia. Dando un pequeño rodeo hacia el sur, el circo podría haber visitado Debrecen, una pequeña ciudad situada en la encrucijada de varias rutas comerciales y lo bastante grande para garantizar espectadores durante algunos días, pero Florian dijo que no estaba dispuesto a descargar los atestados carromatos hasta que tuviera que hacerlo en el andén; ardía de impaciencia por llegar a la estación ferroviaria porque las noches empezaban a ser frías e incluso en las horas diurnas se notaba cierta frescura. Así, pues, la única localidad donde el Florilegio hizo un alto fue un pueblo llamado Nagykállo, un poco más grande, limpio y atractivo que las aldeas de barro habitadas por zoquetes que habían dejado atrás. Y se detuvieron en Nagykállo sólo porque daba la casualidad de que era el pueblo natal de los hermanos Jászy, y los tres, Zoltán, Gusztáv y Arpád asediaron a Florian con ruegos de que la compañía se detuviera y disfrutase de la hospitalidad de sus parientes y amigos. Florian habría querido discutir, pero no le dieron ocasión. La caravana del circo se había detenido en medio de la gran plaza en torno a la cual estaba construido Nagykállo e inmediatamente se congregó una gran multitud. Todos reconocieron a los hermanos Jászy y se inició un clamor de saludos y bienvenidas. Zoltán agitó con violencia las manos para hacerlos callar y luego abrumó a la muchedumbre con una perorata de por lo menos diez minutos, a voz en grito y gesticulando, sobre las aventuras de los hermanos desde que abandonaran el ruinoso rancho en las afueras del pueblo. —Ahora les dice —tradujo Florian a los otros miembros de la compañía— que nosotros los salvamos del desempleo, de una indeseable ociosidad y de la posible muerte por inanición. Les hemos dado un trabajo que los entusiasma y hecho de ellos artistas conocidos, la comidilla del lago Balaton, que pronto alcanzarán fama internacional. Insta a la población a ayudarle a él y a sus hermanos a demostrar su gratitud ofreciéndonos bebida, comida y alojamiento en sus casas y organizando para mañana un festival multitudinario en nuestro honor. La muchedumbre volvió a gritar con evidente aprobación y Florian añadió, suspirando resignado: —No podemos ser groseros hasta el punto de desairar una amabilidad tan sincera. Son gente pobre (batas de tela hilada en casa, zapatos de madera) y no obstante están ansiosos de compartir con nosotros todo lo que tienen. Stitches, ordena a tus eslovacos que busquen un campo donde aparcar todos nuestros vehículos y atar a los animales. Más tarde, después de atender a los animales, los peones podrán relajarse
como el resto de nosotros. Ni siquiera hay necesidad de apostar un vigilante. Los habitantes del pueblo se acercaron a la compañía, tirándoles de las mangas y gritando: «Gyere! Egy vendeget!» Así los artistas y el personal se vieron distribuidos al azar de uno en uno o de dos en dos — procurando los hombres y mujeres ya emparejados permanecer juntos— y llevados triunfalmente a los hogares de sus anfitriones. Los ancianos padres de los hermanos Jászi no sólo se llevaron a sus hijos sino también a Florian y Edge. Todos, excepto Edge, pasaron el resto del día en animada conversación. Luego, después de cenar con la familia, Florian se disculpó y se fue a hacer el recorrido de todas las otras casas que agasajaban a su compañía para ver si había preguntas o problemas que pudiera resolver hablando en húngaro. Todos los invitados participaron aquella noche de la cena cotidiana de la familia: en la mayoría de casas el plato campesino de cocido de carnero, col, pan de centeno y cerveza casera, pero las mujeres iban de un lado a otro con sus zuecos por el suelo de tierra batida, preparando ya el gran banquete del día siguiente. Mataron y desplumaron pollos, bajaron de sus graneros cuartos de cordero y buey, sacaron de sus fresqueras mantequilla, leche, huevos y hortalizas, y empezaron a mondar, picar y remover. Entretanto, los miembros de todas las familias hablaban por los codos a sus invitados del circo, sin desanimarse ni desistir cuando el huésped sólo podía contestar con una sonrisa vacilante. Sin embargo, cuando los anfitriones, con ayuda de gestos, dieron a entender a los invitados que debían acostarse en la cama o camas de la familia y que ellos dormirían en el suelo, algunos visitantes protestaron cortésmente pero con firmeza. Rodearon a Florian cuando entró en la casa y le hicieron decir a sus anfitriones que no harían semejante cosa y que dormirían en sus remolques o carromatos. La mayoría, no obstante, demasiado tímida o abrumada por la pertinaz generosidad de sus anfitriones, aceptó las camas de la familia. Mucho antes del amanecer, desearon no haberlo hecho. — iChinches! —exclamó Daphne con aversión y repugnancia cuando la compañía se encontró en la calle a la mañana siguiente—. iEstoy cubierta de ronchas! — iNo sólo chinches, sino pulgas y piojos! —dijo Meli, rascándose—. Siento un hormigueo general. Todo me pica. —Vamos, vamos —intervino Florian, aunque rascándose como los demás—. Es un antiguo adagio: no eres propiamente del circo hasta que has tenido piojos. Recordad dónde estáis y compadeced a esta pobre gente y no os mostréis demasiado afectados o molestos por las incomodidades. Además, esta breve estancia os permitirá apreciar mejor los alojamientos que os he procurado hasta ahora y continuaré procurándoos siempre que pueda.
—iPero llevaremos estos bichos con nosotros dondequiera que vayamos! —chilló Clover Lee, rascándose—. iA nuestros remolques, al tren, a todas partes! —No, no lo haremos —dijo Edge, rascándose—. Pero no os acerquéis a vuestros remolques en todo el día. No os quitéis la ropa. Esta noche pernoctaremos otra vez aquí y nos marcharemos por la mañana. Pedid a los amigos que anoche durmieron en sus remolques y no se contaminaron que mañana os traigan ropa limpia. Pero que no la traigan hasta mañana. Mientras tanto pondremos todos en práctica un viejo truco del ejército. Ya he dado una vuelta por ahí y encontrado un hormiguero junto a aquel tilo. —Señaló. Daphne exclamó, incrédula:—¿No hay bastante con chinches, pulgas y piojos? Edge no le hizo caso. —A la hora de dormir, quitaros toda la ropa y lleváosla; no importa si tenéis que pasar por encima de la familia que duerme en el suelo. No os dedicarán ni una sola mirada. He visto que todos nuestros anfitriones duermen en cueros y colocan la ropa en una repisa o algo así. Antes de acostaros amontonad todas vuestras prendas sobre ese hormiguero. Por la mañana las hormigas se habrán comido todos los bichos. Sólo aseguraos de aplastar los que aún se arrastran por vuestra piel antes de poneros la ropa limpia que os traigan vuestros colegas. Los miembros más modestos de la compañía se escandalizaron y gimieron. Otros dieron las gracias a Edge. E incluso los más modestos, después de pasar todo un día rascándose, siguieron su consejo aquella noche y descubrieron que surtía efecto, como les habían prometido, y que merecía la pena pasar la vergüenza de salir desnudos por la noche de una casa llena de desconocidos y correr por las callejuelas del pueblo hasta el hormiguero del tilo. Sin embargo, el festival de aquel día fue lo bastante entretenido y absorbente como para que la compañía se rascara casi sin darse cuenta, con la atención fija en las diversiones organizadas en su honor. Lo primero que vieron fue un enorme estrado de madera colocado por la noche en medio de la plaza del pueblo sobre unos postes de sólo treinta centímetros de altura. —Para el baile —dijo Florian. —¿Y qué falta hace? —preguntó Fitzfarris—. El suelo es aquí plano, duro y liso como cualquier pista de baile. —Para la resonancia. Las danzas húngaras requieren saltar y pisar fuerte y sobre la tarima se hace más ruido. Asistieron todos los habitantes del pueblo y también hordas de campesinos alertados de la ocasión durante la noche y llegados de muchos kilómetros a la redonda. Todos los que no tomaban parte en el baile, o lo harían después, se sentaron o pusieron en cuclillas en el suelo
alrededor del estrado, dejando a los invitados del Florilegio los lugares desde donde podía verse mejor. Florian se sentó con los padres de los Jászi para formularles preguntas y traducir a continuación sus respuestas y comentarios a los miembros interesados de la compañía. Los músicos del pueblo —tres en total, vestidos con sus trajes mejor conservados, como evidenciaba el olor a alcanfor que emanaba de ellos— subieron al estrado por la parte trasera y se colocaron de cara a los invitados de honor. Entre los tres levantaron un viejo y gastado címbalo al que se sentó un músico mientras los otros dos iban a buscar un acordeón y una cítara. Se calentaron tocando una obertura: Sólo hay una chica, ya conocida por la gente del circo en la versión de Beck. Y la tocaron bien, pese a la escasez de instrumentos. Incluso el cimbalista Elemér asentía con aprobación al escuchar al cimbalista del escenario. Entonces Carl Beck habló con la pequeña Tücsiik y la enana se levantó y se dirigió a la parte trasera del estrado. Cuando se terminó la pieza, levantó el brazo, tiró del faldón de la levita de uno de los hombres y le dijo algo. El hombre asintió con entusiasmo, primero a ella y luego a la gente del circo. Tücsñk volvió a correr al lado de Bumbum, quien hizo una seña a varios de sus músicos: los tambores, el tuba, el tuba contrabajo, el trombón, los clarinetes, los violines, el óboe y a Hannibal Tyree, el trombón bajo, y los envió corriendo a los carromatos a buscar sus instrumentos. Cuando volvieron se colocaron detrás de la tarima para no privar a los músicos del pueblo de la distinción de estar en el escenario. Entonces el auditorio exhaló un gran suspiro de asombro y admiración: jamás habían oído nada igual cuando sonó otra vez Sólo hay una chica, tocado ahora con gran estruendo, alegremente y con floreos por el conjunto de músicos. Después los cantantes ocuparon el estrado y Beck hizo enmudecer a la banda para que no dominase las voces. Pero cuando los bailarines subieron al escenario, tocaron al unísono desde el principio, siempre que Beck y sus hombres conocían la música. Si no era así, dejaban que los músicos de Nagykállo tocaran el primer estribillo y coro y esto bastaba para que pudieran unirse a ellos en las siguientes repeticiones, con perfecta armonía y sincronización. Si sólo se permitía actuar en público a las mujeres más bonitas de Nagykállo, debía de haber en el pueblo un porcentaje muy alto de mujeres y muchachas bonitas, de pechos altos y piernas largas. Un grupo de ellas llevaba vestidos blancos cortos con festones de pequeñas bolitas plateadas. Otro grupo lucía vestidos cortos de colores vivos con una infinidad de pliegues diminutos y todas calzaban botas altas de suave piel blanca. Cada una iba peinada a su gusto y del modo que más la favorecía. En cambio los hombres llevaban sus cabellos negros y rizados uniformemente aplastados y brillantes, con flequillos de pequeños rizos sobre la frente, y todos lucían bigotes negros de bandido
como los hermanos Jászi. Estos participaban en la mayoría de espectáculos del estrado. Todos los hombres calzaban altas botas de piel negra, suave y brillante. Para las danzas románticas y cómicas se pusieron bombachos plisados de hilo blanco y blusones bordados con flores rojas, púrpuras, verdes y anaranjadas. Para las danzas más guerreras se cubrieron los blusones con voluminosas capas de piel de cordero, peludas e incoloras. —Usted supone que somos gente pobre —dijo papá Jászi a Florian— y lo somos, lo somos. Sólo sacamos estos trajes, y con ternura y respeto, en las ocasiones más especiales. — Mi compañía y yo nos sentimos muy honrados —contestó Florian. — Sin embargo, la pobreza tiene algunas ventajas, por muy triste y patética que sea —continuó el viejo Jászi—. Nuestro pueblo pasa la mayor parte de su vida caminando pesadamente con estos torpes zuecos de madera. Por consiguiente, cuando se pone las suaves y ligeras botas de baile, sus pies son ágiles e ingrávidos como plumas. — Jaj de sze'p! —exclamó Florian—. Ya comprendo. Cuando sólo bailaban las mujeres y muchachas, el grupo vestido de blanco ejecutaba las danzas alegres, llenas de coquetería. El grupo multicolor se dedicaba a las danzas cómicas, más rápidas y bulliciosas, con risas y gritos. Por lo menos una de ellas se bailaba del principio al fin con los tacones de las botas, sin que las puntas tocaran ni una sola vez el estrado. Las danzas de los hombres eran aún más enérgicas. Saltaban repetidamente en increíbles cabriolas, dándose palmadas en las botas a sus espaldas o delante de ellos o en anchas despatarradas laterales. En una de sus danzas cómicas, todos los hombres se sentaron en bajos taburetes de ordeñar y bailaron y golpearon el suelo con los pies al ritmo de la música. Después levantaron los pies y sostuvieron y galoparon con los taburetes en torno al estrado, en intrincadas formaciones y siempre al compás perfecto de la música. Para las danzas guerreras los hombres, además de las voluminosas capas de piel de cordero, se pusieron espuelas que tintineaban al chocar entre sí, añadiendo un nuevo instrumento a la banda. Luego ejecutaron una danza de las espadas. Estas eran muy antiguas, melladas, y algunas un poco torcidas, pero los hombres debían de haberse pasado la noche frotándolas, porque brillaban como si fuesen nuevas. Y en aquella danza, las numerosas estocadas, que resonaban y despedían chispas — un hombre contra otro, o uno contra muchos, o todos contra todos—, añadían otros instrumentos más a la música. —Casi todas las danzas de nuestros hombres de la puszta —explicó papá Jászi a Florian— provienen de la antigua verbunkos, la danza de reclutamiento militar. El emperador solía enviar a una banda militar y una compañía de soldados danzarines por todo el país. Ejecutaban unos
verbunkos tan excitantes y estimulantes que inspiraban fervor patriótico en muchos jóvenes, los cuales se marchaban con ellos a hacer el servicio militar. —Rió entre dientes—. Nosotros los húngaros nos dejamos llevar fácilmente por la emoción. A veces, entre las danzas, los bailarines se detenían para cantar — algunos solos y luego todos en coro con el acompañamiento de los músicos del pueblo y por último una cappella— canciones de amor, de melancolía, de héroes antiguos, e himnos de la revolución frustrada de veinte años atrás. Continuaron así todo el día, al parecer incansables, alternando el canto y la danza, exceptuando una pausa a mediodía, cuando numerosas amas de casa del pueblo pasaron por entre la multitud para ofrecer una ligera colación de pequeños pasteles de carnero y jarras de cerveza. El espectáculo concluyó al atardecer con un final explosivo. Una joven cantante acababa de terminar un dulce solo sobre los antiguos amantes el rey Mátyás y la bella Ilonka. Cuando su voz y la música empezaron a extinguirse, se oyó un fuerte rumor de herraduras. Gusztáv, Arpád y Zoltán se habían ido a buscar sus caballos del circo y galopaban alrededor de los espectadores sentados, ejecutando sus vertiginosos volteos y lanzando gritos de guerra. En cuestión de minutos, casi todos los muchachos del pueblo habían encontrado un caballo en alguna parte para sumarse a ellos y ahora había un círculo continuo de llaneros con blancas capas peludas ejecutando el volteo —y todos tan expertamente como los hermanos Jászi— alrededor de la plaza. La banda de Beck entonó con gran estruendo la Batalla de los hunos de Liszt, lo bastante fuerte para que se oyera por encima del tumulto. Entonces los jinetes, sin dejar de vocear, abandonaron estrepitosamente la plaza y bajaron por una callejuela. La plaza volvió a estar tranquila, exceptuando las admiradas exclamaciones de la gente por esta fiesta inesperada. Los músicos bajaron del estrado y las amas de casa sacaron de sus estufas, hogares y hornos la comida que estaban preparando desde la noche anterior, bandejas, fuentes, cuencos y jarras, montones de platos limpios de madera y utensilios de hojalata hasta que todo el estrado estuvo cubierto de manjares que humeaban en el fresco aire del crepúsculo. Como es natural, se instó a los invitados del Florilegio a acercarse antes que nadie a este vasto buffet. Mientras se servía sopa de albóndigas de hígado, rollos de buey rellenos de setas, ensalada de pepino, queso empanado y frito, pastel de semillas de amapola y vino Debrói, Florian observó a Daphne, que le precedía en la fila: —Por Dios que me gustaría contratar y llevar conmigo a todas y cada una de las personas que han actuado hoy, si tuviera transporte para ellos. —Y si quisieran venir —contestó Daphne—. Parecen encantados de que los hermanos Jászi prosperen en el gran mundo exterior, pero tengo la
impresión de que la mayoría está satisfecha de su vida aquí. Incluso aunque la compartan con esos malditos bichos. A la mañana siguiente, gracias a la receta de Edge, los miembros de la compañía pudieron dejar atrás su propia colección de insectos y subieron a sus vehículos o monturas con ropa limpia. Cuando la caravana salió de Nagykállo, la población volvió a reunirse para despedirla con vítores. Sin embargo, todos los brillantes trajes del festival ya habían sido guardados para la próxima ocasión festiva, si se presentaba alguna vez. La gente llevaba su humilde atuendo cotidiano y zuecos de madera y la única variación consistía en que las mujeres solteras iban con la cabeza descubierta y las casadas llevaban cofias o pañuelos. Dos días después, un poco antes de la puesta del sol, la caravana del circo tuvo que vadear un arroyo. Los diez o doce primeros vehículos lo hicieron con habilidad, el agua les llegó apenas al cubo de las ruedas y subieron sin problemas la suave pendiente de la otra orilla. Pero el Hanswurst era un cochero inexperto; hasta entonces había logrado conducir con bastante destreza el carromato de Magpie Maggie Hag, que hacía las veces de cocina, armario y dormitorio, pero allí se desvió un poco a la derecha al cruzar el arroyo. Cuando los caballos empezaron a subir por la margen opuesta, las ruedas del lado izquierdo rodaban planas, pero las del derecho encontraron un terreno más elevado y el carromato volcó casi con pereza pero inevitablemente sobre su lado izquierdo. Los dos caballos de tiro se afianzaron para mantener las patas en el suelo, así que se oyó un fuerte ruido de astillas al romperse la vara del carro. Yount, que lo seguía conduciendo el furgón rojo, frenó a Rayo en medio del arroyo y lanzó un grito para alertar a los vehículos que ya habían cruzado. —Joder —murmuró, enrollando las riendas en el guardabarros y disponiéndose a apearse—. Dijo a Maggie que diera las riendas de su carromato a un eslovaco. Pero ese loco de Notkin está tan resuelto a cortejarla... —Bueno, ha volcado con mucha suavidad —dijo Agnete, que estaba a su lado—. Sólo pueden haberse magullado un poco. Pero entonces vieron salir humo de las rendijas del carro. Yount saltó al agua y corrió chapoteando hasta la orilla. Otros hombres saltaron de sus caballos o vehículos y se apresuraron a ayudar. Yount abrió con fuerza la puerta trasera del carromato cocina y el humo salió a oleadas. Tuvo que esperar un minuto o dos a que se dispersara un poco para ver el interior y entonces exclamó en voz baja: —Oh, Dios. —Y gritó a los otros—: iTraed cubos! iCualquier cosa! ¡Llenadlos con agua del arroyo!
Yount, sin embargo, no esperó. Se introdujo entre los vestidos en llamas y otras materias inflamables, se echó sobre la pared del carro que ahora era el suelo y, con los pies —sintiendo el calor incluso a través de las gruesas suelas de sus botas—, empujó la estufa de leños, que se había deslizado por el interior, cayendo como un amante encima de Magpie Maggie Hag, abrazándola cuando su puerta de hierro se abrió, inmovilizándola contra la pared y derramando sobre ella los tizones encendidos. Entonces Yount se arrastró de nuevo afuera, con la propia ropa humeando aquí y allá, la barba negra chamuscada y el rostro y las manos llenos de ampollas. La brigada de los cubos llegó y en pocos minutos extinguió el fuego y enfrió la estufa. Retorciéndose angustiado las manos ante la puerta, Florian preguntó: — ¿Está muy mal herida? — Ya no le duele nada, director, lo siento —dijo Yount—. Nunca más volverá a dolerle nada. Rouleau había llevado su rudimentario botiquín y estaba untando de aceite de oliva la cara y las manos de Yount. —Oh, Mag... —dijo Florian con un profundo gemido—. Pobre Mag... Entonces alguien gritó desde la parte delantera del carromato. Edge y Pemjean acababan de descubrir a la otra víctima. Notkin no se había caído ni saltado cuando el carromato volcó, o por lo menos, no lo hizo a tiempo. Yacía en posición supina y en diagonal sobre el suelo y la punta del pescante le había cortado y rasgado el vientre. Quizá si no hubieran corrido todos directamente hacia la calamidad más urgente y visible, alguien podría haber visto la situación del Hanswurst y levantado el carromato para apartarle y someterle a alguna clase de tratamiento de emergencia. Pero, pese a toda su vitalidad en la pista, era un hombre viejo y frágil. Cualquiera que fuese el daño producido en sus entrañas por la tabla del pescante, Notkin estaba tan muerto como Magpie Maggie Hag. — Pobre Mag... mi vieja Mag... —repetía Florian, desolado, mientras la brigada de los cubos terminaba su trabajo y se dispersaba el último humo. — No entre, director —advirtió Yount—. No es una vista bonita. Zack y yo cuidaremos de ella. Alguien se acercó a comunicar a Florian la muerte del Hanswurst y Florian le dedicó unas palabras tristes, pero era evidente que estaba más afectado por la pérdida de Magpie Maggie Hag que por cualquier otra tragedia ocurrida en el Florilegio desde que Edge y Yount viajaban con él. — Formaba parte del primer espectáculo en el que yo participé cuando me escapé de casa —explicó Florian—. Sólo Dios sabe qué edad tenía entonces. Siempre ha aparentado la misma. Bueno, ha tenido una larga vida, un largo camino. Y Notkin también, supongo. Pero Mag me
enseñó gran parte de lo que aprendí sobre el circo y se fue conmigo cuando tuve la audacia de organizar el mío propio... y no sería fiel a la verdad si alardeara incluso de que era un circo medianamente ramplón cuando empezó. —Se sacó un pañuelo de la manga y se secó los ojos— Ha estado conmigo... leal, servicial, trabajadora... todos estos años desde entonces. Aquí en Europa, en América y otra vez aquí. No sé qué haremos sin ella... Entonces se alejó del arroyo y siguió caminando entre la hierba alta para llorarla a solas. Los otros hombres enderezaron el carromato y Stitches llevó trozos de lona. Edge y Yount envolvieron con ternura el diminuto cuerpo carbonizado de Magpie Maggie Hag —más diminuto incluso que en vida—, mientras Dai amortajaba al Hanswurst. Los eslovacos cavaron tumbas, un trabajo arduo en la puszta, donde los milenios de hierba que crecía, moría, se replantaba y volvía a crecer había convertido el suelo en una malla de raíces casi impenetrable. Pero por fin terminaron de cavarlas y para entonces Florian ya había vuelto de su duelo solitario. — Está casi oscuro, director —dijo Edge—. ¿Posponemos las ceremonias hasta la mañana? — No. A Maggie siempre le gustó la oscuridad. Acabemos con este penoso deber. Y acamparemos y pasaremos la noche aquí a fin de hacerle un rato más de compañía. Algunos sollozaron o se secaron los ojos junto a las tumbas. Incluso Nella Cornella, que había trabajado con Bernhard Notkin durante largo tiempo, y las otras mujeres, algunas de las cuales conocían desde hacía años a Magpie Maggie Hag, sólo sollozaron en silencio. En cambio los hermanos Jászi, los miembros más recientes de la compañía que apenas conocían a los fallecidos, demostraron su sentimentalismo húngaro llorando abierta y copiosamente. A la luz de las antorchas, Dai Goesle dirigió un servicio corto y sencillo: —Dios Todopoderoso, con quien las almas de los buenos, una vez liberadas de las cargas de la carne, viven alegres y felices, Te agradecemos con fervor los buenos ejemplos de estos servidores tuyos que, habiendo terminado su curso, descansan ahora de sus esfuerzos... Y después, como había tenido que hacer tantas veces, Florian echó un puñado de tierra dentro de las tumbas —y también sus salvoconductos— y pronunció las últimas palabras con voz entrecortada: —Saltaverunt... Placuerunt... Mortui sunt... —Zack —dijo Yount mientras los eslovacos cubrían las tumbas y sin duda la hierba de la puszta empezaba inmediatamente a crecer encima de ellas—, no quiero molestar a Florian con esto. Está destrozado. Varias de nuestras mujeres saben cocinar, pero vamos a tener muy poca comida de ahora en adelante. Prácticamente todos nuestros
víveres iban en ese carromato. Muchos no se han quemado, pero todos están empapados de agua. —Entonces supongo que pueden hacer sopa, a falta de otra cosa. —Y lo que aún es peor, Zack, casi todo nuestro vestuario estaba allí dentro. Se han quemado muchos trajes o chamuscado hasta quedar inservibles o los colores se han desteñido o las lentejuelas se han estropeado por el agua. Tenemos cocineras para reemplazar a la vieja Mag, pero no creo que ninguna de nuestras chicas sepa coser como ella. —Tienes razón, Obie. ¡Maldita sea! Bueno, tampoco molestaremos a Florian con esto ahora mismo. Ya sabes qué diría. Tendremos que improvisar sobre la marcha. Y al parecer habrá que hacerlo. Tal vez encontremos una costurera sin trabajo antes de subir al tren, ya no estamos lejos de esa frontera, y quizá tendrá tiempo de hacer un vestuario nuevo antes de llegar a Kíev. Cuando las otras mujeres del circo hubieron sacado del carromato algunos comestibles aguados para convertirlos en sopa y se hubieron encendido fuegos para cocinar y Stitches y sus ayudantes carpinteros colocaron a la luz de las antorchas una vara nueva en el carro, Edge subió al vehículo con una linterna para doblar o colgar los trajes que parecieran aprovechables y sacar los alimentos que pudieran ser comestibles después de secarse. Entonces empezó a ordenar los efectos personales de Magpie Maggie Hag y el Hanswurst con intención de preguntar a Florian —cuando volviera a ser él mismo— qué quería hacer con ellos. Los dos baúles del viejo y de la mujer contenían la mayor parte de sus posesiones y sólo estaban chamuscados por fuera; el contenido no había sufrido los efectos del fuego ni del agua. Cuando Edge abrió el baúl de Magpie Maggie Hag, lo primero que vio —encima de todo lo demás, o sea, más al alcance de la mano— era un libro grueso, muy manoseado y con las puntas dobladas: El antiguo libro gitano de los sueños, o Interpretación mística de toda clase de presagios. —Maldición —murmuró Edge—, ¿es esto en lo que siempre ha confiado Mag? Intentó recordar algunas predicciones de Magpie Maggie Hag o los períodos de meditación en su litera y evocó la primera vez que le oyó «interpretar» un sueño: el de Sarah Coverley sobre caerse del caballo y enredarse con una red. Y recordó claramente —porque casi se convirtió en realidad— que Magpie Maggie Hag había dicho que significaba que Sarah cometería un día malas acciones y sería abandonada por sus amigos. El Libro de los sueños estaba ordenado alfabéticamente por temas. Primero Edge buscó «Caballo»; según el libro, podían soñarse muchas cosas buenas acerca de los caballos, pero no encontró ninguna aplicable al caso. Buscó «Red» y tampoco allí había nada que encajara. Intentó
«Malla» y allí estaba: «Cuando una mujer joven sueña que se enreda en la malla de una red, significa que su ambiente la inducirá a malas costumbres y al abandono consiguiente. Si logra desenredarse de la malla, se salvará por los pelos de un escándalo público.» —Maldición —repitió Edge. En realidad había sido Sarah quien los había abandonado, pero aun así... ¿Había sido Magpie Maggie Hag un fraude todos aquellos años? No, si tantas de sus predicciones habían resultado casi ciertas como ésa, pero esto sólo probaba que el libro tenía razón. Edge recordó que había pasado por uno de sus períodos de reclusión justo antes de que conocieran la noticia del asesinato de Lincoln. A menos que aquello tuviera que ver con un sueño de la propia Mag, el libro no podía explicar su clarividencia en dicha ocasión. —Y nunca dijo ni hizo nada —murmuró Edge— para predecir su propia muerte. Veamos, ¿qué más? Predijo que Pavlo nos causaría problemas con los hombres lobos. Hojeó de nuevo el libro. «Hombre lobo» no figuraba en ninguna parte y bajo «Lobo» sólo decía: «Oír en sueños el aullido de un lobo descubre una alianza siniestra», lo cual no significaba absolutamente nada o podía interpretarse místicamente de muchas maneras. Edge se encogió de hombros, incapaz de decidir si poseía de verdad el don de la profecía o había sacado todas sus interpretaciones de sueños del manoseado libro o sido en la mayoría de los casos una mujer astuta ayudada por la sabiduría, intuición y experiencia acumuladas durante una larga vida. Pero después, cuando se sentó con Yount y Agnete para comer la sopa no identificable, aunque nada mala, que las mujeres habían logrado confeccionar y los tres meditaban sobre este último desastre que había afectado al espectáculo, Yount observó por casualidad: —Y no hace ni dos semanas que la vieja Mag dijo que esta puszta sería el fin del mundo para algunas personas. Edge se estremeció, dejó caer la cuchara dentro del cuenco y tuvo que meter la mano para recuperarla. Seguro que no había nada sobre la puszta húngara en aquel viejo libro. Resolvió vigilar de cerca a Pavlo Smodlaka y aguzar el oído por si aullaba algún lobo. Cuatro días más tarde llegaron a la ciudad fronteriza y para entonces Florian ya casi había salido de su profunda tristeza. —Czernowitz —anunció cuando la caravana del circo hubo aparcado en varias hileras en un solar vacío de los arrabales— o así figura en los mapas de la monarquía dual austrohúngara. Pero los habitantes son rumanos en su mayoría y la llaman Cernauti. Ahora hace bastantes días que nuestra comida es exigua, así que empezaremos por disfrutar de un verdadero banquete en una buena posada. Luego algunas mujeres iréis a mercados y comercios para llenar de nuevo nuestra despensa. Ruego
a las otras que visiten las mercerías y tiendas de telas en busca de géneros llamativos, lentejuelas y demás adornos. Llevaos cada una a un eslovaco o dos para que cargue con los paquetes. Entretanto yo averiguaré qué calle pasa por ser la Savile Row local y entraré en todos los establecimientos de trajes a medida con la esperanza de descubrir a un sastre o costurera que sienta nostalgia de horizontes lejanos. Y la encontró. En una pequeña tienda familiar de padre, madre e hija, se dio cuenta en seguida de que la joven era hábil con la aguja mientras cosía un vestido. Se llamaba Ioan Petrescu, tenía unos treinta años pero seguía soltera y era muy fea de cara y de caderas muy anchas. Tan fea que ella y sus padres estaban de acuerdo en que tenía pocas posibilidades de atrapar un marido allí, entre los «apuestos rumanos». Quizá tendría más suerte en Rusia, dijeron, donde todo el mundo era aún más feo y bajo que loan. Hablaba rumano y húngaro y, al vivir tan cerca de la frontera, bastante ruso. También era una buena cocinera, pero —añadió con sorpresa cuando Florian abordó el tema— no creía poseer facultades de adivina que le permitieran sustituir a Magpie Maggie Hag en esta capacidad. —Qué le vamos a hacer —suspiró Florian y procedió a fijar el salario y las condiciones, incluyendo una cantidad para el matrimonio Petrescu por la pérdida de sus servicios. Ioan dijo que tardaría varias horas en reunir y empaquetar todos sus efectos y despedirse de la familia y de otros parientes y amigos, de modo que Florian convino en pasar a recogerla en su carruaje a la mañana siguiente. Entonces se fue a reservar cómodas habitaciones de hotel —serían las últimas durante algún tiempo— para el resto de su compañía. A la mañana siguiente, poco antes de mediodía —habían necesitado. mucho tiempo para cargar los carromatos con todos los víveres adquridos por las mujeres del circo—, el Floreciente Florilegio de Florian abandonó el reino de Hungría. No hubo a su salida las rigurosas formalidades exigidas cuando entraron en el país. Los centinelas del lado húngaro del puente se limitaron a agitar cordialmente la mano al paso de la cabalgata, que cruzó el río Prut e hizo su entrada en Rusia.
Rusia 1 En el extremo opuesto del puente del Prut había una garita y una sólida barrera bloqueando el camino; tanto la una como la otra estaban pintadas a rayas diagonales blancas y verdes, con una fina línea dorada que separaba los dos colores. Más allá había un espacioso cuartel en el
que ondeaba la bandera rusa: una águila bicéfala verde oscuro y dorada sobre fondo blanco. Dos carros de granja llenos de coles iban delante del carruaje de Florian y sus ocupantes esperaban imperturbables a que algún centinela se fijara en ellos. Así, pues, cuando Florian se detuvo, la caravana del circo se extendía a sus espaldas por el puente y casi hasta Czernowitz. Un hombre se agachó y pasó por debajo de la barrera, corrió junto a los carros y se acercó a Florian, respirando fuerte, agitado y con expresión preocupada. Era Willi Lothar. —Hace una semana que los espero —dijo. —Hemos sufrido demoras por el camino —explicó Florian, dejando los detalles para más tarde—. ¿Por qué nos detienen aquí? —La descortesía habitual de todos los pequeños administradores rusos —respondió Willi con acritud—. Todos los soldados e inspectores están comiendo. No hay manera de persuadirlos para que se turnen en la mesa y en el servicio. Le aseguro, Herr gouverneur, que viajando desde aquí a Kíev y viceversa he aprendido mucho sobre la incivilidad e ineptitud rusas. Sin embargo, debo confesar que también ha habido descuidos y errores por mi parte. Sólo puedo disculparme alegando que es mi primera visita a Rusia. —Muy comprensible, Herr Chefpublizist. No dudo de que todos daremos algún que otro faux pas por el camino. —Por fin —dijo Willi, nervioso—, conseguí reservar para nosotros un tren especial a costa de mucho dinero, tiempo, papeleo, confusión y frustración. Sin embargo, no descubrí hasta que llegué aquí que la estación ferroviaria más próxima es Khamenets Podolskiy, y allí es donde nos espera el tren. —¿A qué distancia está? —A unas sesenta verstas. Perdón... ya he empezado a pensar en medidas rusas. Unos sesenta y cuatro kilómetros. —Dos días, si nos damos prisa. No es intolerable. —Sería mejor que calculara cuatro días, Herr Florian. Aún no ha visto el estado de las carreteras rusas. —Ah, bueno —dijo Florian con filosofía—. Mientras veníamos, nuestro vestuario ha sufrido importantes daños. Esto dará más tiempo a nuestra costumiére para trabajar en los nuevos trajes. —Durante la semana que he esperado aquí —continuó Willi— y, gráce á Dieu, el comandante y la mayoría de oficiales de la guardia e inspectores hablan francés, he hecho lo posible para... ¿cómo decirlo?... mit Butter bestreichen a todos. —Untarlos con mantequilla. Ja. Por lo menos, durante este tiempo he conseguido que abrieran sus cajas fuertes y me dieran Reisepíisse para toda la compañía y ya he rellenado nuestros destinos, objeto de la visita...
—¿Pasaportes? ¿Rusia exige pasaportes además de los salvoconductos? —Ach, ja. Y los necesitaremos también para salir, más un certificado de la policía diciendo que no hay razón para detenernos. He obtenido un número considerable de Reisepiisse, ya que ignoraba cuántos llegarían. Cada persona tiene que escribir sus detalles personales, como en los salvoconductos, y entonces nos estampillarán el visado. — Así que tu mantequilla ha surtido efecto. — Pero no mucho —contestó Willi, deprimido—. Es posible que aún nos retengan aquí uno o dos días más, quizá incluso más tiempo, mientras tramitan todas las formalidades necesarias. Para no mencionar las innecesarias. He intentado convencer a estos necios de que nuestro recorrido por Rusia será de un gran beneficio cultural y económico para su país, de que no somos los habituales voyageurs forains gitanos, de que incluso hemos fletado un tren entero. Und so weiter, und so weiter. Le he hecho parecer el segundo Mesías. Pero esta gente es aún más hosca, indolente e indiferente que los típicos funcionaros civiles de cualquier otra parte. Por no sé qué razón, aunque el comandante nominal de este puesto fronterizo es un coronel del ejército, el verdadero director y principal autoridad aquí es un funcionario civil de la Tercera Sección, así que ningún otro hombre del puesto se atreve a mostrar la menor amabilidad hacia un extranjero, y aún menos aceptar un soborno o incluso un cigarrillo. Sería instantáneamente enviado a las minas de sal de Siberia. —¿Qué diablos es la Tercera Sección? — La policía secreta del zar Alejandro, sólo responsable ante él personalmente. Pronto averiguará, Herr Florian, que en Rusia existe un inocente eufemismo para todas las crueldades. De un convicto que viaja hacia un destierro de por vida a Siberia, por ejemplo, se dice que está sólo «de paso». Sin embargo, el nombre inocente de Tercera Sección oculta una vigilancia constante, y no sólo en las fronteras; sus agentes están por doquier, no sólo al acecho de inmigrantes ilegales, personas indeseables y contrabando, sino también de personas que muestren tendencias y opiniones políticas indeseables e incluso pensamientos reprensibles. —Dios santo —murmuró Florian—. Y nosotros somos un conjunto de excéntricos declarados. ¿Crees que nos dejarán entrar, Willi? — Oh, creo que sí, pero a regañadientes. El coronel se impresionó cuando le enseñé el recibo del depósito que pagué por el flete del tren. Podríamos hacer correr la advertencia por toda la compañía de que se comporten con discreción, hagan lo que les ordenen y no se inmuten ante ningún insulto. Cuando Jules y yo nos encontremos no debemos saludarnos con demasiado afecto. El resto de ustedes debe prepararse para numerosos interrogatorios, el registro de todo lo que llevan y una haraganería desdeñosa y general para causar demora y nerviosismo.
Además, seguramente, de unos cuantiosos derechos de aduana. Esperaba recortarlos a fuerza de halagos y ungüentos, pero me temo que han sido en vano. — Hum. Quizá el coronel, o esa éminence grise de la Tercera Sección, es un hermano masón y yo podría... —Ach, !no lo haga, no lo haga, Herr gouverneur! La Hermandad de la Freimaurerei está, como dice el eufemismo ruso, muy «mal vista» aquí. Toda clase de sociedad secreta está prohibida. Tales sociedades abundan, claro, pero se aseguran de permanecer secretas. Si intentara cualquier signo o santo y seña masónico, sería usted quien emprendería el camino de Siberia. —Por todos los diablos. ¿Algo más que deba saber? — Bueno... sería mejor que todos echaran al río cualquier clase de libros, revistas o periódicos que tengan en su poder. Podrían causar más demora porque es preciso inspeccionar cada página y cada hoja de papel. Verá, toda la literatura extranjera es considerada automáticamente sediciosa o herética o por lo menos licenciosa. —iEsto es absolutamente increí...! —exclamó Florian, pero fue interrumpido por el estentóreo silbato de un soldado de la barrera. Los guardias habían terminado de comer, salido con lentitud del cuartel, escarbándose los dientes y —después de clavar repetidamente las finas bayonetas de sus rifles en las coles de los carros— dejado pasar a los campesinos. Ahora los soldados hacían imperiosas e impacientes señas para que se acercase la caravana del circo. —Iré primero —dijo Florian— para presentarme y enseñar los salvoconductos. Mientras tanto, Willi, recorre la hilera y distribuye los pasaportes. Y también tus buenos consejos. Levantaron un momento la barrera, sólo para que pasara el carruaje. Florian se apeó y echó a andar hacia el cuartel, pero un centinela le detuvo con su rifle, ladró: «Ostavaitye!», le indicó que se quedase donde estaba, le quitó el montón de salvoconductos y entró con ellos en el edificio. Siguió una espera lo bastante larga para que alguien hubiera leído hasta la última palabra del último cuaderno. Por fin el soldado reapareció en el umbral, hizo con el rifle un gesto conminatorio y ladró: «Voiditye!» En la oficina del cuartel había varios oficiales, todos escarbándose todavía los dientes y eructando. Florian se dirigió al que estaba sentado a una mesa cubierta de salvoconductos. Era también el oficial más condecorado con galones, insignias, medallas y barba ondeante. En el mejor ruso que recordaba, empezó: —Zdrávstvuitye, Gospodín Poljóvnik, es un honor conocer... Qu estce que fa fout? —gruñó el coronel en un francés bastante más fluido que el ruso de Florian, rudo y vulgar y mucho más al grano—. No
hay necesidad de frases sociales, gospodín. Tak, usted es el propietario de ese tsirk y director de la canaille que llena mi puente, ¿verdad? —Oui, mon colonel. Me enorgullece ser propietario y director general del Floreciente Florilegio de Florian. Tenemos intención de hacer un gran recorrido de... —S'il vous plait, c'est peu nécessaire. Durante toda la semana pasada no he oído nada más de ese léchecul de su Lothar que la grandeza de su tsirk y sus aspiraciones de asombrar con él a toda Rusia. Ahora mismo tenga la bondad de verificar, sin retórica, estos datos de su salvoconducto. —El coronel los recitó (nombre, edad, ocupación, etc.) y Florian atestiguó que todos eran correctos. El coronel dijo—: Tak, no leo bien estas bárbaras lenguas extranjeras, pero, por lo que puedo discernir, no hay notas reprobatorias citadas por las autoridades de ninguno de los lugares que han visitado. Muy bien, monsieur Florian, usted es admisible. Deme su pasaporte. —El coronel escribió algo en él y lo estampilló con un sello de latón entintado—. Puede esperar fuera y rellenar mientras tanto los espacios en blanco de su pasaporte. Envíeme al resto de su canaille uno por uno. —Excusez, mon colonel —dijo Florian con indignación mal disimulada—. Mi canalla, como no deja de llamarlos, es de muchas nacionalidades distintas. No muchos hablan francés y creo que ninguno habla ruso. Puedo ser útil como intérprete. — Como quiera. —El coronel se encogió de hombros y dijo al centinela de la puerta—: Odín za drugím. El guardia se asomó a la puerta —ahora todos los carromatos, jaulas, remolques y animales cruzaban la barrera y aparcaban en un campo contiguo al cuartel— e hizo una breve seña al miembro de la compañía más cercano, que resultó ser Jules Rouleau. Entretanto Florian había apoyado su pasaporte contra la tosca pared de troncos de la habitación y, con su rotulador, pugnaba por rellenar los espacios en blanco con letras cirílicas. Dijo de nuevo al oficial: — Excusezmoi, mon colonel. Sostoyániye significa «estado», ya lo sé, pero ¿qué escribo en este espacio? — Su estado, naturalmente. Su estatus —respondió con irritación el coronel—. Sólo hay cinco. Tak, ¿cuál le corresponde? ¿Noble, tendero, comerciante, campesino o clérigo? — Es que yo... no creo que encaje en ninguna de estas categorías. Supongo que ninguno de nosotros encaja en ellas. Somos artistas, animadores... — Oj! Entonces ponga comerciante, mestchánye, en todos los pasaportes. Esto bastará. —Se volvió hacia Rouleau, cuadrado ante su mesa, y le indicó que señalara su salvoconducto. El coronel lo cogió y leyó—: Yules Rouleau. Francais? Nyet. Amyerikanyets. —Entonces leyó con cierta incredulidad—: Aéronaute?
Florian tradujo: — Vósdujoplavatol. Monsieur Rouleau es el aeronauta de nuestro circo. —Y repitió de nuevo—. Je vous fais excuse, mon colonel, pero ¿sería tal vez posible que, mientras usted verifica los salvoconductos, sus inspectores —indicó a los numerosos hombres que, dentro y fuera del cuartel, no hacían otra cosa que escarbarse los dientes— aprovecharan el tiempo inspeccionando nuestra caravana, calculando el impuesto, etcétera? El coronel respondió con negligencia: —Skoro budit, gospodín. ¿Qué prisa hay? No tiene objeto hacer las declaraciones de aduana y calcular puds y libras hasta que estemos seguros de que todos ustedes son admisibles. Como skoro budit sólo significaba «pronto ocurrirá» y era tan impreciso y vago como el «mañana» español, Florian tuvo que disimular su irritación, silenciar su ira y rellenar el pasaporte de cada nuevo candidato cuando el coronel había terminado el interrogatorio y traducir cuando era preciso. — ¿A. Chink? —exclamó el coronel cuando uno de los antipodistas llegó ante la mesa, temeroso—. No es una transcripción del nombre que ha firmado en el salvoconducto, — ¿Puede descifrar su nombre, coronel? —preguntó Florian, sorprendido—. Hicimos cuanto pudimos, ya que ninguno de nosotros habla o lee el chino. —¿Chino? Ignorantes. Su firma está escrita en el alfabeto coreano. —El coronel miró al acróbata, que había empezado a temblar un poco, y preguntó—: Odi so ososse yo? El antipodista se sobresaltó visiblemente y dijo, tartamudeando: —HHanguk, taeryong. Chchip e so Taegu yo. Ssille haessumnida. —Chossumnida —dijo afablemente el coronel e inició una larga conversación con él durante la cual, por indicación del oficial, el coreano separó del resto de salvoconductos los de sus dos compañeros. —Este hombre se llama Kim Pogtong —informó el coronel a Florian—. Le ruego que borre ese estúpido «A. Chink» y lo escriba como es debido en su salvoconducto y su pasaporte. Los otros dos son hermanos suyos, Kim Taksung y Kim Haksu. Florian se apresuró a escribir los nombres lo mejor que pudo, diciendo: —Me asombra usted, coronel. Yo no sé distinguir a los orientales unos de otros... —Serví en Vladivostok —explicó el coronel—. Tak, aproveché la ocasión para cruzar Petra Bay y ver algo de Corea mientras podía. Un bello país, pero la gente es muy solitaria. No comprendo cómo estos tres se enfrentaron al mundo exterior. Me gustaría tener tiempo para hablar con ellos. —Dios mío —murmuró Florian.
Uno tras otro, los artistas y el personal sobrevivieron al interrogatorio — el coronel lo alargó sensiblemente en el caso de las artistas más atractivas— y luego, aliviados de haber pasado la prueba, se reunieron cerca de los remolques. Sólo uno salió del cuartel muy enojado: el casi siempre tranquilo Hannibal Tyree. —iCaníbal! —exclamó, ofendido—. iEse viejo estúpido me ha llamado Caníbal Tyree! —Y a mí Yules —dijo Rouleau con indiferencia—. No sabe leer el inglés. ¿Y qué? —No es lo mismo. iYules no significa que usted comer personas! Sólo porque soy negro, me llaman caníbal. Ni siquiera mi ansiano bisabuelo lo fue jamás allí en Africa... —Calma, Herr Tyree, tranquilícese —dijo Willi Lothar—. Ha sido un insulto involuntario. Verá, en la lengua rusa no existe la hache aspirada; no pueden pronunciarla, así que la sustituyen por una consonante velar, en general la ka. Por eso Hannibal se ha convertido en Caníbal. —Muchacho, alégrate de que tu nombre no sea Huntley —bromeó Fitzfarris con expresión seria. Otro candidato, no obstante, fue víctima de algo más molesto que un error de pronunciación. El coronel leyó en su salvoconducto: —Nom de théátre: Maurice LeVie. Nom de naissance: Morris Levy. Oj! —Llamó a Florian, que estaba rellenando el pasaporte de Daphne Wheeler—. Ayúdenos, por favor, monsieur le propriétaire. Este hom bre no puede pasar. Es israelita. —¿Y qué importa eso? —inquirió Florian—. Tengo entendido que hay millones de judíos en Rusia. —No los tenemos por gusto —respondió el coronel—. Simplemente da la casualidad de que constituyen una proporción ofensivamente elevada de la población de Ucrania, y más tarde de Polonia, naciones ambas que la Matushka Rossiya acogió en su seno. Tak, nuestros llamados judíos rusos están todavía concentrados en sus países de origen, Polonia y Ucrania, y desde luego no poseen la libertad de pasearse por las provincias de la Gran Rusia, como haría este judío extranjero. —Monsieur le colonel —terció Maurice—, soy francés. Nunca me he considerado de otra raza o nacionalidad y nunca he profesado ninguna religión. —Tak jram ostavlennyi... bsió jram —gruñó el coronel. Maurice dirigió a Florian una mirada inquisitiva y éste tradujo: —Un templo abandonado sigue siendo un templo. —Quítese los pantalones, francés —ordenó el coronel—. Enséñenos su quéquette. —Florian hizo salir del edificio a Daphne. Colérico, humillado y quizá también un poco asustado, Maurice se bajó los pantalones y expuso su desnudez. El coronel gritó, triunfante—: Nu, z gúl'kin húy!
Circoncis, évidemment! Y niega ser un judío. Me imagino que también negaría que ustedes los judíos usan la sangre de niños cristianos para hacer el pan pascual. Maurice dijo con expresión sombría: —Monsieur le colonel, nunca en mi vida he celebrado la Pascua. El coronel ladró órdenes a sus ociosos subordinados, que trocaron su ocio por una gran actividad, empujando a Maurice a una habitación contigua y cerrando la puerta. El ruso del coronel había sido muy rápido pero Florian había captado el sentido. Desnudarían a Maurice para ver si tenía en el cuerpo tatuajes u otras marcas cabalísticas hebreas, escritos israelitas revolucionarios o incluso ampollas de veneno en los orificios de su cuerpo, y también vaciarían y registrarían minuciosamente su remolque. El coronel se volvió de nuevo a Florian y dijo con voz amenazadora: —Tak, suspenderemos por ahora los interrogatorios de su compañía, gospodín. Puede ser muy bien que encontremos algo de naturaleza sediciosa o subversiva entre los efectos de este judío suyo y entonces todos ustedes pueden ser acusados de encubrir a un enemigo del Estado. —Le aseguro... —No me asegure nada. La decisión corresponde a mi colega civil, Gospodín Trepov, representante personal de la cancillería del zar. Espere fuera. —Coronel, monsieur LeVie es un acróbata aéreo —adujo, desesperado, Florian—. Le ruego que no le haga ningún daño. —Estas cosas no ocurren jamás aquí —dijo el coronel en tono perentorio—, ni siquiera a poseurs como monsieur Levy. Espere fuera. Cuando Florian se acercó, muy desalentado, al grupo de miembros de la compañía, Edge preguntó: —¿Y ahora qué pasa? Florian lo explicó, concluyendo: —Si no nos consideran culpables a todos y nos permiten seguir, ¿cómo podemos irnos sin Maurice? No es cuestión de abandonarlo a estos brutos. Incluso aunque fuésemos tan duros de corazón, es otro golpe a nuestra ya mermada compañía. ¡Maldita sea! Yo sabía que Maurice es judío, pero ignoraba que esto tuviera importancia aquí. De otro modo, habría falsificado su salvoconducto... —Su voz se extinguió en un tono de abatimiento. Edge reflexionó un momento y luego dijo: —Bueno, tenía la intención de reservarle una sorpresa para cuando llegáramos a San Petersburgo, pero se la daré ahora. Fue a su remolque y volvió con un gran sobre de color marfil. Florian miró con estupefacción las dos coronas —imperial y real—grabadas en oro y las señas escritas con una bella caligrafía:
Ihre kaiserlich Majestát, die Kaiserin und Zarin Maria Alexandrovna Reichspalast Sankt Peterstadt Russland Entonces, cuidadosa y respetuosamente, abrió el sobre sin sellar, desdobló el papel rígido, hecho a mano, y sus ojos se agrandaron a medida que leía en voz alta: «Gniidige Dame, meine Schwester...» Dirigió una mirada a la firma y los ojos se le salieron de las órbitas: «Deine Schwester von Gottes Gnaden, Elisabeth Amelie, Kaiserin der Osterreich, Kenigin der Ungarn.» Con respetuoso asombro, dijo a Edge: —Y yo te dije que quizá era sólo una baronesa falsa. iDios mío! Entonces leyó toda la carta y volvió corriendo al cuartel. Entró justo a tiempo de oír un largo gemido en la habitación trasera. El coronel le increpó: —iLe he dicho que espere fuera! Con la misma ira, Florian replicó: —¿Sabe leer el alemán? —Nyet. ¡Fuera! Florian puso la carta sobre la mesa, delante del coronel, de modo que pudiera ver las coronas grabadas, pero manteniendo una mano prudente sobre ella. —Quizá el representante del zar sabe leer el alemán. —Hum... ejem... da, creo que sí —contestó el coronel—. Sin embargo, si espera conciliación o concesiones en este asunto, le garantizo que se negará. Por eso está aquí. De todos modos, el coronel habló con cierta inquietud. Se levantó, fue hacia la puerta de la habitación contigua y la abrió lo suficiente para asomar la cabeza. Florian le oyó decir en ruso: —Desistid, soldados, hasta nueva orden. Gospodín Trepov, aquí hay algo que creo que debería ver. Volvió con un hombre gordinflón vestido de paisano, sin ninguna insignia que pudiera identificarle. Su principal distinción estribaba en que era el único ruso sin barba que Florian había visto allí. En cambio llevaba un bigote hirsuto y tenía cejas como orugas negras que parecían pegadas para cubrir y ocultar cualquier expresión de sus ojos. Pero cuando miró la hoja marfileña de papel de barba, gruesa como el pergamino —protegida todavía por la mano de Florian—, sus orugas dieron un salto involuntario hacia arriba. Trepov leyó la carta hasta el final, al parecer dos o tres veces, bajó de nuevo las orugas, miró encolerizado a Florian y preguntó: — ¿De dónde ha sacado esto? —El director ecuestre de mi tsirk, Sprechstallmeister Edge, es un buen amigo personal de la emperatriz reina Elisabeth, lo cual resulta
evidente, Gospodín Trepov, por el calor con que su majestad imperial le recomienda a su emperatriz zarina María Alexandrovna. También observará que ruega a su hermana en la realeza extender todas las cortesías dispensadas a Gospodín Edge a todos sus compañeros del tsirk. El hombre de la Cancillería de la Tercera Sección gruñó y luego se llevó aparte al coronel para dialogar en voz baja. Florian aguzó los oídos lo suficiente para oír algunos fragmentos. —¿Falsificación...? — Imposible. ¿Estos zafios durája? Además, he visto la caligrafía en documentos oficiales. Es la suya. —Hungría... no es aliada... — Aun así... la llama «hermana». —Tak, supongamos que... desaparecen... ellos y la carta...—Peligroso... tal vez un duplicado por correo... —Si informan... quejándose... la zarina... — Tak, hemos de reparar inmediatamente... Los dos se acercaron a Florian, frotándose abyecta y untuosamente las manos. —Si hubiéramos sabido... —dijo el agente Trepov. —Claro, claro que son todos ustedes bien venidos, muy bien venidos a la Matushka Rossiya —dijo el coronel. — Incluyendo al israelita —añadió Trepov—. Firmaré al instante el permiso especial que necesitará en los límites de provincia. — No son precisos más interrogatorios —dijo el coronel—, mándenos simplemente todos los pasaportes restantes, monsieur Florian, y haré que mis propios oficiales rellenen los salvoconductos y estampen los visados. —Creo, también, Zasulich —sugirió el agente al coronel—, que considerando que estas buenas gentes son en efecto invitados de nuestra tsaritsa, podemos eximirlos de la inspección aduanera y el pago de aranceles. Además, ijá, já! ¿tiene usted báscula para pesar los puds de dos elefantes? — Una buena razón, Gospodín Trepov. Redactaré la declaración aduanera, monsieur Florian, y estamparé en ella «inmunidad diplomática» para evitar que los retenga en cualquier otra frontera cualquier funcionario quisquilloso. — Quizá también, ya que se está haciendo tarde —dijo Trepov—, usted y su compañía nos honrarían cenando en nuestro comedor de oficiales. — Incluidas las damas —añadió el coronel Zasulich—. Solemos excluirlas, pero por una vez permitiremos la asistencia de nuestras esposas.
— Y cuando se marchen por la mañana —dijo Trepov— les proporcionaremos un convoy militar. Una compañía de cosacos debe presentarse aquí mañana. Los acompañarán hasta Khamenets Podolskiy para que ni rufianes, bandidos o lobos molesten a su tren. —Aceptamos, caballeros —respondió Florian— y estamos agradecidos por todos estos favores. También me hace feliz poder informar favorablemente a su majestad imperial sobre la eficiencia y hospitalidad de sus funcionarios en la frontera de Novosielitza. Los dos funcionarios le dirigieron una sonrisa radiante, se sonrieron el uno al otro y volvieron a frotarse las manos. Toda la compañía del circo asistió a la cena menos tres de sus miembros. Ioan Petrescu rechazó la invitación porque trabajaba asiduamente para reformar los trajes de pista que aún eran aprovechables y para confeccionar unos nuevos de acuerdo con las medidas y los toscos bocetos dejados por Magpie Maggie Hag. Maurice LeVie se negó a asistir porque debía cuidarse unas magulladuras en torno a los riñones y una muñeca retorcida y Nella Cornella se quedó con él para aplicarle árnica en las zonas afectadas. Maurice aún estaba lívido por el tratamiento recibido y las humillaciones sufridas. Juraba que nunca fraternizaría con aquellos merdeux sauvages, !nunca! —Lo comprendo, me hago cargo, estoy de acuerdo contigo —dijo Florian—. Sin embargo, ahora tenemos un permiso especial que te protegerá de molestias o insultos ulteriores. —Je m'en fous et m'en contrefous! —gritó Maurice—. Quizá, si me invita le roi de cons, el zar de Rusia en persona, quizá me digne aceptar. El coronel Zasulich les ofreció una cena excelente. Incluso los zakúski del aperitivo habrían alimentado de sobra a toda la compañía: caviar negro, rojo y dorado, esturión frío en gelatina, quesos, encurtidos, páté, lonchas muy finas de carnes frías... e innumerables botellas de vodka aprisionadas en bloques de hielo. Muchos invitados del circo, las mujeres en especial, descubrieron que una sola copa de aquel vodka — bebida al estilo ruso: de un rápido trago que pasaba por la glotis e iba directamente al estómago y de allí al cerebro— se parecía mucho a golpearse la cabeza con un martillo, así que en lo sucesivo bebieron sólo té, también al estilo ruso, sorbiéndolo a través de un terrón de azúcar sujeto entre los dientes. Otros, sin embargo —Ferdi Spenz, Aleksandr Banat y los tres hermanos Jászi—, apreciaban tanto el vodka que fue necesario llevarlos del brazo o a hombros a sus remolques aun antes de que fueran servidos los siguientes platos de la cena: borscht, ensalada de arenques y remolacha, bistecs de alce a la parrilla y tartare, salchichas ahumadas, morillas, una gran variedad de verduras y condimentos desconocidos, un fuerte vino verde de Crimea, pastel de arándanos, más té y vodka y un licor también de arándanos.
La mayoría de oficiales y sus esposas —o parejas de relación no especificada— hablaban francés. Florian se defendía bastante bien en ruso, los Smodlaka podían hacerse entender en esa lengua y el coronel Zasulich incluso pasó un rato hablando en coreano con los hermanos Kim. Pero los que tenían que permanecer mudos no eran sordos, y los maravilló el repentino cambio de sonidos lingüísticos de una orilla a otra del Prut, del alegre y sincopado húngaro al ruso sonoro, tan húmedo que a veces parecía salpicar. —¿Qué es todo este «taktaktak» que no dejo de oír? —preguntó Domingo Simms a Willi—. Incluso cuando esta gente habla francés, suelta el «tak» cada tres palabras. Se tiene la impresión de estar en un cuarto lleno de relojes en marcha. — Es sólo una especie de hipo verbal, querida. Significa «así», pero por lo visto es una costumbre nacional emplearlo con frecuencia y sin necesidad. Hasta ahora lo he oído en todas partes. Los camareros no decían «tak» ni ninguna otra palabra. No parecían ser de nacionalidad rusa y era evidente que no hablaban la lengua. Tenían un aspecto tan oriental como los Kim y servían la cena sin escuchar ni necesitar instrucciones. — Son tártaros —explicó a Edge el agente Trepov—. Los importamos de las provincias del Volga, como hacen todos los hoteles y restaurantes rusos, porque son musulmanes devotos y por lo tanto no beben tragos de todas las botellas. Tak, en la Matushka Rossiya somos afortunados de tener una variedad tan amplia de nacionalidades en nuestro vasto país, cada una con sus propios talentos o virtudes peculiares. Nuestros bálticos, por ejemplo, son conocidos por su honradez y meticulosidad, así que constituyen el grueso de nuestros administradores, contables y oficinistas. Los letones están especialmente dotados para la construcción de molinos de viento y de agua. Y así sucesivamente. La conversación que podía haber entre anfitriones e invitados continuó siendo amable, en su mayor parte trivial y a veces informativa. JeanFrancois Pemjean comentó a la mujer gorda pero guapa que estaba sentada frente a él: —¿No es el tiempo excepcionalmente bueno para Rusia, madame, tan avanzado el mes de octubre? ¿Disfrutan acaso del veranillo de San Martín? —Nosotros lo llamamos el verano femenino —respondió ella con una risita tonta—. Báb'ye léto. Porque aquí se considera más atractiva a la mujer en su madurez. Y sí, el tiempo es muy clemente. Aunque para nosotros, tak, todavía es el principio de octubre. Quizá no sepa usted que Rusia se rige por el calendario juliano, que va doce días a la zaga del gregoriano de Occidente. En otra mesa, otra mujer hermosa decía a Rouleau:
—Usted habla de siervos, monsieur Yules. Esta palabra proviene en realidad del francés. Aquí se llamaban krepostnoyi. Se llamaban, tak, porque ya no tenemos esos campesinos esclavizados. Nuestro sabio y humano Alejandro, que antes poseía un millón de krepostnoyi, los dejó libres por todo el país. —Y añadió, criticando abiertamente la patria de Rouleau—: Esto fue hace siete años, antes de que su atrasada e ignorante América tuviera que librar una guerra civil para conseguir el mismo bien para sus esclavos. —No creo que haya representado un gran bien para ellos —contestó Rouleau—. La última vez que vi a unos libertos, vagaban sin rumbo, perdidos porque les faltaba un amo que los dirigiera y cuidara. —Tak, debo confesar que esto también ocurre aquí en la esclarecida Rusia —dijo la mujer—. Pasará algún tiempo antes de que los mujiks liberados se desprendan de sus antiguas dependencias y su tosca falta de refinamiento. Y en especial, de sus arraigadas supersticiones. —Rió— . ¿Sabe una cosa? Cuando un gobernador provincial o un comandante ordena un censo para contar la población que gobierna, los mujiks huyen a la taigá y algunos incluso se suicidan. —Par dieu, pourquoi? ¿Qué superstición puede estar vinculada a la elaboración de un censo? —Los mujiks creen que se hace por instigación del Anticristo, que quiere todos sus nombres para condenarlos. Por lo menos se trata de una patraña inspirada por la religión y quizá sea disculpable por ello. Pero los campesinos también creen en toda clase de cosas heréticas y sobrenaturales y viven en continuo terror. El vampiro, el oborotyen... En otra mesa, Pavlo Smodlaka intentaba ansiosamente pedir al capitán sentado junto a él información sobre una de estas mismas cosas. — En húngaro, fe farkas. Ustedes llamar, creo, oborotyen. — Tak, ¿ha oído hablar de nuestros oborotyen? —dijo el capitán, adoptando una expresión sombría, aunque sus ojos lanzaban destellos— . Da, tenemos tal cosa. Y lo que usted pueda haber oído está probablemente lejos de la terrible verdad. A veces, las noches de luna llena hay una plaga tal de hombres convertidos en lobos que incluso han de llamarnos a nosotros, el ejército, para darles caza y destruirlos. Tak, para esto tenemos que usar bayonetas de plata maciza. El capitán continuó añadiendo pormenores, ejercitando más y más su imaginación, y la mandíbula de Pavlo se fue abriendo hasta que las morillas masticadas le resbalaron por el mentón. El coronel Zasulich dijo a Florian: — Estoy realmente contento de haber resuelto las dificultades iniciales y de que su circo ya sea libre de entretener a nuestros compatriotas. He dado un paseo por entre los carromatos y salta a la vista que es un tsirk respetable, no un grupo de saltimbanquis ramplones, lo que creo que ustedes llaman un circo de hojalata.
—O de mala muerte, sí —contestó Florian—. Parece muy versado en la terminología circense, coronel. —El tsirk es una institución prestigiosa en Rusia, Gospodín Florian. Lo vimos por primera vez hace casi un siglo, tak, cuando el Royal Circus de Londres hizo una visita a Piter, San Petersburgo. Le dispensaron una cálida acogida, en parte, sin duda, porque Catalina la Grande tomó inmediatamente como el último de su colección de amantes a su director ecuestre. Después llegaron otros circos extranjeros. Ahora tenemos muchos circos propios, desde inmensos espectáculos estables en hipódromos hasta los sencillos balagani que aparecen en todas las ferias de pueblo. Sin embargo, la terminología no se diferencia mucho de la de Occidente. Tak, nuestros domadores de leones dan las órdenes en alemán, la arena central es la pista italiana. Sólo unas cuantas palabras son diferentes. Lo que ustedes llaman payaso o joey, aquí se llama un rishiy. Lo que ustedes llaman enano, como esa encantadora damita de esta misma mesa, nosotros lo llamamos liliputiense. Florian sacó el lápiz y un pedazo de papel. —¿Tendría la amabilidad, coronel, de ayudarme a buscar traducciones comprensibles de los noms de théátre de algunos artistas nuestros? El Hacedor de Terremotos, Cenicienta... — Tak —dijo el coronel y se acercaron las sillas para repasar la lista. Más tarde, los dos dejaron a los otros todavía en la sobremesa y volvieron a la oficina de Zasulich, donde el coronel trató con generosidad a Florian abriendo su caja de caudales y cambiando el considerable montón de coronas y forints húngaros y coronas y gulden austríacos de Florian por rublos y copecs de plata rusos. Florian hizo de memoria complicadas sumas y calculó que el rublo valía unos cincuenta y dos centavos americanos y el copec, que era la centésima parte del rublo, aproximadamente medio centavo y tomó nota de ello en su libreta. A la mañana siguiente el coronel Zasulich se levantó tan temprano como cualquier miembro del circo y se mostró mucho más activo y despierto que algunos de ellos. Llegó al campamento de los carromatos y anunció a Florian y Edge: —Ahí viene la compañía de infantería cosaca. Ya se oye la música en la carretera. Les permitiré descansar sólo mientras ustedes enganchan los caballos y forman la caravana. Entonces les ordenaré que den media vuelta y los acompañen, a la vanguardia y retaguardia de la procesión, hasta la estación ferroviaria de Khamenets Podolskiy. Florian y Edge aguzaron los oídos para escuchar la banda militar, pero no fue eso lo que oyeron. La mitad de la compañía de cosacos estaba simplemente silbando el himno nacional ruso y la otra mitad lo cantaba: Boshe tsara kraní Syilni der zharní
Stsar stvouyna Slavouna slavounam... — Bueno, quizá no tengan una banda —dijo Edge—, pero es un himno muy estimulante. Y nunca he oído silbar de modo tan melodioso. ¿Qué cantan? — Hum... más o menos... —contestó Florian—: «Que Dios guarde al zar, a quien juramos ferviente fidelidad. Grabadlo en los troncos de árbol: gloria a la raza eslava.» A medida que la música aumentaba de volumen, más gente del circo salía de remolques y carromatos. Cuando la compañía llegó al recinto del cuartel fronterizo y le ordenaron detenerse y cuadrarse, lo hizo sin dejar de silbar y los espectadores pudieron ver cómo lograban sus fuertes, dulces y armoniosos trinos: cada silbador tenía un agujero perforado entre los dos dientes delanteros. El comandante de la compañía esperó a que sus hombres terminaran el coro final y entonces gritó una orden que era a todas luces: «iRompan filas!» Los hombres formaron al instante y con eficiencia trípodes con sus largos rifles, se descolgaron y dejaron caer las mochilas, se quitaron las enormes botas, debajo de las cuales no llevaban calcetines, se desabrocharon las braguetas de los amplios pantalones y —sin hacer caso de los numerosos observadores, que ahora incluían a todas las mujeres del circo— empezaron a orinar sobre los pies descalzos de sus compañeros. La mayoría de los observadores quedaron un momento aturdidos. Entonces todas las mujeres y muchachas volvieron a entrar en los vehículos con el rostro cubierto de rubor. —La infantería siempre hace esto después de una larga marcha — explicó el coronel Zasulich, tan imperturbable como los soldados—. Descansa los pies, los endurece y evita la tiña y otros hongos. Rouleau, reprimiendo una carcajada, dijo en francés al coronel: —Creía que todos los cosacos pertenecían a la caballería y eran jinetes consumados como los hombres de la llanura húngara y nuestros indios americanos. —Debe culpar a sus propios tsirks y espectáculos de hipódromos occidentales de propagar ese mito sobre los cosacos, como ustedes los llaman —replicó Zasulich—. En realidad, ni siquiera son un pueblo o una sola tribu ni están necesariamente relacionados de alguna otra manera. La palabra kazhák sólo significa «bandolero» y en tiempos pasados vagaban y saqueaban libremente la estepa. Tak, basándose en el principio de que un cazador furtivo es el mejor guardabosques, el zar Pedro el Grande los juntó a todos y los organizó en batallones de soldados. Y son muy buenos soldados, no cabe duda. Algunos, da, son de la caballería, pero no todos. Esos jinetes salvajes y temerarios de los que usted habla, da, también los tenemos, pero esa clase de jinete se llama con más propiedad djigit.
—Otra cosa que aprendí anoche —dijo Pemjean a Edge—. Si lleva usted un calendario, monsieur le directeur, de nuestras llegadas y salidas programadas, asegúrese de adaptarlo al calendario ruso. Hoy no es, como usted cree, el veintitrés de octubre, sino el once de octubre. — Añadió en voz baja—: Bueno, monsieur Florian ya dijo que éste es un país atrasado, n'estce pas? Aunque los cosacos fueran buenos soldados y cantaran con entusiasmo su ferviente devoción al zar, gruñeron audiblemente cuando el circo estuvo a punto de marcha y les dieron la orden de recorrer con él las mismas monótonas verstas que acababan de atravesar. Sin embargo, obedecieron, se calzaron de nuevo las enormes botas, se echaron a la espalda las mochilas y al hombro los rifles y formaron dos pelotones a la vanguardia y otros dos a la retaguardia de la caravana circense. —Un último consejo, Gospodín Florian —dijo el agente Trepov cuando se despidieron estrechándose las manos—. Cuando llegue a la estación, le rodearán los nosílshchiki, mozos voluntarios. Ahuyéntelos y encargue el trabajo a sus propios hombres. Esos parásitos de las estaciones no tienen derecho a una paga, de modo que aunque les dé una pequeña propina, será un regalo. De acuerdo con nuestras leyes, el ruso que acepta un regalo de un extranjero comete un delito punible y usted también, por el hecho de dárselo. En cambio, tienen derecho a robar a los extranjeros todo lo que puedan. He pensado que debería saberlo. Florian suspiró, movió la cabeza con asombro, expresó su gratitud al agente, subió al pescante del carruaje y dio la señal de marcha. Todos los oficiales del puesto fronterizo se habían congregado para ver la salida de la caravana y saludaron militarmente al unísono y al estilo ruso: la mano a la frente y luego hacia arriba. Los cosacos que iban a la vanguardia de la caravana empezaron a marchar inmediatamente — ahora dejando tras ellos un hedor a amoníaco lo bastante fuerte para humedecer los ojos de Florian—, silbando y cantando «... gloria a la raza eslava». 2 La carretera a Khamenets Podolskiy estaba hecha de trozos redondos de tronco colocados sobre el suelo como losas. Quizá en tiempo lluvioso, cuando estaban bien hundidos en el fango, o en invierno, cuando el hielo los endurecía, podían ser una superficie decente, aunque desigual, pero ahora, a finales de otoño, el suelo de tierra era un montón de terrones apelmazados y las rebanadas de tronco yacían sueltas en todas las posiciones, se balanceaban y producían un estruendo continuo y exasperante cuando los animales y carromatos del circo pasaban por encima. Era peor que navegar por un mar turbulento. Los niños
Smodlaka y varios de los animales enjaulados sufrían un mareo constante y muchos otros tenían magulladuras y contusiones causadas por las caídas en el interior de sus remolques o carromatos. En varias ocasiones fue preciso detener toda la caravana para reparar pinas y radios de las ruedas y arneses rotos o sustituir herraduras. Cómo podía la nueva modista, Ioan Petrescu, realizar su trabajo de costura fina en aquella barahúnda era un misterio, pero lo hacía y el viaje —tardaron cinco días enteros en recorrer los sesenta y cuatro kilómetros— le brindó el tiempo suficiente para reformar todos los atuendos dañados y confeccionar los nuevos. Estos incluían trajes para los hermanos Jászi, a quienes Florian decidió vestir al estilo del anterior Buckskin Billy de Edge porque parecería más «exótico» a los espectadores rusos que el traje húngaro de los csikos, que muchos rusos debían de haber visto. Para dar a Ioan todo el tiempo que necesitaba, las otras mujeres de la compañía guisaban en las paradas. Las tropas cosacas se alimentaban por su cuenta y de manera espartana. Encendían fuegos para hacer té, pero el único alimento que les vieron tomar era una fibrosa carne seca, como cecina, que llevaban en las mochilas. A causa del terrible estado del camino, Hannibal y su ayudante eslovaco calzaron a los dos elefantes con las botas de piel de cordero y Stitches hizo otro par para el camello Mustafá. Todas estas resistentes botas estaban hechas harapos al final del viaje, así que Stitches hizo más pares, porque los animales que andaban los necesitarían incluso en las calles pavimentadas, ahora que el tiempo empezaba a ser frío. El verano femenino concluyó cuando el circo estaba a medio camino de su destino. Aún no nevaba, pero la temperatura descendía. El campo era exactamente igual que la puszta húngara, una llanura interminable de hierba marrón con sólo algunos arbustos y árboles desnudos para romper la monotonía. Por las mañanas las briznas de hierba cubiertas de escarcha parecían ejércitos de brillantes bayonetas de acero. Luego, cuando el sol estaba lo bastante alto para evaporar la escarcha de la hierba, descubría otra vista extraña: los escasos árboles del paisaje proyectaban, naturalmente, una sombra, pero no una sombra oscura normal, sino plateada, porque allí la escarcha aún no se había fundido. El circo pasó por numerosos pueblos y los mujiks que vivían en ellos salían a mirar con mudo asombro la insólita aparición. La gente del circo no fijaba la vista en ellos porque no había nada interesante que mirar. Todos los pueblos tenían el mismo aspecto: una única hilera de isbas de una sola habitación a ambos lados del camino y todas las isbas hechas de troncos toscamente cortados, sin pulir ni pintar, con musgo tapando los intersticios. Muy pocas tenían una ventana y casi ninguna —quizá sólo la del alcalde— estaba provista de cristal; las otras ventanas
consistían simplemente en papel encerado o incluso una fina corteza de abedul. Los campesinos eran tan feos como sus viviendas. Todos los hombres se peinaban con raya en medio y mechones de sus cabellos lacios, enredados y grasientos, les colgaban hasta más abajo de los hombros, a veces hasta coincidir con sus barbas lacias, enredadas y grasientas, que podían llegarles a la cintura. Las mujeres sólo se distinguían en que no tenían barba y cubrían sus cabellos con pañuelos de bábushka. Sus rostros estaban tan quemados por el sol y el viento como los de los hombres y su tez era igual de áspera, a menudo salpicada de granos y verrugas o surcada por cicatrices de la viruela. Ambos sexos llevaban abrigos gruesos, grises, ceñidos sin gracia por un cinturón y largos casi hasta el suelo y botas de fieltro incoloro, tan grandes y anchas que todo el mundo parecía tener los pies deformes. Las botas y el dobladillo del abrigo estaban empapados de barro y estiércol. La compañía del circo veía raras veces a chicas jóvenes o niños —probablemente los adultos los hacían entrar en las casas para que aquellos extraños viandantes no los raptaran—, pero las pocas muchachas que vieron eran bonitas. La gente del circo vio una sola cosa en aquellas pobres comunidades que picó su curiosidad. Siempre que pasaban por una aldea a la hora del crepúsculo, veían por lo menos a una ama de casa dejando en el umbral un mendrugo de pan y un cuenco de leche. —¿Creen en los duendes los rusos? —preguntó Daphne, riendo—. Es casi como si estuviéramos en la vieja y misteriosa Escocia. —No, no es para los duendes —respondió Florian. Últimamente había pasado las tardes con el capitán Miliukov de la compañía cosaca, aprendiendo todo lo que podía sobre Rusia y sus costumbres—. Oh, creen desde luego en otras clases de trasgos, gnomos y demás, pero estas ofrendas de comida son para «los infortunados», hombres que huyen, perseguidos por la policía o el ejército u otras autoridades. Aquí, como en todas partes, los pobres y explotados están del lado de los desvalidos. Tienen un refrán: «Quien no es atrapado no es un ladrón.» Los infortunados sólo evitan y desprecian a un delincuente cuando es atrapado y condenado oficialmente. De vez en cuando la caravana se cruzaba con otros vehículos en la pésima carretera. La mayoría eran voluminosos carros de granja, de ruedas sólidas, pero algunos —tal vez propiedad de los hacendados locales— eran carruajes más gráciles tirados por una troika. El caballo de en medio avanzaba a un trote ligero, bajo el arco del dugá, el alto yugo de madera, que siempre estaba tallado y pintado con esmero y del que a veces pendían campanillas. Los dos caballos que lo flanqueaban corrían hacia el lado, con las cabezas dirigidas hacia fuera por las riendas, y tenían que galopar para adaptarse al rápido trote del caballo «conductor».
— No veo ninguna finalidad en esto —opinó la amazona Clover Lee—. El alto yugo debe de ser pesado y muy incómodo para los caballos del flanco correr a un paso ladeado y diferente. — Sospecho —dijo Florian— que los cocheros rusos diseñaron hace mucho tiempo ese complicado arnés sólo para que los respetaran y consideraran insustituibles... como los únicos seres humanos del mundo que saben enganchar y desenganchar una troika. Pero los viajeros vieron cosas más nuevas que ésa. Con frecuencia se acercaba caminando por la carretera un hombre, raras veces una mujer, vestido con harapos y con los pies envueltos en trapos en lugar de botas, que tendía una mano suplicante. — Peregrinos religiosos —explicó Willi Lothar— que se dirigen a algún santuario. —Y siempre les tiraba unos copecs. Pero algunos de estos vagabundos se acercaban bailando, dando vueltas y cantando y gritando frenéticamente—. Estos también se consideran devotos —dijo Willi, esparciendo copecs— y se llaman «los locos de Dios», pero de hecho son pobres dementes que andan sueltos. Willi prosiguió aquella noche, junto a la hoguera del campamento: —Muchas de las sectas verdaderamente religiosas son tan fanáticas que nosotros las consideraríamos dementes. Por ejemplo, están los monjes llamados skoptsyi, que han hecho voto de castidad. Por lo visto no confían sólo en su fuerza de voluntad para abstenerse del sexo, así que se castran mutuamente. Dicen que un monje «toma el pequeño sello» si sólo le extirpan los testículos y «el gran sello» cuando además le cortan el pene. Varias personas en torno a la hoguera sintieron náuseas y apartaron sus platos de comida. —Luego está la secta llamada el Boshie Lyudi, el Pueblo de Dios — continuó Willi—. También hacen voto de castidad, pero sólo con sus propios maridos o esposas. No hay nada malo en copular con el cónyuge de otro miembro de la Iglesia. Y están los Adoradores del Espíritu Santo, que deben inspirar a fondo y con frecuencia mientras rezan para tragarse literalmente al Espíritu Santo. Muchos de ellos se desmayan por la respiración excesiva y entonces se considera que han sido tocados especialmente por el espíritu. Me han dicho que a uno de sus últimos miembros se le recuerda como el más bendito de todos, porque se desplomó y murió de una sobredosis del Espíritu Santo. Sólo una vez se detuvo la gente del circo en aquella carretera para comer en algún lugar en vez de guisarse la propia comida. Fue en un pueblo llamado Khotin, una comunidad lo bastante grande para tener dos edificios de tamaño mediano. Estaban incluso pintados y los dos hacían alarde de un par de ventanas con cristales... y ambos tenían un letrero sobre la puerta. Los recién llegados miraron esos letreros, la primera muestra de alfabeto cirílico que habían visto en su vida. La
curiosa escritura parecía comprender letras conocidas del alfabeto, pero mezclaba mayúsculas y minúsculas y también letras conocidas del alfabeto puestas del revés o cabeza abajo e incluía además algunos caracteres totalmente extraños. Florian los leyó a los otros: — Pravítyelstvo Monopóliya Lavka, o Tienda de Monopolio Estatal, que significa que vende licores y tabaco. El otro letrero dice Gostínitsa. Es una posada. Probémosla. Una mujer corpulenta, entrada en carnes, sudorosa y bastante maloliente les sirvió una comida que probablemente no se diferenciaba de la servida en las mesas de todas las familias campesinas de Khotin o de cualquier otro lugar de Rusia. Yount miró con suspicacia su cuenco de turbia sopa verdegris y dijo: — Cuando me la ha servido, ha dicho algo parecido a mierda.—Yo también la llamaría así —murmuró Rouleau, oliendo la suya con recelo. — La palabra es shchi —explicó Florian, metiendo sin vacilar su cuchara—. Sopa de col. Es muy buena. Y de hecho, fue la mejor parte de la comida. El resto consistía en pedazos correosos de pescado salado, sin acompañamiento de patatas hervidas, pan negro de centeno, duro como corteza de árbol, cebolla cruda y tazones de algo que podía ser cerveza rubia, aunque todos los que la probaron hicieron una mueca y dijeron: «Dios mío, ¿qué es esto?» —Kvas —respondió Florian—, una parte integrante de la vida campesina, según tengo entendido. Hecho en casa y con fama de ser una bebida saludable. Sólo hay que verter agua y un poco de miel sobre cebada, o incluso pan de centeno rancio, dejarlo fermentar bien hasta que se pudre y colar el líquido, que es el kvas. —Joder —dijo Yount—. Creía que vivíamos mal durante la guerra en nuestro país, cuando los confederados teníamos que pasar con café de quimbombó seco y cosas así. Pero estos blancos pobres de Rusia... —Y movió la cabeza, compadecido. La caravana del circo llegó por fin a la estación de Khamenets Podolskiy y allí encontró al tren esperando, de acuerdo con lo prometido; una muestra de maquinaria maciza e impresionante. La locomotora Sormovo era por lo menos un metro más alta y medio metro más ancha que cualquier otra locomotora vista por la gente del circo en Estados Unidos u otro lugar de Europa. Suspendida sobre su enorme caldera de hierro negro, la locomotora tenía un curioso tubo largo y grueso, casi como una segunda caldera más delgada, que comunicaba las dos cúpulas con forma de bombín que albergaban la válvula de estrangulamiento y la de seguridad. La rueda motriz a cada lado de la locomotora tenía casi dos metros y medio de diámetro e incluso el bogui y las ruedas traseras casi llegaban al pecho de un hombre.
Los coches de pasajeros, los vagones de mercancías y los furgones eran igualmente inmensos. Los coches no tenían, como los de Europa occidental, un pasillo de un extremo a otro al que se abrían los compartimientos de pasajeros. En este tren los compartimientos tenían una anchura que permitía viajar con toda comodidad a por lo menos diez personas sentadas en los dos bancos tapizados de felpa verde, ya que ocupaban todo lo ancho del vagón, y había ventanas y puertas a ambos lados y puertas más estrechas entre los asientos, que daban a los compartimientos contiguos. A fin de que el conductor o cualquier otro empleado pudiera desplazarse por el tren sin estorbar a los pasajeros, había en el exterior de los coches una pasarela estrecha con asideros de hierro e intervalos entre los coches acoplados que requerían saltos atléticos y temerarios por parte de los hombres. El Florilegio llegó a la estación hacia mediodía. Florian siguió el consejo de Trepov, ahuyentó a los hombres y muchachos desharrapados que ofrecían clamorosamente sus servicios y encargó a sus propios peones el arduo trabajo de trasladar el circo del andén al interior del tren. —Si lo hacemos con celeridad —dijo—, podríamos terminar la carga al anochecer. Sólo hay trescientos cuarenta y tres kilómetros de aquí a Kíev. Como este tren no para en las estaciones del trayecto, creo que cubriremos la distancia durante la noche, en la oscuridad, de modo que nos ahorraremos la vista de esta monótona pradera. —¿Permaneceremos levantados toda la noche? —preguntó Agnete. —No, Fráulein Eel —contestó Willi—, encargué los coches suficientes para viajar sólo cuatro personas en cada compartimiento. Y cuando queramos dormir, el provodnik del tren nos levantará y fijará el respaldo de los asientos, formando la litera superior. Los peones, por supuesto, dormirán sobre la paja con los animales. Así, pues, los eslovacos se pusieron a trabajar a las órdenes de Stitches, Bumbum, Hannibal y Banat. Fue una suerte que los vagones de mercancías del tren fuesen tan grandes y tuviesen puertas correderas, porque Hannibal insistió en que los caballos y tanto los animales enjaulados como los que iban a pie no subieran a los vagones por las rampas —como los remolques y carromatos— sino que viajaran en los furgones cubiertos. Fue una operación laboriosa hacer pasar ruedas y varas por un espacio reducido y se oyeron muchos relinchos y gruñidos de los animales, que se negaban a subir, y frecuentes maldiciones y gritos de dolor de los eslovacos, pero al final todo se llevó a cabo. Mientras tanto, los artistas ociosos entraron en la estación y vieron, sorprendidos, que contenía una gostínitsa muy decente —por lo menos muy superior a la posada de Khotin— donde les sirvieron una cena sencilla pero satisfactoria de arenques pequeños, sopa de pimienta, cerdo y albóndigas, patatas hervidas y cerveza auténtica, no kvas. Florian invitó a su mesa al capitán Miliukov; el resto de los soldados se
quedó fuera, acordonando el tren para alejar a rateros y polizones, y cenarían más tarde, cuando lo hicieran los eslovacos. Después de cenar, Florian fue a la sala contigua a la gostínitsa, otra tienda del Monopolio Estatal, compró veinte botellas de vodka y se las dio al capitán. —Para sus hombres, con mi gratitud por sus servicios. —Spasibo, Gospodín Florian —dijo Miliukov—. Tal vez, a cambio, mientras esperan que su transporte esté listo, usted y su gente aceptarán mi invitación a un suceso muy insólito. —¿Un suceso? —Da. Vengan. Tiene lugar en la plaza que está junto a la estación. La compañía siguió bastante perpleja al capitán de la estación a la plaza. En el centro había una estaca y unos troncos a los que estaba atado un hombre sin camisa, con los brazos sujetos a las aberturas de los troncos por cuerdas muy tirantes que hinchaban los músculos de la espalda desnuda. Parecía bastante joven, no llevaba barba, pero los largos cabellos ocultaban su rostro. En torno a él estaban de pie varios jueces con togas negras y, a prudente distancia, gran parte de la población de Khamenets Podolskiy. Cerca de la estaca un cosaco gigantesco, también sin camisa, retorcía entre las manos un grueso látigo. A su lado había un brasero de carbones encendidos donde se calentaban unos instrumentos de hierro. Ante esta escena, todas las mujeres del circo excepto Lunes Simms dejaron escapar una exclamación y volvieron corriendo a la posada de la estación. Algunos hombres las imitaron. Florian preguntó al capitán la razón de este «suceso». —El hombre ha sido condenado por falsario. El policía local me ha pedido, como superior a ellos en rango, que supervise el castigo y ceda al más fuerte de mis soldados para la flagelación. —¿Un falsario? —Falsificador de monedas, tak. Recibirá ciento noventa y nueve azotes con el knut, después con el tavró y después con el shchítsiki. Si sobrevive, será arrastrado hasta el límite de la ciudad y desterrado. Antes de que Florian o alguien más pudiese decir algo o dar media vuelta y marcharse, el soldado que empuñaba el knut había retrocedido cuatro o cinco metros de la estaca. Entonces dio cuatro o cinco pasos firmes hacia adelante y saltó en el aire al tiempo que descargaba el látigo con un fuerte icrack! El primer latigazo sólo hizo un breve corte en la piel de la víctima, de la nuca a la axila izquierda, pero le arrancó un grito agudo. Varios artistas más e incluso algunos habitantes del pueblo se alejaron. Entre los que se quedaron estaba Lunes Simms que, por primera vez en mucho tiempo, se frotaba los muslos uno contra otro. El soldado del knut retrocedió de nuevo, se adelantó, saltó al aire y descargó el latigazo exactamente un centímetro debajo del primero y
paralelo a él. Continuó así, golpeando cada vez un centímetro más abajo y marcando una herida diagonalmente más larga hasta que la espalda del desgraciado tuvo veinticinco cortes rojos. Entonces el soldado trasladó el látigo a su mano izquierda y con la misma puntería practicó veinticinco cortes más de izquierda a derecha, cruzando los otros. Cuando volvió a cambiar de mano, descargó los latigazos de forma perpendicular a los demás y a continuación volvió a cambiar de mano y los descargó horizontalmente. A estas alturas el reo ya no gritaba y su espalda ya no estaba roja de sangre sino que era una pulpa negra. Durante los últimos noventa y nueve latigazos, el verdugo sólo intentó acertar los trocitos de piel todavía intactos entre la red de líneas cruzadas, y la víctima pendía de los palos, inmóvil y al parecer sin vida. Pero entonces el capitán Miliukov se acercó a él, levantó la cabeza colgante e, increíblemente, el hombre aún tuvo la fuerza suficiente para gritar de nuevo cuando el cosaco cogió del brasero el hierro candente y le marcó la letra O —de otviérsheniy, paria— en la frente y las mejillas. Y el hombre seguía viviendo cuando el verdugo cogió del brasero un par de pinzas candentes, las aplicó a su nariz y le arrancó las dos ventanas, dejando sólo en medio de la cara una pequeña protuberancia de cartílago gris rojizo. Cuando la víctima volvió a gritar, débil, trémula y lastimeramente, un sonido casi igual salió como un eco de la temblorosa y extasiada Lunes Simms. —iDiablos! —suspiró Yount—. Ese falsario es un hombre más fuerte que yo y el verdugo juntos. —Y ahora es más feo y más monstruoso que cualquier Hombre Tatuado como yo —dijo Fitzfarris, pensativo. Desataron al paria de los troncos y le dejaron caer inconsciente sobre los adoquines de la plaza, y el capitán Miliukov llamó a voluntarios para que le arrastraran hasta las afueras del pueblo. Fitz fue el único hombre que se adelantó. Al caer la noche el tren estaba cargado, los peones habían cenado, la compañía de cosacos se había marchado, supuestamente de regreso a la frontera, y el ingeniero y el fogonero empezaban a encender la gigantesca locomotora mientras hacían sonar la campana y el silbato sólo por el placer de oírlos. Los eslovacos subieron a los vagones de mercancías alfombrados de paja que contenían a los animales y el resto de la compañía subió a los compartimientos. En el andén un guardavías hizo oscilar una linterna verde, la locomotora respondió con un tumulto de campanillazos y silbidos y poco a poco el tren fue adquiriendo velocidad hasta que dejó atrás a Khamenets Podolskiy. La vía férrea no estaba muy bien trazada, lo cual daba lugar a tumbos, vaivenes y vibraciones. Lunes Simms habría reaccionado a ellos si su asistencia y excitación en la escena de los latigazos no hubiera agotado en ella esa clase de impulsos. Para los demás, el viaje en tren era como
viajar sobre un cisne después del traqueteo y las sacudidas que habían soportado en la carretera de troncos. La única molestia era el humo y el hollín que se filtraban por todos los intersticios de los coches. En la parte trasera de los coches había un cuarto pequeño donde el provodnik atendía y rellenaba sin cesar de té caliente un gran samovar y de vez en cuando recorría la pasarela exterior para preguntar si alguien quería un vaso de chai. A intervalos el conductor, el guardafrenos o un engrasador dejaban también la cabina de la cola del tren para recorrer la pasarela de arriba abajo, a veces en una inspección rutinaria y otras llevando en precario equilibrio una jarra de té —y en una o dos ocasiones una botella de vodka— para el ingeniero y el fogonero. Los coches de pasajeros e incluso los vagones de mercancías donde viajaban los animales y los eslovacos estaban por lo menos moderadamente calientes gracias a los tubos de vapor de la caldera de la locomotora, colocados bajo los suelos. No obstante, a medida que avanzaba la noche y el frío aumentaba, el provodnik de cada coche distribuyó mantas entre los pasajeros para que se envolvieran en ellas o se taparan en las literas. Cada una era un conjunto de fragmentos de pieles raras y preciosas: visón, marta, armiño. Florian preguntó la procedencia de estas maravillosas colchas y el mozo contestó que estaban hechas con las sobras de los talleres donde se confeccionaban abrigos y capas para la gente rica y para exportar a los ricos de otros países. Cuando se disipó la emoción de volver a estar a bordo de un tren, y como fuera no había gran cosa que mirar, los pasajeros empezaron a visitarse en los diferentes compartimientos. Fitzfarris entró en el ocupado por Florian, Edge, Yount y Pfeifer justo cuando Florian decía: —... me pregunto qué será de aquel pobre infeliz que hemos visto azotar. — Parece que vivirá, director —dijo Fitz. — ¿Eh? ¿Cómo puedes saberlo? Fitz señaló con el pulgar por encima de su hombro. — Está acostado en el compartimiento donde viajamos Meli, Jules y yo. Meli y Jules le están limpiando las heridas y quemaduras con todos los medicamentos de que disponemos. —¿Le has traído con nosotros? —exclamó Edge—. iPor Dios Todopoderoso, hombre! ¿Para qué? —¿Para qué? Pues para exhibirlo, claro. Soy responsable de reclutar las atracciones del anexo. Creo que lo anunciaré como el Hombre Más Feo del Mundo. — No saldrá bien, sir John —observó Florian—. La O de esas marcas es inconfundible. El primer policía que le vea se nos echará encima. Nos acusarán de encubrirle, apoyarle y Dios sabe qué más. Fitzfarris meneó la cabeza.
—El pobre estaba inconsciente como un tocho cuando lo subimos a bordo. Aún lo está, así que he aprovechado la oportunidad para encender un cigarro y camuflarle esas quemaduras mientras no podía sentir nada. —Los otros cuatro hombres miraron a Fitz con expresión horrorizada—. No he logrado que sean ornamentales, pero al menos no parecen una O. Podrían ser cualquier clase de cicatriz. Mi intención es subirle al estrado y anunciarle como el superviviente de una lucha con los osos de Pemjean. El único hombre que ha escapado vivo de dos osos salvajes, damas y caballeros, aunque sea en este estado. —Hum... —dudó Florian—. Según la creencia popular rusa, existe un ogro indestructible conocido como Kostchei el Inmortal. Podrías llamarle así. —Perfecto —aprobó Fitzfarris—. Además hará que Kewwydee y Kewwydah no parezcan tan mansos. Los patanes se impresionarán más cuando Pemjean los hace patinar con Daphne. —Pero ese hombre no puede ser un mujik estúpido —sugirió Jórg Pfeifer—. Ha de poseer cierta inteligencia para haber sido un falsificador. ¿Cómo sabes que estará de acuerdo en ser una atracción de circo? —Diablos, ¿qué otra alternativa le queda? —Sir John tiene razón, Fünfünf —dijo Florian—. Ni siquiera un monasterio admitiría a un paria marcado. Sus únicos recursos serían pedir limosna o reincidir. El benefactor más caritativo se resistiría a socorrerle. Y si vuelve a la vida de delincuente, será un sospechoso fácil de identificar. Apresado por segunda vez, lo condenarían a muerte. —De este modo le hacemos un favor, y también a nosotros mismos — dijo Fitzfarris—. En especial a mí. Ahora puedo retirarme de las candilejas. Un Hombre Tatuado no puede competir con él en monstruosidad. Con el maquillaje de la vieja Mag podré parecer un ser humano normal todo el tiempo. Meli no tendrá que dar respingos cada vez que la gente nos mira por la calle. Es decir, si usted no tiene nada en contra, director. —Claro que no, sir John. En cuanto Kostchei el Inmortal sea capaz de sustituirte. Y alabo tu iniciativa. —Esto es el colmo —estalló Edge, con más asombro que reproche—. Florian, entre usted y el caballero Fitz se llevan la palma de la osadía. Cuando creo que conozco los límites de su atrevimiento, uno de ustedes sale con un nuevo delito. Ahora contratamos a un convicto, un paria, desterrado de su propio país. Este hombre no tiene salvoconducto que le dé una historia circense, ni pasaporte que enseñar a los guardias de la frontera... —Resulta —interrumpió Florian tranquilamente— que el agente secreto Trepov estaba tan ansioso de congraciarse conmigo que me dio dos pasaportes rusos de más, en blanco, pero con el visado en regla. También resulta que cuando el Turco Terrible nos dejó, se fue con tanta
precipitación y tan furioso que olvidó llevarse el salvoconducto. Así, pues, nuestro nuevo Kostchei el Inmortal, cualquiera que sea su verdadero nombre, se llamará de ahora en adelante Shadid Sarkioglu en su vida privada. —Florian se dirigió de nuevo a Fitzfarris—: Ahora este hombre podría tener cualquier nacionalidad. Desde luego ha perdido la nariz chata y ancha de los eslavos. Pero no te arriesgues. Córtale los cabellos al estilo occidental. Y no le dejes hablar nunca ruso en presencia de desconocidos. Cuando le presentes en el estrado, podrías mencionar que el impacto de su experiencia le hizo enmudecer para siempre. —Está bien, director —contestó alegremente Fitz—. No lo sabremos hasta que se despierte, pero tal vez enmudeció de verdad. El viaje a Kíev duró bastante más que la «noche» calculada por Florian. Cada tres verstas del camino —poco más de tres kilómetros— se alzaba junto a las vías una cabaña de troncos pintados de amarillo habitada por un guardavías y su familia. Al oír la bocina del tren circense, salía de la casa, en general acompañado de toda su familia —aunque estuvieran en la cama, porque ver pasar un tren era el único acontecimiento de sus vidas y lo único que había que ver en aquel paisaje desolado— y hacía oscilar una linterna verde para anunciar, según su clave telegráfica, que las vías estaban libres. Sin embargo, varias veces durante el viaje el guardavías hizo oscilar una linterna roja, entonces el tren se detenía, sus empleados se apeaban, movían pesadas palancas de maniobras de agujas y el tren era desviado a un apartadero para esperar, a veces durante media hora, el paso de un tren regular. Hubo otras paradas, algunas de larga duración: para sacar agua de una torre que se erguía desnuda y solitaria en la llanura, para cargar carbón en la estación de una ciudad llamada Vinnitsa. Cada vez que se detenía el tren, Florian se despertaba, bajaba de su litera cubierta de piel, esparciendo el hollín y la suciedad acumulada sobre la colcha y sobre él mismo, e iba a preguntar con impaciencia creciente de qué demora se trataba esta vez y a su vuelta informaba de ello a sus compañeros de compartimiento, sin importarle que estuvieran dormidos y que el hecho no les interesase en absoluto. En la séptima u octava parada, Florian se apeó; el tren estaba en medio de una inmensa extensión de hierba que se prolongaba hasta todo el círculo del horizonte. No había torre de agua ni carbonera ni isbushka de guardavías, nada. Por lo visto el tren sufría una avería porque la mayor parte de ferroviarios estaba en cuclillas ante una rueda de bogui al final de un vagón de mercancías. La luna acababa de aparecer, llena, enorme, de color ámbar, y proyectaba un reflejo largo y dorado sobre la pradera, como si el mar de hierba fuese en realidad un mar de agua.
Simultáneamente, desde la distancia surgió un triste coro de aullidos y alaridos. —Volka —dijo a Florian uno de los ferroviarios—. Lobos. Los animales del circo parecieron reconocer el sonido, aunque probablemente no lo habían oído nunca, porque reaccionaron con ansiosos relinchos, gruñidos y sonidos de trompa. Entonces, imitando casi exactamente el aullido de los lobos, se oyó un alarido en uno de los coches de pasajeros. Se abrió de repente la puerta lateral de un compartimiento, saltó por ella una figura desnuda y empezó a correr por el reflejo dorado de la luna, hundida hasta el pecho en la hierba. Seguía a la figura otra más pequeña, oculta en la hierba hasta los hombros, y dos figuras de tamaño aún menor que desaparecieron por completo en el mar de briznas. Florian tardó un momento en darse cuenta de que la primera silueta era Pavlo Smodlaka, y sus perseguidores, Gavrila, Sava y Velja. Pavlo siguió aullando —igual que un lobo— mientras corría. Pero en la tupida hierba que obstaculizaba su avance quedaba una senda pisada que permitió a Gavrila alcanzarle y detenerle; entonces le sujetó, le consoló al parecer de la pesadilla que debía de haberle impulsado a huir y le condujo de nuevo al tren. Ellos y los niños entraron otra vez en su compartimiento y cerraron la puerta. —Me pregunto qué habrá pasado —dijo Florian para sus adentros y después en ruso a los ferroviarios—: ¿Qué ocurre aquí, amigos? Cuando volvió a su propio compartimiento, comunicó a los tres hombres cubiertos de piel y de hollín y sumidos en un profundo sueño: —Ahora una de las cajas de engrase, sean lo que sean, se ha recalentado, por el motivo que sea, y tienen que recargarla, sea como sea. Parece ser que esto requerirá mucho maldito tiempo. Y así fue cómo el tren, que en raras ocasiones alcanzaba su velocidad máxima de sesenta y cinco kilómetros por hora, circuló durante todo el trayecto a una pausada media de veintidós. Por lo menos la penúltima parada fue bien recibida porque el conductor detuvo el tren en la estación de un pueblo llamado Fastov y todos pudieron apearse y desayunar. Incluso en aquella pequeña estación, la gostínitsa era buena y les sirvió un desayuno abundante y sabroso. A partir de Fastov pudo verse algo más a través de las ventanillas del tren: onduladas tierras de cultivo, granjas bastante grandes, patios llenos de cabras y patos, caseríos con postigos y aleros pintados o tallados. Las vías solían discurrir paralelas a un camino por el que los campesinos se dirigían a la ciudad a lomos de mulos, asnos, caballos, carros desvencijados y de vez en cuando carretas ligeras parecidas a calesas, tiradas por una troika. Ya fuera porque los mujiks eran más prósperos en esta zona o porque un viaje a la ciudad era una ocasión para vestir sus mejores galas, iban alegremente ataviados. Las mujeres llevaban corpiños multicolores y delantales sobre largas faldas
estampadas y los hombres los habituales pantalones anchos, sharováry, recogidos dentro de las botas de fieltro o corteza de abedul, pero se habían puesto camisas de colores vivos y gorros altos y puntiagudos. Al cabo de algunos kilómetros la tierra ondulada empezó a formar verdaderos altozanos y cuando el tren rodeó una de ellas los pasajeros pudieron ver la serie de colinas boscosas en las que se asentaba la ciudad de Kíev, que desde esta distancia parecía consistir completamente en campanarios en forma de cebolla. — Bueno, Kíev recibe el nombre de «la Jerusalén de Rusia»— dijo Willi—. Aquí es donde el cristianismo arraigó por primera vez en este país. La caravana del circo entró en la estación de Kíev hacia las once y fue desviada a un apartadero donde los peones pudiesen realizar la descarga sin interrumpir el tráfico. Este trabajo los ocupó, como la carga, casi hasta el crepúsculo. Mientras tanto Florian saldó la cuenta del alquiler del tren con diversos funcionarios del ferrocarril en la oficina del jefe de estación; el tren volvería a prestar servicio regular, pero acordaron que lo pondrían de nuevo a su disposición cuando decidiera seguir viaje a Moscú. Ahora la caravana de carromatos y los animales que iban a pie tuvieron que recorrer cuatro kilómetros hasta la ciudad — el circo no desfiló en cabalgata, pero de todos modos llamó mucho la atención— y el terreno alquilado por Willi, que era, como muchas veces en Italia, el interior de un hipódromo. Este se llamaba Explanada y estaba muy bien situado en una altura que dominaba el río Dniéper, ancho pero turbio y perezoso. A la llegada, Banat preguntó: — Pana director, ¿levantamos primero la carpa o vamos antes a fijar carteles? — No, no, por Dios, ninguna de las dos cosas —contestó Florian, cansado—. Ante todo, jefe de personal, enciende hogueras y calienta mucha agua. Quitémonos la suciedad... y la de los animales. Y limpiemos lo que está sucio, que será todo, probablemente. Mañana levantaremos sólo la carpa y los aparatos para que los artistas puedan ensayar. Hace semanas que no trabajan; necesitan desentumecer los miembros y hacer muchos ejercicios de calentamiento. No haremos propaganda hasta que estemos listos para ofrecer a Kíev un buen espectáculo. — Hablando de baños, Herr gouverneur —dijo Carl Beck—, Herr Lothar decirme que haber un espléndido Bad en esta misma colina con un manantial de milagrosas aguas termales. A causa de los numerosos milagros se edificó el convento de Lavra, el más venerado de todos los
conventos rusos. Yo ir a bañarme allí. Quizá usted y algunos otros desear acompañarme. — Gracias, Bumbum. Estoy demasiado fatigado incluso para buscar un remedio milagroso para mi fatiga. Me conformaré con una bañera. Pero llévate a todos los que quieran ir. Muchos miembros de la compañía bajaron la colina con Beck hasta el balneario cercano al Monumento Bautismal. Hasta que hubieron pagado sus cincuenta copecs por cabeza y llegado a la sala donde debían despojarse de la ropa no descubrieron que era de uso común entre los dos sexos y que todos, hombres y mujeres, se desnudaban completamente para dirigirse juntos al lago caliente de la gruta. Así que las mujeres del circo —excepto Clover Lee y la igualmente imperturbable Nella Cornella— se marcharon en seguida, perdieron los cincuenta copecs y volvieron al circo, prefiriendo un baño privado a uno santificado pero público. Un par de ayudantes de los baños hablaban francés y consiguieron hacer entender a Beck que además del baño milagroso el balneario ofrecía otro baño científicamente milagroso y también otros servicios vigorizadores. Beck decidió aprovecharse de todo cuanto le ofrecían, pero sus compañeros decidieron permanecer sumergidos y relajados en el estanque comunal. Dispensaba uno de los servicios extras una vieja que bien podría haber sido la bruja del cuento de hadas ruso Baba Yaga. Se acercó a Beck con una cesta de setas enormes, feas y rugosas que procedió a machacar en un mortero hasta convertirlas en un fluido viscoso, parecido al pus, del que sacó varias cucharadas que dio a comer inmediatamente a Beck. Este contó más tarde que tenía el sabor lo bastante malo para ser la buena medicina que curaba con todas las garantías las dolencias de hígado y riñones. La vieja vertió el resto de la horrible sustancia en una botella para que Beck se la llevara consigo. Entonces le condujo a un pequeño estanque de agua casi hirviendo y, cuando él se hubo sumergido poco a poco, fue a buscar y tiró al agua un hormiguero con todos sus habitantes. Beck habría salido de un salto, pero las hormigas perecieron antes de empeorar la situación para él. El estanque adquirió instantáneamente un color pardo negruzco y un desagradable olor picante, pero el empleado, que hablaba francés, dio a entender a Beck que el ácido fórmico presente en los cuerpos de la multitud de hormigas, unido a la trementina que habían absorbido al vivir en un bosque de pinos, era mucho más eficaz que confiar en simples milagros para la curación de reumatismo, lumbago, tensión muscular y dolores de espalda. La prolongada estancia de Beck en el balneario le costó cuatro rublos en total, más cierta cantidad de copecs en propinas, pero salió diciendo que se sentía más sano y animado que en los últimos años.
Los demás miembros del circo, contentos de sentirse limpios y un poco aliviados de los calambres del viaje en tren, se habían paseado por los alrededores del monasterio de Lavra —había bastantes cosas que ver allí— antes de volver a subir la colina. —¿Saben, signori, qué tienen allí abajo? —dijo, excitada, Nella Cornella a Florian y Edge—. Muchas, muchas cuevas, las llaman las catacombe di Sant'Antonio, donde hay setenta y tres santos. Todos viejos, resecos y arrugados como pasta de fusilli, pero vestidos con atavíos litúrgicos, como si fueran a levantarse y celebrar la misa el próximo domingo. —En este caso sir John puede dar un descanso a su Princesa Egipcia mientras estemos aquí —observó Florian—, si Kíev ya tiene un exceso de momias. —iY esperen, esto no es todo! —exclamó Nella—. Justo en medio de una cueva sobresale del suelo la cabeza momificada de un monje con uno de esos gorros altos que llevan los obispos. —Una mitra. —Eso, una mitra. Y el resto de él está bajo tierra. Le llaman Juan el Sufrido. Un día decidió mortificarse para mayor gloria de Dios y se hizo enterrar vivo de este modo, sólo con la cabeza fuera, y los otros monjes le alimentaban y así vivió durante treinta años, hasta que murió, iy esto ocurrió hace setecientos años, signori, y aún sigue en el mismo lugar! Meraviglioso! —Diablos, director —dijo Edge en broma—. Sería mejor que desmontáramos y nos fuéramos. ¿Cómo podemos rivalizar con tan espléndidas atracciones nativas? —Bah —desdeñó Florian—. Ya has oído a Nella. Los nativos han tenido siete siglos para hartarse de Juan el Sufrido. Nosotros seremos una experiencia nueva para ellos. El medio millón de habitantes de Kíev llenó el Florilegio durante todo un mes, incluso cuando el invierno atacó con grandes nevadas, vientos furiosos y un frío que calaba hasta los huesos. El invierno no era una novedad para los ciudadanos de Kíev, y en cambio un circo «Americano Confederado» sí que lo era. La gente caminaba pesadamente por la nieve recién caída o resbalaba y se deslizaba por nieve helada o hielo liso y vidrioso o sustituía sus carruajes por trineos de troikas para ir a la Explanada y permanecía sentada en la fría carpa sin quejarse hasta que el calor de todos los cuerpos juntos hacían el ambiente tolerable y podían quitarse las pieles... y los artistas aparecer con sus finos leotardos y mallas. Florian compró pieles de lobo —que eran las más baratas y abundantes— y Stitches Goesle, con sus grandes leznas y agujas para hacer velas, las juntó y confeccionó mantas para los elefantes, caballos y camello e inmensas envolturas para tapar las jaulas de los otros animales, que sólo se quitaban cuando los animales tenían que trabajar o
ser exhibidos en la tienda de la ménagerie. Los eslovacos se turnaban todas las noches, listos para encender balas de paja en la carpa y el anexo si empezaba a nevar, lo cual sucedió dos de cada cinco noches durante el resto de octubre y todo noviembre. Exceptuando a aquel vigilante, todos los demás miembros de la compañía, incluidos los eslovacos, dormían en el hotel Frántziya de la ciudad. El único competidor del Florilegio en Kíev era el circo local que actuaba todo el año en el Gippodvorets, o palacio Hippo, pero de hecho no podía llamarse competidor porque sólo se trataba de un espectáculo hípico y muy conocido por la población. No obstante, Florian, Edge, Clover Lee, Lunes y los hermanos Jászi fueron a verlo un día por si podía inspirarles alguna innovación en sus propios números. No fue así. Las équestriennes rusas no poseían ni mucho menos el talento de Lunes y Clover Lee y los djigit o jinetes de volteo eran sosos comparados con los Jászi. El número estrella del espectáculo era una carrera, no muy excitante, de cuadrigas en torno a la arena, dirigidas por hombres de aspecto muy romano con sus armaduras de cuero y acero y cascos emplumados, todo bastante ridículo en su conjunto, ya que todas y cada una de las cuadrigas eran tiradas por una troika de caballos extremadamente rusa, con el alto dugá o yugo sobre el caballo del centro. Entretanto Carl Beck iba todos los días a su baño de hormigas en el balneario de Lavra e incluso persuadió a algunos para que lo probaran —Dai Goesle, Jórg Pfeifer, Ferdi Spenz—, pero una vez fue suficiente para ellos. El resto de la compañía visitó los lugares más dignos de verse en Kíev. Fueron al único puente de la ciudad para peatones y tráfico rodado con objeto de ver el río Dniéper bajo una gruesa capa de hielo y subieron a la colina más alta, donde según la tradición plantó el apóstol Andrés la primera cruz cristiana jamás vista en Rusia y predicó por primera vez el Evangelio a las paganas tribus rusas. Acudieron al Opernyi Teátr para ver y oír Una vida por el zar de Glinka, que encontraron no sólo incomprensible sino también pesada, pues duró cinco interminables actos. El paisaje y los trajes del siglo xvii estaban muy bien reproducidos y la música era emocionante cuando no la dominaban las voces estentóreas de los cantantes. Pero la gente del circo quedó más impresionada por dos fenómenos que no tenían nada que ver con la ópera en sí. Tanto a la entrada del teatro como a la salida y en sus muchas salidas y entradas durante los entreactos —cuando iban a fumar cigarrillos al ornamentado salón—, los acomodadores abrían sólo una de las numerosas puertas del teatro y todo el auditorio tenía que pasar apiñado por ella, lo cual era causa de muchos codazos, empujones y gruñidos. —Ocurre lo mismo en todos los edificios públicos de aquí —dijo Willi—. No sé si a los rusos les gusta la incomodidad o si lo hacen
deliberadamente para fortalecer la moral rusa, pero si un teatro o una sala de conciertos o un cabaret tiene veinte puertas, sólo abrirán una de ellas para entrar y salir. La otra cosa notable fue que la plaza del teatro de la ópera —donde a la llegada de la compañía sólo transitaban los asistentes a la ópera y sus trineos y carruajes particulares y los droshkis y coches de alquiler— se había transformado cuando el auditorio salió en el primer entreacto. Los trineos y carruajes particulares seguían allí y también una media docena de cocheros con la nariz roja, tiritando en su paciente espera, pero ahora la plaza estaba salpicada de pequeños quioscos transportables de madera, colocados allí por los empleados del teatro de la Opera y al parecer reservados para los cocheros de comerciantes, nobles ricos y otros personajes encumbrados. En su interior estos cocheros habían encendido los hornillos bajo el samovar y ahora servían, en todos los entreactos, té caliente a sus amos cuando salían envueltos en sus visones, martas y armiños. Visones, martas y armiños estaban en la mente de las mujeres del circo, sobre todo después de que Clover Lee volviera al hotel una noche, tras haber cenado con un ricachón de las primeras filas, llevando un soberbio abrigo de martas. El ricachón, aunque demasiado viejo para que ella le considerase algo más que un acompañante ocasional, había resultado ser un adinerado magnate de la remolacha que —según relató muy divertida Clover Lee— no le había hecho molestas insinuaciones y sólo insistido en pagarle con extravagancia el mero placer de su compañía durante la cena. —Ha dicho que necesitaba, y merecía, un abrigo de invierno mejor que este loden que me compré en Innsbruck o donde fuera —explicó Clover Lee, tirando el abrigo viejo sobre una silla del vestíbulo del hotel, mientras las otras mujeres la miraban con incredulidad—. Así que me ha llevado a esa calle de tiendas elegantes, ya sabéis, el bulevar de la Epifanía, donde todas hemos contemplado con envidia los escaparates. Y hemos entrado en la peletería de los Fréres Couvreux, y Gyorgy, así se llama, no ha preguntado el precio de nada y tampoco ha dejado que yo lo preguntara. Y los fréres Couvreux, que tienen muchas mujeres bonitas de todos los tamaños y formas, han elegido a una como yo y la han hecho salir a un pequeño escenario con un abrigo tras otro, y ha dado vueltas, haciendo ondear las faldas, mientras uno de los hermanos nos servía champaña a Gyorgy y a mí... y ioh!, ha sido un dilema tener que escoger entre éste y un abrigo de visón igualmente bello. Pero creo que he elegido bien. ¿No creéis que es muy bello? Las mujeres convinieron entre dientes que era muy bello. En lo sucesivo, todas las féminas sin pareja aceptaron la invitación de cualquier caballero de Kíev que tuviera un aspecto próspero, no fuera manifiestamente malo o perturbado y hablara un lenguaje inteligible
para ella, a fin de poder aludir —durante la cena o en el teatro o dondequiera que fuesen juntos— al magnífico regalo que su colega artista había recibido en circunstancias similares. Sin embargo, sólo una de ellas consiguió duplicar el coup d'éclat de Clover Lee, y fue la enana Katalin Szábo, posiblemente porque su ricachón, otro comerciante adinerado, no tuvo que gastar una pequeña fortuna para comprar un abrigo de visón de su tamaño. Como en otros países, los hombres más apuestos del Florilegio también recibieron billetsdoux de las damas de las primeras filas. Si la dama también era de buen ver y él no estaba comprometido, solía aceptar y después no se mostraba arrepentido de haberlo hecho. Ninguno de los hombres volvió de estos rendezvous con un abrigo de piel y guardaron un caballeroso silencio sobre algún que otro posible regalo. De vez en cuando un aristócrata local o pomiechshnik acaudalado invitaba a toda la compañía a su mansión de la ciudad o finca campestre. Todas estas residencias estaban suntuosamente amuebladas, con un estilo considerado sin duda por los propietarios del gusto occidental más chic y moderno, pero había una tal profusión de chucherías y las paredes estaban tan atestadas de pálidas fotografías y pinturas mediocres y el mobiliario —incluso el más flamante— era tan pomposo que, como observó Daphne, la misma reina Victoria se hubiese ahogado entre semejante boato. Quizá la mejor indicación de lo que las clases altas rusas consideraban al parecer el dernier cri: en el vestíbulo de todas las mansiones visitadas por la gente del circo había un oso polar disecado, erguido sobre las patas traseras y sosteniendo con las delanteras una bandeja de plata para las tarjetas de visita. No obstante, los anfitriones, por muy démodé o dudoso que fuera su gusto en la decoración, hacían gala de una hospitalidad impecable. Los visitantes eran regiamente obsequiados con los mejores vinos y manjares y también agasajados con danzas populares y tocadores ambulantes de balalaika o la propia señora de la casa tocaba el arpa, el dulcémele o el clavicordio, y cada invitado tenía por lo menos un servidor que le atendía personalmente, y con frecuencia, varios. Como todos los nobles rusos y la mayoría de comerciantes ricos hablaban francés, muchos miembros del circo podían hablar con ellos. Para los demás, Florian, traducía, comentaba o explicaba lo necesario. Durante su visita a la finca de un tal barón Ignatiev, Yount comentó a Florian: —Todos estos siervos que trabajan aquí deben de ser libertos, pero nadie lo diría. El barón y la baronesa e incluso los mocosos de sus hijos les dan órdenes en tono más autoritario del que ha usado jamás una ama de casa de Dixie para mandar a sus negros. Y acabo de ver a la baronesa propinando en la despensa una bofetada tan fuerte a una camarera que tiene toda la cara amoratada.
—Incluso cuando hablo con suavidad a un mozo de cuadra —terció Agnete—, se quita la gorra como si yo fuera su ama y le estuviese reprendiendo. Nunca levanta los ojos del suelo y se queda allí rascándose la cabeza como un atontado. —Rascarse la cabeza es una muestra de respeto —dijo Florian—, como en otros lugares que hemos visto tirarse de un mechón de la frente. Pero tienes razón. El mujik todavía actúa como un esclavo temeroso, aunque ya no es propiedad de nadie. Bueno, tiene motivos para ello. Acabo de ver a uno de ellos encerrado en un retrete del fondo del jardín, helándose entre aquel hedor, por algún acto de desobediencia. —¿No comprenden que ya son libres? —preguntó Yount—. ¿Por qué tolera el zar que sus súbditos ricos maltraten así a los campesinos? —Probablemente no lo toleraría si lo supiera —respondió Florian—, pero los campesinos tienen un proverbio fatalista: «Dios está muy arriba y el zar está muy lejos.» Por esto aguantan los abusos y perpetúan las desigualdades. —El único signo de igualdad que he visto —dijo Agnete— es que tanto criados como señores se humillan cuando pasan por aquel horrible rincón empapelado de rojo del salón donde están todos los helechos y estampas. Todos, superiores e inferiores, hacen una pequeña genuflexión y se santiguan. — Las estampas se llaman iconos —dijo Florian— y están en el krásnyi úgol, el rincón hermoso. La palabra krásnyi significa «rojo» y «hermoso». Todas las casas tienen un krásnyi úgol, todos los palacios, incluso muchos despachos y tiendas. Tus anfitriones te lo agradecerán si te inclinas con respeto ante la Sagrada Familia cuando pases por delante de estos iconos. — Undskyld —declaró Agnette con firmeza—. Que me maten si lo hago. Estas personas son hipócritas; fingen piedad y se comportan de un modo muy poco cristiano con sus inferiores. Fitzfarris, al descubrir que los rusos eran tan devotos —o por lo menos mojigatos—, hizo un regalo de pan y mantequilla a todos los anfitriones de la compañía: uno de los «milagrosos huevos del gluxá»>, como se llamaba aquí al urogallo, grabados con la cruz cristiana. Todos los anfitriones de cenas o fiestas estuvieron encantados al recibir tan insólita chuchería religiosa y la mayoría lo puso inmediatamente en un lugar de honor entre la multitud de sus otros adornos. Uno de ellos, un tal conde Bereshkov, muy aficionado a la caza y la vida al aire libre, cuya mansión estaba decorada entre otras muchas cosas con cabezas disecadas colgadas de la pared de toda clase de animales, desde un tigre siberiano hasta una cabra montesa del Pamir, se entusiasmó al recibir aquel recuerdo único del gluxár y contó emocionado algunas aleccionadoras anécdotas acerca del ave que Fitz incorporó a partir de aquel día a su presentación del animal en el espectáculo del anexo.
—Una ave curiosa, el gluxár —dijo Bereshkov—. A veces parece que, por pura travesura, se desliza por una pendiente de nieve con las alas extendidas. Ya pueden imaginarse qué huella tan extraña deja. Cualquier persona entendida la reconoce. Pero los supersticiosos mujiks inventan toda clase de historias terroríficas sobre malignos béyat y kóboldi con las que asustarse. Los campesinos se lo creen todo. —Sí —murmuró Florian, mirando al conde acariciar el huevo. —El nombre gluxár significa «gallo sordo» —prosiguió Bereshkov—, pero sólo está sordo cuando le han ensordecido sus propios gritos, y esto ocurre casi siempre en primavera, cuando llama a una pareja y desafía a todos los rivales. Así el cazador va al bosque al amanecer, espera a oír la llamada del gluxár y, cuando va a gritar de nuevo, apunta y dispara contra su pieza, y esa llamada es la última del gluxár. El único miembro de la compañía del Florilegio que no asistió a ninguna de estas invitaciones a cenas o fiestas —que no abandonó el recinto del circo por ningún motivo— fue su miembro más reciente, Kostchei el Inmortal. Después de un mes de recuperación, lo exhibían en el anexo y, como había supuesto Fitzfarris, estaba agradecido de tener incluso ese humillante empleo, ya que también le proporcionaba cobijo, manutención y anonimato. La espalda se le había curado, quedando dura y cubierta de líneas cruzadas, de modo que parecía el caparazón de una tortuga, sólo que era cóncavo en vez de convexo. La piel y los músculos lacerados se habían encogido al unirse de nuevo, por lo que el torso superior, el cuello y la cabeza de Kostchei estaban permanentemente arqueados hacia atrás. Tenía el aspecto de un hombre que tratase de ver la copa de un árbol muy alto. En el estrado del anexo se presentaba completamente vestido; Fitzfarris no quería enseñar su espalda porque era demasiado obvio que había sido azotado. Kostchei salía y los mirones sólo veían la parte inferior sin barba de su mentón levantado. Entretanto Fitz recitaba su historia sobre el hombre que había entrado en la jaula de dos feroces osos de Siria, creyendo que eran mansos, y había sido terriblemente mutilado por sus colmillos y zarpas, pudiendo luego escapar milagrosamente, pero quedando desfigurado para toda la vida. Kostchei seguía allí inmóvil mientras Florian traducía la historia al ruso. Entonces, cuando Hannibal tocaba un murmullo suave y lleno de tensión en su bombo, Kostchei, muy, muy despacio, se inclinaba hacia adelante desde la cintura, ofreciendo su horrible cara a la vista del público... y el público nunca dejaba de lanzar una exclamación de horror y retroceder ante aquel rostro sin nariz y lleno de cicatrices profundas, grises y relucientes. A decir verdad, pasó algún tiempo antes de que el resto de la compañía circense se sintiera cómodo en la proximidad de aquel hombre. Para ser
un delincuente y haber sufrido tanto, tenía bastante buen humor, era inteligente y al parecer educado; hablaba francés además de ruso y con el tiempo aprendió a hablar un inglés aceptable. Sin embargo, a causa del cuello torcido, su voz era sólo un susurro estrangulado. Nunca revelaba nada de su historia pasada, ni siquiera su verdadero nombre, y parecía satisfecho de ser conocido como Kostchei el Inmortal en público y Shadid Sarkioglu en privado. La mayor parte del tiempo sus colegas artistas sólo veían la parte inferior de su barbilla, pero cuando comía con ellos no tenía más remedio que inclinarse hacia adelante y la vista no inducía precisamente al apetito. Sin embargo, poco a poco se fueron acostumbrando a él como se habían acostumbrado a la estatura liliputiense de Tücsók o a las serpientes de Meli o a la cara medio azul de Fitzfarris. (Ahora esta última sólo podía verse a primera hora de la mañana, antes de que Fitz se aplicara la máscara cosmética de normalidad.) Una cosa que contribuyó a que Shadid fuese aceptado en la compañía — que, de hecho, casi le convirtió en el preferido de las mujeres— fue su cordial ofrecimiento de ayuda cuando Domingo le confió en francés cuánto anhelaban las artistas tener el dinero suficiente para comprar, ellas o sus hombres, un abrigo de piel. Shadid soltó lo que, de no ser por su garganta comprimida, habría sido una risotada y sólo fue una risa aflautada y casi inaudible. —Mademoiselle Domingo —dijo con su ronco murmullo—, es cierto que el Estado fija el precio de las pieles y los pone por las nubes. El Estado reglamenta muchas cosas, pero siempre hay quien elude las reglas de una manera u otra. Además de los mercados estatales está lo que podríamos llamar el mercado cooperativo. ¿Ustedes las damas quieren abrigos de piel? Yo les conseguiré las pieles, y a precios de ganga. Pero antes han de pedir permiso a monsieur le gouverneur. —Pobre de mí —exclamó Florian cuando Domingo corrió inmediatamente a hacerle la proposición—. Tendría que haberlo sabido. Contratamos a un primero de mayo que es un ex delincuente y en seguida nos tienta la ocasión de delinquir. Pero... bueno... si Shadid puede garantizarnos que no acabaremos en la estaca, como él... Shadid dio, pues, a Fitzfarris unas señas y una nota escrita en ruso y Fitz fue a entregarla. Las señas resultaron ser las de una casa de empeños conspicuamente falta de artículos en venta. El viejo propietario leyó la nota, asintió y no dijo nada, pero levantó tres dedos y despidió a Fitz. Tres días después, al caer la noche, un furgón arqueado, cubierto por una lona, entró retumbando en el recinto del circo y el mismo viejo se apeó del pescante. Abrió la compuerta de cola del furgón e indicó en silencio que subieran quienes lo desearan a mirar las hileras de perchas que había a ambos lados del interior, de las que colgaban tal vez sesenta abrigos de todos los tamaños y variedades de piel.
Las pieles eran igualmente buenas y los abrigos tan exquisitamente bien hechos como los de cualquier peletería legal, pero los precios de las etiquetas eran sólo una cuarta o una quinta parte de lo que habrían sido en esas tiendas. Nadie podía resistirse a tanto lujo y a tantas gangas. Yount compró un abrigo de visón para Agnete, Pemjean uno de martas cibelinas para Lunes, LeVie uno de garduña para Nella, Fitz uno de visón para Meli y Florian uno de martas para Daphne. Después, para que las mujeres sin pareja no se sintieran despreciadas, Florian y Edge compraron entre los dos abrigos de marta común, casi tan elegantes, para Domingo y Ioan. Y cuando Pavlo Smodlaka se negó rotundamente a «derrochar el dinero en trapos» para sus mujeres, Dai y Carl le miraron con desprecio y compraron por lo menos un abrigo de piel de ardilla para Gavrila y la pequeña Sava. Jules y Willi eligieron para sí abrigos iguales de zorro rojo, brillantes y casi luminosos. Cuando los otros hombres empezaron a reír con disimulo, Willi dijo en tono altanero: —No hay nada afeminado en que los hombres lleven abrigos de piel. Habéis visto muchos entre nuestro público. Y cuando vayamos más hacia el norte, desearéis haberos comprado uno. Esto tenía sentido, así que todos los hombres —menos Pavlose compraron abrigos, pero de piel de tejón, mucho menos espectacular. Como Kostchei el Inmortal había organizado esta ganga y aún le retenían el sueldo, Florian le adelantó el dinero para comprarse también él un abrigo de tejón. Después de un mes en Kíev con llenos a rebosar, los asistentes al circo empezaron a ser perceptiblemente más escasos. Florian fue en seguida a la estación del ferrocarril e hizo gestiones para que volviese el tren a recoger al circo. Willi Lothar dejó su calesa con el resto de vehículos del Florilegio y él y Rouleau, llevando sus abrigos gemelos de zorro rojo, tomaron un tren a Moscú con objeto de reservar un terreno para el circo. —¿No es un poco impetuoso, director? —preguntó Edge—. Kíev no nos hace el vacío, ni mucho menos. Aún tenemos unas ganancias más que decentes. ¿No deberíamos apurar esta plaza hasta que no dé más de sí? —Lo haría si estuviéramos en verano —contestó Florian—, pero hay consideraciones más importantes que los ingresos del furgón rojo. Dependemos de una asistencia masiva para que la temperatura de la carpa sea sólo soportable, no solamente para el público sino también para nuestros artistas. —Y aprovecha cualquier excusa para correr a San Petersburgo, ¿verdad? —Bueno, siempre recuerdo que el zar voló aquel viejo y magnífico barco para inspirar a un solo artista. ¿Quién sabe qué generosidad podría mostrarnos a nosotros?
Así, pues, dos semanas más tarde, cuando hacía ocho que el Florilegio actuaba en Kíev, el tren alquilado llegó a la estación de la ciudad. El circo fue una vez más cargado laboriosamente a bordo y la monstruosa locomotora Sormovo lo llevó hacia el noroeste. También en esa ocasión partieron de noche y aquella vez el tren no sufrió ninguna avería durante el trayecto. Sin embargo, hubo paradas intermitentes por la linterna roja de algún guardabarreras, para cargar carbón, para hacer provisión de agua, para comer en pequeñas gostínitsas de estación, por lo que Florian calculó que la velocidad media de este viaje fue de unos veinticinco kilómetros por hora. El recorrido era mucho más largo —más de ochocientos kilómetros—, de modo que la gente del circo pasó a bordo del tren, excepto cuando se apeaban para comer y usar los lavabos de la estación, aquella noche, el día siguiente y otra noche. El tiempo era tan frío que apenas se notaba en los compartimientos la calefacción de los tubos de la caldera, y todos viajaban, tanto despiertos como dormidos, envueltos en los abrigos recién comprados, además de guantes, sombreros, bufandas y todas las mantas que el provodnik pudo procurarles. Los animales, en los vagones de mercancías, iban tapados con las mantas de piel de lobo y los cobertores de las jaulas. Tampoco esta vez había mucho que ver en la oscuridad reinante fuera de los compartimientos iluminados por linternas. Sin embargo, al amanecer del día siguiente la compañía dejó atrás por fin las monótonas praderas que estaban atravesando desde que abandonaran el lago Balaton en Hungría. Ahora la campiña era ondulada y abundaban los pueblos, granjas, árboles e incluso bosques. El tren cruzó puentes sobre muchos ríos helados, aunque ninguno tan ancho como el Dniéper. Los pueblos, ahora cubiertos de nieve, ya no parecían tan míseros, aunque las dos únicas ciudades por las que pasó el tren durante el día —Bryansk y Kaluga— eran simples conjuntos de fábricas, tristes, herrumbrosas y humeantes. Al día siguiente por la mañana el tren se fue acercando a Moscú a través de campos nevados que en verano serían las huertas de la ciudad. Cuando el tren llegó a la cima de las colinas de Gorriones, los pasajeros pudieron ver el valle del río Moskvá y todo el panorama de la urbe — sobre siete colinas, como Roma y Lynchburg—, con la ciudadela de murallas blancas y múltiples campanarios, el Kremlin, en el punto más alto. El tren pasó una zona de casuchas que eran los suburbios y entró en la estación de Bryansk, donde se detuvo en un apartadero ya reservado por Willi y Jules, quienes también se habían cuidado de todo el papeleo, el pago y futuros acuerdos de viaje por tren con el jefe de estación.
—Pero el mejor terreno que he podido encontrar —dijo Willi está bastante lejos, en el parque Petrovskiy. Tendremos que recorrer una buena cuarta parte de la distancia rodeando la ciudad y luego ir en dirección nordeste por la carretera de Tvar. —Bueno, como hemos llegado a una hora tan temprana de la mañana — dijo alegremente Florian—, los peones habrán terminado la descarga poco después de mediodía. Entonces desfilaremos e iremos por el lado, haciendo las tres cuartas partes de la distancia alrededor de la ciudad para conquistar a los moscovitas con nuestro esplendor. Lothar y Rouleau parecieron dudar de la idea, pero no dijeron nada, y esto es lo que hizo el Florilegio, acompañado por la música de la banda a la vanguardia y la del órgano de vapor a la retaguardia. Casi todos los artistas desfilaban con los abrigos de piel puestos, que abrían de vez en cuando para enseñar sus trajes de lentejuelas, pocas veces y muy brevemente, porque Moscú era más frío que Kíev. Los animales de las jaulas eran invisibles bajo los cobertores de piel, pero los caballos, el camello y los dos elefantes, con sus mantas de piel de lobo, y los elefantes y el camello con sus inmensas botas, parecían aún más exóticos que cuando desfilaban desnudos. Sólo los hermanos Kim, que parecían insensibles a cualquier inclemencia o incomodidad, llevaban únicamente las mallas de la pista y hacían todos sus saltos mortales, volteretas y otras acrobacias sin guantes y descalzos sobre la nieve compacta de las calles. La cabalgata avanzó desde la estación del ferrocarril hacia una ancha avenida que rodeaba casi todo el centro de la ciudad. Cuando el circo torció a la derecha para entrar en ella, se llamaba bulevar Smolensky, pero, según los letreros de las calles, cambiaba de nombre cada medio kilómetro. Y los participantes en el desfile no tardaron en comprender por qué Willi y Jules no se habían entusiasmado ante la idea de la cabalgata. El bulevar, para no mencionar las calles transversales, tenía un pavimento pésimo. De no ser por la capa de nieve que cubría el empedrado, los miembros del circo habrían dado tantos tumbos como en el tramo de troncos por el que habían entrado en Rusia. Y todas las calles estaban atestadas por un tráfico ininterrumpido de carruajes, carros, carromatos, droshkis, troikas y gente, gente, gente que, tanto si iba a pie como en coche, empujaba y maldecía groseramente para abrirse paso. Sólo el hecho de que muchos caballos se apartaban al oír el bullicio de la cabalgata —y los cocheros y viandantes se detenían para mirar con asombro— permitía al circo avanzar poco a poco. Sin embargo Florian, a la cabeza como siempre, perseveró y la cabalgata consiguió dar, en sentido contrario al de las manecillas del reloj, la vuelta completa al circuito de once kilómetros del bulevar dotado de varios nombres y tres kilómetros más por la Peterbúrgskoye Chaussée hasta el parque Petrovskiy.
Mientras aún se hallaba en el bulevar, la gente del circo pudo ver que Moscú estaba construido en círculos concéntricos, o lo habría estado de no intervenir un recodo del río Moskvá, de modo que el centro de la urbe podía compararse a una galleta gigantesca con un mordisco en un lado. Ocupando toda la colina más alta de Moscú se alzaba el Kremlin, que por sí solo constituía una ciudad de palacios, iglesias, un monasterio, un convento, el Tribunal de Justicia, un arsenal, cuarteles y otros edificios, casi todos coronados con cúpulas, torrecillas o agujas en forma de cebolla, y todo ello contenido en un triángulo de murallas encaladas y almenadas de veinte metros de altura que seguían la curva del río. El Kremlin era el centro de los semicírculos concéntricos de edificios menores, y los dominaba a todos. —Como dice el proverbio local —dijo Willi a los demás—, no hay nada sobre Moscú excepto el Kremlin y nada sobre el Kremlin excepto el cielo. El próximo semicírculo fuera del Kremlin era conocido por los nativos por el sencillo nombre de Górod, «Ciudad». Este distrito, también rodeado por una muralla encalada, era la parte comercial de Moscú, toda oficinas, tiendas, la universidad, bancos, etc. En el siguiente había la «Ciudad Blanca» de palacios imperiales, reales y nobles, mansiones de familias ricas, museos, teatros, magníficas iglesias y el hospital Imperial para Niños sin Hogar. La gente del circo desfiló en torno a la elegante Ciudad Blanca; mirando hacia dentro del bulevar, podían ver con claridad el Kremlin al fondo de las calles que convergían en él. Mirando hacia el otro lado, veían el siguiente círculo concéntrico, la «Ciudad de Tierra», llamada así por las ruinas que en un tiempo fueran los bastiones exteriores de Moscú. Y la Ciudad de Tierra consistía en residencias menos lujosas, hoteles, tabernas y plazas de mercado. Sin embargo, hacía tiempo que Moscú se había extendido más allá de estos bastiones, y el círculo concéntrico más alejado, que daba la vuelta a la Ciudad de Tierra y llegaba hasta la otra margen del río, constituyendo las tres cuartas partes del área urbana, era 0kréstnosti o los suburbios. Este nombre era un eufemismo ruso típicamente suave para lo que constituía en la actualidad un cinturón industrial de fábricas, molinos, herrerías, fundiciones y los lastimosos cobertizos de sus trabajadores, todo tan pobre, sucio y sórdido como las otras ciudades industriales por las que había pasado la caravana del circo, y los suburbios proyectaban un manto de humo, hollín y olores malsanos hacia toda la ciudad interior, incluyendo el mismo Kremlin. —Moscú fue en el pasado la capital de Rusia —explicó Willi cuando, más tarde, identificó para los miembros del circo los diversos lugares que habían visto en su circuito de la ciudad— y el Kremlin sigue siendo el lugar sagrado donde debe ser coronado el zar. Pero cuando Pedro el Grande construyó San Petersburgo y trasladó su corte allí, esta ciudad se estancó. Ahora tiene más o menos la misma población que Kíev. Sin
embargo, últimamente Moscú aspira a convertirse en el centro industrial y de transporte de todas las Rusias. De ahí su fealdad y las calles terriblemente abarrotadas y el ruido, la suciedad y los malos olores. Así, pues, la gente del circo se alegró de acampar más allá del cinturón de los suburbios, entre los árboles y el aire puro del parque Petrovskiy. A poca distancia del parque en trineo o carruaje estaba otra de las varias estaciones de ferrocarril moscovitas, la Savelovo, y a su lado había, naturalmente, un hotel para viajeros. Tenía habitaciones para toda la compañía y el hótelier estuvo encantado de acoger a huéspedes que se quedaran más de una noche, así que tanto él como su cocina, camareras y mozos se esforzaron para que la estancia de la compañía fuese cómoda y agradable. Después de la excepcional entrada americana del Florilegio en la ciudad, las dos primeras semanas registraron llenos totales. Pero entonces empezaron a verse asientos vacíos en la carpa y la tendencia fue acentuándose. Moscú tenía dos circos estables en la Ciudad de Tierra, uno puramente ruso, el Nikitin, y otro regentado y compuesto casi en su totalidad por una familia italiana de emigrados, los Truzzi, y ambos circos trabajaban en el interior de edificios grandes y provistos de una calefacción decente. Aunque sus programas poco variados debían de ser muy conocidos por toda la población de Moscú, era comprensible que la gente los prefiriese a un circo que los obligaba a desplazarse por lo menos tres kilómetros y no tenía más calefacción que la de sus propios cuerpos. Además, a juzgar por las abrigadas multitudes que abarrotaban las calles de la ciudad, los moscovitas sentían predilección por las aglomeraciones lo más cerca posible del centro urbano y no les gustaban los espacios abiertos. Todos los artistas se esforzaron por realizar sus números con gracia y perfección e introducir novedades en ellos, con la esperanza de que todos los miembros del público salieran y elogiasen el espectáculo a todo moscú. Rouleau convenció al reacio Carl Beck para que organizara una ascención del globo y casi murió congelado cuando el Saratoga alcanzó alturas mucho más frías que el nivel del suelo. La Emeraldina y el Kesperle, aunque ya no tenían al viejo y cornudo Notkin como blanco de sus pullas, hacían un número más obsceno incluso que en Baviera. Nella aprendió de memoria y decía sus frases en ruso. Ferdi Spenz, no teniendo el intelecto para ello, hacía una pantomima. Ocultaba el «cacto» hinchable en sus anchos pantalones y, mientras cortejaba con lascivia a Emeraldina, lo inflaba hasta obtener un miembro prodigioso. A lo que Nella gritaba, con desesperación fingida: «Boshe moi! ¿Cómo puede una mujer mantener cerrado su cajón más secreto cuando todos los hombres —risitas— tienen semejante llave para abrirlo?» El público reía a carcajadas, pero los asistentes continuaban disminuyendo.
Por lo tanto, una vez más, Florian fue a ver al jefe de estación para alquilar un tren y Rouleau y Lothar tomaron un tren anterior a San Petersburgo. Entretanto, los demás miembros de la compañía encontraron tiempo —y valor— para ir varias veces a la bulliciosa y maloliente ciudad con objeto de admirar sus vistas más notables. En el recinto del Kremlin visitaron los diversos museos palacio, los salones públicos del palacio del Gran Kremlin del propio zar, la Tesorería y Armería y la catedral de la Asunción, donde habían sido coronados todos los zares desde el primero en asumir dicho título: Iván IV, llamado el Terrible. Los visitantes terminaron el recorrido aturdidos por la cantidad y riqueza del contenido de los edificios: medallones, diademas, collares, vajillas, coronas antiguas y joyas de la corona de oro y plata con incrustaciones de pedrería, estandartes de antiguas batallas, armas y armaduras antiguas, lujosos carruajes y trineos, todos laminados en oro y tapizados con valiosas pieles. Sin embargo, fue en el exterior del Kremlin donde los visitantes encontraron sus dos cosas favoritas en Moscú. Una de ellas estaba frente al Kremlin, pero al otro lado del río: el parque curiosamente llamado «Jardín Ameno». Era el parque mejor cuidado y más bello de la ciudad, incluso en pleno invierno, con su impecable jardín ornamental, verdes sotos que ocultaban sendas para enamorados, un lago pequeño, ahora helado y lleno de patinadores, y delicados pabellones en cuyas escalinatas unas mujeres viejas vendían té caliente y zakuski. Su otro lugar favorito estaba en el extremo sur de la imponente plaza Roja, fuera de las murallas del Kremlin, y era la catedral de San Basilio, otra reliquia de Iván el Terrible. El interior no tenía ningún interés, pero el exterior parecía el castillo de pan de jengibre y azúcar de un cuento de hadas. Consistía en una apretada docena de altas cúpulas y agujas, ninguna de las cuales era igual a las otras; algunas tenían forma de cebolla, otras de piña, algunas estaban serradas, otras esculpidas en facetas, otras salpicadas de bolas granuladas y algunas con escamas como las de los peces. Todas estaban laminadas en oro o doradas o cubiertas de azulejos de por lo menos dos colores —nunca del mismo tono— que formaban franjas, rayas o espirales. Las formas de los arcos y las ventanas eran de una variedad infinita: redondas, cuadradas, rectangulares, ovaladas y dos de ellas enmarcadas y pintadas para representar los ojos de una lechuza. Los observadores hicieron una serie de comentarios que expresaban desde la admiración hasta la incredulidad, pero quizá el de Yount fue el más acertado: —El viejo Iván no podía ser tan terrible si construyó esto. Cinco semanas después de entrar en Moscú, el Florilegio abandonó la ciudad por la cercana estación de Savelovo a media mañana de un día
glacial. El tren arrancó casi inmediatamente y la ciudad quedó atrás para ceder el paso a bosques tan densos que el tren parecía atravesarlos por un túnel. Luego los árboles empezaron a escasear y aparecieron grandes praderas onduladas cubiertas de nieve. Tampoco esta vez se produjeron averías, pero al haber una vía única entre Moscú y San Petersburgo, las dos ciudades más pobladas de Rusia, y ser muy numerosos los trenes de pasajeros y de mercancías, el tren del circo tuvo que desviarse con frecuencia a algún apartadero para darles paso en una u otra dirección. Por esta razón y aunque el tren pudo alcanzar varias veces una velocidad decente, la media volvió a ser de unos veinticinco kilómetros por hora. Y seis horas después de abandonar Moscú, se detuvo sin ser conminado a ello en la estación de una ciudad bastante grande con objeto de que todos se apeasen para cenar. Florian se movió entre su gente para informarla sobre el punto geográfico al que habían llegado. —Esta ciudad es Tver, un próspero centro comercial porque no sólo está situado junto a la vía férrea que une Moscú y San Petersburgo, sino que se asienta en ambas orillas de ese río, que es asimismo una importante ruta comercial. Quizá queráis ir a echarle un vistazo porque se trata del río Volga, famoso en el canto y en la historia. De hecho, la canción popular publicada recientemente con el título de Canción de los remeros del Volga gozaba ya de una inmensa popularidad en toda Rusia. Todos los miembros de la compañía la habían oído tocar con balalaikas en los restaurantes y comedores de hotel y Bumbum Beck estaba adaptando una versión para su banda, así que la mayor parte de la compañía circense fue al río a ver a los remeros de enormes músculos remolcar las embarcaciones por los caminos de sirga. Como el río estaba completamente helado, sus gruesos cabos no arrastraban barcazas sino trineos cargados de cereales hasta los topes. Sin embargo, los remeros entonaban dicha canción —aunque no tan musicalmente como una balalaika— y seguían el ritmo con sus lentos pasos. El personal del tren cenó a toda prisa en Tver para dedicarse a la complicada maniobra de acoplar a la parte delantera de su gran locomotora un enorme quitanieves en forma de V horizontal, con el vértice hacia adelante. Cuando la gente del circo se despertó al amanecer del día siguiente, comprendió la razón. La nieve formaba ondulaciones sobre los campos cultivados, como dunas de arena del desierto, y ésta era una región de vientos fuertes y constantes que empujaban continuamente las dunas de nieve y las llevaban, como si fueran olas auténticas, hacia la vía férrea. En los escasos pueblos por los que pasaba el tren, la iglesia, con su campanario en forma de cebolla, que solía ser la estructura más alta de la ciudad, no sobrepasaba la altura de las achatadas isbas y chozas de los campesinos. Todas las
iglesias de esta tierra septentrional tenían su campanario en forma de cebolla, pero construido en el suelo y a cierta distancia del edificio para protegerlo, y proteger a sus feligreses, del peligro de su derrumbamiento por los fuertes vendavales. El viento traía además desde los campos cultivados un olor fétido, peor incluso que las emanaciones de las fábricas de Moscú: el olor del pescado podrido. Con las bufandas sobre la nariz, la gente del circo expresó la esperanza de no estar oliendo la ciudad supuestamente inmaculada de San Petersburgo. No era así, desde luego, pero hasta que llegaron a la ciudad no conocieron por Willi Lothar el motivo de aquel hedor. —Los pescadores del golfo de Finlandia pescan grandes cantidades de arenques. Una parte se vende como alimento, pero otra se destina a la fabricación de aceite, y las sobras se venden baratas a los granjeros, que en otoño, después de la cosecha, usan el pescado triturado como abono para sus campos, y el hedor es tan fuerte que ni las nevadas más copiosas del invierno pueden neutralizarlo. La fetidez quedó atrás cuando el tren dejó la llanura para subir a las colinas de Valdái, cubiertas de abedules. Los bosques frenaban el constante viento, y su suelo, sin nieve ni tierra marrón, sólo tenía la plateada «sombra de escarcha» de los árboles. Como los propios abedules eran plateados, no parecían proyectar sombras, sino más bien reflejos de sí mismos, como si la tierra fuese una agua tranquila. Después el tren traqueteó a lo largo del ancho y helado río Nevá y atravesó suburbios de residencias destartaladas e inmensos almacenes, pero sin fábricas, humo, hollín, ruidos molestos u olores apestosos. Los pasajeros, ahora lo bastante excitados para olvidarse temporalmente del intenso frío, abrieron las ventanas de los compartimientos para asomarse y ver las agujas y cúpulas doradas, los anchos bulevares y los palacios polícromos de la moderna «Venecia del norte», la «ventana a Occidente» de Pedro el Grande, la ciudad poetizada por las guías turísticas como «música en piedra», la ciudad llamada amorosa y familiarmente Piter por sus habitantes, la capital de todas las Rusias, San Petersburgo. 4 Willi y Jules, luciendo sus luminosos abrigos de zorro rojo, esperaban en la estación Nicolás. Mientras el tren circense era conducido hacia su apartadero, Willi dijo: —Herr gouverneur, esta vez he conseguido un buen terreno. —Extendió un plano de la ciudad—. Está en el Jardín de Táuride, un parque público detrás del antiguo palacio Potemkin. A poca distancia de aquí.
Florian estudió el plano. — Buen trabajo, Chefpublizist. Pero no iremos directamente allí. Ya es más de mediodía, por lo que daré instrucciones a Stitches y Banat para que sus hombres descarguen primero a los animales, furgones de jaulas, el órgano de vapor y demás vehículos necesarios para el desfile y dejen para el final los remolques y carromatos no decorativos y nos sigan cuando estén listos. Es imprescindible hacer nuestra entrada en San Petersburgo con un desfile. — Par Dieu, Florian —dijo Rouleau—; saca la nariz fuera de esta estación. La temperatura aquí es de nueve grados bajo cero. — ¿Y qué? Kíev y Moscú no debían de ser mucho más calientes. —Pero aquí el frío se nota más —explicó Willi— a causa de la humedad ambiental. Pedro el Grande construyó esta ciudad sobre pilotes en tierra pantanosa desecada. Incluso los cortesanos del zar Alejandro la toleran a regañadientes y sólo porque el propio zar reside aquí. —Ah, pero nosotros no somos cortesanos melindrosos —replicó Florian— . Somos gente de circo. Si quieres viajar conmigo, Herr Lothar, y tú con el coronel Ramrod, Monsieur Roulette, podréis instruirnos sobre lo que habéis aprendido acerca de la ciudad y sus costumbres. —Muy bien —contestó Willi—. El bulevar principal de Piter, el Nevskiy Prospekt, pasa justo por delante de la estación. Sugiero que lo sigamos hasta el centro comercial y luego torzamos hacia la Mórskaya, la avenida por la que pasea la mejor sociedad todas las tardes de invierno de dos a cuatro. En cuanto a los peones y carromatos restantes, pueden ir directamente de aquí al recinto cuando estén dispuestos. — Diré a Kostchei que vaya con ellos y los dirija —decidió Florian—. De todos modos no nos interesa exhibirlo en la cabalgata. Incluso los artistas que iban en el techo de los carromatos, sin la compañía de Willi o Jules para explicarles lo que veían, pudieron formarse algunas impresiones de Piter, la mayoría favorables, mientras agitaban la mano y sonreían a la gente que se paraba en las aceras o detenía sus vehículos o salía de los edificios para verlos pasar. Exceptuando algún callejón o pasaje con la nieve amontonada, no había en la ciudad ni una sola calle de menos de quince metros de anchura, y todas estaban muy bien empedradas, formando dibujos decorativos. El Nevskiy y otros bulevares medían sus buenos treinta metros de anchura y no estaban empedrados sino pavimentados con bloques hexagonales de madera, también formando dibujos. Tanto entonces como después, los miembros de la compañía podían decir siempre con los ojos cerrados cuándo su vehículo salía de una simple calle para entrar en un bulevar sólo por la diferencia de sonido: el ruido metálico de las llantas de las ruedas sobre adoquines y el rumor más suave y apagado sobre el pavimento de madera.
El maravillosamente ancho Nevskiy Prospekt estaba flanqueado por palacios, mansiones, ministerios imperiales y embajadas extranjeras de muchos pisos: edificios de limpio mármol blanco o piedra de color natural o estuco pintado —en colores muy vivos—, y algunas fachadas estaban incluso recubiertas de terracota similar a la cerámica. Muchos de estos magníficos edificios se hallaban democráticamente al lado de edificios públicos corrientes —el ayuntamiento, iglesias pequeñas y grandes, la biblioteca pública— e incluso edificios comerciales de ladrillos con tiendas al nivel de la calle: boticas, papelerías, tiendas del Monopolio Estatal, restaurantes. Las más exclusivas ostentaban letreros que proclamaban sus mercancías o servicios en ruso y en francés: «KONDITERSKAYA/CONFISEUR»,«TORGOVETSPLAT'EM/TAILLEUR POUR DAMES.» Sin embargo, estropeaban las fachadas de todos los edificios, incluso los palacios, grandes cañerías, anchas como barriles, que bajaban hasta el suelo serpenteando desde los canales del tejado, pasando por cornisas y antepechos. Eran una fealdad necesaria para encañar la nieve que se fundía en los tejados durante el invierno y las abundantes lluvias que Piter soportaba en todas las estaciones. Los miembros de la cabalgata vieron ahora, en el lado izquierdo del bulevar, un edificio muy singular, pintado de blanco, que sólo tenía dos plantas pero que se prolongaba a lo largo de toda la manzana. A nivel de la calle había una hilera de tiendas, y también en el piso superior, que tenía una galería abierta en toda su longitud. Tanto el nivel superior como el inferior rebosaba de gente, en su mayoría mujeres, que iban y venían de una tienda a otra. —A los peterburgueses les gusta creer que viven en la ciudad más soignée y más parecida a Europa occidental de toda Rusia —dijo Willi a Florian—, pero aquí mismo se puede ver la herencia oriental del país. Aquel edificio es el Gostini Dvor, que ocupa toda una inmensa manzana. Tras su gran fachada y patios interiores alberga unas doscientas tiendas y en todas ellas se venden mercancías baratas para las masas. Es el equivalente exacto de un suk o bazar oriental. —Al cabo de un momento añadió—: En cuanto a las clases altas, no sólo encargan sus vestidos a Worth de París, sino que los envían a París para que los laven. Edge observó a Rouleau: — He notado que cada carro y carruaje tiene una red colgada delante del guardabarros. ¿Acaso sirve para evitar que los caballos ensucien estas hermosas calles con sus excrementos? —No. Es para impedir que la nieve lanzada por las herraduras de los caballos vaya a parar a la falda o el rostro de sus conductores — prosiguió Rouleau—. Aquí todos son muy conscientes del invierno, incluso los propios caballos. Observa a aquel que espera a su conductor junto a la acera. Por propia iniciativa, el caballo mueve un poco el
carruaje hacia adelante y hacia atrás para evitar que las ruedas se adhieran al hielo de la calle. En su camino por el Nevskiy, la cabalgata cruzó puentes sobre tres canales donde las aguas no podían helarse debido al tráfico cons tante de barcazas de mercancías y barcos ómnibus cargados de pasajeros. Todos los puentes tenían decorativas barandillas de hierro forjado, y una de ellas era especialmente bella porque tenía en ambos extremos estatuas en bronce de hombres casi desnudos que conducían caballos encabritados, y su escultura era tan detallada que, como observó el experto en animales Pemjean, las mantas de cordero de las sillas parecían realmente vellocino. Por el centro del bulevar y por los puentes discurrían dos pares de rieles por los que, a intervalos y en una u otra dirección, pasaba un tranvía de dos pisos tirado por caballos y provisto de una escalera exterior que subía formando una curva a los asientos de arriba, desocupados ahora en el frío del mes de enero. —Se llama Ferrocarril Semental —dijo Willi a Florian—. Lleva pasajeros entre la estación Nicolás y el Almirantazgo, a orillas del río. Todos los pasajeros pudieron ver brillar la alta y fina aguja dorada del Almirantazgo, pero la cabalgata se desvió del bulevar antes de llegar a ella para enfilar la Mórskaya Ulitsa, empedrada y más estrecha, atestada de transeúntes, todos ellos muy abrigados, pero por lo menos uno de cada diez llevaba el abrigo con charreteras, alamares y cinturón de un uniforme. La mayoría eran uniformes militares, y los oficiales iban tocados además con bicornios, chacós emplumados o una especie de turbante de piel. Algunos —oficiales de caballería que en aquel momento iban a pie— llevaban sables en largas vainas de piel de tiburón que hacían ruido al arrastrarse por el pavimento. Muchos de los hombres vestidos con uniformes menos decorativos, soldados rasos a todas luces, llevaban cartucheras en cruz sobre el pecho. La cabalgata llegó entonces a un barrio donde había muchos edificios más antiguos que los del Nevskiy Prospekt. Estaban construidos con madera, pero habían sido meticulosamente pintados para simular ladrillo. Sin embargo, Willi dijo a Florian que condujese el desfile hacia la derecha y de nuevo se encontraron entre arquitectura elegante. Llegaron a una vasta plaza con un pequeño parque en el centro y en medio de este parque, una estatua ecuestre del zar Nicolás I sobre un gran pedestal. Al fondo se levantaba la iglesia más grande y magnífica de todo San Petersburgo, la catedral de San Isaac, coronada por una enorme y alta cúpula recubierta de oro que brillaba con reflejos casi cegadores contra el cielo azul celeste. Al parecer acababa de concluir una ceremonia porque salía del interior una multitud de personas bien vestidas, todas las cuales se detuvieron en la escalinata para contemplar el desfile y saludarlo con la mano.
Varios sacerdotes se asomaron a la galería superior, ataviados con vestiduras negras y sombreros negros, altos y cilíndricos. Miraron, pero sin saludar, y uno de ellos se apoyó en la balaustrada y, cerrándose con un dedo una ventana de la nariz tras otra, se sonó copiosamente sobre la cabalgata, haciendo caso omiso de los feligreses que tenía debajo. Una veintena de andrajosos vendedores callejeros había esperado la salida de los fieles. Algunos llevaban cubos o jarras de cristal sobre la cabeza o, suspendidos de yugos de madera puestos sobre sus hombros, parrillas de metal y cubos de carbones que podían colocar en cualquier sitio donde desearan cocinar. Todos anunciaban a gritos sus mercancías: «Kvas!», «Pirogui!», «Chai!», «Bliní!». Pero también ellos enmudecieron y se pararon a mirar el paso del Florilegio. —Supongo que esta gente ya ha visto circos antes —dijo Edge—, pero quizá no han visto nunca un elefante en estas latitudes. —Mais oui —contestó Rouleau—. Me han dicho que hace más de un siglo un potentado indio regaló toda una manada a la zarina Elisabeth. Fue necesario apuntalar muchos puentes del canal para hacerlos entrar en la ciudad y a partir de entonces se reservó esta ruta para sus paseos. Cuando murieron a su debido tiempo, habían apisonado tan bien el camino de tierra que la pavimentaron y ahora es el Grecheskiy Prospekt, aunque mucha gente lo llama todavía paseo de los Elefantes. Es probable que nuestros eslovacos lo estén recorriendo ahora porque es la ruta de la estación al parque donde levantaremos la carpa. Además, existe todavía la botica del Grecheskiy que tenía la autorización imperial para vender los medicamentos para esos antiguos elefantes. Ahora la cabalgata pasaba por delante del Jinete de Bronce, el monumento más famoso y querido de la ciudad —una roca maciza e inclinada sobre la que Pedro el Grande, de tamaño tres veces mayor que el natural, montaba un caballo de aspecto aún más noble que él—, y enfrente había la ancha avenida que discurría a lo largo del Gran Nevá. El río estaba helado y negro y era azotado por un viento tan fuerte que los miembros de la cabalgata se envolvieron más en sus pieles y otras prendas de abrigo. Sin embargo, había centenares de peterburgueses, jóvenes y viejos, patinando y deslizándose en trineo por el río y todos vestían ropas relativamente ligeras. Un poco más abajo cruzaba el río un elegante puente de hierro forjado, y la otra orilla del Nevá estaba tan llena como ésta de magníficos edificios y estatuas. Bajo el puente estaban amarrados a los muelles diversos vapores de ruedas laterales y de popa; de hecho, estaban aprisionados por el hielo. Mientras la cabalgata avanzaba río arriba por la avenida, la compañía circense pudo ver en la distancia un tranvía de vapor que despedía humo negro al cruzar el hielo en dirección a la margen opuesta.
—Santo cielo —dijo Florian—, ¿han llegado a poner traviesas y raíles allí? Y el tranvía va atestado de pasajeros. ¿Qué grosor debe tener el hielo? —Bueno, mire hacia allí, Herr gouverneur —respondió Willi—. Ese artefacto continúa en su lugar desde que los sacerdotes celebraron la bendición de las aguas una semana después de la Epifanía. Era un altar elaboradamente tallado y coronado por una cruz, erigido a la orilla del río. Estaba construido y esculpido enteramente con bloques de hielo cortado del Nevá, y los bloques de la base eran cubos que medían un metro y medio en cada dimensión. —Eso fue sólo hace una semana —prosiguió Willi—, así que Jules y yo presenciamos la ceremonia. Después de bendecir el río, uno de los sacerdotes bautizó niños en el agua helada, sumergiéndolos por un agujero cortado en el hielo. Tuvo la desgracia de que un niño se le escurriera de las manos y, como es natural, desapareció inmediatamente. — Santo cielo —repitió Florian—, supongo que esto detuvo la ceremonia. — Ah, no, en absoluto. Era sólo el hijo de unos campesinos y el sacerdote se limitó a gritar: «Drugói! iEl siguiente!» Y los padres del niño desaparecido no se afligieron, sino que permanecieron extasiados, seguros de que el niño, al morir en circunstancias tan propicias, iría derecho a los brazos de los ángeles. Luego, después de la ceremonia, todos los presentes se apiñaron en torno al agujero con el fin de llenar jarras del agua ahora sagrada para beberla o bañarse en ella. La cabalgata continuó hacia el nordeste junto al Gran Nevá y más bien al trote, propulsada por el gélido viento y huyendo al mismo tiempo de él. Exceptuando a los patinadores y ocupantes de trineos, no había aquí mucha gente a la intemperie para detenerse a mirar y escuchar la música de la banda y del órgano. Pero pronto la cabalgata pasó por delante de las dos alas que daban al río del enorme edificio del Almirantazgo y atravesó su enorme patio, y allí todas las ventanas del edificio estaban llenas de figuras uniformadas. A continuación el desfile pasó por el desembarcadero del tranvía de vapor y se encontró directamente bajo el inmenso palacio de Invierno del zar. Sus tres plantas y fachada al parecer interminable eran de un rojo amarronado con cornisas recubiertas de oro, sostenidas por hilera tras hilera de columnas blancas con capiteles dorados. En realidad, su altura era mucho mayor que la de tres pisos porque en el tejado había numerosas cúpulas muy ornamentadas y en sus bordes se levantaban innumerables estatuas gigantescas. Sus ventanas también estaban abarrotadas de espectadores (supuestamente) reales y nobles, con sus cortesanos y sirvientes, de modo que los miembros de la compañía agitaron las manos y les sonrieron con especial calor y vivacidad.
Entonces la cabalgata cruzó un canal que desembocaba en el Nevá y allí todo el resto de la avenida estaba bordeado de palacios en el lado más alejado del río. El siguiente era uno llamado Hermitage, construido por Catalina la Grande para albergar su famosa colección de pinturas, esculturas y antigüedades extranjeras y al que podía retirarse — cruzando el puente elevado sobre el canal desde sus apartamentos del palacio de Invierno— para gozar en privado de esos tesoros. A pesar del nombre, el Hermitage no era un refugio modesto, sino que tenía dos plantas, la mitad de la fachada del palacio de Invierno, y su exterior estaba igualmente embellecido. Seguía una serie de palacios casi tan suntuosos de los grandes duques y grandes duquesas, separados por patios que seguramente serían jardines en verano. Desde el punto de la avenida en que se hallaban ahora los miembros del circo pudieron ver que el Nevá se bifurcaba en la margen opuesta. La cabalgata avanzó río arriba por la ininterrumpida orilla sur del Gran Nevá, pero en la otra orilla un brazo —el Pequeño Nevá— fluía hacia el noroeste y, un poco más lejos, otro brazo se dirigía hacia el norte. Así, la tierra que veían al otro lado del río era de hecho una serie de islas, grandes en su mayoría, situadas entre los numerosos brazos del delta del Nevá que se extendía hacia el oeste hasta el golfo de Finlandia. La estructura más prominente que vieron en dicha dirección los miembros del circo, entre los dos brazos visibles del río, fue la fortaleza de San Pedro y San Pablo, rodeada de una alta muralla de granito, con los pesados cañones dispuestos en sus aspilleras para bombardear a cualquier enemigo que viniera por agua (o hielo) desde cualquier parte del Nevá. Dentro de la muralla sólo podían verse algunas cúpulas doradas y una aguja de oro muy alta y delgada, como la del Almirantazgo. Esta aguja, según informó después a los otros Willi Lothar, pertenecía a la catedral de Pedro y Pablo, que era lo único vagamente «santo» del interior de la fortaleza, ya que se trataba del panteón de todos los zares, desde Pedro el Grande hasta Nicolás I, padre del actual zar Alejandro II. Todos los demás edificios contenidos dentro de aquella formidable muralla eran, según dijo Willi, «seglares, por decirlo así», pues se trataba del Arsenal Municipal, la Casa Imperial de la Moneda y la Prisión Estatal. La cabalgata pasó después por delante del gran parque llamado Jardines de Verano, ahora sólo bancos de nieve y árboles desnudos y una multitud de casitas de madera, construidas cada una en torno a las numerosas estatuas del parque para protegerlas durante el invierno. Luego el desfile dejó la orilla del río para tomar una calle que conducía directamente al palacio Potemkin, deshabitado desde la muerte del príncipe unos ochenta años atrás y usado ahora como cuadra de un reducido número de caballos —unos cien— de la familia imperial. Al lado estaba el Jardín de Táuride, llamado así, según contó Rouleau a Edge,
en recuerdo de una batalla ganada por el príncipe Potemkin en un lugar de Crimea llamado Tauris. Este parque también estaba cubierto de nieve, de modo que todos los peones, que ya habían descargado los carromatos en los que habían venido, se dedicaban a limpiar de nieve todo lo que sería el recinto del circo y la avenida de entrada desde la calle. Estaban a punto de terminar este trabajo cuando la cabalgata llegó con el resto de los carromatos, y antes de que Florian se hubiera apeado de su carruaje, Goesle se acercó para preguntar: —¿Montamos en seguida la carpa, antes de que oscurezca? —No, Dai, habría oscurecido mucho antes de concluir la tarea. Aquí los días son muy cortos en invierno. Además, todos tienen frío y están cansados. Mientras tus muchachos descargan los carromatos restantes, iré a reservar habitaciones para todos nosotros en un hotel. Deja sólo a un guardián, como de costumbre. —Se dirigió a Willi—: ¿Tienes alguna recomendación que hacerme con respecto a los hoteles? — Bueno, no estaba seguro de la clase de hotel que desea ocupar aquí, así que, por razones de economía, Jules y yo nos hemos registrado en el hotel de France, en la Mórskaya. Hemos pasado por delante hace poco rato. —¿Era aquel del horrible letrero solicitando clientela? —preguntó Florian, incrédulo—. Vamos inmediatamente a sacaros de allí a ambos. (El letrero decía, en ruso y francés: «¡BAÑO DISPONIBLE EN CUAL QUIER MOMENTO! ¡PRECIOS MUY RAZONABLES! ¡CARRUAJES ACCESIBLES!) — Me sorprendes, barón. —Florian no usaba casi nunca el título de Willi—. El Chefpublizist del Floreciente Florilegio de Florian ahorrando peniques y alojándose en un hotel de sexta categoría. Espero que no hayas mencionado esas señas a ninguno de los funcionarios con quienes has gestionado la cuestión del recinto y otros permisos necesarios. — Neín, nein, Herr gouverneur —aseguró Willi, compungido—. Y créame, el hotel de France está lejos de ser el peor de Piter. Pero Jules y yo hemos pensado que... como ha gastado tanto dinero en fletar trenes y cosas así... — Agradezco la intención. Y después de nuestra decepcionante estancia en Moscú, lo cierto es que no podré pagar una desmesurada cuenta de hotel a menos que llenemos el circo a partir del primer día. No obstante, considero una buena inversión el dinero gastado tan pródigamente en llegar hasta aquí. Después de París, San Petersburgo ha sido mi meta desde que desembarcamos en Europa. Y aún me queda el dinero suficiente para dar propinas generosas al personal de cualquier hotel, y esto siempre impresiona a los directores. Recuerda, Willi, que los hombres son casi siempre juzgados por los demás de acuerdo con su propia estimación de sí mismos y de su valor. Tenemos que improvisar sobre la marcha. Y recuerda otra cosa. Venimos a este lugar armados
con una presentación personal a la zarina. No podemos alojarnos en un hotel que no sea el mejor. Willi se encogió de hombros. —Debe de ser el más antiguo y venerable, el Evropéiskaya (hotel Europa), en la esquina de Mijailóvskaya y el Nevskiy Prospekt. — Unas señas excelentes. Será el Europa, entonces. —Es muy caro. La habitación más barata con baño cuesta siete rublos y medio por día. La cena, tres rublos por persona, table d'ho'tel. — ¡Tonterías! Cenaremos á la carte. Y ocuparemos las habitaciones más caras. Exceptuando a los eslovacos, claro. Ahora di a Monsieur Roulette que venga con nosotros para recuperar su equipaje. Una vez hecho esto, los tres continuaron hasta el hotel Evropéiskaya, y Florian detuvo a Bola de Nieve y su carruaje justo en medio de la calle Mijailóvskaya, frente a la marquesina de vidrios de colores del hotel, cerrando el paso y haciendo caso omiso de los numerosos vehículos que tuvieron que pararse detrás de él. Tiró las riendas y una extravagante moneda de cinco rublos al dvornik del hotel, que estaba junto al bordillo —quizá esperando cinco copecs y le dijo en ruso: —Mantén mi carruaje dispuesto para una partida inminente, buen hombre. El privátnik del hotel, regiamente uniformado, cruzó el umbral, sin duda para protestar contra el bloqueo del tráfico, pero Florian le alargó una moneda de diez rublos. El hombre puso los ojos en blanco y corrió a abrir de par en par las puertas de doble batiente, inclinarse ante Florian y sus acompañantes y guiarlos personalmente hasta el mostrador de recepción. Su gran entrada no pasó inadvertida al primer conserje, que asintió obsequioso cuando Florian especificó —no pidió— un número determinado de suites y habitaciones con baño y casi otras tantas sin baño. Cuando Florian habló en ruso, el primer conserje le contestó en ruso. Cuando Rouleau preguntó algo en francés o Lothar en alemán o cualquiera de ellos habló en inglés, el primer conserje cambió a dichas lenguas y las habló con fluidez. Sin embargo, su obsequiosidad disminuyó un poco y sus cejas se enarcaron cuando Florian le hubo dado el montón de pasaportes y leyó algunos datos de su contenido. Cuando Florian se marchó, fue al jardín de Táuride, recogió a su compañía y volvió con ellos —un gentío que casi llenó el amplio vestíbulo—, el primer conserje pareció reacio a seguir mostrándose obsequioso. Aunque la mayor parte de la compañía llevaba elegantes abrigos de piel, no dejaba de ser un conjunto abigarrado, y los clientes sentados en el vestíbulo miraron con fijeza e incluso se levantaron para ver mejor a la enana Grillo, a los tres coreanos descalzos, a los hermanos Jászi, con aspecto de bandidos, y al hombre inexplicablemente encorvado que llevaba el sombrero sobre la cara.
Pero Florian había vuelto preparado —y había preparado a Edge para una recepción fría. Pidió al primer conserje, cuyo rostro era ahora impenetrable, las llaves de las habitaciones, añadiendo en seguida: —El director de mi compañía tiene aquí una carta escrita en una lengua que no sabe leer y se niega a confiar su traducción a alguno de nosotros. ¿Quizá usted, gospodín commissionnaire, le haría el favor de escribir su contenido en inglés? Edge ya había puesto sobre el mostrador el sobre con las dos coronas grabadas y el primer conserje abrió mucho los ojos como había hecho antes el portero. Leyó el mensaje y luego con mano trémula— escribió en un papel del Evropéiskaya la traducción inglesa. Edge dijo: «Spasíbo, gospodín» y se la guardó. A partir de entonces el primer conserje no sólo fue obsequioso, sino servil y se encargó de que también lo fuera el resto del personal. Cuando toda la compañía se hubo refrescado y cambiado de ropa, fue a reunirse en el comedor del hotel, una vasta sala de columnas, espejos, murales y tiestos de palmas bajo un techo abovedado hecho enteramente de vidrios polícromos, con una especie de iluminación que le prestaba un magnífico resplandor. Florian deslizó en la mano del maitre d'hótel una gran moneda y pidió los mejores asientos para todos, sin ninguna necesidad, ya que entre todos ocuparían prácticamente todas las mesas del espacioso comedor. El maitre d'hótel se inclinó y se fue con el jefe de camareros a trasladar a otros comensales —que protestaron, aunque en vano— y sus mesas con la cena a medio comer a otra sala menos suntuosa contigua al vestíbulo. Cuando Florian y su compañía se hubieron sentado, pidieron á la carte y sin tacañería y Florian llamó al sommelier, que acudió con la cadena y la llave colgada del cuello y presentó su lista. Florian encargó el vino más caro sin tener la menor idea de cómo era ni de si resultaría apropiado para acompañar los diferentes platos. Durante los zakuskis —aquí, como en otras partes, una comida por sí mismos— Florian dijo a Edge, que estaba sentado a su lado: —Willi me ha informado de que hay otro circo en la ciudad, estable, en un local cerrado, como los de Moscú. Creo que antes que nada tú y yo tendríamos que visitar este Tsirk Cinizelli, como se llama, aunque ahora es propiedad de un ruso apellidado Marchan. Supongo que no será un competidor temible; Willi dice que Marchan es sólo un advenedizo que antes poseía un café. Sin embargo, el primer Orfei era un clérigo y Barnum fracasó en numerosos negocios prosaicos antes de hacer fortuna con el gran Museo Americano. De todos modos, tendríamos que ver cómo es el Cinizelli. Y será un acto de cortesía profesional presentarnos a Gospodín Marchan.
Al día siguiente, cuando la carpa ya estaba montada, los artistas volvían a desentumecer sus miembros en sus aparatos o en la pista y los peones habían salido a fijar carteles por toda la ciudad, anunciando la inauguración del Florilegio para la mañana siguiente, Florian y Edge —y también Fitzfarris— fueron a ver la función de tarde del Tsirk Cinizelli. Su grande y sólido edificio estaba situado junto al canal Fontanka, a sólo cuatro manzanas del Jardín de Táuride. Las entradas eran bastante caras, pero Willi ya había advertido de ello a Florian, quien fijó un precio similar para las suyas. En la taquilla del Cinizelli compró un palco de cuatro asientos por diez rublos y cuarenta copecs. Cuando alargó las entradas a la vieja y desaliñada portera que las recogía, le dio también una nota y solicitó ver al Gospodín Marchan antes de que terminara el espectáculo. Dentro, como Florian pudo calcular profesionalmente con sólo una ojeada, el circo tenía quinientas cómodas sillas en los palcos y platea y podía acomodar a mil doscientas personas más en las gradas y galerías. Al ser una instalación permanente, el circo tenía varios refinamientos que ningún establecimiento ambulante podía imitar: un excelente sistema de iluminación, verdaderas candilejas de gas oxhídrico y focos superiores así como a nivel de pista. Las acomodadoras que conducían a los espectadores a sus asientos y les daban los programas muy bien impresos del circo eran todas rubias, muy bonitas y vestían provocativas faldas cortas de tul sobre leotardos de lentejuelas. Una vez iniciada la función, resultó que también bailaban —como las muchachas del Schuhplattler de Fitzel prólogo del espectáculo. Florian observó que sir John podía reclutar otro grupo de muchachas, quizá incluso formado por rubias iguales como aquéllas. —Encontrar a las chicas no sería ningún problema, y tampoco sería difícil asegurarse de que fueran todas rubias —dijo Fitzfarris. Indicó a la que les había acompañado al palco—. Creo que cuando se ve a una mujer rubia con vello negro e hirsuto en las piernas, tiene uno razón al sospechar que no siempre ha sido rubia. —Siempre había creído que todos los rusos eran altos, rubios y de ojos azules, pero ya he visto todas las clases de tez y color, especialmente aquí en San Petersburgo —dijo Edge. —De hecho —explicó Florian—, Rusia es un cúmulo de muchas nacionalidades, incluso de muchas razas. Y como es natural, al ser la capital y la mayor ciudad del país, Piter tiende a atraerlas a todas: tártaros, mongoles, bashkires, etcétera. Entre los propios rusos hay tres variedades bien definidas: los de la Gran Rusia tienen el cabello rubio, la tez clara y los ojos azules y son los de naturaleza más expansiva. Los de la llamada Pequeña Rusia son esbeltos y morenos. Y los de la Rusia Blanca son los mississippianos de este país: pobres, ignorantes, indolentes, desaseados, probablemente víctimas de lombrices
intestinales, como en la mayor parte del Mississippi. En cualquier caso, son despreciados por todos los demás rusos. Es fácil identificarlos porque también padecen una enfermedad endémica del cuero cabelludo que aquí se llama plika polonika. —Ah, entonces he visto a muchos de ellos —dijo Fitz—. Cabellos ralos, de aspecto escrofuloso y sucio incluso después de lavarse. En aquel momento las luces de gas de su palco y todos los demás de la sala —controladas al parecer por una válvula central— se amortiguaron lentamente, mientras las luces de la pista se intensificaban y las acomodadoras saltaban a la pista para bailar al son de la música de una banda muy numerosa que tocaba en una plataforma sobre la puerta de entrada. Los tres miembros del Florilegio convinieron en que el Cinizelli era un circo bastante competente y entretenido, pero también convinieron en que el suyo era mejor. En este circo predominaban los animales sobre los artistas humanos, siendo los más numerosos los osos y cerdos amaestrados, que ejecutaban números asombrosos. («Monsieur le Démon Débonnaire tiene que ver esto —observó Florian—; quizá le dará algunas ideas.») Los artistas humanos eran casi todos acróbatas o payasos. No había número de trapecio y, curiosamente para una ciudad tan llena de estatuas de caballos, ni siquiera un número de volteo, sino sólo algunas équestriennes mediocres que saltaban y hacían piruetas sobre la grupa del animal. Los payasos no hicieron nada que Edge o Fitzfarris encontrasen gracioso —desde luego nada tan estupendo como el espejo Lupino—, sólo hablaban y se pegaban como respuesta a las réplicas, y su diálogo era de carácter tan local que, cuando Florian lo tradujo a los otros, tuvo que admitir que él mismo no comprendía bien la gracia. En el intermedio sólo una pequeña parte del público salió al exterior para respirar aire puro. (En el interior se había formado una espesa niebla de humo porque todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, fumaban cigarrillo tras cigarrillo durante la función.) Los que se quedaron dentro fueron asediados por vendedores que grita ban desde la pista o pasaban por las filas vendiendo partituras de la música que había tocado la banda, cartesdevisite de los diversos artistas, jarras de limonada fría y té caliente y bandejas de pirogui y blinís tibios. El trío del Florilegio permaneció en su palco y poco después se sumó a ellos un caballero encorvado, de barba hirsuta de aspecto algo grasiento —ruso blanco, pensaron al mismo tiempo Edge y Fitzfarris— que se presentó en ruso como Vassily Marchan y les dio la bienvenida a Rusia, a San Petersburgo y a su circo. — Bueno, como intrusos en su propio territorio —dijo Florian—, hemos considerado una simple cortesía darnos a conocer. —Oh, no me importa la intrusión —contestó Marchan—. Mi establecimiento ha llegado a ser una institución aquí, tak, como un retrete
público, y la mayoría de mi clientela es habitual. Los amantes del circo (y, por suerte, en Piter son la mayoría) van a ver todos los circos y con la mayor frecuencia posible. Tak, ni ustedes ni yo nos quejaremos de que repartan su lealtad entre nosotros. Después de todo, este edificio sólo tiene un aforo de mil setecientos asientos, y la población de la ciudad es de unos ochocientos mil. — ¿Tantos? No lo sabía —dijo Florian—. Entonces Piter tiene casi la mitad de habitantes que Moscú o Kíev. — Excepto tal vez desde la primavera al otoño —contestó Marchan—. Una décima parte de la población de Piter, y de los clientes de mi circo, son campesinos que abandonan la ciudad para plantar en primavera, cultivar en verano y cosechar en otoño. En parte por esta razón, tak, sólo trabajo aquí durante el invierno. En cuanto empieza a hacer calor, llevo a mi circo de viaje. A los lugares turísticos de Crimea, a Ucrania... Como Marchan sólo hablaba ruso, Florian se disculpaba de vez en cuando para volverse a traducir las partes de la conversación que creía podían interesar a Edge y Fitzfarris, que se mostraron en efecto muy interesados por un largo diálogo entre los dos propietarios de circo. ¿Han visto la fortaleza de Pedro y Pablo? —preguntó Marchan. — Sólo desde lejos —respondió Florian. —Vayan a verla. Se permite la entrada a los visitantes porque gran parte de ella es un museo del pasado de Piter. Pero también alberga a la Prisión Estatal, y la mayoría de los prisioneros no son delincuentes, asesinos o ladrones, sino simplemente infortunados miembros de los grupos de Tierra y Libertad y Libertad del Pueblo, o sea agitadores y partidarios de la revolución. Florian, extrañado de que el hombre hubiese introducido este tema, preguntó: —¿Existe, pues, mucha insatisfacción con el gobierno del zar Alejandro? —Con el gobierno imperial en general —contestó Marchan—. Alejandro no es mejor ni peor, tak, que cualquier otro zar anterior a él. Pero sí, hay mucha agitación entre las masas y de vez en cuando uno de ellos es lo bastante valiente para levantarse y gritar e incluso descargar un golpe. Las clases altas llaman despectivamente a estos revolucionarios nihilistas (que no creen en nada), lo que supongo equivale a los anarquistas de Occidente. Hace poco vi a uno de ellos, una mujer que repartía folletos supuestamente sediciosos en una esquina y que fue sorprendida por la gorodovói, la policía uniformada. Le ataron las manos a la espalda, untaron de alquitrán sus largos cabellos, les prendieron fuego y la dejaron correr, y corrió, tak, esperando que el viento extinguiese el fuego, pero como es natural, no fue así. —Dios mío —murmuró Florian—. Un acto bárbaro. —Nyet. Tuvo suerte. Lo habría pasado mucho peor de haber caído en manos de la Tercera Sección.
—Sin duda. Pero ¿por qué me cuenta estas cosas, Gospodín Marchan? —Para explicarle por qué soy propietario de circo. Yo también pertenezco a lo que los parásitos y aduladores del zar llaman nihilista, y sólo en el circo puede uno expresar tales sentimientos sin ser arrestado y encerrado por ello. Verá. Justo al otro lado de la plaza, frente a este edificio, está el teatro de ballet Maryinskiy. Con mucha prudencia, siempre inaugura la temporada con la servil ópera de Glinka Una vida por el zar. Tak, el Maryinskiy y todos los demás teatros, incluso los cabarets baratos, deben someter sus programas a la aprobación de los censores del zar. Sólo el circo está exento. Se nos considera simples payasos, insignificantes, inconsecuentes. Podemos decir lo que queremos y el público puede reír... sin preocupar a los censores. Pero quizá los espectadores se marchan recordando lo que decimos. Escuche... —Indicó la pista—. Esos dos payasos declaman algo que he escrito yo mismo. Durante la conversación se habían amortiguado las luces e intensificado las de la pista; mediaba ya la segunda parte del programa. Dos payasos, un cariblanco y el tonto, que era muy feo e iba maquillado para aumentar su fealdad, intercambiaban agudezas. Cariblanco: «Qué extraño. Te pareces extraordinariamente a su majestad imperial el zar Alejandro. iAjá! ¿Estuvo tu madre alguna vez en San Petersburgo?» Tonto: «No, gospodín. iPero mi padre sil» (Explosión de risas desde los asientos.) —Tak, esto son sólo bromas acerca del zar —confesó Marchan—, pero también intento introducir en la charla de los payasos algunos comentarios más mordaces. Escuche. Tonto: «Gospodín Cariblanco, ¿querría interceder por mí en la corte del zar? De lo contrario sólo podré depender de Dios Nuestro Señor.» Cariblanco: «Oj, estás apañado. No conozco a otro personaje con menos influencia en la corte del zar Alejandro.» (Más risas entre el público, aunque algunas sonaban un poco nerviosas.) —Puede parecerle una tontería, Gospodín Florian —prosiguió Marchan— pero si estas palabras fueran pronunciadas en un lugar público que no fuese un circo, las personas responsables de ellas y todos sus colegas, tak, serían interrogados por la Tercera Sección. Y un interrogatorio significa tortura para la Tercera Sección. Usted se preguntará por qué me arriesgo a semejante locura. Se lo diré. Mi padre era un mujik (un mujik ruso blanco, lo más bajo de todo) y un krepostnoy, lo que ustedes llaman un siervo, un esclavo. Recuerdo haberle oído repetir, y también a todos los otros krepostnoys, cuando yo era sólo un niño, el lamento habitual de todos los siervos de este país: «i Oj, qué tristes estamos! i Oj, cuánto mejor sería no haber nacido!» Lamentarse era lo único que se atrevían a hacer. Yo por lo menos he alcanzado una posición desde la
cual puedo hablar un poco más alto, y en público, y en protesta. Tak, sólo un poco, pero algo es algo. Se levantó para irse. Florian le imitó, le estrechó la mano y la apretó con calor, diciendo: —Soy un extranjero, Gospodín Marchan, y no estoy calificado ni tengo derecho a juzgar la política de su país, pero sé reconocer a un hombre valiente y me descubro ante usted. Venga a nuestro espectáculo y permita que le distraigamos. Bajo nuestra carpa no hay clases altas ni bajas, opresores ni oprimidos. Sólo alegría y excitación, compartida por todos. Venga a vernos. Marchan contestó que iría sin falta, estrechó las manos de Edge y Fitzfarris y se marchó. Cuando Florian hubo traducido todas sus palabras, Edge comentó con seriedad: — Entonces, si presento esta carta a la zarina, supongo que todos nos convertiremos en parásitos y aduladores del tiránico zar Alejandro. —podemos ser juzgados con dureza o bondad —dijo Florian—, pero a nosotros no nos incumbe juzgar a nadie. No tenemos la obligación ni el derecho de tomar partido por alguien aquí. Somos un circo y nuestra única misión es entretener, tanto a los afortunados como a los malditos. Fitzfarris sonrió y dijo: — Tak. Por suerte para Florian y el resto de la compañía —y la oficina de contabilidad del hotel Evropéiskaya—, el Florilegio registró llenos totales desde su primera función en San Petersburgo. De hecho, las dos o tres primeras funciones fueron simplemente llenos, pero a partir de la cuarta fue preciso cerrar la taquilla todas las tardes y noches por haberse agotado las localidades. Gavrila Smodlaka había reemplazado a la difunta Magpie Maggie Hag en la taquilla del furgón rojo, y siempre que se volvía para decir a Florian, que trabajaba en su mesa detrás de ella, que había vendido todas las entradas de la función que estaba a punto de empezar, parecía casi llorosa, como si hubiera cometido una falta. Pero Florian la miraba con una sonrisa radiante al oír la noticia y gozaba saliendo afuera para anunciar en ruso a los que aún hacían cola que no había más asientos, pero que les vendería gustosamente entradas generales a un precio rebajado o que sería aún más feliz si volvían al día siguiente. Las damas y los caballeros aristocráticos ya habían pasado todos por intimidación a la cabeza de la cola, comprado sus entradas y ocupado sus asientos en la carpa, por lo que el público defraudado se componía de proletarios y campesinos que se tomaban el desengaño encogiéndose estoicamente de hombros y sonriendo como perros apaleados. —Parece algo inherente a la naturaleza rusa —dijo Florian a Gavrila—. Lo llaman pokornost, una humilde sumisión ante las circunstancias o autoridad superior o incluso una voz de mando.
Entonces se arrepintió de haberlo dicho porque Gavrila respondió con tristeza, más para sus adentros que dirigiéndose a él: —Debo recordar esta palabra: pokornost. Así es como vivo con Pavlo. Pese a la calurosa recepción que les dispensaban los amantes del circo de San Petersburgo, muchos miembros de la compañía empezaron a revisar las impresiones favorables que habían tenido al principio de la ciudad... y también de sus lujosos alojamientos. De los grifos que llenaban los lavabos y baños de sus habitaciones brotaba una agua tan llena de hierro que tenía un color marrón rojizo y era casi imposible enjabonarse con ella; dejaba la piel como herrumbrosa y un sabor metálico en la boca cuando se bebía. Los trajes de pista, que confiaron a la lavandería del hotel, y por necesidad muy a menudo, empezaron a parecer raídos. Esto les causó preocupación y se quejaron a las camareras... y a la vieja privrátnitsa sentada ante una mesa en cada pasillo, ostensiblemente para supervisar el funcionamiento debido de los criados del piso, pero que parecía no hacer otra cosa que vigilar con desaprobación las idas y venidas de todos los huéspedes. Las reclamaciones sólo provocaron miradas divertidas, gestos tolerantes y las palabras: «Nishdy nyet... nitchevó...», que significaban más o menos «No hay remedio» y «
mostrador de recepción del hotel, exigió la cuenta y declaró que se llevaba a otra parte a toda la compañía. —iEs vergonzoso! —exclamó—. iSe considera el mejor hotel de la ciudad y sirve a sus huéspedes agua contaminada! —Gospodín Florian —dijo el primer conserje con innegable sinceridad—, toda el agua de Piter es así, ya sea del grifo, de un pozo o de un manantial. Es una carga que hemos aprendido a soportar. No culpe de ello al Evropéiskaya. Váyase si así lo desea, pero encontrará la misma agua en cualquier otro hotel. Florian tuvo que creerle, pero replicó con acritud: —Por lo menos podría habernos aconsejado que no la bebiéramos antes de ponernos enfermos. Al oír esto, el primer conserje pareció genuinamente confundido. Abrió los brazos y dijo: —Gospodín Florian, le pregunto, de hombre a hombre: ¿quién podía suponer que una persona razonable bebería vodá teniendo vodka a su alcance? ¿Por qué cree que las dos palabras son tan similares? Vodá es sólo agua; vodka es el agua buena. También hay vino, cerveza, coñac... incluso el chai carece de impurezas porque ha hervido. —Se apoyó en el mostrador y murmuró en tono confidencial porque tenía que decir una palabra vulgar—: ¿Me ha dicho que su gente sufre dristlíva? Como esta palabra significaba literalmente «mierda líquida», Florian contestó: —Ejem... ah... diarrea... sí. —Oj, esto es fácil de curar —dijo el primer conserje—. Haré que nuestro médico residente prepare una poción curativa. Pronto se encontrarán todos bien. Sólo dígales que, si han de beber agua, la hiervan primero o beban solamente agua embotellada. —Bien... gracias, gospodín commissionnaire. Y perdone mi arrebato de genio. No nos marcharemos, pero será mejor que me dé la cuenta para saldarla hasta el día de hoy. Una mirada a la cuenta casi provocó en Florian un ataque instantáneo de dristlíva allí mismo, ante el mostrador de recepción. Sin embargo, el Florilegio volvía a ser más que solvente, así que pudo sacarse la bolsa del bolsillo de la levita y contar la abrumadora suma en imperiales de oro, rublos de plata y copecs de cobre. Después, como ya no tenía que hacer ninguna ostentación de riqueza, repartió propinas razonables entre el personal del hotel. Los camareros, camareras y otros no parecieron decepcionados, sino más bien aliviados de que su huésped hubiese recobrado por fin el sentido común y continuaron sirviendo con buen humor a la compañía. La poción del médico residente —o más probablemente la abstención de beber agua del grifo por parte de sus enfermos— devolvió con rapidez la salud a todos los miembros de la compañía menos a uno. De nuevo
actuaron con energía y demostraron un interés y un placer renovados por todo cuanto los rodeaba. Muchos de ellos descubrieron con especial satisfacción que San Petersburgo contenía nutridas comunidades de otros extranjeros, a los que conocieron y visitaron a menudo y con quienes podían conversar en sus lenguas nativas. Cada una de estas nacionalidades —inglesa, francesa, holandesa y alemana— solía reunirse en un enclave diferente de la ciudad, separadas entre sí y también de los rusos. Solamente los alemanes y holandeses se habían integrado hasta el punto de ser rusos en todos los aspectos menos de hecho y en el de conservar el idioma propio como «segunda lengua» y en su tendencia a vivir agrupados. Hablaban ruso en todas partes menos en sus casas, amueblaban éstas al estilo ruso, con ostentación pero descuidadamente, observaban las costumbres y las fiestas rusas y en muchos casos se casaban con rusos. La razón estribaba en que eran los extranjeros que llevaban más tiempo residiendo en la ciudad pues eran descendientes de la novena o décima generación de armadores de barcos importados de Hamburgo y Amsterdam por Pedro el Grande para que le ayudaran a construir la primera marina y flota mercante de Rusia. Estos alemanes y holandeses formaban la colonia extranjera más numerosa y eran unos diez mil en total. Los mil ochocientos franceses y mil quinientos ingleses residentes eran en su mayoría miembros de los diversos contingentes diplomáticos de sus respectivos países o directores, agentes o representantes de empresas extranjeras con sucursales en San Petersburgo. Todas las familias inglesas habían aprendido el francés —más fácil de aprender que el ruso— a fin de poder comunicarse con sus homólogos locales, y los franceses se negaban altivamente a hablar o a reconocer otra lengua que no fuese la suya. Así, pues, Daphne, Dai y la mayoría de americanos y otros miembros de habla inglesa del Florilegio fueron acogidos cálidamente en los hogares ingleses; y Pemjean, LeVie, Rouleau y Domingo Simms eran frecuentes invitados de las familias francesas; y Carl Beck, Jñrg Pfeifer, Willi Lothar y también Domingo entablaron amistad con los alemanes. El políglota Florian, como es natural, estaba a sus anchas con todos y cada uno de estos extranjeros. — Es una lástima que el capitán Hotspur ya no esté con nosotros — dijo—. A Ignatz le habría encantado conocer a los holandeses locales. Y tengo entendido que existe incluso una comunidad gitana en una de las islas más alejadas. A la vieja Mag le habría gustado conocer a sus miembros. Clover Lee solía acompañar a sus colegas en las visitas a familias inglesas y francesas, pero, como siempre, le interesaba más conocer a la aristocracia local. Como dijo a Florian:
—Una de cada tres residencias de esta ciudad es el palacio de un duque, príncipe o conde. Y me imagino que esos hombres de nuestro público que me devoran a través de los monóculos ocultos en los puños de sus bastones también deben de ser nobles. Tenga, Florian —le alargó un periódico de Piter , mire a ver si hay algún anuncio romántico al que pueda contestar. Florian recorrió las columnas de densa escritura cirílica y denegó con la cabeza. — No a menos que quieras un empleo de niñera o institutriz. Es extraño... casi todos especifican institutrices inglesas o escocesas. Y, Dios santo, qué lista más larga de curanderos ofreciéndose a curar, ejem, ciertas dolencias. «Doctor Vasiliev, especialista en la scabies grossa...» «El doctor Aksakov cura enfermedades íntimas...» «Doctor Chernyshvesky, discreta entrada lateral al consultorio del pasaje...» «Doctor Trediakovsky para los que sufren la enfermedad del coronel...» i Por todos los santos, la enfermedad del coronel! —Todos se refieren a la sífilis, ¿verdad? —preguntó con franqueza Clover Lee—. ¿Acaso es una plaga aquí? Nunca hemos visto estos anuncios en ninguna parte. —Dudo de que las... hum... enfermedades íntimas estén más extendidas aquí —dijo Florian—. Sólo ocurre que los rusos son un poco menos hipócritas a la hora de mencionarlas. Y está claro que confían más en los charlatanes. De todos modos, Clover Lee, siento decepcionarte, pero ningún noble o miembro de la realeza solicita consorte. —iMaldita sea! ¿Cuándo va a dejar que Zachary presente esa carta suya para obtener una invitación a la corte? —Ya he discutido este punto con él, pero aún no hemos decidido nada. Si en efecto la carta significa una función especial, yo preferiría esperar a que la corte abandone la ciudad para trasladarse a uno de los palacios de verano del zar. Por otro lado, ahora es la temporada de todos los bailes, galas y recepciones de la corte. —Entonces deje que Zachary presente en seguida la carta instó ella—. Preferiría tratar a los ricos que hacer piruetas a caballo delante de ellos. —Ya veremos, ya veremos. De momento hay que esperar a que toda la compañía se haya recuperado de nuestra reciente indisposición. La única que seguía indispuesta era Lunes Simms. Aún faltaba a alguna función, alegando retortijones, y cuando subía a la cuerda floja se limitaba a ejecutar con apatía el número del deshollinador. Edge le preguntó por qué no consultaba a otro médico en vez de fiarse del facultativo del hotel, pero al oír esto Lunes le miró con recelo y contestó que no, que pronto estaría bien. Sin embargo, cuando al cabo de unos días no parecía mejorar, Edge habló con Florian y llamaron a Pemjean al despacho.
—El director ecuestre y yo estamos preocupados por tu joven dama, monsieur le Démon —dijo Florian—. La ha instado a visitar a un médico. ¿Sabes por qué se niega? Pemjean fijó la vista en un punto del espacio, se retorció las manos, movió los pies como un niño sorprendido en una travesura y al final murmuró: —Oui, monsieur le gouverneur, sé por qué. Un médico sólo haría que confirmar su estado, y ella teme que usted lo desaprobaría... y quizá la despediría del cirque. Entretanto, soy yo quien visita a un médico. Edge le miró con perplejidad. —¿Qué diablos significa esto? ¿Lunes se halla en un estado, pero eres tú quien va al médico? Pemjean murmuró, casi inaudiblemente: Hay une polichinelle dans le tiroir. —¿Hay un títere en el cajón? —repitió Edge, sin comprender. Pero Florian exclamó: —¿Mademoiselle Cinderella está embarazada? Cómo, no puede tener más de dieciséis o diecisiete años. —Néanmoins... —murmuró Pemjean, compungido y avergonzado—. Le aseguro que he intentado convencerla de que es demasiado joven, de que sería mejor si... no me interpreten mal, messieurs, me considero un buen católico, pero en este caso... Florian dijo, con acento un poco frío: —Recomiendas lo que creo que se llama aborto terapéutico. —Eh bien, el doctor Aksakov está de acuerdo. Habla francés y le he hecho comprender la situación. Puede administrar ciertos fármacos o, si es necesario, emplear ciertos instrumentos. — ¿De modo que es por esto que tú, no ella, has consultado a este doctor... Aksakov? El nombre me resulta familiar. —¿Por qué tanta historia? —dijo Edge—. Pese a su juventud, Lunes debería ser capaz de dar a luz sin problemas. — Mais oui. He oído decir que las hembras de su raza se reproducen como conejos desde la más temprana pubertad. —Entonces ¿qué pasa? —preguntó Florian—. ¿Eres contrario a la paternidad? ¿O a cualquier vínculo que te ate? ¿O sólo a las molestias que representa? Debo decir que yo personalmente no estoy entusiasmado ante la perspectiva de que mi artista del alambre esté inactiva durante varios meses. Aun así, si Lunes quiere el niño... —Monsieurs, al abogar por un avortement, no estoy pensando en ella, ni en mí mismo, ni en el cirque. Tengo miedo por el niño. —Pemjean dejó de mover los pies, levantó los hombros, miró a Florian a los ojos y dijo— : He visitado al doctor Aksakov, y consultado a otros médicos dondequiera que nos deteníamos, mucho antes de saber que Lunes estaba enceinte. Quizá recuerden que cuando nos conocimos en aquel
hospice d'aliénés de Viena, les dije que visitaba la clínica. Y es que padezco un caso muy persistente de le mal napolitaine. La chaudepisse. La chtouille. —La blenorragia —resumió Edge. —Ahora recuerdo dónde vi el nombre de su doctor Aksakov —dijo Florian. —Nunca se lo he confesado a Lunes —prosiguió Pemjean— porque una mujer puede tener la gonorrhée y no ser consciente de ello. Pero temo que si tiene el niño, éste puede nacer ciego o con otro defecto grave. El médico está de acuerdo en que es lo más probable y cree que lo mejor es provocar... un aborto. Florian se atusó la rala barba blanca, meditó un minuto y luego dijo: —Y yo también, aunque a regañadientes, ahora que conozco todas las circunstancias. Pero hay que decir la verdad a la chica sobre la necesidad de una acción tan drástica. —Pemjean dio un respingo, pero no protestó—. Y para que todos sepamos que ella comprende perfectamente la situación, se lo dirás en nuestra presencia. Florian llamó a Banat y le envió a buscar a Lunes. Ella acudió, un poco temerosa, pero no tanto como lo estaba Pemjean. Florian empezó, con voz suave: —No hay necesidad de que sigas fingiéndote enferma, querida. Monsieur le Démon nos ha confesado que estás... ejem... esperando un niño. — Las mejillas morenas de Lunes se tiñeron de rosa por una mezcla de orgullo, timidez y confusión—. No obstante, ahora Monsieur le Démon tiene algo que confesarte a ti. Con la voz entrecortada por el temor, tratando de evitar palabra francesas y encontrar las inglesas más sencillas, Pemjean hizo su ab yecta confesión. Lunes sólo pareció confusa. Era evidente que no haba oído hablar nunca de gonorrea, ni siquiera de sus numerosos nombres en argot. Edge no dijo nada, pero pensó que la verdad sobre el despido de la compañía del Turco Terrible y el subsiguiente tratamiento por parte de Magpie Magpie Hag de la dolencia de Meli Vasilaki' debió de guardarse muy en secreto si Lunes no había oído ningún chisme al respecto entre las mujeres. También era obvio que Lunes había ignorado siempre que la unión sexual pudiese tener otras consecuencias además del embarazo común y corriente, así que Florian se sumó a la explicación, usando palabras todavía más sencillas. Y en- tonces, cuando por fin lo comprendió —o por lo menos lo que ahora se exigía de ella—, Lunes explotó en invectivas contra los tres hombres, pero dirigiendo la peor andanada contra Pemjean. Llorando, temblando y hablando en pura jerga negra, como si jamás hubiese recibido la menor educación desde que abandonara Virginia, le gritó: —iTú enfermo y saber que estar enfermo y joder conmigo sin importarte un bledo que yo ponerme enferma y ahora el niño también estar
enfermo y ha de morirse! ¿Saber qué, francés? Eres un verdadero demonio, como dise siempre ese tipo del número de los perros. ¿Y saber otra cosa? !Eres un verdadero hijo de puta! Me arrepiento de haber jodío alguna vez contigo. John Fítz no haber hecho jamás algo tan ruin. No importarme que este bebé tenga que morirse porque yo no querer nada de ti. Y desirte otra cosa. Ese remolque en el que viajabas sigue siendo mío. !Ahorita mismo voy a botar todas tus cosas a la nieve y no volverás a entrar ni tampoco en mi habitasión del hotel! !Fuera de mi vista! !Espero que te quedes en la nieve hasta que se te caiga congelado ese maldito colgajo enfermo! Y salió, haciendo tambalear el furgón rojo y dejando a los hombres casi sordos por el portazo. Los tres permanecieron en silencio un minuto. Entonces Florian carraspeó y dijo: —Tres cosas más. Monsieur le Démon. Primera y principal, no confiaré a esa chica a ningún charlatán que se anuncie para conseguir clientela. Olvida lo de llevarla a tu doctor Aksakov. Pediré a que haga discretas averiguaciones y yo mismo la acompañaré cuando acuda al... tratamiento. Segunda, tanto si te reconcilias con Mademoiselle Cinderella como si buscas a una sustituta entre esta compañía, insisto (de hecho, te recomendaría que eligieras a una espectadora de las sillas) en que tomes precauciones profilácticas cuando te acuestes con ella. Seguramente conoces el empleo que hacen los franceses del baudruche como funda. —Oui —asintió Pemjean, compungido. Entonces, con un asomo de cierto humor, añadió—: Procedo de un pueblo de pescadores de la Picardie donde todos los hombres usaban pieles de anguila. Pero en nuestro pueblo nacían más bastardos que en cualquier otro de la costa. Nuestros hombres siempre se olvidaban de coser los agujeros de los ojos. Soltó una risa forzada, pero nadie le imitó—. Excusez, monsieur. Ha dicho tres cosas. Sí. La tercera es ésta: hasta que hagas las paces con Mademoiselle Cinderella, si algún día las haces, te aconsejo que no andes nunca por debajo de su cuerda cuando ella esté arriba. También podrías poner a un eslovaco a vigilar a tus animales por si ella les clava erizos bajo la cola para enloquecerlos. Y cuando trabajes con ellos en la pista, procura saber dónde está ella. Ata fui! exclamó Pemjean, aturdido, y salió precipitadamente del furgón. —Creo que yo también iré a dar un paseo dijo Edgei poniéndose el gran abrigo de tejón. Me conviene un poco de aire puro. Florian, que se había vuelto hacia sus libros de contabilidad, observó distraídamente: —Está nevando. Ha estado nevando toda la tarde y no barrerán las calles hasta mañana. No te hundas en un banco de nieve si no quieres congelarte el colgajo.
Era después de la función nocturna, alrededor de medianoche, por lo que ya estaban apagadas las teas que flanqueaban la entrada al recinto del circo. Sin embargo, los treinta centímetros de nieve blanda brillaban con su propio pálido resplandor e iluminaban el camino. Caminando pesadamente, Edge vio, tras la cortina de grandes copos de nieve que caían inclinados por el viento, otra figura con abrigo de piel que había salido antes que él del recinto. Era un abrigo de martas de bosque, así que debía de ser una mujer, y andaba más despacio que él, entorpecida por los grandes chanclos de goma. Edge no tardó en alcanzarla y reconoció en ella a Domingo Simms. Cuando ésta vio quién estaba a su lado, le dirigió una sonrisa de bienvenida. — ¿Vas a una de tus visitas sociales a la comunidad extranjera? — preguntó él. —No, sólo he salido a pasear —respondió ella—. Lo hago a menudo cuando quiero estar sola. Por lo menos cuando las noches son cálidas como la de hoy. No podemos estar muy por debajo del punto de congelación. — ¿No crees que podría ser peligroso? ¿Una muchacha bonita sola en la oscuridad de las calles? — Nunca es oscuro del todo en la ciudad. Los peterburgueses se acuestan tarde, así que hay muchas luces. Y no creo que las calles estén demasiado llenas de ladrones y asesinos. De día he visto incluso al zar y la zarina paseando a pie por el Nevskiy Prospekt. Pasean como personas corrientes, sin escolta ni séquito, sólo con uno o dos de sus hijos y algunos servidores para que les lleven las compras que hacen por el camino. —¿No me tomas el pelo? ¿Qué aspecto tienen unas personas tan encumbradas? —Bueno, son encumbradas de estatura, desde luego. No gordas, pero altas. Nunca había visto una familia tan gigantesca. Todos son más altos y tienen los hombros más anchos que tú. Y el príncipt heredero, el joven Alexander, debe de medir un metro noventa. — No es extraño que no necesiten escolta —dijo Edge. —¿Y te has fijado —preguntó ella— en esos zapatos con suelas muy gruesas y tacones altos que llevan muchos hombres? Debe de ser porque la familia real es tan alta. Los hombres bajos deben de considerar su baja estatura como una desgracia. — Sí —asintió Edge, divertido—. Pero esto no los hace parecer mas altos. Tienen aspecto de hombres bajos andando con zancos. Ya habían salido del jardín de Táuride, y se encontraban en la calle Kirochnava, que iba de este a oeste. El dijo: —Sólo he salido a ver la ciudad de noche. Si deseas estar sola. podemos separarnos aquí.
— No, paseemos juntos. Si quieres. —Y añadió, un poco en broma— Nunca me siento más sola que cuando estoy contigo. Así ambos se dirigieron al oeste, hacia el centro urbano, pero se quedaron en las calles interiores, sin acercarse a la gélida orilla del río. Incluso allí, entre los edificios, el viento constante del sudoeste los azotaba y blanqueaba de nieve la parte delantera de sus abrigos oscuros. El viento también impedía que se congelasen las aguas del canal, incluso a esta hora en que pocos barcos las surcaban, lanzándolas por encima de los bordes de piedra, y salpicando la nieve de las aceras con trozos de hielo que Edge y Domingo pisaban con un chasquido. Asimismo el viento hacía oscilar los postes de las farolas, de modo que las lámparas de gas se inclinaban, chirriaban y crujían, tocando en las calles silenciosas un concierto no discordante que todos los visitantes de San Petersburgo recordaban siempre más como el tema musical de las noches invernales de la ciudad. Mientras Domingo y Edge seguían andando en línea recta por la nieve ya blanda, ya crujiente, sus sombras los acompañaban como niños traviesos. Las farolas oscilantes apiñaban sus sombras muy cerca de sus pies o las alargaban y lanzaban hacia adelante, hacia atrás y hacia los lados en un baile continuo y vivaz. Las calles y avenidas estaban vacías de gente y tráfico de vehículos, exceptuando al raro transeúnte solitario que no había salido, como Domingo y Edge, para disfrutar de la noche nevada y su aire tonificante como el vino blanco, sino que caminaba apresurado con la cabeza baja hacia algún refugio. Sin embargo, como había dicho Domingo, los peterburgueses no se acostaban temprano, así que, incluso donde las farolas estaban distanciadas entre sí, brillaban muchas luces en las ventanas de las residencias. Y había además otras luces. La altísima aguja del Almirantazgo era siempre visible delante de ellos porque de noche estaba iluminada por focos oxhídricos situados en el tejado del edificio. Su capa de oro refulgía y podían ver incluso la corona y el barco de la veleta dorada de la punta. La luz dorada de la aguja era reflejada por el hielo del Nevá hacia las nubes bajas, pintándolas de un tono naranja pálido, y ellas la reflejaban a su vez hacía abajo, y el manto de nieve de la ciudad la volvía a reflejar hacia arriba... de modo que todo el centro de Piter estaba bañado aquella noche por un resplandor apacible, feliz, romántico, casi mágicamente dorado. Edge no pudo por menos que notar que aquella luz hacía aún más radiante la tez morena de Domingo y que centelleaba en los cristales de nieve aprisionados en sus largas pestañas. Entonces vio que también destellaba en un broche sujeto a la solapa de su abrigo y le dijo en broma: —Uno de tus ricachones te ha regalado una joya. Ella miró el broche y contestó:
—Me lo he comprado yo. Estos broches de fantasía están muy de moda aquí entre la gente pobre que no puede comprarse oro y joyas. —Lo desprendió y lo alargó a Edge. Sólo era acero, pero cortado en afiladas aristas y pulido hasta darle un brillo casi de plata de ley. Se llaman diamantes Tula —añadió—. El nombre es humorístico y desdeñoso al mismo tiempo. Tula es una ciudad de fábricas de acero situada al sur de Moscú. La Sheffield de Rusia, supongo. Edge la observó con admiración mientras le devolvía el broche. — Dondequiera que te encuentres, pareces enterarte de todo respecto al lugar. Siempre estás aprendiendo, ¿verdad? — Sí —respondió ella sin falsa modestia—. Me gusta sobre todo enterarme de las cosas poco conocidas de los lugares que visito. Ha sido una gran ayuda hablar con tantos residentes extranjeros. Por ejemplo — adoptó la voz autoritaria de una guía turística—, aquí tenemos la Escuela de Cantantes de la Corte y entramos en la grande y vacía plaza del Palacio, que tiene cuatrocientos metros de longitud y anchura. — Dios mío, crucémosla corriendo —dijo Edge—. Creo que todo el viento se ha concentrado aquí. Casi no queda nieve sobre los adoquines. Domingo no le hizo caso y continuó en tono pedante: —Cualquier guía puede decirte que esa columna solitaria que hay en medio de la plaza vacía es la Columna de Alejandro, erigida para conmemorar la derrota de Napoleón, que está hecha de granito rojo finlandés, que es el monolito más alto del mundo construido por el hombre y que... — Lo creo, lo creo. Vamos, niña, anda más de prisa. —No me llames niña. —Luego dijo, pero ya no en tono de guía—Todo esto puedes leerlo en un libro, pero yo puedo decirte algo muy gracioso sobre la Columna de Alejandro. —Rió—. Las ancianas tímidas no permiten a sus cocheros que se acerquen a ella. Están seguras de que una cosa tan alta y tan expuesta al viento se caera algún día. — Esto también lo creo —jadeó Edge, haciéndola correr ahora sí través de la ventosa plaza y conduciéndola bajo las altas arcadas del edificio del Estado Mayor hacia una calle lateral más protegida. Un Vaya, para ser una hija de los trópicos, pareces inmune al tiempo frío. —¿Trópicos? Sabes tan bien como yo que Virginia puede ser igual de frío, ventoso y nevado en pleno invierno. —Quería decir... —dijo él, pero se detuvo. Había estado a punto de nombrar a Africa y Domingo lo sabía y sus ojos despidieron reflejos acerados como los de su diamante de Tula. Así continuaron andando un rato, todavía de lado pero a cierta distancia el uno del otro. Domingo guardaba un silencio colérico malhumorado. Edge callaba, avergonzado y arrepentido, buscando en su mente un tema inocuo que pudiese abordar, y por fin pregunto: — ¿Cómo es que Lunes y tú sois tan diferentes?
—No lo somos —contestó ella, de mal talante. Somos idénticas, las mismas medidas de pecho, cintura y cadera, la misma estatura, el mismo peso, incluso la misma piel clara. iOh, maldita sea, basta ya, Domingo! ¿Quieres que finja que eres blanca como una anglosajona? ¿Cuál de nosotros sería más tonto y ridículo, tú por quererlo o yo por fingirlo? ¿No preferirías gustarme por ser tal como eres? Ella contestó con humildad: —Mientras... te guste, no me importa el motivo. —Bueno, pues cuando te he hablado de Lunes lo he hecho admirando lo que eres y lo que has conseguido ser. Me refiero a que hablas el inglés mejor que cualquier maestra de escuela y has trabajado con el mismo ahínco en otras lenguas y en todas las clases de educación. Y te... interesas por las cosas. A Lunes sólo le interesa Lunes. Mientras pensaba en esto, Domingo se acercó un poco más a él. —No sé en qué consiste la diferencia. Las tres hermanas nacimos dentro de la misma hora, pero yo salí primero. A veces me he preguntado si esta secuencia significa algo, incluso en familias en que los hijos se llevan años, y si el primogénito recibe más vigor, talento e intelecto mientras los demás los heredan en menor cantidad. Desde luego tal pareció ser el caso con nosotros los Simrns. Lunes nació después de mí y no desea esforzarse, sólo esperar, como la otra Cenicienta, a que llegue el Hada Oportunidad y reconozca su gran valor y la haga rica o famosa o lo que esté esperando. Y la pobre Martes, la última en nacer... bueno, ya la recuerdas. No tenía nada de jugo, era casi invisible. —Una secuencia. Es interesante tu teoría —observó Edge—. Pero según ella tú serías un mero accidente afortunado de la naturaleza y no tendrías ningún mérito por lo que has conseguido. Domingo no hizo ningún comentario. Se había detenido para mirar a su alrededor y ahora se echó a reír. —¿Sabes dónde estamos, Zachary? —Era un barrio donde todos los canales parecían encontrarse y comunicarse y las islas que había entre ellos tenían todas unos enormes y oscuros almacenes alternados con hileras de casas muy poco rusas, con aleros inclinados y curvados. Las calles eran tan estrechas que el viento era sólo un rumor sobre los tejados y allí abajo caía una nieve vertical y suave—. Esto es Nóvaya Gollándaya. —¿Ah, sí? ¿Y qué es eso? —Nueva Holanda. La comunidad holandesa. Estamos más abajo del puente Nicolás. Pronto llegaremos al golfo. —Entonces, será mejor que volvamos hacia el este —dijo Edge y enfilaron una calle en más o menos dicha dirección—. Tus amigos extranjeros te han enseñado muy bien su ciudad.
—Da, sárniy poléznyi —contestó ella alegremente—. lo cual significa «sí, muy útil». También me enseñan frases útiles en ruso. Incluso sé decir «ya lyuiilyú tebyá». —Como Edge no preguntó el significado, ella añadió con melancolía—: Pero no tengo a nadie a quien decirlo. —Dime... —empezó Edge y titubeó. —¿Sí? —le animó en seguida Domingo. —¿Os hacéis muchas confidencias fraternales Lunes y tú? Este barrio era más oscuro, al estar tan lejos de la dorada radiación del Almirantazgo, y no había faroles. Andaban por el centro de la calle desierta, orientándose por la pálida luminosidad de la propia nieve. Por esto Edge no vio la mirada de exasperación que le dirigió Domingo, quien suspiró y dijo: —Antes sí, pero ahora casi nunca. Nos hemos apartado un poco. ¿Por qué? ¿Hay algo que deberíamos contarnos? —No... no... ha sido una idea. De modo que Lunes ni siquiera le había hablado de su embarazo, pensó Edge con cierto alivio. Era probable, pues, que no revelara el triste resultado del mismo. Domingo continuó: —Se abre una brecha cada vez más ancha entre las mujeres solteras y casadas, incluso aunque sean hermanas. Claro que Lunes no está lo que se dice casada, pero ahora lo está prácticamente con dos hombres a la vez. Y yo aún soy una solterona. —Oh, por Dios, ¿a tu edad? Una solterona es una vieja reseca que lleva cofia y se sienta a hilar junto a la chimenea con una rueca. —Una perspectiva muy tentadora. —Quizá aquí en Piter, donde puedes tratar a toda clase de gente, encontrarás al marido perfecto. Tal vez uno de esos prósperos directores ingleses con paraguas plegables. En esta ocasión Edge vio la mirada de ella porque se habían detenido en un puente corto y arqueado que cruzaba un canal estrecho y al otro lado había una taberna cuyas ventanas muy iluminadas proyectaban alegres rayos de luz sobre la nieve hasta donde estaban Edge y Domingo, y también oyeron música de balalaika sel canto de fuertes voces masculinas. —¿Sabes dónde estamos ahora? —preguntó Domingo. — No tengo la menor idea. — ¿Puedes leer el letrero clavado sobre la puerta de la taberna? Edge aguzó la vista y respondió: —No hay nada escrito. Sólo algo pintado que parecen unos labios rojos. — Un acertijo, sí. El tabernero se llama Kissman y su taberna es muy frecuentada por los muchachos de la Escuela de Cadetes de la Armada. Está allí. —señaló—. En parte por el nombre del propietario y el nombre
de la taberna, y en parte porque los cadetes pasean por aquí con sus novias, este pequeño puente se llama Potselúy Mot tík, puente de los Besos. —Hubo un largo silencio, hasta que ella añadió tímidamente—: ¿No deberíamos ayudar al puente a merece, su nombre? Edge se apoyó en la barandilla y miró hacia el canal. Allí el agua al abrigo del viento, estaba cubierta con una delgada capa de hielo que sin duda se espesaba por minutos. «Más o menos como yo» pensó Edge. Entonces, de repente, por debajo del puente de los Besos se deslizó un barco cargado de nabos y remolachas, gobernado por un mujik solitario, y el hielo crujió y se partió a su paso. Edge se volvió hacia Domingo, se inclinó y le rozó apenas los labios. Pero Domingo le echó rápidamente los brazos al cuello, si puso de puntillas, lo atrajo hacia sí y lo besó con ardor. Su falta de experiencia era conmovedora, pero sus labios suaves y el beso dulce, persistente y delicioso hicieron que Edge se preguntara por qué había resistido tanto tiempo. Sin embargo, en seguida se le ocurrieron muchas otras cosas. No apartó a Domingo cuando ésta acabó por fin de besarle y retrocedió un poco para decir sin aliento: «Ya lyublyú tebyá», pero le preguntó casi bruscamente: —¿Significa esto lo que me imagino? —Son las tres famosas palabritas. No son tan pequeñas en ruso, ¿verdad? Ya lyublyú tebyá. —No son pequeñas en ninguna lengua, Domingo. De un modo o de otro, pueden alcanzar un gran tamaño, así que no me las digas. Te aprecio, sí. Siento un gran afecto por ti, pero podría ser tu padre, y tú, a pesar de tus modales, aspecto y conversación de adulta, eres todavía demasiado joven para saber lo que quieres. —Zachary, ¿te he besado como si no supiera lo que significa? —Sus ojos eran grandes y brillaban de felicidad a la luz de la taberna de Kissman—. Durante un momento tú me has devuelto el beso como si también significara algo para ti. —Calla. No se repetirá. Esta misma noche he visto cómo se pueden torcer las cosas para una chica que se precipita en ser mujer. Guárdate esas palabras, Domingo, y espera. Un día encontrarás a un pretendiente de edad más parecida a la tuya, más apropiado para ti en todos los aspectos, y entonces lo sabrás de verdad. Espera. —Está bien —respondió ella, con calma—. Esperaré. —Ahora estaba de espaldas a la taberna, por lo que Edge no podía ver que sus ojos castaños seguían brillando, incluso sin la luz artificial—. Esperaré lo que haga falta. —Estupendo. Este es el sentido común que admiro en ti. Continuaron andando y Edge, para reparar su brusquedad, cogió de la mano a Domingo. Llevaba un guante de piel, así que Domingo la retiró al momento, se quitó el guante y volvió a poner la mano cálida en la de
Edge. Caminaron así, cogidos de la mano, sin hablar pero compartiendo un silencio de compañerismo. Cruzaron otro canal y llegaron a otra espaciosa plaza y en ésta había mucha gente, pese a la hora avanzada, que agitaba antorchas y desplegaba una gran actividad. —El mercado —dijo Domingo. Casi todos eran campesinos, al parecer recién llegados del campo, toscamente vestidos con los informes abrigos largos y las informes botas de fieltro. Montaban tenderetes y puestos y los llenaban de balas de heno y cueros, cestas de hortalizas invernales y bandejas de pescado seco, ahumado y salado. Uno de los mujiks era el hombre de los nabos y remolachas que Edge había visto antes. Moviéndose vigilantes entre la multitud, había también numerosos gorodovóis uniformados que hacían girar sus porras con ostentación. —Será mejor que nos alejemos pronto de aquí —dijo Domingo. No es un buen lugar para entretenerse. Dicen que es el punto de reunión de los peores delincuentes: rufianes, ladrones y quizá incluso navajeros. —Yo también he oído hablar de este lugar —contestó Edge—. En los tiempos anteriores a la liberación de los siervos por el zar era igual que los mercados de esclavos de nuestro Dixie. Aquí se podría vender un ternero por un par de rublos, pero un siervo corpulento llegaría a valer mil... más o menos el precio de un buen jornalero en nuestra patria. — Me pregunto qué valdría una mulata joven —dijo Domingo. Era la primera vez que Edge la oía mencionar su color sin amargura en la voz. Volvió la cabeza para sonreírle—: ¿Habrías pujado por mí, Zachary? —Lo dudo. —El rostro de ella se ensombreció—. Oh, no lo he dicho en este sentido. Verás, mi familia era pobre también. Nunca poseímos un esclavo. Poca gente lo poseía en las partes montañosas de Virginia. Y el resultado fue que nuestros muchachos del Blue Ridge lucharon en esa maldita guerra y murieron luchando por las familias ricas de las llanuras que tenían plantaciones y esclavos. — Como los Furfew —murmuró Domingo—. ¿Sabes? Es extraño, pero apenas recuerdo haber sido esclava. Y me alegro de que tú no murieras, Zachary. Ya habían pasado el mercado y caminaban por la ancha calle Sadóvaya, donde aún encontraron más gente paseando a aquella hora. Una veintena o más de mujeres —la mayoría jóvenes y bastante bonitas, aunque quizá con un exceso de colorete, vestidas con abrigos baratos de piel de lobo pero faldas multicolores debajo de ellos— empuñaban grandes escobas de ramas y barrían la nieve del adoquinado, vigiladas por media docena de aburridos gorodovóis. — iDios mío! —exclamó Domingo—, no sabía que San Petersburgo tuviera unas barrenderas tan atractivas. — No son barrenderas por vocación —explicó Edge—. Ahorran a la ciudad el coste de dichos empleados. Ya las he visto otras veces, a éstas
u otras parecidas, durante mis paseos. Son... bueno, mujeres de la noche, si sabes lo que esto significa. —Claro que lo sé. Pero las prostitutas no suelen hacer esto. —Bueno, debe de haberlas detenido la policía por... ejem... abordar a hombres por la calle o incluso por pasear solas y dar la impresión de querer hacerlo. Recuérdalo, Domingo, cuando salgas a dar un paseo. Las encierran en la comisaría, luego las sacan al amanecer para barrer las calles como castigo y las sueltan. —Pobres mujeres —dijo Domingo. Edge comprendió de repente lo que acababa de decir. —¿Amanecer? Si están barriendo, casi debe de haber amanecido! — También se dio cuenta de que el aire estaba impregnado de un olor dulzón que se infiltraba por todo San Petersburgo a primera hora de la mañana: el aroma del pan caliente, recién cocido—. Dios mío, Domingo, hemos estado paseando y hablando toda la noche. ¿Cómo ha pasado el tiempo? —Para mí, del mejor modo que podía pasar. — Toda la noche, cuando podíamos estar en la cama. —Bueno, no — dijo ella, con una expresión inescrutable—. Esto aún habría sido mejor. —Pronto, pronto, niña. Sé que debes estar muy cansada y soñolienta. Ya estamos cerca del hotel. Si no desayunas, puedes dormir hasta la hora de comer. Te pido perdón por haberte mantenido levantada hasta estas horas. Supongo... supongo que gozaba demasiado de la noche para darme cuenta. Pero lo siento. — No lo sientas, Zachary. Hagamos lo que hagamos, no quiero que te arrepientas nunca de ello. —Herr gouverneur —dijo Willi—, tras una búsqueda diligente pero discreta, he encontrado a una doctora muy respetable que está dispuesta a encargarse de... nuestro problema médico. No entusiasmada, pero dispuesta. No le he dado mi tarjeta del Florilegio, sino mi tarjeta de visita personal. Cuando le he dicho que he cometido el error de dejar embarazada a una mulata, contagiándole además la gonorrea, ha dicho que no le sorprende saberlo de uno de los locos Wittelsbach de Baviera. Aquí están las señas. También le he dicho que el padre de la muchacha la llevaría a su consultorio. — Te agradezco tus buenos oficios —respondió Florian—, pero no sé si te agradezco que me hayas asignado el papel de padre de una mulata. — ¿Cómo cree que me he sentido yo en el papel de seductor? — replicó Willi, picado—. ¿Cuántos Wittelsbach cree que deben revolverse en sus nobles criptas ante esta nueva mancha con que he salpicado su nombre? —Tienes razón en reprochármelo, Willi. Te lo agradezco mucho.
Así Florian llevó a Lunes a la clínica de la doctora Bestushev, que le recibió muy seria y temerosa, pero, al parecer, resignada. Florian intentó entablar una conversación cordial con ella por el camino, pero sólo obtuvo gruñidos como respuesta. También intentó dialogar alegremente con el otro facultativo, pero éste le dirigió una mirada desdeñosa y le dijo que volviera a recoger a su «hija» por la mañana. Cuando Florian volvió al día siguiente, la tez morena de Lunes había palidecido hasta adquirir un matiz beige y se sentía débil, pero dijo que la intervención no había sido tan dolorosa o molesta como había temido. Esta vez la doctora condescendió en hablarle brevemente en privado: —Supongo que comprende, gospodín, que su malogrado nieto podría haber sido otro Pushkin. Ese gran poeta tenía algo de sangre negra, ¿sabe?; su bisabuelo era abisinio. Como es natural, su nieto también podría haber sido... Bueno, no cabe duda de que usted y el padre han hecho lo que debían. En cualquier caso, aquí tiene las medicinas para curar a su hija de la enfermedad del polkóvnik. Estos calomelanos — eran de un color mortecino y tenían forma de ataúdes en miniatura— deben tomarse tres veces al día. Esta solución de argirol es para irrigar el interior de sus partes pudendas. Asegúrese de que lo hace sin falta por la mañana y por la noche. Mientras llevaba a Lunes al Jardín de Táuride, Florian repitió las instrucciones de la doctora y le hizo prometer que las observaría. —No se preocupe —dijo ella—. Me limpiaré. No quiero trasas de ese hijo de puta. — Los demás miembros de la compañía creen que has ido a una clínica a curarte la infección intestinal que te ha durado más que a nosotros. — Muy bien. No es fásil que me jacte de lo ocurrido. Estoy harta de ese señor Demonio y casi harta de todos los demás hombres del mundo. He pensado en volver a ser virgen. — ¿Qué? —Incluso he pensado en ir a uno de esos lugares... donde sólo hay monjas. —¿Un convento? No creo que puedan devolverte la virginidad. ¿Sientes una repentina vocación religiosa? — No, pero me puedo divertir casi tanto en la cama con mujeres como con hombres y no tendría que preocuparme de que introdujeran colgajos o bebés. — Bueno, no tomes los hábitos todavía. Estamos preparando un par de sorpresas para tu regreso a la compañía. Una es una novedad en tu número. Después de ser aplaudida por el número de Cenicienta en la cuerda floja, bajarás y harás un bis. Brutus y César mantendrán tirante una cuerda con sus trompas y tú andarás sobre ella. O bailarás y darás saltos mortales, lo que quieras.
— Hum... suena bonito. —Entonces se encabritó—: Pero sólo lo haré si Hannibal se cuida de los elefantes, ¿entendido? No quiero que el señor Demonio se acerque a mí o a mi número. Era el contrito Pemjean quien había tenido la idea y quien se apresuraba a adiestrar a Peggy y Mitzi para ponerla en práctica, pero Florian accedió: Abdullah se encargaría de los elefantes en esta actuación. — Ha dicho un par de sorpresas. — Aún no estoy seguro de cuál será la segunda, pero hoy nuestro Chefpublizist, que se presenta de nuevo como el barón Wittelsbach, visita el palacio de Invierno para entregar la carta de presentación del coronel Ramrod a la zarina María Alexandrovna. O en todo caso al primero de sus chambelanes o damas de honor a quien pueda conseguir acceso. Así que todos podemos ser invitados a una audiencia personal o a un té íntimo o a una soirée o a un baile de disfraces, quién sabe. Lo seguro es que pronto trataremos con miembros de la realeza. — Supongo que esto es mejor que tratar con monjas. Está bien, me daré prisa por estar sana y fuerte para volver a esa cuerda. En el recinto del circo, Willi ya estaba de vuelta del palacio y contó: —Como es natural, al ir sin anunciarme y sin invitación, no me han llevado a presencia de su majestad imperial, pero he puesto la carta en manos de una graciosa condesa, Varvara Nikolayevna Jvoshchínskaya, quien, estoy seguro, la entregará a su destinataria. De modo que ahora —extendió las manos— sólo nos queda esperar. Lunes volvió a la cuerda floja al cabo de sólo dos días, alegando estar perfectamente bien y dando esta impresión. Florian la presentó al público como Gosposhyá Zolushka, la traducción rusa de «Mademoiselle Cinderella», a tiempo para que fuera vista y admirada por Vassily Marchan del Tsirk Cinizelli, quien aquel día realizó su prometida visita al Florilegio. Como al resto del público que atestaba la carpa, le impresionó mucho el número del deshollinador y le divirtió en gran medida el bis en la cuerda sujeta por los elefantes, porque la enana Grillo —en ruso Syverchok— había añadido un toque cómico al nuevo número antes de que fuera presentado. Mientras Gosposhyá Zolushka saludaba desde la alta plataforma, Abdullah entró en la pista conduciendo a Brutus y César y la enana entró con ellos, esforzándose por andar con el peso de un rollo de cuerda sobre cada hombro. Iba maquillada de payaso y llevaba un abrigo viejo y enorme, reliquia del difunto Alí Babá. Después de dar a Brutus el extremo de una cuerda, Syverchok competía con el elefante tirando del otro extremo, en una parodia del número anterior del Hacedor de Terremotos. Entonces el elefante César alargaba la trompa y cogía un extremo de la otra cuerda. Por un momento parecía que la enana iba a partirse en dos, agarrada a un extremo de cada cuerda mientras los otros extremos eran estirados inexorablemente por los dos
elefantes, que se alejaban de ella en direcciones opuestas. El público, que se había reído de los esfuerzos de Syverchok, ahora contenía la respiración ante su inminente desmembramiento. De hecho los elefantes la levantaban en el aire al tirar de las cuerdas, cuyos extremos ella seguía agarrando tercamente. Entonces el público volvió a reír cuando la enana se quitó el abrigo y cayó de pie sobre el serrín, ligera como una pluma, revelando que las dos cuerdas eran en realidad una sola, pasada por dentro de las mangas del gran abrigo, que permanecía colgado de ella. Para entonces Gosposhyá Zolushka ya había descendido de la plataforma y montado sobre la cabeza de César, y ahora bajó bailando por la trompa del elefante hasta la cuerda tensa, hizo un rápido bis de su número anterior y concluyó tropezando con el abrigo colgado de la cuerda y fingiendo caerse con exagerados movimientos. El público volvió a contener el aliento y a reír de nuevo cuando Abdullah dio una orden y los dos elefantes se acercaron lentamente entre sí y bajaron con suavidad a Zolushka hasta el suelo, donde saludó varias veces, junto con la pequeña Syverchok. Marchan aplaudió y pisoteó con tanto entusiasmo como los demás espectadores y exclamó dirigiéndose a Florian: —Prevosjódnyi! Le envidio su colección de talentos. Últimamente sólo he añadido a mi tsirk un hombre fuerte que no habla. Supongo que no podría convencerle a usted para que me cediera a algunos de sus artistas. — Supone bien, Gospodín Marchan. En realidad, también yo estoy siempre al acecho de nuevos artistas. Discúlpeme, pero ahora debo conducir la cabalgata final. Cuando se dispersó la cabalgata, Florian volvió al lado de Marchan, quien dijo: —Comprendo muy bien que no desee disminuir su compañía, pero quizá consentiría en hacerlo por razones humanitarias. —¿Cómo? ¿Acaso le parecen maltratados algunos de ellos? —Nyet, nyet, nyet. Claro que no. Pero dígame, ¿cómo adquirió a esos tres saltimbanquis coreanos? — Los encontré sin recursos, perdidos, hambrientos y desorientados en Baltimore, un puerto de la costa oriental de los Soyedinénnye Shtáti. ¿Cómo ha sabido que son coreanos? —Llegué hasta Corea en alguna ocasión cuando atravesé Siberia con mi tsirk. Si estos hombres estaban sin recursos en un puerto de mar, tak, quizá intentaban volver a su país. — No tengo ni idea. Ninguno de nosotros habla su lengua. — Yo la hablo a mi manera. ¿Podría formularles la pregunta? —No faltaría más. —Florian envió a un peón a buscar a los hermanos Kim.
— Mientras tanto —dijo Marchan—, podría mencionar que ambos tenemos un nuevo competidor. Una feria ambulante ha acampado a la orilla del río, bajo el Jinete de Bronce. Sólo tiene una kolesó muy tosca, hecha a mano, y un saláski cubierto de hielo. Y por descontado los tenderetes y puestos de rigor donde se venden baratijas, dulces y bocados calientes. — Sé qué es una kolesó —dijo Florian—, una de esas ruedas verticales con barquitos oscilantes, pero ¿qué es un saláski? — Hum... algunos lo llaman «montaña inglesa». Marchan procedió a describirlo y Florian le interrumpió: —Ah, sí. Lo que en el oeste se llama tobogán. — En cualquier caso, bromeaba al hablar de competencia. Las sencillas atracciones de una feria sólo atraen a los niños. — Creo —dijo Florian— que iré a invitar a su propietario a que se traslade a nuestro recinto. Podría beneficiar tanto a su negocio como al nuestro. Aparte de que me gustaría volver a tener una avenida frente a mi carpa. Llegaron los hermanos Kim, un poco aprensivos, como siempre que ocurría algo fuera de lo habitual. Pero sus rostros se iluminaron cuando Marchan los saludó con «Anyong hasimnika?» y ellos respondieron al unísono, muy contentos: «Ne, komapsumnida!» Marchan habló un rato con ellos y luego se volvió hacia Florian: — Sólo hemos intercambiado unas frases banales. Ahora les preguntaré si desean regresar a Corea. —Y dijo a los hermanos—: Hanguk e tora ka yo. Chip e tora kago sipo base yo? Se quedaron atónitos y gritaron a coro: —Ne! Ne! Ne! —Por lo visto no quieren ir —dijo Florian—. Dicen que no. —En coreano, ne significa sí —explicó Marchan—. No es ani. —Y de hecho ahora los Kim saltaban con un evidente arrebato de alegría, repitiendo a gritos: «Ne! Ne!» Marchan les habló de nuevo y después dijo a Florian—: Desean ir a su patria y les he dicho que este verano viajaré en esa dirección. Hace poco decidí llevar a mi tsirk hacia el este en lugar del sur cuando abandonemos Piter. A través de Siberia. — ¿Hasta la lejana Corea? —preguntó Florian, asombrado—. Pero si debe de estar a cinco mil kilómetros de aquí. — No llegaré hasta Corea, nyet, pero si llevo a estos hombres hasta la frontera de Manchuria, no les resultará difícil hacer el resto del camino. — Seguramente no habrá ciudades lo bastante grandes entre aquí y Manchuria para que el viaje sea rentable. —Es cierto, no las hay, pero ya he viajado hasta allí. Quizá usted se pregunte por qué emprendo con mi compañía un viaje tan pesado. Tak, se lo diré. Lo hago en parte por altruismo, porque los míseros siberianos
no ven casi nunca un espectáculo semejante, ni siquiera a muchos extranjeros, pero en parte también, y esto se lo digo confidencialmente, porque allí hay muchos nihilistas como yo. Algunos encarcelados, otros desterrados, otros ocultos. Logramos reunirnos y elaboramos planes, complots e intrigas. — Ya. — ¿Me llevo a sus coreanos y los ayudo a volver a su casa? — Bueno... —Florian los miró bailar. —Ne! Ne! Ne! — Como trabajarán para mí durante el camino —añadió Marchan—, es justo que le dé algo a cambio. ¿Le gustaría emplear a mis diez bailarinas acomodadoras? Son chicas de aquí, y jóvenes, de modo que sus padres no les permitirán viajar. —Bueno... necesitaba algunas bailarinas, pero hasta ahora nuestro sir John no ha conseguido encontrar ninguna. —Entonces, hecho. Pero no inmediatamente. No me marcharé hasta mediados de mayo, tak. Los peterburgueses no han hecho más que empezar a coger violetas. — ¿Cómo dice? —¿No se ha fijado en los numerosos carros y carretas cargados con los azules bloques de hielo del Nevá? —Sí. Son azules, pero no precisamente violetas. — Sin embargo, así es como los llaman: las violetas de San Petersburgo. La gente corta los bloques para llenar sus depósitos antes de que el deshielo haga intransitable el río. Así los carros de hielo son los heraldos de la primavera, como las violetas auténticas en climas más cálidos. —Comprendo. Bueno, si no se marcha hasta mayo, los hermanos Kim permanecerán con nosotros el tiempo suficiente para... —Florian se interrumpió. Había estado a punto de decir que los Kim podrían actuar ante la corte imperial, pero decidió que esto podía ofender o insultar a un nihilista acérrimo, así que se limitó a repetir—: El tiempo suficiente. — Este trato no ha sido una ganga como los anteriores, director — observó Edge cuando Florian le habló del asunto—. Marchan se lleva a los Kim y nosotros nos quedamos con las chicas que él tendría que dejar atrás de todos modos. — Habría aceptado cualquier proposición. Estos pobres coreanos están ansiosos por volver a su casa. Supongo que cuando lleguen ya habrán dado la vuelta al mundo. Pero considera esto como una lección para ti, coronel Ramrod. —Florian adoptó una expresión de benevolencia, piadosa y complacida, pero sus ojos sonrientes contradecían su solemnidad—. Cuando te llegue la hora de ser propietario de este u otro circo, espero que recuerdes mi pequeño alarde de
compasión con la misma claridad con que tal vez recuerdes mis engaños, trucos, embustes y patrañas ocasionales. — Maldita sea —gruñó Edge—, espero no ser nunca responsable de un circo entero. — Ah, pero lo serás, muchacho, lo serás. Después de todo, yo no viviré eternamente. —Florian rió, como si esta observación fuese otro de sus embustes—. Bueno, mientras tanto podemos decir a sir John que cancele el anuncio de los periódicos y abandone la búsqueda de bailarinas locales. ¿Dónde está? — Se ha ido a buscar chicas —dijo Meli, que estaba cerca—. Con Maurice. —Se puso el abrigo de visón sobre el traje de pista, las mallas de lentejuelas plateadas como escamas de serpiente—. Voy a buscarlo. Creo que hoy pensaba intentarlo en aquella escuela para hijas nobles y no me fío de él —sonrió para demostrar que no hablaba en serio— entre tantas muchachas jóvenes y bonitas. Aunque todavía no eran las seis de la tarde cuando Meli salió del recinto del circo —y aunque los peterburgueses estuvieran recogiendo sus «violetas» heraldos de la primavera—, ya era casi oscuro y los eslovacos encendían las teas de la entrada. Sin embargo, Meli no fue por el camino iluminado, sino que cruzó la extensión nevada que había al norte del circo para salir del parque ante el palacio Potemkin, enfilar la calle Shpalernaya y seguir por ella hasta el Internado Srnolny para Jóvenes de Noble Cuna. Caminaba a tientas por una arcada especialmente oscura junto a un muro del palacio cuando, sin ningún ruido previo, dos manos fuertes la agarraron por la espalda. Meli sólo emitió un débil «Idoú!» de sorpresa, suponiendo que era Fitzfarris que volvía y le gastaba una broma. Cuando él le dio media vuelta, vio que no era Fitz. Por un momento no reconoció al hombre mal vestido. Se había afeitado el fiero bigote y dejado crecer una poblada barba. Pero reconoció su voz cuando le oyó decir con voz muy suave: — ¿Creías que nunca me volverías a ver, griega? ¿Creías que me escabulliría humildemente y te dejaría libre para tomar otro hombre y olvidar a tu querido Shadid? — !Tú! ¿Qué quieres? — Lo que tenía antes. A ti, siempre que quería. Y te quiero ahora. Ha sido una sorpresa tan agradable encontrar, después de todos mis vagabundeos, a mi antiguo espectáculo aquí en San Petersburgo y saber que tú aún estabas en él. Meli no quería dejarle ver su temor; replicó con firmeza: —Sí, tengo a otro hombre ahora. Le hablaré de ti y vendrá a matarte. El no es Spyros. —Tampoco es Shadid —dijo el Turco Terrible, imitando la voz de ella—. Es ese caballero John medio azul, ¿verdad? Ya ves que he estado
vigilando a mis viejos conocidos durante un tiempo. Vigilando y esperando esta oportunidad. Siempre has preferido a los hombres a medio hacer, ¿verdad, griega? Pero yo soy un hombre hecho y derecho. Que venga tu hombre medio azul, si se atreve. —Tú no eres un hombre; eres un okilí. Si el turco comprendió la palabra griega para perro, no se sintió insultado. —Me alegra ver que tu nuevo medio hombre te viste bien. Este bonito abrigo será un almohadón cómodo para los dos sobre este duro pavimento. Le abrió el abrigo de un tirón y los botones forrados de piel volaron en todas direcciones; entonces se agachó, cogió el cuello de las mallas de lentejuelas y dio otro fuerte tirón y después arrancó la última prenda, la pequeña almohadilla del cachesexe. Meli gimoteó, no tanto de miedo como por el impacto del glacial aire nocturno sobre su piel desnuda. Shadid no se tiró inmediatamente sobre ella sino que dedicó un momento a mirarla, con lentitud y lascivia, y luego dijo: — Ahora has tenido a tantos hombres que tu gdbek debe de tener los labios colgantes y fláccidos. Levantó la mano hacia el alero de la arcada —que no estaba muy alto para él— y rompió un carámbano largo y puntiagudo. Le quebró la punta, quedándose con una vara de hielo tan larga y gruesa como el antebrazo de un hombre. Meli se encogió y tapó instintivamente el rostro con ambos brazos, de modo que no estaba preparada para lo que ocurrió. Shadid dijo, con un ronroneo en la voz: — No voy a pegarte. —Y le introdujo hasta el fondo el largo carámbano. Los eslovacos acababan de encender las teas cuando oyeron el grito. Todos miraron en la dirección de donde había salido pero no vieron nada tras el resplandor de las antorchas. Después de murmurar entre ellos, concluyeron que debía de haber sido uno de los caballos guardados en las cuadras del viejo palacio, tal vez sobresaltado por una rata. Meli sólo fue capaz de proferir aquel único grito; después se quedó paralizada y muda por el horror. Sólo podía yacer allí quieta, sobre el abrigo extendido, con los ojos desorbitados y la boca abierta, incapaz incluso de luchar o de intentar librarse del empalamiento. Shadid dejó el carámbano donde estaba y dijo en tono suave: —Te causará el efecto de una ducha de alumbre, ya verás. Cuando te lo saque, tu pobre, gastado y fláccido góbek se encogerá y yo podré gozar de su dulce rigidez. El turco se equivocaba. Cuando intentó retirar el carámbano, no consiguió moverlo. Se había quedado adherido a las membranas in-
teriores de Meli, igual que una taza de hojalata helada se engancha a unos labios incautos. Shadid tuvo que tirar con fuerza para sacar el carámbano, que salió con un forro de pequeños filamentos rosados. Los eslovacos del recinto, sobresaltados de nuevo por un grito todavía más horrendo, se dijeron que alguien debía de estar marcando a fuego los caballos de la cuadra. —Se habría dicho que éramos tratantes de blancas —gruñó Fitzfarris cuando él y LeVie volvieron al Florilegio un rato después—. Las monjas nos echaron antes de que Maurice pudiera encontrar a una colegiala que hablase francés. —Bueno, no importa —dijo Florian—. He hecho un trato para quedarme con las chicas del Cinizelli dentro de poco tiempo. Te lo contaré más tarde. Ahora será mejor que busquéis a Meli, que hace un buen rato se fue a esa Escuela Smolny para reunirse con vosotros. —No me necesitarás para eso, ami —dijo LeVie—. Y yo ya he pasado bastante frío. Necesito descongelarme. Así pues, Fitzfarris salió de nuevo, esta vez solo, y un eslovaco le señaló la dirección que había tomado Meli. Fitz siguió sus huellas sobre la nieve y casi tropezó con ella. Yacía a medio camino entre el recinto del circo y el palacio, en el extremo de otras huellas... gotas rojas heladas en la nieve. Horrorizado, profiriendo una maldición, Fitz se inclinó sobre ella y la oyó gemir; por lo menos estaba viva. Puso un brazo bajo sus hombros y otro bajo sus rodillas y la levantó. Meli estaba casi rígida por el frío y sus manos parecían haberse helado agarrando el abrigo sobre su pecho. Pero del dobladillo del abrigo seguían cayendo gotas de sangre, que se congelaba casi antes de tocar la nieve. Caminando pesadamente hacia el circo, Fitz preguntó: — Meli, ¿puedes hablar? ¿Qué diablos ha ocurrido? Sus párpados azulados parecieron crujir por el gran esfuerzo que hizo para abrirlos. En sus ojos brilló el pánico y trató de retorcer el cuerpo rígido, casi cayendo de los brazos de Fitz. Pero entonces vio quién era él y sus labios amoratados murmuraron su nombre. —Sí, te he encontrado. Ahora estás a salvo. Te curaremos muy pronto. Pero ¿qué... quién te ha hecho esto? Meli aún conservaba cierta presencia de ánimo. Sus labios temblaron y sus dientes castañetearon cuando dijo: — Mmmu...mujik... —Hijo de perra —gruñó Fitzfarris. Cuando entró tambaleándose en la carpa, seguido de un grupo de peones curiosos, jadeó: —Es Meli. Está herida. Florian gritó al instante a un eslovaco:
—iRápido! iTrae cualquier vehículo que tenga enganchado un caballo! — Y chilló a otro—: Trae mantas, abrigos, las pieles de las jaulas, icualquier cosa! —Y dijo a Fitz—: Vamos, sir John. Conozco a un médico que no vive lejos. Así, al cabo de un cuarto de hora Florian aporreaba la puerta de la doctora Bestushev, la abría e irrumpía en la casa sin esperar a que alguien le franqueara el paso. Cuando Bestushev apareció, no se quejó de aquella entrada tan poco ortodoxa a una hora tan intempestiva, sino que indicó por señas a Fitzfarris que acostara a la mujer en el diván de la antesala. Entonces apartó las prendas que la cubrían, miró el cuerpo azulado y manchado de sangre y observó cáusticamente a Florian: — ¿Otra hija? No cuida usted mucho de ellas, gospodín. Ustedes dos esperen aquí. —Y tras coger en brazos a Meli, se la llevó a otra habitación. Florian preguntó a Fitz, cuando ambos hubieron recuperado el aliento: — ¿Tienes idea de lo que le ha sucedido? —No, pero ha tenido que ser una violación. Sólo ha podido decir «mujik». Algún bastardo la ha atacado en la oscuridad. Y los malditos animales tienen todos el mismo aspecto. Nunca encontraremos al culpable. —Creo que sí —dijo lentamente Florian—. Creo que Meli ha mentido. — ¿Qué? Oiga, no permitiré que la calumnie... — No la calumnio, la alabo. Ha mentido para protegerte. Piénsalo, sir John. ¿Quién la violó antes, y repetidas veces, y fue culpable de la muerte de su marido? Incluso en su lamentable estado actual, Meli ha intentado salvarte de un destino similar. —¿El turco? —preguntó Fitz, incrédulo—. Pero si nos deshicimos de él en Hungría. — No le borramos de la faz de la tierra. Ahora pienso que deberíamos haberlo hecho. Esta misma tarde Vassily Marchan ha mencionado que contrató recientemente a un hombre forzudo para su Tsirk Cinizelli. En aquel momento no he hecho caso, pero ahora... —Maldita sea —dijo Fitz—. Bueno, esperaré a saber qué dice la doctora y luego le pediré prestada una arma a Zack y... —Cálmate, sir John. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Aparte de otras consideraciones, no pueden coexistir dos Shadid Sarkioglus en San Petersburgo. Pero no te permitiré... —Que me jodan si voy a esperar una autorización. —Por muy bárbaro que sea este país —prosiguió Florian—, no aprueba el asesinato. Si el turco no te mata antes de que tú le mates a él, puedes estar seguro de que las autoridades lo harán. ¿Y de qué serviría tu galantería a Meli? Sólo para dejarla otra vez de luto.
—¿Me está aconsejando que agite la bandera blanca? ¿Que corra a la policía? ¿Que gima por la protección de la ley? ¿Que acuse de violación al turco y le vea libre tras algunos latigazos? — No, sólo un cobarde pediría a la ley que se vengara por él. Además, esto significaría correr el riesgo de revelar que hay dos Shadids, lo cual nos pondría en peligro a todos. —Usted y su maldito pragmatismo. ¿Qué sugiere, entonces? — El asesinato es un crimen punible con la pena capital. El duelo no, si se hace fuera de los límites de la ciudad... al sur del canal Obvodnyi. Los duelos merecen desaprobación, pero no se castigan cuando ya son un fait accompli. —Fitz abrió la boca—. Tengo entendido que el parque imperial de Catalina es un lugar preferido para los duelos a pistola al amanecer. Justo entonces salió la doctora de la habitación contigua y dijo a Florian: — Su hija se restablecerá, gospodín. —Florian hizo un ruido, pero le interrumpieron—. Ha sufrido sobre todo pérdida de sangre y un shock en su sistema nervioso, pero es una mujer fuerte. No hay congelación y sus heridas internas se cicatrizarán. En nombre de Dios, ¿qué le ha ocurrido? Florian dijo que sólo sabían que un violador desconocido la había atacado en la oscuridad. — El agresor debe de haber usado una botella rota en vez de su propio miembro —dijo Bestushev. Miró a Fitzfarris—. ¿Es éste su hombre? Dígale que puede llevársela a su casa, pero que la haga descansar en cama varios días. Y que no se acueste con ella; tardará un poco en ser capaz de mantener relaciones íntimas y es probable que tarde aún más en desearlas. Aquí tiene unas tabletas de hierro y aceite de hígado de bacalao para recuperar la sangre y unos supositorios para aliviar el dolor interno. Florian repitió la información a Fitzfarris y luego le preguntó a la doctora si había algo más. — Dígame, gospodín —preguntó con sarcasmo Bestushev—, ¿tiene todavía más hijas con problemas sexuales? Florian estaba muy sonrojado cuando él y Fitz salieron sosteniendo entre ambos a Meli, aún azulada pero muy restablecida. Mientras volvían al circo en el carruaje, Fitz le reprochó con suavidad: — ¿Por qué has intentado hacerme creer que ha sido un mujik cuando ha vuelto a ser ese bruto de turco? —Ai, Kristos —murmuró ella—. ¿He delirado? — No. Pero lo he descubierto, esto es lo que importa. —No es lo que importa. iAi, Ziano! Prométeme que no te pelearás con ese turco. —No lo haré. Seré muy caballeroso y gentil —dijo Fitzfarris entre dientes—. El director me ha convencido.
—Entonces le doy las gracias, Kyvernitis Florian —murmuró Meli, volviéndose hacia él y poniendo sobre su brazo una mano fría y pálida—. No quiero perder a Ziano; es un buen hombre. A la mañana siguiente Fitzfarris entró en la oficina del furgón rojo para decir a Florian: — Esta tarde iré al edificio del Cinizelli, entre las dos funciones, para desafiar a ese maldito turco. Florian asintió. — ¿Cómo está Meli? — Ha pasado una noche muy inquieta, despertándose a menudo con pequeños gritos. Pero está mejor. Ahora... si recuerdo bien lo que he leído sobre duelos, se supone que he de pegar al bastardo con un guante y retarle a un duelo al amanecer. ¿Se hace así? — Esta es la forma melodramática, pero basta decir ante testigos que le desafías a un duelo. Entonces has de darle tiempo para buscarse un padrino o padrinos. Luego ellos hablarán con los tuyos y acordarán la hora y el lugar. ¿Tienes padrinos? — Todavía no, pero me imagino que Zack consentirá en venir. Ya está limpiando y cargando dos de los revólveres que requisamos a aquellos buitres de Virginia. Colts idénticos con idéntica carga, un cartucho cada uno. Supongo que debo dejar elegir al turco. — Bueno, en realidad... —empezó Florian, pero en aquel momento se abrió la puerta del furgón y entró el Turco Terrible en persona, agachándose para no chocar con el dintel. Fitz y Florian le miraron con incredulidad. Seguían a Shadid dos hombres mucho más bajos que, aunque no llevaban maquillaje, fueron reconocidos por Florian y Fitzfarris como los dos payasos del Tsirk Cinizelli. — Florian Efendi, todavía tiene mi salvoconducto —dijo el turco—. Devuélvamelo. Hasta ahora me las he arreglado con uno provisional... De los dos hombres atónitos del Florilegio, Florian fue el primero en recuperar la voz. — Reconozco, Sarkioglu, que tienes más cojones que una pista llena de monos. ¿Esperas salir de aquí vivo después de lo de anoche? —Claro —respondió el turco, confiado. Fitzfarris hizo rechinar audiblemente los dientes y dio un paso hacia adelante, pero Florian alargó el brazo y lo detuvo. Shadid continuó—: ¿Me matarías ante mis colegas payasos? ¿O nos matarías a los tres? Marchan Efendi podría extrañarse de que no volviéramos, ya que sabe que veníamos aquí. — Muy bien —replicó Florian—, no morirás hoy. —Y añadió, dirigiéndose a Fitz—: Los payasos y yo somos testigos. Desafíale. Fitzfarris dijo con voz tensa:
— Turco, te desafio formalmente a un duelo. Di a tus padrinos que hablen con el mío. Es el coronel Edge, a quien ya conoces. Sugiero que el duelo tenga lugar en... ¿dónde dijo usted, director? — En el EkaterinDvor —contestó Florian—, el parque imperial de Catalina, al sur del canal Ovbodnyi. —Sugiero este lugar —dijo Fitz a Shadid— y la hora, mañana al amanecer. —Me parece satisfactorio —asintió el turco— y, como es natural, acepto el desafio. Quizá estos dos payasos serán mis padrinos. ¿Quiere pedírselo, Florian Efendi? Hablo poco ruso. Florian les explicó el asunto con bastante detalle. Los payasos se impresionaron debidamente, pero aceptaron el papel. — Entonces, a pistola al amanecer en ese parque —dijo Fitzfarris—. El coronel Edge traerá las armas y te dará la... — Un momento, hombre medio azul. ¿Conoces el código de los duelos? Y a propósito, ¿por qué no eres ya medio azul? —No es de tu maldita incumbencia. ¿Qué dices del código de los duelos? — Concede a la parte desafiada la elección de las armas. Y yo lijo otras. — iEstá bien, maldita sea! —gritó Fitz—. Si no quieres pistolas, ¿qué clase de armas quieres? —Estas —contestó el Turco Terrible, extendiendo sus dos extremidades superiores y abultando los músculos de modo que se vieron incluso a través del tosco y grueso abrigo de mujik—. Ambos desnudos hasta la cintura. Mis brazos contra tus brazos. La mitad natural del rostro de Fitz palideció un poco cuando miró a Florian, el cual asintió y dijo: —Iba a decírtelo cuando ha entrado. Puede escoger cualquier arma, de obuses a palillos. El turco sonrió, enseñando los dientes. — Medio hombre, ¿retiras tu desafío? —iDiablos, no! —exclamó Fitzfarris—. Podemos empezar ahora mismo, hijo de puta. Shadid le miró largamente y debió de decidir que Fitz estaba en aquel momento demasiado furioso y podía resultar un adversario temible o por lo menos causarle algún daño antes de ser partido por la mitad. En cualquier caso, el turco creyó aconsejable dar a Fitz tiempo para calmarse, arrepentirse de su temeridad y empezar a preocuparse, así que respondió: — No, no, ahora no. Observaremos las formalidades. Mañana al amanecer en ese parque. —Se volvió hacia Florian—. Ahora, mi salvoconducto. —Ven a buscarlo mañana —contestó fríamente Florian—, si puedes.
El turco soltó una risotada y continuó riendo mientras salía, seguido de sus flamantes padrinos. En la oficina reinó un largo silencio. Al final Fitzfarris se pasó la mano por la frente húmeda y dijo: —Dios mío. Sé disparar una pistola y a veces he dado en el blanco, pero una pelea a puñetazos con ese monstruo... —Sí —convino Florian—, ha dado un coup de Jarnac. —¿Qué? —Un golpe bajo. Se llama así por un antiguo duelo en el que un tal monsieur Jarnac... — No me importa cómo se llame. En mi caso, suicidio es la palabra apropiada. Tenía razón, director. Lo único que conseguiremos con esto será volver a vestir de luto a Meli. —Vamos, vamos, sir John. Si acudes al duelo con esta actitud pesimista, ya eres hombre muerto. Recuerda que la institución del duelo tuvo su origen en lo que se llamaba «juicio de Dios», en el que se suponía que los dioses otorgaban la victoria al adversario que tenía la razón de su parte. —Cuando llegue el amanecer, menuda falta nos harán los dioses, maldita sea. Bueno, por lo menos no he de ir al Cinizelli y puedo pasar todo mi tiempo libre con Meli. Le gustará y no comprenderá hasta mañana que ha sido un largo adiós. Florian intentó con todas sus fuerzas pensar en algo que pudiera animar a sir John ante su cita con el Turco Terrible, pero sólo se le ocurrió el ejemplo de David y Goliat y esto no servía. David había lanzado una piedra desde cierta distancia; no había tenido que luchar a puñetazos con el terrible filisteo. Fitzfarris sacó un pañuelo para secarse el sudor frío que le mojaba la frente. La mano le tembló al hacerlo y sin darse cuenta borró un trozo de su máscara cosmética. Miró distraído la mancha de color carne que quedó en el pañuelo y abandonó inmediatamente la oficina sin añadir otra palabra. Durante la función de aquella tarde, cuando Florian entró en la carpa desfilando orgulloso a la cabeza de su compañía y de los animales en la gran cabalgata inicial, echó una ojeada a las sillas de respaldo y en seguida las miró con atención, preguntándose qué diablos hacía el Turco Terrible sentado allí. ¿Por qué había vuelto? Aunque el hombre iba envuelto ahora en un voluminoso abrigo de piel, mucho más elegante que las ropas de mujik que llevaba por la mañana —y lucía un sombrero picudo de pescador tan calado que sus facciones estaban ocultas en la sombra—, no podía disimular su corpulencia. ¿Por qué, se preguntó Florian, no se hallaba Shadid en el Cinizelli, que también daba una función a esa hora? ¿Y por qué le acompañaban ahora cinco o seis personas? El turco se inclinaba ya hacia unos, ya hacia otros, hablando con uno o varios de ellos mientras señalaba a
diversos artistas de la cabalgata. Sus compañeros eran casi tan robustos como él —de modo que no incluían a sus padrinos, los dos payasos relativamente pequeños— y todos iban envueltos como él en sendos abrigos de pieles. Algunos llevaban sombrero, también calado sobre la frente para ocultar su rostro, y dos usaban velos muy tupidos, indudablemente mujeres. Florian se preguntó si Vassily Marchan habría concedido la tarde libre a algunos de sus artistas para que pudieran venir con Shadid a comentar el lastimoso estado en que dejaría a sir John al día siguiente. Entonces, ¿por qué señalaban y hablaban tanto? ¿Serían tal vez aquellas personas secuaces que el Turco Terrible había ido reclutando durante su viaje desde Hungría hasta esta ciudad? ¿Planeaba acaso ataques contra otros miembros del Florilegio y los identificaba para que sus secuaces se encargaran de ellos? Pero... ¿y las mujeres? Florian continuó perplejo, preocupado y haciendo conjeturas durante todo el espectáculo. Intentó varias veces acercarse a las sillas de respaldo para mirar el grupo con más detenimiento, pero cada vez que lo hacía, ellos se tapaban más con sus pieles y bufandas y bajaban la cabeza; era evidente que no querían ser reconocidos y no les importaba demostrarlo. Florian no dijo nada de ello a sus artistas, pero éstos le dirigieron varias miradas de extrañeza porque —algo sin precedentes— una vez o dos saltó a la pista demasiado pronto o tarde para hacer la presentación del número y habló distraídamente y titubeando. En el intermedio, el misterioso grupo salió con el resto del público y se dirigió como todos al anexo para ver el espectáculo complementario. Mientras caminaron entre la gente y estuvieron de pie en el anexo, permanecieron encorvados para disimular el hecho de que eran más altos que los demás. Florian pensó en poner sobre aviso a sir John, pero decidió que ya tenía bastantes preocupaciones propias. Y en efecto, Fitzfarris también se mostró distraído y vago en su presentación de las escasas atracciones, que ahora sólo consistían en los Hijos de la Noche, el gluxár ponedor de huevos, Kostchei el Inmortal, la momia de la Princesa Egipcia, la enana Syverchok y su pony, Rumpelstilzchen. El extraño grupo anónimo volvió a la carpa con todos los demás para ver la segunda parte del espectáculo y Florian supuso que, si iban a emprender cualquier tipo de acción, esperarían a que el recinto se vaciara después de la representación. Acertó. Cuando concluyó el espectáculo con la gran cabalgata final y el público empezó a dispersarse, charlando y riendo animadamente, el grupo de los abrigos de piel permaneció en sus asientos. Cuando ya sólo quedaban ellos en la carpa, se levantaron y avanzaron hacia la pista, al parecer en actitud amenazadora. Florian gritó: «iEh, patanes!» y al momento acudieron en su ayuda peones y artistas empuñando estacas, látigos, martillos e incluso palillos de tambor. Junto
con Florian ofrecían un frente unido y compacto contra el extraño grupo que se acercaba. Pero a la cabeza iba una persona tapada con un velo —una mujer—, que sonrió al levantarlo. Tenía cara de caballo, pero habló gentilmente, intentando tres lenguas distintas: —¿Gospodín Florian? ¿Herr Florian? ¿Monsieur Florian? Receloso, contestó en ruso que era Gospodín Florian, y ella continuó en el mismo tono: — Soy la grafinya Varvara Nikolayeva Jvoshchinskaya. ¿Puedo presentarle a sus majestades imperiales, que están ansiosas de conocerle? Florian tartamudeó: —Cómo, condesa... Alteza... —Hizo a sus espaldas urgentes señas con las manos para que todos se apartaran, y sus hombres armados le obedecieron, dispersándose—. Es un gran honor...me sentía perplejo... preguntándome quiénes... — Disculpe nuestro misterioso comportamiento —respondió ella—.El zar y la zarina prefieren a veces guardar el incógnito en los lugares públicos muy concurridos. —Se volvió hacia el hombre más alto y dijo en alemán—: Majestad, os presento al propietario del establecimiento: Herr gouverneur Florian. Herr Florian: su majestad imperial, emperador, autócrata y zar, Alexander Nikoláyevich Románov, y su consorte, la emperatriz María Alexandrovna. —Es un honor —repitió Florian con voz ronca, esta vez en alemán. Hizo una profunda reverencia, reprimiendo el impulso de postrarse ante el hombre alto y la mujer, casi tan alta como él, no en un saludo servil sino por puro alivio de que no se hubiera producido una pelea. El zar exclamó jovialmente: «Sehr nutzbar macht, das "iEh, patán!"», añadiendo que le gustaría disponer de una orden tan expeditiva para reunir a sus tropas cuando las necesitara. La condesa Varvara presentó a los demás miembros del grupo, otra condesa y varios condes y chambelanes. La zarina, que se distinguía principalmente por su nariz ganchuda, dijo: —Me encantó recibir esa carta de mi real hermana Elisabeth. Siento grandes deseos de conocer al coronel Edge, de quien escribe en términos tan elogiosos. Florian se excusó, llamó a un peón y le envió a buscar al coronel Ramrod, que se había ido con los otros hombres armados al no producirse ninguna pelea. —No le estábamos espiando, Herr Florian —dijo el zar—. Sólo deseábamos ver su espectáculo habitual. Es decir, una función sin adornos motivados por nuestra presencia. Sin embargo, desearíamos que actuaran para toda nuestra corte cuando pueda ser conveniente para su compañía. —El placer y la orden de vuestra majestad son nuestra conveniencia — respondió Florian, y añadió—: Pero aseguro a vuestra majestad que
siempre ofrecemos el mejor espectáculo de que somos capaces, tanto si es para la realeza como para los campesinos. Intentamos trabajar siempre lo mejor que podemos. De nuevo observó humorísticamente Alejandro que le gustaría poder exigir lo mismo de sus súbditos. Edge llegó, fue presentado y también hizo una profunda reverencia. Cuando la zarina comprobó que no hablaba con fluidez el ruso ni el alemán, dijo en francés: —Mi real hermana Elisabeth le tiene en gran estima. —Sus ojos centellearon, como si sospechara por qué—. Mi real marido acaba de invitar a monsieur Florian a organizar una función privada del circo para nosotros, pero ¿puedo formular una invitación aparte, coronel Edge, a usted y monsieur Florian y todos sus artistas para asistir a un petit bal bourgeois en el palacio de Invierno? —Avec plaisir, madame l'impératrice. —De frac, a las siete de la tarde del domingo veinte de abril. Todos recibirán billets d'invitation, naturalmente. —Es un honor, majestad. Todos acudiremos. Todos los que hemos actuado hoy ante vos. Florian deseó que Edge no se hubiera expresado así. A menos que los dioses estuvieran despiertos al amanecer del día siguiente y dispuestos a cumplir con su deber, sir John Fitzfarris no acudiría a ningún baile de palacio. Como habían esperado todos los asistentes al duelo, con temor o con alegre confianza, la lucha se terminó rápidamente. El parque imperial de Catalina era un oasis de serenidad en este suburbio industrial de Piter, lleno de tenerías, destilerías de vodka y fábricas de cuerda y lona, alimentadas por las ruedas hidráulicas del canal Obvodnyi. Los frecuentes vientos del cercano golfo de Finlandia habían barrido casi toda la nieve del parque, pero ahora no soplaba ningún viento y lo que podía verse en la penumbra del amanecer incipiente eran prados bien cuidados, caminos de grava y grupos de árboles y parterres que estarían rebosantes de flores dentro de un mes. Sin embargo, cuando el sol despuntó aquella mañana levantó del suelo una niebla pegajosa y grisácea que se arremolinó a la altura de los muslos, dando a los duelistas, padrinos y un par de espectadores el aspecto de torsos aislados flotando sobre el césped mientras preparaban el combate. De este modo el lugar y la hora brindaron un apropiado escenario triste y fantasmal para una muerte repentina. El par de espectadores eran Florian y Marchan, que habían ido porque sentían un interés natural por el resultado de la lucha, pero cuidaron de mantenerse a distancia de todos los demás. Mientras Sarkioglu y Fitzfarris se despojaban de sus abrigos, chaquetas y camisas para dejar al descubierto la parte superior de su cuerpo, Edge y los dos payasos
permanecían cerca para cerciorarse de que ninguno de los dos hombres ocultaba un cuchillo u otra arma en el cinto, bota o bolsillo del pantalón. No encontraron nada. Lo único oculto era la mitad azul del rostro de Fitz; incluso teniéndose que levantar antes del amanecer, se había tomado el tiempo y la molestia de aplicarse la máscara cosmética. — Es una cuestión de honor, según tengo entendido —dijo Marchan. —No el honor de su hombre, puedo asegurárselo —replicó Florian con acritud. — Entonces su hombre debe de apreciar más su honor que su vida. Mírelos. Uno es delgado y ágil; quizá serviría para una pelea entre caballeros. Pero el otro es alto, corpulento y musculoso como Hércules. Se trata de una lucha lamentablemente desigual. Gospodín, ¿ha preparado una camilla en su carruaje, tak, para llevar de nuevo al circo el cadáver destrozado de su hombre? Florian hizo caso omiso de Marchan y guiñó los ojos para mirar a los dos hombres desnudos hasta la cintura que ya se disponían a iniciar la pelea porque la neblina baja se estaba dispersando en filamentos y jirones. —Es curioso —murmuró Florian—, el frío ha salpicado toda la piel del invencible turco con carne de gallina. Sir John tirita, pero no manifiesta otros efectos de frío. Debe de ser el fuego de la determinación. De pronto la quietud del alba en el parque fue rasgada por un grito de Shadid y por los sonoros puñetazos que se propinaba en el propio pecho. Involuntariamente, Fitzfarris dio un paso hacia atrás. El turco se abalanzó sobre él y Fitz levantó los brazos en un reflejo defensivo que hizo vulnerable su pecho y entonces Shadid lo rodeó con sus potentes brazos, ya fuese para estrujar a Fitzfarris hasta convertirle en pulpa, ya para romperle el espinazo. Agitando al parecer las manos con desesperación, haciendo el único movimiento que tenía espacio y libertad para hacer, Fitz abofeteó con uno de sus antebrazos y luego con el otro la cara del turco. Esto sólo logró que Shadid bajara la cabeza y la metiera en el hueco entre el cuello y el hombro de Fitz, donde éste no podía llegarle a los ojos ni hacer mucho más que tirarle del pelo de la nuca. Mientras el turco tenía la cabeza protegida allí, y mientras seguía estrujando el pecho de Fitz, hundía también sus grandes dientes en la carne de su clavícula. Ahora Fitzfarris estaba inclinado hacia atrás, muy parecido al deformado Kostchei, con los ojos desorbitados por la presión y la boca abierta para respirar aire que sus pulmones ya no podían bombear, y todos, casi tan faltos de aliento como él, esperaban oír el chasquido de su columna vertebral. Entonces, de repente, el turco profirió otro grito, no un grito guerrero, sino de sorpresa, incluso de angustia. Soltó a Fitzfarris y se apartó de él tambaleándose, usando ahora las manos para restregarse furiosamente la cara, los ojos, muy cerrados, y los labios, rojos con la sangre de Fitz. También llevaba trazas de su maquillaje. Fitzfarris estaba libre, pero de
momento sólo pudo caer de rodillas sobre el césped, jadeando y agarrándose los codos contra las costillas rotas y doloridas, mientras del cuello le goteaba un reguero de sangre. Shadid seguía tambaleándose y arañándose ahora literalmente los ojos y los labios. De pronto también él cayó de rodillas y empezó a arrancar hierba para exprimir de ella la humedad de la neblina y pasársela con frenesí por la cara. Fitz se recuperó lo suficiente para levantarse, tembloroso. Se acercó al turco y le dio un empujón que lo hizo caer de espaldas. Shadid parecía indiferente o ignorante de su postura indefensa ante un ataque y continuó pasándose las manos húmedas por toda la cara. Fitzfarris se arrodilló a su lado, echó hacia atrás el brazo derecho, extendió la mano derecha con los dedos rectos y juntos, apuntó con cuidado y descargó la mano como una lanza contra el plexo solar del turco. Shadid profirió otro grito —de verdadero dolor— y apartó las manos de la cabeza para llevárselas a la boca del estómago. De nuevo Fitz empleó la mano rígida como una punta de lanza para hundirla en la nuez de la garganta del hombre, que ahora no dejaba de retorcerse y que emitió otro grito más débil, ahogado, mientras todo su cuerpo sufría una convulsión. Fitzfarris empleó su mano rígida sólo una vez más, disparándola en esta ocasión de lado, plana como una hoja y con toda su fuerza contra la nariz de Shadid. El turco ya no emitió ningún otro sonido ni hizo ningún otro movimiento que una sacudida de pies a cabeza, tras la cual permaneció inmóvil. Fitz volvió a ponerse en pie, tembloroso y, todavía demasiado falto de aliento para hablar, indicó por señas a Edge que recogiera su ropa y le ayudara a vestirse. —Vaya, que me cuelguen si lo entiendo —musitó Florian. —Volvamos al circo al galope, director —jadeó Fitzfarris mientras Edge, sonriendo como una gárgola, le ayudó a tambalearse hasta el carruaje— , para que Jules me tapone el agujero del cuello y me apedace con vendas. Creo que tengo todas las costillas pulverizadas. Edge y Florian le ayudaron a subir al pescante, se sentaron uno a cada lado y se alejaron a toda prisa... dejando al aturdido Marchan y sus dos payasos pugnando por levantar el pesado cadáver de Shadid Sarkioglu. —Vamos, ahora dinos cómo lo has hecho —exigió Edge. Y Florian dijo: —He sospechado algo, sir John, al ver que el turco tenía toda la carne de gallina y tú no. —Oh, yo también, sólo que no podía verla —contestó Fitz entre los dientes apretados por el dolor, pero hablando de buena gana, con alegría y orgullo—. Se me ocurrió que si podía pintarme la cara con el maquillaje de la vieja Mag, también podía pintarme el torso y los brazos. Y así lo hice, pero con algo más que cosméticos. Jules me dio ácido fénico de su botiquín y Lunes me ofreció unos calomelanos que ha sacado de alguna parte. Calomelano es sólo otro nombre del sublimado
corrosivo, así que trituré las tabletas y mezclé el polvo con el maquillaje. El ácido y el sublimado me provocaron algo de picor en la piel, pero pensé que si podía introducir un poco en los ojos del turco, le picarían muchísimo, y por lo visto así ha sido. Pero la idea de morder esa sustancia ha sido sólo suya. —Sí, lo tenía bien merecido —dijo Florian y añadió, sin mucha lógica—: Escogió los brazos como armas e infringió el código del duelo al usar los dientes. Pero esta otra cuestión, sir John... ¿matarle sólo con unos golpes? —Había pensado que si podía cegarle un minuto quizá podría aprisionarle la cabeza y romperle el cuello, pero Obie me dijo que lo olvidara. El cuello de un hombre forzudo es su parte más fuerte, así que me enseñó ese truco de usar la mano rígida. Me dijo: puedes matar a un hombre descargándosela bajo el esternón y rompiéndole los intestinos o aplastándole la nuez para que se asfixie o pegándole fuerte bajo la nariz. Esto rompe el hueso del puente de la nariz y envía las astillas hasta el cerebro. Pero, joder, han hecho falta los tres golpes para matar a ese corpulento hijo de puta. —Aun así, le has matado —dijo Florian—. No sé cuándo me he sentido más satisfecho y orgulloso... o más sorprendido. —Bueno —contestó Fitzfarris con modestia—, he contado con la ayuda de muy buenos consejeros. —Pamplinas —dijo Edge, sin dejar de sonreír—. La pura verdad es que quien se bate en duelo con un estafador viejo, astuto y experto es un condenado idiota. Así las cosas volvieron a su cauce en el circo. Meli se restableció pronto y pudo reanudar su número de Medusa en el espectáculo del anexo y su lucha con el Dragón Fafnir en la apoteosis. Lunes seguía viviendo sola y parecía estar a gusto. Florian logró persuadir a la feria para que se trasladara de la orilla del río al Florilegio. Su propietario, un tal Gospodín Tyutchev, colocó sus puestos de baratijas, bocadillos y golosinas en hilera a ambos lados de la marquesina principal de la carpa y situó frente a frente la rueda de barcos oscilantes y el tobogán en el extremo más próximo a la calle. Estaba satisfecho con el traslado porque atraía más clientela entre los espectadores, bien dispuestos hacia el esparcimiento, de la que había tenido entre los paseantes por la orilla del Nevá. Florian también estaba satisfecho de tener de nuevo una avenida frente a su espectáculo, pero los puestos y barracas eran tan destartalados y decrépitos que ordenó a Dai Goesle y a sus hombres que ayudaran a sus dueños a repararlos y pintarlos. No se podía hacer mucho, sin embargo, para mejorar el aspecto de los propios dueños: todos, hombres, mujeres y niños, iban andrajosos, despeinados, sucios y llevaban barba cuando era posible. Se parecían mucho a los salvajes «locos de Dios» que recorrían los caminos
rusos. La gente del circo, recordando muy bien su brote de dristlíva, no compraban nada en aquellos tenderetes, pero en cambio lo hacía una cantidad asombrosa de asistentes al circo, incluso los mejor vestidos y más remilgados por su apariencia. Durante la mayor parte del mes siguiente los artistas, además de Carl Beck y Dai Goesle, dedicaron su tiempo libre y mucho dinero a las mejores tiendas del Nevskiy Prospekt y otras elegantes calles comerciales, probándose trajes y vestidos de baile y comprando todos los accesorios necesarios. Incluso Pavlo Smodlaka «despilfarró» dinero en esta ocasión para vestirse a sí mismo, a Gavrila y a su hijo Velja. (Ioan Petrescu diseñó y confeccionó los vestidos para la pequeña Sava Smodlaka, para la todavía más pequeña Katalin Szábo y para sí misma.) Todos los artistas compraron sus zapatos en Weiss, la mejor cordonnerie de la ciudad: altos zapatos de charol con cordones para los hombres, diversos estilos y colores de sandalias con tacones franceses para las mujeres. Pero los artistas que necesitaban trajes eran tantos que debieron repartir sus encargos entre varios sastres y modistas. —Aun así —dijo Maurice—, pareceremos unos pueblerinos presumidos al lado de los magníficos uniformes de los cortesanos y los vestidos de las damas que encargan su vestuario a Varsovia y París. Aparte de los eslovacos, en el Florilegio había seis hombres que no tuvieron que equiparse a toda prisa como los demás. Edge y Willi Lothar ya poseían trajes de gala, pero Willi acompañó a Jules Rouleau en sus expediciones al sastre. Los hermanos Kim, cuando se les dio a entender con gestos, pantomimas y dibujos en trozos de papel la naturaleza de un baile palaciego y la necesidad de vestir adecuadamente para asistir a él, hablaron entre ellos y se excusaron. Con más gestos y pantomimas comunicaron que pronto se marcharían en dirección a Corea y que allí el sombrero de copa y el frac no serían apropiados, sino quizá incluso objeto de burla, y preferían ahorrar el dinero para llevarlo a su casa. Kostchei el Inmortal tampoco quiso asistir al baile. Florian no deseaba mucho su asistencia, pero se sintió obligado a señalar que la zarina había invitado a todos los artistas, y le había visto entre ellos, así que no debía haberla repelido del todo. Kostchei contestó de buen humor: —No, sólo sería el esqueleto proverbial de la fiesta. ¿Puede imaginarse la frustración de un sastre volviéndose loco para adaptar un frac a mi figura? Algún pobre sastre debía de haberse vuelto loco, decidieron varios artistas, al confeccionar el traje especificado por Hannibal Tyree. Cuando Hannibal lo llevó al circo y lo enseñó con orgullo, sus colegas se divirtieron y horrorizaron al mismo tiempo. Aunque hecho con un velarte muy fino, de estilo y corte irreprochables, el traje era de un color entre rosa y amarillo pálido.
—¿Qué estáis mirando con tanta risa? —preguntó Hannibal—. Vosotros vais de blanco y negro, con una cara rosa encima. Yo ya soy blanco y negro, cara y dientes, así que quiero color en mi ropa. —Nos has deslumbrado, Abdullah, eso es todo —explicó Agnete, bondadosa, mientras los demás cambiaban de expresión y tosían detrás de la mano—. Has pagado tu traje, o sea que tienes todo el derecho a ir vestido de acuerdo con tu gusto. —Sí, señor —dijo Yount, imitando la actitud de ella—. Apuesto algo a que no habrá en palacio un solo uniforme más llamativo que el tuyo, Hannibal. Mientras casi todos los demás estaban ocupados de este modo —antes, después y entre las funciones—, Edge se dedicó a dar más paseos solitarios por la ciudad. Un día cruzó el Nevá y visitó la fortaleza de los Santos Pedro y Pablo. Admiró con la debida reverencia la casita conservada con tanto esmero de dos habitaciones y mobiliario espartano donde había vivido Pedro el Grande mientras supervisaba la construcción de todos los primeros edificios de lo que sería San Petersburgo. De allí Edge se dirigió a la catedral de la fortaleza e inspeccionó las tumbas de Pedro y los diversos zares y zarinas. Y entonces encontró algo de interés mucho más inmediato. Una muchacha muy bien vestida se hallaba sentada al pie de una cruz de piedra en la que estaba crucificado un Cristo de piedra. Tenía la cabeza oculta entre las manos y lloraba en silencio. Edge vaciló, sin saber si debía acercarse y preguntar qué le ocurría. Pero entonces se acercó una anciana y se arrodilló junto a ella. La muchacha levantó la cara húmeda de lágrimas —era muy bonita— y Edge pudo oírlas murmurar brevemente en ruso y luego en francés. La anciana levantó del suelo a la muchacha y la condujo a través de la nave. Edge las siguió con discreción y oyó: —Aquí, niña —dijo la anciana en francés, mientras se detenía con la muchacha ante una estatua de la Virgen—. Si has sido engañada por un hombre, reza a María, no a su hijo. Los hombres siempre se ayudan entre sí. A Edge le gustó tanto esta conmovedora y divertida ocurrencia que en lo sucesivo, aunque las iglesias solían aburrirle, se paraba aunque fuese por poco rato ante todas las que encontraba en sus paseos. Y por este motivo entró durante la semana de Pascua en la catedral de San Isaac justo cuando daba comienzo el oficio y allí vio algo maravilloso, algo que le hizo regresar con precipitación al circo, pero por el camino se detuvo a comprar unas cuantas velas y un carrete de hilo negro. Cuando Carl Beck volvió de su última prueba en el sastre, Edge le esperaba para consultarle sobre un tema muy serio, y terminó diciendo: —Si podemos hacerlo, Bumbum, no será con mucha frecuencia, así que reservémoslo para la función especial del zar, sea cuando sea. Y
mantengámoslo en secreto para sorprender al mismo tiempo a todos los miembros de la compañía. Durante la semana anterior al baile del palacio, Florian hizo fijar avisos por todo el Jardín de Táuride para informar al público de que no habría funciones el 20 de abril. Resultó que esto no significaría un gran sacrificio de clientela y ganancias porque aquel día —aunque estaban prácticamente en vísperas del breve verano de aquellas latitudes y aunque el Nevá volvía a ser un río por el que sólo se deslizaba un pequeño témpano de vez en cuando— cayó una tardía y densa nevada, tan densa que no se barrieron las calles y probablemente ni siquiera los resistentes peterburgueses habrían desafiado el tiempo por una función de circo. Los artistas del Florilegio también se vieron perjudicados por la nevada. Su intención era ir al palacio de Invierno en droshkis o karetas, pero ahora los pocos vehículos de alquiler que pasaban por el parque — en su mayoría trineos de troika— estaban todos ocupados. No había otra manera de ir que en los propios vehículos del circo, que eran, exceptuando el carruaje de Florian y la calesa de Willi, los carromatos de brillante colorido y llamativos letreros; una manera poco digna, según creían casi todos, de llegar a la puerta principal de un palacio. Sin embargo, cuando llegaron a la plaza del palacio quedó bien patente que nadie iba a fijarse en su medio de transporte, tantos eran los vehículos —carrozas, trineos de troika, berlinas, clarences, victorias y toda clase de otros carruajes— que convergían en la gran plaza desde todas las calles y avenidas de los alrededores, disputándose la precedencia ante la entrada principal de palacio. Además, no había nada muy digno en la llegada de esos otros invitados. Sus conductores se gritaban y maldecían mutuamente —«iCede el paso, minétchik, a mi señor el gran duque!», «iAl diablo con tu gran duque! iCede el paso a mi señora la princesa!»— y los ocupantes reales, nobles o aristocráticos de esos vehículos se asomaban a las ventanillas para animar a sus cocheros: «iDa un latigazo a este arrogante ublyúdok, Vladimir!» Entretanto, una sucesión de lacayos salían del palacio para ayudar a los invitados envueltos en pieles a apearse de los carruajes que lograban maniobrar hasta la entrada, y una sucesión de caballerizos se llevaban los carruajes a las cocheras del palacio. —Si esto es un petit bal —dijo Domingo a Meli—, me pregunto cómo debe de ser un grand bal. Sumándose al tumulto de vehículos, caballos y curiosos que abarrotaban incluso esta vasta plaza había varias tropas de soldados de caballería que hacían ejercicios de patio de revista para la admiración de los invitados. Dirigidos por las órdenes estentóreas de sus oficiales, hacían formaciones, las rehacían, giraban en columna y desfilaban en diagonal, todo con admirable precisión que contrastaba considerablemente con el caótico desorden de los civiles. Todos los soldados de caballería tenían la
cara rubicunda, al parecer por el frío o por el entusiasmo de mostrar su entrenamiento para la guerra. Todos los caballos de las diferentes tropas eran del mismo color, y el color de cada tropa era diferente del de las otras. —Los tordos son de la Guardia de Gatchina —dijo Florian a Daphne, que iba con él en el carruaje—. Los negros son de la Guardia Nacional y los zainos de la Guardia de Caballeros. —Veo que has estudiado la lección —observó Daphne. —Bueno, no hay que parecer ignorante cuando se habla con el haut monde, como hemos hecho últimamente. —A júzgar por su conducta ante la puerta principal, debo decir que no parecen ser la crema de la sociedad de Piter. —Ah, bueno... el temperamento ruso. Tan pronto excitable como melancólico. En cualquier caso, la gente del circo se apeó de sus vehículos a cierta distancia del bullicio, dando instrucciones a los conductores eslovacos de regresar con ellos al recinto del circo y volver luego a esperar la salida de los invitados a la hora que fuera. Entonces caminaron por la nieve derretida hasta la entrada del palacio, esperaron un hueco en la procesión de aristócratas y entraron en fila. Estaba claro que los porteros y otros servidores esperaban a los artistas y sabían cómo reconocerlos porque la gente del circo fue recibida con un saludo cortés y hospitalario y nadie les pidió las tarjetas de invitación. Esto gustó a los miembros del circo, porque la mayoría deseaba conservar dichas tarjetas como recuerdos de la ocasión y algunos pensaban enmarcarlas y colgarlas en sus remolques. Una hilera de lacayos con pelucas blancas empolvadas y una librea verde, roja y negra acudió a despojar a los recién llegados de sus pieles y chanclos. Entonces aparecieron cuatro enormes lacayos negros, gigantes abisinios con exóticos trajes escarlatas y dorados y turbantes blancos en la cabeza. Se inclinaron en silencio y condujeron a los artistas a través de varias puertas y por varias escalinatas de mármol. A ambos lados de cada puerta había un miembro de la Guardia de Caballeros con uniforme plateado, dorado y blanco, inmóvil, con los ojos fijos delante de él y el sable en posición rígida. A ambos lados de cada sexto escalón de todas las escalinatas había un guardia de corps cosaco, con uniforme rojo y azul, manteniendo en alto una antorcha encendida. Por fin la compañía llegó a un gran salón de baile donde el zar, la zarina, sus dos hijas, tres de sus hijos y las esposas de los dos mayores estaban en hilera para recibir a sus invitados. El zar Alejandro y su presunto heredero, el zarevich Alejandro, llevaban el uniforme color zafiro de Atamán de la caballería cosaca, con la maciza medalla de la Cruz de San Andrés —que representaba al santo crucificado de forma anómala en una cruz de oro, esmalte y diamantes—, además de una
larga serie de otra medallas y condecoraciones probablemente concedidas por sí mismos. La zarina María Alexandrovna llevaba un traje de tafetán verde oscuro, aunque la tela era casi invisible bajo la profusión de joyas —collares, broches, petos—, y lucía sobre el pecho la ancha cinta roja de la Orden de Santa Catalina. Los zareviches jóvenes, sus esposas y las hijas de los zares no iban ataviados con tanta esplendidez, aunque su atuendo no era menos elegante. Excepto las dos nueras, que eran muy bajitas, toda la familia tenía una estatura tal que incluso Obie Yount, el Hacedor de Terremotos, se sintió diminuto al acercarse a ellos. Florian presentó cada artista a la familia imperial, cuyos miembros sonrieron para corresponder a las inclinaciones y reverencias de la compañía, sonrisas que sólo vacilaron un poco cuando les presentaron a Abdullah Hannibal con su traje de gala rosado y amarillo. Solamente Florian e Ioan pudieron saludar en ruso a sus anfitriones; algunos lo hicieron en alemán o francés. Cuando Agnete los saludó en su danés nativo, tuvo la agradable sorpresa de oír a la bonita y joven esposa del zarevich darle la bienvenida en la misma lengua. La knyagínya María Fiodorovna vio la sorpresa de Agnete, rió y dijo: —Era la princesa Dagmar de Dinamarca antes de casarme. Y cuando Lunes Simms dijo en inglés, con toda la precisión que pudo: «Me siento muy honrada, majestades y altezas», casi todos los artistas se asombraron al oír contestar en una especie de inglés al joven zarevich Mijaíl: «Ah, sí, una chica tan linda ser siempre bien venida.» Este curioso saludo tuvo su explicación poco después. Cuando el último invitado hubo entrado en el salón de baile y la ceremonia de los saludos tocó a su fin, el zar pidió silencio y anunció con orgullo (mientras Florian traducía las palabras a sus compañeros): —Alejandro desea que todos conozcáis a su nieto, a quien traerá su niñera para que podamos admirarlo antes de que lo lleve a la cama. Se trataba del hijo del zarevich Alejandro y la ex princesa Dagmar: Nicolás, de un año de edad, que —si circunstancias imprevisibles no lo impedían— sucedería un día a su abuelo y su padre como emperador, autócrata y zar. Así, cuando la vieja niñera, vestida con un uniforme azul pastel, apareció en un umbral con su pequeña carga envuelta en pañales, la orquesta de una alcoba entonó con fuerza el himno Boshie Tsara jraní. Los invitados rusos lanzaron gritos de «iHurra!» y las mujeres prorrumpieron en «ohs» y «ahs». Varias damas se apiñaron en torno a la niñera para arrullar al bebé, hacerle cosquillas en la nariz, tocarle la barbilla y formular preguntas maternales. El principito gorjeó amablemente a sus admiradoras, pero la vieja niñera sólo pudo decir a quienes le preguntaban en ruso, alemán y francés: —Perdonad, exselensias, pero sólo hablo inglés. Florian rió entre dientes.
—Y ahora sabemos dónde ha aprendido su inglés el zarevich Mijaíl. ¿Recuerdas, Clover Lee, aquellos anuncios solicitando niñeras inglesas o escocesas? Deben de ser la gran moda aquí. —Y al parecer los rusos no saben distinguir entre ellas —dijo Daphne. Cuando se hubieron llevado al principito, la orquesta tocó una música más suave y unos lacayos circularon entre la multitud con bandejas llena de copas de champaña. Los adultos de la familia imperial también se mezclaron con los invitados, intentando cada uno de sus miembros hablar, aunque fuese brevemente, con todos los invitados. La gente del Florilegio también se movió, Florian y Willi con la soltura de quien está a sus anchas en un ambiente y los otros con más timidez, hasta que descubrieron que estaban bastante solicitados. Resultó que no sólo el zar y la zarina habían visto el espectáculo del circo sino casi todos los presentes y la mayoría de ellos deseaba hablar con aquellos artistas con los cuales fuera posible mantener una conversación en un idioma común. — Tiens! —exclamó la zarina Alexandra—. ¿Quiere usted decir, monsieur Pemjean, que usted y todos sus colegas y animales, y todo lo demás, viajan en sólo veintitantos vehículos? — Oui, altesse. Si no lo recuerdo mal, veintiséis en el último recuento. — Dróle de chose! ¡Pero si cuando nuestra familia se va de viaje, sólo seis u ocho, necesita cuatrocientos carruajes! — Incroyable! ¿Qué podéis llevar en ellos? —Bueno... solamente para cenar como es debido necesitamos a nuestros cuarenta cocineros y todo su equipo de cocina, ¿no? — Gospodín Tyree, su traje de gala es impresionante —dijo una viuda vestida de un modo casi tan llamativo como él, pero en joyas de las cámaras acorazadas de los joyeros Sazikov—. Dígame, ¿es este color la moda nueva en América? Hannibal, muy complacido, contestó ampulosamente: — Somos un circo americano confederado, señora, y ésta es una moda americana confederada. — Vaya —dijo ella, impresionada—, tengo que tomar nota. —De las rechonchas muñecas de la dama colgaba una cadena de oro con algo que Hannibal había tomado por un abanico corriente. Pero ahora ella lo abrió y resultó ser un cuadernillo de hojas marfileñas muy finas, que giraban en forma de abanico. Con un lápiz minúsculo incorporado al cuaderno, escribió en una de las páginas marfileñas—. Debo acordarme de decirlo a mi marido el duque. Le gusta tanto ser el primero en introducir cualquier moda nueva y exótica en Piter. La orquesta empezó a tocar un vals de Strauss y la mayoría de invitados ancianos o débiles se dirigieron hacia las paredes del salón para que los más jóvenes y ágiles tuvieran espacio para bailar. El centro del gran
salón se convirtió en un torbellino suave de faldas anchas y faldones de frac, contrastando los numerosos vestidos y uniformes multicolores con el elegante blanco y negro de los trajes de etiqueta. Las parejas se movían en sus graciosos giros, paradas y figuras con tanto ritmo como si todas lo hubieran ensayado con anticipación para hacer visible la melodiosa música. Clover Lee bailaba el vals con un guapo y joven capitán de la Guardia de Caballeros, uno de los oficiales que habían dirigido antes la exhibición ecuestre de la caballería en la plaza del palacio. Quizá no habría aceptado la invitación a bailar de un simple capitán, pero éste se había presentado como «Kapitiin Graf Evgeniy Suvorov». Y ahora Clover Lee se preguntaba si no estaría perdiendo el tiempo con aquel capitán conde. Al verle de cerca, bajo el resplandor de la cascada de cristal de las arañas, se dio cuenta de que el colorido de sus mejillas —que a la intemperie había parecido un color saludable— se debía en realidad a una liberal aplicación de colorete. Hizo mención del hecho con cierto tono mordaz. —Da —respondió Suvorov, encogiéndose ligeramente de hombros mientras bailaba—, todos los oficiales debemos llevarlo. Al emperador le gusta que sus tropas tengan aspecto guerrero y estén quemados por el sol, el viento y el frío. Clover Lee miró a su alrededor. Había muchos oficiales bailando el vals, algunos con sus compañeras artistas, y no cabía duda: todos llevaban colorete. Pensó que tal vez no estaría perdiendo el tiempo. Consciente de que se había mostrado crítica con el colorete, Clover Lee se apresuró ahora a elogiar el resplandeciente uniforme de Evgeniy y añadió: — Ojalá pudiera ceñirme tanto las mallas del circo. — Ah, ¿se refiere a los pantalones? En realidad son un tormento, mademoiselle Coverley. Están hechos con piel de alce y sería una deshonra que tuvieran una sola arruga, de modo que nos los ponemos muy húmedos y enjabonados por dentro. Entonces necesitamos que otro oficial nos ayude a subirlos por nuestras... ejem... extremidades desnudas, donde se encogen dolorosamente al secarse. —iCapitán Suvorov! ¿Van desnudos debajo? —Clover Lee intentó sonar escandalizada y bajó modestamente los ojos, aunque sólo para impedir que el conde viera la traviesa diversión que brillaba en ellos—. ¿Debería usted decir cosas tan osadas a una tímida doncella desconocida? El vals terminó y los bailarines dieron las gracias a los músicos con unas palmadas corteses. Clover Lee esperó a que la sacaran de la pista o la invitaran a bailar otra vez, pero el capitán Suvorov sólo tartamudeó: —Hace... mucho calor aquí. Era cierto. A causa del frío intempestivo, los sirvientes que trabajaban dentro de las paredes del palacio habían llenado y encendido las grandes estufas de cerámica de las esquinas del salón. Quemaban una
madera aromática que perfumaba de modo muy agradable todo el salón de baile, pero el calor resultaba un poco opresivo. Suvorov, sin embargo, parecía tener más calor del normal. — Quizá... quizá le gustaría dar un paseo refrescante, mademoiselle. La podría acompañar hasta las cocheras y enseñarle un trineo muy notable... Tragó nerviosamente y pareció incapaz de creer en su buena suerte cuando Clover Lee sonrió, le cogió del brazo y contestó: — Sí, hagamos eso, Evgeniy. Nunca me han enseñado un trineo muy notable. Cuando empezó el siguiente vals, casi todos los otros miembros del circo habían superado su timidez y salieron a bailar: Pemjean con la zarina Alexandra, Hannibal con la duquesa viuda, Pfeifer, Goesle y Beck con otras damas de la corte y Fitzfarris, Yount y LeVie con sus mujeres respectivas. La pequeña Katalin bailó con Velja Smodlaka, pero incluso este niño era demasiado alto para ella. Los numerosos invitados que no bailaban abandonaron el salón para trasladarse a otro contiguo, igualmente vasto, que tenía en el centro una mesa del tamaño de la pista del Florilegio, un círculo de mesas, en realidad, con manteles de hilo y llenas de samovares de plata, garrafas de cristal, montones de platos de porcelana con incrustaciones de oro, níveas servilletas, cubiertos de plata y bandejas, soperas y cuencos que parecían contener los manjares más apetitosos jamás salidos de una cocina. En el lado más alejado del círculo había un hueco y por él pasaba una procesión constante de camareros que entraban y salían de las cocinas. En cuanto un plato caliente del buffet amenazaba con enfriarse o uno frío con volverse tibio, era inmediatamente sacado y reemplazado por otro. Dentro del círculo de mesas había otra enorme repleta de viandas destinadas a surtir de nuevo las del círculo. Además estaba decorada con un gran ramo de flores de invernadero y en el centro se levantaba un gran bloque de hielo. Entre las mesas interiores y exteriores esperaban unos veinte criados con uniforme blanco, listos para servir en los platos porciones de los manjares elegidos por los invitados y para llenar tazas de té o copas de vino o champaña. Florian se acercó al buffet dando un brazo a la zarina María Alexandrovna y el otro a Daphne. Su mirada admirativa abarcó toda la exposición de comida y bebida y después se fijó en las flores del centro y se preguntó qué significado podía tener un bloque cuadrado de hielo. Pero entonces Daphne profirió una exclamación ahogada y en el mismo momento Florian descubrió la figura helada dentro del bloque. Vista a través del hielo cortado a pico, se vislumbraba la vaga pero inconfundible figura de una muchacha con un traje de campesina, el que
habría usado para asistir a una fiesta campestre. Y este traje estaba artísticamente dispuesto, de modo que la falda un poco subida mostrase una pierna desnuda y bien formada y el escote de la blusa dejase ver un hombro y casi todo un pecho. —¿Les gusta el centro, monsieur Florian, madame Wheeler? —preguntó la zarina—. A veces nuestro chef d'embellissement confecciona un pastel con la forma de la catedral de San Isaac o imita el Almirantazgo con azúcar hilado. Esta mañana, inspirado por la nieve tardía, ha tomado el motivo para el baile de un antiguo cuento popular ruso. Es la historia de una pobre muchacha krepostnoy, una sierva, que recogía leña en una montaña cuando cayó por la nieve hasta el fondo de un glaciar. Reapareció un siglo después y a cien verstas de distancia, congelada en la pared del glaciar, tan joven y bella como el día de su muerte. —Una historia conmovedora, majestad, y el chef la ha ilustrado mágicamente, logrando un modelo de la muchacha que parece realmente vivo. —¿Un modelo? —repitió la zarina—. Pero si yo suponía... en realidad, no se me ha ocurrido preguntar... —Florian sintió temblar la mano de Daphne sobre su brazo y la zarina retiró la suya, diciendo en tono desenfadado—: Y ahora, diviértanse. Yo debo excusarme para ir a hablar con el viejo almirante conde Gordéyev. —Creo que he perdido el apetito —dijo Daphne, horrorizada, cuando la zarina ya no podía oírlos—. Florian, aquí dentro está congelada una... chica... viva. O por lo menos estaba viva esta mañana. Congelada, sólo para divertir... —Silencio, querida. Quizá es artificial. Supongamos que así es. Elige al menos algún plato para no llamar la atención. No es necesario que comas nada, si no puedes. Seleccionaron una cena modesta: caviar, sopa de arenque, hígados de pavo real a la parrilla, pastel de hojaldre y un vino de Crimea. Cuando el criado les hubo servido los platos, no se los dio a Florian y Daphne sino a un lacayo surgido de repente cerca de ellos, que se inclinó y los condujo a una de las numerosas mesas que llenaban el resto del vasto salón. Colocó los platos, les acercó las sillas y se alejó con una reverencia. Daphne acababa de beber un largo sorbo de vino para reponerse cuando el lacayo volvió con un tercer plato que contenía exactamente los mismos manjares que habían elegido; entonces volvió a irse sin dar ninguna explicación. —¿Para quién es el tercer plato? —preguntó Daphne. —No lo sé— respondió Florian—. Quizá es la costumbre. Para anticiparse a nuestro deseo de repetir. —Ni siquiera me apetece empezar —dijo Daphne, estremeciéndose de nuevo y evitando mirar hacia el bloque de hielo. No obstante, mordisqueó una tostada cubierta de caviar.
La cochera contigua al palacio era casi tan suntuosa y estaba casi tan bien amueblada como el palacio en sí, pero en ella reinaba el frío y la oscuridad. El capitán conde Suvorov encendió una linterna para guiar a Clover Lee hasta el tan «notable trineo», descripción que, según decidió ella, no se ajustaba en nada a la realidad. El vehículo estaba sobre patines y tenía en su parte delantera todos los dispositivos necesarios para enganchar caballos, pero ahí terminaba su parecido con un trineo. De hecho era el remolque mayor y más lujoso que Clover Lee había visto en su vida. — Fue construido por orden de Catalina la Grande —explicó Suvorov—. Requería cuatro troncos de cuatro caballos cada uno para tirar de él. — Y supongo que ni siquiera dieciséis caballos podían ir más de prisa que al paso con esta carga —dijo Clover Lee, impresionada. Subieron y recorrieron el interior, que estaba lleno de porcelana, maderas finas y cerámicas decorativas. Suvorov identificó las diversas estancias. —Este es el saloncito de Catalina, donde descansaba en esta chaise longue cuando el trineo estaba en marcha. Este es el comedor y éste el dormitorio y, al lado, el lavabo... — Es una cama grande y magnífica —dijo Clover Lee, recostándose en ella con languidez y actitud invitadora—. Catalina debió de divertirse mucho aquí. — Ejem. Mademoiselle, este lugar es muy frío. Quizá deberíamos volver al baile. Clover Lee se incorporó y exclamó, indignada: — ¿Quiere decir que me invitó a venir aquí sólo para enseñarme el trineo de Catalina la Grande? ¿No tenía pensada otra diversión? — Pensada, sí, mademoiselle —admitió Suvorov, afligido—, pero están mis ceñidos pantalones de piel de alce. Tendría que llamar a los mozos de cuadra sólo para... — i Oh, no importa! —replicó Clover Lee, saltando enfadada de la cama—. No querría que se enfriaran sus nalgas desnudas. Sí, será mejor que volvamos al baile. Florian y Daphne descubrieron la razón del plato adicional que les habían servido junto a los suyos. El zar Alejandro había entrado en el comedor y se paseaba de mesa en mesa, deteniéndose unos momentos a sentarse a cada una de ellas. Cada mesa tenía un plato extra, para que pudiese tomar un bocado, y así los otros ocupantes de la mesa podían afirmar después sin faltar a la verdad que habían cenado con el
emperador. Cuando Alejandro fue a sentarse a la mesa de Florian y Daphne, echó una mirada a lo que comían: Daphne aún mordisqueaba una tostada de caviar y Florian tomaba una cucharada de sopa... así que él tomó un poco de caviar y un sorbo de sopa y expresó en un francés no muy fluido la esperanza de que se estuvieran divirtiendo. Florian le aseguró que así era y Daphne se abstuvo de hacer algún comentario sobre la presencia en el banquete de una joven sierva muerta. Entonces Alejandro dijo en alemán: —Herr Florian, ¿querría acompañarme a mis aposentos para una conversación en privado? ¿Perdonará Frau Wheeler nuestra descortesía y aceptará la invitación a bailar del mariscal Krylov? Al parecer en respuesta a una señal invisible, un oficial de mediana edad de la Guardia Nacional, corpulento y con grandes patillas, se presentó y se inclinó ante Daphne. Florian habló a ésta en inglés y ella hizo un mohín de perplejidad, pero se fue obediente con Krylov al salón de baile. El zar, despidiendo con la mano a los diversos guardias y servidores que acudieron a su lado, condujo a Florian a otra escalinata de mármol y a través de varios magníficos salones y aposentos hasta su propia suite, cuya puerta estaba flanqueada por dos centinelas catatónicamente rígidos de la Compañía Dorada de Granaderos Imperiales. Las habitaciones del zar tenían escasos muebles, pero cada pieza era exquisita. Alejandro se dirigió primero a un aparador careliano de madera de abedul sobre el que había una jofaina y una jarra, cortadas ambas de una amatista entera. Vertió agua y se lavó las manos, explicando: — Hace un momento he tenido que estrechar la mano del emir de Bujara. Siempre me lavo después de tocar a alguien de otra religión. Entonces indicó un sillón a Florian, ocupó el de enfrente, se inclinó hacia adelante y dijo: — Usted procede de Alsacia, un país de identidad nacional ambigua desde hace mucho tiempo. Su segundo en el circo, el coronel Edge, es virginiano; ahora, de hecho, un apátrida. El resto de su compañía comprende un surtido de nacionalidades. — Vuestra majestad está bien informado. Alejandro quitó importancia al detalle. — La Tercera Sección de mi cancillería tiene un expediente completo de todos los extranjeros, residentes o en tránsito. Por ejemplo, sé que usted ha cruzado con su circo lo que ahora se llama la Guerra de las Siete Semanas, sorteando hábilmente a los ejércitos beligerantes. Tengo entendido que usted personalmente no estaba a favor de Austria ni de la alianza prusianoitaliana en dicha guerra. Sin embargo, diría que sabe por qué se libró. —La gente del circo es apolítica, majestad, pero no ignorante. En Europa todo el mundo conocía la ambición del canciller Bis-
marck de forjar un reino con todos los pueblos de habla alemana. —De los cuales yo soy un miembro, Herr Florian. Habrá notado que el alemán es la lengua cotidiana de esta corte. Mi madre era prusiana, mi abuela una Württenberg, mi bisabuela una Anhalter. Mi propia esposa la emperatriz es de Hesse, así que mis hijos tie nen aún menos sangre rusa que yo. Cuando llamo «primo» al rey Guillermo de Prusia, no se trata de una simple formalidad de la corte. —Estoy seguro, majestad, de que el mundo comprende por qué apoyasteis a Prusia en esa Guerra de las Siete Semanas. —Lo cual es más de lo que hizo Guillermo. Es un viejo y lo único que quiere es una vejez tranquila, así que ha dado las riendas a su intrigante canciller. Ahora Bismarck ha humillado a Austria y establecido la hegemonía de Prusia sobre los pueblos germanos. Ya ha absorbido a SchleswigHolstein y Hannover. Y puede contar con añadir a su confederación esos otros estados (Hesse, Baden, Sajonia) que con anterioridad desdeñaron su idea de un imperio. A continuación, por supuesto, Bismarck querrá anexionarse a Alsacia y así hará alarde de la superioridad del pueblo alemán sobre el francés. Encontrará o inventará algún pretexto para una guerra con Francia. Calculo que dentro de un año, más o menos. Y si gana esa guerra, esperará de mí que lo celebre por mi primo Guillermo y no le llame rey sino Kaiser. Sin embargo — Alejandro levantó una mano como si Florian hubiese aplaudido antes de tiempo—, no puedo ignorar el hecho de que Prusia está justo al otro lado de las fronteras rusas con Polonia y Lituania. Si mi primo es emperador de un reino alemán poderoso y unificado, le consideraré un vecino sumamente incómodo. —¿Queréis decir, majestad, que apoyaríais a Francia en una guerra contra Prusia? —Estoy seguro de que no espera una respuesta directa a esta pregunta. —Alejandro se recostó en el sillón, juntó los dedos y dijo—: Francia son las masas. Siempre lo han sido. Los franceses son más franceses que nunca cuando forman una masa. Sus cortes reales, sus consejos y su clero sólo han sido masas mejor lavadas. Luis Napoleón no es más que un advenedizo oportunista. Sin embargo, recuperó la corona imperial del marasmo del republicanismo. — De modo que sentís una afinidad imperial. — A fin de preservar el imperio ruso, debo preocuparme del destino de otros imperios. Cuando Bismarck mueve los estados europeos como piezas de ajedrez, pone en peligro el propio concepto de la monarquía. En Francia pululan los communards, que sólo esperan una excusa para derribar de nuevo el trono. Mi propia Rusia tiene al acecho a sus nihilistas y cultos de Libertad Popular, que se agitan con la misma intención. Mi emancipación de la esclavitud no frenó su deseo de derramar sangre imperial. Entretanto, los emigrantes rusos que viven
en Europa occidental han formado lo que llaman un partido populista y también predican la revolución, a distancia y fuera de mi alcance. Nuestra juventud que va a estudiar al extranjero se contagia de esas ideas radicales y vuelve a casa con los gérmenes de esa enfermedad. Si Prusia derrota a Francia en una guerra, los communards franceses tendrán su excusa para alzarse contra Luis Napoleón, llamándole inepto e impotente. Podría significar más revoluciones como las de mil ochocientos cuarenta y ocho en casi cada reino e imperio. Incluyendo el mío. —Si entiendo bien vuestras intenciones, señor, permaneceríais neutral en una guerra entre Prusia y Francia, pero intentando mantener un equilibrio entre estas dos potencias para que ninguna de ellas alcance la hegemonía en Europa. — Exactamente. Es una suerte, para mis fines, que a los franceses les guste mucho comer perdiz blanca. Florian parpadeó. —¿Qué queréis decir? —Es la clase de perdiz más sabrosa y de mayor tamaño. Aquí tenemos una gran abundancia en las montañas y las exportamos con regularidad a los mercados de París. Se despluman y limpian y se envían en banastas de mimbre rellenas de avena para evitar que las aves sufran golpes. — Lo lamento, majestad, pero no veo por qué... — En todas las aduanas de todas las fronteras de aquí a Francia se vigila constantemente el contrabando y se registran e inspeccionan con escrupulosidad casi todas las mercancías, pero los funcionarios se han acostumbrado tanto a nuestras banastas de aves acolchadas con avena que las dejan pasar rutinariamente. Y entre la avena pueden esconderse comunicaciones cifradas que se filtran hasta mis agentes de la Tercera Sección en París. He logrado hacer llegar muchos mensajes a Luis Napoleón por este medio, desconocido por mi primo Guillermo y el suspicaz canciller Bismarck, desconocido por los propios ministros y consejeros de Napoleón y desconocido incluso por mis propios funcionarios diplomáticos en París y otros lugares. —Ingenioso, majestad —dijo Florian, preguntándose por qué le hablaban de estas cosas. —Por desgracia, Luis Napoleón no aprecia siempre mis buenos consejos ni toma las medidas que le recomiendo. Supongo que no puedo culparle. Quizá yo mismo sentiría idéntico recelo si agentes secretos extranjeros me transmitieran consejos similares. En cambio, si los mensajes llegaran por medio de una tercera persona cuyo desinterés pudiera demostrarse... y no se me ocurre nada más políticamente inocuo que su circo, Herr Florian. Le han oído decir que su próximo destino será París. ¿Cuándo se propone llegar allí?
Florian se desconcertó. Había hecho esta observación más de una vez, pero no podía recordar la presencia de extranjeros en ninguna de esas ocasiones. Se sobrepuso y dijo: —No he hecho planes concretos, majestad. No abandonaremos San Petersburgo hasta que hayamos disfrutado de sus «noches blancas». Es probable que nos marchemos cuando vuelva el invierno. Pero aún no he pensado en nuestra ruta. — Ir por tierra de aquí a París sería un viaje arduo y requeriría mucho tiempo. Suponga que va por mar, directamente a un puerto del Báltico occidental. — Bueno, ya hemos viajado con anterioridad en un buque mercante. Pero ahora somos una compañía mucho más numerosa y cargada... — Un buque de guerra podría acomodarlos con facilidad. Florian parpadeó de nuevo. El zar explicó: — Todos los jefes de gobierno del mundo han sido invitados a asistir o mandar emisarios a la gran inauguración del canal de Suez en noviembre. Mi embajador saldrá de aquí en septiembre y, como es natural, le enviaré con la solemnidad apropiada, a bordo de mi nuevo crucero de vapor, el PiotrVelik. Su circo podría acompañarle hasta, digamos, Kiel en SchleswigHolstein. —Vuestra majestad hace una oferta muy generosa y atractiva, pero si vuestro buque de guerra da toda la vuelta a Europa hasta Egipto, ¿por qué no nos quedamos a bordo hasta... bueno, tal vez Le Havre, desde donde París está mucho más cerca? — Porque, para ser franco, Herr Florian, pienso pedirle que pague su pasaje, por decirlo de alguna manera, y para ello habrá de entrar en Francia cruzando las tierras alemanas. — Había supuesto, señor, que vuestra intención era confiarnos un mensaje, pero ¿acaso deseáis que espiemos por el camino? Me temo que todos carecemos de experiencia en estos... — Sólo les pediré que mantengan los ojos abiertos. Si nadie más es capaz de ello, estoy seguro de que su ex coronel de caballería Edge lo sabrá hacer. Ya les comunicaría con anticipación a usted y a él lo que deben buscar. —Bueno... — Como es natural, deseará pensarlo y hablarlo con el coronel Edge. Sin embargo, preferiría que sean pocas las personas enteradas de los detalles de esta proposición. — Prometo la máxima discreción, majestad. —Le daré mucho tiempo para reflexionar antes de que volvamos a vernos... y sería mejor que lo hiciéramos en circunstancias sociales, como esta noche. Podemos fijar una fecha para la actuación de su circo ante mi corte cuando nos hayamos trasladado a uno de nuestros
palacios de verano. Ha mencionado las «noches blancas». Pues bien, fijemos la fecha para uno de los días más largos del año. — Alejandro se inclinó sobre una mesa donde había un calendario—. ¿El nueve de junio? Entonces la corte estará en Peterhof. ¿Sería esto satisfactorio? —Perfecto, majestad. — Puede comunicarme entonces su decisión sobre si desea aceptar mi ofrecimiento de transporte marítimo. De ser así, les entregaré a usted y al coronel Edge algunos mensajes y varias instrucciones. También les daré una persuasiva carta de presentación para su majestad imperial Luis Napoleón. Esto ayudaría a mejorar la prosperidad de su empresa, Herr Florian, pero recuerde que podría al mismo tiempo influir en el curso de la historia. Para mejorarlo, creo yo. — El zar se levantó y Florian hizo lo propio—. Salga usted primero, mein Herr. Me parece que sabrá encontrar el camino de vuelta al salón de baile. De ahora en adelante, no deben vernos juntos. Florian saludó y salió entre los dos rígidos granaderos de la puerta. Volvió por el mismo camino hasta que llegó a un pasillo en que no había guardias ni sirvientes ni nadie que pudiera verle. Allí, con mucha agilidad para un hombre de su edad y estructura, dio un salto en el aire e hizo chocar los talones. 8 Un día de mediados de mayo, Vassily Marchan entró en el recinto del circo con un carromato lleno de muchachas lozanas de ojos muy abiertos, sus acomodadoras bailarinas. Todas llevaban el traje de pista envuelto en un gran pañuelo anudado. Se apearon del carromato y miraron a su alrededor con manifiesta satisfacción de encontrarse allí. — Las traigo para que se familiaricen con su circo, Gospodín Florian —dijo Marchan—. Y quizá su director de orquesta deseará ensayar la música con ellas. Por otra parte, tak, no necesita preocuparse de ellas, ni siquiera alimentarlas o darles alojamiento. Comen y duermen en sus casas. — Excelente. Pero antes de concluir este intercambio, Gospodín Marchan, dígame una cosa. ¿Les permitirán sus padres viajar hasta Peterhof? —iVaya! iLe han solicitado una función especial para los zares! Da, las chicas pueden ir a Peterhof. Está sólo a unas treinta verstas de aquí. Pueden ir y volver todos por tren en un solo día. Ese tren fue el primero que se construyó en Rusia, por conveniencia del zar, naturalmente.
—Iremos por carretera y entraremos en Peterhof con un desfile. Y nos marcharemos unos días antes para actuar por el camino en algún pueblo. —Sólo está Prival entre aquí y Peterhof y no creo que le gustase levantar allí la carpa. El viento perpetuo del golfo de Finlandia se la llevaría. —Oh, mi intención es dejar aquí todas nuestras carpas, porque volveremos para terminar la temporada de verano. En Peterhof, y en Prival, actuaremos al aire libre. Mi maestro velero y mi ingeniero ya están haciendo postes, chanclos y retenes nuevos para sostener los aparatos aéreos. — En tal caso explicaré a las chicas que estarán unos días fuera de Piter. Seguramente obtendrán el permiso de sus padres cuando sepan que es a petición del zar. — Gracias, gospodín. Y aquí llegan sus hermanos Kim. Sea bueno con ellos; son unos muchachos excelentes. Los coreanos, radiantes y haciendo cabriolas, amontonaron sus escasos efectos en el carromato de Marchan y luego estrecharon manos vigorosamente y se despidieron con reverencias de todos los miembros del Florilegio, incluyendo a los eslovacos, y diciendo una y otra vez: «Anyonghi kesipsio.» Todas las mujeres besaron a los Kim en la mejilla mientras les estrechaban la mano y dijeron: «Buena suerte, buen viaje y feliz llegada al hogar.» Cuando el carromato se puso en marcha, con los hermanos todavía agitando las manos en dirección al circo, Ioan Petrescu se hizo cargo de las chicas nuevas. Las alejó de las miradas admirativas y de los comentarios en voz baja de los hombres y las llevó al furgón vestidor para ver si sus trajes necesitaban ajustes o reformas. Hasta el día siguiente Hannibal, que ahora tenía para él solo el remolque que antes compartía con otros, no fue a ver a Florian cargado con un saco medio lleno. —Sahib, esos chinos dejaron algo. El saco de macarrones que siempre estaban friendo. —Dios mío. Si lo tenían desde Italia, ya debe de estar lleno de mantillo y gorgojos, pero gracias, Abdullah. Más tarde iré al centro de la ciudad y lo dejaré en el Circo Cinizelli, si es que aún no se han ido. Pero se habían ido, dejando sólo a un viejo dvornik de vigilante, que era calmuco y apenas hablaba ruso. Agitó las manos hacia el vacío interior del edificio y dijo: —Podí k'Krimu. —Conque podí, ¿eh? —dijo Florian—. Gospodín Marchan no pierde el tiempo. Espere... ¿qué ha dicho? ¿Que se han ido a Crimea? Usted quiere decir Corea, viejo.
—¿Koréya? ¿Usted loco, gospodín? Nadie va a Koréya. Marchan siempre va a Crimea en verano. —Me gustaría pensar que ha sido un cambio justo —gruñó después Florian a Edge—. Es cierto que a Marchan le ha costado su hombre forzudo, pero está claro que ha mentido desde el momento en que sugirió el intercambio. —Bueno, usted dijo que los chicos Kim darían la vuelta al mundo. Y la darán por el camino más largo. Por lo menos no volverán al oeste... con nosotros los espías. Un poco exasperado, Florian corrigió: —Llámalo explorar, no espiar. De verdad que no entiendo tu objeción a que acepte la proposición del zar. Por Dios, hombre, ya has servido en dos guerras como tropa de asalto. —¿No cree que dos guerras son suficientes en la vida de cualquier hombre? —iMaldita sea! Podemos ayudar a evitar una. —Y podemos arriesgar el pellejo. Pero escuche, director, la decisión es suya y pienso acatarla. Sólo quiero figurar en la crónica como la leal oposición. Los días se fueron alargando cada vez más... de modo antinatural para la mayoría de la gente del circo. Cuando llegó el primero de junio (según el calendario ruso), el sol ya no se ponía tras el horizonte hasta casi la medianoche —lo que las bailarinas dijeron a Florian que se llamaba «el mediodía de la noche»— y entonces se ocultaba sólo lo suficiente para dejar que la ciudad descansara en un largo crepúsculo y una noche muy breve. La noche no era totalmente oscura hasta las doce y media y permanecía así durante unas tres horas antes de volver a iluminarse. Temprano o tarde en el día de veintiuna horas, la gente proyectaba al caminar sombras increíblemente largas, delgadas y negras, como si arrastrasen tras de sí agujas caídas. Cuando salía la luna, siempre dorada por el cercano sol, se teñía a veces de bermellón, escarlata o carmesí. Los peterburgueses aprovechaban al máximo los días largos y cálidos y las templadas «noches blancas». Las calles y prospekti estaban a cualquier hora llenos de paseantes. Los miembros de la clase alta, que habían desfilado por la protegida Mórskaya durante el invierno, se apropiaban ahora del ancho y aireado Nevskiy Prospekt, donde exhibían, sin pieles, una variedad de vestidos femeninos, joyas y peinados, patillas, perillas, barbas excéntricas y algunas barbas tan largas que se llevaba atadas bajo la corbata.
Además, en el paseo ribereño había a casi cualquier hora hileras de pescadores inclinados sobre la balaustrada con cañas extremadamente largas y solían pescar de pie, con los pies hundidos en la «nieve de verano», la pelusa de los álamos blancos que bordeaban el paseo. Peterburgueses jóvenes nadaban en el Nevá, pero sin alejarse de la orilla para no estar a merced de la turbulenta corriente. Durante varias noches consecutivas en que los artistas circenses salieron de la carpa después de la función nocturna —que ahora era en realidad crepuscular— vieron arder hogueras a intervalos en la orilla del río. Muchos jóvenes de ambos sexos, vestidos con ropa vieja pero llevando guirnaldas de flores en la cabeza, saltaban al Nevá por encima de esas hogueras. Florian preguntó acerca de ello a las acomodadoras y tradujo la respuesta al resto de la compañía: —Dicen que es una costumbre antigua. Todos son solteros y la guirnalda de cada uno es diferente para poder distinguirla. Cuando saltan al agua, se las quitan y las dejan flotar. Luego, al amanecer, al cabo de dos o tres horas, van río abajo en busca de sus guirnaldas. Todos saben, o así lo aseguran estas chicas, por la posición y estado de su guirnalda si se casarán dentro del mismo año. —Quizá algunas de nosotras deberíamos probarlo —murmuró Clover Lee a Domingo. Pero si lo hicieron, no informaron a nadie del resultado. El tiempo cálido llevó a la ciudad rodeada de pantanos y a menudo lluviosa una plaga casi intolerable: una superabundancia de mosquitos. A veces el público del circo parecía aplaudir continuamente, tal era el frenesí con que intentaban librarse de dichos insectos. Los artistas aéreos y los de pista que también tenían que concentrarse y guardar el equilibrio sólo podían trabajar después de rociarse con una mezcla repelente para los mosquitos que Ioan les había preparado con aceite de cedro y alcohol alcanforado... y entonces apestaban de tal manera que se repelían incluso mutuamente. —No es extraño que el zar tenga palacios de verano en todas partes menos aquí —gruñó Yount después de propinarse palmadas tan frecuentes y violentas en la afeitada cabeza que estaba aturdido. —Sí —asintió Katalin—. Me imagino que allí fuera, junto al golfo, la brisa marina arrastra a los mosquitos. Bueno, pronto lo sabremos, Obie. Mañana vamos a Peterhof. Los peones trabajaron durante casi toda la noche, sin necesitar linternas más que en las dos horas de oscuridad, para desmontar la instalación aérea de la carpa y el bordillo de la pista y colocar en los carromatos todo lo que el circo se llevaba a Peterhof. Dejaron en su sitio la carpa y las graderías, así como las tiendas de la ménagerie, el espectáculo complementario y los vestidores. Se designó a tres eslovacos para que hicieran guardia las veinticuatro horas del día en turnos de ocho horas.
Florian dejó también atrás todos los vehículos que no necesitaba para transporte o vivienda, incluyendo el furgón rojo. —Pero ¿cómo venderé entradas en Prival? —preguntó con ansiedad Gavrila. —Sería inútil intentarlo —contestó Florian—. Actuaremos al aire libre, visibles para todos los que quieran mirarnos. No me importa dar esta función gratis. Será la primera vez que nuestra gente trabaja sin carpa, con el cielo por techo. Lo consideraremos un ensayo que puede eliminar errores cuando actuemos en iguales circunstancias en el parque del palacio. Sólo espero que no llueva durante esas dos funciones. Las lluvias no se presentaron, pero habían caído tantos diluvios previos que la carretera de Piter a Prival equivalía a quince verstas de barro. El circo no ofreció un desfile; sólo avanzar ya era bastante lucha. Unas veces el barro era cieno y los carromatos se hundían hasta los ejes de las ruedas y Peggy y Mitzi tenían que empujarlos; otras, era un lodo pegajoso y en esos tramos las ruedas de los carromatos lo iban acumulando, formando así una capa tan gruesa y pesada que era preciso detenerse para quitarla. Járg Pfeifer, obligado a realizar esta tarea con todos los demás hombres fuertes de la caravana, dijo con mal humor: —El zar tiene una vía férrea para viajar y por eso le importa un bledo que las carreteras usadas por sus súbditos sean una mierda. Cuando se pusieron de nuevo en marcha, Edge observó a Domingo, que viajaba a su lado: —Ahora que podemos ver sin nieve este país septentrional, resulta que tiene el color de la tierra, ¿verdad? Donde el barro no es marrón, es negro u ocre, y donde no hay barro, hay arenisca. Incluso la ropa de la gente tiene el color de la tierra. Los campesinos no se distinguen de los espantapájaros a menos que estén andando. —¿Y has notado otra cosa, Zachary? —preguntó Domingo—. Ninguna granja tiene jardín o tiestos de flores en las ventanas. Incluso las flores silvestres son escasas, pequeñas y pálidas. Tienes razón; es un país de arenisca. Por el reloj tenía que ser de noche cuando la caravana llegó a Prival, pero hacía rato que el sol había salido. El nombre de Prival significaba simplemente «parada» porque era el lugar donde las tropas que marchaban entre San Petersburgo y Peterhof solían detenerse a beber agua fresca o descansar toda la noche o quizá dar un revolcón en el heno si estaban lo bastante desesperados para utilizar a las campesinas obesas o flacas, con insulsas caras bovinas, tez opaca y barro en el resto de su cuerpo. Por suerte para el circo, los frecuentes movimientos de tropas habían endurecido un trozo de terreno rodeado de un mar de
lodo, así que Florian se puso de pie en su carruaje y anunció a los impasibles habitantes del pueblo que su circo se detendría y ofrecería una función en aquel terreno después de oscurecer si alguno de ellos quería acostarse lo bastante tarde como para verlo. Mientras tanto, añadió, su compañía deseaba pagarse una cena. Había un comedor para los soldados en tránsito, así que la compañía cenó allí, empezando por los artistas, mientras Goesle, Beck y Banat supervisaban el trabajo de los peones en su primer montaje de postes centrales sin lona que hiciera de techo. También montaron los trozos de bordillo para formar la pista y esparcieron paja dentro de ella e instalaron en el borde exterior los focos y candilejas de carburo. Gusztáv Jászi frunció el ceño al ver el plato que le servían y dijo en húngaro: —Casi preferiría estar trabajando ahí fuera que comer esta ürülek. La cena que sirvieron a la compañía era la misma que los aldeanos solían dar a la tropa y que ellos comían a diario; en una palabra, los únicos alimentos de que disponían y que eran gachas de trigo sarraceno, col hervida, pan de centeno negro, pepinos salados, té y kvas. —No lo consideres una mierda ni, desde luego, comida, sino simplemente sustento —dijo Ioan en la misma lengua—. Para sustentarte hasta Peterhof, donde nos ofrecerán otro banquete. Toda la población de Prival se sentó en cuclillas alrededor de la pista para ver el espectáculo, aunque lo vieron con la misma apatía que les habrían inspirado unos ejercicios militares, sin aplaudir ni reír una sola vez. Esto no importó mucho a los artistas; de hecho, casi deseaban lograr la impasibilidad del público. Esperaron nerviosamente mientras las ex acomodadoras del Cinizelli bailaban la obertura. Entonces, desde que salieron de la oscuridad para entrar en la pista iluminada, formando la gran cabalgata inicial, los artistas se sintieron casi desnudos bajo la brisa del norte que soplaba sin cesar y rodeados de un espacio negro y vacío con sólo algunas estrellas parpadeando sobre sus cabezas. Incluso los elefantes, el camello, los caballos y los terriers miraban nerviosos hacia arriba. Mientras Bumbum dirigía a sus músicos, tuvo que hacer repetidos movimientos ascendentes con las manos para instarlos a tocar con más fuerza a fin de que la música no sonara débil en todo aquel espacio. Sólo el órgano de vapor del «profesor» eslovaco no tenía que esforzarse; aquel instrumento estaba diseñado para los grandes espacios abiertos. Sin embargo, una vez los artistas empezaron a actuar, el resplandor familiar de las candilejas y la concentración en el trabajo hizo olvidar a la mayoría la ausencia de un techo y casi todos se adaptaron con facilidad al nuevo ambiente. El coronel Ramrod, por primera vez en su número de tirador, tuvo que contar con el viento y supuso que lo mismo
sucedería a Maurice y Domingo en los trapecios, a Lunes en el alambre, a Daphne y Yount en el alto velocípedo e incluso a la pequeña Grillo dentro de su globo rodante. Sólo Pavlo Smodlaka parecía agitado, incapaz de aceptar las nuevas circunstancias. La noche no era cálida a causa de la brisa del golfo, pero Pavlo brillaba de sudor a la luz de las candilejas y farfullaba sus órdenes a los perros, a los niños albinos y a su mujer sin dejar de mirar al cielo, que había empezado a aclarar con un tono rojizo en el este. En cambio, Terry, Terrier y Terriest ejecutaron sus rutinarias cabriolas con eficiencia y sin inmutarse, como habrían hecho probablemente sin recibir ninguna orden. Como el público era tan apático y como los integrantes del espectáculo complementario ya habían trabajado otras veces al aire libre, Florian no interrumpió el programa con un intermedio. Los artistas de pista ejecutaron todos sus números sin interrupción hasta la cabalgata final, que marchó a los acordes del himno Boshie Tsara iraní, cuyas palabras rusas Rouleau había aprendido de memoria, pero ningún aldeano se levantó para entonarlas, así que el propio Florian saltó en torno al perímetro, batiendo palmas, ante los espectadores en cuclillas. Incitados de este modo, los campesinos se animaron un poco y aplaudieron sin entusiasmo. Cuando Goesle disminuyó lentamente la intensidad de las luces y los artistas se dispersaron, los mujiks se levantaron y dirigieron a sus isbas con el aire de haber sido por fin dispensados de un deber penoso. —Merde alors —murmuró Rouleau—. Espero que el aire libre no atonte del mismo modo al público del palacio. — No temas —contestó Willi—. Los campesinos son un merdier, sin duda, pero en Peterhof no actuaremos para ellos. Ah, regardez... ha salido la luna. Luna llena esta noche, roja como la sangre. —Y escucha —dijo Rouleau—. Un lobo aúlla en la distancia. El triste y prolongado aullido se había extinguido apenas cuando fue contestado con más fuerza y desde muy cerca. Inmediatamente los elefantes empezaron a hacer ruido con sus trompas, los gatos maullaron, las hienas ladraron y los caballos relincharon. Rouleau exclamó: —Putain! ¡Este debe de estar en el mismo recinto del circo... tal vez al acecho de los animales! Corrió con Willi hacia donde estaban aparcados los carromatos, remolques y jaulas. Otros también corrían y algunos se asomaban a las puertas o ventanas de sus viviendas. En uno de los remolques, la luz de una lámpara que se derramaba por la puerta abierta mostraba a dos figuras luchando entre sí. Edge fue el primero en llegar y sintió un alivio momentáneo al ver que sólo se trataba de Gavrila, que sujetaba a su hija, decidida al parecer a salir disparada hacia la oscuridad.
— ¿Adónde quieres ir, niña? —preguntó Edge—. ¿Qué sucede, Gavrila? La mujer tenía el rostro contraído y lloroso. —Saya quiere ir en busca de su padre. —Jules, sujeta a la niña. Dime, Gavrila, ¿hacia dónde se ha ido su padre? — La luna... —sollozó ella. — ¿Qué? Oh, vamos, Gavrila. —Hay luna llena. Pavlo aúlla como un lobo y desaparece en la noche. No he podido detener a Velja, que ha corrido tras él. ¡Es terrible, Zachary! Cada vez que hay luna llena, incluso en la ciudad, Pavlo se vuelve neudoban... extraño. — Es verdad —terció Florian—. Ya le he visto salir corriendo así en otra ocasión. — Maldita sea —dijo Edge—. Ahora recuerdo que la vieja Mag me dijo que le vigilara. Ese bastardo estúpido cree que es un hombre lobo. ¿Qué hacemos, director? — Desplegaos todos —ordenó Florian al grupo ahora considerable de gente del circo— y andad en dirección a la luna. Intentad no caer en un pantano. Dejad correr a Pavlo, si es lo que quiere, pero encontrad al niño y traedlo. Hay lobos de verdad por los alrededores. Los hombres se dispersaron en la noche, todos menos Edge, que fue primero en busca de su arma. Los campesinos, alertados por la conmoción, salieron medio vestidos y se quedaron mirando en silencio. Florian les habló del hombre demente y preguntó si querían ayudar a buscarle, pero ellos continuaron mirando con expresión bovina, así que añadió: — On sam voobrayet soboy oborotyen. — Oborotyen! repitieron los mujiks en una exclamación ahogada, demostrando la primera emoción que habían exteriorizado, una mezcla de pasmo, horror y, curiosamente, una ansiedad casi alegre. Sin embargo, no corrieron con ímpetu hacia la luna sino que fueron a sus cabañas, se vistieron y cuando volvieron al lado de Florian llevaban estacas, hoces, horcas de madera y, sensatamente, linternas encendidas. El jefe del pueblo llevaba también una pequeña daga, que enseñó a Florian, diciendo para tranquilizarle: — Syeryebró. — ¿Plata? ¡Dios mío, no lo mates! Sólo se figura que es un hombre lobo. Se lo imagina, nada más. Voobrayet... voobrayet! Los campesinos le indicaron que dejara el asunto en sus manos y se alejaron con sus linternas y armas. Florian se quedó, intentando consolar y calmar a Gavrila y Saya, y mandó al resto de la compañía a sus remolques. El lobo auténtico, todavía a gran distancia, aullaba a la luna roja de vez en cuando, pero ahora no le contestaba ningún eco.
Florian deseó que Pavlo volviese a aullar. Oírlo podría afligir a su mujer y su hija pero ayudaría a los hombres a localizarlo. Transcurrió tal vez una hora y el sol también estaba a punto de salir y el día ya apuntaba cuando uno de los aldeanos volvió de la expedición, se acercó a Florian y dijo en voz baja: — Yest sumashédshiy. Gavrila preguntó en tono urgente: — Florian, ¿significa esto que han encontrado a Pavlo? ¿O a Velja? —Probablemente a Pavlo. Ha dicho «el hombre loco». Entrad las dos en el remolque, cerrad la puerta con llave y no abráis a nadie más que a mí. Florian esperó para asegurarse de que obedecían y entonces siguió al mujik. Anduvieron hasta cierta distancia de Prival y el día aclaró lo bastante para que el guía apagara la linterna. Llegaron adonde estaban los otros aldeanos, apiñados en un grupo compacto, y se apartaron para que Florian pudiese ver a Pavlo. Yacía de espaldas sobre el terreno pantanoso con la daga de plata hundida en el pecho hasta el puño. Los ojos desvariados de Pavlo aún estaban abiertos y brillantes, y los labios fruncidos en una mueca lobuna dejaban los dientes al descubierto. Había muy poca sangre en torno a la limpia herida de la daga en el pecho, pero los dientes, labios y barba tenían coágulos y fragmentos rojos, como si al morir hubiese vomitado sangre y pedazos de sus entrañas. El jefe del pueblo estaba explicando lo ocurrido a Florian cuando se oyó un rumor en un arbusto próximo y Edge apareció con un revólver en cada mano. Al darse cuenta de la situación, puso el seguro de las pistolas y las dejó colgar a sus costados mientras iba a mirar con rostro impasible al difunto Pavlo. — Les he dicho que no lo mataran —explicó Florian—, pero insisten en que se abalanzó sobre ellos, desde ese arbusto por el que acabas de salir, haciendo rechinar los dientes y doblando los dedos como zarpas de lobo. Tenían que matarlo, han dicho. Uno lo aturdió con un garrote y el jefe lo despachó clavándole la daga en el pecho. No sé si reñirlos o... — Diablos, debería dar una medalla de oro a cada uno dijo Edge. Levantó una de sus pistolas y disparó tres veces al aire—. Esto hará venir a los otros hombres. —¿Por qué llamarlos? El chico sigue todavía perdido en alguna parte. —No, ya no. Está en ese matorral. —Florian hizo un movimiento, pero Edge le detuvo—. No vaya a mirarle, director. Ojalá no lo hubiera hecho yo. Oh, Dios, creí que le había atacado un verdadero lobo. Florian miró fijamente a Edge, tragó varias veces y por último suspiró y consiguió decir: — Bueno, antes de que le encuentren los demás, finjamos que fue eso lo que ocurrió.
Así, pues, limpiaron el rostro del difunto Pavlo y cambiaron el aspecto de su cuerpo. Cerraron sus ojos de loco y la boca contraída y limpiaron de sangre y otras sustancias sus labios y barba con un puñado de hojas. Luego Edge le arrancó la daga del pecho, respiró hondo y —ante la extrañeza de los aldeanos presentes— usó la daga para infligir más heridas, deliberadamente inexpertas, en el torso de Pavlo, empapando su ropa de sangre y disimulando la naturaleza de sus heridas. Los mujiks pensaron tal vez que todos aquellos extranjeros estaban locos, pero uno de ellos se despojó prontamente de su vieja capa de fieltro cuando Florian le ofreció por ella un imperial de oro. Edge se llevó la capa al interior del matorral y volvió al cabo de un minuto con un pequeño bulto envuelto en ella que no enseñó a nadie ni entonces ni después. Cuando los otros hombres del circo, solos o por parejas, encontraron a Florian y Edge, éstos sólo les enseñaron el cuerpo de Pavlo y les dijeron que el lobo al que todos habían oído aullar había matado al padre y al hijo. Los hombres menearon sombríamente las cabezas, Yount y uno de los Jászi cargaron con Pavlo, Edge siguió llevando a Velja y todos regresaron a Prival. Cuando Florian se anunció en el remolque de los Smodlaka y le abrieron la puerta, pidió a Sava que esperase fuera unos momentos y dio la noticia a Gavrila con toda la suavidad posible y con la misma mentira piadosa. Ella palideció, se sentó de repente en una litera y echó mano de un frasco de sales que al parecer había usado con frecuencia últimamente. Florian se sacó del bolsillo un frasco de vodka que había llevado consigo y mientras Gavrila olía las sales y se atragantaba con el aguardiente, Florian continuó: —Es imposible, querida, decir cuál de los dos infortunados ha sido atacado primero por el lobo, pero yo aseguraría que fue Velja, cuando corría en busca de su padre. Cuando Pavlo oyó los gritos, debió de recuperar un poco de lucidez y volver corriendo para arrancar al niño del animal, y al hacerlo resultó también él mortalmente herido. Con un esfuerzo, dijo Gavrila: —Así, al final de su vida, no ha sido un loco, sino un héroe. —Así parece, querida. Exactamente así. Ella le dirigió una mirada larga y carente de expresión y Florian intentó no rehuirla, desviando la suya. Por fin añadió ella: —El lobo, entonces, ¿dónde está? — ¿Eh, el lobo? Pues el lobo se ha escapado. Huyó del mujik que descubrió los cuerpos. Ha dicho que no lo persiguió porque temía que el animal estuviera rabioso después de atacar a un niño y un hombre adulto. — Y sin embargo ha huido del segundo adulto —murmuró Gavrila con voz átona.
Florian trató de añadir algún otro detalle verosímil, pero ella meneó la cabeza: —No importa. Váyase ahora, por favor. Envíeme a Sava e intentaré decírselo. Florian obedeció y tras un respetuoso intervalo envió también a Agnete y Meli a consolar a las dos Smodlaka. El Florilegio se quedó en Prival el tiempo suficiente para que aquellos que habían participado en el suceso pudieran dormir unas horas. Entonces los eslovacos reanudaron el interrumpido desmantelamiento de postes, instalación, luces y pista y volvieron a cargarlos en los carromatos. Agnete fue a decir a Florian: —Gavrila llora por su hijo, naturalmente, y con desconsuelo, pero, quizá no debería decir esto, creo que considera que el lobo la ha recompensado al librarla a ella y a Sava de ese horrible Pavlo. —No te dé vergüenza decirlo, Miss Eel. Me imagino que muchos miembros de la compañía compartirían esta opinión. ¿Hay algo que podamos hacer por la pobre Gavrila? —Ha pedido que Velja no sea enterrado en este espantoso lugar, pero ha callado sobre los restos de Pavlo. Y espera que la tragedia no le hará desistir a usted de la cabalgata de gala cuando nos acerquemos a Peterhof. —Valiente Gavrila. Una verdadera dama de circo. Por favor, ve a decirle que haremos la cabalgata, ya que ella lo permite. Ya he visto las otras salidas de este pueblo y una es un camino de rollizos bien cuidado. Dile también que cuando lleguemos a Peterhof pediré la autorización de Alejandro para enterrar a Velja en un lugar hermoso del recinto del propio palacio. Y otra cosa, Miss Eel. Disuádela, impídele si es necesario, cualquier intento de dar una última mirada a su hijo. Convéncela de que es mejor recordarle tal como era. Al atardecer del ocho de junio, la cabalgata del Florilegio llegó a la entrada de Peterhof, con el órgano y la banda resonando, los caballos haciendo cabriolas, los terriers dando volteretas laterales, los payasos retozando y todos los artistas —excepto Gavrila y Savasobre los carromatos, luciendo sus trajes de pista más llamativos y Clover Lee incluso su etéreo manto de palomas blancas. Peterhof no estaba rodeado de muros ni verjas. Lo único que indicó a Florian que ya habían llegado fue el camino de rollizos, que allí se convirtió en una avenida ancha y bien adoquinada que atravesaba un pueblo diez veces mayor que Prival y compuesto de edificios mucho más bellos que las isbas de dicha aldea. En el extremo del pueblo había un bonito pabellón para el portero —también sin verja—y al fondo la avenida se bifurcaba en varios caminos de grava. Florian detuvo su carruaje ante el pabellón y el
portero salió para saludar y gritar en ruso, muy alto para dominar el estruendo de la música: —Bien venido, Gospodín Florian y todo su Tsbetúshchiy Bukyet. Los esperan. — Gracias, buen hombre —gritó Florian—. ¿Por qué camino se va al palacio? — ¿Al palacio, gospodín? Hay cuarenta y dos por estos alrededores. —iOh! Incluyendo éstos, supongo! —Florian indicó los edificios del pueblo. , —Pólno! Estos sólo son las casas, escuelas y tiendas de los miles de servidores de los diversos palacios. —Bueno, no sé con exactitud en cuál nos esperan. El portero empezó a contar con los dedos. —Nu, está el Gran Palacio, el Monplaisir, la Granja, el Pabellón, el Hermitage, el Cháteau de Marly... —Me atrevería a decir que el zar nos espera en el Gran Palacio. —Si quiere, los acompañaré para guiarlos. Florian le indicó que se sentara al otro lado de Daphne y la cabalgata continuó, todavía con el estruendo de la música, por la avenida ahora desierta. Discurría por un parque inmenso y el portero guía iba señalando y nombrando las arboledas de arces, limas, castaños, árboles frutales y arbustos de flores. Entre ellas, en el césped o junto a límpidos estanques, se levantaban edificios magníficos, algunos de los cuales tenían un nombre modesto, aunque en su ejecución no lo fueran en absoluto. El Pabellón era un palacio de arcos abovedados de rejilla, ventanas con vidrieras, terrazas de mármol blanco, balcones y escalinatas. El Hermitage sólo debía su nombre de lugar de retiro a un foso y un puente levadizo. Monplaisir era una estructura enorme, pero exquisitamente delicada, consistente casi por entero en ventanales cuya multitud de vidrios reflejaban arcos iris en todos los colores pasteles del nácar. Coronaba casi todos los edificios una representación en hierro forjado del águila bicéfala con las alas extendidas, símbolo del imperio ruso. —Pero si da toda la vuelta a uno de esos tejados, gospodín —explicó el guía—, contará tres cabezas. Se hizo de modo que, sea cual fuera el ángulo de visión, el águila exhiba la orgullosa cabeza doble. Todos los palacios tenían por lo menos una fuente delante de ellos. La fuente del Sol, que giraba, proyectaba desde un disco dorado una deslumbrante rueda solar de agua en espiral; la fuente de la Gavilla despedía columnas que se alzaban para caer luego en forma de lluvia de granos; de la fuente de las Campanas descendían cascadas de agua que dibujaban las curvas de cuatro campanas enormes y transparentes. —Los palacios principales —dijo el guía— están ocupados durante la temporada por la familia imperial y sus parientes más próximos. Los
palacios menores y más alejados son para los tíos y primos más remotos. Cuando la zarina anuncia «Mañana desayunaremos todos en la Pagoda China» (o en la Dacha Ucraniana, o cualquier otro pabellón), nadie se atreve a rehusar, de modo que estos miembros menores de la realeza tienen que hacer muchas verstas al galope a primera hora de la mañana para acudir desde sus palacios distribuidos por todos los rincones de casi tres mil hectáreas. Los participantes de la cabalgata ya estaban deslumbrados, pero entonces el guía los dirigió hacia la fachada norte del Gran Palacio, donde se detuvieron, y todos los músicos dejaron de tocar, como anonadados, y Florian exclamó, expresando los sentimientos de todos los miembros de su compañía: —iDios mío! iY creíamos haber visto palacios antes! El edificio en sí ya era lo bastante impresionante: cuatrocientos metros de fachada de piedra entre rosada y roja con pilastras blancas intercaladas que se elevaban a lo largo de tres pisos de ventanas, arcos y frontones hasta el tejado en mansarda de hierro rojizo. El palacio daba a una terraza de mármol blanco de la misma longitud y anchura. Sin embargo, la vista que se dominaba desde el palacio era todavía más espectacular. A partir de la terraza elevada el terreno descendía hacia el norte y debajo de la balaustrada había dos escalinatas que parecían construidas para titanes, sólo que no eran para que las personas bajaran o subieran por ellas. Cada una tenía doce metros de altura por doce de anchura, pero consistían solamente en seis amplios y empinados peldaños por los que bajaban resplandecientes cortinas de agua cuya cantidad era incrementada por chorros que brotaban de estatuas y bajorrelieves dorados de ninfas y náyades a ambos lados de las dos escalinatas. El agua caía más abajo en una serie de pilas de granito, cada una del tamaño de un estanque mediano, en torno a las cuales había más estatuas doradas —delfines, tritones, leones, gladiadores, Perseo, una Venus exuberante con las nalgas desnudas— que en su mayoría lanzaban asimismo al aire surtidores de agua. La pila mayor y más lejana tenía en el centro un Sansón dorado de tamaño doble del de un hombre que abría con las manos las mandíbulas de un león dorado proporcionalmente enorme, y de las mandíbulas del león, abiertas hacia arriba, brotaba el surtidor más impresionante, una pluma de dieciocho metros de altura. —iUna sinfonía acuática! —se maravilló Florian—. Pero ¿qué clase de maquinaria hidráulica requerirá todo esto? — Ninguna en absoluto —respondió el guía—. Fue diseñado con inteligencia para que la gravedad lo haga todo: las cascadas, las fuentes, los chorros y los surtidores.
Más abajo del estanque de Sansón, el agua acopiada fluía más tranquilamente hacia un ancho canal de paredes de granito que discurría entre prados y arboledas, recto como una flecha a lo largo de ochocientos metros —cruzado por varios puentes de arco muy alto—. hasta que desembocaba en el golfo plateado en cuyo lejano horizonte podía verse una vaga línea azul que era la costa de Finlandia. Donde el canal se unía al golfo estaba anclado un guardacostas de vapor en el que ondeaba la enseña blanca con una cruz azul de la Marina Imperial. — Siempre que el zar reside aquí —explicó el guía—, tiene el barco dispuesto para llevarle con prontitud a San Petersburgo si un hecho urgente requiriera su presencia. Y, ejem, hablando de su majestad imperial, gospodín, ya espera pacientemente a que usted le dedique su atención. — iOh, Dios mío! —exclamó Florian, desviando la mirada del panorama para dirigirla hacia el palacio. Alejandro, la emperatriz y un numeroso grupo de hombres y mujeres se hallaban en los escalones de la entrada central del Gran Palacio, sonriendo a la caravana de vehículos, admirándola a todas luces y haciendo comentarios entre sí. Florian saltó del pescante de su carruaje y se apresuró a quitarse el sombrero de copa con un ampuloso movimiento ante el zar y la zarina, saludándolos en nombre de todo el Florilegio. Mientras hacía honor a las formalidades, los otros miembros de la compañía se colocaron en fila junto a los carromatos y desde allí hicieron una reverencia a los augustos personajes de la escalinata, reacios a aproximarse demasiado a aquellos elegantes caballeros y damas vestidos como estaban con sus trajes de pista, chillones, frívolos o demasiado exiguos. Cuando Florian volvió a la caravana tras una larga conversación con el zar y la zarina, iba acompañado por dos caballerizos de palacio y habló primero a Dai Gosle: —Maestro velero, actuaremos mañana en el parque superior, que está en el otro lado del palacio. Pero no hasta bien entrada la noche, cuando haya oscurecido, así que mañana no habrá prisa en montar la carpa. Estos servidores enseñarán a los conductores dónde están las cocheras y los ayudarán a alimentar y dar de beber a los animales, tras lo cual acompañarán a todos tus peones y a los músicos de Carl a las cocinas para que ellos también cenen. —Mientras hablaba, Florian se llevaba a Goesle aparte de los demás miembros de la compañía—. Deja todo esto para los subordinados, Stitches, y tú vístete para cenar con nosotros al estilo imperial. —Y ahora Florian añadió en un murmullo—: Sin embargo, después de cenar, ¿podrás procurarte madera buena y suficiente para hacer un pequeño ataúd para Velja antes de la mañana? — Claro que sí. Pero... ¿sólo para el niño? ¿Y su padre?
— Silencio. Yo mismo me encargaré de él. —Entonces Florian volvió junto a los demás y les dijo—: No es necesario que deshagáis inmediatamente el equipaje; sacad sólo la ropa para la cena antes de que guarden los carromatos. Sus majestades han asignado a cada uno de vosotros una doncella o un ayuda de cámara que os conducirán a vuestras habitaciones del palacio y os ayudarán a cambiar de traje. Por último Florian fue al remolque de los Smodlaka, donde Gavrila y Sava habían viajado solas hasta Prival, y les dijo lo mismo. —Gracias, pero creo que no tengo apetito para cenar —respondió Gavrila— ni para un ambiente alegre. Si nos lo permite, esta noche nos quedaremos aquí. —Como deseéis, queridas. No obstante, haré que una de las camareras os traiga algunos sakuskis por si necesitáis alimentaros. Y espero que os sintáis mejor por la mañana. Ya he pedido al zar una tumba para el pequeño Velja y Alejandro ha sido más que generoso. No sólo nos asigna una parcela, sino que nos presta al capellán de la corte y la capilla para los servicios fúnebres. —Sí, allí estaremos —contestó Gavrila, llevándose un pañuelo a los ojos, que estaban casi tan rosados como los de su hija albina. Sin embargo, no preguntó nada sobre el entierro de su difunto marido y Florian tampoco habló del tema. 9 La compañía se deslumbró tanto al entrar en el comedor como si se encontrase de repente en un mar de candilejas. Todo en la inmensa habitación era blanco o casi transparente y el sol veraniego todavía alto que se filtraba por los visillos blancos y traslúcidos de los ventanales aumentaba aún más el resplandor. Las paredes estaban cubiertas de satén blanco, el suelo de parquet era de tilo americano bañado en ácido para hacerlo aún más blanco y las molduras de paredes y techo de animales, cupidos, flores y frutas eran de yeso blanco. Los numerosos candelabros y arañas de la habitación estaban hechos de medallones de cristal teñidos con un leve matiz de lavándula para hacerlos visibles. La mantelería de las tres largas mesas, la porcelana de los treinta platos de cada mesa y los centros de claveles eran todos blancos. Una orquesta de músicos de cuerda vestidos de blanco —pelucas, levitas, calzones hasta la rodilla y medias—tocaba suavemente en un rincón. —Y gracias a Dios —murmuró Daphne cuando la compañía, sus anfitriones y los otros invitados se sentaron a cenar—, esta vez no hay bloque de hielo. La habitación poseía una característica que los recién llegados ya habían observado en los otros aposentos y cámaras que habían atravesado
para llegar al comedor. Todas las estancias de aquel gran palacio eran tan altas que se formaba eco, no de pared a pared, sino del suelo al techo y viceversa. Se producía el curioso efecto de que los pasos de alguien o el roce de la pata de una silla sobre el parquet resonaba huecamente y durante largo rato, mientras que todos los sonidos hechos a nivel intermedio —la música de cuerdas, la conversación en la mesa— eran ahogados y tenían que escucharse con atención. Aunque los nuevos miembros del Florilegio podían hablar en ruso a sus vecinos de mesa, las bailarinas nativas conversaban en un tono aún más apagado que los extranjeros. Quizá se debía a que eran chicas rusas corrientes en presencia del casi todopoderoso, o tal vez porque las avergonzaba que sus vestidos de noche no fueran trajes lujosos sino simples sarafanes de fiesta. La zarina María Alexandrovna, después de intentar en vano conseguir algo más que tímidos murmullos y suspiros de una de las chicas, se volvió hacia Florian y le preguntó dónde había aprendido el ruso. —En un tiempo estuve casado con una rusa, majestad. O, mejor dicho, ella se llamaba caritativamente mi esposa. Debería confesar con franqueza que, al igual que mis otros matrimonios, aquél tampoco fue formalizado por ceremonia o certificado alguno. —i Oj, qué amorales son ustedes, los artistas! —reprendió la zarina y preguntó—: ¿Cree que habrá vuelto a Rusia? ¿Desearía verla de nuevo? Seguramente los agentes del zar la encontrarían muy pronto para usted. —iNo lo permita Dios, madame! Antes preferiría sumarme al culto de los castrados del gran sello. Por cierto que al cruzar Hungría casi anduve de puntillas por temor de despertar a otra ex esposa que podía acecharme allí. Y cruzaré de puntillas SchleswigHolstein para evitar a cierta danesa. El zar Alejandro pasaba en aquel momento por su lado —volvía a circular entre las mesas para visitar y comer algo en cada una de ellas— , y al oír mencionar SchleswigHolstein a Florian, se detuvo para darle una palmada de complicidad en el hombro, pero no hizo ninguna observación ni se refirió en toda la noche a la proposición que había hecho en abril durante su téteátéte. La familia imperial y los otros invitados parecían dispuestos a continuar hablando después de la cena, pero muchos miembros del circo habían dormido poco la noche anterior y todos habían pasado el día viajando, así que Florian pidió y obtuvo el permiso de sus anfitriones para que su compañía se retirase. La mayor parte de sus miembros se fue a dormir a sus habitaciones del palacio, pero Florian y Edge permanecieron levantados hasta que la noche fue totalmente oscura, antes de que saliera la luna. Entonces fueron juntos a la cochera y al furgón de equipajes donde el cuerpo de Pavlo Smodlaka estaba envuelto en una lona encerada. Entre los dos lo llevaron en torno al ala del palacio, por la terraza del norte y
junto a las cascadas de agua. Varias veces tuvieron que dejar su carga en el suelo para descansar y recobrar el aliento y varias veces encontraron patrullas de centinelas. Al parecer éstos no se sorprendieron demasiado para darles el alto al ver dos hombres cargados con un rollo de lona a aquella hora de la madrugada. Sin embargo, Florian dijo cada vez en ruso, con voz ronca y entrecortada: —Preparándonos para el circo de mañana, chasovoy. —Y los centinelas se encogieron de hombros y los dejaron pasar. —Me siento un poco ridículo, haciendo esto vestido de etiqueta —jadeó Edge durante una pausa. —Bueno, así llamamos menos la atención —dijo Florian— en caso de que un insomne esté mirando por una ventana de palacio. Y apuesto algo a que somos los enterradores más elegantes que tuvo jamás un hombre lobo. Por fin, sin ninguna ceremonia, tiraron su carga al agua donde el estanque de Sansón se vaciaba en el canal y se quedaron observando mientras se deslizaba hacia el golfo. —Bueno, ya está y en buena hora —dijo Edge—. ¿Cree que hay posibilidad de que algún vigía de ese guardacostas lo vea pasar? —Lo dudo. Dudo de que diese la alarma si lo viera. No podría saber si Pavlo venía de aquí o del delta del Nevá. Y por el Nevá flotan tantos cadáveres como por cualquier otro río de Europa. Vamos, nos hemos ganado unas horas de sueño. A la mañana siguiente los artistas vistieron sus mejores trajes de calle y, después de desayunar en sus habitaciones, fueron guiados por sus servidores hasta el ala que contenía la iglesia del palacio. Gavrila y Sava se unieron a ellos y, aunque Gavrila no tenía ropa de luto, se había procurado unos crespones negros para las dos. El servicio no se celebró en la espaciosa nave de la iglesia sino en una pequeña capilla lateral. Asistió el zar, su hijo mayor e incluso algunos invitados ajenos a la familia. El sacerdote residente en palacio y sus acólitos oficiaron la misa de funeral y un órgano tocó la música suave apropiada en los intervalos apropiados. Goesle había construido un buen ataúd y Edge, personalmente y en privado, había colocado en él a Velja y clavado la tapa. No había habido tiempo para teñir o pintar la tosca madera, así que los servidores de palacio lo habían cubierto completamente de flores. La gente del circo intercambió algunas miradas cuando vio un único ataúd ante el altar y varios pares de ojos convergieron en Florian. Sin embargo, éste parecía tan satisfecho como si Pavlo se hubiese evaporado oportunamente, de modo que nadie hizo ninguna observación, y a nadie le importaba Pavlo lo suficiente para preguntar qué había sido de su cadáver. El capellán fue considerado y abrevió el servicio, ya que pocos de los asistentes podían seguir el ritual de una
misa ortodoxa rusa. Luego el zar ofreció el brazo a Gavrila y el cesárevich a Sava y salieron de la capilla por una puerta lateral. Fuera esperaba un pelotón de la Compañía Dorada y los músicos de la noche anterior, ahora enlutados, precedidos por el pope con sotana y sombrero negros y sus acólitos, que hacían oscilar sendos incensarios, y Yount y los Jázsi llevaban el ataúd, dos en cada lado. Detrás seguía un cortejo importante: la madre y la hermana de Velja acompañadas por un emperador y un príncipe heredero, la compañía del circo y la guardia de honor espléndidamente enjaezada, todos caminando a la solemne cadencia de una versión para cuerdas de la marcha fúnebre de Chopin. Ya habían cavado la tumba, cerca de la fuente de Adán, «donde el muchacho puede mirar hacia la avenida —dijo el zar Alejandro—y contemplar la vista del golfo de Finlandia». Como el pope habló ante la tumba, haciendo sobre ella repetidos signos de la cruz, Florian sólo murmuró en esta ocasión el epitafio latino para sí mismo y para aquellos que estaban lo bastante cerca para oírlo. Después el cortejo se dispersó en varias direcciones, los guardias y músicos a paso rápido y la mayoría de artistas hacia el recinto del circo, pero Florian y algunos más pasearon con los dos Alejandros, padre e hijo, que señalaron las características notables de aquel parque inferior. Cuando el grupo llegó a un soto de robles jóvenes, uno de los cuales estaba rodeado de tulipanes en plena floración, Jórg Pfeifer preguntó: —¿No es una rareza, majestad, que los tulipanes aún florezcan en junio? —Vaya a verlos de cerca —dijo el zar, y él y su hijo se taparon la boca para ocultar unas sonrisas. Casi en seguida, sin embargo, prorrumpieron en fuertes carcajadas. Cuando Pfeifer se inclinó sobre los tulipanes, brotaron de éstos chorros de agua, y de las ramas del roble cayeron surtidores que lo salpicaron. Jórg murmuró, maldijo y se apartó a trompicones del árbol y las flores artificiales para sentarse en un banco cercano. El zar y el cesárevich rieron todavía con más ganas porque el banco empezó inmediatamente a arrojar agua del respaldo y el asiento, empapando completamente a Pfeifer antes de que éste pudiera levantarse de un salto. Cuando volvió al grupo, exprimiendo como podía el agua de su traje, Jórg dijo entre dientes, aunque con toda la cortesía de que fue capaz: —Cuando el buen Dios hizo emperador a vuestra majestad, privó al mundo de un payaso muy prometedor. —Oh, no me elogie a mí, Herr Pfeifer. Estos trucos automáticos, accionados por su peso, fueron construidos por orden de Pedro el Grande. Entretanto, Edge se hallaba en el recinto del circo en el parque superior, un vasto patio de parterres y fuentes protegido del viento del golfo por
el edificio del palacio y las alas de ambos extremos, que se extendían hacia el sur. De nuevo consultaba con Carl Beck, y ahora también con Dai Goesle, quien naturalmente tenía que conocer la sorpresa que se estaba preparando. —He empapado y secado el hilo —dijo Edge— y traído muchas velas. Sólo tenemos que colocarlas. Vamos a ver... ¿ofrecemos este espectáculo justo al empezar la función? — Nein —contestó Beck—. Primero las bailarinas. Esta noche bailar la Canción de los boteleros del Volga y para ello necesitar las candilejas. —Supongamos que hacemos lo siguiente —sugirió Goesle—: en cuanto hayan terminado de bailar, apagaré las candilejas y así la pista estará oscura cuando Bumbum entone el himno de la cabalgata. — Muy bien —aprobó Edge—. Entonces, Carl, en ese mismo instante, enciendes la cerilla. Si todo funciona como está previsto, será el mejor espectáculo que hemos ofrecido jamás. —Ja, ja —dijo Beck—. Y ahora disculpadme. Debo ir a cargar el Gasentwickler. —¿Vais a elevar el globo? —preguntó Edge—. Diablos, en cuanto Jules llegue a los tejados de palacio, el viento del norte lo arrastrará. Y no encontrará a ninguna altitud vientos contrarios que le hagan volver. Tendremos que perseguirlo hasta Kíev. — Nein, nein. Yo sólo dejar elevarse atado a un cable. Arriba y abajo muchas veces, con un pasajero real cada vez. —Y Beck se alejó a toda prisa. —Vuelos emocionantes para los patanes —murmuró Edge—. Buena idea. —Entonces miró críticamente su equipo para la sorpresa y dijo a Goesle—: Aquí no tenemos viento, pero aun así hay corrientes impetuosas. ¿Y si protegiéramos las velas con reflectores? — Maldita sea, Zack —gritó Goesle—, ihay millares de velas! Cortar tantas piezas de hojalata... —No sería necesario, Stitches. Cuando tus hombres lo hayan instalado todo, mándalos a la orilla del golfo. Allí tiene que haber conchas... valvas de almejas, de mejillones... cualquier clase servirá. Joder, me alegro de que no lo hagamos todas las noches —farfulló Goesle—. Pero por una vez, lo haremos. En aquel momento Florian salió de una puerta trasera del edificio principal del palacio y llamó a Edge para decirle: — El zar querría discutir de nuevo la proposición que me hizo y tengo que decidirme en uno u otro sentido. Ya que tú constituyes la leal oposición, creo que deberías estar presente. Subieron, pues, juntos la escalinata de mármol y cruzaron la Galería de Retratos hacia el Estudio del Este cuyo umbral estaba flanqueado por
dos miembros de la Guardia Imperial, pero Alejandro los esperaba solo en el interior. — He traído a mi ayudante, majestad —dijo Florian—, porque no puedo en conciencia implicar en esta empresa a mi compañía sin su conocimiento. Y el coronel Edge dice con franqueza que se opone a ser alistado como espía. —Oj! Shpión? —rió Alejandro—. Nyet, nyet! —Y continuó en alemán—: Diga al coronel que no pido a ninguno de ustedes que haga de espía. En primer lugar, no actuarán en mi nombre, y en segundo lugar, si yo deseara obtener información del extranjero, podría conseguirla sin recurrir al espionaje. Cuando Florian hubo traducido estas palabras a Edge, el zar continuó: —Sólo aquí, en mi propia Rusia, encuentro necesario espiar y es aquí donde mi Tercera Sección tiene la mayor parte de su trabajo. Como es natural, vigila de cerca a los ministros de mi gobierno, a los oficiales superiores y a todos mis parientes. Es bien sabido que en el pasado hubo golpes palaciegos. Y estos agentes también vigilan de cerca a las masas, porque las clases bajas de Rusia son las más secretas, sospechosas e indignas de confianza. Pero ¿los extranjeros? iBah! Son tan tontos y descuidados con sus secretos e intrigas que no hace falta un espía profesional, sólo un observador astuto para reconocer todos sus designios, descifrar las intenciones de sus consejos y descubrir sus chinoiseries. Desde la época de Pedro el Grande, los soberanos de Rusia han sabido que todos los extranjeros son así y nos hemos aprovechado de este conocimiento. Por ejemplo, hablando de chinoiserie... Alejandro se levantó, indicó con una seña a sus interlocutores que permanecieran sentados y fue hacia una de las paredes del estudio. Estaban tapizadas de seda bordada, claramente oriental, que representaba escenas de lo que parecían ser gentes orientales entregadas a sus tareas cotidianas. El zar golpeó la pared con los dedos y dijo: —En tiempos de Pedro, el arte de hacer porcelana sólo era conocido por los chinos. En toda Europa la porcelana era tan rara que se consideraba un tesoro como ahora los diamantes y esmeraldas. Se engastaban fragmentos en piezas de oro y se usaban como joyas. Los chinos se negaban obstinadamente a divulgar a cualquier occidental el método de hacer porcelana. Sin embargo, un ruso inteligente que viajaba por China descubrió por pura casualidad todo el proceso. En una pañería vio en venta unos rollos de tapicería de seda que describían todos los pasos de la elaboración de la porcelana. Un niño podría haberlos leído como un abecedario. Aquel astuto turista compró las telas, las envió a Pedro el Grande y así se convirtieron en el libro de texto que instruyó a los ceramistas rusos. Entonces las colgaron en estas paredes, donde
ustedes pueden verlas a su alrededor en este momento. Y aquí han cenado con porcelana elaborada en Rusia. —Comprendo vuestro punto de vista, majestad —dijo Florian—, pero ¿qué clase de descubrimientos fortuitos esperáis que hagamos en las tierras alemanas? —Si el siguiente objetivo de Bismarck es Alsacia, ya debe de hacer preparativos en su lado de la frontera. Su general Von Moltke no tardará en llevar allí tropas y armamentos. Cuéntenlos. Es posible que viajen de noche, para no ser observados, pero su compañía circense acampa a menudo junto al camino para pasar la noche, nicht wahr? El batallón de un regimiento que pasara por allí cerca no haría más caso de ustedes, discúlpenme por expresarme así, que de un campamento de gitanos. —Muy cierto, majestad. —Pues bien, incluso un espía profesional que quisiera conocer la fuerza de semejante tropa en movimiento tendría que contar cabezas. No cabe duda de que debería examinar con atención la artillería y otras armas a fin de describirlas. Sin embargo, estoy seguro de que el coronel Edge podría apreciar tales cosas con una sola mirada. —Es probable —dijo Edge—. Y si obtuviéramos semejante información, ¿qué debemos hacer con ella? —Retenerla en la memoria —respondió el zar—. No escribir nada. Si la información está sólo en su cabeza, no podrán descubrirla en ningún registro de la caravana llevado a cabo por centinelas, guardias fronterizos u otras personas. —¿Y después? —Cuando lleguen a París, comuníquenla al emperador Luis Napoleón, a él sólo y en privado. Ni siquiera la vieja regañona y chismosa de Eugenia debe saberlo. —Majestad —preguntó Edge con escepticismo—, ¿cómo entraremos en su sala del trono para pedir una audiencia privada? ¿Unos simples gitanos? —Warum nicht? Estará ansioso por conocer su informe después de leer la carta de presentación que he escrito para ustedes. —Alejandro cogió de una mesa una gran hoja de pergamino y la alargó a Florian—. Este papel no será descubierto inoportunamente por ningún funcionario porque usted lo exhibirá. Incluso puede facilitarle el cruce de cualquier frontera, como la carta de la emperatriz Elisabeth le facilitó la entrada en mis dominios. —Es muy halagador para nosotros, majestad —dijo Florian, encantado— . Luis Napoleón nos recibiría con los brazos abiertos, como circo, aunque no llevásemos ninguna información confidencial. —Y hay algo más en esta carta de lo que ustedes o cualquier guardia fronterizo puede percibir. La he dictado a mi escribano francés, pero ni siquiera él sabe lo que he insertado después entre líneas.
—¿Un mensaje secreto, majestad? —preguntó Florian, mirando el documento desde varios ángulos—. ¿Con tinta invisible? — Con la mejor —respondió orgullosamente el zar—: mi propia orina. Desaparece al secarse sobre el pergamino, pero Luis Napoleón sabe que el calor le da un tono marrón. Por favor, cuando la presente en las fronteras, no la acerque a una estufa o una lámpara. — Tendremos el máximo cuidado con ella. El zar añadió: —En la carta faltan todavía mi firma y mi sello. Aún tengo que oír su decisión. Florian miró a Edge, y éste contestó: —Si es lo que usted me dijo, director (para evitar una guerra), retiro mi oposición. Florian se inclinó profundamente ante Alejandro y dijo: —Seremos, como lo ha formulado vuestra majestad, vuestros astutos observadores. El zar asintió, volvió a coger el pergamino y se sentó a la mesa, donde había recado de escribir. Eligió una pluma, la mojó en tinta, escribió su nombre con un adorno al final de la carta, la espolvoreó de arena y la sopló. Entonces calentó un palillo de cera roja, dejó que goteara sobre el pergamino, cogió un trozo grueso de lapislázuli azul oscuro, salpicado de pirita dorada, y apretó su faceta tallada sobre la cera caliente. Contempló el sello resultante, entregó de nuevo la carta a Florian y entonces abrió el lapislázuli, que era también un recipiente de útiles para la higiene personal. Sacó una cucharilla para la oreja, se recostó en el sillón y empezó a hurgarse tranquilamente en una de sus peludas orejas. —Sólo una cosa, majestad —dijo Florian, enrollando con cuidado el pergamino—. El coronel Edge y yo sabemos que cumpliremos nuestra palabra, pero, ¿cómo lo sabéis vos? Podríamos usar esta carta para entrar en la corte francesa y no decir nada al emperador o inventar una sarta de embustes. ¿Confiáis siempre tanto en vuestros agentes? —Nyet —respondió con negligencia el zar—. Claro que confío en ustedes dos, caballeros. No obstante, me permitirán que tome una medida de precaución. Un nuevo artista se sumará a su compañía en Kiel. —¿cómo? —Oh, es una dama muy agradable, de buena familia, que por razones personales desea emigrar de Rusia. Así, pues, de Kiel a París dispondrán de sus servicios y no tendrán que pagarle ningún sueldo; posee una renta propia. — Pero... pero, ¿qué hace? ¿Cuál es su especialidad? —Creo que lo encontrarán evidente en cuanto la vean. Y aceptará cualquier papel que quieran asignarle. —Bueno... ¿y por qué no se incorpora antes a nosotros? En Piter, para que podamos integrarla en nuestro programa.
—Tiene sus razones para no desear aparecer en público en su país. Se incorporará a ustedes en Kiel. Ahora, caballeros, creo que se acerca la hora de vestirnos para la cena. — Maldita sea —murmuró Florian cuando salía del palacio con Edge— . No me gusta que me impongan a un artista supernumerario. —Diablos, prácticamente lo ha suplicado al sugerir que podíamos no ser de fiar. Menos mal que no ha exigido que le dejemos rehenes como garantía. Florian suspiró. —Bueno, qué se le va a hacer. Ya improvisaremos sobre la marcha. La función circense comenzó aquella noche incluso antes de que terminase la cena. La cortés y pausada conversación de la mesa fue interrumpida bruscamente por una fuerte voz seudofemenina alzada en protesta y su sonido petulante, nada ahogado por la inmensidad de la habitación, provocó un silencio general y el estiramiento de mucho cuellos. Fitzfarris se había sacado del bolsillo a la Pequeña Miss Mitten y, con la cabeza echada hacia atrás para conseguir el efecto de eco ascendente y descendente, entablado una pelea cómica con ella en una mezcla de francés y alemán con algunas palabras de ruso. Seguramente pocos de los comensales podían comprender todo el diálogo, pero se pusieron todos de muy buen humor. Y después de la cena, el numeroso grupo de miembros de la realeza y la nobleza se dirigió al recinto circense del parque superior y se deshizo en exclamaciones ante la belleza del globo recién hinchado. Primero se elevó Rouleau con Clover Lee de pasajera para demostrar la seguridad del Saratoga, y Carl Beck ordenó a sus peones eslovacos que afianzaran el cable cuando el globo se hubo elevado sobre el tejado del palacio y el viento lo quería empujar hacia el sur. El zarevich Alejandro insistió, pese a la evidente inquietud de su madre, en ser el primero de la familia en «volar». Cuando hubo aterrizado, rebosante de entusiasmo por la experiencia y la vista que se dominaba desde arriba, todos los demás —incluso su madre— se turnaron para subir. Cuando todos lo hubieron hecho, la oscuridad del crepúsculo iba en aumento y los peones eslovacos estaban casi exhaustos por el esfuerzo de tirar de la cuerda y el gas se había enfriado, causando cierta lentitud en los ascensos. Beck prohibió cortésmente la repetición de los viajes y Rouleau tiró del cabo de desgarre para deshinchar el globo y guardarlo en el furgón. Entretanto los servidores de palacio llevaron asientos de toda índole —desde sitiales parecidos a tronos para la familia imperial a sillas Chippendale para los invitados— y los colocaron sobre el césped a una distancia cómoda alrededor de la pista y el grupo de músicos. La función fue espectacular desde la misma obertura, el animado baile de las acomodadoras. Al unísono saltaron al aire y allí se tocaron los dedos de los pies mientras tenían las piernas estiradas hacia adelante o
abiertas hacia los lados. Cuando bajaron al suelo desde el aire, se pusieron en cuclillas y movieron las rodillas juntas de un lado a otro o ejecutaron con asombrosa rapidez el v'prisyádku, estirando hacia atrás una pierna detrás de la otra. Cuando pisaron el suelo con fuerza y al son de la música, lo hicieron sobre paja, pero el trombón de Abdullah suplió el ruido de sus pisadas. Para concluir, las muchachas, brillantes de sudor y con sonrisas trémulas, se inclinaron profundamente en dirección al zar y la zarina. Goesle cerró la válvula del gas para amortiguar y apagar las candilejas y el recinto del circo se quedó totalmente a oscuras. Al cabo de un momento, Beck prendió una cerilla y dio a la banda la señal de entonar el Boshie Tsara Jraní. Simultáneamente, a partir de la débil luz de la cerilla, un reguero de fuego se encendió alrededor de la pista, subió por uno de los altos postes, recorrió la cuerda floja y bajó por el otro poste. La llama se apagó en seguida después de encenderse, pero dejó en su recorrido un rastro de innumerables velas llameantes que hacían resplandecer las conchas traslúcidas sujetas a ellas. La curva de la pista y el perímetro del espacio circundante, los dos postes centrales y la cuerda floja estaban perfilados por estos puntos y nimbos de luz. El público estalló en aplausos, batiendo palmas a los acordes del himno ruso mientras Florian emergía de la oscuridad precediendo a todo el Florilegio en su gran cabalgata entre los dos círculos de velas en el suelo. Cuando la cabalgata daba la última vuelta en torno a la pista, algunos eslovacos corrieron a encender de nuevo los focos y candilejas de Goesle. Otros, del modo más discreto posible, apagaron las velas del suelo, treparon a los postes centrales para retirar las velas y sacudieron la cuerda floja para desprender todas las velas colocadas en ella. Entonces el coronel Ramrod volvió con sus caballos a la luz de las candilejas para realizar su número de caballos en libertad. Siguieron Florian, Fünfünf, el Kesperle y la Emeraldina con su chispeante diálogo en alemán. Después, mientras el Hacedor de Terremotos era pisado por Brutus, Florian tuvo la primera oportunidad para decir: —Coronel Ramrod, me dicen que esa maravillosa iluminación inicial ha sido obra tuya. ¿Cómo se te ha ocurrido? —No la he inventado yo. Lo vi hacer en una iglesia de la ciudad y me limité a copiarlo. Bumbum me ayudó a ponerlo en práctica. Lo único que necesitamos fue hilo de algodón empapado en vitriolo y agua fuerte; el caso era convertir el hilo en pólvora. Lo enrollamos en torno a la mecha de cada vela y untamos cada mecha con queroseno para que se encendiera con una llamarada. Pero, se lo ruego, director, no lo hagamos con regularidad en lo sucesivo. Stitches y los eslovacos se largarían en bloque.
Todos los números del espectáculo fueron recibidos con grandes aplausos y los artistas realizaron en cada número todos los trucos que conocían, además de algunos nuevos. Los hermanos Jászi galoparon por primera vez formando una pirámide de tres hombres en el «Correo de San Petersburgo», uno sobre los hombros de los otros dos, montados éstos en sendos caballos mientras todos los otros caballos del espectáculo pasaban galopando entre ellos. La pequeña Syverchok hizo hacer a su Globo Encantado más giros y saltos que nunca. Terry, Terrier y Terriest entraron a continuación en la pista adornados como una troika —con un alto dugá sobre el perro de en medio— con Sava en la pequeña carroza. Y Gavrila, aunque su sonrisa debía de ser forzada, condujo después a los perros a través de todo su repertorio de cabriolas. Cuando Florian anunció el intermedio, sólo significó el tiempo suficiente para que los espectadores encendieran cigarrillos mientras los eslovacos colocaban el estrado de sir John dentro de la pista, donde presentó su espectáculo complementario. Ya había ejecutado su número de ventrílocuo y sólo tenía una Hija de la Noche para exhibir, pero el público pareció divertirse lo suficiente con el número de Medusa de Meli, el cómico de Syverchok con Rumpelstilzchen y la lucha erótica de Meli con la pitón Fafnir. Entonces sir John aturdió por completo a los espectadores anunciando a un artista al que no habían conocido socialmente —«iKostchei Byesmyértni!»—, que surgió de la oscuridad de detrás de la banda y, bajo el resplandor de los focos, se inclinó lentamente para enseñar su horrible semblante, que era aún más terrible que de costumbre. Los ojos oscuros de Kostchei ardían como carbones cuando miró con odio al zar que había dictado las leyes y los castigos de Rusia y, aunque de modo indirecto, era la causa de su aspecto. El programa de la pista se reanudó con el número de trapecio de Mademoiselle Butterfly, al que sólo añadió un pequeño toque, pero muy efectivo. Cuando Domingo trepó por la escalerilla de cuerda hasta la plataforma, llevaba una rosa amarilla en el cabello. Se irguió allí arriba en una actitud llena de gracia, asiendo levemente la barra con una mano, y Beck silenció a su banda, tal como ella le había pedido. Recortada su silueta contra el cielo nocturno por el foco de Goesle, en aquel silencio total, Domingo arrancó disimuladamente un pétalo de su rosa amarilla, que cayó con lentitud, desviándose de un lado a otro, girando y pasando de la luz a la penumbra, iluminándose de nuevo cuando las candilejas lo enfocaron y posándose por fin suavemente en la pista. En el momento en que el pétalo tocó la paja, la banda entonó Sólo hay una chica y Domingo se lanzó al espacio y el público admiró su audacia con una exclamación ahogada. Cuando el espectáculo concluyó con la cabalgata final, a los acor des del Boshie Tsara Iraní, cantado por Monsieur Roulette, todos los
espectadores —excepto, como es natural, el zar, a quien iba dedicado el himno— se levantaron con respeto y reverencia. Después rompieron filas para mezclarse llenos de entusiasmo con los artistas, sudados, cansados pero triunfantes, y para estrechar sus manos y colmarlos de elogios. —Tenía razón, Herr Florian —dijo Alejandro—. Dejando a un lado todas las otras consideraciones, Luis Napoleón no dudaría en dar la bienvenida a su circo como tal. Le felicito por su deslumbrante competencia. Antes de que se vayan mañana, deseo distribuir unas pequeñas muestras de mi admiración. Así, a la mañana siguiente, después del desayuno, cuando la caravana ya estaba formada y esperaba en la vasta terraza de mármol, toda la compañía se alineó en posición de firmes. El zar y la zarina recorrieron la hilera entregando regalos que cogían de bandejas y cestas sostenidas por los servidores. Los regalos eran considerablemente más extravagantes que todos los ofrecidos hasta entonces por cualquier otro monarca. Cada una de las mujeres del circo recibió un huevo de Pascua de oro y esmalte, copias fieles de los confeccionados un siglo antes por el legendario orfebre de Catalina la Grande, Posier. Los huevos podían abrirse para acceder a su contenido: un frasco de perfume, colorete, pecas en forma de corazón, polvos y una pequeña polvera. Todos los hombres recibieron una gran ágata musgosa, con una faceta plana que representaba un «paisaje» misteriosamente real dibujado por la propia textura de la piedra. Estas también se abrían y en su interior había un palillo, una cucharilla para la oreja y pinzas, todo ello de oro. Banat y los otros eslovacos se quedaron estupefactos cuando ellos también recibieron obsequios: un gorro de buen astracán por cabeza. —El once de septiembre —dijo el zar, llevándose aparte a Florian para una última conferencia— es el festival de San Alejandro Nevsky y por lo tanto mi onomástica y una fiesta popular. También será el día en que ustedes abandonarán San Petersburgo. La mayor parte de la población estará congregada en la plaza del Palacio para ver las ceremonias y participar en los festejos, de modo que no habrá mucha gente en las calles para presenciar su partida. Uno de mis ayudantes conducirá a su caravana por la orilla del río hasta el puerto, donde subirán a bordo del crucero PiotrVelik. Adiós, pues, Herr Florian, y buena suerte. Dosvidánya. Sin formar cabalgata, sino a su ritmo más rápido, la caravana del circo llegó de nuevo a Prival a mediodía y nadie sintió deseos de demorarse en aquel lugar de mal agüero, así que lo pasaron de largo. Como hacía días que no llovía, el camino de Prival ya no era fangoso excepto en algunos lugares fácilmente transitables, por lo que el circo llegó al
anochecer a su recinto de San Petersburgo. Los tres vigilantes que habían quedado atrás ya habían cenado y se ofrecieron a descargar los carromatos, de modo que Florian llamó a droshkis y karetas para llevar a toda la hambrienta compañía al hotel Europa. Allí los invitó a un pequeño banquete para celebrar el hecho de haber cautivado a la corte del zar. Cuando todos se hubieron hartado y sorbían, relajados, té o coñac, Florian anunció la fecha de su partida de Rusia y el medio de transporte, lo cual provocó un concierto de vítores, porque al parecer todos habían temido un largo viaje por tierra. Entonces, antes de que la compañía volviese al recinto del circo, Florian envió a Banat a una tienda para que comprase tres gorros de astracán para los tres eslovacos que no habían asistido al reparto de regalos. Los tres meses siguientes pasaron sin incidentes y casi con monotonía. Los artistas daban sus dos funciones diarias y pasaban, como siempre, gran parte de su tiempo libre haciendo prácticas e introduciendo mejoras. Los payasos ensayaban nuevas piruetas, Gavrila enseñaba nuevos números a sus perros y Pemjean hacía lo propio con sus gatos y osos. Lunes practicaba nuevas cabriolas en la cuerda floja. Ioan continuaba aumentando el vestuario de los artistas con nuevas prendas y reformaba las usadas. Goesle y sus carpinteros trabajaban con sus sierras de marquetería y pintaban caprichosas cumbreras de filigrana para colocar sobre los techos de los carromatos y jaulas durante los desfiles y las cabalgatas de la pista y para desmontarlas durante los viajes. Las acomodadoras, reacias a trabajar cuando no estaban obligadas a ello, ocupaban sus ocios distrayendo, en carromatos vacíos o en rincones poco frecuentados del parque, a los numerosos solteros del circo, desde los Jászi a los eslovacos. En cualquier caso, nadie estaba inactivo. Los días se acortaron y las noches se alargaron. A finales de agosto el sol parecía despertarse a regañadientes por la mañana y se elevaba a medias hasta el cenit para bajar y ponerse de nuevo. El último día de agosto Florian envió a los peones a la ciudad con carteles que anunciaban que las funciones finales del Florilegio tendrían lugar el 9 de septiembre. —iBueno, bueno! —exclamó, repasando los libros en su oficina y frotándose las manos—. A pesar del gasto de los trenes alquilados, nos vamos de Rusia mucho más ricos que a la llegada. Así, cuando después de la última función del día 9 pagó a las acomodadoras, dio generosamente una prima a cada una de ellas, porque permanecerían sin empleo hasta que el pícaro Marchan regresara de Crimea. Todos los miembros y toda la impedimenta del Florilegio estuvo a punto para partir al amanecer del día 11, lo cual fue muy conveniente porque el emisario del zar llegó poco después de salir el sol en un carruaje
blasonado con el escudo imperial. Era un canoso comandante de la marina que llevaba un bicornio parecido al del almirante Nelson, y el cabo de mar que conducía el carruaje lucía una coleta embreada también característica de Nelson. Cuando Florian saludó al comandante y dijo escuetamente: —Guíenos, señor. El oficial contestó: — Antes debo entregarle algo, gospodín. En privado. Florian lo condujo a la oficina y el cabo de mar los siguió llevando una bolsa que al parecer pesaba mucho porque el cabo la dejó caer con un golpe en el suelo del furgón. El comandante lo hizo salir con una seña y dijo a Florian: — Con saludos de su majestad imperial. El zar ha pensado que podíais tener gastos imprevistos mientras viajáis por indicación suya y desea sufragarlos por adelantado. —Bendita sea mi alma —murmuró Florian. Se inclinó, abrió el cierre de la bolsa y casi cayó de cabeza en su interior—. ¡Imperiales de oro! iPero si aquí debe de haber diez mil rublos! —Pero en seguida recobró la compostura y se limitó a decir—: Su majestad es ampliamente conocido por su generosidad para con las artes. Le ruego que le comunique nuestro agradecimiento, comandante. —Cuando la haya guardado en lugar seguro —dijo el oficial—, nos pondremos en marcha. — La bolsa estará segura aquí hasta que embarquemos. Ya podemos irnos. El carruaje condujo a la caravana del circo por las calles casi vacías y evitó el centro de la ciudad, bordeando el canal Obvodniy, cruzando un corto puente hasta la isla de Ryezvi y atravesando ésta para ir a la costa opuesta, a los muelles Gutuyévskaya, el punto más próximo a la ciudad al que podía llegar un buque de gran calado. El PiotrVelik estaba amarrado allí, con el vapor ya preparado para hacer funcionar sus grúas. El crucero era impulsado por una hélice, al igual que el carbonero Pflichttreu, pero era el doble de grande y estaba inmaculadamente limpio. Tenía monstruosos cañones de torre a proa y popa, pero con los orificios tapados porque el buque zarpaba en una misión pacífica. También estaban vacíos los polvorines del crucero, así que todos los animales enjaulados y libres del Florilegio pudieron ser acomodados en la bodega, así como la mayoría de carromatos y remolques; sólo algunos tuvieron que amarrarse en cubierta. Los malacates y cabrias del buque, accionados por vapor, facilitaron y aceleraron mucho la carga. Las instalaciones del buque eran, por supuesto, espartanas, pero en aquella travesía dejaba en tierra a la mayoría de sus marineros combatientes, por lo que había suficientes camarotes de oficiales vacíos para acomodar a las mujeres del circo, cuatro en cada uno. Los hombres
tuvieron que contentarse con las literas estrechas y muy juntas de los marineros, pero al menos había compartimientos separados para los artistas y eslovacos. Exceptuando los camarotes de cubierta ocupados por el capitán del buque y los oficiales superiores, sólo quedaba un camarote para los pasajeros masculinos, que eran el embajador del zar a la inauguración del canal de Suez —un tal conde Gendrikov— y sus tres ayudantes. La carga y el almacenaje se hicieron con tanta eficiencia que el PiotrVelik levó anclas a primera hora de la tarde y cuatro horas después ya navegaba frente a Peterhof, visible a babor, con el Gran Palacio a plena vista de los pasajeros. A la mañana siguiente la tierra de aquel costado del buque era la provincia rusa de Estonia y dos días después el crucero salió del golfo de Finlandia para entrar en el gris y sombrío mar Báltico. El mal tiempo hizo desistir a la gente del circo de divertirse en cubierta; sólo salían de sus camarotes para hacer ejercicio y respirar aire puro, y Florian paseaba a menudo con el conde Gendrikov y le hacía preguntas sobre Egipto, que el conde conocía bien, por si el Florilegio iba allí algún día. Los eslovacos sólo subían a cubierta para echar por la borda los excrementos de los animales y pasaban el resto del tiempo abajo, jugando a cartas. La comida de la marina rusa también era monótona, consistiendo en su mayor parte en pescado salado, queso frito y col hervida. Sin embargo, todos toleraban las incomodidades porque Florian les aseguraba que aquel viaje sólo duraría algo más de una semana. Florian sólo pidió a su compañía una tarea fuera de lo corriente mientras estuvieron a bordo. En cuanto tuvo una oportunidad habló a Edge del inesperado botín regalado por el zar y añadió: —Deseo guardarlo como nuestra faltriquera común, para usar sólo en un caso de emergencia. Pero es preciso guardarlo bien. Siempre que crucemos la aduana de un reino o ducado, podré justificar si es necesario nuestro otro dinero enseñando mis libros de contabilidad, pero una bolsa llena de imperiales rusos de oro sería difícil de explicar y una poderosa tentación para confiscadores en potencia. ¿Dónde sugieres que estaría mejor guardada? —Esto es fácil, director. Escóndala bajo la paja de la jaula del viejo Maximus. Me gustaría ver buscar allí a un funcionario de aduanas. —Excelente idea. Consultemos con el maestro velero y el Démon Débonnaire. Así, después de que Goesle tomara algunas medidas desde fuera de la jaula, él y Pemjean subieron juntos, y mientras éste distraía a Maximus, Goesle cortaba una parte del entablado. Dos días más tarde subieron los dos otra vez a la jaula, Goesle introdujo una caja en el agujero, depositó la bolsa en su interior, colocó de nuevo el entablado como una tapadera y volvió a esparcir la capa de paja que servía de lecho al león.
Pasadas algunas noches, Florian hizo circular la orden de que todos los artistas y peones se reunieran en cubierta después de cenar. Cuando se hubieron congregado, les dijo: —Si alguno de vosotros ha confeccionado un calendario, que tome nota. Hoy ya no es el dieciocho de septiembre ruso, sino el treinta del mismo mes en Occidente. Y el capitán me informa de que mañana, primero de octubre, desembarcaremos en Kiel. 10 Mientras las grúas del PiotrVelik depositaban uno tras otro en el muelle los vehículos del Florilegio, preguntó Florian: — ¿Dónde está la presunta artista que el zar nos ha endilgado? — Dudo de que esté esperando en el muelle —contestó Edge—. Este no es lugar para una dama. El puerto de Kiel era todo humo, vapor, actividad y ruido. Arribaban y zarpaban barcos y eran descargados o cargados, sonaban sirenas, rechinaban cadenas de ancla, chirriaban cabrias. Grúas de vapor funcionaban con frenético estruendo, martinetes de vapor hacían vibrar la zona del muelle con sus fuertes golpes. Los caballos con herraduras de hierro y las llantas de hierro de los pesados carros retumbaban sobre los adoquines. Capataces silbaban y lanzaban invectivas a los estibadores, que respondían con la misma vehemencia. Podía no ser lugar para una dama, pero a pesar de todo la dama hizo su aparición. —Joder —murmuró Edge cuando la dama más extraordinaria bajó la pasarela del PiotrVelik, andando con ayuda de un bastón. Había esperado a que toda la gente, todos los animales y todo el equipamiento del circo estuviera en el muelle a fin de ser la última en desembarcar. — Debe de haber permanecido dentro de su camarote desde que zarpamos de Piter —dijo Florian—. Dios sabe que habría sido difícil de esconder en cualquier otra parte. La joven se acercó a ellos y se presentó en inglés. — Soy Olga Somova y he venido para incorporarme a su circo. — Y nosotros le damos la bienvenida, Gosposhyá Somova —contestó Florian con total sinceridad—. ¿Por qué no reveló su presencia a bordo para conocernos antes? — No quería que los marineros me mirasen fijamente durante toda la travesía. El camarero que me llevaba las bandejas ya se reía bastante. Y no quería que el conde Gendrikov supiera que yo... bueno, reconocía por fin que soy un bicho raro. Le haría reír mi idea de incorporarme a un circo y difundiría rumores maliciosos. —¿Puedo preguntarle, gosposhyá, qué altura tiene exactamente?
— Tres arshinas (0,71 m) y un vershók (4,4 cm) —respondió ella, sin alardear del hecho. Florian hizo un rápido cálculo y exclamó, admirado: — Dos metros y casi quince centímetros. i Vaya, vaya! No tan gigantesca como la famosa Anna Swan, pero gigante, de todos modos. Olga Somova dio un leve respingo al oír la palabra. Era una mujer joven y extremadamente bonita, de ojos grandes, azules y límpidos, pómulos altos y tez satinada. Llevaba los cabellos negros recogidos en modestos moños a ambos lados de la cabeza. No era gorda ni musculosa ni de huesos descomunales, sino una mujer bien proporcionada a una escala fantásticamente grande, del mismo modo que Katalin Szábo lo era en miniatura. —Por esto debo usar bastón —explicó, ruborizándose—. Mis... mis extremidades inferiores son de tamaño y forma normales. Tendrían que ser horriblemente grandes para sostener sin ayuda mi gran altura y peso. Tenga en cuenta que peso casi siete puds (16,38 k). —Ciento catorce kilos —dijo Florian—. Ideal para su altura, diría yo. Pero nos aseguraremos, gosposhyá, de que no tenga que estar de pie ni andar más de lo necesario. —Pensaba que los espías debían ser invisibles —dijo Edge para hacerle saber que eran conscientes de su verdadera razón para unirse a ellos— ¿No se ha equivocado de empleo, señorita Somova? —En realidad no soy espía, sólo tengo que telegrafiar al zar desde cada parada entre aquí y París para que conozca su itinerario. Y en París, cuando usted se presente ante el emperador francés, debo informarle de ello. Esto es todo. Y, puesto que les digo con franqueza lo que voy a hacer, no soy realmente una espía. He tenido que aceptar este trabajo para procurarme el visado de salida de Rusia. No es fácil obtenerlo. Exceptuando a los judíos, a quienes prefiere perder de vista, el zar no permite a sus súbditos emigrar adonde se les antoja. —Se volvió a mirar con ansiedad el crucero, como temerosa de que el capitán del buque o el conde pudieran ordenarle que subiera de nuevo a bordo. —Si es agente del zar contra su voluntad y si reconoce de mala gana su, ejem, individualidad y si hace ambas cosas sólo para emigrar, debe de tener un motivo muy poderoso para ello. —El más poderoso para una mujer, Gospodín Florian. Busco un marido. Tal vez en países donde no soy conocida como un personaje de burla, una anacoreta siempre escondida... —Encogió sus hombros anchos, pero bien formados. —Comprendo. ¿Y cómo es que habla inglés? —También hablo francés y alemán. Cuando no se tiene vida social, y no la tengo desde la infancia, se dispone de mucho tiempo para estudiar. —Es cierto. Bueno, Gosposhyá Somova, ¿quiere darme su pasaporte? Debo ir a enseñar la carta del zar a los funcionarios de inmigración y
hacer sellar debidamente todos nuestros documentos. Entonces iremos a un hotel, nos han recomendado el Adler, y allí la presentaré a sus nuevos colegas. Los funcionarios de inmigración de Kiel eran de una eficiencia prusiana, pero de una escrupulosidad también prusiana, así que pasó bastante rato antes de que Florian saliera de aquella oficina, lo cual hizo murmurando y con los brazos llenos. —Mire todos estos papeles, firmas, sellos y estampillados. Y sólo nos dan derecho a viajar dentro de esta provincia prusiana de SchleswigHolstein. Sin duda tendremos que soportar toda esta maldita monserga en la frontera de cada maldita provincia. Estas formalidades tan prolijas no existían la última vez que estuve por estas tierras. Aún tenían que pasar por la aduana, pero los funcionarios facilitaron ese proceso disponiendo que cada artista presentara únicamente para la inspección el equipaje de mano que deseaba llevar consigo al hotel, mientras Banat y los otros eslovacos se quedaban con los carromatos y remolques y los animales y el equipo, todo lo cual permanecería en un almacén del muelle hasta que el Florilegio estuviera listo para emprender la marcha. Permitieron que Willi Lothar pasara la aduana antes que nadie para que pudiera salir en seguida en su calesa a investigar la posibilidad de que el circo actuara en Kiel. Por fin todos los artistas pasaron la aduana y recogieron muchos más documentos llenos de sellos y firmas. Entonces el carruaje, con Florian y Daphne en el pescante y la giganta en el interior, condujo al hotel Adler al resto de la compañía, que iba en una caravana de coches de alquiler. Ya en el hotel y después de ir a sus habitaciones para bañarse y refrescarse, la compañía se reunió en el comedor, donde fue presentada a Olga Somova, «un primero de mayo regalado por el zar Alejandro», como la presentó Florian. Fitzfarris se alegró mucho de tener una nueva atracción tan magnífica para su espectáculo. Después de saludarla, se llevó aparte a Florian y preguntó: —¿Cómo la llamaremos, director? ¿Qué le parece «Olga la Ogresa del Volga»? —Por favor, sir John —dijo Florian, abochornado—. Respeta un poco su dignidad. Sugiero, al menos mientras estemos en estas regiones teutonas, que la llamemos Brunilda, como esa princesa sobrehumana de la leyenda. —iBien, muy bien! —aprobó Fitz—. Y ahora, ¿dónde está Ioan? Quiero comunicarle una idea que he tenido para el traje de escenario de Brunilda. Cuando se fue a toda prisa, Kostchei el Inmortal se acercó a Florian y le dijo en tono confidencial:
—Llame como quiera a la giganta, gospodín, porque Olga Somova tampoco es su nombre. Es la princesa Raisa Yusupova. —iSanto cielo! ¿De verdad? ¿Cómo lo sabes? —La familia Yusupov es una de las más prominentes de Rusia. Y debe usted admitir que Raisa es un miembro prominente de ella, si me permite el juego de palabras. —El zar ya dijo que era de buena familia. —Una familia incluso más rica que la Romanov. La riqueza de los Yusupov es inconmensurable. —Si es así, ¿por qué ir al extranjero a buscar marido? Cualquier aristócrata ruso vería en su dinero y linaje una compensación de su, ejem, abrumadora estatura. —Sin duda —respondió secamente Kostchei—, pero quizá la princesa Yusupova desea ser cortejada por un hombre que ignore su riqueza y distinción. Incluso un plebeyo, si la amara por ella misma. — Tienes razón. He sido vulgar. Es probable que una mujer grande tenga un corazón grande. Willi Lothar regresó cuando aún estaban cenando y fue directamente a la mesa compartida por Florian, Edge, Daphne y Olga. Le presentaron formalmente a la giganta, pero él le besó distraído la mano e informó con cierta urgencia: — Herr gouverneur, traigo noticias decepcionantes. En Kiel actúa ya un circo, el Zirkus Renz de Berlín. — Ah, bueno. No siempre podemos ganar. Y Kiel no es una ciudad muy cautivadora. No lamentaré abandonarla. — Esta no es la única plaza que perderemos. Me he enterado de que toda esta provincia septentrional rebosa de circos que agotan la temporada de otoño antes de viajar hacia el sur para pasar el invierno. Además del Renz, está el Zirkus Strassburger, el Krone, el Carmo, el Sarrasani. No he podido averiguar las plazas y fechas exactas, pero estarnos rodeados de competidores. —Huna —dijo Florian—. No me gustaría coincidir con ninguno de ellos, pero tampoco quiero adelantarme y quitarles injustamente la crema de las ciudades que figuran en su ruta. Déjame pensar. Si el Renz está actuando aquí, es lógico que su siguiente parada hacia el sur sea Hamburgo, de modo que quizá Bremen, un poco más al oeste, quede fuera de su itinerario. Mañana, Willi, dirígete a Bremen y averígualo. Si en Bremen no hay ningún circo ní esperan a ninguno, daremos representaciones allí. De lo contrario, iremos a otro lugar. —Bremen está a unos cinco días de aquí en coche —dijo Willi—. ¿Me seguiréis de cerca? —No demasiado. Me imagino que mañana perderemos la mayor parte del día en el muelle, pasando la inspección de la aduana. Ahora búscate
una mesa, Willi, y pide una cena decente para olvidar el sabor de todo el pescado salado que hemos comido. Cuando Willi se hubo ido, Edge dijo a Florian: —Mañana iré con usted, director. Mientras esté ocupado en la aduana, yo husmearé por el puerto. Si se supone que he de buscar material sospechoso, podría ser interesante ver qué clase de mercancías se descargan aquí. —Entonces se volvió hacia Olga y dijo en tono un poco burlón—: Puede telegrafiar a su maestro de títeres desde el mostrador de recepción, miss Somova. Y asegúrele que nosotros cumplimos nuestra parte del trato. La giganta se ruborizó, pero no dijo nada. Daphne, perpleja ante tan misteriosas observaciones, dirigió una mirada inquisitiva a Florian, pero éste no ofreció ninguna explicación, así que ella tampoco habló. En cada parada nocturna durante el viaje a Bremen de la caravana del circo, tanto si era en una posada como junto a la carretera, Ioan trabajó en el disfraz de Brunilda. La parte más llamativa era el yelmo. Ioan se procuró en una posada una cacerola de latón que encajaría muy bien, puesta del revés, en la cabeza de Olga cuando ésta se soltara la cabellera, y Goesle quitó el mango de la cacerola y la frotó hasta dejarla muy brillante. Una o dos noches después, cuando la caravana estaba acampada cerca de una granja lechera, Fitzfarris pidió prestada al ingeniero Beck una resistente sierra para cortar metales y desapareció en la oscuridad. Cuando volvió, pareció especialmente nervioso hasta que la caravana reanudó la marcha a la mañana siguiente y estuvo a muchos kilómetros de distancia. Y aquella noche pegó con cemento un cuerno negro, curvado y puntiagudo, a cada lado de la cacerola yelmo. A continuación Ioan confeccionó un vestido de pesado brocado de plata, parecido a la cota de mallas, y cosió en la parte delantera dos sostenes para los pechos, acolchados, tiesos, salpicados de lentejuelas, agresivamente walkirianos, que exageraban los ya impresionantes pechos de Olga. Meli Vasilakis contribuyó con la espada más larga de su difunto marido y Goesle hizo un escudo de madera, lo plateó y le puso un gran tachón en el centro. La única objeción de Olga acerca de su disfraz fue que la falda era demasiado larga, pero Fitzfarris le aseguró que existía una razón para ello. Mientras tanto, Stitches hizo un nuevo estandarte para el espectáculo secundario que representaba a Brunilda la Giganta y a Grillo la Enana de lado, exagerando tanto la estatura de Olga como la pequeñez de Katalin. Las dos mujeres se quejaron, no por esto, sino porque estaban muy mal pintadas; los dibujos no se parecían en nada a ellas. Goesle se disculpó; el pintor coreano, bastante experto, se había ido y el único retratista disponible —nada experto— era un eslovaco aficionado. — No os preocupéis por el estandarte, señoritas —dijo alegremente Fitzfarris—. El asombro y la satisfacción de los patanes será aún mayor
cuando os vean en persona y descubran que las dos sois hermosas. Y, Olga, intenta no dirigirme miradas extrañas cuando te presente, porque voy a decir que sobrepasas de los dos metros cuarenta. — Pero esto no es cierto. Cualquiera puede medirlo con los ojos. —No cuando estás de pie sobre una tarima, más arriba que el público. Y me aseguraré de que parezcas de esta estatura diciendo a nuestro artista más alto, el Hacedor de Terremotos, que pase por debajo de tu brazo. — Eh, escucha —dijo Yount—. No es tan alta. Tendré que agacharme un poco. — Espera y verás, Obie, espera y verás. La ciudad de Bremen se hallaba en el Gran Ducado de Oldenburg, por lo que, para contrariedad de todos, fue preciso cumplir una vez más con largas formalidades en dicha frontera. Los funcionarios inspeccionaron todos sus documentos, efectos y vehículos —aunque ninguno buscó entre la paja sobre la que el viejo Maximus paseaba arriba y abajo— y hubo otra copiosa entrega de papeles y la consiguiente e interminable estampación de firmas y sellos. Por fortuna, todas esas molestias no fueron en vano. Cuando llegaron a Bremen y encontraron a Willi, éste tuvo la satisfacción de informar a Florian de que no actuaba ningún otro circo en la ciudad y había alquilado un terreno para el Florilegio en el hermoso parque de Bürgerweide. Así que fue allí donde Brunilda hizo su debut, con evidente miedo al público pero con bastante competencia gracias a todos los ensayos a que la había sometido Fitzfarris. Inmediatamente antes de su aparición, la pequeña Grillo hizo su número con Rumpelstilzchen. Mientras la enana saludaba, sir John levantó el caballito del estrado y, sin que el público lo advirtiera, colocó detrás de Grillo una resistente caja de madera y la salpicó con un poco de su licopodio. Cuando remitieron los aplausos, Grillo permaneció allí y sir John gritó en alemán: —iAhora, damas y caballeros, desde su legendario castillo rodeado de llamas, la extraordinaria princesa BrunHILDA! —Y aplicó un cigarrillo encendido a la pólvora. Usando su espada como bastón, Olga se apresuró a subir al peldaño colocado para ella al fondo del estrado. Cuando el humo del licopodio se dispersó, estaba de pie junto a la enana. Grillo se quedó el tiempo suficiente para que el público admirase la disparidad de sus tamaños. Entonces se retiró y Fitz, debajo del estrado, continuó su discurso aprendido de memoria: —i... Tan admirablemente femeninas son las curvas y proporciones de la princesa Brunilda, damas y caballeros, que un observador puede no apreciar al principio que mide dos metros y medio de estatura! Así,
pues, a fin de demostrarlo inapelablemente, pediré al hombre más alto del público que suba al estrado. iUsted, señor! —Y señaló a Yount, situado entre el gentío—. Todos verán que no tiene la menor dificultad en pasar completamente derecho por debajo del brazo extendido de la giganta. Cuando Yount subió al estrado, Brunilda sonrió y retrocedió un paso como para hacerle sitio, pero en realidad fue para subirse a la caja que tenía detrás y que su falda larga en exceso ocultó por completo; de este modo el sonriente Yount pudo pasar por debajo del brazo extendido que sostenía la espada. —iVaya, al final no ha sido dificil ni embarazoso! —gritó Olga, muy contenta, a Fitzfarris cuando se terminaron los rotundos aplausos y el espectáculo tocó a su fin y los patanes volvieron a la carpa—. Ha sido casi un placer fingir por primera vez en mi vida no ser más baja sino más alta de lo que soy en realidad. —Estaba tan llena de alivio o de otra emoción que se volvió, sonrió a Kostchei el Inmortal y le preguntó—: ¿No considera usted también, señor, que su... su diferencia es más fácil de soportar aquí, entre otras personas que son a su vez diferentes de la gente normal? Kostchei se sobresaltó, puso los ojos en blanco, gesticuló en silencio y huyó con precipitación. —Ejem... princesa Brunilda —dijo Fitz, recordando la advertencia de Florian de que el ex delincuente mutilado no debía hablar con desconocidos... y era evidente que Kostchei consideraba a Olga una desconocida—. Olvidas que ese pobre hombre es mudo. Enmudeció, como acabo de decir, de espanto tras su lucha con los osos. —Oh —dijo Olga, pensativa—. Pensaba que era una historia inventada para los espectadores, como mi título de princesa. Es cierto, nunca le he oído hablar, pero me parecía haberle visto conversar con otros. —Por medio de gestos, sin duda —respondió Fitz y fue a advertir al Inmortal que tuviera cuidado cuando la giganta estuviera cerca. Después de sólo una semana en Bremen, Florian ordenó desmontar el circo y reanudar el viaje. Como en todas las funciones había llenos totales y a todos los artistas les gustaba la antigua ciudad de Bremen, varios de ellos se insubordinaron y quisieron conocer el motivo de que Florian tuviera tanta prisa por marcharse. —Los motivos son dos —les contestó—. Quiero estar cuanto más al sur mejor cuando llegue el invierno y, más importante, París es nuestro destino final y deseo estar instalado allí antes de que el invierno sea realmente frío. Y lo que no quiero en modo alguno es oír más objeciones cuando decido algo.
Así, pues, la caravana continuó por una ruta algo zigzagueante hacia el sur, haciendo sólo breves paradas con largos intervalos entre ellas. Edge mantenía los ojos abiertos, como le habían pedido. Por la carretera se veían en efecto contingentes de tropas a pie o en vehículos militares. Edge contaba su número y retenía en la memoria sus diversas insignias en espera de que algún oficial de Luis Napoleón pudiera identificar los ejércitos, cuerpos, brigadas y regimientos a que pertenecían. A menudo la ruta del circo era paralela a una vía férrea y de vez en cuando pasaba un tren de mercancías cargado con equipamientos militares, reconocibles pese a ir cubiertos con lona encerada, y a veces Edge distinguía su naturaleza. En diversas ocasiones, tanto si dormía en una posada como en su propio remolque al borde del camino, sus ojos se abrieron en medio de la noche al oír el rumor de muchas herraduras o de ruedas excepcionalmente pesadas y se levantaba y acercaba lo más posible para determinar en qué consistía aquel tráfico. Cada vez que el Florilegio se preparaba para abandonar una ciudad donde había actuado, Willi Lothar se marchaba antes para cerciorarse de que no se dirigían a una plaza reservada ya para otro circo. Así Florian pasó con frecuencia de largo una gran ciudad para actuar en una más pequeña: Hildesheim en lugar de Hannover, donde el Circo Krone ya había alquilado un terreno, Darmstadt en lugar de Frankfurt, adonde el Carmo no tardaría en llegar. Las estancias breves y los recorridos largos del viaje no eran tan molestos para los miembros del circo como las frecuentes y tediosas interrupciones causadas por las muchas fronteras que la caravana se vio obligada a atravesar. Ir de Bremen a Hildesheim significó cruzar la frontera del Gran Ducado de Oldenburg con el que había sido hasta hacía muy poco el reino de Hannover, que entonces era una provincia más de Prusia, y nuevamente la compañía circense y toda su impedimenta tuvieron que someterse a la escrupulosa inspección prusiana, a una detallada documentación y a un consentimiento reacio. Ir de Hildesheim a Kassel sólo significaba entrar en otra provincia prusiana, Kurhesse, pero la compañía, como si se compusiera de refugiados de un país enemigo, tuvo que soportar también allí el mismo ritual prusiano. Después, cuando viajaron de Kassel a Darmstadt, situado en el Gran Ducado independiente de Hesse, llegaban de un país que Hesse tenía razones para detestar —la Prusia que ansiaba anexionarse a Hesse— y por ello en esta frontera el circo fue sometido a interrogatorios y escrutinios todavía más intensos y suspicaces. El siguiente trecho era de Karlsruhe a Baden, otro gran ducado independiente, y otra vez en una frontera... —iYa está bien! —explotó Clover Lee—. iCada uno de nosotros lleva documentos suficientes para que san Pedro nos abriera las puertas del cielo sin hacernos una sola pregunta!
—Calma, muchacha —dijo Florian con ecuanimidad—. Esta es la última frontera que cruzamos en tierras alemanas. Además, piensa en las molestias y demoras que habríamos sufrido si no tuviéramos la influyente carta del zar como nuestra credencial más importante. —Y con el floreo de un maestro de esgrima, la presentó al guardia de Baden que bloqueaba la carretera. Karlsruhe tampoco pudo disfrutar del Florilegio más de una semana, pues una vez cumplida Florian dijo a Goesle y Banat: —Desmontad, muchachos, nos vamos. Esa vez Willi no recibió orden de adelantarse. La caravana continuó hacia el sur a través de la Selva Negra, realmente negra en aquella época del año, en que apenas podía llamarse de hoja perenne a sus abetos, pinos, cedros y enebros, tan oscuros eran bajo el cielo bajo y sombrío. En Friburgo caía la primera nieve del invierno. La compañía pasó una noche en una cómoda posada y al día siguiente ya no se movió en dirección sur; Florian torció hacia el oeste bajo la persistente nevada. A mediodía la caravana llegó a un río ancho con un puente en cuyo extremo más próximo había un puesto de guardia de Baden, del que no salió ningún funcionario a cerrarles el paso. El extremo opuesto del puente era invisible tras los copos de nieve, pero Florian se levantó en el pescante del carruaje para señalar y gritar a todos los viajeros que le seguían: —Esto, amados míos, es el río Rin. Cuando veáis ondear una bandera, será la tricolor. Como alsaciano, doy a todos la bienvenida a Alsacia. iA Francia!
Francia 1 A medida que la compañía se aproximaba al extremo alsaciano del puente, fue apareciendo a través de la nieve un grupo de edificios con empalizadas, casi una fortaleza pequeña, erizada de armas que apuntaban al Rin y rebosante de soldados armados. Cuando la caravana fue detenida dentro del recinto de la guarnición, Florian reunió su paquete de credenciales: los salvoconductos de la compañía, la carta del zar Alejandro, los pasaportes rusos que ahora poseían todos y demás documentos pertinentes —visados prusianos, visados de Hesse, etc.— para enseñarlos a los funcionarios del Bureau d'Immigration. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, Pemjean y LeVie fueron a entregarle dos cuadernos más y Pemjean le dijo: —Tome, monsieur le gouverneur, tendrá que enseñar también nuestros pasaportes internos.
—¿Pasaportes internos? ¿Qué diablos son? —Nos permiten viajar por el interior de Francia —respondió LeVie. —¿Qué? ¿Un francés necesita permiso para viajar por su propio país? Jamás oí nada parecido. —Supongo que es una innovación desde que estuvo aquí por última vez —dijo Pemjean. —iEs increíble! —Pero cierto. Una vez admitido en Francia, un extranjero tiene bastante más libertad de movimientos que nosotros los franceses. Florian meneó la cabeza mientras se dirigía a la oficina, cargado con su montón de papeles. Pero allí se animó y saludó de buen humor al funcionario a quien presentó la documentación: —Bonjour, monsieur le fonctionnaire! iQué agradable es regresar a casa! Pisar suelo francés y hablar francés a un compatriota. Ver la amada bandera tricolor ondear sobre la propia cabeza. Respirar el dulce aire de Alsacia. Oír... —Assez! —interrumpió el funcionario—. Ninguno de estos pasaportes extranjeros lleva un visado de entrada en Francia. ¿Por qué no se lo ha procurado ninguno de ustedes por el camino en algún consulado francés? —Ha sido culpa mía como jefe de la compañía, monsieur. Desconocía las nuevas restricciones, al parecer numerosas, impuestas desde que yo... —La ignorancia de la ley no es ninguna excusa. —Je suis désolé. Pero esto es el Bureau d'Immigration. Seguramente usted mismo, monsieur, puede facilitarnos los visados. —Florian miró a su alrededor, vio a otros cuatro o cinco funcionarios ocioso, y preguntó—: ¿O quizá interrumpo otras actividades más urgentes? — Exacto —replicó el funcionario—. Nos han ordenado que nos mantengamos siempre alertas a cualquier movimiento hostil de los boches de la otra orilla del río. ¿Cómo puedo estar alerta si me inun dan de papeleo? C'est insupportable. No obstante, aunque con indolencia, empezó la tarea. Con deliberada languidez examinó el salvoconducto de cada miembro del circo y sólo después de buscar en vano alguna reprobación entre los numerosos comentarios en muchas lenguas estampaba el sello de visado en los pasaportes rusos. Florian, aunque no fue invitado a hacerlo, se sentó, preparándose para una fatigosa espera. Cuando el hombre llegó al salvoconducto del propio Florian, dijo con malicioso placer: —Tal como ha observado, monsieur, ha nacido usted en Alsaci ¿Por qué no posee un pasaporte interno francés? Si quisiera, podio acusarle de infringir la ley sólo por viajar desde la mitad del puente a esta oficina. — He estado en el extranjero durante muchos años y no he sabido hasta hace... — La ignorancia de la ley no es una excusa.
— Sin embargo, espero que usted pueda facilitarme dicho pasaporte, monsieur le fonctionnaire. —Oui, oui —contestó el hombre, exasperado—. Todavía más trabajo sobre mis hombros cuando mi atención y mis facultades deberían estar fijas en la amenaza boche. Muy bien, monsieur, tenga la bondad de traer a dos testigos que respondan de su respetabilidad, solvencia y rectitud moral. —Miró con desprecio por la ventana a la compañía circense—. Ninguno de su canaille extranjera servirá par, este fin. — Entre esa canaille —gruñó Florian— hay dos ciudadanos franceses... —Súbditos. —Dos súbditos franceses de buena reputación y posición. Tienen sus pasaportes internos delante de usted. El funcionario resolló y dijo: —Supongo que tendrán que servir. Así, pues, Pemjean y LeVie entraron y juraron con la mano derecha levantada que Florian no derrocaría a Napoleón III ni cometería indecencias graves ni se convertiría en una carga para la ciudad pública. También firmaron documentos al mismo efecto, tras lo cual los despidieron y el funcionario, con muchos suspiros por semejante abuso de su persona, empezó a rellenar laboriosamente el pasaporte interno de Florian. Cuando por fin terminó de escribir, firmar, sellar y ordenar los papeles y los empujó al otro lado de la mesa, Florian los recogió y dijo con dulzura: — Permítame elogiar, monsieur, su estricta minuciosidad y eficiencia. —El hombre pareció sorprendido, pero también complacido. Es usted la prueba de una vieja teoría mía: que la oficiosidad está siempre en proporción inversa a la importancia del cargo. —Ah, merci, monsieur! Importancia del cargo, eso es. Merci beaucoup. No está enfadado, ¿eh? Bon voyage, monsieur, et bonne chance. Hasta que Florian hubo enseñado a los douaniers de la aduana contigua que los documentos de inmigración de la compañía estaban todos en regla no se dignaron iniciar la inspección de la caravana en busca de artículos que pudieran gravar con un impuesto o confiscar en la frontera. Como daban muestras de ser tan refractarios como el funcionario de inmigración, Florian hizo pasar de nuevo antes que nadie a Willi y su equipaje y lo envió por delante, con instrucciones: —Por culpa de la nieve y esta maldita demora, el resto de nosotros no podrá llegar esta noche a Colmar, pero tú sí. Intenta reservar para nosotros el grande y abierto Champs de Mars situado justo en el centro de la ciudad. Entonces Florian se volvió hacia Edge, que discutía sin mucho éxito con los aduaneros.
—Venga, director, encárguese usted de esto. Mi profesor de francés no me enseñó nunca las palabrotas que debería usar aquí. Estos fanfarrones quieren prohibir la entrada de casi todo, desde el pajarraco de Fitz a mis armas de fuego. Dicen que ya hay bastantes coas de bruyére en este país y que los civiles no pueden poseer armas. Maldita sea, pensaba que los aduaneros rusos y prusianos eran odiosos, pero... —Permíteme, muchacho. —Y dijo en tono animado a los inspectores—: Allons done, messieurs les douaniers, c'est assez cet enculage de mouches! —Se molestaron al ser instados de manera tan poco delicada a interrumpir sus mezquinas objeciones, pero entonces vieron que Florian les mostraba la carta del zar Alejandro y su temor reverente fue aún mayor que el del funcionario de inmigración—. Observarán, messieurs, que acudimos a una audiencia con el emperador, quien sin duda estará interesado en oír si hemos sido acogidos con cordialidad en su reino. Florian continuó largo rato en esta vena y quizá algún dinero cambió de manos, al final toda la caravana del circo y la compañía obtuvieron autorización para pasar con todos sus efectos intactos y libres de impuestos. La opinión inicialmente mala que los artistas concibieron de Francia mejoró mucho cuando el día siguiente amaneció soleado y radiante. Antes de abandonar el campamento al borde de la carretera, vistieron sus mejores trajes de pista y en seguida se envolvieron en pieles o capas. El profesor del órgano llenó su caldera de vapor, Goesle ajustó sobre todos los vehículos las nuevas cumbreras de filigrana, los músicos de Beck sacaron sus instrumentos y Hannibal calzó al camello y a los elefantes sus botas de piel de cordero. Entonces la caravana se puso en marcha bajo un cielo azul celeste y entre campos nevados que refulgían de modo tan prismático como un paisaje de cuento de hadas. A medida que la procesión se acercaba a Colmar, los lados de la carretera se fueron poblando de hayas de corteza púrpura y sus frondas colgantes estaban tan cubiertas de nieve que parecían esculturas de mármol y amatista. La propia ciudad, cuando apareció en la distancia, era una vista atrayente: puntiagudos campanarios, agujas y torres de iglesia elevándose sobre tejados de bálago o tejas, curvados o arqueados por la antigüedad. La caravana hizo una pausa para que los artistas se despojaran de sus capas y abrigos —el sol ya calentaba lo suficiente para ello—, los músicos treparan al techo de su carromato y el profesor abriera las válvulas de la caldera del órgano. Entonces el Florilegio entró en su primera ciudad francesa en un desfile ruidoso, alegre y multicolor. Cuando traqueteaba entre las primeras hileras de casas —de las que salieron mujeres asombradas secándose apresuradamente las manos en sus delantales, seguidas por una multitud de niños asombrados vestidos
con batas y calzados con zuecos—, Willi, que ya los esperaba, saltó al pescante del carruaje de Florian. — No he podido conseguir el Champ de Mars, Herr gouverneur. Quizá era un gran espacio abierto cuando estuvo aquí la última ver, pero ahora es un parque lleno de árboles muy juntos y unas estatuas horribles. —Supongo que no debería sorprenderme —contestó Florian con cierta tristeza—. Veo aquí muchas cosas nuevas. —No obstante, he conseguido el Jardin Mequillet, si sabe dónde está. — Claro que lo sé. Y nos irá muy bien. Gracias, Willi. Florian conocía el camino y condujo a la cabalgata por calles que no fueran demasiado estrechas para su paso, atrayendo a una retaguardia de excitados seguidores, niños en su mayoría, pero también bastantes adultos. Los miembros de la compañía observaron que las calles, cuando estaban marcadas, tenían nombres franceses alemanes: la rue des Clefs, por ejemplo, conducía a la place des Un terlinden. Colmar era una ciudad simpática y pintoresca. Exceptuando los rectilíneos edificios públicos y las iglesias, las casas no pare cían tener líneas ni ángulos rectos. No sólo se arqueaban los tejados, sino que las paredes se abombaban y presentaban protuberancias, de modo que las casas semejaban hogazas de pan en diferentes fases de cocción. Las ventanas eran pequeñas y muchas de ellas redon das, con postigos de media luna. Algunos edificios ostentaban fechas esculpidas sobre sus umbrales bajos; una posada y establo databa de 1529. Estrechos canales serpenteaban a través de la ciudad, con cisnes flotando serenamente en ellos, blancos como la nieve de las orillas. Por fin la cabalgata se detuvo en el pequeño parque reservado por Willi y los eslovacos comenzaron inmediatamente la descarga y el montaje y la gente congregada se quedó a mirar. Florian preguntó a Edge y LeVie si querían dar un paseo con él cuando se hubieran cambiado de ropa. —Tengo una razón para pedirlo, caballeros. —Y después dijo a Beck—: Ingeniero jefe, parece que el buen tiempo se mantendrá por lo menos durante todo el día de mañana. ¿Puedes organizar con Monsieur Roulette una ascensión del globo para celebrar nuestra llegada a Francia? Ja, no hacer demasiado frío. Pero no tener ácido. ¿Dónde, en una ciudad pequeña como ésta...? —La Université de Technologie está por allí —señaló Florian—, Estoy seguro de que su Ecole de Chimie te hará este favor. —En cuanto terminar la instalación, ir con el carromato. Cuando Florian y sus compañeros invitados abandonaron el parque, eran cinco, porque Daphne iba con él y Nella con LeVie. —Nunca imaginé —dijo Florian— que debería pedir algún día consejo respecto a mi propio país, pero esto es lo que desearía pedirte, Maurice.
Después de ser cogido desprevenido en aquel asunto de los pasaportes internos, he comprendido que carezco de contacto con la Francia moderna. Luis Napoleón y yo somos más o menos de la misma edad y en mi juventud, cuando él sólo era pretendiente a la diadema de su famoso tío, seguí sus diversos avatares (sus encarcelamientos y destierros intermitentes y sus rehabilitaciones) y por fin su ascenso a una presidencia de títere. No he estado en Francia desde que logró convertirse en emperador por aclamación popular. Cuéntame, pues, Maurice, todo lo que sepas sobre el hombre que se cubre con el armiño imperial. —A mí también me gustaría preguntar algo —terció Edge—. Todo el mundo conoce al gran Napoleón I, pero éste es Napoleón III y nunca he oído hablar de ningún Napoleón II. —Fue el hijo de Bonaparte, primo del emperador actual —contestó Florian—. Era un niño muy pequeño cuando su padre fue destronado y murió joven, así que no llegó a reinar. Luis podría llamarse legítimamente Napoleón II, y corre un chiste popular sobre el motivo de que sea Napoleón III. Dicen que durante su campaña para ser nombrado emperador, ordenó que en todas las ciudades ondearan banderas con esta leyenda... —Florian se arrodilló y escribió en la nieve con un dedo: «VIVE NAPOLEON!!!»—. Al parecer tomaron los signos de exclamación por un numeral romano. —Alors —dijo LeVie mientras los otros reían—, en cuanto Luis se convirtió en emperador, miró a su alrededor en busca de una emperatriz adecuada. Deseaba a alguien como una Hohenzollern, pero como es natural todas las familias antiguas le despreciaban como a un parvenu, así que se decidió por la condesa española Eugenia, a quien doblaba la edad y que era bella como una muñeca de porcelana y tenía la cabeza igual de vacía. Convengo en que la falta de cerebro es a veces una virtud en una mujer... ¿verdad, Nella? —Ella rió y le pellizcó el brazo—. Pero no en una emperatriz que ejerce mucha influencia sobre el emperador. Hace ya muchos años que Luis tiene piedras en la vesícula. Está prematuramente envejecido, chochea, es aburrido, apático, ni siquiera el libertino que fue en sus primeros años de emperador, mientras Eugenia sigue siendo casquivana y frívola. Y se entromete en los asuntos de Estado. —Puede que no tenga mucho cerebro —murmuró Nella—, pero nunca me entrometo. Eugenia es vanidosa y dominante. Luis es tan monótono como un metrónomo —prosiguió LeVie—. Pondré unos ejemplos: Eugenia no permite que su peluquero la atienda, lo cual ha de hacer varias veces al día, si no lleva calzones y una espada al cinto. ¿Y Luis? Insiste en que la hiedra de todos sus castillos sea obligada a crecer en ondulaciones regulares.
— Sí —dijo Florian—, son dos buenos ejemplos. —Algunas personas se refieren a Eugenia y Luis como «Loquéle et Lourdeur». Florian rió, pero Daphne se quedó perpleja y dijo: — Si es un chiste, mi francés no está a la altura. — Bueno —explicó Florian—, la traducción libre pero fiel seria. «Gorjeo y ronquido.» El grupo ya había llegado al Champ de Mars y Florian dijo: —Willi tenía razón. Esto es un parque frondoso con fuentes estatuas y antes era un espacio vacío. Veo que hay un monumento al viejo general Rapp... y otro al almirante Bruat. Rapp fue ayudante de campo del primer Napoleón, si es que le importa a alguno de vosotros, y Bruat fue un héroe de la guerra de Crimea. Dos muchachos de Colmar que hicieron fortuna. Mientras el grupo seguía a Florian por calles cada vez más estrechas, su discurso de guía turístico se hizo más grandilocuente —acompañado por amplios floreos de su sombrero de copa—, en una parodia deliberada de sus propias arengas en la pista: — iAmigos! Messieurs et madames! Juntos hemos visitado las cortes de reyes y emperadores. Hemos paseado por el Foro que una vez pisaron los poderosos césares. Pero ahora, damas y caballeros, tengo el gran placer y satisfacción de presentarles el lugar más merecedor de su admiración y veneración en toda Europa. Aquí, mero, Herren und amen... —Estaban en una calle no mucho más ancha que un pasaje. Florian indicó con el sombrero una vieja casa estucada de dos pisos con una ventana de buhardilla bajo los aleros—. Aquí, rue du Lycée, número ocho, aquí está el humilde lugar de nacimient, y hogar infantil del mundialmente famoso director y entrepreneur... —Se le cortó la voz y concluyó, casi tímidamente—: ... un servidor de ustedes. Sus compañeros profirieron diversas exclamaciones... de sorpresa, alegría e incluso respeto. — Sí, aquí es —continuó Florian en voz baja—. Por lo visto ahora son todo apartamentos. Cuando yo viví aquí de niño, en los bajo había un zapatero remendón. Vivía con su familia en el primer piso y alquilaba la buhardilla, que es donde residíamos nosotros; no podíamos pagar una vivienda mejor. Pero mi padre no me arrastró, como la mayoría de padres, a trabajar con él en la fábrica Jacquard a la edad de ocho o nueve años. No sé cómo logró ahorrar los francos suficientes para enviarme al Lycée des Jésuites, que está allí, al final de la calle, donde adquirí la poca educación fórmal que aprendí en mi vida. —Si un general y un almirante merecen estatuas —dijo Daphne—, tu casa debería tener una placa de bronce como mínimo. —Ah, querida, este barrio es famoso por otras cosas además de mí. Colmar es ahora una ciudad bastante grande, pero nos encontramos en
el mismo punto donde nació... como un mero puesto de avanzada romano llamado Columbarium. —Florian hizo una pausa. Habríamos ido a París por un camino más directo si os hubiera llevado a Estrasburgo a través del Rin, pero no pude resistir la tentación de venir hasta aquí, a ver de nuevo mi vieja ciudad. —Resolló ligeramente—. Incluso esperaba encontrar a algunos compañeros de juegos y... por Dios, ¿podría ser aquél Kestenbaum? Habían salido del pasaje, desembocando en la pequeña plaza del Lycée. Sentado en un banco, calentándose al sol de la tarde, con los párpados de pergamino cerrados y las manos correosas, de venas hinchadas, aferradas al puño de un bastón, estaba un anciano reseco de barba blanca. —Cielos —murmuró Daphne—, si era un compañero de juegos, Florian, eres muchísimo más viejo de lo que aparentas. —No, no, claro que no. Era un hombre adulto, adobaba pieles y vivía en la casa de al lado. iKestenbaum! ¿Es usted Lucien Kestenbaum? Los ojos vagos y húmedos del anciano se abrieron. Su boca desdentada se abrió y cloqueó: —¿Eh? —M'sieu Kestenbaum, je m appelle Florian. Vous rappelezvous du temps passé? Florian! Me remettezvous? —Ah... ah, oui. Herrchen Florian. —Emitió algunos jadeos que podían ser una risa—. Le petít Balg Florian du numéro huit. Je me rappelle parlaitement les alten Zeiten. Kestenbaum hablaba una mezcla tal de palabras francesas y alemanas y de palabras francesas con acento alemán y viceversa, que ni Edge ni Daphne pudieron seguirle. LeVie, en cambio, le comprendió y tradujo: —El viejo dice que sí, que recuerda al chiquillo Florian de la casa número ocho, hace mucho tiempo. Ahora pregunta: «¿Le ha visto alguna vez, monsieur? ¿Cómo está? ¿Ha prosperado? Ma foi, siempre esperamos mucho de él.» Florian no se recató de secarse los ojos y luego se agachó para acercarse al rostro del anciano y dijo en voz alta: —C'est moi, m'sieu. C'est Florian. Je suis cet Florian. Moi. Ici. —Horreur! Mais non! —exclamó el anciano, apartándose y abriendo mucho los enrojecidos ojos—. Chose fausse! Florian, il est ein Jün gling, fort et réjoui. —Se niega a creerlo —dijo LeVie—. Dice que Florian es un muchacho, alegre y despierto. —Vous tes ein garstig alte Kauz aux cheveux gris! —le insultó Kestenbaum, esparciendo saliva—. Menteur! Schwindler! LeVie continuó traduciendo: —Dice que este desconocido es un impostor, un tipo raro, feo y canoso y...
—Basta —murmuró Nella, compadecida, poniendo una mano sobre el brazo de LeVie—. No digas nada más. En este momento el signor Florian parece viejo. Kestenbaum agitó el bastón en el aire, encolerizado, mientras continuaba lanzando invectivas. Florian le susurró algunas palabras más, le metió una entrada de circo en el bolsillo del raído abrigo y se alejó. Caminó en silencio con los otros y luego suspiró y dijo: —¿Ha prosperado aquel joven Florian? ¿Ha justificado sus esperanzas? ¿O sólo se ha hecho viejo? No levantan monumentos ni ponen placas para los hombres de circo, esto es seguro. Daphne, que andaba a su lado, se inclinó y le besó en la mejilla. Edge dijo: —Recuerde lo que contestó Catón, director, cuando alguien le preguntó por qué Roma no le había levantado ninguna estatua. Por el camino de vuelta al Jardin Mequillet encontraron a va ríos de sus eslovacos clavando o pegando carteles del Florilegio —los escritos en alemán que habían sobrado de la gira del circo por Austria y Baviera—, rodeados de gente que se apiñaba para leerlos o hacer comentarios sobre ellos. —Esto me recuerda algo —dijo Florian—. Continuad vosotros mientras yo busco una imprenta. Estos carteles y los programas en alemán nos servirán aquí en Alsacia, pero necesitaremos otros en el resto de Francia. Ah, y cuando lleguéis al circo decid a Bumbum que ensaye con la banda Partant pour la Syrie. Será el himno de nuestra cabalgata de ahora en adelante. Aunque ninguno de los cinco vio al anciano Kestenbaum en la función de la tarde siguiente, pudo encontrarse allí y pasar inadvertido porque la función registró un lleno absoluto. Y, como Daphne observó a Florian, el público vitoreó y aplaudió como nunca lo habría hecho en la reaparición de esos otros héroes paisanos suyos, el general Rapp y el almirante Bruat. Como preludio de la función nocturna, Monsieur Roulette elevo el Saratoga —con Lunes escondida en la góndola a fin de que sir John y Domingo pudiesen hacer el número de la «chica desaparecida»— y flotó sobre una gran parte de Alsacia antes de descender Cuando lo hizo, no aterrizó en el recinto del circo —expresamente porque el parque de Mequillet era muy pequeño, y rebosaba de espectadores— sino en el patio pavimentado de la Ecole Normale del otro lado de la calle, a fin de que la «chica desaparecida» fuera visible para la admirada muchedumbre. Además, consiguió el aterrizaje sin tener que tirar del cabo de desgarre y deshinchar el globo. Después los peones sólo tuvieron que remolcar al Saratoga, cuya barquilla dio leves tumbos por el suelo, hasta su lugar de origen. Como al día siguiente el tiempo continuaba siendo espléndido y Beck disponía de una gran cantidad de
ácido y limaduras para el Gasentwickler —y, según dijo, «la ciudad natal del Herr gouverneur merecer un segundo saludo»—, repuso el gas del globo y Monsieur Roulette, esta vez con Domingo a bordo, realizó otra ascensión al atardecer. Las funciones subsiguientes del Florilegio registraron otros tantos llenos porque a la población de Colmar se habían sumado las familias del campo atraídas por la vista del Saratoga, y fueron aplaudidas con el mismo entusiasmo, ya que los artistas estaban decididos a presentar a todos los habitantes de la ciudad natal de Florian un espectáculo tan perfecto como el ofrecido a Alejandro II o el que brindarían a Napoleón III. En cada una de sus apariciones, Mademoiselle Butterfly —ahora Mademoiselle Papillon— ejecutó el emocionante número de dejar caer en silencio un pétalo de flor hasta el suelo de la pista antes de que sonara la música y ella iniciara su actuación en el trapecio. En el espectáculo complementario sir John dio más cosas que hacer a la princesa Brunilda además de aparecer y dejarse admirar. Ahora la giganta fingía un duelo con Grillo —aquí llamada Grillon—, blandiendo su larga espada mientras la enana empuñaba una daga no mucho mayor que un alfiler de sombrero. Sólo un número no mejoraba, sino que poco a poco se iba haciendo más corto: las contorsiones de klischnigg de Miss Eel, ahora conocida como Mademoiselle Anguille. Todavía trabajaba con increíble elasticidad y sinuosa gracia, pero últimamente sólo podía hacerlo durante poco rato porque sus pulmones tenían que descansar. Y ya no era capaz de ocultar los ataques de tos que la atormentaban después y durante los cuales Yount sólo podía abrazarla, darle torpes palmadas en la espalda y mostrarse preocupado. Florian aseguraba que no había vuelto a ver en Colmar a ningún conocido de su infancia. Edge pensaba que tal vez mentía acerca de ello para no tener que abordar a tal persona y ser quizá acusado nuevamente de impostor. Sin embargo, era un hecho innegable que en el cercano ParkHótel, donde Willi había reservado habitaciones para la compañía, los diversos documentos de identidad de Florian fueron recibidos por el conserje de la recepción con la misma indiferencia que los de los otros miembros del circo y las camareras y camareros del comedor del hotel no servían a Florian con más asiduidad que a los demás. En el circo ningún patán se levantó ningún día de su asiento para llamarle con exclamaciones de alegría y no se oyó observar a nadie que el nombre pintado con letras tan llamativas en la marquesina de la carpa le recordase a un chico de la localidad llamado Florian. En cualquier caso, Florian dijo que no fue la melancolía ni la dignidad herida —sólo su impaciencia por llegar a París— lo que le hizo ordenar el desmantelamiento después de una única semana de estancia en Colmar.
Así la caravana del circo se dirigió hacia el oeste cruzando el HauteRhin y atravesó los departamentos de los Vosges, el HauteMarne y la Cóted'Or, cruzando por el camino ríos cuyos nombres resultaban familiares por lo menos para los miembros más educados de la compañía —el Mosela, el Saóne, el Marne y las estrechas aguas superiores del Sena—, además de una serie de ríos menos famosos. El circo realizó sólo breves paradas: cuatro días en la importante ciudad de Epinal, dos en el pequeño balneario de BourbonneslesBains —y aquí principalmente para complacer a Carl Beck, a fin de que pudiera pasar todas sus horas libres sumergido en los calientes baños salinos—, otros dos en Langres y dos más en Chátillon. Entre estas localidades mediaba una distancia de tres o cuatro días, pero el viaje era fácil. Había pocas regiones montañosas que atravesar; la caravana recorrió durante la mayor parte del camino una altiplanicie de praderas onduladas y tierras de cultivo. Donde el terreno no estaba cubierto de nieve, era marrón y pardo y todo cuanto los habitantes humanos habían puesto en dicho terreno parecía elegido ex profeso para que armonizase con estos colores. Los caballos pequeños que pacían en las praderas eran de pelaje marrón oscuro, con crines y colas de tono amarillo pálido. El ganado vacuno y las ovejas de la región eran inexplicablemente de idéntico color crema. Las granjas y los establos eran todos de cálida piedra parda y, un bálago de color pardo cubría los tejados. Los pueblos, más o menos una docena de casas apiñadas en torno a un único campanario, eran de tonos marrones. Las localidades mayores donde se detuvo el circo, ya fuese para pasar la noche o para levantar la carpa, eran también de piedra parda, pero los edificios tenían tejados de tejas entre marrones y rojizas, en forma de lenguas superpuestas, de modo que todos parecían cubiertos de escamas. Como aquellos pueblos no veían casi nunca descender sobre ellos al mismo tiempo a semejante horda de viajeros, no poseían grandes hoteles y la compañía tenía que distribuirse entre varias posadas. Todas eran notablemente parecidas y daban la impresión de ser todas regentadas por una viuda de formidables dimensiones y corsés crujientes, con un personal consistente en sus numerosas y corpulentas hijas. Nunca se veía a un marido identificable ni a ningún hijo o doméstico de sexo masculino, exceptuando quizá a un anciano que cuidaba los establos y el patio. Las habitaciones solían ser modestas, con frecuencia rústicas o algo peor, pero madame l'Aubergiste no ofrecía nunca excusas para las deficiencias. Todas las propietarias recibían a los huéspedes como si fueran mendigos y ellas la emperatriz Eugenia, aunque no tan regias como para no exigir le quibus por anticipado. Entonces conducía a los huéspedes a sus habitaciones que, por una peculiaridad arquitectónica común a todas las posadas, se hallaban siempre al fondo de un pasillo largo y oscuro. Por el camino madame
encendía los pabilos de los quinqués y los apagaba siempre al irse, dando severas instrucciones a los huéspedes de que usaran las gastadas velas de sus mesillas para iluminarse cuando bajaran a cenar o siempre que debieran salir al hangar d'aisance. —Director, me disgusta decir esto sobre sus compatriotas —gruñó Fitzfarris después de ser fieramente reprendido por una posadera por una leve infracción—, pero tienen tan poco humor como la Biblia y son tan poco atractivas como los abogados. —Vamos, vamos, sir John —contestó, sonriente, Florian. El pueblo llano de Francia es bondadoso, afectuoso y encantador, excepto cuando está malhumorado por algo como el estado de la nación, por ejemplo, o la ineptitud del gobierno. O la insultante condescendencia de sus superiores sociales o el descaro de sus inferiores. O la presencia en su entorno de extranjeros de cualquier raza. O porque se hable mal el francés, lo cual se refiere al habla de cualquier persona nacida a más de quince kilómetros al norte, sur, este u oeste de su lugar de nacimiento. O puede ser desgraciado por la exigüidad de su renta, o estar furioso porque no ha aprovechado la oportunidad de sacar un sou extra de alguna transacción comercial. Un francés puede estar de mal humor por un sin fin de razones. Y huelga decir que está eternamente malhumorado por una o varias o la totalidad de estas razones. En suma, el francés corriente se parece mucho al hombre o mujer corriente de cualquier otro lugar del mundo. Florian podía ser jovial porque acababa de cenar y estaba fumando cómodamente un buen cigarro. Toda la compañía tuvo que convenir en que sólo entrar en el comedor de una posada campestre bastaba para olvidar cualquier deficiencia en el alojamiento. Uno respiraba los aromas mezclados de vino, ajo, mantequilla derretida, humo de leña, cebollas cortadas, cera para muebles, humo de cigarro, café cargado, incluso el olor de la tinta fresca de los periódicos leídos por otros comensales — quizá monsieur le maire o monsieur le notaire, vestidos con largas levitas negras y zapatos amarillos de punta curvada hacia arriba como dictaba la moda—, hombres robustos cuya presencia garantizaba que aquél era un lugar condenadamente bueno para cenar. Las rollizas y rubicundas hijas camareras podían moverse sin ninguna gracia con los platos de la cocina a las mesas, pero ninfas de puntillas con cornucopias no habrían servido manjares más exquisitos. El vino podía llegar en jarras de madera, pero era un claro y genuino mosela o rin. El primer plato podía venir en cuencos de madera, pero era un caldo diáfano como el topacio o una bronceada sopa de cebolla. El plato principal podía ser un simple potau feu que uno debía servirse de una tosca escudilla de loza con una cuchara de peltre mate, pero vaya potau feu. Para no hablar del incomparable pan crujiente francés y la rica mantequilla dorada que tenía un ligero gusto de avellana. Y después
aparecía un cremoso queso coulommier, unas almendras verdes, una jarra de café negro muy cargado y quizá un licor de prunelle. La ciudad de Auxerre en el departamento de Yonne era el final del viaje directamente hacia el oeste del Florilegio; a partir de allí se dirigiría al noroeste. Florian, cuyo nerviosismo y excitación aumentaban a medida que se acercaban a París —estaba más eufórico de lo que nunca le habían visto sus colegas—, declaró que Auxerre era un hito importante del viaje y que merecía una cabalgata. Fuera de la ciudad, el aire era muy frío, así que los artistas tuvieron que ocultar sus trajes de pista bajo gruesas capas, pero en cuanto la procesión hubo cruzado la hermosa arcada con torre de reloj que era la entrada de Auxerre, el aire se calentó casi mágicamente y pudieron despojarse de las prendas de abrigo y lucir toda la gracia y gloria de las lentejuelas. Pronto comprendieron que el cambio de temperatura en efecto de la arquitectura, no de la magia. Las calles de Auxerre eran ya bastante angostas a nivel del arroyo, pero se estrechaban progresivamente a nivel superior porque las fachadas de los viejos edificios eran como escaleras puestas del revés; cada piso se proyectaba más allá del inferior hasta que, al llegar arriba, las casas construidas en lados opuestos de la calle casi se apoyaban en los aleros respectivos. Esto convertía las calles en túneles que no dejaban pasar el frío invernal y conservaban el calor que emanaba de todas las chimeneas y estufas de las casas. Willi había llegado con antelación, y cuando la cabalgata había sido admirada y vitoreada por la gente en todas las calles transitables, la guió hasta el terreno que había reservado cerca del río. Montaron el circo, llenaron la ciudad de carteles y al día siguiente los habitantes de Auxerre dispensaron al Florilegio una bienvenida aún más cálida que la callejera de la víspera. Esto indujo a Florian a conceder a la ciudad tres días de funciones y —ya que Beck podía procurarse allí lo necesario para su generador de gas—, como premio, una ascensión del Saratoga. Después de los tres días, cuando Florian anunció que desmontaban el circo y proseguían el viaje, nadie gruñó ante la perspectiva de ponerse de nuevo en camino, porque añadió en seguida: —A partir de aquí seguiremos el curso del río Yonne. Dentro de tres días llegaremos a Montereau, donde actuaremos, por última vea en provincias, porque en Montereau el Yonne desemboca en el Sena. Y después de seguir durante otros tres días el curso del Sena, llegaremos a la meta soñada por todos los artistas de circo del mundo. París, amigos míos, por fin París. 2
Conocieron al primer parisiense antes de llegar a París. En Montereau, donde el Florilegio actuó durante tres días, Rouleau fue abordado en francés por un caballero bajo, delgado, muy bien vestido, con bigote y perilla negra y puntiaguda y unos ojos casi tan negros, intensos y brillantes, uno de ellos con un monóculo cuadrado. —¿Monsieur Roulette? He oído hablar de sus ascensiones en globo aquí en provincias y he venido de París sólo para conocer y saludar a un colega aeronauta francés. Soy Nadar. —Bon jour, Monsieur Nadar. En realidad no soy francés sino un créole américain y mi verdadero nombre es Jules Rouleau. —Ah, bien Nadar es sólo mi nomdumétier. Me llamo Félix Tournachon. —¿Y su profesión es la de aeronauta? —Oh, hago muchas cosas. Me gano la vida como fotógrafo, pero lo que más me gusta es la aeronáutica. A veces he combinado ambas ocupaciones. Creo que he sido el primero en tomar una fotografía desde el aire. Del Arco de Triunfo, en concreto. No es una empresa fácil, como usted comprenderá, hacer una exposición larga desde una plataforma tan inestable. Debí usar dos docenas de placas antes de lograrlo. Rouleau no tardó en decidir que si Monsieur Nadar era un parisiense típico, los parisienses debían de ser incapaces de dar una respuesta sencilla a una pregunta sencilla, ya que adornaba cada contestación con mucha más información de la solicitada. No obstante, la locuacidad de Nadar contenía muchos puntos de interés, por lo menos para un colega aeronauta, así que prosiguió: —Hace unos años construí el mayor aerostato de gas del mundo; lo llamé Le Géant. No llevaba una góndola, sino una verdadera casa de dos pisos hecha de mimbre. En la primera ascensión me acompañaron una docena de personas, incluyendo a la princesa de la Tour d'Auvergne. —Mon Dieu, monsieur! Comparado con usted, soy un vulgar dilettante. —Ah, bien. En la segunda ascensión de Le Géant, cometí dos errores. Llevé conmigo a mi esposa. Y realicé un pésimo aterrizaje. Hélts, Madame Nadar me hizo abandonar la aerostática y no he subido desde entonces. Una admisión bochornosa para el fundador de la Société d'Encouragement de la Locomotion Aérienne. Los socios somos pocos: yo mismo, Flammarion, los hermanos Godard... y creo que hoy en día no vuela ningún aerostato de gas en toda Francia, así que usted y el suyo serán una vista muy ansiada en nuestros cielos. —Lamento que no pueda presenciar una ascensión aquí, Monsieur Nadar. No hemos podido procurarnos los productos químicos para nuestro generador. Pero, por supuesto, nos elevaremos en París y le invito con mucho gusto a acompañarme siempre que lo desee. —Y yo acepto encantado. —Nadar añadió, con cierta petulancia—: Entonces no tenía necesidad de abandonar París, ¿eh? Intento hacerlo con la menor frecuencia posible. Detesto el campo, los viajes en tren y
el frío del invierno. Sólo para trasladarme hoy de mi residencia a la Gare de Lyon he tenido que enviar primero a mi ayuda de cámara a buscar una voiture y después a dos o tres mozos corpulentos para que dieran vueltas en ella y la calentaran bien antes de subir yo. Sin cambiar de expresión, dijo Rouleau: —No es necesario que soporte tantas molestias para regresar, monsieur. Puede viajar conmigo y con nuestro emisario, el barón de Wittelsbach, en el propio carruaje de éste. Partimos esta misma tarde y creo que el barón es lo bastante rechoncho para calentar el carruaje a su entera satisfacción. Venga y le conocerá. Willi hablaba con Edge y Florian. Cuando Rouleau presentó a Nadar, no fue preciso explicar a Florian de quién se trataba. iPues claro! iEl famoso fotógrafo de los famosos! He visto y admirado gran parte de su obra, maitre Nadar. Pero, ¿qué le trae por aquí? ¿Ha dejado los retratos de salón por las escenas bucólicas? ¿Estudios de género de campesinos? — iEl cielo no lo permita! —gritó Nadar, tan horrorizado que el monóculo cayó hasta el extremo de la cinta—. En una ocasión, sólo en una, descubrí en los mercados de les Halles a una hermosa campesina. Le pedí que posara para mí. Ella se negó. ¿Y sabe por qué? ¡Abrigaba la firme convicción de que la cámara vería a través de su ropa! Non, non, messieurs, prefiero mil veces a la duquesa más decadente o a la cortesana más desvergonzada que a la campesina puritana y pura, de cualquier país, convencida de que la belleza es obscena. Para la mente campesina, la plus belle est la poubelle. Edge comentó: — No he visto por estas provincias a muchas jóvenes a quienes pudiera llamar plus belle, así que ¿cómo pueden considerarlas basura los campesinos? —Ah, mon colonel, estos días cualquier campesina medianamente bella se escapa a la ciudad. La mayoría de grandes cortesanas parisienses tienen orígenes oscuros de los que han salido subiendo diversos escalones de dormitorio. La Jeanne aux Violettes lavaba botellas en un lagar; hoy es famosa por haber inspirado el Salambé de Flaubert y es en la actualidad amante del acaudalado monsieur Barouche. Y Blanche d'Antigny era hija de un vulgar labrador y ahora se baña a diario en champaña. Juliette la Marsellaise, que recibe con frecuencia vestida únicamente con sus largas trenzas rubias, empezó la vida como colectora de lana. Por su profesión quizá le interesara saber, coronel, que la renombrada Marguerite Bellanger fue en un principio amazona de circo. Más tarde se hizo famosa en varios cuarteles como Margot la juguetona. Un poco más tarde se difundió ampliamente la observación de que «ocupa una posición muy importante bajo el emperador». Voilá, ahora tiene una mansión en la rue des Vignes.
Vaya... —dijo Edge, un poco aturdido por tal abundancia de información no solicitada. Donde una de cada dos ignorantes aspira a hacer lo mismo y por esto las criquettes del campo afluyen a París. Visten lo que creen que está de moda, azul Sebastopol o fucsia magenta, y llevan en los cabellos el tirebouchon popularizado por Eugenia y andan con el «cojeo de Alejandra», imitando a la princesa de Gales. Sin embargo, todas estas modas son ya ridículamente obsoletas en París. Actualmente Eugenia se recoge el cabello en un chignon salpicado de oro y, como es natural, las campesinas no pueden comprarse polvo de oro. Sólo pueden pagar una copita de cassis o de ajenjo ante la cual pasan horas enteras en los cafés públicos del boulevard des ltaliens, esperando ser descubiertas por algún príncipe o pachá o león social. Los bistros las llaman con desdén les grogchasseuses, las cazadoras de bebidas baratas. Y es un dicho cierto que si el palacio es el cerebro de París y NotreDame el corazón y les halles el estómago, no cabe duda de que el boulevard des ltaliens es el clítoris de París. No tiene más que visitar los zincs de ese bulevar, coronel Edge, si busca conquistas fáciles. —No las busco, en realidad. Y de todos modos, yo también soy un ignorante. — No importa. Las campesinas sienten una ansiedad tan patética por adquirir los modales sociales y el barniz urbano que se ponen horizontales por cualquier hombre que hable pasablemente bien. Alguien ha descrito un día de la vida de semejantes chicas: s'habiller,babiller, se déshabiller. Florian interrumpió el babillage del propio Nadar para decir: —Precisamente ahora el coronel, el barón y yo hablábamos de dónde montaríamos el circo en París. Podría ser que el emperador quisiera opinar al respecto, ya que le llevamos una carta de presentación de su colega imperial, Alejandro de Rusia. Tengo entendido, monsieur, que conoce usted bien a Luis Napoleón. — Demasiado bien —respondió Nadar con un exagerado aire de ennui—. Supongo que desean saber si es tan degenerado como se dice. Oui, Luis es una ramera. —Nadar bostezó lánguidamente detrás de un guante—. Aunque no una de las grandes rameras. — Lo que he querido decir, monsieur —insistió Florian—, es que creo que tiene fácil acceso a su majestad imperial. Y tal vez... — Pues claro que lo tengo. Después de todo, soy el retratista de la corte. He fotografiado a todos los miembros de la familia imperial, para no mencionar a todas las amantes de su majestad. A algunas de ellas, parafraseando al venerable Hugo, visage masqué, con ri nu, y a algunas sin máscara. En un estudio que hice de la comtesse de Castiglione, está reclinada sobre sus sábanas de satén negro con una mirada pensativa y nada más. Su majestad se dignó dedicar un grabado de esa fotografía
con el mensaje: «Te envío un beso para cada una de tus cuatro mejillas.» Willi Lothar y Jules Roulau miraban a Nadar con asombro y admiración mientras él continuaba su virtuosa exhibición de insouciance. Pero Florian interrumpió de nuevo con cierta exasperación: — Pensaba, monsieur, que consentiría usted graciosamente en presentar al barón a Luis Napoleón, bajo sus auspicios, por así decirlo. Willi le entregaría nuestro billet d'introduction y con ello inspiraría tal vez a su majestad a asignarnos un terreno mejor del que podríamos conseguir por nuestra cuenta. — No faltaría más. Lo haré encantado en señal de gratitud por el cómodo transporte y la agradable compañía en mi regreso a la ciudad. Florian fue en seguida a buscar la carta del zar y Edge mandó a un eslovaco a enganchar la calesa mientras Nadar continuaba hablando a los fascinados Willi y Jules. —Su majestad puede incluso permitirles maliciosamente montar su circo en la finca de cierta dama que ya le ha desencantado. Antes era tan refinada que no se acostaba con nadie si no era en un lecho de pétalos de rosa y billetes de cien francos. Se jactaba de ser tan sensible que no podía masturbarse con nada más áspero que el extremo de un pincel de marta cibelina. También tenía fama de ser una dama escrupulosa y de elevados principios porque nunca tenía dos amantes al mismo tiempo. Ultimamente, sin embargo, ha necesitado una estimulación cada vez mayor y más vulgar hasta que ahora, según se dice, ha ordenado a su médico que le engrapara anillos de oro permanentes en los labios y en los dos pezones para que sus amantes los manipulen, estiren y retuerzan... Florian volvió con el pergamino enrollado para Willi y el conductor acudió con la calesa. Nadar siguió chismorreando incansablemente, ahora acerca de otra persona, cuando subió al vehículo con los dos hombres: —... Toda una vida de sodomía ha aflojado tanto los músculos, posteriores del pobre marqués que ahora padece incontinencia fecal. No se atreve a abandonar sus aposentos ni siquiera para dar un paseo por sus tierras. Entretanto, su pobre marquesa, que en otro tiempo gozó de la distinción de haber sido el primer amor de varias generaciones de colegiales, ahora sólo tiene un único compañero... —Dios mío —murmuró Edge a Florian—, ¿es el narrador con la inventiva más osada del mundo o es realmente París como él lo describe, Sodoma y Gomorra en una sola ciudad? La voz de Nadar empezó a extinguirse mientras la calesa se alejaba: —... Ella lo llama «Eau de Cologne», pero todos saben que es ginebra Holland... Florian se encogió de hombros.
—Hace más de veinte años que estuve por última vez en París, —Se tiró de la barba con expresión pensativa—. Ya sabes que el libro del Génesis es muy explícito sobre el pecado de Sodoma, pero siempre me he preguntado qué pasaba en Gomorra. Supongo que pronto lo averiguaremos. Cuatro días después precedía al Florilegio por el Quai de Bercy, en la orilla este del Sena. Sin embargo, incluso después de que hiciera correr la voz por la caravana de carromatos —«Acabamos de cruzar los límites de la ciudad y pasado de Charenton a París»—, ningún miembro de la compañía pudo ver nada parecido a la espléndida metrópoli que todos esperaban. Aquel día no había nieve en el suelo y tampoco nevaba, pero el cielo era plomizo y bajo. El río también tenía un tono gris y en sus márgenes sólo se veía una niebla grisácea: un manto de humo gris y, envueltos en él, astilleros destartalados, fábricas con altas chimeneas, edificios de ladrillo sucio, corrales apestosos, muladares malolientes, fétidos mataderos y grupos de cabañas y cobertizos grises, míseros y sombríos. La gente que se asomaba para mirar en silencio el paso de la caravana era gente gris, gris de cabellos, de tez, de ropa y de zuecos. Incluso los niños de caras tristes y ojos hundidos pero vientres protuberantes estaban tan rebozados en humo de carbón, polvo industrial y otras clases de suciedad que se veían grises como sus mayores. Florian dijo a Daphne, que estaba a su lado con el abrigo de marta cibelina sobre el traje de pista: —Esperaremos a formar la cabalgata hasta que hayamos salido de les bas quartiers. —En Inglaterra los llamamos barrios bajos —contestó ella, mirando con compasión a los niños. —¿Ah, sí? Quizá el término se deriva de la baja calidad de las mercancías vendidas en las avenidas de los circos... Hola, este puente no estaba aquí en mis días. Florian tuvo que detener bruscamente a Bola de Nieve en el punto donde el Pont National se unía con el quai para que el tren Petite Ceinture, que parecía de juguete, pudiera pasar traqueteando en su interminable circuito de París, alrededor de lo que fuera en otro tiempo los muros exteriores de la ciudad. —Verás muchas cosas nuevas en París —dijo Daphne— y comprobarás que muchas cosas viejas han desaparecido. El barón Haussmann ha sido drástico en su renovación de la ciudad y partes de ella siguen tan destrozadas como lo estuvo Viena. Por lo menos ha arrasado todos los barrios bajos del centro de París, aunque esto significara eliminar muchos edificios característicos. Hay nuevos bulevares, plazas, parques
y puentes. —Rió—. No obstante, el puente más viejo de París sigue conociéndose corno el Pont Neuf. Los carromatos, remolques y animales del Florilegio estaban ahora en el Quai de la Rapée y el escenario urbano empezó a mejorar ligeramente. Al otro lado del río estaba la inmensa Gare d'Orléans, empenachada por los vapores y humos de muchos trenes que llegaban, salían, esperaban o eran desviados a los apartaderos. En el lado derecho del quai se levantaban edificios residenciales de ladrillo y piedra y sus habitantes salieron o abrieron las ventanas de par en par, incluso en aquel día frío y gris, para ver mejor la procesión del circo. Los ocupantes de los pisos inferiores parecían sanos e iban decentemente vestidos; los que se asomaban a las ventanas superiores tenían peor aspecto. LeVie dijo a Nella que por doquier en París incluso en los barrios más elegantes, las residencias de los pisos bajos eran las más caras, de ahí que albergaran a las familias más prósperas y de clase más alta. Los pisos superiores, que requerían subir escaleras, se alquilaban por un precio tanto más barato cuanto mayor era su altura, de modo que los inquilinos más pobres y socialmente insignificantes vivían siempre en el último piso, y así, aunque quizá ellos no apreciaran el hecho, disfrutaban de la mejor vista y el aire más puro. Los quais de la orilla del río y las calles que conducían a ellos estaban abarrotados, en especial de transeúntes, y muy pocos parecían «típicamente parisienses» como Monsieur Nadar. Había gitanos vestidos con muchas prendas de colores chillones, árabes de Argelia y bereberes de Marruecos con túnicas anchas, armenios de ojos pequeños y narices corvas, judíos polacos y rusos con barbas y rizos, y chinos bajos y amarillentos. Los vendedores ambulantes maniobraban sus carretillas a través del gentío y anunciaban a gritos sus mercancías: «i Ostras á la barque! i Huevos á la coque! i Castañas tout bouillant!» Las floristas chillaban: «Fleurissez vos amours!» Ancianas desaliñadas empujaban humeantes estufas sobre ruedas en las que se freían salchichas, trozos de manzana o patatas. En el punto donde el quai cruzaba las aguas del Port de Plaisance, que se extendía desde el Sena a la place de la Bastille, muy lejos a la derecha, Florian detuvo la caravana e hizo correr la voz: «iA partir de aquí desfilamos!» Los músicos sacaron los instrumentos de donde los habían mantenido calientes —especialmente los provistos de boquillas de metal— y el profesor abrió las válvulas de la caldera de su órgano. Los artistas adoptaron distintas posiciones graciosas sobre los carromatos, pero aquí, como habían hecho en otras ocasiones invernales, sólo abrían de vez en cuando sus capas o pieles para dejar que la gente de la calle echara una ojeada a sus exiguos trajes y a su carne desnuda. Ahora el circo avivó el paso bajo el clamor de la música
al enfilar el Quai Henri IV, que se arqueaba hacia la derecha, donde el Sena se dividía en torno a sus dos grandes islas. —La Íle Saint Louis y la he de la Cité —dijo Domingo—. Hubo un tiempo en que eran toda la ciudad. —Parece que hayas estado aquí antes —observó Edge, que iba a su lado. —Gracias a las lecciones de Jules —respondió ella con modestia—. De toda Europa, siempre ha puesto más énfasis en Francia y París. Soy tan feliz de estar aquí por fin que casi no puedo creerlo. El centro de la ciudad estaba tan nublado y cubierto de humo como los arrabales, pero ahora los recién llegados podían ver al menos su silueta. Domingo continuó señalando a Edge las diversas vistas que reconocía por sus libros de geografía e historia o por las descripciones de Rouleau: el alto campanario y las torres de NotreDame en medio del río, en la margen izquierda la cúpula con su aguja todavía más alta del Panthéon y, más lejos, el edificio más alto de París, la cúpula abovedada de los Invalides. Al fondo, en la margen derecha, dominando toda la ciudad y visible incluso desde aquella distancia, se veía la colina cónica de Montmartre, que sin embargo no se distinguía por ninguna otra cosa, ya que sólo tenía unos cuantos edificios pequeños y molinos rústicos. Cuanto más se adentraba la cabalgata por el quai de nombres continuamente cambiantes —ahora era el Quai de l'Hótel de Ville—, más denso y tumultuoso se volvía el tráfico. Los urbanos de los cruces tenían que silbar y agitar frenéticamente los brazos para que otros carruajes y carros cedieran el paso a la cabalgata y muchos caballos de los vehículos civiles se encabritaban o detenían a la vista de los elefantes o el olor de los gatos. Algunos policías señalaron con el puño a Florian y gritaron un profano: «Démerdetoi!» o «Foutez le camp!», pero otros dejaron pasar de buen humor a la procesión del circo. Los transeúntes, cuando no esquivaban las coces de los caballos asustados, saludaban alegremente con las manos y lanzaban vítores. Los conductores de los carromatos circenses dejaban que Florian se preocupara de abrirles paso entre las multitudes y se limitaban a detenerse o continuar cuando lo hacía el carruaje. Los artistas que iban en los pescantes o techos mantenían sus poses artísticas y agitaban las manos, sonreían y lanzaban besos mecánicamente y abrían distraídos sus abrigos o capas para lucir las lentejuelas y la piel, porque al mismo tiempo admiraban París tan extasiados como los parisienses los admiraban a ellos. Ahora se hallaban en el Quai de la Mégisserie, contemplando las tiendas alineadas en su lado derecho, porque en todas aquellas tiendas vendían animales domésticos y las aceras estaban llenas de peceras y acuarios con brillantes peces de colores o jaulas de alambre repletas de canarios y loros, o jaulas más resistentes que
contenían gatitos o cachorros de perro que se ponían histéricos a la vista, el olor y la conmoción del paso del circo. Por doquier ondeaban banderas. A lo largo de los varios puentes del Sena había astas con banderas, al igual que en las ventanas de tenderos y ciudadanos patrióticos, y de las farolas de las calles pendían confalones verticales. La mayoría era la familiar bandera roja, blanca y azul, pero algunas eran de color verde oscuro con figuras doradas demasiado pequeñas para distinguirlas desde lejos. Edge preguntó a Domingo si sabía qué eran y ella contestó que sí. —Abejas doradas, el símbolo napoleónico. Cuando maitre Jules me lo dijo, le pregunté si era la B de Bonaparte y él estuvo a punto de pegarme con el bastón por mi ignorancia. Había olvidado que una bee (Bee, abeja en inglés, se pronuncia igual que la letra B.) es une abeille en francés. A medida que el tráfico callejero se intensificaba, en especial donde afluían torrentes de vehículos y personas que salían de los puentes y desembocaban en los quais, el circo debía detenerse con mayor frecuencia y esperar una interrupción del torrente, que siempre se producía. Ningún policía de tráfico podía soportar durante mucho rato el ruido de la banda o el clamor del órgano, parados en su cruce, sin hacer todo cuanto estuviera en su mano para dar paso al desfile. Cuando la caravana tuvo que detenerse en un atasco de vehículos en el Quai du Louvre, uno de ellos sorteó hábilmente la cola y se sumó a la caravana del circo, insertándose justo detrás del carruaje de Florian. Era la calesa de Willi, y Rouleau se apeó de ella a toda prisa y antes de que los vehículos volviesen a ponerse en marcha, subió a sentarse junto a Florian y Daphne. —Willi es cada vez más experto en esto de interceptarnos —dijo Florian con admiración—. ¿Adónde debo dirigirme ahora, Monsieur Roulette? —Deje el quai en la place Concorde, dele la vuelta y suba por los ChampsElysées. —Vamos, vamos. Habría hecho esto sin que me lo dijeras. ¿Por dónde, si no, puede desfilar una cabalgata en París? Pero, ¿cuál es nuestro destino? —El emperador ha sido muy generoso al darnos un espléndido terreno en el Bois de Boulogne, en... — ¿Qué? ¿En el bosque? — Es posible que fuera un bosque en tu prehistórica juventud, mon vieux, pero ahora, después de lo que los parisienses llaman la «haussmannización» de París, el Bois es todo parques, lagos, estanques, avenidas, pabellones y monumentos. Tan hermoso como el Prater. — Ah, claro. Debí imaginar algo parecido. — Acamparemos, creo que de modo muy apropiado, ante el monumento que marca el lugar histórico donde el primer globo libre se
elevó por los aires con hombres a bordo hace casi dos siglos. Muy cerca de la avenida por la que pasan todos los elegantes para ir a los hipódromos de Auteuil o Longchamps. Y también muy cerca de un lago donde podremos abrevar a los animales. —Bien hecho —aprobó Florian—. ¿Y habéis reservado Willi y tú habitaciones de hotel para todos nosotros? —Ejem, sí... —contestó Rouleau, titubeando—. La última vez que llegamos a una capital imperial, fuiste tú quien insistió en que Willi reservase las mejores, y esto es lo que ha hecho también aquí. Florian, este hotel hay que verlo para creerlo. Claro que... je, je, espera a ver los precios. Es el nuevo Grand Hótel du Louvre en el boulevard des Capucines. —iOoh! —exclamó, entusiasmada, Daphne—. Lo estaban construyendo la última vez que vine. ¿Es tan ostentoso como anunciaron que sería? — Ostentoso, ésa es la palabra. Todo felpa, caoba y reluciente latón. Los sirvientes llevan suelas de corcho para no hacer ruido al andar. No se los llama tirando de una cinta sino pulsando botones que suenan gracias a un aparato eléctrico. Sin embargo, el objet de luxe es el ascensor. Está reservado para los huéspedes, pero viene gente de todas las partes del mundo sólo para admirarlo. —Ascenseur? —repitió Florian—. ¿Un simple montacargas? Al oírte uno diría que se trata de un globo interior. — Es casi su equivalente. Ningún huésped del Grand Hótel necesita subir un solo escalón a menos que desee hacer ejercicio. El ascenseur es un pequeño cuarto suspendido por cables de una maquinaria accionada por vapor. Entras en él en la planta baja y te lleva suavemente a cualquiera de los pisos. O te baja desde el más alto. Es fantástico. —Al parecer Willi ha elegido bien —dijo Florian—. Debemos alojarnos en el hotel mejor y más moderno, siendo, por así decirlo, huéspedes del emperador. —Esto me recuerda —observó Rouleau, señalando el palacio de las Tullerías ante el que pasaban en aquel momento— que su majestad desea veros, a ti y a Zachary, en cuanto podáis dejar el montaje de la carpa a los subordinados. —¿Ah, sí? ¿Y os recibió con amabilidad? —Mais oui. Nadar nos consiguió rápidamente una audiencia el mismo día en que llegamos aquí y Luis Napoleón nos saludó con gran cortesía. Pero luego, es curioso, después de leer la carta de Alejandro, la llevó hasta la chimenea y pareció que iba a quemarla. Willi y yo nos preguntamos si le habría enojado algo de su contenido, pero por lo visto no se trataba de esto. La releyó, nos asignó el terreno del Bois y ordenó a sus chambelanes que atendieran a todas nuestra necesidades. Entonces nos dijo que monsieur le propriétaire Florian y monsieur le directeur Edge le atendieran a él, tales fueron sus palabras, en cuanto les fuera posible.
Y dicho esto Rouleau hizo saltar a Daphne entonando de repente con voz alta y alegre la melodía de Offenbach que la banda acababa de empezar: Nous allons envahir la cité souveraine, le séjour de plaisir... Fue la cabalgata más larga que había hecho jamás el Florilegio, tanto en kilómetros como en tiempo empleado, en parte porque París ocupaba una zona muy extensa y en parte porque el desfile pasó por las arterias más concurridas. Pese a la vastedad de la place de la Concorde y aunque allí el tráfico rodado sólo podía circular en un sentido, en dirección contraria al de las manecillas del reloj, y a pesar de todos los esfuerzos que los aturdidos urbanos podían realizar en favor del circo, el progreso era lentísimo. La caravana tuvo que dar tres cuartos de vuelta en torno a la plaza para torcer hacia la avenue des ChampsElysées y, como tres cuartas partes de los vehículos de París torcían también hacia allí, la marcha por la avenida tampoco era mucho más rápida. Los músicos se habían tomado un descanso muy merecido durante el lento circuito de la plaza, pero continuaron tocando con vigor admirable mientras enfilaban la ancha avenida entre las hileras de castaños desnudos. Detrás de los árboles, a veces detrás de intrincadas verjas de hierro forjado, otras detrás de pequeños prados o jardines, se levantaban casi de lado las sólidas pero arquitectónicamente artísticas mansiones de familias reales y nobles y las residencias más pequeñas pero igualmente bellas de aristócratas menos importantes y simples plutócratas. El frío intenso no impedía que la gente elegante de París diera su paseo vespertino por los ChampsElysées, algunos a pie por las anchas aceras, bajo los castaños, otros en los carruajes más elegantes que los miembros del circo habían visto nunca juntos en una calle. Pasaban majestuosos birlochos, berlinas y victorias, rápidos faetones, daumonts y cupés, calesas anticuadas y los nuevos landós bajos, con muelles. Un carruaje pequeño, un cabriolé de ruedas altas, no era muy elegante; ostentaba anuncios a ambos lados y en la parte posterior —«LA CAPOTE CONVERTIBLE DE M. L'INVENTEUR DAUZAT!»—, y el conductor, presuntamente M. Dauzat, manejaba a intervalos de varios minutos una pesada manivela para desdoblar o doblar la capota del cabriolé y demostrar así la facilidad con que se convertía en descapotable. Los paseantes, ya fueran a pie o en carruaje, iban soberbiamente vestidos. Los hombres llevaban sombreros de copa de alas onduladas, abrigos con cuellos de piel y zapatos de brillante charol con polainas para conservar su brillo. Casi todas las mujeres llevaban chignons como la emperatriz Eugenia, o bien uno pequeño bajo un gran sombrero o uno grande con un sombrerito diminuto. Si no iban totalmente envueltas en marta cibelina, visón u otra piel lujosa, sus abrigos y lo que podía verse
de sus vestidos eran de los colores y las telas que ostentaban el nombre de expediciones, batallas e incluso enemigos franceses: géneros de Shanghai, Pequín y Cantón, rojo Solferino, aqua Crimea, marrón Bismarck, azul prusiano. Pero los que vestían de modo más notable eran los niños, algunos de los cuales iban en carritos tirados por cabras al lado de sus padres o institutrices. Niños y niñas llevaban boinas y bufandas escocesas, capas escocesas sobre los hombros y kilts debajo —o algunos niños, calzones de tartán— y unos pocos llevaban peludos morrales colgados del cinturón y puñales de juguete bajo la banda elástica de los calcetines. —Oh, sí —dijo Rouleau cuando Daphne observó que no había visto aquella moda en su anterior visita a París—. Sin duda las niñeras de estos mocosos son escocesas. Todo lo escocés es tan popular aquí como en San Petersburgo. —Me asombra —terció Florian— que los franceses adopten modas compartidas por cualquier otra nacionalidad. En general suelen ser idiosincrásicos (podría decir excéntricos) en las cosas que aceptan como aficiones. Por ejemplo, el gran poeta francés Lamartine no fue sólo poeta, sino muchas otras cosas: hombre de letras, diplomático, legislador y casi presidente de Francia. ¿Y qué decidieron los franceses admirar más en él? Las bellas proporciones de sus manos y pies. — Florian movió la cabeza, divertido—. No consideraré nada curioso que los espectadores de nuestro circo dediquen sus mayores aplausos a una de las hienas, por ejemplo, o al Violín Endiablado de la banda o incluso a un determinado poste de la carpa. La cabalgata continuó por la avenida hasta la cima de la colina Chaillot, la place de l'Etoile, la gran estrella abierta cuyas puntas eran las doce avenidas que bajaban la colina y en el centro de la cual se alzaba el Arco de Triunfo. La caravana del circo dejó los ChampsElysées y torció a la derecha para sumarse al lento torbellino de vehículos que daban la vuelta al arco y toda la compañía miró con la boca abierta aquella estructura alta y enorme. Incluso los que no habían estado nunca en París probablemente habían visto fotografías del monumento y quizá eran conscientes de que se trataba del mayor arco triunfal del mundo, pero —como la mayor parte de fotografías mostraban la bóveda cilíndrica central de frente— los sorprendió ver su profundidad, una tercera parte de su anchura, y que también tenía bóvedas cilíndricas en los lados. Florian condujo a su procesión alrededor de dos terceras partes del perímetro de la plaza y entonces torció de nuevo a la derecha en dirección a la avenida que era la octava punta de la estrella, la del Bois de Boulogne. No estaba tan llena de tráfico y la caravana pudo avanzar por ella con más rapidez —aunque todavía con música, saludos y sonrisas para todos los transeúntes de las aceras— y a su debido tiempo
llegaron a la Porte de la Muette, que en otro tiempo fuera una puerta de las viejas murallas de la ciudad y que ahora era una entrada del Bois. Roulau indicó a Florian el monumento de la histórica ascensión en globo porque era pequeño y fácil de pasar por alto. El circo se detuvo en aquella gran extensión de césped, la banda dejó de tocar, el órgano silbó antes de enmudecer y los conductores empezaron a maniobrar para colocar sus carromatos y remolques en las hileras acostumbradas. —No se os ocurra siquiera montar la carpa esta noche —dijo Florian—. Sólo descargad un par de carromatos para que la compañía pueda ir en ellos al hotel. Willi, ¿quieres guiarlos hasta allí cuando todos se hayan cambiado de ropa? Y después, cuando todo el mundo esté instalado en el hotel, ¿llevarás a Abdullah y a sus ayudantes a les Halles, Monsieur le Démon Débonnaire? Enséñales donde pueden comprar comida y pienso y tú mismo compra carne para gatos u otras provisiones que puedan necesitar tus animales. Coronel Ramrod, mientras se atiende a todo esto, ¿te cambiarás de traje para ir ahora mismo conmigo a visitar a su majestad Luis Napoleón? Si París no ha cambiado demasiado, conozco una ruta más corta para volver a las Tullerías. Cuanto antes acabemos con este asunto, más pronto podremos relajarnos con los demás. 3 El carruaje recorrió al trote las avenidas, frente a las estatuas y fuentes y los escasos paseantes vespertinos de los jardines públicos de las Tullerías y un centinela le dio el alto a la entrada de los jardines del palacio. Cuando Florian dijo su nombre, el centinela desapareció en la garita, dotada al parecer de un aparato telegráfico, porque salió casi inmediatamente para saludar con el mosquete y dar paso libre al carruaje. También había guardias flanqueando la entrada del palacio, pero éstos se limitaron a presentar armas mientras un lacayo bajaba corriendo las escaleras para coger las riendas de Bola de Nieve. Cuando Florian y Edge hubieron subido la amplia escalinata, el gran chambelán del palacio estaba allí para saludarlos, luciendo una librea escarlata ricamente bordada y la enorme llave de su cargo colgada de una cadena de bellotas doradas y verdes en torno al cuello: el duque de Bassano en persona, que en general confiaba a los vice-chambelanes todas las obligaciones menos la dirección de los grandes bailes y recepciones de la corte. Rebosando cortesía durante todo el camino, el duque los guió por diversas escalinatas y una serie de pasillos al estudio de Luis Napoleón, quien se levantó para saludarlos cuando entraron. Podría haber sido un hermano mayor y más corpulento de Monsieur Nadar. Llevaba la misma barba y el mismo bigote engomados y puntiagudos y los cabellos grises peinados de modo similar en pequeñas
ondas sobre las orejas. Sin embargo, su tez tenía un color malsano, el blanco de sus ojos era amarillento y tenía la espalda encorvada. Su traje, como el de Nadar, estaba muy bien cortado y era del mejor paño negro y el mejor hilo blanco, pero no podía llamarse imperial; podía ser un burgués vestido para ir a la iglesia. —Monsieur Florian, coronel Edge, estoy encantado de conocerlos. —Les indicó que tomaran asiento en unas sillas boulle y en seguida se sentó él mismo. Su sillón era de los nuevos «cómodos» de cuero acolchado y levantó sus rígidas piernas para apoyar los pies en un pouf del mismo cuero—. Espero que me perdonen la urgencia de la llamada, pero quería sostener al menos una entrevista con ustedes en privado. —Edge siempre había supuesto que un emperador podía exigir entrevistas en privado cuando se le antojara, pero Luis añadió en tono significativo—: Mi esposa la emperatriz volverá un día de éstos de los festejos en el canal de Suez. Su estudio era un aposento sencillo y masculino, pero con la calefacción excesiva propia de una vieja. Las paredes eran todas ellas estanterías de libros, interrumpidas solamente para dar cabida a un enorme escritorio para el emperador y uno menor para su secretario. Ocupaba el centro de la habitación un divan ardiniére o sofá circular colocado en torno a una gran maceta cuyas plantas eran rosas y lilas blancas en plena floración. Sin embargo, su perfume, si lo tenían, era neutralizado por un olor desagradable que impregnaba la habitación y que quedó explicado cuando Luis ajustó un cigarrillo en una boquilla de oro y lo encendió —y continuó fumando uno detrás de otro mientras hablaban—, porque los cigarrillos habían sido remojados en una especie de remedio contra el asma que olía a mil demonios. A pesar de la urgencia, la entrevista se inició con una charla intrascendente, diciendo el emperador: —He oído pasar su cabalgata, messieurs, a primera hora de la tarde, tocando Partant pour la Syrie. —¿Qué otra cosa podíamos tocar bajo los ventanales del palacio? — respondió Florian con una sonrisa—. ¿Qué otra cosa sino el himno más popular del país? —Del país, no mío. Detesto esa maldita canción. —iAh! —exclamó Florian, desprevenido—. Bueno... —Quizá ignoren que fue mi madre quien la compuso —prosiguió Luis—. Puede ser una buena pieza de música, no lo sé porque no tengo oído, pero aborrecía a mi madre la reina Hortensia y la canción me la recuerda perpetuamente. Es imposible tener buenos recuerdos de una madre que me dio un hermanastro bastardo y a su marido, mi padre, un hijo de otro hombre. Por suerte, tanto ella como el bastardo ya han muerto; llamaban a éste, por cortesía, le duc de Morny, y una vez colaboró con ese judío Offenbach en la composición de una opereta para
un baile de la corte que resultó muy ofensiva. Desde entonces también he detestado la música de Offenbach. — En este caso, majestad, la excluiremos de nuestro repertorio... — Oh, no. No se puede prohibir a todas las bandas y orquestas de Francia que toquen estas melodías, ni a la gente que las cante. No importa, pues, que ustedes también las toquen. A fin de abordar un tema más ligero, Edge hizo el comentario, señalando la jardinera, de que nunca había visto rosas y lilas en flor en pleno invierno. —Obligadas por el invernadero —contestó el emperador—. En un calor artificial y en total oscuridad para que crezcan blancas. Por desgracia, si se plantan al aire libre recobran sus colores ordinarios y vulgares. Como este tema también parecía deprimente para su majestad, Florian abordó el motivo de que los hubiera llamado para atenderle. — Habéis leído la carta del zar Alejandro, sire... — Oui. —Alargó la mano para cogerla de una mesa, lo cual requirió el desplazamiento de unos naipes colocados para un complicado solitario. Luis echó una ojeada al pergamino, se atusó las puntas del bigote y dijo con una sonrisa torcida—: Todos los monarcas europeos se dirigen a mí al estilo tradicional, como «Monsieur mon frére». Sólo Alejandro se niega todavía a reconocer mi legitimidad y siempre empieza sus cartas con «Mon cher ami». No estoy ofendido. Casi lo prefiero. Un hombre elige a sus amigos; en cambio, como sé muy bien, no puede elegir a su hermano. —Luis se recostó en el sillón—. En cuanto a la carta de presentación, elogia calurosamente su circo, como ustedes ya saben. Espero que estén satisfechos con el terreno que asigné a sus emisarios. Florian le aseguró que así era. Luis ofreció la ayuda de su chambelán para todo lo que el circo pudiera necesitar y luego extendió una invitación a toda la compañía para asistir al próximo baile de palacio, cuya fecha se concretaría cuando su majestad Eugenia hubiese regresado del extranjero. Florian aceptó con gratitud en nombre de su compañía. —También sabrán —dijo el emperador, volviendo al asunto— que la carta contenía líneas en tinta invisible. —Hizo una pausa, frunció el ceño y añadió, quisquilloso—: Alejandro no deja de darme consejos, pero se niega a facilitarme la fórmula de esta utilísima tinta secreta. Florian y Edge también se abstuvieron de divulgarla. —Su mensaje oculto consiste esta vez en una sola advertencia. No debo declarar la guerra a Prusia, por muchas que sean las provocaciones de esos boches. Realmente, messieurs, esto es como si me dijera que no debo saltar por esa ventana a los ladrillos del patio, tres pisos más abajo. No tengo la menor intención de hacerlo; es superfluo que me prevengan contra semejante temeridad. Sin embargo, puedo imaginar
una situación (un voraz incendio en este piso del palacio, por ejemplo) que me obligase a saltar por una ventana, bon gré, mal gré, y al diablo con la sensatez y los buenos consejos. Florian murmuró que, en efecto, cualquier exigencia era concebible. —No obstante, el zar añade que usted, coronel Edge, puede darme razones adicionales para no declarar la guerra a Prusia. Por favor, hágalo. —Vuestra majestad deseará tomar notas —dijo Edge—. ¿Queréis llamar a...? —Las tomaré yo mismo. —El emperador cogió papel y lápiz de la mesa, desechando la página en que al parecer había apuntado los solitarios ganados y perdidos—. Por el momento, messieurs, esta conversación debe quedar estrictamente entre nosotros. Entonces Edge recitó de memoria: qué fuerzas había visto agrupadas o viajando por el este del Rin, identificando cada unidad del único modo que sabía, de acuerdo con su composición —infantería, caballería, artillería, intendencia— y la insignia de cada una en banderas, vehículos o uniformes. Dio su mejor estimación del número de hombres y oficiales de cada una de esas unidades y dijo dónde estaba emplazada o adónde parecía dirigirse, y qué suministros llevaba, como una indicación del tiempo que esperaba estar en campaña. Enumeró las armas pequeñas que llevaban las tropas de infantería y caballería y las piezas de artillería de las unidades y, juzgando por los furgones y armones, de cuántas municiones disponían para dichas armas. Describió dos evidentes depósitos de suministros que había observado y extrapoló de ellos los probables preparativos logísticos de los prusianos para mantener sus tropas a considerable distancia de cualquier base doméstica. Luis Napoleón tomó nota de todo, sin interrumpir, asintiendo a intervalos, mientras Florian miraba a Edge con franca admiración. —Lo que tiene una importancia más inmediata, en mi opinión — prosiguió Edge—, es el asunto de los pertrechos. La infantería y caballería prusianas, y, por supuesto, todos sus aliados, llevan rifles y carabinas Dreyse de retrocarga. Todas las piezas de artillería que he visto son también de retrocarga y están hechas de resistente acero Krupp. Aquí en Francia, en cambio (por ejemplo, en el puesto fronterizo donde cruzamos el Rin y donde podrían cruzarlo los prusianos), sólo he visto rifles y cañones de avancarga. Y lo que es peor, majestad, los cañones de vuestro ejército son todos de bronce. Deben datar de la guerra de Crimea. —N'importe pas —dijo con displicencia el emperador—. Estamos equipando poco a poco a nuestras tropas con rifles Chassepót de retrocarga. Pero no hay prisa con esto porque no tememos duelos entre soldados individuales cargados con rifles individuales. Ni siquiera tememos a la artillería de acero. Tenemos las nuevas mitrailleuses
Montigny. Usted no debe de haber visto estas armas, coronel, porque las mantenemos en secreto hasta que se necesiten. —Mitrailleuses? —preguntó Edge—. Pardon, majesté. —Se volvió y dijo a Florian en inglés—: Que yo recuerde, mitraille significa metralla. Sí, es casi igual en español: metralla. —Florian sólo pudo encogerse de hombros, así que Edge se dirigió de nuevo a Luis—: Con todos los respetos, majestad, no hay nada nuevo en la metralla. Sólo es efectiva a corto alcance, cuando se descarga contra una tropa muy agrupada, y... —El nombre desorienta, coronel. Deliberadamente, para engañar al enemigo que pudiera oírlo. El arma nueva de monsieur Montigny dispara con rapidez y tiene largo alcance. Emplea balas de cartucho procedentes de discos previamente cargados que alimentan treinta y siete tambores movidos por una manivela. Los tambores disparan en rápida sucesión y vomitan un chorro letal de plomo. Ninguna tropa puede resistirlo, por mucha calidad que tengan sus armas individuales. —No puedo poner en duda vuestras palabras, majestad —dijo Edge con diplomacia—, puesto que no he visto en acción el invento de monsieur Montigny. Sin embargo conozco una máquina similar inventada por Gatling, un hombre de Carolina, pero los confederados nos alegramos de que ofreciera el arma a los yanquis y no nos cargara con ella. La Gatling sólo tenía diez cilindros, pero siempre se atascaban. No quiero pensar qué ocurriría con treinta y siete... —Yo he visto funcionar la ametralladora de Montigny —replicó Luis, muy tieso— y lo hace bien. —Aun así, debo decir algo a vuestra majestad —persistió Edge—. Cualquier arma accionada manualmente es absolutamente incapaz de una puntería precisa. Y cuanto mayor sea el alcance, tanto más disperso y fortuito será el plomo disparado. No será un chorro, sino una débil llovizna. —He tomado nota de sus críticas —dijo el emperador, ahora con acento glacial— y ordenaré a mis artilleros un examen a fondo. ¿Desea decirme algo más? —Sí, señor. Los prusianos también tienen una arma secreta. Por lo menos, dudo de que estéis enterado. Yo lo vislumbré por casualidad. —Qu'estce que c'est? —No es una cosa, majestad, sino una persona. Los prusianos parecen tener de su parte al general americano Philip Sheridan. Luis Napoleón dejó de mirar a Edge con frialdad y pareció perplejo, lo mismo que Florian. —Lo vi en uno de esos depósitos de suministros que os he mencionado. No vestía uniforme, pero distinguí sin error posible a ese achatado bastardo. Lo acompañaban tres o cuatro generales prusianos y ninguno de ellos se fijó en una inocua caravana de artistas circenses que pasaba
por allí en aquel momento. Me quedé atónito al ver allí al Pequeño Phil, pero su estupefacción habría sido mayor que la mía si me hubiera visto conduciendo un carromato de circo por Kurhesse, un confederado contra quien había luchado en el valle de Shenandoah y junto a quien presenció la entrega de armas en Appomattox. —C'est incroyable —murmuró el emperador. —Pues bien, lo último que supe de Sheridan fue que era gobernador militar de Missouri y convertía en un infierno la vida de los indios locales. Con anterioridad había sido gobernador militar de Louisiana, pobre, derrotada y doliente, e hizo la vida tan imposible allí que incluso el presidente Johnson se horrorizó y echó del estado al hijo de puta. Quizá el Pequeño Phil está de permiso y se divierte ayudando a los prusianos de forma extraoficial. O quizá su antiguo comandante y nuevo presidente, Ulysses Grant, lo ha enviado aquí en alguna misión equívoca, pero debo decir esto: si Phil Sheridan está actuando como consejero de los prusianos, espero que Francia no tenga que luchar contra ellos. Si ha de hacerlo, espero que Francia no pierda, porque no hay nada que guste más a Sheridan que pisotear a los vencidos... y éste es el consejo que dará a los prusianos. Hubo un largo minuto de silencio en la habitación. Por fin Luis Napoleón dijo con malevolencia: —Este cochon de Sheridan ya me acosó una vez, me puso obstáculos y me dio sobrada causa para aborrecerle. Apenas un mes después del Appomattox de que usted habla, coronel Edge, el tal Sheridan tenía una división de tropas americanas en la frontera con México, haciendo maniobras fingidas y amenazando a la monarquía que yo intentaba establecer allí. Entretanto, Washington me enviaba fieros ultimátums y amenazas. Bueno, Maximiliano era demasiado inepto para defender México contra una invasión americana y yo no podía dirigir una guerra desde el otro lado del océano. Además, debo decir con franqueza que, tras la derrota de la Confederación, consideré que la aventura mexicana ya no merecía la pena. Me había metido en ella como en un juego y, por lo menos en parte, para complacer a mi esposa la emperatriz. Eugenia tiene sangre española, ya lo sabe usted; todavía sueña como española con una conquista de México. Suspiró y guardó un silencio pensativo. Luego continuó: —La aventura podría haber triunfado. Tendría que haber salido bien. Si su Confederación hubiese ganado la guerra, coronel, la aventura habría sido coronada por el éxito. Entonces los Estados Confederados de América habrían tenido en su puerta trasera una nación tan firme y amistosa como la propia Francia, una aliada que pronto habría ayudado a la Confederación a anexionarse los estados del norte, y eventualmente, Canadá. En cambio ahora, ¿qué clase de vecino mexicano han conseguido los Estados Unidos con su inoportuna
oficiosidad? Como resultado de las amenazas de Washington y la presencia amenazadora de Sheridan en la frontera, yo retiré a mis tropas francesas y mi apoyo a la naciente monarquía. Maximiliano fue destronado y ejecutado, su esposa la emperatriz está loca de atar y México ha vuelto al caos del republicanismo y las revoluciones, estragos de los que tal vez no se recobre nunca. Así que, ya vé, tengo motivos para vengarme del general Sheridan por su parte en aquel desastre. — Luis Napoleón dio un puñetazo sobre el brazo del sillón—. ¿Y ahora el fils de putain intriga de nuevo contra mí? ¿Justo tras mi frontera alsaciana? C'est intolérable! No obstante, su rostro lívido se serenó de repente e incluso se iluminó. Inclinándose hacia Edge y sonriendo, como sediento de sangre, dijo: —Sheridan es un soldado de caballería. Usted también, y ya ha luchado contra él. ¿Le gustaría volver a luchar contra Sheridan, coronel? ¿Y vencerle esta vez? — No me gustaría, majestad, pero gracias de todos modos. La sonrisa de Luis Napoleón se trocó en una mueca y su voz adquirió un tono severo: — En general no se considera cortés, o aconsejable, contestar a un emperador con un no categórico e inequívoco, coronel Edge. —Perdonad mis modales, majestad, pero no soy súbdito de vuestra majestad y probablemente ya he violado algún código internacional de guerra al traeros la información que acabo de... — ¿Y Sheridan? Qué hace él? Foutre! Si Bismarck y su general Von Moltke pueden procurarse la ayuda de un extranjero, seguramente yo puedo hacer lo mismo. Consultaré con el maréchal MacMahon respecto a la graduación que se le puede otorgar a usted. Supongo que será superior a la de teniente coronel. Esta vez Edge, groseramente, sin pedir perdón a su majestad, se volvió hacia Florian y exclamó en inglés: — Ya le dije que alguien arriesgaría el pellejo, maldita sea. —Florian le dirigió una expresiva mirada de advertencia, pero Edge no hizo caso— . Que me cuelguen si me dejo arrastrar a otra maldita guerra y en especial a una que... — Permítame interrumpir, coronel —dijo Luis, también en inglés—, antes de que cometa alguna imprudencia lamentable. Durante mis diversos exilios, he vivido varios años en Londres y brevemente en Nueva York. Es probable que sepa maldecir en inglés con tanta fluidez como usted. — En cualquier lengua, majestad, tengo que rechazar cualquier compromiso ulterior. He hecho todo lo que quiero hacer. —Espere un momento. Acaba de nombrar a la maldita guerra. Sin embargo, no hay ninguna maldita guerra. Con usted para contrarrestar al belicoso Sheridan (ayudándonos a anticiparnos a sus ideas, a los
consejos que daría a los prusianos), tal vez podríamos evitar cualquier maldita guerra. — Majestad —respondió Edge, cansado—, oí el mismo argumento de labios del zar Alejandro y por ello me he comprometido hasta este punto. Os pido que me disculpéis. No quiero saber nada más de la guerra ni de rumores de guerra. —Está bien —dijo el emperador, extendiendo las manos—, no volveré a importunarle. Dios quiera que no haya otra guerra, en cuyo caso esta discusión habría sido sólo académica. Sin embargo, si se declara la guerra, espero que todos mis súbditos se unan bajo la bandera tricolor. —Se levantó para estrecharles las manos y añadió—: Y también todos los hombres de buena voluntad que disfruten de la hospitalidad y los beneficios de esta bandera. —Esto no lo ha dicho en vano —observó Florian cuando él y Edge hubieron subido de nuevo al carruaje y abandonaban los jardines del palacio, ahora iluminados para la noche—. Me imagino que podría ordenar el reclutamiento en una emergencia nacional. Tú serías vulnerable, Zachary, puesto que eres, después de todo, algo parecido a un apátrida. Dudo de que el cónsul americano interviniera en favor de un ex confederado. Rara vez he visto a los consulados americanos hacer algo por los americanos leales con dificultades en el extranjero. Edge se limitó a gruñir. — No me interpretes mal, Zachary —continuó Florian, torciendo hacia la rue des Pyramides—. No te estoy recomendando ninguna línea de conducta, sólo te indico lo que ya debes de saber: que a los voluntarios les va muchísimo mejor que a los reclutas. Al emperador le ha faltado poco para ofrecerte un bastón de mariscal. ¿Conoces la historia del conde Rumford? — No. — Era un muchacho de Massachusetts llamado Benjamin Thompson, un monárquico durante la revolución americana que llegó a coronel de la caballería británica y obtuvo por ello el título de sir. Después sirvió al príncipe de Baviera como oficial del ejército y llegó a ministro de no sé qué cartera... y recibió el título de conde. Eligió un nombre tan poco bávaro porque era el del pueblo natal de su esposa en New Hampshire. Así que, ya ves, es posible llegar muy lejos y subir muy alto al servicio de un príncipe extranjero. Mientras tanto, el conde Rumford continuó con sus intereses principales, los experimentos científicos, igual que tú podrías hacer con el circo... — Esto es lo único que me interesa. No quiero tener nada que ver con las guerras de otras gentes.
— Bueno, es cierto que ya has participado en una. Pero pensaba que esto te haría ver la guerra de un modo más casual, incluso que casi la desearías, como un caballo de bomberos impaciente por ser enganchado en cuanto oye la campana. — iMaldita sea, Florian! —Edge se volvió en el asiento del carruaje para mirarle de frente—. Hace mucho tiempo le conté la desbandada de la caballería Comanche en Tom's Brook. Pues bien, yo no fui un espectador de aquella fuga, sino parte de ella. Fui uno de los que se derrumbaron y echaron a correr. Todavía lo hago, en sueños. Jamás me pondré de nuevo en una situación en que pueda repetir lo que hice entonces. Florian siguió conduciendo en dirección a la ancha avenue de l'Opéra, iluminada por brillantes globos encendidos. No volvió a hablar hasta que enfiló dicha avenida: —¿El sargento Yount también? —Tendrá que preguntárselo a él. Entonces yo estaba demasiado ocupado para fijarme y en todos estos años no se lo he preguntado nunca. Quizá Obie aceptaría el bastón de mariscal del emperador, si usted está empeñado en que alguien lo consiga. Probablemente haría el trabajo mejor que yo. —Zachary, jamás podrás convencerme de que eres un cobarde. Te he visto enfrentarte a hombres armados... afrontar la tragedia... el dolor... Y además recuerdo que eras capitán cuando ocurrió aquel desastre y terminaste la guerra con el grado de teniente coronel, así que no pasaste el resto escondido. —Tampoco tuve que hacer otra carga de artillería, así que ignoro si habría vuelto a poner pies en polvorosa. Cuando el Treinta y Cinco huyó a la desbandada, Obie y yo pasamos los seis últimos meses de la guerra patrullando las trincheras de Petersburg. E intentando, como todos los otros soldados, esquivar la metralla o las balas perdidas. Muchos cayeron heridos y así es como logré mis ascensos. Por eliminación, no por realizar actos heroicos. —Aun así, hubo acciones heroicas antes de... de la desbandada. Nunca has alardeado de ello pero, según tu propia versión, la caballería Comanche era... —Sans peur et sans reproche. Sí. Cada uno de nosotros tenía razones para llevar la cabeza bien alta. Antes. De modo que ahora, siempre que sueño con aquella vengonzosa huida, me despierto y recurro a todos los otros recuerdos, les doy brillo con la manga e intento pulirlos para que hagan sombra a aquel otro recuerdo. Tal vez lo consiguen. Tal vez, en conjunto, no fui un cobarde. Y en este caso, no tengo que probarlo con más heroicidades y desde luego no me arriesgaré a más Tom's Brooks. Ninguno de los dos añadió nada más y el carruaje se detuvo por fin ante el Grand Hótel du Louvre, en la esquina del boulevard des Capucines y
la rue Scribe. Había un tráfico considerable de carruajes y coches de alquiler. El hotel, como el palacio, tenía lacayos que corrían a hacerse cargo de los vehículos particulares de los huéspedes para conducirlos a la cochera. Florian y Edge entraron en el inmenso vestíbulo, alto de techo y resplandeciente, y miraron complacidos las jardineras de palmas, los mullidos sillones y los huéspedes impecablemente vestidos. Era un notable contraste con las posadas de provincias donde se habían alojado últimamente; de hecho, el Grand Hótel era el más magnífico que habían visto hasta ahora. Willi los esperaba en el vestíbulo y, cuando se hubo acercado, Florian le preguntó: —¿Están todos acomodados, Herr Chefpublizist? —Todos menos Kostchei el Inmortal y la princesa Brunilda. No he podido convencerlos de que acepten las habitaciones que he reservado para ellos. Ambos insisten en que prefieren alojarse en el circo, con los eslovacos. Supongo que los avergüenza llamar la atención en un ambiente elegante y entre personas elegantes. Kostchei se ha quedado en el Bois, pero la giganta está allí, detrás de aquellas palmeras. Desea hablar con ustedes dos antes de volver al circo. —Maldita sea. A estas alturas los dos tendrían que haberse acostumbrado a su monstruosidad y ser inmunes a la vergüenza de esta clase. Bueno, vamos allí, Zachary. —Dejaron a Willi y se abrieron paso entre los grupos de gente, que charlaban, fumaban y reían—. Sin duda Olga desea enviar al zar su último informe telegráfico. Mientras atravesaban el espacioso vestíbulo, Edge caminaba lo bastante despacio para oír fragmentos de los diálogos y decidió que los chismes brillantes, maliciosos y superficiales de Monsieur Nadar habían sido realmente un anticipo del nivel de las conversaciones parisienses. —... se quejó de su esposa a los amigos del club, diciendo que era tonta, despilfarradora, gruñona et ainsi de suite. Entonces uno de sus amigos se levantó y declaró: «i No puedo permitir, mon ami, que critiques a mi amante de esta manera!»... Un joven alto y esbelto de cabellos crespos rizados con tenacillas decía con ágiles ademanes a otro joven alto y esbelto: —... demasiado decrépito para ser atractivo para los amantes, vive ahora recluido en su mansión y se llama noblemente a sí mismo «le reclus de Passy». Sin embargo, querido, el resto de nosotros reímos con disimulo y le llamamos «le reclus de Passé»... Una mujer que había pasado de la edad mediana, pero iba bien maquillada y esmaltada contra la erosión, decía a un atento trío de caballeros: —... un pasado bastante turbulento, para decirlo piadosamente. Pero me ha jurado que antes de la boda lo contará todo a su futuro marido. —Quelle candeur —dijo uno de los hombres. —Quelle folie! —exclamó otro.
—Quelle mémoire —murmuró el tercero. Olga estaba sentada en un diván de esquina, detrás de una maraña de palmeras, pero incluso en su escondite permanecía encorvada para parecer más baja. — Gosposhyá Somova —le dijo Edge—, he comunicado todas mis observaciones de inteligencia a Luis Napoleón y parece dispuesto a seguir el buen consejo de Alejandro. ¿Es esto todo lo que necesita para su informe o debo hacerle un resumen de nuestra conversación? —Nyet, Gospodín Edge. El zar se alegrará de saber que ha cumplido su misión y con buenos resultados. Diré al conserje que telegrafíe el mensaje. —Creo, gosposhyá —dijo Florian—, que con esto termina también su obligación para con el zar. ¿Significa que ahora abandonará nuestra compañía? — Bueno... —vaciló ella—, sir John me ha pedido que me quede en el espectáculo del anexo hasta que haya encontrado otro monst... hasta que encuentre otra atracción. Lo haré encantada. —Su sonrisa era un poco trémula—. No había hecho planes posteriores a mi salida de Rusia y aún no he decidido adónde iré ahora ni qué haré. —Nos apenará perderla, Olga —dijo Florian, bondadoso—, pero cuando se vaya, espero que lo haga con orgullo y no escondiéndose en rincones como éste, avergonzada de su regia estatura. Ella se esforzó por reír un poco. —Es que todos los franceses son tan bajos. En Rusia había por lo menos algunos hombres no mucho más bajos que yo. Aquí me siento como un faro dominando una aldea de pescadores. — Es muy probable que la Brunilda original sintiera lo mismo, así que considérate una princesa Brunilda entre los enanos y míralos con altivez. Esto hará que ellos levanten la cabeza para mirarte, y no con burla sino con reverencia y admiración. —A veces es usted un hombre muy sabio, Gospodín Florian —dijo ella, agradecida—. Lo intentaré. Pero mientras hago acopio de valor, déjeme quedar en el circo, por lo menos varias noches más. — Como desees, querida. Florian chasqueó los dedos para llamar al botones y le mandó a buscar un coche de alquiler para que estuviera esperando ante la puerta cuando Olga hubiese mandado el mensaje a San Petersburgo. Entonces Florian y Edge pidieron las llaves de sus habitaciones a Willi y subieron hasta su piso en el único y famoso ascensor del Grand Hótel que a aquella hora, como en todas, estaba atestado de huéspedes —e invitados de los huéspedes— que habían encontrado alguna excusa para subir y bajar en aquel cuarto de paredes tapizadas de cuero e iluminado por apliques. Los hombres del ascensor, incluidos Florian y Edge, trataban de parecer habituados e indiferentes, pero una mujer agarró el
brazo de su pareja y chilló «iNo tan de prisa!» al operador, profesionalmente imperturbable de la máquina. En sus habitaciones, donde ya estaba su equipaje, Florian y Edge se lavaron a toda prisa y bajaron en ascensor al comedor, que se hallaba en el entresuelo. Aquella noche ya había cenado casi toda la compañía, pero los diversos jefes habían esperado a su director, así que Florian, Edge, Fitzfarris, Beck, Goesle y Lothar eligieron una mesa larga —y una cena tan epicúrea como pantagruélica— y planearon la estancia del Florilegio en París. Florian dijo durante el aperitivo: —Maestro velero Goesle, di a tus peones que empiecen a tapizar toda la ciudad de carteles en cuanto terminen de montar la carpa mañana. Es probable que tarden tres o cuatro días en hacerlo, así que anuncia en los carteles que nuestro espectáculo comenzará dentro de cinco días. —Sí. Podemos aprovechar bien este tiempo, adecentando y dando brillo a la parte del equipo deteriorada por el viaje. —Muy bien —aprobó Florian—. Ingeniero jefe, tú ocúpate de lo necesario para el Saratoga en cantidades suficientes. Y, en tu capacidad de Kapellmeister, te haré otro encargo. Esta tarde he sabido que el emperador no está muy enamorado de ese himno Syrée que tocamos al empezar y acabar, así que piensa en una sustitución y ensáyala con tus músicos. Beck se quedó pensativo y sugirió cuando sirvieron los escargots: —Quizá poder tocar la obertura de Fra Diavolo de Auber para la cabalgata inicial. Y los fragmentos más animados de su Grand Pas Classique para el final. Ser piezas alegres y muy francesas. Seguramente ahora el viejo maitre Auber ya estar muerto y no poner objeciones. Los ensayos servir de conciertos públicos en el parque; así hacer más propaganda del circo. Willi observó durante la vichyssoise: —Ignoro si ha muerto el compositor Auber, pero es casi seguro que veremos en nuestro recinto a una serie de otros compositores, pintores y poetas que suelen elegir el circo como tema. Monsieur Nadar parece conocerlos a todos y ha prometido traerlos a nuestras funciones. Dice que todos están cansados de los otros circos que actúan en París desde hace tanto tiempo. Fitzfarris comentó ante un plato de pato asado, espágarragos y pátes cuites: —Me gustaría saber más cosas acerca de esos otros circos. Aquí hay casi en cada esquina una especie de pilar redondo que por lo visto sólo sirve para pegar carteles, y uno de los que he visto anuncia a un Cirque d'Hiver. Por lo que he podido descifrar, presenta un espectáculo sobre «Robin des Bois», que supongo debe de ser Robin de los Bosques.
—En efecto —asintió Florian ante su ensalada de endibias—. Y esos pilares redondos, sir John, son pissoirs públicos. Sí, el Cirque d'Hiver actúa todos, los años en invierno (y en verano se transforma en el Cirque d'Eté) y ha sido desde siempre una institución en París. Posee su propio edificio permanente, como el Cinizelli de San Petersburgo. No sé cuántos circos permanentes puede haber aquí ahora. —He investigado —dijo Willi—. Sin contar a los pequeños como el Templo de la Magia, donde el viejo Robert Houdin continúa ejecutando números, y el espectáculo de Deburau como único payaso en el Fantaisies Parisiennes, tenemos a otros tres competidores. Los tres son propiedad de un tal monsieur Degeau y todos ostentan nombres destinados a halagar a la familia real: el Cirque de l'Empereur, el Cirque de l'Imperatrice y el Cirque du Prince Impérial. También son locales cerrados y, según Monsieur Nadar, todos son mediocres. Varían sus programas limitándose a intercambiar atracciones entre ellos. —De todos modos, tendríamos que hacer un reconocimiento —apuntó Edge mientras le servían una mousse de albaricoque—. Sólo para ver si pueden compararse con nosotros. Seguro que ellos enviarán exploradores a nuestro circo. —Sí —asintió Florian—, y hagámoslo antes del día de la inauguración porque después estaremos demasiado ocupados. Sin embargo, no hay necesidad de que ninguno de nosotros tenga que verlos todos. Sir John, tú te encargas del Cirque d'Hiver. Coronel Ramrod, tú visitas el Cirque de l'Empereur. Yo veré los otros dos y luego compararemos notas. Y ahora, caballeros, tomemos el café. Sugiero que nos regalemos también con los excelentes cigarros Trichinopoly y el coñac más venerable que el sommelier pueda encontrar entre las telarañas de su bodega y que todos brindemos con un fuerte «santé» por nuestro éxito aquí, en el pináculo del mundo. 4 La primera vez que Florian encontró a Kostchei en el circo al día siguiente, le reprendió como había hecho con Brunilda por negarse a ir al Grand Hótel como los otros miembros del circo. —Maldita sea, Kostchei, o Shadid, tienes los mismos derechos que todos los demás artistas, y si el hotel te hace sentir incómodo de algún modo, los amenazaré con retirar a todos... —Ni mudí, gospodín —interrumpió Kostchei con toda la espontaneidad que le permitía su voz ahogada—. No es para proteger mi sensibilidad, sino sencillamente porque no deseo repugnar a toda esa gente elegante del...
Pero alguien le interrumpió. Él y Florian hablaban en ruso y no habían advertido la presencia de nadie a su alrededor. De repente Olga apareció sobre ellos, mirando fijamente a Kostchei y empujando a un lado a Florian, sin violencia pero con firmeza. —¿Timoféi? —preguntó sin aliento, esperanzada y al mismo tiempo incrédula. —Oj, t fu própast... —gruñó el hombre, apartando su horrible cara. —Es tu voz, aunque cambiada. iEres Timoféi! —exclamó la giganta, sin dejar de mirarle. El hombre mutilado no dijo nada, pero dirigió una mirada suplicante a Florian. Éste no pudo ayudarle porque también estaba paralizado, con los ojos fijos—. No lo niegas —añadió la mujer, y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas—. Eres Timoféi Somov. —Niet —dijo él por fin, con la voz más ahogada que nunca—, era Timoféi Somov. Ahora soy Kostchei Byesmyértni, pues me mataron muchas veces y no me morí. —Timoféi... Timoféi... —sollozó ella—. ¿Cómo te lo hiciste...? Por esto no has hablado nunca delante de mí. No fue un accidente con los osos, ¿verdad? ¿Quién te hizo esto? —Yo me lo hice. —¿Qué? Pero ¿cómo? ¿Qué ocurrió? —Se secó las lágrimas de las mejillas pero otras siguieron resbalando—. Yo sólo sabía que te habías ido... Esperé... —Me fui para hacerme rico —respondió él con desesperación—. Y sólo conseguí esto. Ella parpadeó: —¿Para hacerte rico? — Para ser digno de ti. Porque eras la princesa Raisa Vasiliyevich Yusupova y yo sólo era Timoféi Somov. — Oh, querido mío —dijo ella en voz baja, abrazando su cuerpo contraído—. ¿Nunca lo adivinaste? ¿No lo sabes ahora? ¿Por qué crees que elegí el nombre de Somova? Florian se alejó de puntillas sin hacer ruido. Los otros artistas, aunque practicaban y ensayaban asiduamente todos los días hasta que se ponía el sol, aprovecharon sus noches libres para gozar de algunas de las diversiones disponibles en París. Aplazaron la simple admiración de monumentos y lugares turísticos y fueron a teatros, ballets y cabarets cuyas funciones nocturnas coincidirían con las del Florilegio cuando éste abriera sus puertas. Como no faltaba mucho tiempo para el día de la inauguración, asistían a dos o tres espectáculos todas las noches.
Varios artistas —y también algunos eslovacos— salieron juntos un par de veces para lo que Fitzfarris llamó «una juerga masculina». Su primera correría fue al café de un pasaje llamado el Alcázar para ver a «les deshabillées» hacer números con títulos como «El baño de Mimí» y «Fifí en su toilette». Si los hombres habían esperado ver bellas mujeres desnudas, quedaron defraudados. Las soubrettes eran bonitas, sin duda, pero el «desnudo» —por ejemplo, en el número llamado «Lulú se va a dormir»— consistía en que Lulú aparecía en el escenario totalmente vestida y luego se ponía un camisón de grandes dimensiones y opacidad y, acompañada por una música sugestiva, se iba quitando con aire provocativo las prendas que llevaba debajo, sin enseñar más carne que la de manos y cara. Los juerguistas visitaron a continuación el café chantant Eldorado, que estaba en la otra margen, en Saint Germain, donde una mujer llamada Thérése cantaba canciones que, según había oído decir Fitzfarris, «hacían ruborizar incluso al sexo fuerte». Cantó, en efecto, Batifolez, mesdemoiselles! y los treinta seis obscenos versos de De la gargouille y una canción que había sido popular durante mucho tiempo e inocente al principio, C'est dans le nez que fa me chatouille, pero en la cual Thérése había introducido nuevas interpretaciones. Ninguno de los miembros del circo dominaba lo bastante el francés para apreciar todas las maneras en que, según Thérése, podían hacerle cosquillas «dans le nez», así que los escandalizó menos el número que el auditorio. Exceptuando a algunos camareros y a un fornido guardaespaldas apostado en la puerta, los miembros del circo eran los únicos hombres en el café El dorado. Todos los otros clientes eran mujeres, y mujeres vestidas con bastante severidad, aunque no parecían solteronas, pues casi todas fumaban y algunas fumaban cigarros. Fitzfarris y compañía visitaron seguidamente el Bal Mabille, que anunciaba la indecente danza chahut importada de Argelia, más conocida ahora en el argot parisiense por «cantan». La música era muy ruidosa y los bailarines, de ambos sexos, saltaban con loco abandono y como si no tuvieran huesos y las danzarinas levantaban las piernas a una altura increíble pero, desmintiendo los rumores, llevaban pantalones fruncidos bajo las faldas. Cuando los hombres salieron del Mabille, incluso los hermanos Jászi y los eslovacos convinieron con Fitzfarris en que todos los tableaux vivants ideados por éste para su anexo eran mucho más provocativos que todo lo que habían visto en París. Para mitigar su desengaño, entraron en un bar alegremente anunciado por el letrero como «Au RENDEZVOUS DES SPORTIFS», que resultó ser un antro de ínfima categoría, con sólo tazas de hojalata para beber y además encadenadas al mostrador de zinc para evitar que las robasen. Allí los hombres probaron ese otro traidor legado de Argelia, el ajenjo. De nuevo
estuvieron de acuerdo: era como beber regaliz para la tos, aunque varios de ellos necesitaron ayuda para andar el resto del camino hasta el circo. Las mujeres de la compañía asistieron a diversiones más refinadas: a escuchar a las dos mayores divas de la época —Adelina Patti en La Traviata y Christine Nilsson en Mefistófeles— y a ver a una joven actriz nueva pero muy aclamada, Sarah Bernhardt, en su interpretación de un trovador en la obra teatral de más éxito de la temporada, Le Passant. Las mujeres descubrieron también muy pronto los Magasins du Printemps, de muchos pisos, modelo evidente de los almacenes Nagyáruhaz Párizsi que las había entusiasmado en Pest, porque el Printemps era un conjunto todavía más vasto de departamentos de tiendas bajo un solo techo. Se trataba del edificio comercial más espléndido de todo París; incluso el exterior era una fantasía de cúpulas, estatuas, cerámica esmaltada y dorados. Fue Clover Lee quien descubrió, no lejos del Printemps, los diversos passages de la ciudad. Antes de Haussmann éstos eran simples callejuelas angostas y servían casi exclusivamente de recipientes para cubos de basura, desperdicios y borrachos dormidos. En la actualidad estaban pavimentados con elegancia, cubiertos por bóvedas de cristal, iluminados por faroles de gas y flanqueados del principio al fin de elegantes joyerías, librerías de ediciones raras, galerías de arte, guanterías, modistos y tiendas similares. Mientras tanto, Florian, Edge y Fitzfarris consiguieron zafarse de sus obligaciones en el recinto del circo para visitar los otros circos de París... y cerciorarse de que no representaban una competencia preocupante, ya que sus programas consistían principalmente en números ecuestres y de animales bastante mansos. Fitz informó de que el espectáculo de «Robin Hood» del Cirque d'Hiver era sólo una especie de mediocre imitación del Salvaje Oeste, con jinetes vestidos de verde como Merrie Men y agitando arcos largos mientras cabalgaban. —Un público escaso, además —añadió—. Y todos de medio pelo, en los asientos más baratos, que por cierto eran sólo pequeños taburetes. Me alegro de no tener nada parecido. Cuando al público le disgusta un número, suelen lanzar los taburetes a la pista. Las cosas no eran mejores en los otros lugares. Según contó Florian, la atracción principal del Cirque de l'Impératrice eran unos monos vestidos de amazona que hacían una quadrille a caballo y, en el Cirque du Prince Impérial, ocho caballos montados por monos disfrazados de jockeys. Edge dijo al volver del Cirque de l'Empereur que su número estelar y último consistía en una vieja cabra de corral haciendo acrobacias. —Acrobacias bastante buenas —admitió—, pero si el emperador va a verlo algún día, será mejor que el dueño cambie el nombre de su establecimiento.
—Bueno —resumió Florian—, por lo visto somos el único circo auténtico de la ciudad en este momento. Por lo menos mientras el gran funámbulo Blondin o el todavía mayor trapecista Léotard no terminen sus giras por el extranjero y regresen a París. Si lo hacen, ofreceré más dinero que cualquier otro propietario de circo por sus servicios. Entretanto, caballeros, haremos un magnífico negocio. Desde que llegamos Gavrila está vendiendo entradas en el furgón rojo y las localidades de nuestras cuatro primeras funciones ya están agotadas. De vez en cuando un miembro de la compañía protagonizaba una pequeña aventura durante sus visitas turísticas. El cimbalista de la banda, Gombocz Elemér, paseaba una noche después de una ardua jornada de ensayos por los alrededores de NotreDame, donde siempre pululaban los cantantes callejeros, organilleros, andadores sobre zancos y vendedores de comida, bebida, madonas de yeso, rosarios de cuentas de vidrio y cromos de la Ultima Cena. Un ciego tocaba un xilófono y lo hacía tan mal que su gorra puesta del revés sobre el arroyo sólo contenía las monedas de reclamo que había echado él mismo. Elemér pensó un momento y luego se colocó detrás del xilófono, cogió los macillos de las manos del hombre —provocando una débil protesta— y empezó a tocar tan frenéticamente fuerte y de forma tan melodiosa como tocaba siempre su címbalo. Los transeúntes se detuvieron uno tras otro y miraron con curiosidad, sonriendo al ver al agitado Elemér y al hombre perplejo y aturdido con el letrero de «AVEUGLE» sobre el pecho. Mientras Elemér tocaba una versión muy alegre del Ave María, las monedas empezaron a caer en la gorra con casi tanta rapidez como los arpegios. Se congregó una multitud considerable mientras continuaba con algunos trozos de misas de Bach y Liszt, tocándolas a un ritmo más exuberante que reverente. Cuando la vieja gorra ya rebosaba de monedas, se interrumpió —bajo los aplausos y vítores de la multitud—y entregó la gorra y las macillas al ciego. La cara del mendigo expresó una gran alegría cuando sopesó sus ganancias. Entonces alargó la mano para detener a su benefactor y Elemér se paró para escuchar sus palabras de gratitud, pero todo lo que el ciego gimoteó fue: —M'sieu, ¿no me da nada por el préstamo de mi xilófono? Aquella misma noche, Florian acompañó a Daphne y Clover Lee al estreno de un nuevo ballet. Se pusieron sus mejores galas y tomaron un fiacre para ir a la ópera de la rue le Peletier, en cuya fachada proclamaban todos los carteles: «iEstreno de "COPPELIA" o La filie des yeux en émail!» Poco después de que se alzara el telón, en el escenario de una pintoresca plaza de pueblo, la bella y joven heroína Swanilda salió bailando por la puerta de una de las casas. Mientras giraba en un
gracioso vals lento, Florian y Clover Lee se inclinaron hacia adelante, miraron y dijeron: —¿No es...? ¿No la hemos visto antes? —Sí, en efecto. Pero ¿dónde? Daphne, perpleja, paseaba la mirada entre ellos y la bailarina. —iRoma! —exclamó Clover Lee. — iSí! —asintió Florian—. Era la pequeña protegida del maestro de ballet que te dio lecciones. — El maestro Ricci. Pero la chica tenía un nombre largo como mi brazo. —Giuseppina Bozzacchi —dijo Daphne, consultando su programa. — Eso es —contestó Clover Lee y añadió, con cierta envidia—: Y ahora mírala. Debutando como prima ballerina en el estreno de un nuevo ballet. En París. — Lástima que no hayamos reconocido su nombre en los carteles — dijo Florian—. Le habríamos traído flores. Bueno, podemos ser su claque aunque, si no me equivoco, por lo que he visto de su danza, no necesitará que nadie anime a aplaudir al público. Y después podemos ir al camerino a felicitarla. Si se acuerda de nosotros... —Pues claro que los recuerdo —dijo en francés la radiante Giuseppina cuando por fin lograron abrirse camino entre el gentío que iba a felicitarla—. Ustedes dos son probablemente las únicas personas de París que me vieron bailar un Capullo de verano. — Entonces sólo eras una de tantas —dijo Florian, besándole la mano—, y ahora eres lo que vaticinó el signor Ricci, la prima di tutto, con una estrella en la puerta de tu camerino. Y con todo París a tus pies, a juzgar por la reacción del público. ¡Cielos, esas docenas de llamadas a escena y esas toneladas de flores lanzadas al escenario! Y todo esto a... ¿qué tierna edad? — Oh, lá, monsieur! El año próximo cumpliré diecisiete años. —Hélás, une ancienne! —exclamó Florian con burlona consternación—. No obstante, deseo y espero que, como la Taglioni, seguirás siendo premiére danseuse a los cuarenta y cinco años. Para ser todavía una niña, Giuseppina tenía la percepción de una mujer. Clover Lee, por lo menos dos años mayor que ella, miraba las cestas y los ramos de flores que llenaban el camerino con una expresión nostálgica, como si la fama ya le hubiera pasado de largo. —Robé algo de usted, mademoiselle —confesó la muchacha, ante el asombro de Clover Lee—. ¿Recuerda que el maestro Ricci me mandó asistir a esas funciones de circo? Pues bien, me fijé en especial en un fouetté que hizo de pie sobre el caballo. Tenía que hacerlo con el máximo cuidado para levantar siempre la pierna en la misma dirección que el trote del animal. —Ejem... oui...
— ¿Y no me ha visto hacer el mismo movimiento esta noche, cuando Swanilda finge ser la muñeca mecánica que se despierta a la vida? Cuando el fabricante de juguetes hace bailar a Copelia, imito aquel movimiento concentrado de usted para expresar su precisión de relojería. — Bueno... —dijo Clover Lee, alegre de nuevo—. Celebro que te sirva. Yo he añadido a mi propio número varios bailes populares a caballo. ¿Y puedo robar algunos de esos pasos cómicos que haces en el bolero español y el baile escocés de Copelia? — Mais certainement —dijo la muchacha, sonriendo—. Pour vos beaux yeux en émail de saphir. Sin embargo, al día siguiente Clover Lee encontró una nueva razón para sentir envidia. Era la víspera del estreno del Florilegio y Edge sólo le permitió una breve sesión de práctica, de modo que Burbujas y ella misma tuvieron mucho tiempo para descansar. Clover Lee se bañó, se cambió de ropa y salió de paseo. Y mientras recorría los departamentos del Printemps y se entretenía en las arcadas del passage des Princes, oyó a la gente elogiar con frecuencia a «l'étonnante petite Giuseppina». Quizá esto contribuyó a su arrebato de aquella tarde, cuando el servicio habitualmente impecable del Grand Hótel tuvo un fallo. —iMira esto! —gimió, dirigiéndose a la modista Ioan—. Mis mejores y más nuevos leotardos y tutú. Eran rojos como el rubí cuando la camarera se los llevó para lavarlos iy ahora, mira, son de color rosa pálido! —Pierde. Estropeados —convino Ioan, meneando la cabeza—. No hay tiempo de hacer un traje nuevo para la función de mañana. —Y yo quería llamar la atención general —sollozó Clover Lee y volvió a gritar—: ¡Rosas! Tan llamativos como el gorrito de un bebé. —Un grave error. Quizá la lavandera ha usado eau de javelle. —iDiablos, tiene que haber usado lejía! No sólo se han descolorido sino encogido y se han vuelto transparentes. Los leotardos ya no me caben; no hay sitio ni para un sostén o un cachesexe. Enseñaré todas las curvas, protuberancias y rendijas de mi cuerpo. Estoy segura de que ni siquiera ese tono rosa me hará parecer una niña de pecho. —Pues alégrate de tener los pezones rosas y el vello pálido —dijo Ioan con sentido práctico. Pero quizá sea mejor que lleves otro traje. — Ni hablar. Había planeado llevar éste para el estreno y lo llevaré. Si mañana me arrestan por indecencia, el maldito hotel puede pagar mi fianza. Sin embargo, Clover Lee recobró su habitual buen humor aquella noche, cuando en compañía de Fitzfarris fue con otros americanos del Florilegio —Edge con Domingo y Rouleau con Lunes— a un último espectáculo
muy especial antes del estreno del circo: el drama que se representaba desde hacía dos años y medio ante un teatro siempre lleno: La vie et la mort d'Abraham Lincoln. Pese a sus esfuerzos por comportarse bien, los americanos no pudieron por menos de reír entre dientes e incluso a carcajadas ante muchas escenas, y los demás espectadores se volvieron a mirarlos y silbaron para imponerles silencio. Lo que provocó más hilaridad —entre los americanos, no en el absorto resto del público— fue el tercer acto, en que el honrado Abe rechazó severamente a un joven que pidió la mano de su sobrina y el joven era Jean Wilkes Booth. Fueron necesarios cuatro actos más para que la indignación de Booth llegara a su punto álgido, momento en que —en el acto VII— se introdujo en el palco de monsieur le président y madame Lincoln (mientras veían El rey Lear), disparó contra su obstinado tío presidente y saltó del palco gritando: «Sic semper tyrannis!» — Mon dieu, ese trozo ha sido el único verídico de toda esta maldita farsa —dijo Rouleau cuando abandonaron el teatro, todavía riendo y siendo objeto de las miradas coléricas del público. — Pues, diablos, para mí ha estropeado toda la obra —observó Edge—. Por lo menos podría haber gritado: «Sic semper avunculis.» —Joder —dijo Yount a Florian al día siguiente, cuando los primeros espectadores empezaron a llegar al recinto del circo—. La señorita Smodlaka debe de haber vendido todas las entradas a los nobles y peces gordos. —El público iba, en efecto, tan bien vestido como si se dirigiera a la carrera del Prix Lutéce de Longchamps y muchos llegaban en espléndidos carruajes particulares. Yount continuó—: Director, creo que sería mejor que enviara a hacer de lacayos tut sut. — ¿A hacer de lacayos que? Yount parecía orgulloso. — Nunca pensé que hablaría una lengua desconocida para usted, director. He estudiado un poco por mi cuenta. Lo vi en el libro de francés de Domingo Simms. Tut sut. Significa muy de prisa. Inmediatamente. —Ah, sí, claro. Estaba distraído. Y gracias, Monsieur TremblementedeTerre, pero el jefe de personal Banat ya tiene instrucciones de ocuparse de los caballos y carruajes del público. Aprovecho para aplaudir tu ambición de mejorar. Y hablando de mejorar, ¿cómo sigue Mademoiselle Anguille? — Creo que el descanso le ha hecho bien. Pronto podrá actuar en todas las funciones. Dice que ya ha ganduleado bastante. —Estupendo. Pero vigílala. No permitas que abuse de sus fuerzas. El Florilegio no tenía aún una avenida de barracas en aquel recinto, pero el día del estreno atrajo a toda clase de vendedores y artistas callejeros: carretillas y estufas ambulantes que vendían cosas para comer y beber, dibujantes y cortadores de siluetas, organilleros, pirófagos, golfillos que
bailaban mientras uno de ellos tocaba el birimbao y otros músicos con toda clase de instrumentos y grados de habilidad, incluyendo al xilofonista ciego de Elemér. Los músicos renunciaron pronto y se fueron, incapaces de competir con el estentóreo órgano de vapor. Goesle y Rouleau circularon entre los otros, seleccionando a los que permitirían quedarse. Indicaron a uno de los pirófagos más espectaculares que actuara junto a la marquesina de la puerta principal, donde el Griego Glotón había hecho en otro tiempo las veces de faro. Dejaron alinearse a ambos lados de la entrada a los vendedores de comidas y bebidas que parecían menos perjudiciales y de baratijas menos inútiles, pero echaron a todos los parásitos cuya presencia rebajaba el tono del establecimiento y a todos los simples mendigos cuya única contribución eran sus llagas y mutilaciones. Edge también circulaba, vistiendo su uniforme de coronel Ramrod, pero lo hacía entre los clientes de pago. La mayoría de éstos ocupaban la espera hasta el inicio de la función inspeccionando —muchos a través de monóculos o lorgnons— a los animales de la ménagerie. Mientras observaba, Edge reflexionaba sobre la variedad de públicos ante los que había actuado el Florilegio: gentes de características raciales o nacionales muy diversas y modos de vestir, costumbres, lenguas y temperamentos totalmente distintos. Y siempre, exceptuando algunas pérdidas y adiciones a su compañía y equipo, el Florilegio había seguido siendo el mismo. Adondequiera que fuese llevaba consigo los familiares sonidos de la lona ondeante, el crujido de sogas y postes, el tintineo de hierros y arneses, el pesado rumor de las ruedas, el bufido o rugido de los animales; los familiares olores de estos animales, su comida y sus excrementos, los aromas del heno y la casca, la grasa del maquillaje y el sudor del trabajo duro, los fuertes olores de la pólvora quemada, los focos calientes y los productos químicos del generador del globo; las familiares vistas de chillonas banderas ondeando y las tiendas brillando al sol o resplandeciendo en la penumbra y la pista llena de acción y color o, después, vacía y dormida en sueños y recuerdos. Y siempre, por doquier, aquellas cosas pequeñas, las más minúsculas del circo, pero que eran inconfundiblemente el «circo», lanzando sus fingidos destellos para iluminar esta o aquella cara entre la multitud y salpicando con sus reflejos las caras de sus portadores... las lentejuelas, las lentejuelas... «Somos una isla flotante —pensó Edge—. Echa anclas por un tiempo ante cualquier clase de costa y la ilumina brevemente con su luz de lentejuelas. Después se aleja flotando de lo apegado a la tierra, de lo vulgar, permaneciendo ella misma siempre insólita, sin que ningún encuentro logre difuminarla o cambiarla.» Edge se sobresaltó de improviso, despertando de su ensueño cuando el órgano enmudeció y la
banda entonó un bullicioso Fra Diavolo. Y el coronel Ramrod se encaminó hacia la puerta trasera de la carpa para participar en la gran cabalgata inicial. Eran sólo las dos de la tarde y el interior de la gran carpa estaba sólo sombreada, no oscura, pero Florian había decretado que el bordillo de la pista, los postes centrales, la botavara y la cuerda floja estuvieran de nuevo cubiertos de velas, como habían hecho en Peterhof. «i Esto es un estreno en París, muchachos, y merece el mismo espectáculo que una función especial para el zar!» Así pues, cuando Bumbum dio la señal, Trueno salió al galope, con el coronel Ramrod blandiendo su sable de caballería, y Bumbum acercó una cerilla a la mecha improvisada. Con un efecto de oleaje, las velas se convirtieron en líneas, círculos y arcos de diamantes luminosos mientras el resto de la compañía entraba desfilando en la pista. Aunque la oscuridad no fuese total, resultaba lo bastante espectacular para que la música triunfal de la banda no llegase a dominar los suspiros y exclamaciones de entusiasmo del público. La gran cabalgata salió finalmente por la puerta trasera bajo una gran ovación y algunas de las artistas vestidas más someramente corrieron a los vestidores a ponerse batas, pero volvieron inmediatamente al patio. Incluso los que no actuarían hasta la segunda mitad del programa no se fueron, como de costumbre, a hacer la siesta o a pasar el rato de cualquier otro modo, sino que permanecieron cerca de la marquesina de la puerta trasera, escuchando ansiosamente la reacción del público a las primeras actuaciones. Lo mismo hicieron los peones, vestidos con monos negros, que solían esperar con impasibilidad la orden de mover accesorios, jaulas o aparatos. Y toda la gente del patio trasero se alegró al ver vibrar —casi ondear— la lona de la carpa bajo las repetidas y prolongadas explosiones de aplausos y gritos de «ibis!, ibis!». Cuando los caballos en libertad del «colonel Retouloir» entraron al trote y por orden numérico en la tienda al final de su actuación —seguidos por un clamor de voces—, Florian apareció detrás de ellos, ordenando a los eslovacos que los mezclaran e hicieran volver a la pista. Y los espectadores del patio oyeron más aplausos para los caballos cuando repitieron sus vueltas, idas y venidas y corcoveos para colocarse de nuevo según el número de sus mantas. Cuando todos hubieron ocupado su lugar, el colonel Retouloir saludó con ellos y apenas le quedó aliento para avisar con el silbato al artista siguiente. — Soy yo —dijo Fünfünf y alguien gritó: «iRómpeles las costillas, cariblanco!» cuando entró dando volteretas para sostener su diálogo cómico con Florian y fue recibido con una cerrada ovación. —Creo —dijo con cautela Emeraldina— que hacemos furor. — i Sí, zeñora! —exclamó Abdullah, todo él una sonrisa de marfil y ébano—. Escucha. El payaso ya hase reír a los patanes. iEste espectáculo durará musho tiempo!
Cuando Terry, Terrier y Terriest salieron saltando por la puerta trasera después de su número, Gavrila y Sava los hicieron saltar de nuevo a la pista para repetir la actuación. Siguió el número combinado del Hombre Forzudo y la klischnigg y, a juzgar por la acogida, podría haber continuado indefinidamente, pero el director ecuestre —en consideración a la fragilidad de Mademoiselle Anguille— le puso término con el silbato. Ella no dio, sin embargo, muestras de debilidad cuando salió saludando de la tienda. A continuación entró el elefante Brutus, conducido por Monsieur TremblementdeTerre, y éste sí que casi se tambaleaba, por lo que alguien le gritó roncamente desde el patio: — iEh, Monsieur TemblóndelasRodillas! — iTú lo has dicho! —jadeó él con alegría—. La vieja Peggy... empezaba a parecer preocupada... porque el público la ha obligado a pasarme por encima... tantas veces. Hurra! Y escucha, Agnete... iaún quieren que salgamos otra vez! —Ikke lunkent —dijo Mademoiselle Anguille, con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas, casi reverente—. A estos parisienses les gusta aún más nuestro espectáculo que a los otros públicos. — Mais pourquoi pas? —preguntó Monsieur Roulette, fingiendo un enorme bostezo. Pero sir John Fitzfarris se entusiasmó sin recato: — iCoño! iSomos un éxito en París! iNadie podrá llamarnos jamás un espectáculo de pacotilla! Durante el número del trapecio, los curiosos del patio oyeron, además de aplausos y vítores, algo parecido a gritos de cólera y protestas y se preguntaron si pasaba algo malo. No obstante, cuando Maurice LeVie y Mademoiselle Papillon salieron finalmente bailando por la puerta trasera, él reía y ella rebosaba excitación: — iTendríais que haberlo visto! Los patanes me han obligado a permanecer en el trapecio tanto rato que Maurice temía que me desmayara, así que ha salido tambaleándose como Pete Jenkins y todo el público se ha puesto en pie de un salto para lanzarle improperios. Cuando Zachary y los peones lo han perseguido y atrapado, un grupo de hombres corpulentos ha corrido en su ayuda desde las graderías. Maurice ha tenido que trepar a toda prisa por la cuerda de la botavara o lo habrían maltratado y sacado de la carpa. —Pero entonces —añadió LeVie—, cuando me he arrancado los harapos, la gente se ha reído tanto de sí misma que habría pedido un bis... si hubiera sido posible una segunda sorpresa. — Yo también habría tenido que repetir —dijo la pequeña Grillon, un poco nostálgica, después de su número en el Globe Enchanté—, pero una vez me he puesto en pie para saludar, ya no puedo desconcertar de nuevo al público.
En cambio, los espectadores animaban a la elaboración y repetición de todos los números susceptibles de ello, como confirmó Abdullah le hindou cuando salió de la carpa chorreando sudor. — Me han obligao a continuar hasta que he hesho juegos malabares con casi too menos con nuestros dos elefantes. Y los hermanos Jászi han volteao hasta que los cabayos han disho basta. Los Jászi no se cansan nunca. —Tenía miedo de que los parisienses encontrasen mi número aburrido —dijo Daphne, conocida ahora como Madame Patineuse—. Después de todo, los patines Plimpton y los velocípedos no son ninguna novedad aquí. Pero adoran el baile en patines, especialmente con el oso. Y también mis volteos en velocípedo con Obie. Creo que le habrían hecho repetir su zambullida en el estanque ardiendo si los eslovacos no hubiesen extinguido ya las llamas. La muchedumbre pareció insaciable incluso durante el intermedio. Primero fue en tropel a un lado de la carpa donde varios peones empezaban a hinchar el Saratoga y se quedó haciendo comentarios admirativos, aunque el globo era sólo un montón de tela apenas ahuecado. Después se congregaron en torno a la tienda del anexo, donde sir John había colocado la tarima fuera porque la tienda ya no podía contener a todo el público y la hora era tan tardía que el espectáculo secundario ya no podía exhibirse por turnos. Cada monstruo o fenómeno fue vigorosamente aplaudido mientras sir John, con una retahíla de superlativos franceses aprendidos de memoria, presentaba al coq de bruyére y sus huevos milagrosos (ahora grabados con la Cruz de Lorena), a l'Enfant des Ombres albino y a la momificada princesse Egyptienne. Después Florian tuvo que traducir cuando el propio sir John y la ventrílocua mignonne Mademoiselle Mitaine se apartaron de su ensayada jerga francesa para pasar a insultos y réplicas en inglés. Los artistas del espectáculo secundario también tuvieron que permanecer más tiempo en escena. La Méduse trabajó a sus serpientes hasta que quedaron desmayadas como cuerdas. Grillon y Rumpelstilzchen debieron prolongar aún más su actuación. Brunilda atravesó su nube de humo con una sonrisa auténtica, habiendo perdido al parecer hasta el último vestigio de su timidez, y se mostró sin vacilar torpe y ridícula en el duelo a espada con Grillon. Al final, cuando bajaba del estrado, tuvo que murmurar a Timoféi,' que se disponía a subir a él: — Borra esa sonrisa de tu rostro, querido, o no parecerás el horrible Kostchei l'Impérissable. Le Démon Débonnaire abrió la segunda mitad del programa de la carpa haciendo ejecutar a Maximus, Raja, Rani, Siva, Kewwydee, Kewwydah, Brutus y César todos los números que habían aprendido... y luego, a petición popular, tuvo que obligarlos a repetir todo el repertorio. Cuando
por fin salió tambaleándose al patio trasero, seguido por los eslovacos con los animales enjaulados, dijo a los artistas: — Tiens, incluso he encendido dos veces los aros de los gatos. Ahora, par Dieu, estamos todos, los animales y yo, más débfé que débonnaire. Mademoiselle Cendrillon tuvo que permanecer a instancias del público tanto rato en la cuerda floja que el gallardo deshollinador se vio en la necesidad de inventar allí mismo varios saltos, piruetas y posturas cómicas. Cuando, durante la actuación final de los payasos en el espejo de Lupino, los espectadores casi se cayeron de los asientos, retorciéndose de risa ante las bufonadas de Fünfünf y el Kesperle, los dos payasos se superaron a sí mismos al imitar sus imágenes respectivas en el espejo, haciendo cosas que no habían hecho nunca ni podían haber ensayado. Incluso el director ecuestre, mirándolos con incredulidad, tuvo que concluir que los payasos debían de leerse mutuamente el pensamiento. La reacción del público a todas las actuaciones, tanto dentro como fuera de la carpa, había sido excitante y alentadora para los artistas y podría haber inspirado a cada uno de ellos la idea de que era la máxima estrella del circo. Sin embargo, todas aquellas aclamaciones se quedaron cortas en comparación con los aplausos y vítores ensordecedores que acompañaron el número de équestrienne de Clover Lee, que no ocupaba un lugar destacado en el programa sino que figuraba en la mitad de la segunda parte. Cuando, en aquel punto, Florian anunció por el megáfono: «Et maintenant... la Procession des Nations!», Clover Lee entró al trote a lomos de Burbujas, apareciendo en esta ocasión por primera vez con un traje rojo, blanco y azul y el gorro frigio de la Liberté en la cabeza. «La belle France!» Los aplausos empezaron entonces y a tal volumen inicial que, cuando aumentó en cada una de sus transformaciones, los gritos de Florian fueron casi inaudibles —«Liesse de l'Ecosse!... Luxe de l'Espagne!»— mientras Clover Lee aparecía con gorra, capa y kilt escoceses y luego con traje de toreador e imitaba las danzas de Copelia lo mejor que podía hacerse en la grupa de un caballo al trote. El entusiasmo del público alcanzó niveles de paroxismo masivo cuando —al grito de «l'équestrienne américaine, mademoiselle Clover Lee!»— se despojó del último disfraz y cabalgó vestida con sus reveladores leotardos rosas y brevísimo tutú. Sin embargo, no fue su semidesnudez lo que excitó tanto al público, porque le dio pocas ocasiones de mirar con fijeza. Los peones estaban preparados con las guirnaldas y ligas y ella se convirtió en una mancha rosa mientras saltaba, se lanzaba y daba saltos mortales. Cuando puso fin al número montando en pie
alrededor de la pista, con la bandada de palomas siguiéndola, aleteando y revoloteando en torno a ella, Clover Lee, por una vez, no escuchó la ovación con las brazos alzados en forma de V. En vez de esto, dejó que un par de palomas se posaran en sus manos y usó sus alas en movimiento para cubrir los lugares de su cuerpo más conspicuos e indecorosos. Fue en este momento, la única vez durante el espectáculo, cuando los espectadores sacaron las flores que llevaban —caras flores de invernadero en aquella época del año— y las lanzaron con tal profusión que cubrieron por completo el espacio exterior del bordillo de la pista. Mientras Clover Lee continuaba dando vueltas a la carpa, con las palomas posándose en sus hombros y cabellos brillantes y formando una capa a sus espaldas, las herraduras del caballo pisaban y aplastaban las flores, arrancando su esencia y añadiendo a los olores circenses que Edge catalogara antes en su mente un nuevo, penetrante y fragante perfume. El rostro de Clover Lee era ahora tan radiante como lo había sido el de Giuseppina cuando la llamaban a escena y abandonó todas sus pretensiones de modestia soltando las palomas y soplando besos al público con ambas manos. —Coño, director —dijo Fitzfarris, gritando para hacerse oír sobre el tumulto—, pensaba reclutar a algunas bailarinas de cancán para nuestra obertura, pero parecerían monjas al lado de Clover Lee. Florian meneó la cabeza y gritó a su vez: —Ioan Petrescu me ha dicho que Clover Lee no tenía intención de exhibir sus encantos de modo tan flagrante. Y de todos modos, ya lo has visto, ha hecho lo posible para no explotarlos. No ha sido lascivia lo que ha provocado estas aclamaciones. Sencillamente, les gusta Clover Lee y su número y, por lo visto, más que ningún otro. Ya dije antes que nunca se sabe lo que va a entusiasmar al público francés. Cuando terminó la gran cabalgata final, la mayoría de espectadores masculinos y no pocas mujeres se apresuraron a ir al anexo de sir John y todos intentaron ser los primeros en ver a la amazone Pucelle en las garras del dragón Fafnir. Las primeras decenas de patanes que llenaron la tienda obligaron a la doncella y la pitón a prolongar la escena de la violación casi como si se tratara de la escena de seducción de una ópera, hasta que la gente que esperaba en la cola emitió un clamor de impaciencia y la doncella tuvo que sucumbir a las exigencias de Fafnir con una rapidez poco propia de una virgen. Entretanto, en la carpa, los peones colocaban a toda prisa velas y mechas nuevas para repetir en la función nocturna el espectáculo de la iluminación en cadena. Y fuera ya empezaban a llegar los carruajes y carrozas de las personas que tenían entradas para dicha función. Algunos de estos recién llegados —al igual que el público de la tarde— admiraron con exclamaciones al Saratoga. Aún no estaba del todo
hinchado y tenía más forma de zanahoria que de pera, pero ya se mantenía erguido y la bolsa de rayas rojas y su góndola se parecían bastante a un signo de exclamación junto al bulto horizontal de la carpa rayada en verde. Florian recorría el recinto gritando por el megáfono que la elevación del globo de Monsieur Roulette tendría lugar muy pronto y que todos los espectadores que ya habían visto la función pero desearan quedarse a presenciar el acontecimiento podían hacerlo. —Yo, por lo menos, me quedaré —dijo Nadar, apareciendo entre la multitud y cogiendo del brazo a Florian—. Espero que Jules no haya olvidado la invitación que me hizo. —Estoy seguro de que no, monsieur. Dará un gran prestigio a esta ascensión si me permite anunciar que el aeronauta parisiense mundialmente famoso se encuentra a bordo. —Por supuesto. Y mientras esperamos, monsieur Florian, ¿quiere reunir a sus souschefs y artistas principales? Algunos de mis amigos han asistido conmigo al estreno y ahora desean conocerlos a todos. Florian fue a buscar a Edge, Beck y Fitzfarris y dijo a Nadar que los artistas se reunirían con ellos en cuanto se hubieran cambiado de ropa. —iMais non, monsieur! —exclamó un anciano bajo que ahora estaba con Nadar—. Los otros, bien, pero i no la aphrodisiaque mademoiselle Clover Lee! Ella no debe llevar nunca otra clase de vestido. Debe ir siempre de rosa y con la misma generosa transparencia. Nadar se echó a reír. —El maitre Auber aún es sensible a la belleza y aprecia lo afro... Carl Beck profirió, sin ningún tacto: —¿Auber? Mein Gott! iCreer que estar muerto! —Lamento desengañar a quienes lo creen, monsieur. — Das ist... Querer decir... —murmuró Beck, intentando disimular la plancha—. De saber que estar vivo, no haber tocado su música sin su permiso. — Todos deberíamos estar tan vivos como él a su edad —dijo Nadar—. Les diré, messieurs, que estuve hace poco en el estudio del maestro cuando ensayaba al piano con la hermosa soprano Bernardine Hamaker su música Le Philtre. Le dijo: «Didine, tú llevas la melodía, mientras yo sólo toco la parte de la mano izquierda.» Y ella cantó mientras le vieux le metía la mano derecha bajo la falda. Y allí mismo la condujo hasta el orgasmo. —Asombrosa, la concentración de esa mujer —dijo el anciano—. No falló una nota en todo el rato. — Ni usted tampoco —dijo Nadar—. Les pregunto, messieurs, ¿qué opinan de este hombre? Todavía lubrique a la edad de ochenta y ocho años. — No tengo ochenta y ocho —negó Auber con firmeza—. Tengo cuatro veces veintidós.
—Pero... ¿y la música? —persistió Beck—. ¿No objetar a que nosotros tocarla, Komponistmeister? — En absoluto. He encontrado sus versiones muy... animadas. No tengo celos de mis imitadores, no. Algunos compositores los tienen, claro, y aquí está uno de ellos. Menos mal que no ha tocado usted su música. ¿Puedo presentarle a mi confrére, le maitre Jacques Offenbach? El maestro no parecía tan alegre como su música, pues su rostro era impasible. Inclinó muy poco la cabeza, como si temiera desplazar sus quevedos, ante cada uno de los hombres del circo. Cuando todos le hubieron expresado su placer por haberle conocido, él contestó sin mucha cordialidad: —Debo decirles con franqueza, messieurs, que sólo estoy aquí porque Félix no dejaba de importunarme. Realmente... un circo americano... — No encontró las palabras e hizo un gesto de desagrado. —¿Qué es lo que le disguta, monsieur Offenbach? —preguntó Edge—. ¿Los americanos o los circos? — Ambos. Ya que lo pregunta, colonel Edge, se lo diré. Y antes de que me pregunte la razón, también se la diré. Dos americanos han robado una pieza de mi música, le han puesto abominables palabras inglesas y la han convertido en una vulgar canción de circo. Era el chefmotif de mi Papillon. Ahora es El temerario joven en el trapecio volante. Espero sinceramente que yo, y mis abogados, no les oiremos tocar esa maldita pieza. —No la tocaremos, monsieur —le aseguró Edge y añadió una puñalada trapera—: su majestad imperial nos ha instado a no tocar absolutamente nada de usted. Los quevedos de Offenbach cayeron al suelo. — iAh, maitre Auber! —llamó otro hombre, acercándose al grupo. Tenía aspecto distinguido, lucía en la corbata un alfiler de diamantes y llevaba un bastón con puño de platino—. Cuando oí decir la semana pasada que estaba indispuesto, le envié unas uvas de mi invernadero. Pensé que serían un alimento fácil para un viejo gourmand desdentado. Pero no he recibido ni una palabra de agradecimiento. ¿No le gustaron? — No, James —gruñó Auber—. No me gusta el vino en píldoras. — iIngrato! —exclamó, afectuoso, el recién llegado—. Está bien, enviaré una caja de mi mejor vino embotellado. —El hombre se dirigió a Florian—: Me han complacido tanto los exercices du cirque, monsieur le propriétaire, que le ruego acepte usted también una muestra del producto líquido de mis viñedos. —Claro, monsieur —contestó Florian—. Siempre me complace conocer un buen vino. — Sólo los buenos, ¿eh? Bien, la opinión general es que mi Cháteau Laffite no produce un mal Médoc. — iCielos...! —exclamó Florian.
—Permítame presentarle... —dijo Nadar— al barón James Rothschild. —Es un honor —dijo Florian— para todos nosotros. Decir que su LafiteRothschild no es un mal Médoc es como declarar que el Arc de l'Etoile no es un mal cruce de tráfico. Los otros artistas empezaron a llegar, solos o de dos en dos, vestidos para conocer a los visitantes con sus mejores trajes de calle, aunque fuese por breve tiempo, porque luego tenían que volver a ponerse los de pista. Estaban todos tan vibrantes y efervescentes después del enorme éxito del espectáculo que incluso el impasible Offenbach empezó a ablandarse. Auber se concentró inmediatamente en Clover Lee, la llevó aparte del grupo y le habló con mucha animación y grandes gesticulaciones, probablemente sobre el tema de su atuendo en la pista. Llegaron también otros conocidos de Nadar, incluyendo a un hombre bastante joven que llevaba un dibujo hecho durante la representación. Era un dibujo al carbón de Mademoiselle Cendrillon en la cuerda floja y ahora su creador miraba vacilante de Domingo a Lunes Simms, que estaban de lado. Al final se encogió de hombros, rió y dio la vuelta al dibujo para que lo vieran. — i Soy yo! —chilló Lunes. Su hermana le silbó al oído: —C'est moi. ——Entonces es suyo, mademoiselle, con mis más sinceros saludos dijo el artista, entregándolo a Lunes con una profunda reverencia. — iCórcholis! —exclamó ella, abrumada—. Nunca había tenido un dibujo mío. —Guiñó los ojos para leer la firma—. Muchísimas gracias, m'sieu Door. —Doré. Y tenga cuidado, mademoiselle, porque el carboncillo mancha tan fácilmente como su maquillaje de deshollinador. Si algún día está libre para visitar mi atelier —le entregó su tarjeta—, soplaré sobre el dibujo un poco de fixatif para conservarlo. Nadar recreaba al grupo, ahora muy heterogéneo, con más chismes esotéricos en un lenguaje muy directo: —¿Han visto a la condesa Walewska en las sillas? Me pregunto si ella ha visto algo. De la función, quiero decir. Cuando tiene en la cara esa expresión preocupada y se mantiene muy erguida con una mano en la espalda y oculta tras su capa o manguito, todo el mundo sabe que se está metiendo la jeringa en el trasero. La pobre señora empezó bebiendo elixir paregórico para aliviar sus problemas femeninos. Pero después necesitó láudano y al final se graduó en opio puro y Dios sabe qué más. Se resiste, sin embargo, a dejar que los pinchazos de aguja le desfiguren los brazos, así que toma las dosis por vía rectal y creo que consigue hacerlo muy discretamente en público. Fitzfams conversaba con un joven que había sido presentado por Nadar, en un tono bastante socarrón, como «monsieur Renoir, que solía pintar
abanicos y persianas y ahora pinta mujeres desnudas». Fitz decidió al parecer que éste era el hombre adecuado para consultar dónde podría contratar chicas de cancán para el circo, chicas un poco menos púdicas que las que había visto hasta la fecha. —Inténtelo en el Folies Bergére, monsieur —contestó Renoir—. Es una revista de café nueva y por ello lucha para ganar clientes y notoriedad, así que obliga a sus soubrettes a enseñar, ejem, bastante más de lo que puede verse en otras partes. Como es natural, las chicas que contrata deben, ¿cómo decirlo?, carecer por completo de prejuicios. Y la paga es tan miserable que sin duda podría usted contratarlas sin incurrir en demasiado gasto. — Miren —dijo alguien del grupo en tono de advertencia—, ahí viene Verlaine. — Ah, el poeta nauseado —observó Nadar. — Dios mío —murmuró Rothschild—. Borracho y desaliñado como de costumbre. Por favor, señoras y señores, permitan que me despida. Paul sólo querrá que le preste dinero y comparte la creencia chinade que cualquiera que salva la vida de otro está obligado a mantenerlo para siempre. Tome, Félix —el barón puso un fajo de billetes en la mano de Nadar—, sálvele usted esta vez. —Y se alejó. Cuando el hombre, muy joven, se acercó al grupo arrastrando los pies, estaba en efecto un poco borracho; también era la persona peor vestida en el recinto del circo aquella tarde, hasta el punto de ir casi andrajoso. Nadar se limitó a presentarlo pronunciando de nuevo su nombre y en seguida empezó su descripción resumida: —Como la obra de este poeta es impublicable en cualquier país civilizado... — Ne faites pas attention —dijo Verlaine con voz gangosa, sin dirigirse a nadie en particular—. Mi editor está en Bélgica. — Tal como les he dicho. Por este motivo, el joven Paul tiene una profesión alternativa. Su reputación es ya tan pésima que no puede empeorar y la gente lo cree todo sobre él, por horrible que sea. De modo que ahora, cuando amenaza un escándalo y el buen nombre de un caballero está en entredicho, el caballero en cuestión sólo tiene que pagar a Paul una miseria para que cargue con la culpa y el oprobio. — He compuesto otro poema —dijo Verlaine, hipando—. Si un caballero generoso entre los presentes hace entrega de una pequeña donación, no incluiré su nombre en él. —Adoptó una actitud teatral y empezó a recitar con monotonía: Je suis foutu. Tu m 'as vaincu. Je n gime plus que ton gros cu tant baisé, léché... — Dios mío —dijo Nadar—, toma. —Puso el dinero de Rothschild en la mano de Verlaine—. No escribas el nombre de nadie en tu poema.
—iAh! —exclamó el poeta, haciendo un ávido chasquido con los labios mientras empezaba a contar los billetes. Rouleau se sumó de repente al grupo, vestido con sus mallas de acróbata verdes y amarillas y anunció con voz alegre: — iEl Saratoga está listo para remontarse! Monsieur Nadar, ¿lo está usted? — Por supuesto. Lléveme lejos de este ambiente sórdido. Riendo, todos se dirigieron al lugar del lanzamiento y la multitud de espectadores se congregó a una distancia prudente. Florian pronunció un elocuente discurso, con muchas referencias elogiosas a los Montgolfier, inventores franceses del aerostato, y muchas felicitaciones a sus valientes sucesores, messieurs Roulette y Nadar. Los dos caballeros saludaron y escucharon muchos hurras entusiastas cuando subieron a la barquilla. Para esta ascensión, Bumbum no había convocado a su banda pero él mismo ocupaba el lugar del profesor del órgano. Empezó a tocar Le Phénix tan de improviso y con tal estrépito que todos los miembros de la multitud sufrieron un sobresalto y el Saratoga también, cuando los peones soltaron sus amarras. Pero el Saratoga continuó ascendiendo, y mientras se elevaba sobre las sombras vespertinas del Bois entre los últimos rayos horizontales del sol poniente, pareció estallar en un resplandor bermellón y blanco todavía más brillante contra el cielo violeta, y los espectadores profirieron otro estentóreo hurra. —Un lanzamiento perfecto, director —observó Goesle. —Todos hemos tenido un buen y auténtico lanzamiento en el día de hoy, Stitches —dijo Florian con el acento de un hombre colmado de felicidad. 5 En la función nocturna, el número de Clover Lee volvió a provocar el delirio entre la multitud. No podían ser muchos los espectadores de la tarde que repetían su asistencia, comunicando así al nuevo público su entusiasmo por la chica, y sin embargo volvió a ser la artista aplaudida con más frenesí y a la que se solicitaron más encores, y la única a quien inundaron de flores. Clover Lee no estaba segura de que la causa de su popularidad por la tarde hubiera sido su escandaloso atuendo, pero existía una máxima en el mundo del espectáculo: no cambiar nunca «nada que te haya traído buena suerte una vez», así que lavó y retorció a toda prisa los leotardos y la falda rosa y volvió a ponérselos para la función nocturna. Y en esa ocasión hizo también todo lo que pudo — manteniéndose en movimiento constante, usando sus palomas como pantalla— para minimizar el efecto de su involuntaria falta de modestia.
Aun así, esto tampoco disminuyó esta vez las tumultuosas ovaciones del público. —Ya lo comenté —le dijo Florian cuando por fin el público permitió a Clover Lee abandonar la pista aquella noche—, los entusiasmos franceses son difíciles de prever. Simplemente, te adoran, querida. Yo te sugeriría que encargues inmediatamente a Ioan unos leotardos algo menos ceñidos, pero insiste en que sean del mismo tono de rosa. Ioan cumplió estos requisitos y en las funciones subsiguientes Clover Lee pudo añadir sus prendas interiores de sostén y cachesexe que oscurecían debidamente lo que ella había llamado «todas sus curvas, protuberancias y rendijas». Aun así, la pasión de la muchedumbre siguió sin cambios en cada función. Al cabo de unos días Clover Lee descubrió que su popularidad rebasaba los límites del recinto del circo. Siempre que pasaba una mañana libre curioseando en las tiendas y pasajes de París, anónima en traje de calle, seguía oyendo menciones de «l'étonnante Giuseppina», pero ahora oía con la misma frecuencia comentarios admirativos sobre «la fantasque Clover Lee». Era una celebridad suficiente para alegrarla, pero una mañana, alrededor de una semana después, cuando paseaba por los pasillos de los Magasins du Printemps, descubrió que había alcanzado algo parecido a una apoteosis. Volvió casi corriendo al Grand Hótel. Florian y Rouleau estaban sentados en el vestíbulo, charlando y fumando cigarros. —¿De modo que Offenbach ofrece un acercamiento? — Sí. Ha venido a decir que nos permitía tocar su música y, antes de marcharse, casi nos ha rogado que lo hagamos. Cualquier cosa, ha dicho, excepto esa imitación del Joven temerario... —iFlorian!... iJules! —jadeó Clover Lee, sin aliento—. iNo lo adivinaríais nunca! En el Printemps... en una vitrina... hay un traje de noche muy elegante... en mi tono de rosa... —Bueno, bueno —dijo Florian con indulgencia—. Si tanto te gusta, querida, seguramente puedes permitirte comprarlo. No necesitas mi permi... — iNo, no, no! —Jadeaba y reía al mismo tiempo—. ¿Te acuerdas, Jules? Hace mucho tiempo... en Virginia... contaste que el artista del trapecio... Léotard... había prestado su nombre a muchas cosas... llamadas así en su honor... — Sí, claro que me acuerdo —contestó Rouleau—. El otro día vi un páté Leótard en la carta de un restaurante. —Y yo dije... que si alguna vez era famosa en Francia... quizá pondrían mi nombre a algo... ¿Te acuerdas? Florian y Rouleau la miraron, expectantes. Clover Lee los dejó un minuto en suspenso mientras recobraba el aliento, a fin de poder hablar con la dignidad, el orgullo y el énfasis debidos: —Ese traje de la vitrina del Printemps tenía un letrero: «ROBE DE
SOIR, BROCART DU COULEUR A LA MODE, i CLOVER PINK!» —iNo! —exclamaron a la vez los dos hombres. —Así mismo. En inglés. Clover Pink. Y debajo, en letras más pequeñas, supongo que para quienes no saben qué significa: «COULEUR DE ROSE DE TRÉFLE.» El color rosa de trébol (En inglés Clover significa «trébol».). —iVálgame Dios! —exclamó Florian—. Si esto es cierto, hija mía, nos has conquistado una fama más valiosa que cualquier función especial. — Ella rió, feliz, y corrió al ascensor para difundir la noticia por los pisos superiores. Florian dijo a Rouleau—: Sólo espero que la niña no se haga ilusiones sobre la base de una mera coincidencia. Después de todo, la flor del trébol es rosa. Sin embargo, no fue una ilusión. El Printemps, que ocupaba el segundo lugar en la confección de prendas a medida, era el heraldo, promocionador y a menudo instigador de las modas populares. Al cabo de otra semana, las boutiques de los mejores distritos de París exhibían vestidos o peignoirs o pañuelos o guantes hechos en aquel color pastel y debidamente etiquetados «CLOVER PINK» o incluso «CLOVER LEE PINK» y su ubicuidad pronto hizo innecesaria cualquier traducción de la etiqueta al francés. En las semanas siguientes, el color pasó a otras cosas, además de las prendas de vestir. La primera guarnicionería de la ciudad, Hermés et Fils, puso en su escaparate una silla de amazona hecha a mano del característico color caramelo de Hermés, pero estaba colocada sobre una manta de Clover Pink. La galería de arte Susse sacó al escaparate un grupo de acuarelas de Constantine Guys, todas sobre temas de circo, y un satén Clover Pink hacía de fondo y rodeaba en artísticos pliegues los adornados marcos. El peluquero Raymond Pontet puso en su escaparate una caprichosa peluca de carnaval en Clover Pink. La épicerie Fauchon, el Printemps de las tiendas de alimentación, ofrecía —entre sus hortalizas de Italia, trufas de Périgord, páté de foie gras de Estrasburgo y otras delicadezas— saumon fumé Clover Pink, bombones Clover Pink y petits fours Clover Pink. Una noche sirvieron en el comedor del Grand Hótel a todos los miembros del Florilegio un nuevo postre confeccionado por el chef de sucrerie de la cocina; una mousse de fresa Clover Pink. La multitud de las graderías estaba salpicada liberalmente de Clover Pink en todas las funciones del circo — sombreros, abrigos, blusas, pañuelos de cuello—, y en las calles de París, Clover Lee figuraba entre las escasas mujeres que no llevaban algo rosa. Se negaba en redondo a llevar su color característico en cualquier lugar que no fuera la pista. Desde su primera aparición en París, Clover Lee recibía comunicaciones de los peces gordos de las sillas, como solía ocurrirle en todas partes. Después de cada función, Banat o uno u otro de los eslovacos le llevaban ramos de flores o cajas de bombones con la nota
correspondiente. Había aceptado dos o tres de las primeras invitaciones a cenar o al teatro, pero había encontrado a los ricachones indignos de una segunda salida. Sin embargo, cuando su Clover Pink se convirtió en el furor de todo París, Clover Lee empezó a recibir obsequios más valiosos —joyas buenas, frascos de perfume caro, cajas de vinos escogidos— y los sobres que los acompañaban ostentaban a menudo coronas o escudos heráldicos. En tiempos pasados, Clover Lee habría corrido a aceptar las invitaciones contenidas en aquellos sobres, pero ahora sólo enviaba corteses agradecimientos y excusas, mientras reflexionaba sobre cómo sacar el mejor partido de su vertiginosa popularidad. Una mañana fue al hotel Crillon, donde residía Giuseppina Bozzacchi. Las dos muchachas conversaron largo y tendido porque Giuseppina también se veía asediada por invitaciones firmadas por nombres notables y albergaba las mismas dudas sobre cuáles debía aceptar o si no debía aceptar ninguna. Después Clover Lee abordó a Monsieur Nadar, que era un visitante casi cotidiano en el Florilegio, y le pidió consejo. Nadar echó una ojeada a la colección de billets recibidos hasta entonces y comentó cada uno de ellos, algunos con una mueca de desdén, mientras los separaba en dos montones. —Un libertino desenfrenado, el tal comte Zichy. Desechado. Éste sólo querría a una joven bonita como pantalla, por así decirlo, mientras merodea en torno a adolescentes bonitos. Desechado. Un debauché empedernido, este Chabrillan. Desechado. El tal Persigny ya está casado, él por dinero, ella por su título, así que si algún día te ofreciera a ti el título, chérie, seríais los dos pobres de solemnidad. Desechado. Y este que firma el billet como marquis de Persan, es en realidad marquise de Persan. Un miembro de ese círculo llamado «el pequeño Eldorado de SaintGermain». Un círculo muy distinguido en algunos aspectos, incluye a la princesa Troubetskoi y a la condesa d'Adda, pero no creo que desees pertenecer a él. Desechado. Cuando Nadar terminó, a Clover Lee le quedó un pequeño montón de sobres, pero estaba segura de que sus remitentes eran por lo menos todos hombres, heterosexuales, solteros, dueños de credenciales impecables y provistos de riqueza propia. Así, pues, en lo sucesivo, cuando alguno de ellos le mandaba otro regalo u otra invitación, Clover Lee no los rechazaba inmediatamente. Mantenía contacto con Giuseppina y durante varios meses las dos muchachas se enviaron mutuamente mensajeros entre el Bois y la Opera o entre sus dos hoteles, portadores de notas en los siguientes términos: «Tengo a dos buenos partidos para cenar a medianoche, un príncipe de baja alcurnia y un conde. ¿Te interesa uno de ellos?» Y en general, cuando las jóvenes aceptaban invitaciones, incluso de ricachones probadamente aceptables, se las arreglaban para salir las dos parejas juntas, no tanto por
seguridad ni siquiera por decoro sino porque Clover Lee y Giuseppina habían convenido en que así daban más una impresión de inaccesibilidad y desinterés, lo cual haría que fuesen más codiciadas por los pretendientes mejores, más ricos y con más títulos. Durante aquel invierno muchos otros miembros de la compañía circense recibieron regalos y notas de los ocupantes de las sillas, y no sólo las mujeres, sino también los hombres, incluyendo a algunos que nunca habían llamado esta clase de atención. Como es natural, artistas tan consumados y gallardos como JeanFrancois Pemjean, Arpád, Gusztáv y Zoltán Jászi podían casi elegir entre las parisiennes impresionadas después de cada función, pero los tipos mayores y menos apuestos — Jórg Pfeifer, Carl Beck y Dai Goesletambién tenían suficientes admiradoras para mantenerlos entretenidos en su tiempo libre. El francamente feo Gombocz Elemér era visto a menudo por los bulevares conduciendo el vistoso faetón de una matrona francamente guapa que se sentaba muy cerca de él. El modesto «profesor» eslovaco del órgano de vapor recibía frecuentes invitaciones a «soirées musicales» ofrecidas por ávidas solteronas. Sin embargo, Clover Lee continuaba siendo el blanco de todas las miradas, tanto de hombres como de mujeres. Y cuando el manto gris invernal del humo de las chimeneas desapareció del cielo de París, la moda del Clover Pink se puso más que nunca en evidencia porque aquel color armonizaba tanto con las pálidas mañanas rosadas de la primavera parisiense como con las pálidas neblinas azuladas que flotaban sobre el Sena cuando sus aguas se calentaban y con las brumas verdosas que anunciaban el brote de la hierba en el Bois y de las hojas de los castaños en los ChampsElysées. Los miembros del Florilegio habían visto la llegada de la primavera en muchos lugares diferentes del planeta, pero pocos la habían contemplado allí y por esta razón no estaban preparados para las bellezas y deleites de un abril en París. Después de las mañanas rosadas, el cielo adquiría un tono claro y diáfano y por la noche no se volvía negro sino de un intenso color violeta. Incluso antes de que sus árboles tuvieran todo el follaje, los ChampsElysées eran una avenida llena de color y de todos los colores; narcisos, azafranes y tulipanes crecían a ambos lados, en el centro y en las plazas. Pasear ante los puestos de flores en los quais de la Cité era invitar al vértigo por la mezcla de perfumes; estar en el mercado de frutas cerca de la Ste. Chapelle equivalía a correr el peligro de intoxicarse con el aroma de las fresas salvajes; andar por el Quai St. Bernard era exponerse a una borrachera real por los vapores de los barriles de coñac descargados de las barcazas fluviales. La primavera en París no era una novedad para Florian, pero había surgido un elemento nuevo desde la última vez que viera allí la llegada
del mes de abril. Los cafés, estaminets, brasseries y restaurantes no sólo abrían de par en par sus puertas sino que se proyectaban hacia afuera, sacando a las aceras mesas y sillas, todas las que podían colocar ante su fachada sin bloquear del todo el paso de los transeúntes. Florian expresó su sorpresa, y Nadar, que paseaba con él, explicó: —Empezó con la Gran Exposición del sesenta y siete, cuando afluyeron a la ciudad tantos extranjeros y gente de provincias. Y ya conoces, ami, la codicia de los taberneros. Simplemente adquirieron más mesas y sillas y se apropiaron de las aceras que hay frente a sus establecimientos. Al principio fueron maldecidos por todos los pobres viandantes que se vieron obligados a andar por los charcos del arroyo y quizá arriesgarse a que una herradura o una rueda les aplastara los pies. Pero ahora se ha convertido en una costumbre aceptada. E incluso yo debo convenir en que una mesa de acera es, cuando hace buen tiempo, un lugar agradable para pasar largo rato ante un café o un licor, fumando y hojeando un periódico, charlando con amigos o cultivando simplemente las lánguidas artes del flitneur y del observador. Gavrila Smodlaka y Katalin Szábo no se habían mostrado en absoluto dispuestas hasta ahora, por diferentes razones, a trabar nuevas amistades masculinas, pero de repente, inspiradas tal vez por la alegría hedonista de sus colegas —o por la propia primavera de París—, salieron de su voluntario aislamiento. En cualquier caso, cuando Gavrila fue abordada por un caballero yugoslavo expatriado, de edad mediana y rostro agradable, que no se dirigió a ella en servocroata sino en el propio dialecto «kaj» de Gavrila —«Mogu li da se predstavim, gospodja? Moye ime Jovan Maretic»—, aceptó su invitación a cenar, no sin expresar antes algunos recelos acerca de dejar sola a Sava, pero la niña respondió con petulancia que ahora ya era lo bastante mayor como para quedarse sola y quizá incluso para hacer amistades propias. Y fue, de hecho, por la insistencia de Saya que Gavrila continuó después saliendo una o dos veces por semana con Gospodín Maretic. La pequeña KatalinGrilloGrillon recibía casi tantos ramos de flores, cajas de bombones y mensajes como la estrella, Clover Lee. Katalin se quedaba con todos los regalos y abría todos los sobres que los acompañaban. No obstante, rompía inmediatamente algunas de las notas, diciendo sólo a sus colegas que eran «repugnantes». Otras, en cambio, la hacían reír y las enseñaba; eran garabatos apasionados escritos a todas luces por muchachos que la consideraban una chica de su misma edad, precozmente desarrollada. Katalin conservaba algunas notas, al menos brevemente, mientras iba a asomarse a la puerta trasera y pedía al eslovaco que le había llevado las notas que le señalara a los remitentes. Ninguno era enano como ella, pero a veces algún hombre le parecía tolerable y entonces Katalin decía al eslovaco que lo acompañara al patio trasero. Allí, lejos de cualquier oído indiscreto,
hablaba un poco con él. En estos casos los hombres adoptaban una expresión de incredulidad y asombro y se alejaban a toda prisa. Por fin, uno de ellos no huyó, y Katalin aceptó su invitación a cenar. Después continuó aceptando sus invitaciones: a la Opera, a cafés concierto, al Théátre Lyrique. Florian, curioso como cualquier otro, preguntó finalmente a Katalin por qué este caballero en particular le parecía más satisfactorio que todos aquellos a quienes había entrevistado. La enana titubeó antes de contestar, hasta que Florian le juró que no lo diría a nadie. Entonces respondió con brevedad: —Es impotente. Incluso la rechoncha y fea Ioan Petrescu, siempre entre bastidores, entabló una relación romántica. Dai Goesle encontró en alguna parte y llevó al recinto del circo a un maestro fontanero que había inventado un retrete que no dependía solamente de un pozo cavado por debajo, sino que empleaba un depósito de zinc que contenía sustancias químicas disolventes. Este excusado, contó Goesle a Florian, no tendría que trasladarse con tanta frecuencia ni habría que llenar el pozo antiguo y cavar uno nuevo; el depósito químico disolvería gran parte de los desechos depositados y hasta cierto punto los desodorizaría. Entusiasmado, Florian encargó al maitre Delattre seis unidades para uso de la compañía circense y de su público y le asignó a varios eslovacos como ayudantes. Fue mientras el maestro fontanero supervisaba esta tarea de construcción cuando conoció a Ioan y, a pesar de la considerable barrera lingüística, cuando los retretes estuvieron terminados los dos empezaron a salir juntos con regularidad. Fitzfarris, siguiendo el consejo del pintor Renoir, visitó un día el Folies Bergére, llevando consigo a Maurice LeVie para que actuara de intérprete. En dicho café, repartiendo con buen criterio algunas entradas del circo, ahora muy codiciadas, consiguieron introducirse entre bastidores y una vez allí no necesitaron muchas dotes de persuasión ni mucho regateo sobre el salario para contratar a las tres chicas más bonitas de la compañía del Folies, las cuales prometieron buscar entre sus amigas a alguna que estuviera sin empleo o empleada en otro lugar. («En las calles, sin duda», dijo LeVie en inglés a Fitzfarris, quien replicó: «Diablos, no me importa la procedencia.») Así, después de seleccionar a las amigas prometidas, Fitz presentó orgullosamente a Florian un corro de diez bailarinas de cancán, bellas, bien formadas y serviciales. Cuando Florian preguntó a las muchachas si poseían pasaportes, se quedó un poco atónito cuando le entregaron lo que ellas llamaban sus brémes —o «lenguados»—, las tarjetas blancas expedidas por el departamento de policía, donde figuraban las fechas de sus periódicos exámenes médicos.
—Bueno —dijo Florian después de mandar las chicas a Ioan para que les probara los vestidos—, pueden ser putains, pero al menos no son poivriéres. —¿Qué? —preguntó Fitzfarris. —Son prostitutas, pero no pimenteros. No contagiarán a nuestra compañía, ejem, infecciones engorrosas. —Y además son cojonudamente bonitas —añadió Fitz, muy contento—. Y lo mejor de todo, bailarán el cancán sin nada absolutamente debajo de las faldas. —Vamos, vamos, sir John. Si deseas añadirlas a tu osado espectáculo, vístelas, o desnúdalas, como quieras, pero cuando bailen en la pista deben ir decentemente tapadas por debajo. Daré instrucciones a la modista en este sentido. Ioan tardó una semana en terminar los trajes de aquellas muchachas. Todos eran idénticos de estilo, ceñidos y muy escotados, con faldas de mucho vuelo hasta la rodilla y muchas enaguas, pero cada vestido tenía dos colores y no había dos colores iguales en los diez conjuntos. Así, cuando bailaban el preludio de cada función, formaban una mélée deslumbrante y caleidoscópica en la pista. Su danza frenética y bulliciosa de piernas alzadas, cinturas dobladas hacia atrás, pasos vistosos y súbitas despatarradas —al son del obsceno cancán de Orphée aux Enfers del maitre Offenbach—, no podría haber sido más excitante y erótica si la hubiesen bailado completamente desnudas. Más tarde, después de cada función, las chicas se dirigían al anexo de sir John para un posludio «sólo para hombres» del cuadro de la Doncella y Fafnir. Entre las funciones, las chicas demostraron que «carecían totalmente de prejuicios» poniéndose a disposición, a precios de colega, de todos los hombres de la compañía —Hannibal, Banat y otros eslovacos— que no habían encontrado compañía femenina de las graderías. Luego, vestidas con su propia ropa, desaparecían del recinto del circo para ir o bien a sus viviendas de la ciudad o a trabajar de madrugada por las calles. Algunos de los ricachones disolutos e importunos de las sillas no habrían sido aprobados por Monsieur Nadar si las artistas que sucumbieron a sus halagos hubieran pedido su consejo. Una noche, cuando Jovan Maretic acompañó a Gavrila al hotel después de una cena de medianoche en Fouquet, ella le deseó buenas noches y subió en el ascensor... para volver a bajar casi inmediatamente e irrumpir en el vestíbulo a tiempo de encontrar todavía allí a Maretic, que compraba un cigarro en el bureau de tabac. Corrió hacia él, le agarró por la manga y dijo, llena de pánico: —iSava! Moj kci! Ona ne ovo u mojoj!
—¿No está en tu habitación? Quizá ha ido a pasearse por el hotel. —iNe, Jovan! ¡Tampoco están el abrigo y el manguito! —Entonces, quizá ha ido a dar una vuelta por las calles. No debes... —iEs más de medianoche! ¡Sólo tiene once años! —Aun así... no nos alarmemos, Gavrila. Déjame pensar qué podemos hacer... En aquel momento entró Sava por la puerta del vestíbulo casi vacío. Sonreía beatíficamente, pero a nadie ni a nada en particular. Se tambaleaba un poco al andar y daba la impresión de haberse puesto la ropa con prisas y sin cuidado. No se fijó en Gavrila y Jovan hasta que su madre exclamó: —iSava! ¿Dónde estabas? —iAh, hola, mati! —la saludó la niña con vaga cordialidad y una dificultad manifiesta para fijar la mirada—. Hola, Gospodín Maretic. —Parecía más blanca y transparente que nunca y el aliento le olía a anís—. He salido. —Ya lo vemos. ¿Adónde? —Con mi amigo Paul. ¿No te he hablado nunca de Paul? Hemos salido muchas veces. Hoy me ha dado un jarabe muy bueno. Tres o cuatro copas. —¿Es un niño este Paul? —No lo creo —gruñó Maretic—. Apesta a absinthe. —Y esta vez me ha escrito un poema. Sólo para mí. —Sava sacó un pedazo de papel manchado y arrugado—. ¿Ves, mati? Gavrila lo miró, furiosa. —Jovan, ¿puedes leer esto? A él le costó un poco descifrar las líneas de garabatos, llenas de tachaduras y palabras añadidas, pero logró leer en voz alta un par de versos —«Mignons, pilles, doux tetins d'enfant... d'elle pas encore en puberté»—; entonces tragó saliva y leyó el resto en silencio. — ¿Qué más dice? —preguntó Gavrila. — Bueno... —Maretic tosió—. Quienquiera que sea, parece conocer... ejem... bastante íntimamente... ejem... el cuerpo de la niña. — iSava! —exclamó Gavrila con voz ronca—. ¿Qué... qué habéis hecho tú y ese hombre? — Hemos ido a sus habitaciones. No son muy bonitas. Hemos tomado bebidas dulces. —Se llevó la mano a los labios para disimular un delicado erupto y luego sonrió, feliz, y movió sus blancas pestañas—. Después nos hemos ido a la cama y hecho lo que solíais hacer de noche tú y papá. Gavrila dirigió una mirada avergonzada a Maretic, quien clavó los ojos en un lejano rincón del techo del vestíbulo. Entonces Gavrila dijo a Sava, con una vaga esperanza:
—No puede ser. Yo soy una mujer adulta y tu padre era un hombre adulto. —Paul es un hombre adulto, pero las mujeres adultas son gordas y peludas. Y Paul ha dicho que sé hacer todo lo que hacen las mujeres adultas. —Sava adoptó una expresión muy adulta de satisfacción y complacencia—. Porque he tenido mucho, mucho cuidado de imitar todo lo que tú hacías con papá. —Gavrila no volvió a mirar a Maretic con apuro; se limitó a encoger los hombros como una vieja. Sava continuó, murmurando ahora con voz gangosa—: Paul ha dicho que se llama igual que papá, que su nombre es la traducción francesa de Pavlo. ¿Lo sabías? Su madre dijo, deshecha: —Debes de haberlo inventado, niña. No eres más que una niña. Es imposible... inconcebible... Maretic tosió de nuevo y replicó: —Inconcebible, tal vez, pero siento decirte que no es imposible. A juzgar por lo que el hombre ha escrito tan explícitamente en este... Gravrila le arrancó el papel de las manos, apretó contra ella a Sava con un gesto protector y casi gritó: —iJovan, vete ahora, te lo ruego! Enseñaré este papel a Gospodín Florian; él sabrá qué hay que hacer. Pero tú vete. Pensaba que ya había terminado con los hombres para siempre y tenía que haber sido así. Ahora he terminado en serió. Zbogom, Jovan. —Zbo'm, Jovan —repitió Sava, medio dormida. —Me iré —dijo Maretic, inclinándose—, pero no para siempre. Digo hasta la vista pero no adiós. Perdóname por decirte esto en un momento tan inoportuno, Gavrila, pero creo que tu pequeña familia necesita a un hombre. A la mañana siguiente Monsieur Nadar volvió al recinto del circo y Florian le enseñó el trozo de papel manchado que Gavrila le había dado antes. Nadar se ajustó en el ojo el monóculo cuadrado, leyó el poema y dijo: —El abominable Verlaine, no cabe la menor duda. ¿Por qué me enseña esto? —El abominable Verlaine, si fue él quien ha escrito estos versos, violó anoche a una niña de once años. —¿De veras? ¿A qué niña? —A nuestra Enfant des Ombres. A la pequeña albina. —¿A una hembra de corta edad? Paul debía de estar borracho como una cuba y desesperado. ¿Desea informar a la policía? Conozco a un inspector muy influyente. —No, no. Sólo quería estar seguro de la identidad del violador. Y le ruego, monsieur, que no hable a nadie de este triste incidente. Si cualquier hombre de este circo llegara a saberlo, Verlaine sería
perseguido y descuartizado. Yo me limitaré a despedazarle a latigazos la próxima vez que le vea. —iCalma, amigo! No estropee un buen látigo y no se exponga a un ataque de apoplejía. Paul Verlaine es capaz de acostarse con cualquier cosa caliente que no pueda escapar, pero prefiere con mucho a los efebos. Ya ha leído el poema. Es evidente que ha usado a la niña sólo porque su cuerpo es liso como el de un muchacho. Pero ahora, zut alors, ha hecho de ella una mujer. A partir de ahora le resultaría repugnante y se mantendrá alejado de ella. La niña no debe temer nada de él y es probable que el resto de ustedes no vuelva a verle nunca más. Nadar no se equivocó. Ningún miembro de la compañía vio más a Verlaine, ni en el circo ni en ningún otro lugar de París. Y aquel mismo día Florian acababa de dejar a Nadar cuando Gavrila se le acercó para decirle: —Lamento, gospodín, haberle molestado tanto esta mañana. Ha sido antes de que Sava se despertara. Al despertarse tenía un terrible dolor de cabeza y mareo de estómago, pero no recuerda el motivo. Incluso me ha preguntado por qué le dolía un poco allí abajo y por qué tenía un poco de sangre. Le he dicho rápidamente una mentira, que ayer intentó despatarrarse como una chica del cancán. Es la primera mentira que digo a Sava en toda su vida. —Enteramente justificada, Gavrila, y muy oportuna. Es una suerte que la niña no recuerde lo sucedido; suele pasar después de una borrachera. ¿Qué recuerda de anoche? —Que visitó las habitaciones de un hombre llamado Paul. Nada más. Y que hoy se ha despertado en su propia habitación. —Alégrate, entonces, de que el bastardo la emborrachara. Y no insinúes siquiera lo ocurrido. Quizá con el tiempo llegue a olvidar al hombre y cómo se llama. Esperemos que sea así. Mientras tanto, hazla permanecer en cama hasta que se encuentre mejor y tú vuelve y quédate a su lado. Prescindiremos de tu número mientras... —No, gospodín, trabajaré. —Gavrila se ruborizó levemente—. No todos los hombres son malos. Un hombre muy bueno está ahora vigilando a Sava. Es incluso mejor padre que el auténtico. En la tienda vestidor de las mujeres, donde las dos chicas Simms preparaban sus trajes para la primera función del día, Domingo preguntó por decir algo a su hermana: —¿Dónde pasas tu tiempo libre últimamente? Ya no vas de tiendas con las otras mujeres y nunca te veo acompañada a ninguna parte por algún ricachón. Lunes rió y dijo: —Mira. —Cogió su abrigo, sacó de él un bolsito que tintineaba mucho, lo volcó sobre el tocador y dejó caer un montón de monedas de oro—. Estoy ganando más dinero fuera que dentro del espectáculo.
—iDios santo! —exclamó Domingo, mirándola fijamente—. ¿Cómo? —¿Te acuerdas de aquel hombre que me dibujó? —Sí. Monsieur Doré. —Ahora le llamo Gus. Fui a su estudio tal como me dijo para que me pusiera algo sobre el retrato que evitara los borrones y le he visto mucho desde aquel día y también a sus amigos pintores. —Rió—. Y ellos también han visto mucho de mí. —i Lunes! —Gus hace dibujos para un libro sobre los ocios de un rey y he posado para todos los retratos de damas elegantes, vestida con trajes muy estrafalarios. Pero los amigos de Gus (Edgar, Edward, August y JeanBaptiste) prefieren pintarme sin trajes y me pagan mejor así. — Lunes! ¿De verdad te desnudas delante de desconocidos? — Claro. Dicen que adoran el color de mi piel y que no hay muchas francesas que lo tengan. — ¿Cómo puedes saber qué dicen? No conoces más de una docena de palabras en francés. — Oui, oui —replicó Lunes con sarcasmo—. No necesito muchas más. Oui, oui. Pero la mayoría habla un poco de americano. Y déjame decirte una cosa, hermanita: ellos no se burlan de mí como tú haces siempre. Esos caballeros piensan que el acento sureño es distinguido y gracioso. — En este caso encontrarían adorable a Hannibal Tyree. Pero esto no importa. ¿Posar desnuda es todo lo que has hecho? ¿Lo único por lo que te han pagado? Lunes dio un bufido. — Diablos, no. ¿Crees que pagarían con oro sólo para mirar carne morena? Les gusta probarla. — ¿Y tú se lo permites? ¿A todos esos hombres que has mencionado? — Bueno, no a todos a la vez. Y a veces posan otras mujeres y se suman a nosotros. —Y añadió vagamente—: De uno u otro modo. — Lunes, esto es... —Domingo agitó las manos, sin saber qué decir—. Hacerlo con promiscuidad y por dinero... vaya, esto es pura... — iCállate! Te juro que dejaré de llamarte hermana para llamarte tía. Tú no tienes a ningún hombre que desee desnudarte y por esto no quieres que yo me divierta. Domingo suspiró. —Quizá tengas razón. Quizá sea por esto. — Consérvate pura e inocente para ese Zachary Edge, que de todos modos es demasiado viejo para ti... Quizá demasiado viejo para cualquiera. No le he visto nunca acompañando a damas de las sillas. —La otra noche me llevó a cenar a Vefours. —Junto con el señor Florian y Daphne Wheeler. ¿No es romántico? — Lunes miró a su hermana entornando los ojos—. Voy a enseñarte una cosa que tengo guardada. Está en el remolque. Quédate aquí.
Lunes tardó sólo unos minutos en volver con un pedazo de papel doblado y amarillento. — ¿Recuerdas que después de la muerte de miss Auburn, el viejo Zack distribuyó todas sus cosas? — Claro. Aún tengo su caja de música. — A mí me dio un grabado suyo. Pasó mucho tiempo antes deque encontrara esto oculto detrás del marco. Supongo que el viejo Zack estaba aturdido aquellos días y olvidó que lo había metido allí. En cualquier caso, calculo que miss Auburn debió de escribir esto cuando pensaba que moriría de muerte natural, mucho antes de que decidiera suicidarse. Lunes alargó el papel a Domingo, quien observó, titubeando: —Probablemente su intención fue que sólo lo leyese Zachary. — Bueno, pero hay tu nombre escrito, así que, ¿quién tiene más derecho a leerlo? Domingo lo desdobló con manos un poco trémulas y leyó con lentitud una parte del papel: Zachary, yo podría haber escrito este mismo sentimiento, pero otra mujer lo hizo mucho mejor. Amor mío, cuando haya muerto... no me cantes canciones tristes...» —Domingo sollozó y luego siguió leyendo en silencio hasta que llegó a la mitad de la hoja—. «Como es natural, puedes conocer a alguien fuera del circo, quizá una gran dama realmente distinguida...» Lunes observó, insensible: Como aquella gran condesa tan distinguida de la que se enamoró. Domingo levantó la vista y dijo lealmente: —Sólo fue porque le recordaba mucho a Autumn. —Volvió a la nota—: «Pero, Zachary, entre nuestra propia compañía...» —Y se interrumpió con una exclamación ahogada. —Ya te lo he dicho —advirtió Lunes—, debías de gustarle muchísimo a esa miss Auburn. Nunca en mi vida he oído decir a una mujer blanca tantas cosas buenas de una mulata. Ni echarla en los brazos de su propio hombre blanco. Domingo dijo con voz temblorosa: —Me pregunto si Zachary leyó esto alguna vez. —No creo que ella lo dejara donde yo lo encontré. ¿Quieres decir que no te ha hablado nunca de esto? —No. Y tú tampoco debes decir nada, Lunes. Aunque supongo que todavía es propiedad tuya. —Y le alargó la nota. —Diablos, ¿para qué lo quiero? Te diré la verdad, hermanita. Sólo lo guardaba por despecho, porque nadie me ha llamado nunca inteligente, bondadosa y tantas cosas buenas. Ahora es tuyo. Podría ser un argumento bastante poderoso si realmente quieres cazar a ese... ¿por qué lo rompes?
6 MAISON DE L'EMPEREUR Palais des Tulleries, Premier Chambellan le 3 mai 1870 Monsieur Florian, Par ordre de l'empereur, jai l'honneur de vous prévenir que vous étes invité, ainsi que... —Bueno —dijo Florian con gran satisfacción, mostrando a sus principales subordinados la invitación, exquisitamente grabada, que acababa de entregarle un mensajero con librea—, empezaba a pensar que el emperador nos había olvidado. Pero estamos todos invitados (menos el personal eslovaco, claro), junto con cualquier consorte civil o los amigos que deseemos incluir, primero a cenar en el palacio de SaintCloud y después a un baile de disfraces en el Grand Trianon de Versalles. El día primero de junio. Según la nota del chambelán, muchos otros personajes destacados de todas las artes estarán presentes en la cena. Y supongo que alrededor de mil miembros de la aristocracia asistirán al baile. ¿Queréis hacer correr la noticia por el recinto del circo, caballeros? Averiguad el número exacto de personas dispuestas a ir, incluyendo las ajenas al circo, para que pueda informar de ello al chambelán. —¿Significa el baile de disfraces —preguntó Edge— que podemos asistir con el traje de pista? —Todos aquellos que deseen llevarlo —contestó Florian—, pero me imagino que la mayoría de nosotros preferirá asumir una personalidad diferente con la excusa de semejante acontecimiento. —Creo —dijo Willi— que uno de nosotros debería invitar a Monsieur Nadar. Nos será útil para identificar a los otros invitados. —Te refieres a que nos ofrecerá los últimos y más jugosos chismes acerca de ellos —observó Florian con una sonrisa—. Sí, tiene que acompañarnos. Muy bien, id a comunicarlo a los artistas. Aún faltan tres semanas para la gran noche, pero este plazo puede ser corto para las damas que deseen adquirir vestidos lujosos para la ocasión. Y, Stitches, ¿prepararás carteles anunciando que el Florilegio no actuará aquel día? Ni la víspera, para los preparativos, ni al día siguiente, para nuestra recuperación. Cuando los demás hubieron salido de la oficina, Fitzfarris se quedó rezagado. — Me gustaría hablar un momento en privado, director, acerca de las chicas del cancán. — iDios mío! Me temo, sir John, que se sentirían tan desplazadas como los eslovacos en una cena de gala.
— Oh, estoy de acuerdo. No se trata de esto. Quería decirle que las chicas me han abordado en grupo para pedir un aumento de sueldo. —¿Qué? Les pagamos el doble de lo que dijiste que ganaban en aquella mísera revista de café. Y deben de ganar aún más con sus, ejem, actividades extralaborales. Fitzfarris, incómodo, explicó: — Bueno, sí, lo hicieron durante un tiempo, pero ahora ya no. Ignoro cómo decirlo exactamente, director. La portavoz de las chicas (no, no es esto, supongo que debería llamarla la portavoz de las putas) dijo que han perdido su negocio del patio posterior. Une putain amateur se... ejem... se ofrece gratis a todos los clientes. — iCielos! ¿Una aficionada hace el trabajo de diez profesionales? Pues no he visto a ninguna desconocida en el patio trasero. Fitzfarris respiró hondo y dijo: — Describen a su competidora como «ce petit blanc ver». Si he comprendido correctamente... — «¿Ese gusanito blanco?» Dios mío, sólo podría ser... —Sí. Yo también lo encuentro increíble, pero las chicas insisten en que es así. Aún no he pedido cuentas a Sava ni a su madre; no sabría cómo hacerlo. Por esto le paso el problema a usted. Lo siento. —No lo sientas —dijo Florian, preocupado—. Después de todo, el papel de pater familias de esta compañía es mío. Pero vete de prisa y envíame a Gavrila. A Edge también le hacían una consulta en privado. Se trataba de Clover Lee, a quien acababa de comunicar la noticia de la velada palaciega. —Ya sabía que se estaba planeando —respondió ella—. Me lo dijo un... un amigo de la corte. También estará en el baile. Pero me gustaría pedirle un favor, coronel Zack. ¿Querría conocerle fuera del circo antes de que lo presente a Florian en el baile? Tengo una razón para pedírselo. —Está bien. ¿Cuándo y dónde? — Domingo me ha dicho que frecuenta un café donde a veces come al mediodía. —Sí, pero no es lugar para llevar a nadie. Le Commerce, en los mercados de pescado de les Halles. Si tu amigo es duque o conde, no creo indicado... — Será perfecto. Allí no es probable que alguien le reconozca. ¿Mañana a mediodía? En cuanto Fitzfarris hubo pedido a Gavrila que acudiese a la oficina de Florian —por un motivo sin especificar—, tuvo que afrontar otra situación inquietante, al menos durante un rato. Cuando habló a Brunilda y Kostchei de la invitación imperial, ambos rogaron ser excusados, él por la razón de siempre, porque no quería provocar una pérdida de apetito general, ella porque su familia era demasiado conocida por muchos miembros de los círculos cortesanos imperiales y
su presencia en calidad de atracción circense podía ser causa de bochorno para todos. Fitz no se sorprendió de que rechazaran la invitación, pero se quedó estupefacto cuando la giganta añadió: — A Timoféi y a mí no nos importa la soledad ocasional porque nos hacemos compañía el uno al otro. Y para que esta compañía sea permanente, sir John, hemos decidido casarnos. Fitzfarris calculó instantáneamente: constituían el veinticinco por ciento de su espectáculo. — Bueno —dijo, decepcionado—, desde que está con nosotros la hemos llamado siempre Olga, pero todos sabemos que es princesa y una mujer rica. Supongo que no podemos lamentar que, habiendo encontrado un marido de su gusto, decida disfrutar de su fortuna, y de su buena suerte, en un retiro permanente, pero no cabe duda de que este espectáculo perderá mucho sin los dos. —Oj, nyet, nyet! —exclamó Kostchei, alarmado—. No nos despedirá porque nos casamos, ¿verdad? —Pues claro que no. Diablos, no. Sólo suponía que se iban a comprar un palacio en alguna parte para vivir allí eternamente felices, como suele decirse. Brunilda rió con alivio y dijo en tono alegre: —¿El ogro y la ogresa buscando un palacio sombrío en medio de un oscuro bosque? Eso sería demasiado aislamiento y demasiada soledad. Nyet. Aquí hemos hecho amigos, sir John, que no nos consideran monstruos. Y aquí podemos ver a otras personas y procurarles distracción o un breve estremecimiento sin tener que mezclarnos con ellas y fingir ser como ellas. Esta es la vida que deseamos seguir viviendo, si nos permiten quedarnos. —iMaldita sea, pues claro que sí! —exclamó Fitzfarris, alborozado—. iY menuda fiesta, cuando se casen! Puedo garantizarles que Florian organizará una boda por todo lo alto... —i Oj, no, por favor! —suplicó la giganta—. Esto lo estropearía todo. Mi familia de Rusia moriría sin duda de mortificación ante semejante publicidad. —Ah, bueno, supongo que tiene razón —concedió Fitz, aunque decepcionado—. Qué lástima. Habría sido una boda mucho más sonada que la de Tom el Pulgarcito. —No deseamos ningún boato, ninguna mención pública, sólo una ceremonia civil en una oficina municipal. Si puede enterarse de las gestiones pertinentes, se lo agradeceremos mucho, sir John. —Sí. Está bien. Lo averiguaré. Gavrila entró bailando en el furgón rojo, diciendo con gran entusiasmo: —John Fitz me ha comunicado la estupenda noticia. Por favor, ¿me permitirá invitar a Gospodín Maretic?
—Por supuesto. En cierto modo deseaba hablarte de tu amigo Maretic. Siéntate, querida. —Florian jugueteó un minuto con los objetos de su mesa y entonces dijo con cautela—: Por lo visto la pequeña Sava no ha olvidado todo lo ocurrido la noche de su, ejem, rapto. De hecho, parece ser que le gusta repetir algunas cosas de esa noche. —Se atusó la perilla—. Supongo que una madre debe de ser la última en saberlo. Gavrila levantó una mano trémula para ocultar el temblor de sus labios. Florian tuvo que continuar y hablarle de las actividades de Sava, pero se abstuvo de mencionar su presunta voracidad y el efecto de ésta sobre las ganancias de diez prostitutas profesionales. —¿Lo hace con un eslovaco? —preguntó Gavrila, casi vomitando—. Svetog Vlaha! Pero... pero... ¿no podría usted... expulsarlo, gospodín? ¡Un hombre así! Florian no explicó que tendría que despedir a todos los peones, a la banda, a los cuidadores de elefantes y sólo Dios sabía a cuántos más. En vez de esto, dijo: —Creo que en esta ocasión no hay un culpable. Ahora la culpa es de Sava. O mejor dicho, el problema, la enfermedad. Lo que la profesión médica llama citeromanía. La niña necesita vigilancia. Si invita a intimidades (y considerando su tierna edad, su atrayente inocencia y su innegable carácter único), tendría que ser muy fuerte el hombre que la rechazara. Gavrila murmuró con tristeza: — No puedo vigilarla cada minuto. — Me hago cargo. Y esto nos lleva a Gospodín Maretic. Dices que es un hombre bueno y, por lo que he visto y oído de él, estoy totalmente de acuerdo. ¿Te ha pedido por casualidad que te cases con él? — Casi —musitó ella—. Si yo le diera a entender que respondería afirmativamente, me lo pediría. —Entonces, ¿por qué no lo haces? Y acepta cuando te lo proponga. Gavrila pareció tan sobresaltada ahora como ante la revelación de las indiscreciones de Sava. —iPorque no es del circo! Es un blagajnik, un cajero de un banco. — En este caso me temo que deberías considerar las ventajas de abandonarlo. —¿Después de toda mi vida? —gimió ella. — Una decisión terrible, lo sé, y un paso muy doloroso, si lo das. Yo mismo no querría tener que contemplarlo nunca. Pero es evidente que Maretic se gana bien la vida como empleado de banca y tú no necesitarás trabajar. Una existencia segura y tranquila te compensaría pronto de la pérdida de las lentejuelas, la excitación y los aplausos. — Pero... pero... ¿y los pasovi? —¿Los terriers? ¿Le disgustan los perros a Maretic? —No, no. Le gustan.
— Pues asunto arreglado. Otras familias tienen animales en casa. Los tuyos sólo se diferencian en que tienen un talento extraordinario. —Y su público sería un solo hombre. —iEntiéndelo, mujer! No estamos hablando de ti ni de tus perros ni de los patanes del circo. Estamos hablando de lo que es mejor para Sava. — Es cierto. Soy tonta y egoísta. —La niña nació diferente de los demás, al menos en apariencia. Tuvo un padre desapegado que mereció su terrible fin. Además, Sava perdió a su hermano, que era la única persona igual que ella en su mundo inmediato. Entonces, el primer amigo que encontró fuera del recinto del circo abusó brutalmente de ella. No es extraño que la niña se haya vuelto... bueno, revoltosa. Pero podría redimirse si tuviera un hogar, una familia, la escuela, seguridad. Compréndelo, no te estoy ordenando que te cases y entiendo tu resistencia a abandonar la única clase de vida que has conocido. También entiendo a Gospodín Maretic. Tal vez cargue con más reponsabilidades de las que un típico empleado de banca esperaría encontrar en el matri monio. Gracias a Dios es un yugoslavo decente y de carácter firme, no un francés frívolo propenso a los caprichos. Sólo te insto, Gavrila, a considerar lo que es mejor para vosotras. Si es el matrimonio, no lo retrases demasiado. Entretanto yo daré órdenes estrictas de no acercarse a Sava a todos los hombres de este recinto. Pero no puedo ordenar ni controlar a la propia Sava. Eres tú quien debe hacerlo, y sin tardanza. Al día siguiente Clover Lee y su amigo llegaron tarde al café Le Commerce, así que Edge ya tenía delante un plato y una carafe en su mesa de la acera y, mientras comía, leía el único periódico inglés de París, Galignani's Messenger. Las mesas exteriores del café estaban muy juntas y todas ocupadas y los clientes que no hablaban, reían o gritaban «Garcon!» ruidosamente, comían haciendo casi el mismo ruido al sorber bisques y sopas, partir los caparazones de cangrejos, langostas y écrevisses y manejar cubiertos, platos y copas. Los camareros pasaban a toda prisa por entre las mesas con las bandejas en alto, gritando con fuerza: «Par n, 'sieurs, 'dames!», pero a pesar de ello dando codazos a los comensales y ladeando sombreros. El bullicio y la animación no terminaban en el bordillo del café, porque se trataba de la rue Coquilliére. Por esa calle circulaban grandes carros tirados por grandes caballos y bueyes que transportaban barriles recubiertos de sal y hielo. Los mozos que iban a pie hacían casi el mismo ruido porque llevaban zuecos de madera y caminaban bajo el peso de cestas rebosantes de arenques o de esturiones enteros, grandes como ellos mismos. También se lanzaban mutuamente joviales insultos o chocaban entre sí y entonces intercambiaban invectivas muy poco
joviales. En medio del miasma general de pescado crudo, tripas, escamas, lodo, algas y agua salada de la calle, Le Commerce era un oasis olfatorio, ya que olía mucho más dulcemente a pescado cocido, vino, café, mantequilla caliente, cebollas, alcaparras, escalonias y ajo, ajo, ajo. Edge se apresuró a levantarse, cogiendo y dejando caer torpemente la servilleta y el periódico, cuando Clover Lee y un apuesto caballero de unos treinta años —vestidos ambos como para una presentación en palacio— aparecieron junto a su mesa. —Zachary, te presento a mi buen amigo Gaspard, comte De Lareinty. Gaspard, el coronel Zachary Edge. Edge tragó lo que tenía en la boca, murmuró «Excelencia» y estrechó la mano del conde. —Zut, Zachary, llámeme Gaspard. O Jasper, si prefiere la versión inglesa. Después de todo, ya casi soy medio miembro de su familia circense. Siéntese, por favor. Termine su de euner. Edge indicó con la mano, como excusándose, su entorno bullicioso y poco elegante y dijo: —Nunca en mi vida he podido hartarme de ostras, así que aquí en París me atiborro de ellas y en este lugar sirven las mejores. Señaló la bandeja, con su pirámide de ostras abiertas: las Finesde Claire de un verde brillante, las portuguesas de un verde apagado, las Belons plateadas y, añadidos por el chef por el contraste de su color, algunos mejillones de vivo tono anaranjado. El conde se ajustó su monóculo en su ojo, miró a los toscos y mal vestidos comensales y observó con aire condescendiente: —Un estaminet des piedshumides. Singulier, oui. —Desde luego las ostras tienen muy buen aspecto —dijo Clover Lee, mientras el conde le acercaba una silla—, pero nunca como nada antes de una función. ¿Tal vez, Gaspard, un apén'tif? El conde levantó una mano y chasqueó los dedos sin levantar la vista. Quizá no fuera conocido en aquel ambiente, pero mientras todos a su alrededor gritaban «Garcon!», él tuvo al instante un camarero a su lado. Pidió un absinthe para sí mismo y un cassis sin alcohol para Clover Lee. Edge terminó rápidamente sus ostras para que el camarero pudiera llevarse la bandeja cuando trajera las bebidas. El conde convirtió en una pequeña ceremonia el hecho de verter la copita de claro ajenjo en la copa de agua clara y contemplar cómo la mezcla adquiría un color opalino e irisado. Edge bebió un sorbo de su vino y dirigió a Clover Lee una mirada alentadora. —Bueno, ya debes haberlo adivinado, Zack —dijo ella, un poco nerviosa. Se quitó el guante de la mano izquierda para enseñar el anillo con un brillante del tamaño de una uña—. Gaspard y yo estamos prometidos.
El conde bebió un sorbo de su copa y, como si no fuese en absoluto el tema de la conversación y la reunión, declaró con sentimiento: —iAh! Cuando lleguemos al paraíso, amis, comprobaremos que sólo es la hora del aperitivo, prolongada hasta el infinito. —Me alegro por ti, Clover Lee —dijo Edge—. Te deseo buena suerte y toda clase de alegrías. Y le felicito a usted, Gaspard. Y estoy seguro de que ninguno de los dos necesita mi consentimiento. — Lo que nos gustaría pedirte —contestó Clover Lee— es que seas nuestro intermediario, por así decirlo. Verás, Zack, al convertirme en comtesse de Lareinty, dejaría... bueno, abandonaría el circo, ya que tendría mi hogar en París. El conde comentó con frivolidad: — Es mejor morir a los treinta años en París que vivir hasta cien en cualquier otro lugar. —De modo que quieres que le dé la noticia a Florian —dijo Edge. Clover Lee respondió: — De todos los artistas del espectáculo, yo he estado en él más tiempo que nadie, excepto Jules y Hannibal. Temo que nuestro viejo y querido director se disguste. —Hélás —dijo el conde—, pero todo el mundo ha de soportar alguna vez su mauvais quart d'heure. —Sí —contestó Edge—, puede significar un mal cuarto de hora para Florian. Pero ya sabes, Clover Lee, que siempre ha querido lo mejor para su compañía y conoce tus ansias de siempre por... —Oh lá! —exclamó alegremente Clover Lee, con cierta precipitación, para impedir que Edge añadiera algo más—. Me sentí abrumada cuando se me declaró un hombre no sólo bueno, elegante y guapo sino también de noble cuna. Jamás habría esperado tal honor. —Y al decirlo clavó en Edge una significativa mirada de sus ojos color cobalto—. He intentado una y otra vez convencer a Gaspard de que soy indigna, de que sólo soy... — Ha sido muy franca y honesta, Zachary —interrumpió el conde, y Edge arqueó involuntariamente las cejas—. Le he citado ejemplos previos. La comtesse de Chabrillan fue en un tiempo, como Clover Lee, équestrienne de circo, le Cirque Franconi. Y la marquise de Caux era y aún es cantante, la diva Patti. Ahora bien, estas mujeres poseían fortuna propia y compraron a estos maridos con títulos. En cambio ésta... —Posó una mano cariñosa sobre la de ella—. Le citaré sus palabras exactas, Zachary. Dijo: «Soy una muchacha pobre, excelencia. La inocencia que usted admira es toda la dote que puedo aportar al matrimonio.» —Ah —profirió Edge, incapaz de pensar en otro comentario, y ahora Clover Lee no le miró a los ojos.
— Sin embargo —prosiguió el conde—, por mucho que valore la habilidad y la gracia de Clover Lee en el circo, y su bien ganada celebridad, no necesita y no puede continuar a la vista del público. La Patti debe hacerlo, a fin de mantener a su marquis de Caux. Yo, en cambio, tengo una buena situación financiera. Y lo que es más importante, mi familia es bastante conocida y yo mismo ocupo una posición de cierta prominencia en la corte de su majestad. —Se encogió expresivamente de hombros. — Gaspard es ayudante de campo militar del emperador —explicó Clover Lee. —Comprendo la situación —dijo Edge—. La esposa del césar y todo eso. Pero Gaspard, si desempeña un cargo militar tan alto, con todos los rumores de una guerra inminente, ¿es éste el momento apropiado para tomar esposa? ¿Un hombre que será rehén de la suerte? Gaspard replicó con voz suave: —Soy francés, mon colonel. ¿Muerte? ¿Captura? ¿Rendición? iJamás! Me daré a la fuga. Las sentenciosas declaraciones previas del conde no le habían granjeado el cariño de Edge, pero la última le obligó a sonreír. Esto, por desgracia, consiguió que su expresión pareciese tan severa como si hubiera tomado en serio la frivolidad de Gaspard, el cual añadió con rigidez, un poco ofendido: —Estaba bromeando, claro. — Oh, ya lo sabe, Gaspard —terció Clover Lee, riendo—. Cuanto más satisfecho está el coronel, tanto más feo parece. ¿De modo que contamos con tu bendición, Zachary? — Sin reservas. Ahora sería mejor que tú y yo volviésemos al circo para vestirnos. Acorralaré al director en la primera oportunidad. Esperó a que Florian estuviera descansando solo en su remolque, después de la función, y le comunicó la noticia. —No sé si Clover Lee será muy feliz —añadió Edge— casada con un jaspe llamado Jasper cuya conversación consiste principalmente en charlas de café y banalidades, pero siempre ha deseado un hombre rico con título y en éste tiene el artículo genuino. —Nada está más lejos de mi ánimo que poner trabas al verdadero amor —dijo Florian con cierta ironía—, pero empiezo a tener la sensación de que todo el Florilegio se desintegra en aras de la domesticidad. Creo que aún no estás enterado de otros dos ejemplos. —Contó a Edge los planes de Kostchei y Brunilda, el problema de Sava y la posibilidad de solucionarlo con el matrimonio de Gavrila—. Lo único que me falta es que venga a verme la modista para decirme que se convierte en Madame Fontanero Delattre. O que Monsieur Roulette y el barón Wittelsbach me anuncien que montan casa para compartir un hogar.
—Bueno, no lo diga como si fuese el fin del mundo, director. Me imagino que podemos reclutar a nuevos talentos cuando sea necesario. —Supongo que sí —asintió, Florian, fatalista—. En cualquier caso, nadie desertará antes de la cena y el baile del emperador. Después, ya veremos. Una vez más, como ya ocurriera en San Petersburgo, los artistas que necesitaban trajes de etiqueta para la cena y el baile tuvieron que repartirse entre diversas tiendas de ropa porque todas las de París, desde Worth y Dobergh hasta la costurera más humilde, estaban inundadas de encargos. Los couturiers de ropa femenina se hallaban especialmente solicitados y, a menudo, entre la clientela se veía a hombres fornidos vigilantes. Eran los lacayos que habían traído los diamantes, esmeraldas y rubíes de sus señoras para que los cosieran en corpiños o tocados y que no se marcharían hasta que pudieran llevarse consigo las valiosas prendas. Sin embargo, con la participación de Ioan Petrescu, que trabajó todos los días hasta el anochecer y, a la luz de una lámpara, hasta altas horas de la madrugada, todos los artistas tuvieron su vestuario terminado la víspera del gran día. Algunas mujeres dijeron: —Querida Ioan, has trabajado con ahínco para todas nosotras. Pero ¿y tu traje para el baile? —Ah —respondió ella, frotando sus ojos enrojecidos—. Mi Pierre me lo está terminando. —¿Un fontanero te hace el disfraz? ¿De qué irás disfrazada? —Ya lo veréis —contestó Ioan con una sonrisa cansada pero feliz, y no quiso dar más detalles. El palacio de SaintCloud estaba a apenas cuatro kilómetros de los límites del Bois de Boulogne. La gente del circo acudió vestida de etiqueta para la cena en fiacres alquilados y un solo conductor eslovaco los seguía con uno de los carromatos del equipaje cargado con los disfraces para el baile. El llamado palacio no se parecía en nada a la majestuosa estructura de los jardines de las Tullerías, pues era simplemente una casa de campo inmensa, hogareña y cómoda situada sobre una colina de un parque desde donde se dominaba todo París. Cuando los artistas se apearon de sus carruajes a la luz del crepúsculo, se señalaron mutuamente los edificios que podían reconocer desde aquella distancia: NotreDame, el Panthéon, los Invalides, su propia carpa en el Bois. —Debe perdonarme, mi querido Florian —dijo el emperador cuando saludó al grupo—, por descuidarle todo este tiempo. Me he visto obligado a dedicar todo el invierno y la primavera a los más deprimentes asuntos de estado. —No deprimentes, angustiosos —le corrigió bruscamente la emperatriz. Eugenia era casi veinte años más joven que Luis Napoleón, pues apenas pasaba de los cuarenta años y aún era una mujer hermosa, aunque su
hermosura pareciese frágil y quebradiza, como si la hubiesen barnizado recientemente. A pocos pasos detrás de ella se mantenía, y se mantuvo durante toda la velada, un corpulento servidor nubio con túnica recamada de oro. Luis y Eugenia presentaron a la gente del circo a los otros miembros presentes de la realeza: su hijo, el príncipe imperial, Eugenio Luis, de sólo catorce años, pero varonil y educado, y el primo del emperador, rechoncho, calvo, de mejillas fofas, que era Jéróme, príncipe Napoleón. Los recién llegados saludaron a estos personajes con inclinaciones y reverencias y se dirigieron respectivamente a los príncipes como «alteza imperial» y «alteza»; Monsieur Nadar, en cambio, era una figura tan familiar en aquella casa que sólo se dirigía formalmente al emperador y a la emperatriz y llamaba al joven príncipe «LouLou» y al adulto «PlonPlon». PlonPlon atendió distraído a las presentaciones porque estaba impaciente por acaparar a Clover Lee. Esta había optado por llevar aquella noche su color distintivo fuera del circo e iba ataviada con aquel mismo vestido de brocado Clover Pink que había visto por primera vez en el Printemps. —Mademoiselle —dijo el príncipe, inclinándose tanto que casi metió su carnosa nariz en el escote de ella—, he asistido a tres actuaciones suyas y quedado encantado, extasiado y esclavizado. He insistido en que mi prima nos sentara al lado esta noche en la mesa. —Pero ahora deseo introducir un cambio en los asientos de la mesa principal —anunció Eugenia, a quien Edge había hablado consideradamente en español al serle presentado. Hizo una seña al corpulento criado negro y dijo—: Scander, el coronel debía sentarse con mademoiselle Leblanc. Coloca su tarjeta a mi derecha. —Y añadió, dirigiéndose con coquetería a Edge—: Espero que no le importe, monsieur le colonel, hablar con una aburrida matrona española en lugar de con una actriz joven y bella. De todos modos, su encanto se habría malgastado en Léonide porque es más aburrida que yo e inaccesible, en caso de haberla usted seducido, ya que es amante del duc d'Aumale. Ahora vengan todos a conocer a los demás invitados. La mayoría de éstos daban vueltas y sorbían aperitivos en un grandioso salón de enormes ventanales que ofrecían una vista panorámica de París extinguiéndose y desapareciendo en la oscuridad para ser reemplazado por una galaxia de innumerables puntos luminosos contra el terciopelo violáceo de la noche. Los invitados incluían a un buen número de duques, condes y marqueses, algunos acompañados de esposas —«no necesariamente las propias», observó Nadar, sotto vote— además de otros artistas. Estaba la actriz Léonide Leblanc, más famosa por su belleza sensual que por su talento de actriz. Estaba Sarah Bernhardt, de cabellos rizados y aspecto de muchacho, que consumía licores y
cigarrillos en cadena. Estaba Adelina Patti, excesivamente gorda, cuyos pechos amenazaban constantemente con salirse del décolletage á la baígnoire. Estaba Hortense Schneider, la comédienne estrella de casi todas las operetas de Offenbach, que ahora pasaba algunos años de la flor de la edad. Y estaba Giuseppina Bozzacchi, muy joven, muy bonita, que inmediatamente corrió a abrazar a Clover Lee. Mientras el emperador y la emperatriz se encargaban amable e informalmente de las complejas presentaciones cruzadas, en el gran salón los invitados fluctuaron y se ondularon en saludos y reverencias, de modo que la reunión llegó a parecer un mar bastante turbulento. Entretanto, como era de esperar, Nadar daba a los artistas que se encontraban cerca y deseaban escucharle un resumen muy jugoso sobre este o aquel invitado. —Existe una divertida anécdota relacionada con Hortense Schneider. En su juventud le dieron el apodo de «le Passage des Princes», nombre de aquella galería de tiendas del centro, porque no sólo entretenía horizontalmente a Luis Napoleón, sino también al jedive de Egipto, al zar Alejandro de Rusia y Dios sabe a cuántos más falos coronados. Pues bien, una vez, el jedive Ismail tomaba las aguas en Vichy y estaba tan aburrido que dijo a su secretario: «Haz venir a Schneider.» El secretario, que era nuevo en el puesto, llamó a Adolphe Schneider, el fabricante de municiones que suministra a Egipto la mayor parte de su armamento. Adolphe llegó con el primer tren, fue recibido por el séquito del jedive, conducido a un apartamento rebosante de flores y metido en un baño perfumado. Al cabo de un rato entró Ismail, también él perfumado, empolvado y listo para un revolcón. Y allí, rodeado de burbujas, estaba el viejo Adolphe, desnudo, gordo, con su bigote de morsa. Yo habría dado cualquier cosa para ser una mosca en la pared. Fitzfarris preguntó, riendo: —Bueno, ¿y qué ocurrió? Nadar se encogió de hombros. —Para ser egipcio, Ismail dio pruebas de una sangre fría casi francesa. Encargó allí mismo a Schneider un gran cargamento de armas nuevas para su ejército. ¿Qué otra cosa habría hecho usted? Nadar no era en absoluto la única persona presente que contaba chismes picantes o malévolos. Las habladurías eran por lo visto moneda corriente en las conversaciones de las reuniones palaciegas. —... todo el mundo, absolutamente todo el mundo, murmura todavía sobre el modo en que ganó la GrandCroix de la Légion d'Honneur. Se escabulló del salón de baile con el duc de Loury y volvió, alrededor de una hora después, con la medalla de él enganchada inadvertidamente entre las cintas del corpiño. La Légionnaise de Déshonneur, la llaman ahora. Incluso su marido.
—... tiene un amante para cada día de la semana y cada uno debe pagar una parte de su manutención. El duque de los miércoles paga el alquiler, el conde de los jueves paga a su sombrerera, el marqués de los viernes surte de vinos su bodega, y así sucesivamente. El señor de los sábados no es un hombre de grandes medios, sólo un tenor de ópera de tercera clase, pero también ha de contribuir con algo, así que le hace personalmente la pedicura de sus callos y juanetes. —... inició su carrera en el burdel más bajo del puerto. Hoy gasta cinco mil francos al mes sólo en la limpieza de sus encajes de Chantilly. —... cuando Carpeaux le pidió que posara para una escultura, consintió con la condición de posar derecha. Carpeaux le dijo que sería una postura muy cansada y preguntó por qué insistía en estar derecha durante todas las sesiones. Ella contestó: «Me descansa.» —Messieurs, ¿quieren venir conmigo? —preguntó Napoleón a Florian y Edge—. Deseo enseñarles algo muy curioso antes de la cena. Mientras los dos le seguían por un tramo de escaleras, el emperador preguntó, como de paso: —Coronel Edge, ¿continúa negándose a considerar siquiera la reanudación de su antigua profesión de militar? — Sí, majestad. Luis Napoleón los precedió por un pasillo y abrió la puerta de una habitación iluminada que olía a acres productos químicos y parecía una mezcla de estudio, taller y laboratorio. El mobiliario consistía casi exclusivamente en diversas clases de aparatos y diversas piezas de maquinaria imposibles de identificar. — Lo llamamos el cuarto de jugar de los adultos —explicó el emperador con una sonrisa—. Aquella caja, por ejemplo, es el último juguete de PlonPlon, el aparato Dubroni. Mi primo cree que lo convertirá en un fotógrafo mejor que Nadar, pero no me pregunten por qué. Lo único que sé es que no deja de verter líquidos malolientes en sus orificios. Aquel objeto tan complicado era el hobby anterior de PlonPlon. Lo compró a un charlatán de feria que lo llamaba el microscopio de gas hidróxido. PlonPlon nos fastidió mucho durante un tiempo, paseándose con un alfiler y pinchando los dedos de todo el mundo. Examinaba y comparaba bajo el microscopio las gotas de sangre de, por ejemplo, una chica soltera y una mujer casada, un fraile ascético y un borracho empedernido... —Muy interesante, majestad —dijo Florian, intentando parecer muy interesado. —Y esto, el appareil Casilli, es mi juguete actual. No se trata de un juguete sino de un invento muy ingenioso y útil. Maitre Casilli lo llama el pantelégrafo. ¿Pueden creerlo, messieurs? Por medio de este artilugio, un prefecto de policía es capaz de enviar un dibujo del rostro de un delincuente, o un facsímil de su caligrafía, a la prefectura de cualquier
otro arrondissement de París, de toda Francia e incluso, gracias a los cables transatlánticos, a las agencias policiales de todo el hemisferio occidental. iImagínenselo! Un dibujo, un garabato, puede traducirse a los puntos y rayas de la clave Morse, transmitirse y formar un conjunto idéntico al original. Ningún delincuente podrá volver a eludir a la justicia traspasando simplemente los límites de una ciudad o las fronteras de una nación. Puede ser reconocido y arrestado por cualquier policía en cualquier parte. —Muy interesante, majestad —dijo Florian. Su majestad, sin embargo, pareció perder de improviso todo interés por aquella maravilla eléctrica. Fue hacia un caballete de pintor, tiró de un cordón y se desenrolló un mapa de tela que cubrió por completo el caballete. Era un mapa a gran escala de la Francia oriental y los estados alemanes limítrofes. — Otro hobby mío, messieurs. —Encendió uno de sus desagradables cigarrillos contra el asma y apuntó con él al mapa—. Estudio el terreno de mi imperio, estimo sus riesgos y determino sus puntos vulnerables. Quizá tendría usted la amabilidad, coronel Edge, de comentar una reciente causa de preocupación. Mi agregado militar en Berlín me envió un mensaje cifrado. Sus espías han concluido que el general prusiano Von Moltke tiene ahora cuatro ejércitos de cien mil hombres cada uno. El agregado opina que, en caso de guerra, Von Moltke invadiría simultáneamente Alsacia, cruzando el Rin, y la frontera de Lorena. —Los ademanes del emperador al describir esos ataques anticipados dejaban rastros de humo de cigarrillo, como si fuera humo de las batallas—. Unas pinzas, por así decirlo, que se cerrarían sobre la ciudad de Nancy y aislarían toda la zona nordeste de Francia. ¿Qué opina usted, coronel? Edge miró largo rato el mapa, frotándose la barbilla con expresión pensativa. Por fin asintió. —Parece concordar, majestad, con las observaciones que pude hacer. —¿Y sabe la mejor manera de contrarrestar este plan de ataque? — En mi tiempo, majestad, era sólo un comandante táctico, no un estratega, pero creo que podría deciros qué hubiera hecho Jubal Early o incluso Phil Sheridan en un caso semejante. — Y por una desgraciada coincidencia, Von Moltke tiene al general Sheridan para aconsejarle. Hélás, yo no tengo al general Early. Y, hélás de beaucoup, usted se ha retirado de toda empresa militar. — En efecto, majestad. —iAh, pero he olvidado algo! —exclamó el emperador, perdiendo de repente todo interés por el mapa—. No les he enseñado, messieurs, el eficiente funcionamiento del pantelégrafo Casilli. —Los tomó del brazo y los condujo a la mesa donde estaba el aparato—. A fin de tener la prueba absoluta de que funcionaba, he querido experimentar con totales desconocidos, así que espero que me perdone, monsieur Florian, que
para la práctica haya usado a las personas de su compañía circense. Lo he hecho sólo porque sabía que eran desconocidos en París... y para la policía parisiense. Florian y Edge le miraron estupefactos y silenciosos mientras empezaba a hojear un montón de papeles que había sobre la mesa. —La oficina del procureur général destacó a un detective de considerable habilidad con el lápiz para que fuera a su circo e hiciera furtivos dibujos de diversos hombres de su compañía, hombres seleccionados al azar. Sólo hombres, messieurs; la caballerosidad prohíbe la intrusión en la intimidad de las damas, incluso damas de actividades públicas. Después de la función, aquel agente se declaro admirador de dichos artistas y les pidió autógrafos. Más tarde me personé en la Prefectura de París cuando estas fotografías firmadas pasaron por el maravilloso aparato Casilli y fueron así telegrafiadas a todos los países recorridos por su circo. Ah, sí... miren, aquí están. Extrajo dos hojas del montón y las puso sobre la mesa ante los aturdidos Florian y Edge. Una de las fotografías, aunque imprecisa, era sin duda alguna el semblante sin nariz y lleno de cicatrices de Kostchei el Inmortal; las letras cirílicas de la parte inferior eran seguramente su firma. La otra fotografía no podía reconocerse con tanta facilidad hasta que se leía el autógrafo —John Fitzfarris—, pero entonces se veía claramente que era él, con la máscara cosmética para ocultar el rostro desfigurado. El emperador prosiguió, en tono casual: — Por respuesta telegráfica casi inmediata, la excelente Tercera Sec ción de la cancillería de mi amigo Alejandro de Rusia identificó al hombre Timoféi Somov como al convicto de acuñar moneda falsa que fue azotado, mutilado y enviado al exilio. Por desgracia, los estados americanos no tienen una agencia tan eficiente como la Tercera Sección y la respuesta de Washington tardó mucho en llegar. Sin embargo, las autoridades de allí parecen pensar que el otro hombre, Fitzfarris, tiene algún interés para diversas jurisdicciones (gobiernos civiles en el norte y militares en el sur) como sospechoso de estafa en varias ocasiones, empleando el sistema postal y no se qué más para sus fraudes. Florian carraspeó, pero su voz aún estaba ronca cuando dijo: —Somov ha expiado su crimen, majestad, y Fitzfarris se ha reformado por completo. Luis Napoleón pareció enormemente ofendido. — iMon cher ami, no me cabe la menor duda! De lo contrario, no les permitiría viajar con usted. ¡Seguramente no piensa que yo abrigaba algún motivo ruin para realizar tan trivial experimento! Confieso que el resultado me sorprendió un poco, pero le aseguro, monsieur Florian, que he ordenado al prefecto sellar todos los documentos relativos a estos casos.
— Pero no destruirlos —replicó Edge con voz seca. —¿También usted, coronel, sospecha que tengo motivos ulteriores? Debe comprender que ni siquiera yo puedo interferir en los deberes oficiales de la policía. Una de sus obligaciones es conocer la presencia en París de cualquier persona que pudiera, por muy remota que fuera la posibilidad, constituir un riesgo para la paz pública o la seguridad del Estado en una fecha futura. Si estallase una guerra, por ejemplo. —En cuyo caso tales personas serían un peligro —dijo Edge, a menos, quizá, que otra persona respondiese de ellas. Aceptando ayudar en el proceso de la guerra, por ejemplo, si ésta llega a declararse. —iExacto! —respondió jovialmente el emperador—. Si. Tanto usted como yo hemos dicho si. Ahora vamos, messieurs, bajemos a cenar. 7 Abajo seguía habiendo un clamor de habladurías, chismes y risas, pero un par de lamentaciones se hacían oír por encima de todas las demás voces. La emperatriz Eugenia se quejaba, con una voz de imperial volumen: —Su majestad y yo no podemos pasear hoy en día alrededor de la Orangerie, fuera de nuestros propios jardines. La terraza de las Tullerías se ha convertido últimamente en lugar de reunión de esos horribles tapettes, deben disculpar la palabra, que merodean en busca de otros hombres. No los encontraría tan repugnantes si fuesen alegres y decorativos, como las grogchasseuses que acechan en los bulevares a los hombres auténticos. Pero los tapettes son todos tan aburrida y uniformemente melancólicos... Sarah Berhardt se quejaba, con una voz entrenada para llegar a las galerías: —Mi deseo es consagrarme como tragédienne, pero los directores insisten en comedias frívolas e insustanciales que gusten a la gente corriente. Yo les digo: ¿la gente corriente? Merde alors, !ponemos tantas cosas a su nivel que el desgraciado pignouf será siempre corriente! Cuando los criados vieron bajar al emperador, un mayordomo tocó un gong y el clamor disminuyó mientras los invitados entraban en el comedor por parejas. Eugenia se apoyaba en el brazo de Edge, Hortense Schneider en el de Luis Napoleón, Clover Lee en el del príncipe Jéróme y la minúscula Katalin mantenía el brazo muy levantado para apoyar por lo menos los dedos en el brazo del joven príncipe heredero Eugenio. Los emperadores se sentaron en los dos extremos de la mesa y Luis Napoleón ordenó inmediata y orgullosamente a los demás comensales que examinaran sus lugares de la mesa antes de que les sirvieran comida en los platos. Tanto éstos como los cubiertos e incluso las copas de agua y vino estaban hechos de un metal que brillaba como el peltre bruñido.
—Y es asombrosamente ligero —observó el anciano marquis de Gallifet, levantando un plato—. ¿Qué es, majestad? —Un metal refinado hace muy poco tiempo, más raro que el oro, y yo soy la única persona que posee un servicio de mesa completo hecho con él. Se llama aluminio. —Laissez donc —murmuró la jovencísima marquise de Gallifet, que rió e intentó un juego de palabras picante—: Pensaba que el aluminio era un astringente usado por las mujeres láches para apretar sus partes láches y simular virginidad. Luis Napoleón le dirigió una mirada exasperada. — Las sales de alumbre son medicinales, sí, pero el metal ha sido hasta ahora una curiosidad de laboratorio. Este servicio de mesa imperial es el primer uso práctico que se hace de él. Los otros discutieron después su aspecto práctico y la mayoría estuvo de acuerdo en que era demasiado chillón y daba un sabor metálico a los alimentos y bebidas. Todos los comensales de la mesa principal habrían disfrutado también mucho más de la cena si Adelina Patti no hubiera estado entre ellos. Ella y su marido, Henri, no habían sido separados como las otras parejas para que cada uno tuviera un desconocido con quien conversar. Era de suponer que la diva Patti habría preferido esto, ya que su marido le doblaba la edad, tenía la mitad de su tamaño y sólo se distinguía por su falta de distinción, pero la emperatriz conocía por lo visto las excentricidades de la pareja y, como anfitriona, había preferido sentar juntos a los marqueses de Caux. La diva no era una inválida y parecía capaz de alimentarse sola; de hecho, su considerable poitrine sugería que era muy capaz de hacerlo. Sin embargo, en público, como observó la compañía, su marido se encargaba de cuidarla y alimentarla. Los otros comensales bebieron numerosos vinos diferentes durante la cena, todos ellos excelentes, o lo habrían sido de no haber sido servidos en copas de metal, pero Henri ahuyentó a todos los camareros que se acercaban con una garrafa y él sirvió a Adelina únicamente champaña, y champaña brut, y además sólo de la marca Dom Pérignon. El marqués probó antes todos los platos que llevaban los lacayos y, si merecían su aprobación, decía: «Toma, ma chére Adi, puedes comer un poco de esto», y él mismo se lo servía. Ningún miembro del circo pudo adivinar —ni entonces ni después— si Henri atendía con tanta diligencia a Adelina porque ella era su único medio de sustento o porque la diva exigía este servicio de él como otra condición del contrato de matrimonio. Mientras tanto, Eugenia y Edge hablaban en español y la emperatriz era tal vez menos discreta en su lengua materna que en otra cualquiera. Empezó confiándole que el «deprimente asunto de estado» que había ocupado a su majestad durante tantos meses se debía en realidad a que
el emperador había cedido débilmente demasiado poder a «esos malditos izquierdistas del Tercer Partido» del Corps Législatif. — Nos estamos convirtiendo rápidamente en un imperio parlamentario —observó con amargura—. Me niego a ser derrocada, como lo fue mi prima Isabel de España. Y preferiría mil veces ser dependienta en una tienda de la rue de Rivoli que una emperatriz de pacotilla como Victoria. Desde que Luis empezó a tener piedras en la vejiga, cada día es más flojo, aburrido, tímido e indeciso. Edge dijo, para aplacarla: —Seguro, no totalmente, Vuestra Majestad. —Era diplomático sólo en parte; también pensaba en la amenaza nada tímida proferida por el emperador en sus habitaciones. —iSí, totalmente! —insistió Eugenia—. Ya ni siquiera se acuesta con sus amantes. En cuanto a los despreciables miembros del Tercer Partido (0llivier, Gramont, Gambetta) y las incultas masas que se agitan en favor del republicanismo y las vulgares caricaturas de su majestad, y de mí, que aparecen constantemente en periódicos como La Vie Parisienne, a estas alturas cualquier otro monarca ya estaría engrasando la guillotina. iHay que enseñar el mundo cabeza abajo a esos despreciables subversores, digo yo! iPero no él! —Se interrumpió para exclamar, perpleja—: ¿Qué pútrida purgación es ésta? Los lacayos habían servido a todos —y el ubicuo Scander había servido a la emperatriz— el plato de pescado de la cena, turbot en una especie de salsa cremosa, y ella acababa de probarlo y hecho una mueca instantánea. Edge tomó un bocado; curiosamente, era dulce como el caramelo. La mayoría de comensales miraban también de reojo su turbot y luego a sus vecinos de mesa. Henri de Caux ya había rechazado el plato; por una vez los otros envidiaron a Adelina las atenciones de su marido. Sólo el emperador parecía no haber notado nada extraño y comía con buen apetito. El mayordomo del comedor corrió a la mesa lleno de pánico, con la cara pálida y la frente sudorosa. —iOh, majestades! —gimió, retorciéndose las manos, casi llorando—. El ayudante del souschef ha cometido un error espantoso. En vez de la salsa holandesa para el turbot, ha vertido las natillas para el bizcocho al jerez. ¡Imperdonable, imperdonable! Le chefsaucier está a punto de partirse la cabeza con una cuchilla. Perdonad el error, majestades, excelencias. —Chasqueó los dedos con frenesí—. Garcons! ¡Llevaos estos horribles platos! — Tonterías —dijo plácidamente el emperador—. Yo lo encuentro muy bueno. —Imperturbable, continuó comiendo y despidió al mayordomo con un ademán—. Sirve después la holandesa con el bizcocho.
El mayordomo retrocedió, horrorizado, los comensales pusieron los ojos en blanco y siguieron comiendo el turbot y Eugenia profirió en voz baja una terrible obscenidad en español. — ¿Lo ha visto? —dijo a Edge—. El viejo estúpido se conforma con todo. Soy yo quien tendrá que encargarse de que ese torpe ayudante se cueza en sus próximas natillas. Y me maldecirán y llamarán «l'inquisiteur espagnol». Oh, lo oigo muy a menudo a mis espaldas. Le aseguro, señor coronel, que sólo hay un modo de que Luis recupere sus derechos y poderes imperiales y merezca de nuevo la admiración y el afecto de sus súbditos. Librando una guerra y ganándola. Fortuitamente, tenemos a mano la excusa perfecta para declarar la guerra a Prusia. Edge sugirió con suavidad que nunca habría una excusa perfecta para una guerra. —iLa hay! Desde que la reina Isabel huyó de España, el pueblo español ha estado consultando, discutiendo y celebrando plebiscitos para determinar qué clase de gobierno le conviene. Ahora, muy sabiamente, ha decidido reinstaurar la monarquía y está buscando un nuevo y aceptable ocupante del trono. Hay varios candidatos posibles, pero los prusianos, ¿puede imaginar una audacia más descarada?, iofrecen a España uno de sus odiosos Hohenzollern! —Lo leí el otro día en un periódico. Un tal príncipe Leopoldo, decía. —iUn primo hermano del rey Guillermo! ¡Ya ve lo que piensan hacer los prusianos! i Rodearnos! i Clavarnos un cuchillo en la espalda! Pero no lo lograrán. Si ni mi esposo imperial ni el Cuerpo Legislativo ni ningún otro francés tienen lo que los franceses llaman le cran, su rábano picante, es decir, los cojones, y perdone la expresión, ya me encargaré yo de que ningún Hohenzollern plante su gordo culazo teutónico en el trono de mi España natal. —¿Provocaríais deliberadamente una guerra por esta causa, majestad? —i Sí, lo haría! Recuerde que no sólo soy una emperatriz, señor coronel, sino también una madre. No sólo tengo que pensar en Francia o en España o en Luis Napoleón o incluso en mí misma, sino en la dinastía. — Bajó la voz, pero aun así habló con la ferocidad maternal de una osa—. Si no hay una guerra, mi hijo no será nunca emperador. Cuando sirvieron el postre, el bizcocho con salsa holandesa, ni siquiera el emperador pudo comerlo, así que todos tuvieron que conformarse con los melocotones de invernadero de Montreuil, uvas de Fontainebleau y cerezas de Montmorency, con lo que bebieron —todos menos la Patti— el delicado y dulce vino blanco de Vouvray, que no podía saborearse fuera de Francia porque era demasiado frágil para viajar. La cena concluyó con café y licores y después no hubo separación de sexos —las mujeres a un salón y los hombres a sus cigarros y oporto— porque era casi medianoche. Todos se pusieron los abrigos y subieron a los carruajes para dirigirse a Versalles.
Incluso en la oscuridad, la larga fila de vehículos particulares y alquilados, con el carromato del circo en la retaguardia, hizo al trote los ocho kilómetros en sólo media hora y fue directamente a través del parque, no rodeando el cháteau, a la terraza de los Trianons. Allí la noche no era oscura porque todos los grandes árboles tenían entre las ramas pequeñas linternas de muchos colores que convertían sus hojas en millones de refulgentes lentejuelas de diferentes tonos contra el profundo tono púrpura del cielo, y prestaban incluso a los murciélagos que aleteaban por allí el aspecto de enormes mariposas irisadas. Al fondo de los árboles, las altas ventanas del Grand Trianon brillaban con la luz dorada de los innumerables candelabros del interior, y de aquellas ventanas salía un chorro de música, porque la mayoría de invitados al baile habían llegado antes y hacía horas que estaban bailando. Los carruajes depositaron a sus ocupantes en la terraza, donde esperaban los servidores para cargar con el equipaje de disfraces, y luego los vehículos se alejaron para esperar junto a otros mil en las avenidas de mármol del Gran Canal. Los recién llegados fueron recibidos por el titulado chambelán de la noche, conde Walsh, quien los informó de que los vestidores, ayudas de cámara y doncellas los aguardaban en el Petit Trianon. Todos se dirigieron allí y, naturalmente, fueron los hombres quienes se vistieron y salieron antes y cruzaron las terrazas en dirección a las columnas y galería de arcos del Grand Trianon, donde pajes con librea los acompañaron a la grande entrée. Aquella puerta, como el umbral de cada salón del interior, estaba flanqueada por centinelas del Escadron des CentGardes á Cheval, cada uno de ellos de dos metros de estatura como mínimo, uniformados con guerrera azul celeste, calzones blancos y botas altas y negras. Sus cascos emplumados y petos eran de acero tan brillante que muchas damas se acercaron para usarlos como espejos ante los que retocarse el colorete o sujetarse un bucle. En la grande entrée todos dijeron su nombre a un enorme mayordomo con librea que lo repetía a gritos para que los presentes lo oyeran por encima de la música. Por lo visto no se esperaba que los invitados, pese a sus disfraces, permanecieran en el anonimato, aunque algunos disfraces requirieron cierta especulación y algunas explicaciones. —Yo sé quién se supone que soy —dijo Edge a Florian—, pero, ¿quién diablos es usted? —No soy el diablo, desde luego —respondió Florian, que llevaba una especie de traje de payaso y portaba bajo el brazo un pequeño barril de brandy y en la otra mano un hueso gigantesco obtenido en la cocina de SaintCloud. De vez en cuando le arrancaba con los dientes un jirón de carne, por lo que tenía la boca y la perilla un poco grasientas—. Por tu túnica y cayado de pastor y esas temibles patillas, colijo que eres tu
tocayo bíblico, el profeta Zacarías. Claro. ¿Y no resulto yo igualmente obvio? Soy el Gargantúa de Rabelais, el gigante de apetito insaciable. — Diablos, en lugar del hueso tendrías que haber traído el turbot y el bizcocho. — Y Goesle, que está allí con una arpa, es un bardo galés —continuó Florian—. Y Abdullah, con sus profusas pinturas de guerra, es alguien de quien no había oído hablar en su vida, el Chaka de los zulúes. Monsieur Roulette le ha dado la idea. A propósito, Jules y Willi están dentro de ese único disfraz tan singular que ahora llega con cuatro piernas. Figura que son los Gemelos Siameses. Casi la mitad de los hombres representaban una figura cómica o grotesca. El príncipe PlonPlon llevaba un alzacuello pintado todo alrededor con pequeñas ventanas grises y cosida a él una bata gris larga hasta el suelo, con rayas verticales que simulaban columnas blancas, y un pequeño campanario pegado a la calva; representaba el Panteón. El viejo marquis de Gallifet iba disfrazado de boticario medieval y la característica principal de su disfraz era que llevaba una lavativa lo bastante grande como para purgar al auténtico Gargantúa. En cambio las mujeres lucían casi todas disfraces míticos o históricos y encarnaban a mujeres famosas por su belleza. La duchesse d'Estrées era Helena de Troya, la princesse RimskyKorsakov era Anfitrite. La emperatriz Eugenia, cuando por fin apareció en el umbral, era fácil de reconocer como el retrato de Lebrun de María Antonieta, de terciopelo rojo orlado de marta cibelina y un enorme tocado blanco con reflejos plateados en cuya cima descansaban diminutos pájaros recubiertos de oro. El príncipe LouLou vestía como su paje, con ceñidos calzones de seda blanca y una capa corta de terciopelo carmesí tirada sobre un hombro. El emperador había desdeñado cualquier disfraz y se había puesto uno de sus uniformes de gala con una máscara de dominó. Cuando aparecieron disfrazadas las mujeres del circo, eclipsaron a la mayoría de damas aristocráticas en belleza u originalidad o ambas cosas. Clover Lee era de nuevo una visión en Clover Pink, en esta ocasión combinado con verde trébol. Recogía hacia atrás su cascada de rubios y sedosos cabellos con una banda rosa y llevaba un corpiño rosa muy escotado y escandalosamente ceñido, con una falda ancha llena de tréboles de cuatro hojas hechos con paño verde recortado, agrupados en manojos y cosidos tan juntos que la muchacha parecía una ninfa del bosque saliendo de una mata de tréboles verdaderos. El príncipe Jéróme se acercó a ella con ojos brillantes y boca ávida, pero oyó que Clover Lee le presentaba inmediatamente a «le comte de Lareinty, mon fiancé» y el campanario del tocado del príncipe pareció marchitarse y caer. Agnete Knudsdatter llegó como una sirena de Andersen, con mallas muy ceñidas que le daban el aspecto de ir desnuda de cintura para arriba, mientras para abajo llevaba una maravillosa cola de lentejuelas
plateadas y escamas transparentes. Tenía que ser transportada de un lugar a otro por Yount —vestido como su príncipe, con una corona de oro para disimular su poco principesca calva—, pero en cuanto la dejaba en un asiento, Agnete asombraba a los presentes con sus movimientos tan sinuosos como los de cualquier sirena que flotara en su propio elemento. Domingo y Lunes Simms se presentaron como los Géminis y, aunque no parecían en absoluto muchachos gemelos, llevaban los vestidos clásicos propios de ellos, es decir, túnicas cortas y diáfanas que dejaban al descubierto sus largas piernas y no ocultaban mucho el resto del cuerpo. Estrellas plateadas salpicaban sus negros y rizados cabellos, y las dos empuñaban una lanza con punta de hojalata. Eran tan idénticas que ni siquiera Edge supo quién era quién hasta que una exclamó: — Cielos, ¿eres tú, Zachary? —Diablos, hermanita —dijo la otra—, ya te advertí que estaba envejeciendo. — ¿Quién se supone que eres? ¿Moisés? ¿El Padre Tiempo? ¿Por qué un hombre apuesto tiene que esconderse bajo una barba larga y un camisón? Edge contestó, a la defensiva: — Así no tengo que invitar a bailar a nadie y parecer aún más ridículo. — Ni siquiera desea bailar —dijo Lunes—. Ya te lo avisé, es un viejo. Gavrila Smodlaka, su pareja, Jovan Maretic, y su hija Sava iban como una familia de ángeles y formaban un bello trío, cada uno con su túnica blanca, un halo dorado en torno a la cabeza, sostenido por un alambre casi invisible, e inmensas alas dobladas hechas laboriosamente por la propia Gavrila con plumas verdaderas. Por supuesto, Gavrila era el arcángel Gabriel, de modo que llevaba un cuerno, la gastada corneta que en otro tiempo fuera el único instrumento musical del Florilegio. Jovan era Miguel, por lo que empuñaba una gran espada, cortesía de la ausente Brunilda. Sin embargo, la entrada de la fea y rechoncha Ioan Petrescu fue la que llamó más la atención. No había llevado a su fontanero Delattre, pero sí su obra, una armadura de hojalata, con yelmo y escarpes incluidos, Organizaba un gran estrépito al andar y no mejoraba mucho los suelos de parquet del Trianon, pero incluso la cuadrilla que se bailaba en aquel momento fue interrumpida para que todos pudieran aplaudirla. —Bueno, como me llamo Ioan —explicó tímidamente a Florian, con la voz ahogada por la visera—, Pierre dice que puedo ser Juana de Arco. —Una afortunada coincidencia —contestó Florian, alzando la copa de champaña—. Brindo por tu maitre de plomberie. —Sólo que no puedo bailar —añadió ella— y tampoco beber, porque no podría hacer pipí.
Monsieur Nadar, que era sólo una cabeza, unas manos y unos pies sobresaliendo de una esfera de seda rayada en bermellón y blanco, cuya forma circular era mantenida por unas ballenas interiores de bambú, oyó repetidas veces la pregunta de qué clase de huevo representaba y tuvo que explicar cada vez que era el globo Saratoga. Cuando no estaba ocupado contestando esto, identificaba a otros personajes para los miembros del circo o se limitaba a hacer maliciosos comentarios sobre ellos. Cuando la última pareja, el eminente diplomático anglofrancés Waddington y su esposa americana, muy grande y muy vulgar, fue anunciada con voz estentórea por el mayordomo —«Monsieur el madame Waddington!»—, Nadar los miró, o mejor dicho, miró a la dama y murmuró: —Beaucoup de wadding ,mais peu de ton. En otro momento observó: —El caballero vestido de roble que baila con Giuseppina es el prestigioso químico Pasteur. —El aludido era un barril de cerveza: Giuseppina estaba etérea con las gasas de la Aurora—. Ha indepen dizado de Oriente a la industria siderúrgica francesa y ahora trabaja para echar del negocio a los bávaros con su cerveza francesa. Pero me sorprende que haya sido invitado aquí. La última vez que Pasteur vino a las Tullerías, llevó consigo un recipiente lleno de rana para demostrar un experimento que hacía por aquel entonces. La, ranas saltaron entre los invitados, los hombres maldecían y las mujeres se desmayaban; fue como una plaga de Egipto. Apostaría algo a que alguna todavía da brincos por el palacio. Las otras conversaciones eran en su mayoría comentarios sobre.. el delicioso tiempo primaveral y preveraniego que había reinado aquel año en toda Francia y sobre las espléndidas y abundantes cosechas de los viñedos en otoño. Pero se oían también muchos chismes, tan francos y malintencionados como los de Nadar. —... una tonta encantadora e ingenua. Le pregunté: «Pero, querida, acabas de anunciar tus esponsales, ¿por qué llevas luto?» ¿Y sabéis qué respondió? «Eh bien! madame, mi madre siempre decía que con el matrimonio una muchacha pierde algo. Y yo he hecho la que he podido: he perdido a una prima lejana.» —... no, en absoluto, Eugenia nunca vacila en entrometerse en asuntos de estado. Cuando el rey Cristián nombró al barón Bronck embajador en Francia, el rey le hizo jurar que nunca revelaría sus, ejem, tendencias sexuales. Así, pues, inmediatamente después de su llegada, el barón adquirió a una cortesana que, por dinero, le acompañaba a todas partes en público y en privado le dejaba usar sus habitaciones para las citas con sus amantes tapettes. Un día en que paseaba con la mujer por el Bois, se quitó cortésmente el sombrero ante la emperatriz, que pasaba en su carruaje. Eugenia observó mas tarde: «Qué extraño que el barón
Bronck nunca haya presentada formalmente a su esposa en la corte.» Alguien le dijo que la mujar no era su esposa, sino su amante, y Eugenia dio rienda suelta a uno de sus arrebatos de cólera. «¿Osa saludarme en su presencia y me obliga a devolver el saludo?» Envió una nota venenosa al rey Cristián, el pobre barón fue expulsado y ahora languidece en el olvido sólo por obedecer las órdenes recibidas. El amanecer empañaba las linternas de los árboles, frente a las ventanas, pero los bailarines, bebedores y murmuradores seguían divirtiéndose cuando Florian llevó aparte a Edge y le dijo confidencialmente: —Creo, coronel Ramrod, que será mejor ir reuniendo a nuestra, gente para preparar la marcha. Me disculparé ante los emperadores alegando que hemos de descansar para las funciones de mañana. —Sí, es verdad, debemos irnos. Pero, ¿por qué habla en un murmullo? ¿Existe otro motivo por el que debamos marcharnos ahora? — Es mejor que lo sepas. La pequeña Sava ha desaparecido mientras su madre y Jovan bailaban un minué. Hace un momento que la han encontrado entre los arbustos, con la túnica angélica alrededor de la cintura para hacer sitio al marqués de Gallifet. El viejo libertino ni siquiera se empleaba él mismo, sino esa inmensa lavativa, para... — Diablos, reúna usted a la gente, director, mientras yo voy a retorcer su escuálido cuello. —No es necesario. La última vez que han visto al marqués era perseguido por un ángel vengador que empuñaba una enorme espada. Cuando Jovan lo atrape, las alas le quitan algo de velocidad, me gustaría estar lejos de aquí, sólo para que no nos relacionen con el consiguiente derramamiento de sangre. Busca a los otros y vayámonos de la manera más discreta posible. Mientras la caravana de vehículos alquilados y el carromato del circo volvían a través del parque de Versalles, cuyos campos estaban salpicados de ovejas y vacas, casitas pintorescas y establos —reliquias recuperadas y conservadas del período de «lechera» de María Antonieta—, Yount bostezó con fuerza y observó a Agnete, acurrucada y medio dormida a su lado: —Antes no me había fijado, al venir por aquí en la oscuridad, pero ahora, a la luz del día, tengo la impresión de haber estado aquí alguna vez. Es extraño; los árboles son diferentes y estamos en verano, no en primavera, y no se huele a humo de artillería, pero esta campiña podría ser la que rodea a Appomattox. 8
Desde Versalles, sólo Florian fue directamente al recinto del circo, con objeto de comunicar a los peones que al día siguiente reanudarían las funciones circenses. Hacía un rato que estaba allí cuando un coche de alquiler atravesó el Bois a toda velocidad y, antes de que se detuviera, Jovan Maretic se apeó de él y se acercó a Florian. Vestía traje de calle y llevaba el disfraz al brazo, bastante deteriorado, sobre todo las alas, pero Maretic aún tenía la mirada vengadora en los ojos. No dijo si había alcanzado al lascivo marqués o, de ser así, si le había hecho algo; se limitó a observar con brusquedad: —He venido a devolver este maldito zbrka a Gavrila. Ya he terminado de hacer el ángel. —Está en el hotel, gospodín. Casi todos fueron directamente allí a dormir o a descansar. —Entonces le diré a usted lo que también le diré a ella. —Maretic hablaba una vacilante amalgama de francés, inglés y servocroata, pero en su tono no había ninguna vacilación—. No permitiré más zakasnjenje, más barguignage, más tonterías. Gavrila debe casarse conmigo, odmah, inmediatamente, tout de suite. Esa criatura hija suya debe ser sometida, castigada, domesticada. — En efecto. Ya he dicho a Gavrila que una mano firme... — Aunque estropee un poco la porcelana sans couleur de la niña, hay que broncearle el trasero. — Sí, sí. Será lo mejor para ella. —Sin embargo, no puedo hacerlo hasta que sea legalmente su otac, su pére. Así que Gavrila y yo nos casamos. D'accord? — D'accord, franchement. — Cuando nos casemos, su predstava, su cirque las perderá. ¿No se opone a ello? — Point du tout. Como es natural, lamentaremos la pérdida, pero tanto Gavrila como Sava merecen la vida mejor que usted les dará. Si puedo hacer una sugerencia... hay otras personas de nuestra compañía a punto de casarse. Quizá podamos conseguir que las épousailles se hagan al mismo tiempo, a fin de evitar a todo el mundo una gran cantidad de fil rouge et routine. — Me es indiferente hacerlo por decreto papal o ante el funcionario más humilde, con tal de que se haga. —Le prometo que lo arreglaremos en cuanto todos los interesados estén despiertos. Reúnase con nosotros en el hotel esta noche, gospodín. Durante aquella tarde, a medida que los artistas salían de sus habitaciones de uno en uno o de dos en dos, Florian habló en privado con varios de ellos. Después convocó a sus jefes en el fumador contiguo al vestíbulo del Grand Hótel y les dijo: — Gavrila Smodlaka y su amigo Maretic contraerán matrimonio, lo cual significa que la perderemos, así como a la Hija de la Noche y los
terriers saltimbanquis. También perderemos a nuestra équestrienne estrella, que se casa con el conde de Lareinty, a quien creo que todos conocisteis anoche. La princesa Brunilda y Kostchei el Inmortal también se casan, pero se quedarán en el espectáculo. Acabo de saber asimismo por Ioan Petrescu que su monsieur Delattre le ha pedido que se case con él. —Ach y fi —murmuró Goesle—. Está bien claro que debe de haber algo en el aire de París. — Nadie pedirme a mí en matrimonio —gruñó Beck. — Bueno —dijo Florian—, en cierto modo puedes compartir a monsieur Delattre, que se ha ofrecido a abandonar su negocio de fontanería para quedarse con nosotros, si le aceptamos. Yo quería preguntar tu opinión, ingeniero jefe, antes de decidirlo. — ¿Se pasaría al Zirkus, im Ernst? —exclamó Beck—. iEntonces yo decir ja! Ja, gewiss! Poder encargarse del Gasentwickler, ahora que Jules subir dos veces por semana en el Saratoga. Además, siempre ser necesario remendar los tubos del Dampforgel, para no mencionar los retretes, que necesitar mantenimiento. Ja, poder sernos útil. —Esperaba que dirías que sí. De lo contrario, perderíamos a nuestra inestimable modista. —Director —dijo Fitzfarris—, he estado gestionando la boda del Inmortal y la giganta. Como me dijo que la policía se interesa por Kostchei, he pensado que lo mejor sería celebrarla en un lugar donde no atraiga mucha atención oficial, así que he ido con Zack a las afueras de la ciudad, a Montmartre. —No hay ningún problema —terció Edge—. El propio alcalde los casará. De prisa y sin alharacas. Y tengo entendido que el resto de París no hace mucho caso de lo que ocurre en el decimoctavo arrondissement. —Muy bien —aprobó Florian—. En este caso, ¿queréis hablar con el alcalde por segunda vez? Preguntadle si puede casar a cuatro parejas en una misma ceremonia. — ¿Cuatro parejas? —Edge y Fitz le miraron, perplejos. —¿Por qué no? ¿Cortaríais la cola de un perro en varias veces basándoos en la teoría de que así le duele menos? —Pero, ¿quiénes son los cuatro? —Fitzfarris contó con los dedos—. Brunilda y Kostchei, loan y Pierre, Gavrila y Jovan... —Y Clover Lee y Gaspard. — ¿Qué? ¿En aquella sórdida oficina? —exclamó Edge—. Ellos querrán seguramente hacerlo con bombo y platillo. Florian movió la cabeza. — El conde me confió anoche, y por lo visto a Clover Lee no le importa, que desea que su famila no se entere de su matrimonio hasta que sea un fait accompli. Dicen que entonces habrá una ceremonia religiosa y una Brand féte en el palacio familiar. —Florian suspiró—. Sólo
espero que no signifique un comienzo poco propicio para la vida conyugal de la nueva comtesse de Lareinty. —Bueno... si esto es lo que quieren... —dijo Edge—. Fitz, iremos hacia allí a primera hora de la mañana. Si el alcalde está de acuerdo, mañana podremos llevar a todas las ovejas al matadero antes de la hora de la función. Al día siguiente, toda la compañía, excepto los peones, abandonó el recinto del circo y Aleksandr Banat se hizo cargo de la taquilla del furgón rojo por si llegaban personas puntuales en busca de entradas. Naturalmente, todos los miembros del circo asistirían a la boda múltiple y era necesario no dar la impresión de que desfilaban, ya que con ello llamarían la atención por las calles. Florian envió a las diversas parejas protagonistas en fiacres separados y a grupos de sus colegas y amigos en otros, además de su propio carruaje, y los vehículos salieron del circo a intervalos y tomando rutas diferentes del Bois al Butte Montmartre. Todos se reunieron al pie de dicha colina, en la place Blanche, donde terminaban las aceras, y subieron en fila por un camino de tierra que serpenteaba entre las casas desperdigadas —algunas casitas modestas, pero en su mayoría cabañas y cobertizos ruinosos— y las torres destartaladas de molinos con inmensos brazos de lienzo y celosía que crujían al ser empujados por la brisa de las alturas, y las cabras y vacas que pacían en estrechas franjas de hierba entre rocas de piedra caliza y árboles enanos. A media colina los carruajes se detuvieron ante la mairie de Montmartre, un ayuntamiento no mucho más impresionante que los demás edificios de su alrededor. Las cuatro felices parejas no se casaron al mismo tiempo, naturalmente, aunque sólo fuera porque no había sitio para todas en la oficina del alcalde. Desde luego no lo había para sus acompañantes, que se vieron obligados a apiñarse en el pasillo, en las desvencijadas escaleras que conducían al piso de arriba o en el exterior, ante las ventanas abiertas de la planta baja. Y tuvieron que compartir incluso estos lugares con funcionarios y greffeurs de las otras oficinas municipales, todos ellos equipados con puños de papel y plumas sucias detrás de las orejas, que también quisieron verlo todo y hacer expresivos ruidos durante las diversas ceremonias, como succionar a través de los dientes. Los artistas habían ido con sus mejores trajes de calle, que constituían un espectáculo en aquel barrio pobre de la ciudad, aunque algunos de ellos habrían causado sensación en cualquier parte. Por lo visto Edge y Fitzfarris habían puesto sobre aviso a monsieur le Maire en cuanto a la naturaleza peculiar de algunos novios, porque consiguió no mostrar sorpresa, estupefacción ni nerviosismo cuando reconoció a la famosa chica «Clover Pink» y al primer noble del imperio que no había puesto jamás los pies en aquella maire, o cuando vio ante sí a una bella novia mucho más alta que su prometido de rostro mutilado, que carecía de
nariz, o cuando descubrió que la novia era de sangre mucho más azul que el conde francés, o cuando la dama de honor de dicha novia resultó ser una bonita enana que le llegaba apenas a las rodillas. Como si se tratara de casos cotidianos, el alcalde sólo empleó las palabras y los gestos rutinarios al leer a cada pareja la dispense des bans y el pacte de mariage —que implicaba la naturalización automática como francesas de las novias que se casaban con súbditos franceses, la prohibición absoluta de divorcio, etc.—, y cada pareja murmuró a su vez sus «comprendo», «acepto» y «quiero». En cada ritual Florian actuó de padre simbólico de la novia, y Sava de doncella, esparciendo pétalos de flores en torno a cada pareja, mientras Nella hacía de dama de honor de Ioan, Daphne de Gavrila y Domingo de Clover Lee. La esposa del alcalde cumplió con sus deberes de rútina —sollozando y secándose maternalmente las lágrimas durante cada ceremonia y más tarde presenciando como testigo la firma de los certificados de matrimonio—tan impasible como si todos los novios fuesen pastores de cabras locales o los todavía inferiores poetas y artistas residentes. Cuando todo hubo concluido —las firmas, los sellos y el lacrado de los documentos— y monsieur le Maire hubo besado a las novias y madame le Maire a todos los novios excepto Kostchei, que se escapó afuera, los artistas que estaban dentro del edificio tiraron confeti y arroz, e incluso los funcionarios municipales lanzaron al airetrocitos de papel secante. Cuando las parejas salieron de la mairie, tuvieron que someterse a otra lluvia de confeti y besos de más colegas artistas. Entonces los ocho recién casados, incluso la nada religiosa Clover Lee, subieron hasta la cima de la colina, donde se alzaba la humilde y pequeña iglesia de SaintPierre, sola y solitaria en la misma cumbre, para encender una vela y rogar por su futuro. La cuesta era excesiva para los coches de alquiler, así que los novios tuvieron que subir a pie, y la princesa YusupovaSomova tuvo que sostener a su nuevo consorte durante todo el camino porque su postura echada hacia atrás le hacía propenso a caerse de espaldas. Mientras los otros artistas esperaban en la mairie, charlando con los funcionarios, Carl Beck caminó despacio hasta la otra ladera en dirección al descuidado y abandonado Cemeterie du Nord, con objeto de rendir homenaje a dos tumbas: la de su compatriota el poeta Heine y la recién cavada de su colega músico Berlioz. Una vez reunida de nuevo, la compañía subió a la caravana de coches, que los llevó un poco más abajo, al Moulin de la Galette, el único molino cuyas aspas no daban vueltas y tenían los lienzos completamente plegados. Según los letreros recién pintados en el portal de madera y en la pared enyesada y cubierta de juncos que rodeaba el molino, el propietario de la Galette, «M. Devray», había convertido el local en un saloncabinetcafé donde había de todo, desde biére a «Siam». —¿Siam? —preguntó alguien, extrañado.
—Un juego de bolos —explicó Florian—. Pero nosotros no hemos venido a jugar. He reservado el local para el déjeuner de notes. Todos se sentaron, pues, en torno a las mesas del patio tapiado y madame Devray guisó en la cocina, que antes había sido el cuarto de moler, en la base de la torre, mientras monsieur Devray y una colección de pequeños Devray trotaban de un lado a otro, sirviendo omelettes, terrines, crépinettes, café, chocolate caliente, vino Muscadet de un verde dorado y, por supuesto, la especialidad de la casa, las galettes. («iVaya, qué sorpresa! —exclamó Yount, feliz—. ¡Tortas de maíz como las de casa!») El antiguo molino de tablas de chilla y sus grandes aspas ociosas crujían al moverse como desgraciados en su retiro, pero aquel rumor no podía apagar la alegre charla y las risas de los invitados a la boda múltiple. En cualquier caso, la mayor parte de su charla era alegre. Fitzfarris aún lamentaba la perdida oportunidad de publicar en la prensa esta fiesta única y Florian decía a Clover Lee con un poco de tristeza: —Supongo, comtesse, que nuestras funciones de hoy serán saludadas con hortalizas en vez de flores cuando los patanes noten la ausencia de la équestrienne vestida de rosa que ha sido durante muchos meses nuestra atracción estrella y la admiración de todo París. —Me gusta oírme llamar condesa, pero no por mi padre adoptivo —dijo ella con afecto—. Y deje de lamentarse. Sigue teniendo el mejor circo de París. De todos modos, usted mismo dijo que las modas van y vienen. Que nosotros sepamos, el rosa Clover puede haber pasado de moda durante estos tres días de descanso. Una vez terminada la comida, los carruajes llevaron de nuevo a la compañía al pie de la colina y allí, en la place Blanche, se detuvieron una vez más para que quienes se quedaban en el Florilegio y quienes lo abandonaban pudieran despedirse con besos, abrazos y apretones de mano. El equipaje de la nueva comtesse de Lareinty ya había sido recogido en el hotel por el criado del conde, así como su remolque del circo, y llevado a la Gare SaintLazare, donde los recién casados tomarían el tren aquel mismo día para pasar su luna de miel en Deauville, a la orilla del mar. Gospodín Maretic llevaba a las nuevas Gospodja y Gospodjica Maretic a su apartamento, en un aburrido barrio bancario de la orilla izquierda, para que se acostumbrasen a él antes de trasladar sus posesiones y sus perros del remolque. Brunilda y Kostchei volvían al recinto del circo a trabajar como en otro día cualquiera, pero la nueva madame Delattre se tomaba un día libre para ayudar a Pierre a empaquetar todo lo que necesitaba de su taller y de sus habitaciones del quartier Marais. Cuando se hubieron alejado los vehículos de los que se marchaban, Florian volvió a dar instrucciones a los otros para que regresaran al Bois por diferentes rutas. El y Edge iban en el carruaje, con Daphne y Domingo en el interior, y cuando llegaron al boulevard de Courcelles
vieron a los golfillos que vendían periódicos corriendo con una excitación inusitada, agitando los diarios y gritando: «Querelle á Prusse!» Florian detuvo a Bola de Nieve el tiempo suficiente para comprar un periódico. Recorrió con la vista la primera plana, hizo una mueca, lo pasó Edge y dijo: —Vaya, la emperatriz no te habló en vano. Prusia ha propuesto a su príncipe Leopoldo como nuevo rey de España y Francia exige con truculencia que su nominación sea retirada. La situación es tensa. — Chasqueó al caballo—. Nous verrons. En las dos funciones de aquel día, el director ecuestre mandó al Démon Débonnaire que prolongase sus diversos números con animales para compensar la pérdida del número de los terriers y Lunes alargó su atracción de alta escuela con Trueno para compensar la pérdida del número de Clover Lee. Nadie del público tiró hortalizas; como de costumbre, habían llevado flores y las lanzaron para celebrar el trabajo en el trapecio de Mademoiselle Papillon y Maurice LeVie. No obstante, varios espectadores preguntaron al portero Banat después de la función qué se había hecho de «la filie de rosedetré El les dijo la verdad, que se había marchado para convertirse en condesa, y todos exclamaron algo parecido a: «Merecía semejante recompensa. ¡Un feliz final de su carrera!», y no se quejaron de que les hubieran privado de su actuación. Al cabo de pocos días, confirmando la opinión de Florian sobre las modas parisienses, los artículos de Clover Pink empezaron a desaparecer de los escaparates y de los vestidos de las mujeres en las calles. A esta moda siguió inmediatamente otra llamada por las clases superiores «l'art pugilistique» y por las inferiores «la boxe». Él boxeo, antes objeto de burla como otra aberración nacional de la pérfida Albión, era ahora el tema principal de conversación en todos los zincs y en todas las mesas de café. Casi todos los teatros, menos la augusta Opera, erigieron en el escenario un cuadrilátero de cuerdas, contrataron a púgiles y árbitros profesionales y organizaron campeonatos según el reglamento inglés de Queensberry, incluyendo asaltos cronometrados, guantes para los puños y prohibiendo el uso de los pies. Los cabarets más vulgares juntaron más las mesas para dar cabida a «un ring de boxe». Buscaron por las calles a los mozos más fornidos del mercado y a cualquier rufián musculoso que estuviera dispuesto a desnudarse hasta la cintura y librar una combinación de la boxe y la savate —una lucha con los nudillos sin protección y calzando botas de punta metálica o sabots de madera en salvajes rounds, que no terminaban hasta que un hombre quedaba fuera de combate— por la simple perspectiva de unos pocos francos si dejaban inconsciente al adversario.
Reconociendo la moda, el director ecuestre coronel Ramrod resucitó la parodia del boxeo hecha en el pasado por los payasos muertos hacía tiempo, Alí Babá y Zanni. Asignó el número a Ferdi Spenz y Nella Cornella y el público saludó esta actuación con todavía más hilaridad porque ahora era una mujer bonita y bien formada la que golpeaba a un hombre enano y antipático, mientras el cariblanco Fünfünf hacía de árbitro colérico pero ineficaz: —iNo, no, Mam'selle Emeraldina! iNunca se golpea a un hombre cuando está en el suelo! Entonces ella enviaba de un golpe al Kesperle al otro lado de la pista y, sonriendo, se acostaba antes de que él se levantara e intentara vengarse... y el público se desternillaba de risa. Mientras tanto, en las calles, los crieurs des journeaux continuaban gritando con un clamor comparable en la arena política internacional. «Retraite de Prusse!» era el último grito, un grito alegre, porque Bismarck había cedido ante la presión francesa y retirado al príncipe Hohenzollern como aspirante a la corona española. Sin embargo, Francia en general, especialmente las ciudades, y el Florilegio en particular, pronto tuvieron que afrontar otra contingencia. El tiempo veraniego había provocado muchos comentarios sobre su clemencia y sus cielos claros, pero entonces el calor se intensificó cada día más, hasta que dominó una sequía cálida y sin aire. El largo jardín que era la avenida de los Campos Elíseos —rosas y geranios de todos los tonos, begonias, peonias y fucsias de dimensiones prodigiosas— empezaron a marchitarse, arrugarse y perder sus brillantes colores. Los castaños que bordeaban las aceras tenían las hojas lacias y dejaban caer tristemente sus capullos como una continua lluvia rosada y seca bajo las ramas arqueadas. Edge se acostumbró a trepar, antes de la función de la tarde, por la escala de cuerda hasta la plataforma del trapecio —se había aficionado a ello desde el tiempo ya muy lejano en que Autumn le enseñara a hacerlo— y un día bajó de allí y dijo a Florian que cancelaría el número del trapecio de Maurice y Domingo y la actuación de Lunes en la cuerda floja. —Corren el peligro de desmayarse —explicó—. Hasta que remita este horrible calor, no permitiré que nadie trabaje tan cerca de la cúpula excepto en las funciones nocturnas. —No pienso contradecir al director ecuestre —dijo Florian, pero su rostro expresó preocupación—. Vamos a tener que alargar enormemente el resto de los números y no todos pueden alargarse. Este maldito tiempo está perjudicando mucho a la pobre Miss Eel. Su número de klischnigg le resulta cada vez más doloroso; estoy pensando seriamente en mandarla de vacaciones a las montañas. Pero en este caso, es seguro que el Hacedor de Terremotos querría irse con ella. —Exhaló un largo suspiro de resignación—. Sin embargo, hay cosas peores de qué preocuparse.
Desdobló un ejemplar del día de Le Monde, que llevaba debajo del brazo, para que se viera el titular: «NOUVELLE DEMANDE PAR FRANCE.» —¿Y ahora qué pasa? —preguntó Edge. —La nueva exigencia de Francia es que Prusia garantice que nunca más propondrá al príncipe Leopoldo para el trono de España. Maldita sea. Esto es como pedir a Prusia que se rebaje y sin una razón de peso. Me pregunto si será el tiempo caluroso lo que hace a la gente tan irascible. ¿O es el tiempo un simple reflejo de esta acalorada disputa entre monarcas? —Diablos, yo puedo decírselo —respondió Edge—. Es obra de la emperatriz Eugenia. Esa mujer no puede dejar las cosas tal como están. Un día o dos después, dos tropeles de hombres y mujeres parisienses — gente de clase baja, a juzgar por sus trajes— marcharon por las calles del centro urbano y los seis u ocho hombres más fuertes de cada grupo sostenían una tarima sobre la que se levantaba una estatua de madera, dorada y pintada con colores chillones, una de hombre y otra de mujer. Siempre que las efigies se encontraban por casualidad en sus peregrinaciones, los portadores las inclinaban para que se saludaran cortésmente una a otra. —En nombre de la nación, ¿qué ocurre aquí? —preguntó Yount. —Son las imágenes de san Marcelino y santa Genoveva —explicó Pemjean—. La gente las saca de sus altares y desfila con ellas para pedir un cambio de tiempo. Parecen creer que si los santos sienten el calor que hace fuera de sus iglesias (o el frío o la humedad o lo que sea), Genoveva, Marcelino o ambos ejercerán su influencia sobre los elementos. Los santos, sin embargo, no hicieron caso. El calor veraniego aumentó todavía más y Edge tuvo que ordenar a los peones que enrollaran las paredes laterales de la carpa durante las funciones de tarde para que el público no se marease. Dos días después, Florian volvió de una excursión al centro de la ciudad y anunció: —El Museo Carnavalet ha colgado fuera un termómetro gigante y marca treinta y ocho grados centígrados. ¡Es insoportable! —Bueno —observó Edge—, es posible que Maurice, Domingo y Lunes me maten, pero de hoy en adelante voy a prohibirles subir al trapecio también en las funciones nocturnas. —Es asimismo insoportable que dispongamos de un programa tan exiguo —dijo Florian—. Tenemos que presentar más números. Tú, sir John y yo nos turnaremos de nuevo en las visitas a otros circos de la ciudad para dar otro repaso a sus talentos y ver si hay alguno digno de
ser secuestrado. Números ecuestres, de animales... consideradlo todo menos a los monos. Todavía me niego a tener simios en mi espectáculo. Así, al día siguiente por la tarde Edge salió al calor agobiante para dirigirse por segunda vez al Cirque de l'Empereur. Por el camino encontró a un vendedor de periódicos que gritaba con vigor, en esta ocasión una sola palabra: «Insulte!», así que compró el Quótidien de Paris y leyó mientras caminaba. No tenía que preocuparse mucho de tropezar con otros viandantes, porque muy poca gente salía a pie en aquellos días tan calurosos. La palabra más grande de la primera plana era la misma que el chico había gritado: «INSULTE!» La noticia era que el canciller Bismarck había replicado a la última exigencia francesa con un rotundo «Nein!». No prometería que el príncipe prusiano Leopoldo no volvería a presentarse nunca como candidato a la corona española. Y esta brusca negativa boche, decía el Quotidien, era una afrenta a las buenas intenciones de Francia, al deseo altruista de Francia de mantener la paz, al orgullo de Francia, a los intereses comerciales de Francia, al honor nacional de Francia, al prestigio de Francia entre las potencias de Europa, al cran de los hombres franceses y a la dulce naturaleza de las mujeres francesas... Por lo visto, a todo menos a las nobles salsas de Francia, pensó Edge mientras tiraba el periódico en el cubo de la basura de una verdulería. Cuando compró su entrada en el edificio del circo, Edge vio un cartel que anunciaba a una nueva artista del programa, una tal «Mademoiselle Mystére!... Merveille des riges... Vainqueur du continent!» y otras exageraciones por el estilo, pero el cartel también era un misterio porque no daba ninguna pista sobre la índole de su actuación. Edge contempló los mismos números que ya viera unos meses atrás —charla excesiva y no muy cómica de los payasos, aburridos números de animales— y tomó nota de que la cabra acróbata había sido relegada al final de la primera parte, antes del intermedio, lo cual indicaba que la nueva Mademoiselle Mystére ocupaba el lugar estelar al final de todo el espectáculo. Edge, por lo tanto, se quedó toda la segunda parte, esperando que la nueva estrella mereciera la pena. El director ecuestre la presentó con superlativos casi tan floridos como los de Florian —la maravilla del siglo, el asombro de incluso los mejores conocedores del circo, etc.—, pero manteniendo aún el misterio de la especialidad de Mademoiselle Mystére. De pronto la banda del circo, numerosa pero mediocre en comparación con la de Beck, tocó una fanfarria. Por la puerta trasera de la arena entró otra équestrienne, una mujer rubia platino en equilibrio sobre un solo pie en la grupa de un caballo al trote. La banda pasó al ritmo del galope y ella comenzó sus posturas y piruetas. Lo único nuevo de ella era que llevaba —además de un leotardo de lentejuelas, mallas de color carne y un tutú de tul— una máscara de cartón piedra que le cubría toda la cara. Era la máscara de
una Colombina, con lunares redondos y muy rojos en las mejillas, pestañas muy largas y una boca de Cupido. Edge tenía una silla de respaldo en la primera fila, así que estaba lo bastante cerca de la pista para darse cuenta de que, aunque la mujer fuese una mademoiselle, no era joven. Mostraba una gran competencia y gracia en la grupa, pero aprendida, no vivaz y espontánea. Tampoco su traje ni su caballo eran muy jóvenes. Al leotardo le faltaban lentejuelas y las mallas formaban bolsas en las rodillas y los codos, o quizá las rodillas y los codos eran demasiado gruesos. El caballo no llegaba a tambalearse de vejez, pero era lento y de paso un poco inseguro. Edge suspiró y se levantó para irse. Estaba de espaldas a la pista cuando la música cambió el galope inicial por una melodía más sincopada. Nadie la cantaba, pero era la música al son de la cual Monsieur Roulette había cantado hacía mucho tiempo «Sentado en el circo, la miraba dar vueltas...». Edge volvió, se sentó de nuevo y miró con atención. Después de la cabalgata final entró sin ser molestado por la puerta trasera de la pista y buscó hasta que encontró su camerino. Sarah se había puesto una bata muy gastada sobre el traje, pero aún conservaba la máscara de cartón. Su expresión era más vivaz que su voz cuando dijo: —Te he visto en seguida junto a la arena, pero era demasiado tarde para indicar por señas a la banda que cambiara mi música. —¿Por qué hacerlo? Es casi seguro que hubieras topado con uno de nosotros, si no conmigo. Y en cualquier lugar de la ciudad, si no aquí. Debías de saber que estamos en París desde hace meses. — Sí, pero esperaba pasar inadvertida. Monsieur Degeau me contrató por sólo tres semanas. Mis servicios no tienen exactamente una gran demanda. —Alargó la mano para estrechar la de él—. Hola, Zachary. Es agradable volver a verte. — ¿No das un beso a un viejo amigo? — No. A Gerald no le gustaría, si entrase de repente. —¿Gerald? — Le has visto actuar con el apolillado oso bailarín. Orphée et l'Ours. En Inglaterra eran Bruno y Bruin. Allí fue el último lugar donde trabajamos. Yo era Miss Masked Mystery. —Conmigo puedes dejar el misterio. Y quitarte la máscara. —No. Nunca me la quito, hasta que estoy en nuestro cuarto de la pensión. Ni siquiera el director Degeau me ha visto sin ella. Probablemente es la única razón por la que me contrató. Cuando no te queda mucho talento, belleza y juventud, tienes que inventar alguna artimaña. Debes de haber notado que he perdido mucha rapidez y he de teñirme los cabellos grises, así que lo único vendible en mí es el misterio. Esto, y el oso, nos consiguen a Gerald y a mí algún que otro breve contrato como éste, con un salario de feria. Pero al diablo con
todo esto. —Hizo un amplio ademán de indiferencia y adoptó un aire alegre—. Puedo estar contenta por el tremendo éxito alcanzado por mi pequeña Edith. iImagínate! Su nombre es famoso. Clover Lee Coverley... ila équestrienne más amada por París en todos los tiempos! —¿Has ido al espectáculo a verla trabajar? —No. Ya te lo he dicho. Quiero pasar inadvertida. —Se volvió y fingió buscar algo en el tocador—. No la he visto, no. — Es igual que no hayas venido. Se ha marchado. —¿Qué? La máscara se volvió súbitamente hacia Edge y los ojos azules de Sarah brillaron detrás de los agujeros. — Ya no es una niña pequeña —dijo Edge con una gran sonrisa—. Incluso ha prescindido de su nombre infantil. Ahora se llama Edith, condesa de Lareinty. Y está de luna de miel en Deauville. — Vaya, que me cuelguen si... —profirió Sarah con una risa de alivio y felicidad—. Y deja de sonreír, Zachary; eso no ha mejorado con los años. De modo que Clover Lee lo consiguió, ¿eh? Me alegro de que lo haya hecho una de nosotras. Yo lo predije, ¿te acuerdas? Hace muchísimo tiempo. —Me acuerdo. Dijiste al diablo con la moral, le enseñaré modales dignos de un baile palaciego. Pues bien, ahora asistirá a muchos. — ¿Y tú, Zachary? ¿Te has casado con tu bella Autumn? — Aún no. —Y continuó en seguida—: Te alegrará saber que Clover Lee no ha conseguido sólo el oropel de un título. Su Gaspard de Lareinty es un hombre rico, así que está arreglada para toda la vida. Escucha, si algún día deseas retirarte y descansar, Clover Lee podría... —No. Edge replicó, exasperado: — No, no y no. Es todo lo que me has dicho. Si te invito a volver al Florilegio, con Gerald, si quieres, ¿también contestarás que no? —Sí. — Maldita sea. La marcha de Clover Lee es la razón de que esté aquí hoy. Busco números de repuesto. Y escucha una cosa, Sarah. No queda nadie en el espectáculo a quien no desees volver a ver. Pimienta y Paprika han muerto. Otros también murieron o se marcharon a otra parte. Pero siguen con nosotros muchos de tus viejos amigos: Jules, Fitz, Hannibal y las chicas Simms. Y sabes que Florian te recibiría con los brazos abiertos. Aún tenemos a tu Bola de Nieve, una montura mucho mejor que ese rocín que montas aquí. Ahora somos un espectáculo de primera categoría. Podemos permitirnos los mejores trajes, accesorios y aparatos. —Como hasta entonces sólo le había dicho la verdad, Edge intentó pasar una pequeña mentira—: Eres una équestrienne tan buena como antes. Volverías a ser Madame Solitaire y...
— No me digas embustes, Zachary. Antes no lo hacías. Gracias por el ofrecimiento, pero no. Me quedo con la vida gitana y con mi Gerald de tercera categoría entre los espectáculos de tercera categoría. No son gran cosa, pero yo tampoco. Y ahora vete, te lo ruego, viejo amigo, y por favor no menciones a nadie, ni siquiera a Autumn, que todavía existo. — Pero, ¿por qué, Sarah? Ella suspiró. — Siempre has necesitado convencerte, maldito seas. —Empezó a soltar las cintas que sujetaban la máscara—. Solía quejarme de que los caballos siempre echaban sus cabezas huecas hacia atrás y me daban en la nariz. Pues bien, uno de ellos lo hizo con demasiada fuerza. —Se quitó la máscara y Edge deseó tener una para ocultar la expresión de su propio rostro. Sarah habría sido todavía una mujer hermosa, pero ahora tenía una nariz monstruosamente grande, granulada como una coliflor y moteada de manchas rojas y púrpuras—. Todas esas fracturas y magulladuras provocaron un estado que los médicos llaman bacchia. — Lo dijo con voz fría y serena—. Y no deja de empeorar. ¿Creerás ahora que no quiero ser descubierta ni rescatada ni siquiera recordada? Edge asintió, movió en silencio la cabeza y se dirigió a la puerta. Ella ya volvía a ponerse la máscara cuando él se volvió para decir: — Adiós, entonces, Sarah. Buena suerte. Si algún día puedo hacer algo... —Sólo una cosa. Puedes decirme esto. ¿Habla de mí Clover Lee? ¿A menudo? Edge pensó brevemente en intentar otra mentira, pero rechazó la idea. —No, nunca. — Está bien —dijo la máscara de Colombina—. No lo hagas tú tampoco. Adiós, Zachary. Al salir y cruzar la pista, Edge se detuvo un momento. La arena estaba tan vacía como lo había estado la tienda del Florilegio la primera vez que vio montar la gran carpa. No había lona arriba ni alrededor, pero sí serrín bajo los pies y los olores eran muy parecidos. Podía cerrar los ojos y, en el silencio hueco del lugar, oír casi un débil eco de aquella música en un tiempo alegre y pegadiza: Solitaire será la reina de todas las amazonas, pero, ay, está lejos, muy lejos... Cuando volvió al recinto del circo, Domingo leía en voz alta un periódico a otros artistas agrupados a su alrededor, traduciendo un editorial de Le Gaulois de aquel mismo día:
— «... Si Francia no obliga a Prusia a satisfacer sus exigencias, ni una sola mujer europea consentirá jamás en coger del brazo a un francés...» Florian era un miembro del grupo y al ver acercarse a Edge le miró con expectación. — No ha habido suerte, director —dijo Edge—. Nada que podamos usar en el Cirque de l'Empereur. —Quizá no es tu día de suerte —contestó Florian con la cara larga—. Siento decirte que ha estado aquí un lacayo de las Tullerías. Se te ordena presentarte ante su majestad Luis Napoleón. — Oh, cojones. Bueno, no puedo decir que no lo esperase. Pero hoy ya me he saltado una función. Puedo ir mañana... — No, no, muchacho. Si le haces esperar toda la noche, sabrá que has desobedecido deliberadamente y, sea cual sea su estado de ánimo, esto no lo mejorará. Volveré a hacerme cargo de tus obligaciones de director en la función nocturna y llenaremos de algún modo tu número de puntería, si no has llegado para entonces. Ve a ver qué quiere el emperador. —Sé lo que quiere —gruñó Edge—, pero estoy muy seguro de que no voy a participar en esta guerra, por muchas mujeres que se nieguen a cogerme del brazo. 9 —Ah, nuestro reacio caballero —dijo Luis Napoleón cuando el chambelán hizo pasar a Edge al estudio. Había otras dos personas presentes, una de ellas la emperatriz Eugenia. Edge se sorprendió al principio al ver que la otra era Gaspard de Lareinty, vestido de uniforme, pero luego recordó que el conde era ayuda de campo del emperador. — Majestades, excelencia —saludó, inclinándose. El emperador preguntó, sin preámbulos: — ¿Tendría alguna objeción de conciencia, mon colonel, si nos limitáramos a discutir sobre la guerra? — No, majestad. — Estupendo —dijo secamente Luis—. Gaspard, los mapas, por favor. Mientras Lareinty empezaba a desenrollar los mapas y colocarlos en varios caballetes alrededor de la habitación, Edge inquirió: — ¿Ya es, pues, seguro que habrá una guerra? Antes de que su imperial esposo pudiera contestar, Eugenia replicó: —Juzgue por usted mismo. Nuestro agente del otro lado de la frontera nos informa de que los telégrafos vuelan en todas direcciones poniendo
en alerta de guerra a los civiles de Prusia y países aliados, movilizando a sus Guardias Nacionales, racionando provisiones civiles, etcétera. También tenemos copia de un comentario hecho por ese odioso Bismarck a su adulador parlamento. Escuche. —Sacó un papel y leyó—: «Nosotros los prusianos no confiamos tanto en nuestro valor como para depender únicamente de él. También tenemos en cuenta el hecho de que los franceses se comportarán con estupidez y cobardía.» ¿Qué le parece, señor coronel? ¿Le gusta esta mierda? — Vamos, vamos, querida —amonestó Luis—, nada de vulgaridades. No descendamos al nivel de los bárbaros. Sí, coronel Edge, en vista de todas las circunstancias relevantes, he telegrafiado hoy al rey Guillermo mi formal declaración de guerra. —Suspiró—. Ahora... observe los mapas. Ya le enseñé la disposición de los boches en nuestras fronteras. Gaspard, ¿quieres describir la colocación actual de nuestras propias fuerzas? El conde, usando como puntero el bastón corto de mando, explicó: — Tenemos cinco cuerpos bajo el mando del maréchal Bazaine entre Metz y la frontera y dos cuerpos cerca de Estrasburgo bajo el maréchal MacMahon. Puede usted ver por los símbolos convencionales, coronel, la disposición adelantada de nuestras baterías artilleras, caballería e infantería, visávis de las del enemigo. Aquí, aquí y aquí están nuestros batallones de reserva. A propósito, cada una de nuestras compañías de infantería contiene un pelotón de armas pesadas y cada escuadra de ese pelotón está armada con la mitrailleuse Montigny a fin de cubrir con fuego rápido de largo alcance todos los avances de los fusileros. — ¿Algún comentario, coronel? —preguntó el emperador. Edge se aproximó a los mapas y fue de uno a otro, estudiándolos con atención, mientras la emperatriz golpeaba impaciente el suelo con los pies y Luis y De Lareinty esperaban impasibles. Por fin dijo Edge: —Repito, majestad, que no soy un estratega y está muy lejos del ánimo de un coronel retirado juzgar los planes de vuestros mariscales de campo. Sin embargo, si sólo pedís un consejo táctico... —Le ruego que me lo dé —contestó el emperador. — Bueno, yo diría que los prusianos esperarán que el empleo de su formidable artillería moderna diezmará y desmoralizará a vuestras fuerzas con barreras intensivas de largo alcance mucho antes de que vuestros hombres lleguen a ver las puntas de los yelmos de sus soldados. Así que... —Los franceses no se desmoralizan tan fácilmente —interrumpió Eugenia con acritud—, y nosotros también tenemos cañones. Los tres hombres la miraron, molestos, y Edge dijo con toda la paciencia de que disponía: —Un duelo de artillería entre armas de avancarga de bronce y armas de retrocarga de acero sería desastroso para los franceses. Aunque
vuestros cañones tuvieran el mismo alcance y precisión, lo cual no es el caso, y aunque pudieran cargarse y dispararse con la misma rapidez, que tampoco es el caso, no tardarían en recalentarse hasta quedar inutilizados. Mientras tanto, vuestra infantería y caballería se inmovilizarían, incapaces de avanzar entre la lluvia de cascos altamente explosivos lanzados por ambos bandos. Serían blancos inmóviles o más bien romperían filas para ponerse a salvo. —Pero la artillería sola no ha ganado nunca una batalla —objetó De Lareinty—. Los boches tendrían que interrumpir el bombardeo en un momento u otro para poder avanzar. — Sí, cuando vuestra infantería se dispersara o lanzara al suelo, cuando vuestros caballos se desbocaran de pánico y cuando todas vuestras fuerzas estuvieran desorganizadas —replicó Edge—. Sí, entonces los prusianos avanzarían. —iAh, pero tenemos les mitrailleuses! —exclamó el emperador—. Mantendrían a raya al enemigo el tiempo suficiente para reagruparnos. — No cabe duda de que causarían un terrible efecto inicial en la infantería enemiga —respondió Edge con diplomacia—, pero no creo que fuese un efecto táctico. Los soldados prusianos comprenderían pronto que esas máquinas sólo pueden rociar, pero no apuntar, y que los hombres sólo corren el peligro de ser heridos por una bala fortuita. Entonces seguirían avanzando, y con mucha más confianza que ante anticuados mosquetes de un solo disparo, manejados por tiradores expertos. Eugenia se revolvió contra él. — iLo que usted dice es puro derrotismo! Denigra a nuestros valientes soldados y a nuestras mejores armas. Son palabras sediciosas, subversivas y... — Chut, madame! —conminó bruscamente Luis—. Quizá sea sólo sentido común. Os ruego que le dejéis continuar. Coronel Edge, ha sido usted categórico al decirnos qué es lo que no podemos hacer. ¿Tiene alguna sugerencia sobre lo que puede hacerse? Edge volvió a mirar los mapas. — En lo que incumbe a Estrasburgo no tengo ninguna, francamente. La situación allí dependerá de si su mariscal MacMahon se propone cruzar el Rin o impedir a los prusianos que lo crucen. Pero aquí en el nordeste —dio un golpecito al mapa de la zona de Lorena—, franceses y prusianos se enfrentan en un terreno bastante llano donde no hay impedimentos para un ataque repentino. Es de suponer que los letales cañones Krupp ya están apuntando a vuestras posiciones de vanguardia... Miró a De Lareinty, quien asintió y dijo: — Nosotros también lo suponemos. Y, como es natural, los nuestros también apuntan a sus posiciones.
— En este caso sugiero que cambien de blanco y apunten a los cañones prusianos. Y yo optaría por un ataque repentino. Acercándose inmediatamente al enemigo, anularán la ventaja de su artillería. Un avance súbito (su infantería atacando directamente a las líneas enemigas y su caballería a ambos flancos) impediría que los cañones prusianos cambiaran rápidamente de blanco y apuntaran a la marea de hombres en movimiento, mientras la artillería de ustedes los bombardearía a placer. Calculo que entonces el enemigo enviaría a la caballería para detener a sus tropas de asalto, así que preparen sus mitrailleuses para concentrarlas en este contraataque; su lluvia de plomo podría ser efectiva contra blancos grandes como los caballos. Y si este fuego rápido abate o repele a la infantería prusiana, su propia caballería e infantería tendrá el camino libre para penetrar en las líneas enemigas. —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. A partir de este momento no sería, por supuesto, una batalla entre máquinas modernas, sino una especie de combate muy anticuado. Hombres y caballos, rifles, sables y bayonetas, un cuerpo a cuerpo que pondría a prueba la fuerza individual de los soldados, su valor y... bueno, su cran, como ustedes lo llaman. Eugenia lo miró con una expresión desdeñosa. — ¿Y qué pensaría el mundo de nosotros? —preguntó—. ¡Descartar todas las tecnologías más modernas para luchar como... los francos de la Edad Media! Todas las naciones modernas se reirían de nosotros. Edge se atrevió a decir: — Nadie se rió, madame, de un franco llamado Carlomagno. —Y dijo al emperador—: No es preciso señalar a un comandante de vuestra experiencia, majestad, que las cosas pueden parecer fáciles en un mapa y ser muy diferentes en el campo de batalla. El enemigo puede hacer algo totalmente imprevisible, el tiempo puede empeorar... esas aclamadas mitralleuses pueden errar el tiro. —Le gusta insistir sobre este punto —murmuró el emperador. —No obstante —continuó Edge—, si prevalece la táctica que he sugerido, creo que seguiría avanzando y rebasaría las posiciones prusianas (sin entretenerme en liquidar o conducir a los prisioneros o permitir el pillaje o las celebraciones) para atacar la ciudad de Saarbrücken. —Señaló el mapa—. Dejad sólo a vuestros artilleros en el campo de batalla. Ordenadles que abandonen sus viejos cañones y den la vuelta a los cañones Krupp capturados a fin de bombardear las defensas de la ciudad antes de que lleguen vuestras columnas de ataque. —Edge se detuvo y abrió los brazos—. Pero estos planes ulteriores atañen a vuestros estrategas. Hubo un rato de silencio en la habitación; el emperador y el conde parecían pensativos y la emperatriz bastante malhumorada. Entonces Luis Napoleón preguntó a De Lareinty:
—Qu'en pensezvous, Gaspard? — Ca me semble practique, majesté. — A moi aussi. Vaya usted mismo a decirlo a Bazaine. No me gustaría confiar el mensaje a la clave o a un correo. Repita las sugerencias del coronel, con todos los detalles, al maréchal, pero sólo como sugerencias, entiéndalo, y no es necesario mencionar la fuente. Dejemos que Achille piense, si así lo desea, que son el consenso del estado mayor. Y que quede bien entendido que es libre de actuar según su criterio. Pero márchese en seguida. —iYa estoy allí, sire! —exclamó el conde. Se inclinó ante el emperador y la emperatriz, incluso ante Edge, y salió a grandes zancadas de la habitación. — iVaya, maldita sea! —murmuró Edge—. Quería preguntarle si le place la vida de casado. —La vida marital debe ceder el primer puesto a la vida marcial—recitó el emperador en inglés, satisfecho como si hubiese pronunciado un sonoro epigrama—. Veamos, coronel, yo quería preguntarle a usted, una vez más, si continúa decidido a no aceptar un nombramiento. Tal vez para mandar esa valiente caballería en su avance de Metz a Saarbrücken... tal como usted cree que podría hacerlo. — Puede hacerlo, majestad, y sin mí. Os agradezco nuevamente el inestimable honor del ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo. Ya paso de la edad y me falta el ardor para hacer otra campaña. —¿Y cómo es eso? —inquirió Luis Napoleón—. Yo pienso ir al frente y debo de ser veinte años mayor que usted. Mi hijo me acompañará y es casi treinta años menor que... — ¿LouLou? —gritó Eugenia, horrorizada—. No puedo creer que arriesgues... —iMadame! —cortó fríamente el emperador—. Aunque esta guerra os incumba mucho, el mando será exclusivamente mío. Y el príncipe imperial tendrá su baptéme de feu. —iPero sólo tiene catorce años! ¡Es nuestro único hijo! —Y esta guerra puede ser la única que vea en su vida. Todos los hombres deberían templarse y purificarse en por lo menos una guerra. Eugenio Luis no perderá la ocasión de participar en ésta. — Es una locura que penséis en ir vos. Un anciano enfermo y doliente, que anda renqueando como el carcamal de una pantomima. —Muchas gracias, querida, por vuestra solicitud de esposa. — iPero llevaos al niño! Pensad en la sucesión, Luis. Si algo le ocurriera... — No le sucederá nada que no me suceda también a mí, en cuyo caso supongo que el príncipe PlonPlon sería coronado por aclamación. — iDios no lo quiera!
—Y en cuyo caso también, madame, viviríais el resto de vuestros días como la emperatriz viuda, admirada y venerada por todos por haber inspirado tal devoción en vuestros dos hombres que marcharon voluntariamente a morir en una guerra que vos insististeis en declarar. Y ahora no hablemos más de ello. Estamos turbando a un inocente testigo de esta sórdida disputa familiar. La amonestación fue innecesaria. Eugenia estaba lívida y la furia le impedía hablar. Luis Napoleón se volvió de nuevo hacia Edge. — Cuando le he llamado hoy, mon colonel, estaba preparado para coaccionarle. Podría haberle propuesto una elección: aceptar un nombramiento de oficial o ser internado durante toda la guerra. O podría haberle hecho chantaje, amenazando con actuar contra esos discutibles colegas suyos. O, como residente extranjero en tiempo de guerra, podría haberle reclutado como soldado raso, o aún peor, enviado a un batallón de trabajos forzados. Pero no haré ninguna de estas cosas. — Os lo agradezco, majestad, pero soy muy curioso. ¿Por qué no las haréis? — En parte porque me ha impartido una crítica constructiva y tal vez unos consejos valiosos. Cuando ganemos la guerra, sil pllát á Dieu, habrá usted luchado por nosotros como si lo hubiera hecho en persona. Si perdiéramos la guerra, á Dieu ne plaise, no estaría en posición de culparle o castigarle por ello. Pero también, como me recuerda constantemente la cargante preocupación de mi esposa por la dinastía, éste es en gran parte un asunto de familia. No tengo derecho a involucrar a un extranjero contra su voluntad. Así, pues, vaya en paz, mon colonel, y que sea una paz más duradera que la que yo he conocido. Mientras regresaba al Bois, y aunque la noche no había traído consigo mucho alivio del enervante calor del día, Edge encontró las calles abarrotadas de gente. Todos hablaban con excitación mientras los vendedores de periódicos corrían entre ellos agitando su mercancía y gritando con más fuerza que nunca: «Guerre! La guerre déclarée!» Edge no se molestó en comprar un periódico, pero en el recinto del circo todos parecían estar leyendo uno —tanto los artistas como el público—, porque llegó allí durante el intermedio del espectáculo. Como es natural, Florian se alegró y sintió alivio al saber que su director ecuestre había sido eximido del servicio militar y rió entre dientes, aunque con cierta ironía, cuando señaló el titular del periódico y observó: —Siempre me he preguntado por qué, en casi todas las lenguas europeas, la palabra «guerra» es del género femenino. —Creo que resulta bastante apropiado en este caso —dijo Edge.
—Trágicamente, sí. Luis Napoleón no sólo ha sido animado e incitado a entrar en guerra, en contra de los buenos consejos de todo el mundo, empezando por el zar ruso, sino que ha sido él, y no el rey Guillermo, quien la ha declarado. Así, como temía el zar Alejandro, si Francia fuese derrotada, la responsabilidad sería sólo de Luis. —Bueno, por lo menos no sería mía. Por suerte, mientras dure esta guerra sólo dispararé, para variar, a calabazas, platos y objetos similares. Voy a cambiarme de ropa para hacerlo esta misma noche. Diez días después de la declaración de guerra, su majestad imperial Luis Napoleón vistió su mejor uniforme y su alteza imperial Eugenio Luis un uniforme hecho a su medida de muchacho, y los dos subieron a un tren con destino a Metz, donde el emperador tomaría personalmente el mando en el frente todavía tranquilo del nordeste. A fin de que su partida no llamara la atención pública, Luis Napoleón dispuso que su tren privado los esperase en la estación de SaintCloud, por lo que muchos parisienses ignoraron que se había marchado hasta que la prensa vespertina anunció que la emperatriz Eugenia sería regente de Francia durante la ausencia del emperador y que el diputado Emile 0llivier sería interinamente primer ministro de Francia. Muchos franceses murmuraron al saber que se daba a una mujer el gobierno nominal y las verdaderas riendas estarían en manos del aborrecido 0llivier, pero la mayoría de francesas se sintieron más sentimentalmente afectadas por las presuntas palabras de despedida de Eugenia a su hijo: — LouLou, cumple con tu deber. Aquel mismo día, un clarens de caoba tirado por cuatro bayos entró en el recinto del circo. En las portezuelas se veía el escudo de los Lareinty y un lacayo ayudó a apearse de la carroza a una mujer joven y rubia espléndidamente ataviada con sedas y encajes de Worth. —i Clover Lee! —gritaron con asombro varios miembros del circo en un saludo alborozado. Otros tuvieron la presencia de ánimo de inclinarse o hacer una reverencia —aunque con radiantes sonrisas en los rostros— y exclamar: — i Excelencia! Entonces la joven sorprendió a los artistas, para no mencionar a su propio cochero y lacayo. Como si los últimos calores la hubiesen enloquecido, Clover Lee empezó a desnudarse inmediatamente, tirando a la carroza todas las prendas que se quitaba. Sin embargo, cuando se había despojado de toda la ropa interior, apareció vestida con lentejuelas doradas y unas mallas de color carne, uno de sus viejos leotardos y mallas anteriores al Clover Pink. Finalmente, mientras se quitaba de un puntapié los puntiagudos escarpines, dijo unas palabras al
lacayo y cuando el clarens se alejó con su ropa desechada, bailó descalza hacia Florian. Este le dijo con admiración: —Madame la comtesse, no habéis olvidado hacer una entrada espectacular. — Diablos, ahí va la condesa —replicó ella, indicando con un gesto el carruaje que se alejaba—. Por el momento, vuelvo a ser la Clover Lee de siempre. Me gustaría volver al trabajo... al menos mientras Gaspard esté ausente. — No cabe duda de que eres bien venida, y más que eso, ya lo sabes. No obstante, ¿estás segura de que te conviene? Sé que el conde se halla cumpliendo con sus deberes militares, pero ¿y su familia? ¿No es probable que... ejem...? — ¿Se horroricen —preguntó sonriente Clover Lee— de que Edith de Lareinty exhiba sus encantos en público? Bueno, seguramente se horrorizarían, pero ni siquiera conocen aún a Edith o a Clover Lee. Gaspard y yo seguíamos en Deauville cuando el emperador se lo llevó para que le ayudara a dirigir la guerra, así que aún no he conocido al noble clan, ni siquiera a mi suegra. No puedo ir a verlos y presentarme a mí misma y me aburre estar sola. Hasta que sepan quién soy y esperen que me comporte como una condesa de verdad... iqué diablos! Puedo hacer lo que me plazca y divertirme. — Yo sería el último en querer disuadirte. Nuestra compañía está muy mermada y me imagino que incluso los artistas más hambrientos se mantendrán lejos de Europa occidental hasta el fin de la guerra. Vuelves a formar parte del espectáculo a partir de la función de esta noche, querida. Pregunta al coronel Ramrod dónde quiere colocar tu número y consulta con Madame Delattre cualquier problema de vestuario. Mientras tanto, reservaré una habitación para ti en el hotel y esta noche todos celebraremos tu regreso con un auténtico banquete. Clover Lee fue recibida con exuberante alegría por todos los artistas, peones y músicos que no la habían visto llegar y su caballo Burbujas relinchó de contento. Después sus colegas femeninas se la llevaron lejos de los hombres para preguntarle entre risas qué significaba estar casada con un conde, cómo era Deauville, qué se sentía al vestirse en Worth, etc. Al cabo de un rato, incluso Lunes Simms consiguió un aparte con Clover Lee, fuera del alcance de las otras mujeres, para hacerle una pregunta tan íntima que ni siquiera sabía cómo formularla: —¿Qué dijo tu marido...? Ya sabes, cuando tú y él... Quiero decir, ¿se enfadó porque...? — ¿Porque no era virgen? —dijo Clover Lee con una carcajada—. Muchacha, me aseguré antes de que no se diera ni cuenta. — ¿De verdad? ¿Cómo? ¿No me estás tomando el pelo?
—En absoluto. Hace mucho tiempo, después del primer hombre, cuando estábamos en Italia, la vieja Maggie Hag me explicó cómo debía arreglarme para mi noche de bodas. —iNo! ¿De veras? Me gustaría que me lo contaras. No tengo ningún marido a la vista, pero es por si acaso. Tengo una raja muy ancha ahí abajo, como debía de tenerla mami después de expulsar a la vez a tres negritos. — Está bien. —Clover Lee miró a su alrededor con aires che conspiradora—. Verás, lo primero que debes hacer es ir a una botica y comprar útiles de afeitar de hombre. Como si los compraras para un amigo, a fin de que el dependiente no sepa que son para ti. Después lo tiras todo (brocha, navaja, jabón), todo excepto el palito, o lápiz astringente, como se llama a veces. Entonces, una vez llegado el momento... —Cuando Clover Lee bajó la voz, las cejas de Lunes se arquearon. — Nuestro emperador toma el mando en Metz —tradujo Domingo de Le Siécle unos días más tarde a un grupo de atentos artistas—. Ha ordenado penetrar inmediatamente en... TerreSarre? ¿Qué es esto? — En alemán se llama el Saarland —explicó Jórg Pfeifer— y está al otro lado de la frontera de Lorena. — Bueno, éstos son los titulares —dijo Domingo y pasó a leer el artículo—: «Dos de agosto. Por instantáneo mensaje telegráfico de nuestro intrépido corresponsal en el frente. Por orden brillantemente decisiva de su majestad imperial Luis Napoleón, el formidable Segundo Cuerpo del ejército francés, bajo el mando del siempre valeroso general Frossard, apoyado en los flancos por elementos del Tercero y Quinto Cuerpo, ha iniciado en el día de hoy un avance inexorable desde el departamento del Mosela hacia el territorio enemigo de la TerreSarre, donde la artillería del Segundo Ejército prusiano está siendo arrollada y sus escuadrones de caballería y batallones de infantería se retiran en completo desorden...» iUfl Vaya frase tan larga. —Que me cuelguen —murmuró Edge—. Lo están consiguiendo. —Todos se volvieron a mirarle y él se apresuró a añadir—: Si hemos de creer al corresponsal del periódico. Era evidente que éste decía la verdad. A la mañana siguiente, aunque sólo era miércoles, todo París se despertó al son triunfante de todas las campanas de la ciudad. La multitud salió a las calles para agarrar los periódicos todavía húmedos de manos de los vendedores que gritaban: «Grande victoire!» y «Défaite prusienne!». Los titulares eran varios: «CAPITALE DE TERRESARRE SAISIE» y «C'EST A NOUS, LA CITÉ SAARBRÜCKEN!», y los artículos ofrecían todos los por menores. La retirada de Prusia había sido tan precipitada y desordenada que sus
zapadores no tuvieron ocasión de volar o bloquear los puentes del río Saar. Los valientes franceses habían marchado directamente hasta la ciudad de Saarbrücken y ahora ocupaban el centro y también su principal suburbio de St. Johann. Además —así lo juzgaban los intrépidos corresponsales de los diversos periódicos; todos usaban la palabra «inexorable»—, el irresistible avance francés continuaría hasta la segunda ciudad del Sarre, Kaiserslauten, «dans le coeur du pays des boches». Como si el tumulto de las campanas hubiese despertado al dormido dios del tiempo, el calor implacable que había atenazado a la ciudad durante más de un mes remitió por fin. Un repentino viento del este barrió basura, periódicos, sombreros y tejas sueltas por toda la ciudad y obligó a los peones del Florilegio a reforzar los cables de las cinco tiendas con sogas adicionales. El viento amontonó en el cielo pálido las nubes del horizonte oriental, y en cuanto estas nubes hubieron cubierto la ciudad, sus fondos se abrieron para derramar un verdadero diluvio. Los eslovacos del circo volvieron a salir corriendo, esta vez para tensar todos los cables de retén, porque la lona empapada de agua empezaba a hundirse. Pero el aguacero, lejos de apagar el ardor de los parisienses, les dio una razón de más para estar alegres. Continuaron abarrotando los bulevares y avenidas, dándose mutuas palmadas en la espalda, invitándose a copas, desfilando en grupos que cantaban a gritos el himno Partant pour la Syrie y haciendo ondear banderas tricolores, aunque sólo consiguieran moverlas pesadamente. Y, mucho antes de la hora de la función, la carpa del Florilegio se llenó tanto que fue preciso negar la entrada a una gran muchedumbre, que se encogió alegremente de hombros y se dirigió bajo el chaparrón a otros circos, teatros o cafés, o simplemente a bares de buvette para emborracharse, porque todo París celebraba este día. — Bueno, supongo que tienen algo que celebrar —observó Edge—. El viejo Luis Napoleón parece tener ganada la guerra. —Y mientras la tenga, toda Francia cantará sus alabanzas —dijo Florian—. Justo mientras todo vaya bien. Los franceses son notoriamente veleidosos, inconstantes y poco leales. En cuanto los ejércitos sufran un descalabro o el emperador cometa un error de juicio, su pueblo exigirá con los mismos gritos su pellejo... o su cabeza. Ah, bueno, no quiero ser pesimista. Pensemos sólo en los festejos de este día. Pero el día siguiente fue tan decepcionante como la resaca de cualquier jolgorio. Los periódicos que el miércoles habían descrito la invasión del Sarre con palabras como «formidable» e «inexorable» se refirieron a ella con más cautela en las primeras ediciones del jueves, mencionando «dificultades» e «impéchements». La lluvia que había caído de modo tan
bienhechor en París continuaba cayendo también en el escenario de la guerra, de modo que los caminos por los que los franceses habían avanzado hasta Saarbrücken eran ciénagas, al igual que los que salían de la ciudad en todas direcciones, por lo que de hecho los franceses no la ocupaban, sino que estaban aislados en ella. En las ediciones vespertinas del jueves los periódicos ya no elogiaban al ejército francés ni a sus oficiales y a su comandante emperador, sino que usaban libremente términos como «ínecacité» y «défaut de prévoyance». Ahora era evidente que la invasión francesa se había hecho demasiado bien, pero sin la adecuada planificación de apoyo. Las fuerzas de asalto se habían alejado en exceso de sus convoyes de pertrechos e intendencia y esos convoyes, a kilómetros de distancia, estaban ahora hundidos hasta los vientres de los caballos y los ejes de las ruedas en los caminos de fango. Los soldados victoriosos de Saarbrücken sólo podían alimentarse a sí mismos y alimentar a sus monturas confiscando víveres a la población civil, pero no podían hacer lo mismo con las municiones para sus armas. Y ahora trascendió que los franceses habían derrochado mucho plomo y pólvora durante su avance. Los corresponsales informaron de que las tan cacareadas mitrailleuses Montigny en particular habían gastado una extravagante cantidad de cartuchos. Así, pues, las fuerzas de ocupación no sólo estaban aisladas en Saarbrücken, sino que también carecían de las municiones necesarias para defender su posición. Los parisienses aún llenaban las calles para comprar todas las nuevas ediciones de los periódicos a medida que salían, pero los rostros de la gente eran grises como la lluvia y ya no había canciones ni vítores ni ondear de banderas. Había en cambio muchas murmuraciones sobre la presunción del emperador al haber arrebatado el mando a los generales que debían saber cómo dirigir una guerra, ya que él había demostrado ignorarlo. — ¿Qué te dije? —preguntó Florian a Edge. —¿Y qué debí decirle yo a él? —replicó Edge, aunque como si hablara consigo mismo—. ¿No os adelantéis nunca a vuestras líneas de suministros, majestad? Diablos, cualquier alférez con arneses nuevos debería saberlo. La mañana del viernes amaneció sin lluvia, soleada y agradablemente fresca; la ciudad brillaba de limpia y todas las flores de los Campos Elíseos tenían colores vivos y atrayentes. Sin embargo, las caras de la gente estaban tristes porque tristes eran también las noticias. Los periódicos decían que la lluvia había cesado asimismo en el este y los caminos se habían secado lo suficiente para permitir el desplazamiento de las tropas. Por desgracia, un nuevo ejército prusiano, el Primero, avanzaba rápidamente hacia el sur desde un lugar llamado Merzig y llegaría a Saarbrücken antes de que pudieran hacerlo refuerzos o
suministros franceses. Por lo tanto, los ocupantes de la ciudad salían precipitadamente para evitar quedar atrapados en ella y tomaron el mismo camino por el que habían ido para dirigirse a sus posiciones anteriores de Metz. La noticia ya era bastante mala, pero la prensa vespertina reveló —con franco desprecio, burla y profusos signos de exclamación— que los franceses habían abandonado Saarbrücken con tan vergonzoso apresuramiento que sus zapadores también habían olvidado criminalmente volar los puentes del Sarre a sus espaldas. —iDios mío! —gruñó Edge—, ahora los prusianos pueden volver sin mojarse siquiera las botas. Y puede estar seguro de que ya no permitirán que la ciudad sea tomada de nuevo por sorpresa. Lo único que han conseguido los franceses es incrementar el estado de alerta del enemigo. El emperador habría hecho mejor dejando a sus hombres acuartelados, practicando la instrucción. O cortando esas malditas mitrailleuses para hacerlas servir de bayonetas. No obstante, la prensa vespertina del sábado, 6 de agosto, publicó mejores noticias de otra parte de Francia que entusiasmaron de nuevo a los parisienses y los hicieron olvidar por unos días las oportunidades perdidas en el Sarre. «Autre bataille, autre victoire!», gritaron los vendedores y la gente se disputaba los ejemplares de los periódicos. La nueva batalla había sido instigada por dos de las fuerzas aliadas prusianas, los cuerpos Quinto y Undécimo de Baviera, que habían cruzado la frontera septentrional de Alsacia el día anterior, pero aquella mañana el maréchal MacMahon ya tenía en posición a su Primer Cuerpo francés para hacerles frente y su Séptimo Cuerpo corría al campo de batalla desde Colmar. A mediodía, según los últimos comunicados telegrafiados por los intrépidos corresponsales de los periódicos, los franceses aniquilaban por millares a los boches bávaros. Nuevamente el pueblo de París desfiló, cantó y bailó por las calles y centenares de personas continuaron el jolgorio toda la noche. Para entonces los ministerios del gobierno francés y las oficinas de prensa sabían ya que aquellos primeros reportajes de Alsacia habían sido pergeñados y mal interpretados y que las celebraciones callejeras bailaban en realidad una danza macabra. El primer ministro 0lli vier y los numerosos editores de periódicos habían recibido más tarde telegramas que corregían y contradecían totalmente los anteriores, pero tan augustos personajes no estaban ansiosos por confesar el terrible error de sus impetuosos anuncios de una gran victoria. Hasta que no aparecieron las ediciones dominicales habituales, París no conoció la verdad: eran los bávaros quienes aniquilaban a los franceses. De los treinta y siete mil hombres que el maréchal MacMahon había enviado al frente de Alsacia, más de veinte mil habían muerto en un día. Y aún peor, cuando MacMahon, desesperado, pidió refuerzos al Quinto Cuerpo del general De Failly, éste llegó al campo de batalla sólo para
decidir que la situación ya no tenía remedio y se retiró sin efectuar ni un disparo. Aquel Quinto Cuerpo, junto con los restos del Primero y el Séptimo, se retiraba ahora en desorden hacia el oeste, perseguido de cerca por todo el Tercer Ejército de los boches, que tenía el camino libre para seguir avanzando hasta el río Mosela. Los parisienses podrían haber reaccionado a esta noticia de muy diversas maneras, con orgullo y tristeza por aquellos que habían luchado bravamente y caído, con desprecio y vergüenza por los que habían huido, con aprensión por el destino de los otros ejércitos que defendían Metz y que ahora estaban a punto de ser flanqueados por el enemigo que avanzaba hacia el Mosela, al sur de sus líneas. Pero los parisienses optaron por reaccionar con ira por el engaño del gobierno al mantener en secreto la catástrofe todo cuanto pudo. Una gran multitud se congregó y gritó ante el Hótel de Ville y no se dispersó después de desahogar sus sentimientos, sino que creció en tamaño, clamor e indignación a medida que afluía más gente. Antes de que se terminara el domingo, se imprimieron y fijaron anuncios en todos los lugares públicos y los periódicos sacaron a la calle ediciones especiales. Emile 0llivier había dimitido como premier y ministro de la Guerra y su majestad la regente había nombrado sucesor suyo al comte de Palikao. 0llivier sólo era abogado y político. El anciano conde era un general de caballería retirado, muy condecorado y respetado. La multitud de la place de l'Hótel de Ville se consultó mutuamente, decidió que el gobierno volvía a estar en manos fuertes y honestas y se dispersó en silencio en dirección a sus casas. 10 Durante la semana siguiente, ni los periódicos de París ni los ministerios pudieron publicar otra cosa que breves boletines sobre el desarrollo de la guerra, no a causa de una timidez o duplicidad oficial, sino porque las batallas de primera línea, los avances, retiradas, marchas y contramarchas eran tan frecuentes, tan rápidos, tan cambiantes y a menudo tan confusos, que los corresponsales e incluso los propios oficiales de enlace de los ejércitos franceses podían apenas seguirles la pista. El maréchal MacMahon continuó retirándose del este, reuniendo por el camino a sus tres diezmadas y dispersas unidades y librando con frecuencia combates de retaguardia contra el Tercer Ejército boche que le pisaba los talones. Sin embargo, daba la impresión de que aquel Tercer Ejército le seguía pausadamente, llegando a destacar una buena parte de su contingente para rodear y sitiar la capital alsaciana de Estrasburgo. Luis Napoleón ordenó, pues, a MacMahon que se retirase
unos ciento sesenta kilómetros al oeste, a ChálonssurMarne, y el emperador, el príncipe imperial y su séquito inmediato tomaron el tren en Metz para encontrarse con él allí. La explicación oficial fue que Luis Napoleón y MacMahon se reunían para reorganizar, reforzar y revitalizar aquel ejército abatido por la derrota y la retirada. No obstante, una historia diferente difundida entre las altas esferas no tardó en propagarse entre todos los parisienses: que el emperador quería realmente conducir a ese ejército y a sí mismo sanos y salvos hasta París y que sólo se lo había impedido un severo telegrama de la emperatriz Eugenia ordenándole que fuese un hombre y se mantuviera firme en algún lugar entre su capital y los boches que le perseguían. Entretanto, en el nordeste, el maréchal Bazaine, después de haber estado a punto de tomar Saarbrücken, parecía ignorar qué debía hacer con sus cinco cuerpos y se demoraba en las cercanías de Metz, mientras el rey Guillermo y el general Von Moltke aumentaban amenazadoramente sus fuerzas en la orilla opuesta del río Sarre. El 15 de agosto, un lunes, debía de haber sido la fiesta veraniega más importante de Francia, la conmemoración anual del nacimiento de Napoleón el Grande. Este año, como de costumbre, todo estaba preparado para que la Ville Lumiére fuese una ciudad más luminosa que nunca, con un millón más de bombillas de gas colocadas en las fachadas de los edificios, estatuas y monumentos —doce mil luces sólo para perfilar el Arc de Triomphe— y se colgaron inmensas banderas de color verde oscuro sobre todas las avenidas, decoradas con la adornada letra N, águilas de alas extendidas y abejas doradas. Bandas, orquestas y coros afinaban sus instrumentos y ensayaban, los vendedores callejeros estaban surtidos de todo, desde flores y golosinas hasta baratos bicornios de fieltro e la Napoléon y los cafés habían colocado todavía más mesas en las aceras, delante de sus puertas. —Durante la Féte Nationale —explicó Florian a su compañía, incluyendo al primero de mayo Delattre que, cuando no ejercía sus habilidades de fontanero por el recinto del circo, ocupaba ahora la taquilla del furgón rojo— es tradicional que todos los teatros, cafés y establecimientos similares ofrezcan sus espectáculos gratis. Nosotros respetaremos esta costumbre en las dos funciones del día. Por desgracia, en aquel 15 de agosto la prensa matutina anunció de nuevo malas noticias. Por una vez, los corresponsales del frente nordeste habían enviado un reportaje completo de la última batalla... y la última humillación de Francia. El maréchal Bazaine se dedicaba la víspera (otra vez) al proceso de cambiar las posiciones de sus cinco cuerpos en torno a Metz cuando, de improviso, desde la cima de una colina había atacado una parte del Segundo Ejército prusiano. El combate había sido encarnizado y los franceses «lucharon con bravura», de modo que las pérdidas de los dos bandos fueron casi iguales, unos
cuatro mil hombres entre muertos y heridos por cada lado. No obstante, cuando la noche les dio la oportunidad, los franceses abandonaron el frente y corrieron a refugiarse tras los pesados cañones de las fortificaciones de Metz. El primer ministro De Palikao decidió con razón que sería muy poco apropiado que París celebrara simultáneamente el aniversario del gran Napoleón y la noticia de otra retirada francesa, así que dio la orden de que no se encendieran las luces de la ciudad y pidió a sus conciudadanos que se abstuvieran de todo jolgorio en tan equívoca ocasión. El pueblo no desfiló con júbilo, pero tampoco se quedaron todos en sus casas. Varios miles de parisienses salieron a los bulevares y avenidas en lo que no parecía una demostración espontánea, sino preparada de antemano, agitando la bandera roja de la revolución en vez de la tricolor, cantando La Marsellaise y gritando eslóganes antiimperiales. —¿Qué pasa? —preguntó Yount, que estaba mirando. —Estos deben de ser los communards locales —respondió Florian. —¿Qué diablos es un communard? Daphne se echó a reír y citó: —¿Qué es un communard? Uno que anhela. —Yount la miró con perplejidad y ella explicó—: Un inglés los describió en broma hace mucho tiempo. Aún recuerdo los viejos versos: ¿Qué es un communard? Uno que anhela la división igual de salarios desiguales. Ocioso, chapucero o ambos, está dispuesto a sacar su penique y embolsarse tu chelín. Florian también rió y, como Yount seguía perplejo, explicó a su vez: —Los communards son los extremistas entre los muchos que quieren que Francia vuelva a ser una república. Los republicanos en general desean abolir todos los títulos y privilegios de la realeza, y la nobleza y demás aristocracias. Los communards insisten en abolir no sólo las clases, sino también todas las otras distinciones: riqueza, condición social, etcétera. Nadie debería ser más rico que los demás y un vendedor de pescado de les Halles debería ser tan respetado como un profesor de la Sorbona. —¿Y esto sería malo? —inquirió Yount. —Oh, podría pasar si fuera el deseo de todos, pero los communards, como cualquier secta religiosa, están tan seguros de la razón de sus creencias que no toleran a los incrédulos. Si les concedieran la oportunidad, impondrían a todo el mundo su propio tipo de Tierra Prometida y no lo harían por persuasión o votación, sino por la fuerza. Yo, personalmente, preferiría un Infierno opcional a un Cielo obligatorio. Sin embargo, aquel día los manifestantes no hicieron ninguna demostración de fuerza. Cuando se cansaron de ir de un lado a otro
haciendo ondear sus banderas rojas y gritando sus insultantes opiniones sobre el emperador, la emperatriz y todo el establecimiento imperial, se dirigieron —como casi todos los demás habitantes de París— a disfrutar de las diversiones gratis en cafés, teatros y circos. A pesar de ello, el primer ministro De Palikao pareció tomar muy en serio aquella descarada manifestación de communards y al día siguiente aparecieron carteles anunciando que el premier de Francia, previa consulta telegráfica con su majestad, nombraba un gobernador militar para la ciudad de París que se encargaría de la ley, el orden, la seguridad y el bienestar públicos durante la emergencia de la guerra. Los parisienses gruñeron, como hacían siempre, pero ni siquiera los communards podían quejarse mucho, porque el gobernador sería el general Louis Trochu, ampliamente conocido como un liberal. No había razón para suponer que su nombramiento era algo más que un gesto de advertencia para que todos se comportaran bien. Entonces llegaron noticias aún más descorazonadoras del frente del nordeste. El maréchal Bazaine, después de pasar tanto tiempo moviendo sus tropas por los alrededores de Metz, adoptó por fin una decisión. Como todo el Segundo Ejército prusiano se encontraba ahora en las proximidades, abandonaría Metz dejando sólo una guarnición suficiente para los fuertes de la ciudad y trasladando el grueso de sus cinco cuerpos para sumarlo a las fuerzas del emperador y del maréchal MacMahon en Chálons, desde donde los ejércitos unidos se desplegarían al norte y al sur para presentar un frente inexpugnable contra una incursión ulterior prusiana. Sin embargo, los prusianos habían esperado la retirada de Metz. Cuando las tropas francesas partieron el 16 de agosto hacia el oeste, con dos divisiones de caballería a la vanguardia, sólo habían recorrido diecisiete kilómetros —hasta el pueblo de Vionville— cuando se encontraron con dos divisiones de caballería enemiga. Las dos caballerías chocaron entre sí, más de dos mil hombres por bando, y la batalla levantó tal nube de polvo que se convirtió en una mélée confusa: aquí y allí dos adversarios luchando con sables en un duelo a muerte, mientras a su alrededor giraban grupos de otros jinetes, buscando al enemigo para combatir y a veces casi atacando a otros grupos de su propio bando. Mientras tanto, los comandantes franceses y prusianos se apresuraban a enviar a la refriega todos los soldados de infantería y artillería que tenían más a mano. Entre las nueve de aquella mañana y las siete de la tarde se libró la batalla más encarnizada de toda la guerra, con el desplegamiento posterior de cuarenta y siete mil fusileros, ocho mil soldados de caballería y más de doscientas piezas de artillería por parte prusiana, contra el desplazamiento francés de ochenta y tres mil fusileros, ocho mil sables, cuatrocientos cañones y veinticuatro mitrailleuses. Tanto en fusileros como en cañones, los franceses
sobrepasaban en número a los prusianos, pero compensaba esta deficiencia el fuego más rápido y preciso de las armas de retrocarga prusianas. Cuando la batalla concluyó entre el polvo, el humo y la penumbra del crepúsculo, podría haberse llamado una victoria francesa, porque los prusianos, inferiores en número, dejaron de luchar por puro agotamiento, mientras los franceses aún tenían energía para moverse. No obstante, el único movimiento que hicieron fue para retirarse de nuevo a doce kilómetros del campo de batalla. Rodearon laboriosamente una ancha colina, y en cuanto ésta se interpuso entre ellos y el enemigo, acamparon para descansar por la noche en el pequeño valle del otro lado. Sin embargo, se habían retirado con tal desorden que todas sus unidades estaban mezcladas entre sí, confundidas, y era casi imposible reagruparlas en la oscuridad. Incluso cuando sus oficiales apostaron piquetes para vigilar cualquier reaparición de los boches, ellos mismos estaban tan desorientados que muchos destacaron a los centinelas al norte y el este, aunque habían dejado a todo el ejército enemigo a sus espaldas al oeste y al sur. La triste noticia hizo salir de nuevo a las calles a los communards y aquella vez se les sumaron ciudadanos más serenos. Las hordas de hombres y mujeres marcharon a través de la ciudad y rodearon el Hótel de Ville, despotricando contra el emperador, sus mariscales y otros oficiales... y el vergonzoso papel en el campo de batalla de sus propios hijos y maridos, a quienes habían despedido con canciones y vítores hacía escasamente un mes. La única réplica pública del primer ministro De Palikao y el gobernador Trochu a aquel clamor de críticas e improperios fueron unos carteles que ofrecían vagas promesas y rogaban una actitud paciente. En privado, sin embargo, tomaban otras medidas, y Dai Goesle, del Florilegio, fue uno de los primeros en darse cuenta de ello. Había ido de paseo por el Bois de Boulogne, pero volvió corriendo al circo para decir a Florian: —Hace sólo un momento he temido que íbamos a tener competencia, director. iUn espectáculo del Salvaje Oeste, por San Dafydd! Venga y eche una ojeada. Varios artistas los siguieron y, efectivamente, en la orilla opuesta del lago unos jinetes toscamente vestidos conducían ganado por los prados del Bois. Sin embargo, los animales eran demasiado numerosos para formar parte de un espectáculo y detrás del ganado se acercaban también rebaños de ovejas, dirigidos por más hombres a caballo y perros. Todos bajaban por los caminos de la parte norte del parque y era evidente que habían llegado del campo atravesando el poco poblado distrito parisiense de Puteaux a fin de atraer la mínima atención posible. Florian contempló la extraordinaria escena y dijo:
—Por lo visto el general Trochu está aprovisionando prudentemente a la ciudad para que no necesite ayuda en caso de que los prusianos lleguen hasta aquí. Quizá tiene buenas razones para creer que así será. —Se volvió con rapidez hacia Hannibal Tyree y le dijo—: Abdullah, toma este dinero y llévate eslovacos y carromatos. Ve a les Halles y compra a nuestros proveedores habituales la máxima cantidad posible de avena, heno y carne para el gato, tanto fresca como seca o ahumada. Seguro que habrá mucha demanda de todo ello. Ve inmediatamente. Hannibal se llevó muchos francos y volvió con muchas provisiones, pero declaró que había gastado todo el dinero. —Esos vendedores de comida ya han puesto los precios por las nubes, sahib. —Era de esperar —observó Monsieur Nadar, que visitaba a Florian en el furgón de la oficina—. Y los precios subirán mucho más. Cualquier excusa plausible es buena para que un francés estafe a sus clientes, sobre todo a los extranjeros, pero sin excluir a sus compatriotas. —Y añadió con languidez—: Puede estar seguro: si los boches no arruinan a Francia, lo harán los franceses. Al cabo de pocas horas, la discreta importación de ganado al Bois era conocida por toda la urbe, por lo que Trochu renunció a realizarla en secreto y los ganaderos llevaron a sus animales por los bulevares de París y los puentes del Sena para surtir también a los jardines del Luxemburgo de la orilla izquierda. Entretanto, amas de casa y los maridos que podían ser persuadidos para ello, así como sirvientes de todos los hogares aristocráticos, se apresuraban a ir al mercado con cestas, carretillas y todos los niños disponibles para ayudar a llevar cosas. Compraron con frenesí toda clase de comestibles, ropa, vino, aceite de lámparas y, aunque mediaba el mes de agosto, incluso mantas y cubos de carbón. Como es natural, a pesar de su rápida acción, los compradores no llegaron a las tiendas y puestos antes de que los vendedores hubiesen retirado las etiquetas con los precios habituales y sacado otras con precios exorbitantes y hubiesen ocultado sus mercancías mejores y más escasas a fin de reservarlas para sí mismos y sus clientes favoritos. Las hordas de compradores maldijeron a los comerciantes, pero compraron lo que pudieron —a menudo llegando a las manos entre ellos por cualquier artículo codiciado o a punto de agotarse— y pagaron los precios exigidos. Así, al día siguiente, vendedores de todas clases, desde el elegante Printemps y las exclusivas boutiques de los pasajes hasta el último buhonero, habían vuelto a elevar los precios, pasando de la simple avaricia a la más franca rapacidad. Esto proporcionó a los communards otro grito de guerra. Ahora, mientras marchaban por la ciudad, alternaban sus fulminantes insultos contra el emperador y sus secuaces con maldiciones a «ila cínica
burguesía capitalista!», frase que no tardaron en cambiar, vociferando en su lugar que los avarientos estafadores debían de ser todos «iunos sucios youpins!», grito que fue adoptado con entusiasmo incluso por la aborrecida burguesía. Se gritaba en las calles y podía oírse incluso en tonos más moderados en las mesas de los cafés, de labios de personas presuntamente moderadas y sensatas, imperialistas empedernidos y conservadores de ferviente ideología anticommunarde: «A bas les youpins.» —Eso es, culpad a los yids, a los chuletas, a los butifarras —dijo Nadar con aversión—. No importa que los bárbaros estén en las puertas, los franceses pueden hacer caso omiso de ellos; por muy indecente que sea el trato que se dan los franceses entre sí, pueden disculparse mutuamente dando la culpa de todo a los youpins. —Siempre ha sido así, monsieur —dijo Maurice LeVie con acento cansado—. Y no sólo en Francia, hélás. A partir de entonces apenas se vio en público a judíos identificables. Los cafés de la rue Cadet, que antes eran a la vez lugares de reunión social y de negocios de los comerciantes en diamantes de París, ahora carecían de clientes. Jacques Offenbach se apresuró a dejar París por Italia, granjeándose así una maldición doble por haber abandonado cobardemente la ciudad en esos días aciagos y por haber sido hasta entonces un hombre prominente en ella. Los parisienses que habían aclamado durante tanto tiempo al hombre y a su música, ahora se referían a él con desprecio, llamándole por el nombre con que había nacido, Jacob Eberst, y recordándose mutuamente que su padre no sólo había sido un judío sino también un cantor de sinagoga, y para colmo, de Colonia, Prusia. Al final el gobernador militar Trochu tuvo que hacerse solidario del furor dirigido contra aquel judío y prohibió la representación de sus obras, alegando que las frívolas operetas de Offenbach «habían desviado de la realidad la atención del público francés». Contemplar la realidad era desagradable. Se había librado otra gran batalla frente a Metz que había terminado con la derrota más catastrófica de todas para los franceses. Con todo su ejército —salvo las multitudes de muertos, heridos y capturados—, el maréchal Bazaine se había retirado al interior de la ciudad de Metz. Los victoriosos prusianos habían rodeado alegremente la ciudad, sin tratar de atacarla, sólo para mantener a los franceses encerrados allí dentro, porque el asedio de la ciudad no representaba para el rey Guillermo y el general Von Moltke el empleo de muchos hombres y así el ejército restante estaba libre para avanzar sin impedimentos por el corazón de Francia, que es lo que hicieron inmediatamente. La noticia provocó en París un paroxismo de pánico, confusión y cólera. Las masas que alborotaban por las calles incluían naturalmente a
communards, pero también a ciudadanos desilusionados, asustados y coléricos de todas las clases, edades, sexos, ocupaciones y tendencias políticas. Derribaron todas las banderas de abejas doradas, cortaron a hachazos las adornadas «N» de piedra que decoraban edificios y monumentos públicos y lanzaron piedras a las ventanas del Hótel de Ville y de los edificios que albergaban ministerios menores. La prensa se hizo eco de la última y más sarcástica condena de Luis Napoleón por parte del público: «iPrimero el emperador dejó el gobierno de París y después dejó el ejército en Metz! ¡Ahora uno está debilitado y el otro perdido!» La gente más pobre entre las masas de manifestantes gritaba otra queja: el precio de todos los artículos en venta en París era ahora tan astronómicamente alto que sólo los ricos podían alimentarse y vestirse. El gobernador Trochu había abastecido a la ciudad de cuarenta mil bueyes y doscientas mil ovejas que pacían en el Bois y los jardines del Luxemburgo, además de almacenes llenos de harina, carbón y municiones. ¿Por qué, preguntaba el pueblo, no disponía ahora el gobernador la distribución de artículos de primera necesidad entre las familias que no podían comprarlos? La respuesta de Trochu no estaba destinada a la difusión, pero fue oída y repetida inmediatamente por todo París: «iMaldito sea el pueblo ingobernable de la ciudad! i Prefiero mil veces a los buenos campesinos, analfabetos y dóciles!» Y la única medida que tomó fue salvaguardar aquellos suministros de emergencia colocando un cordón de centinelas armados en torno a cada rebaño y almacén durante las veinticuatro horas del día. Para hacerlo tuvo que llamar al servicio activo a la Guardia Nacional —o lo que se llamaba burlonamente la Garde Sédentaire—, hombres de edades comprendidas entre treinta y uno y sesenta años, demasiado viejos para el ejército pero aptos para la Guardia Nacional en tiempos de guerra. La mayoría de los hombres disponibles estaban más cerca de sesenta que de treinta y un años y acudieron a regañadientes a prestar aquel servicio —por la paga de una botella de vino y treinta sous al día—, pero en cuanto tuvieron la autoridad de los uniformes, hicieron guardia con diligencia y, como además iban armados, la plebe no realizó ningún intento de robar bueyes u ovejas. Mientras las masas vociferaban, marchaban y pintaban eslóganes" procaces, iracundos y revolucionarios en color rojo vivo en las fachadas de los edificios, en las calles había otro tráfico muy silencioso y menos conspicuo. Consistía en los preparativos que hacían los nobles, aristócratas y burgueses acaudalados en previsión de cualquier calamidad. Los ricos llevaban sus fortunas en francos franceses a los comerciantes de diamantes y cambistas judíos —que estaban en la clandestinidad, pero podían ser localizados sin muchas molestias— y
cambiaban los francos o bien por diamantes fáciles de ocultar y transportar o por monedas extranjeras (incluyendo marcos prusianos) no expuestas a penosas fluctuaciones. Las mujeres ricas llevaban sus joyas, pieles y objetos de arte a los montsdepiété de la ciudad. Estas casas de empeño, que hasta entonces habían concedido préstamos de unos pocos francos o incluso de unos lastimosos sous a cambio de los objetos empeñados de los pobres —desde delgadas y baratas alianzas a colchones—, se encontraban entonces ante objetos realmente valiosos que debían aceptar por sumas necesariamente considerables. La teoría femenina era que no sólo recibían dinero contante y sonante sino que sus tesoros quedaban guardados bajo la protección del gobierno hasta que pasara el tiempo de peligro y pudieran ser redimidos. Tantas recurrieron a los montsdepiété que los fondos del gobierno —destinados en un principio a socorrer a los pobres— se agotaron con rapidez. El gobernador Trochu tuvo que ordenar que en lo sucesivo las casas de empeño no aceptaran ningún artículo valorado en más de cincuenta francos. Así las clases altas se sumaron a las bajas en la crítica de las medidas de ley marcial de Trochu; las clases inferiores lo maldecían con palabrotas y las superiores, más educadas, dieron en llamarle «gobernador Trop Chu». Domingo Simms se había enorgullecido de hablar francés con bastante fluidez, pero confesó a su antiguo tutor Jules Rouleau que el epíteto Trop Chu escapaba a su comprensión. — iAjá! —exclamó Rouleau—. Siempre te he dicho que dedicaras una atención especial a los verbos irregulares. Chu es el participio del verbo choir, que significa caer, sucumbir. — iAh! ¿Entonces Trop Chu significa gobernador Demasiado Caído? —Bueno, en un sentido más amplio, gobernador Indeciso, gobernador Que Cede, que se echa atrás cuando está bajo presión. Mientras hablaban cruzó el recinto del circo un joven vestido con uniforme de capitán que cojeaba con ayuda de un bastón y llevaba un brazo en cabestrillo. Miró a su alrededor con cierta perplejidad y luego preguntó a Domingo y Rouleau si podía encontrarse en aquel lugar una persona llamada comtesse de Lareinty. — Espere aquí mismo, capitán —contestó Domingo para no hacerle andar hasta el patio posterior—. Se la traigo en seguida. Cuando llegaron las dos muchachas, Rouleau, que había hablado con el visitante, sacudió un poco la cabeza para indicar a Domingo que se apartara con él y dejase a Clover Lee a solas con el capitán. — Madame... excelencia... —dijo el joven oficial con un titubeo comprensible, ya que se dirigía a una presunta condesa vestida muy parcamente con lentejuelas—. ¿Es... es usted Edith de Lareinty? Gaspard alardeaba siempre de haberse casado con una bella artista de circo, pero nunca le creímos del todo.
—Debieron creerle —respondió Clover Lee con vivacidad—. Es verdad. Y yo soy la Edith con quien se casó. — Sí, bueno. A mí me han enviado a casa por invalidez —dijo el capitán—, de modo que me han encargado que le dé noticias suyas. — iOh, qué bien! Quiero decir... Siento que le hayan herido. Pero, ¿cómo está Gaspard? ¿No corre ningún peligro? El capitán tragó saliva y respondió: — Nunca correrá menos peligro que ahora, excelencia. Clover Lee empezó a sonreír, luego parpadeó y por fin movió varias veces los labios antes de que pudiera decir: — ¿Está...? ¿Quiere decir que...? — Ahora descansa en el último, largo y merecido vivac del soldado. Está enterrado en ChálonssurMarne. Los ojos de Clover Lee se llenaron de lágrimas. — ¿Cómo... cómo ha podido suceder? Creía que un ayudante de campo era un oficial del cuartel general y siempre estaba a salvo detrás de las líneas, como los generales y el emperador. —Debe comprender, excelencia, que últimamente Gaspard tenía que ser los ojos, brazos y piernas del emperador. Su majestad ha empeorado tanto de su dolencia interna que es incapaz de montar a caballo. Ya no conduce un ejército, sino que debe viajar en el tren de los pertrechos. Por esto Gaspard tenía que cumplir todas las funciones de enlace, lo cual significa que estaba a menudo en primera línea y en peligro. Lo mató una bala perdida. Lamento ser portador de tan... — No, no, ha sido muy ama...ble al venir —dijo Clover Lee, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Las secó con el dorso de la mano—. Se... se lo agradezco, capitán. El joven oficial dirigió una mirada suplicante a Rouleau y Domingo, que se hallaban a cierta distancia, y ambos acudieron en seguida. Cuando Domingo la rodeó con el brazo para llevarla adonde pudiera llorar en privado, Clover Lee trató de reír a través de las lágrimas, diciendo con voz entrecortada: — Recuerdo... que Gaspard... dijo un día en broma: «¿Yo, caer muerto? ¿Ser herido, hecho prisionero? iJamás! Soy francés. Echaré a correr...» — Por favor, monsieur —dijo el capitán cuando se quedó solo con Rouleau—. El conde vivió lo bastante para dictar y firmar esto. —Buscó torpemente en su guerrera con la mano que sostenía el bastón y sacó un sobre lacrado—. ¿Se lo dará a madame la Veuve de Lareinty cuando esté más calmada? —¿Por qué no se queda, mon capitaine, y ve el espectáculo como invitado nuestro? Podrá ver actuar a la propia condesa y después darle usted mismo la carta. — Seguramente, monsieur, ella no será capaz de...
— Quédese a verla. El conde no eludió su deber. Ella tampoco lo hará. Y en efecto, no lo hizo, sino que actuó de manera impecable, con la misma sonrisa y vivacidad de siempre, controlando a la perfección a su caballo Burbujas y a su dosel de palomas. Después de saludar al público, pudo incluso sonreír con valentía al capitán cuando Rouleau le llevó al patio posterior. El joven oficial le entregó el último mensaje de su difunto marido y dijo: — Ha sido maravilloso contemplar su arte, chére madame. No es extraño que hechizara usted al conde. Una actuación deliciosa, algo que contar a nuestros camaradas, de Gaspard y míos, cuando vuelva a servir con ellos. Si vuelvo y si ellos aún están vivos. Clover Lee abrió la carta en privado y la miró un rato con el ceño fruncido; luego esperó a que concluyera el espectáculo y se la llevó a Florian, que estaba en el furgón rojo. — Puedo leer la firma del pobre Gaspard, aunque está muy temblorosa, pero mi francés es muy deficiente y también la caligrafía de quien escribió esto por él. No he querido enseñarla a Domingo o a Jules por si es demasiado íntima y sentimental porque, en este caso, Domingo o Jules se echarían a llorar. ¿Quiere leérmela? Florian dio una ojeada a las dos páginas y dijo: — La caligrafía es femenina. Debió de dictarla a una enfermera y me imagino que ella estaría tensa y escribiría con prisas, de ahí los garabatos. No hay nada sentimental en la carta, querida, todo es de orden práctico. —Clover Lee pareció entristecerse un poco al oír esto—. Recuerda que el muchacho estaba... no tenía mucho tiempo, así que se limitó a lo necesario e incluso esto debió de costarle un esfuerzo heroico. Seguro que habría añadido unas palabras cariñosas, si hubiera podido hacerlo. — Oh, no importa —dijo Clover Lee con voz ronca—. Después de todo, no estuvimos juntos el tiempo suficiente para... quiero decir que no era una gran pasión. Lamento que lo mataran, pero no puedo sentirme muy afligida. — Bueno, ahora que ha muerto, tendrás que presentarte sola al resto de su familia y... — ¿Y enseñarles mi certificado de matrimonio como mis credenciales? ¿De qué serviría? Seguiría siendo una extraña para ellos, una intrusa. Además, ya estarán bastante tristes por la muerte de Gaspard. No querría añadir el golpe de decirles que ha dejado viuda a una amazona de circo. —Una actitud que te honra. Pero ni siquiera me has preguntado qué dice la carta. Nada sentimental, de acuerdo, pero muy generoso. Se trata de una disposición admirablemente concisa de sus propiedades, posesiones y títulos.
— Oh, Dios mío, no tengo la menor intención de exigir su parte del patrimonio familiar. No, he saboreado la diversión, la gloria y la vanidad de ser condesa durante algún tiempo. Puedo decir con verdad que he conseguido lo que me propuse hace muchos años. Ahora continuaré siendo lo que realmente soy y haciendo el trabajo que hago mejor y que más me gusta. — Sigues siendo la condesa de Lareinty, con todos los derechos inherentes a este rango. Puedes rechazar la parte de Gaspard de la herencia familiar y al mismo tiempo no tener que trabajar más en toda tu vida. El ya poseía su propia estimable fortuna, heredada, como dice aquí, de sus abuelos maternos. Y en esta carta te la deja toda a ti. En realidad es un testamento ológrafo que no puede impugnar ninguno de sus parientes consanguíneos. — Oh. — ¿No te interesa? Enumera cuentas bancarias, inversiones, rentas de diversos inquilinos, un cháteau en PuydeDóme... — Y si cundiera la voz, todos los mendigos titulados de Francia se congregarían para consolar a la viuda como otras tantas sanguijuelas. De todos modos, tal como se desarrolla esta guerra, es probable que todas las posesiones de Gaspard queden destruidas. Por favor, Florian, mantengamos esta carta en secreto hasta que tenga, si la tengo alguna vez, una razón para hacer uso de ella. Mientras tanto seré Clover Lee, la équestrienne. Florian la miró largamente, con cariño y admiración. —Me acuerdo de cuando eras pequeña y torpe como una potranca recién nacida e igual de aturdida y juguetona. Has madurado, convirtiéndote en una jovencita llena de sentido común. Eres más merecedora de un título que muchos nobles que he conocido. Debería sentirme orgulloso y contento sin la menor reserva, sólo que... —¿Qué? ¿Le gustaría verme otra vez aturdida y juguetona? —Oh, no, no. —Suspiró—. Sólo que tu incipiente madurez me recuerda que yo estoy envejeciendo. Nuevamente las noticias de la guerra publicadas en París se volvieron fragmentarias mientras el emperador y el maréchal MacMahon salían de Chálons con su ejército para apoyar a Bazaine, sitiado en Metz, lo cual hicieron con tanta celeridad que los corresponsales apenas tenían tiempo de seguirlos y telegrafiar sus informes por el camino. Sin embargo, los breves boletines que lograron enviar bastaron para abatir los ánimos. El ejército francés había recorrido sólo dos terceras partes del camino entre Chálons y Metz cuando fue bloqueado. La única ciudad importante de la ruta era Verdún, que el ejército esperaba usar como zona de estacionamiento junto al río Meuse. Las avanzadas de la caballería, sin embargo, tuvieron que informar de que Verdún ya había sido rodeada y sitiada por el enemigo, que el resto de las fuerzas
prusianas la habían pasado de largo y continuaban avanzando y ahora se hallaban bastante al oeste de Verdún. Por consiguiente MacMahon ya no tenía esperanzas de ayudar a Bazaine o de obtener ayuda alguna de él. No se podía hacer otra cosa que intentar un ataque de distracción: los franceses se dirigirían al norte por la orilla del Meuse, provocando deliberadamente escaramuzas con los prusianos para obligarlos a dar la vuelta y seguirlos hacia el norte, lo cual los desviaría por lo menos de su marcha en dirección a París. En los reportajes que llegaban a los periódicos parisienses los corresponsales eran extrañamente respetuosos en sus comentarios sobre los comandantes de aquel ejército francés, el único que aún estaba en campaña. Según los reporteros, MacMahon hacía todo cuanto podía hacerse y demostraba un gran valor. En cuanto al emperador, era evidente que sufría un terrible dolor interno al estar siempre en movimiento y no obstante seguía lealmente con sus tropas y nunca se le oía expresar una queja. A Luis Napoleón no se le dedicaba el menor elogio en su capital. Las protestas y manifestaciones se sucedían en París. En las paredes aparecían maliciosas caricaturas del emperador y del águila napoleónica con un soldado ensangrentado entre las garras y el epígrafe «LE DERNIER VOL DE L'AIGLE». Pemjean, cuando junto con otros artistas vio una de esas caricaturas, explicó que se trataba de un ingenioso juego de palabras, ya que dernier podía significar «último» o «peor» y vol quería decir «huida», pero en lenguaje callejero significaba «robo». Mientras las multitudes airadas seguían acosando y tirando piedras y excrementos a las oficinas gubernamentales del Hótel de Ville y el PalaisBourbon, ahora atacaron también, por primera vez, las Tullerías, acercándose al palacio todo lo que les permitió el cordón de guardias para gritar invectivas contra «la inquisidora española», la mujer a quien toda Francia, no sin cierta razón, consideraba responsable de aquella guerra. Entonces incluso el Floreciente Florilegio de Florian se vio afectado por primera vez por la agitación de la ciudad. Renunció a las funciones de tarde porque su público potencial se pasaba el día manifestándose por las calles y sólo actuaba de noche, cuando la gente, cansada pero orgullosa de sus esfuerzos cívicos, estaba preparada para una diversión relajante... y agradecía que el Florilegio fuese casi el único establecimiento de París que no había elevado sus precios. El primer ministro De Palikao y el gobernador militar Trochu hicieron lo posible para calmar a la población y disminuir sus temores y resentimientos, pero lo posible era muy poco y consiguió muy poco. Las autoridades sólo podían fijar anuncios asegurando que los boches aún eran mantenidos a raya y que el propio París estaba bien preparado para cualquier ataque. Había comida, suministros y municiones
suficientes, insistían, para mantener a la ciudad un mes entero. Según los carteles del gobierno, la Guardia Nacional de la ciudad alcanzaba ahora el número de doscientos mil y todas las Gardes Mobiles —las milicias entrenadas— habían acudido de todos los suburbios, ciudades y pueblos de muchos kilómetros a la redonda, concentrando en París a otros cien mil hombres. Además habían surgido valientes tropas voluntarias de fuentes improbables que estaban siendo entrenadas de modo intensivo para convertirlas en soldados. Había asimismo la Légion des Volontaires, consistente en todos los emigrantes polacos de la ciudad, y Les Amis de France, que constaba de todos los belgas, ingleses e italianos residentes en París... e incluso Les Francstireus de la Presse, que incluía a periodistas, poetas, novelistas y folletinistas que, no satisfechos al parecer con limitarse a escribir sobre la guerra, ahora deseaban intervenir en una. Tales anuncios eran recibidos por las masas con vulgares mofas y chirigotas. Todo el mundo sabía lo pomposos, vanidosos e inútiles que eran los reservistas y miembros de la milicia y los veteranos resucitados y voluntarios sin experiencia. Para la Garde Mobile, el pueblo acuñó el irónico término de «les moblots». En cuanto a los extranjeros —y escritores, merde alors! , ¿qué persona que estuviera en sus cabales les confiaría la defensa de París? Incluso entre los funcionarios que elogiaban públicamente a aquellas fuerzas defensivas improvisadas parecía reinar una hilaridad apenas reprimida. Cuando el gobernador Trochu ordenó una revista masiva de todas aquellas tropas irregulares en un gran desfile por los Campos Elíseos, los curiosos de las aceras apenas pudieron contener la risa ante la torpe y descuidada marcha. Y el encomio de las tropas, maravillosamente ambiguo, de Trochu, una vez terminado el desfile, fue saludado y repetido con burla por todos los habitantes de la ciudad: «Mes soldats, nunca un general ha tenido ante sus ojos un espectáculo como el que acabáis de ofrecerme.» Sin embargo, unos días después incluso las risas burlonas enmudecieron. Las masas estaban todavía en las calles, pero ahora tristes y sombrías, sin regocijarse ya en su bullicio. El ejército de MacMahon, informaban los periódicos, había seguido el curso del Meuse lo más al norte que pudo sin tener que abandonar Francia y cruzar la frontera con Bélgica. El día 31 de agosto se reunió ante la ciudad de Sedan para hacer un alto y el emperador fue llevado a la ciudad para someterse a la atención de los cirujanos. Fuerzas realmente abrumadoras estaban formadas contra los franceses, mandadas por el rey Guillermo, el príncipe Federico Carlos, el general Von Moltke y otros generales: Bose, Manteuffel, Zastrow, Goeben. De hecho, todos los enemigos de alto rango, excepto el canciller Bismarck, se encontraban allí en persona, para asistir a la matanza, e incluso habían llevado con los leones a un
chacal carroñero en la persona del «observador» americano, general Philip Sheridan. Una de las primeras granadas disparadas contra las líneas francesas, en la mañana del primero de septiembre, hirió al maréchal MacMahon, y el mando pasó al general Auguste Ducrot. La opinión expresada por el general sobre la situación fue debidamente telegrafiada a París, pese a la crudeza castrense de su lenguaje: «Nous sommes dans un pot de chambre, et nous y serons emmerdés.» Los buenos ciudadanos de París empezaron inmediatamente a embadurnar paredes con caricaturas de Luis Napoleón sentado sin pantalones en un orinal. En los bulevares y pasajes de la ciudad había ciertas tiendas elegantes que habían conquistado una distinción particular exhibida orgullosamente durante años en sus letreros y escaparates. Ahora los propietarios rascaban o borraban la leyenda placada en oro: «PROVEEDORES DE SU MAJESTAD EL EMPERADOR.» Pasarían dos días llenos de ansiedad antes de que París se enterase de lo ocurrido posteriormente en Sedan, pero por la tarde de aquel mismo primero de septiembre, diecisiete mil soldados franceses y nueve mil prusianos yacían muertos, moribundos o gravemente heridos en los alrededores de la ciudad. Aún seguía librándose una lucha frenética y confusa cuando, a las cuatro, el general francés Wimpffen miró hacia atrás a la ciudad que estaba defendiendo y se horrorizó al ver ondear una bandera blanca desde el campanario más alto. Pensando que sería obra de un ciudadano dominado por el pánico, envió corriendo a su ayudante para que arriara el vergonzoso trapo. El propio Wimpffen se dirigió a toda prisa a la ciudad, al lecho de enfermo donde Luis Napoleón yacía torturado por los dolores para rogar a su majestad que se dejara ver en los bastiones a fin de inspirar a sus soldados que luchaban desesperadamente. Débil y triste, el emperador se negó; la batalla había terminado, dijo. Ya había telegrafiado a la regente y al primer ministro de Francia su rendición y la de su ejército. La bandera blanca ondeaba en el campanario por orden suya; que no la quitaran; que cesara la matanza y las muertes. Sin embargo, todas las líneas telegráficas de Sedan habían sido cortadas, ya deliberadamente por los sitiadores, ya por el fuego de los cañones, así que Luis Napoleón, el príncipe LouLou y su séquito fueron puestos bajo arresto domiciliario, custodiados por una guardia prusiana, y el ejército francés se rindió incondicionalmente y fue desarmado — aunque los vencedores permitieron con magnanimidad a todos los oficiales que conservaran sus espadas— antes de que los ingenieros prusianos reparasen las líneas telegráficas y, el 3 de septiembre, pudiera llegar a París el mensaje final del emperador. Bastante antes de que los periódicos pudieran conocer y publicar la terrible noticia, el mensaje fue revelado de algún modo por alguien de la
oficina del primer ministro y se propagó por la ciudad más de prisa de lo que podían repetirlo las llaves telegráficas. Ahora, pues, se congregó en los jardines de las Tullerías la multitud más vasta y turbulenta de todas, rodeando el palacio, acercándose amenazadoramente al cordón policial, pateando al unísono con las botas y gritando con cadencia ininterrumpida: «Déchéance! Déchéance!», antes de que un mensajero del Hótel de Ville pudiera deslizarse sin ser visto por delante del museo del Louvre y a través de un pasaje particular y llegar a palacio, donde la emperatriz Eugenia leyó por primera vez el telegrama de su marido. «El ejército ha sido derrotado. Incapaz de morir entre mis soldados, he tenido que constituirme prisionero para salvar al ejército. Napoleón.» Los gritos frente al palacio —«iDestronamiento! ¡Derrocamiento! ¡Abdicación!»— continuaron toda la noche. Si algún miembro de la multitud se fue a dormir, no se notó porque muchos lo reemplazaron. Y al día siguiente, 4 de septiembre, nadie debió de permanecer en su casa en ninguna parte de París ni en los suburbios más remotos, porque incluso gente del campo afluyó a la ciudad. Desde el recinto del Florilegio, la compañía del circo observó estupefacta el paso por el Bois de Boulogne de viejos granjeros de cuellos arrugados, musculosos labradores jóvenes y campesinas de caras anchas, vestidos con tosco lienzo casero y calzados con zuecos, algunos llevando guadañas y hoces, a pie o en carros de granja tirados por mulas o bueyes, procedentes de los campos del oeste, que sin dirigir siquiera una mirada curiosa a las tiendas del circo, avanzaban implacablemente hacia el centro de París. A media mañana, los ciudadanos y campesinos unidos abarrotaban las calles y formaban una masa casi compacta en los jardines de las Tullerías, en la place de la Concorde y en torno al PalaisBourbon y el Hótel de Ville. En este último lugar, el primer ministro de Francia y el gobernador militar de París contemplaban sombríamente la situación. El imperio francés había formado dos grandes ejércitos; uno estaba ahora inútilmente concentrado en Metz y el otro, incluyendo al propio emperador, se había rendido en Sedan. No había una fuerza organizada para detener a los boches entre el río Meuse y aquel mismo edificio frente al cual las turbas gritaban una y otra vez: «République! Republique!» Finalmente, con fatalismo, el general Trochu, el gobernador Que Cede, dejó entrar en el Hótel de Ville a los jefes de las diversas facciones republicanas, desde los moderados miembros del Tercer Partido a los extremistas communards, y entre todos empezaron a discutir sobre cómo instituir del modo más rápido posible un nuevo gobierno y quiénes de ellos lo constituirían. Mientras tanto, en el piso superior, un joven communard que había escalado la fachada del edificio arrió la bandera tricolor del asta. No se le había ocurrido llevar consigo
una bandera roja, así que desgarró las franjas blanca y azul e izó el deshilachado trapo rojo. Otras tres cosas estaban sucediendo al mismo tiempo. En las Tullerías, la emperatriz Eugenia, últimamente regente de Francia, vestida de modesto negro y con un espeso velo, enfiló con su doncella el pasaje particular del palacio al Louvre, bajó las escaleras del museo y salió por una puerta lateral a la place SaintGermainl'Auxerrois. Las dos mujeres se escabulleron, sin ser reconocidas, entre la multitud inquieta y pararon un coche de alquiler. La doncella llevaba quinientos francos y el equipaje de la emperatriz consistía solamente en dos pañuelos cuando se alejaron del palacio en el fiacre. A casi doscientos kilómetros al nordeste, en Sedan, el príncipe imperial Eugenio Luis, hasta ahora presunto heredero del trono de Francia, ayudaba a su padre a subir, jadeando y gimiendo, a un furgón del ejército prusiano y después se despedía de él. Dos guardias prusianos se sentaron frente a Luis Napoleón, un cochero prusiano azuzó a los caballos y el emperador inició el largo viaje hasta más allá de la frontera francesa, hacia Kurhesse y la prisión. También en Sedan, el rey Guillermo redactaba para la Herrenhaus de Berlín su recomendación de que el general Von Moltke recibiese el título de Graf Von Moltke, mientras el propio general daba las órdenes que enviarían a todos sus ejércitos hacia el oeste, con destino a París. El «observador» general Philip Sheridan le dio algunos consejos a este respecto que los demás oficiales presentes repitieron más tarde a otros hasta que a su debido tiempo llegaron a oídos de un corresponsal del periódico Le Gaulois, que, en su calidad de no combatiente, no fue internado ni custodiado ni siquiera privado de ejercer su profesión y ningún oficial prusiano intentó ponerle trabas ni censurarlo cuando telegrafió a París la sugerencia de Sheridan a Moltke: —Inflija al ejército enemigo los golpes más ejemplares posibles y cause a la población civil tales sufrimientos que la obliguen a forzar al gobierno a suplicar la paz. Al pueblo no hay que dejarle nada... solamente los ojos con que llorar. 11 —«iPROCLAMADA LA REPÚBLICA!» Éste es el titular —dijo Domingo, traduciendo la noticia a un grupo de artistas vestidos para actuar. Dio una ojeada al artículo y lo resumió lo mejor que pudo—. Primero, al premier De Palikao le ofrecieron la dictadura de Francia mientras durase la guerra, pero él la rechazó y sugirió en su lugar la formación de un Consejo de Defensa Nacional. De modo que el gobierno se llamará así hasta que haya pasado la emergencia del tiempo de guerra y se puedan
celebrar elecciones en todo el país y pueda conocerse la voluntad del pueblo francés. — Diablos, la voluntad del pueblo está ya bastante clara —dijo Fitzfarris—. Tengo la impresión de que quieren cualquier cosa menos un emperador. He estado en el centro hace un rato y pasado por delante del palacio de las Tullerías. Está cubierto de frases sarcásticas como «Propiedad nacional», «Entrada libre» y «Se alquilan habitaciones». — Mientras dure la emergencia —continuó Domingo—, el general Louis Trochu será el presidente en funciones, monsieur Jules Favre, ministro de Asuntos Exteriores, monsieur Léon Gambetta, ministro del Interior y monsieur Adolphe Thiers, presidente de los diputados. —Rió—. Sé quién es el presidente (el viejo Que Cede), pero nunca he oído hablar de los otros. — Son en su mayoría diputados y miembros del Tercer Partido — explicó Pemjean—. Por lo menos, gracias a Dios, ninguno es un furioso communard. Creo que el presidente, Trochu, seguirá siendo flexible, un simple títere. El ministro de Asuntos Exteriores será el portavoz del gobierno ante el pueblo y el verdadero poder estará en manos del ministro Gambetta. — Debes de tener razón —dijo Domingo, mirando todavía el periódico—. Aquí hay un resumen de un largo discurso de monsieur Favre, dirigido al público. —Sonrió y levantó el puño en un gesto burlonamente heroico mientras leía—: «No cederemos un centímetro de nuestro territorio ni una piedra de nuestras fortalezas...» Parece repetir lo mismo una y otra vez con palabras diferentes. — Entonces, o Favre está loco —observó Jórg Pfeifer— o cree que su pueblo lo está. Todo el mundo sabe que los prusianos están llegando al centro de Francia. Y las fortalezas francesas caen por doquier. Un silbato repentino sobresaltó a todo el grupo. —iCórcholis! —exclamó Clover Lee—. Pongámonos en fila para la cabalgata o Zachary nos asediará a todos. Una vez terminado el espectáculo de aquella noche, mientras el resto de la compañía se marchaba al hotel para una cena tardía, Florian y Edge se demoraron en el furgón de la oficina, sorbiendo vino y fumando. Edge comentó: —Me alegro de tener aún pintado en nuestros carromatos e incluso en la marquesina el letrero de «Americano Confederado». He oído decir que las turbas se enfurecieron cuando se enteraron de que fue un yanqui quien sacó a la emperatriz del país. —Su dentista americano, nada menos —rió Florian, y añadió con gravedad—: Sí, al populacho le habría encantado dar a Eugenia el tratamiento de María Antonieta. Pero ahora está a salvo en Inglaterra y los cazadores de cabezas se sienten frustrados, de modo que durante un tiempo imperará un sentimiento antiamericano.
— ¿No cree que deberíamos salir de aquí mientras podamos? Después de todo, director, ya hemos hecho lo que queríamos. París era el pináculo que ambicionábamos, La Meca de todos los circos del mundo, y hemos venido y triunfado. Diablos, incluso hemos aportado una nueva frase al vocabulario francés: Clover Pink. Y hemos ganado muchísimo dinero. ¿Qué hacemos, pues, nos quedamos o nos vamos antes de que nos invadan los prusianos? — Creo que los prusianos sólo vendrán a recorrer los bulevares a paso de ganso. Para poder decir, como tú has dicho hace un momento, que han conseguido lo que se proponían. El rey Guillermo no tiene nada contra el pueblo francés. Su objetivo era frenar el poder del emperador y lo ha aniquilado por completo. Ahora, entre Gran Bretaña al oeste y Rusia al este, no hay ninguna gran potencia excepto Prusia y sus aliados. Guillermo, o más exactamente, su canciller Bismarck, tiene todo lo que quería: una federación de pueblos germanos y ninguna otra nación europea capaz de disputar la hegemonía de esta federación. Así que este nuevo gobierno de Francia tiene que suplicar la paz. Su principal representante, Thiers, ya se ha ido a visitar Viena, Florencia y quizá San Petersburgo para pedir a los otros jefes de estado que ayuden a arbitrar unas satisfactorias condiciones de paz. — Bueno —dijo Edge—, no todo el mundo en París está tan ansioso de una tregua rápida. ¿Sabe qué hacen ahora? Su ejército está destrozado, pero la marina francesa no ha sufrido ningún daño en esta guerra, así que están enviando artilleros de Dieppe y Calais para que manejen los cañones de los fuertes próximos a París. — No es perjudicial prepararse para un ataque a la ciudad, incluso aunque nunca se lleve a efecto. Una buena defensa de la capital sería una ayuda para Francia durante las negociaciones de paz. Pero a menos que Thiers fracase completamente en su misión de representante, Guillermo y sus ejércitos sólo vendrán aquí para bailar una especie de danza de la victoria mientras se firman los tratados. —¿Entonces el Florilegio se quedará? — Creo que es lo mejor, Zachary. Aunque peque de optimista, aunque este gobierno sea inepto en las negociaciones con el enemigo, aunque no consiga la paz y continúe absurdamente en guerra, permanecer aquí será menos arriesgado que viajar por esos caminos. ¿Qué dirección tomaríamos? Habría tropas de ambos ejércitos por doquier y escaramuzas Dios sabe dónde, para no mencionar las habituales hordas de saqueadores que no respetan a amigos ni enemigos. Creo que la caravana de nuestro circo encontraría muchas más ocasiones de peligro en la carretera que aquí en el Bois. —Es probable. —Y hay otras consideraciones. Estos días son tristes para los parisienses y han sido muy generosos con nuestro circo. Creo que les debemos el
favor de nuestra presencia continuada. Desde que se prohibió la música de Offenbach, casi ningún teatro, desde la Opera al Odéon, se ha atrevido a poner en escena comedias u operetas ligeras. Incluso la ComédieFrancaise se limita a presentar lúgubres dramas heroicos y tragedias dolorosas. Nosotros ofrecemos casi la única diversión y frivolidad que puede encontrarse en todo París. Y esto, como es natural, significa prósperos llenos para nosotros. Si, cuando los vencedores entren en la ciudad, todos los amantes parisienses del circo se retiran tras las cortinas de sus casas en penoso aislamiento, pues bien... no cabe duda de que podemos esperar públicos prusianos. Les gustamos mucho cuando actuamos en sus propios países. A fin de reconocer que aún duraba la guerra y ya no existía un imperio francés, Florian ordenó algunos cambios tópicos en el ambiente y el programa del circo. Dijo a Stitches Goesle que pusiera gallardetes en los extremos de los postes laterales de las tiendas —alternando los tricolores con los rojos— y a Bumbum Beck que no tocase durante la cabalgata del principio y fin ni el imperial Partant pour la Syrie ni la revolucionaria Marsellaise, sino el imparcial Champs de la Patrie. Sin embargo, mantuvo, desafiante, la música de Offenbach para el baile de las chicas del cancán antes de cada función. El caballito de la enana Grillon ya no era presentado como Rumpelstilzchen sino como Petit Poucet. Por el contrario, a las dos hienas se les dieron nombres aún más claramente alemanes que AbogadoAnwalt y AbogadoBerater; su jaula en la tienda de la ménagerie ostentaba ahora un gran letrero que las identificaba como Hyéne Wilhelm y Boueur Bismarck. Los payasos elaboraron un número en que Fünfünf era el rey «Vilain», Ferdi Spenz, el emperador «Lourdeur» y Nella Cornella, «La Belle France». Los dos falsos monarcas insultaban, maltrataban y casi violaban a la pobre France, hasta que ella coqueteaba para inspirarles celos, provocando un duelo entre ambos con pistolas prestadas por el coronel Ramrod. El número era más vulgar que cómico, pero los espectadores se desternillaban siempre de risa, en especial cuando los dos rufianes caían «muertos» de un tiro. El público también se reía mucho —aunque debía de haber entre ellos muchos especuladores— cuando, en el espectáculo del intermedio, sir John interpretaba a un campesino pobre y su Miss Mitten a una verdulera regañona y codiciosa: — Mon Dieu, madame! ¿Pide cuatro francos por una col? iPero si el frutero de enfrente las vende por uno! — Entonces, i cómprala enfrente, pignouf. —Hélás, las ha vendido todas. — Tiens! Cuando no me quedan más coles, yo también las vendo a un franco.
Estos tópicos no eran obras maestras de la sátira, pero por lo menos tenían más gracia que los sucesos de fuera de la carpa. Los periódicos publicaban cada día boletines más desesperanzados. Los ejércitos prusianos continuaban su avance hacia París, pero con más sombría deliberación que impetuosidad. Después de tomar las tres ciudades mayores del este de París —Chálons, Reims y Troyes—, los ejércitos enemigos se dividieron para rodear la capital desde cierta distancia. Por el camino tomaron con facilidad comunidades menores —Sens en el sur, Compiégne en el norte— y destacaron las fuerzas suficientes para sitiar y aislar a las ciudades que oponían alguna resistencia —Chartres en el sur, Amiens en el norte—, mientras sus fuerzas principales seguían avanzando para formar un nudo de hierro en torno a París, que iban apretando a medida que se aproximaban a la ciudad desde los cuatro puntos cardinales. Entretanto, el emisario Thiers no tenía ningún éxito en su petición de intervención diplomática de las potencias extranjeras. Todas se negaron unánimemente a arbitrar en favor de un dudoso y autoconstituido «gobierno» de Francia. La única nota ligera que aparecía en la prensa parisiense de aquellos días de septiembre eran las cartas de los lectores —incluyendo a algunos respetados científicos— que proponían ingeniosos métodos e «inventos» con que derrotar a los prusianos cuando llegaran. Un escritor sugería que, como no había bastantes armas de fuego ni siquiera espadas para todos los hombres de la ciudad capaces de defenderse, una fábrica debía dedicarse inmediatamente a la manufactura de lanzas de madera parecidas a las de los torneos. Otro lector proponía el reparto entre todas las mujeres de París de un dedal provisto de una aguja venenosa que clavarían en la carne de todos los boches que las atacaran, defendiendo así simultáneamente su honor y la ciudad. Cualquier clase de veneno serviría, agregaba el lector, aunque recomendaba —¿cómo no?—, por ser el más apropiado, el ácido prúsico. Varios patriotas sugirieron lanzar olas de «fuego griego» a la superficie del río Sena y otros sugirieron usar el propio río como arma, bombeando veneno en la desembocadura y matando así a todos los boches y sus caballos que bebieran sus aguas. Otros creían que sería una buena idea, cuando todo estuviera perdido, soltar a los leones, tigres y demás fieras del zoológico del Jardin d'Acclimatation. El 16 de septiembre la ciudad estaba rodeada por tres lados, Taverny en el noroeste, Lagny en el este y Villeneuve en el sur. Gran cantidad de personas abandonaban París, en carros, carruajes y tartanas, por los caminos del oeste que aún estaban abiertos; uno de los últimos en entrar en la ciudad fue el enviado Louis Thiers, que volvía de su infructuosa misión de paz. Dos días después, los prusianos llegaron al suburbio de Argenteuil, al norte de París, a Le Bourget y al recodo del río Marne al este del distrito de Charenton, y no sólo habían tomado
Versalles, al sudoeste de la ciudad, sino que establecieron orgullosamente su cuartel general en el gran castillo del mismo nombre. El 20 de septiembre los dos brazos de los ejércitos se encontraron en SaintGermainenLaye, al oeste de París, y la ciudad quedó totalmente rodeada, sin que ninguna de las líneas enemigas estuviera a más de doce kilómetros de NotreDame. Siguió una espera tensa del ataque que casi todos daban por seguro. Durante varios días París semejó una ciudad desierta, pues prácticamente toda su población permaneció en su casa. Por las calles sólo se veían patrullas de soldados, sédentaires y moblots para desanimar a ladrones, saqueadores, agentes secretos con intención de colocar bombas, espías en busca de información para el enemigo o malhechores de cualquier índole. Florian era uno de los pocos convencidos de que los prusianos no arrasarían París, sino que esperarían simplemente su rendición. No obstante, como todos los demás lugares públicos de París habían cerrado en espera de los acontecimientos y como el mismo público se había aislado en sus hogares, el Florilegio suspendió también sus actividades. Y, por si Florian estuviera equivocado, Edge ordenó tomar medidas de precaución. Después de todo, señaló, el circo estaba situado en una de las posiciones más expuestas al borde de la ciudad, porque ahora el enemigo ya había ocupado la colina y el palacio de SaintCloud, desde donde dominaba los cinco kilómetros de suburbios, el Sena y el Bois e incluso podía ver el recinto del circo. Por lo tanto, Edge cargó sus armas con municiones reales, incluyendo el antiguo rifle de Florian, y asignó las diversas armas de fuego a los hombres que mejor sabían usarlas: él mismo, Yount, Fitzfarris y los tres hermanos Jászi. Los seis hombres, más todos los eslovacos —armados con almádenas, hachas y estacas de tienda—, acamparon en el circo, mientras todos los demás miembros de la compañía permanecían cómodos y a salvo en su hotel del mismo centro de la ciudad. De vez en cuando retumbaba un cañón, desde una dirección u otra, sobresaltando a todos los ciudadanos. Sin embargo, todos aquellos disparos provenían del propio círculo de fuertes de París y sólo se efectuaban para hacer saber al enemigo que la ciudad estaba preparada para defenderse. Los prusianos habían establecido sus líneas lejos del alcance de aquellos antiguos cañones de avancarga de bronce, de modo que los comandantes de los fuertes sólo hacían fuego de vez en cuando, reservando sus municiones para cuando pudieran causar algún efecto. Los exploradores enviados por los fuertes volvieron con la noticia de que los boches traían consigo su artillería del este y ya estaban colocando los cañones en posición —casi todos al sur y este de la ciudad—, y
aquellos pesados cañones de retrocarga, hechos de acero, sí que tenían el alcance suficiente para causar daños en los fuertes que no podían alcanzarlos a ellos. Sin embargo, por el momento los artilleros boches no se dignaban, casi con desprecio, contestar a los ladridos inofensivos de los cañones franceses. Del Hótel de Ville salía un flujo constante de noticias periodísticas y carteles conjurando a los parisienses a permanecer tranquilos y a ser valientes y no escuchar rumores sino sólo las declaraciones oficiales y esperar con ánimo firme la liberación que no tardaría en llegar gracias a los ejércitos franceses que se reclutaban en provincias. Durante un breve período el público de París recibió efectivamente algunos boletines oficiales de sucesos ocurridos en otros lugares de la nación porque, según se supo, los ingenieros del gobierno —antes de que los prusianos rodearan la ciudad y cortaran todas las demás líneas de comunicación con el mundo exterior— habían tendido en secreto un cable telegráfico por el cauce del Sena, que se extendía bajo el agua más allá de las líneas de asedio actuales en el sur, de modo que seguía habiendo comunicación —cifrada— entre el Hótel de Ville y los agentes secretos del exterior. Sin embargo, y como era natural, el gobierno sólo pasaba a sus ciudadanos las noticias más alentadoras, como la afirmación de que muchas ciudades francesas —Chartres, Tours, Amiens, Le Mans, Estrasburgo y otras—continuaban resistiendo firmemente los numerosos ataques enemigos. Y se dedicaba mucho espacio en la prensa y en las paredes a animar a los parisienses con el sonoro grito de guerra del general Antoine Chanzy, que estaba organizando febrilmente en Orléans un nuevo Ejército del Loire: «Los boches sólo tienen París; !nosotros aún tenemos a Francia!» La línea telegráfica subacuática funcionó sólo unos días antes de que los zapadores prusianos descubrieran su existencia, dragaran un trozo y la intervinieron. Ya fuese porque no podían descifrar las transmisiones o, más probablemente, porque encontraron que la información que entraba y salía de la ciudad era inútil para ellos, cortaron el cable. A partir de entonces, privados incluso de las noticias que su gobierno consideraba que podían saber, los parisienses tuvieron que depender de rumores, que eran abundantes. El gobierno se apresuró a desmentir algunos con autoridad, pero los otros proliferaron sin comentario, muchos fomentados sin duda por el propio gobierno «en interés de la moral pública». Uno de los primeros rumores que se difundieron —cuando hacía más de una semana que la ciudad estaba rodeada, pero no se había producido ningún ataque enemigo— fue que los boches prolongaban a propósito, con malicia y astucia, la tensa situación a la espera de que los nervios de los ciudadanos estallaran y fueran víctimas del histerismo y la impotencia cuando se produjera el ataque. El gobierno no hizo nada
para neutralizar este rumor, ya que muy bien podría ser cierto, y animó en cambio a la ciudadanía a demostrar que no estaba desmoralizada ni lo estaría nunca. La gente, pues, se aventuró a dejar sus residencias y salir a la calle. Unos pocos cafés, luego más y por fin muchos sacaron sus sillas a las aceras; algunos lugares de diversión desatrancaron sus puertas; incluso cierto número de personas visitó el recinto del Florilegio para preguntar cuándo abrirían de nuevo la taquilla. No cabía la ilusión de que la vida parisiense se reanudaría y continuaría como antes; el sentimiento general era que se reemprendería mientras fuera posible, antes del ataque inevitable de los boches. Así, pues, los comerciantes también abrieron sus tiendas y puestos, y los vendedores ambulantes reaparecieron en las calles, pero ahora no pedían precios exorbitantes por sus mercancías. Bien al contrario, los precios eran más bajos que nunca y se fueron reduciendo más y más a medida que pasaban los días y la tensión aumentaba. Los tenderos decían a sus clientes, con aires de gran patriotismo y sacrificio, que preferían mil veces vaciar sus estanterías para proveer a sus amados conciudadanos, incluso a costa de grandes pérdidas personales, a tener que tratar con clientes prusianos, si la ciudad era ocupada. No mencionaron que no esperaban de los prusianos de la ocupación que fueran alguna vez clientes, sino confiscadores y saqueadores que no les pagarían ni un céntimo. La avidez de los tenderos por ganar el dinero que pudieran, mientras fuese posible, podía deberse también a otro rumor. Como el gobierno había logrado tender en secreto un cable telegráfico, la gente se preguntaba: ¿no podía también haber construido un túnel bajo las líneas enemigas para salir de la ciudad? La pregunta pronto se convirtió en afirmación: ese túnel existía y por él podían pasar rebaños y carros de verdura, si era necesario para el aprovisionamiento de la ciudad. La prensa ridiculizó esta idea, ya que habría significado un proyecto de la magnitud del tan discutido túnel del canal de la Mancha y habría requerido años de trabajo no precisamente secreto. Sin embargo, muchos franceses continuaron creyendo tercamente en él y fueron bastantes los que incluso buscaron la entrada del túnel. El gobierno y la prensa dejaron sin réplica otros dos rumores. Uno era que los boches que ocupaban Versalles saqueaban a la comunidad, esclavizaban a los hombres y violaban a las mujeres —incluyendo a las monjas de las parroquias de NotreDame y SaintLouis— y se llevaban a Berlín todos los tesoros de arte del cháteau y de los Trianons. El otro rumor se refería al cañonero Farcy, que la marina francesa había llevado río arriba antes del bloqueo de la ciudad. París no necesitaba tener ningún miedo de los boches, decía el rumor, porque el cañonero podía navegar libremente por las sinuosidades del Sena a través de toda la ciudad y por el canal Ourcq y el Marne hasta Charenton. Casi sin ayuda
de los cañones de los fuertes podría reducir a escombros todas las baterías de artillería prusianas desde Argenteuil a SaintCloud y Medon, etc. Esta creencia era sin duda consoladora para los ciudadanos, salvo para aquellos que paseaban hasta el quai donde estaba amarrado el cañonero y echaban una ojeada al antiguo obús que era su único cañón. Monsieur Roulette no se había elevado con el Saratoga del Florilegio desde el 6 de agosto, cuando Florian había ordenado la ascensión para ayudar a celebrar la noticia de aquel día —falsa, como resultó después— de la «victoria» del maréchal MacMahon en Alsacia. Durante el mes y medio subsiguiente, el Saratoga había estado doblado bajo su lona encerada en la carreta del globo, oculto con la esperanza de que París olvidase su existencia y no fuera requisado para alguna clase de uso castrense o sólo como una fuente de seda de primera calidad. Así, pues, un grupo de los artistas que salían de su hotel una dorada mañana de finales de septiembre tuvo una agradable sorpresa al ver otro globo en el cielo. Flotaba lejos, en el sudeste de la ciudad, y no se movía en vuelo libre sino que al parecer estaba anclado y se usaba para observación. Por lo que podían juzgar a aquella distancia, era de un tamaño semejante al del Saratoga, pero de un color amarillo descolorido. Lo que no podían distinguir era si estaba sobre el lado francés o prusiano de la línea de asedio, así que Florian y Rouleau fueron al atelier fotográfico de Monsieur Nadar para preguntarle si sabía algo de él. —Mais oui. Es mi Céleste —respondió con orgullo Nadar y continuó con su acostumbrada locuacidad—: No tenían que temer por su Saratoga, mes amis. Siempre que las autoridades, o cualquier francés, piensan en globos, piensan también, natural e inmediatamente, en Nadar. Doné a las Gardes Mobiles tres globos viejos que tenía guardados desde hacía tiempo en un almacén. Todos estaban muy deteriorados y el Céleste es el único que los cabos de mar fueron capaces de remendar y barnizar de nuevo para el servicio. Como es natural, el trabajo se hizo bajo mi supervisión, pero con apresuramiento y me temo que sin esmerarse mucho. Lo han hinchado con gas de hulla en la Gare de Lyon y elevado en el Quai de Bercy, sujeto por un cable, para que el observador que lleva a bordo pueda vislumbrar si los boches del sur de Charenton se preparan para atacar. Eh bien, con tanta precipitación, el Céleste sigue estando bastante epuisé y les confieso con franqueza que me alegro de no haber subido a él. Tengo entendido que el observador desearía no haberlo hecho. Las únicas notas que ha dejado caer de la góndola desde la ascensión esta mañana dicen que los boches no hacen absolutamente nada allí abajo, excepto apuntarle y dispararle con sus rifles. Se encuentra a demasiada altura para que le alcancen las balas, pero teme ser víctima de una crise de ne f . iBah! Si yo estuviera en su lugar,
temería mucho más que las viejas cuerdas de lino del aro de suspensión se deshilachen y rompan, haciendo caer del cielo a la góndola. — Conque los boches no hacen absolutamente nada, ¿eh? —murmuró Florian—. Es justo lo que me imaginaba. No piensan atacar la ciudad, simplemente esperar a que París se quede sin provisiones y sin paciencia y se rinda por pure ennui. Muy bien. Para contribuir modestamente a reducir el ennui, nuestro circo reanudará las representaciones. — Y yo —dijo Nadar— estoy trabajando en un invento de utilidad en tiempo de guerra en colaboración con un colega, monsieur Dagron. Es nuestra contribución para aliviar el ennui. —Nom de Dieu —gimió Rouleau—, espero que no sea unas de esas ideas timbrées como el fuego griego o el ácido prúsico. — No, no —contestó, riendo, Nadar—. Un invento fotográfico muy práctico, pero no alardearemos de él hasta que lo hayamos perfeccionado. —Estoy impaciente por conocerlo —dijo Florian—. Y, monsieur, debido a su gran familiaridad con lo castrense, debe de ser la fuente de información más fidedigna de París. Le agradecería que nos mantuviese al corriente de cualquier circunstancia nueva que pudiera afectar a nuestra propia situación. —Lo haré sin falta —contestó Nadar. Sin embargo, la compañía circense pudo ver por sí misma unos días después las portentosas circunstancias que se produjeron a continuación. En la otra orilla del lago, frente al recinto del circo, donde pacían las vacas y ovejas, los pastores las rodearon a caballo, separaron a los cuarenta animales más gordos y se los llevaron del Bois en dirección a la place de la Muette y, sin duda, hacia los mercados de les Halles. — Las provisiones de la ciudad se deben estar acabando —comentó Edge—, si ya empiezan a echar mano de las reservas. —Y estas reservas no durarán mucho en una ciudad de este tamaño — dijo Florian—. Cuando se acaben, la ciudad capitulará y la guerra tocará a su fin. —La comida puede durar más de lo que cree, director —observó Domingo—. ¿No ha leído los periódicos de la tarde? —Le alargó un ejemplar de Le Moniteur—. El gobierno ha iniciado lo que llama rationnement de la carne disponible con objeto de alargarla y que todos reciban una parte equitativa de las existencias. Cada persona tendrá una cartilla dividida en columnas de raciones semanales que se irán cortando. — Parece un sistema sensato —dijo Edge. — No, no lo parece, maldita sea —replicó Florian—. Lo que parece es que el gobierno piensa aguantar lo máximo posible antes de rendirse.
—Si es lo que el pueblo quiere —dijo Domingo— y si está dispuesto a apretarse los cinturones, ¿qué hay de malo en ello? — Cuanto más tengan que esperar los prusianos, querida, tanto más severas serán sus condiciones de paz. O tal vez se cansen de esperar (fue Francia quien declaró esta guerra, no lo olvides) y opten por vengarse. Domingo se volvió hacia Edge. —Tú tienes experiencia en ciudades sitiadas, Zachary. Richmond, Petersburg. ¿Qué opinas sobre las posibilidades de París? — Bueno, si los franceses se parecen en algo a los confederados, no será la falta de alimentos lo que los haga ceder. Se apretarán el cinturón hasta que la hebilla les rasque la espina dorsal. Pero pronto llegará el invierno y el invierno trae enfermedades. Es posible encontrar sustitutos para cualquier clase de alimento, pero no para las medicinas. —Aquí leo —dijo Florian mirando el periódico— que los cabezas de familia tienen que solicitar en sus prefecturas locales las cartillas de racionamiento para todos los suyos. Supongo que aquí soy el cabeza de familia, así que iré allí con los documentos de todos. Teniendo en cuenta que todavía nos alimentamos bien en el hotel, no usaremos las raciones de carne y las reservaremos para los gatos, osos y hienas. Pero no tardarán en escasear otras cosas, además de la carne, así que conservemos nuestras reservas. En circunstancias diferentes nunca estropearía un hermoso parque, pero si el ganado del gobierno puede pacer en el Bois de Boulogne, también puede hacerlo el nuestro. En la oscuridad, por lo menos. Coronel Ramrod, da instrucciones a Abdullah de que sus muchachos saquen a nuestros caballos de tiro y de pista, elefantes, camello y restantes cuadrúpedos, con correas, si es necesario, después de cada función nocturna para que se harten de hierba y follaje. —Está bien, director —contestó Edge. Cuando Florian se hubo ido, Edge miró a Domingo con afecto y le dijo—: Miss Butterfly, nunca dejas de sorprenderme. Cuando te marchaste de Virginia, no sabías deletrear Richmond y Petersburg y es probable que ni siquiera las hubieses oído nombrar, y aún menos el asedio yanqui a que fueron sometidas. —Leo mucha historia, ya lo sabes. Y no sólo la de Europa. Quiero aprender cosas de mi país de origen, además de los países donde me encuentro. —En ningún libro has leído que yo estuve en esos lugares. —No. Bueno... —Desvió la mirada y añadió con cierta confusión—: Ya sabes cómo corren los chismes. Todos se han enterado de que rechazaste un grado de oficial en el ejército del emperador, negándote a luchar de nuevo. Y algunos se preguntaron si... —Volvió a mirarle a la cara—. Yo estaba segura de que no eres un cobarde. Dios mío, el primer día que te vi mataste a tres hombres armados sólo para proteger al
resto de nosotros. Pero... bueno... no debería confesarte esto, pero pregunté a Obie qué habías hecho en tus días de soldado y así me enteré de que habías sufrido dos asedios. Obie me lo contó todo... incluso lo que hiciste en México. Que encontraste a dos soldados sin montura y heridos en una emboscada y les diste tu propio caballo y te quedaste solo, manteniendo a raya a los mexicanos hasta que los dos hombres estuvieron a salvo y continuaste disparando incluso después de caer herido, hasta que llegaron refuerzos. Y que ganaste el Certificado del Mérito y la recomendación de tu coronel para la escuela de oficiales y... — Alto, alto. La historia es una cosa, pero todo esto es historia antigua. ¿Por qué debería importarte que yo sea o no un cobarde? — No me importa, en realidad. Te amaría del mismo modo. Sólo quiero saber todo lo que pueda del hombre que... — Domingo... Domingo... —suspiró él, moviendo la cabeza—. No sólo soy lo bastante viejo para ser tu padre. Ahora me acabas de recordar que ya estaba matando hombres antes de que nacieras. — Si no hubiera nacido cuando nací, nunca te habría conocido. Y desde que te conozco he crecido lo más de prisa que he podido. Tal vez... Zachary, tal vez vayamos al mismo ritmo de ahora en adelante. Edge contestó, casi para sus adentros: —Hay otras cosas. —Se volvió y miró hacia las alturas de Montmartre, al fondo de la ciudad—. Anoche mismo soñé... que estábamos allí y ella me señalaba los distintos puntos, como solía hacer en otros lugares... la torre de Pisa, la catedral de Viena. Era un día rosado y diáfano de primavera y llevaba aquel vestido amarillo. Le dije: «Mira, por fin estamos aquí, en París, y podemos empezar de nuevo.» Pero ella respondió que no. Lo dijo con tristeza, no quería decirlo, pero se negó y yo no pude comprender por qué. En sueños, ¿sabes?, yo no me acordaba, pero ella sí. Ella sabía que había muerto. Domingo parpadeó muy rápidamente varias veces para aclararse los ojos, aunque Edge no la miraba, y tragó mucha saliva antes de poder decir en voz baja: —Jamás interferiría en tus recuerdos. Ni en tus sueños o tu intimidad. Sólo estaría en ellos cuando me necesitaras. —Y cuando Edge se volvió por fin, ella ya se había ido. Mientras Florian y la mayoría de cabezas de familia de París se apresuraban a solicitar sus cartillas de racionamiento, los comerciantes de París daban con la misma rapidez otra volte face. Ante la evidencia de que la ciudad iba a tratar de resistir el asedio y de que las provisiones de la ciudad no tenían posibilidad de aumentar, los vendedores —no sólo los de carne sino también de toda clase de alimentos,
ropa, combustible y otros artículos necesarios— volvieron a cambiar los precios, elevando los irrisorios de la víspera a unas alturas sin precedentes. Como el gobierno también estaba apurado económicamente, no se limitaba a distribuir sus existencias acaparadas entre el público en general, sino que las vendía a los minoristas por el máximo precio que podía obtener, de ahí que estuviera en una posición éticamente débil para prohibir el acaparamiento de los civiles. El resultado fue que, en lo sucesivo, la gente pobre consiguió cada vez menos cantidad de mercancías y éstas cada vez eran peores, mientras que aquellos que podían y querían pagar los precios exigidos descubrían que el asedio les causaba un gasto extravagante, pero no muchas privaciones. Los cafés y restaurantes servían las comidas que sus clientes podían pagar, desde la bazofia más inmunda en los estaminets más baratos hasta el filet mignon, quizá un poquito duro, en lugares como Vefour, el Jockey Club y el Grand Hótel du Louvre. En el circo, durante una función de tarde, Florian estaba cerca de la puerta trasera de la carpa, contemplando al Démon Débonnaire en su número del «puente» a cargo de Brutus y César, cuando Nadar apareció a su lado y le preguntó: —Monsieur Florian, ¿tiene usted a seres queridos en el extranjero que pudieran estar preocupados por su seguridad aquí en París? —¿Qué? No, yo no, no tengo a nadie en el mundo. ¿Qué significa esta pregunta? —Pensaba que tal vez querría comunicarse con ellos. Por medio del primer correo aéreo del mundo. —¿Cómo? —Ya no hay servicio postal ni por carretera ni por ferrocarril. Los boches han cortado la única línea telegráfica entre París y el mundo exterior. El gobierno teme que el aislamiento sea peor para la moral pública que todo cuanto pueda faltarnos en cuestión de alimentos o comodidades. Ya sabe que los franceses tenemos que conversar. Su propia conversación fue ahora dominada por los aplausos del público a Pemjean, Peggy y Mitzi. Florian alejó a Nadar de la puerta para llevarlo a la tranquilidad del patio trasero. Rouleau estaba allí y, cuando vio al visitante, se acercó. Nadar prosiguió, dirigiéndose a los dos hombres: —Como las tropas boches no hacen nada digno de ser observado por el observador del globo, nuestro ministro de Correos, monsieur Duroux, se ha apropiado del Céleste. Piensa enviarlo, cargado de correo, por encima de las líneas enemigas hacia las provincias no ocupadas. Como es natural, llevará un mayor porcentaje de mensajes oficiales, pero los ciudadanos dispuestos a pagar una tarifa elevada podrán también mandar cartas personales.
—¿A qué lugar de las provincias no ocupadas? —preguntó Rouleau. —Alors, esto es difícil de decir. Como ya saben, los vientos dominantes aquí son los del oeste y llevarían al aerostato hacia las zonas ocupadas por los prusianos. El Globo Correo, como lo ha llamado monsieur Duroux, tiene que esperar al viento del este. Y yo, asesor experto de este proyecto, determinaré el día y la hora apropiados enviando globos desechables en miniatura, hechos de papel encerado. Luego, por supuesto, si el aeronauta logra volar hacia el oeste sobre las líneas enemigas y aterrizar en un lugar seguro, lejos de ellas, no regresará. No es razonable esperar que aterrice cerca de alguna fuente de gas para hinchar de nuevo su aerostato. —Bueno, la idea es ingeniosa y atrevida —observó Florian—, pero me parece un poco improvisada. Tiene usted un solo globo, que solamente puede hacer el vuelo de ida y que tal vez entregue el correo en un pueblo donde nadie sepa leer... —No, porque cuando esté a salvo, con los prusianos a sus espaldas, el aeronauta puede seguir por tierra con su valiosa carga y dirigirse a... a Orléans, por ejemplo, donde está el general Chanzy, o a cualquier ciudad que tenga comunicación con el resto de Francia y el mundo. —¿Y entonces qué? —preguntó Rouleau—. No pueden comunicarse con nosotros. Ni siquiera sabrá si su Globo Correo ha aterrizado sano y salvo en alguna parte. —iAjá! Eso sí —respondió Nadar, levantando un dedo—. El aeronauta del Céleste llevará también consigo cierta cantidad de palomas mensajeras. Una o más regresarán con las buenas noticias. Entretanto estamos reparando y acondicionando para el servicio otro de mis globos. Si el primer vuelo tiene éxito, habrá otro y luego muchos más. Mi tercer globo ya está siendo desmontado cuidadosamente para que sus triángulos sirvan de modelo. Formaremos todo un cuerpo de costureras y convertiremos la Gare d'Orléans en una fábrica de globos. No perderemos nada con ello, ya que no la utiliza ningún tren; en cambio, puede suministrar gas de hulla. Estos globos producidos en cantidad serán baratos (usaremos sólo percal y cáñamo para las redes y cuerdas; no hay suficiente seda y lino) y Dios sabe cómo serán las válvulas de charnela y demás accesorios, fabricados por mecánicos reclutados, de dedos inexpertos. Pero los aerostatos no estarán destinados a un uso repetido o un servicio prolongado, sino a un vuelo único. — Repito que es ingenioso —dijo Florian—, pero aún no veo la ventaja de enviar cartas y mensajes oficiales si no se pueden recibir las respuestas. Una paloma mensajera sólo es capaz de llevar, ¿qué?, me parece que ni siquiera el peso de una sola carta. — Cincuenta gramos. Algo menos de dos onzas americanas. De ahí el invento que les he mencionado antes, ideado por mí y por monsieur Dagron. Fotografiamos una página escrita, después tomamos el
negativo y, por medio de una lente de disminución, lo reducimos casi a un punto y lo trasladamos a un fragmento minúsculo de una hoja de papel de arroz sensibilizado. En un fragmento casi ingrávido de papel de arroz de este tamaño —formó un pequeño rectángulo con los dedos— podemos imprimir todo un periódico de París o el equivalente en cartas personales, documentos cifrados del gobierno y cualquier otra cosa. —Pero, ¿quién puede leerlos? —Cualquiera... con una lanterne magique de luz de calcio y una lente de aumento. Si el primer Globo Correo tiene éxito, el segundo vuelo llevará a bordo a Dagron, que se establecerá en la delegación del gobierno en Tours como mi comunicante en el exterior, pero también enseñará el proceso a cualquier otro fotógrafo francés que desee imitarlo. Así nuestros aerostatos podrán llevar, en miniatura, todo el correo y todas las noticias de París, y las palomas mensajeras nos traerán una cantidad sustanciosa. Por supuesto que dos o más palomas llevarían paquetes duplicados en previsión de pérdidas debidas a halcones, cazadores, accidentes... —Fantástico —murmuró Rouleau. —La nueva palabra de argot es élefantasque —dijo Nadar con una sonrisa, haciendo un gesto hacia donde acababa de ver a Brutus y César—, posiblemente inspirada por el hambre elefantina de la población. Otra palabra nueva y popular de argot es cola. —¿Cola? —Sí, cola, por la cola de esa letra del alfabeto. ¿Acaso no describe a la perfección la hilera que formamos ante cada tienda y puesto, a veces durante horas, para comprar cualquier cosa? Por cierto, debo decir que ni sus elefantes ni ustedes parecen sufrir hasta ahora la escasez alimentaria. —Nos arreglamos —respondió Florian—. Vivir en el Grand Hótel y dar nuestras raciones del mercado a nuestros animales, sin subir el precio de nuestras entradas, es un gasto tremendo, pero vamos tirando. Sólo espero compensar de nuestra buena vida a los que no pueden pagarla con las emociones y alegrías que les ofrecemos a tan bajo precio. Y gracias, monsieur, por decirme lo de la cola; tengo que aprovechar la popularidad de la palabra incluyéndola en uno de nuestros números cómicos. Siempre intentamos estar al día. Escuche. Condujo a Nadar bajo la marquesina para que oyera a Fünfünf y el Kesperle enfrascados en una de sus charlas. — ¿Que hacías qué, pignouf? —preguntaba el cariblanco. El payaso tonto se encogió de hombros modestamente y dijo: — Enseñaba a mi caballo Mouflard a vivir sin comida en estos tiempos difíciles. —¿Qué? ¿Cómo?
—Eh bien, le fui dando cada vez menos. Y al final, nada. El público rió entre dientes y Fünfünf ladró: — ¿Y qué? —Fue una gran pérdida —gimoteó el Kesperle—. Cuando Mouflard ya había aprendido a vivir sin comer... —sollozo—, se murió. El público estalló en carcajadas. 12 Los que vieron elevarse al Céleste en los primeros y lentos pasos de su famoso viaje fueron los noctámbulos de París: mozos del mercado, prostitutas, basureros... El globo fue hinchado de noche y después, con el lastre de muchos sacos de arena en la góndola, colocado sobre un gran carro de cerveza. Antes del amanecer, cuatro caballos bayos iniciaron el largo recorrido por todo el norte de la ciudad hacia la Butte Montmartre. Como esto requirió unas tres horas, había mucha luz cuando la gente se apiñó en todas las esquinas para mirar, maravillarse y lanzar vítores. Con su inmensa mole de color amarillo pálido sobresaliendo de los tejados de la mayoría de edificios de la ruta, debió de excitar una admiración similar en todos los prusianos que miraban con prismáticos desde SaintCloud. Seguía al carro del globo un carruaje ocupado por el ministro de Correos y su principal asesor del Globo Correo, Monsieur Nadar, y el experimentado aeronauta que se había ofrecido voluntario para esta misión, un tal monsieur Mangin, y, como observador interesado, monsieur Rouleau, del Florilegio. En el carruaje iba también una pequeña jaula con seis palomas mensajeras, que aleteaban y se arrullaban medio dormidas, y una bolsa de lona con ciento veinticinco kilos de despachos del Hótel de Ville, dirigidos con mucha esperanza a las oficinas del gobierno en Tours. Monsieur Mangin llevaba en la falda sus escasas provisiones especiales para el vuelo: una cesta de bocadillos y vino, una brújula de bolsillo y un pequeño barómetro aneroide. Detrás del carruaje iba otro carro que transportaba a una docena o más de los mozos más fuertes y corpulentos de les Halles, porque los caballos sólo podían llevar al Céleste hasta medio camino del empinado Montmartre. Allí los mozos unieron su peso y sus músculos para cargar con la barquilla lastrada y la llevaron —con el globo saltando y ondeando encima— durante el resto del camino, hasta la desierta plaza de tierra batida de la iglesia de SaintPierre. Mangin acompañaba a los mozos, preocupado por si rascaban la góndola contra una roca o las cuerdas portantes se enredaban en un árbol o molino. Nadar, en cambio, se adelantó, y Rouleau con él, para llegar antes adonde sus ayudantes habían estado enviando globos de papel desde el amanecer,
algunos de ellos en vuelo libre y otros sujetos con cordeles. Así Nadar tuvo la satisfacción de informar a Mangin, cuando llegó a la cima de la colina con el aerostato y sus portadores: —Las condiciones son favorables, mon confrére. Sopla un viento del este entre mil y mil quinientos metros. En cualquier caso, debe usted alcanzar una altitud de mil metros antes de hallarse encima de las líneas enemigas, para estar fuera del alcance de sus rifles. Como el merdeux gas de hulla tiene una subida tan lenta, no conviene que se desvíe antes de alcanzar esta altitud, así que le iremos arriando el cable. Aquí en la cumbre de la colina estamos a unos cien metros. Por lo tanto, cuando note que el cable detiene su ascenso, sabrá que hemos contado hasta novecientos y su aneroide indicará aproximadamente mil. En este punto lance el cable y gane altura, si puede. Después de esto, ami, usted y el Céleste estarán solos. Que Dios le acompañe. El lanzamiento se hizo con poca ceremonia; sólo el ministro de Correos saludó rígida y respetuosamente, con la mano en la frente, durante todo el tiempo. La góndola estaba sujeta al extremo del cable y éste enrollado a un torno de hierro clavado con estacas en la tierra dura; soltaron las bolsas de arena extra y dejaron desenrollarse el cable. El globo se elevó muy poco desviado de la vertical, mientras Nadar contaba las vueltas de la gran manivela del torno accionada por sus ayudantes, calculaba la ligera inclinación del Céleste y la curva del cable y por fin gritó: «Halte!» En un momento, el globo dio un alegre salto sobre sus cabezas y flotó limpiamente en dirección oeste. Y otro momento después, el cable suelto cayó y el ministro Duroux tuvo que interrumpir su saludo y dar un brinco muy poco digno para no ser alcanzado por él. Mientras el globo desapareció hacia el oeste, Nadar lo observaba con ayuda de unos gemelos de campaña. Los que estaban con él en la cima de la colina oyeron disparos de rifle y en seguida los cañones de Fort Valérien malgastaron algunos disparos contra el enemigo, sólo con el fin de obstaculizar la puntería de los rifles. Nadar dijo: —Mangin está tirando arena para ganar altura. —Entonces rió entre dientes y añadió—: También tira algo más. —Y alargó los gemelos a Rouleau. Jules enfocó el ahora distante globo amarillo y exclamó, extrañado: —¿Qué hace? ¿Salpicar a los boches de confeti? —Cuatro mil de mis tarjetas de visita —contestó Nadar con orgullo—. Pensé que los salauds tenían que saber quién tiene al menos una parte del mérito de este grand coup d'éclat. Entonces Nadar, Duroux y Rouleau corrieron colina abajo hasta su carruaje y se dirigieron en él a la casa de la rue de Berne donde vivía el anciano enamorado de las palomas que les había prestado algunas para
aquella empresa. Habrían subido directamente al tejado, pero el anciano les dijo: —Patience, messieurs, su mensajero no puede haber aterrizado siquiera. Siéntense y dejen que mi vieja les haga el desayuno. Obedecieron, aunque no fue un banquete. A aquellas alturas todos los productos del mercado eran adulterados por edicto del gobierno: el café se suplía con bellotas molidas, los panecillos se hacían con una harina que era «oficialmente» una mezcla de trigo, avena y arroz, pero sabía a heno. Entonces subieron con el viejo a sentarse, impacientes, entre los palomares, chimeneas y ropa tendida. Esperaron hasta después de mediodía, volvieron a bajar para comer una salchicha con gusto de serrín, más pan de paja y un vino muy ácido, subieron de nuevo al tejado y esperaron —ahora con bastante ansiedad— hasta que por fin, al ponerse el sol, la primera paloma volvió aleteando a su casa. El anciano alargó la mano hacia la percha donde se había posado, la sacó con suavidad, desprendió cuidadosamente de su pata el pequeño tubo de hojalata y lo tendió al ministro de Correos. Duroux lo abrió con dedos trémulos, desenrolló la minúscula cinta de papel y leyó con una sonrisa de triunfo: — «Aterrizado sin novedad a las once en Craconville, cerca del río Eure.» Mon Dieu , isólo ha tardado tres horas en atravesar más de ochenta kilómetros! «Me dirijo a lomos de una mula a Ruán y de allí por tren a Tours. Vive la Republique!» Messieurs, mes amis, i el Globo Correo es un éxito! — Un verdadero éxito —dijo Rouleau cuando llegó al circo y relató los sucesos del día a los artistas apiñados a su alrededor—. La segunda paloma llegó poco después, llevando un duplicado del mensaje. Mangin debía soltar tres al aterrizar y reservarse tres para enviarlas desde Tours. —Todos vimos elevarse al Céleste —dijo Agnete—. Det var vaeldig, Jules, pero no tan bonito como tu Saratoga. — Sin embargo, el Saratoga no ha hecho nunca un vuelo tan largo — contestó Rouleau con un poco de nostalgia—. Unos ochenta kilómetros y en una misión de auténtica importancia. — iTonterías! No sientas envidia —dijo Willi—. Tampoco os han disparado nunca. —No —concedió Rouleau—. Algo por lo que debo estar agradecido. Dos días después la compañía vio elevarse otro globo sobre el Bois y dirigirse hacia el oeste. Nadar no había esperado siquiera a asegurarse de que las otras palomas de Mangin hubieran vuelto de Tours para lanzar el segundo de sus globos reacondicionados, el Neptune. Estaba ansioso por lanzar éste porque llevaba, además del aeronauta voluntario, al colega de Nadar, el fotógrafo Dagron, con su cámara reductora. La primera paloma mensajera volvió con la buena noticia de
que el Neptune había aterrizado sin novedad en Mantes, también cerca del río Eure y muy lejos de las líneas prusianas. Cuando, a su debido tiempo, las otras palomas trajeron desde Tours el mensaje de que los dos aeronautas, Dagron y todo el correo de París habían llegado a dicha ciudad —y de que Dagron se apresuraba a montar su equipo para reducir periódicos y cartas y enviarlos a la capital—, Nadar lanzó otro globo. Ya no tenía más globos antiguos y probados que enviar. Este, llamado pomposamente EtatsUnis, fue el primero de los productos de percal manufacturados en masa y a toda prisa en la nueva «fábrica de globos» de la Gare d'Orléans. Por lo menos el piloto voluntario era un experto, Louis Godard, tan famoso por sus proezas aéreas como el propio Nadar, así que cumplió con eficiencia la misión del EtatsUnis y también aterrizó sin novedad, como los otros, cerca del Eure, desde donde se dirigió por tierra a Tours. Sin embargo, ahora ya no quedaban en París más aeronautas experimentados, por lo que el siguiente globo de percal que voló al oeste, el VilledeFlorence, llevó de piloto a un tal Gaston Tissandier, que era un químico estimable pero un aeronauta novato. Después quedó sin aclarar si Tissandier había cometido un error al manejar la válvula en el aire o si se había reventado una costura del Florence porque el informe del piloto sobre el accidente fue escrito con precipitación, brevedad y de modo casi ilegible con la mano izquierda. Lo cierto era que el Florence había caído en picado antes de hora y muy cerca de un campamento de soldados de Hesse. Tissandier sólo se fracturó un brazo en el percance y tuvo tiempo de garabatear el zurdo mensaje y enviarlo con una paloma antes de que los hessianos lo capturasen junto con los ochenta kilos de correo que tenía a su cargo. Los periódicos de París, que habían publicado elogiosos y eufóricos relatos sobre los vuelos de los globos, suprimieron la noticia de este fracaso. Nadar, en cambio, fue en persona al recinto del Florilegio para contar a Rouleau y Florian lo ocurrido con el VilledeFlorence. —Creo que es justo ser franco con ustedes —dijo— porque también he venido a pedirle, monsieur Rouleau, que se ofrezca voluntario, y a usted, monsieur Florian, que nos preste su Saratoga. —Rouleau pareció interesado, pero Florian frunció el ceño, así que Nadar se apresuró a añadir—: No para el Globo Correo, messieurs. Para eso podemos seguir arriesgándonos con globos inseguros y aeronautas ineptos. No, le pido que nos preste su aerostato y su habilidad para una misión mucho más vital. Una misión que no admite fallos. — Si pudiera ser más explícito... —dijo Florian. — Las palomas llegadas hoy de Tours han traído el primero de lo que Dagron y yo hemos llamado «micromensajes». La prensa de mañana publicará la primera noticia del mundo exterior que hemos recibido en estas tres semanas de asedio. Como prueba, les anticiparé estas
noticias. El ejército italiano ha tomado Roma de manos del papa Pío y el rey Víctor Manuel la ha proclamado capital de una Italia totalmente unificada. Prosper Mérimée acaba de morir en Cannes y, en Baviera, Richard Wagner ha contraído matrimonio con la hija del abbé Franz Liszt. Florian observó, divertido, que Nadar, como todos los franceses, pronunciaba Liszt «Lits», pero sólo dijo: —Le agradecemos la noticia, aunque no comprendo qué tiene que ver con nuestro... — Los micromensajes han traído también preocupantes noticias sobre el curso de la guerra y el clima político general de las provincias. No puedo divulgar secretos de estado, pero puedo decirles lo siguiente: la débil delegación del gobierno en Tours es incapaz de animar a las partes no ocupadas de Francia a prestar una ayuda conjunta a nuestra nueva República. Alguien de París, del Hótel de Ville, alguien de alto rango en el Consejo de Defensa Nacional tiene que salir de París a fin de hacerse visible para el resto de Francia y poder controlarlo. — ¿Salir de aquí volando literalmente? —exclamó Rouleau—. ¿El anciano presidente Trochu? — No, el presidente considera su presencia aquí necesaria para que la ciudad sobreviva al asedio. Más vale así. —Nadar rió y subrayó el juego de palabras—: iUsted no querría seguramente que su bonito globo fuese trop chu del cielo! —Rouleau y Florian también rieron—. Y el ministro de Asuntos Exteriores se niega a ir, confesando sin rubor que le aterra la idea de elevarse del suelo. Así que será el ministro del Interior, Gambetta. —Por lo que he oído en las calles —dijo Florian—, a nadie le importaría que éste se cayera del cielo. —No es un hombre popular, de acuerdo, ni simpático, pero si alguien puede integrar las facciones del gobierno, éste es Léon Gambetta. Admito, amigo Jules, que al cabo de unas pocas horas de vuelo en su compañía acabará usted odiándole. Sin embargo, le ruego, la República le implora, que haga este vuelo. Su globo es de seda muy resistente, mucho más digno de confianza que los productos improvisados de nuestra fábrica. Además, tiene el generador de hidrógeno, con lo cual el Saratoga será mucho más ágil y maniobrable que los nuestros, con su lento gas de hulla. Rouleau miró a Florian y arqueó las cejas en un gesto inquisitivo. —Bueno... —dijo Florian—, ahora no lo usamos ni creo que lo hagamos hasta que Francia haya vuelto a la normalidad. Muy bien, prestaré el Saratoga. No obstante, ha de ser Monsieur Roulette quien se ofrezca voluntario para este servicio. —Oh, yo estoy dispuesto —contestó Rouleau, intentando disimular su impaciencia. Incluso añadió modestamente—: Pero siendo tanta la
responsabilidad del piloto en este vuelo, yo debería cederle el puesto a usted, Monsieur Nadar, que es muy superior a mí en cuestiones aerostáticas. Nadar pareció ofendido. —¿Por quién me toma, monsieur? Sería feliz desafiando la entrometida orden de Madame Nadar de que no vuelva a volar en mi vida, pero jamás sería tan presuntuoso como para apropiarme del globo de un colega iy luego arrebatarle la gloria de emplearlo para una proeza tan espléndidamente patriótica! —Está bien —dijo Florian—, ya que ésta puede ser la última ascensión del globo en París durante algún tiempo, tenemos que convertirla en un grandioso espectáculo. Voy a consultar con mis jefes. Así sucedió que una azul y soleada mañana de octubre, mientras un Globo Correo de percal era remolcado lentamente hacia el noroeste por los caballos de la cervecería desde la Gare d'Orléans a la Butte Montmartre, una vistosa cabalgata circense marchaba con gran bullicio en dirección nordeste desde el Bois de Boulogne hacia el mismo destino. Florian sólo dejó en el recinto del circo a los animales enjaulados y la mayoría de los peones. Como siempre, conducía la cabalgata en su carruaje, mientras Bumbum y los músicos tocaban una estruendosa música marcial en el carromato que le seguía. En los otros carromatos los artistas, con sus trajes de lentejuelas, agitaban las manos y sonreían. En medio de la procesión iban los dos elefantes, Brutus remolcando la carreta del Saratoga, que estaba doblado, y César tirando de los dos generadores en tándem. Todos los jinetes del circo —el coronel Ramrod, Clover Lee, Lunes y los hermanos Jászi— montaban sus caballos. El coronel y Lunes hacían dar pasos caprichosos a sus monturas, mientras Clover Lee, Arpád, Gusztáv y Zoltán ejecutaban faroles y poses artísticas sobre la grupa. Abdullah, Fünfünf, la Emeraldina y el Kesperle iban a pie, dando volteretas y haciendo acrobacias. Daphne seguía con sus patines Plimpton y el Hacedor de Terremotos en el velocípedo, ambos zigzagueando sobre la línea de marcha y entre los espectadores que llenaban las aceras y entrando y saliendo de los portales. El órgano de vapor iba a la retaguardia, retumbando con tanta fuerza que tenía que ser audible incluso en SaintCloud, y los prusianos de allí debieron de extrañarse más que nunca de las bufonadas de su enemigo, sitiado pero indomable, al ver el globo de percal asomar entre los tejados, acompañado al parecer por aquella estruendosa música. La cabalgata se detuvo al pie de Montmartre y permaneció en la place Blanche mientras la banda y el órgano se turnaban para entretener a la gran muchedumbre de curiosos y sólo los elefantes continuaron colina arriba, tirando de la carreta y los generadores. A mitad de la pendiente, Rouleau, Beck y los eslovacos que cuidaban del Saratoga empezaron a
preparar y cargar los generadores y entretanto los mozos de Nadar siguieron trepando hasta la cumbre de la colina con el Globo Correo sobre los hombros. Este era una bolsa blanca sin adornos, exceptuando su nombre, toscamente pintado: «George Sand.» Podría haberse elevado inmediatamente, porque los ayudantes de Nadar habían determinado ya que el viento soplaba en la dirección idónea, pero Nadar decretó que los dos globos debían elevarse juntos y había instalado un torno de cable extra para este fin, calculando que un lanzamiento doble confundiría y haría aún más ineficaces los disparos de rifle desde las líneas enemigas. Así, pues, mientras el Saratoga se llenaba con lentitud, Rouleau fumaba cigarrillos —lo cual no podría hacer cuando estuviera cerca de los globos— y charlaba con el aeronauta del George Sand, un tal monsieur Revilliod, y con sus pasajeros, el ministro Gambetta y su secretario, monsieur Spuller, ambos con gruesos abrigos de piel y un aire de aprensión mal disimulada al mirar nerviosamente los dos aparatos e inspeccionar con ansiedad una y otra vez su equipaje: bolsas de ropa y efectos personales, cartapacios de documentos oficiales, un fardo de folletos políticos, cestos de bocadillos y vino y una caja con seis palomas. Léon Gambetta era tan poco atractivo de aspecto como de reputación bajo, gordo, barbudo, de tez morena y grasienta, muy parecido a lo que era, el hijo de un tendero genovés inmigrante— y Florian se preguntó al principio cómo podía mirar nerviosamente a los dos globos a la vez, muy separados uno de otro, hasta que se dio cuenta de que el ojo izquierdo de Gambetta era de cristal y, lo más desconcertante, independiente del sano. Cuando el Saratoga estuvo hinchado del todo y fue remolcado al lado del George Sand, casi todos los artistas del circo habían trepado por la colina para despedirse de Rouleau. Sólo Kostchei el Inmortal permaneció abajo, porque subir una pendiente era muy arduo para él. La mayoría de colegas masculinos dieron a Rouleau un buen apretón de manos y alentadoras palmadas en la espalda. Las mujeres —y Willi— lo abrazaron y besaron en la mejilla. Florian dijo con fingida severidad: —Ahora cuida bien del viejo Saratoga, muchacho, hasta que puedas traerlo de nuevo o nosotros podamos ir a reunirnos contigo. Rouleau respondió que así lo haría, prometió comunicarse con ellos por medio de las palomas micromensajeras y subió a bordo de la góndola. Gambetta y Spuller le siguieron, a pesar de los nervios, los eslovacos les alargaron el equipaje y Rouleau lo colocó del mejor modo posible para no alterar el equilibrio. Entonces Rouleau y Revilliod intercambiaron señas para indicar que estaban preparados, el primero hizo otra seña a Nadar, que gritó: «Allez houp!», y sus hombres tiraron de los gorrones de las manivelas. Cuando los dos cables empezaron a desenrollarse y los globos se elevaron de lado, Gambetta —aunque acurrucado en la
barquilla y bien agarrado al borde— hizo acopio del valor suficiente para gritar a la gente que se empequeñecía rápidamente debajo de él: —Vive la France! Vive la Re'publique! Abajo, en la place Blanche, la multitud lanzó un sonoro hurra y la banda y el órgano entonaron juntos lo que debió de ser la versión más ruidosa de la historia de Champs de la Patrie. Cuando Nadar hizo un gesto para detener los tornos, todo el mundo estaba casi tan inclinado hacia atrás como Kostchei para contemplar la doble ascensión. Entonces los dos cables cayeron y los globos dieron un salto hacia arriba y en seguida el Saratoga, más potente, se elevó más en el cielo y adquirió una velocidad mayor hacia el oeste que el George Sand. Alrededor de un minuto después, el tumulto de banda, órgano de vapor y muchedumbre fue dominado por el fragor espectacular de los cañones de Fort Valérien, y si los prusianos disparaban con frustración sus rifles, el ruido no se oyó en absoluto. Los artistas circenses estaban acostumbrados a los cañonazos esporádicos de los diversos fuertes de París, pero allí en las alturas de Montmartre el estallido de aquellos disparos causó un impacto inesperado. Tanto el terreno de arcilla bajo los pies como el aire diáfano que los rodeaba parecieron sufrir una sacudida con cada explosión y seguir temblando durante mucho rato después. Como todos estiraban el cuello para mirar hacia arriba, nadie se dio cuenta de que Lunes Simms no hacía lo mismo, sino que con una sonrisa beatífica en los labios y la mirada fija se restregaba extasiada los muslos uno contra otro. Los globos se elevaron a mediodía, así que Nadar no fue hasta la noche a la carpa, durante la última función del circo, para informar a Florian. Dijo que las primeras palomas del Saratoga y el George Sand habían llegado con el anuncio de que ambos globos habían aterrizado intactos y lejos del alcance de los boches. Cuando Florian le pidió más detalles, Nadar se encogió de hombros y contestó: — Eh bien, por desgracia, monsieur Rouleau ha posado su góndola en la copa de un árbol, por lo que él, Gambetta y Spuller han tenido que bajar como han podido, a la vista de un nutrido grupo de campesinos asombrados, admirados y divertidos. No es exactamente el modo en que un ministro del gobierno francés habría deseado aparecer por primera vez ante los compatriotas a quienes espera dirigir. —Oh, mierda —murmuró Florian—. Monsieur Roulette debe de estar mortificado. — Estoy seguro de que no —replicó vivazmente Nadar—. Ya les dije que al cabo de poco rato empezaría a detestar a Léon Gambetta. Apostaría dinero a que Rouleau le ha depositado a propósito en la copa de ese árbol. En cualquier caso, todos han llegado indemnes, aunque de un modo poco digno. También han recuperado intacto el globo y ahora
se encuentran de camino a Tours, al igual que el otro aeronauta, Revilliod, con su Globo Correo. Florian esperó a que se terminara el número —Mademoiselle Papillon y Maurice LeVie en el trapecio— y a que los artistas saludaran al público para entrar en la pista con el megáfono y anunciar la buena nueva. El público aplaudió, vitoreó y pateó como si acabara de presenciar otra magnífica proeza circense... y lo mismo hizo toda la compañía del circo. Así, pues, la ciudad ya no era sordomuda para el resto del mundo. El correo de los globos funcionaba mejor de lo que incluso el ministro Duroux habría podido esperar: continuaron enviando globos cada tres o cuatro días y las palomas mensajeras volvían con los micromensajes de Dagron. Casi se reanudó el intercambio normal de cartas personales entre los parisienses y sus familiares y amigos lejanos, y la prensa de París pudo publicar, sin demasiado retraso, noticias de las batallas contra los prusianos que aún se libraban en diversas partes de Francia, además de noticias no bélicas de periódicos provincianos franceses e incluso del extranjero. La mayoría de noticias eran malas: por ejemplo, que la ciudad de Toul ya había caído en manos del enemigo el 18 de septiembre y Estrasburgo el 28. Y algunas de las buenas noticias eran casi deprimentes: por ejemplo, la revelación de que los boches que ocupaban Versalles no saqueaban el cháteau ni los Trianons y no violaban a monjas ni otras mujeres. De hecho, eran muy bien educados y los tenderos de Versalles prosperaban tanto gracias a la clientela prusiana que expresaban libremente su desdén por la resistencia «stupide et obstinée» de París a una ocupación similar. Algunas noticias del extranjero eran simplemente interesantes: que el explorador del Artico Nordensjñld había penetrado en el helado interior de Groenlandia, que un tal Schliemann se jactaba de estar excavando en Turquía el verdadero emplazamiento de la antigua ciudad de Troya. Otros artículos podían ser recibidos de diferente modo por los diversos lectores: por ejemplo, la noticia de que en unas elecciones en el Territorio de Utah habían votado las mujeres, y que en Lexington, Virginia, había muerto el gran general Robert E. Lee. Esta última noticia despertó simpatía en todos los artistas del circo que estaban con el Florilegio cuando visitó aquella oscura y pequeña ciudad y entristeció genuinamente a algunos, sobre todo a Edge y Yount. También afligió a la mayoría de parisienses, ya que prácticamente todos habían apoyado a los confederados durante la guerra civil americana, pero sin duda no causó la menor aflicción en Versalles, donde el general Philip Sheridan seguía haciendo compañía al alto mando prusiano. El invierno fue precoz e intenso en París. Tras las tonificantes primeras semanas de octubre, el frío arreció de tal modo que la noche del 24 los helados cortinajes azules y verdes de la aurora boreal se ondulaban fantasmagóricamente en el cielo de París, una vista jamás contemplada
ni por los ciudadanos de más edad. Aquella noche la gente invadió las calles, señalando y profiriendo ahogadas exclamaciones de asombro. Sin embargo, a la noche siguiente nadie salió a mirar el cielo porque ningún meteoro septentrional habría sido visible bajo los nubarrones que chorreaban lluvia. El resto de octubre y el resto del invierno continuó igual, con días de un frío gélido y otros un poco más suaves en los que sólo caía una lluvia acerada y continua, de manera que, exceptuando alguna que otra escarcha matinal, nunca hubo nieve o hielo, sólo frío, humedad y otra vez frío. En el recinto del Florilegio, la tierra sonaba a veces como la escoria y otras era desagradablemente blanda, como carne en descomposición, y los peones tenían que estar siempre tensando o aflojando los cables de las tiendas. Además, el Bois de Boulogne, como cualquier otro parque de París, rezumaba constantemente una niebla gris y pegajosa que olía a hongos. Sin embargo, aquello era perfume comparado con las miasmas y frecuentes inundaciones emanadas de las repletas cloacas que fluían bajo las calles de la ciudad. La gente que había almacenado combustible no tardó en agotarlo y el gobierno no podía vender sus existencias de carbón, ni siquiera con la perspectiva de hacer un buen negocio, porque el carbón se necesitaba, entre otras cosas, para generar el gas de los Globos Correo. Muchas viviendas pobres no tenían calefacción y se prohibió encenderla a todos los edificios comerciales, y las escasas familias ricas que no habían huido de la ciudad antes del asedio no revelaban qué combustible habían guardado para calentar sus mansiones, pero incluso un establecimiento tan suntuoso como el Grand Hótel du Louvre ofrecía ahora un mínimo de calor y agua caliente sólo durante las cuatro horas anteriores a la medianoche, a fin de dar a sus huéspedes un lapso de tiempo un poco cómodo para desnudarse, bañarse y meterse en la cama. También suspendió indefinidamente el funcionamiento de su comodidad más exclusiva: el ascensor accionado por vapor. Al cabo de un tiempo el Ministerio de Recursos autorizó a los parisienses a cortar leña dondequiera que la encontrasen. La gente recurrió inmediatamente a lo que tenía más a mano: los árboles de las calles. Mientras los hombres cortaban los troncos con sierras y hachas, los niños trepaban a las ramas y partían y se llevaban a casa todas las ramas que podían transportar. Cuando un árbol había sido derribado, cortado a trozos y llevado en un carro, las mujeres acudían a recoger todas las ramitas y pedazos de corteza que habían quedado en el suelo. Incluso los vetustos castaños de los Campos Elíseos y los tilos de los jardines del Luxemburgo y las Tullerías desaparecieron. Sólo entonces los buscadores de leña se aventuraron por los parques de Vincennes, Montsouris, la Butte Chaumont y el Bois de Boulogne. Los miembros del Florilegio, encariñados con «su» Bois, se alegraron de que, aun siendo
mayor que todos los otros parques juntos, fuera el menos perjudicado, pues, aunque talaron todos los árboles grandes y vetustos, dejaron muchos árboles jóvenes y arbustos que los saqueadores no consideraron que mereciera la pena cortar. Incluso en aquellos días lóbregos, la masa de parisienses abandonaba con frecuencia sus gélidas casas, desafiando al frío y la humedad todavía mayores de la intemperie, para acudir a los teatros y circos en locales cerrados. Esto podía parecer un contrasentido en medio de tanta miseria, pero en realidad la gente lo hacía tanto por el calor de estar todos juntos en una sala como para divertirse. Los teatros seguían ofreciendo obras y óperas «significativas» como Hernani y Le Prophéte, e incluso los circos se inclinaban por los espectáculos hípicos «inspiracionales» como El Cid derrota a los moros y La carga de la brigada ligera. La carpa de lona del Florilegio tenía que estar llena para calentarse, pero se llenaba todos los días, en cada función, de gente que estaba cansada de la propaganda insistente y acudía en busca de diversión pura y simple. La negativa de Florian a sumarse al clima de aguafiestas de la época no sólo le garantizó llenos diarios, sino que le proporcionó una nueva artista. La mejor amiga de Clover Lee fuera de la compañía, la joven Giuseppina Bozzacchi, fue a decir a Florian que estaba sin trabajo y aburrida... y medio congelada por pasarse casi todo el día en su Hótel Crillon, donde también escatimaban la calefacción. Copelia había cerrado a la primera censura oficial de la frivolidad y no se montaba ningún otro ballet, ya que la danza era notoriamente incapaz de comunicar «significación». Giuseppina dijo que sería feliz bailando para el circo, incluso con las chicas del cancán, y no pediría ningún sueldo; sólo quería mantenerse ágil y estar caliente unas horas todas las tardes y sentir que era todavía una artista. Florian estuvo encantado de darle la bienvenida e insistió en pagarle un sueldo y dijo que, por supuesto, no pensaba malgastar su talento en el cancán. Sin embargo, no podía bailar ballet sobre el serrín, así que Florian y el director de orquesta Beck idearon un número en que Giuseppina volvía a encarnar a un juguete mecánico. La contrataron y anunciaron como la «Bailarina de la Caja de Música» y trabajaba sobre el bordillo acolchado de la pista, dando varias vueltas casi enteramente de puntillas, como hacían las muñecas de las cajas de música, mientras el cimbalista Elemér tocaba en un solo una imitación muy verosímil de una barcarola de Offenbach. Pese a la depresión de la época de guerra, los parisienses no habían olvidado a la bonita y dotada Giuseppina ni dejado en absoluto de adorarla, por lo que su pequeño número fue recibido con mucho más agrado que cualquiera de las epopeyas «significativas» que se representaban en el centro de la ciudad.
Giuseppina continuó residiendo en el Crillon, como los otros artistas residían en el Grand Hótel du Louvre, y ninguno de ellos se quejaba de las austeridades impuestas en ambos establecimientos. Ni siquiera los huéspedes más viejos y frágiles del Grand se lamentaban de tener que subir escaleras en lugar de ir en ascensor, por que todos los hoteles de primera categoría cobraban tanto por las comidas que sus lujosas habitaciones eran baratas en comparación. Y los clientes de sus comedores aún «comían», lo cual era más de lo que muchos parisienses podían afirmar. Si las «cotelettes de veau» anunciadas en la carta solían reconocerse como filetes de potranca, por lo menos eran de carne. Para quienes debían comprar su carne en los mercados, la ración diaria se había reducido a cincuenta gramos por persona y a esas alturas la carne de caballo ya no era el triste recurso de los muy pobres, sino prácticamente la única carne que podía encontrarse. El gobierno ayudaba vendiendo a los matarifes todos los caballos que no eran absolutamente necesarios para las fuerzas de la defensa y los caballos requisados como «excedente suntuario» de los establos de las familias ricas que habían abandonado la ciudad y no podían protestar y todos los caballos que habían constituido las cuadras imperiales, incluyendo la famosa pareja de trotones que habían sido un regalo del zar Alejandro a Luis Napoleón. —Luis me contó que esos dos caballos estaban valorados en cincuenta y seis mil francos, casi doce mil dólares americanos —explicó Florian—, suficientes para comprar una bonita casa con terreno. Ahora van a parar a la balanza del carnicero al mismo precio fijado por el gobierno que la carne de un exhausto rocín de fiacre, a cincuenta centimes el kilo. Pero incluso a aquel precio oficial —y los carniceros pedían invariablemente el cuádruple—, la carne de caballo estaba fuera del alcance de las familias pobres que antes solían depender de ella. Así, pues, los perros y gatos empezaron a desaparecer de las calles, al igual que los animales domésticos poco vigilados. Las palomas y los estorninos de la ciudad, que ahora tenían tan pocos árboles donde posarse, eran cazados con ligas y trampas de alambre colocadas en los senderos del parque y en los antepechos de las ventanas. Por esta época surgieron otros dos términos lingüísticos, como «cola», en el uso cotidiano: «osséine» y «seine de la Seine», pero sólo el último tenía algo que ver con el río. La osséine era un producto de mercado promovido por la Oficina de Salud Pública como sustituto de la carne para los pobres y asequible a sus bolsillos. La asequibilidad era su única atracción, pues la osséine consistía en una repelente gelatina de pezuñas y huesos de caballo hervidos que podía servir como
nauseabundo sustituto del aceite de oliva o disolverse en agua caliente para hacer una repugnante especie de caldo. «Seine de la Seine» significaba justo lo que decía: pescar peces en el río. Como en días más felices, ancianos y otros ociosos seguían colocando cañas de pescar en los quais y puentes, pero, como siempre, la pesca era poco frecuente, insegura y, como máximo, de un solo ejemplar cada vez. Por consiguiente, ahora empezaron a bajar al río grupos más decididos con redes de elaboración casera para obtener botines más copiosos. Y los obtuvieron —durante un tiempo, por lo menos, hasta que el Sena se llenó de trozos de hielo que rompían las redes—, pero casi todos los peces eran albures, un bocado no precisamente epicúreo y, además, de tamaño medio tan pequeño que, una vez despojados de escamas, aletas, intestinos y espinas, no bastaban ni en grandes cantidades más que para la comida de una familia. Los nuevos pescadores encontraron pronto más fácil y más productivo cebar anzuelos o trampas con sebo u osséine y pescar en las cloacas o en los pasajes llenos de basura... a las ratas. Y las pescaron y algunos de los más escrupulosos se dedicaron a vender sus botines, ganando lo suficiente para procurarse otras viandas. Pero muchos de los que cogían ratas y todos los que las compraban lo hacían para guisarlas y comerlas, y declararon que la rata era más sabrosa que el albur, mucho más apetitosa que la osséine y muchísimo mejor que nada en absoluto. Los cuidadores del Jardin d'Acclimatation siempre habían alimentado a sus felinos y otros carnívoros con carne de caballo. Cuando esta carne empezó a aparecer en las mesas de incluso los clubes y restaurantes de lujo, compraron perros y gatos para alimentar a la ménagerie. Pero cuando los perros y gatos también empezaron a abundar en los mercados de París, el gobierno decidió por fin que no podía, en justicia hacia las hambrientas clases inferiores, seguir manteniendo a esos animales meramente decorativos. Una orden oficial decretó la matanza y venta de los inquilinos del zoológico, incluyendo a los dos elefantes, Cástor y Pólux, que habían sido mimados por una generación de niños parisienses. Al obrar así, el gobierno obtuvo unos buenos beneficios para la tesorería de la Defensa porque cuando dichos animales exóticos fueron vendidos en subasta los carniceros ofrecieron precios mucho más elevados de los que el Jardin había pagado por ellos. Luego las carnes se vendieron al por menor a precios que sólo podían pagar las familias muy ricas y los restaurantes más caros. Entre las clases altas se convirtió en algo trés distingué poder decir como al azar: «Anoche cenamos un guisado de joroba de camello en Voisin» o «El conde y la condesa nos sirvieron un émincé de trompa de elefante», o pierna de zebú, lengua de yak, galantina de casuario, civet de tigre o lo que fuera, mientras duraron los bocados exquisitos del zoológico.
Otras personas del haut monde consideraban más chic e inteligente demostrar, por muy oportunista que pareciese, que sus corazones estaban con el pueblo. Sugirieron a sus clubes o restaurantes favoritos que sirvieran por lo menos una comida de lo que consumía la gente pobre —caballo, perro, gato e incluso rata— y se sentaron resueltos a comer estas cosas, asegurándose de que los periódicos publicaran largos y elocuentes reportajes de la cena, con una lista de la espantosa carte de diner: «Consommé de la moélle de cheval, rable de chien Alsatien au jus, saucisse des ratons aux fines herbes...» Luego iban de un lado a otro observando complacidos que un lomo de perro era tan bueno como el de ternera, que el gato cocido en jarra hacía un ragóut tan bueno como el de ardilla, o comparando en broma la blandura de las carnes de caballo y mulo. Si esta condescendencia tan publicada pretendía conformar al pueblo con su triste suerte, no lo consiguió, porque los communards causaban una agitación mucho más efectiva en los barrios bajos de la ciudad. Siempre que lograban azuzar a una multitud lo suficiente para animarla a manifestar su protesta, se manifestaban. Y los communards se aseguraban siempre de que las turbas marcharan, haciendo ondear las ominosas banderas rojas de la Revolución, por los barrios de la clase alta y burguesa antes de converger en el Hótel de Ville para gritar insultos al presidente «Trop Chu» y al gobierno de «imitación imperialista» en general. Algunos de aquellos manifestantes, que aún no habían dejado de creer en el «túnel secreto», exigían a gritos que se utilizara para traer víveres del exterior que deberían distribuirse libremente. Otros, casi siempre los propios agitadores communards, gritaban casi con la misma fuerza que el túnel ya se utilizaba, pero sólo para surtir de ostras, champaña y otras exquisiteces a los decadentes favorecidos por la fortuna. Este grito siempre enfurecía a las masas, que empezaban a lanzar piedras. —Totalmente irracional, totalmente francés —dijo con sequedad Florian a sus jefes reunidos en conferencia—. Sin embargo, los dos últimos delirios que recorren la ciudad (el capricho de los plutócratas de comer carne de jungla y la exigencia más comprensible del proletariado de que les den algo que comer) podrían significar problemas para nosotros. He oído decir que los otros circos, al igual que el zoológico público, están vendiendo muchos de sus animales exóticos o monstruosos e incluso los entrenados para la pista. Ignoro si lo hacen para obtener pingües ganancias de los ricos que desean estas carnes determinadas o simple y honradamente porque ya no tienen dinero para alimentar a sus bestias. — Gott behütte! —gruñó Beck—. En la carta del hotel pronto haber Braten de babuino. Todos hicieron una mueca y Florian continuó:
— Hasta ahora, Abdullah y el Démon Débonnaire y sus ayudantes se las han ingeniado muy bien para alimentar a nuestro zoológico, no con abundancia pero sí en la cantidad justa, echando mano de nuestras reservas y de nuestras raciones civiles de carne y dejándolos pacer aquí en el Bois. No obstante, si tanto el gobierno como los otros circos convierten a sus animales en alimento para seres humanos, es probable que celosos «benefactores» consideren que ocultamos, casi literalmente, perros en el comedero. — Vamos, director —dijo Fitzfarris—, sé desde Baltimore que no le importa un rábano la opinión de los mojigatos. —Es cierto, no me importa. Preferiría sacrificar a un fanático que a un caballo o incluso a uno de tus ratones. Y no mataré a uno solo de nuestros leales compañeros del género animal, como no mataría a ninguno de nuestros artistas humanos. Oh, si los tiempos empeorasen tanto, sir John, podría considerar dar de comer a los carnívoros tu viejo y decrépito Auerhahn, o los avestruces o las hienas, pero sería un ejercicio de futilidad. Tan correosos animales son incomibles incluso para sus congéneres. No, conservaremos a los animales mientras podamos mantenernos a nosotros mismos. —Pues quizá no podamos dentro de poco, director —dijo Goesle—. Estaba a punto de decirle que cuando Hannibal ha vuelto hoy de comprar en les Halles ha mencionado que su carnicero, y creo que también las otras tiendas, pronto dejarán de aceptar monedas y papel del reino. —¿Qué? Maldita sea, ¿por qué no? —La situación actual los está poniendo nerviosos. Dicen que si el descontento del pueblo hace caer a este gobierno, el franco francés no valdrá nada. Y añaden que si los boches ocupan la ciudad, el marco prusiano será la única moneda fuerte, así que ahora desconfían de cualquier dinero hasta que las cosas se arreglen. —Más malditos rumores. —Sí, y las malas noticias vuelan. —¿Qué quieren entonces? ¿Marcos? Aún tenemos una buena cantidad de ellos que no he cambiado por francos. Incluso bastantes rublos, koronas y kronen. —Quieren oro, director. La única divisa que conserva su valor en cualquier guerra o revolución. —En tal caso, maldita sea, les pagaremos en oro. Desclava la tapa de aquel escondite secreto bajo la jaula de Maximus, Dai, y saca un puñado de esos imperiales rusos que nos regaló el zar. Cada una de esas pequeñas monedas vale unos cuarenta francos, así que un puñado podrá mantenernos durante algún tiempo. —Está bien, director. Florian reflexionó un momento con el ceño fruncido y después agregó:
—Me temo que esto de gastar oro para mantener vivos a los animales nos haga parecer aún más insensibles a la miseria del pueblo llano. Sin embargo, no cederé. Me alegra decir que la mayoría de ciudadanos de París son decididos amantes del circo, o por lo menos gente razonable que apoyaría mi posición. No obstante, por encima y por debajo de esa ciudadanía están aquellos que necesitan defender o ensalzar sus propias posiciones. Por encima está el gobierno, ansioso de mantener su aparente solicitud para con todos... —No con todos —corrigió Willi—, sólo con los que pueden votar cuando por fin se celebren elecciones. Y esto no incluye a nuestros animales ni siquiera a la mayoría de nosotros. —Correcto —dijo Florian—. Y por debajo están los communards, que serían felices de descubrir una «traición burguesa de las masas» en un jardín de infancia si esto fomentara una agitación ventajosa para ellos. Cualquiera de estos dos extremos, el de encima o el de debajo, podría presionarnos para que vendamos a nuestros animales a los mercados de carne y o bien el gobierno o los communards podrían pretender que era «por el bien de todos» y atribuirse el mérito. —Tampoco debe importarnos un rábano la presión —dijo Fitzfarris— si tenemos al pueblo de nuestro lado. —Tal vez no. Sin embargo, si la presión fracasa, cualquier grupo de fanáticos podría decidir encargarse de liquidar a nuestros animales, en especial si son fanáticos hambrientos. Creo que nos convendría estar al quien vive de tales posibilidades. Coronel Ramrod, sugiero que vuelvas a distribuir armas cargadas entre los miembros responsables de nuestro personal y dispongas guardias aquí en el recinto durante las veinticuatro horas del día. —Considérelo hecho —contestó Edge—. ¿Alguna otra cosa, director? —Por ahora no. Creo que... muy pronto... tendremos que pedir al Globo Correo que nos devuelva el favor que le hicimos. Pero hablaré de esto con Monsieur Nadar la próxima vez que venga a vernos. El Globo Correo era una de las pocas cosas que aún funcionaban en París sin contratiempos graves, o por lo menos, no demasiados. Cuando los sitiadores prusianos se enteraron de que uno de los aerostatos había llevado sano y salvo al ministro Gambetta a las provincias no ocupadas, enviaron un precipitado mensaje a la fábrica de cañones de Essen, en Renania. Poco tiempo después les fue suministrado un nuevo cañón, diseñado especialmente por Krupp, el primero capaz de apuntar casi en vertical y de disparar una granada fragmentaria que podía ser programada, en teoría, por lo menos, para estallar a una altitud determinada. El decimosexto globo enviado desde París tuvo que sobrevolar las líneas de asedio a través de pequeñas nubes negras
aparecidas de repente, que resultaron estar compuestas de humo de pólvora y cascos volantes. El aerostato las sorteó sin ningún percance, pero el aeronauta informó más tarde por paloma mensajera que su sistema nervioso se había resentido gravemente. —Me alegro mucho de no ser el artillero de ese cañón —dijo Yount cuando lo supo—. La espoleta de tiempo es muy traidora. El artillero tiene que cortarla antes de meter la granada en la recámara, y ha de esperar que al disparar el cañón se encienda la espoleta y esperar no haberla cortado tanto que la granada se dispare por encima de su propia cabeza y esperar no haberla cortado tan poco que la granada caiga sobre su propia cabeza antes de dispararse. En realidad, prefiero estar delante de ese cañón que detrás de él. El ministro de Correos, en cambio, sentía más respeto por el nuevo cañón antiaerostatos y ordenó que todos los vuelos de globo se hicieran en lo sucesivo después de anochecer, lo cual no resultó ser una gran ayuda para los aeronautas. Para empezar, los pequeños globossonda de papel tenían que mandarse con luz de día para que fueran visibles y los vientos que indicaban entonces podían cambiar después de ponerse el sol. Luego, cuando se lanzaba el globo grande, nunca era completamente invisible para un observador de tierra. Para el aeronauta, en cambio —que ahora era siempre un novato—, la tierra era tan dificil de ver que nunca podía estar seguro de la altitud alcanzada y a veces ni siquiera de la dirección del vuelo. Mientras tanto, el nuevo cañón Krupp lanzaba granadas que estallaban alrededor del globo y los cañones de Fort Valérien disparaban con estruendo para distraer a los artilleros prusianos, y toda esta conmoción era suficiente para que cualquier voluntario del Globo Correo se arrepintiera de haberse ofrecido para el viaje. —De todos modos, ami —declaró Nadar con orgullo mientras veía con Florian una función nocturna del circo—, considerando los comienzos casi improvisados del correo por globo y todos los obstáculos que debe vencer —los contó con los dedos—, aerostatos de mala calidad, sin ninguna prueba previa al lanzamiento irreversible, tener que depender de la lentitud del gas de hulla, su maniobrabilidad limitada aun en las mejores condiciones, la inexperiencia de los pilotos que han de volar entre proyectiles enemigos... zut alors, el Globo Correo tiene en su haber un récord notable de éxitos frente a sus pocos fracasos. —Yo deseaba preguntarle... —empezó a decir Florian. —No necesita preguntarlo, mon vieux, voy a decírselo. Hasta ahora sólo hemos perdido cuatro. Uno flotó hasta el Atlántico y no se ha visto más. Tres han caído en manos enemigas, pero... —levantó un dedo— a causa de un error del aeronauta o de un defecto de estructura, no derribados por el fuego enemigo. Todos los demás han aterrizado intactos y en territorio amigo. De hecho, uno de ellos en un país amigo muy lejano. A
decir verdad, ganó involuntariamente un nuevo récord de vuelo en globo, dos mil cuatrocientos kilómetros por el mar del Norte hasta Noruega. Supongo que ese joven aeronauta está todavía descongelándose, pero también le supongo entusiasmado por su hazaña. Pasará mucho tiempo antes de que su récord sea superado. —Bueno, lo que quería preguntarle... —empezó de nuevo Florian, pero se interrumpió para decir—: iEscuche! Uno de sus globos debe de elevarse ahora mismo. Por encima de la música de la banda y el ruido del público oyeron el sordo rumor de los cañones de Fort Valérien y el fragor del cañón antiaerostatos de los prusianos. —Oui —dijo Nadar—, et regardez U. —Hizo una seña discreta con la cabeza para llamar la atención de Florian hacia Lunes Simms, que se encontraba cerca, esperando entrar en la pista como Mademoiselle Cendrillon y sonriendo mientras tanto con los ojos cerrados y frotándose los muslos uno contra otro—. Un amigo médico —dijo Nadar en tono confidencial— me contó que muchas pacientes suyas se comportan así cuando retumban los cañones. El estallido o la vibración provoca un estremecimiento simpático en sus delicadas petites choses. Dice que algunas mujeres sólo reaccionan al disparo de un cañón determinado, así que han puesto apodos a los diversos cañones: Gran Josefina, Gran Camille, etcétera. ¿Supone usted, ami, que los hombres hacemos la guerra por esto? ¿Instigados por las mujeres que necesitan esta clase de emoción? —No me sorprendería en absoluto. Sólo que ya hacíamos la guerra mucho antes de que sonaran estos ruidos. —C'est vrai. Pero hablábamos de los éxitos del Globo Correo. Hasta ahora ha llevado a otros pasajeros importantes además del ministro Gambetta y quizá un millón de cartas, periódicos, despachos... y centenares de palomas, la mayoría de las cuales han hecho el vuelo de regreso llevando sus cargas de micromensajes. A propósito, ¿qué opina de la noticia sobre Gambetta? ¿No le dije que ese hombre, a pesar de su deplorable falta de modales sociales, posee una gran energía y un gran talento para la organización? iHa reclutado, equipado y armado a doce nuevos cuerpos del ejército! iTodo un nuevo Ejército del Loire! — Admirable, sí —respondió Florian—, pero no veo para qué puede servir. Una de sus palomas trajo también la triste noticia de que el general Bazaine ha abandonado Metz con todo su ejército atrapado allí. El nuevo Ejército del Loire puede defender su terreno, pero sin las fuerzas de Bazaine no puede recuperar el terreno conquistado por los boches. —Aun así, cuanto más larga sea la resistencia de Francia contra Prusia, tanto mejores serán las condiciones que podríamos negociar para la paz.
— Esperémoslo —contestó Florian, sin grandes esperanzas—. Esta larga resistencia ya está costando muy cara a París. He oído decir que el frío, la humedad y la creciente desnutrición son causa de muchas enfermedades. Nadar se encogió de hombros. — Entre las clases altas, sólo maladies de poitrine (bronquitis, gripe), no peores que las de cualquier otro invierno. Dicen, es cierto, que pueden declararse epidemias entre las clases bajas. Se oyen rumores incluso de la peste, o peor aún, de la viruela. Pero ¿qué puede esperarse de los tipos que comen ratas? —Si hay una epidemia de peste y viruela —dijo Florian—, puede empezar en los barrios bajos, pero es muy posible que no se detenga allí. —En tal caso será mejor que suba el precio de sus entradas —respondió Nadar sin inmutarse—. No deje entrar a la canaille para que no exhale sus fétidos microbios sobre sus mejores clientes y sus propios artistas. Espero —y retrocedió un paso— que no haya detectado ya algún symptóme épidémique entre su compañía. — No, pero ha habido un caso de maladie de poitrine. Quería hablarle de los pasajeros que lleva a veces el Globo Correo. Una de nuestras jóvenes damas, mademoiselle Knudsdatter, ya la conoce usted, Miss Eel, nuestra contorsionista... — Ah, oui, y sé que tiene una constitución pulmonar débil. — Pues bien, este horrible tiempo la matará si continúa y si ella sigue actuando, como se empeña en hacer. Sin embargo, después de considerable e intensa persuasión, he conseguido la autorización de su pareja para enviarla al extranjero y su propia aquiescencia en abandonar París, si es posible. Me gustaría mandarla a un sanatorio. o por lo menos al aire puro y seco de las montañas. — Mais certainement —contestó Nadar—. El Globo Correo está en gran deuda con usted y su empresa. Puedo gestionar fácilmente su pasaje... si ella está de acuerdo en correr los inevitables riesgos. —Creo que preferiría caer o morir de un disparo a morir por estrangulación lenta. Y si por casualidad fuese a parar a Escandinavia, no podría haber un lugar más saludable para ella. —C'est deja fait accompli. Dígale sólo que lleve la bolsa más pequeña posible con los efectos esenciales y la pondré a bordo del primer aerostato que despegue. También le informaré a usted inmediatamente cuando una paloma nos traiga noticia de su feliz aterrizaje y de su paradero. Ella y su pareja (se trata de monsieur Terremoto, ¿no?) podrán intercambiar luego billetsdoux por el Globo Correo. iAh, qué suerte tenemos todos de que exista!
13 Miss Eel trabajó por última vez en una función de tarde, superándose a sí misma en una demostración de contorsionismo sinuoso, sin huesos, casi increíble —aunque quedó tan débil y sin aliento que apenas pudo saludar bajo los aplausos— y se despidió de la compañía. Yount la llevó en carruaje a Montmartre y la ayudó a subir la escarpada pendiente hasta la cumbre de la colina. Allí se abrazaron y besaron y se dijeron mutuamente «cuídate» hasta que Monsieur Nadar declaró que el viento era favorable y el crepúsculo lo bastante oscuro para la elevación. Yount subió a Agnete a la barquilla del globo marrón —entonces todos los globos se hacían de percal oscuro— y el cable fue arriado hasta la altitud de mil metros. Entonces Yount permaneció inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás y las manos juntas como en oración, viendo disminuir la mancha oscura hasta que desapareció, sin fijarse siquiera en el cable de amarre que cayó del globo y quedó enrollado a su alrededor. Cuando ya no podía ver el globo, empezó a divisar pequeñas explosiones en el cielo, cada una seguida al cabo de un momento por la ronca tos de un cañón prusiano —ante lo cual Yount dejó de cruzar las manos para retorcérselas— y, un minuto después, los cañones del fuerte iniciaron su clamor. Yount y Nadar esperaron con los empleados del Globo Correo hasta que cesó todo el ruido, indicando que el aerostato había sido derribado o se hallaba a salvo fuera del alcance del enemigo. Entonces los dos hombres bajaron juntos la colina, mientras el francés profería sonidos alegres y tranquilizadores; Yount regresó al Bois y Nadar se fue a esperar la llegada de la primera paloma. Yount llegó al recinto del circo a tiempo de ponerse la piel de leopardo para la función nocturna, pero estaba tan alicaído que sus compañeros acudieron para animarle. —Estará muy bien, Obie —dijo Domingo—. Mucho mejor que si se hubiera quedado aquí. —Ojalá me hubiese ido con ella. —No podías, muchachote —dijo Fitzfarris—, aunque el piloto hubiera lanzado al vacío toda su carga oficial. Diablos, es probable que tuvieran que construir una nave de tamaño exagerado para subirte a ti solo. —Y si tú y ella volarais por separado, Obie —dijo Edge—, aterrizaríais por separado y ninguno de los dos sabría dónde estaba el otro. Quizá tendríais que vagar por toda Francia y aun así podríais no encontraros. Por lo menos de este modo os podéis escribir por medio del correo y las palomas y manteneros en contacto. — Supongo que sí —murmuró Yount. Entonces salió de su tristeza para comentar algo que había observado—. ¿Sabes una cosa, Zack? Aquella colina es ahora un enjambre de piezas de artillería. Los
sedentarios y agitadores no han estado tan ociosos como todos pensábamos. Han instalado fábricas, como la de globos, en las estaciones de ferrocarril y han forjado hierro y latón para hacer cañones, morteros y municiones. Nadar y yo hemos hablado con algunos tipos. Dicen que, si es necesario, esa colina va a ser la última trinchera defensiva de París. —Y añadió, como si acabara de ocurrírsele—. Todos llevaban camisas o pañuelos rojos con los uniformes. — Maldición —dijo Florian—. Esto no me gusta. Los communards podrían considerar esos cañones su armería privada y Montmartre su fortaleza particular. —¿Quiere decir que estarían lo bastante locos para destruir su propia ciudad sólo para privar a los prusianos de la diversión de hacerlo? — preguntó Edge—. ¿O que se negarían a respetar cualquier tregua concertada por el gobierno con el enemigo?. ¿Continuarían luchando o qué? — ¿Quién sabe? Lo que sí sé es que una de las razones para reurbanizar París era la eliminación de las calles estrechas y tortuosas porque revolucionarios anteriores habían erigido barricadas en ellas. Haussmann trazó todas las avenidas largas y rectas para que las tropas del gobierno tuvieran una línea de fuego ininterrumpida a fin de poder sofocar tales revueltas. Pero si los insurgentes se hicieran fuertes en la única altura que domina toda la ciudad... —Florian hizo una mueca y se desempolvó las manos—. Bueno, no tiene sentido preocuparse por el mañana. Esta noche tenemos una función. Ocupémonos de ella. Por muchos temores que Yount abrigase respecto a Agnete, no permitió que influyeran en su trabajo y actuó con la competencia y bravura habituales. Cuando el espectáculo acababa de terminar —y la carpa se vaciaba y la mayoría de artistas se preparaban para dirigirse a toda prisa al hotel a fin de aprovechar el último calor de la habitación y la última agua caliente del baño—, un fiacre entró dando tumbos en el recinto del circo. Nadar se apeó de un salto, gritando: — iMonsieur Terremoto, esté tranquilo! La primera paloma ha hecho un viaje muy rápido esta vez. —Agitó un trozo de papel muy fino—. Voilá, su dama ha aterrizado sana y salva cerca de Méziéres. Allí puede tomar el tren hacia donde le plazca. Yount sacó unos cuantos litros de aire y dijo: — Bueno, esto me quita de encima un peso mayor de los que he cargado jamás. Me hace sentir bien. —Se volvió y añadió, expansivo—: Eh, Fitz, hagamos una cosa. Sé que es tu noche de guardia; deja que la haga por ti y vete al hotel con Meli. Yo no tengo a nadie con quien ir. Así Yount se quedó aquella noche en el circo con los hermanos Jászi y los eslovacos armados. A la mañana siguiente, alrededor de mediodía, cuando los primeros artistas empezaron a llegar al Bois, Yount salió apresurado al encuentro de Florian para decirle «sin novedad» y añadió:
—Quiero enseñarle algo, director, antes de que alguna mujer lo vea. Venga a la tienda del zoológico. Florian había llegado en compañía de JeanFrancois Pemjean, así que los dos siguieron a Yount a la tienda de los animales. Yount apartó con el pie un poco de paja y preguntó: —¿Han visto alguna vez a un hombre tan plano como éste? — Bon Dieu de merde! —exclamó Pemjean, mirando el cadáver caído de bruces, con un gran cuchillo en una mano. — Sí, yo lo he visto —contestó Florian con voz tranquila—, así que puedo adivinar lo ocurrido. Pero dímelo, de todos modos. —Bueno, siempre hemos supuesto que debíamos estar en guardia contra un grupo de saqueadores, así que los muchachos estaban apostados en torno al perímetro, como de costumbre. No nos imaginábamos a un hombre solo y se escabulló entre nosotros, no sé cómo. El pobre bastardo debía de pensar que se cortaría una pierna de caballo o algo parecido, pero oímos un gran escándalo aquí dentro. Relinchos de caballos, rugidos de felinos, trompetazos de elefantes. Vinimos corriendo, justo a tiempo de ver a Mitzi atacar con la trompa a este individuo. Ni siquiera lo tocó con los colmillos. —Los elefantes no suelen hacerlo, salvo cuando luchan entre sí. — Lo levantó del suelo y lo depositó con suavidad delante de la vieja Peggy, como si lo hubieran ensayado. Y entonces, antes de que pudiéramos hacer nada, Peggy se hincó de rodillas, puso la frente sobre el cuerpo del hombre y, por Dios, levantó las patas al aire encima de él. Nunca habíamos oído un ruido similar. Como pisar un nido de codornices con polluelos dentro, sólo que el nido y los polluelos más grandes de toda la creación. Crujidos y chasquidos. — Ya lo he oído. Sé que ha sucedido en otros espectáculos. — Bueno, entonces la vieja Peggy se levantó y Mitzi y ella se estrecharon las trompas y todos los demás animales se calmaron y permanecieron en silencio. Un par de eslovacos vomitaron y todavía se encuentran mal. Zoltán y yo levantamos el cuerpo para colocarlo aquí, a un lado, y le dejamos el cuchillo en la mano por si usted quería enseñarlo a la policía. —No, no creo que molestemos a la policía por esto —dijo Florian—. Lo que deberíamos hacer es colgarlo de la marquesina para escarmiento de los otros. — Podríamos echarlo a los gatos —sugirió Pemjean—. Sería una justicia poética. — Dios mío, Demonio, me harás vomitar —dijo Yount. Pemjean se encogió de hombros y señaló al muerto. —Como él, uno se traga los escrúpulos cuando no hay nada más que tragar. Florian dijo, pensativo:
—A éste no podemos enterrarle bajo la pista porque los elefantes no querrían volver a pisarla. De momento, tú, Hacedor de Terremotos, y los muchachos lo envolvéis en una lona y lo escondéis en alguna parte. Cuando oscurezca lo echaremos al agujero de uno de los árboles desarraigados del parque y lo taparemos con tierra. Di a la guardia que vigile a partir de ahora a los saqueadores solitarios como éste, pero que tampoco descuide a las turbas. Pemjean dijo cuando salieron de la tienda: —Turbas de saqueadores furtivos pueden ser pronto las únicas que veamos por aquí, monsieur Florian, a menos que termine de un modo u otro este maldito asedio. La gente solía venir a vernos porque ofrecíamos la única diversión disponible, pero creo que ahora la única razón que tiene para venir es que somos el único establecimiento de París que todavía acepta francos, sous y centimes. Y los, que vienen son los que aún no están demasiado débiles por el hambre o la enfermedad para trasladarse hasta aquí. Tal vez fuera cierto, porque el público del Florilegio empezó a escasear, despacio pero sin pausa, a medida que avanzaba aquel duro invierno. Pese a los edictos cada vez más severos del gobierno, los mercados y tiendas continuaban vendiendo sus mercancías a quienes podían pagarlas en oro o moneda extranjera. Los pobres, que sólo tenían los ahorros de toda su vida en francos corrientes, debían contentarse con las sobras, las migajas y los restos... si es que quedaban. La mayoría de médicos y boticarios eran igualmente vanales y trataban primero a sus pacientes ricos y les vendían primero las decrecientes existencias de medicinas. Tanto si era o no verdad que los ricos nunca padecían nada peor que la hipocondría, su apropiación de los medicamentos disponibles no les granjeó, con el tiempo, muchas ventajas. Las enfermedades reales y temibles —difteria, tifus y viruela— atacaban a los pobres, privados de atención médica y desnutridos, pero no se detuvieron en aquellos barrios, sino que se propagaron a distritos más elegantes. Cuando el gobierno ya no pudo hacer caso omiso de las diversas infecciones que amenazaban con convertirse en epidemias, la Oficina de Salud Pública probó un expediente que era por lo menos más ingenioso que decretar fútiles órdenes y prohibiciones. Ya que era claramente imposible importar alimentos a la ciudad, podría ser posible importar medicamentos, y el Globo Correo llevó a las provincias una solicitud de estos necesarios productos, sugiriendo un método por el cual podían enviarse. Y así se hizo, y cantidades considerables de medicinas, empaquetadas en globos de zinc huecos, flotaron por el río desde las ciudades por el Sena y sus afluentes. Los prusianos incluso se abstenían, compasivos, de disparar contra las esferas de metal cuando
pasaban flotando a través de sus líneas. De este modo llegaron a París algunos medicamentos, pero sólo una pequeña fracción; el hielo del río aplastó, agujereó y hundió muchos globos. Otros siguieron su curso hacia el océano, sin detenerse en París, porque el hielo rompió las redes tendidas en la ciudad para recogerlos. Una tarde, la joven Giuseppina no aparecía para la función de la tarde, así que después su buena amiga Clover Lee se apresuró a ir al Hótel Crillon para ver si estaba enferma. Cuando Clover Lee regresó al recinto del circo y entró en la oficina de Florian, iba sin Giuseppina y parecía perpleja y preocupada. —Se ha marchado, simplemente. Y no sólo el director del hotel se ha negado a decirme adónde ha ido, sino que afirma que nunca se ha hospedado allí. Es una maldita mentira y así se lo dije a la cara. Diablos, la visité varias veces en sus habitaciones. ¿Qué puede haber ocurrido? —Hum —dijo Florian—. ¿No es posible que la chica se haya decidido finalmente por uno de aquellos nobles ricos que la cortejaban desde hacía tanto tiempo? ¿No podría ser que se hubiera fugado y, por motivos particulares, preferido borrar sus huellas? —Sabe que no, Florian. Pina es un miembro de la compañía. Nunca haría una cosa así sin avisar. Y desde luego me lo habría dicho a mí. —Es verdad. Qué extraño. Espera. —Florian rebuscó en su archivo, sacó un ejemplar antiguo del Era, lo hojeó y dijo—: Ajá, recordaba haberlo visto aquí. Sí, sus agentes son los señores Paravicini y Warner, de Londres, y tienen una sucursal aquí, en la rue de la Paix. No hay ningún número, pero la calle tiene sólo dos manzanas de longitud; no te costará encontrarla. Giuseppina también permaneció ausente de la función nocturna, así que a la mañana siguiente Clover Lee salió directamente de su hotel en busca de la agencia. Volvió al cabo de poco rato, casi llorosa, pero también muy enfadada. —¿Dónde está Zachary? —preguntó a Florian—. Quiero que cargue una pistola y vuelva allí conmigo. ¿Se lo imagina? El hijo de puta de esa oficina me ha dicho: oh, sí, conoce a la bella signorina y la admira desde hace tiempo, ipero esta oficina no ha sido nunca su agencia y no sabe nada de su paradero! i Otro maldito mentiroso! ¿Dónde está Zachary? —Calma, querida, calma. Estoy de acuerdo en que todo esto es muy misterioso, pero creo que una hábil investigación sería más útil que la fuerza bruta para llegar al fondo del asunto. Y para esa habilidad llamaremos a Monsieur Nadar. El conoce a todo el mundo en esta ciudad. —Pues démonos prisa. Pina cumple años dentro de poco. —Le enseñó un paquete de envoltura decorativa—. Le he comprado este regalo y lo he paseado por toda la ciudad estos dos días.
Incluso Nadar necesitó casi una semana para descubrir la verdad y parecía triste y nervioso cuando fue a informar a Florian y Clover. Casi temblando, usó el título para dirigirse a ella: —Madame la comtesse, debo pedir perdón por mis compatriotas. La conducta del dueño del Hótel Crillon ha sido cruel, pero debe usted comprender... un hotel de lujo... el establecimiento tiene que proteger su reputación y a sus otros huéspedes. Por lo tanto, cuando mademoiselle Bozzacchi cayó enferma de repente y requirió la atención del médico residente y éste la examinó y diagnosticó que la pequeña sufría la petite vérole... — iLa viruela! —exclamó Florian y Clover Lee dejó escapar una exclamación ahogada. — Oui. Por esto, como es natural, la dirección del hotel la sacó de allí en secreto, para no alarmar a los otros huéspedes, y ha hecho todo lo posible por ocultar esta circunstancia. —Oh, muy natural —repitió Clover Lee con los dientes apretados—. Podrían haber perdido clientela... incluso dinero. Muy francés. Y ella era la bailarina aclamada y mimada por todo París aún no hace un año. Muy bien, maldita sea, ¿adónde la llevaron? — Al hospicio femenino, La Salpétriére. — ¿Hospicio? ¿Es eso un hospital? — No exactamente, excelencia —contestó Nadar, desolado—. Un hospital es para el tratamiento y la cura. Un hospicio es un último y cómodo refugio para los incurables. — iEsto es monstruoso! —gritó Clover Lee—. Lléveme allí, monsieur. Lléveme inmediatamente. —Está muy lejos de aquí, excelencia. Después de todo, es un lugar de aislamiento y contagio. La llevaré, por supuesto, si insiste en ello, pero, ¿lo considera sensato? Exponerse a... — iLléveme allí! Usted puede esperar fuera. Y, Florian, mientras tanto, busca aquel documento mío. Ya sabe a cuál me refiero. —Cogió el regalo de cumpleaños, ya un poco deslucido, y casi sacó a Monsieur Nadar a empujones del recinto del circo y le metió en un carruaje. Florian tenía preparada la carta testamento del conde de Lareinty cuando Clover Lee volvió al furgón rojo unas horas después. Volvió, no obstante, sin Nadar y sin Giuseppina, llevando todavía el regalo y con la cara surcada de lágrimas. Florian no dijo nada y se limitó a alargarle el documento. Ella movió la cabeza y no lo cogió. — No lo necesito. Pina ha muerto justo antes de que yo llegara. Hoy, el día en que cumplía diecisiete años. — Me es imposible decirte cuánto lo siento, querida. — Y ha muerto en un hospital de infecciosos, en un lazareto, como si fuera una leprosa y una mendiga. Sólo porque estaba demasiado débil para darse cuenta y protestar e insistir en un tratamiento privado.
¿Quiere saber cómo es ese lugar? Una de las hermanas me dijo que han de mezclar ácido fénico con el alcohol de las friegas para evitar que los ayudantes se lo beban. — Lo siento muchísimo y también el resto de la compañía. Si por lo menos no hubiera ocurrido tan de repente, si hubiese podido avisarnos... — Bueno, al menos he podido reclamar el cadáver; así no se la llevarán otra vez a toda prisa, quién sabe si a la fosa común. Ya lo he dispuesto todo para un entierro digno. —Y todos nosotros asistiremos, naturalmente, como si hubiera sido siempre miembro de la compañía. Entretanto, Clover Lee, quizá te haría sentir un poco mejor pensar que Giuseppina habría preferido morir a sobrevivir a la viruela. Es muy posible que después... no hubiera podido recuperar su belleza. Pero, dime, ¿por qué me dijiste que sacara el documento de mi archivo? Clover Lee rió con amargura. — Quería usarlo, pero ahora ya es demasiado tarde. Quería usar algo del dinero que me dejó Gaspard para comprar ese maldito hotel y dejar a todo el mundo sin empleo, desde el director a los limpiabotas, y regalárselo a Giuseppina para que lo quemara, si éste era su capricho. Pero ahora... qué diablos... Florian la contempló con admiración. —Creo que deberías usar el documento, no para un fin tan draconiano, tal vez, sino para recuperar el título. Ya te lo he dicho antes y te lo diré otra vez: la nobleza te sienta bien, querida. No sólo tienes un corazón noble, sino también instintos imperiosamente nobles. —Al diablo con eso también —replicó ella con voz triste—. Si las clases altas pudieron olvidar y abandonar a Pina con tanta facilidad y las clases burguesas temen que una chica moribunda sea un impedimento para sus negocios, no quiero pertenecer a ninguna de ellas. Si tuviera valor, ayudaría a los communards a destruirlas. —Por favor, no digas eso. Si crees que la nobleza y la burguesía son malas, espero que nunca tengas mucha experiencia de las clases inferiores francesas. Pero ahora, querida, ¿por qué no vuelves al Grand y descansas un poco? Disculparemos tu ausencia de la función nocturna. — No lo haréis, maldita sea. Ya me he perdido un día. Pina no lo habría hecho, de haber podido evitarlo. Lo mínimo que puedo hacer es seguir en el espectáculo y... y... celebrar su cumpleaños. Entonces se echó a llorar y salió del furgón tan ciega por las lágrimas que no vio ni saludó a Edge, que se disponía a entrar. Se quedó un momento en la puerta, siguiéndola con la mirada y luego miró inquisitivamente a Florian, que dijo: — Nuestra Bailarina de la Caja de Música ha muerto. Clover Lee está destrozada.
—Me han dicho adónde ha ido. Lo siento mucho. Giuseppina me gustó desde el primer día que la conocí en Roma. Y quizá no debería hablar de cosas prácticas en este momento, pero Clover Lee acaba de visitar un pabellón de enfermos de viruela. Yo la pasé levemente una vez, así que soy inmune a ella, pero no todos los demás lo son. Y Dios sabe la variedad de infecciones que los patanes traen aquí dos veces al día. ¿No cree, director, que sería prudente cerrar el negocio hasta que el mundo recobre la normalidad? No lo sugiero, sólo lo pregunto. —Mi respuesta es no... a menos que tú y los otros optéis por imponeros, en cuyo caso me inclinaría ante la decisión de la mayoría. Podemos ser eternas aves de paso, sin un hábitat propio, pero, si me permites seguir con la metáfora de las aves, dondequiera que nos posemos compartimos la suerte de los pájaros locales, por breve que sea el tiempo y para bien o para mal. La mayor parte de las enfermedades contagiosas, Zachary, atacan a los hambrientos y a los débiles. Todos nosotros estamos bien alimentados y los que seguimos con el espectáculo somos físicamente más fuertes incluso que la gente sana normal. Creo que no corremos mucho peligro de contagiarnos. Recuerda que constituimos casi el único aspecto alegre de esta ciudad desolada y también uno de sus pocos lugares calientes. A menos que decidáis lo contrario, opino que debemos continuar actuando mientras tengamos un solo artista capaz de trabajar y un solo patán que pague el precio de la entrada. —A nadie se le ocurriría discutir con usted, director. Es el más fuerte de todos nosotros. Continuaremos y esperaremos que mejore la situación. Pero no mejoró, sino que empeoró. Desde que los prusianos habían cerrado las líneas de asedio, los comandantes de las tropas defensivas de la ciudad habían puesto a prueba con intermitencias la fuerza de dichas líneas. Enviaban pequeños destacamentos de regulares, no reclutas ni reservistas, a patrullar en diversas direcciones. Tales incursiones solían terminar en fieras y sangrientas escaramuzas con el enemigo, pero eran breves porque los franceses volvían a retirarse en seguida hacia la ciudad. Hasta la fecha sólo habían demostrado que, aunque los prusianos y sus aliados habían tenido que desplegarse mucho para formar aquel círculo de más de noventa kilómetros, su delgada línea no era débil. Sin embargo, llegó una paloma de Tours con la alentadora noticia de que el Ejército del Loire organizado por Gambetta estaba avanzando de Orléans a Fontainebleau bajo el mando de los generales Chanzy y Bourbaki. El presidente y general Trochu decidió que si sus tropas de París podían abrir una brecha en las líneas enemigas, recorrer los cuarenta y ocho kilómetros hasta Fontainebleau y unirse con el ejército que se acercaba, sus fuerzas conjuntas podían ser capaces de romper
completamente el bloqueo. Reunió, pues, a todos los hombres disponibles (y responsables) en el Bois de Vincennes en el borde sudeste de la ciudad y, el 28 de noviembre, les ordenó cruzar los puentes del río Marne y atacar el suburbio de Champigny, ocupado por el enemigo. Fue el único momento luminoso de París en aquel oscuro invierno, pero demasiado breve. Sus soldados lucharon con tanto valor y desesperación que el último día de noviembre tomaron Champigny. Entonces los boches expulsados de la ciudad hicieron a sus bravos enemigos el cumplido de pedirles que el primero de diciembre fuese un día de tregua para que ambos bandos pudieran enterrar a sus muertos y atender a sus heridos, que entre unos y otros sumaban miles. Fue un acuerdo mutuo y los prusianos llevaron sus ambulancias y hospital de campaña para sus compañeros caídos. Los franceses, en cambio, se habían lanzado a aquella batalla con tan poca preparación, que la Compagnie de Transport Public de París tuvo que enviar sus omnibuses y tartanas. Al día siguiente se reanudó la encarnizada lucha y al otro día los franceses fueron derrotados. Los que quedaron cruzaron tambaleándose el Marne y volvieron a la ciudad y la única brecha en la línea de asedio volvió a cerrarse. De todos modos, los informes traídos de Tours por las palomas mensajeras pusieron de manifiesto que el intento de las tropas parisienses no habría servido de nada aunque hubiese tenido éxito. El Ejército francés del Loire se había encontrado en su marcha hacia el norte con el ejército boche del Meuse, que lo diezmó gravemente e incluso lo dividió en dos partes, dos fuerzas desorganizadas que huyeron por separado —al mando del general Chanzy al noroeste y del general Bourbaki al sudeste—, sin que ninguna de las dos intentara siquiera acercarse a Fontainebleau. Sin embargo, esta muestra de temeridad y desafío de la ciudad sitiada pareció acabar por fin con la paciencia de los prusianos, que utilizaron entonces sus cañones Krupp de largo alcance, reduciendo primero a escombros el fuerte de Mont Avrons y empezando luego a bombardear los otros fuertes del este y sur de París y, a medida que cada fuerte era evacuado por sus defensores vencidos, las líneas de asedio se iban aproximando más y más a los límites de la ciudad. —Maldita sea —dijo Florian—. Sabía que si París continuaba ofreciendo una terca resistencia, Von Moltke vendría a tomarlo. —Bueno, de momento no bombardean la ciudad —dijo Edge—, sólo el círculo exterior de fuertes. —¿Qué? ¿Bombardear la ciudad? —exclamó Florian, sorprendido—. Yo me refería a que probablemente se luchará cuerpo a cuerpo por las calles. i No creo que los boches sean tan bárbaros como para bombardear la ciudad! ¿Lanzar explosivos contra civiles desarmados? Esto
sería algo sin precedentes, una violación de todas las normas humanas de la guerra. Una atrocidad inaudita. —Al diablo con eso —gruñó Yount—. Quizá no ha oído usted hablar de que Sherman bombardeó Charleston o de lo que hizo Meade a Petersburg, pero vio lo que quedaba de las propiedades civiles en el Shenandoah después de la quema del Pequeño Phil. Estos prusianos tienen a Sheridan con ellos y éste no respeta ninguna norma de guerra, ni siquiera en las guerras ajenas, diría yo. —iDios mío! —murmuró Florian. —Pero aún no empezarán a lanzar sus calabazas sobre la ciudad — volvió a decir Edge—. Hay demasiados parques y plazas abiertas y todo está encharcado por las lluvias de este invierno. Las granadas se enterrarían y no harían mucho daño al estallar. Esos artilleros esperarán a que haga más frío y se hiele la tierra; entonces las granadas estallarán con el impacto o se deslizarán antes de hacer explosión, causando el mayor daño posible. —iDios mío! —repitió Florian. Edge tenía razón. Los cañonazos continuaron, pero concentrándose en los fuertes. Su único efecto en la ciudad fue causar agradables estremecimientos a Lunes Simms y a otras mujeres igualmente susceptibles a la vibración y las sacudidas. Pero la primera semana de enero llevó consigo un cambio en el tiempo. Cesó la monótona alternancia de días fríos y lluviosos; el cielo se tiñó de un azul acerado y el aire se enfrió intensamente. Los parques, prados y plazas sin pavimentar de París ya no estaban encharcados, sino duros como el hierro. Entonces los prusianos elevaron sus cañones para el alcance máximo — unos siete kilómetros para los que disparaban las grandes granadas de veinticinco kilos— y empezaron a disparar los proyectiles al azar. Uno de los primeros en acertar París estalló cerca de una escuela parroquial del distrito de Vaugirard y cercenó a una joven estudiante por la cintura, sin desarreglar siquiera su uniforme de colegiala. Otro cayó en el cementerio de Montparnasse, destrozando lápidas pero sin molestar a sus ocupantes. Otro decapitó a una anciana castañera y otro mató a seis personas que hacían cola para su ración de pan de paja y osséine de pezuñas. No obstante, aquel primer bombardeo a la luz del día sólo pareció querer demostrar lo que podían hacer los prusianos, si querían. En lo sucesivo no iniciaron las andanadas hasta pasadas las diez de la noche y, aunque enviaban un proyectil cada cuatro o cinco minutos, no prolongaban el bombardeo más de cuatro horas. Durante aquellas horas la mayoría de parisienses estaban en sus casas, sin peligro de que una
granada les cayera encima o lo bastante cerca para causarles daño. Y cuando una acertaba un edificio, practicaba un gran agujero en el tejado o la pared exterior, pero la potencia explosiva de la pólvora negra no era lo bastante fuerte para dañar mucho el interior... ni a los ocupantes del edificio cuando aprendieron a desalojar los pisos superiores y a apartarse de ventanas y paredes que daban a la calle. Como los prusianos aún tenían los cañones apuntando al sur y al este de la ciudad, la mayoría de granadas caían en las zonas residenciales de la orilla izquierda. Una que estalló en la place des Invalides fue el único proyectil que se acercó al centro urbano y muy pocos sobrevolaron el río para ir a caer en las proximidades de Auteuil, casi dos kilómetros al sur del recinto del Florilegio. Así, pues, tras el susto y la alarma iniciales —e indignación de que la Ciudad de la Luz pudiera ser insultada y maltratada de aquel modo—, la mayoría de ciudadanos acabaron sufriendo los cañonazos con un fatalismo estoico. Al fin y al cabo, causaba menos víctimas diarias que las diversas enfermedades y el hambre. Golfillos callejeros acudían corriendo a la escena de cada nueva explosión para recoger los cascotes y venderlos como souvenirs. En las familias de buena clase los padres permitían a sus hijos pequeños, como un premio especial a la buena conducta, «quedarse levantados para contemplar el bombardeo». Sólo los communards se negaron a considerar con calma este nuevo desafio. Les daba otra excusa para agitarse y de nuevo convocaron a multitudes de inferior condición para que marcharan por las avenidas, dieran vueltas a la place de la Concorde y terminaran rodeando el Hótel de Ville. Lanzaron contra el edificio piedras y excrementos, gritaron insultos al presidente Trochu y a su gobierno «neoimperialista» y denunciaron su incapacidad de luchar por París o defenderlo como era debido. Estas turbas incluyeron varias veces a sedentarios y revolucionarios armados, con pañuelos rojos en el uniforme, y en una ocasión se exaltaron tanto al escuchar la retórica de los dirigentes que dispararon a las ventanas del edificio. Los atemorizados funcionarios del gobierno tuvieron que llamar a sus propias tropas —regulares leales— para que dispersaran a los sediciosos, lo cual hicieron disparando contra ellos. Varios communards y sus seguidores resultaron muertos o heridos y esto dio a los restantes otro motivo de protesta. Así se fueron sucediendo las marchas y las manifestaciones, perturbando más la paz ciudadana que los cañones del enemigo. El presidente Trochu protestó personalmente contra el bombardeo cuando una noche cayó una granada en el Hópital de SainteAnne. Al día siguiente envió a un mensajero con una bandera blanca al cuartel general prusiano de Versalles, deplorando y condenando tan odiosa atrocidad. El general Von Moltke dio al mensajero una nota con su fría respuesta: esperaba estar pronto lo bastante cerca de París para que
sus artilleros pudiesen ver con más facilidad y respetar así las cruces rojas. —Apuesto cualquier cosa —gruñó Yount cuando Domingo le leyó la noticia del periódico— a que fue esa maldita mofeta de Sheridan quien le sugirió tan detestable respuesta. Los artistas del Florilegio ya se habían acostumbrado a actuar en la segunda mitad de la función nocturna bajo el poco espaciado ibumi ibum! de los cañones de Von Moltke y el fantasmagórico y ensordecedor ruido de cada granada y el trueno de su explosión, con frecuencia lo bastante fuerte para dominar la música de Beck y a veces incluso el estruendo del órgano de vapor, si estaba sonando. Sin embargo, el bombardeo sólo interrumpió una vez la función. Fue una noche de la segunda semana de enero y estaba terminando la actuación de Mademoiselle Cendrillon, que ejecutaba su número en la cuerda floja, cuando una serie de cañones prusianos, en lugar de espaciar los disparos con su habitual regularidad mecánica, dispararon por algún motivo en rápida sucesión. Aunque distante, el ruido estentóreo apagó la música de Strauss con que la banda acompañaba la representación del deshollinador de Lunes. La andanada extraordinariamente larga y ruidosa hizo que todo el público —que aquella noche llenaba media carpa— mirase hacia el sur y obligó a Lunes a interrumpir sus piruetas. Quizá ningún espectador lo advirtió, pero el director ecuestre y los otros artistas que se hallaban cerca de la arena vieron que Lunes cerraba los ojos y se detenía en medio de la cuerda con las piernas temblorosas. Para dichos observadores resultó evidente que Lunes intentaba controlarse, mordiendo su labio inferior y agarrando con fuerza la vibrante pértiga que hacía las veces de cepillo de chimenea. Cuando se extinguieron los ecos de la andanada y la música de Cenicienta pudo oírse de nuevo, Lunes agitó la cabeza para aclararla y empezó, con prisas y escaso equilibrio, a caminar por la cuerda hacia la seguridad de la plataforma que tenía delante. Sin embargo, volvió a detenerse cuando se oyó el fantasmal ruido de las granadas volando por el aire —y las cabezas de todos los espectadores se volvieron al unísono para seguir aquel sonido, como si pudieran ver los proyectiles que perforaban el cielo nocturno— y entonces sonó el terrible y prolongado estallido de la explosión en una secuencia que pareció durar minutos enteros. Esto fue demasiado para Lunes; su rostro perdió toda expresión, como si se hubiera quedado dormida de repente, su cuerpo sufrió una convulsión y cayó de la cuerda. Dos hombres ya se precipitaban hacia la pista. El Démon Débonnaire, disfrazado de diablo, estaba un paso más cerca que el director ecuestre, así que fue él quien alargó los brazos por debajo de la muchacha, lo cual fue suficiente para frenar su caída, y ambos cayeron simultáneamente al
suelo, Pemjean con los miembros extendidos y Lunes de espaldas, con un ruido sordo. Entre los ecos de las explosiones, aquel sonido, como la música de la banda, fue inaudible para la multitud y es probable que pocos vieran siquiera la caída. Cuando la vieja chistera de Lunes rodó alegremente detrás de ella, Edge hizo la señal de brazos cruzados a Bumbum y se inclinó sobre la muchacha. Cuando el público volvió a dirigir su atención a la pista, la banda tocaba con estrépito la Marcha nupcial ' Fünfünf, el Kesperle y la Emeraldina ya estaban iniciando su charla en preparación para el número del espejo Lupino que ponía punto final a la función. Pemjean se levantó sin ayuda y se arrodilló con Edge al lado de Lunes, que se había quedado sin aliento pero estaba consciente. Tenía los ojos abiertos y una sonrisa en el rostro manchado de hollín y extendió los dos brazos para tocar y tranquilizar a los dos hombres. Estos deslizaron los brazos por debajo de ella y cruzaron las manos para formar una silla. Mientras Florian se disculpaba ante el público a través del megáfono por «la brusca interrupción de la actuación de mademoiselle, causada por los boches», Edge y Pemjean —con la ansiosa Domingo a la zaga— llevaron a Lunes al patio trasero y a la tienda vestidor de las mujeres. Cuando la echaron con cuidado en la litera, ya había recobrado el aliento y dijo, con acento casi soñador: —Ha sido... mejor que nunca... —Entonces se ruborizó y añadió, como enojada—: Pero no lo haré más. —Desde luego que no lo hará —dijo Edge a Florian, ya en la carpa—. Ni bailar en la cuerda floja ni lo de frotarse los muslos, me parece a mí. Creo que aún no se ha dado cuenta, pero está inmóvil como un cadáver de cintura para abajo. Será mejor que pregunte si hay un médico entre el público. Florian indicó a la banda y los payasos que se detuvieran, lo cual obligó a Fünfünf y al Kesperle a congelar sus posturas cómicas a ambos lados del espejo. Entonces Florian anunció a los espectadores que, aunque Mademoiselle Cendrillon sólo había sufrido un susto en el accidente causado por los boches, él personalmente estaría más tranquilo si un médico confirmaba este hecho —si por casualidad había alguno presente— y si quería hacerle este favor. Se levantó un hombre de las sillas de respaldo, con un pequeño maletín negro en la mano, y el público le aplaudió cuando fue al encuentro de Florian junto al bordillo de la pista. Se presentó, con voz lo bastante alta para que le oyeran todos los ocupantes de la carpa, como el docteurmédecin Etienne Landgarten y luego añadió en voz baja a Florian que debía pagarle los honorarios en oro y por adelantado. Sin disimular del todo su aversión, Florian le dio dos imperiales rusos e indicó a Edge que le acompañara a la tienda vestidor.
Allí, el médico no se molestó en hacer salir de la tienda a los artistas que se habían congregado en torno a Lunes y no pidió a su paciente que se desnudara, dándole sólo unos golpecitos rutinarios en el pecho. Entonces se levantó y dijo en inglés a nadie en particular: —Manténgala supina en la litera, sujeta con correas y bien caliente, pero llévenla al hospital. Los hospitales aún tienen cuando menos muchos médicos musculares y esta paciente necesitará una corrección enérgica de la espina dorsal y después una prolongada inmovilización. Esto es todo lo que puede hacerse por ella. Adieu et bonne chance. Se volvió para irse, pero Domingo preguntó: —Doctor... ¿puede decirnos qué... qué se ha resentido? —Una comadrona de pueblo podría decírselo —contestó él con desdén—. Fractura de las vértebras torácicas novena y décima. Anestekinesia parapléjica total e irreversible, con atrofia posterior de las extremidades pélvicas. Probables episodios repetidos de disnea, con peligro de asfixia. Son también probables las úlceras de decúbito, el estancamiento fecal de por vida y una micción incompleta. Con tan extensos defectos somestésicos, correrá el riesgo de traumatismos involuntarios autoinfligidos. ¿Basta esto para disipar su ignorancia, mademoiselle? Domingo sólo pudo parpadear, pero Lunes abrió mucho los ojos, alarmada y quizá extrañada de que pudieran aquejarla tantos males tan de repente. Pemjean gimió y enderezó su cuerpo vestido de rojo que había estado en cuclillas junto a la litera. Agarró con ambas manos la corbata del médico, la anudó con fuerza en torno a sus puños y casi levantó al hombre del suelo. Mirándole como un demonio auténtico, Pemjean dijo en voz baja, pero con un acento que habría acobardado a un tigre rebelde: —Un poéme e'pique, monsieur le docteur. Pero ahora, pétsec, dígalo con palabras sencillas. ¿Qué le pasa a la chica? ¿Qué podemos hacer para curarla? ¿Cuál será el resultado? El médico sólo pudo emitir ruidos ahogados hasta que Pemjean le soltó, aunque siguió agarrándole la corbata. —Alors... —jadeó el hombre y continuó con dificultad, celeridad y temor—: La... paciente... se ha aplastado dos huesos de la columna que contienen nervios vitales y éstos se han dañado sin remedio. Deben estirarla con mucha fuerza para alinear de nuevo estos huesos y luego mantenerla estirada hasta que se suelden. Los huesos se soldarán, pero los nervios no son recuperables. Con el tiempo podrá moverse con una silla de ruedas, pero nunca más tendrá la menor sensación ni capacidad de movimiento de la cintura para abajo. Sus piernas inactivas se arrugarán poco a poco. Como algunos de los nervios dañados pasan por el diafragma, a veces le costará respirar y será preciso atenderla continuamente para cambiarla de posición en la cama o en la silla para que no se ahogue, y también para evitar úlceras causadas por la
inmovilidad. Además, como no sentirá nada en las partes inferiores de su cuerpo, deberán prevenirse las quemaduras, cortes o, ejem, infecciones femeninas que pueden producirse sin que se dé cuenta. Y como sus intestinos no pueden controlar el contenido ni la expulsión, dejará escapar estas... estas sustancias, pero nunca lo suficiente para vaciarlos, por lo que será propensa a un envenenamiento sistemático por los propios líquidos residuales. Por consiguiente, una enfermera deberá ponerle regularmente enemas para vaciar los intestinos y apretarle el abdomen para vaciar la vejiga... — iPrefiero morir! —gimió Lunes. — No, no lo prefieres —le dijo Pemjean y luego sacudió con fuerza al médico—. ¿Algo más? iHable! —Nada más, nada más, monsieur. Con estas atenciones podrá vivir mucho tiempo. No ambulante, pero tampoco inválida y, por lo menos después de la corrección forzada, sin ningún dolor extraordinario. Por favor, ¿puedo irme ya, monsieur? Pemjean calló, como pensando algo. —Hace semanas que mis felinos no han visto una comida decente, pero creo que rechazarían una basura como tú. Oui... démerdetoi! —Y lanzó al hombre fuera de la tienda. — Bien hecho, JeanFrancois —aprobó Edge—. Domingo, quédate aquí con tu hermana. Manténla bien abrigada y no le dejes mover ni un dedo. Diré a Banat que prepare un carromato para llevarla al hospital y Florian enviará a alguien por delante para reservar una habitación en el mejor de la ciudad. Ahora, todos los demás volved a la carpa para la cabalgata final. Y, Lunes, deja de llorar. Tendrías que tener la sensatez de no creer a un matasanos como ése, diga lo que diga. —Ssí, señor Zack —dijo ella, resollando. Domingo se inclinó para murmurarle algo y Lunes añadió—: Oh, y antes de que te vayas... señor Demonio... aún no te he dado las gracias. —De hecho, era la primera vez que le hablaba desde San Petersburgo—. De no ser por ti, señor Demonio, estaría muerta, probablemente. Has hecho una buena acción. —Te debía una buena acción, chérie —dijo él en voz baja, y se marchó. Un poco más tarde, fue él, junto con Florian y Edge, quien llevó a Lunes —acostada detrás en la litera, con Domingo a su lado— a una pequeña clínica privada y cara del Centre Médical Marmottan, no muy lejos del Bois. Todos permanecieron cerca mientras los sanitarios entraban cuidadosamente a Lunes y un médico solícito —muy diferente del otro— la examinaba con ternura de arriba abajo. Cuando el doctor Tonnelier se apartó de la litera, atusándose la barba, Florian murmuró, para que los demás no le oyeran: — Monsieur le docteur, le han recomendado algo llamado una «corrección forzada». ¿Será muy doloroso para la muchacha?
— Lo sería, sí. Insoportable. Siempre lo ha sido. Lo bastante doloroso para que el paciente más fuerte grite como un condenado del infierno. ¿Es usted un ferviente patriota francés, monsieur? —¿Eh? ¿Qué tiene que ver esto con lo que nos ocupa? — La corrección forzada, que no se diferencia mucho del potro medieval, es el método francés. De ahí que muchos cirujanos franceses lo prefieran y no consideren ningún método alternativo. Sin embargo, aquí en el Marmottan, si no ofendo sus sentimientos franceses al decirlo, preferimos el método más humano introducido por, ejem, los detestables boches. El nombre alemán es Modellierverbesserung, si lo pronuncio correctamente. —Ja. Ejem, oui. Corrección modulada. —Eso es. A diferencia del método francés, completamente indoloro para el paciente. Tedioso, lo admito, pero no más que las consecuencias del método francés. Un invento muy piadoso, n'estce pas?, para venir de una gente tan violenta como los boches. —Si sirve y no duele, no me importaría que lo hubiese inventado el huno Atila. —Ni a mí tampoco. Usted y los otros amigos de mademoiselle pueden incluso observar la iniciación del procedimiento en cuanto las enfermeras la hayan desnudado y preparado. Vieron, pues, cómo acostaban a Lunes en un alto artilugio de cuerdas, pesos y poleas que parecía un aparato circense, con el cuerpo estirado entre una tracción suave pero insistente del collarín acolchado y las abrazaderas de los tobillos. El médico y sus ayudantes ajustaron repetidas veces, con minuciosidad, los diversos alambres y numerosos cojines que rodeaban el cuerpo de Lunes. Ésta no gritó ni gimió ni siquiera se quejó una sola vez. Hasta llegó a sonreír una o dos veces y en un momento dado murmuró: — Nunca en mi vida me habían hecho tanto caso. Cuando estuvo satisfecho del ajuste de la tracción, el doctor Tonnelier explicó a Florian y los otros: — Se harán ajustes continuos, tanto para acelerar el proceso de curación como para prestar a la muchacha la comodidad de pequeños pero frecuentes cambios de posición. La corrección modulada suele requerir de cuatro a seis semanas. Mademoiselle Simms es joven, flexible y sana; yo diría que podrá dejar la cama en sólo cuatro. Pero no para levantarse; ya saben que nunca más se levantará. Una vez pase a la silla de ruedas, tendrá que adaptarse a esa vida. Esto ya rebasa mi métier como cirujano; entonces sólo podrán ayudarla sus seres queridos. — Lo comprendemos —dijo Domingo. — Nos ocuparemos de ella —dijo Pemjean.
Domingo se quedó la primera noche en el hospital para hacer compañía a su hermana. Los demás dijeron «au revoir» a Lunes y al bondadoso médico y se fueron al circo para dejar allí el carromato y los caballos. Mientras iban, Pemjean volvió a decir: — Debía una buena acción a Lunes. Y he rezado largo tiempo por un rapprochement. Sólo desearía que no se hubiera producido de este modo. —No te sientas tan culpable, JeanFrancois —dijo Edge—. Hace mucho tiempo amé a una mujer que bailaba en la cuerda floja. Antes de que te incorporases a nosotros; no llegaste a conocerla. Siempre me aterraba la idea de que se cayera, como le ha ocurrido esta noche a Lunes. Ahora agradecería a Dios que se hubiera caído... en lugar de lo que sucedió. Preferiría poder cuidar y vivir con la mitad de ella a haberla perdido del todo. —Aussi moiméme —asintió Pemjean, y se volvió hacia Florian—: Por favor, monsieur le gouverneur, no despedirá ahora a la chica, ¿verdad? ¿Ahora que está...? — iVaya pregunta insultante! —replicó Florian—. iClaro que no! — Entonces me gustaría que me confiara su cuidado. Quizá ya me ha perdonado el mal que le hice, pero aún le debo una satisfacción. Si ella me lo permite, la cuidaré durante toda su vida. —Bueno... —contestó Florian, mirándole de soslayo—. Si los dos queréis reanudar lo que dejasteis, hay algo que desearía saber... —¿Si estoy curado de mi abominable enfermedad? —replicó Pemjean con una sonrisa torcida—. No puedo estar seguro, monsieur, pero ese primer médico de esta noche, pese a su estúpido emmerdement, ha dicho la verdad en un detalle. Lunes ya no tiene sensación en esas partes. De hecho, está chátrée... y por lo tanto, yo también lo estaré. Ella añorará tristemente sin duda tan delicioso aspecto de la vida y confieso que yo también, pero así tenemos la garantía de que nunca más le haré sufrir los tormentos a que la sometí una vez. Ni siquiera aunque deseara ser tan cruel, lo cual no deseo en absoluto. —En este caso, es tuya —dijo Florian— y los dos podéis contar con mi bendición más sincera. Guardaron un rato de silencio mientras recorrían las calles oscuras y desiertas donde a aquella hora no se oía siquiera el rumor distante de los cañones. Luego Florian habló de nuevo en tono pesaroso: —Juré que nuestro Florilegio seguiría actuando aquí mientras tuviéramos un solo artista capaz de trabajar, y empiezo a preguntarme si los Hados han decidido malignamente hacerme cumplir tan atolondrado juramento y reducir nuestra compañía a un solo miembro. La pérdida de Miss Eel es tan reciente... después la signorina Giuseppina, Monsieur Roulette y el Saratoga. Ahora Mademoiselle Cendrillon. Y esta misma mañana Madame Alp me ha confiado que está embarazada.
—Qui? —preguntó Pemjean y Edge se extrañó. —¿Madame Alp? —Sí. Naturalmente, esto será sólo una breve molestia cuando nazca el niño, porque mientras tanto contribuirá incluso a prestar a Madame Alp una apariencia todavía más gigantesca en el escenario. —Director —dijo Edge—, hace unos seis años que dejamos a Madame Alp en Baltimore. —¿Eh? —Florian pareció momentáneamente desorientado—. ¿He dicho Madame Alp? —Se rascó la perilla, confundido—. Vaya. Quizá los Hados me están sugiriendo el retiro, baldándome con senilidad. Me refería, por supuesto, a la princesa Brunilda. —Ah —dijo Pemjean—, ¿está embarazada? Quelles bonnes nouvellesl —Sí. Tanto ella como el Inmortal están extasiados y también deberíamos estarlo nosotros por ellos. De todos modos, como ya he dicho, su estado interesante no la impedirá por ahora participar en el espectáculo del intermedio. Sin embargo, necesitará atención médica cuando llegue el momento y consulta médica tal vez un poco antes. Esto significa más gasto, porque estoy decidido a pagar lo que sea para no ponerla en manos de un charlatán como el doctor Lustgolden, o como se llame ese papanatas. Y os diré francamente, caballeros, que los gastos empiezan a preocuparme. Aquella caja de imperiales del zar Alejandro se vacía poco a poco. Es cierto que en la tesorería del furgón rojo tenemos gran cantidad de francos franceses, pero ahora carecen prácticamente de valor y quién sabe si volverán a tenerlo algún día. Si continúan así... —Movió la cabeza y suspiró—. Considerando la merma de nuestra compañía y nuestra inminente pobreza, el Florilegio casi ha completado su círculo, volviendo al espectáculo de tres al cuarto que era en un principio, cuando tú, coronel Ramrod, lo conociste a orillas de aquel arroyo de Virginia. Bueno... di algo. —Qué voy a decir, maldita sea. No he prestado la menor atención a sus lamentaciones, director. Mientras me llame por mi nombre de circo, sé muy bien que no ha perdido su eterno optimismo. Ni su habilidad para bajar flotando como un corcho por una catarata. Y mientras continúe así, todos nosotros estaremos bien. —Ah, bueno, gracias por tu confianza; espero que esté justificada. Sí, sí... tendremos que improvisar sobre la marcha. ¡Si al menos terminara esta maldita guerra! 14 La guerra terminó, no de improviso y de un modo decisivo, sino con un chisporroteo intermitente, como los últimos estallidos esporádicos de una hilera de petardos.
Aún se libraban batallas por toda Francia —en SaintQuentin, en Picardía, en Belfort, en Alsacia— cuando, el 18 de enero, Guillermo anunció al mundo que consideraba a Francia prácticamente vencida y a sus propios ejércitos victoriosos y a su propio pueblo prominente en Europa. Aquel día, a una edad en que la mayoría de monarcas piensan en traspasar el gobierno a un sucesor y retirarse de las cargas del estado, Guillermo, a sus setenta y tres años, se proclamó no sólo rey de Prusia sino emperador del nuevo Imperio alemán y lo hizo en presencia de su hijo, el príncipe heredero Federico, su canciller Bismarck, el general Graf Von Moltke y numerosos dignatarios, incluyendo al devoto general Philip Sheridan. Cuando la noticia llegó a París al día siguiente por una paloma del Globo Correo, Florian observó con resignación: —Bueno, ahora ya no hablaremos de prusianos, hessianos, bávaros y otras distinciones. En lo sucesivo, todos serán alemanes. Y ahí va de nuevo mi pobre, ambulante Alsacia al otro lado de la frontera. Vivir para ver. El resto de París no tomó la noticia con tanta resignación. Ya era bastante malo que Guillermo hubiese anunciado su ascensión a emperador sobre el sagrado suelo de Francia, pero aún era más humillante y mortificante para todos los franceses el hecho de que tal ceremonia tuviese lugar en su centro histórico, en el orgulloso cháteau de Versalles e incluso —quelle horreur!— en su venerado salón de los Espejos. Ahora no sólo fueron los communards eternamente descontentos sino todos los ciudadanos de París los que exigieron a su gobierno alguna acción, cualquier acción. Así, aquel mismo día, el resto de regulares de París, bajo el mando del general Bergeret, realizó otro espasmo desesperado e intentó de nuevo abrir una brecha en las líneas de asedio alemanas. Esta vez marcharon hacia el oeste, atravesando el Bois de Boulogne —donde los contempló con solemnidad la compañía del Florilegio— y el Sena en dirección al suburbio de Buzenval, como si tuvieran intención de atacar al propio Versalles y enfrentarse con el detestable Guillermo en persona. Sin embargo, las carreteras de la otra orilla del Sena, intransitadas durante todos aquellos meses, estaban heladas y resbaladizas. Además hacían pendiente y hubo que subir por ellas. Incluso los caballos perdían pie y era imposible mover los cañones y sus armones. En realidad los únicos soldados que avanzaban eran los de infantería, sin apoyo de la artillería ni de una caballería efectiva. En un frenético esfuerzo para procurarles algo parecido a la artillería, los ingenieros del ejército corrieron también a primera línea para lanzar —a mano— cartuchos con mecha y cápsula del nuevo explosivo de demolición llamado dinamita. Pero la dinamita estaba tan helada como la tierra y no estallaba. La batalla se convirtió en una carnicería. Quizá setecientos defensores
alemanes de la línea de asedio cayeron muertos o heridos, y con toda seguridad, cuatro mil franceses. Los supervivientes volvieron a cruzar los puentes del Sena, atravesaron el Bois, pasaron frente al recinto del circo y entraron de nuevo en la ciudad para no realizar ningún otro intento. Aquel último esfuerzo abortado dio a los communards otra excusa para denunciar al gobierno por incompetente y para conducir de nuevo a las turbas al Hótel de Ville. Allí otra refriega con la guardia dejó en el suelo a varios manifestantes cuando el resto se dispersó, agitando los puños, con sus rifles y sus banderas rojas. El gobierno, acosado por el asedio desde fuera y por los disturbios desde dentro, se confesó finalmente incapaz de sostener, o ser sostenido por la capital de la República de Francia. El 23 de enero, el ministro de Asuntos Exteriores Jules Favre y sus principales ayudantes, con una escolta militar que llevaba una bandera blanca, viajó de París a Versalles para pedir al alto mando de los ejércitos conjuntos del Reich alemán la concesión de un armisticio durante el cual podrían discutirse las condiciones de la rendición de la ciudad. La triste noticia de aquella inminente capitulación llegó por globo a la delegación del gobierno en Tours y de allí al resto de Francia. No obstante, el resto de Francia no había sido nunca invitada siquiera a reconocer la autoridad de aquel gobierno autodesignado. Además, no era ningún secreto que la mayoría de franceses de provincias sentían indiferencia —cuando no complacencia— al enterarse de cualquier catástrofe que afligiera a los presumidos parisienses, así que la noticia de París no indujo a los soldados franceses que aún luchaban en las provincias contra los alemanes a tirar las armas con desesperación o en un acto de solidaridad. Mientras tanto, la noticia tuvo que viajar hasta Suiza para llegar al general Charles Bourbaki y su considerable porción del antiguo Ejército del Loire. No había hecho nada con aquel ejército excepto ser perseguido por los alemanes por todo el sudeste de Francia, hasta que ahora lo había conducido a un refugio seguro. Antes que sufrir la humillación adicional de la rendición —y como, en cualquier caso, en Suiza no había enemigo alguno al cual rendirse—, eligió un fin más honorable para un oficial y caballero francés. Y lo hizo de un modo inepto, como todo lo que ha hecho durante esta guerra» —leyó Domingo en Le Moniteur y levantó la vista para decir a sus atentos colegas—: Son palabras del periódico, no mías. Continúa: «Según el despacho traído por una paloma, el general se disparó en la cabeza. Aquellos de nosotros que sospechamos desde hace tiempo que la cabeza de Bourbaki es su órgano menos vital, no se sorprenderán al saber que el general se las arregló para herirse sólo superficialmente y ya se encuentra fuera de peligro.» —Domingo volvió a alzar la mirada
para observar a Florian—: Usted siempre ha dicho, director, que los franceses sólo respetan a sus dirigentes y soldados mientras ganan. —Ay, me temo que han tenido pocos dirigentes dignos de respeto durante esta guerra. Y entre los soldados, los que merecen respeto están casi todos muertos, pobres muchachos.. El 28 de enero se declaró el armisticio, pero sin indicar si sería breve o prolongado, de modo que todos los hombres, mujeres y niños de París que podían viajar —en carruaje, coche de alquiler, carromato, a caballo o a pie— abandonaron la ciudad para dirigirse al campo, sin mirar apenas hacia los puestos de guardia alemanes de las carreteras ahora desbloqueadas. —El pueblo no realiza una fuga masiva —dijo Florian, observando a las hordas que atravesaban el Bois en dirección oeste—. No llevan sus pertenencias. —Hagan lo que hagan —dijo Edge—, ¿qué opina usted que debemos hacer nosotros? ¿Desmontar y salir de aquí mientras aún podamos? —Me parece que no. Para empezar, no tenemos idea de adónde nos conviene ir. El lugar más próximo donde no hay guerra es Holanda, pero todavía se libran batallas entre aquí y allí. Además, no podemos dejar en el hospital a Mademoiselle Cendrillon. Por otra parte, según el último informe llegado por medio de una paloma, Miss Eel está en un sanatorio de Montreux y Monsieur Roulette con el Saratoga en Tours. Si emprendemos la marcha, no podremos comunicarles nuestro paradero con vistas a una eventual reunión. No, lo mejor será quedarnos aquí hasta que esta guerra haya terminado completamente. Estaba claro que los parisienses habían decidido hacer lo mismo, porque todos los que habían dejado la ciudad volvieron antes de caer la noche cargados con jamones del país, leche, mantequilla, largas barras de pan auténtico, haces de leña, cubos de carbón y todas las cosas que les habían faltado durante tanto tiempo. El pueblo realizó la misma clase de incursión en los días subsiguientes y lo mismo hicieron Hannibal Tyree, JeanFrancois Pemjean y los eslovacos del zoológico, llevándose todos los carromatos vacíos y volviendo con carne para los felinos y serpientes, pescado y miel para los osos, cereales y heno para los otros animales, más toda clase de alimentos frescos y bocados exquisitos para los seres humanos de la compañía. Hannibal y Pemjean se quejaron de que los campesinos se habían vuelto tan avariciosos y abusivos como cualquier vendedor de París, pero al menos aceptaban francos en pago de los precios astronómicos exigidos. Así, mientras duró el armisticio, todos los habitantes de París estuvieron de nuevo bien alimentados y vestidos y calientes en sus casas, o mejor dicho, todos los que tenían dinero para ello. Y esto hizo bajar en picado el precio de la carne de caballo, perro,
albur y otras raciones semejantes, por lo que la gente pobre de París pudo por fin ahuyentar al fantasma del hambre. Durante aquel tiempo también volvieron a abrir sus puertas muchos restaurantes y cafés concierto, mientras el Florilegio continuaba trabajando como antes, pero ahora ante públicos más nutridos. Varios artistas hacían papeles dobles e incluso triples para compensar las ausencias. Clover Lee lucía ahora el traje de española de Lunes y hacía la equitación de alta escuela además de su propio número de volteos a caballo. Domingo reanudó la ascensión inclinada, con el viejo Jñrg Pfeifer como pareja, a fin de sustituir el número de la cuerda floja de su hermana. En el espectáculo secundario, Fitzfarris disfrutaba hablando largo y tendido a los patanes sobre el embarazo de la princesa Brunilda y —en voz baja y chismosa— los invitaba a especular sobre el aspecto que tendría el bebé de una giganta y el horrible Kostchei. Olga y Timoféi soportaban aquel bochorno con estoicismo circense, pero entonces Fitz propuso una audacia mayor: — Eh, princesa, Inmortal, ¿qué os parece esto? Haremos que vuestro niño gane dinero aun antes de nacer. Venderemos billetes a los patanes, como si fuese una lotería, apostando al día de su nacimiento, o mejor aún, a su peso, y el ganador se llevará un gran premio. Diablos, quizá podamos idear incluso alguna manera de que adivinen el aspecto del crío... — Sir John —dijo Kostchei en voz baja y terrible—, di una palabra más y adivina qué aspecto tendrás tú cuando haya acabado contigo. Fitz se alejó, cabizbajo, y mientras pintaba la cruz de Lorena en unos huevos cuya puesta atribuiría al coq de bruyére, se lamentó de que la gente no apreciara sus esfuerzos por conseguir lo mejor para ellos. Probablemente el ministro de Asuntos Exteriores Favre se sentía igual que Fitzfarris. El armisticio se prolongó durante casi un mes y Jules Favre debió de pensar que era el hombre más universalmente despreciado. Siempre que iba a Versalles, sus intentos de negociar condiciones clementes eran recibidos por los alemanes con abierto desdén, porque tanto el Kaiser Guillermo como el canciller Bismarck eran muy conscientes de la impopularidad de su gobierno, de los desórdenes de París y de la perpetua discrepancia entre las numerosas facciones republicanas. Contestaban rígidamente a cada una de sus proposiciones: «Su gobierno es una reyerta de callejón. ¿Cómo podemos esperar que respeten algún acuerdo?» Y cuando Favre regresaba a París, veía en casi cada esquina a un communard subido a una caja del mercado o al pedestal de una estatua, arengando a una atenta muchedumbre: —i Vosotros, camaradas ciudadanos, derrocasteis al ruin emperador! Pero habéis sido traicionados por una República todavía más ruin...
—i Vosotros, camaradas ciudadanos, sois entregados ahora por Favre a las garras de nuestros enemigos seculares, los ruines boches...! —i Vosotros, camaradas ciudadanos, sois humillados ante nuestros enemigos todavía más antiguos, los ingleses aún más ruines! Esto último garantizaba la reacción airada de todos los camaradas oyentes. Era cierto que los ingleses habían estado ostensiblemente al lado de Francia en aquella guerra y también cierto que los ingleses habían enviado incluso ayuda cuando y adonde era posible. Pero también era cierto que un cargamento inglés de botas de invierno para los soldados franceses tenía las suelas de papel. ¿Y no era también cierto que la reina Victoria era prima carnal del emperador Guillermo? La muchedumbre profería gritos de ira, rebeldía y furor. «A bas la République!» e incluso —ominosamente—, con cada vez mayor frecuencia: «Vive la Commune!» A mediados de febrero Lunes Simms dejó su lecho de tracción y fue transferida a una silla de ruedas e instruida sobre su manejo por los enfermeros del hospital. Dijo a los colegas que iban a visitarla: —No sabéis lo maravilloso que es no estar mirando al techo todo el día. Creo que he contado todas las grietas de ese yeso. Pero empujar esta silla tampoco es coser y cantar. Antes toda mi fuerza estaba en las piernas... en el alambre, montando a caballo. Ahora mis brazos parecerán los de Obie el Hacedor de Terremotos. Sin embargo, descubrió que quizá no sería así; Pemjean estaba dispuesto y ansioso por llevarla arriba y abajo del hospital. Cuando la dieron de alta, Pemjean, Florian y Edge fueron a buscarla con una silla de ruedas de mimbre recién comprada exclusivamente para ella. (Como las sillas de ruedas no eran un artículo que hubiese alcanzado un precio exorbitante, Florian pudo comprar en una tienda la mejor que había.) A partir de entonces, en el hotel y en la calle —y más adelante, cuando hubo recuperado las fuerzas, en el recinto del circo—, Pemjean fue el compañero constante de Lunes, hasta que un día Clover Lee le llevó aparte y le dijo con severidad: —Escucha, Monsieur Démon, vas a convertir a esa chica en una inválida profesional. Perezosa, petulante y exigente. —Madame la comtesse —replicó con altivez Pemjean—, estás hablando de la mujer que amo. —Bueno, creo que también amas a tu viejo Maximus. Ahora está casi rígido por el reuma, pero si le prohibieras dar sus saltos, por triste que sea verlos, se moriría de pena. Jules Rouleau pasó una temporada en una silla de ruedas, pero nadie se habría atrevido a tratarle como a un bebé en su cochecito. Muy pronto se movió con tanta celeridad sobre ruedas como cuando caminaba. Atiende bien a las otras necesidades de
Lunes, pero hay una cosa que necesita y tú no se la das: la confianza en sí misma. Aunque con cierto temor, Pemjean siguió el consejo de Clover Lee y se fue ausentando cada vez más del lado de Lunes. Durante un tiempo, ella tendió a quedarse quieta donde le habían puesto la silla para poder así refunfuñar y quejarse de que nadie le hacía caso, pero todos fingieron no oírla. Al cabo de pocos días, la necesidad y el aburrimiento la incitaron a impulsarse a sí misma y no pasó mucho tiempo antes de que lo hiciera con agilidad, rapidez y aparente placer. Sólo Pemjean sabía con qué frecuencia lloraba por las noches, lamentándose: —Sólo soy yo en un extremo y un leño en el otro. Durante este tiempo el ministro de Asuntos Exteriores Favre había seguido intentando tercamente negociar con los alemanes, pero al final tuvo que aceptar sus condiciones. El 26 de febrero, él y el primer ministro Adolphe Thiers fueron juntos a Versalles a firmar con el canciller Bismarck los «preliminares de la paz». Trochu se quedó en París para enviar por toda la ciudad a los restos de sus leales tropas regulares a desarmar a todas las unidades de la Guardia Nacional. Consideraba sumamente aconsejable hacerlo antes de que la ciudadanía conociera las decepcionantes condiciones del acuerdo que se firmaba. La mayoría de moblots y sédentaires entregaron prontamente sus rifles y piezas de artillería, muy contentos de abandonar los deberes de la milicia, pero una minoría demasiado numerosa se negó rotundamente a entregar su armamento. Eran los hombres que habían trabajado para forjar las armas en las fábricas de las estaciones de ferrocarril y ahora las consideraban su propiedad personal. La mayor parte de estos hombres eran los guardias de Montmartre, Bellville y otros distritos de la clase trabajadora y llevaban con sus uniformes una camisa, una faja o un pañuelo rojo. Los regulares de Trochu no sólo eran superados en número por «los Rojos», sino también por su férrea solidaridad, así que las tropas enviadas a recoger las armas tuvieron que regresar al Hótel de Ville para informar de que habían desarmado a todos los milicianos excepto a los más agresivos y peligrosos, los communards. Trochu no hizo ningún otro intento en este sentido porque a estas alturas las condiciones de los preliminares de paz eran conocidas por toda la ciudad y la ciudad estaba otra vez en ebullición. Lo que Favre y Thiers habían aceptado era nada menos que la abyecta rendición de París, con el único atenuante de que los alemanes no la ocuparían a perpetuidad. Treinta mil soldados enemigos entrarían en la ciudad el día primero de marzo y acamparían en ella hasta que la rendición fuese ratificada formalmente por toda la Asamblea Nacional; entonces se marcharían. Sin duda algunos parisienses se alegraron de la pequeña merced de evitar a su ciudad la indignidad de una ocupación prolongada, pero la mayoría —que incluía, por supuesto, a los siempre
turbulentos communards— se enfureció por esta nueva «traición» de los dirigentes republicanos. Para empezar, se dijeron acaloradamente, este convenio equivalía a la confesión de que toda Francia estaba derrotada. Sin embargo, aún había ejércitos franceses en el campo de batalla, algunos combatiendo, y algunas ciudades aún se mantenían firmes contra el asedio alemán y este gobierno no elegido no tenía derecho a hablar por estos ejércitos y estas ciudades. —Bueno, es lo que yo dije —observó Florian a sus jefes—. Los alemanes harán una marcha triunfal simbólica y se irán a su casa. A menos, Dios no lo quiera, que a los communards intransigentes se les ocurra la idea de disparar contra ellos. Lo que más me preocupa es la posibilidad de que estalle una guerra civil aquí, en cuanto no haya una presencia alemana para calmar los ardores revolucionarios. No obstante, demostremos nuestro respeto por la pobre París derrotada. No haremos más funciones después del último día de febrero, víspera de la entrada de los vencedores. Cerraremos y nos quedaremos callados hasta ver qué rumbo toman los acontecimientos. Propiamente, el primero de marzo tendría que haber sido un día oscuro como lo era en los corazones de casi todos los parisienses, pero cuando los alemanes entraron a grandes zancadas llevaron consigo una primavera al parecer traidora que barrió súbitamente el frío invierno e hizo gala de un tiempo soleado y templado en exceso para la estación. El sol hizo brillar los cañones de acero Krupp y centellear como lentejuelas las puntas de las bayonetas y de los yelmos, mientras la brisa cálida hacía ondear voluptuosamente las inmensas banderas y estandartes. Von Moltke iba a la cabeza de las tropas de caballería, compañías de infantería y baterías de artillería, y cada una de las unidades tenía su propia banda de instrumentos metálicos, que tocaba alternativamente la Marcha militar de Schubert y —para que las tropas que iban al paso de la oca pudiesen cantar sus hallihallo!— Die Wacht am Rhein. Los oficiales lucían alegres sombreros emplumados y pechos llenos de medallas, todos los uniformes estaban limpios y bien planchados, todos los caballos iban impecablemente engalanados y con los flancos cepillados a cuadros. A pesar de toda su jactancia y ostentación, los conquistadores tuvieron por lo menos el buen gusto de no llevar consigo al general Sheridan. Aunque el desfile entró en París por el Bois, justo al norte del recinto del Florilegio, ningún miembro de la compañía fue a verlo. Y cuando enfiló la avenue de l'Impératrice, ése bulevar estaba también casi vacío de espectadores. Al llegar a la place de l'Etoile, Von Moltke sólo concedió a cuatro regimientos prusianos el honor de desfilar por debajo del Arc de Triomphe; todos los restantes —bávaros, sajones, hessianos y otros
aliados— tuvieron que contentarse con dar la vuelta al monumento. Entonces el desfile siguió por la avenida de los Campos Elíseos, asimismo vacía de parisienses, y se detuvo en la place de la Concorde, donde se dispersó. La mayoría de unidades alemanas permaneció allí para montar las tiendas y algunos de los soldados, cuando hubieron roto filas, bailaron una danza de la victoria en torno a la estatua de Estrasburgo. Otras unidades fueron a acampar a los jardines de las Tullerías, el Carrousel y el Palais Royal, pero todas se quedaron en la orilla izquierda y todas tendieron escrupulosamente cordones para separar su «París ocupado» del «París libre». La razón de que en las calles de la ciudad no hubiera apenas espectadores era que todos los parisienses se habían quedado patrióticamente en sus casas... excepto aquellos que tenían algo para vender, y éstos eran numerosos. En cuanto los soldados alemanes terminaron su desfile y estuvieron libres para negociar, todos los propietarios de cafés de las zonas ocupadas les abrieron las puertas, todos los chulos y prostitutas de los veinte arrondissements y ochenta quartiers se abalanzaron sobre ellos y los vendedores los asaltaron con toda clase de mercancías, desde pretzels a réplicas en yeso del Arco de Triunfo... y relojes. El rumor había corrido por la ciudad: «Ningún alemán puede resistirse a un reloj», por lo que afluyeron relojeros, prestamistas, ladrones y cabezas de familia pobres para ofrecer relojes de repisa, relojes en estuches, relojes de porcelana, relojes esmaltados e incluso relojes de cucú de la Selva Negra. Y quienquiera que hubiese iniciado el rumor estaba en lo cierto; los alemanes los compraron y pagaron muy bien por ellos, incluso los relojes de cucú. Ya fuera porque la Asamblea de la República estaba más ansiosa por deshacerse de los alemanes o porque quería acabar con esta descarada demostración de parisienses apiñados a su alrededor, la cuestión fue que los legisladores ratificaron el acuerdo preliminar de paz en un tiempo récord, al día siguiente mismo. Y un día después, los alemanes empaquetaron sus pertenencias, sus relojes y otras adquisiciones, se echaron las armas al hombro, formaron para el desfile y abandonaron París. Tal vez fue una desgracia para la República francesa que el precoz buen tiempo no se fuera con ellos. Si el mes de marzo hubiera vuelto a ser frío e inclemente como solía, los sucesos ulteriores podrían haberse evitado. Sin embargo, en cuanto los alemanes hubieron rebasado los límites de la ciudad, los milicianos de fajas rojas convergieron en el centro urbano desde sus lejanos distritos para castigar a los ciudadanos que habían tenido tratos con el enemigo. Al no encontrar resistencia ni intromisión por parte de la policía o del ejército, los communards usaron las culatas de sus fusiles para destrozar el mobiliario, las botellas y la cristalería de unos cuantos cafés y estaminets que habían servido a los alemanes y después golpearon casi hasta matarlas a una serie de
prostitutas, pero se abstuvieron incluso de reprender a los proxenetas de las mujeres porque era bien sabido que los proxenetas llevaban cuchillos y navajas. Con los ánimos ya enardecidos, con una continuada clemencia del tiempo y sin —por extraño que pudiera parecer— ninguna intervención oficial en forma de acción de la policía, los communards ampliaron el alcance de su campaña de castigo. De los que habían colaborado con los alemanes pasaron a todos los demás enemigos o adversarios políticos que habían tenido o creído tener en su vida y a todas las personas o instituciones de quienes habían soñado vengarse, colectiva o individualmente. Mientras los enemigos más recientes, los alemanes, abandonaban con eficiencia Versalles y deshacían las líneas de asedio — para trasladarse en masa a una posición al este de la ciudad—, París disfrutaba de menos paz y tranquilidad que en los peores días del bombardeo. Durante las dos semanas siguientes, las turbas de los communards rodearon el Hótel de Ville, el Ministerio de Asuntos Extranjeros y otros edificios del gobierno, lanzando por igual contra los edificios y los atemorizados guardias toda clase de proyectiles, desde adoquines a excrementos de caballo, que no provocaron una respuesta con armas de fuego. Otras multitudes recorrían las calles, entrando por la fuerza y saqueando todas las mansiones abandonadas por sus dueños sin la vigilancia suficiente, vaciando las tiendas que habían proveído a los miembros de la élite, e incluso tiendas de familias pobres, si los propietarios eran judíos o extranjeros o franceses contrarios a la causa de los communards o que debían dinero a algún miembro de la plebe. A pesar de la incitante belleza de la primavera temprana, casi todos los habitantes, excepto el populacho enardecido, permanecían encerrados en sus casas. El Florilegio, como casi todos los lugares de reunión, permaneció cerrado al público y toda la compañía se quedó en las proximidades del hotel, salvo los eslovacos y los hermanos Jászi, que patrullaban el recinto del circo, y Edge, Yount o Fitzfarris, que se turnaban de nuevo como «cabos de guardia». Como la chusma no los había atacado nunca, Edge encontraba la tarea tan aburrida como cualquier servicio de guarnición del ejército, así que empezó a animarla enseñando a todos los hombres a montar a caballo o a hacer la instrucción normal de la caballería e incluso enseñó al trompetista de la banda varios toques de corneta de la caballería americana. Monsieur Nadar apareció una noche en el Grand Hótel du Louvre, vestido por una vez sin ningún esplendor, sin lucir siquiera su monóculo cuadrado, y dijo a Florian en un tono mucho menos casual del acostumbrado:
—He esperado a venir cuando estuviera oscuro porque las calles no son tan peligrosas por la noche. E incluso arriesgando mi integridad personal, he decidido venir a aconsejarle que saque a su compañía de este establecimiento. —¿Por qué? ¿Está en la lista de saqueos? —No lo sé, pero su residencia aquí los señala como personas opulentas, algo muy peligroso hoy en día. Míreme a mí, disfrazado con ropas de campesino. Le recomiendo encarecidamente que lleve a su gente a la seguridad del circo. E incluso allí no llamen la atención por su indumentaria o exhibición de recursos. Se oye una vez más la consigna de «Liberté, Egalité y Fraternité», de modo que todos aquellos que den muestras de riqueza, lujo, autoridad, prestigio o privilegio (incluso de una inteligencia superior a la del asno medio) pueden ser, digamos, reducidos a la égalité con las masas. Tenga también cuidado con las mujeres. Los rufianes, convencidos de su igualdad con la dama de más alta alcurnia, fraternizarán rudamente y se tomarán cualquier clase de libertad con ella. —Vamos, vamos, monsieur. Hemos entretenido a esta gente. No pueden sentir hostilidad hacia nosotros. —¿Que no pueden? Precisamente porque los han entretenido, han demostrado no enfrentarse a la vida con una actitud agria y solemne. —Así lo espero. ¿Qué hay de malo en ello? —Los revolucionarios más furiosos, mon vieux, son siempre los reaccionarios más fanáticos. No se trata de un epigrama. Es la clase baja la que se rebela y yo le pregunto: ¿cuáles son, además de la ignorancia y la creencia de que la ignorancia es una virtud, las características propias de la clase baja? La mojigatería intolerante, la piedad fanática y la certeza de que todo el mundo debería tener su moralidad miope. —Bueno, es una manera de lograr la igualdad para todos, maldita sea. Negar la libertad a todo el mundo. —Exactamente. Sus artistas no tienen la falta de alegría aceptable y por ello están en peligro. Sáquelos de aquí y póngalos a salvo en un lugar aislado. A ningún miembro de la compañía le importó trasladarse al recinto del circo y vivir de nuevo en sus remolques en una primavera tan templada, con el Bois rebosante de flores y follaje. A Florian le importó menos que a nadie porque el coste de las habitaciones del hotel era la mayor carga de la tesorería del Florilegio. La compañía llevó consigo muchas provisiones para no tener que aventurarse a cenar en la ciudad. Los habitantes permanentes del circo, los peones, que durante tanto tiempo habían guisado sus propias comidas, se alegraron de la presencia del resto de la compañía porque Ioan Delattre, Meli Vasilakis y Daphne Wheeler acordaron alegremente convertir en cocina las tiendas vestidor
que ahora apenas se usaban y guisar para todos. Goesle hizo incluso una asta para un gallardete con driza, a fin de que las cocineras pudieran izarlo a las horas de comer, incitando al grito tradicional: «iBandera izada!» —Igual que en los viejos tiempos —observó Florian a varios artistas, aunque no del todo feliz—. Hemos descrito todo el círculo, no cabe duda. Mientras varios peones del circo abandonaban el Bois a intervalos, llevándose carromatos para cargarlos de alimentos frescos, la única artista que salía del parque todos los días era Domingo Simms. Cada mañana iba paseando hasta el quiosco o vendedor de periódicos más cercano para mantener informada a la compañía de los sucesos de la ciudad y del resto de Francia. Sus informes y la lectura de los periódicos indicaban que los miembros del gobierno seguían sin hacer caso de los communards y sus seguidores, esperando al parecer que se tratara de una chusma vulgar que desahogaba su mal humor en actos esporádicos de vandalismo y que pronto se cansaría de este deporte. Pero un día, para su alarma y pesar, el gobierno se enteró de que las acciones vandálicas eran dirigidas y coordinadas por un «Comité Central» communard y que la milicia amotinada se dignificaba ahora a sí misma con el nombre de «Garle Nationale». Reconociendo al fin que la constante turbulencia no eran disturbios inconexos sino una revolución organizada, el Hótel de Ville realizó un último intento de sofocarla. El 17 de marzo las tropas regulares del gobierno, mandadas nada menos que por cuatro generales del ejército, marcharon hacia el principal fuerte de la Garde Nationale, la Butte Montmartre, para exigir la rendición de las piezas de artillería que ahora la salpicaban de arriba abajo. Y de nuevo los hombres de faja roja se negaron —riendo, según algunos observadores—, ante lo cual los generales reunieron a las tropas y les ordenaron apuntar y hacer fuego contra «los malditos rebeldes rojos». Las tropas no rehusaron exactamente disparar contra sus compatriotas franceses; aproximadamente la mitad de ellos dieron media vuelta y apuntaron a sus oficiales. Se declararon con calma desertores ahora al servicio de la «causa del pueblo» y llegaron a arrestar —«por la autoridad de la Commune»— a dos generales y otros soldados de menor graduación que fueron demasiado lentos en huir de la escena. Al día siguiente, un tribunal improvisado juzgó con alborozo a los infortunados generales Lecomte y ClémentThomas por «crímenes contra el pueblo», los declaró sumariamente culpables y los condenó a ser fusilados. La ejecución fue presenciada por la mayoría de habitantes de Montmartre y de los distritos circundantes de la clase trabajadora, todos lanzando vítores entusiastas. Mientras ocurría esto, los miembros del
gobierno —desmoralizados al ver que ya no tenían suficientes soldados leales para protegerse a sí mismos, y menos aún para mantener a la tambaleante República— decidían de repente no seguir siendo miembros del gobierno, por lo menos en París, y abandonaban precipitadamente todas las oficinas gubernamentales. Adolphe Thiers fue el primero en salir de la ciudad, al galope, en un carruaje escoltado por una tropa de coraceros, y no se detuvo hasta que estuvo a salvo en el cháteau de Versalles, recién evacuado por el alto mando alemán. Siguieron diez días de anarquía, probablemente un período confuso incluso para los residentes del centro urbano y todavía más para la compañía del circo residente en el Bois, porque los periódicos empezaron a ser distribuidos con poca frecuencia y algunos dejaron de serlo y todos sus artículos sobre los acontecimientos eran fragmentarios e incoherentes. También lo eran los rumores y chismes que Domingo conseguía recoger. Sin embargo, el significado general era que los communards se estaban apoderando de la ciudad y, mientras lo hacían, mataban a primera vista o hacían prisioneros a todos los personajes nobles, políticos, militares y burgueses que considerasen enemigos suyos. El motivo de la publicación cada vez más intermitente de los periódicos era que la mayoría de ellos cerraban sus puertas, ya fuera voluntariamente o por exigencia de las turbas, porque no habían apoyado a la causa communarde. Pronto los únicos periódicos que Domingo podía encontrar en los quioscos tenían nombres como Le Journal de la Commune y Le Cri du Peuple y contenían más «Hourra pour nous!» que noticias. La fuente de información más fidedigna del Florilegio era Monsieur Nadar, que visitaba de vez en cuando el recinto del circo. Pero sus comunicados eran en ocasiones de tal naturaleza que sólo los confiaba a Florian y Edge. —Es tal como les dije, mes amis. La chusma confunde la nobleza con la inmoralidad y viceversa, y no anda del todo equivocada. Sin embargo, están empleando medidas brutales para erradicarlas a las dos. ¿Han oído lo que hicieron a la marquise de Persan? —No. —Era una de las damas «del pequeño Eldorado de SaintGermain». Esas mujeres, aunque la mayoría están casadas, han preferido siempre la compañía de su propio sexo. Alors, las turbas sorprendieron a la marquesa dando un imprudente paseo. Antes de encarcelarla con sus otros rehenes de alcurnia, la exhibieron por las calles completamente desnuda y grotescamente mutilada. Le hicieron lo que sus abuelos hicieron a la princesa Fulana de Tal ochenta años atrás, durante el Terror. Al estilo de los pieles rojas coleccionistas de cueros cabelludos, cortaron y arrancaron la, ejem, chevelure pubienne de la marquesa y se la pegaron a la cara como si fuese una perilla.
—Por Dios, no nos cuente nada más —dijo Florian. —Eh bien, lo que aún resulta más repugnante es que la canaille tiene sus propios pervertidos y no sólo los deja tranquilos sino que los eleva a posiciones de responsabilidad. ¿Se ha fijado en la rápida desaparición de los periódicos? Es obra del recién nombrado censeur de la Presse de la Commune y adivinen de quién se trata. Es un antiguo conocido de su compañía, el poeta nauseado Paul Verlaine. Edge repitió, todavía con más énfasis: —Por Dios, no nos cuente nada más. Mientras tanto, los otros miembros de la compañía disfrutaban de su alejamiento de la tormenta y seguían con sus ocupaciones, encantados del tiempo primaveral. Dai Goesle e Ioan Delattre confeccionaron el corsé solicitado por Lunes y lo hicieron con tanto arte que, pese a tener muchas correas para sujetarla a la silla y un tirante rígido para mantenerle recta la espalda, pasaba inadvertido para los espectadores que no eran jinetes profesionales. El tirante de la espalda, por ejemplo, se ocultaba bajo una corta capa que Ioan añadió al disfraz de cordobesa de Lunes. JeanFrancois Pemjean se mordió con ansiedad los nudillos la primera vez que Edge sostuvo a Lunes en la silla de Trueno, pero no por mucho rato, porque ella tardó poco en dominar al caballo. Después admitió que había sentido un momento de vértigo, pero en seguida fue «como Si nunca hubiese dejado de montarlo.» Edge consideraba probable que Trueno también tuviera que adaptarse a la sensación de llevar encima una carga medio inanimada, pero Lunes y el caballo sólo necesitaron ensayar unos días para que Trueno aprendiese a mantenerla en equilibrio sobre la silla y también a ejecutar todos sus pasos lentos y sus cabriolas de alta escuela sólo obedeciendo a órdenes manuales y vocales. — Yo diría que ya estáis los dos listos para actuar cuando reanudemos las funciones —anunció Edge una soleada mañana, levantándola de Trueno y sentándola en la silla de ruedas—. Pero ve tú misma a preguntar al director si está de acuerdo. Edge permaneció cortésmente a cierta distancia mientras sostenían un largo coloquio. Cuando por fin Lunes, sonriente, se alejó empujando la silla, Edge fue al encuentro de Florian, que parecía vacilante y tenía el ceño fruncido. —Espero que le haya dicho que sí. La niña puede no ser nunca una inteligencia preclara, pero ahora parece mucho más despierta que antes. Incluso da la impresión de ser otra persona después del accidente —dijo Edge. —Otra persona, sí —contestó Florian, distraído—. Sin embargo, me preocupa. Maggie dice que es perfectamente capaz de volver al trabajo, pero también barrunta que le sucederá algo malo.
— Bueno, si... ¿qué? ¿Maggie? ¿Maggie Hag? —Dice que ignora por qué lo sabe. Y como es seguro que no tiene la menor noción de política local, me temo que adivina alguna clase de calamidad circense. Dice que sólo siente venir una desgracia. —Supongo que debemos hacerle caso, director —dijo secamente Edge— , ya que se ha tomado la molestia de volver del más allá para avisarlo. — ¿Eh? —dijo Florian, confuso. — Director —contestó Edge, mirándole con preocupación—, Magpie Maggie Hag murió y fue enterrada hace dos años y medio. — ¿Maggie? ¿He dicho Maggie Hag? Vaya, vaya. Je, je, je... —Florian hizo una pausa para concentrarse—. Quería decir Lunes. Lunes Simms. Quería decir que Lunes ha empezado a comportarse como la vieja Mag. A ser como Maggie, ¿sabes? Me refiero a presentir cosas. —¿Ah, sí? — Sí. Claro que, como tú dices, en el aspecto físico parece casi mejorada por el accidente y, como es natural, le he dado permiso para volver a actuar, pero entonces me ha advertido que esté alerta porque se acerca algo malo. Esto me ha hecho temer que el accidente le haya trastocado el cerebro. 0 quizá lo ha dotado de alguna cualidad, una extrasensibilidad, como compensación de su invalidez. Supongo que tendremos que esperar a ver qué pasa. — Sí —asintió Edge, mirándole con atención. —Otra cosa para hacerme sentir que hemos dado la vuelta al círculo — observó Florian con un largo suspiro— y que volvemos a los días de antaño. Que Dios nos ayude, quizá pronto oiré de nuevo a alguien rugir por el viejo Maximus... —Y Florian se alejó, moviendo con desaliento su plateada cabeza. 15 Los desórdenes de la ciudad fueron remitiendo hasta que, el 28 de marzo, la Garde Nationale y otros communards formaron con tranquilidad y en silencio. De hecho, aquel día permanecieron en posición de firmes, en hileras disciplinadas —desde la place du Chátelet hasta la place de l'Hótel de Ville y a lo largo de todos los paseos, calles y avenidas que se encontraban entre ambas plazas—, mientras por doquier tocaban bandas de instrumentos de viento y ondeaban banderas rojas. El pueblo llano de París se sumó al gentío, saliendo muchos de ellos a la calle por primera vez en diez días. El foco de toda aquella atención era un estrado erigido para prolongar el portal del Hótel de Ville. En él, con aspecto tan solemne como sus trajes de estameña negra, estaban alineados los alcaldes de todos los arrondissements de París, que habían sido hasta entonces las únicas autoridades legales que
quedaban en la ciudad. Frente a ellos había otra hilera de hombres, también vestidos de oscuro, exceptuando las bandas rojas en diagonal sobre sus pechos: los dirigentes communards que los alcaldes habían ayudado a elegir para constituir el nuevo gobierno de la ciudad. Uno de ellos, Henri d'Assy, se adelantó un paso para anunciar a la multitud apiñada en la plaza: —Camarades! Citoyens! ¡El Comité Central ha sido disuelto y, alegrémonos, se ha proclamado la Commune! Los camaradas y ciudadanos, la mayoría de los cuales habían vivido últimamente ocultos de los salvajes secuaces de aquellos mismos hombres, aplaudieron y vitorearon con voces ententóreas: «Vive la Commune!» y continuaron expresando a gritos su aprobación a medida que un orador tras otro se adelantaba para pontificar. — iHoy, ciudadanos, el séptimo día del mes Germinal del año setenta y nueve desde la proclamación de la Primera República, hoy París abre el libro de la historia en una página en blanco e inscribe en ella su radiante nombre! — Vive la Commune! —iHemos sufrido durante demasiado tiempo, ciudadanos, bajo las leyes arcaicas del resto de Francia! iA partir de hoy París será una ciudad aparte, liberada de la mezquina intromisión de legisladores rústicos y provincianos! —Vive la Commune! — Incroyable —murmuró Florian, uno de los pocos miembros del circo que habían acudido a curiosear—. Los alemanes de Chelles deben de estar atónitos y muertos de risa ante este espectáculo. Los parisienses aclaman al tercer gobierno que han tenido en menos de ocho meses. —Creo —dijo LeVie— que los parisienses aclamarían a cualquier gobierno que aún no sea objeto de subversión por una parte de ellos mismos. En cuanto cualquier facción empiece a denunciar y socavar a éste, los vítores enmudecerán y comenzará el abucheo general. —Quizá éste no permita el inicio de ningún abucheo —observó Pemjean—. La prensa está reprimida, las escuelas religiosas y militares cerradas, centenares de disidentes han sido arrestados. Nobles, magistrados, generales, clérigos, incluso el arzobispo de París. Y la prisión de Mazas se llama con mucha propiedad la antesala del patíbulo. —Además —añadió Florian, echando una ojeada a un aviso fijado a la pared que tenían a sus espaldas—, veo que quieren revisar todos los pasaportes interiores para verificar su autenticidad. ¡Maldita sea! Los nuevos burócratas harán todo lo posible para encontrar fallos en todos los documentos expedidos por sus antecesores. Mientras los miembros del circo se abrían camino entre la muchedumbre para volver al Bois de Boulogne, vieron camareros de café colocando
mesas en las aceras e incluso a hombres fijando carteles de teatro que anunciaban programas inminentes. —¿Lo veis? —dijo LeVie—. Mientras las masas parisienses puedan sacarse mutuamente el dinero sin impedimentos, o sacárselo a cualquiera, incluso a sus enemigos, no les importa gran cosa quién pueda ocupar el trono o el Hótel de Ville. — Entonces supongo que podríamos adoptar la misma actitud y abrir de nuevo nuestras puertas —dijo Florian—. Pero antes veremos qué puede significar este asunto de los pasaportes interiores. Esperó unos días, hasta que se extinguió en toda la ciudad la mezcla de conmoción, celebración e incertidumbre. Entonces, dejando a todos los artistas dedicados a sus ensayos y prácticas, impacientes por volver al trabajo, Florian se fue en su carruaje a la prefectura central, cargado con el montón de pasaportes de la compañía. Sin embargo, regresó muy pronto, con aire de exasperación. Edge estaba en el furgón rojo, cargando su revólver después de haber hecho prácticas de tiro, cuando Florian entró y se puso a rebuscar en el cofre de la oficina, gruñendo: — Tal como me temía, maldita sea. Hasta ahora sólo hemos tenido que encargarnos del papeleo. Ahora se trata de papeleo rojo. — ¿Han encontrado algún defecto en nuestros documentos? —Zachary, sabes que encontrar defectos es el primer deber de cualquier funcionario público y su principal goce en la vida. Añade a esto la aversión de los franceses por los extranjeros y la desconfianza de los communards en todo el mundo y tendrás la burocracia elevada al cubo. Cuando he entregado nuestros pasaportes, Rigault ha tachado la palabra «Imperio» en todos ellos y garabateado «République» en su lugar... y añadido una «e» a «francais». La típica mezquindad del oficinista, pero pensaba que la cosa se terminaría aquí. Pues no, entonces Rigault se ha quedado los pasaportes y exigido que le lleve también nuestros salvoconductos. ¿Rigault? —Recordarás que cuando las turbas empezaron a saquear la propiedad privada, nos preguntamos por qué la policía no intervenía en absoluto. Pues bien, ahora sé por qué. El tal Raoul Rigault fue nombrado préfet de Police por el gobierno de Trochu, pero en el fondo no dejó de ser un communard. Ahora se autodenomina procureur de la Commune y parece decidido a ser el más quisquilloso de la banda. Es él quien ha ordenado todos esos arrestos políticos, así que haremos bien en desconfiar de él. La mayoría de nosotros somos extranjeros (una es una princesa rusa, otro un barón bávaro), y de nuestros pocos franceses auténticos, uno es judío. —Florian encontró por fin los salvoconductos—. Se los llevaré a Rigault. Deja que los artistas sigan ensayando, coronel Ramrod, y
supervísalo todo por mí, pero no nos arriesgaremos a anunciar nuestra reapertura ni a hacer el menor maldito movimiento sin la aprobación del procureur. Edge enfundó la pistola en su cinturón, salió del furgón después de Florian y se dirigió despacio hacia la carpa, en la que sonaba una música de bombos y platillos. Beck estaba ensayando la Marcha Radetzky, que había elegido para acompañar el duelo a sable de los Jászy y sus adversarios eslovacos. Estos nueve hombres se hallaban también en la pista, a caballo, azotándose mutuamente con los látigos porque tal era el primer ensayo con los uniformes nuevos que Ioan les había confeccionado. Cuando terminaron y Beck despidió a la banda, Edge volvió a salir despacio de la tienda para ver a Lunes, que practicaba con Trueno en el patio posterior. Lunes hizo una seña a Edge para indicarle que ya estaba lista para desmontar, de modo que Edge fue a quitarle las correas y el tirante de la silla y la sentó en la silla de ruedas. Mientras Lunes, con el corsé en la falda, se impelía a sí misma hacia la tienda vestidor, Edge cogió las riendas de Trueno para dárselas a uno de los músicos eslovacos que salía en aquel momento de la carpa, pero se detuvo cuando fue interpelado en francés —«Holá! Garcon!»— por un desconocido que acababa de entrar en el recinto del circo con un nutrido grupo. Edge esperó cortésmente, aunque era obvio que le habían confundido con un mozo de cuadra. Todos los hombres, unos doce, llevaban pistolas enfundadas o rifles de diversas clases y diversos grados de antigüedad colgados del hombro, pero ninguno iba uniformado. El que había gritado habló de nuevo para preguntar dónde se encontraba el dueño del establecimiento. Edge respondió en francés que monsieur Florian había ido a la ciudad por negocios y preguntó si él, que era el director, podía hacer algo por ellos. —Si eres tan amable, citoyen —contestó el portavoz—. Pertenecemos al Comité de Seguridad Pública. Nos han informado de que en tu compañía hay una dama de la nobleza, la comtesse de Lareinty. —Y añadió, con una mirada lasciva, como de hombre a hombre—: También nos han informado de que es una mujer de gran belleza. Une blonde dorée. — Entonces cambió de mirada y dijo con seriedad—: Debe acompañarnos. — ¿Debe, monsieur? — Para interrogarla, citoyen. — ¿Con qué propósito, monsieur? — Dirígete a mí con corrección como citoyen. Y no cuestiones las acciones o los motivos del Comité de Seguridad Pública de la Commune. Haz venir a la condesa y hazlo al instante. El trompeta de la banda circense había cruzado el patio, mirando de hito en hito a los intrusos armados, para coger las riendas de Trueno, pero Edge no las soltó y dijo con frialdad al francés:
— No creo que haya una condesa aquí. Lo que es más, tampoco creo que haya un Comité de Seguridad Pública. Enséñeme alguna clase de comprobante o identificación. — Pignoufl No necesitamos enseñarte nada. iTú sólo has de obedecer! iTráenos a la condesa! A Edge no le importaba realmente que fuese o no un comité auténtico porque recordaba lo que había contado Nadar sobre el espantoso tratamiento recibido por otra mujer de la nobleza a manos de los communards, y aquéllos habían sido communards auténticos, así que sólo quería ganar tiempo mientras consideraba, nervioso, las posibilidades: doce hombres bien armados contra él, su revólver y el eslovaco, cuya única arma era la trompeta. Todos los demás miembros de la compañía parecían haber elegido aquel momento para ausentarse o estar ocupados en alguna parte, o tal vez habían visto un coloquio al parecer amistoso y se había ido cada uno por su lado. — iTrae a la condesa! —ordenó de nuevo el hombre—. 0 te arrestaremos a ti. — Que me cuelguen si me dejo —replicó Edge y, sin desviar la vista del grupo, dijo en inglés al eslovaco—: Toca «a caballo». El trompeta obedeció y los intrusos se sobresaltaron y clavaron la vista en él. Sin embargo, el ruido fue breve y no produjo otro efecto discernible que el de atraer a las puertas de remolques y carromatos a algunos miembros de la compañía, que en seguida volvieron a desaparecer. Edge deseó con todas sus fuerzas que Clover Lee de Lareinty —y todas las «mujeres de gran belleza»— permanecieran ocultas. El portavoz del comité volvió la cabeza hacia el trompeta y dijo a Edge en tono amenazador: — Tu fais péterade, citoyen? ¿Intentas ridiculizarnos soplando pedos? ¿Y te atreves a poner trabas en el cumplimiento de su deber a un funcionario de la Commune? Muy bien, tú también vendrás con nosotros. Pero antes, ve a buscar a la condesa. — No iré ni vendré hasta que me enseñe alguna prueba de quién diablos son ustedes. — Entonces, estás arrestado. La encontraré yo mismo. El hombre hizo una seña y todos sus secuaces desenfundaron las pistolas o descolgaron los rifles para apuntarlos y el eslovaco se colocó detrás de Edge. Ahora, sin embargo, el portavoz titubeó y miró, vacilante, a su alrededor. Había visto a algún miembro de la compañía circense, pero no podía saber cuántos eran en total ni si estaban armados y preparados para ahuyentar a los intrusos. Pero no titubeó mucho rato, porque entonces apareció en una esquina de la carpa una de las mujeres de gran belleza del circo. Era Domingo, que volvía al recinto después de comprar los periódicos de la tarde, y su aspecto era
el de una gran dama, ataviada con un bonito traje de calle y un sombrero. Antes de que Edge pudiera avisarla, el jefe del comité profirió un grito y cuatro o cinco de sus hombres se abalanzaron sobre la muchacha para agarrarla. El jefe, apuntando ahora a Edge con la pistola, se apartó un poco de él, sonriendo ferozmente: —Hemos venido en busca de una mujer noble. Voilá, ya la tenemos. Todo cuanto pueda ocurrirle ahora, sea quien sea, será culpa tuya... y, de la comtesse de Lareinty, que se esconde con tanta cobardía. Esta la reemplazará, así que no necesitamos arrestarte, citoyen. Sólo quédate donde estás y no te muevas hasta que nos hayamos ido. Al ser asida, Domingo había dejado caer los periódicos, que se dispersaron con rapidez por el patio. Pero no había gritado ni luchaba ahora contra sus atacantes; se limitó a mirar a Edge, como a la espera de instrucciones. Todo el resto del comité —excepto el jefe, que aún sonreía, manteniendo a raya a Edge— retrocedió cautelosamente para apiñarse en torno a la muchacha y formar un cordón de armas cuyos cañones sobresalían del grupo. Edge permaneció inmóvil un momento, sopesando las alternativas, y al final se encogió de hombros y dijo al eslovaco: —Toca «al ataque». Por lo visto el comité había decidido que el eslovaco era un payaso inofensivo, así que nadie le disparó cuando sonó el toque de corneta. Y aún no se había terminado cuando estalló un ruido todavía mayor — gritos de hombres y fragor de herraduras— y nueve caballos y jinetes irrumpieron en el patio desde la puerta trasera de la carpa. Formaban un racimo tan compacto que hicieron ondear parte de las paredes de lona a ambos lados de la puerta y oscilar los postes, cables y estacas. En el mismo instante, Edge saltó a la silla de Trueno con el revólver en la mano. Todos los hombres del comité dieron media vuelta para mirar hacia la carpa y se inmovilizaron unos momentos, quizá no tan estupefactos por el súbito ataque como por la impresión que daba de estar compuesto de soldados de caballería franceses y alemanes. Entonces los hombres salieron corriendo cada uno por su lado y Domingo se echó al suelo porque sabía lo que ignoraban sus raptores: que un caballo al galope, incluso un caballo desbocado, procura no pisar a un ser humano tendido y al parecer indefenso que se encuentre en su camino. En cambio, los hombres en movimiento eran caza no vedada y los Jászi podrían haberse limitado a perseguirlos, derribarlos y pisotearlos. Sin embargo, el jefe se volvió hacia Edge y, antes de que pudiera apuntarle con su pistola, Edge le disparó al pecho. Al ver esto, los hermanos Jászi ya no se contuvieron y sus compañeros eslovacos siguieron su ejemplo, levantando los sables mientras cargaban contra los hombres. Las puntas
de los sables eran romas, pero el ímpetu de la carga hizo que incluso aquellas puntas obtusas atravesaran los cuerpos de cinco o seis de los hombres, esparciendo sangre y coágulos ensangrentados. El ruido era considerable: los Jászi proferían salvajes gritos de guerra húngaros; los franceses que habían resultado heridos, aunque no mortalmente, chillaban o gemían de dolor; los franceses todavía indemnes, llenos de pánico y olvidando que aún iban armados, gimoteaban mientras intentaban huir. Y más hombres del circo se sumaban a la refriega, gritando: «iEh, patán!» Por encima de todo esto, Edge consiguió vociferar: — iNo dejéis que se escape ninguno! Así, los jinetes del circo que aún empuñaban sables, los usaron, y los que iban a pie se sirvieron de estacas o porras. Entretanto Edge dirigió a Trueno hacia donde yacía Domingo boca abajo, en medio del tumulto. Se inclinó desde la silla, ella alargó la mano y él la sentó detrás. Cuando hubieron recorrido la corta distancia hasta la carpa, la batalla había terminado y la docena de intrusos yacían quietos o retorciéndose de dolor en el suelo. Mientras Domingo se deslizaba del caballo, Edge le dijo: — Entra y no te asomes a mirar. —Sin esperar a ver si obedecía, volvió con Trueno a la escena de la lucha. Obie Yount, con una estaca en la mano, se encontraba junto a un hombre caído. Edge dijo—: Sargento, tú y yo acabaremos el trabajo. El resto de vosotros... dispersaos. No habéis luchado contra nadie. No habéis visto nada. No sabéis nada de lo ocurrido aquí. Aseguraos de que todas las mujeres estén bajo techo y de que no se muevan hasta nuevo aviso. El trompeta eslovaco, que aún estaba en el campo, acabó concienzudamente su trabajo tocando a retreta antes de desaparecer con los demás. Yount, el único que quedaba, sin hacer caso de los quejidos lastimeros de los franceses todavía conscientes, saludó con la estaca como si fuera un rifle y preguntó: — ¿Alguna orden, señor? Edge desmontó con un suspiro hondo y asintió. — El coup de gráce, sargento. Detesto hacerlo, pero no podemos dejarlos vivos para que hablen. Si quieres excusarte, dilo. —Oh, diablos, Zack —contestó Yount—, piensa que son indios. —Y desnucó limpiamente con la estaca al hombre que tenía a sus pies. Cuando ambos hubieron terminado su macabra tarea, Yount se ofreció voluntario para reunir a los veteranos de más confianza de la compañía y enterrar a los muertos entre los arbustos de una zona muy lejana del Bois. Edge fue a su remolque a lavar las manchas de sangre y pólvora de sus manos y camisa. Mientras lo hacía, llamaron a la puerta. Abrió y
Domingo entró en el remolque; también ella tenía manchas de sangre, barro y hierba en el vestido. —He venido a darte las gracias. Todavía ignoro qué ha ocurrido, pero sé que me has salvado la vida. 0 de lo que las novelas llaman un destino peor que la muerte. —No, de ser confundida con una noble por los communards. Ella consideró la respuesta y se estremeció ligeramente. —Es probable que fuera peor que la muerte, ¿verdad? Bueno...estoy segura de que en este caso habrías salvado a cualquiera, pero gracias de todos modos. —Sólo desearía no haber tenido que hacerlo. Esos hombres podían merecer la muerte, pero no me ha procurado ningún placer. Y Dios sabe qué repercusiones tendrá. —Ha sido culpa mía por aparecer ante ellos. Si no hubiese vuelto del... —No, no. Buscaban pelea y, de un modo u otro, la han encontrado. No ha sido culpa tuya, Domingo. No te atormentes por ello. —En realidad no se trata de esto: sólo pensaba en lo mal que debes de sentirte. No querías mandar ninguna otra carga de caballería porque temías... porque pensabas que podía acabar mal. Y esto es lo que has hecho ahora: mandar una carga de caballería. —Yo... pues sí, creo que era por algo parecido... —murmuró Edge, un poco sorprendido y aturdido por la idea—. Ni siquiera he dudado, y me extraña. —Miró larga y pensativamente a Domingo—. Quizá... quizá porque estabas en peligro. —Y su rostro se arrugó en una sonrisa que hacía dar un respingo o retroceder a todo el mundo... menos a Domingo, que ahora también le sonrió—. Tú no puedes saberlo, pero hace mucho tiempo que Autumn me dejó una carta. En ella decía que si alguna vez me unía a alguien de esta compañía... —Lo sé. Mi hermana me enseñó la carta. —¿La leíste? ¿Y nunca me lo has mencionado? —Vamos, Zachary. ¿Qué podría haberte dicho? ¿Qué podía decir que no hubiera dicho ya en el puente de los Besos en San Petersburgo? Hubo un largo silencio. Fue Edge quien lo interrumpió: —Ojalá hubiese aquí un puente como aquél. Domingo respondió con voz suave: —Siempre lo ha habido. En todas partes. No tienes que verlo, sólo cruzarlo. Edge reflexionó y al final dijo: —Sí. Ya es hora. Si por fin he cruzado el Tom's Brook, también puedo hacer esto. ¿Podrías, Domingo? Quiero decir... no ahora, que los dos estamos manchados de sangre, pero en otro momento... ¿podríamos cruzar ese puente juntos? Ella sonrió otra vez, una sonrisa radiante, y se puso de puntillas para besarle.
—Como tú mismo has dicho, querido y viejo tardón, ya empieza a ser hora. Fueron interrumpidos por otra llamada a la puerta del remolque. Era Gusztáv, que dijo en su rudimentario inglés: —Edge úr, Florian úr venir. Preguntar dónde coño estar todo el mundo. Nosotros no decir. Mejor decir usted. — Sí —respondió Edge, nervioso—. Gracias por no darle en seguida la mala noticia. —Se volvió hacia Domingo—. Mientras hablo con él, deshazte de este vestido. Quémalo. Ya te compraré otro. —Le dio un fuerte abrazo y salió con Gusztáv. Pero no se le ocurrió ningún modo mejor de dar la noticia a Florian que sugiriéndole: —Quizá ha llegado el momento de largarnos de París, director. Me temo que he puesto fin a su bienvenida. —Y relató los sucesos de la tarde, concluyendo—: Si Lunes Simms se está convirtiendo en una gitana como Maggie Hag, quizá sea ésta la desgracia que ha pronosticado. —Oh, Dios mío —murmuró Florian. —Aún no sé si eran realmente cabecillas communards o sólo un puñado de rufianes. No había insignias ni documentos de aspecto oficial en ninguno de los cuerpos. Me inclino por la teoría de que eran delincuentes comunes. Si venían a capturar, matar o mutilar a alguien de la nobleza, podían haber reclamado a la princesa Olga o a Willi von Wittelsbach, pero no querían una mujer grande como una montaña o un hombre gordo y afeminado, sino una muchacha bonita con quien jugar y esto no me parece un auténtico asunto de gobierno. — Auténtico o falso, da lo mismo —respondió Florian—. Cuando el gobierno entero se compone de la hez de la sociedad encaramada a la cumbre, no hay mucho que escoger entre los legisladores y los que están fuera de la ley. — Lo que me extraña es que supieran que Clover Lee es la comtesse de Lareinty. Nunca ha alardeado de este hecho. — Oh, no es imposible que Nadar se fuera de la lengua en los círculos menos apropiados. 0 cualquier miembro de nuestra compañía puede haberse jactado de ello en una tabernucha. 0 el odioso de Verlaine pudo enterarse mientras acechaba a la pequeña Sava. Ahora ocupa un alto cargo en los consejos de los communards. Y, por supuesto, Gaspard de Lareinty participaba en los consejos del emperador, así que cualquier miembro de su familia puede ser objeto de la venganza communarde. Si es que esos hombres actuaban oficialmente. En caso contrario, bueno, como tú has sospechado, era una excusa plausible para raptar a una muchacha hermosa por razones aún más nefandas. —Fueran quienes fuesen, eran doce hombres y quizá ahora mismo los están enterrando. Lo lamento, director. Tal vez, si usted hubiera estado
aquí los habría sabido ahuyentar con su jerga masónica o algo parecido. Pero yo he tenido que decidirlo solo y con prisas. —Has hecho muy bien, muchacho. Muy bien. Y espero que siempre decidas lo mejor... cuando yo no esté. —No hable de este modo. Ya tengo bastantes preocupaciones, gracias. —Vamos, vamos, Zachary. ¿No sientes respeto por la historia y la tradición del circo? —Pues... claro. ¿Pero qué tiene esto que ver con...? —¿Es que no recuerdas la primera vez que nos vimos en el cauce de aquel arroyo de Virginia? Ahora parece muy lejano, pero sin duda lo recuerdas. —Florian sonrió y añadió con cierta tristeza—: Fue también la primera vez que viste al elefante Brutus, que te saludó con la trompa en alto y yo te conté el significado. Edge pensó en ello y contestó al fin: —Sí, lo recuerdo. Es cierto que se antoja muy remoto, ¿verdad? Me dijo que significaba que algún día... —Se interrumpió, meneó la cabeza y añadió, casi enfadado—: Maldita sea, director, si quiere ser morboso, ¿qué le parece esto? La docena de intrusos muertos... Alguien los encontrará a faltar. Sus compinches, cuando no el Comité de Seguridad Pública. Y ese alguien sabrá adónde fueron antes de desaparecer, porque no vinieron aquí por un impulso momentáneo, y es probable que venga a preguntarnos qué ha sido de ellos. — Quizá no inmediatamente. —Florian exhaló un profundo suspiro— Esperémoslo, porque no podemos desenterrar las estacas y marcharnos, como tú recomiendas. El procureur Rigault tiene nuestros pasaportes y nuestros salvaconductos. Nadie está autorizado a abandonar París. Por lo visto París está otra vez en guerra. —¿Otra vez? Querrá decir todavía. ¿Acaso los alemanes han vuelto a sitiarnos? —No, no. La guerra con los alemanes ha concluido. ¿No has visto los periódicos de la tarde? —Se han perdido durante la refriega. — La noticia acaba de llegar. 0 Verlaine acaba de autorizar su publicación. La última fortaleza francesa cayó hace dos o tres semanas (Bitche, en Lorena) y Francia está indiscutiblemente vencida. Los detalles de la rendición formal y definitiva se están redactando en estos momentos. —¿El poderoso Reich alemán en tratos con esta minúscula y advenediza Commune? —preguntó Edge incrédulo. —Claro que no. Con el gobierno republicano, del que Adolphe Thiers es ahora presidente. —¿Qué gobierno republicano? Fue expulsado de aquí. — Pero no de Francia. Se ha instalado en Burdeos y Thiers se comunica con los alemanes por mensajero y por telégrafo.
Con voz muy suave, como si hablara con un niño, Edge preguntó: — ¿Y ahora París está otra vez en guerra? ¿Con quién, director? —Con Francia, maldita sea —replicó Florian, no sin cierta irritación—. Y no me mires así. Es verdad. Antes de que se desbandaran las tropas francesas del frente, Thiers ordenó a gran parte de ellas que fueran a Versalles para preparar la reconquista de París. Ahora deben de estar ya en posición y listas para atacar la ciudad. — Por todos los cielos. Francia contra sí misma. — Hasta ahora, Verlaine ha obligado a su mansa prensa a ocultar la noticia, pero yo acabo de conocerla por el propio Rigault, porque tal es la razón de que prohiban viajar. De todos modos, será del dominio público en cuanto comience el tiroteo, que puede ser de un momento a otro. La Commune está cerrando frenéticamente todas las puertas de París mientras intenta organizar una resistencia con idéntico frenesí. De ahí que estemos encerrados aquí, junto con todos los demás infortunados citoyens. —Creo que no quiero oír más la palabra citoyen. —Bueno, personas, entonces. Y esperemos que todas estas personas estarán lo bastante preocupadas por el nuevo giro de los acontecimientos para no fijarse en la misteriosa desaparición de doce hombres. iAh! La bandera está izada. Las damas tienen lista la comida. Vamos, coronel Ramrod, actuemos como si no hubiese ocurrido nada desagradable. Mientras la compañía cenaba aquella noche en la cocina —el 2 de abril, sólo cinco días después de la proclamación de la Commune—, oyeron de nuevo el estruendo de los cañones, y no muy lejano. Los fuertes de Vanves, Mont Valérien e Issy, al oeste y sudoeste de la ciudad, estaban siendo bombardeados, y esa vez por artillería francesa. Los alemanes, todavía concentrados al otro lado de París, debieron de divertirse al ver su propio asedio sustituido por el de un hermano contra otro, pero los propios parisienses no tardaron en comprobar la ausencia de toda relación fraternal. Adolphe Thiers, furioso por haber sido obligado a huir, ardía en deseos de venganza, y no sólo contra los communards que le habían suplantado, sino contra toda la ciudad. Así, sus fuerzas «versallesas» se componían íntegramente de franceses de las provincias, que nunca habían sentido cariño por París y no vacilarían en conquistarlo. No se contentaron con bloquear la ciudad y esperar que se rindiera, como habían hecho los alemanes, ni limitaron cortésmente sus bombardeos a las horas nocturnas. Día y noche, mientras su artillería pesada mantenía a los fuertes acosados e inquietos, las fuerzas republicanas realizaron continuos ataques de caballería, infantería y artillería ligera hasta los mismos límites de la ciudad, desde Gentilly a SaintCloud. Casi todos los días caían granadas en el Bois de Boulogne,
convirtiendo en astillas arbustos y árboles jóvenes, o provocando surtidores de agua en los estanques, o estallando en un bonito ramillete de pétalos de flores. Ninguna de las granadas cayó tan al este del Bois como para afectar al recinto del Florilegio, y ningún miembro de la compañía se quejó de que los cañonazos impedían la reapertura del espectáculo... porque también evitaban la presencia de otras personas en el Bois, incluyendo a alguien que pudiera sentir curiosidad sobre el paradero de aquel «comité» perdido. Sin embargo, otros comités prosiguieron su trabajo a pesar de la guerra. Algunos reanudaron el pillaje de casas anteriormente ocupadas por la nobleza, los ricos y los «opresores del pueblo»... y empezaron por la ex residencia de Adolphe Thiers en la rue de SaintGeorge. Otros arrestaron a más personas para «interrogarlas», lo cual significaba la cárcel o algo peor. Algunos eran detenidos por lo que llamaban traición, como en el caso del general Bergeret, porque había fracasado en el último intento desesperado de romper el asedio alemán de París en Buzenval, aunque ello hubiese ocurrido durante una guerra que ya había terminado. Otros, como el magistrado Bonjean, fueron encarcelados sólo porque habían ejercido bajo el régimen imperial o el republicano o ambos. Y otros —casi todos los clérigos de la ciudad— fueron arrestados porque la Iglesia era una abominación para la Commune. El anciano curé de la Madeleine fue recluido en la prisión Mazas, donde ya languidecía el arzobispo Darboy; los sacerdotes menores sólo eran puestos bajo arresto domiciliario. A las monjas enfermeras de la ciudad se les permitió seguir trabajando —los hospitales no habrían podido funcionar sin ellas—, pero tenían que llevar bandas rojas sobre sus hábitos. Un comité de la Commune inició la tarea de demoler lo que consideraba el símbolo más egregio del gobierno tiránico: la alta columna de la place Vendóme, en la que estaban representadas las conquistas de Napoleón el Grande y que remataba una estatua suya. Aquellos communards debieron de ser los más trabajadores de todos, porque habían emprendido el laborioso trabajo de aserrar una columna de granito placado de bronce que tenía cuatro metros de grosor. La mayoría de tiendas, comerciantes y vendedores de París habían tenido oportunidad de proveerse ampliamente de mercancías entre el desbloqueo de los caminos por parte del enemigo alemán y su bloqueo subsiguiente por parte de sus compatriotas franceses. No hubo, por lo tanto, una carestía inmediata entre el pueblo —salvo, como siempre, entre los más pobres— y el tiempo continuó siendo de una clemencia extraordinaria. Algunas instituciones burguesas de la ciudad intentaron dar una impresión de normalidad e incluso de la tradicional gaité parisienne; de hecho, el Gaité Théátre abrió con un vodevil, pero pronto volvió a cerrar sus puertas cuando resultó que todos sus espectadores eran communards convencidos de que la égalité y fraternité les concedía
la liberté de no pagar la entrada. Otros miembros de la burguesía se cansaron sencillamente y abandonaron la ciudad por la puerta de SaintDenis, donde no atacaban tropas versallesas ni acampaban tropas alemanas. Pese a la prohibición de viajar, podía hacerse deslizando cinco francos en la mano de cualquier centinela de la Garde Nationale que interceptara el paso... siempre que el prófugo viajase a pie y no tuviera caballo, vehículo, equipaje u otra cosa que los guardias pudieran confiscar. Por baja que fuese la opinión de Florian, Edge y otros sobre los communards, nadie podía negar el fervor con que luchaban por su causa. No sólo su Garde Nationale y sus reclutas de las filas del ejército regular, sino también civiles de todas las edades corrieron a la defensa de París. Algunas de sus tácticas podían parecer innecesarias, como el levantamiento de barricadas en casi cada calle, sólo porque sus antepasados lo habían hecho —y otras eran de una estupidez manifiesta, como cavar zanjas en la avenue de l'Impératrice con la esperanza de que la caballería enemiga cayera en ellas si se le ocurría invadir la ciudad—, pero no cabía duda sobre la sincera determinación de los defensores. Las barricadas interiores eran vigiladas por ancianos, adolescentes y mujeres, y muchas de éstas, emulando a la Mademoiselle Liberté de la reverenciada pintura de Delacroix, llevaban gorros frigios y se rompían los corpiños para dejar un pecho al descubierto. Como casi todas las mujeres eran hembras vulgares y robustas, sus ubres colgantes y correosas servían para animar, no para excitar a sus compañeros de armas. Las tropas uniformadas de los bastiones exteriores de París lograron repeler todas las primeras salidas de los versalleses de Thiers y, cuando éstos retrocedían, los perseguían incluso más allá de los límites urbanos. Esto era valiente pero temerario, porque en cada una de estas ocasiones algunos communards se aveturaban demasiado lejos y eran rodeados y capturados. Y sus capturadores, en vez de internarlos en Versalles como prisioneros de guerra, solían entregarlos con indiferencia a los ciudadanos de Versalles, y como aquellas gentes habían estado tachando a los parisienses de «stupides» y «obstinés» desde el período del asedio alemán, ahora se cebaban en todos los prisioneros que caían en sus manos, partiéndoles el cráneo, arrancándoles las orejas, linchándolos a puntapiés y demostrando de cualquier otro modo su desprecio. Cuando estas atrocidades se conocieron en París, el procureur Rigault anunció que por cada communard muerto en Versalles ejecutaría a tres rehenes de la prisión Mazas. —Juro —dijo Yount cuando Domingo leyó la noticia en Le Cri du Peuple— que jamás he visto ningún tumulto (en México, en tierra yanqui, incluso
en los territorios indios) cuyos participantes fueran todos tan bastardos y crueles. —Oh, no todos son crueles, Obie —contestó ella con ironía—. Aquí hay un reportaje sobre una tal mademoiselle Papevoine, que ha sido declarada heroína de la Commune porque en la misma barricada donde presta servicio ha socorrido a los intrépidos defensores de París satisfaciendo sexualmente nada menos que a dieciocho de ellos en el transcurso de una guardia. —iSeñorita Domingo! —exclamó Yount, escandalizado—. iNo debería leer esos periodicuchos! No obstante, según Monsieur Nadar, el único ciudadano que visitaba el Bois en aquellos días, había por lo menos un héroe auténtico en las capas superiores de la Commune. Una noche de mayo, él, Florian, Edge y Fitzfarris jugaban al piquet en la cocina, a la luz de la lámpara, escuchando el retumbar cada vez más cercano de los cañones del oeste, cundo Nadar dijo: —Es de esperar que los communards del gobierno se aprovechen de su condición de parvenus para ajustar viejas cuentas, o saciar sus instintos sanguinarios, o llenarse los bolsillos. Sin embargo, el único hombre que podría saquear todos los bancos y cajas fuertes de París, el ministro de Finanzas Tourde, permanece fiel a los preceptos de un comunismo ideal. Sigue viviendo en su piso alquilado de un mísero pasaje y su mujer continúa lavando la ropa como ha hecho durante toda su vida. — Menudo idiota —observó Fitzfarris, que repartía las cartas y hacía trampas a mansalva—. Cuando hay ciruelas en el árbol, yo digo: hay que cogerlas! Me estoy atrofiando por falta de oportunidades, maldita sea. — Sí, carpe diem y caveat emptor —dijo Florian, con una carcajada— . ¿Te acuerdas, sir John? Aquella vez que fingimos ser médicos en busca de especímenes de estudio y conseguimos aquel monstruo del manicomio. —No —contestó Fitz. —¿No? ¿No lo recuerdas? — No, no lo hicimos. Recuerdo que en una ocasión habló de algo parecido. —¿De verdad? Podría haber jurado... —Florian barajó sus cartas, distraído—. Bueno, debió de ser en otro tiempo, con otro estafador... — Eh bien —dijo Nadar—. Si el ministro Tourde piensa meter la mano en la hucha, más vale que se dé prisa. Carpe diem, como usted dice, mon vieux. No quedan muchos días. Los communards están haciendo gala de un valor y una determinación fanáticos, pero lo único que la ciudad no acaparó durante el interregno fueron las municiones. Se están acabando muy de prisa. La Commune caerá dentro de poco.
— No será demasiado pronto para mí —murmuró Edge, pero no se extendió más porque no habían dicho nada a Nadar sobre la refriega con el supuesto Comité de Seguridad Pública. Al día siguiente, cuando Domingo llevó los periódicos al recinto del circo, fue al encuentro de Florian antes de leerlos a cualquier grupo interesado y anunció solemnemente: — Quería darle el pésame, señor Florian. La gran noticia de hoy es la rendición de Francia a los alemanes. Todo está acordado y Jules Favre ha ido a Frankfurt para firmar el tratado con el canciller Bismarck. — ¿Y por qué darme el pésame especialmente a mí, Miss Butterfly? — Francia pagará a Alemania una indemnización increíble, pero lo peor es que le hace entrega de su Alsacia. Y de un pedazo de Lorena, además. Lo siento mucho, señor. — Bueno... gracias por decirlo, querida, pero tal vez a Alsacia no le importará tanto. No supone mucho honor, hoy en día, poseer la nacionalidad francesa. Sin duda la prensa communard debe de hacer mucho ruido sobre esta concesión a fin de azuzar una vez más el sentimiento público contra el gobierno republicano. Sin embargo, no es una sorpresa para mí. —Se atusó lentamente la perilla y añadió, dirigiéndose más a sí mismo que a ella—: Lo que sí me sorprende es haber llegado a una edad en que tan pocas cosas puedan sorprenderme. Y en realidad, cuando Domingo le dejó, Florian parecía muy viejo y encorvado. Por primera vez desde que le conocía, aparentaba todos sus años. 16 Cuando la Garde Nationale, falta de municiones, empezó a replegarse de sus fuertes y líneas exteriores y los versalleses se acercaron aún más, los dirigentes de la Commune parecieron decidir que no dejarían caer a la ciudad, sino que la demolerían ellos mismos rencorosamente. Una gran multitud se congregó en la place Vendóme el 16 de mayo para mofarse de Napoleón al ver caer su cabeza coronada de laurel junto con la columna aserrada que volcó y rodó al fin por el arroyo. Dos días después, los communards malgastaron parte de sus mermadas provisiones de pólvora y dinamita para volar la antes imperial Ecole Militaire del Champ de Mars. No obstante, sólo tuvieron los explosivos suficientes para estropear el interior; la fachada clásica y las paredes permanecieron en pie. A partir de entonces los communards recurrieron a los incendios; reclutaron a civiles por dos francos diarios para que, convertidos en pétroleurs y pétroleuses, rociaran de petróleo los edificios públicos menores y les prendieran fuego.
El 21 de mayo las unidades de vanguardia de los versalleses avanzaron hacia París desde el oeste y entraron por el Point du Jour, al sur del Bois de Boulogne. La compañía del Florilegio vio desde el recinto del circo precipitarse hacia aquel frente a una muchedumbre de defensores communards —una mezcla de Garde Nationale, soldados regulares y civiles, empuñando toda clase de armas, desde rifles modernos a antiguos mosquetes, guadañas y palos— por el boulevard Suchet, en el lado este del parque. Lo más conspicuo de aquella multitud apresurada era que la dirigían varias docenas de viejas y harapientas comadres. Estas mujeres no iban voluntariamente al combate; eran mendigas e indigentes que habían sido recogidas de su míseros pasajes y ahora las usaban como un escudo para los communards armados, con la esperanza de que los versalleses fueran más elegantes que ellos mismos y no disparasen contra mujeres ancianas. Esta esperanza resultó vana, como comprobaron los miembros del circo cuando oyeron empezar el tiroteo en el extremo sur del Bois. —Dios mío —gruñó Yount—. Como ya he dicho, en esta guerra todos son bastardos. Al caer la noche los versalleses habían llegado a los elegantes distritos residenciales de Auteuil y Passy y al puente de Jena, a dos kilómetros al este del recinto del Florilegio. Pero no podía decirse con verdad que había caído la noche. Por orden del procureur Rigault, los pétroleurs habían prendido fuego a los dos grandes palacios, las Tullerías y el Palais Royal, y todo París estaba bañado en el pálido resplandor de los incendios. Aquella noche de luz antinatural cedió el paso a un amanecer ominosamente oscuro, con el sol y el cielo cubiertos por una mortaja de humo. El día se oscureció aún más cuando Rigault ordenó el incendio de otros edificios característicos: el Hótel de Ville, el Quai d'Orsay, el palacio de Justicia, la biblioteca del Louvre. Lo que había sido el corazón de la ciudad no era más que una vasta pira, y las columnas de humo se convirtieron en un faro para las tropas versallesas en su avance por las orillas del Sena, llegando aquel día hasta el Arc de Triumphe en la orilla derecha y los Invalides en la izquierda. La lucha pasó de largo al Bois con tanta rapidez que el Florilegio no tardó en estar a salvo detrás de las líneas y la compañía permaneció contenta en su recinto, aislada y sin peligro, mientras esperaba el resultado de todo ello. Durante varios días oyeron los sonidos de la batalla alejarse gradualmente hacia el centro de la ciudad, desde donde se elevaban nuevas columnas de humo y llamas de más edificios incendiados por los «defensores». Mientras las fuerzas communardes eran empujadas inexorablemente cada vez más atrás —a lo largo del elegante faubourg SaintHonoré a un lado del río y por los populosos barrios de Montparnasse en el otro—, por fin hicieron uso de su plétora
de barricadas. Luchaban desde detrás de cada una hasta que eran arrolladas y entonces se retiraban a la siguiente, mientras sus mujeres erigían a sus espaldas más barricadas con adoquines y muebles lanzados desde los edificios. El propio presidente Thiers se acercó hasta el fuerte capturado de Mont Valérien, al oeste del Bois. Cuando miró hacia el centro de París —que estaba siendo destruido para impedir que lo tomara—, hizo correr la voz entre sus generales: <Je serai sans pifié», y en consecuencia sus versalleses fueron despiadados. Del mismo modo que no habían vacilado en disparar contra las ancianas que encabezaban la multitud en el Point du Jour, tampoco dudaron entonces en matar a heridos y adversarios desarmados, adversarios que intentaban rendirse. Mesdemoiselles Liberté con el pecho descubierto y cualquiera que tuviese siquiera el aspecto de ser un adversario. Como venganza, el airado procureur Rigault ordenó la ejecución de los rehenes más ilustres: el arzobispo Darboy, el curé Duguerry, el magistrado Bonjean, el general Bergeret y cuarenta y tres personas más. Entonces, llevando el uniforme de comandante de la Garde Nationale, Rigault dejó la Préfecture Centrale, ordenó quemarla, así como el Arsenal contiguo, y se fue a dirigir la defensa de su propio distrito natal. Por breve que fuera la defensa que organizó, figuró entre las últimas dirigidas por la Commune, porque toda la orilla izquierda estaba en manos de los versalleses a la mañana siguiente. Los únicos combates que aún se libraban tenían lugar en el remoto distrito de la clase trabajadora de Belleville, al este de la ciudad. Cuando había una pausa en el tiroteo, los combatientes podían oír a un regimiento bávaro acampado justo fuera de los límites de la ciudad, que pasaba el tiempo tocando un concierto de banda. Aquel mismo día los miembros del Florilegio vieron pasar por el Bois al grueso de las fuerzas republicanas que iban a ocupar París. Las mandaba un oficial montado de rostro severo y cuerpo erguido que, según dijo Yount, «parecía tan marcial como el general Lee» y a quien LeVie identificó como el maréchal MacMahon. El sábado, 27 de mayo, los versalleses arrollaron la última barricada communarde de París —en la rue Ramponeau, entre la altura de Chaumont y el cementerio de Pére Lachaise— y vieron que era defendida por un solo hombre. Sin embargo, la compañía del Florilegio aún podía oír fuego de armas pequeñas, ráfagas esporádicas y disparos aislados desde todas las partes de la ciudad, y desde la parte este, descargas regulares de fusil a intervalos fijos de unos cinco minutos. — ¿Qué puede ser eso? —preguntó alguien.
— Yo diría que piquetes de ejecución —contestó Edge—. Los otros disparos deben de ser brigadas que persiguen a los últimos combatientes, aunque no puedo creer que haya tantos communards escondidos y resistiendo. Esto lo explicó Monsieur Nadar cuatro días después, cuando hizo la primera excursión al recinto circense desde el comienzo de la invasión. Iba otra vez vestido con elegancia, desde el sombrero de seda a polainas de gamuza, y volvía a llevar el monóculo y un bastón que hacía girar garbosamente. Y, como de costumbre, pudo ofrecer una versión chismosa y burlona de lo que había ocurrido más allá del Bois. — En efecto, eran piquetes de ejecución, como usted supuso, coronel Edge. En el Pére Lachaise hay un muro admirablemente adecuado para este fin. Y los otros disparos frecuentes que todavía oyen son, como también ha supuesto, los de soldados provincianos vengativos que quieren apagar la última chispa de la Commune... y, hélás, muchas otras chispas. Han ordenado a casi todos los habitantes de la ciudad que se presenten para el interrogatorio y la inspección (incluyendo a mi augusta persona y a la formidable Madame Nadar, ¿puede usted imaginarlo?) y han fusilado a todos los hombres que llevasen cualquier fragmento de un uniforme de la Garde Nationale, incluso botas militares que podían haber sido inocentemente requisadas, y a todas las mujeres sorprendidas con una cerilla o una caja de allumettes, porque podían haber sido pétroleuses. Ahora los versalleses recorren los hospitales militares, empezando por un extremo de cada sala y cruzándola mientras dan el coup de gráce a todos los pacientes de los lechos, heridos communards y alemanes por igual. Zut alors, hay que ver cómo gozan los rústicos de su visita a la metrópoli. —Lo dicho, todos son unos bastardos crueles —volvió a gruñir Yount. —Ah, bueno, son los gajes de la guerra —suspiró Florian. —Mais non, ami —dijo Nadar—, monsieur Terremoto tiene razón. Estoy avergonzado de mis compatriotas. Se lo explicaré. Cuando el procureur Rigault fue a las barricadas, fue capturado por una patrulla de versalleses. Como oficial, y además anónimo, podrían haberle hecho sólo prisionero de guerra. Sin embargo, declaró con desafio su identidad y le dispararon instantáneamente a la cabeza, dejando luego su cuerpo tirado en la calle. El monstruo lo tenía bien merecido, Dios lo sabe, pero al menos demostró valor y decisión. Cuando la patrulla siguió su camino, los habitantes del barrio salieron de sus escondites para patear y escupir al cadáver. Y se trataba de los propios vecinos de Rigault, de su misma clase trabajadora, de los que antes habían alardeado del muchacho del barrio que había llegado lejos y habían aprobado sus numerosas fechorías mientras desempeñaba su cargo. Merde et plus de merde!
—Pero ahora la Commune ha dejado de existir —dijo Florian—. Se ha borrado esa mancha del escudo de Francia. —La Commune se ha acabado, oui, pero la mancha puede tardar mucho tiempo en borrarse —replicó Nadar—. La Commune ha durado setenta y dos días y, según mi estimación, durante este tiempo ha segado las vidas de unos quinientos parisienses. Ahora los versalleses han hecho unos cincuenta mil prisioneros. El bueno y decente maréchal MacMahon los transportaría a todos a Nouvelle Caledonie para que pasaran el resto de sus vidas hirviendo cocos para hacer copra. Pero MacMahon es incapaz de controlar la matanza indiscriminada de sus soldados porque el enfurecido Thiers los incita a ella. Este tributo puede ascender a veinte mil bajas. Una cantidad de sangre cuatro veces mayor que la derramada en el episodio anterior más vergonzoso de París, el Terror de hace ochenta años. Edge hizo una mueca de aversión, pero dijo: —Bueno, si usted se siente lo bastante seguro para pasear como un boulevardier, Monsieur Nadar, creo que yo también iré a dar un vistazo al centro de la ciudad. —Ah, desde luego hay mucho que ver. Incluso las nuevas ruinas son pintorescas. Los escombros de las Tullerías, del Hótel de Ville... las piedras ya no son sólo del color de la piedra. El petróleo que las quemó les ha prestado un bello barniz. Rojo, verde, azul. No obstante, coronel Edge, yo le aconsejaría que no se aventurase a salir por el momento. No debería salir nadie que no hable un francés impecable y que no pueda demostrar de modo incontrovertible que es francés y un firme partidario del presidente Thiers. —Sí, quédate aquí, Zachary —dijo Florian—. Yo puedo simular que soy francés e hipócrita de una manera más plausible. Saldré y calibraré el estado de ánimo del populacho. —Hizo una pausa y miró a sus jefes congregados a su alrededor—. Pero mientras tanto no hay nada que nos impida ensayar y preparar de nuevo el espectáculo. París deseará... no, necesitará alguna clase de recreo cuando esta larga pesadilla toque a su fin. Para celebrar la liberación de la ciudad, para curar las heridas de la lucha fratricida, para encauzar a la gente hacia la normalidad. iSí! Abriremos de nuevo el primer día que sea factible. Hizo una seña a Stitches Goesle, cogió un pedazo de papel y su trozo de rotulador y se puso a dibujar. — Maestro velero, di a tus hombres que empiecen a pintar carteles. Como éste, anunciando un gran desfile de la victoria del Floreciente Florilegio de Florian. Tantos como puedan pintar tus eslovacos. Después irán a fijarlos por la ciudad en el primer momento oportuno. —Bien, bien, director —dijo Goesle, observando el dibujo. — Ah, l'optimiste —murmuró Nadar con una sonrisa—. Eternellement l'optimiste.
Pero Fitzfarris observó: —Director, ¿no es esto un poco prematuro? ¿Cómo saber si esta pesadilla está a punto de terminar? Por Dios, es el cuarto gobierno que vemos desde que llegamos aquí. ¿Qué le induce a pensar que será el último o que París volverá a ser normal algún día? —Llámalo intuición de un veterano del circo, sir John —respondió Florian—. Sé que la ciudad estará pronto madura para el circo, lo presiento. Ahora ve a ver si todos tus fenómenos y monstruos están listos para desfilar. La princesa Brunilda ha tenido accesos de náuseas matutinas, pero ahora ya debe de haber superado ese período del embarazo. Averígualo, pero te ruego que lo hagas con delicadeza. Fitz replicó con altanería: —¿Desde cuándo no soy considerado con todo el mundo? —Y se alejó a grandes zancadas hacia la tienda del anexo. Florian continuó, volviéndose hacia Beck: —Director de orquesta, ve a reunir a tus músicos. Enséñales algunas marchas triunfales políticamente neutrales. Quizá el Garry Owen... Marchando a través de Georgia... Jawohl, herr gouverneur. —Y tú, coronel Ramrod, ¿te ocuparás de los otros en mi ausencia? Di a Abdullah y sus ayudantes que almohacen y engalanen a los animales para la cabalgata. Di a tus artistas que se cambien y se aseguren de que su traje no necesita una revisión de la modista. —Está bien, director. —Eh bien —terció Nadar—. Veo que todo ha vuelto a la normalidad aquí. Y espero con impaciencia, messieurs, verles a todos en grande tenue cuando llegue ese gran día de la cabalgata. Continuó charlando a Florian cuando se marcharon juntos: —Debo decirle, mon vieux, que incluso ser francés no ha ofrecido cierta garantía de seguridad en estos últimos tiempos. Lamento comunicarle que uno de los últimos hombres muertos en las barricadas ha sido el viejo y querido maitre Auber. Pobre Daniel, las largas privaciones habían afectado gravemente su cerebro, que al final le falló, y en su desvarío corrió a participar en la lucha de la rue SaintGeorges. ¿Se imagina a un francés apuntando con un rifle a aquel frágil y anciano caballero de melena blanca? Sin embargo, esto fue lo que ocurrió. En cambio, algunos traidores franceses han eludido a los vengadores. El pintor communard Courbet, el abominable Paul Verlaine se escabulleron de la ciudad y se pusieron a salvo. Hélás, siempre mueren los mejores... En el patio posterior del circo, Pemjean dijo a Edge cuando salió del remolque que compartía con Lunes luciendo su disfraz rojo de Démon Débonnaire: —Monsieur le directeur, ¿podría excusar a Mademoiselle Cendrillon de esta revista de la compañía? Se siente ligeramente indisposée.
—Espero que no sea nada grave. Nada que tenga que ver con su espalda o... —Creo que no le duele nada específico. Según sus palabras, sólo se siente mal acerca de algo y desea estar sola. —Vaya por Dios. Ya vuelve a hacer de Maggie Hag —murmuró Edge. —Comment? —Nada, nada. Vamos a ver cómo están tus animales. En la tienda de la ménagerie, Hannibal parecía inquieto. —Mas' Zack, señor Demonio, creo que nuestros animales han visto un fantasma. Los gatos pasean por las jaulas, incluso el viejo Maximus. Los caballos relinchan y hacen cosas extrañas, incluso las cebras. Y mire a los elefantes. Los dos elefantes tenían los ojos cerrados y emitían un ruido semejante a un zumbido bajo y pensativo mientras se balanceaban al unísono de izquierda a derecha, con las trompas oscilando de un lado a otro. Edge no estaba seguro de si se debía a una emanación de la inquietud de los animales o a una premonición del tipo de las de Maggie, pero los pelos de la nuca se le pusieron de punta. Aun así, para no alarmar a Hannibal, se limitó a preguntar: —¿Estás seguro de que nadie ha echado en su comida un poco de hierba loca o consuelda o algo parecido? —No, señor, mas' Zack. Estos animales no están drogados ni enfermos, sino espantados. Nunca los he visto así. Tengo miedo de tocarlos con el cepillo. —Está bien, Abdullah, déjalos. Pediré al director que les eche una mirada cuando vuelva. Entretanto, tú y tus chicos manteneos alerta. Haced guardia toda la noche, por turnos. Y avísame en seguida si su inquietud va en aumento. La compañía dedicó el resto del día a los ensayos y prácticas, a repasar sus trajes, accesorios y aparatos y dar a Ioan o Stitches algunas prendas para su reforma o reparación. Al atardecer, cuando izaron la bandera, todos se dirigieron a la cocina para cenar y después se retiraron a sus remolques, carromatos o tiendas. Florian no regresó hasta mucho después de anochecer. Al encontrar el recinto tranquilo, oscuro y casi desierto, decidió por lo visto no hacer su habitual ronda de inspección y fue directamente a su propio remolque. Edge se asomó varias veces a la tienda de la ménagerie y como los animales seguían despiertos y nerviosos, pero nada más, no creyó necesario molestar por ello a Florian. Dejó de guardia a un eslovaco y se fue a la cama. Pero al día siguiente tanto él como los otros miembros de la compañía fueron despertados —o sobresaltados en su sueño— por un ruido más horrendo que todos los emitidos jamás por el órgano de vapor. Se componía de trompetazos de los elefantes, rugidos de los felinos, gritos de las hienas, relinchos de los caballos, gruñidos de los osos e incluso de
los silbidos que podían proferir los avestruces. Hizo precipitar a los hombres hacia la ménagerie, la mayoría en ropa interior, mientras casi todas las mujeres de la compañía se asomaban extrañadas a las ventanas y puertas de sus vehículos. En la tienda de la ménagerie, el guarda eslovaco había corrido al exterior y permanecía allí, con los ojos desorbitados, señalando la tienda y farfullando palabras incoherentes. Sin embargo, cuando los hombres irrumpieron en el interior, todos los animales ya habían enmudecido. Algunos mordisqueaban heno o restos de otros alimentos; los demás se disponían por fin a dormir. Mientras los hombres miraban a su alrededor, observando a los animales con perplejidad y murmurando maldiciones, se sobresaltaron una vez más al oír la voz de una mujer que gritaba: — iFlorian! iOh, Dios mío! iFlorian! Y todos volvieron a salir en tropel al patio posterior. — Volvió tarde —dijo Daphne a toda la compañía reunida, después de que las otras mujeres la hubiesen consolado y calmado un poco—. Había cenado con Nadar en la ciudad. Estaba cansado, así que... nos fuimos a la cama. Pero dormía mal. —Daphne hizo ruido con la nariz y se sonó con un pañuelo—. Yo suponía que hablaba en sueños... hasta que me incorporé para mirarle y vi que tenía los ojos abiertos. Hablaba con claridad, no con voz soñolienta. —Hizo una breve pausa para recordar—. Hablaba de personas... no, no de ellas... sino dirigiéndose a ellas. Personas anteriores a mi incorporación al espectáculo. Solitaire, Pimienta y Hotspur. Y otros nombres que yo no había oído nunca, como Zip Coon y Billy el Kink... si le he entendido bien... Pronunció estos nombres en tono inquisitivo, mirando a los demás. Clover Lee y Hannibal Tyree asintieron, incapaces de hablar. — Al final me quedé dormida, así que no sé si él se durmió o no. Pero cuando me he despertado esta mañana, ya se había levantado y se estaba vistiendo, poniéndose su traje de pista más elegante. Se... se ha inclinado para darme un, beso, luego se ha puesto la chistera gris y le ha dado una buena palmada. Ha abierto la puerta... y he visto que hacía un día espléndido... De nuevo hizo una pausa, se secó los ojos con el pañuelo y tragó varias veces antes de poder continuar: — Bueno... algunos debéis de haberle visto de pie allí. Ha abierto los brazos, como para agarrar... o abrazar al día. Entonces ha desaparecido... y ha estallado aquel espantoso ruido de los animales. He saltado a la puerta... y le he visto tendido al pie de los escalones. —Se apretó el pañuelo contra los labios para detener su temblor—. Entonces... habéis venido algunos... y le habéis traído de nuevo adentro...
—Obie —dijo Edge—, coge el carruaje y ve a buscar a un médico. Yount contestó en voz baja: — Zack, el señor Florian ha muerto. Ningún médico puede... —Ya sé que ha muerto, maldita sea. Quiero saber de qué ha muerto. Ve a buscar a aquel doctor Tonnelier que trató a Lunes Simms. En el hospital Marmottan. No está lejos. —Zachary —dijo Pemjean, también en voz baja—. Era un médico de los huesos. No sabrá... — Era un buen médico. Será suficiente. Ve con Obie y enséñale el camino. —Ha sido lo que ustedes llaman en inglés un toque, monsieur Edge — dijo Tonnelier—, que en inglés es la abreviación de «un toque de la mano de Dios». 0, para emplear la jerga médica, una hemorragia intercraneal, la rotura de un vaso sanguíneo del cerebro. La... la hinchazón y el color púrpura de la cabeza son signos suficientes para el diagnóstico y no es necesaria la autopsia para confirmarlo. Concuerda además con lo que usted me dijo de sus recientes fallos de memoria y confusiones ocasionales. Y puede llamarse con propiedad un toque de la mano de Dios, porque ha sido instantáneo. — ¿Sin dolor? — Esto no se puede asegurar. El médico más sabio del mundo no lo sabrá hasta que él mismo sufra un ataque semejante. Pero rápida y misericordiosamente, sí. Monsieur Florian se ha ahorrado el gradual debilitamiento de la mente o incapacitación del cuerpo, lo cual habría sucedido si la hemorragia hubiera continuado en un goteo lento. Así, pues, alégrese por su amigo y limítese a darle la intimidad y decencia de un féretro cerrado en el funeral. Así ninguno de quienes le lloran le recordará de otro modo que como era en vida. Un anciano muy apuesto, creo recordar. ¿Desea que firme el certificado de defunción? Lo necesitará, además de muchas otras cosas, para las formalidades del entierro. — No se moleste, doctor. Nos ocuparemos de las formalidades sin intervención de la autoridad. —Monsieur Edge, de acuerdo con mi licencia para ejercer, debo protestar y deplorar cualquier procedimiento irregular o extraordinario, pero, qué diablos, como dicen ustedes en inglés. Vivimos, y morimos, en tiempos extraordinarios, n'estce pas? —Y el muerto era un hombre extraordinario. Gracias, doctor. — ¿Puedo hacer algo más? Ya he dado un vistazo a la joven que, ejem, estaba en su compañía en el momento de la muerte. Sobrevivirá a la experiencia; es inglesa. Beaucoup de sangfroid. —Bueno... me gustaría su opinión profesional acerca de una cosa. Florian no parecía sospechar que estaba a punto de morir. Por lo menos, no iba de un lado a otro pronunciando últimas palabras memorables.
— Invente algunas, entonces. Era un artista y todos los artistas deben tener su frase al caer el telón. — Me atrevo a decir que la leyenda le atribuirá muchas. Lo que quiero preguntarle es... los animales parecían esperar su muerte. Y también una de nuéstras artistas más jóvenes. ¿Es esto posible? — Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que el médico más sabio podrá comprender jamás. Pero los animales inferiores, y por supuesto esto incluye a las hembras de nuestra propia especie, están más cerca de la naturaleza que usted y yo, monsieur. No veo nada imposible en que sus instintos los avisaran de la pérdida inminente de alguien próximo y querido. Sin embargo, yo soy francés. Debe usted resolver el prodigio de acuerdo con sus propias luces. — ¿No enterrar al Herr gouverneur en un cementerio como ser debido? —exclamó, horrorizado, Beck—. Pero, Herr Direktor, iél no ser un artista cualquiera! Tú pensar. En el cementerio de Montmartre yacer Heine, en el Pére Lachaise yacer Abélard y Héloise. iAllí él tener una compañía distinguida! — Vamos, Bumbum —replicó Edge—, sabes muy bien que si Florian fuese enterrado en otro lugar que bajo su propia pista, su espíritu rondaría a todos los circos de la tierra, desde aquí hasta el otro mundo. Ve a decir a Elemér que elija algunas piezas de címbalo bonitas y suaves para tocar durante el servicio. Y, Stitches, ¿quieres hacer una mortaja de lona? Usa un trozo de nuestra pared lateral rayada; a él le gustaría. Y luego prepara sus sermones mientras yo me ocupo de amortajarlo. —En seguida. ¿De qué religión era el director? — Lo sé tanto como tú. O bien no reconocía a ninguna o las reconocía a todas... y no me refiero solamente a las cristianas. Lo único que sé con seguridad es que era masón. ¿Existe una ceremonia fúnebre masónica? —Si existe, muchacho, me temo que no la conozco. — Bueno, pues haz un sermón no confesional. Ya lo has hecho muchas veces. —Sí. ¿Y grabo una lápida para el director? — Podría ser adecuado, sí. —¿Conoce sus fechas, entonces? —Sólo la última. Nunca dijo cuándo había nacido. Supongo que bastará su nombre y el RIP. —¿Y cuál era su nombre? Completo, quiero decir. Edge se quedó perplejo. — Vaya, maldita sea. —Al cabo de un momento se rió—. En más de seis años nunca me he preguntado siquiera si Florian era su nombre de pila o su apellido. Preguntaremos a Clover Lee y Hannibal. Han estado con él más tiempo que nadie, excepto tal vez Jules Rouleau.
Sin embargo, Clover Lee expresó la misma perplejidad. Sólo entornó sus enrojecidos ojos y dijo, entre sollozos: — ¿No es extraño pensarlo? Jamás le llamamos de otro modo que mister Florian. Hannibal, cuyos ojos casi sangraban, sugirió: —¿Y si mister fuera su nombre de pila? — Esperad —dijo Clover Lee—, debe constar en su salvoconducto, o en su pasaporte. —Pero sólo Dios sabe dónde están —respondió Edge—. Es probable que todos nuestros documentos se quemaran durante el incendio de la Prefectura Central. Ya he registrado el furgón rojo y allí no hay ninguna información. ¿Sabéis? Esto es algo prodigioso cuando se piensa. Florian era único en todo. Cualquier otro miembro de este espectáculo tiene dos o tres nombres de pista, además de los verdaderos, y él nunca ha tenido siquiera un nombre completo. Goesle preguntó: — ¿Entonces grabo sólo «Florian» en la lápida? — Olvida la lápida, Stitches. De todos modos no duraría mucho después de nuestra marcha. Y justo fuera del recinto hay ese pequeño hito de piedra donde se elevó el primer aeronauta. Si alguno de nosotros vuelve alguna vez aquí y quiere rendir un homenaje a Florian, no nos costará ningún trabajo encontrar su lugar de reposo. Todos los miembros de la compañía llevaban su traje de pista cuando se congregaron en torno a la tumba cavada en la arena y los montones de tierra y serrín que la rodeaban. Los artistas lucían sus amplios —o breves— trajes de lentejuelas, los músicos iban de uniforme y los peones llevaban sus mejores monos negros. Abdullah y el Démon Débonnaire habían conducido a la carpa a toda la ménagerie, tanto los animales libres como los enjaulados, incluso el coq de bruyére. Los caballos de pista, Brutus y César llevaban sus jaeces y adornos y todos los animales permanecían silenciosos y bien educados como si reconocieran la solemnidad de la ocasión. Aunque era media tarde, Stitches y sus hombres habían encendido todas las luces de carburo y ahora uno de los eslovacos encendió el foco de la puerta trasera de la tienda para iluminar la entrada de los dos caballos de tiro, conducidos por el coronel Ramrod, que arrastraban uno de los tanques rodados del generador de Beck convertido en catafalco. El cuerpo, envuelto en la llamativa lona blanca y verde, yacía en un jergón sobre la superficie plana. El foco siguió su lento avance hacia la pista, mientras a un lado Elemér Gombocz tocaba suavemente en su címbalo los trinos de la Trdumerei.
Cuando colocaron el catafalco junto a la tumba abierta, los artistas y peones pasaron en fila para despedirse de Florian. Algunos murmuraron algo en voz baja, otros no pudieron decir casi nada y otros hablaron en tono lo bastante alto para ser oídos. —Director —dijo sir John—, le envidio los milagros y maravillas celestiales que tiene ahora... para anunciar a los patanes celestiales. Adiós, viejo amigo. —Querido Florian —dijo la princesa Brunilda—, fue usted la primera persona que me hizo sentir realmente una princesa. Dasvidánya, mílyi drug. —Y Kostchei el Inmortal se hizo eco de estas palabras. —Istenhozzád, barát Florian —dijo la enana Tücsók, y Elemér y los hermanos Jászi dijeron lo mismo. —Sbohem, Nadrzízeny —dijo Banat y los otros eslovacos y el Kesperle repitieron sus palabras. Jairete, Kyvernitis Florian —dijo Meli la Medusa. —Addio... ed arrivederci, caro Florian —dijo la Emeraldina. —Voi ruga, Florian mosneag —dijo la modista Ioan. —Glückliche Reise, Freund Florian... —Adieu, ami, et bon voyage... — Taraf, mas' sahib, taraf —dijo Abdullah. Entonces se volvió, llorando, para explicar a los que no lo sabían—: Taraf ser lenguaje de elefante. Significa... vuelve. Clover Lee no dijo un adiós audible a Florian, sino que arrancó un par de lentejuelas de sus leotardos y las colocó sobre la cabeza de la mortaja, donde centellearon alegremente bajo la luz del foco. Cuando todos hubieron pasado, Goesle se colocó junto al camastro, bajó la cabeza, cruzó las manos, cerró los ojos, esperó a que los otros hicieran lo mismo y dijo: —Aquí estamos de nuevo, Señor. Esta vez hemos venido para decirte que nuestro amigo y compañero Florian acaba de desmontar su tienda. Ha emprendido el largo camino al recinto final de su itinerario. Tú sabes, Señor, que lo último que Florian hizo en esta tierra fue abrir los brazos para abrazar el último día con que le bendijiste. Un hombre así, Señor, no necesita recomendaciones, ni siquiera ante el Todopoderoso. Pero cuando llegue allí, Señor, siéntate de vez en cuando a charlar largo y tendido con Florian. Somos conscientes, por supuesto, de que eres Director del circo mayor de todos, ya que el tuyo es este mundo, lleno de artistas, comediantes, juglares, acróbatas, bailarines de la cuerda floja, hombres forzudos, charlatanes, músicos, monstruos, peones, dueños de barracas, camorristas y estafadores y todas las clases de animales existentes... todos los cuales saltan alrededor de tu pista redonda o llenan tu espaciosa avenida o se reúnen en tus inmensos pabellones. Tal vez, Señor, comparado con la inmensidad de ese circo, este de Florian parece un espectáculo de tres al cuarto. No obstante,
Florian puede contarte una o dos cosas, Señor, y no sólo chismes de circo y cuentos increíbles y chistes obscenos... aunque seguramente te divertirá oírlos. Puede darte además, de vez en cuando, algunos consejos útiles que te ayudarán a conseguir que tus artistas y peones trabajen al máximo de su capacidad... y sean felices trabajando... sin dejar de amar nunca a su Director... Amén. Goesle empezó a levantar la cabeza, volvió a bajarla y añadió: —Maldita sea, Señor, por poco me olvido. Deseamos pedirte un pequeño favor para nuestro amigo. Cuando se acerque a las Puertas del Cielo, di a san Pedro que las abra de par en par, para que Florian pueda entrar con elegancia. Permítele desfilar, Señor. Mientras Stitches hablaba, un par de eslovacos ataron con discreción unas cuerdas al camastro de Florian. Ahora tiraron de otra cuerda y el camastro fue izado por la botavara, guiado suavemente hacia la tumba abierta y bajado hasta ella con lentitud. Por primera vez durante la ceremonia, el coronel Ramrod se adelantó, cogió un puñado de serrín — no tierra—, lo esparció sobre la mortaja verde y blanca y con voz ronca y entrecortada pronunció las últimas palabras: — Saltavit... Placuit... Mortuus est... Y varios artistas susurraron la traducción a otros: —Bailó. Complació. Ha muerto. — Si pudierais dedicarme vuestra atención —dijo Edge mientras los eslovacos llenaban en silencio la tumba y nivelaban el serrín que la cubría— mientras todos estamos aquí reunidos... o casi todos. Herr Lothar, supongo que puedes votar en nombre de Monsieur Roulette, y tú, Hacedor de Terremotos, puedes hacerlo por Miss Eel. En cualquier caso, decidamos qué vamos a hacer ahora. Tengo algunas ideas que me gustaría exponer, pero quizá votéis en contra de ellas, así que... los que entiendan mi inglés, que traduzcan mis palabras a los otros, por favor. Esperó a que todos estuvieran debidamente atentos. —Bien, he echado un vistazo a la caja de la oficina y a todos los papeles, libros y ficheros de Florian. Aún no he tenido oportunidad de abrir la caja que guardamos bajo la jaula de Maximus, pero en cuanto lo haya hecho podré deciros el estado de nuestras finanzas hasta el último penique. Lo que sí puedo decir ahora mismo es que Florian no ha dejado ninguna clase de testamento o última voluntad para indicar sus deseos en relación con el Florilegio. Imagino, por lo tanto, que lo más justo es que todos, incluyendo a los peones, reciban partes iguales de todo cuanto tenemos. Si alguno de vosotros piensa que las partes tendrían que hacerse de acuerdo con la categoría o la veteranía en el espectáculo, puede decirlo y lo someteremos a votación, pero os ruego que dejéis las objeciones para cuando haya terminado de hablar. Nadie dijo nada, pero todos le miraban fijamente... y de un modo extraño, en su opinión.
— Si nadie se opone, cada uno de nosotros conservará todo lo suyo o lo que ha formado parte de su número: remolques, caballos de tiro, accesorios, aparatos, trajes y animales. Todo lo demás se repartirá: el dinero en efectivo, más lo que puedan valer en el mercado las otras propiedades, como los animales de la ménagerie, la lona, los postes, las graderías y luces, los carromatos, etcétera. Creo probable que los otros circos de París quieran renovarse y surtirse de nuevo a toda prisa, así que tal vez nos lo comprarían todo a buen precio. Y esto me lleva a otra cuestión. Algunos de vosotros podéis haber pensado ya en solicitar un empleo en otros circos europeos. Pero los circos de París también necesitarán nuevos números y artistas, así que aprovecharán ansiosos la oportunidad de firmar... ¿Qué ocurre? Se había dado cuenta de los crecientes murmullos y gruñidos entre sus oyentes. — ¿Que qué ocurre? —gritó Clover Lee—. ¡Estás hablando de desmantelar y vender el Florilegio de Florian! Se oyeron otros gritos similares en varias lenguas y diversos grados de desaprobación. — Bueno, maldita sea —dijo Edge—, no podemos largarnos y dejarlo. Más gritos y diversas versiones de «¿Quién se larga?». —Entonces, ¿qué...? —intentó decir Edge, pero Fitz le interrumpió. —Zack, me parece que nadie tiene intención de echar a correr y nadie va a convencerlos para que lo hagan. Apostaría algo a que si nos pides que levantemos la mano, se levantarían todas, incluyendo herraduras y patas. — Sir John, todo esto es muy bonito y leal, pero, ¿quién va a poner los salarios en esas manos? ¿Y comida en esas...? —El mismo que ha pagado siempre —contestó Nella—. El Florilegio. —Si es una cuestión de dinero, Gospodín Zachary —intervino la giganta—, me haría muy feliz... — Yo también podría ayudar —terció Clover Lee de Lareinty. — Escuchadme todos —dijo Edge con paciencia—. Ya os he dicho que Florian no ha dejado ninguna disposición para el Florilegio. Ni siquiera tenía familia a la que podamos buscar para endosárselo. Nadie posee este estab... Los gritos ahogaron su voz: — iNosotros somos la familia! ¡Nosotros lo poseemos! — Nuestra propia pequeña Commune, ¿verdad? —dijo Edge—. Ya habéis visto el desastre que ha organizado la anterior. Más gritos: «iNada de Commune!» «Zum Teufel mit jedem Kommune!» «iElijamos un gobierno!» «Oui, plébiscite!» —Oh, diablos, coronel Zack. —La voz atronadora de Yount se impuso sobre todas las otras—. No puede estar más claro. Cuando el
comandante de una tropa cae en el campo de batalla, el segundo jefe toma el mando. Y tú has sido el segundo jefe de Florian durante muchísimo tiempo. — Sólo que esto no es el ejército, sargento. Es... una isla flotante, poblada por civiles. Y los civiles no toleran bien que se les imponga la ley marcial. — No es preciso que sea marcial ni es preciso imponerla —dijo Jórg Pfeifer—. Has hablado de votar, director. Sehr wohl, si votamos a favor de que ocupes el lugar de Florian, ¿lo harás? Edge pareció titubear y Daphne tomó la palabra. — No pretendo ser la viuda de Florian, pero era su confidente y sé que habría querido que continuaras, Zachary. Y tú también lo quieres. — No estoy seguro de saber hacerla, Daphne. ¿Quién diablos puede aspirar a sustituir a Florian? — iDebe hacerlo, mister Zack! —instó Lunes—. De lo contrario nunca más podré montar a caballo. Hannibal se sumó al coro: —iDebe hacerlo, mas' Zack! No puede abandonar a los americanos en esta tierra extranjera. — No sé... dijo Edge. —¿Y qué hay de todos los carteles pintados por mis muchachos? — interrogó Goesle—. Para el gran desfile. ¿Es que hemos de romperlos? — No sé... —repitió Edge. — Un hombre valiente —terció la pequeña Katalin— no debería tener miedo de parecer inmodesto o directo. Sólo consigue parecer tímido, coronel Zachary, y ansioso de ser cortejado y mimado. Deje eso para las mujeres. Varias personas rieron y Edge las imitó, aunque un poco a la fuerza. — Permitidme —dijo Willi Lothar, poniéndose en dos zancadas delante de todos—. No hagamos ruborizar al coronel. Zachary, ¿por qué no sales un momento? El tiempo de explicar todo esto a los que no hablan inglés, de discutir los pros y los contras y someter el asunto a una votación secreta. Alles in Ordnung. Edge se encogió de hombros, resignándose a obedecer, y salió de la carpa por la puerta principal. Fue bastante más allá de la marquesina, hasta que no pudo oír la discusión de dentro, y paseó un poco mientras el hermoso día tocaba a su fin. Encendió un cigarrillo y ni siquiera lo había terminado cuando Yount salió como portavoz de los reunidos. — ¿Bien, Obie? — ¿Por qué lo preguntas? No tengo que decirte que ha habido unanimidad. —Yount llevaba en la mano la chistera gris de Florian y se la alargó a Edge—. Todos quieren que dirijas el espectáculo. Como ha dicho el caballero Fitzfarris, incluso las serpientes de Meli habrían levantado la mano, si tuvieran alguna.
Haciendo girar con respeto la chistera en sus manos, sin ponérsela en la cabeza, Edge contestó: —No sé si seré capaz de hacerlo, Obie. —Al diablo con eso. Qué diantre, te he visto aceptar cosas mucho más duras... iMira hacia allí! Vaya, ¿no es esto una señal, Zack? iNo puedes negar que es una señal! ¡Vuelven los buenos tiempos! —Entró en la carpa corriendo y gritando—: iEh, todo el mundo! iSalid a mirar! iDe prisa! Todos se precipitaron a la avenida, miraron hacia donde señalaba Yount y exhalaron al unísono una gran exclamación de extrañeza y bienvenida. A gran altura sobre el verde follaje del parque, brillante contra el cielo azul, flotaba el globo bermellón y blanco del Saratoga. — Lieber Himmel! —exclamó Beck—. Él encontrar un Gaswerk en alguna parte... — El bueno y querido Jules —suspiró Clover Lee—. Ha vuelto en cuanto ha pasado el peligro. —Maldita sea —dijo Yount—. Me pregunto si habrá recogido a Agnete y ahora viene con ella... —A tiempo para el desfile —murmuró Domingo. — El desfile, sí... —dijo Edge con aire pensativo. Y en seguida, animándose—: Está bien, amigos. Ya que habéis votado en favor de continuar el negocio, empecemos a trabajar. Banat, envía a algunos hombres a coger el cabo de amarre de Monsieur Roulette. Se dispone a bajar y probablemente ha perdido la práctica. —Da, Pana Nadrzízeny. —Meli, ¿quieres encender con Ioan los fogones de la cocina? Monsieur Roulette puede estar hambriento de un buen yantar circense. Yo lo estoy. — Amésos, Kyvernitis. —Stitches, ¿qué dicen exactamente esos carteles tuyos acerca del desfile? — Tengo uno aquí mismo —respondió Goesle, cogiéndolo de las manos de un eslovaco y desenrollándolo. —Hum. «Estad atentos al inminente desfile de la victoria.» Qué diablos, seamos más concretos. ¿Qué fecha es hoy... primero de junio? Fijémoslo para pasado mañana. —Escribió al final del cartel: «SAMEDI, 3 JUIN» y se dio cuenta de que utilizaba el viejo trozo de rotulador que había encontrado en el bolsillo del chaleco de Florian—. Di a los muchachos que escriban esto en todos los carteles con letras chillonas y visibles. —Sí, sí, director.
Domingo consiguió de algún modo formular esta pregunta sin pararse a tomar aliento: — ¿No crees que el propietario del Floreciente Florilegio de Florian, Circo Americano Confederado, Ménagerie y Exposición Educacional en una sola pieza, debería tener una esposa? —Y entonces, rió, sin aliento. —Florian no la tenía. —Florian admitía haber tenido tres esposas. Cuatro, si cuentas a Daphne. Y apostaría algo a que fueron más. Sólo que nunca se casó con ninguna de ellas. Y no he dicho nada de casarnos. Nada de solicitar certificados a monsieur le Maire, nombrar testigos y todo eso. Sólo ser marido y mujer. Tras un silencio reflexivo, Edge contestó: —¿Te das cuenta... de que quizá no volvamos nunca a casa? —Virginia es sólo el lugar de donde procedo. Durante una tercera parte de mi vida, Zachary, mi hogar ha sido donde estabas tú. Es el único hogar que necesito. Y tenemos el resto del mundo a donde ir, lugares donde no importa... El asintió con la cabeza. —Recuerdo que Florian habló de recorrer los Países Bajos. Y Egipto. Y aún no hemos estado en la Grecia de Meli. Ni en la España de la vieja Maggie Hag ni en la Dinamarca de Agnete. —Ni en la Inglaterra de Daphne —añadió Domingo y pensó al instante: «La Inglaterra de Autumn», y deseó no habérselo recordado, así que se apresuró a decir con voz alegre—: Bueno, ya es hora de vestirnos para el desfile. El espectáculo es lo primero. En cuanto a lo demás... tenemos el resto de nuestras vidas para decidirlo. —Sí. Nos limitaremos a... a improvisar sobre la marcha. Hoy irás conmigo en el carruaje. Vamos, preparemos el desfile. SALTAVERUNT PLACUERUNT MORTUI SUNT OMNES FIN
Agradecimientos. Por la investigación básica, asesoramiento técnico y otras clases de ayuda este libro y yo estamos en deuda con numerosas personas e instituciones:
Doctor Gyórgyi Berenyi, IBUSZ, Budapest. Jim Bonde, Marine World/África USA, Redwood City, California. Museo de Payasos y Circo, Viena. Wylma Davis, bibliotecaria, Virginia Military Institute. Gloria Doyle, Baton Rouge, Louisiana. Donald Dryfoos, Donan Books, Nueva York. Peggy Hays, bibliotecaria, Washington y Lee University. Hester Holland, Linda Krantz y Grace McCrowell, Rockbridge (Va.) Regional Library. Albert F. House, Circus Fans Association of America. Natalia Kusnetzova, conservadora, Museo Estatal del Circo de Leningrado. Don Marcks y su revista Circus Report. Jack Niblett, Oldbury, Warley, West Midlands, Inglaterra. Robert L. Parkinson, director, Circus World Museum and Library, Baraboo, Wisconsin. Robert M. Pickral, M.D., Lexington, Virginia. Emanuela Radice, Roma. Charles Sens, Library of Congress. Alexei Sonin, director artístico, Circo Estatal de Leningrado. Doctor Mihály SzegedyMaszák, Instituto de Estudios Literarios, Academia Húngara de Ciencias. Gordon Van Ness III, Universidad de Carolina del Sur. ... y en especial a mi intrépida intérprete en la URSS, Zoia Belyakova, que tuvo que sufrir los rigores de mi visita a Rusia durante una etapa extraordinariamente frígida de las relaciones soviético-estadounidenses. Por la experiencia real, tradición, instrucción, acción y aventura bajo la gran carpa, en la pista, en el camino y entre bastidores, debo gratitud, y más que gratitud a: Jim Roller, Elaine Roller, artistas y equipo del Roller Brothers Circus of Arkansas. John Pugh, Renée Storey, artistas y equipo del Clyde BeattyCole Brothers Circus of Florida. Hellmuth Schramek, artistas (en especial Banda Vidane) y equipo del Circo Krone de Munich. Louis Knie del Circo Knie de Suiza. Artistas y equipo del Elfi AlthoffJacobi's Ósterreichischer NationalCircus. Al pintoresco remanente ambulante del antes magno Circo Renz de Berlín. Artistas y equipo del Circo Ambulante Dumas de Francia. Escuela Española de Equitación de Viena.
Artistas y equipo del Fóvárosi Nagycirkusz de Budapest. Artistas y equipo del Circo Estatal de Leningrado. Conservadores y docentes que me permitieron el acceso a los Salones del Tesoro, comprensiblemente restringidos, del Hermitage de Leningrado. Artistas y equipo del Circo Ambulante Mayak de la URSS. Rinaldo Orfei, Cristina Orfei, Freddy y Jackie Bovill, Peter y Sue Motley, Rae Dawn Stevens, Adriano y todos los artistas y miembros del equipo del Circo Orfei de Italia... ... con una reverencia especial, profunda y enamorada a esa dama de oro, la bella, dotada y gentil Liana Orfei.