LAS CENIZAS DEL FÉNIX, DE SABINO ORDÁS
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APARICIO LUIS MATEO DÍEZ JOSÉ MARÍA MERINO
JUAN PEDRO
Las cenizas del Fénix, de Sabino Ordás Prólogo de Sabino Ordás Biografía de Asunción Castro Díez
C A L A M B U R N A R R AT I V A , 17 MADRID, 2002
Este libro está dedicado a la memoria de Manuel Andújar, José Belmonte González, Ricardo Gullón, Dámaso Santos y Andrés Viñuela.
N O TA P R E L I M I N A R J U A N P E D RO A PA R I C I O L U I S M AT E O D Í E Z JOSÉ MARÍA MERINO
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el descubrimiento y recuperación de Sabino Ordás se suscitaron las peripecias de una búsqueda azarosa. Tuvimos conocimiento de su existencia tras una larga charla con Ricardo Gullón, a propósito de los leoneses que, por razones de exilio forzoso, o de modo voluntario, profesaban literatura en el extranjero. Entre los pertenecientes al primer grupo se encontraba, al parecer, Sabino Ordás. Nos produjo extrañeza que su figura y obra no estuviesen recogidas en la excelente recopilación, dirigida por José Luis Abellán, El exilio español de 1939. Ricardo Gullón atribuyó este olvido a la propia personalidad del ilustre exiliado: cierta misantropía, acusada en los últimos años, que le habría llevado a aislarse cada vez más del mundo, manteniendo sólo relación con algunos de sus antiguos amigos y dedicado a una obra minuciosa y solitaria, sin abrirse a nuevas amistades ni entrar en los canales de información de las jóvenes generaciones de estudiosos del exilio. Ricardo Gullón, que tampoco tenía noticias recientes —había coincidido con Ordás por última vez en San Juan de Puerto Rico, en el año 1965—, nos dijo que hace años, tras su larga estancia mexicana, Sabino Ordás había organizado, en la Universidad de Arkansas, algún tipo de enseñanza para el aprendizaje de la escritura de novelas, lo que a Gullón le pareciera siempre muy pintoresco. Escribimos a la Universidad de Arkansas y nos contestaron con cierta diligencia. En efecto, Sabino Ordás había organizado y dirigido en aquel centro, varios años antes, un «Program in Creative Writing», todavía vigente, aunque el responsable ya no era Ordás, sino otro profesor español cuyo nombre no nos comunicaban. Sobre la localización de Sabino Ordás no podían ayudarnos, pues la desconocían por completo.
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10 Siguiendo las indicaciones de Gullón, nos dirigimos a varias Universidades más, sin conseguir encontrar a Ordás. Por fin, una conversación casual con Manuel Andújar nos puso en la pista certera: al parecer, Sabino Ordás había impartido sus lecciones, durante muchos años, en el Departamento de español de la Universidad de Salt Lake. De aquella Universidad tuvimos dos respuestas: una, concisa, de la administración, en que nos informaban de que Mr. Ordás se había jubilado varios meses antes, ausentándose en tal ocasión de Salt Lake City, sin dejar datos de su nuevo paradero; otra, prolija, del bibliotecario del centro, Dave Fowler, en que manifestaba haber mantenido una gran amistad con Sabino Ordás y que, tras su jubilación, «el admirable leonés» había regresado a su tierra de origen. Había resultado como en esas aventuras donde se busca lejos el tesoro que, sin embargo, permanece en el desván de casa. Ya que la tierra originaria de Sabino Ordás era León y, dentro de ella, la muy antigua y noble villa de Ardón, tan vejada hoy por las agresiones del tiempo. Sin embargo, tampoco en Ardón resultó fácil localizarle. Pareciera que la pretendida misantropía de Ordás generase en su alrededor toda clase de apariencias engañosas. Un hombre del mismo apellido, también manco, exlegionario, y que había escrito diversas gacetillas como modesto corresponsal de uno de los periódicos de la capital, estuvo a punto de hacernos perder la pista. Pero nuestros esfuerzos acabaron siendo fructíferos. Nos dirigimos a la cantina del pueblo, pedimos de beber y preguntamos una vez más, ya casi por rutina, el paradero de Sabino Ordás. «¿Don Sabino?» —exclamó el cantinero— «Ahí lo tienen». Y señaló una de las mesas con un vago movimiento de la mano. Allí, echando una partida con otros tres jugadores, había un hombre mayor, de barba espesa y nariz de águila, cuyas manos denotaban la ausencia de esfuerzos manuales y en cuyos ojos brillaban chispas volterianas. Era Sabino Ordás. Nos escuchó atentamente y nos pidió que le déjasemos rematar la partida. A su fin —tras un órdago verdaderamente espectacular— mantuvimos con él una larga y sabrosa conversa-
11 ción en que tocamos, desordenadamente, muchos temas de la literatura, que para Ordás son temas de la misma vida. De regreso a Madrid especulábamos, en la emoción de haber conocido un patriarca sabio y cálido, con la posibilidad de recuperarle para las letras de cada día, pese a su propósito, firmemente declarado por él, de no volver a escribir una sola línea más en lo que le restase de vida. Urdimos, pues, una cordial conspiración. Visitamos en Madrid a Dámaso Santos, director a la sazón del suplemento literario del periódico Pueblo, y le informamos del regreso secreto de Sabino Ordás a la tierra natal. Comentamos que era una lástima que el ilustre jubilado hubiese decidido dejar de escribir para siempre, aunque aventuramos que acaso una hábil, firme y respetuosa presión sobre él podría suscitar su colaboración habitual en la prensa especializada, y acaso en el mismo suplemento que Dámaso Santos dirigía. Dámaso Santos, que estaba familiarizado con la obra de Sabino Ordás —e incluso tenía en su despacho un manoseado ejemplar de Genealogía y rescate de desfamados— se entusiasmó con la idea. «Vaya, Dámaso» —le dijimos, dubitativos—, «acaso no seas capaz de convencerle. Parece muy empeñado en su retiro de las letras». «¿Que no soy capaz?» —arguyó él— «Antes de que termine el próximo mes, Sabino Ordás me ha mandado un artículo para el suplemento. Os apuesto vuestra colaboración en el suplemento que yo dirijo». Estábamos en febrero. Dámaso Santos perdió la apuesta. A lo largo de la primavera, la firma de Sabino no aparecía en el suplemento. Pasó el verano, entró el otoño, y nosotros nos convencimos de que la tenacidad de Dámaso no había conseguido doblegar la testarudez de Sabino. Hasta que un día, el 30 de noviembre de 1977, apareció en Pueblo Literario el primer artículo de la página de Sabino, cuyo título genérico era «Las cenizas del Fénix». El artículo hablaba «De la novela de la vida». La colaboración fue bastante regular hasta el 3 de noviembre de 1979, en que se publicó el último artículo de la serie. Luego, Sabino Ordás recuperó el silencio, del que no ha querido volver a salir, salvo para escribir algún que otro prólogo.
12 El presente libro reúne los artículos publicados en aquel periodo. * * * Conviene acaso recordar al lector algunos datos biobibliográficos del maestro. Nace en Ardón, en 1905 —pertenecería, pues, al que el profesor Sanz Villanueva califica como «segundo grupo generacional» de escritores del exilio—; estudia Bachillerato en León, y en la Universidad Central, la carrera de Filosofía y Letras. En Madrid traba conocimiento con Alberti, Monegros y Reinoso. Colabora, junto con Dalí, en las primeras experiencias cinematográficas de Luis Buñuel. Introduce al caraqueño Alfageme en el Ateneo. Como consecuencia de una beca de la Junta de Ampliación de Estudios, prepara, bajo la dirección de don Ramón Menéndez Pidal, su tesis doctoral: La expresión literaria de los pueblos del Astura. Activo partícipe y promotor de las veladas de la Residencia, comprometido —lo que recuerda con grandes carcajadas que suenan hacia dentro— en una correspondencia secreta que vio la luz en un rarísimo opúsculo, del que acaso sólo se conserve el ejemplar que él tiene, en la que también participaron Buñuel y Lorca —posiblemente la literatura epistolar más eróticamente surrealista jamás escrita—, fue cultivador de una jocosa y vitalista bohemia literaria en aquellos tiempos. En 1939, después de combatir con las tropas republicanas, se exilia en condiciones atrozmente dramáticas, herido en el brazo izquierdo, del que prácticamente tiene perdido el juego. Reside primeramente en México y luego profesa, como hemos dicho, en diversas universidades norteamericanas. Entre sus obras citaremos El leonés como idioma frustrado (1936); El idioma de la Academia (1945); Genealogía y rescate de desfamados (1948); La literatura española de los españoles fuera de España (1955); y, muy especialmente, La expresión literaria en castellano desde la colonización ultramarina hasta el franquismo tecno-
13 crático (1973), considerada por algunos especialistas como uno de los empeños más ambiciosos y secretos de nuestra crítica literaria contemporánea. Sirva esta recopilación de Las cenizas del Fénix como homenaje a uno de los indiscutibles patriarcas de nuestras letras, cuando se inicia el año en que debe cumplirse el 97 aniversario de su fecunda vida. Madrid, febrero de 2002
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PRÓLOGO SABINO ORDÁS
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este raro privilegio de haber sobrepasado con creces, sin demasiados achaques del cuerpo y del espíritu, la edad a que llegaron todos mis mayores, y al extraño estrambote de haber podido doblar la esquina de un siglo —para comprobar que al otro lado acechaban simétricos fantasmas— se ha unido la sorpresa de encontrarme, recién publicado, un ensayo de la profesora Asunción Castro sobre mi persona y obra, y, ahora mismo, las galeradas de la reedición de aquellos artículos que, hace veinticinco años y a lo largo de dos, le fui enviando semana tras semana al querido y añorado Dámaso Santos para su publicación. Solo la cordial y más que reiterada insistencia de Aparicio, Díez y Merino, y el hecho de que la misma atenta e inteligente profesora Castro haya participado también en la recuperación de estas cenizas, me ha sacado de mi voluntario silencio, porque no quería entrar en el temido trance de tener que rememorar aquel tiempo en que estaban vivos tantos amigos ya perdidos, Dámaso Santos, Ricardo Gullón, Manuel Andújar, Julio Caro Baroja… Aunque debo decir que recordarlos me ha traído, por paradoja, ese regusto de vida y esperanza que cantaba el poeta. Pero no piense el lector que voy a usar mi voz para la evocación ni para la nostalgia. El tiempo es la gran hoguera, el verdadero fuego postrero que todo lo consume, y uno ya está demasiado seco y leñoso, aunque quizá no suficientemente resignado. De manera que aprovecharé la ocasión para exponer, sin disimulos ni eufemismos, los sentimientos que me ha producido la relectura de aquellos lejanos artículos, sentimientos que fluctúan entre cierto regocijo burlón y una extrañeza que no sé si calificar, ya de entrada, de metaliteraria. Vamos por partes.
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18 El episodio regocijado se desarrolló cuando me contemplé a mí mismo, tantos años antes, sacudiendo algún que otro mandoble de más, como desaforado caballero en el propósito, sin duda quimérico, de desfacer pretendidos entuertos, desenmascarar supuestos malandrines y poner tanta pasión para que en el mundo, o al menos en la España Transicionante, se cumpliesen algunas leyes de la Andante y Rozagante Literatura. Caramba, Sabino, me digo a mí mismo hoy, aunque no era mala la intención ni torcido el talante, qué fogoso estabas todavía con los setenta ya cumplidos, cuánto fervor habías conservado incólume durante los largos años de tu exilio. Y, por lo mismo, también pienso y me digo que si ahora me volviese a topar con alguno de aquellos asuntos que tanto me indignaron, no creo que, a pesar de las fuerzas tan menguadas que ya me van quedando, mirase para otro lado escurriendo el bulto; aunque sí estoy seguro de que al menos no iba a desenvainar con tanto ímpetu la espada, pues los días ya idos, y una fatiga muy cierta, me han llevado al convencimiento de que el hacerlo no carga de razón a quien la esgrime, puesto que por lo común los molinos siguen siendo molinos y los pellejos, pellejos. Además siempre ha sido mi deseo un campo de debate sosegado para las letras, siquiera sea por situarlo lejos de esas maneras torvas que suelen arrastrar, por ejemplo, la religión o la política. Junto a esa consideración, el otro sentimiento que me ha conmovido es el de leer este centón de artículos como si yo no fuese su autor, como si perteneciesen a otro, quién sabe si ese Otro unamuniano que todos llevamos como sombra segura de nosotros mismos. Es más, los he releído como si no tuviesen nada que ver conmigo y hasta con la sensación de encontrarme delante de un mundo no real, sino novelesco, con todos esos elementos —escenarios, personajes, tramas, punto de vista— que por la pura imaginación verbal convierten un texto escrito en una ficción y consiguen dotarla de esa vida que en literatura se llama Verosimilitud. Hasta tal punto me acometió ese sentimiento de extrañeza, que al final, ahora, mientras fuera de la casa arrecia la lluvia de invierno y en la superficie del Astura brotan miles de burbujas cris-
19 talinas, he sentido el vértigo de pensar que, en efecto, todos esos artículos fueron como los fragmentos o capítulos de una ficción novelesca, y yo su personaje principal, y que mi relectura ha sido el conjuro que me ha hecho revivirlos en forma de sueño, ese sueño de vida que tienen las ficciones novelescas. Decididamente, a estas alturas de la edad hay momentos confusos, y yo no he querido hurtarle al lector esta experiencia mía. Sirva ella de pórtico a estas páginas, y que yo pueda tener pronto en mis manos el libro impreso que estas galeradas anuncian, pues si se parece a esos hermanos de colección que la editorial Calambur ha tenido la delicadeza de enviarme, será sin duda un bello ejemplar. Al cabo, disfrutar de la hermosura de los libros y de las palabras en ellos contenidas es uno de los escasísimos placeres de quienes, como yo, parece que nos encontramos obligados a seguir camino de la centena. Y ya puestos, otro deseo mío sería que me fuera al menos concedido el tiempo necesario para dar por terminada la revisión que he venido haciendo durante todos estos años de Genealogía y Rescate de Desfamados, una de mis obras más queridas. Que tú, lector amigo, también lo veas. Ardón, 28 de febrero de 2002 (Cuando se cumplen 469 años del nacimiento de Michel de Montaigne)
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U N A B I O G R A F Í A PA R A SABINO ORDÁS A S U N C I Ó N C A S T RO D Í E Z
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historia de la intelectualidad española a lo largo del siglo XX está hecha de exilios forzosos, interiores y geográficos, de pérdida de raíces y de olvidos. Cuando en 1975 la muerte de Franco pone fin a una larguísima posguerra y permite culminar el reencuentro definitivo de las dos Españas, la interior y la de los transterrados, muchos de los exiliados ya habían muerto o eran ajenos a los avatares de un país que los había apartado de su devenir histórico y literario. Entre los otros, entre los que apuestan por el regreso y el reencuentro con las raíces olvidadas se encuentra Sabino Ordás, un eximio intelectual de la estirpe de Juan de Mairena, como tantos otros ignorado dentro de las fronteras españolas y conocido en las americanas, donde había ejercido una notable actividad investigadora y docente en sucesivas universidades. Sabino Ordás había regresado resuelto al silencio y la soledad voluntaria. Tocado de cierta misantropía opta por encerrarse en su pueblo natal, Ardón, junto al río Esla, al sur de la provincia leonesa, y recuperar una vida de sosiego y avatares cotidianos en compañía de sus paisanos que la distancia del exilio le había arrebatado. En ese silencio habría transcurrido su jubilación de no ser por la circunstancia dudosamente fortuita de que tres jóvenes escritores tuvieran noticia de su regreso y le instaran a colaborar en la vida cultural de la recién estrenada democracia española. El medio fue el diario Pueblo en su sección cultural, dirigida entonces por un personaje tan imprescindible en el panorama literario español de posguerra y luego olvidado hasta su muerte reciente, como fue Dámaso Santos. Es así como entre el 30 de noviembre de 1977 y el 3 de noviembre de 1979 fueron apareciendo
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24 en el citado diario, y bajo el epígrafe de «Las cenizas del Fénix», una serie de colaboraciones firmadas por un desconocido Sabino Ordás que crearon cierta expectación en los ambientes literarios del momento. Para entonces pocos tenían noticia de que su existencia se debía a una fabulación urdida por tres jóvenes escritores aún apenas conocidos, Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino, que unieron sus voces en las de un apócrifo común cuya encarnadura «real» llegó a tener una solidez tan convincente como para colarse de rondón en la realidad y formar parte de ella. Los apócrifos, ya se sabe, como personajes ficcionales que son, a veces logran tanta credibilidad existencial como sus fabuladores y, a medida que van asentándose en la realidad, uno no sabe a qué atenerse con ellos. Así pues, ¿quién es o, por mejor decir, pese a que los años no parecen haber mermado su lucidez y buena salud, quién fue Sabino Ordás? Muy sucintamente y posponiendo el detalle para más adelante, fue la proyección de un trío de amigos escritores que, en unos años de expectativas e indefinición narrativa como son los de la transición española (cuando la crítica habla de desencanto y de ausencia de líneas narrativas claras), se inventaron un maestro en el que sustentar unos postulados ideológicos y, sobre todo, literarios. Comprender el por qué de esta impostura requiere remontarse unos años atrás, al inicio de la complicidad amistosa entre los tres escritores. Oriundos de León, por fecha de nacimiento —1941 Aparicio y Merino y 1942 Díez— pertenecen a lo que se ha convenido en llamar «Generación del 68», a partir de la propuesta que Santos Sanz Villanueva desarrolló en 1988 en las páginas de El Urogallo. Hay un palpable paralelismo en sus biografías, por lo demás explicable dentro de unos parámetros sociales y generacionales comunes, que hace que los encontremos estudiando Derecho en Madrid en unos años —finales de los 50 y década de los 60— en que la universidad es un foco activo de oposición al franquismo. Los años estudiantiles reúnen los afanes literarios de Juan Pedro Aparicio y José María Merino, quienes comparten por entonces, además de pensión, unos mismos ideales
25 antifranquistas y una misma pasión por la lectura y el cine. Pero no será hasta principios de los años 70, ya casados y asentados profesionalmente en Madrid, cuando se conozcan los tres e inicien una amistad personal que les conducirá a una vivencia común de lo literario, mucho más marcada en estos primeros años de escritores noveles. Importa señalar que la amistad entre los tres se afianza coincidiendo con unos años de tanteo y progresiva maduración de su actividad literaria, y que en la convivencia amistosa encontraron estímulo y fueron consolidando con seguridad unos parámetros narrativos que planteaban una alternativa, tanto al ya denostado realismo social, como al experimentalismo aún en boga. No es pues extraño que los tres escritores hayan afirmado que encontraron el camino hacia lo literario en la complicidad del grupo de amigos. Para entonces, Luis Mateo Díez y José María Merino prácticamente habían culminado su etapa de creación poética: Luis Mateo Díez en el grupo de la revista leonesa Claraboya ( diecinueve números entre septiembre de 1963 y enero-febrero de 1968) y su libro de poemas Señales de humo (1972), y José María Merino, que escribe prácticamente toda su obra poética entre 1969 y 1973, con las sucesivas publicaciones de Sitio de Tarifa (1972), Cumpleaños lejos de casa (1973) y Mírame Medusa (1982). La década de los 70, y sobre todo en su segunda mitad, corresponde pues, con mayor rigor, a la maduración de una obra narrativa con la que tratan de abrirse un hueco en un panorama editorial poco desarrollado en los años 70 y, por lo mismo, escasamente propicio a novedades literarias que supusieran apuestas arriesgadas. Los premios literarios constituyen un camino viable para el reconocimiento literario de los escritores noveles. En 1972 Luis Mateo Díez presenta Memorial de hierbas al premio «Novelas y Cuentos», instituido por la editorial Magisterio Español con ánimo de alentar a jóvenes escritores, y queda finalista, con lo que ve publicada su primera obra narrativa. En 1973 obtendrá el premio «Café Gijón» por su novela corta Apócrifo del clavel y la espina, que no será publicada hasta el año 1977. En 1976, Merino consigue tam-
26 bién el premio «Novelas y cuentos» por su Novela de Andrés Choz. Por su parte, Juan Pedro Aparicio tenía escrito un libro de cuentos titulado El origen del mono cuyo contenido, ideológicamente muy agresivo para los años que corrían, dificultó enormemente su publicación. El cuento «El origen del mono» que daba título a la colección recibió el premio «Garbo» de novela corta en 1974, circunstancia que tampoco ayudó a suavizar las habituales reservas editoriales, hasta que finalmente la colección de cuentos pudo salir a la luz en 1975 en la editorial Akal. No sería hasta años después, cuando en noviembre de 1981 la editorial Alfaguara crea la colección «Nueva Ficción», destinada a promocionar a jóvenes narradores españoles, cuando logren una proyección pública notoria a partir de la aparición de El caldero de oro de Merino y Lo que es del César de Aparicio en 1981 y Las estaciones provinciales de Luis Mateo Díez en 1982. En una nota promocional de la editorial Alfaguara aparecida a finales de 1983, el editor recordaba los avatares de aquella primera entrega: «En aquellos tiempos se detectaba en el mundo de la edición española un decidido aumento de los lectores de narrativa; sin embargo, paradójicamente, todo narrador que no tuviese un mercado (vale decir que no estuviera, de un modo u otro, ya “instalado”) se encontraba con muy serias dificultades a la hora de editar sus novelas o relatos; se estaba creando, pues, una peligrosa fisura generacional entre escritores y la esperanza de edición para un desconocido era muy escasa…» 1 . Esta cita resume a la perfección las dificultades de hacerse un hueco en el mundo editorial a finales de los 70, justamente los años en que hace su aparición pública en España Sabino Ordás. En su invención influyeron varios factores: las mencionadas dificultades de edición, la constatación de que unos jóvenes y desconocidos escritores en ciernes venidos de León no tienen posibilidades promocionales fáciles en el mundillo literario cerrado del
1 Citado en Ramón Acín, Narrativa o consumo literario (1975-1987), Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 1990, p. 52.
27 momento, unas propuestas narrativas entre el realismo y la libertad imaginativa que no caben en las modas del momento y, en fin, todo ello sintetizado en un persistente sentimiento de orfandad, de falta de maestros o de directrices. Años después reflexionaba Merino sobre esta ausencia de referentes proporcionando claves sobre el impulso que llevó a la suplantación: Es casi un tópico de la generación literaria de los que nacimos en la inmediata posguerra civil, afirmar que no tuvimos verdaderos maestros, y que nuestra formación se fue haciendo al margen de aquellos contemporáneos que, por su edad o por su papel en la república de las letras, debieron haber ejercido como tales. Pues es cierto que, en aquellos años tan inmóviles, había escritores, profesores y críticos afirmando su presencia y hasta pontificando, pero la sensibilidad juvenil no se sentía identificada con ellos: o eran tan reaccionarios y acomodaticios que, más que ejemplo suscitaban escándalo; o manifestaban ese individualismo irreductible y hosco que suelen acuñar tantos intelectuales españoles, como bandera de no se sabe qué recóndita virginidad; o, en fin, eran todavía demasiado jóvenes para que aceptásemos que de ellos pudiese provenir magisterio alguno. (…) No encontrábamos maestros vivos, y mi generación debió buscarlos en otras tradiciones literarias, o en generaciones españolas desaparecidas, o inventárselos. Aunque con el correr de los años, la progresiva normalización de la vida española y el regreso de muchos que ejercían en el extranjero su labor, pudimos comprender que siempre los había habido, pero que no pudimos encontrarlos en aquellos primeros años de formación, por culpa del aislamiento necio y bárbaro en que transcurrieron tantos años triunfales 2 .
2 José María Merino, «Sobre Ricardo Gullón», Silva leonesa, Diputación de León, León, 1998, pp. 103-104.
28 También Luis Mateo Díez, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, al hacer recuento de sus orígenes literarios recreaba la misma conciencia de orfandad que dio a luz al apócrifo: Pertenezco a una generación bastante huérfana a la hora de reconocer maestros y, sin embargo, siempre sentí que la ejemplaridad y el magisterio eran valores importantes. (…) Debió de ser ese sentimiento de orfandad el que motivó que algunos hiciéramos caso a Juan de Mairena, que incitaba a sus alumnos a que se inventaran los maestros que la vida no les proporcionase. En la figura de Sabino Ordás se cifra el magisterio de quienes, desde la amistad y el compromiso de tantas ilusiones comunes, buscamos un espejo de lucidez, una metáfora compartida que contuviera la ejemplaridad literaria, intelectual y moral, que necesitábamos. A veces se repone desde la ficción lo que la vida no proporciona, de sobra sabemos que con frecuencia es en lo imaginario donde se cubren las carencias de la realidad 3.
Pero crear un apócrifo es una cuestión seria que requiere una sostenida voluntad de artificio fabulador a lo largo del tiempo para configurar un riguroso ser real de carne y hueso, lo que precisa del gusto por sostener la impostura por diversos procedimientos. El primero reside en dotarlo de una biografía convincente y a tal fin se emplearon los voluntarios discípulos en la Nota preliminar a Las cenizas del Fénix, el libro en el que en 1985 reúnen, una vez revisados, los artículos aparecidos en Pueblo, los mismos que hoy se ofrecen al lector. En estas notas se ofrece el resultado de la indagación llevada a cabo por los tres editores en su afán por rescatar a Sabino Ordás del injusto olvido en que el
3 Luis Mateo Díez, La mano del sueño (Algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria), Discurso de ingreso a la Real Academia Española leído el día 20 de mayo de 2001, R.A.E., Madrid, 2001, p. 9.
29 exilio lo ha mantenido. El lector encontrará aquí información puntual relativa a su nacimiento en 1905 en Ardón (León), su participación activa en las actividades de la Residencia de Estudiantes, donde contó con la amistad, entre otros, de Alberti, Max Aub, Lorca, Dalí, o Buñuel; sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Central, donde preparó bajo la dirección de don Ramón Menéndez Pidal su Tesis Doctoral: La expresión literaria de los pueblos del Astura, así como el resto de sus investigaciones de carácter lingüístico sobre su tierra, entre los que se cuenta El leonés como idioma frustrado (1936). Las noticias de su exilio tras la guerra civil lo encuentran primero en Méjico y después en Estados Unidos, país este último donde ha ejercido la docencia en distintas universidades, la última en Salt Lake City, y ha producido una relevante obra de investigación literaria y lingüística. En sus largos años de destierro ha frecuentado y compartido vivencias, entre otros, con escritores y artistas de la talla de Arturo Barea, Saul Bellow, José Bergamín, Luis Buñuel, Nicolás Guillén, Ricardo Gullón, Pablo Picasso, Alejo Carpentier, Max Aub; con muchos de ellos sostiene una arraigada amistad a través de los años. Manuel Andújar, en un prólogo cómplice que acompañaba a esta primera edición de Las cenizas del Fénix, se encargaba de poner la nota vital y anecdótica del exilio, cuando Sabino Ordás compartía veladas y fortuna con otros desterrados republicanos en sus frecuentes visitas a Méjico, de las que el prologuista guarda fiel recuerdo. El juego de la impostura requiere otras complicidades, y a la de los tres escritores se unieron otras, algunas consentidas, como la larga sucesión de nombres que, desde Paul Preston, a Pepín Bello, Octavio Paz, o Picasso, aparecen como fedatarios involuntarios de la existencia de Sabino Ordás en su serie de artículos. Otras, regocijadas con el relieve que iba adquiriendo el personaje. Ricardo Gullón, Dámaso Santos, Manuel Andújar y otros contribuyeron a mantener el engaño como verdadero en los circuitos literarios y lo lograron, hasta tal punto que, cuando comenzaron a aparecer los artículos de Sabino Ordás en Pueblo, ya es conocida, por repetida,
30 la anécdota de que más de uno se dirigió a Ardón guiado por la curiosidad de entrevistarse con el profesor y nadie supo darle noticia de su paradero. A ello contribuyó sin duda el hecho de que don Sabino se dejase retratar ocasionalmente, siempre en estampa buscadamente aldeana, o bien que concediese alguna entrevista desde su retiro de Ardón, como la realizada por Joaquín Boeza, un periodista tan apócrifo como el entrevistado, que apareció publicada en el diario Pueblo en 1978. Además, y aunque Sabino Ordás se resista a abandonar su silencio y desdeñe toda notoriedad que pueda derivarse de su aparición en cualquier medio, alguna vez se deja convencer por sus amigos y los acompaña en alguna de las reuniones de escritores. En estas ocasiones se presta al juego Andrés Viñuela Herrero, médico leonés recientemente fallecido quien, para más señas, era cuñado de Merino. Él fue quien prestó su figura y rostro a don Sabino en los escasos testimonios gráficos conservados, tras una leve caracterización, además de la imprescindible boina y las madreñas o la cacha, logrando tal grado de verosimilitud que, cuentan los regocijados testigos, alguno encontró en él a un Sabino Ordás excelentemente conservado para su ya provecta edad. Por otro lado, existe constancia pictórica de la ajetreada vida de Sabino Ordás y de los ambientes artísticos que frecuentó. Juan Pedro Aparicio conserva como legado del maestro, además de algunos dibujos, varios retratos al óleo pintados por Solana, Dalí, Zabaleta, Picasso —que lo pintó en varias ocasiones, entre 1923 y 1928—, Álvaro Delgado y otro de estética fauvista, en una suplantación ya de segundo grado, atribuido a Jusep Torres Campalans, famoso pintor cuya biografía académica debemos a la fecunda imaginación de Max Aub. Juan Pedro Aparicio guarda el secreto de las claves en su pinacoteca particular y, aunque versiones no faltan, dado el secretismo necesario para mantener el juego, parece cierto que su suegro, José Belmonte, ejercía entre sus aficiones la pintura al óleo con excelentes resultados, y se menciona como más que comprobada la habilidad de Merino con el dibujo quien, al menos en una ocasión, emuló el trazo de Picasso.
31 Lo cierto es que Sabino Ordás ha ido logrando bulto y notoriedad y, a medida que han ido pasando los años, ha devenido ocasionalmente de apócrifo ficcional, en ser verdadero. Así, aunque los tres escritores quisieron evitar engaños molestos y comenzaron a avisar de la ficción, dada la verosimilitud que iba adquiriendo su personaje, más de uno no se enteró a tiempo, lo que don Sabino aprovechó sin duda para afirmarse en su condición de ser real y adquirir vuelo propio al margen de la voluntad de sus tres mentores. Véase si no la documentada obra de consulta del profesor Martínez Cachero, La novela española entre 1936 y 1980, donde Sabino Ordás aparece como aval fidedigno de la existencia de aquel otro incógnito Claudio Bastida que ganó en 1979 el premio «Heliodoro» con su novela Constitución sobre la tierra. Pues bien, frente a las ofensivas patrañas que dudaron de la existencia del tal Bastida, al parecer conocido del director de la editorial Heliodoro Antonio Fernández y del escritor y crítico Antonio Fernández Molina, Martínez Cachero argumenta con un artículo de Sabino Ordás en que éste afirmaba haber tratado mucho a Bastida en París 4 . Así que el lector curioso podría sospechar quizá de la verdadera existencia de Bastida, pero en ningún caso de la de Sabino Ordás que venía así a confirmar su ser real y además con autoridad para relegar o no al ámbito de la ficción a otros posibles personajes cuya existencia pudiera ponerse en duda. Efectivamente, Martínez Cachero está haciendo referencia al artículo de Ordás que aparece aquí recopilado en último lugar, titulado «Mi amigo Claudio Bastida (Primer Premio Heliodoro de Novela», donde el leonés arremete ofendido contra las malintencionadas dudas generadas por la identidad de Bastida con el irrefutable argumento siguiente: «Que Claudio Bastida no es un apócrifo está muy claro. Claudio Bastida es tan apócrifo como yo mismo». Recreado como una de tantas anécdotas de las que contiene esta
4 Véase J. M. Martínez Cachero, La novela española entre 1936 y 1980. Historia de una aventura, Castalia, Madrid, 1985, p. 423.
32 serie de artículos sobre coincidencias y encuentros del autor a lo largo de su vida con personajes relevantes de la cultura, Ordás se precia de haber conocido y tratado mucho a Claudio Bastida durante los años que pasó en París. Comienza recreando la fortuita circunstancia en que se conocieron Bastida, su futuro editor Antonio Fernández (creador del premio Heliodoro) y él mismo, en un restaurante parisino, ante la poco digna situación de todos ellos cuando, sucesivamente, advierten a la hora de pagar que han olvidado la cartera. Pero la broma no termina ahí. Repare el lector en que la fisonomía de Claudio Bastida le lleva a Ordás a confundirlo en una primera impresión con otro conocido suyo, nada menos que Enoch Soames. Para quien no lo recuerde, Enoch Soames es el personaje que da título a un cuento fantástico del inglés Max Beerbohm. Metido de lleno en el juego de la suplantación, el artículo de Sabino Ordás reproduce con exactitud la descripción del personaje, tal y como aparece originalmente en el cuento de Beerbohm: «Era una persona encorvada, vacilante, más bien alta, muy pálida, de pelo algo largo y negro. Tenía una rala, imprecisa barba o, mejor dicho, un mentón sobre el cual muchos pelos se retorcían para cubrir su retirada» 5 . Por supuesto que la mención de Enoch Soames en este artículo nada tiene de casual, como no podía ser de otra manera. La peripecia de este personaje es la de un ser que pasa completamente desapercibido para los demás, un escritor rotundamente fracasado cuya ansia de fama le lleva a vender su alma al diablo a cambio de poder comprobar si un siglo más tarde ha conseguido el ansiado éxito literario. Pero lo que descubre no sólo es que su nombre y obra han sido absolutamente olvidados, sino que la única referencia que encuentra de sí mismo es la escueta nota enciclopédica en que se informa de que Soames es el personaje de un cuento debido a la invención de Max Beerbohm, que trata de un escritor
5 Véase esta misma descripción en «Enoch Soames», Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Antología de la literatura fantástica, Edhasa, Barcelona, 1996, p. 25.
33 mediocre que pactó con el diablo para conocer lo que pensaba de él la posteridad. Si hay personajes apócrifos que terminan asentándose como reales en la vida, Soames es el ser real al que se arrebata la memoria de su verdadera existencia para pasar al universo de los seres ficcionales. Una alusión, pues, muy propicia, para este juego de suplantaciones continua a que se arriesga cualquiera que tome contacto con Sabino Ordás. Volviendo sobre la biografía de Sabino Ordás, parece cierto que, frente a su presencia constante en los círculos culturales del exilio, una vez en España su participación en la vida literaria y cultural española casi se ha limitado a sus escritos, mientras que vitalmente ha preferido mantenerse aislado en su retiro campesino. Son contadas las ocasiones en que ha hecho de la norma excepción y de alguna de ellas nos ha llegado noticia, a veces por vericuetos sorpresivos. Así ocurre en el reciente libro de Eduardo Chamorro Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas, evocación de su amistad con el creador de «Región», y donde se menciona en un par de ocasiones a Sabino Ordás 6. Sin presentación previa que haga sospechar impostura alguna, Sabino Ordás aparece como depositario de la memoria de Benet, cuando éste le confiaba la trascendencia que en su obra tuvo La rama dorada, de James Frazer, o cuando rememoraba las cualidades mágicas e irreales, casi telúricas, del territorio geográfico que Benet conoció cuando trabajó en la construcción de la presa del Porma (León) y cómo influyó en la conformación de ese espacio fantasmagórico que es Región. Esta circunstancia muestra la camaradería de dos personalidades cuyas ocasiones de encuentro, sin embargo, fueron limitadas. Dado que Sabino Ordás no pertenecía al círculo de relaciones más habituales que refleja Chamorro, su referencia cobra mayor singularidad. Además, cabe recordar que, si Juan Benet ha sido considerado en más de una ocasión como posible maestro para los jóvenes narra-
6 Véase Eduardo Chamorro, Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas, Muchnik Editores, Barcelona, 2001, pp. 71 y 205.
34 dores del 68, las opiniones literarias de Sabino Ordás —y, por tanto, de sus discípulos— no estaban en la estela de un autor cuya obra, por otro lado, tal vez tampoco requería de discípulos. Lo cierto es que Juan Benet, que gustaba de las imposturas, los disfraces y las máscaras, al convertir a Sabino Ordás, por mediación de su amigo Eduardo Chamorro, en confidente ocasional de algunos recuerdos literarios y vivenciales, contribuye a otorgar entidad verdadera al supuesto apócrifo, además de prestigio intelectual. En realidad, Eduardo Chamorro se está sirviendo de una entrevista que efectivamente sostuvieron Sabino Ordás y Juan Benet en mayo de 1984 en la Casa de León en Madrid por mediación de Ricardo Gullón, buen conocedor y crítico de la obra de Benet y amigo de Aparicio, Díez y Merino. La entrevista apareció publicada en la revista de la casa regional 7 y no parece que tal encuentro tuviera continuación ninguna, ni que Sabino Ordás oficiara nuevamente como entrevistador. Así que la aparición del ilustre intelectual de Ardón en unas memorias sobre Benet sería una anécdota más si no fuera porque la condición del apócrifo se transfigura, crece y se afirma en la realidad por la ocasión y calidad de quienes hablan de él. Fuera de estas anécdotas y de las que estén por venir, lo cierto es que poco se ha sabido de Sabino Ordás en los últimos años. Tras los artículos de Pueblo a finales de los setenta, y coincidiendo con el afianzamiento progresivo e individual de sus discípulos en sus respectivos caminos literarios, su función como identidad intelectual que cohesionaba la comunidad literaria y de pensamiento de los tres fue perdiendo su sentido. Pero nunca para ser olvidado del todo. Pese a que prefiere el silencio, ha interrumpido ocasionalmente su mutismo cuando los amigos han insistido para que prologue alguno de sus libros. De hecho, esta actividad de prologuista, ha sido la única más o menos continuada que se le conoce en los últimos años. Sus palabras abren las dos ediciones de Caminos del
7 «Botillos y pizpiernos (Sobremesas en la Casa)», León, nº 6, 1984, pp. 70-73.
35 Esla de Aparicio y Merino (1980 y 1995), la antología de cuentos de los tres Cuentos de la calle de la Rúa (1989), un libro de viajes por León titulado León. Un viaje con guías (1990), el ensayo de Aparicio ¡Ah, de la vida! (1991), el libro de poemas de Eugenio de Nora Pueblo Cautivo, rescatado del olvido por la Diputación de León en 1997, y los artículos y ensayos de Merino reunidos bajo el título de Silva leonesa (1998). La fabulación de Sabino Ordás, sin embargo, ha rebasado la suplantación en la realidad para generar también ocasionales alusiones metaliterarias en las obras de Juan Pedro Aparicio y José María Merino, que sólo el lector avisado entenderá como pequeñas bromas con clave. Así, por ejemplo, en la segunda versión del cuento «Los inmortales» de Aparicio, incluido en Cuentos del origen del mono (Destino, 1989), el escritor introduce una pequeña anécdota cuando el personaje, Woodward, revolviendo en los estantes de una vieja librería, se topa con una edición del Quijote comentada por Sabino Ordás y con grabados de Dolfos, dato bibliográfico que habrá de añadirse al listado antes ofrecido de sus obras. En La tierra del tiempo perdido (Alfaguara, 1987), novela que forma parte de la trilogía escrita por Merino sobre la conquista de América, el autor, salvando la distancia cronológica, se sirve del prestigio del nombre para declarar a Sabino Ordás «hombre de letras» y común conocido de los personajes. Otro ejemplo que el lector puede contrastar: en el índice onomástico recogido al final de Las cenizas del Fénix aparece la solícita vecina de Sabino Ordás, Chon Orallo, personaje que el lector asiduo a la obra de Luis Mateo Díez recordará de La fuente de la edad. En un guiño humorístico a la novela de Luis Mateo Díez, donde, recordemos, la peripecia se inicia con una reunión de amigos cofrades en torno a una cazuela de ancas de rana en casa de Chon Orallo, ésta aparece destacada en el citado índice por las magníficas ancas de rana que prepara, «calificadas por Agustín García Calvo como dignas del Altísimo». El juego de suplantaciones entre realidad y ficción es infinito y sus fronteras se vuelven porosas en la vida y en la literatura de los tres escritores.
36 Pero donde Sabino Ordás adquiere una encarnadura ficcional mucho más compleja es en relación con el tema del doble, del apócrifo, de la suplantación de lo real por lo literario, ejes vertebradores en buena parte de las novelas y cuentos de José María Merino. La orilla oscura, que, por cierto, está dedicada a Sabino Ordás, «maestro y amigo», es una novela paradigmática en este sentido. En ella encontramos a Sabino Ordás transmutado en otro apócrifo de un paralelismo exacto, salvo por una leve actualización generacional que convierte al viejo republicano en un hombre de la generación de Merino. El nuevo apócrifo, Pedro Palaz, sancionado en los tiempos de agitación estudiantil del 68, decidió abandonar España y, tras un breve paso por París, ha ejercido con prestigio la docencia de la literatura en una universidad americana. Es autor de diversos ensayos literarios de indudable valor que, sin embargo, no se conocen en España. Hasta que es descubierto por un joven con inquietudes literarias que indaga afanosamente datos sobre su figura y obra. Descubre en él al maestro que redima su orfandad intelectual, hombre de mundo, con una vida azarosa, en contacto con los círculos intelectuales de todo el mundo, de lo que da vestigio el que Picasso le hiciese un retrato. En la obra creativa y ensayística de Pedro Palaz encuentra este joven la identificación de unas ideas literarias ajenas a las directrices de los grupúsculos literarios en España, ante cuyos planteamientos experimentalistas y obstinadamente cosmopolitas, se siente ajeno. Hasta este punto, la identidad de Ordás como Palaz es exacta y su labor de guía en materia literaria del joven aspirante a escritor es idéntica a la que Ordás desempeñó para el trío de Aparicio, Díez y Merino en su condición de voluntarios discípulos. La peripecia de Sabino Ordás en esta versión doblemente ficcional se completa cuando, al ponerse de manifiesto el carácter apócrifo de Palaz, su fabulador, Marzán, se identifica ante el decepcionado joven como autor de los artículos que, firmados por Palaz, habían aparecido en un periódico madrileño en complicidad con un amigo crítico literario —el Dámaso Santos de esta novela—, que se prestó al engaño desde la sección cultural de dicho diario. Por lo demás, en La orilla oscura el argumento continúa cuando el supuesto apócrifo inventado cobra vida
37 para disputarle a su fabulador la seguridad de existir sumergiendo la novela en un complejísimo juego de espejos, sueños y suplantaciones en que realidad y ficción resultan intercambiables. Por último, y para complicar aún más este interminable juego de máscaras y espejos, señalar que, en la relación de personajes vinculados en algún momento a la vida de Sabino Ordás que aparece al final de Las cenizas del Fénix, se encuentra el mismísimo Pedro Palaz, crítico eminente y «Actual director del Program in Creative Writing que creó Sabino Ordás en la Universidad de Arkansas», lo que refuerza la ligazón casi sucesoria entre los dos apócrifos, espejos entre sí. Al fin, Sabino Ordás, en su condición de personaje apócrifo representa la potencia de la imaginación para suplantar a la vida y confundirse con ella. Porque, como se ha visto, don Sabino no se resigna a ser sólo una invención, y en más de una ocasión ha conseguido sobrepasar el ámbito originario de su creación y plantarse en este otro lado de la existencia que, por principio, corresponde en exclusiva a sus creadores y lectores. Hasta ha elaborado una «Teoría del apócrifo» que se recoge en este libro donde, olvidando su condición de tal, propone una serie de pautas para explicar este tipo de suplantación «que desborda las convenciones del arte y de sus géneros, que no se resigna a la mera ficción como resultado, sino que desea trascender ese campo imaginario y rozar de veras la vida, abarcarla suplantándola, simularla hasta el límite de su verdad». Porque, efectivamente, frente a otras ficciones literarias que se conforman «con su propia consistencia de universo de ficción, equivalente a la vida, reducto de la fantasía», el apócrifo exige la transgresión, es fabulación que se quiere hacer pasar por real y como tal cobrar autonomía: «la imaginación se disfraza para no dejar entrever su identidad, la ficción se esconde, la simulación opera en un primer término ejecutando la copia más exacta y posible». Esta «realidad» de Sabino Ordás se configura esencialmente en la exposición de su pensamiento a través de los artículos originariamente publicados en Pueblo y ahora reeditados. Mediante la doctrina en ellos articulada y, en todo caso continuada sin variaciones relevantes en los prólogos mencionados, Ordás sostiene una identidad
38 cultural e intelectual necesariamente ligada a los años de la transición española, cuando se manifestó con todo su vigor. No hay que olvidar que, pese a su férrea naturaleza y su viva curiosidad intelectual, este eximio pensador está ya próximo a cumplir los cien años. Su obra está hecha y en sus artículos encontrará el lector el destilar de una inteligencia crítica, fraguada en su mayor parte lejos de España, que asiste con cierto escepticismo y una perspectiva amplia y contrastada al devenir del país a finales de la década de los setenta. En los artículos que siguen, su autor pasa revista a aspectos variados que van desde la nota familiar y chocarrera, pasando por la referencia culta y cosmopolita, la reivindicación de la entidad leonesa, las memorias del exilio, reflexiones literarias, además de todo tipo de asuntos culturales de actualidad inmediata en su momento, junto con alusiones domésticas al cotidiano fluir de su vida en Ardón. Desde su condición de exiliado, Ordás lamenta el olvido de tantos españoles cuya labor intelectual es por completo desconocida en España, se queja del empobrecimiento de la cultura española bajo la censura franquista, y advierte de la desidia responsable de olvidos injustos, como el de Luis Cernuda, César Arconada, José Díaz Fernández o Carranque de Ríos, de tantos españoles olvidados en un exilio aún más definitivo, el de la indiferencia y el desconocimiento absolutos. A menudo se deja llevar por la nostalgia de lo que no pudo ser, el tiempo de las vivencias y las señas de identidad arrebatadas por la obligada diáspora, y su intento de recuperación tardío. Pero no sólo el pasado dicta las páginas del escritor, también permanece atento a la vida cultural española, y así critica el mercantilismo que preside como único valor la feria del libro («El libro en el zoco»), así como la condición pactada del premio Planeta («La contaminación del Planeta»), lamenta el olvido en que el mundo editorial tiene al género cuento («El cuento, olvidado»), opina sobre la polémica generada por la colocación en Madrid de la obra de Chillida conocida como La Sirena («La santidad de la sirena»), o celebra la aparición de Gárgoris y Habidis de Sánchez Dragó («La biblioteca de las maravillas») y se felicita por la concesión del millonario premio Heliodoro a Claudio Bastida («Mi amigo Claudio
39 Bastida (Primer Premio Heliodoro de Novela»). Abundan los lamentos ante la inercia cultural que prolonga paradigmas herederos del franquismo. Así constata la ausencia en España de figuras intelectuales que sirvan de guía a los jóvenes («País sin patriarcas») y, sobre todo, denuncia la ausencia de una verdadera transición que permita en literatura el relevo generacional. En este sentido, repetidamente hace referencia a la consideración elitista del arte que en el último franquismo sustituyó al público por los grupúsculos de iniciados y, por lo mismo, reclama la necesidad de que las editoriales se abran a jóvenes valores que protagonicen la necesaria transición cultural («La novela iraní»). Otros artículos adoptan un tono menos reivindicativo y prefieren la anécdota vital, tanto en referencia a sus vivencias y encuentros durante el tiempo de exilio, como a un presente hecho de pequeñas rutinas que contribuyen a recrear el marco referencial de la escritura y hacerlo más verosímil. Porque Sabino Ordás también tiene que defenderse de la incredulidad de algunos, como cuando en «Jo soc el que soc» se duele de un artículo del conocido crítico Juan Ramón Masoliver aparecido en el periódico barcelonés La Vanguardia, en que se tacha a Ordás de fantasma, cosa que el aludido atribuye con ironía a la ceguera desde la que la poderosa Barcelona desdeña el resto de la cultura española no nacionalista —en este caso la generada desde el pequeño pueblo de Ardón por un leonés apenas conocido—, hasta el punto de negar su existencia. A medida que los artículos se van sucediendo, la autoría individual de los tres escritores, que en ocasiones se adivina en rasgos de estilo o recurrencia temática, va sin embargo configurando una voz común, cada vez más consolidada, en la que se desdibujan las notas particulares. Pese a la variedad de temas tratados, dos aspectos unifican especialmente el pensamiento expresado por Sabino Ordás en aquello que tiene de voz reivindicativa común de los tres escritores y que cobra todo su sentido a finales de la década de los 70. En primer lugar, Sabino Ordás reivindica León, exhibe las marcas de identidad de un pueblo que, si antaño jugó un papel relevante en
40 la configuración histórica de la península, hoy permanece ignorado. El otro pilar fundamental de los artículos es la denuncia de la nefasta política cultural y editorial del país que impide la aparición de voces nuevas, unido a la exposición de una poética literaria opuesta al imperante experimentalismo. En lo que se refiere a León, Sabino Ordás, en su condición de intelectual exiliado que ha elegido el retiro en un pequeño pueblo de la geografía leonesa, asume por igual un cosmopolitismo abierto con la condición de leonés arraigado en su tierra. En el artículo titulado «Una carta al ministro de cultura», sostiene la necesaria síntesis entre las raíces culturales y antropológicas del pueblo y su modernización y apertura. La identidad del individuo se afirma en las vivencias cotidianas dentro del espacio geográfico al que pertenece y Ordás, que ha vivido en propia carne el drama del desarraigo, advierte del peligro de una modernidad mal entendida y excluyente. Su estampa aldeana, profusamente cultivada en las menciones a sus partidas de mus, la manufactura de chorizos, o los paseos en madreñas, tiene mucho de exhibicionismo provinciano, no exento de ironía, y continuamente alternado con la nota cosmopolita. A lo largo de las páginas de Las cenizas del Fénix, Sabino Ordás repasa con conciencia crítica episodios y personajes que han significado algo en la historia leonesa (y española) y denuncia su desconocimiento, no sólo desde el resto de España, sino desde el propio León. Así, analiza las raíces ancestrales y el sentido festivo de la heterodoxa tradición leonesa celebrada la noche de Jueves Santo del «entierro de Genarín» («La rama dorada en el entierro de Genarín»), celebra las reuniones de escritores leoneses («Celebración en la Garandilla»), evoca las figuras anarquistas que surgieron de León, como Durruti, Diego Abad de Santillán o Ángel Pestaña y analiza la configuración del carácter que identifica al leonés («Buenaventura Durruti y los últimos lancienses»), o reivindica como primer texto escrito en romance una noticia de venta de quesos escrita en el monasterio de Ardón, en el siglo X, anterior a las glosas emilianenses («Ante las glosas emilianenses, una noticia de Kesos»).
41 Esta presencia insistente de lo leonés que asume Sabino Ordás debe entenderse desde el contexto de tres jóvenes narradores que unen su condición de tales a su origen provinciano, en reacción contra la preponderancia cultural de otras zonas españolas como Cataluña o Madrid, que condena a otras al olvido. Hay un cierto complejo de menesterosidad en el intento de estos tres escritores por hacerse un hueco en el panorama literario español en los años 70, sin renunciar a su raigambre leonesa, pero lejos de costumbrismos localistas trasnochados. De hecho desde sus primeras novelas, y más marcadamente en el caso de Luis Mateo Díez, exhiben lo leonés como marca diferencial. Y eso es lo que reivindica Sabino Ordás, la opción de entidades culturales ignoradas a ser tenidas en cuenta y mostrar su singularidad en igualdad de condiciones frente al centralismo unificador. Dice Sabino Ordás: «La literatura que se ha hecho y la que se hace en León y desde León no es conocida en España por la invisibilidad y ocultamiento que padece nuestra tierra…»(«Marxismo de secano»). Esta convicción fue bien asimilada por sus tres discípulos escritores, que en su voluntad por reivindicar y dar a conocer León, comienzan por entonces la escritura de obras en que a lo literario se une la intención documental, como el libro de viajes Los caminos del Esla (1980) con autoría conjunta de Aparicio y Merino, Relato de Babia (1981) de Luis Mateo, El Transcantábrico (1982) de Aparicio; ensayos reivindicativos, como el concebido por Aparicio bajo el larguísimo y expeditivo título de Ensayo sobre las pugnas, heridas, capturas, expolios y desolaciones del viejo reino en el que se apunta la reivindicación leonesa de León (1981). Pero además, conscientemente convierten León en territorio literario de sus ficciones narrativas a lo largo de buena parte de su producción, desde Apócrifo del clavel y la espina (1977), Las estaciones provinciales (1982) o La fuente de la edad (1986) de Díez, El año del francés (1986) o Retratos de ambigú (1989) de Aparicio, El caldero de oro (1981) o Cuentos del reino secreto (1982) de Merino. La fabulación literaria brota de su memoria vivencial y emocional, y desde la ficción rastrean una identidad en la que se identifican, donde se mezcla la verosimilitud
42 realista con otros paradigmas procedentes de lo fantástico, onírico y metaficcional. Porque, al tiempo que configuran un espacio leonés para sus novelas y cuentos, reclaman también una autonomía para lo literario y, en su vertiente social y pública, recelan de su denominación de grupo leonés, por cuanto perciben en ella ciertas connotaciones de provincianismo y localismo en su sentido más peyorativo. En ese sentido se cansan de repetir que no son escritores costumbristas, cosa por otro lado evidente para cualquiera que haya leído sus obras, y en sus declaraciones prefieren limitar su unidad a una relación privada de amistad. Este doble empuje define durante un tiempo su proyección literaria pública: por un lado afirman y reivindican la novedad de unos territorios literarios antes inéditos en narrativa y, por otro, se defienden de posibles acusaciones de localismo, quizá por un prurito universalista atento a la detección de todo realismo localista y antigualla aún latente en cierta crítica heredera del experimentalismo. Pero, volviendo al leonesismo de Sabino Ordás, éste tiene una aplicación política concreta que no debe escapar a estas consideraciones. Tras la muerte de Franco se inicia el proceso de regionalización de España que llevaría al actual estado de autonomías. En ese contexto, el intelectual leonés se siente comprometido con la necesidad de que su tierra tenga su espacio autónomo desde el que potenciar su desarrollo, como región con una fisonomía histórica propia. Los escritos de Sabino Ordás abundan en alusiones a lo específico de la identidad leonesa, distinta de la castellana, y a la artificial distribución política en unas autonomías (Castilla y León y Castilla-La Mancha) que han desnaturalizado la fisonomía particular de regiones históricas. Pero, al tiempo, advierte también contra la paranoia excluyente de ciertos nacionalismos que consiste «en no asumir, junto a la personalidad peculiar, la plural y multiforme, sino en contraponer ambas; esa que tiende muchas veces a utilizar cada personalidad como arma arrojadiza frente a la de los demás…» («Una carta al ministro de cultura»). De hecho, la participación innegable de Sabino Ordás en el autonomismo leonés no se concibe desde un nacionalismo excluyente. Y es que,
43 en este sentido, Sabino Ordás poco tiene que ver con su homónimo Sabino Arana. Eso sí, destaca lo específico, lo individual del ser leonés que hunde sus raíces en una cultura ancestral de la que quedan abundantes vestigios, pero que parecen destinados a desaparecer en el olvido y la ignorancia en que actualmente está sumida la provincia: «Astorga, la más antigua ciudad española, que fundó Habis, no era un islote. Los nombres de los viejos dioses y de las antiguas janas permanecen en las múltiples estelas que, cada día, aparecen en los dilatados parajes que encuadran el Sil y el Astura. Las pallozas y los hórreos son el signo de la montaña leonesa…» («La biblioteca de las maravillas»). El mismo tono de divulgación, por un lado, y al tiempo de reivindicación de lo leonés preside el contenido de otros artículos que sus discípulos, siguiendo la estela del maestro, publicaron también por entonces en distintos medios periodísticos. Cabe mencionar, por ejemplo algunos que Juan Pedro Aparicio reunió en su libro ¡Ah, de la vida! (1991): «Quién está a la derecha de la foto» y «Riaño: un modelo para armar» desde la denuncia de la construcción del pantano de Riaño; «La fiesta de las autonomías no pasa por León», de nuevo sobre la ignorancia de lo leonés en la España autonómica; «1988: el otro aniversario» y «El pueblo maldito» recordando las Cortes Leonesas de 1188 como cuna del parlamentarismo europeo. También los artículos de Merino reunidos en Silva leonesa (1998) hacen expresa la queja por el olvido de una región que languidece y que afronta el futuro desde la perplejidad de la pérdida de la propia identidad. «El Esla, río emblemático», «El corazón del noroeste», «Sobre la protección del hórreo leonés», «Un viaje al Bierzo» son algunos de los artículos reunidos por Merino en que asoma la voz reivindicativa de don Sabino para discutir por igual la mala organización autonómica que ha abandonado a León, y el propio descuido en que los leoneses tienen a su tierra. No hay idealismo romántico alguno en las revisiones críticas desde las que tanto maestro como discípulos constatan la progresiva pérdida de una cultura y unas formas de vida ante la pasividad y el desconocimiento generales.
44 Pero sin duda, la obra culmen en este contexto activo de reivindicación leonesa es el ya citado estudio de Aparicio, Ensayo sobre las pugnas, heridas, capturas, expolios y desolaciones del viejo reino en el que se apunta la reivindicación leonesa de León. El ensayo se dirige a rastrear las causas del olvido y declive de la provincia a lo largo de su historia, desde sus orígenes astures y cántabros, la tardía romanización y el escaso contacto con lo árabe que condicionaron el mantenimiento apenas alterado de una idiosincrasia propia. Con un acopio documental solvente, el escritor repasa los oscuros tiempos de una historia mal conocida y peor contada que pasa por invasiones, intrincadas relaciones dinásticas, descalabros del poder y disputas de todo género que llevaron al reino de León, desde el protagonismo histórico de los primeros tiempos, cuando en el siglo X se traslada la corte de Oviedo a León, a una larga sucesión de pérdidas y naufragios históricos que en sucesivos embates la han llevado a perder el pulso histórico. Una idea destaca a lo largo del ensayo: la de que lo leonés se fija como un territorio, una identidad, unas costumbres desde tiempos muy remotos. El propio Sabino Ordás viene ocasionalmente en su ayuda, citado como fuente erudita y criterio de autoridad a la hora de revisar la historia. Por fin, la última pérdida leonesa es la de no lograr un reconocimiento diferencial en la España de las autonomías, asimilada la provincia en la autonomía de Castilla y León. Todavía en 1995, Sabino Ordás recordaba en el prólogo a la segunda edición de Los caminos del Esla el contexto ideológico en que surgió este libro de viajes en 1980: las vicisitudes de aquel intento autonomista que pretendieron resaltar la especificidad de lo leonés sin ningún complejo de inferioridad ante otras regiones, pero que quedaron finalmente en pura impotencia condenando a León a una existencia cada vez más precaria. Pero si relevante es la presencia de lo leonés a lo largo de los artículos, donde la voz de Sabino Ordás alcanza una elaboración más compleja y determinante es en relación al panorama literario de los años 70. Es frecuente hallar en sus artículos encendidas críticas y reproches a la inercia del mercado editorial español, que
45 aparece cerrado para las voces de nuevos escritores. En el artículo titulado «Bukowski, la literatura marginal y la literatura marginada» pone como ejemplo negativo equiparable a España la reacción del mercado editorial venezolano que, tras la caída del dictador Pérez Jiménez, no dio cauce a las voces nuevas que hubieran podido marcar las pautas de un cambio cultural paralelo al político. Desde esa perspectiva, reniega Sabino Ordás del exclusivismo cultural y literario de la posguerra, marcado por escuelas cerradas y excluyentes donde el intelectual o el escritor en torno al que se constituía un núcleo de influencia, acababa convirtiéndose en una especie de dictador, sólo atento al cumplimiento de sus dictámentes o dogmas y ajeno a lo demás. Dentro de esa tendencia a la cerrazón de las escuelas, se va a parar de modo prioritario en el inmediato panorama de los 70, donde impera «el soliloquio elitista, los monopoliúsculos de la cultura-arcano, todas aquellas consignas sobre la necesidad de destruir el lenguaje (¡en un país donde, con las demás libertades formales, estaba conculcada la libertad de expresión!) e, impregnándolo todo, el desprecio a los no iniciados, a la masa ignara, al pueblo, en definitiva»(«Castellet, con retraso»). En una entrevista sostenida con Joaquín Boeza y publicada en Pueblo el 14 de junio de 1978, Don Sabino ahondó aún más en estas reflexiones con la eficacia provocadora que proporciona la discusión oral. Extracto algunos fragmentos por lo revelador y lúcido de sus juicios, testimonio de primera mano del ambiente literario de la transición desde una perspectiva marcadamente crítica: Con el tiempo y el desarrollismo económico, a muchos de nuestros escritores el ejercicio del puro formalismo, y de un cierto culturalismo idiotamente cosmopolita, les dio la ilusión de la libertad. Esto originó una literatura vacua, pedante, de espaldas al lector y al país (pienso en algunos casos realmente pintorescos, Leyva, Molina, en aquellos «novísimos poetas», pienso en tantos otros), donde la distinción que hace Aranguren de cultura franquista y cultura hecha durante el franquismo llega a confundirse.
46 La crítica tiene una gran responsabilidad en la desorientación actual. Y no me refiero a la crítica universitaria, cuya falta de conexión con la realidad es casi grotesca (…). Me refiero a la crítica especializada de los medios de comunicación, la crítica que debería estar más atenta al libro nuestro de cada día. Esta crítica, en el mejor de los casos, y sirva de ejemplo José María Castellet, ha ejercido su función como un mandarinato: no orientando, sino dictando ukases; comportándose, aunque sin duda de un modo involuntario, con arreglo al esquema de poder que funcionaba en el país: dictador rodeado de una servil obediencia. (…) En España la crítica no cumple una función social; no está al servicio de los lectores ni de la cultura del país; ejerce, simplemente, el ditirambo según la moda —que marcan las editoriales, no hay que olvidarlo—, la amistad y vinculación con autores y grupitos o el mero capricho personal. (…) Pero el ejercicio de una crítica hagiográfica tiene el paisaje literario lleno de santuarios donde, sobre pedestales y rodeados de flores inmarcesibles, permanecen Torrente Ballester, Benet, Cela, Goytisolo, Umbral, dioses mayores, o aparecen de un día para otro diosecillos ya con altar y santuario incorporado (…). Parece que éste es un país de individualidades geniales. Y yo, que tengo mis dudas sobre la eficacia cultural de decretar genialidades, prefiero de todos modos un panorama donde se multipliquen los escritores con menos «libros del año» y más libros de todo el año, sin santuarios. (…) Las grandes editoriales son empresas industriales, como las fábricas de neveras o los supermercados y, desde luego, no parece que se estén arriesgando mucho en el campo cultural (…). Eche usted una ojeada a los títulos y dígame cuántos nombres de nuevos autores españoles encuentra. ¿Es que no hay? Lo que pasa es que las editoriales sólo juegan sobre seguro, no tienen la mínima intención de promocionar la cultura fuera de la seguridad mercantil. (…). El caso es que las grandes editoriales marcan las pautas culturales con su producción y el coro impaciente de la crítica las aclama…
47 Al fondo de estas críticas está el intento de tres jóvenes escritores por abrirse un hueco en medio del auge experimentalista, con el que no se identifican, y ante un mercado editorial de muy difícil acceso para quien no sea escritor consagrado. Por eso arrecian en su rechazo de la novela experimentalista hermética y, en el artículo de Sabino Ordás del año 1978 titulado «Nivolas de Goytisolo» se tilda la narrativa de este autor como «nivola sin salida». Todo está por hacer, o al menos ellos, como tantos otros escritores de su misma promoción no se identifican sino parcialmente con las pautas narrativas existentes y reclaman su lugar. Para entonces están escribiendo una narrativa que no se acomoda a las modas editoriales del momento, y encuentran enormes dificultades para conseguir publicar. Luis Mateo Díez tenía terminadas dos novelas cortas que exhalaban un halo romántico en el tono legendario y buscadamente anacrónico de sus argumentos, algo ajeno por completo a los imperativos iconoclastas de la vanguardia experimentalista. Una de ellas, Apócrifo del clavel y la espina, es galardonada con el Premio Café Gijón de Novela Corta en el año 1973, lo que no saca del anonimato al escritor que sólo verá publicada su novela, junto con Blasón de muérdago, en el año 1977 y en la misma editorial de Magisterio Español en que habían aparecido sus primeros cuentos. Pero además, en la segunda mitad de los 70 ya había dado forma a otra novela, Las estaciones provinciales, que es rechazada sistemáticamente por todas las editoriales a las que la presenta, y que no logra quedar ni entre las veinte novelas seleccionadas cuando la envía al Premio Nadal. Seguramente porque tenía un cierto aspecto costumbrista y la moda experimentalista, en su rechazo del realismo social que la precedió, renegaba de toda obra en que se transparentase un referente realista, y mucho menos provinciano. Por su parte, José María Merino había tenido un poco más de suerte con su Novela de Andrés Choz, que había sido publicada en 1976 por Magisterio Español tras ser galardonada con el Premio «Novelas y Cuentos». Pero tampoco había logrado un importante reconocimiento de crítica ni lectores y seguía siendo un desconocido en un panorama literario que nada
48 tenía que ver con los lanzamientos editoriales a los que ahora estamos acostumbrados. Novela de Andrés Choz, que aprovechaba material de la ciencia-ficción y planteaba una trama básicamente realista, aunque mezclada con la reflexión metaficcional e implicaciones fantásticas, tampoco se ajustaba a las tendencias del momento. Por último, Juan Pedro Aparicio había sufrido una serie de avatares con su primera novela, De ducum natura, título que después cambiaría por el definitivo de Lo que es del César. La novela había quedado finalista del Premio Nadal en el año 1978, pese a lo que ninguna editorial aceptó publicarla. En 1979 vuelve a ser galardonada, esta vez con el Premio Guernica. Pero ninguno de esos reconocimientos rompe con el recelo de las editoriales ante una novela tremendamente ácida e ideológicamente muy agresiva. En este contexto, Sabino Ordás asume la voz común de los tres jóvenes escritores en un intento de perfilar unos cauces distintos para la narrativa, en una nueva orientación que va hacia la revalorización del argumento, la permeabilidad entre la obra literaria y la vida, la fascinación por contar historias y la reivindicación de los pequeños territorios personales como trampolín hacia lo literario universal. Este intento más o menos infructuoso en aquellos primeros años por abrirse un hueco propio en las tendencias literarias del momento ha sido puesto de manifiesto por Ignacio Soldevila Durante en un estudio de la narrativa de Aparicio. Señala este crítico: «Me atrevo a suponer que, en el conjunto del campo literario en que los entonces jóvenes escritores de lo que se ha convenido en llamar “grupo leonés”, esta mezcla original de enfrentamiento con la realidad por la vía del quiebro no-mimético les deparaba un territorio virgen en el conjunto estructural del momento, una casilla desocupada en la que poder instalarse sin tener que desplazar a valores consolidados o a jóvenes compañeros generacionales que asaltaban el espacio literario bien desde la alternativa experimentalista pura y dura, bien en el surco abierto por el precursor y guía Juan Benet, sin descuidar la asimilación de las lecciones latinoameri-
49 canas propiciadas por el «boom». Por no mencionar a los que intentaban simplemente ofrecerse como relevo de la tradición asentada de las dos generaciones precedentes» 8.
Pero lo peculiar es que en ese empeño se unan lo tres y creen una especie de manifiesto, aunque no llegue nunca a ser programático, que se llama Sabino Ordás. Porque la historia literaria ya había ofrecido ilustres apócrifos, como los de Pessoa, o el Juan de Mairena de Antonio Machado. Pero no es frecuente un apócrifo colectivo que los tres escritores utilizan en una tentativa de ofrecer un sustento teórico a su ejercicio literario. En este sentido es Sabino Ordás lo que los particulariza como grupo en el ámbito de la narrativa española, lo que los identifica en una aventura que cobra todo su sentido en los años de la transición política y cultural. Y es que, sin esta condición, la simetría de sus trayectorias literarias no habría alcanzado tan significativa unidad y empuje colectivo en estos primeros años de creación literaria. Las cenizas del Fénix, en aquello que tienen de poética literaria, trazaron con suficiente claridad unas líneas de comprensión de lo literario por oposición al experimentalismo que predominaba en España en la década de los setenta. Como tal, dicha poética no aparece como una elaboración teórica sistemática, sino fruto de unas convicciones personales compartidas por Aparicio, Luis Mateo y Merino al hilo de su reflexión y práctica literarias. Es más, los tres ponen especial empeño en destacar que nunca pretendieron ser escuela para otros, tal vez por cierta prevención a que los acusen de dictar doctrina, cuando ellos rehuyen los adoctrinamientos literarios de los demás. Pero lo cierto es que en los años de la transición española, cuando se evidencia cierta decepción desde los foros literarios que asisten al aún confuso panorama
8 Ignacio Soldevila Durante, «La obra narrativa de Juan Pedro Aparicio, a estas alturas», Insula, nº 607, 1997, p. 19.
50 de una narrativa española que no presenta unas directrices claras, cuando se pone de moda aquel dicho de «contra Franco escribíamos mejor», ellos tres parecen tenerlo bastante claro. Los artículos que durante 1977 y 1979 publicó Sabino Ordás son, desde luego, insuficientes para explicar la riqueza y particularidad de los mundos ficcionales que han ido madurando a lo largo de los años los tres escritores. Pero sí definen con claridad la base de lo que entienden por literatura, el sustrato, en definitiva, de su creación narrativa. Y ese sustrato se gestó en la comunidad de los tres. Básicamente se trata de la reivindicación de la narratividad frente a la impermeabilidad del experimentalismo más extremo, frente a su discurso falsamente cosmopolita y moderno, apto sólo para iniciados. Por contra, Sabino Ordás reivindica una literatura que brota de la vida, que cuenta historias también para entretener, que recupera la tradición española, sin renunciar a todos los logros de la narrativa del siglo XX. El tiempo se encargaría de validar la opción literaria que sostenía cuando, tras el rápido cansancio del experimentalismo más extremado, la novela vuelve a un realismo renovado que se ha revelado, dentro de su variedad, como una de las tendencias más sólidas y ricas del panorama narrativo contemporáneo. No se trata de repetir modelos decimonónicos, y mucho menos de recuperar el realismo social mimético de los años cincuenta, tan denostado tras su descrédito final. De hecho, no nos hallamos ante una mímesis ingenua de la realidad, sino que las técnicas tradicionales de contar se combinan ahora con otras provenientes del irrealismo, la fantasía, el humor, la ironía, etc. No en vano esta generación de escritores es también heredera del formalismo y experimentalismo cuando, una vez asimilada la novedad, las técnicas renovadoras o la indagación en el lenguaje literario se ponen al servicio del narrar. Lo cierto es que, entre las tendencias más fructíferas que la crítica ha venido valorando recientemente, se encuentra una narrativa de nuevo inspirada en la vida, que ha retomado el gusto por la peripecia, la elaboración de personajes y espacios reconocibles, que valora la función lúdica de la litera-
51 tura. Una narrativa, en fin, que ha vuelto a contactar con un público lector amplio tras el elitismo experimentalista, sin renunciar a la calidad, la elaboración artística del lenguaje, o el ensayo de técnicas novedosas en cada caso. En esta tendencia amplia y multiforme se inscribe la narrativa de Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio y José María Merino y la estética postulada por Sabino Ordás. Santos Sanz Villanueva, uno de los escasos críticos que ha parado mientes en la significación del apócrifo, ha destacado la validez histórica de los postulados teóricos de Sabino Ordás y su interés al definir con claridad unas líneas narrativas emergentes en un momento de cierta confusión : «…estos ensayos —de cierta repercusión debido a su difusión inicial en las páginas de la prensa— constituyen una de las escasas aportaciones teóricas de interés del momento y, desde luego, formulan una opción estética con una gran nitidez, con perspicacia histórica y con capacidad de orientar la creación literaria en circunstancias de incertidumbre» 9 .
En su empeño, los tres «sabinistas» coinciden con otros escritores españoles de su generación que, desde sus respectivos mundos literarios, procuran una renovación de la narrativa y no se adscriben a la estética imperante. Por aquellos años 70, e incluso ya a finales de la década anterior, cada cual ensayó su propuesta con mayor o menor fortuna, dadas las veleidades de un contexto literario en que la ocasión no es menos importante que la calidad literaria. Y no será hasta bastante más tarde, en las sucesivas valoraciones que la crítica haga periódicamente del
9 Santos Sanz Villanueva, «Estado actual de la narrativa en Castilla y León», Congreso Internacional de escritores castellano-leoneses, hispanoamericanos y portugueses, Actas de las Jornadas celebradas en Segovia del 7 al 11 de marzo de 1994, Sociedad V Centenario del Tratado de Tordesillas, Valladolid, 1995, p. 158.
52 panorama narrativo español, cuando comience a advertir los síntomas de un cambio que deja atrás el experimentalismo. Una no sabe muy bien cuándo la actividad literaria pasa de ser individual a síntoma de una tendencia, puesto que durante el imperio del experimentalismo no faltaron excepciones abundantes que exploraban caminos más «realistas», pero que no eran sometidos a consideración desde ese conglomerado dominante de opinión que conforman editoriales y crítica. En el camino, la historia literaria precisa buscar hitos, siempre simplificadores de una realidad más compleja, pero a la vez significativos, como el que constituyó la publicación en 1975 de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza en cuanto a recuperación para la narrativa nuevamente de la sugestión de la peripecia. Una opción que, como vemos, se comprende dentro de un amplio proceso en el que Sabino Ordás tiene el mérito de haber adelantado unos postulados teóricos lúcidos que sustentaban por entonces la práctica literaria de tres escritores. Sin embargo, el ámbito de reconocimiento de Sabino Ordás fue menor. La capacidad de proyección de sus ideas literarias desde las páginas literarias de Pueblo a finales de los setenta, pese a crear cierta expectación, fue limitado. Tampoco los escritores leoneses volvieron a hacer bandera literaria de Sabino Ordás y ha sido el paso del tiempo el que ha confirmado como válidos sus diagnósticos en un tiempo en el que la crítica hablaba de desorientación e incertidumbre literaria. Ya trazado el contexto y el objetivo fundamental de la poética literaria sustentada por Sabino Ordás, falta por detallar algunos de los planteamientos básicos de su teoría, que sus discípulos se ocuparían de poner en práctica. En primer lugar reclama la necesaria impregnación de la obra literaria en la vida, su capacidad de emocionar, perturbar, en fin, comunicarse con el lector. Esta toma de postura frente al experimentalismo hermenéutico, aparece expuesta en los artículos de Las cenizas del Fénix en repetidas ocasiones, como ya hemos tenido ocasión de comprobar:
53 Hay últimamente una querencia de traer la literatura de la sintaxis, y no de la vida.(…) quieren sustraer la gozosa participación sentimental del buen lector con una sofisticada hermenéutica de lo formal, administrada en el arcano y, por lo tanto, propiciadora de élites sacerdotales («De la novela de la vida»). La «literatura de lo formal» nunca tendrá esa potencia para alambicar lo real, lo vivo, para destilarlo en una nueva realidad también viva, también palpitante y entrañada. La «literatura de lo formal» no es, generalmente, sino una colección de juegos, algunos ingeniosos, pero que no trascienden su condición hiperbólica: siguen siendo jeroglíficos desmesurados que nunca sobreviven a la destrucción que comporta su lectura («De la novela de la vida»). La literatura debe salir de la vida, y la experiencia y la imaginación se nutren de ese sustrato de lo que se vive y se hereda viviendo («Novela identidad»).
Identifica Ordás la novela formal con el producto del último franquismo, la retórica experimentalista como resultado de la censura, de la falta de libertad que atenaza en primer lugar al lenguaje. Niega su suficiencia para transmitir vida, conocimiento, y la acusa de «incapacidad para conectar con la realidad nacional, abusiva referencia a otras literaturas y amaneramiento formal» («La novela iraní»). Por contra, postula la posibilidad de una nueva novela inspirada en lo real, pero cuya solvencia se encuentra ante todo en su capacidad de crear mundos imaginarios que sugestionen al lector. La literatura está en la vida, forma parte de ella y su virtualidad reside precisamente en su capacidad de hacer vivir otras vidas imaginarias, a menudo mucho más ricas que las reales. ¿Y en qué vida debe inspirarse el escritor? Sabino Ordás lo tiene claro: en los pequeños territorios conocidos, familiares, íntimos, habitados, no por héroes generadores de grandes hitos, sino por seres cotidianos enfrentados a su propia existencia. Ir a
54 lo universal partiendo de los pequeños mundos de la memoria, de aquello que mejor se conoce, es una de las convicciones que con mayor vigor sostiene Sabino Ordás, seguramente por contrariar el afán falsamente cosmopolita, a su juicio, de la novela más experimental. Advertía el maestro en sus escritos contra la literatura que carece de arraigo. El individuo adquiere su identidad más sólida en la asimilación y conocimiento de los pequeños espacios a los que pertenece y en los que se identifica. Cuando el escritor desdeña su propia participación en la gestación de la obra, cuando no hay unas vivencias que sustenten las ficciones, éstas suenan falsas. Se trata de nuevo de afirmar que la literatura brota de la propia vida, aunque no la reproduce. El escritor encuentra su identidad en su ámbito particular, y sólo desde él puede conquistar una universalidad que de otro modo sonaría falsa: Siempre preferí las obras que ahondando en lo particular nos llevan a lo universal. De las emociones pequeñas y cercanas uno pasa con más delectación a las grandes emociones que conmueven al mundo, como de los conocimientos de esa diminuta parcela geográfica que habitamos, al conocimiento del cosmos. Nuestra condición limitada, contingente, parece abocarnos a asimilar nuestros pequeños espacios, a degustar nuestras inmediatas emociones, a sentirnos invadidos por el peso de nuestro tiempo y de nuestros lugares, para tener así una concreta libertad («Novela identidad»).
Es la lección aprendida de los neorrealistas italianos; la capacidad de generar, desde el mundo limitado de la provincia o la ciudad, experiencias, emociones y cauces de reflexión con un alcance mucho más amplio e ilimitado. Argumenta Ordás que las grandes novelas de alcance universal brotan de los pequeños ámbitos familiares y cotidianos: el Mississipi de Faulkner, el Dublín del Ulysses de Joyce: «Yo mismo he anotado en estas mismas páginas todo el inmenso localismo que hay en la obra de Joyce, localismo exacerbado que sólo los torpes no ven y que, no
55 obstante, se hunde en la veta por donde pasa lo más sabroso de la cultura universal» («La novela iraní»). En estas afirmaciones encuentran sus discípulos justificada la voluntaria vinculación de su literatura con el espacio leonés. La vivencia de la realidad sirve de trampolín hacia los mundos imaginarios de la ficción en que los escritores operan con total libertad. Ahora bien, las relaciones entre literatura y vida, entre arte y realidad son enormemente complejas en este fin de siglo, y los tres discípulos entendieron el mensaje de su maestro en la elaboración de unos mundos ficcionales autónomos. Sus novelas y cuentos brotan de su memoria vivencial y creativa, sirven a menudo de indagación existencial de carácter individual, o bien colectivo. Pero, en contra de lo que pudiera suponerse a priori, este proceso se ha elaborado desde una clara conciencia de lo ficcional, sin instrumentalizar la literatura de forma banal. Han tratado de hallar un punto medio entre autonomía de la ficción literaria y una función referencial a la que no sienten que deban renunciar. Además de que la «realidad» narrativa que presentan, acorde con las tendencias que han venido a culminar a finales del siglo XX, no obedece a exigencias miméticas, sino que aparece cruzada con otros ámbitos procedentes de la memoria, la fantasía, lo onírico, o la propia reflexión literaria. La tradicional omnisciencia narrativa es sustituida por una perspectiva más limitada que, lejos de contemplar la realidad como un paradigma con sentido único, la sustituye por otra incompleta, llena de sombras e incógnitas en que el individuo asiste a su propio desconcierto y el de cuanto le rodea. Pero sin renunciar a los requerimientos de la modernidad, uno de los requisitos fundamentales que Sabino Ordás exige a la novela, en oposición frontal al imperio del discurso, es la narratividad, el contar una historia para sugestión y entretenimiento del lector. A esta exigencia no es ajena la experiencia de la oralidad vivida por Sabino Ordás —y también por sus paisanos Díez y Merino— en una geografía leonesa en la que ha sobrevivido con fuerza lo ancestral transmitido mediante costumbres vecinales como el «filandón»,
56 o el «hilandoiro», cuando en los largos inviernos las gentes iban desgranando alrededor de la lumbre las viejas historias conocidas. En este contexto oral, en el que la fabulación surge como una necesidad del ser humano de contar y explicarse el mundo, encuentra Sabino Ordás la expresión primigenia de la narración ficcional: De esos recuerdos que a mí me llegan de la infancia, y hasta de la adolescencia y primera juventud, uno deriva algunas divagaciones, a las que también llegó por los caminos de la cultura. Es el punto de encuentro de un tema que me apasiona: los orígenes del narrar, la literatura oral, la actitud del contar como modo de transmitir, y no sólo los conocimientos, sino las historias y, por tanto, las emociones, los hechos, los sucesos que se viven o que se inventan: ¿En qué momento empezaron a mezclarse los vividos y los inventados? ¿Cómo la voz articuló la fabulación y dejó de ser puramente utilitaria? ¿Desde cuándo hubo necesidad de transmitir un sueño, de contarlo, recreándolo? («Las horas del contar»).
Tal experiencia tiene su traslación, en la obra de sus discípulos, en la importancia concedida en sus novelas al hecho de contar y desarrollar historias, a menudo a partir de un contexto conversacional. Las novelas, sobre todo las de Díez y Merino, aparecen a menudo saturadas de material narrativo, llenas de personajes que cuentan historias incrustadas en el discurso narrativo principal, fábulas, cuentos, leyendas, historias que remiten a otras historias, y todo ello para deleite y fascinación de los lectores que reecuentran en esta fiesta del narrar el placer de lo imaginario. Porque, para ambos autores, la oralidad representa un cauce hacia la ficción literaria, más concretamente, hacia una realidad ficcional traspasada de fantasía, donde los límites entre lo real y lo fantástico o lo onírico carecen de relieves claros. Primero desde la experiencia de la oralidad, y después desde la lectura de las grandes obras literarias, en la consideración de Sabino Ordás los universos ficcionales gozan de una realidad tan solvente o más que la propia vida. Porque ésta se enriquece y ve
57 superada en las fabulaciones literarias que han alimentado siempre la fantasía del ser humano, de modo que lo literario es una dimensión más, y no poco relevante, de la propia vida: (…) llego a confundir lo real y lo novelesco. Toda mi vida «real» está interpolada por las vidas leídas. Los mundos que he conocido en la ficción van entremezclando sus paisajes, sus olores, sus sombras, con mi mundo de carne y hueso. La memoria de mi vida, es decir, mi misma vida, está construida con una mixtura tan íntima de lo vivido y de lo leído, que ya soy incapaz de desmembrar y colocar a un lado lo real, a otro lo ficticio («De la novela de la vida»).
Sabino Ordás sostiene pues, tanto como teórico, como desde su naturaleza apócrifa, la permeabilidad entre vida y literatura, una convicción que desarrolló especialmente uno de sus discípulos, José María Merino, hasta el punto de que en sus novelas y cuentos, lo real puede llegar a ser suplantado por lo imaginario sin fronteras claras. Y es frecuente hallar en la obra de los tres escritores un complejo juego de espejos entre lo real y lo imaginario que trasciende con creces una visión plana y convencional de lo que más tradicionalmente se ha entendido como realismo. Al fin, Sabino Ordás sustenta una poética literaria que, con origen en los años de transición, sigue vigente hoy en la práctica literaria de Aparicio, Díez y Merino. A partir de unas vivencias arraigadas en el contexto leonés, ellos han creado un territorio imaginario rico en significados simbólicos y con proyección universal, han indagado en los límites de la realidad convencional y su continuidad en la experiencia literaria y han restaurado para la literatura todos los mecanismos puestos al servicio del contar. Pero Sabino Ordás es también la memoria de un tiempo reciente y, sobre todo, el fedatario de una amistad cómplice, mantenida a lo largo del tiempo y capaz de resucitar a cada paso el placer por el juego y la vivencia de la fabulación como práctica vitalista y transgresora.
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L AS CENIZ AS DEL FÉNIX
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De la novela de la vida
A
propósito de los entrecruzamientos de ficción y realidad, tuve el otro sábado un largo palique con un joven profesor que vino a la matanza. Estos días otoñales, al conjuntar la cercanía amarilla de los árboles, el velo lejano de los humos de leña y el azul del horizonte montuoso, consiguen una armonía proclive a la pacífica meditación. Paseábamos por la chopera, sobre el suave chasquido de las hojas doradas, en la mañana llena de sol. Cuántas cosas pasaron hasta que he vuelto a este paisaje. Al cabo, comprendí que, literariamente, el joven profesor entendía por realidad la propia gramática, aunque en estado, dijéramos, reelaborado por la ficción. Para él, gramática y ficción se hipostasiaban en un nuevo ser literario, cerrado en su propio mundo, determinado exclusivamente por lo formal. Hay últimamente una querencia de traer la literatura de la sintaxis, y no de la vida. Yo creo que este empeño viene de la influencia de otros muchos profesores como mi amigo, y de bastantes críticos, que por no tener el gusto de leer (o por no haber aprendido a hacerlo, o no haber podido) quieren sustituir la gozosa participación sentimental del buen lector con una sofisticada hermenéutica de lo formal, administrada en el arcano y, por lo tanto, propiciadora de élites sacerdotales. Yo estoy ya en el trance postrimero de mi vida y llevo a las espaldas la sabrosa carga de infinitas lecturas. Sin familia, sin amigos también, que a todos los buenos los vi partir ya, solitario empedernido (confieso con vergüenza que he llegado a la aberración de sentirme más cómodo, en mi relación con los demás, cuando ésta es epistolar, cuando media la escritura y no la palabra) repaso en mi recuerdo, muy a menudo, los lugares y las gentes que he conocido a lo largo de los años, y llego a confundir lo real y lo novelesco. Toda
62 mi vida «real» está interpolada por las vidas leídas. Los mundos que he conocido en la ficción van entremezclando sus paisajes, sus olores, sus sombras, con mi mundo de carne y hueso. La memoria de mi vida, es decir mi misma vida, está construida con una mixtura tan íntima de lo vivido y de lo leído, que ya soy incapaz de desmembrar y colocar a un lado lo real, a otro lo ficticio. El joven profesor se fue y yo me detuve sobre el puente mirando el río de tan escaso caudal. Cuando por vez primera contemplé el río Mississipí, tuve el sentimiento certero de no descubrir un paisaje nuevo: aquel río estaba ya, con su sordo rumor y su extensa corriente, incorporado a mis recuerdos como un río vivido y no leído. Era el Mississipí de las aventuras de Huck Finn y de Tom Sawyer, descubiertas por mí cuando niño en la biblioteca de mi tío Germán, que añoraba cada noche la civilización desde su polvoriento consultorio de Jamuz. Y así las mujeres, por ejemplo. Dicen de mí que soy un solterón empedernido, y acuerdo en ello. Pero la vida no me hizo conocer mujeres tan bellas y dulces, tan astutas o ingenuas, más perversas e ilustradas que las que me dio a conocer la ficción literaria. Y el trato de las reales no fue nunca tan enriquecedor como el conocimiento de las ficticias. No hay quien sea capaz de certificar de una vez la muerte de la novela, augurada sin embargo con profecías persistentes. La «literatura de lo formal» nunca tendrá esa potencia para alambicar lo real, lo vivo, para destilarlo en una nueva realidad también viva, también palpitante y entrañada. La «literatura de lo formal» no es, generalmente, sino una colección de juegos, algunos ingeniosos, pero que no trascienden su condición hiperbólica: siguen siendo jeroglíficos desmesurados que nunca sobreviven a la destrucción que comporta su lectura. Me hubiera gustado seguir charlando con el joven profesor, pero se iba esa misma tarde. Le diría también cómo la «literatura de la vida» ha sido la verdadera universidad popular, que ha beneficiado principalmente a los que, acogiéndose a ella, no pudieron nunca acogerse a la otra, a la magistral y académica.
63 En la universidad de la ficción novelesca, por el dilatado espacio de tiempo que abarcan sus cursos, por los distintos y variados grupos humanos que bullen en su temática, por lo diferente y contrapuesto de las estructuras sociales y de las ideas que fluyen a su través, se aprende, ante todo, lo relativo de toda costumbre y toda norma. Por eso la novela ha sido la gran propagandista de la libertad de pensamiento, la gran iluminadora del humanismo escéptico y liberal. Se lo diré en Navidad, si vuelve por aquí a pasar las Fiestas y paseamos de nuevo, entonces sobre la nieve quizá, cuando ya los árboles hayan perdido sus hojas. En todo caso, yo seguiré leyendo y releyendo mis novelas, con esta sospecha, con la duda fascinante de no saber ya si mi recuerdo de tantos lugares y de tantas gentes es lo que vi y viví o sólo lo que leí y releo en ellas. (30-xi-1977)
Las horas del contar veces recuerdo la noble voz de mis viejos paisanos en aquellos momentos de apacible confidencia al favor de la lumbre. Le queda a uno la escenografía de un tiempo de reposo en el quehacer diario, horas descolgadas del anochecer, cocinas templadas, la atmósfera de humo y de leña, de vino grueso de mucho poso recalentado en las tazas, y el invierno agazapado allí fuera, como dormido en la honda respiración de la ventisca. Eran las horas del contar, sucedidas en la costumbre vecinal, por aquellos años en que apenas nos llegaba nada que sustituyese a la voz cercana de cada uno: el periódico atrasado amarilleaba enfundado en la solapa del envío, la revistilla, casi siempre pía, languidecía bajo el tedio de las moscas, y el aparato de radio era un objeto mudo, de lámparas fundidas difíciles de reponer. Las horas del contar venían de muy atrás, de una herencia acaso tan larga como la que había transmitido las sabidurías de todas las labores. No hacía falta apalabrar la cita de las cocinas, preparar el escenario para la hora precisa, anunciarla. Como a un acto sosegado y necesario, tan natural como la cena, cada uno iba o venía y los escaños se llenaban intercambiando los nombres del saludo familiar. Y allí apostados nos quedábamos en la penumbra mecedora, mientras una voz iniciaba el relato y otra le sucedía, y todos escuchábamos con un silencio de atenciones acariciadas, llevados por el prestigio de las voces, que era sencillamente el derivado de su modulación narradora, y por la emoción de las historias. A veces, el suceso banal, la anécdota cotidiana, y otras el relato de muchos acontecimientos rodados por el tiempo, tomados de tan lejos que la verdad y la ficción se mezclaban en su
A
LGUNAS
65 misterio, y la misma voz que volvía a desempolvarlos se quedaba casi tan atónita como los oyentes al dirimir, si alguien lo pedía, la certeza de todo aquello. De esos recuerdos que a mí me llegan de la infancia, y hasta de la adolescencia y primera juventud, uno deriva algunas divagaciones, a las que también llegó por los caminos de la cultura. Es el punto de encuentro de un tema que me apasiona: los orígenes del narrar, la literatura oral, la actitud del contar como modo de transmitir, y no sólo los conocimientos, sino las historias y, por tanto, las emociones, los hechos, los sucesos que se viven o que se inventan: ¿En qué momento empezaron a mezclarse los vividos y los inventados? ¿Cómo la voz articuló la fabulación y dejó de ser puramente utilitaria? ¿Desde cuándo hubo necesidad de transmitir un sueño, de contarlo, recreándolo? El estudio y la investigación me han servido para detectar algunas claves, para acercarme a una comprensión más científica. Pero también me he detenido sobre mi propia memoria, para recuperar el escenario y el rito de aquellas horas primigenias, para atender en el recuerdo de aquellas voces de mis viejos paisanos. Porque al fondo de ese recuerdo tengo la suerte de hallar la materia viva, el dato real de mi propia experiencia sobre este tema, como si las formas originarias del narrar, tendidas en los siglos, subsistiesen en su nítido valor, tan puras y tan ciertas, en aquellas horas descolgadas del anochecer, en las cocinas familiares de mi pueblo. Hablando un día con Saul Bellow, el tema vino a nuestra conversación, y Saul advirtió en mis aseveraciones la insistencia de ese recuerdo vivo, agradeciéndome un relato detallado. Qué buen destino de escritor el de quedar para el futuro como una de esas voces anónimas que cuenta entre sus vecinos, me dijo Saul. Y yo pensé en la gloria del Nobel, contrastada con la fascinación de las humildes voces que cantaban, ajenas a cualquier destino, transmisoras de la fantasía y de la imaginación de un acervo colectivo. Antiguas y simples, voces y narraciones brotaban para el placer de esas horas que marcaban un punto álgido en nuestra convivencia. La hermandad vecinal también se alimentaba de esa comunidad de
66 emociones, de esos mitos menudos, dramáticos o divertidos, personajes y fantasmas que corrían por los relatos, tantas veces ejemplares, de lo bueno o de lo malo, símbolos locales de una manera de ver la vida o de una inquietante forma de entender la muerte. Las historias nos iban uniendo, ayudaban a perfilar una sensibilidad, como un atributo más al lado de todos los otros que nutrían nuestra cultura. Y la nuestra era una cultura campesina, estricta, apegada a la tierra, tan de la tierra como el mismo surco. Acaso por eso la fascinación de lo imaginario, el atractivo de las ficciones, calaba hondo en nuestro espíritu, como contrapunto a esa realidad inmensa de la tierra y sus labores, en que estábamos sumidos. Nunca he podido sobreponerme a la necesidad plácida o imperiosa del relato. Esa necesidad la he alimentado como una afición larga y viciosa, con la complacencia que uno pone en esos vicios redentores de nuestra triste condición. Los libros, las novelas, sustituyeron a las voces de mis paisanos. ¿Pero son tan distintas éstas que me embargan desde la soledad del papel impreso? De lo oral a lo literario, ¿cuál es el camino y la distancia? Estos días de noviembre, releyendo a Stevenson en el escaño de la vieja cocina de la casa de mis padres, aquí en Ardón, entre el aroma de la matanza, revivo la experiencia de aquellas horas del contar, una hermosa costumbre que ya murió. (7-xii-1977)
De la vida de la novela ya uno en estas edades, a las que sienta mejor el plural por la abundancia de años que soportan, las ideas pierden los rumbos de progresión y por derecho y gustan de recrearse en circunloquios como el cangilón persigue el agua en las vueltas de la noria siempre en el mismo pozo y las mismas profundidades. Sé que eso es motivo suficiente para mi justificación, más ante Dámaso que ante los lectores, que a éstos debo verdades aunque escuezan, y a aquél me obligue su talante hospitalario, capaz de ver en el mismo fuego del infierno las huellas de la bondad de Lucifer, pues si en sus manos está acrecentar «ad infinitum» la mordedura de la llama, habrá que agradecerle haberla dejado cual está. Además, yo para mirar con perspectiva las cosas de este mundo necesito alzarme sobre esos palmos de tierra que ya me llegan a la boca y que, a no dudarlo, terminarán por cubrirme en muy bien poco. A nosotros, que estamos más allá que acá, que casi no somos beligerantes en las cosas de esta tierra, por quienes toda generosidad ya empieza a tener forma de epitafio, debe permitírsenos un punto más allá de libertad como al tullido Coca de El Jarama, que, desde sus horribles deformaciones, convertía su lengua en un tornado. No es que el otro día no me despachara a gusto sobre el tema de la novela: lo hice y sin cuidados. Es que todavía tengo clavados entre pecho y espalda cuatro conceptos sobre el experimentalismo español de estos últimos años, que me parece tan genuino como la democracia española del señor Arias, y, lo que es peor, temo que ya tiempo no me va a quedar para encontrarles la forma que les dé salida. Y, como, por otra parte, no es la prisa amiga de los viejos, ni los nervios se acomodan con nuestra naturaleza, en la cabeza se me
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68 estacan las imágenes no ya como esa sucesión cinematográfica que, dicen, conmueve la mente del ahogado, sino como un lento y pesado transcurrir de fotos fijas. Veo en ellas mi pesimismo inconmensurable cuando abandoné España. Veo a Ernest Hemingway, con las mangas de su camisa remangadas, adormeciendo a una trucha con la caricia de su mano recorriéndole el lomo, brillante su cabeza de león, encendidas en sus cabellos las gotas de agua, diciéndome: «You’ll see, Sabino. When we come back to Spain neither you nor I will be Spaniards any more». Fuimos muchos los que en 1939, cuando todo se había desmoronado, adelantamos lo que sobrevendría en el mundo del espíritu al quedar la sociedad aprisionada en los conceptos del Estado: la desarticulación entre cultura y sociedad, la creación, por ende, de una cultura de Estado, o, a veces, de anti-Estado (tanto o más superestructural que su contraria) que tanto iba a dar. Mi pesimismo fue acentuándose en la misma medida en que el triste vaticinio se cumplía. Hoy, vuelto a España, paseándome por las riberas humedecidas de este viejo Astura, acude a mí un optimismo que más bien parece un brote de la especie, que me envuelve y que me dicta la visión de nuevas perspectivas que a mi persona le van a estar prohibidas. Nace, así, mi optimismo de una emoción tan sencilla como vieja, nutrida de verdades de Perogrullo y vestida con enunciados retóricos y es que creo en la identidad de razón y realidad, y creo que, en su virtud, el desarrollo de la palabra en sus distintos momentos ha respondido a la serie histórica de formas reales y creo que, del mismo modo, el desarrollo histórico ha de discurrir paralelamente al desarrollo de la palabra, ya que ambos están sometidos a la misma ley de la dialéctica. Todo eso, hoy, que hemos recuperado el derecho a la palabra, suena a trompetería celestial. Pero digamos en seguida que la palabra no es sólo un derecho, que la palabra es el hombre y combatir la palabra ha sido combatir al hombre y poner ligaduras a la palabra ha sido encarcelar al hombre.
69 Pero, retóricas aparte, del ejercicio que hagamos de ese derecho depende que verdaderamente recuperemos la palabra que nos fue robada. No me fatiga repetir una vez más cómo pensamiento y lenguaje se hallan de tal modo imbricados que sin la existencia de ciertas palabras resulta imposible pensar los conceptos asociados a ellas. En la novela 1984, de George Orwell, el etimólogo Syme, que dirige la gran conspiración contra la palabra, le dice a Smith, el protagonista: «Don’t you see that the whole aim of Newspeak is to narrow the range of thought?» O lo que viene a ser: «¿No te das cuenta que al pelar el lenguaje hasta los huesos no hacemos más que reducir el marco del pensamiento?». Y, lo que es más revelador, añade: «In the end we shall make thoughtcrime literally impossible, because there will be no words in which to express it». «Al final haremos imposible los delitos de pensamiento porque habremos eliminado las palabras con que expresarlos». Hubo muchos escépticos cuando dije estas cosas, y algo más, por vez primera, en el prólogo que apareció en el primer tomo de mi obra La literatura de los españoles fuera de España. Entre los exaltados de aquella hora hubo quien me llamó judío, sionista y hasta masón, y quien menos contraargumentó con una encendida y oportunista alabanza a la literatura judía peninsular, pero ¿es que acaso hubo alguna tras la expulsión ordenada por los Reyes Católicos? ¿Y no es con este acontecimiento con el que se abren las páginas que yo le dedico al tema? Pero no todas las críticas fueron de tan mala índole. Hubo quien, con criterio más atinado, pretendía que aquellas voces a las que yo hacía referencia habían perdido todo aliento al faltarles el lecho vivencial que les acogió en el mundo. Nunca negué yo esa pérdida de aliento, desaliento que diría Ortega, que para mí era definitiva en segundas o terceras generaciones, pero muchas veces asombrosamente fructíferas en la que había protagonizado la diáspora, como ha sido sobradamente ilustrado por la más desgraciada de cuantas ha vivido nuestro pueblo: la República. Lo que a mí me interesaba destacar era que el valor y la sustantividad de la palabra no venía impuesto por la adscripción a una geografía determinada.
70 De lo que se trataba, de lo que se trata en suma, es de que la ley de la razón no sea constreñida en su libertad. Sólo de ese modo puede concebirse a la palabra como algo articulado y verdaderamente organizado por la mente libre del hombre. Sorprende el moderado eco que ha tenido entre nuestros intelectuales la fábula de Orwell. Analizar detenidamente los medios de opresión que allí se formulan hubiese revelado insospechados paralelismos con la acción de la dictadura franquista sobre nuestra cultura. ¿Es posible elegir cuando no existen conceptos que definan las distintas alternativas?, ¿tiene, así, contenido el término libertad?, ¿no es precisamente este carcomer el lenguaje, este despojarlo de su arraigo semántico, la más perfeccionada obra de toda la dictadura? Lástima que Orwell se quedara sin decirnos, él que había combatido con las armas en la mano al régimen de Franco, cómo iba a ser la literatura bajo el régimen político de su fábula. Aún hace unos días hablaba Goytisolo de los grandes esfuerzos que le fueron precisos para eliminar de su interior un huésped inoportuno: el policía que se había colado dentro sin que aparentemente nadie le hubiese invitado a ello. Pero si nada dejó escrito Orwell, esforcémonos nosotros en pergeñar cómo serían los rumbos de tal literatura: ¿no sería su norte el esoterismo más críptico?, ¿no encontraría su justificación en la búsqueda de lo refinado lúdico precisamente?, ¿no serían sus materiales una jerga insustancial y elitista? Bien, creo que por hoy ya es bastante. Me había prometido a mí mismo extenderme con detalle sobre la novela experimental de la dictadura franquista, pero creo haber sido empujado por mi propio discurso hacia zonas limítrofes con los Cerros de Ubeda. Otra vez será. Confío que, no obstante, el lector sabrá encontrar en el jugo de estas divagaciones su provecho. (14-xii-1977)
La autopsia del lenguaje Dámaso Santos: de modo inesperado, sustituyo mi colaboración de esta semana (mejor hecha, y sin duda más ponderada) por otra que pergeño a vuelapluma, mientras el conductor del coche de línea, Paciano Parra, que lleva semanalmente mis artículos a León para allí darles más rápido curso, me contempla impaciente. Él es, sin embargo, causante inmediato de este cambio: se me acercó para recoger el sobre con el artículo (una disquisición sobre aquellas vidas paralelas de Ambrose Bierce y Jack London) y me entregó el suplemento en que se recoge la entrevista con Victor Sklovski. La leí mientras el hombre tomaba un café y una copa en el mostrador, e inmediatamente le hice devolverme el artículo sobre Bierce y London, y me senté a escribir esto. Soy amigo de Jakobson, que dictó un excelente curso en la Universidad de Salt Lake hace unos años y no me pareció tan huraño como quiere hacerle figurar su antiguo compañero. A Sklovski no le conozco personalmente, aunque me consta su buen sentido literario, patente de manera muy especial en sus trabajos sobre Tolstoi. En la entrevista de marras, Sklovski arremete contra los estructuralistas, moteja de segundón su magisterio, afirma que «van a quitar el gusto de la lectura», que «van a hacer que la gente deje de amar la poesía». Estas apreciaciones, y otras así de jugosas, me han traído a esta apresurada necesidad de rematar sin más, al hilo de ellas, una serie de consideraciones que me estaban rondando las mientes hace ya días. Como el invierno va arreciando, y parece que la soledad aprieta más con el frío, vengo algunas horas de cada jornada a este lugar variopinto que tiene tanto de tasca, pero también de ultramarinos y de ferretería. Mientras leo o anoto, escucho los chismes cotidianos
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72 del pueblo. Algunas tardes se sienta en el banco, a mi lado, el hijo del tendero, un muchacho orejudo y pelirrojo, algo bizco, que atiende al nombre de Filín, diminutivo de Teófilo. A menudo contemplo cómo se embebe en el estudio, reclinado sobre la madera de la larga mesa. El chico me ha ido tomando confianza, y a veces me consulta sus dudas escolares, que yo intento aclarar lo mejor que puedo, aunque confieso que hay materias que desbordan totalmente mi añejo acervo de conocimientos. Mi sorpresa fue grande cuando comprobé que las lagunas de mi ciencia eran especialmente evidentes en el campo de la «lengua española», cuya profesión, en un nivel bastante más elevado que el de mi juvenil interlocutor, me ha proporcionado cobijo y pitanza, y alguna fama, durante tantos años. Este chico estudia Octavo Curso de Educación General Básica. Pocas veces he tenido en las manos un texto tan abstruso y formalista como el que sirve de mentor a los estudios del pobre Filín. La lengua (ese árbol de tupido ramaje que todos los vientos menean llevándola a las formas cambiantes, a las sombras sucesivas; ese paisaje cuyos colores, cuando se repiten, nunca son idénticos; ese organismo cuya contemplación estática es imposible si está vivo y coleante) queda petrificada dentro de un sistema cerrado, exacto. Las palabras son obligadas a descomponerse en una atomización que las destruye, o se someten a una servidumbre de relaciones preterinternacionales que las cuadricula; las oraciones van articulándose bajo la coacción de estructuras también cerradas que las sujetan como grilletes, que las encierran en jaulas; al cabo, el estudio de las oraciones desemboca en un vertedero de reglas aritméticas —«oración rescríbase como un sintagma nominal seguido de un sintagma predicativo» (O→SN+SPred)— que convierten el texto en un tratado como de química orgánica. No es raro que la metodología a que viene abocado el planteamiento de estos manuales recuerde todo el ritual de una necropsia. A Filín no se le forma para una aproximación alegre y cálida al lenguaje, sino para que su talante frente a la lengua, sobre todo la literaria, sea el de un médico forense respecto de un cadáver. Pienso que si este muchacho tiene alguna vez posibilidad de acceder al hermoso
73 mundo de la literatura, estará gravemente dañado por ese formalismo constrictor y chato que se le está inculcando con tanto énfasis. Cuando descubrí a Propp, la lectura de sus hipótesis fue un ejercicio casi tan regocijante como el de una buena novela policiaca. Aquel morfologismo adolecía tal vez de rigidez, pero desbordaba imaginación: el desentrañamiento de las treinta y tantas funciones y de los siete roles contenidos en los cuentos populares, planteaba una visión racionalista de ese mundo mítico, al parecer no tan mágico e imprevisible. Creo que fue por aquel entonces cuando Claude Levi-Strauss dio a conocer su Análisis estructural del mito, obra que también trajo una visión enriquecedora de lo literario. Luego, yo me fui apartando de los caminos que siguieron todas aquellas teorías, y cuando he ejercido la enseñanza he huido siempre de la trampa estructuralista, para no convertirme en un personaje similar a aquel «omnisciente impío» creado por Jan Potocki (el Hervás de ficción que era acaso trasunto del verdadero Hervás y Panduro) un personaje que tuviese que vivir pendiente de que los ratones no destruyesen sus manuscritos, porque la desaparición de aquellos papeles conllevaría la de su sabiduría, prolijamente desarrollada en ellos. Por eso, ahora que veo cómo aquellos caminos han desembocado en estos mamotretos, que caen sobre el tierno barbecho con probabilidad de dejarlo exhausto para cualquier cosecha futura, recuerdo con horror el latín de mis pesadillas infantiles, y me entrego a este desahogo. Sin ira, pero con preocupación. ¿Creen los profesores que así se fomenta el amor a la lectura, el goce de lo literario? ¿Que así se enseñan las claves, se forjan las llaves que permiten el acceso a ese mundo del otro lado que es la ficción literaria, la poesía? ¿Que por medio de estas complejísimas rutinas puede formarse otra cosa que simples disectores formales? Acostumbrados a la desmembración del cadáver del lenguaje, es difícil que los estudiantes lleguen al gusto por el lenguaje vivo. Y temo que, de producirse alguna vez su vocación hacia lo literario, estarán predispuestos al fomento de una literatura artificiosa y muerta en que, sin mejor propósito, puedan ejercitar sus autopsias.
74 Pero el coche de línea está ya repleto y Paciano Parra me mira con un atisbo de enojo. Acaso la próxima semana, previa la reflexión reposada, pueda ser más claro, amigo Dámaso. Perdónenme usted y los sufridos lectores este arrebato mío de hoy, que sólo pretendió corroborar cómo aquel «amor a la palabra» definido primeramente por Platón, puede convertirse en un amor que mata. (21-xii-1977)
José Gutiérrez Solana. Retrato de Sabino Ordás. Óleo sobre cartón, sin fecha, colección particular.
En el espejo parece que es de Oscar Wilde aquella paradoja —él que fue un maestro en estas figuraciones de la contradicción tan crudamente expresadas también en su vida— en la que se mantiene que las cosas y las actividades más inútiles llegan a ser maravillosamente necesarias. Y así, nada más maravilloso que la inútil necesidad, nada más grato y banal —a la postre— que lo que nos deleita sin servir para nada. El ejercicio de la paradoja también a mi me tienta y me entretiene, acaso porque es un ejercicio que necesita más imaginación que razón, más poesía que filosofía, ningún método establecido, la agradable arbitrariedad de la libre diversión mental. Uno se burla así de la lógica, que es como burlarse del poder establecido, y hasta se engaña a sí mismo con ese placer irrespetuoso y zumbón, actitud de humor demostrativa de que uno sigue sin tomarse demasiado en serio, señal inequívoca de que no todo está perdido, aunque la vejez pinche como un cardo. Aquí, entre mis paisanos, para unos un perfecto desconocido y para otros la sombra de un recuerdo perdido y reencontrado desde la juventud común o la infancia desvanecida, voy tomando fama de escritor, porque me ven escribir en la mesa de la cantina una tarde y otra, y porque satisfago su curiosidad sobre mi profesión confesándolo así, ya que de la escritura no estoy jubilado y, sin embargo, de la docencia por bien ahorcado me tengo. Esta condición de escritor me la ven con enorme reverencia, muchísimo más —estoy seguro— que si me hubiese declarado profesor. Hay en la cantina murmullos más que voces y hasta señas de silencio cuando los parroquianos observan que mi pluma corre como una liebre por los folios. Me tengo ganado así el prestigio
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76 mágico del artista o poco menos. Y en las conversaciones con mis paisanos noto cómo ese prestigio casa perfectamente con el concepto, no del todo declarado por ellos, pero fácilmente previsto por mí, irreal, nada práctico, ajeno a las cosas y a las actividades necesarias, de mi condición o profesión de escritor. ¿Cómo entonces se conjuga la ineficacia de una labor, observada forzosamente así por quienes ejercitan la ejemplarmente eficaz labor campesina, con esa reverencia y hasta admiración a quien se dedica a este trabajo inútil? Tengo que echar mano de la paradoja de Wilde que antes rememoraba, para tamizar sobre ella lo maravilloso de la inútil necesidad de esta dedicación, y comprender que, como tantas otras parecidas, ostenta un alto grado de relevancia social, y no sé si por su raíz mágica, por su excepcionalidad, o porque todo lo que se instala o sale de la cultura despide un fulgor respetable, o de fuegos de artificio o de fuegos fatuos. Hace unos días estuve releyendo algunos ensayos cortos de Thomas Mann, los que publicó en la primera década del siglo. Y entre ellos me encontré uno donde Mann reflexiona con un humor despiadado sobre el escritor y la sociedad, sobre el éxito social como coronación a una actividad nacida de un hacer siempre lo que a uno le da la gana. El ensayo es una diatriba autobiográfica, sin intenciones estrictamente generalizadoras, divertidísima, en la que Mann se increpa a sí mismo sobre la futilidad y la irrelevancia de lo que ha hecho a lo largo de su vida, siempre bajo la divisa del desinterés por lo provechoso y con el orgullo de ser el último de clase. ¿Respuesta de la sociedad a esta forma de entender la vida, vida de artista y escritor en su caso? Los honores, la consideración admirativa. «El hecho está ahí —dice Mann—: la sociedad concede a este tipo de humanidad la posibilidad de llegar, en su ambiente, a la consideración y a una vida de delicias. En lo que a mí se refiere, yo consiento en ello, recojo el beneficio de ello. Pero esto es contrario al orden. ¿No existe en ello motivo para alentar el vicio y ofuscar la virtud?», termina preguntándose con la mordacidad del burlón.
77 Y es que el escándalo de Mann ante el premio social de su experiencia de escritor, es, como él confiesa, el escándalo del triunfo del atrevido, del inútil en los dominios de cualquier actividad seria, de quien sólo se preocupó de seguir sus gustos («soñar, leer, hacerme a mí mismo») y no sólo inútil al Estado, sino también de tendencia rebelde. Thomas Mann exaspera con buen humor esa paradójica reflexión y yo me quedo intentando descubrir cierta sorna cazurra en la mirada de mis paisanos, mientras mi pluma vuela por los folios como la torcaz. El prestigio que ellos me llevan concediendo debe ser equidistante al éxito que Mann rastreaba entre los suyos, y debo reconocer que a lo largo de mi vida —olvidando reveses— todo ha ido según me dio la gana. Soñar, leer, hacerme a mí mismo. Una maravillosa y bien compensadora inutilidad, debo reconocerlo. Pero de cuando en cuando, Facundo, Pepe o Hilario se acercan a mi mesa con una copa de anís en la mano y me la ofrecen con un guiño y un encogerse de hombros: «Deje la herramienta un rato, don Sabino, que a usted, aunque llueva, no se le va a encharcar la remolacha». Y entonces ya no sé si hay sorna, admiración o una tierna envidia, al verme libre de ese duro trabajo que ahora les ocupa: recolectar la remolacha entre el barrizal, una actividad necesaria para el que aquí quiera comer caliente. (4-i-1978)
Falsas recuperaciones, olvidos verdaderos entre el eco del éxito que recientemente han encontrado algunos de nuestros poetas al otro lado de las fronteras, no puedo menos que recordar aquellas palabras de Luis Cernuda: «La poesía entre nosotros sólo tiene, cuando la tiene, actualidad». Ampliaría yo más el dolorido comentario, incluyendo todos los géneros, además de la poesía. Pero no voy a referirme a la estólida superficialidad con que se enfrenta el hecho literario en estos pagos, sino a un fenómeno más sutil. Porque la «actualidad» habida, con motivo de su consagración universal, por los poetas a que me he referido, ha sido desviada con un sesgo que me parece obligado denunciar. Los corifeos de nuestra cultura suelen ser poco avisados, además de perezosos. Por eso, cuando salen de su marasmo, intentan recorrer el mayor trecho posible, aunque sea equivocando el camino. Así, es sorprendente ver cómo pretenden rodear con las alharacas de un descubrimiento, con las aleluyas de una recuperación, la conmemoración de algunos grandes poetas de la generación que se ha venido a denominar «del veintisiete». Una «recuperación» que, en las intenciones de sus voceros, sonaría incluso a heroico salvamento: del negro abismo habrían conseguido arrebatar los nombres venerables, y con ese rescate se habría cumplido toda la justicia que merece la literatura que antecedió inmediatamente a los cuarenta años de agujero sombrío. Alto ahí. Porque, si hubiese que recuperar a alguien, esos grandes escritores no serían los únicos. Pero es que, además, no ha habido recuperación alguna. Contra la papanatería simplificadora de tanto erudito y tanto crítico, es preciso señalar que en esta operación no se está recuperando nada, de ningún olvido se salvan los
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79 nombres y las obras que han merecido la popularidad de la primera plana. Estos poetas que ahora triunfan definitivamente allende los Pirineos, nunca estuvieron olvidados aquí dentro: sus acólitos mantuvieron encendida la llama de su culto, que arde con fuerza, por ejemplo, tanto en las universidades españolas como en las del nuevo mundo; su obra se editó dentro y fuera, incluso en libros de bolsillo; les fueron reconocidos sus méritos con el ingreso en la Real Academia Española de la Lengua… ¿De qué olvido, pues, se les recupera, como no sea del oficial, que por otra parte tocó y toca mucho más a otros? ¿Qué injusticia se repara? Cité al principio a Luis Cernuda, autor para mí de la más excelsa poesía en castellano del siglo (con la de Don Antonio Machado). He aquí un poeta que recuperar, una injusticia que reparar. ¿Quién le conoce, aparte del cenáculo de sus escasos incondicionales? Su descuido ha llegado a límites profundos: viudas pintorescas utilizan su noble recuerdo y se arrogan su amorosa compañía en supuestos trances peripatéticos… ¿Quién le pondrá siquiera «de actualidad» a él y a los demás pretéritos «del veintisiete»? Pero diré más todavía: con la «generación del veintisiete» no se cierra la última literatura en castellano digna de consideración. Al final de la dictadura primorriverista, y a lo largo de la segunda República, se fueron consolidando varios escritores excelentes, que luego el «acabóse» de la guerra y de la dictadura franquista arrinconarían tras encarnizado olvido, y que en él permanecen. Pienso en César Muñoz Arconada, fundador de «Ediciones Ulises», que superaba su esquematismo ideológico con una capacidad narrativa de tonos épicos; en José Díaz Fernández, autor de El Blocao y La Venus Mecánica; pienso sobre todo, en Andrés Carranque de Ríos, aquel escritor ebanista, chamarilero, marinero y actor, tan prematuramente desaparecido, que con La vida difícil y principalmente con Cinematógrafo, reconquistó (a pesar de las consignas estéticas de Revista de Occidente) la tradición realista y esperpéntica, tan propia de la entraña de este amargo país.
80 (Al pobre Carranque de Ríos le conocí en Madrid. Trabajamos juntos en una película sobre el Zalacain de Baroja. Creo que fue precisamente en el veintisiete. Entonces andaba ya él con la tentación literaria, y sentía una aversión profunda por la obra de casi todos nuestros contemporáneos, que calificaba de «mermelada estilística». Le vi por última vez en la sala de espera de la estación de Venta de Baños. Por diversas razones, yo me había quedado sin dinero, y permanecí en aquella repugnante estación, dándole vueltas en mi memoria, con asco, al espectáculo brutal de la represión del Octubre asturiano, que acababa de contemplar. Carranque transbordaba, con destino a Madrid. Me obligó a tomar un par de copas de aguardiente, me hizo comer unos bocadillos y me dio cinco duros, con los que pude resolver mi desplazamiento hasta Irún. Mucho después de la muerte de Carranque, Fermín Reinoso me contó en México otros detalles de aquella anécdota: al parecer Andrés Carranque me había dado todo el dinero que tenía…). Algunos editores más o menos marginales, van sacando de nuevo a la luz estas obras y estos nombres, ante la indiferencia general. Ni siquiera parece que merezcan la efímera «actualidad». Por eso, y sin pretensiones de que se ensombrezca el fulgor de los proclamados, permítaseme recordar a los olvidados, a los que nadie dedica gacetillas en los periódicos ni letra pequeña en las historias literarias y que, sin embargo, han sido también creadores de mundos vivos y vigorosos. (11-i-1978)
Símbolos y sombras en la cueva de Platón mejor en Inglaterra es ser juez; en Francia, intelectual; militar, en Alemania; barítono, en Italia, y en España, novelista latinoamericano». Esto dijo hace muy pocas semanas en su «Torre del Aire» Gonzalo Torrente, según pude leer en el periódico que con retraso me trajo el bueno de Saturnino Plata. Es Saturnino, como todos en Ardón, agricultor. Hace unos días bajó a León a poner al día los avíos de la matanza y, en la misma tienda, le envolvieron los más diminutos aperos con el suplemento literario donde viene la queja de Torrente. Es más famoso Saturnino por su perra, «Berdulia», que por su aspecto, siendo éste muy particular. Es aventajado de estatura y huesudo como un nórdico, pero grueso y braquicéfalo como muchos de los antiguos pobladores de estas tierras. Como camina sobre madreñas, desde mi estatura parece que llevara zancos, y es su andar un caer pesado de larguísimos movimientos que lo emparentan con la criatura imaginada por Mary Shelley. En acentuado contraste, «Berdulia» es de finísima estampa cazadora, pura raza de galgo, muy dada, sin embargo, a los cruzamientos espurios, para los que su amo resulta demasiado consentidor. No es raro que Saturnino Plata —a quien, por su corpulencia y el tamaño de su espalda, todos en el pueblo llamamos desde siempre Platón— me invite a libar el vino de la tierra, que él mismo elabora en los atardeceres de su bodega; no es raro que yo acepte tal invitación, y es ciertamente muy frecuente que en la penumbra movediza de la cueva, entonados el cuerpo y el espíritu, me avenga a reflexiones en voz alta que el bueno de Saturnino asume con todo el aplomo que su sobrenombre sugiere.
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82 Siempre quise yo echar mi cuarto a espadas sobre este tema de la literatura latinoamericana, pero confieso mi descuido por haberme ocupado demasiado de los trabajos realizados por los españoles fuera de España. Pero he de decir, sin embargo, que (ya que es Gonzalo Torrente quien indirectamente me obliga a estas reflexiones) son muchos los que acusan a La saga fuga de J. B. de hundir demasiado sus raíces en los espacios abiertos por la saga de los Buendía, sin percatarse de en qué modo decisivo se halla emboscado el Faulkner de los Snopes en Cien años de soledad. El mismo Platón opina que la maniobra del Ministerio de Cultura, por la que se convoca a oficiar en España y en un solo banquete a los grandes prebostes del boom latinoamericano, no deja de ser como aquellos tejemanejes deportivos que, para ocultar cuanta imposibilidad tenía el españolito para la práctica del deporte, hicieron posible la residencia gloriosa de Cruyff entre nosotros. Nada tiene tal comentario que ver (y esto lo digo yo) con el reciente premio que se ha concedido a mi buen amigo Alejo Carpentier, que más honra, si tal honra es posible, al Ministerio que lo da que al ya honradísimo escritor que lo recibe. Personalmente, creo que son muchos los literatos españoles a quienes críticos y estudiosos debemos algún acto de desagravio por esta suerte de papanatismo en el que, con premeditada, cómplice y profusa orquestación editorial, ha caído el país. Hay, sin embargo, quien todavía opina que no se ha hecho suficiente con el último recién llegado a esta élite de privilegiados del «advertising», ese tal Palinuro de México, a cuyo autor poco menos que se pide perdón porque su nombre no resultara protegido por el paraguas promotor cuando se publicó su primera novela hace más de un lustro. Estamos Platón y yo sentados frente a frente, en torno los dos a un tablero circular, fondo de un tercio de bocoy, que nos hace las veces de mesa. Allí, con la jarra del espumoso tinto al lado, Saturnino ata los chorizos con destreza, yo le sigo el paso como puedo y es frecuente que los dos nos encontremos llevando
83 la punta del cordel a la boca para remachar un nudo. Los rescoldos de roble templan el cono de la cueva y los chorizos cuelgan llenándose de las promesas de un sabor que los ha hecho famosos. Para quien ha recorrido el mundo y ha visto cómo se le enmohecía el ancla en lugares donde el LSD era el más preciado de los estimulantes, esta recalada, ya definitiva, junto a las tibiezas ancestrales de esta cueva, supone la inmersión en una disposición de ánimo exuberante, lúcida y serenadora, no sé si muy superior, pero sin duda, mucho más saludable que el estímulo alucinante de aquellas drogas. Escancia Saturnino Platón más vino y yo le tiendo el cuchillo, pero él ya ha llegado antes a culminar el nudo con su boca. Apoyo la espalda en la pared y cierro los ojos. La llama del quinqué hace un quiebro gigante sobre la pared de enfrente y, como si ésta fuera el mapa de España, a través de mis párpados caídos yo vislumbro al apuesto jinete Vargas Llosa sobre el caballo de Tirant Lo Blanc saliendo desde el vergel editorial del Levante Catalán a la conquista de la Península. Holla la meseta el joven fauno robusto y violento; él mismo se anuncia con claros clarines. No lleva más arma que la que García Márquez le diera a modo de lanza: el polifémico pene de Emiliano Buendía. Se acerca y veo su rostro: no es Vargas Llosa, es Rubén Darío. Me sobresalto cuando en lo alto de la cueva se abre la puerta y algunos haces del bamboleante foco que ilumina las obras en la ribera del Astura penetran corredor abajo, dejando un rastro de puntiagudas sombras, un contraste de acusados claroscuros, creando una inquietante sensación de movimiento, como si, en un barco, estuviéramos a merced del viento. Es Paciano Parra, que entrando para advertir a Platón de que a «Bedulia» la acosa un inmundo podenco nos mira entre divertido y confuso porque, habiendo sin duda tomado por enérgicos mordiscos lo que no eran sino mansos servicios de la boca en el cierre de los nudos, ha creído encontrarse ante dos jóvenes que, libando a ríos, merendaban a mandíbula batiente.
84 Contesta Platón al aviso de Parra: «Deja a la pobre perra que se divierta, que todo va a quedar en casa». Y al fin comprendo que nuestra mayor carencia está en la falta de capacidad para distinguir la realidad misma de algunos de sus contornos cuando se nos ofrecen con engañosa perspectiva. (18-i-1978)
Rafael Zabaleta. Retrato de Sabino Ordás. Óleo sobre tabla, sin fecha, colección particular.
Novela identidad preferí las obras que ahondando en lo particular nos llevan a lo universal. De las emociones pequeñas y cercanas uno pasa con más delectación a las grandes emociones que conmueven al mundo, como de los conocimientos de esa diminuta parcela geográfica que habitamos, al conocimiento del cosmos. Nuestra condición limitada, contingente, parece abocarnos a asimilar pequeños espacios, a degustar nuestras inmediatas emociones, a sentirnos invadidos por el peso de nuestro tiempo y de nuestros lugares, para tener así una concreta identidad. Y sin embargo, cuántas veces esto que parece una sabiduría simple y necesaria se vuelve falso para nuestros afanes y queremos suplantarlo con pretensiones de mayor tamaño, como si los datos de nuestra identidad nos avergonzasen en su pequeñez y quisiéramos sobrevolarlos para enfrentarnos sin ellos con el mundo. Ese impulso nos lleva fuera, lejos, como a buscar lo universal por sí mismo, entendiendo que no hay verdad pequeña que no contenga la grande o que a ella nos conduzca, ya que las verdades o son grandes y famosas o no son verdades importantes. Y esa verdad grande —que la obra procura— será la única que puede darnos fama y grandeza. Recuerdo algunas reflexiones de esta índole en la cátedra salmantina de don Miguel de Unamuno, y sobre todo en una excursión a Alba de Tormes que con don Miguel hicimos un domingo media docena de alumnos. Hablando de su novela San Manuel Bueno (para mí la preferida) consideraba la trascendencia que en dicha novela tenía la tierra donde se asentaba la acción (Sanabria), hasta el punto de confesar que ese paisaje era sustancial al relato, porque lo había sido al autor, y que su concreta recreación, el mundo físico del
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86 sacerdote protagonista, aportaba la fisonomía verídica que lo hacía real. «Yo he hecho una novela sobre aquel entorno y me he sentido sanabrés al escribirla», nos aseguraba don Miguel, sonriente. Un ámbito adecuado a sus vivencias, una geografía que había repateado con gozo, un paisaje para él entrañable, anclado en la pobreza de aquellos riscos, imagen del mundo leve y abarcable donde las disquisiciones y los terrores morales de ese angustiado San Manuel encuentran su adecuado aposento de soledad. Don Miguel, tan propenso a los dones de la inmortalidad, se quedaba mirando —según confesaba— el lago de Sanabria, y el lago era más hondo y tenía más encanto que los grandes mares. Mi admiración hacia los novelistas que ahondan en el mundo donde tienen clavadas las raíces está en la órbita de estas ideas. Confrontar la propia identidad sobre los paisajes que nos la desvelan y nos la llenan es como una aventura que surte nuestro conocimiento, nuestra imaginación, nuestra sensibilidad. Por ese ámbito emerge un posible material narrativo más auténtico, ya que la literatura debe salir de la vida, y la experiencia y la imaginación se nutren de ese sustrato de lo que se vive y se hereda viviendo. No es que uno se lance a la proclama banal del artista arraigado. Los desarraigos pueden ser tanto o más hondos y enriquecedores en estos términos. Lo que quiero proclamar es el beneficio, para mí incuestionable, de la fidelidad a las propias identidades vitales y —por supuesto— culturales. Y apuntar que sobre ese beneficio es donde se detectan los auténticos mundos creadores de los verdaderos creadores de mundos. El novelista que escribe bajo el prisma de la propia e intransferible identidad sobre su mundo, sus paisajes y sus emociones, estará siempre más cerca de tocar con la vara mágica de sus poderes al lector que el que escribe impostado sobre las referencias de una cultura superpuesta, tantas veces importada o meramente reinventada, queriendo alcanzar así el fácil espejismo de la universalidad. Suele suceder que este último recurso se convierte en coartada para disimular carencias sustanciales. Cuando un escritor no involucra la vida, está falto de atmósferas ciertas y respirables, es sospechoso.
87 Apostillar todo lo anterior, detallando algunas de mis preferencias concretas a lo mejor sirve para dar cierta luz a todo esto. Siempre cito como ejemplos máximos de novelistas locales —y absolutamente universales— a Joyce y a Faulkner. ¿Quién más obsesionado con su Dublín natal, conocedor exhaustivo de unas entretelas físicas y humanas tan particulares y peculiares que Joyce? El tamiz de su inspiración y de su cultura navega hasta la saciedad sobre el entorno donde están sus señas personales y las del mundo a que pertenece. Pocos han llevado tan al límite la recreación narrativa, en lo más significativo, sobre un ámbito particular para, así, ser definitivamente universales. De Faulkner podría decir lo mismo. Y también, para aportar ejemplos nuestros, de Leopoldo Alas y de Pérez de Ayala, tan ceñidos a la cosmovisión de una misma ciudad: Oviedo, desvelada en dos versiones de ficción personales y concluyentes: Vetusta y Pilares, centros de dos obras sobre cuya valoración convendría volver. La aceptación de ese hermoso reto de la propia identidad y de los personales lugares donde uno la confronta, actitud —como digo— de los novelistas que con más pasión leo, y de los que más he aprendido, tiene —me parece— la mayor coincidencia en la narrativa contemporánea italiana. Qué excelente posibilidad la de enumerar a un conjunto tan importante de escritores sobre la referencia de sus ciudades, a las que su obra está íntimamente ligada: Pavese y San Stéfano Belbo, su pueblo natal, pero —sobre todo— Turín, la urbe y sus colinas aledañas; Patrolini y Florencia; Bassani y Ferrara; Moravia y Roma, etc. El hecho de no poder decir lo mismo de nuestra novela del momento es algo que me hace pensar en un raro desvarío que en otro artículo apunté: esa propensión a extraer la literatura de la gramática y no de la vida, absurda zanja en la que veo caer a muchos jóvenes, y menos jóvenes, escritores. (1-ii-1978)
La cultura coja presa recorre Ardón de arriba abajo, hasta venir a deshilacharse en la llanísima ribera del Astura; por ella los patos se deslizan en familias, un bulto grande o dos, blancos, mansos, delante, y cinco o seis pequeños, medianos o diminutos, detrás. No hay imagen más serenadora ni más pacífica que ésta. Todo en derredor es duro y áspero: los adobes maltratados por el tiempo y el descuido de los hombres, las bardas desmochadas, el barro pastoso y negro, los árboles como en agrio y eterno amanecer. Crece el pueblo en el fondo de un pequeño cuenco, leve depresión hundida entre colinas, en la abundante meseta que, cuando divisa al Astura, presenta el tajo de su muralla y cae verticalmente en arriesgado talud; pero, por allí, ha metido un gigante su cuchara, se ha llevado la tierra y le ha concedido al pueblo una salida fácil al río acompañando el descenso de la presa. En las laderas ascendentes del cuenco, huertas tristes y bodegas hondas; en lo más alto, la iglesia, y más arriba todavía, donde la meseta atalaya su puño sobre la visión del río, una extraña, solitaria torre de adobe con campanario bien dotado, donde aún fulge el metal a pesar del abandonado derrumbe de paredes. ¡Qué hermoso podría ser este lugar con que la mano del hombre le hiciese sólo una caricia! ¡Estos patos de Ardón, qué nostalgia me producen de aquellas latitudes anglosajonas donde el cuido del hábitat no muere en los confines de la casa, sino que se extiende, mucho más allá de una calle y una plaza, a todo el país! Inevitablemente acude a mi memoria la espléndida impresión que me produjo Inglaterra cuando en 1933 la visité por vez primera. Acompañaba a Arturo Barea, desde Londres a Godalming,
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89 donde éste se proponía realizar una entrevista a Aldous Huxley, entonces flamante autor de Brave new world, recién aparecida. Íbamos en tren, y recuerdo cómo, al cruzar sobre un río hondo y estrecho, casi un canal, envueltos en el estrépito del hierro contra el hierro que se multiplicaba en la estructura alargada del puente, vi sobre el pasillo del agua, más de veinte metros debajo de nosotros, un cisne blanco, perfecto, casi inmóvil. Barea, que era del mismo Madrid, poco acostumbrado, por tanto, a estas visiones, me lo señaló maravillado, y me comentó: «En España ya nos lo hubiéramos comido». Luego, aderezada con risas y ademanes festivos, me relató una anécdota, que aunque descalificada por él como hipérbole jocosa, su sensibilidad la denunciaba, a pesar suyo, como un arañazo más que añadir a la gran llaga que en él estaba abriendo ya el país. A su regreso de Marruecos había buscado el descanso en un pueblecito de Castellón, muy cerca de Burriana, cuyo nombre ha perdido mi memoria, donde quizá tuviese él algún pariente, cosa que yo ahora tampoco recuerdo. Una tarde, cuando pasaba la hora del café en los entretenimientos de la cantina, alguien avisó de que en la orilla del río había aparecido una gallina coja. La presencia de aquel pobre animal, que no pertenecía, naturalmente, a nadie del pueblo, causó una conmoción sorprendente. En un abrir y cerrar de ojos cuanto varón había en la cantina, y había muchos, desapareció de su vista. Familias enteras se agruparon para bajar al río: quien no había cogido una hoz, se había procurado un hacha o un rastrillo, o habiendo tomado la escopeta de caza la había cargado con dos cartuchos. Se diría que los rebeldes de Abd-el-Krim, con el mismo caudillo moro a la cabeza, habían invadido el pueblo. Un observador ajeno —y Barea lo era— hubiera jurado que aquella gente se preparaba para la guerra. Hoy estos patos de Ardón —a pesar de que no ignoro el destino a ellos reservado por Cabreros y Madruga, sus propietarios— podrían quizá sugerir al añorado Barea que ya nuestra fiereza —la
90 fiera sangre de los godos de que hablara Rodrigo Toledano— se ha templado. Pero ¿es eso cierto? ¿Acaso críticos, estudiosos, editores, todos cuantos andamos metidos en esto de la literatura, no somos solidariamente responsables de la declaración de zona catastrófica que pesa sobre nuestra novela, sobre nuestra cultura en general? Y si, por desgracia, fuese cierto que nuestra cultura es, como la gallina de Barea, coja ¿no es hora ya de que cambiemos de actitud hacia quien necesita de nuestra ayuda y, en vez de empujarle más hacia la hoya, le tendamos una mano? Porque —no me fatiga repetirlo— no importa tanto el verdadero valor de una cultura como la actitud hacia ella. Creo que Barea veía las cosas con dolorido esclarecimiento; quizá por ser un hombre arraigado en el pueblo, por haber salido de sus mismas profundidades, supo justipreciar siempre cuanto de bueno y de malo se hacía entre nosotros. Evitemos, por tanto, deshojar la margarita sobre nuestra cultura preguntándonos si es cisne o es una gallina coja; lo que importa, lo que es imprescindible, es que respetemos su hábitat, que no destruyamos su entorno, que cuidemos hasta la veneración los campos de su cultivo. Cuidémonos de las burocracias culturales, desertemos de los centros de emisión de cartas de naturaleza de esta o aquella calidad, de esta o aquella moda, persigamos la espontaneidad, el engarce, la articulación entre cultura y sociedad, entre arte y pueblo, y la gallina será cisne. (8-ii-1978)
Castellet con retraso
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URANTE mi larga estancia en la Universidad de Salt Lake, jóvenes
poetas e intelectuales que iban pasando ocasionalmente por allí me llevaban noticias de la peripecia literaria y cultural española. Así fui sabiendo de José María Castellet, y confieso que me sorprendía que una obra tan escasa como la suya consiguiese tanto predicamento. Pensaba, y sigo pensando, que las razones de aquel renombre se fundaban, no sólo en su evidente talento crítico, sino en su especial sentido de la oportunidad. Además, su influencia se fue interrelacionando con el prestigio de una editorial que nutría sus fondos de manera muy selectiva. Prodigio de simetría, le han concedido a José María Castellet el Premio Josep Pla por una obra sobre la obra de Josep Pla (aquel Josep Pla con el que, hace tantos años, comí una vez en La Bisbal caracoles hasta el empacho), y Castellet tiene oportunidad de hacer declaraciones renovadoras de su infatigable magisterio. José María Castellet, que, a finales de los cincuenta, con el ensayo La hora del lector y la antología Veinte años de poesía española, sentó la base doctrinal para un modo de novelar que mezclase compromiso social con técnica objetiva, y para una poética que, superadora de los «residuos de la tradición simbolista», desembocase en una actitud combativamente realista, sufrió, al parecer, una espectacular evolución personal que le llevó, diez años después, a recopilar otra antología de poemas en que presentaba, como «dernier cri» de la poesía en castellano, bastantes desahogos juveniles y escurriduras de «ismos» francamente decrépitos. De nuevo el tiempo transcurrió, implacable, y encuentro al reputado crítico en trance revisionista: ahora declara que es necesario «salvar la literatura», que debe superarse la «cultura mimética» en que ha venido a parar la mera copia de los «modelos formales extran-
92 jeros», que el mundo cultural español debe regenerarse, porque «no hay crítica» o, en todo caso, hay una «crítica de influencias»… Al hilo de estas declaraciones, y desde el altozano de mi larga edad y de mis anchas soledades, voy a dar mi opinión sobre lo que originó las vicisitudes contradictorias de la crítica peninsular y sus muchos pecados durante los pasados años. (Queden para otra las posibles virtudes). Aquel tópico del barón de Acton («todo poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente») es la mejor jaculatoria para aproximarnos a la imagen del «ghetto» cultural español de los pasados años: siendo resultante la estructura política y social del país de un juego de fuerzas determinado por la ecuación autoridad-sumisión, en que el factor jerárquico era obligado, el modelo del sistema político-social fue determinando la estructura de los demás sistemas implicados. Sobre el esquema por antonomasia (Dictador ejerciendo omnímodamente su autoridad hacia abajo, a través de capas sucesivas de pequeños dictadores serviles) se fue dibujando el esquema de actuación general y, por tanto, el del mundo de la cultura. Quisiéralo o no, el intelectual que «constituía un núcleo de influencia» acabó convirtiéndose en dictador capaz de ejercer un poder absoluto en su campo de actuación, utilizando dogmas y clichés sin imaginar siquiera disparidades ni réplicas, para convertir así al resto del sector de su predominio, a través de un conjunto de tiranuelos subsidiarios, en un grupo sumiso y obediente, cuando no aterrorizado. De ahí resultó la «crítica de influencias», pero también más cosas: el soliloquio elitista, los monopoliúsculos de la cultura-arcano, todas aquellas consignas sobre la necesidad de destruir el lenguaje (¡en un país donde, con las demás libertades formales, estaba conculcada la libertad de expresión!) e, impregnándolo todo, el desprecio a los no iniciados, a la masa ignara, al pueblo, en definitiva. Así lo veo yo, y ni me gustó contemplarlo «desde fuera» ni me complace decirlo «desde dentro». Si lo digo es porque me siento obligado a ello: me produce algún rubor esta pretensión de que aquí no ha pasado nada. Los que más deberían haber ayudado a arraigar, a crecer, a fortalecer las pocas flores que surgían en el páramo (¡alguna hubo en la época del denostado «realismo»!) dejaron agostarse aquellos brotes:
93 reconózcase pues, su responsabilidad en la persistencia del erial. En lugar de orientar la opinión en aquellos momentos difíciles, la desorientaban, en el ejercicio de una «genialidad» gratuita. Con sus intermitentes bandazos, producto generalmente del horror a perder el tren de la moda, terminaron por confundir a lectores y autores. Ellos fueron también víctimas de la Gran Impostura, pero se convendrá conmigo en que, para recuperar el crédito, deben hacer algo más que decir simplemente «no hay crítica, y me incluyo a mí mismo», ya que durante estos años han ejercido precisamente de críticos y el suyo fue un «mandarinato» bastante estricto, que todavía se mantiene con firmeza, donde otorgaban las cartas de naturaleza sin posible apelación. Pero valga lo dicho como modesta aportación a un tema que conviene debatir serenamente, y basta, y haya paz, y hagámoslo mejor en el futuro. Ahora que, recuperado el ejercicio de sus derechos históricos, puede Cataluña potenciar decididamente su cultura, acaso Barcelona deje de ser el centro editorial más importante de la cultura castellana, como ha venido siéndolo durante estos años, y sin duda esta descentralización será beneficiosa para ambas. A José María Castellet le auguro un camino fecundo en el cuidado orientador tanto de la cultura catalana, a la que parece deberse naturalmente, como de la castellana, dada su experiencia personal en el tema. Pero yo, viejo jubilado de las pompas y de las obras de este mundo, me permitiría exhortarle, y que me perdone el atrevimiento, a un ejercicio abierto y generoso de su liderazgo: florezcan las cien flores y no se desprecie nunca al anónimo lector. Y nada más por hoy, salvo una apostilla inevitable. Supongo que las declaraciones de la inexistencia de la crítica no se refieren a las Españas exiliadas o expatriadas. En numerosos órganos hemos ejercido nuestra función, creo que con sentido de la responsabilidad, los críticos «de fuera»: pienso en Gonzalo Sobejano, en Fermín Reinoso, en Pedro Palaz, en Eugenio de Nora, en Ricardo Gullón, en varios nombres más. Pienso en mí mismo: creo que un libro de la envergadura, al menos física, de La expresión literaria en castellano, desde la descolonización ultramarina hasta el franquismo tecnocrático, merece mayor consideración. Y ahora sí que vale. (15-ii-1978)
El exilio los años cubren de pereza la inteligencia, que es lo que con frecuencia le pasa a uno después de tenerla tan baqueteada, la imaginación es una ayuda para no enmohecer, como esos árboles viejos a los que el musgo se les sube por el tronco y apenas ya la copa les reverdece con el renuevo. No sé si es por esto por lo que ando últimamente alterado en una serie de actividades más imaginativas que de otra índole, ajenas, desde luego, al ejercicio solemne de la inteligencia y, por supuesto, a la investigación erudita en la que durante tantos años tantas dioptrías llevo invertidas. Labores suavemente gratificadoras, nada metódicas, apropiadas para un dulce pasar el tiempo, que me descargan de aquellos rigurosos planteamientos de ciencia y trabajo que promovía mi condición de profesor. Los años, animadores de esta deliciosa pereza de la inteligencia, el paisaje perdido y ahora hallado de mi pueblo después de tan largo tiempo, y esta libertad extrema que me ofrece todas las horas sin la más mínima obligación de invertirlas en nada, me han convertido en otro, en una figura que más de una vez yo soñé desde el exilio, viéndome como una fugaz y grata imagen así como estoy ahora: sentado en el escaño de la cocina, escribiendo, mientras recibo por los cristales, ligeramente empañados, de la ventana, la claridad lechosa de la media mañana invernal. Si revivo el sueño hacia atrás, y lo contrapongo a ese recuerdo desde este instante, el «campus» de Salt Lake reverdece a lo mejor con un aroma de primaveras melodiosas. Del invierno de Ardón a la primavera de mi Universidad americana hay una distancia de mares y experiencias.
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95 Es curiosa esta posibilidad de vivir y revivir que el exilio me entrega como un legado, en el que lo sentimental se matiza de hondos y sustanciales dramatismos, porque el exilio es una huida obligatoria, y los que hemos podido culminarlo con el regreso, zanjado casi a un mismo límite de edad, vemos como esos años rotos, mejores o peores, según la suerte y el destino, son los que nos robaron y los que de alguna manera ahora más se desdibujan entre una amarga nostalgia que no parece bendecirlos como nuestros. No sé si las especiales circunstancias de mi vida, liberada bien pronto de arraigos familiares, más cebada en la constancia del solitario impenitente, atado apenas a ocasionales amores tan transitorios que unos con otros pueden confundirse, abonan cierta peculiaridad de mi situación, que acoge partida y regreso sobre unos ámbitos tan concretos, con tal suerte de coincidencias, que ahora estoy sentado en el mismo escaño de la cocina en que almorzaba de niño, y esta mañana al levantarme me afeité de cara al espejo en que lo hacía en los veranos de las vacaciones juveniles. Y nadie me acompaña, al menos que quiera mentar las sombras invisibles de tantos seres familiares, sugestión, a la que a veces resulta difícil sustraerse, pues esta vieja casa, llena de los objetos de siempre, decentemente mantenida, es —ante todo— el vivo museo donde permanecen las huellas de los que se fueron. Qué extraña atracción, alimentada en la memoria tantos años como el fulgor de encendidos tesoros, la de estos espacios, la de estos paisajes, más pobres que grandiosos, llama lejana que debía guiarme como hacia el fundamental refugio de mi regreso, el necesario, el de absoluta fidelidad, donde mis señas personales originarias, suspendidas o extraviadas en la diáspora, me guardaban para sellar de nuevo la sustancia verdadera de lo que uno es. He hecho cierto sobre mí aquel proverbio chino que dice que uno siempre vuelve para encontrarse. Pero también a la vez, la patética y emocionada verdad de los versos de Federico: «porque yo ya no soy yo / ni mi casa es ya mi casa». Al regreso, pasado y presente, se funden, y todas las identidades quieren juntarse en otra que acaso sea la que nos sustancie en
96 el futuro, si tenemos suficiente futuro como para cuajar. Aquél y éste, reconocidos por los habituales espacios y en los mismos espejos, pero con la distancia de una conciencia que funciona para que la nostalgia y el olvido no nos destrocen. Las labores de la inteligencia se agostan, la pereza la acaricia con una mano bonancible. Y la imaginación revive, en mi caso, al menos alegre y fértil. Tengo ahora lo que durante tanto tiempo soñé: este lugar que me recobra. Aunque los versos de Federico tal vez expresen la paradoja final de la que nuestra condición de exiliados no se libera. (1-iii-1978)
Pablo Picasso. Retrato de Sabino Ordás. Tinta sobre papel, sin fecha, colección particular.
Federico Sánchez: Lazarillo de Madrid a verme dos jóvenes leoneses bien barbados. Traen en semblante y actitudes verbales un si es no es de veneración mezclada de insolencia. Así es la juventud, así fue siempre, como la primavera, como esta primavera del Astura que parece querer deshacerse del invierno con un empellón repentino y el agua de la montaña se desborda rugiente por las riberas y el barro retarda la vida de este pueblo. Pero luce el sol, y aunque el ambiente es todavía frío, mi viejo corazón elude el empujón y se complace anticipando días jubilosos, como los que a esta juventud esperan. Los dos jóvenes capitalinos parecen de acuerdo en la suma indignación que les produce la intervención de parlamentarios leoneses en la creación de esa región frankensteinica que dicen que es Castilla-León. Buscan mi firma para una carta colectiva de denuncia. Aseguran que León no es Castilla, que nunca lo fue. Yo lo sé y por eso firmo. Logrado el objetivo, sin que acabaran, sin embargo, el orujo que les he servido en la cocina, parecen relajados y buscan el propio perdón para sus adulaciones anteriores con algún reproche que, aunque indirecto, va, naturalmente, dirigido contra mi persona. Aseguran los jóvenes que es necesario desmitificar de una vez por todas a las figuras del exilio, averiguar cuánto hubo de verdad en sus sufrimientos y dificultades. Admiran los dos el ejemplo de Jorge Semprún Maura, que bajo la personalidad de Federico Sánchez, eligió el peligro. He aquí una vida útil en el interior, lejos del exilio dorado —dicen. Por casualidad he leído el famosísimo libro. Nunca lo hubiera comprado yo, porque carezco de reflejos para cierto tipo de estímulos. Pero Manuel Rodríguez, el comandante del puesto de la
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98 casa-cuartel del pueblo vecino, inició lo que podría llamarse un tenaz asedio a mi intelecto, hasta que me lo prestó, primero, y se aseguró después de que lo había leído. Si pasaba yo por delante de la casa-cuartel, salía el buen cabo con el libro en la mano: «Es buenísimo, don Sabino; no se lo tiene que perder». Si era yo quien me lo encontraba a él haciendo la ronda por Ardón, me decía: «Ya lo acabo, don Sabino; ya lo acabo». ¿Qué decir? Tuve que leerlo. Aquel interés del cabo me turbaba, introducía en mi espíritu un extraño revoltijo de perversión y de temor. No estoy de acuerdo con los dos jóvenes, sin embargo. Al guardia civil le he dicho que sí me ha gustado; decirle la verdad hubiera sido descomunal descortesía. Por otra parte, confunde el cabo exilios y comunismos, y no he tenido yo tiempo ni ganas para disipar sus nublados. Contrariamente a lo que opinan casi unánimemente los críticos, yo sí creo que la autobiografía de Federico Sánchez es una novela; es más, creo que temáticamente hunde sus raíces en lo más prístino de nuestra narrativa: la picaresca. Y yo no soy de los que piensan, como mi admirado amigo Alejo Carpentier, que desde Lazarillo acá todo ha sido picaresca. Y tampoco me atrevo yo a contradecir a Julián Marías cuando razona que no es el resentimiento esencia de la picaresca, ni siquiera ingrediente principal. ¿Pero quién es ese Federico Sánchez, sino un pícaro, un redomado pícaro que pulula por Madrid conociendo a lo más granado de la intelectualidad, del arte y de la política, un espíritu pulcro, seguro y guardador que, mientras sus compañeros caen, conserva documentos, cintas y fotos de cada uno de aquellos días, siendo como era su posesión la cima de la imprudencia? Tiene la autobiografía de Federico Sánchez los dos caracteres, interno uno y externo otro, que incuestionablemente definen a la picaresca: el utilitarismo de su protagonista y lo autobiográfico de su forma. Sirve Federico al partido como el de Tormes sirve a su señor: deslealmente. Si su expulsión fue en el 1965, cómo se explica que en la página 216 diga: «Más tarde, en 1958, cuando hice mi
99 primer viaje a la Unión Soviética, de vacaciones, fue en el Cáucaso, aquella tarde con Colette, en el lago de Ritsa, donde bruscamente se me hizo visible, globalmente, el carácter arcaico, opresivo, jerarquizado, fosilizado, de la sociedad rusa surgida de la sangrienta historia del bolchevismo». ¿Por qué no abandonó Federico entonces el Partido? ¿Por qué esperó a que lo expulsaran en fecha tan alejada de aquellos desengaños? Muy claro lo dice el autor: porque Federico conoce mientras tanto a Jesús López Pacheco, Julio Diamante, Domingo González Lucas (Dominguín), Ramón Tamames, Alfonso Sastre, Gabriel Celaya, Juan Antonio Bardem, Carmen Martín Gaite, Agustín García Calvo, Vicente Aleixandre, Luis Miguel Dominguín (que incluso le escribe una carta de recomendación para Camilo Alonso Vega, entonces nada menos que ministro de la Gobernación), Ricardo Muñoz Suay, Rafael Alberti, Elías Querejeta, André Breton, Blas de Otero, Manuel Azcárate, Fidel Castro, Angel González, Eloy Terrón, Dionisio Ridruego, Mario Vargas Llosa, José María Castellet, Octavio Paz, Guillermo Cabrera Infante y algún centenar de nombres más…, y también a Carlos Barral, y sobre todo a Juan Goytisolo, a quien sólo con Franz Kafka pudiera comparar (pág. 251), con quien medita sobre el Partido de la Clase Obrera en el azul esplendente del dichoso verano del 62 en las lujosas aguas de Capri (pág. 253)…, y en casa de Monique y de Juan (Goytisolo). «Monique consiguió lo que hasta entonces nadie había conseguido, excepto Colette, mi mujer: leer el manuscrito de mi libro inconcluso… Lo demás fue coser y cantar» (pág. 256). El 1 de mayo de 1963 Jorge Semprún Maura obtuvo el premio internacional Formentor de literatura, y su nombre se hizo universalmente conocido. Y, sin embargo, este libro de ahora está muy mal escrito: es farragoso, feo y descuidado. Las técnicas que en El largo viaje potenciaban el relato, a base de dos presentes —el de la acción y el de la escritura—, dos pasados y dos futuros, son aquí la hojarasca que cubre, como un taparrabos, las zonas que el pudor quiere involuntariamente esconder.
100 Pero los dos jóvenes parecen discrepar de mi discurso. Hablan del esclarecimiento de Claudín, y yo atajo su argumento levantándome. Voy a dar de comer al canario. Les digo: «Nunca Claudín hubiera escrito un libro como éste». Golpean la aldaba de la entornada puerta de la calle, y, tras pedir permiso, el mismísimo cabo Manuel Rodríguez se presenta en la cocina con otro libro en la mano. Todos observan cómo pongo en mis labios unos granos de alpiste. El cabo, rudo y erguido, inunda sus ojos de húmeda malicia. «Tenga —me dice—. Si le ha gustado el otro, éste, aunque es más viejo, es mejor». Y me entrega un agonizante y aceitoso ejemplar del Yo escogí la esclavitud, de Valentín González (El Campesino). Sin saber cómo eludir la amenaza, balbuceo: «Lo he leído. Lo he leído». Y el pico del canario roza mis labios, buscando el alimento. Dice el cabo, mirando a los de la barba: «Lo peor de estos comunistas es que luego muerden la mano que les da de comer». (8-iii-1978)
Inutilidad de la academia Pedro es mi único visitante asiduo. Con periodicidad casi semanal, arrostrando unas veces las nieves y las heladas y otras las lluvias y los barros, llega desde León a lomos de su ruidosa motocicleta. Acojo con placer a este chispeante conversador, a quien la literatura encandila tanto como a mí. Esta vez la tarde estaba soleada, pero don Pedro, sin dejarse embelesar por los vislumbres de la primavera alta, vestía la habitual gabardina pelliza, enfundaba sus manos en las grandes manoplas de cuero y tocaba su noble cabeza con el pasamontañas gris y la boina, protegiendo sus ojos con oscuras gafas de modelo antañón. Oí el ronquido de su vehículo y sali a recibirle. Don Pedro estacionó el ciclomotor junto al poyo de la fachada, estrechó mi mano y sin esperar siquiera a desembarazarse de sus indumentos me espetó una aseveración lapidaria a propósito de las recientes elecciones de académicos de la Lengua: «Antes entraban sólo los hombres, ahora pueden entrar también las mujeres, ya sólo falta que entren los escritores», dijo, apoyando la ocurrencia en una carcajada. Maestro nacional, expulsado del escalafón en la depuración de la posguerra, don Pedro se ganó la vida como escribiente en las bodegas de un cuñado suyo, Jubilado ya, y clausurada la fonda en que por costumbre residía, habita ahora en la residencia de ancianos. Su figura más admirada en lo literario es la de Shakespeare. En lo político no encuentra parangón a Buenaventura Durruti, aunque yo creo que el sustento principal de este fervor es el recuerdo luminoso de las travesuras infantiles compartidas con el anarquista leonés, cuando ambos, en unión de otros rapaces, vendimiaban los huertos del barrio de San Pedro y de la Candamia.
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102 Yo protesté: en la Academia hay escritores excelentes. Sólo el limitado número de sillas impide que puedan apoltronarse al unísono, bajo los techos de la venerable institución, todos los escritores que lo merecen, y obliga a ese turno de acceso lento y restrictivo. Pero el bondadoso jacobino continuó su burla, enhebrando una serie de comentarios reticentes sobre algunos de los eximios académicos cuya obra consideraba escasa o insignificante: «¿Qué cuidado de la Lengua pueden tener tan endebles literarios?», apostillaba. Repuse yo con argumentos sólidos: en la Academia, la presencia exclusiva de la gente de letras vinculada a la creación, o a la crítica, o a la enseñanza, podría ir en menoscabo de aspectos tan importantes en nuestra cultura como el arte de la guerra y la elocución eclesiástica, o la expresión jurídica, del mismo modo que el estado de la investigación científica y tecnológica en nuestro país hace indispensable la presencia de ingenieros y de agricultores. Luego, el tema se fue diluyendo en otros motivos de charla, sin que yo le comunicase a don Pedro mi auténtico sentir sobre la Academia. Lo voy a hacer ahora, en la seguridad de que mis juicios serán motivo de una sabrosa conversación con ese estimado visitante. Expresé mi opinión sobre la Academia en una obra extensa. Para mí, la calidad literaria de sus miembros es absolutamente irrelevante. A mi modesto entender, la Lengua no necesita tutores. Si goza de buena salud, ella sola se desarrolla y florece; si está anémica y enferma, ningún médico podrá devolverle la vitalidad. Sin Academia, el mundo anglosajón ostenta un lenguaje envidiablemente rico, en permanente renovación; con Academia, el castellano peninsular parece empobrecerse cada día más; con Academias también, correspondientes de la Española, el castellano de América se hace cada vez más abundante y vistoso. Son los propios pueblos quienes limpian y fijan y dan esplendor a las lenguas, y acrisolan los idiomas. Las academias son hermosas por cuanto tienen de suprema tertulia erudita, pero en lo tocante a su influencia en el vigor del idioma, son totalmente inútiles.
103 Recuerdo haber mantenido una sustanciosa conversación con Max Aub a propósito de este asunto. Fue a la sombra de Los Caobos de Caracas, donde nos había juntado no sé qué congreso, allá por el cincuenta y tantos. Max, que fraguaba entonces la peripecia novelesca del Agustín Alfaro de Las buenas intenciones, preparaba también un discurso para su propio ingreso apócrifo en la Academia. Yo creo que la imaginación fecunda de Max Aub no elucubró ficción alguna de tan hermoso significado como aquel discurso: el entorno histórico simulado era el de una España en que la guerra civil no había sucedido, y donde la cultura toda, y especialmente el teatro, mostraban áureo renacimiento. Con su pronunciación abundante en erres, Max Aub me enumeraba los miembros de la Academia. En aquellas sillas se sentaban, entre otros, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Américo Castro, José Moreno Villa, Manolo Altolaguirre, Luis Cernuda, Ramón Sender, Corpus Barga, Francisco Ayala, Emilio Prados, Juan Larrea, Blas de Otero… También se sentaban muchos de los que pertenecen a la verdadera: Dámaso Alonso, Miguel Delibes, Rafael Lapesa, Vicente Aleixandre, Camilo José Cela, Emilio García Gómez… Al discurso de ingreso de Max Aub respondía Juan Chabás, imaginado también académico. «Te adjudico la silla que prefieras, Sabino», me dijo. Aunque me fascinaba aquella ficción de concordia y de creatividad, vencedora de la guerra y de la muerte y del exilio, yo decliné el honor. Mi convicción sobre lo superfluo de la Academia era ya firme y enteriza. Así que Max Aub sustituyó mi nombre por el de otro exiliado, sin duda más ilustre. (15-iii-1978)
Adiós, Castilla, adiós es en Ardón el tiempo el mejor abrigo para los ofrecimientos de la Naturaleza: a una acariciante y prematura primavera, estímulo de capullos, amparo de suavidades, sigue repentinamente el más hosco y feroz de los inviernos, al que basta un solo día para segar de raíz todas aquellas promesas. Un año y otro año, desde siempre, hemos vivido en este marco desolador de los proyectos incumplidos. Y tal parece que así es la vida literaria entre nosotros. Un movimiento que se promete fecundo, al que la crítica acoge con alborozada trompetería, tiene inmediatamente la réplica de su contrario, negador de todo lo que aquel suponía, bueno y malo… Y así las heladas caen sobre nuestra cultura como sobre nuestros campos y no hay hierba buena que logre fructificar en tanto desconcierto. Pero no quiero hablar de cultura. Y que me perdone Dámaso esta salida de madre que justifico por la misma sinrazón que hace que hoy las aguas del Astura corran más turbias y procelosas que ayer. He ido a León. Mejor dicho, me han llevado. He sido uno entre 15.000. Ni un grito airado: cordura y espontaneidad…, este doble pueblo mío ha depurado aún más sus buenas cualidades. Ha sido para mi corazón viejo la liberación de un alegre rejuvenecimiento. Sólo temo que la pertinacia de otras latitudes en el error suponga el temido cambio brusco que agote tantas esperanzas. Y es que he visto la inquietud en los jóvenes, inquietud que mañana podrá ser desazón y pasado mañana quién sabe qué será… Teme esta juventud que León desaparezca en su unión con Castilla. Las ceibas, la covada, los xiepas, las juntas de mozos son los signos todavía vivos del pasado astur de León, notas de una cultura del noroeste peninsular que no es castellana.
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105 Yo temo esto, y temo también a lo contrario: que España pierda a Castilla. Qué extraño resulta ver cómo, quien parece heredero del torrente vertebrador de esta España de nuestros exilios, produzca esta sangría precisamente en las fuentes de su propio corazón. Y, sin embargo, es esto de las nacionalidades y regiones como un baño peninsular de regeneracionismo, tan del gusto de Joaquín Costa, que trasciende de esperanzas el marco político donde se plantea. Ya el mismo Ortega, creo que en fecha tan alejada como 1921, denunciaba que no comprendía por qué preocupaba el nacionalismo afirmativo de Cataluña y Vasconia, y, en cambio, no causaba pavor el nihilismo nacional de otras regiones. Pero ahora, en ocasión de tan alta esperanza, ¿por qué se hacen las cosas tan mal? ¿Quién puede imaginarse una España sin Castilla? Pues a eso estamos abocados si alguno de los grumetes que ha tomado el timón no permite que otras manos más firmes y de mejor criterio modifiquen rumbo tan disparatado. Fue Azorín quien señaló que no era posible desenraizar al Cid de Burgos, y, sin embargo, un poeta francés tuvo la audacia de hacerle morar en Sevilla. ¿Será posible llevarle ahora hasta León? ¡Castilla, la de los largos ríos, la de Azorín y de Machado, la de Unamuno! ¡Castilla varonil, adusta tierra! ¡Castilla del desdén contra la suerte! ¡Castilla del dolor y de la guerra, tierra inmortal, Castilla de la muerte! ¡Castilla, qué poco vales, que ya ni una sola región sostienes con tu nombre! Me acuerdo de don Antonio Machado, y me acuerdo de aquellos versos iniciales del poema del Mío Cid, y se me ocurre que ya nunca podrá ser verdad el deseo de Alvar Fáñez: «Ya aguijaban los caballos, ya les soltaban las riendas. / Cuando de Vivar salieron vieron la corneja a diestra, / y cuando entraron en Burgos la vieron a la siniestra. / Movió mio Cid los hombros y sacudió la cabeza: / ¡Albricias —dijo Alvar Fáñez—, que de Castilla nos echan, / mas a gran honra algún día tornaremos a esta tierra!». Cuando los hombres del 98 se preguntan por el ser de España encuentran a Castilla, una Castilla austera, dura, concentrada.
106 Mientras duró mi exilio tuve constancia de que en esta mística se educó a los jóvenes, al tiempo que se tachaba de utópicas o disolventes las teorías sociales de aquellos próceres. ¿Por qué hoy no corregimos aquellas verdades a medias en vez de reemplazarlas por una mentira entera? Mucho me temo que jamás Mío Cid pueda volver a su Castilla. Cómo recordar sin ira aquellos hermosos versos de Manuel Machado, que ya sólo podrán recitarse así: El ciego sol, la sed y la fatiga, por la terrible estepa castellano-leonesa al destierro, sin nadie de los suyos, —polvo, sudor y hierro— El Cid cabalga… Adiós, Castilla, adiós. Ya no habrá Castilla, sino CastillaLa Mancha, Castilla-León. ¿Quién se lo imagina? (22-iii-1978)
Teoría del apócrifo Juan de Mairena decía a sus alumnos: «Tenéis unos padres excelentes, a quien debéis respeto y cariño, pero ¿por qué no inventáis otros más excelentes todavía?», les estaba exhortando a la práctica sublimadora del apócrifo, a la invención de un ideal superior a lo que la propia vida ofrece. Si la realidad, como el agua remansada del pantano, llega hasta esta orilla, y más arriba no podemos zambullirnos, inventemos otras capas de líquido beneficioso superpuestas a este paisaje estricto, y dejémonos nadar en ellas de la mano de la imaginación. Mairena era propenso a esos saltos y a esas teorías tan razonables como inquietantes para las mentes encorsetadas; filosofaba con un afán aguijoneador y amaba la paradoja. Don Antonio Machado lo había inventado como uno de los contratipos de su amplia galería de apócrifos, ese museo vivo de simulaciones en que el poeta se vio repartido, como guiado por la innata necesidad de sobrevivir en muchos rostros. Con Machado, el apócrifo se sustancia y toma plaza definitiva en nuestra historia literaria contemporánea. Voy a ahorrarme ahora los antecedentes. Porque sólo quiero contribuir a perfilar sugerencias, ideas para una teoría del mismo. Historiar nuestros apócrifos me llevó un tiempo, bien agradable por cierto, allá en los primeros años de mi universidad americana. Max Aub y León Felipe fueron decididos seguidores de mis investigaciones, contertulios apasionados y curiosos sobre el tema en aquellos dos veranos del cuarenta que pasé en México, compartiendo con Bergamín un pequeño estudio que nos había localizado Luis Buñuel en la misma manzana donde él vivía. La tendencia al apócrifo viene de una propensión vitalista creadora, que desborda las convenciones del arte y de sus géneros, que
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108 no se resigna a la mera ficción como resultado, sino que desea trascender ese campo imaginario y rozar de veras la vida, abarcarla suplantándola, simularla hasta el límite de su verdad. Es como una apuesta arraigada para dar a lo ficticio, a lo mentiroso —en suma— el barniz de lo cierto, la impronta de lo verdadero, sin perder esa dimensión engañosa del encubrimiento, como mantenido bajo una capa que oculta y que al ser arrebatada dejará al aire la desnuda sonrisa del simulador, el malévolo regocijo del fabuloso. Simulación y fábula, esos son los dos requisitos fundamentales para el ejercicio del apócrifo. La imaginación urde la letra copiando e instalando en la vida lo que quiere simular, bautiza y recrea sin saltarse esas reglas de confianza que ayudan a lo verídico, pero se deja insuflar por esa inspiración enriquecedora de la fábula, se nutre de la misma fuente de la que nace la ficción. Vida y ficción, realidad y sueños son términos y ámbitos que las imaginaciones creadoras suelen reducir a un mismo camino transitable. La senda del apócrifo es gemela a la de lo novelesco, la diferencia está en la ambición y en el final. La novela se conforma con su propia consistencia de universo de ficción, equivalente a la vida, reducto de la fantasía, transposición de la realidad, meditación —a fin de cuentas— sobre la condición humana y el paisaje hostil o cálido del mundo que la sostiene. El apócrifo —como ya antes apuntaba— pide un grado más para sustanciarse con su matiz de invención que desea celebrarse a sí misma como auténtica, como depositaria de una vida y de una realidad propias que le dan autonomía y credibilidad. Lo fabuloso se convierte así en un atentado: la imaginación se disfraza para no dejar entrever su identidad, la ficción se esconde, la simulación opera en un primer término ejecutando la copia más exacta y posible. Se perpetra así un inocuo atentado de impostura, radical y perfecto si las habilidades de quien lo propone son poderosas. Atentado que viene a ser una celebración de las más hondas apetencias del ser humano, tantas veces frustradas, tantas veces también portadoras del sustrato, del impulso que le lleva al arte. Crear algo comparable a la vida, equivalente a la misma, factible de ser
109 instalado en ella sin que nadie note diferencias ni matices discordantes, que se confunda. O verter en otros cauces, que multipliquen diversificada nuestra imagen, tantas emociones, ideas, pensamientos, como nuestro ser alberga, y acaso él solo no logre plasmar. Liberarse, a fin de cuentas, bajo un ritual imaginativo que —como decía Poe— rescata de nosotros un polen de dioses omnipotentes. La hermosa paradoja del apócrifo es que después uno se mira en su espejo y la sabia simulación nos hace dudar de si no seremos nosotros los simulados. Y esa poética inquietud también ayuda a vivir. (29-iii-1978)
La rama dorada en el entierro de Genarín Bajtin, en su obra sobre Rabelais y las formas contraculturales de la Edad Media, se refiere a las tradiciones con que, en tiempos de Cuaresma, parodiaba el pueblo los fastos de la Iglesia, tan abundantes en solemnidades, procesiones y oficio, tan impregnados del espíritu de aquel «monstruo de la abstinencia» que, en su divertida ficción, denominaría «Cuaresme-prenant» el padre de Gargantúa y Pantagruel. Frente a las liturgias eclesiásticas, aceptadas unánimemente como las únicas que interpretaban el verdadero sentido de las fechas, mantenía el pueblo otros rituales bufos que eran como la caricatura de aquéllas, su reflejo deforme, pero cuyo enraizamiento popular les ha hecho mantenerse en muchos casos hasta nuestros días (recordemos «el entierro de la sardina», cuyo ritual inventarió para la historia Mesonero Romanos). En León he encontrado yo uno de esos misteriosos, soterraños ceremoniales que, contando con menos de cincuenta años de existencia, está sin embargo, lleno de significaciones contraculturales y paganas. Se trata de «el entierro de Genarín», una ceremonia nacida en los primeros años de la Segunda República y mantenida hasta muy avanzado el franquismo, y que la juventud leonesa ha querido recuperar para el acervo de las costumbres autóctonas. Este Genarín fue un mísero vagabundo, pellejero y repartidor de prensa, irreductible amigo del aguardiente de orujo, que encontró la muerte en circunstancias abyectas en la mañana del Viernes Santo de 1930: hacía del vientre al arrimo de un cubo de las viejas murallas cuando fue atropellado por el flamante camión municipal de la recogida de basuras. Embebido el ánimo de Genarín en esa función fisiológica tan cara a alguno de nuestros
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111 dilectos académicos de la Lengua, y sumido también en la modorra del alcohol, no se percató de la llegada de la máquina. Aquella muerte escatológica suscitó en los amigos y conocidos del difunto, gentes todas de la comparsa tabernaria, la celebración de un funeral, que se llevó a cabo en el aniversario del óbito, y que se fue repitiendo cada año hasta ritualizarse dando origen a una Cofradía, la de «nuestro padre Genarín», que dirigían unos hermanos mayores, «los cuatro evangelistas», y que seguían con celo otros cofrades vinosos y las mujeres, cuyo oficio, consagrado a Afrodita, se ejercía en las noches provinciales y frías de la capital. En la madrugada del Viernes Santo, la Cofrafía, portando sus miembros numerosas botellas, recorría los aledaños de la carretera de los Cubos, mientras desgranaba, cual oraciones, letrillas y romances alusivos al difunto. La ceremonia concluía en el lugar del mortal accidente, con el entierro de un ajo, y uno de los cofrades, el «hermano colgador», se encaramaba muralla arriba hasta depositar en un hueco de las piedras tres botellas de orujo, en ofrenda al espíritu, sin duda sediento, del pobre Genarín. Yo nunca asistí a tal celebración. Me lo impidió mi alejamiento de León en tiempos de la República, convertido en exilio, y no precisamente dorado, desde 1939. Como señalé antes, parece que incluso después de la guerra, año tras año, se repetía la ceremonia. Su carácter jocoso, el hecho de que sus concelebrantes fuesen bohemios inofensivos, borrachones de casta y elementos variopintos del «lumpen» despolitizado, abonaba, según pienso, la tolerancia civil. En cuanto a la eclesiástica, sin duda en el inconsciente episcopal latía la memoria de aquellas fiestas medievales que, por su propia condición de marginamiento pagano, servían de extraño conjuro al mayor esplendor de la fiesta cristiana. Por otra parte, «el entierro de Genarín» era un secreto para muchas de las «gentes de orden»; y si se enteraban, le concedían la indulgencia del desprecio, en lugar de suponerlo una profanación. Así las cosas, en el año 1960 el número de los secuaces alcanzó, según cuentan, las tres mil personas. Acudía al entierro profano mayor cantidad que a la procesión sagrada, sustituyendo la obli-
112 gada abstinencia por la copiosa libación, los padrenuestros por las coplillas y el fervor del Nazareno por el del Pellejero. Denunciado públicamente el acto por un viejo gacetillero ultramontano, el Poncio de turno lo prohibió. Aunque encuentro yo en «el entierro de Genarín» la pervivencia del espíritu contracultural de las parodias cuaresmales del medievo, doy mayor importancia a otro significado, no ausente tampoco de aquéllas, pero que me maravilla en este paso por lo moderno de su aparición y la coincidencia de las efemérides. En este «entierro» chocarrero redescubro el ritual de la muerte de Adonis (muerte del invierno, renacimiento del verde, del espíritu del grano, que según Frazer, viene del fondo de los tiempos), fiesta primaveral sobre la que la Iglesia injertó con habilidosa sabiduría la conmemoración de la muerte y resurrección del Salvador. Para mí «el entierro de Genarín» tiene, pues, una resonancia pánica, que se arrastra desde los más oscuros orígenes de la cultura. Cuando esta juventud risueña y vitalista, que es la verdadera esperanza de León, me invitó a asistir al acto expresé mi gustosa conformidad. Desgraciadamente, la conmemoración del «entierro de Genarín» fue prohibida por orden gubernativa. A pesar de los vientos democráticos, no se levantó la vieja proscripción. Se adujeron motivos nimios, de mero procedimiento. No es precisamente la antropología la materia que más interesa a nuestros Poncios; pero de tomarla en consideración, sobre la antropología cultural prevalecería, decididamente, la «antropología electoral»… (5-iv-1978)
La novela iraní horrible ciencia que es la estadística, en ningún campo se manifiesta con mayor espontaneidad que en el reparto de penas y alegrías con que rodea nuestra vida. Sufro hoy el principio de una gripe que no se conforma con zarandearme las rodillas y nublarme los ojos, sino que atenaza el ritmo de los latidos de mi corazón. Creo que los viejos amamos con más pasión la vida que los jóvenes: hemos acumulado años y experiencia y más avaros somos cuanto más poseemos de lo uno o de lo otro. En estos trances temblorosos suelo recordar a mi lejanísimo abuelo Aquilino, que en los últimos días de su vida se escondía del invierno y se quedaba casi inmóvil en el escaño de la cocina al acecho de la primavera, como la alimaña espera a la presa que le va a dar vida y alimento. ¡Qué bien le comprendo ahora y, por eso, con cuánto miedo acojo los contratiempos de salud en estas fechas! Hoy, sin embargo, he recibido el último de mis baúles americanos y carta desde Salt Lake de mi buen amigo Khalil al-Abidin, y tengo motivos para, por encima de los temores, estar contento. En el baúl, que yo ya había dado por perdido en algún muelle de Nueva York, venían, junto a cosas de mucha utilidad, tres grandes paquetes de libros que contenían la mayor parte de la novelística española joven de los últimos años del franquismo. No puedo salir a pasearme por la ribera del Astura, donde sé que la brisa comienza ya a sonar en las cuerdas de los chopos, pero leo y releo la carta de Khalil, cuya presencia en Salt Lake fuerza mis recuerdos que se asoman a aquel claustro bendito para caminar luego cargados de nostalgia a la capital iraní, donde conocí al buen amigo. Creo que Khalil fue el primer profesor de castellano que llegó a rector en la Universidad de Teherán. Yo estuve allí no más de tres
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114 meses acogido a su hospitalidad cuando me invitó a que explicara un curso breve sobre nuestro Siglo de Oro. Entonces, sin haber vivido una sola tregua en mi exilio, sentí en Teherán que me transportaba a Madrid: la limpieza del aire, el llano inmenso del entorno, las montañas vecinas… y el país, el país pobre e injusto. Pero ese Madrid de mi recuerdo ya había comenzado su horrible mutación, del mismo modo que hoy Teherán es ya la capital que temía Khalil: asfalto y humo, cemento y asfixia… y la misma autocracia que nosotros padecimos, la que terminó por enviarle a Salt Lake City, de donde yo, tan recientemente todavía, acabo de llegar. ¡Qué gran amante y qué gran conocedor era Khalil de las dos literaturas: la persa y la española! ¡Y cómo le dolían las apreturas de la censura, la vileza y la corrupción autócrata que iban demoliendo las pocas resistencias de sinceridad que aún quedaban en las letras iraníes! Decía Khalil: «Es la cultura una serie de capas sucesivas que forman niveles al modo de una torre cuyos últimos metros de altitud necesitan el soporte de todos los demás que la sostienen». Y luego se quejaba amargamente del rumbo a que se forzaba a los jóvenes, para los que constituía artículo de obligada originalidad seguir los dictados de Joyce y de Proust, de Faulkner y de Musil, jóvenes que retorcían su pluma para prolongar aquella prosa en forma y fondo, en tema y estilo, que relegaban incluso su propio idioma en una burda imitación de los idiomas de Occidente. «Todos estos jóvenes —decía Khalil— se han impuesto la tarea de edificar al lado de la torre de Ulises las cotas de su particularísima construcción, olvidando que la obra humana jamás brota de la nada, sino de algo precedente sobre lo que se asienta y se levanta». ¡Cuánta razón había en sus palabras! Yo mismo he anotado en estas mismas páginas todo el inmenso localismo que hay en la obra de Joyce, localismo exacerbado que sólo los torpes no ven y que, no obstante, se hunde en la veta por donde pasa lo más sabroso de la cultura universal. Después del «Naw Bahar» (Nueva primavera), ni una gota de salud, ni un soplo de originalidad ha quedado en las plumas ira-
115 níes, y el recuerdo de Sadiq Khan, de Abbas Halili, de tantos otros grandes escritores, añade una pena más a quienes de verdad amamos aquel gran país. La causa de tamaño desasiego no está lejos de los doloridos análisis que hacía Khalil: «Cuando la literatura carece de arraigo o no es capaz de transmitir el conocimiento, lo que se ofrece como arte es una jerga, y lo que se justifica como lúdico es una bufonada». Según Khalil, la novela iraní se definía por tres rasgos negativos que la apartaban fatalmente de los lectores: «Incapacidad para conectar con la realidad nacional, abusiva referencia a otras literaturas y amaneramiento formal». ¡Madrid y Teherán, España e Irán, qué paralela desazón! Hoy, recogido en el lecho, forzado a perder el día, a soportar más que la noche en casa, medito sobre los monstruos deformes que hemos visto nacer durante estos cuarenta años. Con asombro constato que ni siquiera hemos alumbrado Pierre Menards, que siguiendo la ley de sus obsesiones respectivas produjeran «Ulises» o «Sombras de las muchachas en flor», en un juego eterno y narcisista de los espejos que se miran. (12-iv-1978)
Correspondencia reclusión en que me ha mantenido el acceso gripal durante cinco días, privado así de mis paseos y de mis largas estancias en la cantina, la he aprovechado para poner un poco de orden en mis cosas. Esas décimas no excesivas, pero insistentes, me proporcionan un hormigueo laborioso y como una rara lucidez para comprender que con tan dulce abandono no voy a ningún sitio. Y es que este tiempo que llevo en Ardón de ninguna manera mejor que de dulce abandono podría recriminármelo. La quietud y el beneficioso correr del tiempo, como las aguas del Astura en el estrépito de su mansedumbre. Así mi vida aquí. He tenido visitas de cumplido y visitas de charla amena, todas cordiales. Vecinos y vecinas con la recomendación y el buen pronóstico. Estuvo, como siempre, don Pedro, infatigable en su motocicleta, dispuesto a ampliarme datos sobre el entierro de Genarín, tema que domina al máximo y al que ha contribuido, según acabó confesando, con algunas redondillas. Y estuvieron Paciano Parra, el conductor del coche de línea, que me trajo una botella de orujo con guindas, «muy propio para espantar las asiáticas», y el cabo Manuel Rodríguez, preocupado el hombre con lo que llama «la reyerta del leninismo», en la que disiente por completo de don Santiago. El orden que decía lo inicié por mi correspondencia, donde algunos lapsus alcanzan ya lo intolerable. Una carta sin contestar de mi querido Saul Bellow, retenida de un día para otro hace casi un mes. Una tarjeta de Alejo Carpentier posponiendo nuestro añorado encuentro, que ambos nos habíamos prometido a raíz de la concesión del premio Cervantes, pero que ni su salud y ocupaciones ni la mía han hecho posible. Otra extensa carta de Luis Buñuel, en divertida clave de monje benedictino y en latín más o
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117 menos macarrónico en su tercera parte. Exactamente en la línea de aquella correspondencia que mantuvimos por los años treinta y que Luis rememora con la intención de saber algo de mi vida. Truman Capote —según me cuenta— le dio recientemente mi dirección en Nueva York, aseverándole que había regresado a España y que vivía en mi pueblo, un lugar imaginario jamás nombrado en ningún mapa. A Capote también le debo carta. Alexandra, la mujer de Bellow, me hace en una posdata a la carta de su marido un cúmulo de graciosas recomendaciones para mantenerme firme en mi voluntad vegetariana. Saul y ella son vegetarianos acérrimos. Yo cumplí cierta etapa bajo su asesoramiento. ¿Con qué cara le mostraría a Alexandra los amplios caudales de cecina, chorizo y morcilla con que comencé, a poco de llegar aquí, mi innoble y premeditado suicidio? ¿Cómo justificarle mi defección del rábano y la berza para pasar a la oreja, el rabo y hasta las medievales criadillas? Una amistad tan honda y entrañable como la nuestra puede conmocionarse si se hace patente tal traición. Veremos cómo lo resuelvo cuando este verano, según me tienen prometido y me confirman en su última carta, me giren visita. Alejo recibirá en París mi felicitación no ya al Cervantes, tan merecido, sino a su bello discurso de Alcalá, que la prensa reprodujo: cuánto y qué bien con tan pocas palabras. Tengo a Carpentier por la persona más culta y mejor conversadora de cuantas he conocido en mi vida. Como le tengo por el más grande escritor vivo en nuestra lengua. Ese sintético análisis de Cervantes como padre de la novela moderna, adobado por esa metáfora de los grandes personajes de la misma asistiendo a su bautismo en Alcalá es todo un detalle de la finura de Alejo, de su incurable amor al castellano y a nuestros clásicos. Mi contestación a Buñuel, son bastantes los años que hace que no nos vemos, por lo menos cinco, aunque la fraternal relación que nos une siempre encontró intermediarios para transmitir un abrazo, ha sido en riguroso castellano de nuestro Siglo de Oro, abundando en la costumbre de nuestro antiguo epistolario. Y ahora que leo en la Prensa madrileña que se acaba de estrenar «La edad de
118 oro» (el arte sopla sobre el polvo de las dictaduras) no puedo menos que recordar mi fugaz aparición en sus imágenes, tan locas y tan vitales, con Juanito Esplandiu, Juanito Castañé y Joaquín Roa, todos enlevitados en las escenas de la fiesta que se rodaron en los estudios Billancourt, a donde llegamos a requerimiento de Luis con Pepín Bello, en una loca excursión desde Madrid. La correspondencia me anima así a resistir no sólo ese orden que, al menos en pequeñas dosis, parece necesario, sino también a restituirlo más hondamente, en los campos de la memoria, que apenas se deja libre y lo son ya de la nostalgia. A los años y a la enfermedad se les puede perdonar, digo yo, ese leve desliz. (10-v-1978)
Salvador Dalí. Retrato de Sabino Ordás. Óleo sobre tabla, sin fecha, colección particular.
Arte y sufrimiento se decide la primavera a encender su sonrisa en el Astura. Ha vuelto el frío y la lluvia tiene regusto invernal. Ayer tuve visita de don Pedro, y ambos intentamos un paseo por la chopera, ya tan verdecita, pero la tarde se fue haciendo cada vez más inclemente, la llovizna cuajó en chaparrón y nos vimos obligados a la retirada. Así, la plática se desarrolló en el escaño de la cocina, al arrimo de un hermoso fuego que tuve la previsión de encender antes de que hubiéramos emprendido el frustrado paseo. A don Pedro le había encrespado los humores una entrevista publicada en un prestigioso matutino de Madrid. «Cuanto más sublime consideración de sí mismo tiene el intelectual español, más procura alambicar la comunicación de su pensamiento», decía don Pedro. «Sin duda cree que la artificiosidad expresiva, por añadir oscuridad y hacer menos inteligible lo manifestado, provocará en el lector ingenuo la sospecha de que tras tanta complicación no puede por menos que esconderse muy vasta sabiduría». Don Pedro agitaba el cuadernillo que cobija la entrevista, sin detener sus improperios contra aquel pintoresco lenguaje, trazado con volutas y ringorrangos neobarrocos. «El modo de actuación del intelectual que se estima a sí mismo como porción inseparable de la élite —prosiguió mi fogoso interlocutor— consiste en infundir en los lectores un considerable horror al vacío. Como en el lance de un nuevo Retablo de las Maravillas, el lector es sometido a una insidiosa coacción, forzado a comulgar sin reticencias con las orientaciones del bululú, cohibido a ver en la escena, por otra parte, más desierta que nunca, todos los colores y todas las danzas, so pena de una sanción atroz: la conciencia pavorosa de que, siendo incapaz para vislumbrar aquellas
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120 excelencias que al parecer se muestran ante sus ojos, deberá permanecer amontonado entre los ajenos al misterio, uno más de la masa ignara y anónima». «Además, bajo la faramalla conceptual de la dichosa entrevista —continuó don Pedro— no hay sino vulgaridades. Esta charla no muestra mayor agudeza que cualquiera similar entre dos escolares aplicados del bachillerato, aunque éstos, que pudieran considerar a Valle Inclán el mejor estilista del siglo, sin duda opinarían que en lo referente a escribir novelas, Galdós y Baroja están a bastantes palmos por encima del de las barbas de chivo». Mi principal objeción a la tesis de don Pedro consiste en que yo no creo que la artificiosidad expresiva del intelectual elitista que prolifera entre nosotros se deba solamente a un deseo de aparentar mayor sabiduría de la que tiene. Estoy de acuerdo en que la gran pedantería al uso proviene de una inseguridad con profundas raíces: a lo largo de un extenso periodo, del que el ghetto franquista ha sido remate, y confiemos punto final, la cultura literaria elaborada en esta infeliz península ha permanecido, por lo general, al margen de la cultura viva y creadora del mundo, o, cuando no ha sido marginal, se ha entregado al mimetismo más servil; por eso, hay una falta de seguridad en la médula del intelectual español y muchos intentan disimularla con el ejercicio malabar del énfasis desaforado, que tanto posibilita la floración de los pequeños budas, de los diosecillos de ocasión. Así, al contrario que el intelectual anglosajón, que cuanto mayor es su conocimiento de los temas, más se esfuerza en aclarar y sintetizar la exposición de su pensamiento, en capacitarlo para que sea comprendido por los más, nuestro crítico, nuestro profesor, nuestro ensayista, suelen tener a gala todo lo contrario. Pero hay un factor más poderoso que el de la inseguridad radical en la propia labor, y yo creo que ese factor es la convicción de que el mundo de la cultura no debe tener fácil acceso, que el conocimiento del arte debe estar rodeado de especiales dificultades, que sólo a través del sufrimiento, bien que mental, pueden alcanzarse las riquezas ateneas.
121 El español predominante en el mundo de la cultura, el español de la clase burguesa, que sólo consigue empleos o beneficios mediante duras oposiciones o complicados juegos de influencias, lleva grabada en su ánimo la idea de que el bien precioso de la ilustración, como cualquier otro, no sin esfuerzo puede conseguirse, y es practicante fervoroso de esta fe cuando de algún modo se convierte en administrador de aquel patrimonio. Así, cuanto más quintaesenciado viene a resultar el cenobio de la ceremonia cultural, más áspero y abrupto serpentea el camino que nos conduciría a su encuentro. Hasta en los temas de la cultura piensa el español que sólo tras recorrer el sendero espinoso, abundante en cardos y abrojos, se ha merecido contemplar el rostro de la imagen bendita. Esta mentalidad comporta que el arte, el pensamiento, la cultura toda, sólo sean accesibles a unos cuantos. Y en ese planteamiento restrictivo suelen coincidir los intelectuales de la derecha con muchos de los sedicentes intelectuales de izquierda. Entre nosotros, el pueblo lleva siempre las de perder y, al final, la cultura se convierte en una cultura de salón. El salón de la duquesa, evidentemente. (24-v-1978)
Nivolas de Goytisolo resulta cierto lo que con harta frecuencia se repite por los predios literarios, de que el oficio es el refugio de los viejos, no tendría yo problemas para decir cuanto quiero sin enredarme en sutilezas, o, lo que es peor, sin que mi voz se confunda con aquellas que me son ajenas. En descargo de mi torpeza he de confesar, sin embargo, que, tras los temores pasados, aferrado con firmeza a los ijares bien entrados de la nueva primavera, la medrosa vacilación del pulso es ahora eufórico tembleque, satisfacción nerviosa, por haber triunfado un año más sobre el invierno. Y es que los años en América le han traído a mi vejez un miedo incomparable a las embestidas de la gripe; equiparable, en todo caso, al espanto que debió de sentir el hombre paleolítico ante ciertos magnificentes y catastróficos fenómenos de la Naturaleza, cuya razón y procedencia desconocía. Porque no están hechos los americanos para encararse con lo ignoto. Su exploración espacial no ofrece una sola nota de las que presenta la epopeya. Es una verificación, más o menos arriesgada o rutinaria, según los casos, de comprobaciones anteriores. Temen más en aquella nación a la gripe, que llaman española, que lo que nunca temieron a nuestros ejércitos en la guerra de Cuba. Virus incierto, escurridizo enemigo, aupado por la estadística, en el país de las estadísticas, que cada año enfrenta a Mary, a John, o Peter con la posibilidad de la muerte en solitario. Ninguna de mis recetas norteamericanas, sin embargo, me ha exonerado del carajillo bien caliente, hecho por mitades de orujo y de leche, que, acompañado de la mundana y cosmopolita aspirina, Chon me preparaba cada noche y me obligaba a tomar en su pre-
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123 sencia muda —a fuer de imperativa y expectante— antes de llevar las mondas a la cochiquera. Y así noche tras noche durante estos últimos días, bajo el agobiador abrigo de tres mantas, mi paso por el sueño era cualquier cosa menos viaje placentero: tránsito obligado por ruta temida y por demás accidentada, inundada de sudores, de sofocos y temores. Con el alba, pisando la dudosa luz del día, me pasaba las horas muertas leyendo Juan sin Tierra, de Juan Goytisolo, con el afán de completar lo que, junto con Señas de identidad y Reivindicación del conde don Julián, el autor y la crítica llaman trilogía. Luego, revuelta la cabeza, alterado el ánimo, quebrantado el cuerpo, feble la voluntad, allanadas en fin todas las fortalezas al paso estruendoso del carajillo por los humores de mi cuerpo, una noche sí y otra también, entre sueños se me aparecía sobre el alféizar de la ventana como un rancio y fatídico Luzbel, mi buen don Miguel de Unamuno, tan tieso como indignado, tan flaco como orgulloso, esgrimiendo, hacia mí, ¡tal un fusil!, su dedo índice enredado en el aro de un llavero. A gritos me recitaba en plan romance: Si no has de volverme a España, Ubicuo de la única maldad; Si no has de acostarme en ella, ¡Mierda para los que en ella están! ¡Qué curiosos sueños! ¡Qué fatigantes pesadillas! Ahora, por fin de nuevo al aire libre, sentado sobre un morrillo en el borde mismo por donde corre el Astura, crecientemente dueño de las riendas de mis pensamientos, reflexiono con insistencia sobre el carácter de mis sueños. Por curiosa paradoja he sufrido yo equívocos de toda índole con la identidad de Juan Goytisolo. Pero es que además comprendo ahora que yo nunca he visto en los escritos de Juan Goytisolo sino la realización de lo que para Unamuno era grave problema: «la nivola». Y es precisamente Juan Goytisolo quien hace
124 realidad el vano sueño de Unamuno. Porque, negador Don Miguel de todas las fronteras entre géneros, solista de todos los tonos, avasallador superego, reconoce al fin su impostura o su impotencia, cuando al más importante relato de su vida, pues de su misma vida se trata, lo titula: Cómo se hace una novela. ¿Cuáles son, pues, esos senderos nunca pisados que sigue Goytisolo? ¿No es su Juan sin Tierra una «nivola»? ¿No lo es también, su Reivindicación del conde don Julián? ¿No son Franco y Tánger como Primo de Rivera y Hendaya? ¿Y cuando en Fuenterrabía suenan las campanas no se le remejen a Juan Goytisolo en Tánger las entrañas? Unamuno se mueve en el reino de lo pintoresco. Juan Goytisolo se pavonea en el jardín de lo pretencioso. Aquél acepta, sin embargo, el abrazo de la vida y la literatura, éste presume de recoger la literatura sólo de la literatura. Enfrentados ambos en singular combate contra el Ubicuo, del que han excluido a sus contemporáneos, no hacen sino contemplarse en un espejo que a sus ojos ofrece una grandeza que a los demás se aparece como megalomanía. Tiene este Juan Goytisolo una incapaz vocación de heterodoxo; émulo libresco de Antonio Pérez, tópico agresor de tópicos, Eróstrato de la literatura parece haber llevado su obra a una «nivola» sin salida. (31-v-1978)
Los libros en mi vida ser culpable de demasiados aspavientos con motivo de mi gripe, puesto que hubiera tenido que estirar la semana para dar holgada acogida a número tan elevado de visitas. Ha sido la última la de Joaquín Boeza, joven escritor leonés que desarrolla sus quehaceres habitualmente en las ondas, a quien Dámaso Santos encargó una entrevista larga y enjundiosa, según dijo el joven, para estas mismas páginas. ¡Líbreme el cielo de ser yo causante voluntario de tanta conmoción! Y, sin embargo, no he podido por menos que esperar esta visita como a la del Santo Viático. Sospecho que mi buen amigo Dámaso creyó que yo estaba a punto de doblar la esquina que nos lleva a ese inaceptable reino del No Ser y se apresuró a instrumentar las diligencias pertinentes para recoger en el mismo cesto mi resuello postrero junto con las últimas fotografías de mi carne palpitante. Sin ánimo de reincidir en vanos alarmismos, ahora que me encuentro aparentemente restablecido, debo decir, en honor a la verdad, que muy poco alivio me trajo el aviso de que llamara a León que me dieron en la centralita de Ardón. Susto primero y desagrado después, porque, hoy como ayer, cinco duros son todavía cien reales, y al no admitirme el cobro revertido, el «reverse change» de los americanos, por no ser práctica de nuestra compañía telefónica en las comunicaciones nacionales, según se me explicó, hube de sufragarlos de mi propio bolsillo. Se sorprendió Joaquín Boeza de que fuese yo mismo quien acudiera al teléfono, y su asombro contribuyó aún más a que yo esperase la entrevista, que en este momento concertamos, con el espíritu abatido de quien se allana a vivir la última confesión. Así
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126 hice una recapitulación mental de toda mi vida pasada, deteniéndome en aquellos episodios que, según inveterada tradición, son más del gusto de los entrevistadores. Y una y otra vez se atascaba mi mente tratando de responder a lo que viene siendo miserable pábulo cuando de temas de literatura se trata: «¿Cuáles son sus autores favoritos?». No es fácil explicar cómo, aun manteniendo lealtades fuera de toda duda, no soy amigo de situar en idéntico plano a obras dispares por el sólo hecho de venir amparadas en la magia de un mismo nombre. Soy cervantino, cervantino hasta la médula, cervantino por lo que se refiere a Don Quijote y Sancho, por lo que se refiere al Caballero de la Blanca Luna; no lo soy si de La española inglesa o del «Persiles» se trata, ese «Persiles» cuya redacción a todas luces data de la época más juvenil de Cervantes, como con varia fortuna hemos argumentado Max Singleton y un servidor, sin que, desgraciadamente, hayamos podido atestiguarlo documentalmente. Soy apasionado disfrutador de Villón y nunca encuentro momento inoportuno para no recordar aquellos audades versos de La balada de los ahorcados: «La lluvia nos ha corroído y lavado, / y el sol, desecado y ennegrecido; / urracas, cuervos, nos han vaciado los ojos, / y arrancado la barba y las cejas. / Nunca estamos sentados; / de aquí para allá, según varía el viento, / a su placer sin cesar nos mueve, / más picoteados de pájaros que los dedales de coser». Doy la espalda a Quevedo y la cara a Rabelais. En la lectura de Shakespeare puedo contabilizar parte de los momentos más gratificadores de mi vida. Pero hay un autor a quien realmente someto mi admiración sin condiciones: Horace Beemaster, verdadero clásico de las literaturas en lengua inglesa, de cuyas obras no conozco todavía versión en castellano peninsular. Qué decir de esos prodigiosos Diarios de Reginald Dickinson; de ese maravilloso libro The sailing book, que no escribe él, sino su personaje, al modo de los de Pessoa: ese marino al que los tiburones respetaban y casi obedecían, que navegó los siete mares, en quien indudablemente Conrad encontró
127 inspiración para su Lord Jim. ¿Y no está ya el Faulkner de los Snopes, el mejor Faulkner, en Bighead escrito casi cien años antes por Beemaster? ¿Y las cinco maravillosas páginas del monólogo interior del cazador Altenfender no son anticipo generoso de lo que luego ha deslumbrado en Joyce? ¡Qué gran responsabilidad tiene Valery Larbaud en la pintoresca prevalencia, ocultamiento en verdad, de uno sobre otro, del irlandés sobre el americano! Mi casi paisano Leopoldo Alas no podía ser ajeno tampoco a mi recuerdo —Adiós Cordera, El dúo de la tos, Doña Berta y tantos otros relatos— en esta lista de nombres que trataba de rememorar con idea de llegar a la entrevista con la preparación adecuada. Vino, finalmente, Joaquín Boeza, joven espigado, avispado, cultivado; con su magnetófono en bandolera recorrimos la casa, el pueblo, el camino de la presa, y acabamos, cómo no, pisando la exuberante vega del Astura en esta inquietante primavera herida de carrasperas invernales. Hablamos del cielo y del infierno, de política y de arte, pero Joaquín Boeza se fue sin hacerme la pregunta: «¿Cuáles son sus autores preferidos?» Y a mí me quedó después la duda de si ya no sería entonces válida mi confesión. (7-vi-1978)
El libro en el zoco mismo modo que Montague Rhodes James, que fue famoso director del Colegio de Eton, hacía compatibles sus tareas académicas e investigadoras con las de escribir relatos terroríficos (hasta el punto de ser uno de los nombres más importantes del moderno género fantástico), David Fowler, que ha conseguido suscitar el espeluzno en miles de lectores con esa siniestra colección de relatos titulada La calavera de Dios, ejerce, al margen de su actividad como escritor, la muy pacífica y aplicada de dirigir la Biblioteca de la Universidad de Utah, donde a propósito del Año Internacional del libro preparó una «Book Exhibition» verdaderamente interesante. El recuerdo de Fowler y su muestra viene a mi memoria por las malas referencias que he tenido de la Feria del Libro que se está celebrando en el Retiro madrileño. Primero, la visita de Antonio Pereira y luego, una divertida carta de Antonio Martínez Menchén, que me acompañó el año pasado en un largo paseo por la Feria, me informan de que, cada vez más larga y agotadora, la Feria sigue siendo un zoco mastodóntico, donde se repiten una y otra vez los mismos títulos, sin que ningún criterio mínimo de racionalización haya intentado ordenar con algo de coherencia los miles de textos que por allí se amontonan. Debo confesar que, cuando la visité el año pasado, la Feria del Libro no me pareció un asunto cultural, sino un gigantesco mercado. Es una pena que lo mercantil no sea desplazado por lo cultural, ya que la Feria, físicamente, es un inmenso mostrador al aire libre, una ocasión excepcional para que gran cantidad de gentes que no suelen tener contacto habitual con los libros puedan establecerlo… Pero en las condiciones en que la Feria se presenta el con-
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129 tacto entre las gentes y los libros no puede ser sino aleatorio, casual, y no se advierte una voluntad seria por parte de los organizadores de potenciar ese contacto, de hacerlo culturalmente fructífero. La «Book Exhibition» de la Universidad de Utah, gracias al entusiasmo de su bibliotecario y de sus alumnos, fue una de las muestras más solicitadoras que en ese tema he podido contemplar. Distribuidas con arreglo a los géneros a que pertenecían, sin que la coincidencia editorial fuese en ningún caso criterio ordenador, allí se exhibían desde las obras iniciales de la literatura norteamericana (Benjamín Tompson, Jonathan Edwards, William Cullen Bryant…) hasta las obras de Burroughs y Kosinski. Pero no se piense que aquello era una exposición museística, ya que en la Exhibition se podían adquirir las últimas novedades, tanto literarias como científicas: lo interesante de la organización de los fondos es que el contacto con una obra cualquiera permitía al mismo tiempo el contacto con las demás obras del mismo género surgidas en el mismo espacio de tiempo, con independencia de la editorial, e incluso del país, aunque había una agrupación por entornos culturales. Además, a lo largo de los diez días que duró la Exhibition, se realizaron numerosos actos en torno a autores, movimientos y escuelas. Yo creo que la Feria del Libro de Madrid no puede seguir así. Al parecer, este año las casetas son 344… Me imagino la interminable caminata, viendo repetirse los mismos libros. ¡Qué aburrido! Yo pienso que la feria, si no quiere morir de su misma elefantiasis, como dicen que acabaron los dinosaurios, debe replantearse a fondo. En principio, un nuevo planteamiento de la feria debería afectar al propio criterio sobre su naturaleza: aunque sea ocasión de vender libros, el criterio exclusivamente mercantil que ahora la preside no puede prevalecer. Una organización coordinadora de los distintos intereses debe intentar ordenar los fondos por géneros y materias, con independencia de las editoriales, y propugnar la edición de pequeños catálogos que sean auténticas guías de la producción editorial ordenada del mismo modo. Novela, poesía, ciencias sociales, ciencias físicas, literatura de la imagen, arte, literatura
130 infantil…, las posibilidades metodológicas son variadísimas. Además, el ridículo descuento vigente debe ampliarse notablemente, y para ello las entidades públicas correspondientes deben dar facilidades a los exhibidores, permitiendo incluso que su estancia en el Retiro sea gratuita. También creo que es preciso romper la longitudinalidad de la feria. Si las casetas fuesen menos, el sentido lineal podría aceptarse. En una feria tan abundante en casetas debería intentarse otra estructura física, otra distribución por el Retiro, aunque sin excesiva dispersión, y utilizando como apoyos el Palacio de Cristal y otros edificios susceptibles de ser usados para añadir a la actual «firma» otros actos culturales en torno a libros y autores. Ya sé que el tema de los libreros es espinoso, pero no pueden mantenerse tantas librerías: búsquese el modo de integrar los intereses de los libreros en una organización coordinadora como la que propugno, pero una caseta por librería es a todas luces excesivo y uno de los elementos decisivos en esa absurda reiteración de títulos y en esa falta del más elemental rigor sistematológico. El caso es pensar sobre el tema con algo de imaginación, esforzarse por convertir la feria en un suceso cultural importante. Que los mercaderes cedan también un poco, pero que el Instituto Nacional del Libro asuma sus responsabilidades de modo menos rutinario. Para una feria como la que yo visité el año pasado, que al parecer no se diferenciaba de la actual sino en su menor volumen, no hacen falta ni Institutos del Libro ni Ministerios de Cultura. Véase, por ejemplo, cómo sin esas altas ayudas la «Cuesta de Moyano» está bastante mejor organizada. (21-vi-1978)
Así entiendo yo el exabrupto de Palau y Fabre y difícil es el tema de la cultura catalana y su relación con la de habla castellana. Tema manido, sobre el que han caído vulgaridades y tópicos, cargados casi siempre con la pólvora peligrosa de las pasiones desatadas. El mismo Pompeu Fabra, el brillante y gran compilador de la gramática catalana, el fijador de la «i» copulativa en contraposición con la «y» castellana, me repitió dos veces, las únicas que tuve ocasión de verle antes de que la oleada nazi me arrojase a las playas de América: «Sabino, no comprendo cómo leoneses y catalanes que decimos PORTA nos hayamos dejado avasallar por los castellanos que dicen P-U-E-RTA». Y es la verdad: los leoneses decimos «porta», y hoy quienes todavía hablan leonés, los asturianos del bable, lo siguen diciendo, pero a los leoneses no se nos impuso el castellano con más fuerza que la del idioma, aunque, ciertamente, a ésta coadyuvaran otras fuerzas. Nada quiero yo decir, sin embargo, respecto a Cataluña en tal sentido; demasiado resbaladizo ha quedado ya el terreno después de los exabruptos en castellano que han llovido tras el trueno catalán de Palau y Fabre. No sería malo recordar que el catalán, incluso a escala europea, es sólo relativamente un idioma minoritario, siendo más hablado, por ejemplo, que el danés o que el noruego, y que su literatura no es sólo importante, sino que ha manifestado a lo largo de probadas vicisitudes lo auténtico de su admirable fortaleza. Yo, como Francesc Vallverdú, no puedo estar de acuerdo con el filósofo de Valladolid Julián Marías, cuando restringe el uso del catalán al mundo de lo cotidiano, al negarle la misma calidad del castellano como lengua de cultura. Francesc Vallverdú, tras distinguir entre bilingüismo y disglosia, viene a demostrar que son minoría
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132 insignificante los escritores catalanes que usan ambos idiomas en sus trabajos de creación literaria, siendo, por el contrario, mayoría los que usan el castellano como idioma de comunicación. Líbreme el cielo de pretender yo ser considerado catalanista, pues nada hay que más disgusto produzca en Cataluña que la aproximación a su cultura desde esferas de habla castellana con demasiada simpatía; no se vea sólo recelo en tal actitud, pues es fenómeno idéntico al que producen en España todas esas visitas de ciertos, así llamados por el franquismo, hispanistas que escudriñan nuestras cosas con mirada de egiptólogos, siendo más punzante la ofensa que producen que el cariño que pretenden ofrecer. No tiene otro problema la literatura catalana que la falta de lectores, que autores los tiene con exceso, y nada malos. Pero un idioma es como una escalera, en cuya torre, en cuya cima, está su literatura. Y eso lo supo muy bien el franquismo, que siempre impidió a los catalanes el tránsito por esos escalones inferiores —periódicos, radio, televisión—, paso obligado y necesario para acceder a los superiores. Devuélvase a Cataluña el uso de su lengua —hasta ahora sólo se le ha devuelto el derecho al uso, que es cosa distinta—, y todo lo demás se producirá por añadidura. El franquismo fue muy sabio en ciertas cosas, y, paradójicamente, profesando de ígnaro y nesciente, más sabio fue en las cosas de la cultura. ¿Qué explicación tiene, si no, que los centros más significativos de la producción cultural castellana se hallen todos en Cataluña? Cuando en el 39 mis alpargatas atravesaban la frontera francesa de Port Bou, las botas de los forjadores de la historia editorial del franquismo pisaban las calles de la Barcelona rendida. Y esta estrategia tiene una lectura mucho más complicada de lo que a primera vista pudiera parecer. Está claro que las editoriales cumplieron perfectamente con su más llamativo y aparente objetivo de castellanizar Cataluña, pero, ¿qué hicieron con respecto al área cultural castellana de la Península? Habría que buscar en muchas conciencias, habría que sondear el alma de muchos jerarcas, hoy ya desaparecidos o en trance de desaparición, para comprender en todo su alcance la sutil e insidiosa disposición.
133 Poca sensibilidad hay que tener para no vislumbrar el dolor de Cataluña al ser despojada de una madre para imponerle una madrastra. Es Pere Ginferrer —ese joven poeta que tan altos logros ha conseguido en castellano— quien explica cómo, al abandonar el castellano para escribir en catalán, sintió como si se hubiera liberado de una máscara que le impedía encontrar su voz verdadera. El castellano es, pues, la lengua madrastra de los catalanes. O, dicho de otro modo: los catalanes son los hijastros de la lengua y de la cultura castellanas. El exabrupto de Palau y Fabre viene a expresar con exactitud la cuantía ingente de un gran desamor. Y es que los designios del franquismo fueron mucho más allá que las torpes intenciones del Conde-Duque. Si los catalanes sufrieron la imposición del castellano, el resto del país vio impotente cómo se administraba una parte importantísima de su cultura desde tierras catalanas. Porque, ¿qué es la literatura en castellano sino lo que las editoriales catalanas han hecho de ella? Hubo un tiempo, el de la no muy lejana autarquía, que imponía al joven madrileño a hacerse dependiente o mancebo de farmacia, para ganarse el sustento, mientras permitía al catalán ser lector de manuscritos o director literario de una editorial de Barcelona. Y así se daba la paradoja de que si aquél sufría de veleidades literarias, era éste quien juzgaba la calidad de su obra y, lo que es peor, quien decidía en última instancia sobre su publicación. Ningún juez en su sano juicio hubiese preferido al hijo en favor del hijastro para velar por la salud de la madre. ¿No encuentran así nueva luz algunas arbitrariedades «castellanas» de Castellet? ¿No adquiere así sospechosa significación la indefensión de nuestra literatura ante el «boom» editorial catalán de los latinoamericanos? Hoy la política cultural que el país demanda no es otra que la de saneamiento y clarificación. Demos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Dejemos en Barcelona lo que es suyo y recuperemos para las zonas de cultura castellana lo que nunca debió salir de aquí. Así se evitará la repetición del exabrupto de Palau y Fabre y de otros peores que puedan producirse en el futuro. (28-vi-1978)
El crítico como enemigo (Reivindicación de Horace Beemaster)
un gozo contemplar desde la umbría del adobe de mi casa el vuelo de las palomas por encima del rojo palomar, verlas cómo caen contra el limpio cielo azul donde se mecen los chopos del Astura. Y lo es mucho más después de haber levantado la vista de un libro, tras no sé cuántas horas de atosigada lectura, que me ha llevado por la dolorida ruta de la vida y la muerte de uno de los más grandes escritores de todos los tiempos: Horace Beemaster. Creo haber mencionado alguna vez en estas mismas páginas a mi admirado David Fowler, quien desde su excelente biblioteca de Salt Lake ha estremecido a Nueva York, y en trance está ahora de conmover a París y Roma con su libro The skull of God, (La calavera de Dios). Hace sólo unos días recibí carta suya escoltando el envío de su última publicación, una extraordinaria biografía titulada Recovery of Horace Beemaster. Tiene el libro un fabuloso triángulo de protagonistas: de un lado el propio Horace Beemaster, el escritor insuperable, el novelista endeudado e insatisfecho, el marido repudiado y bebedor, el padre amantísimo y desgraciado; de otro, Bob Norman, el crítico infalible, el hombre de mundo seguro y triunfador, el galanteador sin oponentes, que bajo plumas y oropeles escondía un alma triste de escritor frustrado y envidioso, y, por último, Thomas Kubaczewsky, el joven bávaro oscuro funcionario de la Administración de Correos alemana, que, sin conocer a ninguno de ellos, sumamente alejado de los dos en tiempo y espacio, dedicó toda su vida a Beemaster, manteniendo una infatigable y costosísima correspondencia con cuantas personas conocieron al escritor. En el trabajo de Fowler todo está anotado con minuciosidad: Bob Norman y Horace Beemaster se conocieron en 1837, cuando
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135 ya era éste un autor reputado mientras aquél luchaba por hacerse un nombre como crítico con su antología Novelistic of America; a la que siguieron luego The poetry writers of America, The social writers of America y, por último, The nine newest poetry writers, consiguiendo muy pronto convertirse con las primeras en el campeón antologista de su tiempo, lo que le dio enorme y duradera influencia sobre escritores, editores y críticos. El conocimiento entre ambos se produjo cuando Beemaster, tras ser incluido en la primera de estas antologías, invitó a Norman a su casa de Windson, en Ontario. Norman era entonces un joven de veinte y pocos años, bien parecido, de aspecto sumamente elegante, enérgico y entusiasta. Nada en aquel encuentro haría suponer la torva animosidad posterior. La casa de Beemaster pareció a Norman: «Sorprendentemente modesta, pero acertadamente amueblada, y su dueño un caballero maduro y tranquilo, vestido con sencillez y dignidad». El mismo Beemaster opinaba que: «Nadie tan autorizado como Bob Norman para el análisis de la literatura americana, pues sus conocimientos sobre el tema superan con mucho los de cualquiera de nosotros». Horace Beemaster abandonó la dirección del Green’s Magazine por su propia voluntad, acosado con especial dureza por la bebida. Pero ser reemplazado por Norman, mucho más joven que él, cuyo contrato mejoraba significativamente el suyo (1.100 dólares en vez de 750 dólares), le contrarió momentáneamente, y no pudo reprimir alguna alusión desdeñosa referida a Norman. Sorprendentemente ese episódico despecho descubrió en Norman una inconmensurable pasión y su odio hacia Beemaster duró lo que duró ya su vida, que no se extinguió sino hasta mucho más tarde que la de éste. No me resisto a repetir algunas palabras de la nota necrológica redactada por Norman para el New York Daily Tribune a la muerte de Horace Beemaster: «El escritor era muy conocido en este país y en Canadá, donde vivía; tenía lectores en Inglaterra y en varias naciones del continente europeo; pero tenía, si los tenía, muy pocos amigos…»
136 «…irascible, envidioso, escondía sus horribles pasiones bajo una capa de frío refinamiento, que tomaba la forma del más repelente de los cinismos…». Lo paradójico, lo tremendamente insólito y hasta trágico es que Horace Beemaster dispuso expresamente en su testamento que fuese precisamente Bob Norman el único y exclusivo encargado de recoger, copilar, editar y en su caso, comentar su dispersa obra. Con este acto, Horace Beemaster, que tantas veces había sentido la llamada fatal de la autodestrucción, fue dramáticamente consecuente consigo mismo hasta más allá de la muerte. Habrá quien destaque la generosidad, la candidez quizá, de Horace Beemaster, pero lo que sin duda conmoverá los espíritus con la misma fuerza que ha tocado el mío es la perseverancia y la magnitud del odio de Norman. Los esfuerzos que hizo para destruir la reputación de Beemaster fueron enormes, sin que jamás se le conociera desfallecimiento. Como un hechizado, trabajó con ahínco para rebajarlo y desacreditarlo, no sólo en su calidad de escritor, sino de esposo y hasta de padre, y, amparado en su mandato testamentario, ni una duda osó alzarse contra sus aseveraciones. Falseó la correspondencia entre ambos, de modo que, a pesar de atribuirle toda suerte de mezquindades, ponía en la pluma de Beemaster las más halagadoras palabras para su persona; aseguró que Los diarios de Reginald Dickinson eran el torpe desarrollo de un borrador que se encontró a su muerte entre los papeles de Poe; afirmó que Beemaster había sido expulsado de la Universidad de Utah, lo que no era cierto, y todavía más de veinte años después de la muerte de aquél, cuando su propio fin estaba próximo, se atrevió a escribir en los periódicos que los problemas familiares de Beemaster y su «caótica propensión a la bebida eran fruto de una fuerte desviación homosexual a duras penas reprimida». Así, cuando Norman murió, pudo hacerlo con la satisfacción cierta de haber creado al fin, él, que había vivido de comentar las creaciones ajenas, una obra que podía considerar verdaderamente suya. Porque América toda y aquellas partes de Europa a donde habían llegado los escritos y el nombre de Beemaster descono-
137 cieron su generosidad y bondad y creyeron en el personaje mezquino y perverso que sólo era fruto de la mente atormentada y envidiosa de Norman. A Thomas Kubackewski se debe el restablecimiento de la justicia. Acuciado por una irreprimible devoción a los escritos de Beemaster, con los medios justos para mantener con decoro a su madre y dos hermanas, mantuvo una costosa correspondencia ultramarina con cuantas personas le habían conocido. Una persona le conducía a otra, pues cuando alguien le daba un nombre nuevo inmediatamente le escribía pidiéndole ayuda. Pronto fue la primera autoridad viviente en la vida de Horace Beemaster. Él fue el primero en acusar públicamente a Norman, que ya había muerto bastantes años antes, de mentiroso y falsario, y, como reconoce Fowler, a él se debe por entero la reposición de la verdad, aunque para ello hubieran de pasar todavía muchos años en los que fue necesario consumir mares de tinta, pues el crédito de Norman como persona y su prestigio eran prácticamente indestructibles. (12-vii-1978)
Sobre la literatura de la imagen el hijo del cantinero, ha terminado felizmente sus evaluaciones (en este país, la eliminación de las pruebas memorísticas se ha limitado al cambio del antiguo nombre de «exámenes» por este de «evaluaciones», y pienso yo que para un viaje así no era necesario llenar las alforjas de tanta pedagogía novedosa) y disfruta del descanso estival. Filín se baña en el Astura, ahora pacífico y manso, pesca barbos y bogas, escarba en los regueros a la busca de cangrejos, libra descomunales combates con sus compañeros de correrías, parodiando esas batallas ciclópeas entre monstruosos y gigantescos robots que son el último modo de alentar el maniqueísmo de los más jóvenes… Pero a veces, sobre todo en estos momentos de sobremesa, cuando los reverberos de la luz y el intenso calor paralizan la vida del pueblo, obligándole al reposo, Filín saca sus lecturas y las hojea con cuidado, a la sombra de la gran parra. Yo le regalé una vieja edición de La isla del tesoro, y veo que trata el libro con singular respeto, colocándolo siempre sobre el montón que totaliza esa biblioteca suya, tan menguada que puede transportarla en los brazos. Sin embargo, sospecho que todavía no lo ha leído, ya que las preferencias de Filín se dirigen claramente hacia la literatura gráfica, hacia los «tebeos», en cuya lectura embebe sus ánimos. Absorto, con mirada que parece sumida en trance de hipnosis, Filín va repasando minuciosamente las aventuras de «El Corsario Negro», «Mortadelo y Filemón», «Asterix», «Anacleto, agente secreto» (un prodigio del lenguaje gráfico)… todos ellos resobados, curtidos en los avatares de infinitos trueques entre sus fieles lectores juveniles. Sobre la literatura de la imagen, los «tebeos» o comics, se están diciendo muchos despropósitos. Del mismo modo que los anti-
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139 guos pedagogos, los profesores de mi infancia perseguían con saña a los lectores de ese despreciado subgénero, entonces balbuceante aún, y destruían sin remisión cualquier pieza que cayese en sus manos, considerándola abominable sustituto de otras lecturas más ejemplares, ahora ocurre la manía de exaltar la literatura de la imagen como el único campo posible para ciertos géneros narrativos e incluso hay quien la convierte en paradigma de lo didáctico. De este modo, y soy consciente de simplificar, la literatura lleva camino de quedar limitada a dos campos: el de la «gran literatura», que englobaría las obras selectas, superiores, de élite, y principalmente las realizadas conforme a las pintorescas solicitaciones de esa «destrucción del lenguaje» a que suelen aludir todos los fantoches de la diletancia (muchas veces, con el satisfecho espaldarazo de los «budas»: vi recientemente en la televisión a un profesor prestigioso apadrinando la declaración de un bisoño «destructor del lenguaje», en esa almoneda cultural que intitulan «Hora 15») y una especie de «literatura menor», que sería el «tebeo», donde tendrían acomodo todas las épicas, cambiando para siempre el lenguaje de la letra impresa por el de las viñetas consecutivas… A mi juicio, este culto exacerbado del «comic» no deja de ser otro de tantos síntomas de la falta de una crítica responsable. El «tebeo» no es más que un lenguaje gráfico, muy elemental, por otra parte, propiciado por la facilidad de su multiplicación industrial y de su rápido consumo. Lo elemental del lenguaje del «tebeo» está en lo poco variado de sus formas (en definitiva cada autor es una especie de calígrafo que se limita a matizar los arquetipos icónicos, que permanecen casi idénticos en todos los casos: las onomatopeyas, por ejemplo, han llegado a fijarse como rutinas de cualquier procedimiento). Esta simplicidad determina que las posibilidades comunicativas interpersonales, sean verdaderamente escasas, porque el «tebeo» tiene su campo en determinados aspectos de lo fantástico y de lo grotesco (su gran capacidad para la escenografía y para la caracterización de personajes es incontestable), pero está limitado por su propio elemento sustentador: la imagen acabada, fija, inmutable.
140 Estudiantes amigos, fanáticos de esta literatura gráfica, me permitieron conocer la obra de muchos autores: desde los clásicos «Litle Nemo» y «Crazy cat» hasta la misteriosa «Saga de Lob Sloane», de Drouillet, pasando por «Terry y los piratas», de Caniff, y el «Dick Tracy», de Chester Gould. Una buena amistad con Alfred Capplin (Al Capp, el creador del valle de Dogpatch, regocijante parodia del Yocknapatawpha faulkneriano, en que el papel de los Snopes lo asume la familia Yokum, en general, y Lil Abner, en particular, «tebeo» que es una verdadera institución en los Estados Unidos) amplió mis limitados conocimientos del tema… Pero, indudablemente, yo estoy muy prejuiciado por mi formación de lector de ficción en letra impresa. ¿Cómo comparar los desmesurados paisajes de Marte y Venus, recreados por el lector atento sobre lo imaginado por el sorprendente Rice Burroughs, o aquellas lujuriantes malezas de su Tarzán, con la obra, excelente, pero tan constreñida por el propio dibujo, de Alex Raymond o Burne Hogarth? ¿Cómo comparar los mares leídos en Conrad con los que cruza Corto Maltese, el por otra parte formidable personaje de Hugo Pratt? ¿Cómo comparar los relatos del ciclo artúrico con el «Prince Valiant», de Harold Foster, por más que sea una joya gráfica? Cuando leemos, el mundo del relato se incorpora en nuestra imaginación, acrecentado por todos los matices de nuestros propios sueños, miedos y recuerdos. La literatura de la imagen (o acaso habría que decir «la narrativa de la imagen», para no excluir al cine) nos ofrece mundos dados, que debemos aceptar sin posibilidad de matiz personal alguno… En todo caso es un lenguaje nuevo. Bienvenido sea. Me parece positivo todo cuanto es susceptible de enriquecer la comunicación humana. Por eso contemplo complacido la ávida lectura que Filín hace de sus «tebeos», aunque creo que ningún tebeo del mundo puede sustituir aquel viaje con Jim Hawkins a bordo de la «Hispaniola», un viaje leído en mi niñez, releído a lo largo de los años, y que no tiene parangón con ninguno de los viajes verdaderos de mi dilatada existencia. (19-vii-1978)
«Jo soc el que soc» un pie en el estribo del avión que ha de llevarme a Nueva York, Dámaso Santos, que generosamente ha querido acompañarme al aeropuerto, afrontando no importa qué locuras de calores, como las que nos asolan, me muestra el recorte de La Vanguardia de Barcelona, donde alguien que se firma M arremete contra mi persona con vocablo ciertamente desusado para dirigirse a personas de mi edad, pues ni más ni menos se me llama «fantasma», «fantasma leonés», para decirlo completo. No quiero aburrir al lector repitiendo las palabras del artículo, que posiblemente habrá sido ya publicado en este mismo suplemento una semana antes de que salgan estas precipitadas líneas mías, pues ésa era la intención de Dámaso al despedirme. Esa M firmante alberga, al parecer, el nombre completo de Juan Ramón Masoliver, y es la misma M que dedicó a mis respuestas, en la entrevista que me hizo Boeza, palabras de simpatía. No había dado yo las gracias, ni en público ni en privado, cuando me encuentro ahora con esta arremetida. Como lo cortés y lo valiente deben ir de la mano, yo siento la obligación de agradecer tanto aquello como esto, pues aunque ha sido frecuente desde zonas de abundancia confundir la pobreza del medio con la cicatería, jamás creo yo haber pecado de mezquino. Y conste que el mal no es raro en el país. Más de mil y una vez habremos oído como el figurón de turno, en trance de pasar la escocedura, dice: «Que hablen de uno, aunque sea bien», sin agradecer luego ni lo uno ni lo otro. Y eso en un país donde la frase carece de todo significado retórico, porque desde mi regreso he podido comprobar cómo, demasiado frecuentemente, el halago y el juicio favorable son, entre nosotros, mercadería o vasallaje, y
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142 poco más. Pero no sólo eso: es que además pienso que alguna razón debe de tener Masoliver al enojarse. Creo, como él, que un exabrupto no debe engendrar otro exabrupto, porque así nunca lograremos cerrar el silogismo. Ocurre, sin embargo, que hoy como ayer, nacionalidades y nacionalismos van acompañados de oscuridades, y no hay zona del espíritu que las cobije donde no se eche de menos esta o aquella luz. Y a pesar de todo, unos y otros, ignaros y sabios, las hemos aceptado ocasionalmente, buscando ese dinamismo creativo que a veces desatan cuando se acierta a encontrar la veta de unas ciertas latencias positivas. Pero, claro, los nacionalismos, aun cuando se instalen en el menguado continente de las «nacionalidades», son exclusivos, exclusivistas, y hasta cerriles, y al querer a esto, por quererlo, desquieren a lo otro. Si mis paisanos los leoneses y el resto de los españoles cuya cultura única es la castellana, hicieran suyo el contenido del artículo combatido por M, quizá estuvieran poniendo los cimientos para una relación peninsular mucho más armónica y estable, y ello porque hubieran dejado de identificarse demasiado emocionalmente con el todo, para hacerlo más racional, o, tal vez, más «interesadamente» con la parte, la que, sumada a las restantes, constituyese este curioso conjunto, al que, mal que nos pese, pertenecemos. Por eso vaya mi agradecimiento a Masoliver por su discrepancia; acoja él mis palabras como la mirada limpia que impide reconocer en el interlocutor aviesas intenciones, y, puesto que siempre he estado yo dispuesto a calibrar la fineza de su juicio, acepte mi deseo de que a mi vuelta de Salk Lake nos veamos en mi casa de Ardón, donde comprenderá la razón de tantas cosas y por qué desde Barcelona, León y los leoneses parecemos inexistentes. Ahora bien: algo me duele, sin embargo; algo me duele, y con dolor amargo, dolor del viejo y del desesperanzado. Líbreme el cielo de buscar yo comparanzas con el gran Cervantes. Las resiste mi mano, sin embargo, y con ventaja para ella. No es por ahí por donde va mi dolor, porque ya mi buen amigo Anselmo Carretero, al prologarme el libro El leonés como idioma frustrado, se atrevió a ensalzarme con el glorioso nombre de
143 «Manco de la Moncloa». (Al día siguiente de ser yo herido en la mano caía muerto en el mismo lugar mi paisano Buenaventura Durruti. Por eso yo bien sé que la bala asesina era la de un quintacolumnista). Pero vivir ausente de la tierra madre durante tantos lustros, volver a ella desnudo, con el eco de mi obra definitivamente entregado a otros continentes, sería suficiente como para empujarme sobre quien osara arremeter contra lo único que es ya irremisiblemente mío: yo mismo. Aunque no espere el lector amigo encontrar en estas líneas venganzas, riñas y vituperios, que puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Al fin, no se me ha notado ni de viejo ni de manco, sino de fantasma, como si mis años, mi padecer y mis trabajos no fueran apabullante evidencia de mi vida. Fantasma seré, pero de la más alta encarnadura que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan los venideros. (26-vii-1978)
Celebración en La Garandilla los primeros días del pasado mes de julio asistí a un entrañable encuentro en uno de esos maravillosos enclaves geográficos que tanto abundan en mi tierra leonesa: lugares como salvados del tiempo y del desamor de la civilización, mantenidos en una soledad incontaminada, perennes en la belleza del paisaje luminoso, escenarios de una vida humilde, rural, de pequeña y olvidada comunidad de aldea. Hasta La Garandilla, en pleno corazón de Las Omañas, me llevó Joaquín Boeza, el joven periodista que un día vino a entrevistarme a Ardón, y de esta manera cumplía yo una promesa hecha meses atrás a mis queridísimos amigos los escritores leoneses, residentes en Madrid, Juan Pedro Aparicio, José María Merino y Luis Mateo Díez: la de acudir a esta cita de La Garandilla, encuentro informal en plena naturaleza, ocasión para la charla sosegada y la celebración de la amistad. Ellos y otros compañeros promocionan cada año el encuentro en algún rincón de nuestra Montaña. En La Garandilla contábamos con la hospitalidad de Agapito Fernández, en una amplia casa, rodeada de un prado nutrido de frutales, con espacio para armar las tiendas de campaña, apacibles choperas y un musical arroyo de aguas límpidas que se perdía en el cercano río Omaña, tan famoso por sus truchas menudas y sabrosas. Cerca de sesenta personas, contando a la chavalería tumultuosa y feliz entre la hierba recien segada, los carros y los pajares, convivimos durante tres días con esa reposada complacencia de la felicidad de la Arcadia, a la que estamos tan desacostumbrados. Infinitas sobremesas a la vera de los chopos, baños y paseos por el río y los sotos, algazaras nocturnas al amor de una lumbre de robles crepitantes.
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145 Hacía mucho tiempo que yo no sentía con tal intensidad ese apego tan humano de la amistad exaltada como en una continua fiesta de naturales regocijos, y aun en la distancia de mis años parecía recobrar un cierto ímpetu de aquella desencadenada juventud más o menos cumplida, más o menos en las lindes de lo que comienza a ser la madurez, acaso no tan distinta a como fue la mía, la que de veras tengo perdida. Estos tres días fueron como un soplo de viento puro para un corazón sin duda cansado pero capaz de reverdecer, entre quienes con tanta sabiduría saben acogerte y despertarte en la memoria una emoción que no estaba marchita. Porque todos estos amigos de La Garandilla, me reservaban la sorpresa de un homenaje personal, en absoluto protocolario y académico, el homenaje de esa amistad para mí impagable precisamente en un día, acaso tan banal como cualquier otro, pero marcado en la humilde historia que uno lleva a cuestas: el de mi cumpleaños, entre los cantos de la tierra, el cordero que Llamas y Fierro asaban a la brasa, el vino de Valdevimbre y el jamón que partían Julián Rodríguez y Albina. En tan agradable y grata compañía, los temas de la cultura y de la tierra tuvieron allí amplio maridaje, y yo pude comprobar un espíritu de armonía al debatirlos, un talante de rigurosa evocación hacia el pasado, de lucidez a la hora de afrontar herencias y ancestros que de alguna manera configuran la identidad de nuestra tierra. Lo antiguo y lo nuevo rebosaban en las inquisiciones de nuestras tardes a las orillas del Omaña mientras nuestra chavalería bulliciosa saltaba por las piedras en pos de una trucha ahuyentada. Y en el pacífico silencio, después de dirimir alguna polémica cuestión, la batuta invisible de Julio Ferreras daba entrada a la feliz monodia de los «Romances del Moro Qil», entonados entre flautas y guitarras con las voces sentimentales que el vino y el anís iban adelgazando. Desde mi regreso a León sigo con interés los sucesos culturales de nuestras regiones, sobre los que uno no puede menos que dirigir una mirada esperanzadora. Hay un potencial de cultura viva que aguarda su inmediata irrupción, que florece con un encomiable signo de vitalidad y juventud. Al silencio y a la marginación de
146 tantos años, a aquella cultura falazmente unívoca, doblemente dirigida y yerta, le han de suceder (en la libertad) tantas expresiones multiplicadas como la fertilidad de nuestros pueblos logre. Cada región tiene sus peculiares acentos capaces de filtrarse en sus señas originales, y el camino de lo particular a lo general, de lo autóctono a lo universal, siempre me pareció el más inteligente y enriquecedor. Una cultura, un arte, predispuestos a surgir de ese arraigo, de esa conciencia de lo propio, tienen a su favor el patrimonio popular de que se nutren, la realidad que los contiene y los alimenta. En el encuentro de La Garandilla, bajo ese signo de la amistad y la concordia que yo considero fundamental para que el mundo de la cultura arranque pasos sustanciales en nuestras regiones, había una informal presencia de escritores y artistas leoneses y algunos compañeros de otras regiones cercanas. La ocasión me ha dado después pie para evaluar (de forma somera) ese censo de nombres y grupos que en León han venido laborando desde el interior o la diáspora, cuando no con el desconocimiento mutuo. Y uno encuentra importante ese censo, más que suficiente para cimentar esa esperanzadora mirada de que hablaba antes, nutrido de abiertas realidades que las diversas obras personales van afirmando. Llevo tiempo queriendo comprometer a mi colega, paisano y amigo Dámaso Santos (albacea de estos escritos míos) en la empresa de historiar críticamente el panorama literario de posguerra en nuestra tierra. Él, seguro que lo va a hacer algún día; pero yo me voy a tomar la libertad, en un próximo artículo, de proponer una aproximación, aunque sea modesta y fugaz, al tema. (22-ix-1978)
La santidad de la sirena
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N mi reciente paso por Madrid, al regreso de Salt Lake City, acudí
—tal vez no exento de cierta conciencia de peregrino— al sagrado lugar donde hace unas semanas fue entronizada —definitivamente y con todas las bendiciones— la «sirena» del escultor Eduardo Chillida. Levitando con la ayuda de un seguro amarraje, la «sirena» muestra con orgullo su santidad, porque al fin, tras polémicas y escarceos, derrotados los abogados que estaban ciegos para ver la aureola virginal que rodea a la criatura, el reconocimiento de la santidad es como una gozosa nueva para nuestro pueblo cristiano, tan silencioso y paciente, una declaración salmodiada a voleo de campanas y profusa pirotecnia periodística. Un arriscado y, a lo que se ve, docto padre de la iglesia —el actual alcalde de la Villa y Corte— izó el hisopo que otros antecesores habían negado, hombres de poca fe, incapaces de reconocer la alada pureza de la escultura. El viejo y absurdo pleito —con claros tufos de franquismo trasnochado— se fue trasmutando hacia un lento —pero seguro— proceso de beatificación pública, culminado con este final feliz y más o menos democrático. Muchos piensan que a un verdadero alcalde democrático es a quien le hubiese correspondido la decisión definitiva, ajena a personales demostraciones de cara al respetable, aunque el respetable ha estado ajeno y apartado en ese asunto desde sus prolegómenos. El entarimado extraartístico de toda esta historia orilla las más encontradas opiniones y ahora que la «sirena» ya puede mirarnos desde donde quería con su cara de cemento armado y prietos hormigones, colgada y bien colgada para que al levitar no se le vaya el santo al cielo, debe ser posible divagar olvidando el pleito que la hizo famosa.
148 Pocas operaciones de mitificación tan contundentes como la que ha rodeado a esta obra de Chillida ha presenciado uno en su vida. Bien es cierto que unas circunstancias iniciales abonaron el terreno —y qué sabia utilización de las mismas desde el comienzo— y no hay nada mejor que un objeto —cuanto más un objeto insuflado por el prestigio del arte, cargado del misterio religioso que infunde ese prestigio— susceptible de convertirse en símbolo capaz de adquirir condición de víctima, como si la misma heroicidad de los luchadores le fuese parangonable, añadiéndole ya para siempre ese impostado valor. A la burda decisión de aquel alcalde que dio la negativa a la escultura por discutibles razones técnicas de enclave, le siguió algo parecido a un orquestado clamor de sacerdotes, dispuesto a rasgarse las vestiduras convirtiendo el rechazo en inicuo martirio. ¿Era tan difícil prever algo así? ¿No fue ésa o parecida la tónica de actuación de los hombres del poder por los ámbitos de la cultura o la incultura franquista? ¿Tenía de verdad tanta significación aquel rechazo después de lo que todos —unos dentro y otros fuera— llevábamos visto en tantos años? Y lo más problemático y al menos para mí, preocupante: ¿El mismo caudal de voces e indignaciones se hubiese alzado si en vez de tratarse de una obra de Chillida lo hubiese sido de otro menos prestigioso artista? Cuántos atentados mucho más feroces y despreciativos se quedaron en el silencio. Sarcerdotes y corifeos, especies que proliferan en este país en los terrenos de la crítica y sus cercanías, y que detentan —y detentaban con igual signo en los viejos y recientes tiempos— cuantiosas posibilidades en los medios de comunicación amparados en una jerga equivalente, por sus defectos, a la que Valle-Inclán achacaba a las «divinas palabras», jerga que posibilita unos poderes de acceso restringido y el impartir las bendiciones a quien se requiere, estuvieron alineados desde el comienzo para promover el proceso de beatificación. Si hay alguien lejano, orillado y olvidado en esta historia es —como siempre sucedió en el franquismo— el ciudadano de a pie, supuesto beneficiario precisamente de la generosa donación,
149 condenado a permanecer impasible, sin voz ni opinión, a que todos decidan por él. Este ciudadano espectador —tan zurrado y menospreciado— es como la otra estatua del suceso. Martilleado desde el papel impreso con una desmedida y vana profusión, la voz de los sacerdotes y de los corifeos contribuía a remarcar su total lejanía, su, a lo que parece, necesario absentismo. La jerga estipulada para valorar el arte traduce razones y reflexiones vedadas, urdidas como para el secreto y el misterio de unos pocos, cuyas sensibilidades divinas no admiten contaminación. Y ningún sacerdote va a rebajarse a la claridad, porque ese don acerca a la verdad y la verdad no puede vivir con la confusión. A nadie le interesa desde la crítica ejercitar un lenguaje didáctico, absolutamente necesario para que el arte vaya siendo un poco de todos, para dar o sugerir vías de acceso a los espectadores comunes que deseen comunicar con esas expresiones nuevas a las que podría pertenecer la cuestionada y ya feliz «sirena». Los procesos de beatificación no dejan tiempo para esas cosas y sirven mejor a los fines propuestos, están en las antípodas de ese espíritu colaborador e iluminador de quienes rechazan todo tipo de sacerdocio para enfrentarse a la indagación del arte, a su estudio, para ayudar a mostrarlo, misión que uno considera la propia de la crítica —de la auténtica y no de la santurrona— y que con tanta limpidez se entiende, por ejemplo, en los medios anglosajones. (29-ix-1978)
Mi primer encuentro con León Felipe la coincidencia mexicana de nuestro común exilio, me unió a León Felipe una relación cordial. Yo asumía aquella humanidad suya fraguada en una voluntaria retórica de lo quijotesco, del mismo modo que se asume ese abuelo glorioso cuya personalidad patriarcal, tan insoslayable como los fenómenos meteorológicos, está por encima de cualquier racionalización crítica. Sin embargo, no fue México el lugar donde conocí a León Felipe, como tampoco lo fue aquella Barcelona de la primavera de 1937 en que le oí recitar, proclamar más bien, el poema denominado «La insignia», en que el poeta solicitaba la unión de todos los esfuerzos, la fusión de todas las insignias, para defender y salvar la España democrática, y una enfervorizada, clamorosa respuesta, acogía sus palabras. Ahora, cuando hace ya diez años que sus restos fecundan la tierra para nutrir las rosas que crecen y embalsaman (como canta el poema de Whitman que él tradujo con tanta pasión) quiero yo rememorar mi primer encuentro con él, encuentro que estuvo rodeado de circunstancias singulares y que, por otra parte, sólo en mi memoria quedaría grabado, ya que alguna vez que lo recordé en su presencia, descubrí —con la vanidad lastimada al principio, con resignación afectuosa ya para siempre— que a León Felipe no le quedaba el más mínimo poso de aquella peripecia. Sucedió a poco de proclamada la República. Para muchos de los españoles que vivimos aquellas fechas, el advenimiento del nuevo régimen era un don inestimable de las divinidades propicias, tan poco generosas habitualmente con este rincón del mundo, un don capaz de transportarnos, enfermos de abulia y de cazurrería y de miseria, a una edad dorada y saludable, llena de
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151 alegría y de progreso. En muchos de nosotros que, descorazonados de la realidad nacional, nos sentíamos proclives a la tentación cosmopolita, la posibilidad de un renacimiento autóctono, basado en la capacidad creativa de la cultura popular, actuó como fulminante revulsivo que nos enfrentaba a la construcción de un futuro al fin de veras nuestro, que no podía resultar menos que maravilloso. Andaría yo entonces por los veintiséis años y recuerdo que volví de París encendido en propósitos patrióticos, firmemente dispuesto al servicio de los intereses colectivos. En aquel trance, me vino la idea de una previa purificación, de una «catarsis» tras la que mis ánimos se sintiesen doblemente dispuestos. Así fue como concebí un peregrinaje a lo largo de mi tierra leonesa, para empaparme de sus colores y sabores prístinos, del pálpito radical de los hombres que la habitaban. Y para que fuese un viaje que, de algún modo, abarcase la mayor parte de las comarcas de mi país, decidí recorrer desde su nacimiento las riberas del río Esla, el milenario Astura que, padre de pueblos, hoy sólo queda en el nombre de quienes, con petulancia ignorante, le olvidan cuando no le niegan. Alguna vez relataré in extenso mi aventura de entonces: cinco leguas fui caminando cada día, el zurrón al hombro y en la mano una fuerte porracha de espino, desde las fuentes de los valles montañosos que, bajo los hayedos sombríos, suscitaban en mi oído, con los quiebros femeninos de su voz, la divina llamada de las janas, hasta la vega frondosa, extensa, apretada de chopos, a cuyos bordes se ondula la piel del poderoso León, cubierta de robles y de viñas. El viejo Astura, padre de las aguas, guiaba mis pasos desde el cercano cauce, y el viejo Teleno, padre de los vientos, asomaba a lo lejos intermitentemente sus azuladas barbas. De aquel viaje aprendí mucho de lo que sé sobre la cadencia del tiempo telúrico y recibí mis primeras lecciones de amargura, al ver a mis paisanos sumidos en la pobreza y en el abandono, perdiendo día a día, con las señales de su identidad, los fundamentos de su resurrección.
152 Pero no seré más prolijo: recuerdo que una tarde, desaparecida la visión de la vega del Esla con las últimas huertas de «La Polvorosa» zamorana, adentrado ya en las ásperas tierras de Tábara, me acerqué al monasterio cisterciense de Moreruela para contemplar la arruinada hermosura de sus piedras románicas, esa ruina que es como el mismo espejo de nuestra cultura. Ya no sé si la tarde era dorada, pero me queda en los recovecos de la memoria alguna imagen de muros dorados, de ojivas doradas, de dorados rosetones. Ningún techo protegía ya el enorme edificio, y el cielo asomaba por todos los huecos. De pronto, un relincho rompió el silencio: había un caballo a la sombra de un árbol, revestido con todos los arneses y sujeto por las riendas a una rama, a un lado de la cabecera del monasterio. Hallé al caballero en el interior de las ruinas. Era un hombre enjuto, calvo, de ojos brillantes tras los lentes, gran nariz y boca fruncida sobre una barbita entrecana. Trabamos enseguida conversación. El hombre me dijo, sin más ni más, que aquellas ruinas eran una prueba de cargo más contra los que se habían arrogado y detentaron el derecho de administrar un patrimonio que sólo pertenecía al pueblo, que lo encontraba demolido cuando podía recuperarlo… Aquel hombre era León Felipe. Nuestra charla se fue alargando y supe que ejercía de profesor en una Universidad norteamericana, y que era poeta (acababa entonces de publicar la segunda edición de sus Versos y oraciones del caminante). Y supe también que, por alguna misteriosa razón, recorría aquellas tierras con un afán que no dejaba de tener similitudes con el mío. Él también buscaba las señales de su identidad, aunque no para constatarlas, como yo hacía, sino para encontrarlas por vez primera. Me confesó que, nacido en aquella comarca casi cincuenta años antes, hacía ahora su primer recorrido consciente por ella, ya que, por razones familiares, la abandonó al poco de su nacimiento. No creo que haya quien sepa si León Felipe encontró algo de lo que buscaba en aquellas abruptas tierras de Tábara. Después de
153 conocerle, pude leer un poema suyo, anterior a aquel periplo por su comarca natal, en que lamentaba lo anónimo de su nación: ¡Qué lástima que yo no tenga comarca, patria chica, tierra provinciana! Debí nacer en la entraña de la estepa castellana y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada; Luego, parece que olvidó aquella visita (e incluso, como he dicho, su encuentro conmigo) y nunca se consideró leonés, sino castellano. Veinte años separaban mi edad de la suya y, cuando nos volvimos a ver en México, ya se había convertido en un patriarca. Por eso no pude explicarle cómo la tierra de Tábara, en las estribaciones de un país milenario de que el Astura fue alguna vez orgullosa frontera, tenía personalidad más que suficiente para colmar cualquier sed de orígenes, por intensa que fuera. (6-x-1978)
A propósito de Isaac Bashevis Singer: el encuentro en Salt Lake City abril de 1971, dentro de los encuentros con escritores que habitualmente programábamos en el Departamento de Literatura de la Universidad de Salt Lake City, celebramos unas sustanciosas jornadas, a las que asistieron tres novelistas judíos que ofrecieron a nuestros alumnos un admirable panorama de su obra y del significado de esa condición —por cierto, asumida por ellos a distintos niveles— en el entorno de la narrativa norteamericana contemporánea. Bernard Malamud y mi ya por entonces querido amigo Saúl Bellow concurrieron formando una especie de tándem generacional e hicieron un lúcido análisis de lo que en el contexto de las letras norteamericanas ha venido conociéndose como «renacimiento judío», ese curioso y sugestivo fenómeno motivado por un auténtico frente común de novelistas. Recordemos algunos nombres: Philip Roth, Bruce Jay Friedman, Joseph Heller, Herbert Gold, Harvey Swados, Malamud y Bellow, y la posibilidad de alargar la lista hasta Salinger y Mailer, hasta Herman Wouk o el mismo Nelson Algren, aunque estos últimos no sean susceptibles de un agrupamiento tan coherente. Con ellos, en una cierta distancia de edad y con un talante como menos apasionado y más etéreo, asistió Isaac Bashevis Singer, a quien recuerdo había invitado nuestro entrañable bibliotecario David Fowler, amigo de Singer desde los primeros años de su emigración, y que fue quien le ayudó a buscar editor para su primera gran novela: Satán en Goray. Singer tuvo en aquellas jornadas una actitud mucho más pasiva que sus compañeros, al menos en los debates, pero nos ofreció una larga y profunda reflexión sobre su obra, reflexión aderezada con un brillante repaso autobiográfico.
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155 Del Radzymin de su Polonia natal a la Varsovia de los años veinte, de la experiencia de un entorno familiar tradicional y denso —es hijo y nieto de rabinos— a la del «ghetto»— que multiplicaba ese mismo entorno en las rígidas fronteras ante la consiguiente opresión exterior. Una cruda infancia y una cruda juventud y —como él confesaba— la oportunidad casi última y definitiva de haber vivido un mundo crepuscular azotado por unos bien concretos avatares históricos. Bashevis Singer daba el salto a las Américas en el año mil novecientos treinta y cinco, cuando contaba exactamente treinta y un años y era ya un fabuloso narrador en su lengua materna: el yiddish, la lengua a la que siempre seguirá fiel, como quien de ella se alimenta para el reconocimiento de una identidad asumida al límite. El mundo novelístico de Singer es, abrumadoramente, el mundo de los judíos en la Polonia finisecular y en las primeras décadas de nuestro siglo, la larga conflagración de una existencia asediada que llega el cénit con la invasión del país por las tropas alemanas en el treinta y nueve, cuando el drama de un pueblo sucesivamente expoliado se torna tragedia ante el inminente odio de la exterminación. Ese mundo —tan clara y emotivamente explicitado en una narrativa de signo tradicional, consecuente con las bases más sustanciales y sthendalianas del relato— se abre así a una vasta panorámica sobre el universo judío posterior a la insurrección polaca contra Rusia en 1863, la dominación rusa, el despertar de las laboriosas comunidades hebraicas en el país, que van logrando un cauce abierto para su decidida expansión social y económica. Las grandes novelas de Singer (de La familia Moskat a La casa de Jampol y Los herederos) están construidas sobre una ramificada saga familiar, donde los sucesos y los personajes adquieren esas equivalencias significativas que, en lo cotidiano y personal, dan medida de una total situación socio-histórica, siempre desde el prisma judío. Y como suele suceder en toda gran novela, la esencia del relato se ciñe también a la narración de una crisis, de una conmoción en la que los personajes se debaten con sus dudas y ambi-
156 güedades. La caída de la nobleza feudal polaca promociona a los sojuzgados judíos, y en el empuje de las nuevas fuerzas, que aprovechan la coyuntura, se introduce otra crisis interna que va demoliendo el cerrado universo de tradiciones, donde el sentido ritual, religioso, sufre los achaques propios de una cultura agrietada y puesta en cuestión por el despertar intelectual de las nuevas generaciones. Recuerdo que uno de aquellos días de abril cenamos con Singer en casa de David Fowler, y yo tuve ocasión de charlar ampliamente con él. El punto crucial de nuestra conversación fue —traído por mí, bajo el recuerdo de una circunstancia biográfica— la figura de Isaac Babel, el extraordinario autor judío ruso, por quien Singer en seguida confesó una rendida admiración. Ambos rememoramos las hondas y dramáticas contradicciones de la existencia de Babel, lastrada por los sustratos de la cultura judía y enfrentada a las necesidades radicales del orden nuevo que imponía la revolución rusa, en la que había participado. Y repasamos el significado de su muerte, en circunstancias inciertas, bajo el stalinismo; la experiencia de sus primeros años en el «ghetto» de Moldavanka, de Odessa, cuando los fríos terrores del zar Nicolás ii atenazaban la potente vitalidad de las comunidades hebreas. Y sobre todo, la participación de Babel en la campaña de Polonia en 1920, como oficial de Intendencia del regimiento de Caballería formado por cosacos, bajo las órdenes del general Budenny, experiencia militar que dio pie a los relatos de su obra maestra: Caballería roja. Singer me indicaba como reveladora esa controversia del intelectual judío, que toma contacto con dos mundos tan irreconciliables: el de los judíos polacos, los pobres judíos del villorio —tan diferentes a los de la desbordante vitalidad de Odessa, que había conocido Babel—, y el de los cosacos, sus camaradas de expedición, fuerzas represivas en los días del zar, y ahora transformados en activos luchadores del orden que asciende. En esa disyuntiva, decía Singer, las tensiones personales de Babel se ramificaban, intentando resolver el ambiguo problema en una frustrada aceptación de violencia, muy lejana a las posibilidades de su conciencia y tradición existencial.
157 Recuerdo que Fowler nos rescató de aquella ya larga indagación sobre el admirado Babel anunciándonos el momento de sentarnos a la mesa. Singer bebió un sorbo de la copa de oporto que desde hacía mucho tiempo mantenía en la mano, y recordó, finalmente, aquella frase con la que Isaac Babel pretendía definirse: «Yo soy un hombre con las gafas sobre la nariz y el otoño en el corazón». Imperceptiblemente, el mismo Isaac Bashevis se había llevado un dedo a la nariz para aupar las gafas, y sonreí, condescendiendo en algún lejano recuerdo que acaso pudiera reconciliarle con el otoño de su corazón polaco. Al menos así lo entendí yo. (13-x-1978)
J. Moreno Villa. Retrato de Sabino Ordás. Dibujo a plumilla sobre papel, sin fecha, colección particular.
La contaminación del planeta quien salió de España con correaje y alpargatas y volvió, después de un largo exilio, en que todo lo soportó, procurando que no se olvidara la cara oculta de la patria, la esclarecida y democrática, el regreso no ha podido ser fácil y placentero. Sabido es que la lejanía del tiempo segrega un jugo nostálgico que transforma en dulcemente gozosos aun los más tremendos pesares del pretérito; así, la distancia en el espacio nos hacía percibir a la mayoría de nosotros la existencia de una juventud vigorosa y honrada capaz de hacer saltar en añicos todos los cerrojos que atenazaban al país lejano y añorado. En lontananza llena de promesas, veíamos cómo la literatura pugnaba contra mezquindades y censuras, cómo los escritores más jóvenes aceptaban con valentía el reto de su tiempo, enunciado por Sartre bajo la bandera del compromiso (bien que desde una sociedad indudablemente más cómoda), y todo hacía presumir que, tras la desaparición de sus secuestradores, la sociedad española se vería inundada de venturas y florecimientos. Han pasado los años: al fin se ha liberado el resorte que constreñía aquellas virtualidades, y a los más viejos comienza a hacérsenos insoportable el temor de que nos iremos por el finisterre de la vida sin que se haya colmado ni una sola de tantas esperanzas. Y lo que es peor, a algunos nos aterra la sospecha de que la mueca hosca e indigna, que por doquier se suele atribuir hoy a los años pasados, no sea sino el verdadero rostro de nuestra sociedad. El dolor de estas reflexiones nace de ese extraordinario montaje que organiza la editorial del señor Lara para conceder lo que se llama Premio Planeta.
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159 Hasta este rincón de mi retiro purificador de Ardón han llegado, una semana antes de que el fallo fuese hecho público, los nombres de los dos ganadores del Planeta. La editorial tendría que multiplicar el importe del premio varias veces para poder pagar siquiera una parte de los espacios que la televisión y demás medios de comunicación, le dedican gratuitamente como noticia. Y si no es la editorial, está claro que es la sociedad quien los paga. Es como si periódicos y revistas, radio y televisión, los medios, en suma, de que la sociedad se vale para su comunicación, subvencionaran al señor Lara para que promocione anualmente, bajo una fórmula publicitaria simple pero efectiva, algunos de los productos de su editorial. Nada tenemos que objetar, sin embargo, a que la sociedad practique estas subvenciones, siempre que se justifique la estricta finalidad social de las mismas: sea con el descubrimiento de nuevos valores, sea con el afianzamiento de jóvenes autores con obras de importancia. Este, tristemente, está muy lejos de ser el caso del llamado Premio Planeta. Debo decir enseguida que mi paso por otras sociedades de nuestro mismo hemisferio me permite asegurar que en muy pocas se consentiría esta desviación de recursos. Entre nosotros mismos —y no quisiera equivocarme—, yo no le veo otra explicación que la de su vinculación con los usos y costumbres de nuestro pasado más reciente y desgraciado. Por eso resulta tanto más incomprensible la presencia de ciertas colaboraciones culpables. Debemos estar especialmente atentos a estas complicidades, porque la estima en que se tiene la profesión de escritor es el mejor termómetro para medir la salud de toda una sociedad. Y aunque es lo más fácil culpar a este o aquel editor, y aquí así lo hacemos, las alturas éticas conseguidas por la profesión durante la incómoda convivencia con la dictadura están hoy sufriendo una dura prueba de la que no salen sin fortísimo menoscabo. Yo, ante el Premio Planeta de este año —persistencia de una situación que, si muerta, permanece por lo menos insepulta—, recuerdo ese magnífico relato que David Fowler incluye en su libro
160 La calavera de Dios, titulado «The stench of the lord» («Los hedores del Señor» y que aquí conviene con la precisión de una parábola evangélica. Son los protagonistas dos criados, Frame y Thickwithes, que sirven a su amo, en una casona tan aislada como repleta de lujos, con creciente repugnancia, porque su mal aliento, hediondo, enfermo, impregna desagradablemente todas las estancias de la casa. Frame y Thickwithes, reacios al mal olor, viven en una eterna conspiración contra su señor; pero, finalmente, cuando el señor muere, los dos criados, incapaces de desprenderse ya de los lujos y vicios a que la casona les ha acostumbrado, optan por ocultar su muerte, sin atreverse siquiera a deshacerse del cadáver. Así, el señor, yaciendo sobre su propia cama en la barroquísima alcoba principal, se pudre, y los olores de la carne descompuesta se espesan día tras día en la atormentada atmósfera de la casa. Pero ya Frame y Thickwithes han aceptado vivir a su cobijo. (27-x-1978)
T. Gatagán. Retrato de Sabino Ordás. Dibujo a rotulador sobre papel, sin fecha, colección particular.
Buenaventura Durruti y los últimos lancienses
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STE breve otoño, de cielos violentos y agudísimos contrastes de
luz, donde en la oscuridad de la noche las temperaturas se hunden en calicatas ya plenamente invernales, siempre ha asestado a mi espíritu certeros golpes de melancolía. Y, curiosamente, en el alejamiento del destierro, la ausencia de esa extraña y turbada disposición del ánimo era lo que con más dolor anhelaba. Viene esto a cuento de una larga conversación trabada días atrás con dos periodistas catalanes que preparaban un libro sobre los anarquistas leoneses. Y sostenía yo que algo peculiar y hondo debe tener esta sucesión de grises, de rojos, de azules, este frío y esta soledad que comienza a hincharse en el corazón de nuestros ríos con el color del lomo de las ratas, a las que parece empujar en rebaño por el centro de las aguas grises. Este tránsito ominoso del verano al otoño y del otoño al invierno, algo debe llevar al espíritu de los que en estas tierras han nacido, para que de aquí salieran Buenaventura Durriti, Diego Abad de Santillán, Angel Pestaña…, tres de los nombres más grandes del anarquismo ibérico de todos los tiempos. Recomendaba yo a los dos catalanes que no olvidasen contemplar en su libro las actividades realizadas por sus protagonistas en los meses de otoño, porque el otoño es, por breve, por generoso, por explosivo y declinante, la estación anarquista de León. Estos periodistas vinieron a Ardón siguiendo la huella de mi mano herida en la plaza de la Moncloa un día antes de que allí cayera Durruti, por quien, debo decirlo, sentían mis dos interlocutores una veneración sin paliativos, de muy arcanos sabores. Aquello, y el hecho de nuestro paisanaje, han llevado a muchos a pensar en la existencia entre nosotros de un vínculo, si no íntimo, al menos estable y duradero.
162 Pero yo, durante la guerra, nunca vi a Durruti vivo, y aunque rendí tributo a sus restos, mi recuerdo directo de él se aleja mucho en el tiempo, hasta los albores de su adolescencia y mi niñez. Por razón de las primeras letras, pasaba yo por entonces largas temporadas en León, en la casa de mi tío Lupicinio, que era cura de la iglesia de Santa Ana, barrio aledaño de la capital, que de siempre fue asiento de curtidores y por donde desagua al Torío una de las presas que atravesaban la ciudad. Quería mi tío que yo aprendiera a ayudar a misa, y por la mañana temprano me hacía bajar a la iglesia, donde había de seguir los pasos y enseñanzas de su monaguillo de todos los días: Braulio, un chico pelirrojo, cuyo apellido he olvidado, al que todos en el barrio llamaban «Peli». Era éste primo o pariente de Florentino Monroy, el amigo fraterno de Durruti. Y venían los dos con frecuencia al acecho del «Peli» siguiéndole hasta las más recónditas esquinas del sagrado lugar, donde se guardaba el pan de ángel y las vinajeras. Mi tío se aprovechaba de aquellas apetencias y curiosidades para fomentar en ellos los menesteres de sacristía, y, así, no creo que mi memoria me engañe cuando veo al niño Buenaventura Durruti de hinojos tocando la campanilla de monaguillo. Le recuerdo muy bien: moreno, sumamente aventajado de estatura para su edad, con una prematura sombra sobre el labio superior y unos largos y oscuros pelos, muy poco infantiles, en sus desnudas piernas, bajo los pantalones excesivamente cortos y estrechos, como si su robustecimiento siempre fuera muy por delante de las medidas de su ropa. No pareció ser del agrado de los dos jóvenes catalanes este inicial recuerdo mío de Buenaventura Durruti. Y esa incomprensión fue el acicate que permitió a mis desguarnecidas energías el involucrarse en pensamientos de mucho compromiso. Porque, en León, quien no ha sido monaguillo, ha sido, cuando no cura, seminarista. Y todo León es igual: Pestaña es del Oeste, de Santo Tomás de las Ollas, berciano, Abad de Santillán, de pila Sinesio (qué nombre tan leonés) García, es del Norte, de Reyero, montañés, y Durruti, de la capital como Monroy, como Tejerina, como tantos otros.
163 Pero a los leoneses no les impulsaba el hambre, el hambre acuciante que, por ejemplo, azotaba los pueblos andaluces en invierno. Ellos fueron, sin embargo, la expresión básica del anarquismo español: elevada intención moral, intensa hostilidad a la Iglesia, fuerte autonomía local y anhelo de una meta dorada: la Edad del Anarquismo. Y, si no les impulsaba el hambre, ¿qué les movía? A Néstor Makhno, el mayor jefe anarquista de la Rusia revolucionaria, a quien puede considerarse, no sin justicia, precursor de Durruti, por sus dotes guerreras y su gran humanidad, le decidió a la lucha armada el haber encontrado en llamas la casa de su madre y a su hermano fusilado por los invasores austríacos. Nada de eso ocurrió con Durruti, con Santillán o Monroy. Pero en aquel León la cultura, el poder y la riqueza, y aun sus migajas, habían de ser bendecidas para existir, y era muy poco, o nada, lo que se conseguía fuera de la previa santificación vaticanista. Ya el mismo nombre de León ofrece sustanciosas claves para el entendimiento de esta realidad. Derivado de Legio, la Legio romana, el poder militar, en suma, que aplastó a Lancia, supone la identificación orgullosa del vencido con el vencedor merced a una curiosísima trasposición de personalidades. Imaginemos un Vietnam derrotado que, con el paso del tiempo, haya llegado a llamarse 7.º de Marines. Poco hay en los pueblos leoneses que no arranque de raíces muy antiguas, desde sus aluches a sus danzas, muy anteriores a la conquista romana. Y no quiero aludir a mis propios trabajos en tal campo, pero estoy obligado a señalar las aseveraciones que en tal sentido hace mi admirado Caro Baroja en su obra Los pueblos del Norte. El brazo clerical que ha ceñido a León cobra así muy hondo sentido. El mozarabismo, como ideología neogótica, para un pueblo que fue el menos visigodo de España; San Isidoro, el obispo andaluz del reino toledano; los monasterios feudales y las órdenes militares, son la pluricéfala trama de una pesada arquitectura que crece, a veces de modo tenue e invisible, a veces muy perceptiblemente, desde la destrucción de Lancia.
164 Ningún rebelde nacido en León ha sido consciente de que su furia libertaria brotaba de aquel engaño prístino con la fuerza de un pecado original. Pero oigamos lo que dijo a Hans Magnus Ensenzberger, Florentino Monroy, en su exilio de Lastours el 24 de abril de 1971 y meditaremos sobre sus palabras: «Me propongo volver lo antes posible a España. No, no por la familia, sino que quiero continuar la lucha. La misma lucha de entonces, cuando éramos jóvenes. Hoy, como antaño, con mis setenta y cinco años. Tal vez sea una obsesión, pero yo volveré a León». (3-xi-1978)
Álvaro Delgado. Retrato de Sabino Ordás. Óleo sobre tabla, sin fecha, colección particular.
Manuel Andújar: la memoria del exilio
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ECIBO carta del joven historiador Paul Preston, con quien tantas
horas tengo compartidas por las aulas de Oxford y de Reading. Todas sus misivas inciden, de una u otra forma, en el tema del exilio, y esconden como una cordial admonición hacia los supervivientes —que nuestra amistad de algún modo le lleva a simbolizar en mí— en el sentido de recabarnos el testimonio total de nuestra información y de nuestro recuerdo, sobre esa etapa sustantiva de nuestras vidas. Hay un legado vivo, emocional, que hermana el dato elocuente de primera mano y el detalle matizador, y ese legado —me viene a decir Preston— sólo lo detentáis vosotros, y debe verterse al margen de la obra de creación y de tantas colaboraciones y contribuciones de signo erudito y estudioso, tan imprescindibles también, por el cauce confesional de la memoria. Su carta coincide en mi mesa de trabajo, aquí en la casona familiar de Ardón, que un día de estos debo decidirme a retejar, porque hay inminentes amenazas de goteras, con otra de Manuel Andújar, entrañable compañero de tantos avatares por aquellos años de nuestra forzada diáspora. Y meditando sobre esa invitación animosa de Paul Preston, la personalidad entrañable de Andújar se me vuelve a iluminar —otras incontables iluminaciones las he tenido al devorar sus bellos libros y al departir con él infinitas charlas— desde esa concreta perspectiva en que Preston nos requiere. Si yo tuviese que citar un nombre capaz de resumir, sobre la experiencia y la confluencia, facetas sustanciales de nuestro exilio, ese nombre sería sin duda el de Manolo Andújar, auténtica memoria de humilde, paciente, generoso y entregado recolector, protagonista y espectador privilegiado de tanta historia general y cotidiana.
166 Entre todas nuestras particulares memorias podría, por supuesto, contribuirse a esa honda y vital memoria plagada de perfiles que, desgraciadamente, se consume con sus protagonistas. Pero yo me daría por satisfecho con que, al menos, una gran memoria individual dejase su testimonio como legado que a todos nos abarca, desde el punto de mira de un horizonte tan amplio como el que Andújar tiene asimilado. Son largas las referencias de quienes han vertido recuerdos sobre esa aventura del exilio, y es, por cierto, bien nutrida la bibliografía que enfoca el fenómeno desde variadas perspectivas. Como también es cierto que fenómeno tan amplio y prolongado acaso necesitara de una auténtica institución coordinadora —a modo de instituto de estudios— para promover y compaginar la exhaustiva y global investigación. Tengamos en cuenta, sólo como dato meramente indicativo, que al exilio —desde el dramático salto del año 39— se fueron cerca de 80 narradores, cifra más que suficiente para dejar desarbolado cualquier frondoso panorama literario. Andújar, con quien coincidí en el campo de concentración de Saint Cyprien, de cuyas concretas vivencias nacieron sus crónicas luego publicadas en Méjico, pertenece a ese estilo de personalidades cimentadas sobre la acción de la generosidad, como si el vuelco a los demás fuese el resorte imprescindible para comprender el mundo y estar en él. Y esa disposición, que ostenta la contrapartida de un rigor visceral hacia lo que uno hace, hacia la propia obra, se traduce —como no puede ser de otra manera— en una dimensión humana abierta y acogedora, de ésas a las que se recurre con el convencimiento del consuelo y la comprensión, del ánimo y la confidencia. Yo recuerdo algunas horas compartidas en la redacción de Las Españas, la revista que fundara con José Ramón Arana, horas de tertulia y trabajo en la capital azteca, donde llegaban, entre otros, Anselmo Carretero, Pepe Puche Planas, Mariano Granados y Eduardo Robles. Y las recuerdo con la insistencia de un hormigueo emprendedor, con Manolo Andújar, contabilizando presencias cercanas y lejanas, ausencias irremediables, repasando el
167 fichero mental de sus multiplicados conocimientos sobre el exilio, acariciando el cauce de conjunción que la revista suponía. Pienso que Andújar, que ha cultivado su obra de creación con un rigor sin paliativos, eligió un camino mucho más generoso hacia los demás que para sí mismo. Su obra ha ido saliendo al exterior —y encontrando las valoraciones que se merece, aunque acaso no todavía con la profundidad necesaria —como con el esfuerzo que por sí misma ha tenido que invertir para desbordar una excesiva humildad y una también excesiva autocrítica. No pretendo repasar ahora ese claro y original legado que es la narrativa de Andújar —tan sutilmente matizada por su poesía—, pero a nadie se le escapa a estas alturas que el ciclo fundamental de sus Lares y penares se sitúa entre los más grandes y ambiciosos empeños de nuestra novela contemporánea, junto a los equidistantes de Max Aub, Arturo Barea y Sender. Y a todos nos sigue debiendo Andújar —tal vez a los amigos un poco más— esa novela con la que culminaba el ciclo —Fecha mágica—, terminada y guardada como a la espera de una misteriosa decantación, actitud muy propia de la exigencia con que él entiende el quehacer literario. Y no sé si él —o algún editor menos ciego que otros—, la edición de sus cuentos completos, faceta de su narrativa que personalmente admiro sobremanera. «Depositario lúcido de la dispersa memoria palpitante, comunicativa», es una frase de Andújar con la que se refiere al buen amigo Arana en la leve introducción que dedicó a su novela Can Girona al ser editada aquí en el 72. Yo quiero repetirla ahora transfiriéndosela a él mismo bajo la estela de este recuerdo común que me sobreviene mientras escribo estas líneas, alentado por ese don de una memoria palpitante, singular e irreemplazable, que es la suya. Porque al ser la más poderosa de todas, decididamente es la de todos. (10-xi-1978)
Bukowski, la literatura marginal y la literatura marginada de haberlo leído cuento a cuento en las publicaciones periódicas de EE UU, acabo de leer a Bukowski en castellano y debo decir que me ha gustado la traducción. Pasan a través de ella los desgarros y también las torpezas y el ambivalente desafío de que se nutre el texto original. Y ello sin acudir a lo «cheli», que, por ser localismo madrileño, desplazaría muchos grados la ubicación de los personajes. Recuerdo ahora que los dos jóvenes catalanes, que preparan un libro sobre los anarquistas leoneses, me hablaron de las tan nombradas «Ejaculations» con deslumbrada admiración. Sin ambages consideraban a Bukowski el Durruti de la literatura universal. No he meditado yo poco ni mucho sobre este particular. Pero puedo decir que cuando en su día oí unas declaraciones de los responsables de su edición en España, en las que se arrogaban un comportamiento casi de cruzada, con misión de rescate de lo marginal o de iluminación de lo subterráneo, temí que estuviéramos a punto de vivir otra de esas farsas que tan estoicamente hemos de padecer. Ojo: Bukowski no deja de interesarme. He hablado con él un par de veces y reconozco que me atrae más cómo escribe que cómo es. Repito que la traducción que se ha hecho de sus cuentos al castellano es buena. Pero de ahí a conferirle unos caracteres que jamás tuvo o a ensalzar a sus avispados editores va un abismo. Bukowski quiere moverse en literatura en el mismo plano en que se desarrolla la pintura negra de Goya. ¿Lo consigue? Tanto uno como otro ahondan en un desahogo brutal, que no es sino desgarradora impotencia ante la inmovilidad mastodóntica de la sociedad que les aplasta. Sin embargo, el aragonés vive hacia adentro, y Bukowski vive hacia afuera, pero curiosamente aquél contempla a
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ESPUÉS
169 la sociedad desde fuera de ella misma, y éste la ve desde dentro, y de ella vive, y su acomodación a algunos estratos de ella le ha hecho millonario. Porque los EE UU son un cosmos aparte. Todos los mundos son allí posibles y en todos ellos hay una oferta dispuesta a casarse con una demanda. Y esa cualidad de lo magno incide obligadamente sobre la naturaleza de todos los fenómenos que allí brotan, haciendo que lo minoritario lo sea sólo de modo relativo. Pero yo no quiero hablar hoy ni de Bukowski ni de los anarquistas leoneses. Deseaba relatar una experiencia que tuve durante los cinco años que pasé en la Universidad de Barquisimeto, en la Venezuela occidental. Y es que son muchos los jóvenes que, personalmente o por escrito, se me han quejado de las crecientes dificultades que existen para la publicación de sus obras. Yo he leído alguna y puedo certificar que no alcanzo a comprender los criterios selectivos de nuestras casas editoriales. ¿Creen acaso que Bukowski puede inscribirse sin rubor dentro de una supuesta literatura marginal? Sin volver a insistir sobre las peculiaridades americanas, siempre sometidas a un imperturbable cedazo mercantil, que quede bien claro que ninguna marginalidad resiste, sin dejar de serlo, el paso de un idioma a otro. Dicen algunos de mis comunicantes que debiera instalarse aquí el equivalente a la cuota de pantalla; que si el cine español jamás ha dado un Cervantes, un Quevedo, un Galdós, ningún derecho hay para que se vea favorecido con medidas protectoras que se le niegan a la literatura. Lejos de mi ánimo está discutir tal tema al amparo del nombre de Buñuel. Al fin, ni Buñuel ni Cervantes han necesitado jamás de cuota de pantalla, y yo no creo que sea la protección sino síntoma de grave enfermedad y pérdida de vigor. Es la sociedad misma, la que con sus exigencias debe habilitar los medios adecuados para su defensa. Si los editores no tienden la mano a la cultura que aquí se produce, démosles a su vez nosotros la espalda a los editores. Universitarios, críticos, periodistas y estudiosos de cualquier clase y condición tenemos mucho que hacer a ese respecto.
170 A la caída del dictador Pérez Jiménez la industria editorial venezolana vivió momentos muy confusos, con dificultades aparentemente insalvables para acoger en sus talleres la nueva producción venezolana. Imperaban las traducciones de clásicos y de modernos; se editaban una y otra vez más los oscuros segundones de todas las literaturas; se resucitaban viejos empeños del pasado, los a duras penas justificados y los insufribles. Y entre dilaciones, barreras y excusas, todo se oponía a la inclusión de los nuevos autores, de los autores sin nombre, en los fondos de las editoriales venezolanas. La paradoja era inmensa: porque a una sociedad que había aceptado jubilosa el cambio político, se le negaba la capacidad para soportar el cambio cultural. ¿No estará pasando justamente lo mismo en España? Todos los rumbos culturales que sigue el navío nacional han sido fijados desde los puestos de mando de la situación anterior. ¿Cuánto tiempo se precisa para una verdadera rectificación? En Barquisimeto ideamos un procedimiento que fue capaz de contestar y poner en evidencia la catastrófica política editorial del país. Del modesto presupuesto con que contábamos, aún pudimos reservar un fondo para publicaciones. Y junto a las obligadas tesis más destacadas, publicamos anualmente de una a seis novelas. Jamás aceptábamos a lectura un manuscrito que antes no hubiera sido rechazado al menos por cinco editoriales. La fortuna quiso vernos triunfar. No quiero incurrir en exageraciones: naturalmente que no todo era bueno. Pero hoy cualquier estudioso que quiera siquiera aproximarse a la literatura del Caribe, ha de acudir necesariamente a la narrativa publicada por la Universidad de Barquisimeto. La fruta más en sazón de los autores jóvenes, los más meditados y jugosos florones, las audacias más conseguidas, lo mejor, había sido impúdicamente rechazado una y otra vez por las editoriales del país. (24-xi-1978)
Cultura en provincias Pedro, mi intermitente y apasionado contertulio, llega de León a lomos de su estridente motocicleta y se anuncia por el pueblo entre el griterío de la chavalería andante que le persigue hasta la cantina o hasta la puerta de mi casa. Dedico bastante tiempo estos días a estudiar ese curioso e interesante fenómeno de las revistas poéticas leonesas, un significativo historial que parte de Espadaña, se continúa con Claraboya y tiene en la actualidad dos presencias vivas: Cuadernos leoneses de poesía y Alcance, lo que me imagino no sucede en ninguna otra de nuestras provincias. El pasamontañas, las manoplas y la gabardina pelliza de don Pedro vuelan casi al mismo tiempo, como libradas con un gesto de violenta decisión y mi buen amigo —los cabellos plateados revueltos y la ofuscada agilidad que busca arrolladora desentumecerse, tras los crudos kilómetros invernales— aletea contrariado entre la indignación y el vapor de su aliento, atropellando palabras y blandiendo en la mano derecha precisamente una de nuestras revistas poéticas. Después de darle tiempo para serenarse nos sentamos en el escaño de la templada cocina, acerco dos copas y la botella de licor «Coyanza» —que hace unos días me regaló la suegra del cabo Rodríguez, feliz detentadora de la mágica fórmula de tan exquisito licor— y dejo que mi amigo se explaye, ya que ciertamente parece necesitado de una explosión liberadora. Hay una preocupación constante y capital en este hombre tan atento a los fenómenos de la cultura provincial, perspicaz testigo —desde su marginal periscopio de exiliado interior, modesto y silencioso— de cuanto en nuestra tierra ha sucedido por esos derroteros, de todo lo que en León ha adquirido relieve en el acon-
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172 tecer literario y artístico, particularmente a lo largo de los años de la posguerra y del oscurantismo autárquico. Mis limitados conocimientos sobre la materia —tan difíciles de adquirir en la lejanía de mi exilio, aunque algunas noticias, envíos y contactos amistosos, me los paliaran— se los debo en gran medida a don Pedro, a su inagotable fichero, orientador de mis lecturas leonesas y animador continuo de mi curiosidad. No hay libro, revista o artículo del periódico relativo al tema que don Pedro no tenga censado y guardado. Y de él parte la idea de una serie de artículos —a los que desde éste, y de una forma intermitente, me comprometo— sobre lo que en líneas generales —o aproximativas— podríamos denominar como un acercamiento a la sociología de la cultura en provincias, sobre el campo concreto de la nuestra que, a buen seguro, mostrará suficientes iluminaciones significativas y, para bien o para mal, ejemplificadoras. La preocupación sustancial de mi amigo radica en el desolador panorama ambiental en que aquí, en León, se ha cocido la cultura; en la atmósfera constreñida, amenazadora, inhóspita propensa más a helar cualquier brote que a cobijarlo con el aliento y la generosidad que merecería. Yo le digo a don Pedro que esa era la tónica general de los tiempos inmediatamente pasados, que el franquismo —en todas sus formas de presencia imperativa en la realidad del país— zanjaba con desamor y autodefensa, con miedo también, lo que de la cultura y para la cultura manase en lo que no fueran sus estrictos y controlados predios, porque aun el brote más modesto y liviano —pero verdadero y cierto— a la fuerza traía un aroma de conciencia y libertad, tan peligrosas. Y lo que haya podido ser el panorama cultural de nuestra tierra en esos tiempos tiene, a buen seguro, su perfecta equivalencia en los demás paisajes provinciales del país. Pero don Pedro que, por supuesto, admite esa valoración global, depredadora y torpe, de la autarquía, señala que entre nosotros, en esta tierra tan fría y dejada de la mano de Dios, las cosas tuvieron —y siguen teniendo— peculiares rasgos de nítido dramatismo, sinrazones ambientales de mayor decrepitud, más palpables e irracionales desprecios. Y todo como formando una niebla
173 más propicia para la asfixia, para el desentendimiento y hasta la misma falta de solidaridad en el propio medio cultural, entre quienes —por un lado u otro— contribuían o contribuyen a la cultura con sus creaciones y propuestas. ¿Qué motiva esta intemperancia ambiental, esa propensión al sofoco y a la difícil convivencia? Don Pedro concentra su requisitoria, al margen de otras derivaciones fácilmente constatables en tiempos pasados y en actuales omisiones e ineptitudes, en los medios leoneses de comunicación social, a los que acusa sin reparo —y salvo honrosísimas y contadísimas excepciones— de cicatería, olvido, malevolencia y una absoluta y penosa incapacidad para acercarse con conocimiento de causa a la realidad cultural, para saber no sólo informarla y compulsarla, sino airearla y expandirla con el único gesto que una realidad cultural se merece: el de la comprensión. Y aquí, don Pedro admite pocas réplicas, porque es contundente a la hora de compararnos: no ha habido y no hay en todo el país —afirma— medios de comunicación social más de espaldas a su propia cultura que los nuestros, más desatentos y falaces. Y a la hora de traerme a colación algunos datos reveladores —el coyanza a punto de verterse de su copa— me deja absolutamente abrumado. Y es que —enfatiza al fin— no nos merecemos estos medios tradicionalmente manejados y dirigidos por gentes ajenas a León, y que son un ejemplo de esa lacra también tradicional de nuestra tierra: la sorda colonización de poderes extraños a nosotros, jamás comprometidos con lo nuestro, siempre en la perspectiva que nos ve como una Castilla, «la remota», como un tierra de nadie y sin nadie fácil de apresar más allá del destierro del Duero. Don Pedro bebe de dos sorbos la copa de coyanza. Sobre la mesa ha quedado la revista que durante toda su perorata y desde que llegó ha blandido en la mano derecha. Es el último número de Cuadernos leoneses de poesía, en el que un editorial valiente y lacónico ha servido para encender la mecha de su indignación. Con más sosiego regresamos después al recuento de ese León literario, artístico, donde los grupos poéticos han florecido insis-
174 tentes con el fruto difícil de sus revistas y publicaciones, aconchados en una lógica actitud de autodefensa ante el medio hostil, donde tantas importantes aventuras, colectivas e individuales, se siguen sucediendo contra viento y marea. Don Pedro rememora desde la mítica Espadaña de los problemáticos cuarenta a la combativa Claraboya de los sesenta, de los efímeros Yeldo y Barro, a las actuales y vigorosas Cuadernos y Alcance. Se adentra por el censo de nuestros poetas, narradores, pintores. Y luego me acerca la copa para que vuelva a llenársela y afirma, aliviándose con una sonrisa entre socarrona y enigmática: «y menos mal que aquí hasta el más tonto es capaz de hacer de un ladrillo una estilográfica». (8-xii-1978)
José Belmonte. Retrato de Sabino Ordás. Dibujo a plumilla sobre papel, sin fecha, colección particular.
Ante las Glosas emilianenses, una «nodicia de kesos» cabo Rodríguez es berciano, de Villafranca, y, como aquí dicen, habla gallego. Yo aseguro, a quien quiera oírme, que el cabo, en su habla, y posiblemente en muchas otras cosas, es el más leonés de todos nosotros. Mis interlocutores me responden a la chita callando, encendiendo una maliciosa luz en sus ojos, que dice más o menos: «Sí, don Sabino, sí. Será el más leonés, pero habla gallego». Y es que el cabo Rodríguez ha sido una de las tercas musas que ha empujado a mi pluma por los derroteros que aquí se trazan. Vino a casa acompañado de don Pedro, con motivo de haberle ayudado a reparar los descalabros de una llanta cuando ya éste se acercaba a la meta, y entre los tres, y el consabido licor «Coyanza», trabamos una irregular tertulia en la que hube de responder al interrogatorio de la autoridad que así, a solas, con la sola presencia, inoportuna, para él, pero ineludible, de mi amigo capitalino, me confesó que le quemaban los deseos de conocer los misterios de su leonesismo. Tampoco don Pedro es ajeno a los rumbos de este artículo. De sobra conoce el lector los arrebatos de su carácter; alguien ha apuntado que, si no fuera por la cordura que le sobra —y quizá por eso mismo, digo yo—, habría que llamarle Don Quijote, del mismo modo que ya algunos llaman a su escuálido vehículo «Rocinante» de las motocicletas. Don Pedro lleva más de un año, desde que se celebró el milenario de la lengua castellana, que le comen los diablos. Don Pedro insiste, y en eso coincide con alguna editorial de San Sebastián, en que permita la reimpresión de mis trabajos de antes de la guerra. Yo sospecho que su interés se centra casi exclusivamente en sólo uno de ellos: La expresión literaria de los pueblos del Astura, donde precisamente se publica el primer texto en lengua romance de los hallados en la Península, que fue escrito, por cierto, aquí en Ardón.
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176 En su insistencia, no perdona ninguna crueldad, y con la filosofía del militar que estudia el consumo de hombres que le costará una posición, lo que le vale el asentimiento expreso del cabo, afirma: «Una sebe tres años, un perro tres sebes, un caballo tres perros y un hombre tres caballos». A lo que el cabo añade: «En la infancia los años son como vidas; en la vejez las vidas son como años». Arrinconado por mis invitados en el propio escaño de mi cocina, me encojo de hombros: yo bien sé que hace mucho que monto sobre mi tercer caballo y mucho temo que mi galope sobre él se vea pronto truncado por una brusca sacudida que me arroje definitivamente a la cuneta. Pero cuando uno se siente inseguro sobre las ijadas de la vida, qué difícil es lograr que las prioridades no se amontonen sobre los pocos resuellos que aún quedan en confusísima arrebatiña. Yo mismo llevaba muchísimo tiempo deseando comentar las palabras de Dámaso Alonso ante las Glosas Emilianenses, a las que el maestro calificó de primer vagido de la lengua castellana. Don Pedro siente ante el tema una indignación confusa en la que gusta de repetir: «El primer vagido fue un rugido», aludiendo a ese primer documento en lengua romance a que he hecho mención más arriba. Se trata de una escritura notarial fechada el 23 de septiembre del 959, relativa a una donación de tierras hecha a favor del abad del monasterio de Ardón, en cuyo reverso fue escrito en romance, precisamente en la misma época según autorizado dictamen paleográfico, una «Nodicia de Kesos». El texto es de interpretación dificilísima. Parece una anotación contable que trata de los quesos consumidos por los monjes del monasterio en la realización de diversas actividades. Pero su valor lingüístico es inapreciable. El mismo Zacarías García Villada lo destacó en comentario aparte en su valioso Catálogo de los Códices y documentos de la catedral de León. No hay duda de que estamos ante el acta de nacimiento de un idioma, de un inequívoco primer vagido. ¿Pero de qué idioma? ¿Si castellano, como parece ser ahora todo lo leonés, qué quedaría de la lírica teoría del buen presidente de la Real Academia cuando compara
177 los tres trozos más antiguos, en francés, en italiano y en español: «El francés comienza con un tratado político y militar (el de Estrasburgo); el italiano con unas fórmulas jurídicas sobre propiedad de bienes (las de Montecasino); el español, con una temblorosa oración a Dios (la plegaria emilianense)». Y remata así el maestro: «Se diría que está presagiado ahí el carácter de estas tres grandes culturas». ¡Menudo embrollo! Siempre he dicho yo que para la investigación hay que encerrar el idealismo en el ideolario. Si así fuera, otras serían las obras de Sánchez Albornoz, de Américo Castro y de tantos otros, porque en este mismo caso: ¿si no son las Glosas Emilianenses el trozo más antiguo del español, sino esta prosaica y materialista Nodicia de Kesos, qué queda de tan hermosísima teoría? ¿Acaso en estos tiempos, en que se ha negado que Dios recorriera el articulado de la Constitución, como un día borbotó por los pucheros de Santa Teresa, podemos poner la mano en el fuego de que anda entre estos quesos de Ardón? ¿O tendremos que convenir, siguiendo la inspiración lógica de Dámaso Alonso, que ya en el nacimiento de la lengua se presagiaba en verdad el carácter de nuestra cultura: la extraordinaria capacidad que para administrarnos tiene nuestra Iglesia? Pero tranquilicémonos. No está en mi ánimo alentar la subversión. Al fin, la Nodicia de Kesos nace en León y al leonés se refiere. Véase si no su aceptación de la f, a la que el castellano es, por contagio del vasco, poco menos que alérgico. Nótese el uso frecuentísimo de la k, de influencia germánica a través de la infiltración mozárabe. Como sobre este tema hay demasiada ignorancia, yo recomiendo a quien quiera olfatear siquiera su aroma que eche una ojeada al prólogo que hizo Menéndez Pidal al, para mí, mejor trabajo del prolífico Sánchez Albornoz: Una ciudad de la España cristiana hace mil años. Allí encontrará, entre otras cosas, los párrafos que yo mismo comenté con don Pedro y el cabo Rodríguez: «… y así proseguiría expresándose (el leonés Tedón) en un lenguaje algo semejante al que hoy todavía se conserva en algunos rincones más occidentales de la provincia de León, hacia Ponferrada, en los valles del Sil. El lenguaje que el vulgo hablaba en la ciudad de
178 León a raíz de ser hecha corte, se parecía más al gallego que al castellano, según vemos. El castellano sonaba a los oídos leoneses como algo bastante extraño; sonaba a lengua extravagantemente modernista, que repugnaba al espíritu más tradicional de un leonés culto». «… esos rasgos (los del idioma castellano), durante los siglos xii y xiii invadieron la ciudad de León y sustituyeron en ella las antiguas peculiaridades que tan arraigadas estaban en el siglo x, arrinconándolas hacia el Occidente de la región». La cita es larga, pero se hace perdonar. Se dicen en ella dos cosas importantes: que el leonés coexistió con el idioma castellano; que lo poco que queda de aquella lengua leonesa está presente en nuestra provincia sólo en Ponferrada y en los valles del Sil, es decir, en el Bierzo, tanto en el leonés como en el gallego. ¿Acaso no es socarrona la Historia cuando hace que precisamente el Bierzo, último reducto de lo leonés en la provincia, sea la fuente del irredentismo gallego, tan ignorante como tenaz? (15-xii-1978)
El cuento, olvidado las distintas calas que particularmente vengo efectuando sobre el panorama literario español, calas destinadas a llenar ciertas lagunas, a confirmar algunas presunciones y hasta variar algunos juicios apresurados, una observación —no por prevista menos desalentadora— me hace palpable la decadencia del cuento literario entre nosotros. ¿Qué extrañas circunstancias se han podido confabular para que un género de tan clara y pertinaz tradición haya derivado aquí hacia esta bancarrota? En el decurso narrativo de la posguerra todavía pueden espigarse un conjunto relevante de nombres y obras de indudable altura, contribuciones a este hermoso género, cuya calidad estética sobrepasa, con creces, la de tantas novelas del momento. Y en el conjunto de la obra de muchos de nuestros narradores, la incursión más accidental al cuento ha revelado los logros más decididos, tantas veces no continuados. Pero la decadencia se arrastra desde tiempo atrás, y yo diría que con el inicio de la década de los sesenta —aunque aventurar una fecha no deja de ser baldío— toma cuerpo más ostentosamente por las veredas del olvido y de la decrepitud. Aunque —antes que nada— deseo matizar que ha habido y hay fidelidades casi heroicas, nombres y obras —normalmente libros sueltos— surgidos contra viento y marea, manteniendo un rigor y una calidad irreprochables. Pero prácticamente siempre desde una independencia extrema, desde una marginación galopante: amparados en una editorial lejana a las que habitualmente dominan el mercado, escindidos casi hasta de la más leve respuesta crítica, ajenos y solitarios en ese contexto hostil de nuestras letras, tan plagado de falsos prestigios y de dirigidos intereses.
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180 Tres vías de explicación se me ocurren, sobre tres hechos o actitudes, para delimitar algunas de las causas de esa decadencia, y voy a detenerme en ellas, sabiendo, por supuesto, que no agotan los datos para proporcionar el diagnóstico de la situación, que el análisis de este fenómeno —como el de toda crisis en el ámbito artístico— se impregna de algo siempre impredecible. Un amigo escritor me confirmaba, no hace mucho, que él había asumido, desde el comienzo de su carrera literaria, la narrativa corta como única y fundamental dedicación. En el cuento encontraba un género a la medida de sus pretensiones, de su imaginación, la expresión idónea donde verter la experiencia de su escritura. Pero el desaliento ante la general y obstinada actitud editorial, claramente desfavorable para la subsistencia del cuento literario, le había llevado a derivar hacia la experiencia de la novela. El abandono editorial, normalmente justificado por la negativa comercialidad del libro de cuentos, es un primer hecho revelador. A él hay que unir la pérdida de una tradición que siempre contribuyó a resaltar el género, a hacerlo habitual en un medio muy propicio para cultivar lectores: su presencia en la prensa diaria, sobre todo en los dominicales, y en las revistas de difusión general. Esta tradición —prácticamente liquidada— estaba avalada no sólo por ese prurito cultural de las publicaciones periódicas, sino por la implícita demanda de sus lectores, familiarizados con un género en el que la más honda exigencia literaria podía ofrecerse en los agradecidos límites de una extensión fácilmente recorrible. Es difícil de entender ese desapego editorial que ha orillado al cuento como producto literario no vendible, que no interesa en el mercado. Nada de la naturaleza de este género promociona tamaña aseveración ni un cambio en los gustos del lector puede ser tan radical. Antes al contrario, la condición formal de su brevedad debiera ser atributo agradecido y favorable en unos tiempos como los actuales, tan poco reposados. Y no parece que haya razones suficientes que distingan nuestro mercado lector en este aspecto de tantos otros —de Europa a Norteamérica y Latinoamérica—, en los que el cuento sigue ocupando un lugar normal y atractivo, cuando no decididamente prioritario.
181 El planteamiento editorial de renuncia y abandono ha sido y es un planteamiento cicatero y pusilánime, que en buena medida podría ilustrarse con el ejemplo de la pescadilla que se muerde la cola: parece que no se leen cuentos, no se publican, y si no se publican ya no hay posibilidad de que se lean. Y así, desde un cuestionable prisma meramente comercial y económico, por creciente omisión, se renuncia a mantener y relanzar un género literario que siempre tuvo aquí amplia respuesta popular. De alguna manera, coincidiendo con este abandono, el cuento pasa a ser objeto de unas multiplicadas celebraciones —bajo la fórmula del concurso literario—, extrañamente amparadas por determinados establecimientos bancarios, empresariales o en ambientes de exaltaciones municipales y santorales. El tono general, trivializador y de vagos ornatos, que parece esconder un motivo de conmemoración, publicidad y prestigio, como dando a entender que las instituciones convocadoras también participan de una doble preocupación cultural, hace herederas a estas celebraciones de las más rancias y ridículas —aunque actualizadas— justas poéticas de antaño, el juego floral de tan vergonzante recuerdo. Esta absurda tramoya, tan demencialmente multiplicada —contabilizar todas las celebraciones anuales a lo largo y ancho del país sería revelador—, ha servido para posibilitar una especie de «cuentoobjeto», destinado a cumplir los sustanciales requisitos de moralina y divagación ternurista, directa o indirectamente exigidos. Y ha servido para trivializar al límite este género, tan torpemente asediado, multiplicando cultivadores de ocasión, dejando patente una absoluta falta de respeto literario, en aras de la facilidad, de la improvisación y de la más explícita falta de rigor. La tercera vía de explicación, de las que antes anunciaba, para caracterizar este frustrante declive, tiene que ver con esa idea, bastante extendida, de que se trata de un género para iniciarse, de un camino de primeros pasos y primeras tentativas para acceder a empresas narrativas de mayor ambición. El cuento como antesala de la novela, como terreno de menor envergadura, apto para primeras pruebas. O cómodo cajón de sastre para los hallazgos
182 menores, donde el trabajo del narrador se ejerce con menos compromiso, asentado en un segundo término de exigencias, por esas zonas de obra lateral, de antemano consideradas como poco ilustrativas. Idea que muchos críticos y escritores asumen, situando al cuento por debajo de su real y auténtica significación como género literario, y olvidando su apasionante patrimonio estético. (19-i-1979)
Retrato de un artista adolescente
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INCO jóvenes escritores que hacen el camino de Asturias a Madrid,
editores de una revista de literatura, con mayoritaria dedicación a la poesía, se desvían hasta Ardón para hacerme el honor de recoger algunas impresiones mías. Vienen un tanto confusos. Según parece, ni en Ardón, mi propio pueblo, resulto yo medianamente conocido. De un vecino pasan a otro vecino, sin que nadie dé pista cierta para mi localización. Una señora les explica que ella sólo conoce a un tal Marcelino Ordás, asturiano y ex legionario, que pasa grandes temporadas en el pueblo, manco también, y de la misma mano que yo —pero sin duda de ocasión contraria—, y que escribe como yo en los periódicos. Solamente cuando agotan todos sus recursos se deciden a acudir al cuartelillo para hacer indagaciones sobre un antiguo exiliado, y tiene que ser el cabo Manuel Rodríguez quien les conduzca a mi casa en hospitalaria cuerda. Los jóvenes se lamentan ante mí de sus dificultades para encontrarme, sin percatarse de que sus quejas expresan más mi pena que la suya. ¡Qué se le va a hacer! Sin demasiados preámbulos, puesto que ya han perdido un tiempo considerable, apuntan hacia mi boca un liviano magnetófono de periodista y me invitan a que haga cuanta reflexión en voz alta me venga en gana sobre Joyce y su antecedente inmediato, el gran Horace Beemaster, a quien dicen conocer muy bien. Desean sobre todo, que yo les relate algún detalle personal de James Joyce. Preparan una monografía sobre el maestro irlandés y buscan sus raíces desde las cotas más bajas. Uno de ellos, llamado Javier, quien por ímpetu de carácter, lleva la voz cantante, se esfuerza en relatarme la nómina jerarquizada de sus preferencias: allí entran Joyce, Beemaster, Musil, Gómez de la Serna, Borges, Ana María Moix.
184 De los más jóvenes no leen a ninguno, pero compran los libros de los autores que se promocionan en El País. A pesar de sus quejas primeras, mientras habla, Javier guarda entre sus manos algo pequeño que yo adivino un obsequio para mí; obsequio diminuto, pero tan importante que le tiene ocupadas las dos manos, una sobre otra, como si fuera un gusano de seda, un ser vivo y adorado. Luego me explica la fascinación que siente por el libro The skull of God, por lo iconoclasta; él ve debajo de sus páginas la benéfica influencia que, a fuer de maléfica, Joyce ha ejercido sobre Fowler. Porque lo que a estos jóvenes entusiasma, con el fervor gongorino de aquellos finales años veinte, es la iconoclastia, la iconoclastia cultural: el estar situados del otro lado de una valla invisible, que ellos ven con claridad meridiana; el apostatar del pasado tanto como del porvenir, el enfrentarse al lenguaje y a las formas con ímpetu terrorista, pasado por un helador filtro esteticista y, como se dice ahora, «pasota», que agarrota su comportamiento con una indiferencia que me atrevo a calificar de magnífica. No pude satisfacer, sin embargo, la curiosidad de estos muchachos, porque nunca traté a Joyce, aunque sí a Valery Larbaud, que vivió en Alicante y al que yo conocí en Madrid. Valery Larbaud fue un auténtico ciudadano de Europa; desde la más temprana infancia frecuentó con su madre aquellos trenes continentales del cruce de los siglos con la facilidad con la que aquí vamos de casa a la cantina y de la cantina a casa. Quiero decir que Larbaud fue siempre un desocupado, un hombre que jamás necesitó del trabajo para vivir lujosamente, y aunque escribió obras inolvidables —recuerdo siempre con admiración su genial Enfantines— y se acercó al pueblo para contagiarse de sus emociones, inevitablemente se distanciaba de él cuando trataba de desarrollar su pasión literaria. Si hoy viviera, hastiado como estaba de París y Londres, de Roma y Madrid, buscaría sin duda estos —o parecidos— humildes adobes de Ardón. Quizá por eso, paradójicamente, prefería a Gómez de la Serna sobre Galdós y a Miró sobre Baroja, con lo que sus gustos pasaban a ser claramente una cuestión de rentas.
185 Nadie como Larbaud fue tan responable del éxito de Joyce. Larbaud era agradable, inteligente, apasionado: un seductor; además poseía un raro tesón, más insólito todavía en los de su clase y condición. El sólo fue capaz de introducir a Miró y a Gómez de la Serna en Francia, ambos magistralmente traducidos por él mismo; él sólo fue el faro capaz de iluminar con luz carismática la carrera esplendorosa del Ulysses de Joyce. De entonces a acá jamás este libro se ha librado de su carácter de cosa sagrada. No es casualidad que para eludir la prohibición que pesaba sobre él los libreros de París lo sirvieran a sus clientes de América encuadernado con las pastas de la Sagrada Biblia. Cómo no reconocer en el Ulysses una gran fascinación ajena a lo literario. El Ulysses es un libro sumamente religioso, es el envés blasfemo de una cara dogmática que se rebela con la rabia de Luciano el Apóstata, pero cuyo centro de gravedad es todavía el Vaticano de Roma. Por eso, ¿Cómo orientar a los jóvenes sobre el modo de ser iconoclasta? ¿Acaso no hay ya en tal declaración una afirmación de fe religiosa? Es, por otra parte, si no justificable, al menos disculpable, la devoción, ciertamente beata, con que la mayoría de esos jóvenes —y otros no tan jóvenes— se acercan al Ulysses. Y es que también a la literatura hay que darle lo que es suyo, sin que se confunda con lo que es propio de Dios. El Ulysses no es el Korán ni la Sagrada Biblia, ni quienes se declaran sus admiradores son los hermeneutas de la palabra de Dios. El mundo no se ha acabado y los humanos seguiremos escribiendo divinas palabras. Estas divagaciones mías parecen producir en mis amigos una honda contrariedad. Y cuando los cinco jóvenes montan en el coche con repentina prisa, Javier hace tiempo que ha ocultado su mano en un bolsillo. El más joven, casi un niño, se siente obligado a darme una explicación: «Don Sabino, lo que Javier no se ha atrevido a enseñarle es la verdadera hebilla del cinturón que llevó James Joyce en Trieste». Y así me quedé sin verla. (26-i-1979)
Una carta al ministro de cultura
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STE invierno tan lluvioso me obliga al encierro y me hace pasar
las horas, los días, al amor de la lumbre, intentando aislarme de la humedad que, a estas alturas de la vida, es la principal ejecutora de mis achaques. Crepita el fuego. Yo, sentado en el escaño, paso las hojas de mis lecturas. El padre Astura, ahora por demás corpulento y bravo, brama en la vega con su voz inmortal. Tengo el escaño y la mesa de la cocina llenos de libros de historia y de antropología: Estrabón, Plinio el viejo, Schulten, Valdeavellano, Blázquez, Hunt, Morgan, Malinowski, Nadel, LeviStrauss… desparraman su variopinta sabiduría sobre las viejas tablas, tampoco muy lejos del pan, del chorizo y del vino. Y es que mis lecturas —o mejor, relecturas— están versando de modo casi único sobre aquellas materias, mientras voy elaborando una larga carta cuyo destinatario es el Ministro de Cultura. Los lectores podrán comprender mejor el contenido de mi carta —que está viniendo a ser un memorial— si transcribo el título que la encabeza: «Sobre la necesidad de replantear museográficamente la antropología y la etnografía en España». Este asunto constituye para mí, últimamente, motivo de preocupación casi obsesiva. A lo largo de mi vida, ha sido uno de los objetivos primordiales de mi esfuerzo intelectual la comprensión de los veneros dispersos que nutren la facetadísima identidad española, desde la doble perspectiva de mi identidad leonesa y de mi radical internacionalismo. Los escasos años transcurridos desde mi vuelta del exilio me han permitido asistir con alegría al renovado despertar de la España múltiple, coral. Pero no oculto que me ha turbado encontrar otra vez algunos indicios de nuestra vieja y acendrada paranoia: esa que consiste en no asumir, junto a la personalidad pecu-
187 liar, la plural y multiforme, sino en contraponer ambas; esa que tiende muchas veces a utilizar cada personalidad como un arma arrojadiza frente a la de los demás, en lugar de mostrarla como una flor distinta del jardín común. (Con parecida locura, aunque por distintos motivos, el pensamiento más reaccionario ha inventado una «personalidad española» única, exclusiva y excluyente de las personalidades variadas que conforman la realidad). Sirva todo esto como exordio a las justificaciones que abonan y sustentan mi propuesa. Porque aunque un Museo de Antropología y Etnografía vendría ahora autorizado por numerosas razones (una, y no la menos urgente, la de dar mayor coherencia y mejor cuidado a los fondos actualmente dispersos en numerosas instituciones: en el museo etnológico, en el arqueológico, en el de ciencias naturales…; otra, la de crear nuestro propio «museo del hombre» y enriquecer así el patrimonio europeo con la disposición ordenada de las claves de una de las encrucijadas más complejas de occidente), la que me parece de mayor importancia es la consideración de que tal museo supondría una declaración de voluntad de lo que no debe retrasarse ni un instante más: me refiero, y excúseseme por la solemnidad de los vocablos, a «la reconciliación cultural de las Españas». Desde el hondón del tiempo hasta los íberos y la «segunda invasión» céltica; y desde la cristalización de las culturas de Tartessos, de Liria, de Numancia, de Vadinia, de Lancia, con las aportaciones helenas, púnicas y fenicias, hasta la Provincia de Hispania; y desde las primeras invasiones de francos y suevos hasta la irrupción visigoda y, por fin, islámica, la Península Ibérica ha sido el punto de confluencia de todos los caminos mediterráneos. Una tensión permanente entre el «cantonalismo» y la «unidad imperial» parece ir marcando nuestro avatar histórico: de esa tensión se nutre la originalidad de nuestro panorama humano, henchido de culturas distintas, algunas manteniendo, todavía vivas, brasas milenarias. (Quiero recordar, por poner un ejemplo, un juicio de mi admirado Julio Caro Baroja, referido a mi tierra natal y que apoya mi tesis. Dice Caro: «Difícilmente se podrá encontrar en toda Europa una región en que los elementos de la cultura moderna se
188 hallen tan en armonía con los datos de un pasado remoto como León». Extraigo estas palabras de su obra Los pueblos de España, que no dudo en calificar de crucial para la aproximación fecunda a las raíces diversas que nutren el frondoso árbol ibérico, y me atrevería a hacerlas extensivas a los demás pueblos españoles). Es imprescindible buscar la comprensión de unas culturas por las otras y la asunción, por parte de cada una, de lo que las demás tienen en común con ella. Actuar de otro modo, desvincular unas y otras culturas, incluso enfrentarlas, sería perjudicial para todas: sería frustrar la vocación universal del conjunto y cambiarla por un retorno al más primario de los aldeanismos. Están muy recientes los tiempos en que la pretensión neciamente simplificadora hizo estragos en la riqueza plural y despertó justos resentimientos. Pero las heridas deben ir restañándose con propósito de reconciliación. Por eso yo creo que un Museo de Antropología y Etnografía que abarque, comprenda y exponga todas y cada una de las culturas españolas, desde sus fuentes hasta el momento en que, con palabras de Vicens Vives «nacen las Españas en su plural unidad», es prolégomeno inexcusable para que se inicie la reconciliación cultural de los pueblos de nuestro país. El propio proceso de elaboración del museo debe ser una «catarsis» que, llevando consigo la exaltación de lo particular y distinto, concluya en el conjunto que se armoniza sin que sus componentes queden anulados por el todo. (Y junto a la visión antropológica cultural, el museo debería ofrecer los «modos de vida» actual de nuestras comunidades. Sería ese el lugar de la España rural, con la riqueza de los aperos, instrumentos y métodos de trabajo y de todas las formas de su creación, desde lo cerámico hasta lo textil. Barajones, madreñas y alborgas; hórreos, bieldos y trillos; yugos, remos y cántaros… deberían encontrar allí su lugar, antes de que esa obstinada carrera hacia nose-sabe-muy-bien-dónde deje nuestras aldeas en la ruina y en el olvido definitivos). (2-iii-1979)
La biblioteca de las maravillas a mi lado un libro que he conservado con devoción a través de los años. Perteneció a mi tío Germán, el único hermano de mi madre. Se trata de El tesoro de los lagos de Somiedo, de Mario Roso de Luna, aquel extremeño de inextinguible vocación astur. El libro, que imprimiera en 1916 la librería de la viuda de Pueyo, lleva una inscripción manuscrita que siempre estimé recóndita dedicatoria: un rosario de iniciales formando un círculo, que guarda en su interior una cruz compuesta también por letras. Del círculo (que no reproduzco, por no desvelar acaso un secreto que no me pertenece) me atrevo a interpretar las letras primeras y las últimas: G.C. (Germán Corbelle) y M.R.L. (Mario Roso de Luna), con lo que apoyo mi idea de que se trata de una dedicatoria. La cruz central es así,
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ENGO
C. S. N.D.S.M.D. M. L.
como las inscripciones centrales de la Cruz de San Benito: Crux Sancta Sit Mihi Lux / Non Draco Sit Mihi Dux. El recuerdo de mi solitario tío, aquel esforzado galeno de Jiménez de Jamuz que quemaba sus noches encerrado en su biblioteca (horneando quién sabe qué mixturas en su «huevo filosófico») ha vuelto a mi querencia con motivo de una obra que me llegó hace poco: Gárgoris y Habidis, una historia mágica de España, de Fernando Sánchez Dragó, y que he ido hojeando al hilo de mis últimas preocupaciones históricas y antropológicas.
190 Creo que, en principio, este libro es significativo por dos contenidos que no pueden desconocerse. Uno es el específicamente literario. Sánchez Dragó intenta hacer entrar en el jardín de la Literatura, por virtud de los merecimientos y ringorrangos de su pluma, toda esa intendencia que el irracionalismo de las últimas décadas acumuló en múltiples obras y colecciones, tan fronterizas y apartadas de lo literario como de lo científico. Y lo hace al modo de un escritor de ficción, interpolando los datos del entorno narrativo (en este caso, los mitos y sus ámbitos espaciales y temporales) con las peripecias del personaje: el propio «historiador» especulando, intuyendo, debatiéndose entre la iluminación y el desahogo. El segundo aspecto destacable de esta obra es su ardosa voluntad de recuperar para lo «ibérico» (y aún para lo español) todos esos sedimentos retirados, arcanos (desde el celtismo hasta la alquimia y la cábala, pasando por la taurolatría, el drama albigense, la tragedia templaria y todas las fascinaciones del secreto ocultista) que los franceses han monopolizado hasta ahora a través de editoriales como Laffont, Schemit, La Table Ronde… y revistas del estilo de Planète, Symboles o La Tour Saint Jacques. El esforzado trabajo de Sánchez Dragó, apoyado en una bibliografía inmensa, casi ciento por ciento auténtica, pretende que el verdadero «ónfalo» de lo esotérico está en la Península Ibérica, horizonte y «punto de fuga» de las líneas infinitas de lo secreto. Desde un origen más hondo que el propio tiempo humano, la Península Ibérica sería el Jardín Occidental, la morada de la Madre Primera, el destino de todos los errabundos que la encuentran como si la recuperasen, como si fuera su tierra original, más allá del recuerdo, sintiendo acaso en ella la ribera del Mundo Perdido, la Atlántida, de la Otra Vida. Esto, y calas en el gnosticismo y en la cábala cristiana, y un repertorio de comunidades y etnias menores y marginadas, y una aproximación fraternal a varios de nuestros heterodoxos, y mucha desmesura, es el libro: cuatro tomos bien nutridos de una letra bastante dura para ojos tan présbites y trabajados como estos míos…
191 En el panorama de la ficción literaria española, que los santones espectrales continúan pastoreando empecinadamente por las trochas del vacuo e insoportable formalismo más o menos experimentalista, un libro como el de Sánchez Dragó puede permitir cierto descanso al lector, estragado por la acedía de aquellas lecturas. Por otra parte, la obra, menendezpelayesca no sólo en su monumentalidad, busca el escándalo del ingenuo lector y desgrana, junto a la erudición especulativa, una larga sarta de sorprendentes juicios: así, el elogio de la España esperpenticia de los Austrias, la expresa nostalgia del «caudillaje», o las insinuaciones, poco veladas, de que el mismísimo papa Juan xxiii estuviese empapado de la sustancia del Anticristo; así también las confesiones del autor protagonista, «gnóstico, albigense y priscilianista», cuya religión es… «evangélica, gnóstica, cátara y española». Sin embargo, una grave objeción interpongo ante tanta apariencia de sabiduría. Este «mitonauta», al parecer tan avezado en navegar y recorrer de punta a punta las historias milenarias, ordena sus singladuras conforme a cartas absurdamente decimonónicas. Creo que este fallo, a primera vista tan pequeño, es la herradura por la que el reino puede estar condenado a perderse. Utilizar, para aproximarse a los mitos de los ancestros aurorales, las coordenadas administrativas que ordenó Xavier de Burgos es, por lo menos, despropósito: es olvidar que el Duero, al Sur, y el Esla, el Cea y el Sella, al Este, guardan un mundo más amplio que las cuatro provincias gallegas y la ovetense, nacidas en 1833. Astorga, la más antigua ciudad española, que fundó Habis, no era un islote. Los nombres de los viejos dioses y de las antiguas «janas» permanecen en las múltiples estelas que, cada día, aparecen en los dilatados parajes que encuadran el Sil y el Astura. Las pallozas y los hórreos son el signo de la montaña leonesa. Mercader de León era Pedro Valdo, el fundador de la secta de los «pobres sin zapatos» que Sánchez Dragó parece no conocer. En León se escribió el Zohar y en León se encontraron Moisés Ben Semtob y el alquimista de los alquimistas, Nicolás Flamel…
192 Sin duda el autor de obra tan considerable afinará algunos extremos en sucesivas ediciones. Lo considero mientras escucho al Astura incansable, este Esla de hoy, y escribo en la tarde, bajo el sol incipientemente primaveral, aquí en mi querido Ardón, cuyo nombre lleva en sí una raíz venerable, la céltica solera del Dunum. (16-iii-1979)
Fidel Zancón. Retrato de Sabino Ordás. Aguada sobre papel, sin fecha, colección particular.
Marxismo de secano el otro día con la presencia en Ardón de Agustín Delgado, grandísimo poeta. En su desazón encontré más picante que en la salsa que por aquí le ponen a las ancas de rana, y en sus desengaños, más iluminación y escalofríos que en una noche de tormenta. Contábamos además con la compañía de don Pedro, de Saturnino Plata, nuestro Platón, y de su notabilísima bodega, de agujas y moscateles, de chorizos y morcillas; y nos acompañaba también esa reencarnación menestral y cazurra de Campoamor con tricornio, que es el cabo Rodríguez, quien es siempre muy capaz de transformar el famoso «nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira» en un inquietante: «para cristales empañados guardo yo un buen palo de mediospaños». La tertulia se nos fue poniendo acalorada, entre los vasos que se iban vacíos y venían llenos, y don Pedro, más volátil que cuando parece flotar sobre su moto por el camino, acabó por desarmar la panoplia de su comedimiento y, enarbolando sus manos como espadas, decía que no había derecho a lo que hacían con nosotros por ahí fuera. Él, que es coleccionista de toda clase de publicaciones oficiales, se refería en esta ocasión al comentario hecho por el joven poeta valenciano Guillermo Carnero en el número dos de la revista Poesía, cuando, puesto en plan de cura y de barbero, se dedicaba a arrojar al fuego, poco menos que a toda la poesía española de posguerra, con excepción de la suya propia y de la de algunos allegados, y que, al llegar a Claraboya, vaciló —es presumible que sería el Carnero barbero—, para en seguida —el Carnero cura— dictar sentencia condenatoria, expresada más o menos así: «¡Bah, esos eran unos marxistas de secano!».
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194 La indignación de don Pedro prendió un fuego de irritaciones muy difíciles de sofocar. El mismo Saturnino Plata, siempre con la piel del magín vuelta hacia sí mismo, se volvió del derecho para protestar: «Oiga, don Sabino, yo paso por todo menos por lo de secano. ¿Con qué creen que regamos las judías, la remolacha, los manzanos…? Le echo yo más agua a mi remolacha en una hora que la que, como no sea en la mar, han visto en su vida esos señoritos». El regocijo de Delgado era bien palpable; el mío no tanto. Porque, entre bromas y veras, me pareció que el episodio contenía la sintomatología de una enfermedad mucho más grave. Ni Platón conocía a Delgado, más que como visitante y amigo mío, ni su interés por la literatura sobrepasaba, en persona tan hospitalaria, el esfuerzo de aceptarnos en su bodega; lo que a Platón escocía era creer que se había ignorado a su tierra. Y es que raro me parece a mí que, tras leer el artículo de marras, haya alguien que vea la alusión a Claraboya como simplemente gratuita o destemplada, o como incapacidad para afirmarse sin confundir el pensamiento con el galope, ni las voces con las coces. Surge la revista leonesa en la mente del articulista como un moscardón, inoportuno, molesto, que se desvanece repentinamente tras un impremeditado manotazo. Por eso las palabras de Platón me parecieron tan preocupantemente sugeridoras, porque sacaban el tema de su acotación estrictamente literaria y lo llevaban a donde debía estar, al terreno más amplio que exige su naturaleza: las vastas praderas de la sociología. Y aquella antología de los novísimos, en la que Carnero figuró, propiciaba una desdichada pauta que ni los más agrios de sus ingentes detractores supieron desentrañar ni mucho menos erradicar. Consagraba aquella antología, de cuatro barceloneses, dos valencianos y tres comparsas, una larga teoría de ecuaciones cuyo enunciado pudiera ser más o menos éste. Lo Barcelona = Lo Veneciano = Lo Marilyn = Lo Elegante = Lo Periférico = Lo Bello. Mas como su sistema era maniqueísta, establecía al tiempo una teoría antónima: Lo Estepario = Lo Mesetario = Lo Interior = Lo Feo = Lo Marxista = Lo Secano.
195 Por insólito que pueda parecer, un equívoco tan pedestre como éste gozó siempre de múltiples complicidades, y es bendecido todavía por no pocas de las plumas que escriben en los periódicos del mismo Madrid. Y no sería yo justo con el resto de España si no reconociera que tal malentendido perjudica gravemente a gran número de escritores excelentes. ¿Cómo explicarse si no la preterición de Extramuros o la exclusión de Inquisidores en el premio de la Crítica? Pero tampoco el resto de España haría justicia a León si no reconociera que son los leoneses quienes más duramente soportan las consecuencias de esta estulticia. ¿Acaso Descripción de la mentira, de Gamoneda, no es no sólo el mejor libro de versos de este año, sino uno de los mejores del último lustro? La literatura que se ha hecho y la que se hace en León y desde León no es conocida en España por la invisibilidad y ocultamiento que padece nuestra tierra. Jamás se entenderá a León, ni se le verá siquiera, si se ignoran las fronteras de su cultura: el Cea y el Duero, al Este y Sur, y el Océano, al Norte y Oeste. Nadie podrá entender jamás el sarcasmo, el vuelo, la imaginación, no mediterráneas, de esta tierra; nadie podrá entender jamás a la monja Eteria, a la Pícara Justina, a Gil y Carrasco, a la Escuela de Astorga, a Espadaña y a Claraboya, sin antes haber comprendido lo que se contiene en esas fronteras, en ese cuadrante del Noroeste que ya otros mediterráneos, los romanos, acordonaron casi sanitariamente. ¡Cómo no voy a estar yo contra Marcel Bataillon en lo que se refiere a la paternidad de la Pícara Justina! Sólo un leonés, aunque fuese dominico, pudo escribir sobre León. Significativo es que el verdadero título de la novela sea: La pícara montañesa llamada Justina. ¿Es que —pregunto yo— sabe alguien fuera de esta tierra que aquí hay montañas, que aquí hay más montañas que en ninguna otra región de España? (20-iii-1979)
País sin patriarcas demasiado abundantes, pero con cierta periodicidad, llegan hasta el sosiego campesino de mi ribereño Ardón cartas de amables, desconocidos comunicantes. Unos replican cordialmente algunos juicios míos; otros apoyan o aplauden mis aseveraciones; hay también quien quiere conocer el pormenor de algún recuerdo que quedó, al parecer, poco explicitado en qué sé yo cual de mis artículos… Recibo las cartas con esa satisfacción, común a todos los escritores, de encontrar el eco de la propia voz llegando desde insospechados rincones, y a todas les doy cumplida y meticulosa contestación. Pero una cosa me sorprende, y es que mis comunicantes, que suelen ser jóvenes casi todos, me dan trato unánime de «abuelo», de «patriarca» incluso. «Respetado abuelo», me llama una muchacha que, por cierto, me reprocha una inexistente inquina mía contra Joyce. «Querido patriarca», encabeza otra su misiva antes de pedirme unos datos biográficos para su tesis doctoral, que versará sobre algunos aspectos de mi obra. «Venerable patriarca de las letras ibéricas», dice un profesor portugués, especialista en las hablas «bable» y «mirandesa» del dialécto leonés… Paradojas de la vida: yo, solterón empedernido, con un destino de solitario, al que por el lado de la carne no le ha correspondido ni siquiera un sobrino, me veo ahora sujeto de estas curiosas proclamaciones de abolorio. Las palabras «abuelo» y «patriarca», acompañadas de adjetivos más o menos fervorosos, me han hecho reflexionar. Porque aunque en muchas ocasiones lo de «venerable abuelo» o «respetado patriarca» permite adivinar una sutil ironía (no por ello, sin embargo, menos efectuosa), deja sin duda traslucir por parte de
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197 mis desconocidos comunicantes el deseo de que yo sea un patriarca de nuestra cultura, uno de esos gloriosos abuelos de que a veces goza la cultura anglosajona. La falta de patriarcas es nefasta para cualquier cultura. Los abuelos lúcidos son Janos que por mirar al mismo tiempo al pasado y al presente juegan un papel imprescindible a la hora de amojonar los linderos del futuro. Todo ello, por supuesto, al margen de cualquier protagonismo, porque el protagonismo de la historia nunca debe corresponder a los ancianos, como desgraciadamente ha venido ocurriendo. Pero ellos son irremplazable «humus» fertilizador de aquélla. Pienso que en este país, no sé si por la sangrienta intermitencia de nuestras convulsiones civiles, que no les dejan granar, carecemos de abuelos sabios, de patriarcas reposados, mientras, por el contrario, nos sobran vejancones cazurros, carcamales inmaduros. Es interesante constatar cómo durante el franquismo, más acá del destierro y de la muerte, Antonio Machado hubo de ejercer de patriarca para que no se rompiese del todo el hilo misterioso de nuestra cultura verdadera, ya que nuestros ancianos vivos, salvo excepciones preclaras como la de Ramón Menéndez Pidal, tendían a la caprichosa rabieta, al senil exhibicionismo o a la complaciente colaboración bendecidora. Porque las culturas necesitan patriarcas, requieren que alguien desempeñe ese papel de abuelo luminoso. Un poco de eso pasa, creo yo, con Pla, el «patriarca de las letras catalanas», que es un patriarca un poco a la fuerza, a falta de otro, porque en los avatares que median entre el ayer y el hoy, perdió, aunque nunca la boina, no pocas de las galas de su abolengo. Repaso a nuestros escritores del momento, intentando imaginármelos en papel de patriarca, pero no lo consigo. Camilo José Cela lleva camino de ser un viejo jaquetón y prepotente, poco dado a la serenidad patriarcal. Tampoco me imagino en patriarca reposado a Torrente Ballester, ante sus gafas oscuras han fulgurado muchos y muy diversos brillos. ¿Qué decir de Delibes?: sus gustos cinegéticos me permiten vaticinarle una vejez inquieta, andariega, y a los patriarcas, a pesar de todo, les va mejor la mesa-camilla.
198 A otros no puedo imaginármelos en la ancianidad, sino conservando petrificada, momificada diría (en el mejor de los sentidos) su misma expresión de hoy. Así, Umbral. No sé por qué, pero pienso que tendrá una vejez azoriniana. De otros, no se me ocurre qué viejos podrán llegar a ser. Por ejemplo, Juan Goytisolo. Acaso siga siendo Juan Sin Tierra, pero sólo el arraigo hace buenos patriarcas. Tampoco se me ocurre ninguna matriarca. Rosa Chacel podría ejercer con méritos, pero sigue siendo escritora con arrebato de juvenilidad. Será siempre joven, esta Rosa. ¿Y qué decir de María Zambrano?: las filósofas nunca han hecho buenas matriarcas. Los poetas (salvo Whitman y Machado, naturalmente) tampoco suelen dar patriarcas reposados, de modo que no acabo de ver en ese trance a Gabriel Celaya y a Rafael Alberti. Además, acaso sus correligionarios, monopolizándoles como patriarcas propicios, no les permitiesen ser patriarcas de todos… En cuanto a Vicente Aleixandre, es un patriarca poco convincente, porque no pierde ese aspecto de galán maduro. Y si nos alejamos del campo específicamente literario, ¿cómo imaginarnos de patriarcas a Agustín García Calvo o a Fernando Savater, por poner dos ejemplos de intelectuales notorios? De acuerdo con nuestra tradición, no hay muy buenas perspectivas de patriarcas. Porque si miramos atrás, nos encontramos una constelación de patriarcas fallidos. Dejo aparte la «Generación del 98» (aunque de ella, en este tema, se podría contar y no acabar) y pienso en figuras más recientes de nuestra cultura: Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz crisparon demasiado su greña; Salvador de Madariaga le ponía pasión de más a sus fobias; a Juan Ramón no le dejaba ser patriarca aquella despiadada lengua suya. En cuanto a los demás del exilio, fuimos muy duramente avasallados por el destino y los que no murieron convalecen todavía de la profunda herida, sin cuajar en abuelos serenos, acaso a falta de una entraña natal como ésta mía de Ardón. En fin, que salvo la muy venerable figura de Dámaso Alonso (que, sin embargo, tiene una privilegiada naturaleza que no le deja hacerse anciano del todo) sólo veo como patriarca futuro de
199 nuestra cultura a Julio Caro Baroja. En estos momentos, por lo tanto, acaso sea yo uno de los pocos patriarcas, de los escasísimos abuelos de las letras hispanas. Lo digo sin ánimo inmodesto, en aras de una objetiva constatación. Eso piensan, por lo menos, mis cordiales comunicantes y estoy seguro de que esa opinión estaría mucho más generalizada si yo, en lugar de ser leonés, fuese castellano, catalán o incluso andaluz. Aunque maldito lo que me preocupa el anonimato, a la postre tan plácido. (11-v-1979)
Sobre reyertas y chauvinismos ocurre con ciertas magníficas obras literarias, la carta abierta que me puso, en este suplemento, doña María Ortega, ha ido adquiriendo mayores cualidades, a medida que los días me alejaban del tiempo de su lectura. No es de ningún modo frecuente, entre nosotros, el uso de delicadeza, tan poco ostentosa; el empleo de persuasión, tan dulce en la discrepancia. Y eso lo digo ahora mismo, cuando hasta este distanciado rincón llega el bronco eco de esa reyerta donde no se sabe si es el marxismo, es la crítica, son las universidades americanas o es un libro, Historia social de la literatura española, lo que está en entredicho y discusión. ¡Ah, mi buena amiga —y permítame que la llame así—, cuán necesarias nos son a todos las cartas como la suya! Aquí somos tan agresivos como lobos, y, como ellos, sólo no mordemos cuando vemos la garganta del contrincante bien armada de clavos y pinchos. Muy insensible se ha de ser para no agradecer el tono comedido y —por qué no decirlo— seductor de su discrepancia. Es difícil descifrar la naturaleza de estas sensaciones, en medio de mi antigua y cotidiana soledad. Pienso que usted me ha halagado, porque me ha convencido de que habíamos logrado entendernos; de que, aun desconociéndonos y distantes, mis artículos le llegaban con la misma mesura y con el mismo impacto con que ahora me ha llegado su carta. Yo bien sé que los nacionalismos son, cuando no malos, pazguatos. El mío, el primero. Pero también ocurre que la única reivindicación que hago por mi tierra es la denuncia de su ocultación; reivindicación, por otra parte, extensible y válida para todos aquellos que padezcan del mismo mal, sean murcianos o de Alaska.
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201 Fíjese, señora, que no siempre acierta usted. Dice que yo exagero al conceder a mi tierra unas amplísimas fronteras culturales. ¿Qué le parecería si le digo que aquí mi reivindicación ha entrado en conflicto con su nacionalismo? Si yo hubiera escrito que la cultura leonesa se inserta en la pluricontinental de los pueblos del tronco hispano, usted seguramente hubiera asentido ante la verdad cotidiana de un dogma. Pero cuando realmente exagero —y en el sentido contrario, precisamente para que se nos vea—, restringiendo esas descomunales fronteras a mi modesto cuadrante del Noroeste, usted casi me acusa de imperialismo. ¿Lo ve? Sin embargo, señora, diciendo las cosas como usted las dice, yo siempre pondré la razón de su lado. Porque usted ya ha empezado por ponerla del lado de la forma. ¡Qué gran ejemplo su carta para nuestros bizantinos, esos que discuten sobre el alma y el cuerpo, sobre la ilusión y la potencia, sobre la forma y el fondo! Dice usted que a lo largo de la historia de la literatura los escritores han preferido casi siempre ignorar o atacar a sus contemporáneos, con los que no mantenían relación cómplice. Ciertísimo. Pero de ahí precisamente mi artículo, el que usted comenta: sería bueno romper con eso, renegar de esa estúpida tradición de enfrentamientos, donde se derrochan ingeniosidades de mala índole. Y ya que nuestros ocupadísimos políticos no incluyen ese cometido entre sus programas «regeneracionistas», debemos nosotros atrevernos a tirar de las orejas a quienes conculcan las más elementales normas de la urbanidad. Pero yo veo algo más en el abuso de estas formas despectivas. Y lo veo precisamente después de haber pasado tantos años en América, cuando ya casi me había olvidado de nuestra proverbial mezquindad. Sí, sí, sé muy bien lo que me digo: mezquindad. Así como el norteamericano resulta individualmente mezquino y socialmente generoso, el español invierte los pesos de esa balanza. Yo no he recibido de la editorial la Historia social de la literatura española, de Aguinaga, Puértolas y Zavala; tampoco la he comprado, por ser demasiado para mi economía, de regadío pobre. Y
202 estaba feliz, porque bien sabe mi Marti Tileno de los días claros, que a mí no me gusta entrar en pendencias donde brillan más las navajas que el ingenio. Pero nuestro director me lo ha enviado, para que lo tenga unos días, en calidad de préstamo, y eso significa que le gustaría un comentario mío. No sé si lo haré. Por ahora sólo lo he catado, pero ya me ha sorprendido por no haberme irritado, por no haberme inflamado de indignación y de rencores… Lo mismo me ocurrió con esa, también famosísima, Historia mágica de España, contra la que, por cierto, me había prevenido muy seriamente mi querido Nesi, el hermano de Filín. Nesi es de izquierdas, pero no es del partido, como él dice, ufanándose, extrañamente, de la antonomasia, y está en contra del libro de Dragó. ¿Se da usted cuenta, doña María? No se trata de que un escritor o un crítico arremeta contra éste o contra aquél; el asunto es corporativo: es un coletivo el que lanza un zarpazo a otro colectivo, es una ortodoxia la que hinca los dientes sobre otra. No veo proporción entre los entusiasmos y placeres que despierta el Gargoris y Habidis, y los denuestos y piras funerarias a que se condena el libro de Aguinaga, Puértolas y Zavala. Uno y otro son historias mágicas, fantasías, y no tan creadoras como se cree; aportaciones, cuya justificación primera es su valor inaugural; lo que no es moco de pavo. Por eso, aunque ya lo he dicho muchas veces, no me fatiga repetirlo una vez más: cuidémonos de que florezcan las pocas flores que brotan en este erial. Que no nos pase como durante los últimos lustros, cuando quienes más debieron haber ayudado a arraigar, a crecer, a fortalecer las pocas flores que surgían en el páramo de nuestras letras, segaban de raíz brote tras brote. (9-vi-1979)
Amancio Prada, en los caminos del noroeste noticia sobre Amancio Prada me la dio Nicolás Guillén hará unos cinco años. Coincidimos en un encuentro de escritores y críticos latinoamericanos que tuvo lugar en Oaxaca. Durante los días del congreso, Manolo Andújar, Nicolás Guillén y yo mismo formamos un trío inseparable, dado a la permanente conversación. (He perdido, para mi pesar, una foto que nos hizo a los tres juntos la escritora «tica» Lydia Abood Deleón frente al Árbol del Tule, el mayor del mundo, que para mi honra también se llama Sabino…). Algunas noches asistíamos a una «peña» instalada en un patio cubierto para escuchar música y tomar unos tragos. La presencia de Nicolás Guillén enardecía a la grey juvenil —principal parroquiana de la «peña»—, y los cantantes ponían todo su entusiasmo en interpretar esos sones y esas canciones del poeta cubano, que pertenecen ya, por derecho, al folklore popular de América. Fue a propósito de aquellas canciones cuando Nicolás Guillén me dijo que un paisano mío le había puesto música a su poema «Caminando» y que aquella adaptación le había fascinado por el misterioso sabor y el crescendo dramático de la melodía. «Esa canción tiene tono montañés, céltico», aseveraba Guillén. A partir de entonces me hice con la obra discográfica de Amancio Prada, que ha acompañado placenteramente algunas horas de mi vida. Ahora acabo de recibir su último disco (Canciones de amor y celda), y me entero por los periódicos de que lo está presentando a lo largo de la geografía peninsular. En este disco permanece, en síntesis, el mundo expresivo que viene conformando el arte de Amancio Prada desde Vida e morte, su disco parisiense (que incluía el poema de Nicolás Guillén, con
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204 otros del gallego Celso Emilio Ferreiro y del leonés Luis López Álvarez), pasando por sus recreaciones de la poesía de determinados autores (Rosalía de Castro, Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz) y del cancionero popular y tradicional (Caravel de caraveles). Este creador infatigable que ejerce, a partes iguales, el rigor minucioso del compositor y la alegría libertaria del juglar, me sorprende de nuevo en esta singladura, donde parece recuperar al mismo tiempo todos los motivos de su obra anterior: el perenne «memento» de la fugacidad de la vida; la exaltación del amor; el homenaje a la poesía tradicional, con hermosos temas míticos del romancero; la asunción fervorosa de la poesía creada por hombres y mujeres de tiempos y espacios diferentes. Porque en Canciones de amor y celda se dan cita, en efecto, romances tradicionales, canciones de ancestros memorables (como Juan del Enzina), poemas de poetas contemporáneos (como Agustín García Calvo)…, girando todos ellos en torno a un deleitoso y lúcido y dolorido sentimiento de vida y de muerte. Quiero hacer hincapié en cómo esa fidelidad de Amancio Prada para con sus temas habituales, para consigo mismo en definitiva, tiene unos ámbitos geográficos y culturales muy precisos. Porque yo le veo ejercer su magistral joglaría «por los caminos del Noroeste», por los senderos de esa cultura común a la que el abandono por parte de una crítica y una universidad tópicas, estériles y carrileras están condenando al olvido o al silencio, como si sus productos literarios y artísticos fuesen casualidades o hechos aislados, concediendo únicamente a lo gallego personalidad diferenciada. En este sentido me parece significativa la selección que hace Amancio Prada de poemas y de poetas, que generalmente pertenecen a ese ámbito que andaría entre los «arribes» del Duero, los Picos de Europa y «esa costa que llaman de la muerte» y que, insisto, está absolutamente desconocido, en cuanto «espacio cultural», por nuestros venerables profesores. Para comprender culturalmente la pasión telúrica que vibra en los poemas de Agustín García Calvo no es necesario hacer volatines sobre los antecedentes metafísicos (griegos o ingleses) de su obra, es
205 suficiente emparentarla con la que late en la obra de Rosalía (En las orillas del Sar) o en los Senderos…, de Ramón Pérez de Ayala, y que no es difícil descubrir en casi todos los poetas leoneses, desde Enrique Gil y Carrasco hasta Leopoldo Panero, Antonio Gamoneda, Agustín Delgado, Antonio Colinas… o en la mejor parte de la obra del ovetense Ángel González, del zamorano Claudio Rodríguez. Una visión del presente que nunca derrota el trasfondo cósmico. (No tiene tampoco otra explicación, a mi juicio, el modo como juega lo arcano en la cotidianeidad de las ficciones de Carmen Martín Gaite, esa «Galia» del Caravel de caraveles). ¿Cómo identificar cabalmente a Amancio Prada si no se comprende la complejidad de la cultura a que pertenece, que expresándose en diversas lenguas y dialectos está envuelta en similar, específico, «amnios» rural y campesino? Estamos tal vez ante el más personal de los modernos juglares peninsulares de la cultura más desconocida de nuestro país. Emisario extraño de un mundo ignoto, Amancio Prada entona, sin desfallecimiento, sus dulces, amargas canciones ante una crítica desconcertada que, no obstante reconocerle su indiscutible valor, se empecina en marginarle culturalmente a una zona expresiva «de transición», «de frontera»… Como a esta edad mía se perdona casi todo, perdóneseme que, haciendo papel de profeta, augure a Amancio Prada y a lo que él representa un futuro cada día más fecundo, desde los caminos del Noroeste. (16-vi-1979)
Mi amigo Claudio Bastida (Primer Premio Heliodoro de Novela)
más en los hábitos mentales que en la distancia que pueden resolver un par de ruedas, no pensaba ya que, desde este rincón mío, iba a ser capaz de dejar correr —digo correr donde debiera decir deambular— mi pluma por cuartillas que tuvieran por destino la luz de estas páginas. Y es que si el fuego de nuestra hoguera cultural se adormece, según relatan con periodicidad los más ilustres de nuestros plañideros, nadie queda más a la intemperie, a nadie flagela más la ausencia de calor que a los que nos movemos fuera de sus motores energéticos, de sus núcleos generadores. (O habrá que empezar a decir «degeneradores?»). La grata, la muy grata noticia —y lo digo con la cantidad de valentía necesaria— del premio Heliodoro ha sido el acicate inesperado, la fuerza calorífica precisa que ha roto la tenaza que retenía a mi espíritu en el abotargamiento de tan singular silla de ruedas. El premio Heliodoro, con sus diez millones de pesetas, superior al Planeta, superior al Cervantes, superior a la mayoría de los premios del mundo, ha sido mi «levántate y anda». «¿Y esto por qué —se preguntará el lector amigo—, si usted don Sabino, ha estado siempre en contra de todos los premios de España?». Y ahí le duele precisamente, porque yo ahora no tomo la pluma para arremeter contra nada. Si estoy aquí, con mis lectores de nuevo, es porque el premio Heliodoro me ha provocado, en el mejor de los sentidos, como a César Vallejo, entrañable amigo de aquella juventud doliente y loca provocaba el ángulo ascendente de las piedras de Montmatre. Y sin más demora señalaré el contraste que tanto me irrita. ¡Qué torpe medio cultural el nuestro! Si disparate es creer —y nadie cree— que el honorable diputado de Coalición Democrática por Barcelona
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LEJADO,
207 Antonio de Senillosa ha coadyuvado jamás a la perpetración de aborto alguno, a pesar de su firmeza en la famosísima carta, ¿por qué no se nos permite a los que hemos conocido y conocemos a Claudio Bastida que así lo manifestemos? Yo conozco a Claudio Bastida y con su amistad me honro; le traté a fondo y muy de cerca durante un par de años, mis años parisienses, y también conozco, y por supuesto que guardaré muy mucho el secreto, la identidad del millonario mecenas que ha puesto los diez millones del premio. Contar cómo conocí al enigmático Bastida es anécdota de por sí sabrosa que reclama su derecho a estar en estas líneas. Fue en París, hace algunos años; todavía no se me había permitido volver a España. Recuerdo el nombre del lugar, el café Royal, en el boulevard de Saint Michel, y recuerdo el mes, octubre, pero he olvidado el año y no recuerdo si fue a la hora de la comida o de la cena. El ambiente, sin embargo, era muy característico: entre opuestos espejos, ornamentos dorados y terciopelo carmesí, nos sentábamos no más allá de catorce o quince comensales, la mayor parte ocupando una mesa en solitario. Uno de ellos, al ir a pagar, se levantó con grave gesto de contrariedad, acompañado de una expresión verbal española. Las trazas indicaban que un involuntario olvido de su cartera no le permitía hacer frente a la factura. Iba yo a intervenir, movido en primera instancia por un elemental deber de paisanaje, cuando otro joven, que se sentaba a una mesa inmediatamente delante de la mía, se me adelantó. Este, español también, tenía un aspecto que no dejó de impresionarme. Era una persona encorvada, vacilante, más bien alta, muy pálida, de pelo algo largo y negro. Tenía una rala, imprecisa barba o, mejor dicho, un mentón sobre el cual muchos pelos se retorcían para cubrir su retirada. En un primer momento, su rareza me resultó tan familiar que creí que se trataba de Enoch Soames, un estrambótico inglés a quién había conocido algún tiempo atrás. Sin poder evitarlo, tuve que oír los inicios de su conversación. Tras manifestarle que con gusto resolvería su problema invitándole a la cena, se enfrascaron en una conversación de muchos bemoles.
208 Pueden figurárselo: ambos eran españoles, ambos eran artistas y ambos estaban en París. ¿Cabía, por aquellos años, combinación más estimulante? Antonio Fernández era el nombre del primero; Claudio Bastida, el del segundo. Confieso que mi desazón de exiliado me tentó a presentarme a ellos como compatriota para recoger de sus personas todo el aire de la Patria que, se me antojaba, impregnaba hasta sus mismas ropas. No lo hice. Temí el papel de viejo aguafiestas en medio del jubiloso encuentro de los jóvenes. La fortuna quiso en esta ocasión premiar mi discreción con premura. Porque he aquí que cuando Bastida fue a pagar las dos cuentas, no hizo más que repetir los gestos y las palabras de su reciente amigo. Y es que también Bastida había olvidado su cartera. Lo que sigue es fácilmente imaginable. Aquella primera cena trajo un rosario de cenas, ya solos Bastida y yo, pues Antonio Fernández regresó inmediatamente a España. Nuestras coincidencias, por encima de la gran diferencia de edad, eran enormes y muy significativas. Su gusto, su devoción por el maestro americano Horace Beemaster sólo eran comparables con los míos. Desde los Diarios de Reginald Dickinson al monumental The sailing book no había página con la que no se hubiera deleitado y que no recordáramos juntos. Desconocido como poeta en España, hasta que, finalista del Adonais, publicó Descripción de Grecia, su poesía había encontrado la comprensión de aquel viejo maestro portugués, Alberto Caeiro, con cuyos discípulos, el futurista Álvaro de Campos, y el neoclásico Ricardo Reis mantuvo una efímera correspondencia que la muerte truncó. Y dichas estas cosas, que no tengo inconveniente en ampliar en su día, quiero salir inmediatamente al paso de tanta incoherencia de mal tono como la que se ha usado para juzgar al premio Heliodoro y a su ganador, Bastida. Sin pasar por alto las sospechas de apócrifo que se vierten sobre Bastida, veo con mucho desagrado la despectiva acogida que ha tenido el fallo del jurado. Y es que estábamos muy acostumbrados a ver siempre el nombre de Alfonso Grosso detrás de las cifras de seis ceros.
209 Que Claudio Bastida no es un apócrifo está muy claro. Claudio Bastida es tan apócrifo como yo mismo. De antiguo, este país nuestro ha negado a los escritores el pan y la sal; ahora pretende negarles hasta la misma existencia. Es incomprensible que se le quiera exigir a Bastida su presencia física en el acto de concesión del Heliodoro. Ahí está su obra: único aval legítimo cuando se trata de literatura. Por eso, ¿qué pretende Lera irrumpiendo en el Club Urbis, reglamento en ristre? ¿Por qué arremeter contra molinos cuando estamos rodeados de gigantes? ¿Qué defendemos: la ética del intelectual o el derecho del tendero? Porque aun en la hipótesis de que Bastida fuese un apócrifo y el premio Heliodoro fuese una farsa, sólo tendríamos que lamentarlo por aquellos escritores noveles que se hubiesen presentado de buena fe a él. Y yo por ellos lo lamento. Pero ¿no es eso lo que ocurre con la inmensa mayoría de los premios literarios sin que ningún santón, monje o siquiera lego se rasgue las vestiduras? ¿Acaso no somos todos, la prensa, la crítica, la televisión, responsables de lo que está pasando? ¿Es que hay tres premios, tan sólo tres, con más credibilidad que el premio Heliodoro? Si los hay, que venga Dios y lo vea. He dicho. (3-xi-1979)
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GALERÍA
DE PERSONAJES
CITADOS POR
S ABINO O RDÁS
A LO LARGO DE SUS ARTÍCULOS Y ESPECIALMENTE VINCULADOS A SU VIDA
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ABOON DELEÓN, Lydia Poetisa costarricense de trágico destino. Fotografió a Sabino Ordás, con Manuel Andújar y Nicolás Guillén, junto a la Sabina de Oaxaca, uno de los árboles más antiguos y grandes del planeta. AL ABIDIN, Khalil Hispanista iraní, único profesor de literatura española en su país. En los años cincuenta llegó a ocupar el rectorado de la Universidad de Teherán. Fue el impulsor del New Bahar (Nueva Primavera), el movimiento más importante de la cultura persa desde la Edad de Oro. Perseguido por el Sha, se vio obligado a exiliarse. Intimó con Sabino Ordás durante su estancia de dos años en Salt Lake City. Vuelto a Teherán tras la revolución jomeinista, fue condenado a muerte por el Ayatolah y degollado cuando estaba a punto de ultimar su traducción al persa de Genealogía y rescate de desfamados, la obra universal del maestro de Ardón. ALEIXANDRE, Vicente Con toda certeza, y aunque la cita sea poco explícita, es el poeta cuyo «eco del éxito» motiva el artículo de Sabino Ordás sobre Carranque de Ríos y otros («Falsas recuperaciones, olvidos verdaderos»). ANDÚJAR, Manuel Sabino Ordás le considera como la auténtica «memoria del exilio». Narrador, poeta, ensayista, de quien hay que recordar ciclos novelescos tan importantes como Vísperas y Lares y penares. El maestro de
214 Ardón le conoció en plena diáspora, en el campo de refugiados de Saint Cyprien. Desde entonces les une una gran amistad. AUB, Max Sabino Ordás se negó a ser incluido en la famosa «Academia» alternativa, con que Max Aub ironizó sobre la Real Academia oficial. «Entre todos mis aborrecimientos —se justificó el maestro de Ardón— la Academia ocupa el primer lugar, y en nada que lleve ese nombre quiero verme». Sabino Ordás fue uno de los promotores, en México, de la exposición pictórica de Jusep Torres Campalans, y escribió la presentación para el programa de la misma. Max Aub le tuvo siempre por «un amigo entrañable de endemoniado carácter». BAREA, Arturo La relación de Sabino Ordás con Arturo Barea se inicia en Madrid y continúa en Londres, ya en el destierro, donde ambos visitaron, más de una vez, a Aldous Huxley. El maestro de Ardón publicó en España Peregrina un largo artículo sobre La forja de un rebelde. BASHEVIS SINGER, Isaac Nobel de Literatura. Escritor judío polaco afincado en EE UU, a quien Sabino Ordás conoció en abril de 1971, en los Encuentros de Escritores que organizaba el Departamento de Literatura de la Universidad de Salt Lake. BASTIDA, Claudio Escritor español, ganador del Premio Heliodoro de novela, el más cuantioso de su tiempo (diez millones de pesetas de 1979). Sabino Ordás le conoció en París, en un restaurante. Bastida es sobrinonieto del infausto escritor inglés Enoch Soames, cuya biografía relata magistralmente Max Beerbohm en Seven Men. BEEMASTER, Horace El maestro de Ardón le considera el escritor más completo de todos los tiempos, pese a lo breve de su obra. Nacido en Wisconsin (EE UU) y
215 muerto en Ontario (Canadá) a los treinta años, sólo dejó tres obras acabadas: The sailing book, Los diarios de Reginald Dickinson y Bighead. Por paradoja, denunciada por Sabino Ordás, «un país de papanatas como el nuestro, tan dado a adorar lo que viene de fuera, no ha encontrado un solo editor capaz de encargar la traducción de su obra. Parece que en eso también hemos llegado tarde». Marvin Harris considera a Beemaster la mente más lúcida del siglo; Northrop Frye estima que en él se produce sin cesar «la epifanía del mito»; para Wayne C. Booth es «el profeta en los usos del silencio»; Umberto Eco le llama su maestro, comparándole con el Dante, Cervantes, Shakespeare y Goethe. Y es que, por fin, la crítica moderna parece haberlo descubierto. En sólo unos años, se han consumido mares de tinta en el comentario de su obra. Nadie pone en duda ya que es Beemaster, y no Joyce, el creador de lo que se ha dado en llamar nueva novela. Gabriel Ponte ha dicho: «el monólogo interior del cazador Altenfender es la pieza más inquietante de la literatura universal». BELLOW, Saúl Nobel de Literatura. Sabino Ordás le conoció en Toronto. En el verano de 1978 se habían prometido —él y su esposa Alexandra— visitar al maestro en su pueblo natal, Ardón. Una enfermedad de Alexandra impidió la visita. Sabino publicó, a raíz de la primera edición americana, un extenso artículo sobre Herzog, la obra maestra de Bellow, en el New Yorker. BERDULIA Perra de Saturnino Plata, «Platón», que pese a sus muchos años sigue produciendo camadas de perros que, con todo lo mezcladísimo y azaroso de su pedigree, resultan, sin excepción, feroces bestias de guarda y presa. BERGAMÍN, José Sabino Ordás y él compartieron en México un apartamento durante mucho tiempo, y jamás se dirigieron la palabra.
216 BOEZA, Joaquín Joven periodista radiofónico leonés a quien se conoce popularmente por Pichín. Actualmente reside en Gijón y trabaja para la televisión regional asturiana. Cada año, organiza algún acto colectivo —siempre jocundo— para conmemorar el cumpleaños de Sabino Ordás. BRAULIO «EL PELI» Muerto en las calles de Barcelona el primer día del alzamiento militar contra la República. Había nacido en León, en el barrio de Santa Ana. Fue monaguillo de su parroquia, ayudante de Don Lupicino, el párroco, que era tío de Sabino Ordás. En aquellos menesteres de sacristía se reunían varios muchachos que se atiborraban de pan de ángel. Uno de ellos se llamaba Buenaventura Durruti. BUÑUEL, Luis Mantuvo con el maestro de Ardón una intermitente correspondencia, casi siempre en latín macarrónico. Sabino Ordás aparece fugazmente —con Pepín Bello, Juanito Esplandiu, Joaquín Roa y Juanito Castañé— en la secuencia de la fiesta de La Edad de Oro rodada en los estudios Billancourt. CABREROS, Hilario Vinatero de Ardón, pariente de Sabino Ordás. Sus patos retozan en la presa que desagua en el Astura, muy cercana a su establecimiento. CAPOTE, Truman Aseguraba en Nueva York a los amigos comunes, que Sabino Ordás había regresado a España y que vivía en su lugar de nacimiento, «un lugar imaginario, jamás nombrado en ningún mapa». Sabino mantuvo una larga correspondencia con su hermana Leia. CAPPLIN, Alfred («Al Capp») En su etapa americana, Sabino Ordás tuvo una amistosa relación con el dibujante creador de «Lil Abner». Aunque el maestro de Ardón
217 prefiere la literatura escrita antes que cualquier otra —incluida la de carácter oral— mantiene una secreta debilidad por el comic, e incluso realizó un «tebeo» mural en la Residencia, en colaboración con Salvador Dalí: «Casimiro y el Ojo Ciego». CARPENTIER, Alejo «Tengo a Carpentier por la persona más culta y mejor conversadora de cuantas he conocido en mi vida, como le tengo por el más grande escritor vivo de nuestra lengua». (El idioma de la Academia). CARRANQUE DE RÍOS, Andrés Sabino Ordás trabajó con Carranque en el filme Zalacaín. Siente una gran admiración por su novela Cinematógrafo, que considera injustamente olvidada por los especialistas. CARRETERO, Anselmo Prologuista de un libro de Sabino Ordás, compartió con él la tragedia del exilio. Hoy pertenece al Comité Federal del PSOE. De profesión ingeniero, ha escrito algún libro sobre el papel de Castilla en la historia de España. Con prosa convincente e incluso bella, no logra ocultar la fascinación que siente por el mundo de los vascos. Así, no duda en considerar a Castilla como hija de vasca. CERNUDA, Luis «El mayor poeta español de lo que va de siglo», según Sabino Ordás. En la revista de la Universidad de Puerto Rico publicó Cernuda un profundo ensayo sobre la obra del maestro de Ardón Genealogía y rescate de desfamados. CERVANTES, Miguel de …«Frente a los que vaticinan la muerte de la novela, es preciso señalar que acaso ahora, cuando la tecnología audiovisual se ha convertido en el vehículo más adecuado para narrar puras historias, la novela recupere el camino que inició Cervantes con el Quijote; y así, perdidas sus servidumbres decimonónicas, de facilitar
218 la crónica social, y ese aspecto de mero entretenimiento que marcó sus orígenes bizantinos, busque su camino verdadero. Pues la novela debe ser uno de los instrumentos fundamentales de la comunicación del hombre futuro. Y lo que supuso, para el homo sapiens, la elaboración y conquista de la palabra en cuanto símbolo de las cosas, debe serlo la novela para el hombre de mañana, como símbolo complejísimo de la vida, en que se mezclen armónicamente sueño y vigilia. Insisto: lo que ya Cervantes, al escribir el Quijote —por ahora la más moderna de las novelas, sólo igualada por Bighead de Horace Beemaster— consiguió hace ya cuatro siglos»… (De un artículo en la revista francesa La Délirante, N.º 8, verano de 1982). CORBELLE, Germán Tío de Sabino Ordás, médico de Jiménez de Jamuz. Amigo de Roso de Luna y otros escritores del Camino Secreto. Descubridor del famoso anillo gnóstico que, a su muerte, cedió al Museo Arqueológico Provincial de León, donde se conserva.
DALÍ, Salvador El distanciamiento, que culminó en mutuo aborrecimiento, de Sabino Ordás y Salvador Dalí tuvo al parecer origen en las alucinaciones producidas por una merienda de Amanita muscaria, que ambos consumieron en los fervores de la curiosidad juvenil. Después del trance, no pudieron asumir la imagen que había presentado cada uno de ellos para el otro, en el común delirio. DELGADO, Agustín …«Agustín Delgado anda por la vida de ácrata apacible»… «Poeta y profesor sin que este maridaje desnivele ambos atributos»… «Yo le debo una amistad epistolar de bastantes años. Como mensajes metidos en una botella —supongo que de ginebra— y lanzados al mar de la diáspora, sus cartas me traían el agridulce sabor de la lucidez»… (Entrevista en Pueblo Literario, 23-iii-1979).
219 DURRUTI, Buenaventura Leonés del barrio de Santa Ana, héroe de la guerra civil, muerto por una misteriosa bala en la defensa de Madrid. Sabino Ordás y él se conocieron de niños en la parroquia del barrio. FABRA, Pompeu Brillante y gran compilador de la gramática catalana; el fijador de la i copulativa catalana en contraposición a la y castellana. FERNÁNDEZ, Antonio Escritor español, ganador del Premio Heliodoro de novela, el más cuantioso de su tiempo (diez millones de pesetas de 1979). Sabino Ordás le conoció en París, en un restaurante. Fernández es sobrino-nieto del infausto escritor inglés Enoch Soames, cuya biografía relata magistralmente Max Beerbohm en Seven Men. FILÍN Hijo menor del cantinero de Ardón. Acaba de iniciar sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de León. Colabora con pequeños artículos en fanzines de ciencia ficción. FOWLER, David Fue bibliotecario de la Universidad de Utah. Actualmente, presta sus servicios en la de Salt Lake, donde conoció a Sabino Ordás. Es autor del famoso libro The skull of God, que será publicado próximamente en España. GARCÍA LORCA, Federico Sabino Ordás preparaba, por encargo de Federico García Lorca, una versión teatral de Soñar despierto de Agustín de Rojas Villandrando, cuando estalló la guerra civil. Según cuenta Luis Sáenz de la Calzada en su libro sobre «La Barraca», el maestro de Ardón no era en aquellas fechas tan misógino como ahora, pues andaba al parecer amartelado con una joven actriz de la entusiasta compañía de teatro.
220 GULLÓN, Ricardo …«No sé si admirar más en él la capacidad de profundizar en las calas del análisis y relacionar los referentes culturales de las obras que analiza, o esa vitalidad indeclinable, su noble condición de alegre y generoso gozador de la hermosura del mundo»… (Entrevista en Tal Cual, México, octubre de 1983). HEMINGWAY, Ernest Amigo de Sabino Ordás desde que éste le regaló una partida de plumas de gallo pardo e indio, de La Cándana, para los mosquitos, así como una copia fotográfica del famoso estudio de Juan de Bergara. Pescaron juntos truchas y salmones, a mano, en la primavera del 1947. Aquellas vacaciones canadienses fueron narradas por Steven Fitzpatrick en el artículo que le hizo ganar el Premio Pulitzer al año siguiente. JAKOBSON, Roman Menos huraño de lo que decía de él Víctor Sklovski, a juicio del maestro de Ardón, que le conoció en un curso que el estructuralista fue a impartir a Salt Lake. LARBAUD, Valery Escritor francés de principios de siglo, afortunado autor de Enfantines. Pasó largas temporadas en España. Fue amigo de Gabriel Miró y de Ramón Gómez de la Serna, a quienes tradujo al francés y dio a conocer en Europa. Pero la historia de la literatura siempre asociará su nombre al de Joyce. Larbaud fue quien impuso el Ulysses al mundo. Esa es también su responsabilidad, según el maestro de Ardón, pues a él incumbe la preterición del escritor norteamericano Horace Beemaster, poco más que un precursor, según Larbaud, un verdadero «Mesías», según Ordás. MADRUGA, Facundo Contertulio de Sabino Ordás en Ardón.
221 MALAMUD, Bernard Otro de los grandes escritores del llamado «renacimiento judío» de la narrativa norteamericana contemporánea, a quien Sabino Ordás conoció en los «Encuentros» de la Universidad de Salt Lake. Dedicó al maestro de Ardón su libro Idiots First. MARTÍNEZ-MENCHÉN, Antonio En un rito que suele repetirse todas las primaveras desde 1976, Sabino Ordás visita, con meticulosa y crítica mirada, la feria del libro de Madrid, en compañía del autor de Cinco variaciones, con el que durante su exilio, mantuvo un copioso epistolario. NESI Hijo mayor del cantinero de Ardón. En compañía de otros amigos, regenta en Villamañán la discotea «Paradise». ORALLO, Chon Pese a la resistencia de Sabino Ordás, esta vecina suya ejerce sobre él una tutela solícita. Gracias a sus cuidados, el maestro de Ardón ha superado felizmente dos gripes. Excelente cocinera, sus ancas de rana fueron calificadas por Agustín García Calvo como «dignas del Altísimo». ORDÁS, Aquilino Abuelo paterno de Sabino Ordás. Pionero de la investigación vitivinícola, intentó adaptar, sin éxito, los caldos de Valdevimbre y Ardón a la crianza de espumosos tipo «cava» catalán. Fue alcalde de su pueblo e inventor de una espita de seguridad para cubas que todavía se conoce como «aquilina» en todo El Valle. ORDÁS, Lupicinio Tío de Sabino Ordás. Párroco de Santa Ana. Cuando rapaces, le ayudaban como monaguillos, entre otros, el maestro de Ardón y Buenaventura Durruti.
222 ORTEGA, María Lectora de los artículos de Sabino Ordás en Pueblo Literario, llegó un día a plantearle pública polémica. Dama de exquisita sensibilidad, de la que el maestro de Ardón se confesó platónicamente enamorado. PALAU I FABRE Su nombre apareció en todos los periódicos de España cuando se opuso a que el castellano («lengua genocida») fuese idioma oficial de la conferencia internacional del PEN Club. Un artículo de Sabino Ordás sobre el particular motivó la agria respuesta de J. R. Masoliver en La Vanguardia de Barcelona, que llegó a calificar al maestro de Ardón de «fantasma» y de «sofista». PALAZ, Pedro Actual director del «Program in Creative Writing» que creó Sabino Ordás en la Universidad de Arkansas. PARRA, Paciano Cuando Sabino Ordás escribía los artículos de Las cenizas del Fénix, era conductor del coche de línea que enlaza León y Ardón y se ocupaba de ponerlos en el correo, en la capital. Un accidente le obligó a retirarse, y colaboraba hasta la fecha en el taller mecánico de su cuñado, en un barrio de León. A principios del año 1985 se ha visto agraciado con 48 millones en la lotería del Niño. PEDRO, Don Asiduo contertulio de Sabino Ordás. Maestro jubilado, vive en la Residencia de ancianos de León, y va a visitar a Sabino Ordás desplazándose desde la capital en un ciclomotor, afrontando las más duras condiciones climatológicas. PEREIRA, Antonio …«He ido conociendo a Antonio Pereira desde la perspectiva de un acumulado periplo sobre su obra» …«Poemas, cuentos y novelas remiten por distintos caminos literarios a un mismo universo, a una
223 común sensibilidad, que canta y cuenta arropada en unas referencias de geografía y de memoria»… (Entrevista en Pueblo Literario, 25-v-79). PICASSO, Pablo Ruiz Entre los años 1923 y 1928, Picasso dibujó varios retratos de Sabino Ordás, la cabeza coronada por una gran boina. Lo peculiar de aquellos retratos es que reflejan fielmente la evolución estética del pintor y su camino desde el espíritu clasicista de posguerra hasta el surrealismo, tan efímero en él. PLA, Josep Parece que la amistad de Sabino Ordás y Josep Pla quedó bastante deteriorada después de que el primero asegurase que la edición del Tirant lo Blanc, de que el segundo posee un ejemplar, (supuesta edición de Amberes, 1728, de la que sólo se conservan el ejemplar de Pla, el de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y el del British Museum) es una hábil falsificación que realizó en 1916, en Astorga, el impresor Marzán, como broma descomunal que habría patrocinado don Marcelo Macías. PLATA, Saturnino Agricultor, convecino de Sabino Ordás en Ardón. En su «cueva» tienen lugar muy sabrosas tertulias. Aparentemente, sólo debido a su corpulencia sus convecinos le conocen por Platón. Es el dueño de la perra Berdulia, tan dada a cruzamientos espurios. PRADA, Amancio Cantante leonés, nacido en el Bierzo, muy apreciado por Sabino Ordás. REINOSO, Fermín Colaborador de Ricardo Gullón en el Department of Romance Languages de la Universidad de Chicago.
224 RODRÍGUEZ, Manuel Cabo de la Guardia Civil, comandante del puesto en Ardón, verdadero «Campoamor con tricornio», sedicente autor del pareado: ¡Qué vida tan dura la del guardia civil, en invierno de paño, en verano de dril! SANTOS, Dámaso Dámaso Santos fue el cordial editor que hizo posible la publicación de los artículos que forman Las cenizas del Fénix. Nacido, como Sabino Ordás, en la comarca leonesa de El Val (o Valle) ha usado a menudo un pseudónimo literario que, como apellido, reproduce el nombre de su pueblo (César Villamañán). Director durante años del suplemento literario del periódico Pueblo, Dámaso Santos ejerció la crítica y la información con inteligencia generosa y talante abierto. Acompañando el primer artículo de Sabino Ordás escribió, jubilosamente, al hilo de una rememoración de Max Aub: …«Mi descubrimiento no es un pintor, sino un escritor, un profesor, paisano mío, que ha regresado definitivamente a sus lares…» …«Hoy, vuelto por la ola inversa a la que nos lo llevó, todavía esperamos de su vigoroso retiro junto al Esla natal nuevos frutos que nos lo restituyan con plenitud». SOBEJANO, Gonzalo …«Gracias a la finura y al rigor intelectual de Gonzalo Sobejano, la crítica literaria española, redimida de sus enormes pecados de estulticia, podrá presentarse un día a las puertas de ese purgatorio que antecede al Parnaso»… (Entrevista en Tal Cual, México, octubre de 1982). SINGLETON, Max Hispanista norteamericano, sostiene originalísimas interpretaciones sobre algunos aspectos de la literatura española. El maestro Ordás avala la opinión de Singleton respecto a que el Persiles es obra de juventud de Miguel de Cervantes.
225 UNAMUNO, Miguel de Sabino Ordás recuerda una excursión que hizo con él a Alba de Tormes. «A través de Unamuno fluye una de las corrientes más verdaderas y terribles de la literatura española, pese a que los críticos de plantilla lo tengan olvidado». (El idioma de la Academia). VILLON, François En determinados momentos, el autor de la Ballade des dames du temps jadis, es el poeta favorito de Sabino Ordás.
VITAL, Alfageme de «El caraqueño Alfageme». Sabino Ordás hizo de introductor suyo en el Ateneo de Madrid. Poeta torrencial, rapsoda desmesurado, buen jinete, malabarista y experto en otras sabidurías circenses, dio mucho que hablar en tiempos de la República «de derechas», cuando se fugó con la hermana de un obispo muy influyente. Todavía hoy permanece la pareja en paradero desconocido. Viuda pintoresca Debe ser la de Leopoldo Panero, que coincidió al parecer con Cernuda en Londres, en los tiempos que evoca Sabino Ordás. (Falsas recuperaciones, olvidos verdaderos). ZAMBRANO, María «En los equinoccios, alguno de los muchos gatos que honran Ardón con su sutil presencia, se acerca a mí y lanza tres maullidos, por tres veces consecutivas. Yo sé entonces que me transmite el recuerdo y el saludo de María». Sabino Ordás impartió lecciones en la Universidad mexicana de Morelia en el tiempo que estuvo allí María Zambrano.
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ÍNDICE
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229
N OTA PRELIMINAR , por J. P. Aparicio, L. Mateo Díez y J. M. Merino . . . . 7 P RÓLOGO , por Sabino Ordás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 U NA BIOGRAFÍA PARA S ABINO O RDÁS , por Asunción Castro Díez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
L AS CENIZ AS DEL FÉNIX De la novela de la vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Las horas del contar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64 De la vida de la novela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 La autopsia del lenguaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 En el espejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 Falsas recuperaciones, olvidos verdaderos . . . . . . . . . . 78 Símbolos y sombras en la cueva de Platón . . . . . . . . . 81 Novela identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 La cultura coja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88 Castellet, con retraso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 El exilio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94 Federico Sánchez: Lazarillo de Madrid . . . . . . . . . . . 97 Inutilidad de la Academia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Adiós, Castilla, adiós . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104 Teoría del apócrifo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 La rama dorada en el entierro de Genarín . . . . . . . . . 110 La novela iraní . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 Correspondencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116 Arte y sufrimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
231 Nivolas de Juan Goytisolo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122 Los libros en mi vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 El libro en el zoco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128 Así entiendo yo el exabrupto de Palau y Fabre . . . . . . 131 El crítico como enemigo (reivindicación de Horace Beemaster) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134 Sobre la literatura de la imagen . . . . . . . . . . . . . . . . . 138 «Jo soc el que soc» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Celebración en La Garandilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . 144 La santidad de la sirena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147 Mi primer encuentro con León Felipe . . . . . . . . . . . 150 A propósito de Isaac Bashevis Singer: el encuentro en Salt Lake City . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154 La contaminación del Planeta . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158 Buenaventura Durruti y los últimos lancienses . . . . . 161 Manuel Andújar: La memoria del exilio . . . . . . . . . . 165 Bukowski, la literatura marginal y la literatura marginada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168 Cultura en provincias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171 Ante las Glosas Emilianenses, una «Nodicia de Kesos» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 El cuento, olvidado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179 Retrato de un artista adolescente . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Una carta al Ministro de Cultura . . . . . . . . . . . . . . . 186 La Biblioteca de las Maravillas . . . . . . . . . . . . . . . . . 189 Marxismo de secano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193 País sin patriarcas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196 Sobre reyertas y chauvinismos . . . . . . . . . . . . . . . . . 200 Amancio Prada, en los caminos del Noroeste . . . . . . 203 Mi amigo Claudio Bastida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 206 GALERÍA
DE PERSONAJES
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
esta edición de
Las cenizas del Fénix, de Sabino Ordás
se acabó de imprimir en Madrid el día tres de mayo del año dos mil dos
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Diseño gráfico: Emilio Torné Imagen de cubierta: Sabino Ordás (retrato al óleo por Jusep Torres Campalans, sin fecha, colección particular) Primera edición: 2002 © Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino © de la Biografía: Asunción Castro Díez © de la presente edición: Calambur editorial, sl c/ María Teresa, 17, 1º d. 28028 Madrid. Tel. 91 725 92 49. Fax: 91 355 30 33
[email protected] - www.calambureditorial.com i.s.b.n.: 84-88015-86-0. Dep. legal: m-19.044-2002 Preimpresión: Mcf Textos, s.a. Impresión: Graficas 85 Impreso en España — Printed in Spain Calambur editorial, sl Emilio Torné (director literario), Fernando Sáenz (director gerente), Juan Fco. Escudero