L A
N O V E N A D E L A C A N D E L A R I A
C H A R L E S
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L A
N O V E N A D E L A C A N D E L A R I A
C H A R L E S
N O D I E R
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducción: Milena Fabian 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LA
NOVENA
DE
LA
CANDELARIA
I La vida íntima de provincias tiene un encanto del que en París no abrigan la menor idea, y en los primeros años de la vida es cuando más se disfruta. La existencia en París puede ser grata en la edad de la actividad, de las pasiones, de la avidez de emociones y triunfos; pero en provincias es donde se ha de ser niño y adolescente, donde hay que gozar los sentimientos de un alma que comienza a despertar y a conocerse a sí misma. Nunca se podrán experimentar en París esas sensaciones incomprensibles que la voz de cierta campana, el aspecto de un árbol, de una zarza, el juego de luz que un rayo de sol hace con el cinc de un tejadito solitario despiertan en el fondo del corazón. Estos leves misterios del recuerdo son patrimonio de los pueblos. Yo oía hace poco a una mujer de mucho talento lamentarse 3
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amargamente de no tener patria: “¡Dios mío- agregó suspirando-, yo he nacido en la parroquia de San Roque!”. Dios me libre de reprocharle a París esta ligera imperfección. Esto será una desgracia y no un vicio, y además, como compensación, la gran metrópoli de la civilización tiene cuantos atractivos y diversiones puede imaginarse: la ópera, el baile Musard, la Bolsa, la Asociación de Literatos, la homeopatía, la frenología y el gobierno representativo. Sólo que yo afirmo que el lote de provincias es mejor, pero lo hago con mi tolerancia acostumbrada. No hay que disputar sobre gustos. Estas juveniles y tiernas sensaciones, que no se reemplazan jamás, conservan siempre algo de su influjo aun cuando uno se haya alejado- por infortunio o voluntariamente- del lugar donde se experimentaron; y esto se advierte con claridad entre los escritores de estilo colorista. La prosa de Rousseau evoca la majestad de los Alpes y la frescura de sus valles. Cuando se lee a Bernardino de Saint-Pierre se presiente que ha nacido entre orillas florecidas y que fue acunado por las brisas del océano. Bajo el lenguaje magnífico de Chateaubriand se palpa a veces un no sé qué reposado y campestre como el susurro 4
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de su lago y el dulce rumor de sus frondas. Y yo he pensado algunas veces que quizá Virgilio no fuera hoy Virgilio si no hubiera nacido en una choza. ¡Únicamente en provincias, en las ciudades pequeñas, en los campos, se tienen estas encantadoras impresiones que un día son el dulce consuelo de los pesares de la vejez; esos amores puros que tienen todo el candor de los primeros amores del hombre en su paraíso natal, y esas cálidas amistades que valen casi tanto como el amor! Teniendo un corazón sensible y una imaginación despierta se pueden soñar esas delicias cuando se está en París, pero jamás se gozan. En vano el Dios que interrogaba a Adán preguntaría: “¿Dónde estás?” No hay ninguna voz en el corazón del hombre que le responda. En provincias todas las cunas se tocan, como nidos que están en las mismas ramas, como flores que se abren en el mismo tallo, cuando al primer rayo de sol, todos los trinos y todos los perfumes se amalgaman. Nacen bajo las mismas miradas, crecen bajo los mismos cuidados, viven juntos, se ven todos los días, en todos los momentos. Se aman y se lo dicen y no hay ningún motivo para dejar de amarse y de decírselo. La misma diferencia de sexos, que nos obliga aquí a una reserva cautelosa y nece5
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saria, pero severa y grave, sólo muy tarde borra allí esas intimidades ingenuas, esas dulces simpatías que no han cambiado aún de fin. Son las pasiones las que marcan esta diferencia y el niño no tiene pasiones. La familiar confianza de las primeras relaciones de la vida se alarga sin riesgo hasta más allá de esa edad en que es peligrosa la menor confianza y sospechosa la más pequeña familiaridad entre muchachas y muchachos de las grandes ciudades. En los afectos más fervorosos queda algo de la ternura de hermano a hermana y se confunden con ésta demasiados miramientos y pudores, para que la moral tenga nada que temer de ella. Más aún: el adolescente que comienza a vislumbrar el secreto de sus sentidos ejerce todavía una especie de tutela sobre esta frágil niña a quien ama, y que la Naturaleza y el amor confían a su cuidado. Cuanto más se interna en la ciencia de las pasiones, con más cuidado guarda a la dulce y tímida criatura en la que cifra su dicha y sus esperanzas. No se satisface con protegerla de inspiraciones extrañas la defiende de sí mismo, en interés de un futuro común a ambos. Él la respeta y la teme.
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Y ¡cuántas voluptuosidades indescriptibles no hay en este amor delicioso de un alma que acaba de despertar y que en los años siguientes se desean en vano! ¡Oh, el primer signo de preferencia de este ángel ideal, la primera mirada sugestiva que la amiguita fija en el amigo, entre los batientes de una puerta que se cierra; el primer sonido de su voz cantarina que se ha conmovido, que se ha suavizado al pasar por sus labios; la primera impresión de su mano abandonada en la mano que la aprieta, la tibieza de su tacto, el fresco aroma de su aliento...! ¡Y mucho menos aún: una flor desprendida de sus cabellos, un alfiler que cae de su corsé, el murmullo, nada más que el murmullo de su vestido que os roza al pasar...! ¡Esto es el amor, esto es la dicha! Yo conozco casi todo lo demás, pero esto es lo que quisiera volver a sentir... si se pudiera comenzar de nuevo. No se vuelve a empezar, pero este recuerdo casi es lo mismo. En París se disfrutan los dulces placeres de la niñez se conoce el valor de sus juegos, se gozan esas veladas hermosas, lánguidas y quietas, después de un día de intenso estudio; pero solamente en provincias estos sencillos placeres se prolongan, ante la 7
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vigilante mirada de las madres, hasta en la fogosa estación de la adolescencia. Ya se es hombre por la inteligencia y se es aún niño por los gustos. Ya se vive la hora de las emociones raras y turbulentas, y aún hay momentos de olvido, de sentimientos plenos de gracia e ingenuidad. A veces se pregunta uno qué hay de verdad en el pasado que se abandona y el porvenir que nace; pero se presiente clavando en éste una mirada inquieta que el futuro no valdrá lo que el pasado. Hasta se tropieza con espíritus sencillos y tiernos que no quisieran seguir adelante y que sacrificarían sin dudar las voluptuosidades inciertas del mañana a las claras alegrías del presente. A los dieciocho años yo hubiera hecho este extraño convenio con el ángel familiar que rige los fluctuantes destinos de los hombres, si hubiera respondido a mis ruegos, y los dos hubiéramos salido ganando en ello, pues pienso que mi insensata emancipación le ha debido causar algunos dolores. El 24 de enero de 1802 no había llegado aún a este trance. Yo amaba a esas hermosas jóvenes con las que pasaba las horas más gratas del día, con toda la fuerza de un corazón acostumbrado a amarlas, pero sin fiebre, sin sobresaltos y casi sin preferencias. Me sentía muy bien con ellas; pero me encon8
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traba mejor solo, pues mi imaginación empezaba a forjarse, en el aislamiento, un ideal que no se parecía a ninguna mujer, y al cual una sola mujer debía corresponder completamente, no obstante haber creído encontrarla en cien diferentes. Era mi sueño amado, y me sugería una idea más clara de la dicha que todas las realidades de la vida, no obstante, su imprecisión y vaguedad. Apenas hacía más que entreverlo, con mil formas dudosas, pero yo lo buscaba sin cesar y el delicioso fantasma no faltaba jamás en mis ensueños Ya venía a arrancarme de mi melancolía aturdiendo mis oídos con sus risas alegres y balanceando ante mi frente los negros rizos de su cabellera, ya se apoyaba en el pie de mi lecho de colegial, observándome tristemente y ocultando bajo una mata de dorados cabellos una lágrima dulce. Mi corazón iba hacia él con unos latidos que parecían quebrarme el pecho, pues yo sabía que toda mi felicidad dependía de la posesión de esta imagen inasible que me negaba hasta su nombre. El 24 de enero de 1802 nos habíamos reunido, como de costumbre, antes de la cena- se cenaba aún-, y hablábamos con gran alboroto en torno de nuestras madres, quienes discurrían con gravedad de 9
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materias no menos triviales. El tema de nuestra discusión era la elección de un juego, asunto muy indiferente en realidad, ya que todo el interés del juego radica en la penitencia. ¿Y quién ignora que fa penitencia es el cumplimiento de un deber que sirve para readquirir una prenda? Es el momento de las declaraciones, de los reproches, de las confidencias dichas al oído y sobre todo de los besos. Todo el día se vive a la espera de este momento de la velada; y entre todos los momentos de la vida es el que menos pesares deja tras de sí, porque los sentimientos son juego aún y no se toman en serio. El día que se deja una de estas veladas con el corazón acongojado por una de esas ideas terribles se ha salido por última vez: ya no hay placer en ellas. -No vacilaríamos tanto- dijo la morena Teresasi Clara estuviese aquí. Clara sabe todos los juegos que se han inventado, y cuando por azar no se acuerda de alguno, inventa otro en seguida. -A Clara le sobra imaginación para eso- comentó Emilia mordiéndose los labios y bajando los ojos, para adoptar el aire de circunspección con que acompañaba siempre sus maledicencias-. Hasta temen que le sobre, y he oído decir que de tanto en
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tanto da señales de locura. Y esta sería una gran desdicha para su familia y para sus amigas. -Clara no vendrá- exclamó Mariana con tono de voz petulante, que denotaba que ella sólo respondía a sus ideas y que no había oído el desagradable comentario de Emilia-. ¡No vendrá, estoy segura! Clara empieza hoy la novena de la Candelaria. -¿La novena de la Candelaria?- exclamé yo a mi vez-. ¿Con qué motivo? Ignoraba que fuera tan devota. -No lo hace por devoción- replicó Emilia con desdeñosa gravedad-. Es por superstición o por ostentación. Se me olvidó decir que Emilia era filósofa. En aquella época todo el mundo se metía con la filosofía, hasta las muchachas. -Por superstición- repitió Mariana, que nunca retenía más que una palabra de la conversación mejor llevada-. Por superstición, así es; la superstición más caprichosa, más extraña, más excepcional, más extravagante... -¿Más aún?- interrumpí riendo-. Despiertas nuestra curiosidad sin satisfacerla. -¡Bueno!- respondió Mariana mirándome con marcada expresión de ironía-. ¡Esto es demasiado 11
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tonto para un sabio de su clase! En cuanto a estas señoritas, supongo que no ignoran que la novena de la Candelaria es un acto de devoción que practican las muchachas del pueblo y que tiene por finalidad... ¿Cómo diría yo...? -¿Qué tiene por finalidad?- censuraron una docena de vocecitas, mientras que doce hermosas cabezas se inclinaban hacia Mariana. -Que tiene por finalidad- prosiguió Marianaconocer de antemano el esposo que tendrán. -¡El marido que tendrán!- repitieron otra vez las doce voces, con las variadas inflexiones de doce gargantas distintas-. ¿Y qué relación hay entre el marido que se puede tener y un acto de devoción como la novena de la Candelaria? “Éste es el problema- pensé yo por lo bajo- y me agradaría saberlo; pero si Mariana lo sabe, lo dirá.” -Imaginaréis que yo no lo creo- continuó ella-, y aunque lo creyera lo mismo me daría. ¿Qué puede importarme a mí el marido que he de tener, a condición de que sea honrado, noble y rico? Mis padres no me lo escogerán de otra manera. Y sea buen mozo o feo, joven o viejo amable o huraño, no podrá dejar de llevarme en sociedad, a los bailes, a los 12
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espectáculos, y de proveer, con arreglo a mi fortuna, a mis gastos personales. ¿No es así el matrimonio? Y para terminar, no me preocupan las cosas tan remotas. -Tampoco a mí- dijo Teresa aproximando su silla a la de Mariana-. Pero ¿y el medio? Nuestra ansiedad había llegado al límite y la de Mariana donde la nuestra, pues le gustaba hablar mucho y de prisa, mucho más que a nosotros escucharla. Echó, pues, a su impaciente auditorio una mirada de satisfacción, que pretendía ser de modestia, y tomó de nuevo la palabra con estas palabras: -Debéis enteraros de que la novena de la Candelaria es una de las prácticas piadosas que más halagan a la santa Virgen, y de ahí que se crea que ella retribuye con un favor especial a las personas que le tributan este homenaje. Esto yo no lo creo ni lo creeré nunca, pero Clara lo cree firmemente, porque ella cree cuanto le dicen. ¡Es tan buena! Sólo que este acto está lleno de ceremonias y reglas y yo tengo miedo de confundirme si Emilia no me ayuda un poco. Ella estaba con nosotras el día que Clara me lo explicó. -¿Yo?- repuso Emilia desdeñosamente-. Yo no me meto en vuestras conversaciones. 13
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-Yo no digo que te metas en ellas- continuó Mariana-, pero escuchas. Se mordisqueó apenas sus deditos y agregó: -Hay que comenzar la novena esta tarde con la oración de las ocho, en la capilla de la Virgen Santísima. Después hay que oír misa primera todos los días y volver a la oración todas las tardes hasta el primero de febrero, con un fervor que no se haya enfriado y con una fe que no haya decaído. Es realmente difícil. Y el primero de febrero y todo se complica. Entonces se ha de oír todas las misas que se digan en la capilla, de la primera a la última; todas las oraciones e instrucciones de la tarde sin faltar a una sola. ¡Aguardad, aguardad! A punto estaba de olvidar que hay que confesarse también en ese día, y que si por desdicha no se recibe la absolución todo es trabajo perdido, porque la condición esencial es que se debe llegar a la habitación en estado de gracia. Entonces... -¡Entonces allí está el marido!- exclamó Teresa. -¡No vayas con tanto apuro!- replicó con frialdad Mariana-. Todavía no estoy ni en la mitad de mis instrucciones- Entonces hay que rezar de nuevo; hay que enclaustrarse para cumplir con todas las 14
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condiciones de un austero retiro; se debe ayunar, pero también prepararlo todo para un banquete, pero para un banquete en que, para decir verdad, la glotonería no ha de tener cabida. Se ha de tender la mesa para dos personas, con dos servicios completos, con excepción de los cuchillos, que se ha de cuidar de no sacar. Esto requiere una gran atención, pues hay ejemplos de desgracias terribles por haber olvidado este detalle. Yo os lo contaré, si queréis, en seguida. No hace falta deciros que se exige una mantelería inmaculadamente blanca, tan limpia, tan delicada y tan nueva como es posible, y que el buen orden y el buen gusto de la habitación deben responder a la buena apariencia del festín, pues son cosas éstas que ya hay costumbre de observar cuando se recibe a alguien de consideración. -Nos hablas de banquetes y festines- comentó una de las muchachas- y aún no he visto el menor preparativo de cocina. -No lo puedo contar todo a la vez- replicó Mariana-. Ya os he advertido que los manjares serían muy simples. Consisten en dos trozos de pan bendito provenientes del último oficio, y de dos dedos de vino puro para repartir entre ambos cubiertos. que, como es natural, están a los dos lados de la me15
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sa. Pero en medio del servicio ha de haber un plato de porcelana, o de plata si fuera posible... -¡Ya era hora!- dijo la nenita. -...donde haya- continuó Mariana- dos briznas, cuidadosamente bendecidas, de mirto, de romero o de alguna otra planta verde, que no sea el boj, colocadas la una al lado de la otra, pero no en cruz. Este punto es muy importante también. -¿Y después?- inquirió Teresa. Y todo el corro coreó la pregunta como un eco. -Después- respondió Mariana- se abre la puerta para dar entrada al convidado que se aguarda, se sienta una a la mesa, se encomienda muy devotamente a la Virgen Santísima y se queda dormida a la espera de los efectos de su protección, que nunca dejan de exteriorizarse, según la persona que los demanda. Entonces surgen unas extrañas y maravillosas visiones. Aquellas para quienes el Señor ha dispuesto en la tierra una simpatía singular ven aparecer al hombre que las amará si las encuentra, o que las habría amado de haberlas encontrado; el marido que tendremos si le llevan hasta nosotras circunstancias favorables; y ¡dichosas las que lo encuentran! Lo que hay de tranquilizador es la creencia de que, por un privilegio especial de la novena, 16
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el hombre con el cual se ha soñado tiene el mismo sueño y le inspira la misma ansiedad por unirse a esa mitad de sí mismo que un sueño le ha hecho conocer. Éste es el lado agradable de la experiencia. Pero ¡malaventuradas las muchachas curiosas a las cuales el cielo no ha tomado en cuenta en la distribución de maridos, porque son atormentadas por vaticinios horribles! Las unas, destinadas al convento, ven, según dicen, desfilar lentamente una interminable hilera de monjas cantando los himnos de la Iglesia; otras a quienes la muerte ha de herir antes de tiempo- y esto hiela la sangre en las venas-, asisten a sus propios funerales, y despiertan angustiadas con el fulgor de las antorchas fúnebres y con el rumor del llanto de su madre y de sus amigas, que lloran ante un ataúd cubierto por un blanco sudario. -Tomo a Dios por testigo- dijo Teresa apartándose un poco- que no me expondré jamás a tales terrores. Se estremece una nada más que de pensarlo. -Podrías arriesgarte sin ningún temor- replicó EmiIia-. Estoy segura de que dormirías como un tronco hasta el día siguiente y que habría que despertarte, como siempre, para que dieras tu lección de italiano. 17
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-También opino así- repuso Mariana-, y me asombraría que no lo hiciese igual Máximo, que parece sumido en sus reflexiones, como si tratase de descifrar un pasaje difícil de algún autor griego o latino. -Ignoro- respondí, volviendo en mí-, y me permitiréis que no opine con prontitud sobre una creencia basada en el testimonio del pueblo, que se apoya a su vez casi siempre en su propia experiencia. La cuestión merece, a mi parecer, ser estudiada. Pero disculpa, querida Mariana- continué, dirigiéndome a ella-, si los detalles que acabas de darnos con tu donaire habitual han dejado algo que desear a mi inteligencia. En tu relato sólo has considerado el caso de una muchacha inquieta por su porvenir, y convendrás conmigo en que la misma incertidumbre puede atormentar la imaginación de un joven. ¿Piensas que la novena de la Candelaria produce efecto en las mujeres y que la Virgen Santísima no concede las mismas gracias a las plegarías de los muchachos? -De ninguna manera- respondió Mariana-, y te pido que me perdones por mi distracción. La novena de la Candelaria, hecha con este propósito, tiene igual eficacia para todas las personas solteras y el 18
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sexo no influye para nada. ¿Acaso tienes el raro capricho de cerciorarte... de ello? -Realmente- dijo Emilia, haciendo un mohín con sus finos labios- sería bonito ver caer a un joven razonable, que busca amistad con las gentes ilustradas y cuyo padre fue amigo del señor de Voltaire, en esas locuras vergonzosas, como Clara, como una jovencita buena, pero sin instrucción. No respondí porque no me convenía discutir cor Emilia, que no había leído a Voltaire, pero lo citaba con la seguridad que le daba saber que ninguno de nosotros lo había leído. Me levanté lentamente, aparentando una momentánea preocupación; me deslicé poco a poco detrás del banco de las madres, tomé mi sombrero y corrí hacia la capilla de la Virgen Santísima para comenzar la novena de la Candelaria. No era muy devoto. No podía serlo ni por imitar una costumbre ni por una convicción razonada; sin embargo la religión me parecía hermosa y la juzgaba buena, respetaba sus prácticas sin seguirlas y admiraba sus sacrificios sin imitarlos. Tenía la fe del sentimiento, que es quizá la más firme, y ya entonces sentía un odio instintivo contra este espíritu de examen que ha destruido todo, o que destruirá inde19
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fectiblemente lo que todavía no ha destruido. Sinceramente, no conocía ningún reparo plausible contra la novena de la Candelaria. -¿Y por qué no ha de ser así?- me pregunté yo mismo en cuanto di unos pasos hacia la iglesia-. La Naturaleza tiene mil misterios más prodigiosos que éste y nadie los ha puesto en duda. Hay cuerpos groseros y aparentemente insensibles que tienen afinidades que los atraen entre sí a través de un espacio incalculable; la aguja imantada ubicada en el ecuador sabe reconocer el Polo; la mariposa recién nacida vuela sin equivocarse hacia su desconocida hembra; el polen de la palmera se entrega a los vientos del desierto y en sus alas va a fecundar a una solitaria flor que lo aguarda. ¿Sólo al hombre, tan privilegiado entre los seres de la creación en otros aspectos, le estará vedado presentir su destino y; unirse a esta parte esencial de sí mismo que Dios le ha reservado entre los tesoros de su Providencia? Comunicaríamos la omnipotencia, y la bondad, del Padre común si creyéramos en este olvido. Pero ¿si el hombre hubiera perdido esta gracia por una falta que debe expiar toda su raza?- me dije inquieto...¿Y no basta para expiar tal condena la intercesión de María si le rogamos con fe? ¿Quién protegerá 20
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mejor que la pura y dulce María los amores castos y los sentimientos virtuosos? ¿No es acaso esa su más hermosa misión en el cielo? ¡Si el maravilloso mito que se oculta bajo esta creencia popular no es verdadero, como yo así lo creo, hay que reconocer que debiera serlo! Siempre me asombraron mucho las almas frías que no comprenden el encanto de la devoción práctica, pero más incomprensible aún me parece el desprecio de los actos piadosos en las almas vehementes y apasionadas para quienes la vida positiva no tiene sensaciones suficientes y se sienten obligadas a buscarlas constantemente en la imaginación o en el sentimiento. ¿Qué suponen, Dios santo, las hipótesis de la filosofía y de las ciencias, el valor de las artes y las imaginaciones de la poesía, frente a esta poesía del corazón que nace al soplo de la religión y que eleva el alma a una región de ideas sublimes, donde todo es maravilloso y donde todo, sin embargo, es verdad? Hay que creer naturalmente; pero lo que hay que creer es mil veces más probable, mil veces más fácil de creer- si se me permite comparar cosas tan diferentes- que cuanto hay que creer en las relaciones habituales de la vida social para soportarla sin asco y sin amargura. Si después 21
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de varios años revisamos las sensaciones que nos produjeron más felicidad, es posible que no hallemos una sola que no sea error y mentira. Las ilusiones que hemos acariciado como tales, no eran más falsas, ¡Dios mío!, que las que tomamos como realidades. ¡Y despreciamos la religión, tan fecunda en gozo inefable, en consuelo, en esperanza; la religión, que aunque sólo fuera ilusión sana, aún así sería el goce más completo y más puro de fa Humanidad! Porque en esta ilusión no existen las angustias del desengaño y del despertar; porque la desilusión no llega en la tierra. Había cumplido, pues, todos los deberes que impone la novena con una alegría nueva en mí; y como si estos ejercicios hubieran llevado a mi razón hasta una altura que jamás antes había alcanzado, me hacía a mí mismo algún reproche por haberlos comenzado solamente para satisfacer una curiosidad infantil. En realidad, era mi ciega credulidad para los tontos cuentos de niños la que me había inspirado tanto actos de devoción y fe, que hubieran sido un deber para un alma más sincera, piadosa y desinteresada, y cuya recompensa aún me atrevía a esperar como si no la hubiese hallado en la satisfacción de mi propio corazón. Este remordimiento se apoderó 22
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de mí sobra todo cuando, terminados mis preparativos y abierta ya la puerta para la próxima aparición, me preparaba para mi última oración. Es muy posible que tuviese más pesar que propósitos de enmienda y no sé si esta reparación fue bien recibida, pero pude envanecerme de ello por la dulce serenidad que inundó mis sentidos y calmó en un instante todas las turbulencias de mi espíritu. Y apenas me hube acomodado en mi sillón, me sorprendió el más profundo de los sueños. No sé cuánto tiempo duró ni cómo se iluminaron las tinieblas en que estaba hundido. Pero de pronto me pareció que dejaba de dormir. Mi cuarto recobró su aspecto normal, a la luz vacilante de las velas. Distinguía todos los objetos y escuchaba todos los ruidos, esos ruidos mortecinos, imprecisos, sin origen sensible, que pareciera que solamente se elevan un instante para tranquilizar al alma contra la invasión del eterno silencio. El piso del pasillo no crujía, pero desprendía un rumor suave como si un puñado de plumas o de flores lo acariciaran. Miré hacia la puerta y vi en ella a una mujer. Quise incorporarme para recibirla y una invencible fuerza me retuvo en mi sitio. Intenté hablar y las palabras se diluyeron en mi garganta. Mi razón no se había per23
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dido ante este misterio; comprendía que era un misterio y que habían sido escuchadas las plegarias de mi novena. La desconocida se acercó lentamente, quizás sin verme, como si obedeciera a una suerte de instinto, de impulso incontenible. Llegó al sillón que yo le había preparado, se sentó y quedó así ante mi curiosidad, cuya impaciencia no podía reprimirse porque ella seguía con los ojos bajos. Su inmovilidad y su silencio me dieron fuerzas para mirarla atrevidamente. Estaba seguro de que jamás la había visto y, sin embargo, comprendía, con la vaga conciencia de un sueño, que no era menos viva y real, aunque fuera ajena a mis recuerdos. Mi exaltada imaginación a causa del recogimiento y la oración, no podía inventar nada que se asemejase a este ensueño. Pertenecía a un orden de inspiraciones a las cuales el ser humano no podría elevarse por sí mismo ni auxiliado por esa ciencia de la sensación, delicada y escogida, que hoy se denomina estética. Mi metafísica de estudiante filósofo velaba aún, pero se humillaba ante la omnipotencia divina. Yo comprendía que una creación tan perfecta y tan pura no podía ser obra mía.
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No hablaré de la hermosura de la joven; no se hacen retratos con palabras y muchas veces he dudado que se puedan hacer con líneas y colores. Hay en el conjunto de un ser animado no sé qué juego de pasión y de vida que no se reproduce mucho mejor con el pincel que con la pluma, y es aún menos seguro que el sentido de este conjunto sea igualmente comprensible para todo el mundo. Cada uno lo lee según su capacidad para conocer los caracteres, para penetrar en su significado, para apropiarse de su espíritu. Cuando esta significación alcanza a una perfecta armonía con la inteligencia y la sensibilidad de quien la contempla, se siente mejor que se analiza, y el efecto que produce es tan sugestivo, tan instantáneo, que no permite observar los detalles. Creo que hay que estar un poco embotado para las impresiones amorosas para reparar en el delicioso efecto de un pliegue de los labios o de las cejas, en un diente que sobresale casi imperceptiblemente de un teclado de esmalte, en un rebelde rizo, que escapa de la compostura de un peinado. Esas poderosas simpatías que determinan el futuro de una vida ocurren de una manera más rápida, y se recordará que no se sucedía la aparición de la Candelaria sino merced a una simpatía total y absoluta 25
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entre las personas que pone en relación. No me pregunté por qué amaba yo a esa mujer, no me pregunté siquiera si la amaba: sabía que la amaba. Me dije lo que seguramente se dijo Adán cuando Dios terminó la obra de la creación dándole una esposa: Acabo de nacer: existo. La aparición parecía ataviada, como yo, para un banquete de bodas, pero su traje no era como el habitual entre las novias de mi provincia. Me recordaba los que había visto algunas veces, en casos como estos, en una ciudad vecina que la invasión de nuestras armas y de nuestras doctrinas acababa de incorporar a la República. Era el vestido brillante y encantador de Montbelliard, que todavía conservaba la sociedad más elevada de la región para algunas ceremonias solemnes, y abandonado hoy, probablemente, por el mismo pueblo. Ella había abandonado en la mesa, uno de esos bolsos de mallas de acero pulido donde las muchachas solían guardar esos ligeros retazos que ellas gustaban llamar su labor y, yo no había tardado en ver que su placa estaba adornada con dos letras, marcadas con clavitos de acero, que debían ser las iniciales del nombre y apellido de mi tutora; sin embargo, me hubiera gustado escuchar26
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los completos dichos por su boca. Desgraciadamente aún no se había quebrado el sortilegio que me impedía hablar y todas mis facultades, todas las potencias de mi espíritu habían pasado a mis ojos, que acababan de encontrarse con los suyos. La fascinación de esta celestial mirada hubiera sido suficiente, por otra parte, para dejarme mudo. Apenas concebía la posibilidad de soportarla sin morir, y yo sólo debía, sin duda, la fuerza de resistir tan poderosa emoción al privilegio de la novena, cuyo misterio no se borraba de mi alma. Y era que jamás el fuego de un cariño inocente animó ojos más encantadores ni reveló mejor los secretos inefables del amor puro, para expresarlos cuales ninguna voz humana encontraría palabras. Sin embargo, una extraña nube oscureció de pronto sus pupilas. Parecía como si la confusa noción del futuro que acababa de entrever su alma se fuese corporizando poco a poco en una forma más sensible y la abrumase una terrible certidumbre. Su pecho se agitó y sus pestañas se humedecieron con lágrimas que en vano quiso contener. Rechazó delicadamente con un ademán el pan y el vino que yo había colocado delante de ella, tomó ansiosamente una de las ramas de mirto bendecido y la puso entre las flores de su ramo. Después, se 27
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levantó y salió por el mismo camino que la había traído. Pude entonces vencer la fuerza que me ataba a mi sitio y me lancé tras ella para lograr una palabra de consuelo y esperanza. -¡Oh quienquiera que seas- exclamé-, no me dejes en espantoso dolor de haberte conocido para no volverte a ver! ¡Piensa que de ti depende mi porvenir y no conviertas en eterna desdicha el instante más dulce de mi vida! ¡Dime siquiera si nuevamente estrecharé esta mano que baño en lágrimas, si podré verte otra vez!... -¡Otra vez- repuso- o nunca...! ¡Nunca!- repitió con un grito doloroso. Al decir estas palabras desapareció. Sentí que me faltaban las fuerzas y que mis piernas no me sostenían. Busqué un punto de apoyo, a él me aferré dejándome caer sin resistencia. El más oscuro de los velos del sopor había desplazado en mis ojos el velo transparente del ensueño. Muy entrada la mañana me despertaron las carcajadas de un criado que retiraba los servicios de mi cena, y que consideraba todo aquello como desvaríos de sonámbulo, pues, en efecto, yo lo era. No me defendí; pero en medio de mi turbación olvidé cerciorarme si se habían hallado las dos ramas de mirto: era la única circunstancia 28
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que podía dar a mi sueño cierta positiva realidad o hacérsela perder. En la duda, un espíritu más sereno que el mío se hubiera abstenido, hubiera considerado la extraña ilusión de la noche anterior como el efecto de una larga preocupación de la imaginación y del ayuno, y yo permito que piensen que sólo era eso. Pero un enamorado de veinte años cuando ama por primera vez no es capaz de tantos razonamientos. Y yo amaba con toda la pasión, con toda la fuerza de mi alma a esa joven desconocida, que quizá no existía. Mi personalidad no era de esas que se deshacen fácilmente de las ideas que le han preocupado seriamente una vez. De modo que este amor se convirtió en idea fija, en mi único pensamiento, en el único objeto de mi vida. Abandoné totalmente el mundo dulce y cándido que había sido hasta entonces fuente de mis placeres, y busqué la soledad, porque sólo en ella podía conversar conmigo mismo de mis ansias y de mis esperanzas. ¿A qué noble amistad, a qué benévola curiosidad hubiera podido atreverme a confiarlos? En mi delirio imaginaba que una circunstancia próxima, casi tan imprevista como la que me había revelado a mi novia de ensueño, la volvería a traer a mi lado. La esperaba, creía recono29
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cerla en las mujeres desconocidas que el azar me hacía contemplar desde lejos, y siempre huía como en el sueño en que la había visto. Esta constante sucesión de ilusiones y desencantos acabó por apoderarse funestamente de mi alma convirtiéndose en mi manía obsesiva invencible, inexorable. Mi razón y mi salud flaquearon, y la medicina, inútilmente llamada a mi lecho de dolor, renunció en pocos días a la esperanza de curarme. La medicina no podía descubrir la causa de mi mal y un pudor explicable me impedía confesarlo. No obstante, no había descuidado ningún medio de descubrir a mi misteriosa amiga. Conservaba en mi memoria las iniciales del bolso de mallas de acero y con la reserva del mayor secreto las había hecho conocer a uno de mis compañeros de estudio que vivía en MontbeIliard, añadiendo el retrato detallado de la joven a cuyos nombres debían pertenecer. La descripción no podía carecer de parecido, pues sus rasgos se habían grabado demasiado hondamente en mi corazón, en el que siento que viven todavía. Y no había peligro de que exagerara. ¿Qué expresión, qué palabras podían parecer exageradas a quienes la conocían?
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La respuesta demoró mucho tiempo Llegó, para reanimar mi corazón, en uno de esos momentos de extremo dolor, cuando mis fuerzas agotadas ya casi no podrán luchar con la muerte. El ser ideal con quien había soñado en la noche de la Candelaria realmente existía; el parecido era perfecto. Habían hallado a la persona que describí con tanto esmero, reconociéndola por todos los detalles tan fielmente descriptos por mí, y hasta por una pequeña señal que tenía detrás del cuello, y que yo había notado cuando huía. Su nombre era Cecilia Savernier, y las iniciales correspondían a las dos letras que yo recordaba tan bien haber leído sobre su bolso de mallas de acero. Vivía sola con su padre, casi siempre en una casa que quedaba a cierta distancia de la ciudad, y por esta causa las informaciones habían resultado más dificultosas y lentas Desde hacía algún tiempo estaban en MontbeIliard, donde el encanto y la belleza de Cecilia eran tema obligado en todas las conversaciones. Mi oficioso condiscípulo, que miraba estos informes como los preliminares de un pedido de matrimonio en el que había consentido en servir de intermediario, se sentía obligado a recalcar las cualidades incomparables de la señorita Savernier; pero terminaba diciendo, no sin cierto pesar, que no 31
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tenía fortuna. Este detalle no me fue menos agradable que los otros, pues la mía no me permitía aspirar a un casamiento opulento y no había nada más alejado de mi modo de comprender el matrimonio. No había soñado, mi ilusión se corporizaba. Mi sueño se convertía en realidad. Era Cecilia Savernier a quien yo amaba y Cecilia ya no era la criatura fantástica de mis desvaríos. Vivía a pocas leguas de mí, y yo podía y debía hallarla, y pasar a su lado, con ella, toda la vida, dulce como el primer suspiro de amor. Mis languideces se esfumaron con mis inquietudes, recupere mi salud. Sólo quedaba de mi enfermedad algunos mareos y algo de debilidad, y mi padre, consolado, más feliz cada día, se alegraba por fin con la esperanza segura de mi curación. Un día que apoyado en la cama que aun no había abandonado, me dijo apretando dulcemente mi mano: -¡Bendito sea Dios! Has sabido vencer su dolor y me devuelves a mi hijo. ¡Muchas gracias! -¿Conoce usted- respondí acercándome para abrazarlo- el secreto de mi dolor? -¡Oh!- repuso sonriendo-, a tu edad todos los pesares provienen del amor y yo los he conocido como tú. Hoy contemplo las que angustiaron mi juventud lo bastante lejos para reírme de ellas, pero 32
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sé que pueden ser mortales. Por eso no hubiera dudado en volar delante de tus deseos si hubiesen podido ser concretados Te felicito por haberte decidido a luchar contra una desgracia inevitable, que el tiempo no tardará en reparar y que un día la recordarás alegremente entre las locas desilusiones de una imaginación de dieciocho años. Prométeme únicamente que seré yo el primero en quien confíes cuando un nuevo sentimiento arrebate tu corazón Hablaremos de ello seriamente, como dos amigos de los cuales el uno tiene sobre el otro la ventaja de la experiencia, y te prometo si persistes en él, a no ahorrar ningún esfuerzo para hacerte dichoso. Ahora dime con sinceridad, hijo mío, si este arreglo te conviene. Tomé la mano de mi padre y la llevé a mis labios. -Es usted el mejor de los padres- repuse- y su hijo no lo olvidó un momento; pero ¿está seguro de que no se equivoca sobre el motivo de mi enfermedad? ¡No comprendo cómo la pudo adivinar...! -No es tan difícil como piensas- respondió mi padre sonriendo otra vez-. Tus miradas o tus silencios me han revelado cien veces que era el amor. Sólo había que buscar cuál era la muchacha elegida 33
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entre las que forman parte de nuestra habitual sociedad. No era Teresa: es demasiado ligera y superficial para atraerte. No era Mariana, cuyo parloteo te divierte, pero no tiene una inteligencia sólida ni ternura reflexiva en el alma, y es buena por instinto nada más. Tampoco era Emilia, que es fría, leguleya, razonadora y que ha aprendido a leer en el barón de Holbach. Sólo podía ser tu prima Clara, que es linda, sencilla, modesta y cuya exaltación ingenua va bastante bien con tu manera de ser. ¿Sirvo o no sirvo para adivinar? -¡Clara!- exclamé con un arrebato que pudo engañar a mi padre, quien estaba muy lejos de saber el motivo. Clara era justamente la muchacha que había hecho la novena de la Candelaria conmigo y cuyo ejemplo me había sugerido a mí la idea. -Verdaderamente- dije luego de reflexionar un momento- ha tenido usted razón al pensar que prefería Clara a las demás. Yo quiero a Clara como amiga, como pariente, como una joven excelente que será- así lo creo- digna mujer y digna madre; pero no he pensado nunca en hacerla mi esposa ni madre de mis hijos... Y le ruego que crea en la sinceridad de mis palabras. 34
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Mi padre me miró asombrado y me dijo: -No tengo ninguna razón para dudar de ellas, pero tu respuesta ha deshecho todas mis suposiciones. Entonces ¿no es el matrimonio de Clara el que te ha reducido a ese estado de melancolía, en el cual te he visto próximo a morir y que tan espantosos pesares me ha causado?... -¿Clara se casa?- exclamé incorporándome en mi cama-. ¿Dice usted que se casa Clara?... ¡Ay, tranquilícese, padre; no le mentí! Esta exclamación es de alegría. ¡Dios quiera que el matrimonio esté de acuerdo con sus deseos y que la llene de una dicha completa! También lo espero yo- respondió mi padre- y deseo que así sea, aunque haya en ese matrimonio algo extraordinario. Este año Clara había rechazado tres propuestas muy ventajosas y ya su madre la creía dispuesta a abrazar la vida religiosa, cuyas prácticas seguía con ardor singular, cuando un muchacho desconocido, casi recién llegado a la ciudad, ha obtenido su consentimiento desde la primera entrevista. Los informes han sido favorables y ambas familias se han puesto de acuerdo de inmediato. Clara es muy feliz con esta boda, que la Virgen Santísima le prepara- según ella dice- desde el día de la 35
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Candelaria. En esto puedes reconocer su imaginación mística y novelera a la vez, que me había hecho pensar que alguna simpatía había entre ustedes. -Le aseguro, padre, que comprendo perfectamente el matrimonio de Clara y que no creo que hubiera podido nunca hacer uno mejor. -Que así sea- respondió riendo- pero eso depende de manera de verlo. Sin embargo ¿no hablábamos del tuyo? -¿Cree que ya es hora de hablar de ello? ¡Todavía no tengo veinte años! -Entre nosotros, esas son cosas tuyas; pero ¿por qué no? Yo me casé demasiado tarde o los años han pasado demasiado rápidamente, y dejaría de apreciar las más dulces alegrías de la vida si muriese sin haber sido amado por una hija que tú me dieras, sin haber jugado con mis nietos, sin haber confiado el recuerdo de mi rostro y de mi afecto a la memoria de una nueva generación nacida de mí. Esta es, amigo mío, la inmortalidad material del hombre, la única que la debilidad de nuestros sentidos y de nuestra inteligencia nos permite presentir con claridad. La otra es un profundo misterio que la religión y la filosofía se abstienen, prudentemente, de explicar. Tu matrimonio es, pues el objeto principal de mis pen36
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samientos, de mis esperanzas, y te diré con franqueza que me he ocupado mucho de él desde la Candelaria pasada... -¡Desde la Candelaria, padre!... -Desde la Candelaria- respondió mostrando cierta sorpresa y mirándome fijamente- Es el momento en que las ideas de casamiento empiezan a fermentar con la estación juvenil en el corazón de los jóvenes, y despiertan el interés de los padres, pues hay entre unos y otros secretas armonías de instinto y previsión. Pero recuerdo ahora que la fecha pudo traer a tu mente la loca preocupación de la pobre Clara. Es cierto que en la misma época ya he concebido el mismo proyecto para ti, y por lo visto sin consultarlo con la Virgen Santísima. Ya sabes las razones por las cuales no te hablé de esto. Empezaba entonces este período de tu enfermedad, del que has salido con tanto esfuerzo y que me ha hecho temer tanto por tu vida. Si el amor no ha tenido que ver en tus sufrimientos, aún estamos a tiempo para hablar de mis ideas, pero sin que tengan el menor peso en el caso de que tengan la desgracia de ir contra las tuyas, pues deseo fervientemente que seas totalmente libre para elegir y nunca me arrepentiré de esta promesa. 37
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-Me llena de alegría- exclamé mientras me sentaba en la cama y acomodaba mis ropas, pues sentía que renacían mis fuerzas con la esperanza de ver y conseguir a Cecilia-. Espero de su afecto que no me impondrá ninguna obligación que no pueda asumir y que no podría contraer sin violar los deberes más sagrados Y por mi parte le juro que jamás tendré un secreto para su corazón y que nunca entrará en su casa una hija que usted no haya aceptado previamente. -Como quieras- dijo mi padre-; y sin embargo, esta idea, que es necesario que sacrifique, era uno de los sueños más dulces de mi vejez. Por lo menos permíteme que te hable de ella por última vez. Quizá no haya pronunciado nunca delante de ti el nombre de uno de esos amigos de la niñez que un día nos recuerdan las únicas amistades verdaderas que se han tenido en la vida, las sinceras y desinteresadas amistades del colegio. Esta de la cual te hablo no se había borrado de mi memoria; pero una gran diferencia de vocación, de costumbres y de residencia parecían habernos separado para siempre. Él había alcanzado el grado de coronel de artillería; después emigró, y este hecho hizo más definitivo nuestro alejamiento, pues yo había seguido, como 38
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tantos otros, el movimiento de la revolución, sin aún prever sus objetivos ni sus resultados. Felizmente este entusiasmo pasajero de un espíritu engañado por las apariencias me dio cierto crédito político, que luego me ha sido algunas veces útil. Mi amigo, desengañado a su vez por otro tipo de errores, sentía nostalgia de su patria, siempre tan amada por las almas bien nacidas. Yo logré su indulto y lo devolví a su hogar, a la casa paterna y al aire natal. No nos hemos vuelto a ver, pero sus cartas no dejan de confiarme un agradecimiento sincero que recompensa con creces mis afanes. Nuestras mutuas confidencias nos han puesto al corriente de los detalles más pequeños de nuestra vida y de nuestra fortuna. Mi viejo amigo Gilberto sabe que yo tengo un hijo en el cual reposa todo mi porvenir, y muchos informes se lo han presentado- según dicecon las cualidades más ventajosas. El tiene una hija de dieciséis años, a quien todos elogian y que seguramente hará la felicidad de su marido como ha hecho la de su padre. No te oculto que habíamos considerado esta posible unión como un agradable medio de reunirnos por el resto de nuestros días, pues ambos hemos decidido no abandonar a nuestros respectivos y únicos hijos. Una vida espléndida 39
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habíamos proyectado, en nuestra loca confianza. ¡Qué cierto es que en cualquier edad hay ilusiones y que la vejez, aleccionada por la experiencia, se abandona a ellas igual que la adolescencia! Era una perspectiva encantadora, ¡pero hay que renunciar a ella! -¡Perdón, padre, perdón mil veces! ¿Por qué me ha condenado el Cielo a corresponder tan mal a su cariño? -Tranquilízate- me dijo-. Fácilmente olvidaré todos los placeres que me prometían mis esperanzas, para pensar sólo en las tuyas. Y es una verdadera pena, ya que Cecilia Savernier tiene fama de ser la muchacha más linda en una región donde no es fácil elegir. -¿Cecilia Savernier?- exclamé, arrojándome de la cama-. ¡Cecilia Savernier! ¡Ay, padre! ¿Le entendí bien? -Perfectamente- respondió-. Cecilia Savernier, hija de Gilberto Savernier, antiguo coronel de artillería, que vive en Montbelliard, departamento del Mont-Terrible. De ella te hablaba. Caí a los pies de mi padre con una agitación tal que es imposible describir. Le tomé las manos, se las cubrí de besos y de lágrimas, y durante largo rato 40
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no pude articular palabra. Mi padre, inquieto, me levantó, me abrazó, y diez veces me interrogó, sin que yo tuviera fuerzas para responderle. -¡Cecilia Savernier! ¡Es ella, es ella, padre- grité al fin, con voz entrecortada-. ¡Es la mujer que yo le pedía de rodillas! -¿Es verdad?- me dijo. Entonces tus deseos se cumplirán fácilmente, pues casi todo está convenido. Pero ¿estás bien seguro de tu decisión? ¿En qué se funda? ¿Dónde has podido ver a Cecilia? ¿Dónde pudo conocerte? Desde que regresó del extranjero ella no ha estado en otra ciudad de Francia que en Montbelliard, y estoy seguro de que no había llegado todavía cuando hace dos años tú pasaste por allí. Enrojecí. Sus preguntas estaban demasiado cerca de un secreto que no me atrevía a revelar y en el que mi padre quizá sólo viera una ilusión o una mentira. -Crea- le contesté- que he visto a Cecilia y que estoy autorizado para pensar que no rechazará mi amor. Pero le pido que tenga la bondad de no preguntarme nada más sobre las circunstancias que nos han juntado un momento. -¡Dios me libre!- respondió abrazándome-. Respeto demasiado esta clase de misterios para quitarte 41
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el mérito de tu discreción. Existen nudos secretos, existen simpatías que solamente los enamorados conocen y que se comprenden muy mal a mis años. Además, ésta está tan de acuerdo con mis deseos que no tengo ningún interés en saber su origen. ¿Por qué- dijo riendo- no había de organizar dos matrimonios en lugar de uno la santa influencia que desde hace algún tiempo se hace sentir en mis asuntos familiares? Ocupémonos, pues, del tuyo, que se celebrará en cuanto te gradúes. Parece que este aplazamiento te asusta, pero no es tan largo como crees. Desde hace muchos años tus éxitos escolares son mi dicha y mi gloria, y fácilmente podrás ganar el tiempo que te ha hecho perder tu enfermedad. Comprendo que no estaría bien que te presentaras para el acto más importante de tu vida sin tener como dote un título honrado y distinguido. No te asustes por los rigores de una separación cuyo término demoro un poco, y que harán que tu felicidad sea más completa, pues el placer más esperado es el más seguro de la vida. Antes de llevar las cosas más lejos, además, debes visitar a tu futura y a su padre, para que den un consentimiento más positivo que éste, del cual nos envanecemos. Y como tu convalecencia va por buen camino, me parece 42
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que una estadía de un mes en Montbelliard la asegurará más aún, y de paso puedes asistir a la boda de Clara, la cual se celebra a mitad de camino, en su bonita casa del bosque de Arcey. ¿Qué te parece? ¿Te conviene el trato? Me arrojé en sus brazos y me besó en la frente. Luego se fue a su escritorio y regresó de inmediato trayéndome una carta dirigida al coronel Savernier. Al día siguiente partí para Montbelliard mucho más contento de cuanto pudiera decir. ¿Qué son, Dios mío, las alegrías de los hombres?
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II He dicho ya que la extraña ilusión que llenaba toda mi vida, que ocupaba toda mi mente desde la noche de la Candelaria se había convertido para mí en una de las verdades más positivas. El resultado de mis investigaciones había terminado por convencerme. La inesperada coincidencia de los proyectos de mi padre con la época y las circunstancias de mi sueño lo destacaban entre sueños comunes. Ya no era un sueño, ¡era una revelación! El mismo Dios, conmovido por el fervor de mis ruegos, me había elegido la esposa que yo iba a buscar. Esta idea aumentaba mi felicidad con toda la seguridad que necesita la dicha pasajera de los hombres para valer verdaderamente algo. Dispuesto por mi carácter a admitir con facilidad todo lo maravilloso, me abandonaba sin resistir a esta última impresión. 44
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No les costará trabajo comprenderme a los corazones semejantes al mío. Por vez primera acariciaba la idea de una felicidad que nada parecía turbar. Volaba hacia Cecilia con toda la fe de mi alma. Por una dichosa coincidencia, de la cual me creía la causa, el invierno, ya próximo a su fin, había tomado de pronto todas las virtudes y hasta los adornos de la primavera. La nieve había desaparecido en los montes desde las laderas alas cimas; un aire suave y embalsamado circulaba a través de los siempre verdes macizos de abetos; los brotes de los demás comenzaban a colorearse con ese rojo vivo con que se pintan los botones deseosos de abrirse, y muchas flores desconocidas en esta época esmaltaban el pasto como una siembra de perlas. Sin embargo, estábamos todavía a fines de enero: y una extraña emoción se apoderó de mí cuando me di cuenta que la boda de Clara se celebraba precisamente el día de la Candelaria. Llegué a tiempo para asistir a la ceremonia. Una alegría humilde y piadosa, sin mezcla de inquietud alguna, embargaba las almas; los rostros de los novios expresaban una dicha perfecta, celeste, tan serena y grave era. El joven estaba radiante, lleno de ternura y delicadezas, pero tan serio, que 45
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antes que por el feliz novio de la víspera se lo hubiese tomado por un ángel enviado por el Señor para servir de testigo en la boda de una cristiana. Cuando terminó el acto me acerqué a mi prima y mientras llevaba su mano a mis labios, le dije lentamente: -Quisiera saber, primita, si éste es el esposo que te anunciaron la víspera de la Candelaria. Clara se sonrojó y levantó los ojos hacia mí con una mirada que parecía decir: “¿Cómo sabes esto?”... Después, apretándome la mano, me contestó: -No me hubiera casado con ningún otro. ¡Oh, seguramente no, porque ella sabía que Dios era quien había dispuesto este acto de su vida. Y al pensar que el destino me reservaba una dicha igual, me sentí agitado por una emoción deliciosa que no podría describir. Durante las fiestas del casamiento de Clara, que me retuvieron en el bosque de Arcey más tiempo del que hubiera querido, mi padre le había anunciado mi visita al coronel Savernier, quien no juzgó prudente comunicarla a Cecilia, pues él quería conocerme primero.
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Cuando le presenté la carta, el coronel sólo la ojeó sonriendo, y vino hacia mí con los brazos abiertos. -No necesito- me dijo con mucha cordialidadque me digas tu nombre. Te pareces tanto al amigo de mi juventud, que creo verlo aún en aquellas mañanas en que uno de los dos iba a buscar al otro. Sólo que tú eres algo más alto. Sé bienvenido, muchacho, como un amigo, como un hijo, si tu corazón llega a unirse, como así espero, con el de mi Cecilia. Y ahora siéntate y descansa. Mientras tanto leo la carta de tu padre y te contemple más a mi gusto. La ternura del recibimiento hizo asomar algunas dulces lágrimas a mis ojos, que quise reprimir paseando mi mirada por el cuarto. Un sombrero de paja adornado con una cinta azul celeste estaba colgado de un clavo: era de Cecilia. En uno de los ángulos de la sala había una arpa: era el arpa de Cecilia. Un bolso de mallas de acero estaba descuidadamente abandonado sobre un sofá cercano al mío, y distinguía claramente la cifra claveteada que me había llamado la atención la noche de mi visión: era la cifra de Cecilia... Pero, ¡si no fuera Cecilia! Esta idea, que no se me había ocurrido todavía, surgió de 47
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pronto en mi alma y me heló la sangre en las venas. Estaba comprometido del modo más sagrado, más irrevocable por los deseos que había comunicado a mi padre, por la diligencia que cumplía con el señor Savernier, y quizá mi ciega precipitación sólo serviría para alejarme para siempre de la mujer que me estaba destinada. Un temblor mortal sacudió mi cuerpo cuando vi, lejos de mí, el retrato de una joven con un sombrero de paja. Reuní todas mis fuerzas para correr a verlo, convencido de que ni la torpeza de un pintor de pueblo conseguiría desfigurar de tal forma que no las reconociera unas facciones que tan grabadas tenía yo en mi alma. Llegué hasta él y el terror me petrificó. Un rayo en la cabeza no me hubiera producido mayor efecto. El retrato era de una mujer deliciosa, cuyo rostro tenía algún parecido con mi soñada Cecilia. Pero no era ella. Mis piernas flaqueaban, cuando el señor Savernier, pasando el brazo por mi cintura, me sostuvo. -¡Dios mío- dijo secándose una lágrima-, a ella ya no podrás conocerla! ¡Es Lidy, mi buena y hermosa Lidy, la madre de Cecilia! ¡Que no conozcas nunca, como yo, lo que es sobrevivir a la mujer amada! 48
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Me volví hacia él, recliné mi cabeza en su pecho y bañé sus mejillas con mis lágrimas, pero sin saber en mi emoción, si eran hijas de la pena o de la alegría. Nada desmentía mis esperanzas, ni nada las confirmaba. Mi miedo se desvaneció. -¡Sí, serás mi hijo- continuó el señor Savernier con un acento de solemne resolución-, serás mi hijo, porque tienes un alma noble! Serás el esposo de Cecilia, si ella lo desea. Y ¿por qué no lo habría de querer?- agregó observando complacido y abrazándome nuevamente-. No había reparado aún en que tienes una figura muy agradable. Conversemos ahora- prosiguió haciéndome sentar, y estrechando mi mano entre las suyas-. Las conveniencias sociales impiden que te alojes en mi casa, pero nos veremos aquí todos los días durante el tiempo que te quedes en Montbelliard antes de volver para seguir tus estudios. Por sí sola se establecerá la tierna intimidad que debe preceder a un contrato formal e inviolable, pues no hay que actuar con ligereza en cosas que valen para toda la vida y toda la eternidad... Por otra parte, esta etapa de prueba tiene tal encanto, que incluso cuando ya somos plenamente felices se echa a veces de menos, y supongo que tu padre te habrá confesado lo mismo; además, no será 49
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ni muy larga ni muy severa, ya que los viejos tenemos más motivos que los jóvenes para apresurarnos a ser felices. Coma ves, yo te hablo de todo esto como si no hubiera duda alguna sobre el entendimiento recíproco entre mi hija y tú, y ¡Dios quiera que no me equivoque! Pero me autorizan los informes de tu padre, de los cuales he deducido, con gran asombro mío, que ya amas a Cecilia. Y lo que es aún más raro, si esto es posible, es que su cándido corazón, que nunca me ha ocultado nada, se siente atraído hacia ti por el mismo afecto, sin que os hayáis conocido nunca... si no es que habéis burlado mi vigilancia con alguno de esos subterfugios que la juventud utiliza por instinto y que la vejez olvida. ¡Ay, te confieso que éste es un punto que ansiosamente deseo que me aclares, y espero que mi buena y abierta amistad hacia ti me dé algún derecho a ello!... El coronel me miraba fijamente y no se le podía escapar la turbación que su pregunta me había causado. Bajé la vista, dudé, busqué una respuesta y no la encontré. -Le juro por mi honor, caballero- respondí por fin-, que jamás conocí a Cecilia, que no he visto su retrato, que jamás he tenido el atrevimiento de es50
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cribirle y que sé su nombre desde hace apenas dos días, cuando mi padre lo pronunció delante de mí. Sin embargo, ¡la amo desde casi un año y la amo para toda la vida! ¡Y la amo mucho más de lo que yo me creía capaz de amar, desde que usted se ha dignado confesarme que nuestras almas se habían comprendido! ¡Esta es la verdad, señor! Lo demás es, incluso para mí, un incomprensible misterio. -Incomprensible, en efecto- continuó el señor Savernier con aire meditabundo-, totalmente incomprensible, porque no creo que puedas mentir... Y sin embargo... -Sin embargo no le he ocultado nada. Pongo por testigo a la potencia desconocida que tanta dicha me ha proporcionado, y que puso en mi corazón este amor cuyo premio vengo a pedir. ¿No hay ejemplos de esas simpatías que se adueñan de nosotros sin saberlo nosotros mismos y que nos arrastran con todo el arrebato de una pasión? La Providencia que vela por la dicha futura de las familias, ¿no ha preparado nunca, en el tesoro de sus dones, uniones similares? ¿No ha hecho nunca por el hombre lo que hace por los demás seres de la creación? Esto es lo que yo ignoro absolutamente;
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y, sin embargo, debo creerlo, porque no tengo otra explicación para darle. -¡Bueno, bueno!- dijo el coronel-. Juraría que ambos se han puesto de acuerdo... ¿No tendré que creer ahora que se han visto y amado en sueños? ¡Y si el secreto de estos encuentros se propaga, adiós para siempre a la vigilancia paterna! ¡La desafío a que llague hasta ahí!... En fin, qué importa- continuó- lo demás con tal de que os améis, puesto que no deseo otra cosa? Y esto lo sabremos todos muy pronto de una manera más positiva, pues comerás con Cecilia... mañana. -¡Mañana!- dije. No tardé en darme cuenta de mi indiscreta exclamación, pero yo me había ilusionado en verla antes. -Mañana- repitió sonriendo-. Es más tarde de lo que deseas, pero no es un plazo tan largo como para provocarte un verdadero pesar. Ese mañana tan temido de los enamorados, sólo para los muertos es la eternidad. No quise prevenir a Cecilia de tu llegada. Me reservé el placer de descubrir en la primera entrevista, cuando yo te conociera ya un poco, qué hay de real en vuestra simpatía, y he aprovechado con gusto la oportunidad de alejar a mi hija en el 52
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momento en que te esperaba. Una numerosa familia de esta tierra, en la cual Cecilia cuenta con nada menos que seis amigas, todas hermanas, festeja hoy el cumpleaños de su abuela, que es también vieja amiga mía. Como los largos ejercicios de la Candelaria han concluido y los días que hay de aquí a la Cuaresma se consagran, por tradición inmemorial, a fiestas más o menos inocentes que la misma religión no prohíbe, bailarán, se reirán, se disfrazarán, supongo que hasta con antifaces. No te asustes, muchacho, el programa de festejos sólo admite mujeres, y no se recibirá a ningún hombre, sea marido, padre o hermano, hasta la hora en que las tiernas ovejas deban volver al cercado. Mientras tanto, nosotros comeremos, pues Dorotea nos llama... La comida fue tan agradable y tan alegre como podía serlo sin Cecilia, pues el señor Savernier tenía un carácter amable y cordial, como la mayor parte de los hombres de cierta edad que han tenido una vida honrada y buena. Cuando íbamos a dejar la mesa me dijo de pronto: -¿Sabes que se me ha ocurrido una idea que seguramente me agradecerás, pues hace un instante tu impaciencia se ha traicionado con un gesto que creo no haber comprendido mal? Procuraremos engañar 53
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tu impaciencia hasta mañana, ya que el mañana te parece tan largo. He aquí el medio: quise tranquilizarte sobre quiénes integraban la pequeña reunión en la cual participa mi hija hoy, afirmándote que sólo se recibe a los parientes, y esto es exacto; pero esta regla no es tan como para que yo no pueda hacer una excepción en tu favor. Entraré primero solo, y estoy seguro de que con unas palabras habré solucionado todas las dificultades. Un criado, apostado previamente, aguardará la señal convenida que yo haga para introducirte, y serás recibido, sin más aclaraciones, como un amigo de la casa. Estamos de acuerdo en que representaremos nuestra papel con toda la habilidad de que seamos capaces y que tendremos mucho cuidado en aparecer como extraños uno del otro. Así podré apreciar qué hay de cierto en esas maravillosas simpatías que me referías hace poco, pues nadie te impedirá no sólo ver a Cecilia, sino que podrás conversar con ella con toda libertad. Y espero que no te será muy dificultoso reconocerla bajo su disfraz de novia al estilo de Montbelliard. -¿Dice que está disfrazada de novia de Montbelliard? De novia de Montbelliard? ¿Es posible?
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-Sí, hombre, sí, de novia de Montbelliard- prosiguió, sin preocuparse por mi agitación, cuyo motivo no sospechaba-. Es muy buen augurio, ¿verdad? Pero el vestido es tan lindo y le agrada tanto a las muchachas que, como ella, han podido elegirlo algunas de sus compañeras. En este caso la diferenciarás de las demás por un ramito de mirto separado de su ramo, que ha tenido el capricho de prender en su pecho, y yo mismo debo reconocerla por ese detalle. Este segundo hecho, que me recordaba tan vivamente una de las singularidades de mi sueño, me provocó una nueva emoción, pero pude disimilarla y respondí a la propuesta del señor Savernier con palabras de tierno agradecimiento. Una hora más tarde él había cumplido su proyecto en todos sus puntos y yo estaba al lado de Cecilia. La reconocí fácilmente por los datos que su padre me había dado y creo que hubiera sido lo mismo sin ellos. Por su parte, ella había demostrado alguna emoción al verme, y cuando me permitió sentarme en el lugar que estaba vacío a su lado me pareció que temblaba. -Perdóneme- le dije- un atrevimiento que sólo en parte justifican su disfraz y su máscara. Quizá le resulte a usted y a todo el mundo aquí inoportuna la 55
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compañía de un desconocido, y dudo mucho que mis rasgos le traigan uno de esos recuerdos que sirven de tema a las maliciosas conversaciones de un baile de disfraces. -No comprendo esta clase de placeres- me contestó- y no imagino ningún motivo que me llevara a disfrutarlos. En todo caso, usted no tendría que temer de mí ninguna de las bromas que ocupan aquí a todos, y que parecen divertir a todos, pues, en efecto, no creo que haya tenido nunca el honor de verle. -¿De verdad nunca?- le dije. -Nunca- respondió con una risa forzada-, si no ha sido en sueños. Y puede creer en mis palabras porque soy incapaz de fingir. Ya ve que ni siquiera procure disfrazar mi voz. Era su voz, en efecto, la que había escuchado hacía ya más de un año, pero que, desde entonces, no había cesado de resonar en mi corazón. -Permítame, pues- le dije calurosamente-, que encuentre algo que nos acerque y que substituya, en lo posible, la confianza de una larga amistad. Mi nombre, o mejor dicho el de mi padre, lo ha escuchado más de una vez sin duda de labios del suyo, pues no ignoro que hablo con la hija del señor Sa56
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vernier. ¿Será tan desdichado ese nombre que no despierte en su corazón ninguna clase de simpatía? Yo me llamo Máximo... Y apenas había pronunciado dos sílabas más, cuando Cecilia se estremeció, dirigiéndome unas miradas que parecían expresar, ternura y espanto. -Sí, sí- exclamó con voz alterada-, su nombre me es muy familiar. Es un nombre que mi padre estima mucho, y yo también, porque nos trae recuerdos que no se borran nunca de un alma honrada: los de la gratitud... ¡Entonces es cierto!- Cecilia continuó hablando consigo misma, como si de pronto hubiera olvidado mi presencia, pero de tal modo que yo no perdía una de sus palabras- ¡No era ilusión! Hasta ahora todo se ha concretado, todo se concretará sin duda. ¡Que se cumpla la voluntad de dios! Y cayó en un abatimiento profundo en el cual parecieron borrarse todas sus ideas. Una de sus manos casi tocaba las mías. La estreché sin que ella hiciera el menor esfuerzo para impedirlo. Pero me observó con más atención. -¡Es él!- murmuró. -¡Oh, no debe alarmarse al verme- le dije apretando su mano entre las mías-. El sentimiento que 57
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me ha traído a su lado es tan puro como su alma y tiene el consentimiento de un padre que sólo desea hacerla feliz. Cecilia, usted es libre y sólo de usted depende nuestro porvenir. -Nuestro porvenir sólo depende de Dios- repuso con un hondo suspiro, inclinando su cabeza sobre su pecho-. Pero usted ha hablado de mi padre. Seguramente: lo vio ya. Él sabe que en esta hora de la noche desde hace algún tiempo siento un malestar inexplicable que me ahoga y me mata. ¡Y deseaba tanto evitar el acceso! ¿Cómo es que mi padre no ha llegado...? Aunque el coronel se había referido a este accidente como a algo carente de cuidado, la expresión de dolor que acompañó a sus palabras me heló la sangre. Además, el padre de Cecilia se había detenido delante de nosotros en el mismo instante en que ella parecía buscarlo con inquietas miradas por el salón. Me asombró que no lo viera. -Estoy junto a ti- le dijo rodeándola con su brazo para sostenerla, pues Cecilia estaba a punto de desvanecerse. Ella se apoyó sobre su pecho y transcurrió uno de esos angustiosos instantes que tan largos resultan para el sufrimiento. Una de sus manos, que yo no 58
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había abandonado se crispó primero bajo mis dedos, luego se distendió y enfrió como si la muerte la hubiera alcanzado. Grité aterrorizado. Las amigas de Cecilia se apretujaron a su alrededor y para prodigarle los cuidados necesarios le quitaron el antifaz. ¡Dios santo!, todas mis dudas se desvanecieron pero una espantosa palidez cubría esas facciones imborrables en mi memoria. Yo sentía que la vida me dejaba también, cuando Cecilia comenzó a respirar, levantó la frente y paseó su mirada entre las personas que la rodeaban. -¡Ah- dijo-, menos mal! Estoy mejor, vivo, ya no me duele nada. Perdón y muchas gracias a todos. Estos ataques no duran nunca mucho, pero hubiera querido evitárselos. No debí haber venido o haberme marchado antes. Y, sin embargo-agregó volviéndose a medias hacia mí-, sin embargo, lamentaría mucho no haber venido o haberme ido demasiado pronto. Pero no deseo interrumpir por más tiempo sus diversiones. Un paseo y el aire libre terminarán de curarme. Poco después salimos y el señor Savernier, tranquilizado ya, me confió el brazo de su hija. ¡Cecilia estaba cerca de mí, de mi corazón! Mi alma se comunicaba libremente con la suya; respiraba su 59
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aliento. Poseía los diez minutos de vida plena y dichosa que Dios me había reservado en la tierra y los disfrutaba plenamente, sin que ninguna sombra enturbiase su pureza. Cecilia no sufría: lo había dicho antes y lo repetía a cada paso. Caminaba ligera y segura; parecía feliz y se burlaba del caprichoso mal que sólo la hería para atemorizarla con la incertidumbre y la fugacidad de nuestros placeres. Su padre la rodeaba con su brazo y se alegraba al verla pasajera al cansancio del baile o a alguna repentina emoción en cuyo misterio se negaba, sonriendo, a penetrar. El trecho que debíamos recorrer era muy corto, y yo no sabía si desear que se prolongase hasta el infinito, para eternizar la pura felicidad que sentía, o que llegásemos rápidamente a su término, para que Cecilia pudiera hacer lo antes posible el reposo que necesitaba. Habíamos llegado; la mano de Cecilia se desprendió de la mía y yo no sé qué presentía que esa noche sería demasiado larga. Retuve la mano que se me escapaba sin atreverme a llevarla a mis labios; la estreché quizá con más amor, y creo que la mano de Cecilia me respondió. La puerta estaba abierta.
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-¡Hasta mañana- dijo el coronel-, hasta mañana! Mañana... ¡el día más bello de nuestra vida si no se engañan mis esperanzas!... Pero ya es cerca de medianoche. Han pasado dos horas de ese hermoso mañana y a Cecilia le hace falta descansar mucho tiempo, pues hoy nos ha asustado un poco su salud. Hasta las cuatro de la tarde- continuó, abrazándome-, y confío que esta vez seremos tres en la mesa. Tus ocupaciones, el sueño, el componerte y la esperanza te acortarán el tiempo que falta para vernos juntos nuevamente. Entraron ambos, la puerta giró lentamente sobre sus goznes, y Cecilia me dijo un adiós con una voz temblorosa, que todavía escucho. El sueño que mi viejo amigo me había augurado no me concedió sus favores y lo aguardé hasta la salida del sol, en un insomnio intranquilo y febril cuya causa no podía explicar. Cuando algo más tarde, me sorprendió el sueño, fue sólo para variar el suplicio. Veía a Cecilia, pero la veía como se me había aparecido un momento: pálida, desfalleciente, con la frente cubierta por las sombras de la muerte, o bien inclinando hacia mi oído su semblante oculto por sus cabellos sueltos y repitiendo ese siniestro adiós que me había enviado 61
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pocas horas antes. Me volvía entonces hacia ella para retenerla, y mis manos sólo estrechaban un fantasma. A veces sentía que un pájaro nocturno volaba rozando mi rostro y cuando me esforzaba por seguir con la vista la causa ignorada de mi terror veía nuevamente a Cecilia, huyendo sobre unas alas de fuego e invitándome a seguirla. “¿No vendrás?me gritaba con un largo gemido-. ¿Por qué dejaste que partiera la primera? ¿Qué será de mí en estos desiertos si no tengo a alguien que me ame y me proteja?”. “¡Aquí estoy!, le dije por fin, y el sonido de mi voz me despertó. El día estaba muy avanzado. La larga noche se había extendido en todas las horas de la mañana. Era domingo, y escuché las campanas de la iglesia católica llamando a la última misa. Me había reprochado vagamente en diversas ocasiones no haber dado gracias a mi divina protectora con un solo acto de devoción por el favor que me había hecho. Me apuré para llegar a la iglesia, y me mezclé entre los poco numerosos fieles. Entré cuando el sacerdote subía al púlpito. Era un hombre de cabellos blancos, cuyo rostro traslucía un profundo dolor, mitigado por la resignación o por la fe. Se detuvo un instante delante de mí como 62
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si lo sorprendiese encontrar a un católico que no figuraba en su auditorio normal o como si mi vista trajera a su alma el recuerdo de alguna impresión pasada. Suspiró, pasó, y subió al púlpito. Hubo unos minutos de oración, a los cuales me uní con fervorosas plegarias; el sacerdote meditó unos instantes y empezó a hablar. Su sermón se basaba en las inútiles esperanzas de los hombres que fijan sus deseos en las cosas de la tierra y que disponen de su vida sin tener en cuenta los designios de la Providencia. Deploraba la ciega presunción de las criaturas cuya débil inteligencia no alcanza a comprender las causas ni los motivos de los sucesos más simples; que no sabe nada del pasado, que nada sabe del porvenir, que no sabe nada de cuanto importa a sus únicos intereses verdaderos, a los intereses de su alma inmortal, y que se rebela hasta la desesperación contra los tristes engaños de esta vida fugaz porque no es capaz de penetrar en los secretos designios del Señor. “Y, sin embargo- continuó-, ¿sirve esta vida que ocupa todos vuestros pensamientos, para que le concedáis la menor importancia a sus más serias vicisitudes? ¿Qué es la pobreza? ¿Qué es la desgracia? ¿Qué es la misma muerte sino un insignificante accidente de posición y de forma, en la inmensidad 63
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de los siglos que os aguardan? Sean pruebas necesarias para las almas débiles o condiciones irrevocables del orden universal, e-tos accidentes que rebelan vuestro orgullo y quiebran vuestra constancia deben concurrir quizá en el plan sublime de la creación al conjunto de su prodigiosa armonía. Lo que es, es lo que debe ser, ya que Dios lo ha permitido. ¡No sabéis ni podéis saber por qué lo ha permitido; pero lo que no sabéis vosotros, Dios lo sabe!...” El lenguaje del venerable sacerdote era totalmente nuevo para mi alma. Las reflexiones en que estaba sumido absorbieron de tal modo mi mente, que no me di cuenta de mi soledad en medio de la iglesia hasta que apagaron las últimas luces del templo. ¡Era la hora que el coronel me había indicado, la hora tan ansiosamente esperada, la hora, que tan lenta venía, de ver a Cecilia! ¡Cecilia, cuyo cariño era mío, mi amada Cecilia! ¡La nombraba en voz alta como si pudiera oírme, y todas mis ideas, todas las inquietudes que me habían hecho sufrir hasta entonces fueron borradas por el sentimiento de mi felicidad! Me sentía tan seguro de que era mía y para siempre lo sería!
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La calle que ahora cruzaba, y que el día anterior estaba casi desierta, aparecía llena de gente. Al principio atribuí la diferencia a la solemnidad de la fiesta; pero no podía comprender por qué esa muchedumbre, a quien debían llevar en diversos sentidos las distracciones de un domingo, estaba inmóvil o se limitaba a formar aquí y allá corrillos silenciosos. Como tenía prisa por llegar, me abrí rápidamente paso entre ellos, y sólo oí al azar palabras confusas que no completaban una frase con sentido. -¡Un aneurisma!- decía uno-. ¡No se muere a esta edad de un aneurisma! -Uno se muere cuando le llega la hora- le contestaba el interlocutor. Un poco más allá era un joven que parecía envidiarme: -¿Quién estuviera en el lugar de este forastero?decía-. ¡Al menos no la conoció! Y más adelante, una chiquilla, engalanada con un velo, le decía a una de sus compañeras, que la escuchaba llorando: -¡A las dos y media, al salir del baile!... ¡Ya lo había dicho ella, que no llegaría a prometerse nunca!
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Una espantosa idea iluminó mi cerebro. Estaba a veinte pasos de la casa y corrí... ¡Dios mío, los años transcurridos no han debilitado la emoción de ese terrible momento! La puerta estaba cubierta con un lienzo blanco. En la avenida había un ataúd también blanco, rodeado de algunas antorchas. -¿Quién ha muerto, quien ha muerto en la casa?- le grité bruscamente, tomando por un brazo, a un hombre que parecía velarlo. -¡La señorita Cecilia Savernier! Caí al suelo desvanecido, y cuando volvía en mí, con raros intervalos, mi razón me abandonaba. No sé cuántos días duró esto. Sin embargo mis ojos volvieron a abrirse por completo a la luz, aunque viví mucho tiempo sin pensar, sin sentir, sin recordar. Acababa de recuperar o de encontrar el sentido de que existía, pero sin saber todavía quién era yo. Hubiera debido seguir así. Algún movimiento que se produjo a mi lado, un suspiro, un sollozo quizás, atrajo al fin mi atención. De pie, junto a mí, reconocí al anciano sacerdote cuyas potentes y severas palabras escuché un día. Me miraba con el aire impasible de un juez que sólo 66
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esperara una palabra de mis labios para absolverme o condenarme. Más lejos, hacia el pie de mi lecho, otro anciano acababa de dejar su silla se precipitaba hacia mí extendiéndome sus brazos temblorosos. -¡Padre!- exclamé buscando sus manos para llevarlas a mis labios-, ¡padre!, ¿es usted?... -¡Me ha reconocido!-gritó-. ¡Ha visto usted que me ha reconocido! ¡Todavía hijo! ¡Mi hijo se ha salvado!... Mis ideas empezaron a aclararse, y el pasado se desprendía lentamente de la noche de mis sueños. -El señor Savernier- dije a mi padre-, el señor Savernier ¿dónde está? -Se ha ido- respondió-, se ha vuelto al extremo de Europa; pero el tiempo amenguará su decisión y espero todavía volverlo a ver. -¿Y Cecilia, Cecilia?- le contesté exaltado-. ¿También se ha marchado Cecilia? ¿Qué ha sido de Cecilia?- continué, reteniendo su mano-. ¡Oh padre! Dígame la verdad, sin engaños, se lo ruego. Me siento con fuerzas para conocerla. Usted no ha engañado nunca a mi corazón; no lo engañe tampoco ahora. Aquí estaba una muchacha que se llamaba Cecilia. Ayer la vi en el baile, hablé con ella y apreté
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su mano con esta mano que oprime la suya. ¿Es verdad que ha muerto?... Mi padre se alejó de mí sollozando y se abandonó en un sillón al otro extremo del cuarto. -Cecilia ha muerto- dijo el sacerdote-. El Señor no ha querido que se realizara en la tierra la unión que deseabais. Ha querido que fuera más pura, más dulce, más duradera, inmortal como Él mismo, demorándola por algunos fugaces minutos que no merecen contarse ante la eternidad. Su prometida lo espera en el cielo. -¡Cómo!- le respondí, mirándolo fijamente¿acaso el cielo no está vedado para el amor de los amantes y los esposos? ¿Usted cree que también el amor resucitará para un futuro sin fin, en el cual dos almas separadas por la muerte podrán volar una hacia la otra delante del Dios que las ha formado sin ofender su omnipotencia; cree que hallaré nuevamente a Cecilia?... -Lo creo firmemente- me dijo-; en la vida del hombre la muerte solamente pone fin a los errores y a las desgracias; creo que el alma la forman la bondad, la caridad, el amor; creo que todos los sentimientos puros y virtuosos que Dios ha puesto en nuestras almas participarán de nuestra inmortalidad, 68
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que harán su felicidad inmutable y sin mezcla, que se confundirán sin perderse en el amor de Dios, que abarca todos los amores. -¡El amor de Dios que me enseña- dije humedeciendo sus manos con mis lágrimas- es el más natural de los sentimientos de los seres humanos y el primero de sus deberes! Pero ¿por qué me ha quitado a Cecilia? -¿Con qué derecho, joven- exclamó-, le pide cuenta a Dios de sus designios? ¿Sabe si en el golpe con que lo hirió no consideró su propia felicidad, y si su presencia infalible no le ha preparado una dicha inacabable por el precio de una dicha pasajera? ¿Conoce usted todas las dificultades que podían quebrar sus esperanzas, todos los venenos que podían corromper su miel, todos los sucesos que podían aflojar o desatar sus lazos, si Él no los hubiese protegido de los peligros de esta vida fugaz? ¡Sólo desde hoy tiene usted asegurado la posesión de Cecilia, porque Dios es quien se la cuida! ¿Se atreverá a reprocharle que haya velado por sus intereses mucho mejor que usted y que Él se haya reservado su porvenir completo, para devolvérselo a cambio de una incierta y miserable porción de ese infinito futuro que hubiera hecho quizá que usted perdiera el 69
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resto? Cuando su padre le exigió que dejara pasar un año entre el momento en que accedía a sus deseos y aquel en que la mano de Cecilia debía, al parecer, satisfacerlos por completo ¿no aceptó sin esfuerzo los consejos de su prudencia? Y sin embargo un año es largo plazo en la vida del hombre, un plazo que asusta más cuando se lo compara con la fugacidad de la juventud, con la carrera casi inalcanzable de esta edad que el tiempo agota tan velozmente. He aquí ahora que otro Padre, que es el Padre común de todos, le impone algunos años más, algunos meses, algunos días quizá- pues únicamente Él conoce la medida de nuestra existencia-, y no es con años, ni con meses, ni con días con lo que Él pagará este pequeño sacrificio. Mucho más generoso, porque tiene más poder, le brinda a cambio todos los tiempos que nunca tendrán fin. Si retarda un momento su felicidad temporal es para perpetuarla a través de miríadas de siglos que apenas son minutos de la eternidad. Este es el contrato que usted acaba de firmar, sin saberlo, con la Providencia, y cuyos frutos recogerá si se somete piadosamente a sus designios. ¡Soporte, hijo mío, los juicios de Dios y no lo acuse!...
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-¡Yo sabré conformarme con su voluntad- respondí con voz firme- y aceleraré su cumplimiento por todos los medios que ha puesto a mi alcance! ¡Sí, padre, quiero pensar que Dios había bendecido este matrimonio y creo haberlo sabido por Dios mismo! ¡Creo que Él me ha separado de Cecilia para devolvérmela, y que no nos ha prometido ser dichosos en la tierra porque Él nos reservaba un sitio en su seno! ¡Iré hacia Él, padre, muy pronto iré hacia Él! ¡Le pediré a Cecilia y Él me la dará!... -¿Qué dices, desdichado?- gritó mi padre corriendo hacia mí-. ¿No perteneces también a tu padre, y deseas abandonarlo? ¡En mi desvarío había olvidado, que mi padre estaba allí! -Serénese- le dijo el viejo sacerdote apartándolo con la mano-. No tema que su espíritu se detenga en esas decisiones insensatas, hijas del ateísmo y del crimen. El suicida que duda de la bondad de Dios calumnia a Dios. Es peor que negarlo. Protesta contra su alma, buscándole la nada por refugio, y no hallará la nada, porque el alma no puede morir. Cuanto Dios creó vivirá eternamente, y si el mismo Dios pudiera devolver a la nada a los seres, que animó con su soplo, la nada serviría de castigo al 71
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suicida. Pero otro será el castigo del suicida: sabrá lo que pierde, comprenderá los bienes que hubiera logrado con paciencia y resignación, y no le quedará ninguna esperanza. Los malvados esperarán quizá alguna remisión en la eternidad. Pero no habrá remisión para el suicida y vivirá siempre, siempre, en un mundo cerrado, sin salida. Ha quebrado su lazo con el futuro y este lazo nunca se anudará. Entre Cecilia y el esposo que su padre le había dado sólo hay un insignificante número de momentos que se suceden y se borran uno tras otro. El infinito separa a Cecilia y al suicida... -¡Basta, basta, padre mío!- exclamé apoyándome en su pecho-. ¡Viviré ya que es necesario!... Y he aquí por qué he vivido.
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