L A J E A N
P R U E B A P S I C H A R I
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L A J E A N
P R U E B A P S I C H A R I
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LA PRUEBA
AL CORONEL PICQUART EN RECUERDO DE UNA FIRME AMISTAD LE DEDICA ESTE LIBRO -CUYAS PRUEBAS LEYÓ EN LA PRISIÓN-, CORDIALMENTE JEAN PSICHARI
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JEAN PSICHARI
I LA CASA DE LA CALLE DE LAS FEUILLANTINES Soñaba inocentemente desde su balcón, del mismo modo que han soñado y soñarán las jóvenes de siempre. Porque estaba lejos de sospechar los crímenes obscuros que suele cometer la maldad o la necedad de los hombres. Desconocía esos sucesos que surgen súbitamente del encuentro entre dos seres llamados a encontrarse, así como las fuerzas capaces de dominar las fatalidades de la existencia. Lucía soñaba inocentemente desde su balcón. La Luna, aquella noche, difundía sobre París las cenizas de su luz. Así, el vapor, suavemente grisáceo, de sus rayos, envolvía a la ciudad y prestaba un aspecto mágico a aquel rincón parisiense en el que Lucía moraba. 4
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El hotel de dos pisos que su padre había hecho levantar se hallaba -esto ocurría en los años anteriores a la guerra, hacia 1864 ó 1865- en lo alto de la calle de las Feuillantines, en el sitio mismo donde la vía comienza a descender y donde puede verse hoy la de Claudio Bernard, cuyas casas uniformes ostentan sus techos escalonados por imposiciones de la pendiente. Lucía contemplaba desde su balcón del otro lado de la calle -una calle estrecha y vetusta-, y ya en los límites del horizonte, una línea de colinas, borrosa y fugitiva a tal hora, las colinas de Arcueil y de Gentilly. A su izquierda, el Val-de-Grâce elevaba su cimborrio como uno de esos monumentos que de golpe se erigen ante vosotros cuando os asomáis a un balcón de la insigne Roma, rodeados por la soledad. El balconcillo caía sobre el jardín, que formaba parte del hotel, y del que subían, audaces, dos grandes álamos. Hasta las fortificaciones o más allá, hasta donde la mirada podía inquirir, detrás del hospital del Val-de-Grâce, detrás de los barracones de las enfermerías, recientemente construidos, aparecían mil edificaciones, cuyos tejados, en aquel lugar próximo a las afueras, se perdían en la noche, bajo el verdor de los árboles, y la Luna, limitándose a herir las partes salientes, 5
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diríase desde el ventanal de Lucía que iluminaba una selva. Sobre la cúpula de los árboles y la bóveda de los castaños, la Luna, fatigada, parecía descansar, parecía querer acostar aquellos rayos deshechos que lo envolvían todo con una niebla plateada y moribunda. Una poesía misteriosa, desprendida de la gasa impalpable, ligaba al cielo y a la tierra, uniéndolos en soberana armonía, y los ojos de la joven parecían también acostarse y descansar en el horizonte dibujado por las colinas, sobre el terciopelo luminoso del bosque percibido. Y su corazón tejía sueños inefables con los rayos prolongados de la Luna... Lucía tenía entonces de veintidós a veintitrés años. El escritor, al no disponer más que de palabras, tropieza con graves dificultades para mostrar la gracia de un rostro y hasta para describir cualquiera de sus rasgos. Tiene que anotarlos uno a uno, y no puede presentarlos en un conjunto inmediato. Si después de haber fijado el valor de los ojos quiere seguir con los contornos de la boca, se pierde la fisonomía en el intervalo y el retrato se escapa. La expresión, severa o jovial, pide, para ser recogida, el símbolo de una relación o de un color, única mane6
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ra de que la persona se presente íntegramente. Pero Lucía no necesitaba de símbolos. Un gran pintor, amigo de su padre, impresionado ante la melancolía y la dulzura de una niña delicada y dolorosa, había recogido el óvalo gracioso de aquella cara cuando Lucía contaba diez y seis años. En Las lamentaciones de la Tierra, uno de los últimos cuadros del maestro, la figura central recordaba exactamente a nuestra heroína. Con una singular percepción adivinadora, el artista, cuyo corazón tenía a veces geniales clarividencias, evocaba en la imagen de la adolescente lo que precisa sufrir en la penosa ascensión de los dolores humanos, donde todas las debilidades y todas las inocencias son vencidas y pisoteadas por la fuerza, y donde las víctimas, representadas en el lienzo por mujeres, ascienden en demanda de justicia, aunque serenándose merced al solo hecho de ascender. Vagaba por los ojos de Lucía no se sabe qué melancolía aérea, y sus actitudes y su modo de andar procuraban advertir que no pertenecía a la tierra. Era una criatura de la que se hubiese dicho que ignoraba los menores contactos con la realidad. Existen personas ricas, criadas en medio del lujo, que han contraído hábitos de vida artificial, absolutamente 7
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ajenos a la vida verdadera. Si viajan, llevan un secretario, una especie de mayordomo, que les saca los billetes, les instala en el vagón, les reserva las habitaciones del hotel, les pasea, les suprime todas las molestias, y, consecuentemente, corta los hilos que les unen a los otros seres. esos hilos que van del hombre al propio suelo. Si están en su casa, una servidumbre numerosa llena las funciones que cada individuo debe realizar por su cuenta, y no se les deja ni tocar una tela. No han sentido la comunicación de la piel de sus manos con los objetos usuales, y jamás pueden gozar del conocimiento de las cosas. Tal era, poco más o menos, el caso de Lucía, mitad por educación, mitad por temperamento, pues cierta pereza innata, cierta indolencia constitucional, cierto apartamiento anticipado de todo, llevan a muchos seres a residir fuera de la vida. Esa molicie, la molicie de la costumbre, no excluye, sin embargo, la acción interior, y puede desarrollarse especialmente en las mujeres por la prontitud con que son atendidos sus caprichos. Lucía, desde su infancia, estaba habituada a ser complacida, en el acto. Su madre, una irlandesa, cuyos ojos azules poseían una llamarada límpida y cuyo espíritu inquieto y cuya alegría reidora contradecían aparentemente las ca8
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racterísticas de su raza, conservaba de ésta un fondo de repugnancia para intervenir muy de cerca en las realidades ambientes, en las tareas de la casa. Era rica, lo que le dispensaba de proceder en su hogar por sí misma. Lucía, su única hija, había sido criada, como queda dicho, entre algodones. A los diez años perdió a su madre. Demasiado joven para reemplazar a la muerta en la dirección de las faenas domésticas, había sido confiada por su padre a una institutriz, y a los veintidós años tenía aún su aya, la señorita Adelaida. Una joven bretona, María Reina, buena muchacha, aunque de condición algo distraída, se dedicaba, sin contar con el resto de la servidumbre, a cumplir con todos los cuidados menudos de su ama. Lucía vivía, por tanto, casi sola en su querido hotel; sola, sobre todo, en si misma, porque poseía un alma retraída y solitaria. No veía más que sus habitaciones y el jardín donde se sentaba en el verano, el cual durante el invierno, con sus ramajes desnudos, daba a las meditaciones de la joven pródigo alimento. No salía apenas, Leía mucho y encontraba en la lectura un hondo placer, semejante al que le procuraba el adorno, el ordenamiento y el buen aspecto de su gabinete. Porque se ocupaba de] menor deta9
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lle, conocía muy bien el lugar que correspondía a cada bibelot, manejaba todos los objetos y los elegía a su gusto. Era quizá el único contacto que establecía con la realidad, y, pensándolo bien, no era ninguno. Su cuarto era para ella algo tan íntimo como su alma, y al quedarse en él se alejaba tanto del mundo exterior cuanto se recogía en sus pensamientos. La atención minuciosa con que alineaba en la mesa su secante, su pluma, su tintero, sin saber dónde se compran los sellos y se echan las cartas, reflejaba lo que había en su personalidad moral de pureza y de nitidez, de la limpieza con que lograba distraerse su corazón en los reductos secretos de su espíritu. Hija única, dueña única de la casa después de la muerte de su madre, Lucía no necesitaba, sin embargo, vigilar lo que ocurría en el hotel de la calle de las Feuillantines. Su padre bastaba, y no es que pareciese ocuparse mucho de las cosas ni de su dirección. Nada de estrépitos en su domicilio, nada de ruido. Era muy raro el señor Enrique Quoban, muy difícil de conocer a primera vista, con su psicología particular, digna de examen, aunque caracteres como el suyo se sorprenden con más frecuencia de lo que se cree. 10
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Sus cabellos blancos, de un hermoso blanco de plata, a pesar de los cincuenta y cinco años que tenía entonces; su bigote, igualmente blanco, en el que se entremezclaban algunos hilos negros y otros de un gris tenue, bigote caído, que cubría la boca; su rostro, lleno; Sus órbitas, profundamente hundidas bajo las arcadas superciliares; su nariz, ligeramente aguileña y corta; su frente, despejada, y su buena estatura, así como la tranquila dulzura de todos los rasgos, hacían del señor Quoban uno de esos hombres a los que hay que adjudicar cierto prestigio autoritario. Lo poseía, en efecto. Lo llevaba en la palabra, en el gesto, en su actitud. Una frase de él pesaba en cualquier deliberación; un consejo salido de sus labios era escuchado respetuosamente. Imponía su autoridad en la manera de hablar y hasta en la de respirar. Inclinaba un poco la cabeza, reflexivamente, y dejaba caer sus palabras a medida que las iba dictando la meditación. Su voz era agradable al oído, y diríase que el señor Quoban se escuchaba al emitirla. Estaba reputado de imparcial y juicioso, y todos acataban sus sentencias. Ese desinterés se avaloraba aún con el aire desprendido que ponía al hablar, aire del que busca la verdad por ella misma. 11
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Además, nunca decidía según su rencor o sus prejuicios. Todo eso no lo habría reconocido el señor Quoban, y lo hubiera negado, por razones de sistema más que de hipocresía. Ese sistema era, en verdad, como el fin, como el corolario de todos los gustos, de todas las tendencias de su temperamento, de todas las inclinaciones de su espíritu. En todas las cuestiones rechazaba el estruendo, la demostración externa, las manifestaciones ruidosas, el aparato y la retórica, no sólo en la palabra, sino en el gesto, y rehuía el colorido. Se contentaba con su potencialidad interior, porque poseía uno de los temperamentos más tenaces y mejor templados. La fuerza que se mostraba, que se aplaudía, que se pregonaba, iba a convertirse, según él, en debilidad. Le molestaba y le exasperaba. Hubiera sido como una falta de respeto, como una inconveniencia consigo mismo. Todo en él convergía hacia una virtud sintética, que era su ideal: la moderación. Gozaba, efectivamente, fama de hombre moderado. Y no podía tolerar, en los otros, lo que tuviera apariencias de exageración, aunque incurriese en ella al querer castigar el defecto. 12
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No se hallaba, sin embargo, recluido en un horizonte limitado, sin puntos de comparación, a consecuencia de no haber tocado ni removido las ideas y las cosas. Había visto y viajado mucho. Pertenecía a esa clase de franceses que, sin dejar de serlo, tienen abiertas de par en par sus ventanas ante la perspectiva universal. Su propio matrimonio lo probaba. Por otra parte, una de sus hermanas, muerta hacía unos años, se casó con un conde austríaco, y él seguía relacionándose con su cuñado. Espíritu cultivado, entusiasta por el arte, el señor Quoban realizaba viajes frecuentes a alguna capital para admirar alguna obra notable o enriquecer su colección. En su manera de coleccionar se notaba también la orientación de su carácter y, hasta cierto punto, la variedad uniforme de sus preferencias. No coleccionaba cuadros. Poseía algunos, pero buscaba precisamente en ellos el color clásico, correcto y como extinguido, que supiera mantenerse en los términos justos. Dentro de los tonos sombríos, tal vez hubiera aceptado alguna audacia del pincel. La escultura le gustaba por encima de todo. Había aprendido, leyendo a Lessing, que el Laocoonte era admirable por su vigor y por el orden, el ritmo y la calma de sus movimientos. La acción inmóvil del mármol era 13
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considerada por él como modelo de la energía segura y tranquila. Había hecho construir, en los dos lados de la casa, ante el jardín amado por Lucía, dos pabellones para alojar sus tesoros. La disposición de su espíritu le había hecho dedicar amplio espacio a las medallas de relieve vigoroso y delicado, a las miniaturas cuyo diseño borroso revelaba la firmeza del trazo en proporción con su misma tenuidad y, si cabe decirlo, de su palidez. En suma, después de verlo todo, se había encerrado deliberadamente en sus gustos primeros. Este cariño a la moderación, a la obscuridad, al disimulo inconsciente, había llevado al señor Quoban a fijar su residencia en el barrio de las Feuillantines. Como se recordará, el extremo, límite, para los habitantes de la orilla derecha en aquel tiempo, era la calle de Jacob, donde algunos aficionados iban a escoger muebles curiosos. El mundo de artistas, pintores y escultores, que frecuentaba el señor Quoban seguía aún en el barrio de Breda, evocando la época en que la vía de la Chaussée-d'Antin era la vía central y elegante de París. La avenida de Villiers no estaba hecha, apenas llegaba la gente al bulevar Montparnasse, y las calles de Gay-Lussac y de Soufflot no permitían aún que circulase el aire por la 14
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vieja barriada. El señor Quoban, enemigo de las apariencias, pues sin ser escultor ni pintor no quería mezclarse con los escultores y los pintores, se había retirado allí, y gracias a ese alejamiento, ocultándose, para decirlo mejor, pudo satisfacer el anhelo de edificar dos pabellones simétricos con arreglo a un plano traído en uno de sus viajes a Inglaterra. Y la vecindad de la Sorbona daba además a aquel aficionado erudito no se sabe qué sello de respetabilidad. Allí vivía, servido por un solo criado, en compañía de su hija, la blanca niña de los claros de luna. ¡Pero la luna, en aquellos juegos de luz y de sombra que encantaban a Lucía, no destapaba los tejados, encubridores de la agitación de la vida, y se limitaba a iluminar las cimas de los árboles! La joven, distraída con su ilusión, no veía más que el cielo y su claridad. Ignoraba totalmente las profundas simas del corazón de los hombres.
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II ¿CON QUIÉN SOÑABA LUCÍA? Nos hemos preguntado muchas veces si todos, seamos lo que seamos, simples transeúntes por la superficie de la tierra, artistas, poetas, filósofos o sabios, sin exceptuar a los que lograron invadir los rincones del alma humana, no padeceremos la misma ignorancia que Lucía, y si nuestra ciencia psicológica no habrá pasado de ser un juego de niños hasta ahora. Estamos en las lindes del bosque. No hemos penetrado entre los árboles, en la frondosa selva del encinar, cuando una humilde bellota puede poblar toda la vertiente de la colina. Porque acaso todos nuestros sentimientos, todas nuestras pasiones, todas nuestras ideas, todas nuestras actitudes y hasta el menor de nuestros actos se reduzcan a un principio único en cada 16
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individuo, a una realidad dominante, en la que se reúnen las complejidades de nuestro ser moral. Es imposible que el individuo sea vario. La Naturaleza nos denuncia constantemente la unidad. Las manifestaciones más ínfimas, más insignificantes de nuestra actividad deben proceder del fondo mismo de nuestros caracteres. La mano levantada para señalar el horizonte, el dedo, que oprime la pluma, el pie que afirma, el ojo que explora, tienen un aspecto diferente, un matiz distinto según que el principio fundamental de cada sujeto responda a la timidez o a la audacia. Si conociéramos ese principio en todo individuo, si poseyéramos el medio de descubrirle en seguida, estaríamos seguros de la dicha. Quedaríamos advertidos al instante, sabríamos cuáles son los principios enemigos que nunca lograrán compenetrarse, cuáles los simpáticos y cuáles solicitan completarse indispensablemente. El inmenso, problema del matrimonio, la cuestión misma de la persistencia de la raza que deriva de él, y ese formidable enigma del amor quedarían resueltos Solamente entonces concederíamos su exacto valor y su verdadero sentido a la frase que suele aplicarse a los enamorados: «están hechos el uno para el otro». Además, a todas 17
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nuestras características morales corresponden ciertamente determinadas características físicas. Así, cuando tales correspondencias sean percibidas, llevaremos en la frente una señal, y, según ella, los signos -gemelos podrán unirse a primera vista y los colores complementarios combinarse bajo la armonía de sus principios, mientras que hoy únicamente el azar decide nuestros encuentros, pues movidos por la sed amorosa de nuestras almas, creemos ver la señal allí donde la mayoría de las veces no existe más que la ilusión. Parece que el hombre con quien soñaba Lucía era el que debía querer, según las preparaciones misteriosas del destino que los había colocado frente a frente. Sus dos personalidades se comunicaban y se atraían. No fue preciso que tuvieran conocimiento de su identidad, o mejor de la afinidad de sus principios, ya que no trataban de cimentar su inclinación en teorías filosóficas. Por decirlo así, habían sido arrastrados a quererse desde la infancia. Roberto Brove era hijo de un gran camarada, del amigo íntimo del señor Quoban, si cabe hablar de intimidades con un hombre tan plácido, tan hermético, tan desprovisto de pasión en apariencia, como 18
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el padre de Lucía. Roberto quedó huérfano a los quince años -ahora tenía treinta-, y el señor Quoban le había atendido desde entonces y acogido con cariñosa lealtad. Hubo de ejercer cierta dirección sobre sus estudios, pero evitando siempre que lo pareciese, pues la palabra dirección le desagradaba: la suponía demasiado ruda, demasiado seca, demasiado comprometedora. Había tenido profunda simpatía y sincera estimación por el padre de Roberto, aquel hombre dulce, paciente, infinitamente modesto e infinitamente bueno, muy ensimismado, muy silencioso, con unas bolsitas bajo sus ojos de mirada meditativa, que no aparentaba sospechar la reputación que alcanzara en su arte de grabador de medallas. El señor Quoban también procedía como amigo prudente si insinuaba a la viuda algún consejo acerca de la educación del niño, consejo que por otra parte iba a pedir ella misma, porque aquella mujer tímida hasta en su vejez, extremadamente reservada, casi taciturna, inmóvil bajo su persistente belleza suave y muda, confiaba por enteró en el señor Quoban. Creía, al escucharle, complacer los deseos de su marido. Por eso el señor Quoban logró que Roberto continuase sus estudios y terminase el bachillerato. Impelido por una de esas vocaciones 19
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pictóricas que no son menos impetuosas ni menos precoces que las de las letras, Roberto quiso detenerse allí y lanzarse a sus pinceles, vivir para ellos, amurallarse con su ideal. Después de salir de la Escuela de Bellas Artes, fue a Roma, donde fracasó y no satisfizo al director, que le consideraba poco dócil, y regresó a París embriagado con su independencia y con su fuerza. Se presentaba irregularmente en casa del señor Quoban, y en ocasiones transcurría un año o dos sin que pusiera los pies en ella. A los veinticinco de su edad había hecho el retrato del señor Quoban, un retrato de una verdad profunda, impenitente. Roberto Brove vivía una vida interior de extraordinaria intensidad; su pensamiento le absorbía en cuerpo y alma, y entonces no veía más a su alrededor. Era si la palabra puede aplicarse a la pintura, un micrógrafo, pues excitado por la exactitud del detalle, se sumergía en él con tal ardor que descubría de pronto todo un mundo, apoderándose en un rasgo de la fisonomía del individuo entero, y, con el individuo, de su espíritu. Se asemejaba un poco en los movimientos a esos perros de sangre que giran, se enloquecen, van y vienen husmeando la caza, y que al encontrar el sitio se detienen con las patas rígidas y el hocico tenso, sin moverse ya. 20
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Cuando aislaba su idea, quedaba fijo en ella, hipnotizado totalmente. La figura del señor Quoban le había fascinado, y se consagro con entusiasmo a la tarea. Decidido, resuelto, seguro de su poder, sin vanidad y hasta sin orgullo, porque tenía plena conciencia de su valor, barruntaba en los supremos momentos creadores que una savia extraordinaria recorría su cuerpo, y el reconcentrado cantaba estrepitosamente, aun durante la pose del señor, Quoban. Concluido el retrato, se lo entregó, y con su aire cálido y exaltado dijo alegre e impetuosamente: -Mírele. Este es usted. Luego desapareció. Al cabo de dos años, una visita inopinada al museo del señor Quoban hizo que de golpe, bruscamente, como en una iluminación súbita, percibiese a Lucía. Le pareció que no la había visto hasta aquel momento, y quedó deslumbrado. Desde entonces habían transcurrido tres años más. Aquel primer encuentro, aquella primera aproximación se produjo una noche en el gran pabellón de la izquierda de la casa. Lucía, sentada con cierto abandono en uno de los extremos, sobre una butaca de amplio respaldo, tenía puesto en la cabeza un tenue pañuelo de seda que le caía por los hombros y 21
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que denunciaba, al parecer, una pequeña neuralgia. Iluminada de través por una lámpara situada a dos pasos de ella y por la luz que procedía de lo alto, destacaba en el rincón ensombrecido la palidez dolorosa de su rostro. Roberto había levantado los ojos. Eso fue todo y fue bastante. El deslumbramiento se produjo. En el acto, Lucía invadió sus ojos, su cerebro y su corazón. Ella le pobló de pronto, habitó dentro de él, se. alojó en su pecho y agitó su imaginación espléndida. Puede afirmarse que al salir del pabellón aquella noche la llevaba consigo. Una sola mirada le había bastado para hundirse en el mundo interior de Lucía, para adivinar instintivamente todas las exquisiteces, todos los sueños de aquella alma, toda la necesidad que la joven experimentaba de apoyarse en un ser más fuerte, de sentir protegida su grácil debilidad y todo el torrente de vida y hasta de voluntad que podría surgir ante su llamamiento. Roberto no pensó ya en otra mujer. Y aquella concentración en sí mismo, aquel repliegue de sus ideas y de su sensibilidad, tan familiares para él durante las conmociones intensas, se impusieron nuevamente. Un minuto antes de fijar la mirada en Lucía, bromeaba aún y se entregaba a sus ocurrencias 22
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favoritas, ardorosas y vibrantes. Después, el silencio, un hondo silencio dentro de él. La intensidad del sueño interior era tal, que bastaba al mantenimiento de la ilusión. Hubiera podido prescindir de volverla a ver. La tenía. presente en una alucinación continua. La ocultaba en las profundidades de su corazón, la examinaba, y, al igual que con su pintura pasaba largas horas de meditación, tratando de comprenderla, de reconstruirla, de extraer de ella el secreto más oculto de su espíritu. El incendio no estallaba todavía. Trabajando en su estudio, en medio de sus pinceles, gritaba a veces, con voz clara y firme: «¡Lucía! ¡Lucía! ¡Lucía! » Este nombre que lo decía todo, le embriagaba, le transportaba, le llenaba el pecho, le ennoblecía la vida. Y esta comunicación íntima, este mantenimiento solitario de su amor, no duró menos de un año. Aquel grito, hecho ya costumbre, fue lanzado un día frente a ella. Lo lanzó espontáneamente, sin vacilaciones, como algo madurado por el tiempo, pero lo lanzó más extinguido, más atenuado, porque ella lo endulzaba todo con su presencia. La había encontrado sola en el pabellón una tarde, a las tres, de 23
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pie ante un gran busto de Goethe en mármol blanco, erigido sobre un pedestal. -¡Lucía!- exclamó al verla. Y se dirigió hacia ella con la mano extendida. ¡El, que nunca la llamó por su nombre, que jamás la prestó atención! La joven no supo definir lo que experimentaba con el sonido de aquella voz, no tuvo conciencia de lo que sentía. Al llamamiento, confuso y claro a la par, de un deseo, o mejor, de una sensación tan límpida como el tono con que se emitió, Lucía supuso que toda ella emergía del fondo de su existencia silenciosa y velada hacia algo desconocido que pudiera ser la vida. Le pareció que su alma subía a la superficie, que salía de las propias profundidades, que nacía, en fin, por primera vez. jamás tuvo tamaña emoción, tamaña sorpresa. Como las hadas de las aguas, había descansado hasta allí bajo el cristal quebradizo y frágil de los lagos, mecida por un movimiento indolente en medio de las hierbas, en la pereza de su imaginación. Su padre la dejaba tranquila, sin dirigirle nunca una palabra que la llevase hacia el día. El también, como Roberto Brove, era un reconcentrado; él también vivía para sí, aunque por regla y por condición natural, y su vida no se manifestaba jamás por ningún arranque 24
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hacia el exterior. De ahí que no consiguiera reclamar la atención de las existencias próximas, ni que lo deseara tampoco. Roberto y Lucía hablaron. Ella, indecisa e inquieta, sin discernir el estado de su alma, bajaba o volvía los ojos y en seguida continuaba escuchando. El la miraba siempre. ¡Siempre! Era una amiga, una aliada cordialísima. ¡Era Lucía! Consideraba que ella debía saberlo. ¡El lo sabía tan bien! ¿No había sido completamente suya durante aquellos largos días de meditación y de trabajo? ¿Y ahora, en cada una de las palabras, en cada uno de los juicios que emitía acerca de determinada obra de arte o de la concepción de un nuevo proyecto, en el relato de los incidentes más fútiles, no decía por la sola virtualidad de su verbo: «Hablo únicamente con usted, con la elegida, con la amada, con la que me escucha de ese modo, con mi Lucía»? Su cariño, su corazón, su pensamiento se deslizaban como por un puente invisible, para ir hacia ella en el vehículo de la palabra. Lucía estaba deliciosamente conmovida. La primera revelación que tuvo del nuevo estado de su alma la debió, después de haber sido llamada por su nombre, a una comparación que se establecía en su espíritu. Comparaba las horas, los días que pasaba sola, lejos de las ine25
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fables conversaciones, con los momentos en que él estaba junto a ella. Todo le agradaba en él y se veía animada por su presencia, en el sentido de que él le daba la impresión agudísima de contar con un alma. En el blanco firmamento donde se movía su espíritu como un astro, Roberto fijaba frecuentemente sus imágenes y sus ideas. El, ardoroso de temperamento, recibía ahora, a través de las cálidas vibraciones de su ser, y por el simple hecho de la proximidad de la joven, una dulzura que le ablandaba benéficamente. El también se extendía fuera de sí, se difundía y se daba. A veces hablaban muy poco. ¿Qué necesidad tenían de decirse nada? Durante un año se vieron así, ya en el pabellón, ya en casa de la señora Brove, cuando Lucía iba a visitarla. Se adoraban, sencillamente. Un día fue hacia ella, y cogiendo sus manos le dijo: -¿Verdad, Lucía, que no me equivoco? ¿Verdad que me quiere usted como yo la quiero? Ella levantó los ojos, le miró largamente, y después dejó caer la cabeza. Algo se liquidaba en su interior y la invadía. El acababa de pronunciar las palabras que ella deletreó antes inconscientemente, las palabras que servían exactamente de expresión a 26
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sus almas. Le había encantado hasta aquel instante la compañía de Roberto, atraída por la llamada de su voz, gozando de una secreta inquietud. Ahora se sentía totalmente feliz. Una confianza absoluta la animaba, y hubiera querido detener en el tiempo el curso de aquella mañana gloriosa. Era él quien sabía y él, por tanto, el que guiaba. Era dulce y era fogoso, y lo que había de apasionado, de severo y de viril en su mirada, se transformaba en su voz, plena de ternura y de bondad. Se complementaban, no sólo porque Lucía era una criatura pasiva y abandonada, sino porque existía en él esa iniciativa que forzosamente faltará siempre a la mujer, sea por imposiciones de la educación o de la sociedad, sea por las fatalidades de su sexo. Pero había entre los dos una relación aún más secreta. Sin violentar nunca la indolencia de su sueño, él la asociaba a su acción, y la acción de él, sin perder energía, se entibiaba y dulcificaba, como un. río impetuoso que atravesase aguas templadas. Su doble corriente de vida concentrada obtenía de ese modo la combinación precisa. No preparaban sus entrevistas. Seguros de pertenecerse cuando quisieran, se veían con entera libertad. Roberto Brove era rico, sería célebre muy pronto, y los padres de él y de ella fueron íntimos. No había 27
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obstáculo alguno. De ahí que prolongasen, por las exigencias de su mutua comunicación, la delicia que hallaban sus almas en la guarda del secreto exquisito de su amor. Y ahora, notificados del cariño que los unía, continuaban la confesión del primer minuto, confesión diferente y nueva cada vez, porque contenía un inesperado aspecto de sus estructuras morales. Cada día se compenetraban más, y cuando Roberto cogía reverentemente los brazos blanquísimos de ella y depositaba, favorecido por las amplias mangas del estío, largos besos sobre ellos, Lucía no se asustaba. Se consideraba mecida por el amor, como un niño confiado y protegido. Aquella misma noche, acodada sobre su balcón, soñaba con las dulces caricias ante el jardín donde la víspera, caminando muy juntos, se juntaron las cabelleras de ambos. Ella soñaba con tanto mayor descuido cuanto que, a la mañana siguiente, Roberto había de plantear la cuestión al señor Quoban. Y aquel matrimonio indudable seria la prosecución inalterable de su dicha.
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III EL COLOR ¿Quién podría definir lo que es un padre ante los ojos y el corazón de su hija? La diferencia de edad y de sexo dificulta la intimidad perfecta, pero tal diferencia sirve, no obstante, de lazo sutil y misterioso. El padre es el primer hombre que la mujer conoce y admira. Hay que pensar también que es para la hija un ser único entre todos. En la imaginación de una muchacha su padre no existió antes de que ella viniese al mundo. Se presentó a sus ojos de repente, con una individualidad definida y completa. Ella no le ve, no puede concebirle tal como era antes de casarse, antes de ser hombre. Lo que hacen y dicen los otros, lo que realizan los jóvenes a su alrededor, lo que los adolescentes, lo que los niños que trata ejecutan, nunca es relacionado por ella con la 29
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existencia pasada de su progenitor. Este se rodea de una aureola, cuyos nimbos le separan de las perspectivas habituales, y merced a esa vaguedad inherente a la pupila femenina, un padre no deja de ser para su hija lo que ella supone que es. De ahí que si el señor Quoban ostentaba ante sus amigos un aire que no sólo atraía el respeto, sino que le imponía, a los ojos de su hija esa autoridad era elevada por el prestigio paternal y aumentaba la sumisión del alma de Lucía. Acaso no proceda hablar de prestigio, puesto que el señor Quoban no pretendía tener ninguno. Si gozaba de autoridad, la ejercía de la manera más sencilla, en una forma medio borrada. Desde la muerte de la esposa, sobre todo, se mostraba con su hija extremadamente benévolo, mimoso a veces, casi tierno. La quería mucho, como, hija única que era, mas no le inquietaba su porvenir, porque conocía su docilidad y su mansedumbre. El porvenir de la joven sería lo que él quisiera que fuese. Conversaba poco con ella, jamás la interrogaba y, se mantenía en su reserva habitual. Pero la juzgaba bien. Le complacían ciertos rasgos de su carácter, que aprobaba plenamente, que le encantaban. Se parecía a él en su vida silenciosa e íntima, en su odio al estrépito palabrero, a las 30
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brusquedades de la actitud, a todas las manifestaciones escandalosas de la actividad interior. Hasta aquí el señor Quoban no tenía nada que oponer. Estaba lejos de ignorar, sin embargo, que aquel silencio y aquella quietud no encubrían precisamente una gran actividad, ni mucho menos una gran voluntad. Lucía era él, pero incompleta; la ceniza sin el fuego, la calma sin la fuerza. Conocedor de su hija, el señor Quoban no se preocupaba de la suerte de la joven. Poseía la certeza de que, llegado el momento, su intervención seria decisiva, y no consideraba próximo tal momento. La puso confiadamente bajo la vigilancia de Adelaida, la señorita de compañía, sin que cruzase por su imaginación la idea de que Lucía pudiera desviarse de la vida apacible que llevaba y en la que tanto se satisfacía. Estaba muy lejos de sospechar la existencia de un amor, y menos de un amor como el inspirado por Roberto Brove, que contrariaba de paso el concepto que el señor Quoban tenía acerca del carácter del joven. Aquella pasión ardiente y hasta cierto punto taciturna, que llevaba tres años de duración, le hubiera parecido al señor Quoban, de haberla conocido, algo totalmente inverosímil, algo imposible, un despropósito evidente, una confusión, en suma. 31
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No esperaba de Roberto más que salidas de tono o calaveradas. Era un ser que le aturdía verdaderamente. De niño le había dado ya mucho que hacer, y, a su juicio, era el último hombre al que su hija debería querer. Seguro de su opinión, no se detuvo a pensar en una probable ofuscación de Lucía ante los modales desenvueltos de Roberto. ¡Ella, la pobre niña, concentrada y silenciosa! Y, a pesar de todo, Roberto era también otro concentrado. Ahora que con una fuerza que salía a veces al exterior, como un explosivo que estallase con estruendo. Y un hombre tan impetuoso en ciertos instantes no podía estar dotado, a los ojos del señor Quoban, de una energía positiva. El señor Quoban, Roberto Brove y Lucía otorgaban al observador, no obstante, trazos de carácter comunes. Eran tres concentrados, pero la forma y la tonalidad de esa concentración diferían de tal suerte, que, el mismo trazo, distinto en cada uno de ellos, podía crear aproximaciones muy intensas, como la que se produjo entre Roberto y Lucía, o alejamientos invencibles, como en el caso del señor Quoban en relación con Roberto. El señor Quoban había estimado mucho al padre del joven. Aquel hombre, tan tímido y tan bueno, que había renovado el arte del grabado de me32
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dallas, y cuya conciencia, cuyo escrúpulo extremo y cuya aplicación continua se aliaban con una modestia, tanto más sincera cuanto que él se ignoraba a si mismo, sin vislumbrar lo que merecía ser, impresionó lógicamente el espíritu sosegado del señor Quoban. Le había consagrado un afecto leal, una adhesión completa, que adquiría el matiz o el aspecto de una aprobación. Aprobaba interiormente que el grabador fuese como era. Su amigo ostentaba sobre eso el mérito de su independencia económica, y la maestría en su arte le prestaba una situación moral aún más independiente. Era un poco mayor que el señor Quoban, y éste le consideraba como a su hermano primogénito, como a alguien que no necesita de nadie y del que puede necesitarse. Raúl Brove, el padre de Roberto, había hecho varios favores al señor Quoban, tales como el de introducirle en la casa de, dos o tres artistas célebres, el de ponerle en comunicación con sus colegas, el de invitarle a hacer adquisiciones importantes y el de aumentar la colección de los dos pabellones con algunas de las propias obras, ofrecidas con generosa bondad. Cuando murió el excelente maestro, el señor Quoban le dedicó una necrología comprensiva y 33
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completa. Lo hizo con exquisito cuidado, pues no olvidaba los favores que le prestó y la consideración que merecían a Raúl Brove los conocimientos artísticos del aficionado. El hecho de actuar por motivos personales no excluye la capacidad de agradecimiento. Al contrario. La gratitud y el rencor obedecen a un mismo móvil egoísta. Y el señor Quoban guardaba un profundo agradecimiento al maestro difunto. Por eso le inquietaba el porvenir de Roberto. Temía que peligrasen con él los legados paternales. La incoherencia que desde los años de estudio acusaba en la actitud o en la palabra, aquellos largos silencios de meses y aquella facilidad inesperada y súbita para saltar, para dispararse en arranques bruscos, para esbozar figuras que le parecían desordenadas al señor Quoban, eran cosas que le desconcertaban. Roberto, en realidad, no exhibía esa exuberancia, no estallaba más que después, de haber madurado, durante días, semanas o meses, y según la importancia del asunto, su pensamiento y tomado una decisión. Solamente entonces venía el estrépito. Al señor Quoban, el paso, el gesto y los menores movimientos de Roberto le producían en tales ocasiones el efecto de una danza de polichinelas. Veía un peligro indudable en aquel tempera34
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mento impetuoso, peligro tanto más grave cuanto que amenazaba, según el señor Quoban, la paz y la vida misma de la viuda del amigo. Conforme con su visión, particular de los seres y dé los sucesos, suponía que la señora Brove precisaba de mayor recogimiento, de mayor silencio a su alrededor. Hay que convenir que ella daba fácilmente esa impresión. ¡Oh, no había sido víctima de los hombres, pero sí de los acontecimientos, o sea de la fatalidad! Las desgracias habían caído sobre ella, una tras otra. De soltera, fue como una canción primaveral, alegre y reidora. Pero cuando iba a casarse, perdió a su madre, a la que amaba con una adoración infinita. Algunos meses después de su matrimonio moría su padre, muerte que coincidió con el primer parto. Su marido, Raúl Brove, fue en su vida como una línea de separación, clara y decisiva, entre la alegría de antaño y la tristeza que luego se moldeó, por decirlo así, sobre su semblante. Si la mujer es una criatura pasiva, si lo es en relación con el hombre principalmente, no hay que afirmar que las mujeres son pasivas en todos los estados. La maternidad desarrolla en ellas hasta el más alto grado esa condición, sobre todo si se hallan predispuestas. El nacimiento del hijo se presenta a las madres como un 35
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hecho inevitable, contra el cual no cabe ningún recurso ni modificación. Se puede impedir la amputación de una pierna. No se puede impedir la aparición del hijo. Llegada la hora, es inadmisible querer o no querer. No hay más que sufrir. La mujer estéril será, en consecuencia, mucho más independiente y mucho más altiva. La impotencia de la mujer en tales minutos hace que aquellos temperamentos femeninos en los que la voluntad ha adquirido la suficiente fortaleza se rebelen contra tal esclavitud. La señora Brove no se había rebelado un momento, ni contra la maternidad, ni contra la desdicha. Su primer hijo se fue también cuando apenas contaba un año. Después los otros. El segundo, que idolatraba, y el tercero, desaparecieron igualmente. La señora Brove, de día en día, y de año en año, a contar desde su matrimonio, dejaba descender, posarse y endurecerse un velo triste y pesado sobre su rostro, en el que no se animaba ningún rasgo. Sentía una ternura inmensa hacia su marido, y se daba cuenta de que con su perpetuo abatimiento, con su depresión perenne, ensombrecía las horas del hombre admirable que trabajaba sin descanso. Se reprochaba la imposibilidad de sacudir aquella torpeza que conocía, y se consideraba incapaz, paralizada, 36
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desprovista de sus últimos restos de energía, frente a la idea de que Raúl Brove desaprobase una nueva actitud, ya que le veía sumergirse en un mutismo creciente. Pero si el bondadoso marido se mostraba callado y dócil, no era por descontento, sino por timidez. Le daba miedo turbar la calma de su mujer, y en el recogimiento de su sueño interior no encontraba iniciativa suficiente para romper el hechizo terrible de aquella angustia continua. De este modo quedaban extáticos los dos, privados de esa fuerza vivificadora de expansión que va de un alma a otra alma. El joven Roberto, único hijo que le quedaba a la señora Brove, penetró por el contrario ruidosamente en la atmósfera quieta que invadía y que rodeaba a su madre. Desde la muerte de su marido quedó harto afligida para recobrar fácilmente el valor o la alegría. Pero la voz cálida y vibrante de Roberto removía deliciosamente dentro de ella los antiguos manantiales de la vida. Le quería con delirio. Aquel muchacho que cantaba con tal estrépito al trabajar, le hacía el efecto de un retorno de la propia juventud, de una afirmación de vida inesperada. Roberto tenía la costumbre de fumar impenitentemente, y sembraba de cerillas apagadas 37
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el pavimento del estudio. La señora Brove le miraba complacida, pues aquella aspiración constante de humo le parecía una prueba brillantísima de fuerza, y en su admiración por el joven enérgico y bello, en sus adoraciones de mujer primitiva, recogía contenta, cuando Roberto se marchaba, las numerosas cerillas arrojadas nerviosamente por él. Un día que fue a visitarla el señor Quoban, interrumpió la conversación el canto brioso procedente del estudio. La señora Brove, por hábito de pasividad y por deferencia a su visitante, se dispuso a prevenir a Roberto. Y el señor Quoban consideró confirmados sus temores. El joven no podía producir más que trastornos y quebrantos en las existencias vecinas. Hubiera querido dirigir a Roberto, formar su gusto. Pero él no admitía consejos acerca de su camino y de su arte, y más de una vez replicó con aspereza al señor Quoban. En otras ocasiones, seguro de su fuerza, no contestaba absolutamente nada. Y ambas conductas exasperaban por igual a su viejo amigo, porque en los silencios de Roberto había un desdén que el otro apreciaba en aquel joven, cuyos cabellos de un rojo extraño e insolente, cuyos ojos hundidos bajo las pobladas cejas, y cuya nariz pronunciada y audaz, le crispaban. Por lo demás, 38
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Roberto no dejaba de apreciar a su censor. No le hacía caso; esto era todo. Creía que la dirección de su existencia no le importaba al señor Quoban, y que no tenía nada que ver con él. Los recuerdos de su niñez, algunos rozamientos que sobrevinieron entre los dos, el asunto del bachillerato, que fue su disputa más viva, no dejaron la menor huella en la memoria de Roberto. Era un carácter impulsivo, y la impulsión, derivase de fuera o de dentro, dominaba en él a la reflexión, y consecuentemente borraba todo vestigio rencoroso. Por otra parte, mientras que el señor Quoban veía aumentar su desconfianza y su repulsión, Roberto lo olvidaba todo al instante, seguro de haberse conducido bien. Y ahora gustaba de la conversación del señor Quoban, pronto a serle agradable en cuanto hubiese pretexto, porque tampoco olvidaba, como hijo leal, que había sido aquel hombre el mejor amigo de su padre. En sus discusiones, o más bien en sus charlas sobre arte, porque el señor Quoban no discutía apenas, Roberto se caldeaba y excitaba voluntariamente, y no por espíritu de contradicción ni de ataque, sino para distraer a su interlocutor y para demostrarle que, aunque se había desentendido de sus consejos, no le guardaba ojeriza ni despreciaba un cambio de impresiones con 39
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una inteligencia tan esclarecida, tan documentada y tan interesante. Mas sin darse cuenta, Roberto aportaba a la exposición de sus opiniones ese matiz de condescendiente superioridad que el creador, el obrero si se quiere, tendrá siempre junto al simple aficionado. Y en tanto que Roberto desplegaba toda su facundia para hacer los honores al señor Quoban y para darle una prueba de deferente simpatía, el otro, ante aquella elocuencia tumultuosa, sentíase punzado, como si cada sílaba le hiriese, le destrozase la carne. ¿Era posible expresar algo consistente con aquella certeza, con aquel ruido, con aquel calor? El señor Quoban no perdonaba a Roberto el delito de haberse sustraído a una influencia que por deberes de amistad y de protección hubiese deseado ejercer sobre él. Era una mala señal negarse a atender sus consejos, Habría querido que Roberto fuera escultor. Alguna vez habló de ello con Raúl Brove, y como el buen grabador asintiese dócilmente, pensaba que ésa era su voluntad de padre. Al menos, le decía, es conveniente ocuparse de la historia del arte. En efecto, tal ciencia había progresado poco en aquella época, y apenas se ocupaban de ella. El señor Quoban hubiera tenido un discípulo. El mismo había escrito un amplio e ingenioso volumen 40
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acerca de Ingres. Para él, la pintura de Ingres o la escultura, cierta escultura a lo Lessing, coincidían en un mismo fondo ideológico. Y a esta clase de estética hubiera procurado llevar a Roberto. En vez de eso, el joven se hacía pintor. ¡Y qué pintor! ¡Oh, aquella pintura! Hubiérase supuesto, verdaderamente, que buscaba de propósito las fibras más íntimas del señor Quoban para trastornarlas y contrariarlas, obligándole a gritar si él fuera apto para ello. Roberto, como hemos anotado, era micrógrafo. Se sumergía en el detalle, se encarnizaba, y el color surgía entonces intenso y penetrante, desdeñoso de los ojos ajenos. El señor Quoban, y su criterio tiene también aplicación a la pintura, no estimaba ni aprobaba más que las ideas generales. Del mismo modo que consideraba poco digno de un hombre sostener secamente una opinión o un deseo, y así como detestaba cuanto se presentase como una afirmación demasiado clara o demasiado disonante, no admitía aquella insistencia sobre el detalle. Le turbaba, le atormentaba. Cuando Roberto se propuso hacer su retrato, aceptó naturalmente; pero, una vez concluido, al tenerle en su casa y estar obligado a mirarle, sufría horriblemente, sin que ningún gesto lo exteriorizase. Quizá por un ins41
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tinto secreto, por indiferencia ante un hombre al que no agradaba su trabajo, Roberto, según hemos visto, se alejaba frecuentemente. El señor Quoban experimentaba al examinar al joven una de esas repugnancias, uno de esos odios fisiológicos que suelen tener los no coloristas contra los que lo son, el odio de la línea al color. Si Delacroix pasaba en el concepto de Ingres por un criminal, cuya existencia constituía un serio peligro público, el señor Quoban que no era jefe de escuela, ni creador, ponía acaso menos fiereza en la expresión de su antipatía, pero no por eso era menos viva la violencia interior. Con su habilidad para imponerse suavemente, había logrado formar parte de un Jurado que debía conceder la decoración de una Alcaldía. Roberto era uno de los concursantes. Y aquello fue extraordinariamente angustioso para el señor Quoban. Perplejo, inquieto y muy dolorido, meditó mucho; pero su conciencia se impuso, y entonces declaró a uno de los otros jurados que jamás votaría en contra del hijo de su mejor amigo. Debió ser ésta, sin embargo, una decisión provisional. En efecto: fue a la reunión el día señalado. La discusión era interminable. El se callaba porque en su cabeza había estallado un violento combate. Le 42
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asaltaba tenaz la idea de que el bien general ha de estar siempre por encima del deber privado. Y se levantó a hablar con una emoción en la que se ahogaba su voz grave. Después pronunció una palabra terminante y medida, que echó a pique la candidatura de Roberto. Consecuentemente, era poco probable que quisiera ver un marido en tal muchacho...
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IV PETICIÓN DE MANO Efectivamente, al señor Quoban no le era posible admitir que Roberto quisiese a Lucia, y mucho menos que ésta correspondiese al joven. Y lo que no cabría en su cabeza jamás es que tal cariño ostentase tres años de duración. ¡Tres años! Porque con aquel fantástico, con aquel incoherente Roberto, la cuestión se habría presentado a los ojos del mundo entero, no al cabo de tres años, sino al cabo de tres días. Una discusión, una brusquedad, y Roberto habría traicionado en seguida todos los secretos. El señor Quoban conocía mal al pintor. Conocía al Roberto que su propio carácter le obligaba a representarse, de ningún modo al Roberto exacto. Por lo pronto, no supo nada de aquel amor hasta el ins44
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tante en que Roberto decidió comunicárselo, dirigiéndose a él oficialmente. El joven se sentía, en tal ocasión, alegre y optimista. Y como siempre que acababa de adoptar una determinación, sus fuerzas, acumuladas durante largo tiempo, estallaban con violencia. Declaró que adoraba a Lucía, que era adorado a su vez, que habían nacido el uno para el otro y que aspiraban, sencillamente, a casarse. Los delicados sentimentalismos, los, inefables silencios de su cariño de tres años, nada de eso se transparentó en la exuberante elocuencia del muchacho. Aquella explosión del sentimiento, aquella salida impetuosa del corazón fuera del pecho, aquella afirmación concreta y aquella aspiración enunciada categóricamente, debían producir en el señor Quoban el efecto previsto. Percibía, además, otra molestia, algo así como el escozor de una herida. ¡Se amaban, es decir, creían amarse, y él, el padre, el señor Quoban, lo ignoraba! Y decidió, desde las primeras palabras de la entrevista, castigar a aquella señorita Adelaida, que no le había dicho nada, si lo sabía, y que si no lo sabía revelaba poco fervor en la vigilancia, siendo culpable en los dos casos. En lo que respecta al consentimiento de tal matrimonio y el señor Quoban veía bien, se daba cuenta, a cada 45
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palabra, a cada entonación del joven, a cada solemne proclamación de aquel cariño, que no había que pensar en ello. No podía lanzar a su hija a una desgracia evidente. Aquel loco, aquel exaltado, aquel Roberto sin equilibrio, arrastraría por la vida, tirando de sus cabellos, a aquella pobre soñadora inocente, como si se tratase de una infeliz muñeca, abandonada en las manos de un niño. La ausencia de dirección de la voluntad al lado de una criatura privada de energía, era ciertamente el caos. Lo preveía, lo sentía ya. Todo marchaba «a la deriva», todo era un contrasentido, puesto que se querían sin que el señor Quoban lo supiese, sin que se le hubiera prevenido inmediatamente. Existía, en efecto, una cosa inadmisible: la de que en un asunto semejante su autoridad quedase desdeñada, no tuviese ocasión de ejercerla, y sus consejos no hubiesen sido solicitados desde el primer momento. Ahora, realizado el mal, era muy difícil remediarlo. ¿Qué hacer? Y, sobre todo, ¿qué responder a la petición? El Señor Quoban no tenía siquiera el recurso de aplazar, de ganar tiempo, de dar la respuesta corriente: «Hablaré con mi hija.» Mucho antes de que él pudiese hablar, los dos jóvenes se habían puesto de acuerdo. Y Roberto se confesaba 46
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con él sin intermediario, seguro de su triunfo, seguro, el descabellado, de agradar al señor Quoban con su confesión. ¿Debía rehusar secamente, claramente, en el mismo instante? Imposible. No cabía oponer a Roberto razones de familia, de situación, ni de fortuna. No cabía tampoco conducirse brutalmente con el hijo de su amigo. Imposible ante sí propio; imposible ante los ojos del mundo. El señor Quoban, que siempre obraba después de maduro examen y que tenía reputación de hombre ponderado, pasaría por un ser arbitrario y raro que rehusaba sin motivo. No podía reprochar nada a Roberto, no había ningún amorío a que asirse, ninguna travesura juvenil que invocar. ¡Nada! Roberto formulaba su petición, y razonablemente no procedía más que aceptarla. ¿Razonablemente? ¡No! Hubiera sido la sinrazón misma. Hubiera sido exponer a la pareja a los mayores peligros, lo mismo a Roberto que a Lucía; hubiera sido exponerle a él mismo también, puesto que el señor Quoban, asustado, como suponía previamente, de la conducta y del carácter de Roberto en las más pequeñas manifestaciones diarias de la existencia, ha47
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bría tenido que intervenir para proteger a su hija, para colocar al uno y al otro en el camino recto. En tales condiciones, toda paz y toda unión eran ilusorias, cuando no imposibles. Lo más sorprendente de esta lucha entre dos hombres, de esta oposición de dos temperamentos, era que la batalla no se libraba más que por una de las partes. Roberto no sospechaba lo más mínimo, y no tenia la más leve animosidad contra su interlocutor. Fuera de la pintura, fuera de su arte, admitía sinceramente los méritos del señor Quoban. Reconocía su gran autoridad, sus buenos deseos, lo seguro y exacto de sus juicios. Roberto compartía en esto la opinión favorable que rodeaba al señor Quoban. Ante su rostro venerable, ante su figura serena y fuerte, sentíase invadido de respeto. El señor Quoban era un hombre honradísimo, al que no podía reprochársele ninguna acción villana, que había ostentado siempre un completo desinterés, que no abusó nunca de su fortuna ni procuró aumentarla, y que jamás trató de utilizar su crédito para obtener posiciones vistosas o lucrativas. Se le atendía precisamente porque su palabra era la de un hombre sin compromisos y ataduras, la de un juez imparcial e independiente. 48
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El señor Quoban sabía demasiado que inspiraba ese concepto a todo el mundo. Lo que no suponía era la participación de Roberto, pues no le creía capaz de reflexión, y ni siquiera de un buen pensamiento. Sintiendo, o más bien imaginándose, que no gozaba ante los ojos de aquel joven que estaba frente a él ninguna de sus preeminencias, hubiera querido ser claro y rudo por primera vez, lanzando un veto inapelable. Pero eso repugnaba a sus costumbres. Desconfiaba, además, de sí mismo, y se contenía por una razón más profunda. Por instinto, y también por meditación, sabía que al abrir una vez las esclusas, toda la violencia de su temperamento se escaparía de pronto en forma torrencial. Hubiera dado grandes voces y portazos; hubiera sido capaz de conducirse tempestuosamente, en suma. Y se dominaba con energía, prestando así un nuevo poder instantáneo a la reflexión. De ahí que mientras Roberto hablaba de su amor y de sus proyectos, él consiguiera encontrar la salida deseada. A fuerza de decirse que debía ser afable e indulgente, lograba serlo. Al menos, su actitud se suavizaba. El sentimiento declarado por el joven le habla enternecido, según manifestó. Después, como estaba sentado en un sillón, con la cabeza un poco in49
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clinada hacia adelante y los ojos bajos, se aproximó a Roberto lentamente y le cogió la mano. Antes de hablar, vaciló aún. Había siempre tanta solemnidad en su semblante, que cuando desaparecía aquel aspecto para hacerse la expresión más familiar, más tierna, infundía una respetuosa confianza. En aquel momento era perceptible que el señor Quoban tenía algo que comunicar, una confidencia que hacer. -Este aire grave -dijo-, este aire molesto, lo reconozco, que estás acostumbrado a ver en mi, esta seriedad que me caracteriza, no es efecto del temperamento ni de la voluntad. Hay en mi vida una gran pena, un gran dolor, hijo mío. Nadie, lo sé muy bien, lo ha sospechado. Tú eres el primero a quien me confío. Ni mi pobre mujer ni yo fuimos felices en nuestro matrimonio. El señor Quoban no mentía. Y sus recuerdos iban a ayudar su propósito. No había sido feliz. Y añadía, fiel a la verdad, que su mujer no lo había sido tampoco. Magdalena Quoban, a la que ya hemos vislumbrado, se asemejaba a un pájaro detenido. Se ha adjudicado, con alguna exageración, a la raza céltica la cualidad de la tristeza. Pero la indolencia, la capacidad soñadora también, la alegría que crea aquella indolencia, no son menos dominantes en el 50
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celta. Magdalena había sido, desde su niñez, reidora y atractiva. La canción de su alma se difundía a través de todo, y las alas de aquel pájaro revoloteaban constantemente. No hay que pensar, sin embargo, que fuera la suya una alegría ruidosa. Era una alegría suave, contenida. El sueño interior se manifestaba en ella con rasgos que parecían contrariar la verdadera causa: cierta inconstancia en los movimientos, una maravillosa facilidad para cambiar de proyectos, para pasar rápidamente de una idea a otra. El sueño de aquella alma corría por el universo, sin encontrar un sitio donde establecer su nido. En la educación de su hija, en la dirección de su casa, en sus viajes, pues le gustaba mucho viajar, en sus compras, en sus paseos, exteriorizaba perpetuamente esa inestabilidad, esa variedad, esa fantasía risueña e infatigable. Se adivina fácilmente lo que le sucedería a aquella ligereza al ponerse en contacto con el señor Quoban. Realmente, tal movilidad estaba en el fondo mismo del carácter de Magdalena Swelt -su nombre de soltera-, y no podía desaparecer nunca. Recibía de aquel hombre apacible agravios semejantes, hay que reconocerlo, a los recibidos por él, y sus actividades, exterior en ella, interior en el 51
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señor Quoban, luchaban incesantemente bajo una guerra resucitada por el más liviano incidente, guerra con la que se destruían el uno al otro. No conviene olvidar, sin embargo, que el señor Quoban había soportado con resignación las discrepancias. Explicó prolijamente a Roberto la forma en que había conquistado el triste derecho -¡el deber!- de mantenerse circunspecto, de reflexionar doblemente. Hasta ahí no mentía. ¡No, desde luego! Aquella fantasía desenfrenada que halló en su mujer la encontraba ahora en el pintor, con otro aspecto, es verdad, pero coincidente en el mismo punto de partida, y ese punto de partida no le quería a ningún precio. El señor Quoban renunció a exponer los detalles de su historia sentimental. Lo dicho bastaba a su intención. Necesitaba, no obstante, precisar. Necesitaba concluir. La conclusión del señor Quoban fue: que consideraba indispensable una prueba preliminar antes del acto gravísimo y trascendente de la boda. Solamente eso le tranquilizaría, y ello, además, consagraría el confesado amor. Roberto había escuchado hasta entonces a su respetable amigo con una emoción atenta. Le impresionó la confidencia, la intimidad concedida. Ig52
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noraba aún, sin embargo, la relación que tales hechos y tales desdichas pudieran tener con su asunto. Cuando el señor Quoban hablaba de prueba, él le miraba con la actitud del que sonríe ante un capricho pueril, y le respondió tranquila y benévolamente que la prueba se había realizado ya, puesto que su amor tenía una fecha de tres años. El señor Quoban, que reprochaba habitualmente a Roberto sus brusquedades y sus desahogos, se sintió molesto en esta ocasión por la apacibilidad de gesto y de a réplica. E1 tono del joven parecía más bien subrayar la proposición, como si fuera un capricho, una exigencia inmotivada, disculpable, en un anciano. ¡Pasar él por incoherente, él que no se decidía más que por razones cuidadosamente deducidas! ¡Oh, le era imposible aceptarlo! Estaba seriamente mortificado. Una interpretación tan absurda de sus palabras no podía germinar más que en el cráneo vacío de aquel mozo. Con mucha persuasión, mucha condescendencia y mucha amistad, insistió, sonriendo: -Precisamente, hijo mío, por haber sometido tu amor a una prueba de tres años, no debes temer la prolongación de unos meses más. 53
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El señor Quoban solicitaba aquellos meses, apelando a la lealtad del joven. Consideraba un deber obtenerlos, y como procuraba citar hechos en apoyo de sus palabras, no solamente para afirmar en ellos su experiencia y su conocimiento de los hombres, sino para no adoptar nunca la actitud de llevar demasiado bruscamente las cosas, expuso, a modo de transición, el ejemplo de su propia hermana, la mujer del conde austríaco, viudo ya. No era cosa de contar punto por punto en aquel momento las aventuras extravagantes de aquel conde, aunque quizá pensase utilizarlas. Se contentó con anotar que se trataba de un matrimonio de amor, verdaderamente apasionado, de un matrimonio de locas atracciones. ¡Y cómo se torció! Su pobre hermana y el conde no se dieron cuenta de su íntima desunión y de su profunda incompatibilidad más que a raíz de cierta circunstancia, merced a la cual los que se aman moderamente olvidan sus respectivos defectos y vuelven a desearse, mientras que ellos abrieron súbitamente los ojos ante una ausencia sobrevenida algunos meses después de efectuado el enlace. La separación obliga a conocerse y a juzgarse con serenidad. De todas suertes, pone a prueba el cariño. Y esta separación sería muy corta. Lo que 54
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deseaba el señor Quoban era un viaje. Estaban en verano, y él se marcharía con su hija durante tres meses. Iría, tal vez, a Bretaña, no muy lejos. Si no hacía falta otra condición para tranquilizar al señor Quoban, el joven no tenía que inquietarse. ¡Tres meses! ¿Pero, Dios mío, no estaba persistente su imagen en el pensamiento de Lucía, al final de tres años enteros, sin haber ido a verla con frecuencia, dejando pasar no sólo días y días, sino semanas? En la intensidad de su panorama interior, Roberto también llevaba a la joven con él, y cuando volvía a verla, continuaba la conversación que había comenzado en su alma sola. Indudablemente, era más discreto casarse en seguida. Sin embargo, no se presentaba un obstáculo serio. El señor Quoban consentía en el fondo. Tres meses transcurren con rapidez. Y como perduraba la perspectiva, como él continuaba contemplando a Lucía, no retrocedió, seguro de su cariño, ante la prueba, según decía el señor Quoban. Este consiguió, además, que el joven se encargase de comunicar la proposición a Lucía, ya que la aprobaba y aceptaba con tanta facilidad. ¡Oh, aquella facilidad, pensaba el señor Quoban, era digna de aquel pintor, de aquel hombre insolentemente 55
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seguro de sí mismo! En cuanto a él, hizo llamar inmediatamente a Adelaida, la señorita de compañía, para pedirle explicaciones acerca de su largo silencio. Como silenciosa, lo era en altísimo grado la señorita Adelaida. Con sus cabellos de un rubio desvaído, que se aplastaban en las sienes de su cabeza cónica; con su alto talle y su piel enjuta, con su nariz delgada y larga, con sus ojos azules, muy redondos y muy pequeños, colocados en una tenue excavación bajo las cejas borradas y sobre las mejillas pálidas, la solterona parecía olvidada del mundo exterior y del propio. La actividad no se exteriorizaba en ella más que por una causa: la curiosidad, y su espíritu asomaba entonces mediante un único resquicio. Era curiosa sin finalidad, porque sí, para saber. Por eso no había hablado. Espiaba a los jóvenes cómodamente, esperando. Una revelación le hubiera privado de aquel placer. Acaso temiera desagradar a Lucía y arriesgar su colocación. El hecho es, que cuando el señor Quoban formuló las observaciones pertinentes, ella, turbadísima, respondió que no lo sabia, pues se trataba de un amigo íntimo de la casa; que sólo oyó simples charlas, y, por último, que no había recibido ninguna orden 56
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acerca del caso. El señor Quoban se enteró, consecuentemente, de que la señorita Adelaida era apta para recibir instrucciones, y le recomendó que vigilase más. Después llamó a su criado, al fiel Connan, y le ordenó que hiciera los preparativos para un viaje. Connan no preguntó nada. Hubiérase dicho que aquel mocetón era mudo. En su cara, de una placidez absoluta, no se veían más que ojos. Solapado en extremo, parecía un señor Quoban en estado primitivo. La quietud de sus rasgos no adoptaba aire autoritario; su astucia no desaparecía tras la educación de la conciencia. Y no se mentía a sí mismo. Estaba enterado de su utilidad, y modestamente la ocultaba. Cuando todo estuvo dispuesto y tomadas todas las precauciones para el mejor éxito del proyectado viaje, el señor Quoban quedó contento. De este modo, la fatalidad de todas aquellas incomprensiones se disponía a aprisionar poco a poco entre sus mallas a la soñadora inocente.
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V LA PARTIDA ¡La partida!... Qué triste, qué lánguida y qué desolada es esa hora de los adioses, en la que el alma parece salir de los repliegues más profundos, para gritar a la persona amada: « ¡Quédate, no te marches! » Los que se quieren no deberían separarse nunca. Las mujeres, sobre todo, no deberían ser abandonadas jamás por su preferido, ni siquiera por breve tiempo. Ellas no pueden. ¡No, solas no pueden! En las lágrimas del último momento, en el dolor de la despedida, diríase que toda su pobre naturaleza adquiere la conciencia súbita de su debilidad al saber que necesita más que nunca protección y ternura. Diríase que suplican al amado que no se vaya, que no las deje abandonadas a sí mismas. 58
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Roberto, siguiendo las indicaciones del señor Quoban, se encargó de comunicar a Lucía las determinaciones paternales. ¡Tres años! ¡Tres años de intensidad, de confianza, de amor; tres años de apoyo que iban a desaparecer! La niña soñadora se resignaba, puesto que era preciso, puesto que lo decía él; pero su corazón estallaba, y, si sus ojos no se humedecían, puede afirmarse que interiormente sentía correr un río. de lágrimas. Él procuraba infundirle esperanza y valor. Los hombres esperan siempre. Roberto veía ya los cuadros, los retratos que proyectaba hacer, abismado en el pensamiento único de la amada. Ella no veía más que a Roberto. Estaba tan abatida, tan melancólica, tenía ya un mirar tan vago, que Roberto se afligió hondamente y el llanto acudió a sus ojos. Se despidieron en el pabellón ante el busto de Goethe, en el mismo sitio donde el joven exteriorizó su cariño por primera vez. Débilmente, graciosamente, ella se apoyó en el hombro de Roberto. Él acariciaba los cabellos de Lucía con suavidad. Y ella se consideraba dichosa. ¡La protegía aún! Después, Roberto se inclinó, y sus labios se posaron sobre la órbita de los ojos queridos, cubriendo la sedeña piel de los párpados durante un gran rato. ¡La sentía tan suya y se sentía tan 59
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de ella! Al separarse, se contemplaron profunda e intensamente. Después, Roberto estrechó las manos de la amada. Y se fue. Ella, desfalleciente, creyó morir. Notaba que algo desaparecía con él. Aquella misma noche, el señor Quoban y su hija salían de París. Era, efectivamente, a Bretaña adonde el señor Quoban llevaba a Lucía. No quiso asustarla con una distancia muy grande. Conocía un rincón, entonces poco o nada visitado, en la línea de París a Brest, que respondía exactamente a sus propios gustos de aislamiento, de retiro y de soledad. Hay que dejar el tren en Plouaret, a dos horas de Brest, y tomar un carruaje para recorrer veinte o veinticinco kilómetros de una carretera que se desliza a orillas del mar, en la rada de Perros-Guirec, entre Tréguier y Lannion. Esa carretera termina en una ensenada profunda, que no es más que un golfo pronunciado de la bahía de Saint-Brieuc. Si se continúa avanzando, desde el pueblo de Louannec, encaramado sobre una altura, hasta las enormes rocas de Plouamanac'h, se encuentra a la izquierda, mirando hacia el mar, después del camino que desciende del pueblo entre verdura, otra larga carretera que bordea la playa. Tal carretera parece como abandonada, olvidada allí, triste de verse tan sola, 60
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sobre todo cuando el mar se retira y aparecen las tierras amarillas y las hierbas aplastadas. Entonces se marca un ligero barranco entre la carretera y cierto espolón que, cual un brazo de piedra, se prolonga audazmente. Continuando, se llega a la rada misma de Perros, con su puertecito y sus casas, muy pocas en aquel tiempo. Una cuesta áspera, desigual, penosa, conduce al burgo, que erige su campanario en un cementerio. Descendiendo a la izquierda por una pendiente más rápida aún y más dura, surge de pronto ante los ojos la maravilla azul del mar y una extensión inmensa de arena, como un anfiteatro formado por las dos colinas, entre las cuales, en el fondo, expira el valle. Si todavía se trepa a la otra vertiente, se arriba a La Clarté, desde donde se domina un paisaje amplio y gracioso a la par: la grandeza solemne del Océano, sembrado de islotes que le hacen menos terrible, y las rocas gigantes que forman la costa de Plouamanac'h, cuyas pequeñas ensenadas suavizan durante la marca alta la hosca aridez del granito, y se vislumbra, en fin, la punta de Roscoff. El señor Quoban no iba hasta Plouamanac’h. Había descubierto, cerca de Louannec, en la carretera que va a la rada, una casa hecha a su gusto 61
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para la prueba que iban a sufrir los dos jóvenes, pues en aquella época las comunicaciones eran bastante difíciles y se podía estar allí como perdido. La finca, sin embargo, era encantadora y aparecía deliciosamente situada. Tenía el mar a ciento o ciento cincuenta pasos, y se le descubría a través de los álamos de Italia, que se elevaban en el jardín, como si tratase de cortar la Pointe du Château, situada en frente. Entre los árboles y la playa se extendía un campo vastísimo que en aquella estación dejaba ondear el oro rubio de las espigas. Remontándose por detrás ,de la casa, se penetraba en los bosques. El jardín era, por tanto, una especie de cáliz perdido en aquella decoración. Lo que acabamos de decir no es más que una fijación del lugar. No hemos intentado lanzarnos a una descripción semejante a la de los escritores que, situados ante un paisaje, se limitan a ofrecernos lo que la propia visión les ha permitido percibir. Ese sistema nos da el carácter del autor, pero de ningún modo el de sus personajes. Porque hay que suponer que cada carácter se comporta distintamente, según que los ojos logren comprender el paraje. De ahí que determinados sitios gusten a unos y desagraden a otros, sin que se pueda acusar a los lugares en sí 62
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de tales divergencias en el gusto. Existe una secreta aproximación de los paisajes al alma y del alma a los paisajes. El alma buscará en la Naturaleza los trazos que le convengan, o, mejor, esos trazos irán a ella, invadiéndola, y, según las impresiones, según las emociones internas, variarán las cualidades del mismo espectáculo. Y es muy dudoso, casi inverosímil, que los personajes de una novela, esto es, seres dotados de vitalidad, vean un espacio de cielo o un rincón de tierra con la abundancia copiosa de detalles que solemos poner de ordinario para exornar y recargar nuestros cuadros. Lucía, al llegar a aquel país tan apacible, pues le pareció apacible desde luego, no pensó ciertamente en precisar las irregularidades de las costas y de las islas. Eso le era imposible. Recibió de aquel panorama, visto por primera vez, una impresión de conjunto, muy clara, eso sí, pero ninguna particularidad se precisó concretamente en su pupila. Estaba triste, casi descorazonada, sin saber por qué, y, sin embargo, sentía en aquella Naturaleza como una armonía envolvente y tonificadora. El cielo sonreía con su bella sonrisa de azul pálido. Notaba que ese color era una caricia para su corazón que se comunicaba con ella. Al mismo 63
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tiempo, una delicada tristeza se desprendía, a su parecer, del contorno de las cosas. Lo que extraía de aquel paisaje, lo que se apropiaba mejor, era aquel vaho fino y luminoso, aquel gas diáfano, aquel vapor trémulo que hasta en los días más claros parecía posarse sobre los objetos, lo mismo en las hojas verdes que en la línea del horizonte, en la curva de las colinas que en las propias olas. Su corazón se estremecía cuando sus miradas iban a perderse en el seno de aquellas gasas ligeras que desaparecían. Ella misma no se daba cuenta de lo triste de la impresión. El aire indeciso, la atmósfera vacilante que dormitaba en las encinas del camino y en las lejanías entrevistas, le hablaban demasiado, para no impresionarla, de su íntimo desfallecimiento en la hora de la despedida, cuando se separó del amado, de la fuga de su alma en aquel momento. Hubiérase dicho que su dolor se amparaba y se refugiaba en la humedad gris del cielo melancólico, en las lágrimas que se deslizaban por encima de las cosas. La blanca carretera abandonada a orillas del mar, en la playa desierta, le había producido un efecto torturador. Y cuando al día siguiente, en la paz de una mañana diáfana, fue a soñar al jardín, éste creó en sus pupilas visiones misteriosas. Se 64
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encontraba allí como aprisionada por la vegetación. A través de los altos álamos y de los ramajes bajos de los laureles, de los acebos y de los sucos, el mar se mostraba solamente en puntitos azules o en discos movibles. A su izquierda, los troncos desnudos y lisos de las hayas apretadísimas dejaban filtrar penosamente la luz, y unos tilos gigantescos se obstinaban en cerrar por completo el horizonte, haciendo creer a la joven que no existía otro cielo que el cielo bajo e intermitente de los límites del jardín, cielo que parecía inclinarse sobre un mundo inferior, en el que ella no percibía más que el fondo verdoso de la hierba. Todo a su alrededor estaba en calma, como extinguido, como inanimado. Supuso que había caído realmente en el mundo de los muertos, en los tranquilos Campos Elíseos, en algún país más bajo que la superficie de la tierra, donde un día muy debilitado, pero muy dulce y muy benéfico, trataba de mantener en ella la ilusión de cierta clase de vida silenciosa y velada. A la derecha de la finca y bordeando un campo vecino, aparecía un inmenso telón de árboles que se presentaba ante sus ojos como una alta e inacabable muralla verde. La sensación de vivir en un mundo subterráneo aumentaba con el espectáculo 65
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inesperado y encantador que desde su llegada hubo de ofrecerle tal alineación de castaños, de olmos y de álamos. Pensó que habría nuevos árboles detrás; pero de pronto, de arriba abajo y de abajo arriba de la pared arbórea, vio moverse muchas manchas rojas, blancas, negras y azules. Detrás de aquel tabique elevado no habla otra cosa que un cerro, por el que corrían y jugaban los niños y niñas de la aldea. Al perseguirse, parecían subir y bajar por el ramaje, entre el cual aparecían y desaparecían. Era el mundo de las canciones, de las danzas y de las alegrías, detenido ante aquel dominio sobrenatural que protegía una muralla de castaños, mundo que la joven no vislumbraba más que al otro lado de los grandes árboles. Todo ese paisaje bretón, seducía también al señor Quoban; pero no sorprenderá a nadie saber que sus ojos lo veían y sus gustos lo interpretaban de modo muy diferente. Se encontraba a si mismo en aquella Naturaleza. Hay que anotar, sin embargo, que su pupila, más ejercitada, era a la vez más perspicaz para la observación de algunos rincones y de algunas particularidades que se escapaban a Lucía. Y no es que al señor Quoban le gustase el detalle y se perdiese en él. Lo que le impresionó 66
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primeramente, lo que le hizo considerar hermoso aquel cielo azul pálido, en el que hallaba su hija una armonía secreta, fue un accidente atmosférico, poco menos que insignificante. Algunas nubes blancas de forma redondeada, que a Lucía no le importaron, se paseaban por el cielo. La sencillez clásica de aquellos dos colores, de aquellas nubes blancas y de aquel cielo azul; su combinación preestablecida y consagrada en cierto modo; la atenuación que recibían mutuamente, le parecieron algo bien dispuesto y afortunadamente encontrado. Admiraba aquel cielo como se admira un cuadro discreto en el que el artista no ha prodigado el color. La palidez de aquel cielo bellísimo no le agradaba por su melancolía ni por su dulzura, sino por lo que ostentaba de correcto. Un tono chillón, o lo que él llamaba así, le hubiera herido al instante. Cuando pasaban por la carretera abandonada, antes de llegar a la finca, experimentó una gran alegría al notar fundidos tan completamente los matices que le ofrecía el polvo grisáceo del camino y los tintes borrosos de la costa en la marea baja. Le interesó principalmente la especie de velo húmedo con que el aire del país, saturado de agua, recubría el relieve de los objetos. Sus ojos descansaban en él 67
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satisfechos. Distinguía muy bien las aristas verdaderas, las líneas exactas, bajo aquella luz vaporosa, pero agradecía que estuviesen disimuladas. En cambio, no recogió, no percibió el señor Quoban ninguno de aquellos lindos detalles próximos: los accidentes delicados del cielo, de la vegetación y del mar, los rinconcillos gratos del paisaje, elementos con los que Lucía construyó el nido de su espíritu. La joven no dirigía la vista muy lejos: dejaba huir las perspectivas apartadas; pero cerca, a su lado, descubría sitios en los que se precisaban los menores salientes. Su mundo interior se poblaba al instante en el espacio exiguo de su corazón con esplendores sorprendentes. Débil y errante de ordinario, tenía necesidad de un refugio para ir a él en las horas de turbación y de incertidumbre. En París, era su gabinete amado, en el que conocía el último pliegue de la tela más ínfima, en el que el objeto más pequeño adoptaba un aire, amigo. En el campo, fue aquella parte baja del jardín donde su alma se detuvo complacida. Pero, tanto en París como en el campo, era en los cuartitos de su corazón, adornados con mil cosas, con mil naderías, donde realmente se enclaustraba. Allí podría encontrar más tarde algún consuelo, por 68
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lo menos el aislamiento en que sus sueños lograban hacerla olvidar el mundo exterior. El señor Quoban no obtuvo del jardín ni de la finca más que una percepción de la masa verde que se erguía por todas partes y cierto campo de trigo que un seto bastante alto separaba del citado jardín. Aquellos colores rebajados y tiernos no le ofendían. Su corazón, sin embargo, estaba muy distante de la ternura. Entre aquellas murallas verdes que contemplaba con satisfacción profunda, experimentaba, ayudado por el paisaje, el sentimiento del hombre que se afirma, al fin, como soberano. Sí, el era libre allí, a la manera con que él gustaba y estimaba la libertad, sin escándalo, en una apacible quietud, solo bajo aquellos árboles que protegían, que hacían invisible su poder y donde éste se ejercía con mayor seguridad. Si la mirada interior consigue transformar un paisaje hasta el punto de hacerle odioso, y no aludimos con ello al señor Quoban, la sensibilidad de la joven hacíala descubrir cada vez nuevos encantos y nuevos atractivos. Quizá determinadas circunstancias lograban embellecerlo todo. Ella no salía del jardín habitualmente. Sin embargo, cierto día que marchaba por la carretera abandonada a orillas del 69
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mar, en un paseo abstraído y solitario, sorprendió al regresar a la casa bellezas singulares en la playa desierta. ¿Sería porque aquella mañana el buen cartero de la barba roja, el excelente Juan María, acababa de entregarle una carta?
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VI SUS CARTAS Lucía no esperaba, ciertamente, aquella carta de Roberto. Había ido sola consigo misma a pasearse a la orilla del mar, bastante lejos de la casa, distraída, sin ver nada. El cartero rural de la blusa azul la divisó y se detuvo. Colgó de su brazo la fuerte cayada, abrió la bolsa de cuero, buscó en ella, y dijo: -Señorita, tengo una carta para usted. Verdaderamente no habían acordado nada al separarse. Les parecía mejor. Ella no habló de correspondencia, además, porque no había pensado en la posibilidad ni en la existencia de tal cosa, probablemente. Roberto, acostumbrado a vivir interiormente su amor, como encerrado en su sentimiento, decíase que la vida íntima continuaría entre ellos a distancia, y no pensé en la necesidad de 71
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escribir. ¿No amó un año entero sin palabras? Pero un día tuvo la idea o el ¡impulso de hablar en voz alta con ella, y ese día escribió muchos pliegos. Por fortuna, cayeron directamente en manos de Lucía. No es que ella se ocultase, ni que creyera por un segundo que debía ocultarlos. Su alma era recta. Solamente experimentó con el contacto de aquellas hojas de papel en las que Roberto proseguía sus conversaciones inolvidables, un doble sentimiento, como una doble sensación. Aunque no hubiera vacilado en confesarse a su padre, diciéndole: «Sí, nos escribimos, y así debe ser, puesto que hemos de casarnos», tuvo primeramente una idea contraria: «Estas líneas son nuestras, como nuestro amor. Nadie tiene que conocerlas». Y las guardó para ella del mismo modo que guardaba toda su dulce intimidad de ternura ardiente y profunda. Al mismo tiempo, el instinto le advirtió que era preciso, en efecto, que guardase para sí aquellas páginas, que su correspondencia fuese un secreto, y que ese secreto quedase entre los dos. En el aire flotante de sus pensamientos esa idea se fijó, tomó cuerpo y se convirtió en un punto inmóvil y claro en medio de sus fantasías vagas y vaporosas. 72
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Una suave alegría bañó el rostro de la joven al leer las palabras de Roberto. Ahora iba hacia el jardín, hacia el refugio, después de haber descendido a la playa. Extendía, dichosa, la mirada a su alrededor. Por primera vez hasta entonces percibió en la cima de un cerro, frente al mar, un bosquecillo de pinos inclinado hacia la aldea, situada por bajo de la finca. Los rayos del sol doraban, entre los pinos, el suelo sembrado de sus rubias agujas desprendidas. Notó la intensidad del verdor, el contraste de la tierra áspera y morena de los campos labrados que rodeaban la colina con el azul intensísimo del cielo. Diríase que había, penetrado en su pupila, al propio tiempo, que el escrito de Roberto, la misma visión de los colores, el mismo ardor del artista, pues analizaba el paisaje a medida que avanzaba. Los detalles de la vegetación y del suelo, la brizna de hierba verde en un techo de paja, el ladrillo rojo de una tapia, la madera carcomida de una estacada, el ocre de los terrones, los accidentes policromos del camino, todo llegaba ahora a su retina. Se dirigió entonces al pinar recién descubierto, se sentó y volvió a leer la carta. A cada instante apartaba los ojos del papel para dirigirlos al horizonte, que le parecía sereno y magnífico. Su espíritu entero se dilataba. Imaginó 73
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que los oros rosados del fondo del horizonte, que el aire ilimitado, que las ondas ligeras de luz, llevaban su corazón, llevaban lo inexpresado de su alma al bien amado. Le contestó al día siguiente. María Reina tuvo que ir a echar la carta al correo, situado a dos kilómetros, cerca del castillo. Lucía estaba aún sometida a la embriaguez de la conversación reanudada, saboreando el alivio de saberse protegida. La víspera, desde lo alto del cerro de los pinos, había contemplado el jardín y la finca, obteniendo la sensación de haber salido de pronto al mundo exterior desde el fondo de la casa perdida entre la vegetación. Aquella mañana todavía, después de contestar a Roberto, continuaba mirando a la finca con un sentimiento análogo de liberación y de paz. Le parecía que alguien iba a moverse, a descender y a subir por el cerro próximo, tras el seto transparente de los árboles. Y, sin embargo, el tiempo había cambiado completamente. No se percibía un rayo de sol en el cielo, ni en el cielo un trozo azul. El mar no se veía. La niebla arrastraba sus cintas y sus gasas entre el ramaje, y la joven distinguía los espacios por donde penetraba la luz merced a los vellones de la niebla, que, como algodones flotantes, se acumulaban en 74
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los intervalos de las ramas. Esta vez no experimentó ante el espectáculo ni tristeza ni descorazonamiento; su alma no se sintió abatida por la pesada torpeza de la atmósfera. Ello no quiere decir que dejase de saborear lo que había de particularmente sombrío en tal decoración. Pero era el carácter del paisaje, su color, lo que de repente le interesaba. Descubría, todo lo que aquel verdor bañado de vapores, lo que aquella tierra húmeda, lo que aquellas gasas envolventes de tonos intensos trataban de revelar como poder de una Naturaleza conquistada en pleno día por la noche. Vislumbraba, en suma, la fuerza singular que ocultan los colores sombríos, la vida intima que estalla ante los ojos atentos al aspecto de muerte de un paisaje. De este modo, la Naturaleza iba a ser la primera en traicionaría. Paseando por el jardín con su padre, después del almuerzo, le comunicó sus impresiones, mientras hablaban con indiferencia. La joven nunca decía nada de ella. No estaban ni el uno ni el otro en una situación moral propicia a las confidencias. Al hablar del aspecto del jardín y de la emoción que le causaba, la inocente no creía entregar nada de ella misma. En efecto, para todo el mundo hubiese sido aquella conversación impersonal e insignificante. 75
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Pero el señor Quoban reconoció en seguida el color, aquel color execrado, y con él todo el carácter de Roberto. ¡Se había apoderado bien del corazón de Lucía aquel pintor inevitable! El señor Quoban, naturalmente, ignoraba el reciente cambio de cartas. Mas las descripciones o, mejor, algunas de las frases con que la joven describía el espectáculo que los rodeaba, le hirieron directamente en el cerebro. He aquí que al cabo de ocho días saltaba del fondo suave y uniforme del pensamiento de Lucía un tono vivo, uña especie de pincelada caprichosa sobre una tela fresca aún. Siguiendo su costumbre, no dijo lo más mínimo, en tanto que acariciaba con el dorso de su índice los lacios pelos de su bigote encanecido, Pasados algunos días más, la joven volvió nuevamente a sus silencios, cayó en sus retiradas íntimas, como si sus comunicaciones con el mundo exterior acabasen de romperse súbitamente. Transcurrida otra semana, los colores de la revelación tornaron a sus ojos y a su alma. El drama misterioso se desarrollaba en lo profundo de su ser, y apenas se transparentaba en su semblante. La cara de su padre tampoco le traicionaba. Por otra parte, Lucía no observaba, no veía, no buscaba impresiones en aquel rostro. El señor Quoban, sin embargo, estudiaba. Y, 76
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bajo aquellas figuras inmóviles, el drama proseguía representándose entre el padre y la hija. El señor Quoban estaba persuadido, convencido, de que Lucía, una vez alejada de Roberto, cesaría de amarle, suponiendo que le hubiese amado realmente. Era indudable que su temperamento, había sido violentado y sorprendido, para hacerla enamorarse de tal hombre. Lejos de él, debía cesar el encanto, la magia quedar destruida libre la joven de la vista diaria de Roberto, emancipada de la seducción de su presencia. Mas he aquí que, de pronto, en el silencio de las aguas límpidas, se elevaba una ola, aguda y negra, como la mirada del otro. ¿Qué ocurría allí de nuevo? Porque tenía que ocurrir algo, de uno u otro modo. Habían transcurrido seis semanas, y el señor Quoban sorprendía con espacios periódicos una animación en el carácter de Lucía que le recordaba el de Roberto. Pensaba que si mantenían una correspondencia ignorada por él, el hecho venia en apoyo de su hipótesis. En efecto, bastó, según él, separar a la joven del pintor, para que viera claro ella misma y comprendiera que ningún lazo firme los unía. Su hija se le presentaba con el aire habitual, con su rostro apacible y sin emoción. Atribuía su silencio a una desaparición del 77
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sentimiento, desaparición que no podía ser más que momentánea, desde el instante que Roberto volvía a posesionarse de ella, no la dejaba sola y escribía. Quiso cerciorarse por completo. Si era verdad que Roberto escribía, el señor Quoban estaba en el caso de creer, con absoluta razón, que, sustraída a la influencia fatal, la joven no pensara en Roberto. Pero si era cierto que él escribía, ¡qué falta de palabra (no había dado ninguna palabra en tal sentido), qué desleal! ¡Oh, aquel Roberto era capaz de todo eso, verosímilmente! ¡Y después, y sobre todo, qué forma tan caballeresca de prescindir del asentimiento del padre, de menospreciar sus timbres autoritarios! El señor Quoban consideró como un deber imperioso la apertura de una investigación. Se fijó al momento en la señorita Adelaida. La señorita Adelaida estaba demasiado ocupada. Tenía por costumbre pasar las jornadas, ya en el salón, ya en el jardín, ante un bastidor, sobre el que confeccionaba no sabemos qué maravilla, porque siempre se la veía absorta en su trabajo. De vez en cuando realizaba un doble movimiento que le era familiar. Se detenía para contemplar su obra, y entonces pasaba su mano, de dedos extraordinariamente largos, por las ondas aplastadas sobre su cabeza cónica; después, invirtiendo la agu78
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ja, se rascaba distraídamente la oreja. Lucía no prestaba la menor atención a aquella criatura tranquila e inofensiva. Mientras leía, se paraba a veces para dirigir algunas palabras a la señorita Adelaida, Y la señorita Adelaida respondía sin levantar la cabeza. En realidad, no se le escapaba ni una frase, ni un gesto de Lucía. Desde luego, no le pasó inadvertido el cambio que se operaba ciertos días en las maneras, en la mirada, en la voz de la joven. Lo había notado mucho antes que el señor Quoban. ¿Cómo averiguar el motivo? Trató al instante de interrogar a María Reina. Porque la señorita Adelaida se había dado cuenta de las salidas de la muchacha. Verdad que ésta, aun en París, hacía frecuentes recados a su ama, pues era notorio que Lucía se consideraba incapaz para la compra de los objetos más usuales, y que lo confiaba siempre a María Reina o a la señorita Adelaida. No tenía nada de particular, por tanto, que María Reina hiciese recados. ¿Pero aquellas salidas, en el campo, a las mismas horas, y con intervalos casi regulares? ¿Qué significaba todo eso? La curiosidad minaba a la solterona, punzaba su alma como la aguja en el cañamazo, y quería pasar también la punta al otro lado. Por desdicha, la tontuela de María Reina, que no era muda, 79
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charlaba de todo, lo mismo de sus recados al correo que de los otros, con una incoherencia y una imprevisión que hacían inútil toda tentativa exploradora. La señorita Adelaida, en fin, tuvo que encomendarse a la casualidad, que no dejaría de ayudarla, contra una criatura sin malicia, contra una inocente soñadora. Un día la señorita Adelaida trasladó su bastidor al jardín y trabajó toda la tarde. La noche se aproximaba. Lucía estaba sentada, casi echada, en un butacón de mimbre, de espaldas a su curiosa aya. Esta se había puesto cara al mar. Lucía se sintió de pronto atraída por el espectáculo que le ofrecía la puesta del sol. A su izquierda, del lado del bosquecillo, los troncos de los árboles dejaban filtrar con irregularidad el cielo azul, visible allí solamente a causa de los grandes tilos, de ancha bóveda, que cobijaban a Lucía. E1 cielo azul parecía una mirada detenida allí, una mirada procedente de lo alto que cayese sobre aquel mundo subterráneo y misterioso que el sumergido jardín presentaba a la imaginación de la hija del señor Quoban. De repente, el cielo no fue más que un aire rosado y transparente. Las aguas de oro se movían ahora a través de los árboles. Las cortezas se tornaban rubias en algunos sitios. Y 80
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aquello adoptaba una armonía intensa y mágica. El alma de Lucía bogaba entre aquellas ondas de luz. La joven se sentía morir. Aquel espectáculo la turbaba y la apasionaba a la vez. Le encontraba hermoso. Percibía el encanto con los ojos mismos del amado. Y él reaparecía más vivo ante ella. En aquel instante había vuelto ya totalmente la espalda a la señorita Adelaida. Para vivir tal hora en comunión más directa con Roberto, para consolar a su alma de la tristeza del sol perdido, extrajo de su pecho la última carta y la desplegó lentamente. Entonces, los largos dedos de la señorita Adelaida alisaron las ondas aplastadas de su cabeza cónica. La aguja, vuelta del revés, rascó su oreja. Y leyó la carta, desde el principio al fin, por detrás del hombro de Lucía. A la mañana siguiente el señor Quoban estaba completamente informado. La señorita Adelaida se dispuso con tal celo a informarle tan completamente como fuera posible, que al descubrir una de las cartas no vaciló en ponérsela en sus propias manos. El señor Quoban no iba nunca al cuarto de Lucía. Entre un padre y una hija, sobre todo cuando la madre no existe, se establece siempre cierta reserva instintiva que obliga a cada uno a confinarse en sus habitaciones, aun du81
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rante las horas sencillas de lectura o de trabajo. La señorita Adelaida, por el contrario, iba y venía, y la joven no desconfiaba. La ingenua y aturdida María Reina se enteró quizá de algo, pero carecía de cualidades para ejercer sobre la señorita Adelaida una vigilancia eficaz. Previno a su ama de una manera general, aconsejándola que guardase bien sus papeles. El aviso llegaba con veinticuatro horas de retraso. Cuando el señor Quoban vio la carta, todos sus rencores no satisfechos, y ahora alejados, volvieron. ¡Oh, aquel manuscrito impertinente, frondoso, con sus letras altas, de trazos finos, obstinados y puntiagudos! ¡Era la insolente pintura de aquel hombre penetrando en los ojos y excavándolos! La primera impresión del señor Quoban fue que, si verdaderamente lograse Lucía sustraerse por un minuto a aquella influencia nefasta, si cesase súbitamente de amar a Roberto, encontraría aquellas cartas fuera de hi1gar y ridículo aquel amor. Casi se rió. Hubiera querido ocultar tales misivas en alguna parte y ponérselas más tarde ante los ojos, cuando ella hubiera recobrado la calma. Se le aparecería la realidad con toda su fuerza, y se reiría también, asombrada de sí misma. 82
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Meditaba... De golpe tuvo un estremecimiento. Era la mañana posterior a un día en el que su hija reveló uno de aquellos cambios significativos en el gesto y en la palabra. El señor Quoban se paseaba por la carretera abandonada a orillas del mar, cuando vio pasar ante él, dirigiéndose hacia la finca, con su blusa azul, su cayada, su saco de cuero característico, al cartero rural, al excelente Juan María.
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VII UN PERSONAJE EPISÓDICO Encontramos frecuentemente en la vida unos personajes que no hemos de volver a ver, que de momento no desvían un milímetro la marcha de nuestra existencia, y que gravitan sobre las reflexiones con un peso harto ligero. Algunas veces, sin embargo, una circunstancia imprevista nos abre de par en par las puertas de su carácter. Su esfera de acción se cruza entonces con la nuestra y la modifica. Después desaparecen. Y ya nunca oímos hablar de ellos. Esto ocurre tan repetidamente, que casi todas las vidas están informadas, desde la cuna, por tales encuentros efímeros. Pero desde que escribimos, desde que relatamos una historia, pretendemos desterrar cuidadosamente de las propias novelas el albur de esos episodios. Si no componemos nuestra 84
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vida, porque no nos es posible, tenemos que componer, al menos, nuestros libros. Y es necesario que el personaje presentado al principio y aparecido hacia la mitad del relato, obtenga una pequeña participación en el final. Es necesario que vaya mezclado con la acción y que sus apariciones estén justificadas, como si justificásemos todas las apariciones que surgen ante nuestras propias existencias. De ahí que nuestras novelas acaben siempre por ser estudios, ofreciendo raramente el cuadro desordenado, pero fiel, de la vida, que vemos en las pinturas de un Dickens, Los ingleses no han pertenecido a la escuela de la unidad. Hay que creer que les ha atraído preferentemente la de la vida. Y resulta de tal diferencia que nosotros componemos, ciertamente, nuestros libros, mientras ellos viven los suyos. Olvidamos, a la vez, que en la realidad esos encuentros no significan nada. Nosotros somos los que ofrecemos una presa al azar que cruza. Cuando tenemos un propósito y la fuerza precisa para ejecutarlo, si una circunstancia nos falla provocaremos otra que venga a ayudarnos. Admitiendo que, en esta narración verdadera, no hubiera tenido el señor Quoban el cuñado que tenía, podemos estar seguros de que se hubiera ingeniado para combinar sus pla85
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nes sin el auxilio de ta1 pariente. Y la prueba está en que no fue el cuñado quien se presentó, sino que fue el señor Quoban quien concibió la idea de ir a buscarle, en aquellos momentos críticos que atravesaba. Nunca se sabía exactamente dónde estaba el conde Carlos, como solía llamarle su familia. Iba a menudo a París y se alojaba en un hotel . Pero el género de vida que llevaba no le hacía muy asequible. Pasaba, sin embargo, días enteros en sus habitaciones sin salir. Lo difícil era llegar, casualmente, uno de esos días, y conseguir que recibiera, pues el conde Carlos establecía un cerco a su alrededor. Y no eran las intrigas femeninas la causa. Para él, las mujeres quedaban en segundo término, en el último quizá: eran muebles indispensables, pero no estimaba necesaria su presencia en el propio alojamiento. Los caballos y el juego: tales eran sus grandes preocupaciones. El mundo arbitrario de las carreras y de los clubes invadía su casa, y hay que hacerle la justicia de decir que le dejaba explotar por toda aquella gente. El conde Carlos se sentía incapaz de ocuparse de nada por sí mismo, incapaz en cierto modo de proceder, sea por hábito de gran señor, sea por imposibilidad de concentración. Vivía hacia afuera y para los 86
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demás. Así, tenía a su servicio un factótum de profesión, una especie de secretario general y de criado a la vez. Se cree equivocadamente que Fígaro ha desaparecido de nuestras costumbres. Ha desaparecido para el parisiense; pero el servidor intimo, el barbero clásico, en fin, se encuentra, con más frecuencia de lo que se supone, al paso del forastero rico. El conde Carlos poseía el suyo, Pablo Rable. Era un muchacho muy inteligente, muy hábil, muy despierto, lleno de recursos y dotado, verdaderamente, con el don de la ubicuidad. No se sabe cómo conseguía servir al conde, con todo lo que estaba obligado a hacer, pues era al mismo tiempo oficial de peluquería. Mas el problema se limitaba simplemente a burlar la vigilancia de su jefe. Cuando Pablo Rable era llamado por un cliente, no sólo no podía eludir la visita, sino que estaba obligado a regresar con el dinero del servicio. Si el parroquiano, no estaba en su domicilio o se hacía esperar, el oficial volvía, pero duplicando el precio de su trabajo. La combinación corría peligro de descubrirse, pero Pablo se bastaba para todo. Fue uno de los primeros en utilizar el velocípedo, inventado por aquella época. Después manifestaba a. su principal que había tenido que ir tres veces a 87
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casa del cliente, y pagaba de su bolsillo la triple visita. Entretanto, había ido al hotel del conde Carlos, o a realizar algún encargo del mismo, disponiendo ampliamente de los gastos. Al conde Carlos le era imposible pasarse sin él. Pablo Rable recomendaba a los abastecedores, transmitía los pedidos y pagaba las facturas. Cierta vez, estando el conde en Viena, Pablo recibió una factura de once mil francos contra su protector, sin que éste se hubiera cuidado de prevenirle. Pablo la abonó, y aseguró as! la confianza de que gozaba. El conde agradeció el crédito que hubo de concederle su factótum y la facilidad con que logró obtener una suma semejante. En cambio, el otro no había desembolsado ni un céntimo. Se limitó a advertir al acreedor que él se hacía responsable de la deuda. Entretanto telegrafiaba al conde, y por telégrafo también obtenía la cantidad. Desde entonces no existió tarea, grande o pequeña,- que el conde no le encomendase. Disponía el conde Carlos de un coche de alquiler que se estacionaba el día entero a la puerta del hotel. El carruaje esperaba que alguien se dignase ocuparlo. No concebía el buen aristócrata que el vehículo pudiera emplearse en otros menesteres que en los de esperar 88
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siempre. Y al lamentarse de la dificultad que le procuraba la carencia de tiempo para el envío de algunas cartas a sus amigos, Rabie se ofrecía. El se encargaba de llevarlas, tomando un coche por horas. Total: tres o cuatro francos sobre su cuenta. Y, o bien montaba en el carruaje abandonado, o endosaba los recados, junto con los que tuviera, al chico de la peluquería. Las últimas funciones de Pablo Rabie fueron de condición mucho más delicada, y ello testimoniaba una vez más el poderío alcanzado. Unos dos años antes dé los acontecimientos que describimos, el conde decidió vivir varios meses en París con una polaca que había debido raptar. Aquella mujer murió en el hotel. Al morir, expuso el deseo de ser enterrada en su país. Pertenecía a la religión católica. El conde Carlos no pudo trasladar las cenizas en aquel instante, y el ataúd quedó depositado en los sótanos de una iglesia, bajo los cuidados del vigilante barbero. El depósito costaba cincuenta francos diarios. Ciertos asuntos en el Adriático reclamaron al conde, y no regresó hasta el cabo de un mes. Pablo Rabie, entretanto, era acosado por el párroco, que no sabía qué hacer con el depósito y que no estaba muy seguro del pago. Al regresar el conde, corrió a comunicarle lo que suce89
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día. El aristócrata se asombró. Había olvidado por completo el asunto, pero abonó todo el gasto, y esta vez hizo el traslado. Transcurrido un invierno, Pablo. Rabie recibió un despacho: «Dígame si la doncella que cuidó a la señora continúa en el hotel.» Continuaba, en efecto, esperando una recompensa, pues formaba parte del servicio de la dama muerta. Y recibió la interesada un billete de mil francos a vuelta de correo, con orden de presentarse inmediatamente. Pablo Rable comprobó en el nuevo viaje del conde que este había hecho de ella su amante. Ahora instalaba a la sirviente en el mismo hotel donde los cuidados concedidos a la amante antigua procuraban al aristócrata una idea inconsciente de hábito o de voluptuosidad. Fisiología sentimental, digna, seguramente, de tentar la pluma de un novelista. ¡Todo un hermoso libro que escribir! Ese era el hombre que el señor Quoban necesitaba en aquel momento. En alguna ocasión habría prestado algunos favores a su cuñado, pues no basta la posesión de una gran fortuna para no caer alguna vez en apuros de dinero. El señor Quoban, en el instante preciso, podía muy bien exigir al conde otros ligeros favores. ¡Eran, ciertamente, tan pequeños los que iba a pedirle! Primero había que dar con 90
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el viajero. No ofrecía grave dificultad, pero era inevitable un espacio de días para terminar con buen éxito la empresa. El señor Quoban envió a París a su fiel esclavo Connan con la misión de acorralar al factótum modelo y de inquirir la dirección actual del conde. El enviado se encontró en París con la doncella, y hay que suponer que se estableció una correspondencia misteriosa entre los dos cuñados, porque, transcurrido algún tiempo, el señor Quoban recibió la carta que seguramente quería. El conde Carlos le invitaba a pasar en unión de Lucía varias semanas en una de sus propiedades. La finca peligraba con la ausencia de su dueño. Había que salvarla. El conde, en aquellos instantes, estaba muy ocupado -cosa que creemos- y no podía acudir en persona. Una inspección de quince días era bastante para contrarrestar el abandono. El viaje era encantador. Seduciría a la joven. Conocería las bellas islas del Adriático -la posesión estaba en Corfú- y estaría confortablemente alojada en el propio castillo. El conde Carlos suplicaba al señor Quoban que acudiera en su ayuda, que no dejara perecer la hermosa propiedad. El señor Quoban dio cuenta de la invitación a Lucía. Con su tono tranquilo y dulce añadió que no 91
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veía el medio de rechazarla. Después, acarició con el revés de su índice los pelos caídos de su bigote blanco, bajó los ojos hacia el suelo, los levantó y pareció reflexionar profundamente. El conde, dijo, tenía sus intenciones acerca de tal finca. El señor Quoban sabía que la destinaba a la joven, y en medio de sus reflexiones el señor Quoban sonrió con mucha bondad en la sonrisa. Sí, efectivamente, aque1 viaje entristecería un poco a la pareja. Pero, en último extremo, las dilaciones exigidas por el bárbaro padre -aquí otra sonrisa de indulgencia y de bondad- no habían expirado aún. Faltaba la insignificancia de un mes. El tiempo justo para la pequeña excursión. Y como ello no estaba en el convenio y contradecía el espíritu del mismo -aquí la cabeza se inclinó y la mirada recobró su aspecto reflexivo-, permitiría la correspondencia entre los novios. Ante esta concesión, Lucía, confusa, avergonzada ya de sus tapadillos, trataba, en su vergüenza, de olvidar, de lamentar, las anteriores desconfianzas. El señor Quoban proseguía sin dejar que hablase su hija, ya que ella, razonablemente, no podía oponer nada. Escribiría él mismo a Roberto para prevenirle; escribiría a la señora Brove. Lo hizo, en efecto, y el plan de viaje fue aceptado con 92
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relativa facilidad. La lentitud autoritaria que el señor Quoban ponía en sus frases afianzaban siempre sus proyectos. En sus palabras había algo que gravitaba sobre él mismo. Aquello descendía sobre vosotros y no imaginabais que quien de tal modo se expresaba no fuera un hombre reflexivo, noble, que sabia siempre mucho más que su auditorio y que actuaba según el consejo de su prudencia benévola. ¡Oh, aquel viaje! ¡Qué trabajo le costaba a Lucía resignarse! Acaso hubiera preferido ver alejarse el plazo de la prueba, con tal de no moverse de Bretaña, de no abandonar el benéfico verdor de que se veía rodeada por todas partes y que tan bien la protegía. Habla grabado en aquellos lugares queridos todo el amor de su alma. Y eran ahora algo muy suyo. Aquel dominio de ensueño se adaptaba en cierto modo a sus aspiraciones, invadiéndola. ¡Qué deliciosa sensación la de permanecer horas y horas perdida en el fondo de su jardín, con la ilusión inefable de que vivía en un mundo subterráneo, comparable a los Campos Elíseos! ¡Veía a su alrededor las hojas lejanas o próximas, pero diáfanas todas y como ahogadas en un vapor; ligeras, pálidas, aéreas, pareciendo impalpables e irreales en la atmósfera gris y dorada donde 93
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se inmovilizaban, donde reposaban! ¡Hojas de sus hayas, de sus encinas, de .sus tilos y de sus álamos, hojas de todos aquellos árboles, tan suyos! De ella y de él, porque identificaba el sitio con el bien amado. Se conocían de antemano, y, no obstante, fue, durante la ausencia cuando aprendió más cosas, gracias a él, cuando supo mirar y comprender la Naturaleza. Le escribió confesándole la lánguida tristeza de la partida. Le pintó, cual si tuviera los ojos de él, todo el misterio de aquel paisaje. Aprovechaba el final melancólico de aquella temporada dulcísima para dejarse penetrar mejor por los contornos indecisos de las cosas, por las hojas indeterminadas, por el suelo triste. Iba y venía por la carretera reveladora o por el bosquecillo de pinos inclinados. Bordeaba el mar y se abismaba en los vahos luminosos de la arista de los cerros o de las ramas, gozosa con la difusión coloreada de los objetos. Alimentaba su amor con toda aquella Naturaleza, y mezclaba de paz, de dulzura y de olvido de sí misma sus comunicaciones con el prometido. Un día tuvo un desfallecimiento súbito, uno de esos desfallecimientos que se creen inexplicables porque parecen apoderarse de nosotros bruscamente2 y que proceden del sentimiento obscuro de 94
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nuestra impotencia. Sola, errante y como abandonada, la joven fue aquel día a pasearse por la carretera, a orillas del mar; y andando cual una sonámbula, había seguido la carretera, atravesado el pueblo y trepado por la cuesta que conduce al burgo. Allí continuó avanzando todavía, perezosamente, con la cabeza baja. Hizo un movimiento, levantó la frente y quedó absorta. Acababa de descubrir, en un recodo del camino, repentinamente, la alta mar. Desde la colina donde se encontraba percibía a lo lejos las islas doradas, el agua azul que ostentaba un vellón luminoso, y luego, allá abajo, en todo lo bajo de la pendiente y dispuesta en anfiteatro, la extensión rubia y plana de la arena de Trestoe. El mar se había retirado, dejando al descubierto las obscuras rocas de los dos lados de la playa. La joven descubría distintamente, tal era la inmovilidad del agua, el fondo verdoso y los guijarros a través de la límpida esmeralda. Bajó la cuesta y se sentó cerca de las olas. El aire era apacible. La creación parecía dormir. Lucía siguió con los ojos dos maripositas blancas que volaban por encima de ella, jugando. Diríase que estos insectos vuelan a más altura, cuando son dos, como si prescindieran del espacio al verse. Y sobre la luz bru95
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mosa del horizonte, sobre el mar tranquilo, erraba el mirar de Lucía, a la vez lánguido, apagado y penoso. Una de las dos mariposas se separó, volvió, partió, y después, engañándose sin duda, voló a ras de las olas. Se alejaba, volando bajo, fatigándose. Lucía, cuyos ojos se extraviaron en la persecución del insecto, percibió de pronto, y como si no lo hubiese visto nunca, toda la inmensa superficie del mar. Aquello no tenía límite. Se sintió débil, se sintió pequeña. Y tuvo deseos de echarse allí, en la arena, y expirar. Una angustia lenta la invadía, la paralizaba. Sólo persistía en ella un pensamiento nítido: «¡No quiero, no quiero marcharme!» Regresó cansadísima, casi moribunda. Se dejó caer sobre un banco en el jardín querido. ¡Oh, cómo se dirigía toda entera hacia Roberto en aquel instante! Contemplaba con ojos apagados la vegetación familiar, las hayas y los acebos y los álamos blancos y, en el fondo, el seto misterioso de los grandes árboles alineados. Su mirada distraída se detuvo de golpe. Experimentó un sobresalto que escalofrió todo su cuerpo. Se levantó. Detrás de los grandes castaños se vislumbraba una silueta conocida. La forma subía y bajaba, como una visión, desde las cimas de los árboles a las raíces, desde éstas a las 96
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copas. ¡Roberto! ¡Roberto! Era Roberto. Él, él, sin duda ya. Había llegado. La esperaba. Y se precipitó fuera del jardín, corriendo hacia allí detrás, hacia el mundo, hacia la vida, hacía el amado.
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VIII LA SEPARACIÓN Era Roberto, efectivamente, enterado de la próxima partida. Hasta entonces, y durante aquella ausencia, había vivido, según su costumbre, en la silenciosa intensidad de su sueño. Solo, trabajase o no, encerrado en su estudio, se perdía materialmente, y le parecía descender a las profundidades del cariño. Después, experimentó uno de aquellos sobresaltos habituales que tanto temía y detestaba el señor Quoban. Se decidió de la noche a la mañana, subió al tren y marchó directamente a Plouaret. Roberto era hombre capaz de presentarse ante el señor Quoban y decirle de sopetón: «Ya lo sabe usted. Vengo a ver a Lucía.» ¡Pero no! Quería verla para él solo. El señor Quoban no tenía que hacer nada en el asunto. En su buena fe, consideraba como un ca98
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pricho la prueba que se le había ocurrido al padre de Lucía. Desde su punto de vista resultaba igual que hablase o no con la joven dentro del intervalo establecido. No habría de amarla menos, en uno o en otro caso, y no dejarían por ello de estar prometidos. Podían, por tanto, volverse a ver. Erró por el país, a pie, aspirando el paisaje, absorbiéndole hasta el fondo de sus pupilas; paisaje hecho ciertamente para él, porque si en otras partes la Naturaleza se ofrece, por decirlo así, ella misma y penetra en la mirada, aquí el ojo tenía necesidad de hundirse en ella. No le fue difícil encontrar la finca. Lucía, además, se la había descrito frecuentemente, enviándole sus propios colores. Conocía también el seto de los castaños. Después de haber rodeado el bosque de pinos inclinado sobre la colina, fue a situarse detrás de los grandes árboles hospitalarios. Se sentó en la vertiente desnuda, escondida por el espesor del ramaje. ¡Y cómo te encantó Lucía, cómo le hechizó, en cuanto la vislumbró! En el embudo formado por el jardín, circundada de verdura, parecía el hada verde de los cuentos, sola, pensativa y abandonada. A través de los dominios de su ensueño se le aparecía como un ser sobrenatural y lejano. 99
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Esa escena se fijó en su retina para siempre. Clavaba la vista, analizaba y se apoderaba ahora del lugar en que ella se sentaba. Cada una de las hojas que encuadraban la cabeza de la joven adquiría a sus ojos un color distinto. Esas hojas se reflejaban dulcemente sobre su rostro, sobre su vestido. La había concebido tal como la admiraba allí, destacando su ropa verdegueante entre los mil verdores que la rodeaban. No miró ni a derecha ni a izquierda, no abarcó en su conjunto el espectáculo del sitio maravilloso. Su mirada se hundió en aquel rinconcito único, y se encerró en él. Allí puso, allí lanzó y condensó toda su potencialidad de visión y toda su alma. La agudeza con que supo registrar el tono de cada hoja, y distinguir entre ellas nítidamente los múltiples verdores que encuadraban a Lucía, lograba hacérsela ahora más presente. Reconocía que jamás estaría alejada de su pensamiento, después de haberla recogido de aquel modo. Y cuando ella se dirigió a él, detrás de los castaños la absorbió de tal forma, nada más con mirarla, que creyó que la joven no se había movido y que desde hacía mucho tiempo estaba ya a su lado. Lucía apoyó la frente en el hombro del amigo y casi se hundió en sus brazos. Se sentaron. ¡Qué re100
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conocimiento instantáneo de toda su vida desde que él estaba allí! Positivamente volvían a ella la fuerza y la esperanza y el valor y el aliento mismo, olvidados los días de ausencia y de abandono. Le parecía que la voluntad corría por sus venas, que salía realmente del fondo de su reino inanimado, al salir de aquella atonía en la que sus nervios se precipitaban siempre, vencidos por la languidez y por la impotencia. El besó sus párpados largamente y la estrechó fuertemente contra su pecho. Lucía creyó desfallecer cuando los labios de Roberto tocaron sus labios. Con un movimiento enérgico y noble, él la irguió y la colocó en el asiento próximo. Y con la acariciadora gravedad de su voz dijo que estaría a su lado constantemente, que estaría cerca de ella en cuanto lo deseara, en cuanto hiciera una señal. El menor llamamiento sería suficiente. Acudiría, ¡Pero, justo cielo! ¿Qué teñían que temer en adelante? ¿No habían vencido triunfalmente el tiempo de la prueba impuesta? ¿Si alguna vez hubieran sentido dudas, si la desconfianza más leve hubiera pasado en algún minuto por su corazón, no se, hallarían suficientemente disipadas? ¿Habían hecho otra cosa que amarse más, al separarse? ¿No pensaba ella, desfalleciente, en la primera partida, que todo había aca101
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bado, que jamás volverían a verse, y no se estaban viendo, sin embargo? Se hablan separado sin saber si se escribirían, y ahora les era permitido cambiar libremente sus cartas. Roberto tornaba a encontrarse confiado y fuerte. Lucía, más postrada siempre, menos firme en su valor y con el alma decaída, tampoco comprendía sus tristezas y sus desesperanzas. Los dos no miraban más que al porvenir en aquel momento, puesto que sería la continuación natural del presente. Roberto iba a trabajar. Quería pintarla en su trono de verdura, tal como la había percibido diez minutos antes a través de los castaños. Viviría con ella y en ella todos sus instantes. ¡Eso era verdad! Y también era verdad que, ante aquel propósito, Roberto no sentía la amargura entera del. adiós, ni su angustia desgarra dora. Se ha dicho frecuentemente que el hombre posee el egoísmo odioso y necesario del trabajo. Mas esa afirmación no es exacta por completo. Para Roberto, en aquella hora, el trabajo y el amor se fundían en una sola necesidad. Se instalaría en su obra, sabiendo que tendría en ella todo el espíritu habitado de Lucía. El hombre que quiere, consagra el menor esfuerzo, hasta el de un trabajo indiferente, a la idea de su amor, latente siempre en 102
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él. Roberto extendía muy lejos esa especie de alucinación. El contacto de su pincel y la absorción en que se sumía, le daban la sensación constante de que ella estaba allí, de que, sin verse, hablaban juntos y se respondían. Las mujeres no tienen otro trabajo que el de su corazón. Y ese trabajo sigue las leyes ordinarias de los demás. O fatiga, y es el olvido, o consume, y es la muerte. En la soledad, la mujer no sabría rehuir una u otra de esas alternativas. Si no tiene dentro de ella con que bastar al mantenimiento de su amor, éste decae y se va, a menos que no sea más fuerte y arrastre a la mujer con él. Lucía, la dulce soñadora inocente, el temperamento suave y silencioso, la débil criatura, quería que el amado estuviera cerca de ella sin cesar. La llama procedía de él, iluminando las cenizas de su alma. Notaba que la presencia real del amigo le era indispensable. ¡Cómo lo había notado ya durante la breve separación! Pero una de las ilusiones a las que nos hallamos más sujetos es, en cierto modo, la de no percibir nunca el minuto que llega y creer en la continuidad del minuto en que estamos. De ahí que ella, cuya fuerza para la lucha no era grande, se encontrase ahora fuerte, por la sencilla razón de que él lo era. Así será siempre, 103
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aseguraba él; todo seguirá siendo lo mismo que es en este instante. Roberto la animaba realmente, trasladándole su espíritu. Y en el océano donde flotaba blandamente su sueño, se sentía súbitamente arrebatada, como esas barcas errantes «a la deriva», a las que un marinero hábil logra amarrar a su embarcación. ¡Oh, ella sabía muy bien que estaba presta a seguirle donde él hubiera querido! Había en aquel corazón, como consecuencia evidente de su debilidad exquisita, sacrificios y obediencias y caricias que se ofrecían continuamente. Ella se resignaba ahora a la separación, sólo porque él se mostraba resignado. El instinto se oponía a tal viaje, pero fue traicionada nuevamente por algo que no era mas que ella misma. No tuvo el valor de confesarse. Se sometía a él. ¿Qué tenía que temer, por otra parte? No existía ningún motivo para temer una separación de mayor brevedad que la primera, y la primera no parecía nada ya. Su padre era bueno, su padre no la contrariaba, su padre accedía. De ahí que el beso de despedida poseyese un no sé qué de dulzura sosegada, de tristeza venturosa. Esa disposición de Lucía duró poco, y se borró completamente desde la llegada a Corfú. No habla experimentado hasta entonces impresión más des104
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garradora. Y es que para el alma dolorida no hay quizá en el mundo un lugar más melancólico que esta isla de encanto, en la que los poetas han descubierto y cantado siempre mil aspectos rientes y suaves. Es suave y riente, en verdad, la bella isla de Corfú. En otras islas de ese mismo mar Jónico se sorprenden sitios más o menos salvajes, rocas cortadas a pico, montes abruptos, tierras desoladas por las convulsiones sísmicas, lugares desiertos y casas ruinosas que ofrecen al corazón sangrante un tenue consuelo, le señalan su simpatía y están con él en convivencia. En Corfú todo es apacible, gozoso y verde. Pero no es ese verde velado, ese verde secreto de Bretaña. Tampoco es un verde vivo, un verde brillante que ofenda a los ojos. Diríase que el sol, a fuerza de brillar sin descanso, adormece bajo sus rayos, todas aquellas selvas que se escalonan a lo largo de las colinas. Lucía no detalló esta impresión; la sufrió. Aquel verdor, sin ser deslumbrante, tenía en sus matices y hasta en sus contornos, en la serenidad con que los árboles sucedían a los árboles, en el silencio de sus cúpulas, algo tan tranquilo y tan dichoso, que parecía calmar el dolor humano. Aparentemente, nada había sufrido en tal Naturaleza. Hacía aún mucho calor en aquel final de octubre, y 105
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ese calor vaporoso y pesado ponla un gran velo de sueño y de olvido sobre todas las cosas. La finca del conde Carlos estaba a hora y medía de la población, en lo hondo de una montaña. Arriba se percibía el mar lejano, y más allá, en el horizonte, el triste Epiro. Llegaron a la hora del sol poniente, y el, mar, inmóvil, sin un pliegue, extendía ante los ojos su esmalte bermejo. La joven se sentía angustiosamente oprimida ante aquel espectáculo. Creyó que zozobraba, que se hundía y perdía en las olas mudas. Para ella, dos detalles dominaban el paisaje. No veía, no amaba, no inquiría más que esos dos detalles, esos dos accidentes del cuadro que se desarrollaba a la contemplación. Sobre la redondez uniforme de las colinas se erigían, aquí y allí, cipreses gemelos, tan solos, tan lamentables, tan dolientes, que las lágrimas brotaban al mirarlos. Y después, cuando las pupilas se volvían del lado del mar, en el fondo de los valles, aquí y allí también, brillaba la sábana argéntea del agua de algún lago, como un ojo abierto melancólicamente hacia el cielo. Aquellos cipreses y aquellas aguas dormidas llegaban al alma, la enervaban, invadiéndola con mil inquietudes y con mil misterios dolorosos. ¡Era espantosa, ciertamente, la imagen de aquella soledad en el lujo 106
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de tamaña Naturaleza! Lucía lloraba inagotablemente, pues Corfú se le aparecía como un sepulcro profundo y florido, y se hundía en él como en una nada triste, como en un blando sufrimiento, como en una taciturna renunciación. Si Lucía hubiera tenido distintos ojos, habría visto sonreír, sin embargo, las cimas de todos los árboles; habría oído a cada hoja palpitar dulcemente de alegría; habría sentido la tierna caricia de la luz al posarse sobre la isla entera, como la madre que, inclinada hacia su hijo, parece preguntarle: «¿Estás contento hoy?» Habría descubierto en el corazón y en el semblante de los campesinos y de las campesinas que encontraba una alegría indefinible, porque hacía tres años, apenas, que Corfú, con sus seis hermanas, había sido devuelta a Grecia, frente al desventurado Epiro, que desconocía aún la libertad. Las hermosas carreteras que los ingleses habían abierto en casi toda la isla, carreteras anchas y cómodas, permitieron a Lucía y a su padre dirigirse, sin una gran detención en la ciudad, hacia la finca del conde Carlos, que desde entonces debían vigilar y habitar. La carretera que conducía al pueblo donde se encontraba el castillo molestó en seguida al señor 107
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Quoban, por su semejanza con aquella otra carretera abandonada al borde del mar que acababan de conocer en Bretaña. Y no era que le preocupase en este momento la pintoresca configuración del suelo. Era que un recuerdo vivo, preciso, le representaba aquel célebre tropiezo con Juan María, que tal emoción le produjera. Al señor Quoban no le agradaba la instalación en Corfú, aunque fuese por un mes, el tiempo preestablecido. Se daba cuenta de que lo que realizaba era un sacrificio. Había abandonado su bella casa de la calle de las Feuillantines, sus dos estudios, sus mármoles, sus pinturas, sus medallas, todas sus colecciones magníficas y escogidas, todo su interior parisiense, en fin. No se engañaba, por tanto, a sí mismo cuando veía en tal viaje un sacrificio. Se lo dijo a Lucía al llegar. Le manifestó que el cuidado único de su dicha, colocada por encima de todo, le había decidido a imponer una prueba semejante, prueba que no era exigida solamente a la joven, ya que él sufría también. Y ello era exacto. El señor Quoban resultaba víctima de todas las resoluciones que había tomado, de todas las luchas que libraba. Sólo un pensamiento sostenía a aquel hombre: el de que, 108
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procediendo así, cumplía por completo con su deber. Los últimos acontecimientos habían fijado además con mayor firmeza esa idea del deber en la conciencia del señor Quoban. Si no hubiera tenido, desde hacía un mes, el proyecto de partir para Corfú, se habría decidido durante los últimos días pasados en Bretaña. Para él, la conducta de Roberto Brove podía definirse con estas sencillas palabras: «Jamás se sabe lo que va a hacer.» Esto significaba, a los ojos del señor Quoban, que era capaz de hacerlo todo. La severidad de su juicio acerca de Roberto se condensaba en aquel aforismo. Y como nunca podía saber lo que iba a realizar un loco parecido, era indispensable prevenirlo todo. El señor Quoban sospechaba, allá en Bretaña, que, como consecuencia de la correspondencia, no tardaría en presentarse el propio corresponsal. Y, efectivamente, Roberto hizo al cabo su aparición. El señor Quoban había adoptado muchas precauciones para evitar que se le escapase la presencia del joven. La señorita Adelaida alisaba con más cuidado que nunca las ondas aplastadas sobre su cabeza cónica y se rascaba con más frecuencia la oreja con su aguja invertida. Para mayor seguridad, y bajo el pretexto de que había que 109
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comprar varios objetos indispensables, el fiel Connan marchó a París tan pronto como el viaje quedó acordado y en el instante mismo que se avisaba a la señora Brove. La advertía para tener la certeza de que adivinaba el juego del pintor. Necesitaba saber cómo se comportaría aquel muchacho desconcertante en semejantes circunstancias. Y el señor Quoban no se equivocó. Connan acechaba en París y la señorita Adelaida en Bretaña. El señor Quoban logró enterarse así inmediatamente de la visita de Roberto. Olvidaba que si éste se había presentado era precisamente a causa del viaje en proyecto. Y fue herido mortalmente, golpeado más a lo vivo que con la petición de mano y que con el descubrimiento de las cartas. Consideró desleal aquella ruptura de la palabra, aquella manera de desdeñar el convenio, y de no hacer ningún caso del deseo expresado por el señor Quoban. Había hablado con dulzura, con indulgencia, y no comprendía que se procediese contra una voluntad expuesta con tanta condescendencia. ¡Ah, Roberto no tomaba en serio y con docilidad el tiempo de la prueba solicitada y consentida! Pues bien: era indispensable que la sufriese a la fuerza. Se vería quién era él. En efecto, en 110
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cuanto trataba de apartar un poco a los jóvenes durante la ausencia, el señor Quoban presenciaba lo previsto, y ello significaba que la afición mutua no era firme. No pensaba ni un momento, razonando así, que era él quien iba a poner en práctica la obra de la desunión. ¡Ay, no basta estar hechos el uno para el otro, estar seguros de la asociación de la ventura! Hace falta aún que las circunstancias y los hombres permitan esa dicha. ¿Qué importaban las afinidades de Roberto y Lucía, ni que experimentasen una necesidad recíproca, él de su dulzura, ella de su fortaleza? No es suficiente la coincidencia de los principios cuando se arroja algo a través de lo que habíamos supuesto y cuando un carácter que busca su punto de apoyo en otra parte se obstina en dejarnos solos y angustiados con el alma agonizante.
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IX EN CORFÚ Hacía un mes que estaban en Corfú. El señor Quoban se informaba desde los primeros días con mucha solicitud de las noticias de Roberto obtenidas por la joven. La carta que recibió, casi al llegar, estaba impregnada todavía, llena por entero, de la última entrevista. Roberto: describía el lugar donde la había sorprendido, y la salida de ella entre los castaños. Era evidente que la escena le obsesionaba. Su arte y su amor parecían haber extraído de aquel espectáculo una satisfacción absoluta. Había encontrado al fin a su Lucía en el cuadro de verdura del fondo de su reinado de árboles, y se le apareció tal como la adivinara y sintiera la noche en que hubo de descubrirla súbitamente bajo la lámpara. Esta vez creyó que el alma de su amiga se le manifestaba de 112
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una manera tangible. El procuraba recordárselo, y se extendía en detalles acerca del instante, evocado con apasionamiento. Después, no habló más ni del verdor, ni del cuadro, ni de la revelación que había obtenido aquella tarde, y escribió cartas puramente tiernas, en las que se entregaba a la descripción y al comentario de su próxima dicha. Luego, al cabo de tres semanas, el azar quiso que no escribiese más que unas frases, apenas media página. Para él, sin embargo, aquello era un mundo. Lanzaba un grito de júbilo, y se hubiese dicho que corría hacia la joven y que la abrazaba. Ello aparecía materialmente sensible en el escrito. ¡Y es que Roberto acababa de percibir totalmente su verdad! La idea había madurado dentro de él, y se exaltaba con ella. Se había puesto a trabajar febrilmente. Aquella escena, cuyo recuerdo le embriagaba, aquella visión de Lucía entre las verduras del jardín, se condensaría en un cuadro, el más bello, sin duda, de los suyos, un cuadro que representaría todo su amor. ¡Y llegaba a tiempo! justamente para la Exposición Universal que debía celebrarse en 1867, y que ya se anunciaba con grandes estrépitos, le precisaba un triunfo indiscutible. Le poseía, le tenía, ciertamente. ¡Aquél sería su cuadro! Y se sumió en él, pues cada pince113
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lada le hacía vivir más íntimamente con la prometida. A Lucía le fue difícil, en verdad, extraer de las cartas precedentes algo que pudiera servir como noticia de Roberto ante su padre. Le era imposible referirse a la última entrevista, y la atormentaba fuertemente aquel misterio. Aprovechó, por tanto, la ocasión que se ofrecía para hablar libremente del joven. Dijo al señor Quoban que Roberto se había puesto a trabajar en un gran cuadro. Estaba segura de que ello agradaría a su padre, que seria una buena recomendación para el amiga. Añadió, movida por un sentimiento análogo, que la última carta era brevísima. Creía atenuar así la falta que suponía su anterior silencio, y demostrar al mismo tiempo que aquella correspondencia era una cosa insignificante. -El señor Quoban escuchaba atento y reflexivo, mirando al suelo y acariciando con el revés de su índice los lacios pelos de su bigote blanco. El, tan silencioso de ordinario, solía extenderse ahora en largos discursos. Lo extraño era que, aun hablando así, conservaba el aire taciturno. Su palabra seguía siendo grave, baja a veces, y en su pronunciación había algo extinguido y amable. Hablaba mucho, sin embargo; hablaba siempre, para distraer, sin duda, a 114
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la pobre Lucía. La noticia que le dio ella del nuevo trabajo emprendido por Roberto agradó evidentemente al señor Quoban. Inclinó un poco la cabeza, y la sacudió con lentitud dos o tres veces. Aquello quería decir que aprobaba. Después se extendió, complaciente, en la evocación de sus recuerdos. Habló de los pintores que habla conocido en otro tiempo, haciendo constar la parte que en ellos adquiere el trabajo, la parte absorbente que les hace olvidar los otros sentimientos de la existencia. Viven en una especie de alucinación que se prolonga hasta más allá de la puesta del sol, porque cuando les falta la luz para pintar, persiste la obsesión, de las formas de la jornada; y entonces toman un papel o un álbum, y lanzan al azar algunos dibujos, algunos esbozos a lápiz o a pluma. El señor Quoban comprobaba con placer en Roberto el temperamento de los grandes trabajadores. La joven no debía extrañarse de que Roberto no escribiese con más amplitud, ni tampoco de que escribiese con cierta irregularidad, pues bajo el ardor del cuadro concebido sacrificaría la pluma al pincel. No, Lucía no se extrañaba. Sabía la intensidad con que Roberto vivía en sí mismo. Sabía también que no era solamente el arte el que se apoderaba de 115
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él. ¿No le había conocido ya en semejantes estados? Actualmente debía estar sumido como nunca. En sus conversaciones volvía de buen grado el señor Quoban al tema, y explicaba a su hija toda la tiranía de la idea sobre esos cerebros poseídos por el arte. Frecuentemente, decía, se callan en medio de una conversación agradable, y es que cuantos les rodean han dejado de existir para ellos, es que su mirada interior les representa sin cesar las formas y los contornos que les preocupan, sus verdaderos y únicos amores. Luego, el señor Quoban tenía un impulso de franqueza, igual al que tuvo con Roberto el día de la petición de mano. Siempre con la cabeza baja, hacía observar a la joven, y ello de un modo general, que los artistas -líteratos, pintores o músicos- adolecen de extravagancias y de manías que conviene sean respetadas por la esposa. Era preciso que, una vez casada, no se asombrase del aislamiento de su marido en pleno hogar, de que se ocupase exclusivamente de una tela o de un motivo, de que emprendiese un viaje, de que estuviese ausente un mes para capturar un paisaje o un tipo. Y el señor Quoban, al llegar aquí, tenía otro impulso de franqueza. Levantaba los ojos para contemplar a Lucía dulcemente. ¡Por saber todo eso, 116
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había querido imponer tamaña prueba! ¡El no dudaba de Roberto, no! Pero su experiencia y su conocimiento de los hombres le habían enseñado el peligro que para el corazón, para la dicha de una mujer, constituyen estos matrimonios. Si él hubiera tenido que decidir, a pesar de su afección profunda hacia Roberto, no habría aconsejado nunca tal elección. Porque lo que expresaba no tenía nada de personal. No sería justo culpar a los individuos de los defectos señalados; éstos eran comunes, inherentes a determinados temperamentos, sobre todo a ciertas categorías de trabajadores. El señor Quoban concluía felicitándose de su pequeña dictadura, pues ambos, Roberto y su amada, graduarían, merced a la corta separación, la fuerza exacta de su amor. Lucía experimentaba ante los discursos del señor Quoban una infinita laxitud, una angustia lenta, que se sumaba a la depresión producida por la isla. ¡Oh, no desconfiaba de Roberto! La duda estaba lejos de su espíritu. Sucedía otra cosa en ella. El propio señor Quoban salvaba la persona y el temperamento particular de Roberto. ¿Y no era verdad lo que decía de todos, o tristemente verdadero? La joven no definía con exactitud sus sentimientos, mas la deducción era que los hombres, en efecto, suelen 117
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hundirse durante varias horas en su trabajo, sea éste cual sea. Durante ese tiempo la mujer queda sola y como abandonada. Pero la sensación de abandono, una vez casados, aunque Roberto pasase horas enteras mudo ante una tela, no la habría experimentado Lucía. La experimentó de pronto en Corfú, y la idea de posibles abandonos le hizo creerse de pronto horriblemente sola. Su naturaleza débil, desfalleciente y soñadora tenía necesidad de un apoyo constante. Y no era solamente una mano sobre la suya lo que precisaba; era un pensamiento que ella hubiera querido sentir bajo el suyo para sostenerse; era el contacto de un alma. Le parecía que todo se borraba súbitamente. El aire cálido, el espectáculo suave de aquel dulce verdor; todo, en fin, contribuía a enervarla, a destrozar su voluntad, a hundirla en la languidez de sueños disolventes. Una melancolía infinita se apoderaba de ella ante la sola idea de la enorme distancia que los separaba. Vivió así durante quince días. Y en esos quince días no recibió la menor carta. Eso tenía que agobiarla desesperadamente, lamentablemente. Llegaba, sin embargo, a explicarse el silencio, y no se sorprendía. Recordaba aquellos tres años de amor en los que Roberto apenas abría la boca, en los que 118
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apenas hablaba del estado de su corazón, mientras que ahora sabía perfectamente que aquel corazón estaba lleno de ella. Veía a Roberto dedicado por entero a la obra emprendida, a aquel cuadro en el que ponía todo su esfuerzo. ¿No habían vivido, por otra parte, uno y otro, varios años sin cambiar casi una palabra? ¡Ah, sí! ¡Allá, en la calle de las Feuillantines, en el pabellón, frente al jardín! Pero, ¿por qué, sí, por qué abrumaba tanto el paisaje actual? ¿Por qué el raro carácter de este país nuevo? ¿Por qué era el cielo insondablemente azul? ¿Por qué esta aflicción en todas las cosas, en el aire, en el verdor monótono, en el mar silencioso, en el Epiro violeta, allá lejos? ¿Por qué esta opresión sobre el pecho, esta sensación de no poder escaparse de aquella cárcel, de considerarse encerrada? ¡Oh! ¿Por qué aquellos dos cipreses situados sobre cada colina parecían guardadores eternos de un luto ignorado? ¿Por qué lloraba al mirarlos? Las palabras de su padre, emitidas en voz baja, lentamente, apaciblemente, acudían a su memoria, perturbándola. Suponía que Roberto habría decidido volver a Bretaña para ver nuevamente los lugares del adiós, para recoger todas las melancolías de aquella Naturaleza, a fin de extenderlas mejor en su cuadro. Por eso no escribía, sin 119
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duda. ¡Qué tranquilo y qué fuerte se mostraba el día de la separación! No había que reprocharle, por tanto, aquel breve silencio. Era preciso aceptarlo y comprenderlo. Era preciso sufrir suavemente. Un pintor tiene que consagrarse a su obra. ¿No figuraba en aquella obra su amor mismo? Además, el destierro no podía durar mucho. Según la promesa del señor Quoban, los dos enamorados volverían a verse muy pronto y para no separarse más. El señor Quoban continuaba enterándose, por Lucía, de la marcha de su correspondencia. Por la mañana traían las cartas y los periódicos y se colocaban en la mesa del salón. Cada uno iba a buscar su paquete o se lo hacía subir a su cuarto; sistema éste adoptado generalmente por el señor Quoban. Como estaban a una hora de distancia de la ciudad, y había que abastecerse todos los días, el criado iba al mismo tiempo al correo, según la práctica de Oriente, y de este propio país de Corfú, cuyo servicio rural no estaba organizado. Connan se había encargado especialmente de los provisiones y del correo. El cartero no iba a la aldea más que una vez a la semana, y, en tales ocasiones, María Reina procuraba salir a su encuentro, aunque volviendo con las manos vacías. Como los correos de Europa no 120
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coincidían con tales excursiones, pues llegaban tres veces por semana, el señor Quoban decidió, de acuerdo con su hija, y para quedar servidos más pronto, no esperar al reparto local, sino enviar directamente por él a la ciudad. Durante los primeros días no replicó nada a las respuestas negativas de Lucía en relación con el correo de Francia. Acariciaba constantemente su bigote con el revés de su índice, inclinada la cabeza y mirando al suelo. La joven se sentía molesta ahora ante la obligada confesión de que no recibía cartas, como si tuviese miedo de dar la razón a los discursos y a las sospechas de su padre. No insistía, y trataba de disculpar el mutismo de Roberto. El señor Quoban parecía entristecido. Al cabo de unas tres semanas, anuncié a Lucía, en el transcurso de un paseo, que tenía que comunicarle algo importante. Comenzó por decir, sonriendo, que una de las noticias era mala, muy mala; pero que la otra era tan buena, que seguramente no la esperaría. Iba a comenzar por la mala. No había que pensar en el regreso a Francia. No se podía dejar la posesión en el estado en que se hallaba. La joven misma lo veía, y los obreros no holgaban. Era una propiedad hermosa, magníficamente 121
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situada, erigida sobre una colina baja, cuyo promontorio avanzaba, haciendo frente por un lado a un macizo de montañas y dominando por el otro los valles y el mar lejano. Aquella elevación, rodeada de barrancos, formaba como la mitad de una herradura, y las montañas constituían la otra mitad. En el camino semicircular que procedía del castillo, situado en el extremo, y que se dirigía hasta la aldea, recogida en el flanco de la montaña, se habían producido importantes hundimientos. Sin las reparaciones obligadas se arruinaría la finca, pues toda comunicación iba a hacerse imposible. No podía sorprender, por lo demás, que la posesión peligrase de tal modo con un dueño cómo el conde Carlos. Y eso no era todo. La isla acababa de pasar de manos de los ingleses a manos de los griegos. Perteneciendo las tierras a un extranjero, surgían, según el señor Quoban, algunas cuestiones delicadas y difíciles que precisaba arreglar con el fisco, y que exigían un aplazamiento. Habría que ir a Patras, acaso a Atenas. La joven, después de todo, no lamentaría aquel corto viaje. ¡La Acrópolis! ¡El Partenón! Tales maravillas concluirían por hechizarla. 122
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Al saber que iba a salir de Corfú, Lucía experimentó un gran alivio en todo su ser. Y quedó hondamente conmovida al escuchar las palabras que añadió su padre. No quería prolongar el martirio ni la prueba con el pretexto de los asuntos que tenía que ventilar en Corfú, impidiendo verse a los jóvenes. El matrimonio se celebraría en la isla. Se escribiría a Roberto, llamándole. Todo se presentaba bien, muy bien. Y para conceder a la invitación más peso, para prestarla una especie de consagración oficial, él mismo redactaría la carta, sometiéndola a la aprobación de su hija. Ella pondría debajo una frase personal. No dejó de exponer el señor Quoban su inquietud ante la suerte del escrito, pues temía que Roberto estuviera de viaje, en una de esas excursiones impresionistas tan amadas por los temperamentos artísticos. Desconfiaba un poco, además, del servicio postal italiano -las cartas tenían que atravesar Italia-, y para mayor certeza se certificaría la epístola. Irían a llevarla los dos al corre y se aconsejaría a Roberto que certificase a su vez la respuesta. El señor Quoban, al volver, subió a su despacho y bajó con el pliego. La redacción no dejaba nada que desear. Se ponía a Roberto al corriente. Se le 123
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anunciaba la salida para Atenas y la permanencia de un mes, próximamente, en la capital. El viaje duraría, en conjunto, unas cinco o seis semanas. Después, se reunirían todos en Corfú. Entretanto, Roberto tendría tiempo de acabar, o, por lo menos, de avanzar considerablemente en su cuadro. Se le rogaba la certificación de la respuesta y que señalase el momento de su llegada, combinando las fechas. Desde luego, ellos no se marchaban en seguida de Corfú. Aún podían esperar su aviso en el espacio de diez días. En último caso, podía escribir a Atenas. Como el señor Quoban sospechaba que tendría que estar indistintamente en Atenas y en Patras, aconsejaba a Roberto que dirigiera al azar aquellas cartas que contuviesen simples noticias, expidiendo a la lista de correos de Corfú los escritos serios, en los que se propusiera decir algo importante a la joven. Eso era lo más seguro. Lucía puso debajo las breves palabras permitidas. No se abandonó, naturalmente, a grandes efusiones. No era el instante ni el lugar. Un secreto instinto venía a avisarla que, después de tantas previsiones y bondades, no convenía exponer su gran amor ante los ojos de su padre, temerosa de que creyera que no quería más que a Roberto. Hilvanó, por tanto, unas líneas, en las que decía que la 124
LA PRUEBA
lectura de aquella misiva habría de producirle igual júbilo que a ella; que se entregaba por completo a las disposiciones de su padre, al que debía profunda gratitud, pues lo había combinado todo admirablemente, y que pronto le escribiría con más extensión. Esto tenía que traducirse así: «Te quiero. No puedo decirte más.» A la mañana siguiente, muy temprano -día de salida del correo-, el señor Quoban y la joven, acompañados por la señorita Adelaida, llegaron, en coche, a la ciudad, fueron a las oficinas y depositaron la carta. Aquella vez Lucía quiso a Corfú.
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X LA CARTA CERTIFICADA Lucía quiso a Corfú aquel día y los días siguientes. Quiso a Corfú aquella primera noche sobre todo, por saber que la carta corría ya camino de París. Quiso a Corfú porque debía partir muy pronto, porque llevaría al marchar la respuesta del amigo, y porque al regresar encontrarla la dicha y el valor, aquel valor del que se veía abandonada en medio de esta Naturaleza blanda y bella. ¡Pobre niña! Tuvo remordimientos, en la inocencia de su corazón, por haber maldecido aquellos paisajes. Sintió de golpe una extraña ternura, frente a aquel cielo, frente a aquel mar, frente a aquella verdura. Les pedía perdón por no haberlos amado antes. ¡Oh, no tenía la culpa! Lejos de él, lejos de la radiación de su luz, no veía nada. Se sentía impotente. Era más bien 126
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como uno de esos guijarros del camino, inertes y sin resplandor, como uno de esos pedernales que hay que golpear para que salte la chispa. Y la chispa no podía proceder más que de él. Sin una palabra de él, sin una carta de él, volvía a caer lamentablemente en su angustia. Aquella noche se acodó en el borde de su ventana. ¡La bella soñadora inocente! Aún había de notar que se diluía tal noche en una felicidad bienhechora, aún había de obtener otra dicha en la ilusión suprema de aquel nocturno. ¡Qué evocación! La Luna rutilaba sobre la isla entera y sobre las olas. ¡París, París! ¡Oh! Era semejante esta noche de Corfú a la otra noche espléndida contemplada desde el observatorio de la calle de las Feuillantines, la víspera del día en que Roberto se confesó al señor Quoban. Entonces, como hoy, veía extenderse los rayos por la cúpula de las selvas. ¡Qué esplendor y qué silencio! ¡Qué delicia y qué suavidad! La Luna paseaba por el césped sus grandes ondas claras. Las hojas de los álamos blancos espejeaban, y la Luna se habla levantado detrás de la montaña. Hería el promontorio y el jardín, y allá abajo, en el fondo de los valles, brillaba el agua violeta de los lagos. La ventana de la joven se abría sobre una terraza donde los 127
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naranjos entremezclaban su espeso follaje negro. Aquí y allí, algunas hojas mostraban puntitos de plata, como golpes de pincel, como toques de color. Eran los rayos lunares penetrando a través de los sombríos ramajes y Posándose en un rincón de verdura, para venir a ofrecerse a Lucía y hablarle muy cerca de la próxima esperanza. El día siguiente otorgó a la joven, desde la mañana, un apacible júbilo. Este flotaba a su alrededor como un velo aéreo, y parecía en algunos momentos elevarla sobre la tierra. El señor Quoban miraba a veces a su hija y se ponía a reflexionar. ¿Quién hubiera sido capaz de descubrir lo que pasaba en el fondo de su pensamiento? Era indudable que amaba a Lucía. La amaba, es verdad, como a distancia, y la consideraba, .según los rasgos de su espíritu, como una abstracción. Se trataba de hacer feliz a la abstracción. Pero el señor Quoban no salía ni pensaba salir de su idea. No existía felicidad posible con Roberto. El señor Quoban, sin embargo, había tenido durante esos meses ante los ojos el espectáculo de las alternativas que torturaban a la joven, La veía reanimarse a la menor esperanza, y la veía acongojarse cuando Roberto se alejaba o no escribía. Y el señor Quoban meditaba aún. ¡Pues bien, no! Aque128
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llas tristezas y aquellos abatimientos se curarían con su método general abstracto. No le preocupaba más que el resultado final, Es evidente, se decía, que un amor -o lo que se toma por amor - no se va de la mañana a la noche, y, sobre todo, no se va sin hacer sufrir. La prudencia aconseja precisamente la decisión para saltar sobre esos sufrimientos que constituyen el tributo necesario. Mediante ellos se compra la dicha, o, por lo menos, la paz. El señor Quoban no habría tenido precisión, para razonar así, de sus especiales prevenciones contra Roberto Brove ni de su antipatía irreductible. La prudencia que ponía en práctica se asemejaba a la prudencia de muchas familias y de muchos padres, que no han sido convencidos por la vida de la monstruosidad de esa prudencia. Lucía, al cabo de una semana próximamente, comenzó a sentirse deslizada otra vez por la pendiente. Con la cabeza caída pensativamente, se dejaba arrastrar de nuevo hacia las desesperaciones acostumbradas. El señor Quoban no quería darse cuenta de esos cambios. Tenía completa confianza en si mismo para suponer que su plan no era el único justo, para no estar convencido de que su hija, pronto o tarde, se reanimaría. Tarde, sin duda, pues 129
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de momento ella experimentaba la sensación clara de un desmoronamiento interior. ¡Oh, esta isla, esta isla de Corfú! Lucía se acababa, se disipaba, se aniquilaba en la suavidad de aquella verdura, en aquel aire tibio, en aquel cielo implacable. Y la carta, la carta certificada, no venia nunca. ¿Y sí se fueran, si corrieran a buscarla a Patras, a Atenas, no importa adónde? Por eso Lucía tuvo un singular alivio tan pronto como subió a bordo. Resucitaron sus inexplicables recelos contra Corfú. Apenas pisado el puerto, creyó que cambiaba de aire. Respiró con más libertad. Al alejarse, la isla se le mostraba como una tumba verdosa donde hubiera estado enterrada viva. Solamente con volver los ojos hacia las colinas volvían a aparecer las angustias recientes. Pasó casi toda la noche en el puente, contemplando la fuga de las olas. Los viajeros debían llegar antes de amanecer. Veía a lo lejos una gran masa de sombra, hacia la cual se dirigían; las obscuras gasas flotantes de la noche se aclaraban poco a poco; y aparecía dibujado un gran cabo. Hubiérase dicho que bastaba inclinarse para tocarle con el dedo. Iban a llegar. Una niebla algodonosa se arrastraba todavía por la atmósfera. El alba no se percibía, y se ignoraba aún si aquella masa sombría era tierra 130
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efectivamente. La noche había sido angustiosa, pues la Luna representó en lo alto un drama siniestro. Estaba en su último cuarto, pronta a expirar en el horizonte, por el que pasaba como una hoz olvidada. Las nubes la cubrían con bandas ligeras, tan pronto negras y semejantes a un humo transparente y sucio, tan pronto de un gris desvaído, tan pronto de un blanco espectral, y casi siempre la Luna reaparecía en medio, cambiando de matiz a cada nubarrón, lívida o dotada de un blanco mate pavoroso. En algunos momentos parecía perdida por completo. Cuando esa débil claridad desapareció, se produjo una obscuridad absoluta, y la joven adivinaba sin ver la masa sombría. De pronto, el barco viró bruscamente. Estaba en Patras. ¡Al fin iba a tener cartas! Lucía, al descender, se estrechó contra su padre, y al sentarse en la lancha que había de conducirlos al muelle, también se colocó muy cerca de él, como bajo la necesidad de no sentirse sola, de refugiarse en la protección de alguien. En tierra ya, hubo que esperar todavía. Todo descansaba, y solamente el hotel aparecía abierto. La hija del señor Quoban se dejó caer, falta de fuerzas, en una silla. Miraba a la ventana llamando a la aurora. El día arribó al fin. No osaba decir nada a su pa131
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dre. ¡Había sido tan bueno para ella al desembarcar! Creía haber encontrado un apoyo en él, la soñadora inocente, la frágil criatura que no podía vivir sola sin un brazo en que sostenerse. Oyó llamar a su puerta y acudió a abrir. Era el señor Quoban. Se presentaba a proponerle que diesen una vuelta hasta la hora de ir a recoger las cartas. Lucía se levantó con un movimiento gracioso y lento, besó al señor Quoban y salieron juntos. Mientras regresaban al hotel, la joven era víctima de una perplejidad extraordinaria. Su padre no cesó de hablar con ella en el camino. Continuaba mostrándole un afecto cuya ternura no había conocido hasta entonces. Ella intentaba responder a lo que oía, de hablar a su vez, pero su corazón decaía a cada paso, a cada frase que pronunciaba. ¡No había cartas! ¡Ni el menor sobre! ¡Nada! Lucía no acababa de comprender y temía comprender. Subió a su cuarto y se puso a llorar. Todo, todo, pesaba aquí sobre ella, lo mismo que en Corfú. El cielo tempestuoso estaba más bajo. El hotel, situado en el puerto, parecía reducir el espacio ante ella, porque entre el edificio y el mar el muelle se estrechaba como si no quisiera dejar a los pies humanos más que un sitio angosto para posarse, como si quisiera abolir to132
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da libertad de acción. El puerto, con su corto espolón, se redondeaba cual si dos brazos tratasen de encerrar a las embarcaciones en un circulo asfixiante. Más allá del muelle y de las olas negras, Lucía divisaba el macizo aterrador del Tafiasos. Toda aquella Naturaleza parecía maléfica. El aire era pesado, denso, abrumador. La joven no tenía más que fuerzas para llorar. Su padre no quería dejarla sola. ¡Oh, cómo lo hubiese agradecido ella, sin embargo! ¡Cómo se hubiese retirado y enterrado en el fondo de su monótona tristeza, en el recogimiento de su sueno, en la soledad de sí misma! Pero ¿qué podía hacer? A veces, mientras el señor Quoban hablaba, ella seguía su íntimo pensamiento, se refugiaba en su propio ser. A veces también el sonido grave de aquellas palabras le hacía el efecto de un acompañamiento lejano, de una de esas vagas e indiferentes músicas que se escuchan con un oído, abandonándose al curso de las meditaciones. Otras veces, en fin, le alegraba oír una voz. En algunos instantes creía que todo se escapaba bajo ella y que, como nos ocurre al soñar, se escurría hasta el fondo de un abismo obscuro, desapareciendo en él. Entonces aquella palabra conseguía reanimarla, devolverla a la vida, pues 133
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le acusaba, aunque no escuchase, que existían aún sobre la superficie de la tierra seres vivos, que no estaba muerta y que la esperanza podía volver a cantar su canción, ya que la realidad persistía. El señor Quoban procuraba explicar las cosas. Computaba. Sus cálculos eran que quizá se habrían marchado de Corfú un día antes. Por lo demás, Roberto habría sospechado, sin duda, que iban a estar poco tiempo en Patras y, consecuentemente, escribiría a Atenas. ¿No se le había dicho, por otra parte, que continuase escribiendo a Corfú? Pues bien: la señorita Adelaida, que se había quedado, cuidaría de dirigir a Atenas la correspondencia que llegase después de la partida. Era preciso considerar a Patras como una simple etapa sin consecuencia. No había verdaderamente motivo para desesperar. Todo estaba arreglado a los efectos de que el final no fuese dudoso. Puesto que habían convenido formalmente con Roberto que el matrimonio se celebraría en Corfú -¡oh, cuándo se celebraría!-, el tiempo pasado en Patras no existiría para la joven. Se abreviaría, además, la estancia. El señor Quoban prometió no permanecer allí más que una semana, y durante ella llevó a su hija a todas partes, procurando distraerla, 134
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hablando siempre, y contrariando, en suma, sus hábitos anteriores. De este modo sonó la hora de la marcha a Atenas. Llegaron bajo una lluvia menuda que, como un velo de pliegues movibles, envolvía el puerto, las casas del Pireo, muy raras aún, y se extendía sobre la Acrópolis, visible a través de la cortina gris del agua. Lucía casi no se daba cuenta del espectáculo. En Bretaña había amado a la Naturaleza, había vivido en ella, su alma se había fundido con el paisaje, posándose sobre todas las hojas de la bella posesión, allá en el fondo del reinado misterioso de los árboles y en la difusión coloreada de las cosas. En Corfú, el espléndido panorama de la isla desde lo alto del promontorio, entre la montaña y el mar, apenas había conseguido interesarle, apenas había anotado los detalles. En Patras no tuvo, por decirlo así, más que la percepción simbólica y vaga de lo que veía desde su ventana, como si sus ojos estuvieran nublados y no distinguieran bien. En Atenas, su fuerza de visión, por un progreso insensible, parecía abolida, y desde entonces asistía, indiferente, a las sorpresas de los mármoles dorados del Partenón, de las combinaciones del Sol tras el Himeto, de la aparición de la Luna por el lado de Salamina, de la Acrópolis 135
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deslumbrante, del majestuoso hundimiento de las columnas del templo de Zeus, del obscurecimiento vaporoso de las líneas bajo la luz crepuscular. Hubiérase creído, en suma, que se había quedado sin alma. El señor Quoban se enteraba exactamente del nuevo estado de su hija. La atonía y el aniquilamiento realizaban su obra. Entre ella y el mundo exterior caía una gasa que iba aislándola poco a poco. Ni siquiera se alegraba al trazar algunas líneas dedicadas a Roberto. Su padre, mitad por cariño, mitad también por remordimiento, aunque persuadido de que concluiría por obtener el resultado que perseguía, se ocupaba mucho de ella. Procuraba hacerle admirar todo lo que la Naturaleza y el Arte han acumulado de grandeza y de gracia en aquellos lugares únicos. La llevaba a Faleros, para descubrir el mar, y al bosque de Colono, bajo los olivos. Entretanto, se ocupaba activamente de sus asuntos, o, mejor, de los de su cuñado. Tampoco habían encontrado cartas de Roberto. Los periódicos venían, no obstante. Uno de ellos anunciaba que el pintor Roberto Brove trabajaba con entusiasmo en un cuadro que había de ser el asombro de la próxima Exposición y que acabaría de consolidar el nombre del 136
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artista. Casualmente, el envío del periódico coincidía con una carta del conde Carlos, quien daba también noticias de Roberto, pues había oído hablar de él en su círculo. Esos informes los poseían después de la llegada. El señor Quoban había ido al correo con su hija tan pronto como estuvieron en Atenas. Lucía se consideró dichosa sólo con leer algunas líneas relacionadas con Roberto. Probaban al menos que no estaba enfermo. ¿Además, no conocía a su amigo? ¿No sabía que el trabajo para él era una continua conversación con ella? Recobraba su fe ante aquella noticia positiva de Roberto, la única que tenía. De pronto creyó verle en el estudio, inclinado silenciosamente sobre el lienzo, y saltando a intervalos de su boca una canción. Sólo con haber leído su nombre le pareció que la distancia se borraba, que le veía. En sus labios se dibujó una sonrisa de indefinible dulzura al pensar todo eso. «Trabaja -decía el señor Quoban-, pronto se reunirá con nosotros.» Hubo que volver al correo. Tampoco había cartas del amado. El señor Quoban aquella noche platicaba, como de costumbre, con Lucía. De pronto suspiró, levantó la cabeza y miró a su hija a los ojos con infinita ternura. Después tuvo uno de esos arranques de franqueza habituales en él, 137
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aunque atemperado en aquel momento por una viril resignación. -¡Si hay que rendirse a la evidencia -exclamó-, vale más que sea ahora y no luego! ¡El Arte es un amante celoso! Al propio tiempo exhortaba a Lucía a revestirse de valor, en el caso de que no hubiera más remedio que someterse a la verdad. Pero, al decir eso, procuraba, no se sabe por qué, alimentar en ella una esperanza todavía. Era imposible que no encontrasen cartas al regresar a Corfú, porque, si no las encontraban, ello significaría claramente que Roberto optaba por quedarse en Francia; que, bastándose a si mismo, renunciaba al matrimonio. El señor Quoban repugnaba la admisión de tal hipótesis, que no tenía razón de ser al cabo de una prueba tan corta. La joven, ante aquellas palabras que eran una devolución de la esperanza, que coincidían tan bien con su convicción íntima, levantó sus ojos pensativos hacia su padre y se mostró agradecida. Había en ella una necesidad incesante de sostén. El amor había mantenido en ella esa necesidad, aunque la afección que ahora sentía por su padre no fuera más que el reflejo del mismo amor. Amaba al señor Quoban con un cariño nuevo, porque, gracias a 138
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Roberto, su corazón había nacido a todas las ternuras.
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XI DE VIAJE Todo iba saliendo a gusto del señor Quoban. No había concedido nada o casi nada a la casualidad. Acababa de ganar unas seis semanas con su estancia en Atenas, que, unidas a los ocho días que siguieron en Corfú al envío de la carta certificada y a los otros ocho de la residencia en Patras, hacían dos meses, aproximadamente. Ese tiempo le pareció aceptable. Podían volver a Corfú. Lucía, al rehacer en sentido inverso el recorrido, no osaba entregarse a aquellas esperanzas que tanto hubieron de aliviarla al salir de la isla. Y al propio tiempo se sometía a las ilusiones más locas, suponiendo a veces que encontraría a Roberto en el desembarcadero. Presentía que la prueba iba a ser ahora decisiva, y bajo la acción de tal presentimiento, experimentaba el deseo 140
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simultáneo de apresurar y de retardar la hora de poner el pie en la isla que le había costado tantas lágrimas. Llegaron. La primera excursión, sin que el padre y la hija se hubieran puesto de acuerdo con una mirada, consistió en ir a las oficinas de correos. Se presentaron en la ventanilla. Lucía esperaba detrás del señor Quoban. El empleado entregó un paquete. Subieron en seguida al coche y rompieron la envoltura. Súbitamente, Lucía se hundió en el fondo del vehículo,, al lado de su padre. Estaba pálida y como desmayada. Sólo tuvo fuerzas, no sabemos por qué obscuro instinto de vivir, para murmurar al oído de su padre: -Voy a pedirle a usted un favor. Que no estemos ni un día más en Corfú. Creo que me moriría. El señor Quoban esperaba esta súplica. Había observado atentamente en su hija el efecto de la primera permanencia en la isla. Sabía que ella no quería vivir nuevamente en una prisión, desde la cual habla visto huir al amor y traicionarla. Y si Lucía no hubiera emitido el ruego, el señor Quoban no hubiera encontrado ninguna resistencia al proponerle un viaje circular por las islas, antes de volver a París. 141
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Verdaderamente, hay que confesar que el plan había sido combinado de una manera maravillosa, y que si ese plan no revelaba en el que lo concibió una alta delicadeza, era justo recocer en el señor Quoban una voluntad considerable y un poder singular sobre sí mismo para ejecutarlo de tal suerte. El señor Quoban se decidió acaso aquel día inolvidable de Bretaña, cuando en la carretera abandonada a orillas del mar, por la que paseaba meditabundo, vio venir hacia él, con el bastón en la mano y el saco colgado del cuello, al excelente Juan María, el cartero rural. Después de haberlo calculado todo, debió pensar que el momento no era oportuno todavía. Quizá no pudiese tampoco resolverse a realizar un acto tan contrario a sus costumbres, a su educación y a su ropaje moral. Además, si se lanzaba, tenía que triunfar a todo precio. No le estaba permitido el fracaso. La proximidad de París a Bretaña, y la organización postal, que conocía muy bien, le invitaban a no aventurarse. Recordaba que, viajando una vez, en vida de su esposa, había ido a recoger unas cartas a la lista de correos del Havre. El empleado le entregó las suyas, pero le negó las de su mujer, muy cortésmente, pero muy rotundamente, añadiendo que no te era posible entregar las cartas 142
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de la esposa al marido, pues la señora podía tener su correspondencia particular. Otros mil detalles, en los que vislumbraba obstáculos idénticos que contrarrestarían sus proyectos, le detuvieron por el instante. Dejó, por tanto, marchar las cosas. Durante las tres semanas primeras de Corfú, las cartas llegaron a Lucía con regularidad. El se informaba, como hemos visto, de lo que contenían. Y aprovechó la coincidencia favorable en la carta donde Roberto anunciaba que se ponía a trabajar. Desde aquel momento, la joven no recibió una palabra más de su prometido. El señor Quoban pudo fácilmente entonces ejecutar su proyecto. ¿Qué seria capaz de detenerlo? Estaba convencido, al igual de muchos padres, que su hija había elegido mal, que aquel matrimonio la haría desgraciada, y que era indispensable impedirlo. Además, observaría con cuidado. Si verdaderamente no soportaba Lucía ni el abandono ni la separación -esos casos son muy raros-, si su salud peligraba, habría siempre tiempo para avisar. Sabia muy bien que no sería necesario; que la joven, persuadida poco a poco del olvido de Roberto, sufriría mucho, desde luego, mas a su manera, esto es, cayendo en la atonía, en la debilidad, en el descora143
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zonamiento y en el ensueño. Y al concluir en esto, se aplaudía aún, porque el carácter mismo de su hija le ayudaba admirablemente. La decepción y el disgusto no harían más que establecer el rasgo fundamental de su temperamento, la pasividad; y aquella pasividad le era conveniente para proceder en seguida sobre la triste. Pero quería tener tomadas todas las medidas. Quería destruir en su hija todo germen de sospecha y detener en Roberto toda veleidad que, acarrease nuevas sorpresas. Con un loco semejante había que prever todas las conductas posibles. Ideó, pues, la carta certificada. Hay que consignar ahora un punto importante. En Francia, el carácter de la carta certificada, consiste, no sólo en que llegue a su destino, sino en que sea entregada exclusivamente al destinatarios porque éste puede tener interés en cogerla con sus propias manos. Hace falta la, firma personal de él en el registro de la inscripción, para entrar en posesión del escrito. Y precisa una larga serie de formalidades para que otra persona obtenga el derecho de firmar y de recibir lo enviado. En Grecia, y hay que suponer que en otros países también, en Inglaterra, por ejemplo, la cuestión se transforma. El correo solamente garantiza que la 144
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misiva no sufrirá extravío. Se trata de una seguridad más. Una carta certificada procedente, de Francia atraviesa las oficinas postales de Grecia y, acaba por perderse. El correo griego se limita a remitir al correo francés la cantidad estipulada de antemano en previsión de la posible pérdida. Pero cuida consecuentemente de que eso no ocurra, de que e1 sobre, esté íntegro al, ser entregado. Y ya no hay que firmar en ningún sitio. Una vez dejada la epístola en el domicilio indicado, el correo ha cumplido con su deber. El señor Quoban podía, según eso, pedir tranquilamente al pintor una carta certificada. Esta se le hacía necesaria, además, porque debía darle cuenta. de los movimientos del artista. Claro, es que no le remitió el pliego cuya redacción conocía su hija. Tuvo toda la noche para reflexionar, entre la vuelta del paseo y la hora de ira las oficinas a la mañana siguiente. Así es que dividió la carta en dos, dejando subsistir el trozo en el que Lucía hubo de escribir unas palabras. En otro medio pliego comunicó al joven su nuevo proyecto del viaje, diciéndole que iban a hacer una excursión por las islas Jónicas, pues el clima de Corfú no le sentaba bien a Lucía. 145
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No obstante, habría de dirigir siempre las cartas a Corfú. Ya se las remitirían. Por último, le invitaba a reunirse con ellos al regresar, y terminaba con la promesa de que el matrimonio se celebraría en el mismo Corfú, donde los asuntos del conde Carlos los retendrían. Esperaba la conformidad de Roberto, y le rogaba que dijese cuándo podría ir a la isla. Antes de abandonar Corfú, el señor Quoban tuvo la respuesta pedida -y certificada, según había aconsejado a Roberto-. Este se mostraba encantado. Terminaría precisamente el cuadro durante aquel viaje y podrían reunirse en enero, al cabo de dos meses próximamente, coincidiendo con el regreso. El pintor, naturalmente, no escribió ni una sola vez a Patras ni a Atenas, por la sencilla razón de que ignoraba las dos direcciones, al no haberlas mencionado el señor Quoban en su carta. La señorita Adelaida, que se había quedado en Corfú para vigilar la posesión, se acercaba plácidamente al correo a recoger las cartas de la «señorita» y las ponía aparte con el mayor cuidado. El señor Quoban las encontró todas, cuando volvieron a la casa. Ahora se comprende por qué Lucía se sintió desfallecer al su146
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bir al coche, y la inutilidad de que buscase en los sobres el carácter de letra del amado. Existía un peligro, uno muy grande, el único, en realidad, de la empresa. Consistía en la posible aparición de Roberto. Todo se descubriría, y era preciso que tal cosa no ocurriera. No sólo asistiría entonces el señor Quoban al fracaso de su proyecto, sino que perdería su reputación a los ojos de Lucía y, lo que era peor, a los de Roberto. Un curioso movimiento de ideas se operó en su espíritu. Hasta aquí triunfaba, y en su satisfacción casi se sentía inclinado a perdonar al joven, seguro de que poco a poco se iría desembarazando de él. Pero ante el peligro perpetuo de ser desenmascarado, tornaba, con todo su odio y toda su antipatía, su enérgica voluntad. Roberto llegaría en la fecha indicada. El señor Quoban esperaba que Roberto no llegaría antes, pues en realidad no podía alegar el pintor ningún motivo de inquietud, y la perspectiva del próximo matrimonio tenía que haberle consolado. Cabía, sin embargo, lo imprevisto, y esto era siempre temible con Roberto, según el señor Quoban. Es verdad que había tomado bastante bien sus precauciones, tan completamente como era factible tomarlas, gracias a la complicidad de Connan, su 147
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alma adicta. Había preferido separarse de él durante la excursión a Atenas y a Patras. Connan se quedaría de centinela en Corfú. Cada seis o siete días enviaba a su criado el borrado; de un despacho que Connan debía expedir sucesivamente en las oficinas de las diferentes ciudades donde el señor Quoban y su hija debían hallarse con arreglo al itinerario comunicado a Roberto en la carta reconstruida. Esos despachos llevaban una firma: «Lucía». Roberto, a su juicio, no estaba en el caso de asombrarse por no recibir más que noticias telegráficas, ya que el señor Quoban en aquella misma carta certificada, situándose festivamente en tirano, había indicado al pintor la conveniencia de que rogase a su hija la supresión de los escritos, esto es, que no se sumiese en ellos, que respirase el aire puro libremente, y que descansase. La joven consentiría, en compensación del amable arreglo imaginado por su padre para la realización del matrimonio. Como se daba cuenta, no obstante, de que Roberto necesitaba noticias directas, añadió que su prometida le telegrafiaría desde cada estación, «para demostrarle que siempre pensaba en él». Evidentemente,. Roberto no podía desconfiar de nada. Pero el señor Quoban no estaba tranquilo, según sostenía, con un muchacho semejante, Se pre148
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guntaba si no le extrañaría a la larga esto de no recibir más que despachos -¡que mal conocía al pintor, pretendiendo conocerle!- y sino le vería alguna buena tarde aparecer bruscamente en Corfú, de igual modo que lo hiciera en Bretaña. Se apresuró a utilizar las nuevas disposiciones de Lucía, y, como los papeles ya estaban en regla, saldrían todos de Corfú a la mañana siguiente. El señor Quoban, que estaba en condiciones de permitirse lujos de tal género, fletó un yacht de vapor para conducir a Lucía a través de las Cicladas maravillosas del archipiélago griego, Tinos, Andros, Santorin, Paros y Naxos. Las islas desarrollaron su vivo milagro ante ella, pero la joven no veía nada. ¡Oh la tristeza punzante de los amores que se truncan! Lucía no experimentaba ese derrumbamiento del corazón que invita a huir del pasado y a aborrecerlo. Sentía, por el contrario, a cada hora la formación en ella de un mundo nuevo, que pretendía aislarla del mundo exterior. Su ensueño más familiar era la representación de la casa, de la inolvidable morada de la calle de las Feuillantines. Se trasladaba al pretérito. Creía estar aún en aquel tiempo en que no trataba a Roberto. Desde su infancia había vivido replegada en si misma, y se 149
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recogía ahora en su ser como antes. Mas en aquella soledad íntima, alguien había pasado y había llenado su alma de murmullos. Los murmullos del amor, las palabras queridas, las dulces confesiones, cantaban dentro de ella. Y hablaba con Roberto, allá en el fondo de su espíritu. Se había construido allí un retiro, algo que se asemejaba a un jardín, que se parecía a las verduras amadísimas de Bretaña. A veces, detrás de la cortina de castaños que ocultaban el cerro, le veía surgir nuevamente y procuraba correr hacia él, mientras las lágrimas manaban abundantes de sus ojos. Aquel paisaje tenía el poder de obsesionarla, de seguirla a todas partes. Su viaje insular les había detenido algún tiempo en Naxos. La ciudad en sí ofrecía escaso interés. El señor Quoban, siempre fiel a su plan de distracciones, había llevado a su hija a la montaña, donde unas gentes amables y hospitalarias les hacían grata la estancia. Hicieron alto en la aldea de Apiranthos, rodeada de montañas y que aparece como formada en los repliegues del valle, plantados de viñas. A algunos pasos de la aldea, dando la vuelta a una colina, surgía súbitamente el mar. Errando Lucía una noche por aquel lado, se sentó en un declive del terreno, ante el mar descubierto, 150
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y dejó a su pensamiento perderse en el espectáculo. Algunos olivos delgados se interponían a alguna distancia entre ella y la playa. Estrellas incomparables favorecían los magníficos juegos de luz de las olas. El cielo, de un azul denso y profundo, extendía su cúpula sobre la isla entera. Un resplandor blanco y distante denunciaba la presencia de las espumas. Desde la elevación donde Lucía estaba sentada, el mar parecía infinitamente bajo y lejano, hasta el punto de que el cielo y el agua unidos formaban una bóveda única, pues el mar, a partir de la costa, se elevaba de golpe como un muro y se juntaba con las estrellas. Estas proseguían brillando con su claridad purísima. La joven estaba como hundida en un sueño. Sus ojos permanecían fijos en la línea de olivos espaciados ante ella. Poco a poco, se fueron borrando. En su lugar vio aparecer lentamente los altos álamos de Bretaña, las hayas que le ocultaban el mar próximo. En la pendiente que tenía delante se dibujaban los campos familiares donde la Luna paseaba en otro tiempo sus ondas blancas. El mar se extendía inmóvil y bermejo, como en una puesta de sol, colocando rosetas pálidas en el vaporoso contorno de los cerros. Los olivos de Naxos se cubrían de hojas y de ramas diferentes y las apartadísimas 151
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sábanas de agua descubrían intermitentemente a través de aquéllos su plácida somnolencia. Las estrellas de Naxos brillaban siempre con su brillo suave. Pero Lucía las olvidaba. La lejana Bretaña acudía a ella y dispersaba los paisajes de las Cicladas. Entonces su espíritu se apaciguaba y caía indolentemente en el sueño amado. Creyó que se elevaba la Luna y que las blancas olas del horizonte adquirían formas imprecisas. Todo evocaba ahora el aspecto antiguo. Le pareció que la plata espléndida de la Luna erraba todavía sobre las olas, sobre los campos y entre las hayas, iluminando las hojas de los olivos y sonriéndola entre las ramas. Se sintió invadida por un sopor semejante a aquellos otros entorpecimientos sufridos en el país amado donde Roberto apareció. Pensaba que carecía de fuerzas para moverse y para levantarse, y aquel paisaje que su alucinación creaba, aquel paisaje que su visión interior acababa de construir, aquellas sensaciones pretéritas mezcladas a las sensaciones inconscientes de ahora, envolvían a la joven como en una prisión desde la que era incapaz de lanzarse a la vida. Sí, hubiera hecho falta, realmente, la aparición de Roberto. Habría corrido entonces hacia él, según lo hiciera tras la cortina verde de los castaños. Pero sola no podía 152
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hacer nada. Y soportaba la acción de su impotencia y de su desastre íntimo. Un día, sin embargo, intentó recobrarse. Había transcurrido un año desde su salida de Corfú. ¡Oh, cómo se sentía atraída ahora por aquella isla! Con voz débil, casi moribunda, dijo a su padre que no tenía más que un deseo, el de volver nuevamente a Corfú. Allí debía haber una carta, algo en fin, puesto que ella escribía siempre a Roberto. Acaso hubiera contestado a Corfú, o acaso estuviera él mismo allí, esperando. El señor Quoban abrazó a Lucía. Y repuso entonces que no se consideraba con derecho para influir sobre su voluntad, que podía ella, por tanto, ir a Corfú, si lo juzgaba útil; pero que tendría que ir sola, porque él, lo confesaba, carecería de valor para verla, como la vez pasada, desfallecer de nuevo, pues estimaba mucho la existencia de su adorada niña. Y la inocente soñadora quedó inmóvil. Se inclinó sobre la mano de su padre y vertió en ella todas sus lágrimas.
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XII ROBERTO Roberto había regresado casi alegre a París después de la entrevista en Bretaña, detrás de los árboles. ¡Oh la fortuna de poder encerrarse ahora en su trabajo y en su amor! Desde que logró verla allí, a través de los castaños; desde el momento en que la descubrió, en que la comprendió, en que vio su alma, Roberto reconoció que acababa de obtenerla en el espacio de un minuto más completamente que en dos meses de relación cotidiana. El joven no filosofaba apenas, ni tenía costumbre de analizar. Poseía, sin embargo, una conciencia confusa de su facultad de abstracción, y llegaba a gozar doblemente de las intensidades de la vida interior, dada su certeza profunda de que nadie tendría poder bastante para arrancarle o para trastornar su sueño íntimo. 154
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Los primeros días de París posteriores a su vuelta estuvieron llenos de recogimiento y de agitación a la par. Roberto llevaba con él, en el fondo de su retina y de su alma, el paisaje bretón y la imagen de Lucía en medio de la verdura. Esto era lo que veía, lo que miraba sin cesar, y tal visión lo que le abstraía. Pero siempre, antes de precisar el punto que necesitaba de la visión, el ángulo por donde había de ofrecérsele toda entera; antes de decidirse, antes de tomar partido, estallaba en él una especie de tempestad. Diríase que se arrojaba de un lado a otro, traqueteado por mil resoluciones y mil sueños. Iba y venía por el estudio, se detenía y tornaba a andar. Sabía que deseaba hacer un cuadro y que pintaría a su prometida rodeada de vivos matices verdes. Mas los colores no se combinaban todavía: bailaban todos ante él; se oponían frecuentemente; las necesidades técnicas contrariaban el dato primero de la inspiración; el procedimiento destruía bruscamente la idea acariciada, exigiendo un tono determinado o haciendo inevitable una agrupación que el artista repugnaba. Tan pronto sentía el enojo, y paseaba agitado por el estudio; tan pronto se sentaba, muy contento. El trabajo nacía en él entre esos tumultos y esas dudas. Después, de repente, saltaba de sus 155
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labios, en la claridad de una bella mañana, cierta canción ensordecedora, cierto aire estrepitoso. Y Roberto ocupaba su taburete. Había encontrado, al fin, lo que buscaba, enviando a paseo, en su noble impaciencia, todas las contradicciones, todos los tumultos y todas las dudas. Y ése fue el momento en que escribió a Lucía: el instante en que iba a consagrarse totalmente a su lienzo, embriagado ya por el trabajo. Durante todo ese período de agitación y de sueño no había olvidado un instante a Lucía. Estaba tan presente en él, que muchas veces se interrumpía para decirle: «¡Mira! Te pondré así. ¿No te parece? ¡Un poco de perfil!» Salía, mascaba más que fumaba un cigarro en la calle, volvía a entrar y reanudaba la conversación. Sentíase alegre. Iba a casa de los amigos, examinaba sus esbozos, dirigía una ojeada sobre los lienzos comenzados. Le parecían entonces imbéciles todos aquellos pintores, y marchaba a decírselo a Lucía. Recordaba la fecha en que, súbitamente, mientras trabajaba, había emitido el nombre de ella en voz alta, y cómo había corrido a cogerle las manos y a proclamar su amor mutuo. Ahora la amaba más, la amaba con todo el contento de su obra. En realidad, ella se mantenía materialmente en 156
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presencia, puesto que acariciaba los rasgos de Lucía, lejos de ella, uno a uno. Cierta mañana saltó sobre su taburete gritando: «¡Ya está! ¡Ya le tengo!» Tenía asegurado su brillante éxito próximo. Daba tristeza verle tan alegre. Es verdad que la alegría de Roberto no era, en cierto modo, continua. Eran estallidos bruscos solamente. En aquellos instantes de animación, sus ojos se hundían más que de ordinario en las órbitas, sus párpados se entornaban, sus labios ascendían casi a la altura de la nariz, y su frente se plegaba. Su única manera de estar contento consistía, si podemos expresarnos así, en tragar su júbilo, en aspirarlo todo hacia adentro. A veces, pasaba los dedos por su cabellera de un rojo obscuro, o en pleno silencio soltaba algunos sonidos incoherentes: «¡Prru to to totum!», y en seguida volvía a callarse. En medio de la comida, que entre su madre y él era generalmente taciturna, soltaba en ocasiones una frase como una explosión, o un juicio a propósito de nada, a propósito del tiempo: «¡Qué cielo más absurdo y más claro el de esta mañana!», o «He visto a Fulano. Es un verdadero pintamonas». Su madre, a través del velo de pesada melancolía de que se rodeaba, en aquella triste inmovilidad en que semejaba vivir, 157
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comprendía, por aquellas extrañas manifestaciones, que su Roberto estaba alegre, y su corazón experimentaba el único gozo de que era susceptible. Sonreía con una lentitud tal, que se hubiera interpretado como significación de una pena. En el fondo de su pecho se agitaba algo que a ella le parecía grato. Ignoraba, tenía miedo frecuentemente de esas actitudes reveladoras de tanta vida interior, de ese ascenso de savia, de ese hervor que Roberto contenía dentro de sí. Aquellos gestos, aquellas escapadas, aquellas explosiones de la voz, que debían de hacer pasar a Roberto por un extravagante, cuando lo era en tan pequeño grado; aquella misma fisonomía tan rara y tan enérgica, dado el color de los cabellos y lo firme de las cejas; aquellas palabras dichas en la mesa, y hasta aquellas bocanadas de su pipa, no tranquilizaban a su buena madre. Porque no tenía el presentimiento; tenía la certidumbre de todas las desdichas. No consideraba posible que la vida fuera otra cosa que una prosecución de tristezas, que un aplastamiento perpetuo del hombre por el azar. Y al decir que la alegría de Roberto no la tranquilizaba, nos hemos explicado mal, pues, en realidad, ella no sentía nunca la inquietud. 158
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La señora Brove sabía que la desgracia llega siempre. Cuando el señor Quoban escribió a Roberto diciéndole que le esperaría en Corfú dentro de unos dos meses, su madre se abandonó por un momento, contrariando su carácter, a ese ruego mudo que todos dirigimos al Destino, ansiando enternecerle, y que se resume en esta frase: «¡Ah! ¡Con tal de que no ocurra nada de aquí a entonces! » Se asombraba al ver que Roberto no experimentaba ninguna turbación. Y lo que influía en su asombro, no era ni la calma del joven, ni su seguridad tampoco; era la inquebrantable convicción que él tenía de que todo iba a marchar rectamente por su camino, mientras que, según ella, todo marcha eternamente «a la deriva». El amor maternal posee, sin embargo, tal fuerza, que para complacer a su hijo no vacilaba en contradecirse, y su contradicción conseguía alegrarla, pensando que quizá Roberto, su querido Roberto, sería lo feliz que ella deseaba. El no tenla la menor duda. Reinaba en toda su persona una afirmación resuelta de su derecho a la vida y a la felicidad que se forjó. Todo sucedía con arreglo a sus aspiraciones. Los dos meses del señor Quoban suponían, evidentemente, una prolongación de la prueba y del sacrificio. Pero no fue eso lo que vio el 159
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joven. Pensaba que su cuadro estaría concluido precisamente en ese lapso de tiempo, y que, entretanto, no estaría separado de ella. El gozo íntimo de sentir a la amada suspendida del extremo de su pincel; la delicia de consagrarle el menor esfuerzo de sus jornadas, le hacían saborear de antemano el placer que anhelaba y en el que creía. Jamás fueron sus epístolas más entusiastas, más tiernas, más confiadas. Y no es que se hallase dotado de imaginación, de esa imaginación humilde consistente en edificar ilusiones sobre la realidad, entreteniéndonos en una especie de alucinación. De ningún modo. Es que no distinguía el ser de la amada de su propio ser, y opinaba que ella viviría en su compañía, como él vivía en la suya. Los despachos no le causaron ninguna sorpresa. ¿A quién se la habrían causado, desde el momento que todo estaba ordenado y convenido entre ambas partes, habiéndose anunciado el matrimonio para una fecha muy próxima? No se consideraba engañado y, consecuentemente, tampoco estaba disgustado. Repetía afectuosamente en sus cartas la petición a Lucía de que continuase dándole solamente aquellas noticias rápidas en las que ella parecía decirle que iba a llegar en seguida a situarse cerca 160
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de él y a gritarle: «¡Ya estoy aquí!» Quizá existiera en ese sentimiento un aspecto difícil de definir cuando se trata de un hombre de pensamiento y de trabajo, pues proseguía mejor el diálogo interior escribiendo que leyendo. Jamás tuvo, por otra parte, una duda respecto de la joven. Durante dos semanas estuvo sin noticias de Lucía en absoluto. Era el instante en que el señor Quoban y su hija acababan de abandonar definitivamente Corfú. Roberto pensó: «Me espera. No escribe más, para que yo vaya antes. Pero tiene miedo de meterme prisa.» El plazo terminaba, y se embarcó resueltamente para la isla. Se despidió de su madre, prometiéndole que ya no volverla a verla más que casado. Le apenaba tener que celebrar lejos de ella el matrimonio, aunque veía en ello un nuevo capricho del señor Quoban. La excelente mujer se resignaba -¿no se había resignado siempre?-; pero lloró mucho al despedirse. Roberto sentía oprimírsele el corazón, porque sabía que estaba débil y enferma y que le necesitaba. Traería pronto a la esposa para rodear a su madre de mayores cuidados. ¿No pertenecía ahora a la joven la vida entera d e Roberto? Al desembarcar en Corfú, preguntó inmediatamente por la posesión. Supuso, desde luego, que 161
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Lucía y su padre estaban aún de viaje. Se dirigió a un criado alemán que chapurraba algunas palabras francesas, y que, en realidad, no conocía más que el griego. Tan pronto hablaba en francés como en alemán, traduciendo mentalmente las frases antes de emitirlas, trabajo que se acusaba en la construcción, perfectamente griega, de los giros. Roberto logró extraer estas sencillas palabras: «Vinieron, y volvieron a marcharse.» No se descorazonó por eso. Evidentemente, tenían que regresar. Pasaron tres semanas. No venía nadie. Procuró ver al criado alemán y le preguntó si sabía a dónde habían ido. El criado, traduciendo siempre del griego, respondió: «Que escriba usted al señor conde», y le entregó las señas. Roberto se acordó entonces de la existencia del conde Carlos. En efecto, éste le informaría. Escribió. ¡Escribir al conde Carlos! ¡Qué rareza! Tenía un medio seguro para alcanzar al difícil conde, pero él ignoraba ese medio: comunicarse con Pablo Rable, el intermediario, el barbero factótum. La respuesta no llegaba. Nada, nadie llegaba. Hacía ya seis semanas que Roberto esperaba en Corfú... No lo comprendía... Una tarde salió de la ciudad y se fue al castillo donde su prometida había morado. Se detuvo frente 162
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al promontorio en herradura que formaba por un lado la montaña y por el otro aquella punta en cuya extremidad se elevaba el castillo, a unos doscientos metros de la aldea. Se sentó cerca de la última cabaña, ante el camino encorvado que iba allí, allí donde ella había estado. Miraba fijamente. El castillo emergía de su nido verde, como una isla negruzca en medio de los árboles. Roberto se concentró de tal modo en su contemplación, que desaparecieron de su vista muchas cosas, entre ellas el camino, al borde del cual se habla sentado. Aquel rincón verdegueante que tenía frente a los ojos, le pareció, en efecto, separado de todo, como un islote. Cada detalle, cada rama, el esqueleto medio desnudo de unos árboles y el verdor eterno de otros, se apoderaban sucesivamente de sus pupilas. Un sol rutilante y pacífico envolvía el islote de verdura, situado en el extremo del promontorio. La dicha estaba allí. Allí estaba su vivienda. Durante mucho tiempo, mucho, examinó Roberto el hermoso lugar encantado. El Sol iba a desaparecer. Roberto, separándose de su examen, miró bruscamente a la tierra, con una energía, con una tenacidad y con una obstinación que la contractura de los músculos de su rostro denunciaba claramente. Después, exclamó: 163
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-Aquí me quedo. Se encaminó acto continuo hacia la aldea, situada a algunos pasos del sitio donde se había detenido al sentarse, y ajustó con un campesino el alquiler de una casita limpia y modesta, en la que se instaló. Todo se borró súbitamente de su alma: el estudio, el hogar de París, el Salón, la Exposición Universal. Solamente escribió a su madre, advirtiéndole que establecía su residencia en Corfú por tiempo indefinido. ¡Corfú, Corfú! Era la única idea clara y precisa que le exaltaba. Con arreglo a su costumbre, después del tumulto interior, de los planes y de los sueñas, su energía se reconcentraba en aquel punto único. Su espíritu anclaba y se afianzaba allí. Era como un luchador que procurase reunir todas sus fuerzas para derribar un muro. No veía más que Corfú en la vasta extensión del universo. Por otra parte, ¿de qué le hubiera servido ver otra cosa? ¿Sabía dónde estaba su prometida, dónde había ido con su padre, dónde era preciso acudir para encontrarla? ¡No! No era cosa de inquirir ni de buscar. La joven tenía que volver, volvería seguramente. Eso era indiscutible, no podía ocurrir otra cosa. Reconocíó la imposibilidad de que ella no volviese estando 164
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él allí. Esperaría el tiempo que fuese necesario. Esperaría años. Ella concluiría por venir hacia él. Todos los días fue a sentarse al borde del camino, frente al islote, a la hora de la puesta del Sol. Abría el álbum sobre sus rodillas. No pensaba en nada; le era imposible. No comprendía nada, tampoco. Iba allí para mirar en línea recta el macizo del promontorio. Combinaba los tonos y los recogía. Estaba en posesión, hacía un mes o seis semanas, de los verdes y los amarillos deseados. Maquinalmente buscaba algo más todavía. Buscaba, ignorando el qué. Acabó por descubrir que era un naranjo. ¡Ah, sí, se trataba de eso, por lo pronto! ¿Cómo no lo había percibido al instante? ¡Qué imbécil! Bueno. Pero ¿dónde ponerle, ahora que percibía su situación? No lo lograba aún. Pasaba días enteros persiguiendo a su naranjo, y lo colocaba, lo quitaba, lo paseaba por todos los rincones. Una tarde, al fin, se apoderó de él. Lo vio. «¡Ah, el rebelde!», exclamó. «¡Ya está cogido!» Pero apenas hallado el sitio y el tono, tornó a mirar a la tierra, con la misma actitud que cuando fue a sentarse por primera vez. Era una mirada perpendicuIar e inmóvil. Notó que algo se abatía dentro de él. ¡Y cómo se burlaba ahora de los amarillos, de los verdes y de los naranjos! 165
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-¡Vaya el campo enhoramala! ¡Dejémosle!- dijo. Y entró en su casa. Durante los días siguientes no pensó en el cuadro. Pero iba siempre al sitio elegido. Al cabo de una semana, reanudó su proyecto. Aquel rincón de la tierra continuaba atrayéndole. Los verdes se presentaban bien. Promediaba marzo. Los pinos y los abetos, los cipreses y los olivos, los naranjos y los mirtos enlazaban sus múltiples colores. No hay invierno en esos magníficos países. Apenas si algunos árboles quedan despojados de hojas, mostrando acá y allá el bruñido esqueleto de sus ramas. Los pinos son de un verde intenso, en los que comienzan a apuntar, durante la iniciación de la primavera, algunos copetes de un verde tierno, adorablemente pálido, débil y ligero. Diríase el árbol de los vellones adolescentes. Los naranjos y los abetos, los cipreses sobre todo, son casi negros. Todos juntos formaban un macizo compacto y duro, atravesado por algunas claridades dulces, macizo que encantaba a Roberto por su enérgica concentración. Se dispuso a reanudar la labor. A fuerza de mirar al mismo sitio, acababa por ver siempre algo nuevo. Era su costumbre. Su vista no se desparramaba por la isla entera, como había hecho la pobre amada, descubrió como 166
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una pesadez de melancolía y de postración, notando como un sopor y una parálisis, en aquella verdura, quieta bajo el cielo impecable. El, en cambio, transportaba su espíritu a aquel punto único, lo llevaba consigo, y encontraba en el islote desierto un acre símbolo de tristeza cercada y feroz. Se esforzaba en recoger esa impresión, y de vez en cuando castañeteaba con el pulgar y el índice. Pero acabó por estallar. Se había decidido. Guardó los pinceles y no volvió a tocarlos, dejando el trabajo bruscamente. No podía comprender. Se sentía estúpido. Por lo demás, no era completamente desgraciado. Esperaba siempre. Emprendía largos paseos por las anchas calles de Corfú, o hablaba con los aldeanos, o iba hasta el extremo del promontorio. Allí, sus piernas flaqueaban. ¡Oh, cómo la quería, cómo la quería! Eso sí que no lo ignoraba. Y los días sucedían a los días. También intentó visitar alguna de las islas próximas. Pero el instinto le trasladaba a Corfú, y volvía en seguida. Así transcurrió la primavera y el otoño. Arribó el invierno, arribó enero. La señora Brove le suplicaba que regresase. Él se obstinaba en permanecer. Tuvo que decirle, al fin, que estaba enferma, que tenía necesidad de él. «¡Bueno! 167
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-pensó-. Traeré a mamá conmigo, y aquí sé curará.» Se puso en camino, conservando la casita alquilada. Dejó unas palabras en la lista de correos: «Lucía, sábelo bien. Tengo fe en ti. Te esperaré en Corfú eternamente.» Se marchó al instante, para poder regresar más pronto. Hacía un año justo que estaba allí. ¡Era el momento exacto en que la joven exponía, suspirando, a su padre el deseo de volver, a Corfú! ¡Era el momento exacto en que Lucía no tuvo alientos para correr ella sola, arrastrando molestias y peligros!
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XIII LOS CASTAÑOS Roberto ardía en deseos de estar en París, y se hubiera dicho que lo atropellaba todo en su camino, hasta a la propia locomotora. encontró, en efecto, enferma a la señora Brove. Estaba completamente agotada por aquel año de separación. Sus pensamientos eran tardos, pero en su pobre cerebro, fatigado por la desgracia, todos eran iguales. Sin embargo, durante el tiempo transcurrido, a fuerza de tener el espíritu en tensión sobre un asunto único, había acabado por juzgar. ¡Oh, ella no se atrevía a juzgar nada que ofreciese cierta complicación, antes de que lo hubiesen examinado las inteligencias más humildes! Todo acto exterior, toda iniciativa, eran para la señora Brove de una dificultad insuperable. Experimentaba una especie de imposibilidad 169
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física. Lo que le quedaba de energía se agotó en aquellas deliberaciones interiores. Una palabra o dos de Roberto, cuya significación adivinara al pasar la vista por ellas, la puso al corriente de lo que sucedía, pues su hijo se limitaba a escribir de tarde en tarde para decirle que estaba bueno, que se encontraba bien en Corfú y que la besaba. La señora Brove nunca se aventuraba a proceder sin su hijo. Pero estaba persuadida de que, al consultarle, tropezaría con alguna negativa terca, con alguna resolución inquebrantable. Se decidió, por tanto, y a todo riesgo dirigió una carta al señor Quoban, a la calle de las Feuillantines. Ahora también esperaba ella una contestación. ¡Oh, llamar a su hijo porque se encontraba enferma, llamarle por un motivo de ella, no, eso jamás lo hubiese hecho! Había insistido en que viniese con motivo de la correspondencia que acababa de entablar con el señor Quoban precisamente. Y no es que esperase una respuesta agradable. No contaba con las cosas buenas. La movía otro sentimiento. Había actuado sin consultar con Roberto, y no podía tolerar esa preocupación. Era preciso que le viese, que le besase, que le confesase todo, que le pidiese perdón. Y había más aún. Dio aquel paso por un impulso completamente personal, 170
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y, de repente, tuvo miedo. Sentía la necesidad de una protección, de un amparo contra ella misma. Puesto que había escrito, puesto que había intervenido con aquel acto de energía, puesto que provocaba una respuesta, temía ya las consecuencias y la responsabilidad de su propia iniciativa, no a causa de ella, sino a causa de él. Era imprescindible que su hijo estuviese allí, para que ella pudiese encontrar apoyo. ¡Oh, qué desfallecimiento se apoderó de ella al volverle a ver! Le tenía consigo. ¡Que le hicieran dichoso aquellas gentes, o que le dejaran! Lo confesó todo entre lágrimas, osando apenas hablar. Roberto no quería oír nada. -¡No, mamá! ¿Lo comprendes? Es preciso que te lleve. No hay, cartas. No las habrá. Es preciso que vayamos a Corfú tú y yo. La carta llegó, sin embargo. Aparecía fechada en Viena, ciudad de la que iban a marcharse al día siguiente, según declaraba el señor Quoban. La carta era muy ceremoniosa, muy envuelta, de un tono muy vago, muy afectuosa y llena de reflexiones generales. El señor Quoban recordaba su antigua amistad, y lamentaba profundamente que no viniesen a consolidarla otros lazos más fuertes. ¡Ah, la señora Brove comprendería, sin duda, el disgusto y 171
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la pena que le producía escribir aquello! Él sabía muy bien que las inclinaciones del corazón no tienen otra prueba que la de la ausencia. Se medita, se estudia, se interroga. ¡Ay! ¡El matrimonio soñado no debía celebrarse! Acaso aquellos dos corazones no coincidiesen en realidad. Acaso hubo un error en las iniciaciones del afecto. Lo prudente era quedarse donde estaban. Más tarde volverían a verse los jóvenes como amigos. Cada uno sería feliz por su lado, más felices que de la otra manera, puesto que... El señor Quoban no terminaba. Era, en resumen, una ruptura hecha en buena forma. La carta proseguía, largo tiempo en el mismo tono, muy untuosa y, en el fondo, muy categórica. Roberto se levantó bruscamente después de la lectura. Se paseó de extremo a extremo por la habitación de su madre. No dijo una palabra. Al día siguiente volvió a los paseos, sin despegar los labios. Su pobre madre, anonadada, ni siquiera advertía aquellos silencios. Por lo demás, le conocía mucho y sabía que estaba atravesando una. de sus crisis. ¿Se volvería loco? Lo ignoramos, y no debemos pintar a Roberto de otro modo de como era en realidad: un hombre aferrado a un solo pensamiento. De ahí que el tercer día cayeran de sus labios estas palabras, 172
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acusadoras, una vez más, de su obstinación íntima; estas palabras que parecían no tener relación con el hecho, y que representaban, evidentemente, para él, todo lo que en aquel momento era capaz de descubrir en sí mismo: -¿Lo ves, mamá? Te lo había dicho bien claro. Es preciso no salir de Corfú. Y añadió en seguida: -Iremos. La señora Brove comprendió que el viaje estaba terminantemente decidido. ¿Qué le importaba a ella, en medio de todo? Al menos, estaría cerca de él. Además, ¿es que la vida cambiaría para la pobre mujer, por estar en éste o en el otro sitio, en Corfú o en París? Su inercia natural, aumentada por la desgracia, le hacía olvidar hasta sus enfermedades. Se dejó arrastrar, efectivamente, a Corfú. Y Roberto repetía durante el camino: -Estaremos muy bien allí, mamá. Verás cómo no debemos marcharnos nunca. ¿Y quién sabe, sí, quién sabe si aquellas palabras eran las palabras de un loco, o si algún secreto instinto no advertía a Roberto que era solamente a Corfú donde le convenía ir? ¿Quién sabe si a aquella misma hora, en aquellos mismos minutos dedicados 173
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por él a la invocación de Corfú, el nombre de la isla no era el único punto fijo, la sola idea concreta, el único color que se mantenía vivo sobre el fondo decolorado de la existencia de Lucía, en e1 mar indeterminado de su sueño? Sí, en aquella difusión progresiva de las antiguas esperanzas, en aquel desvaído horizonte de que se veía rodeada por todas partes, Lucía no vislumbraba más que una esperanza, a la que iba a acogerse muchas Veces desde lo hondo de sus melancolías, y esa esperanza era resumida por el nombre. de la isla, deletreado respetuosamente; por una isla donde ella también había esperado; por aquel lugar que marcó en su existencia una etapa decisiva. ¡Ah, si ella hubiese conseguido, si ella hubiese conseguido saber! ¿Lo sabría algún día? ¿Dónde estaba ese día? He ahí el enigma terrible. Quizá demasiado tarde. ¡Quizá nunca! De momento, el señor Quoban cuidaba de que lo ignorase todo. Él había continuado su obra. Su papel y su actitud eran dibujados cada vez con trazos más nobles. Se presentaba como el sostén, como la esperanza, como el recurso supremo de Lucía, y lograba hacerse querer. La dulce niña, frente a tantas previsiones y cuidados, tenía que corresponderle con algunas sonrisas, 174
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con algunas charlas. El señor Quoban se felicitaba entonces de hacerlo que hacía. Encontraba en la conducta de Lucía, y hasta en su reconocimiento, un nuevo alegato en pro de sus precauciones primeras y del éxito de su empresa. Y la recompensaba, a su vez, con los numerosos recursos intelectuales que le adornaban. Era un guía excelente -admitida su estructura espiritual- en las ciudades y en los museos que visitaban. Había leído mucho, sobre todo, y entendido suficientemente, siempre a su manera, un poco general y vaga; pero podía disimular lo que hubiese de superficial en sus conocimientos, por la autoridad que se desprendía de toda su persona, autoridad en la que se cimentaba su mayor fuerza. Su voz tenía, a la par, un gran encanto y una gran sinceridad. Era un hombre, en suma, del que no cabía sospechar. Si hubiese contado a su hija cuanto había hecho para separarla de Roberto, ella no hubiese querido darle crédito. Y no era solamente que tamaña revelación hubiese desgarrado su alma: era que no percibía, que no vislumbraba en su padre la posibilidad de una mala acción. Ese sentimiento, que la tuvo siempre a distancia de él, aun ahora que la rodeaba de todas sus ternuras; ese sentimiento era atribuido por ella a una especie de respeto fun175
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damental obligadísimo. Y el señor Quoban -esto no tiene nada de extraño- merecía ese respeto ante todos los que le trataban, pues era, en efecto, un hombre recto, un hombre que, ya para situarse, ya para enriquecerse, no habría sacrificado en lo más mínimo la dignidad. Su vida entera lo atestiguaba. Pero era indispensable que su voluntad triunfase. En este punto era intratable. Y siempre creía que su deseo era el mejor. Tenía un ideal de la vida, de las costumbres y de los gustos, y todos debían acatarle. En el dibujo firme y puro de aquella existencia, como en la de Lucía, hecha a su estilo, Roberto era como una mancha. No podía aceptar la idea de que aquella aproximación y aquella simpatía común fuesen cosas naturales y lógicas. Cuando pensaba en Roberto, todo se escandalizaba en él. Y solía consolarse de su ausencia de París al recordar que había dejado allí el retrato hecho por el joven. Un atolondrado semejante era la negación de todo a sus ojos, y sus insolentes colores denunciaban toda su alma. La altivez que creía apreciar en Roberto al hablarle, le exaltaba, trastornando su apacibilidad. ¡No! No había, que ceder. ¡Tal hombre en su casa, entre su hija y él, era lo inimaginable, lo inconcebible! Y él, que acusaba a Roberto de extravagancias incomprensibles y de 176
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manías insoportables, se presentaba, en este caso, como el primer extravagante Y como el primer maniático. Y es que era algo más lo que intervenía: era el odio. Porque se puede sostener verdaderamente que el señor Quoban no obraba por perfidia, sino por odio, ya que tenía siempre el valor íntimo de su conducta, y ya que se ingeniaba para el hallazgo de nuevos medios que sirviesen a su anhelo. El odio le prestaba, además, una energía singular. Y en un carácter de apariencias tan calmosas, aquella energía interior se redoblaba y aumentaba en proporción directa con los esfuerzos realizados para imprimir a su rostro una soberana tranquilidad. ¡No! Lucía estaba desprovista de fuerza, al igual que el propio Roberto, para luchar con aquel hombre. Había envuelto el señor Quoban a la inocente niña soñadora en tales redes, que le hubiera sido tan difícil desatarse de ellas como liberarse de la pasividad congénita de su temperamento. Y ella no sospechaba lo más mínimo. ¡La dulce abandonada! Se sentía sola en la actualidad, completamente sola. Allá, en París, en Bretaña, aún le quedaba una amiga: aquella María Reina, consagrada a su servicio, y que parecía quererla. El señor Quoban no cometió la torpeza de despedir a la muchacha. Lo que hizo fue 177
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casarla con su criado, con aquel Connan de quien tan seguro estaba. Y no es que fuese necesaria la precaución, sino que su instinto dominador exigía que todo concurriese a la finalidad de sus proyectos. Para él, la autoridad, aquella autoridad de la que llevaba el sello en su semblante, debía traducirse en, un dominio absoluto, que esperaba aceptase todo el mundo, sin contradecir su aire dulce y paternal. Sí él hacía un matrimonio, era para cimentar la felicidad de aquellas pobres gentes. ¡Pero aquella felicidad la había cimentado sencillamente por haber visto un día a María Reina adelantarse al correo de Corfú! Lucía, que no era desconfiada, no descubría nunca el lazo. Soñaba, soñaba siempre. Algunas veces escribía. Porque no olvidaba. En el fondo de su corazón vivía el nombre del amado. A pesar de haber transcurrido dos años, tomó todavía un trozo de papel, y escribió estas líneas, tan puras, tan delicadas y tan flotantes como su alma misma: «En la verde pradera de allá abajo, al pie de la colina, y en cierta mañana de primavera, vi a una margarita blanca buscar sombra y frescura bajo un ramaje de mirto. El ramaje exhalaba un perfume suave, pero tan potente, que todo el aire de alrede178
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dor y hasta la tierna florecilla estaban embalsamados. »Y yo envidié tristemente a la débil margarita. »Así, mi bien amado, hubiera yo querido crecer y florecer a la sombra de tu amor. Roberto, amigo mío, sin ti, lejos de ti, falta de tu protección, no tendré jamás perfume ni color.» ¡Ay! Roberto no había de recibir nunca aquella carta. Nunca había de leerla. Obstinado en residir con su madre en Corfú, no comprendía. ¡Ah! Sin embargo, comprendía un poco. Comprendía que acertó yendo a Corfú y que acertaba ahora al no moverse. Su seguro instinto, pensaba, no podía engañarle. Al desembarcar, se había dirigido a las oficinas de correos. Preguntó al empleado si no estaba detenida una carta para la señorita Lucía Quoban. Y enseñó un sobre escrito por él. «Con una letra como ésta», añadió. Le dijeron que no había nada. ¡Su carta había desaparecido! ¡Había llegado, sin duda, a manos de Lucía! Aquella mañana besó a su madre con fuerza extraordinaria, instalándola al instante en su casita, frente al castillo. En la embriaguez de la noticia que le habían dado, estuvo alegre durante el primer mes. Trabajó, esto es, volvió a encararse con el cuadro. 179
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Su pobre madre no vivía ya más que de los reflejos y de las sombras que pasaban por el rostro de su hijo. Roberto escribía con regularidad. De vez en cuando iba al correo. Se informaba. Pero siempre le respondían lo mismo. Sus cartas permanecían allí. ¡Siempre! ¡Siempre! Pasaron los meses. ¡Qué importaba1 Le era imposible marcharse. La señora Brove no se atrevía a suplicar. Sufría pacientemente su martirio. No se quejaba. No quería molestar a Roberto. Y se extinguió dulcemente entre sus brazos, sin que él, en su obsesión incesante, se hubiese dado cuenta de que había llevado con él a Corfú a su madre moribunda. El golpe fue rudo. Desde aquel momento no habló ni una sola palabra con las buenas gentes que le servían. Era un hombre enterrado en sí propio. Envió el cadáver a Francia, y ya no tuvo valor para quedarse. Habían transcurrido dos años y medio aproximadamente desde el encuentro con Lucía en Bretaña, en el verde jardín. Cogió su cuadro, aquel. cuadro que había nacido detrás de los castaños, pues ansiaba verlo y transportarlo consigo, y volvió nuevamente a Corfú. ¡Nada! ¡Nada! Ella no venia, ni venía ninguna noticia de ella. «Te deseo que no sufras nunca tanto 180
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-hubo de escribirle sencillamente un día- como yo he sufrido en esta isla.» Después se golpeó la frente, acusándose y diciéndose: «¡Qué torpe soy! ¿No leí la carta del señor Quoban? ¡Todo, todo ha terminado! ¡Vamos, Roberto, estos e acabó!» Todavía estuvo algún tiempo en Corfú. Ignoramos qué instinto, qué voz, le anunciaba que ella lo sabría, que lo sabría alguna vez, y que entonces adoraría a aquella isla en la que había sido tan amada. Paseándose una tarde, a la puesta del Sol, por la carretera, experimentó bruscamente una sensación espantosa. Se formulaba con claridad en su espíritu un fenómeno: todo le era indiferente, y lo mismo le daba estar en Corfú que en cualquier parte. ¡No le retenía la isla, cuando toda su voluntad se había concentrado en ella! ¿Es que, por acaso, su voluntad huía también? ¿Es que no tenía fuerza para mantenerse tal como era? ¡No faltaba más! Logró recobrarse. Se quedó y prolongó su estancia deliberadamente, aunque, en realidad, aquella persistencia carecía de motivo. Recordó su gran lienzo, y volvió a trabajar obstinadamente. Luego, tomó el barco una buena mañana, estuvo algunos meses en Francia, y regresó todavía. Estaba desorientado completamente. Iba «a la deriva», como su existen181
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cia, como su alma, como todo. No obstante, se aferraba aún a algo. ¿A qué? Él mismo no hubiera podido decirlo. Pero, al fin, halló lo que quería, lo que buscaba su obscuro instinto. Contemplando un día el cuadro que habla hecho allá lejos, comprendió que quería tornar a ver el sitio querido, que necesitaba evocar a Lucía en medio de sus verdores, y sentirla tan suya como en otro tiempo. Cayó en Bretaña como una flecha. Encontró la casa y el jardín, y se instaló en las cercanías, disponiéndose a pasar todo el verano junto a la imagen querida. Se situó desde el primer día en el lugar exacto donde ella estuvo sentada, bajo la bóveda de los abetos y de las encinas. ¡Ah, todo gravitaba formidablemente sobre su pecho! Tenía una fecha, una cifra que no osaba ahogar en su memoria. Y que no osaba tampoco repetir, como si la comprobación le diese miedo. ¡Cuatro años! ¡Hacía cuatro años! Porque fue en agosto. ¡No! No podía volver a pensar en aquello. Notaba que los ojos le ardían. Y no vislumbraba algo semejante alrededor, ni verduras múltiples, ni espacios claros de luz, ni linfas áureas del sol muriendo detrás de los árboles. No conseguía distinguir nada. Los contornos y el color se escapaban con lo demás. Permanecía inmóvil, con la 182
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cabeza entre las manos, en el banco donde se le reveló repentinamente Lucía. De pronto, hizo un movimiento brusco, y levantó los ojos. Allá, sí, detrás del seto de castaños, en el sitio mismo desde donde la viera aquella vez, se movía algo. ¿Qué era, Dios mío? Algo así como un vestido rojo de niña, subía y bajaba por el cerro, aparecía a través de las ramas, después se iba, volvía, y, por último, se escapaba del todo. Roberto lanzó un grito sobrehumano. Así la había visto a ella también; así, a lo lejos, detrás de los árboles, y así la había perdido para siempre, pasado aquel día cumbre de su vida. ¡Oh, porque estaba seguro que la había perdido totalmente! Y Roberto se puso a sollozar en el banco de un modo horrible, abismado, hundido como nunca en su dolor y en su amor.
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XIV LA GUERRA Por aquella época -agosto de 1869-, Lucía estaba con su padre en la isla de Man, en el mar de Irlanda. El señor Quoban, después de numerosos viajes, después de algunas detenciones en París -donde, como sabía muy bien, no tenía nada que temer-, eligió para pasar el verano el sitio de Port-Erin, prefiriéndolo a la bahía magnifica de Ramsey o a las rocas enormes de Douglas, en medio de las cuales, hacia el Este, se erige el faro de la isla. Los ingleses de Liverpool acababan de descubrir en aquel momento a Port-Erin, pues hasta entonces no había sido más que un nido de pescadores. Aún se ven a la orilla del mar las cabañas y las casitas de aquellas buenas gentes, dedicadas todas a la marinería o a la pesca. A unos cincuenta metros sobre el mar, en una 184
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colina, aparece una hilera de viviendas u hoteles -de lodging houses, como dicen allí- que albergan a los forasteros. Desde allá arriba se domina el golfo encantador de Port-Erin, o, mejor, el puerto que por cada lado forman dos promontorios semejantes a unos brazos que trataran de ocultar el lugarejo primitivo. Diríase que se trataba de un lago., Más lejos surge el mar inmenso, y cuando el cielo está claro, se pueden percibir en la lejanía, una lejanía de sesenta millas aproximadamente, los tonos violetas y rosados de la costa de Irlanda. El señor Quoban creía que aquel rinconcito unía la idea de belleza tranquila y discreta, amada por él sobre todas las cosas, con el descanso que probablemente necesitaba. Los ojos no pueden fatigarse en Port-Erin sí no se ha tenido tensa y fija la mirada. La región ofrece setos, montículos, campos de labor. Apenas hay árboles. El clima es templado, principalmente en el estío. Sólo durante el invierno estallan fuertes tempestades, que arrastran cuanto encuentran y que inundan el fondo del golfo, destrozando las casitas de los pescadores. En aquella época se estaba construyendo precisamente un malecón, que costaría unas ochenta mil libras inglesas, encargado de cerrar completamente el puerto; male185
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cón que, algunos años más tarde arrancó de cuajo cierta tempestad. Hoy mismo pueden verse bloques gigantescos que sobrenadan aquí y allá, como despojos de una muralla ciclópea. Al señor Quoban le agradaba ver cómo la obra de los hombres consigue dominar pacientemente a los elementos, acarreando grandes piedras con la ayuda de máquinas perfeccionadas, y uniendo las moles de granito. ¡Pero el tiempo concluiría por dar al traste con las obras del señor Quoban, del mismo modo que con las otras! Lucía acostumbraba a pasearse por la colina desnuda, en la que aún se erigían muy pocas viviendas. El puerto estaba a sus pies. ¿No era éste la imagen de su vida actual, puesto que en el dormía el agua del mar como en un estanque? Y, no es que el corazón de Lucía estuviera indiferente o dormido. Unicamente el dolor se asemejaba en ella a esas aguas muertas que nada agita. Era que su espíritu se abandonaba a una monótona, a una triste fantasía. Ésta adoptaba un carácter particular. Pudiera calificarse de fantasía inmóvil. No iba hacia el mundo exterior, atraída por un accidente del paisaje, situándose tan pronto en una flor, tan pronto sobre la cima de una ola; entretenida a veces por una música lejana, o sorprendida por una palabra, oída al pasar. 186
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Era una fantasía que se limitaba a detenerse en esos mil rincones, en esas mil revueltas que forman el paisaje interior. Era totalmente íntima. No se presentaban en ella ni tumultos ni temores. Un tono uniforme y suave, Una dulce blandura, envolvía a la joven. Su alma se sumía en aquella atmósfera de sueño y de lágrimas. Los sollozos no soliviantaban su pecho, aunque una lluvia lenta humedeciese sus pestañas. En el fondo de aquella conciencia parecía haberse esculpido una palabra definitiva y eterna: «aceptación». La hija del señor Quoban había aceptado. Sí, Lucía lo aceptó todo, aun no comprendiendo en muchas ocasiones, pero sin el menor intento de protesta. Si habían asomado recriminaciones dentro de aquella alma inocente, ya habían huido y no la perturbaban. Se confesaba que ella desconocía la vida y desconocía a los hombres -¡se lo había repetido su padre con tal insistencia!-; se decía que ella quiso creer, y que es preciso no creer; que ella tuvo fe, y que la fe no es posible más que después de la prueba. El señor Quoban había acumulado, en sus largas conversaciones, los ejemplos, los recuerdos y los consuelos. Había emprendido el trabajo de destrucción desde los primeros días de estancia en Corfú, y luego le había consumado. 187
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Lucía llegó a persuadirse de que su historia era lo natural y corriente; que las cosas no consiguen combinarse de otra manera; que los hombres olvidan, y que las pobres mujeres tienen que resignarse. Y la resignación prestaba a su semblante una suprema dulzura. Se parecía más que nunca, no obstante los años transcurridos, a aquel retrato suyo hecho en otro tiempo por el pintor de Las lamentaciones de la Tierra. Logró sonreírse poco a poco. Hablaba con su padre, y las conversaciones eran, por parte de ella, cada vez más confiadas, más abandonadas. ¿No era fatal lo que ocurría? ¿No era ésa -pensaba- la suerte de las tristes mujeres, condenadas a someterse? El dolor había desarrollado en aquel corazón una bondad candorosa. De ahí que continuase siendo una criatura de elección, una de esas almas a las que la desgracia toca con sus alas, como acariciándolas. No hace más que permitir la salida a la superficie de cuanto poseen de puro y exquisito. Sólo alguna vez, cuando paseaba por la colina desnuda, desprovista todavía de viviendas, sólo alguna vez, y en las tardes claras, cala en la laxitud sutil, en el desfallecimiento que le producía ver allá lejos, muy lejos, en el horizonte, los tonos violetas y rosados de la costa de Irlanda. ¡El país de su madre! 188
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¡La tierra de ensueño! ¡Algo diluido, confuso, infinitamente tierno; algo como una felicidad imposible, como un ensueño perdido, como una hoja muerta, era aquella visión de la lejana Irlanda! Las lágrimas, entonces, invadían sus ojos. ¡Oh, estaba en lo cierto cuando le escribió, hacía ya mucho tiempo, que sin él no poseería nunca ni perfume ni color! Aquellos dos paisajes, el de las verduras bretonas de antaño y el presente de Port-Erin, simbolizaban, señalaban perfectamente, las dos grandes etapas de su existencia. ¡Qué buenos eran y cómo sonreían los árboles de Bretaña a través de su niebla luminosa, bajo el sol! ¡Y qué benéfico era el mismo sol! Lo recordaba muy bien. Al sentarse en lo profundo del jardín, frente al mar, cobijada por los tilos inmensos, veía, sólo con volver la cabeza, los troncos, ligeramente espaciados, de los álamos de Italia y de las hayas, cuyo follaje parecía besar la curva del cerro dibujado en el fondo. Y cuando la tarde caía, la luz, como abandonada por el cielo, parecía descender también al mundo subterráneo en que la joven vivía, procedente de otro mundo superior, en el que ella no estaba. Y después, ante el sol moribundo, los troncos de las hayas y de los álamos nadaban con sus hojas 189
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en la luz rosa, en la luz bermeja, y las linfas áureas del sol llenaban de sueños el dominio familiar. ¡Ah! ¡Era amor lo que le traían entonces las aguas de oro! Ahora, los tonos del paisaje no habían variado. únicamente no había árboles; únicamente flotaba un velo más gris sobre los contornos de los objetos. La niebla se había es, pesado, y había más sombras que refulgencias. El cielo se nublaba con mayor facilidad, y unas nubes blandas, a semejanza de cosas indecisas, contribuían a envolver la perspectiva en una cortina ligera, que decoloraba la Naturaleza. No se concebía siquiera que el cielo fuese azul. Todo se borraba, todo se perdía, todo terminaba, todo retrocedía hacia el ayer lejano; todo: la vida, el sueño, el amor. El señor Quoban no era ciertamente un sentimental. Pero no se le escapaba la evolución sufrida por Lucía. Observaba, por el contrario, sus progresos, y aquellas mismas fantasías, tan apacibles y tan dulces, eran para él completamente lógicas. Y ello le prestaba valor para llevar a cabo sus nuevos proyectos. Las sonrisas serenas la bondad siempre suave de Lucía, la resignación que acusaba su rostro, todo le afirmaba en el propósito que no había podido realizar hasta entonces, pues el señor Quoban no 190
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creía haber completado todavía su obra. Ignoramos realmente si fue el paisaje de Port-Erin y su tranquilidad lo que le llevó al señor Quoban a la isla inglesa. Hay que suponer más bien que había hallado el yerno que deseaba. Procuró envolver el encuentro de él y Lucía con un aire de casualidad , prestándole así carácter novelesco. Y lo lograba, al menos en el sentido de que su hija no podía sospechar apenas que el visitante misterioso -este vecino de lodging house- hubiese ido a la isla con el exclusivo objeto de casarse con ella. Aquel caballero tenía cuarenta años y una fortuna considerable, llevada con digna sencillez. No hacia gala, precisa reconocerlo, de ninguna de las cualidades que le adornaban, ni de su posición social, ni de su sólida cultura. Y eso era digno, de gratitud, por lo difícil que les resulta a las clases elevadas, especialmente a las de Inglaterra, eludir la ostentación. Y no es que sir Hendry Coole fuese modesto; es que era un hombre equilibrado y ecuánime. Prefería las zonas templadas, declarándose enemigo de todos los excesos, no sólo en, sus relaciones con el mundo, sino en el gobierno de sí mismo. El inglés correcto, como solemos decir, tiene generalmente (porque existen ingleses de toda clase) 191
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una energía rectilínea que le faltaba a sir Hendry. Poseía todos los modales externos del señor Quoban, esto es, los aparentes. Entraba así en la categoría a que el señor Quoban se vanagloriaba de pertenecer: a la categoría de los moderados y graves. Mas hay que manifestar, en elogio de sir Hendry, que carecía interiormente de aquella complexión moral de la que tanto se enorgullecía en secreto el padre de Lucía, y de la que acababa de hacer tan notable empleo. No le hubiera sido imposible dejarse arrastrar por alguna pasión, pero no lo hubiera sacrificado todo para satisfacerla. Poseía rectitud y claridad en el pensamiento y en los actos, sin que haya que suponer por eso que fuera un ser pasivo, de una vida interior desarrollada excesivamente, y capaz de abismarle, al igual que a Lucía, durante años y años, en ese sentimiento de impotencia y de atonía que paraliza todas las facultades. Estas, muy ponderadas, no eran susceptibles ni de excitaciones continuas ni de abatimientos bruscos. Y todo eso se leía en su cara, cuya expresión era muy agradable. Predisponía espontáneamente en su favor, inspirando fácilmente simpatía y confianza. Las condiciones de rango y de fortuna eran equivalentes por una y otra parte. Sir 192
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Hendry lo había reflexionado previamente, y no sólo descartaba, en lo que a él se refería, todo obstáculo al matrimonio, sino que lo deseaba sinceramente, porque la joven le había agradado en el acto, mostrándosele como la compañera que buscaba. Con mucha franqueza, con mucha lealtad, se declaró a Lucía una mañana en que ella se paseaba por la desnuda colina, allá en lo alto de la isla. El matiz de su voz tenía algo de insinuante y apagado. La propia Lucía quedó sorprendida ante la sencillez de la declaración. Dijo, sin rodeos, que el señor Quoban había preparado aquella unión, confesando que le había llamado a la isla de Man con el propósito -añadía sonriendo- de procurar a sus sentimientos, o al menos al encuentro, la sugestión de lo imprevisto. Pero sir Coole tenía el honor de informar a Lucía, directamente y sin vacilaciones, que se hallaba en Port-Erín por virtud de aquellas circunstancias, y que siendo, como era, un hombre correcto, solicitaba su mano con toda sinceridad. No precisaba ningún artificio para afirmar que le había producido un efecto superior a sus esperanzas, y ofrecía lealmente una mano en la que la joven pudiera apoyarse siempre. 193
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Tales palabras fueron para Lucía como un golpetazo en mitad del corazón. ¡No! Hasta entonces no había pensado en aquella posibilidad. Veía ante ella una tristeza indefinida, una especie de carretera monótona, por la que tendría que caminar, sin quejarse, hasta el fin de sus días. ¡No pensó nunca en el matrimonio! Es probable que si el señor Quoban hubiese hablado con ella el primero, con todos los misterios de nobleza que envolvían sus confidencias, es probable que Lucía se hubiese extraviado en un silencio melancólico y tranquilo, del que hubiese sido difícil hacerla salir. Gracias a la leal sencillez de sir Coole, estaba en cierta manera ante un hecho consumado, con la obligación de dar una respuesta a la pregunta tan claramente formulada. ¡Oh, en su atonía interior todo le pesaba y fatigaba! Sí, todo. Responder que sí o responder que no, suponía idéntico esfuerzo. De las dos maneras se sentía confundida y turbada. Hubiera querido no tener que adoptar nunca una decisión, fuese en un sentido o en otro. ¡Cómo notaba el sufrimiento y la angustia de ese estado! ¿Estaría así constantemente, mientras viviese, en la imposibilidad de dirigirse a derecha o a izquierda, de poner un pie delante del otro? ¿Por qué hará falta reflexionar y decidir aun 194
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en los actos de menos importancia? ¡Oh! ¿Por qué no se la dejaría deslizarse como el agua que pasa, como el barco sin gobierno, como el pétalo de rosa que marcha por la superficie del río? Desfalleciente y descorazonada, se dejaría ir de ese modo hasta el sepulcro. Sumida en esos sentimientos regresó de la colina. Sir Hendry se despidió diciéndole que meditase el tiempo que juzgara conveniente. ¡Como si la meditación no fuese para ella la interrupción más desgarradora de su sueño! ¡Ah, qué necesidad tenía de apoyo cercano! Sin darse cuenta, refirió todo a su padre al entrar. Se dejó caer sobre una silla y le contó todo lo que había sentido en aquel instante. Describió su angustia intima, su horror frente a lo que acaba de destruir su calma actual, y su impotencia para tomar una decisión. Pedía ser sacada de aquel callejón, a fin de quedar sola otra vez consigo misma. Le rogaba que procediese, puesto que sabía proceder, que procurase borrar lo que había ocurrido, como si no hubiese hablado sir Hendry, como si no hubiese sucedido nada. Y se vería libre de su pesadilla. Inclinada su venerable cabeza de blancos cabellos, fija la mirada en el suelo y con una mano en 195
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la rodilla, mientras que con la otra acariciaba su bigote, el señor Quoban respondió que iba a morirse muy pronto,, y que no podía dejar a su hija sola, totalmente desamparada en medio de la vida, tanto más después de la confesión que le había hecho. Nada de imposiciones; eso no. Unicamente se arrastraba a sus pies él, su anciano padre, en solicitud de un poco de piedad, ya que no para ella, al menos para. él, porque el horror de la soledad futura de Lucía se le presentaba cada vez más intolerable y más amargo. Conocía toda la bondad de su hija, toda su resignación. ¿No le hacía falta un amigo al lado? ¿No lo había sido él hasta entonces? Pues bien: sir Hendry no sería, en suma, otra cosa que un nuevo amigo, un amigo como su padre. Existen en el corazón de las mujeres reductos hondísimos en los que ellas se aíslan. De ahí que, frecuentemente, aun permaneciendo fiel al esposo, una mujer pueda guardar intacto el tesoro de su primera novela, de su primera flor. Esa flor Y esa novela no necesitan haberse arrastrado por el lodo para dilatarse en el corazón femenino. Esas novelas y esas flores suelen continuar viviendo en la pureza que presidió su nacimiento, y su perfume extiende, en más de una ocasión sobre las existencias tristes y 196
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solitarias una virtud saludable. Allí está muchas veces toda la poesía de las mujeres y todo su sueño. Lucía se refugiaba también en aquel reducto secreto, en aquel reducto donde el pasado sigue viviendo en el presente y sin contacto con él. Pero Lucía esperaba aún. Esperaba que el proyecto no se llevaría a cabo, que ella caería en su dejadez habitual, y que la pesadilla se disiparía espontáneamente. Alucinada por esa ilusión, esperaba. Por lo pronto, creyó que debía hablar de Roberto a sir Hendry en el mismo Port-Erin. Sospechaba que él desistiría desde el momento que no le entregaba todo su corazón. Sospechaba eso, porque no había amado más que una vez, una vez definitiva y única. A sir Coole le encanté aquella sinceridad. He aquí, pensaba, un carácter acreedor a la confianza. Y cogió dulcemente su mano, contestando que agradecía la confidencia. Añadió que nunca le había impresionado una mujer con la intensidad de Lucía. Sir Hendry se marchó a Londres, y la joven abrigó todavía la esperanza de que esa separación fuese radical, de que el tiempo, de que un obstáculo imprevisto, de que algo viniese a impedir el matrimonio. Pero ahora velaba el señor Quoban para evitar la aparición del obstáculo. Se reunieron todos 197
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en Londres hacia enero, después de un corto viaje a París del señor Quoban y de su hija. Lucía y sir Coole estaban casados hacía dos meses el 18 de agosto de 1870. Aquel día la culata de un fusil prusiano mataba instantáneamente a Roberto Brove en el cementerio de Saínt-Privat. El señor Quoban pasó tranquilamente en Londres el año terrible y el que le siguió.
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XV UN PAQUETE DE CARTAS El señor Quoban vio de ese modo casada a su hija. Lucía se mostraba dulce, sometida, ausente, como de costumbre. No se quejaba, y el señor Quoban aplaudía su propia obra. Veía crecer a su lado dos niños, de los cuales el mayor se le parecía mucho. Vivía con su yerno y con su hija. Cuando murió, en 1875, no había tenido más que un instante, no de remordimiento, sino de turbación, desaparecida en el acto. Fue al recibir la noticia de la muerte del conde Carlos y enterarse del legado hecho efectivamente a Lucía de la posesión de Corfú. Por los ojos azules de la joven cruzó entonces una sombra tan dolorosa y tan negra, que el señor Quoban se sorprendió. Pudo consolarse, al menos, pensando que aquella mirada venía a disipar una duda íntima. 199
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Nunca, se decía, sentirá mi hija el deseo de volver a Corfú y de residir en la finca. Percibió claramente que Lucía estaba decidida, por deber y por el hecho mismo del dolor que una sola palabra conseguía despertar en ella, a rehuir todo recuerdo y toda idea de viaje a la isla. Fuera de eso, jamás sé confesó aquel hombre su crimen, ni la terrible responsabilidad que había contraído. ¿No obró en defensa del bien? ¡El bien! Con esa cómoda palabra se lavan todos los que tienen sucia la conciencia. Una carta que se roba, cuando el robo responde a un proyecto que el ladrón considera, magnánimo, pasa a los ojos de algunos caballeros por un acto lícito. No se preguntan, ni tampoco se lo preguntaba el señor Quoban, el derecho que existe para interceptar o, lo que es más grave todavía, para impedir con bajas maniobras el intercambio de una idea o de un sentimiento entre dos personas libres. Si lo que quieren sembrar tales malhechores es la ruina y la muerte, hay que reconocer que lo logran admirablemente con su conducta. Hasta después de la muerte del señor Quoban, acaecida en 1875, no surgió el terrible suceso. 200
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Ciertos hombres, de designios profundos, capaces de combinaciones impecables, olvidan, según se ha comprobado repetidas veces, un pequeño detalle, cuyo descubrimiento hace desplomarse el edificio sabiamente levantado. El señor Quoban no dejaría subsistir sin quemarlas aquellas peligrosas cartas de Roberto por una razón de ese género. Hay que creer más bien que no las quemó deliberadamente. Al encontrarlas Lucía más tarde, si es que las encontraba, se vería feliz, casada y madre, y no comprendería ya aquel afecto -le repugnaba llamarle amor – dedicado a un ser tan extravagante como Roberto. A su juicio era suficiente leer con sangre fría la prosa de aquel hombre, para que apareciese odiosa y ridícula. Recordemos, en efecto, que ante la primera carta de Roberto, leída por él en Bretaña, había pensado en la sorpresa que su hija, curada ya, experimentaría frente a aquella pasión caprichosa, frente a aquellas frases bruscas, frente a aquellas letras que saltaban a los ojos y los herían, frente a aquella voluntad grotesca que afirmaba su poder, frente a aquel tono de seguridad y de protección, frente a todo aquel color, en, suma, aquel odiado color que desgarraba las últimas fibras del alma. Ni en su lecho de muerte había podido vencer su odio 201
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el señor Quoban. Aún lo sentía vivo dentro de él, y hubiera deseado compartirle con su hija, lo que hubiera asegurado su completo triunfo, ya que no estaban destruidas las cartas. Había transcurrido un mes desde el fallecimiento del señor Quoban. Lucía ordenaba los papeles en el cuarto ocupado por su padre. Realizaba la operación con lentitud, con la indiferencia que se había hecho en ella habitual. Sentada ante un secrétaire lleno de paquetes, extraía los legajos uno a uno y los examinaba. De vez en cuando se retrepaba en su sillón y soñaba algunos minutos antes de reanudar el trabajo. Con un movimiento perezoso había sacado un gran legajo de los cajones y había vuelto a hundirse en sus pensamientos. Al mirar de nuevo, abrió desmesuradamente sus grandes ojos, y quedó boquiabierta, atontada, conmovida, sin comprender y sin moverse junto al paquete recién abierto, como si éste fuera un espectro inopinadamente aparecido. Después se levantó bruscamente, cerró la puerta con llave, y regresó tropezando a su butaca. Extendió los dos brazos sobre el pupitre, cubriendo con ellos las cartas de Roberto, y hundió la cabeza sobre los amados escritos. Así estuvo una hora, desvanecida, inerte. 202
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Todas las cartas de Roberto estaban allí, todas las que no había recibido. La primera que vio al deshacer el paquete iba en un sobre amplio, donde en grandes caracteres aparecía la dirección de Corfú, y en un rincón la R mayúscula de los correos franceses, indicando que la misiva había sido certificada. ¡Era la célebre carta certificada, tan intensa y tan inútilmente esperada! Venían luego todas las demás, las que Roberto habla seguido enviando a Corfú durante varios años; las respuestas a los despachos del señor Quoban, despachos que creyó de Lucía; los largos monólogos del pintor en la isla durante su instalación en la casa de los campesinos; los relatos hechos a Lucía desde su soledad. Después, aquella frase confiada al correo, deseando que ella no sufriera jamás lo que él había sufrido; más tarde, la peregrinación a Bretaña con una nueva epístola, evocadora del antiguo amor; y, por último, la que anunciaba su ingreso voluntario en filas al estallar la guerra. Y, obstinadamente, todos los sobres, uno tras, otro, todos llevaban escrito con una letra puntiaguda y penetrante el nombre de Corfú. ¡Corfú, Corfú, siempre Corfú! Era como una obsesión, y a medida que la joven cogía los sobres, aquel nombre, 203
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incesantemente el mismo, ,perforaba sus ojos, penetrando violentamente en su alma. No hubiera tenido ciertamente necesidad de leer aquellas cartas una a una para reconstruir el prolongado martirio del amante, su sufrimiento día por día, concentrado y mudo; para oír el grito agudo de su, llamamiento, en la áspera canción que saltaba de pronto de sus labios en el silencio del estudio; para impregnarse de la atmósfera de sombra que había pesado sobre él en el transcurso de los años. El nombre de la isla, aquella palabra escrita tenazmente por su mano, hablaba con elocuencia del amor, de la agonía y de la fidelidad del hombre muerto por ella. Un quejido se escapó súbitamente del pecho de Lucía, y cayendo sobre la alfombra escondió la cabeza en los almohadones de la butaca. «¡Perdón!, ¡perdón!», gemía. El contacto de aquellas, cartas, el contacto de aquella realidad, había dado instantáneamente a sus sensaciones una agudeza extraordinaria y a su voluntad un resorte inesperado, como si el mismo Roberto estuviera presente, como si viniera a sostenerla con su energía y a animarla con su aliento. Sus ideas se sucedían con una lucidez nueva, rápidas y claras. Reflexionó. ¡Ah, sí! De repente había encontrado y formulado distintamente la verdad. 204
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¡Su padre interceptó las cartas,, haciéndole creer que Roberto no la amaba! Todo y todos se habían dedicado a traicionarla sucesivamente: su padre, sus criados, su aya, las circunstancias, el azar, y también, ¡oh, no podía olvidarlo!, hasta su propio carácter. ¡Se había traicionado a sí misma! Y por haberse traicionado, por no haber tenido fuerza, por haber sido una mujer débil, había traicionado, ¡ella!, a Roberto a su vez. ¡Con qué horror recordaba ahora todos los episodios de aquellos numerosos viajes, todas las, conversaciones, todos los cuidados, todas las ternuras de su padre! Y Lucía se puso la llorar con desconsuelo. Quizá la pobre inocente lloraba más que acusaba, porque al arrancar del fondo de su corazón el cariño y el respeto que había tenido a su padre, aquella desilusión suprema, aquel derrumbamiento definitivo de la afección más sagrada, aquella obligación de confesarse a sí misma las maquinaciones tramadas durante tanto tiempo, todo eso hacía sangrar su alma. Los golpetazos de sus sienes eran tan fuertes, que temió volverse loca. Pero la locura no llega siempre, de igual modo que la muerte no llega cuando se la llama. Fue, sin embargo, una especie de locura lo que se apoderó de ella a partir de aquel día. Tal locura tomó una forma particular, 205
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quedó, por decirlo así, interiormente. Las angustias, los tumultos, los remordimientos, las pesadillas, libraban una pelea íntima. Mas al exterior no salía nada, fuera de dos señales espantosas que Lucía conservó siempre: la palidez del rostro y una curiosa inmovilidad de hielo en todo su cuerpo, tanto que, al andar, parecía coagulada y rígida. En el momento de abandonar el cuarto de su padre, después de la lúgubre conversación con la muerte, podía apreciarse que algo muy grave acababa de pasaren aquel espíritu. Ya se atribuyese el rápido cambio a la pena por el fallecimiento de su padre o a alguna revelación misteriosa acerca del pasado del señor Quoban, ya se atribuyese a la verdad misma, eran cosas que no le importaban a Lucía. Su dolor tomaba el aspecto de algo tan firme y tan consubstancial, que ni los asombros ni las preguntas, conseguían hacerla hablar. Era tan definitivo su silencio, que las interrogaciones y las curiosidades se retiraban espontáneamente. Dejó pasar algún tiempo sin decir una palabra, asomándose con una actitud automática a los hechos cotidianos de la vida de familia. Al cabo de cinco o seis semanas, manifestó suavemente a su marido que tenla precisión de vigilar su finca de Corfú, y que, además, había sufrido una impresión 206
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muy fuerte al examinar los papeles de su padre. Deseaba ir sola, para descansar y para reponerse. El viaje fue permitido en las condiciones solicitadas. Y Lucía emprendió el viaje. ¡Oh el obstinado instinto del pintor! El pobre muerto lograba, sin saberlo, una tardía satisfacción. ¿No había esperado en Corfú? ¿No había supuesto siempre que ella iría? Y a la infeliz se le otorgaba un consuelo en medio de su dolor. Podía contemplar nuevamente aquellos lugares, saturarse de ellos y beber hasta en el aire la imagen de su amigo. Puso, temblando, los pies en el suelo del infortunio. Le parecía que realizaba una cosa fuera de su vida, que se apartaba de su línea de conducta, que tal vez no debiera hacerlo. Pero el deber, su alto deber de ahora, ¿no consistía en comunicarse con el muerto? ¿No tenía que repararlo todo, y no deseaba el muerto que ella volviese para concederle al menos una oración y un recuerdo en la tierra donde había visto morir a su madre, donde una esperanza tenaz le había dicho siempre que ella se acordaría, que no le abandonaría por completo? En cuanto desembarcó, fue, sin detenerse, al castillo. Allí recibíó una sorpresa dolorosa. A la mañana siguiente de su llegada, un campesino de aquella aldea, en la que ter207
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minaba el camino circular, y en cuya casita había residido Roberto, se presentó a Lucía para cumplir un encargo. Se explicó como pudo, auxiliado por la mediación del criado alemán que guardaba la posesión desde la muerte del conde Carlos. Un señor muy bueno, un caballero excelente, contaba, le había alquilado su casa con objeto de trabajar en ella. Aquel señor le había rogado que el día en que apareciese la señora en el castillo, procurase enseñarle, su modesta vivienda. El campesino rogaba, además, a Lucía, que fuese a recoger un objeto de su pertenencia que aquel señor había legado a la dama. ¡Era su cuadro, el cuadro hecho en Bretaña, aquel cuadro en el que iba a trabajar entusiasmado, según la última carta recibida por ella en Corfú! Las emociones se acumulaban en el corazón de Lucía, próximo a romperse. Se hubiese creído, no obstante, que las buscaba. ¿Era por anhelo de expiación? ¿Era que obedecía a aquel antiguo voto de su amor, que marcaba siempre su orientación hacia Corfú, después de la partida? Se dirigió al correo, y se asustó del sonido de su voz. ¡Había, en efecto, una carta a su nombre! ¡En el paquete abierto aún faltaba la última! Dos días antes de la jornada de Saint-Privat, Roberto avisaba que iba a batirse. 208
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Decía que no guardaba ningún rencor, que se había enterado del matrimonio; pero que estas palabras -¿quién sabe?, ¡las últimas quizá! quería enviarlas allí, a su isla, donde tanto había amado, donde ella le amó recién llegada, donde alguna vez, en fin, dedicaría un pensamiento. A aquel amor. ¡Oh! Entonces, una nostalgia, una fiebre derecuerdo, arrastró a Lucía hacia el pasado, exaltándola con toda la fuerza de la pasión. No había amado seguramente a Roberto con la intensidad que le amó en aquel mes de Corfú. Todo renacía, todo se poblaba a su alrededor. Y el presente desaparecía, borrándose y aniquilándose en una alucinación soberanas donde no existía más que lo que no era. Tornaba a leer las cartas de Roberto y rehacía los paseos hechos por él. Se dedicó a vivir esa vida con los muertos que tan fuertemente se apodera de nosotros, de esa vida en que la palabra que se profiere, o el gesto que se inicia, o el pensamiento que va a nacer en el cerebro, se relacionan con los que se fueron. Se les pide consejo, se habla con, ellos, se aspira su aliento, como si ese aliento viniese a invadirnos: de tal modo late en nosotros su vida propia, con una actividad que quizá no tuvieron al vivir. 209
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La triste sabía muy bien lo que le esperaba, una vez lejos de Corfú. Veía perfectamente cómo había de ser su existencia en adelante. ¿Pero sería verdaderamente aquello una existencia? Todo se había perdido irrevocablemente, irreparablemente. Su juventud fue inmolada a un capricho, a una preocupación. Y nadie en el mundo podría devolverle ni su juventud ni su amor. ¿Con qué derecho le habían arrebatado todo eso? Se elevaban dentro de ella curiosas rebeldías. Mas la desesperanza sucedía a la rebelión, porque pensaba que pronto blanquearían sus cabellos y sonaría el clamor fúnebre de toda su existencia truncada, de todo su destino derruido. Y todo eso, juventud, amor, ilusiones, debía ir irremisiblemente donde van a fundirse todas las cosas, sin que el eco de nuestros dolores encuentre repercusión en parte alguna del extenso universo. Si Lucía conoció profundamente el amor en las semanas de Corfú, conoció también el dolor en lo que éste tiene de insondable. Al lado de su propio dolor sentía todo el dolor pasado de Roberto, y lo experimentaba ahora con el alma misma del amado. ¿Dónde estaba él? ¿Dónde estaba? Todos los minutos perdidos revivían ante ella, con su hondo encanto, con su justo color. ¿Cómo, sí, cómo pudo 210
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dudar del que durante tres años habla sabido amar en la fidelidad y el silencio? Y pensaba en seguida en los paseos solitarios de Roberto por aquella isla, en los que ella, al llegar, había tenido un presentimiento doloroso y fúnebre. Caminaba a su lado y le repetía: «No dudes», cuando dudaba; y «No llores», cuando se le saltaban las lágrimas. Rehacía con él sus paseos. Pero, no; Roberto ni dudaba ni lloraba. Había pensado en ella con toda la confianza de su amor hasta el último instante. Había querido que ella conservase el cuadro; había decidido perdonarla dos días antes de morir. La exquisita bondad del corazón de su amigo había tenido todas las delicadezas. ¿No iba ella hacia él para asegurarle que lo sabia y que le amaría más allá de la tumba? Y bendecía hoy la palabra mágica de Corfú. Le parecía que ahora se daba cuenta exacta del culto qué consagrara a su amor, de la fortaleza de su cariño. Mas la vida está organizada de tal suerte, que nuestros momentos están contados y no podemos abandonarnos a nuestro dolor. No podemos encerrarnos, libres de miradas, en la tumba secreta que llevamos con nosotros. Es preciso luchar casi todo el tiempo con el curso invasor de las cosas. Sin embargo, el que vive con un muerto en su corazón, si 211
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conoce la suprema desdicha, conoce también la suprema alegría. No creemos exagerar sosteniendo que la única paz de Lucía era la que se procuraba al aislarse en el recuerdo de su amigo y de su amor. Resolvió pasar todos los años varias semanas en Corfú. Debía a Roberto aquella expiación y aquel culto. Quizá buscase el sosiego de ella misma, un sosiego turbado por ensueños bien tristes. Pero seguramente nadie hubiera dicho que Lucía gustó alguna vez la serenidad, al ver a la delicada niña de otros días, a la virgen débil, a la soñadora inocente, pálida y rígida ahora, perdida en el gran sueño donde deletreaba los signos de lo irreparable y lo eterno. Rosmapamon, 22 de junio - 25 de agosto de 1897.
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