L A G R A N J A D E C H O Q U A R D V I C T O R C H E R B U L I E Z T O M O
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L A G R A N J A D E C H O Q U A R D V I C T O R C H E R B U L I E Z T O M O
I I
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducción: Jaime Brull 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LA GRANJA DE CHOQUARD
LA GRANJA DE CHOQUARD I Los hechos parecían complacerse en desmentir una tras otra las previsiones de la señora Paluel. Había dicho a Marieta: "Verás que mi nuera no sirve para nada, y que, ni siquiera tendrá un hijo." Sin embargo, el niño venía, y venía en buen camino. La señora Paluel tuvo que rendirse a la evidencia; y aunque algo despechada, por haberse equivocado, las alegrías de la esperanza prevalecieron pronto sobre el despecho. Se imaginaba que ese niño sería un estorbo para su madre, que se lo confiaría a la abuela, que de antemano le perdonaba la mezcla de sus orígenes, la fuente un poco turbia, un poco fangosa, en que había venido a la vida. 3
VÍCTOR CHERBULIEZ
Todas las noches, mientras cosía, fraguaba en su cabeza el croquis de un drama que le prometía íntimas satisfacciones. Había tres papeles que creía ver muy claramente: un niño, parecido a su padre como una gota do agua a otra; una madre que continuaba como antes, paseándose en su cesta, y tocando la guitarra; una abuela, en fin, que recogía al niño abandonado y lo arrullaba, lo alimentaba desde su más tierna edad con la leche sagrada de los antiguos, y le hacia mamar con esa leche todas las opiniones, todas las doctrinas, todos los principios de los Paluel y de los Larget. Mientras tanto, Aleth había traído de su visita a sus padres el recuerdo de lo que le había dicho Polidoro, cuyas palabras se habían elevado en su corazón como una flecha envenenada. Pensaba en ellas siempre, reconocía su cruel verdad, porque, cómo ya lo hemos dicho, tenía muy buen juicio cuando no estaba loca. "Sí, Polidoro tiene razón -se decía. -Si yo soy el más bello ornamento de la granja, no tengo, en cambio, ningún poder efectivo, ninguna autoridad real. Cada cual tiene aquí su función, su departamento en que es amo, menos yo. Yo soy la única que no tiene el placer de querer y mandar. Parece que soy todo y no soy nada... Pero todo esto va a 4
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cambiar -agregaba con ardiente alegría. -El hijo, el heredero, será mi departamento, y será el primero de todos, y yo prevaleceré, haré lo que quiera." Porque la señora Paluel se engañaba extraordinariamente. De antemano, su nuera, adoraba al niño, porque el niño era una solución. Se prometía consagrarse enteramente a él, no dejarlo tocar por nadie, y mucho menos por su suegra. Así, desde que sintió agitarse en su seno el pequeño ser, Aleth se recogió enteramente en su ternura y en sus sueños. Su enfermedad fue penosa pero soportó todos los disgustos, las fatigas, los dolores con el valor de una ambiciosa que sacrifica, sin esfuerzo a sus designios, sus comodidades y sus placeres favoritos. El doctor Larrazet, que iba a verla a menudo, le ordenó que se cuidara un poco. Aleth se conformó a todas sus prescripciones con una docilidad que maravillaba al doctor. Renunció sin quejarse a sus paseos, a su poney. Así lo quería el niño. Bien es cierto que tenía su recompensa, porque sentía crecer su importancia, saboreaba ya sus futuras grandezas. Preguntaban por su salud, le tenían más consideración. Se había, convertido en un objeto interesante, en el centro de todas las preocupaciones; sus gracias coquetas habían sido 5
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reemplazadas por una belleza conmovedora, que le ganaba los corazones. Salía poco de su cuarto, permanecía horas enteras tendida en un canapé, sumida en sus ensueños, avara de sus movimientos, temerosa de comprometer el porvenir de ese heredero cuya esclava era, mientras hiciera de ella la verdadera soberana de la granja. Cosa asombrosa de decir: un día la señora Paluel entró al cuarto de Aleth, y, en presencia de dos testigos estupefactos, preguntó a su nuera en voz casi dulce; -¡Y bien, querida! ¿cómo nos sentimos hoy? En verdad, la señora Paluel hacía sus reservas; decía a Marieta: -Mucho temo que sea una niña. Se engañaba; era un muchacho. Pero, ¡ay! después de meses de laboriosa espera, a pesar de todas las precauciones, a pesar de la cautividad que se había impuesto, Aleth dio a luz antes de tiempo. Su enfermedad fue muy dolorosa, y, ¡vanidad de los sueños! el niño no vivió sino pocas horas. Fue una desolación general, de la cual la señora Paluel tomó la mayor parte. ¡Sin niño, y con la nuera! No pudo dejar de decir a su hijo que jamás ninguna Paluel ni ninguna Larget habían dado a luz un niño muerto, que eso era una mancha para la familia. Después de 6
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semejante escándalo, ¿qué hacer? ¿Qué dirían los Cambois? Pero, ¿cuando un Paluel se casa con una Guepie no debe esperarlo todo? Ese cruel suceso, esa deplorable decepción, alteraron el humor de Aleth, la ensombrecieron el alma. Vio derrumbados sus esperanzas y sus proyectos. En vano, su marido procuraba consolarla; un vago presentimiento le anunciaba que no volvería a ser madre. A la pena, se mezclaba, la humillación; pero, como verdadera Guepie que era, se enojaba con los otros: con el doctor, con su suegra, con su marido, con todo el mundo. Un día, que Roberto le pellizcaba el lóbulo de la oreja, con enamorada delicadeza, le dijo con tono seco: -¡Ten cuidado! Eres brusco y me haces daño. El verano llegó sin que sacudiese su melancolía, y su languidez. Roberto empezaba a inquietarse. Para distraerla, la llevó a pasear tres días a París. Aleth se fastidió, porque no amaba los placeres por sí mismos: todo lo que no halagaba su amor propio, le parecía insípido e insignificante. Un pensamiento fijo la distraía de todo. Roberto se asombraba de verle fruncir el ceño a propósito de todo, y de sorprenderla mirando en el vacío. No sabía que tenía 7
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un proyecto, cuya realización esperaba que sería feliz. Meditaba una resolución, qué le diera el poder en la granja, y esperaba una ocasión para empeñar la lucha, que debía empezar por despedir a Catalina, hacer salir a Marieta de la casa y desposeer a la señora Paluel. Una mañana estaba Catalina en la cocina desplumando un ave, cuando entró Aleth. Los buenos cocineros estiman que su cocina les pertenece, soportan de mala gana la presencia en ella hasta de la propia ama. Catalina miró un instante a Aleth y le preguntó, no sin cierta impaciencia: -¿La señora busca algo? -¡No! -respondió fríamente Aleth.- Examino, inspecciono. Catalina creyó ofendidos sus derechos. -¿Qué querrá está loca? -murmuró, dirigiéndose a su ayudanta, Anais, que sacaba las escamas a una merluza. Aleth se acercó a Anais, examinó el pescado, y dijo: -¿Es una trucha?
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-¿La señora no sabe distinguir una trucha de una merluza? -exclamó Catalina con acento de desdeñosa ironía. Aleth se volvió con aire altivo hacia la cocinera: -¿Qué comida nos dará usted hoy? -Por el momento, me preocupo del almuerzo -replicó Catalina, a la vez confundida e indignada. -Yo le pregunto por la comida -insistió Aleth. -¡Eh! ¡Señora, haré la comida que me han dispuesto, caramba! -Caramba es una palabra que yo no acepto -replicó Aleth con altanería, -y le ruego que no la emplee cuando hable conmigo. -Tengo el honor de decir a la señora -dijo Catalina, cuya sangre hervía, -que yo hago las comidas que la señora Paluel me manda hacer. -¿De qué señora Paluel habla usted? Hay dos. -¡Eh! Yo me entiendo -repuso Catalina,- y aquí nadie puede equivocarse. Y si usted está descontenta de mi cocina, no es a mí a quien debe decírselo. Catalina se enojaba; era lo que quería Aleth; pero, para no aparecer provocando, bajó la voz y dijo con afectada dulzura: 9
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-Yo no estoy descontenta de su cocina, aunque encuentro que desde hace algún tiempo abusa usted del conejo... Y en cuanto a la merluza, que nos servirá usted para el almuerzo, le aconsejo que cuide la salsa verde. La última que hizo no estaba buena. Catalina estalló. La afrenta que le hacía aquella ignorante que se atrevía a criticar sus salsas verdes, era más de lo que podía sufrir; su amor propio de cocinera había sido herido en lo vivo. Replicó en tono sarcástico: -La señora es exigente, lo comprendo, tiene derecho a serlo. Educada por una madre que podría enseñarme mi oficio... -¡Es usted una insolente! -exclamó airada Aleth. La exclamación fue oída por la señora Paluel que estaba en el comedor. Apareció en la puerta y dijo a su nuera: -Señora, ¿a quién trata usted de insolente? Aleth la miró, y en la expresión de su mirada, la señora Paluel comprendió en el acto que se maquinaba algo, que estaba en camino una revolución, una especie de golpe de Estado. La culebra no era ya culebra; era una verdadera víbora, de puntiagudos dientes, que animada por su veneno, se erguía, silbando. Pero Aleth no quería descubrir su juego 10
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demasiado pronto; extinguió la llama de su mirada, y respondió a su suegra con humilde deferencia: -¡Oh! señora, son pequeñeces que no vale la pena contar. Hablaré de ellas con mi marido. Y salió de la cocina. En cuanto Roberto volvió a la casa, su esposa le contó lo ocurrido, y, después de hablar mal durante largo rato de Catalina, concluyó por decir que no quería saber nada de ella, y que deseaba que Anais arreglara en adelante su cuarto. Roberto procuró disculpar a Catalina, y después habló con su madre, a quien alabó la meritoria dulzura que su mujer había demostrado en esas circunstancias. La señora Paluel contestó secamente que Catalina estaba en su derecho, que Aleth no tenía nada que ver con la cocina, y que lo que pedía era absurdo, pues nunca, una ayudanta de cocina como Anais había arreglado cuartos. Roberto se fastidió un poco; pero pensando que su mujer sería más condescendiente que su madre, volvió a hablar con Aleth. Con viva satisfacción, Roberto oyó decir a su esposa: -Retiro mi petición; no hablemos más de ello. Soy capaz de todo por darte gusto. 11
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-Eres un ángel -le dijo su esposo abrazandóla, -y los que no lo ven son ciegos. Algúnos días después sobrevino otro incidente, cuyas consecuencias fueron más graves. Roberto estaba en París. Por la mañana, Aleth tomó una crucecita de coral que le había regalado su madrina, y la arrojó a un pozo que había en el huerto y que nunca se había agotado. En la tarde, llegó un telegrama de Roberto, que decía que volvería en la noche, que no le esperaran a comer, y que Lesape no se fuera antes de que llegara, porque tenía que hablarle. En la comida, Lesape notó algo extraño en Aleth, y su fina perspicacia lo hizo comprender que algo grave iba a pasar. La tempestad estalló a los postres. De pronto, Aleth, se echó atrás en su silla, y lanzando a su suegra una mirada que parecía una bofetada. -Verdaderamente, señora -le dijo, -pasan cosas extrañas en esta casa. -¿Y qué pasa, señora, en esta casa? -contestó la señora Paluel, haciendo frente al enemigo. -Se cometen robos. -¿Qué se roba señora? 12
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-Se roban bonitas crucecitas de coral. ¡Dios mío! No es que la mía, me hubiera costado muy cara; pero era un recuerdo y la apreciaba como tal. Y Aleth agregó, dirigiéndose graciosamente a Lesape: -¿No es cierto que las cosas valen a menudo más de lo que cuestan? -Seguramente -contestó Lesape. -A mí me ha pasado perder un cuchillo de a veinte centavos que cortaba mejor que los caros. -Y suponiendo -siguió Aleth, -que ese cuchillo le hubiera sido regalado por una persona que usted amara, por nada en el mundo habría usted consentido en deshacerse de él. Es el sentimiento lo que da valor a esas bagatelas. -¡Ah! sí, el sentimiento -repitió Lesape con tono convencional. -¿Se le ha perdido alguna crucecita de coral, señora? -preguntó la señora Paluel. -Sí, señora. Estaba colgada en un clavo, cerca de la chimenea de mi cuarto. Ya no está, ha desaparecido... Es extraño, ¿verdad, señor Lesape? -Muy extraño -replicó Lesape, ya inquieto. -Es seguro que las cosas desaparecen a veces sin que se sepa cómo. Y también aparecen. El cuchillito de que 13
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le hablaba, lo creí perdido tres años, y luego lo encontré en un bolsillo de mi saco. Aleth vio que Lesape no la ayudaba francamente, y le dijo con tono agridulce: -Puede ser; pero yo no encontraré mi crucecita. Esa es la diferencia. -¡Ah! Sí -repuso Lesape, -ésa es la diferencia, y es grande. -Lesape -intervino la señora Paluel, -hace doce años que está usted en esta casa; ¿durante esos doce años, se ha cometido aquí algún robo? -No lo creo señora. Pudiera ser... pero no lo creo. -¡No lo cree usted! -exclamó la señora Paluel con tono solemne. -Lesape, no me gustan las gentes que creen sino las gentes que saben, y usted debería saber que jamás ha habido ladrones en esta casa. -Pero es precisamente lo que yo decía, señora... En ese instante, Lesape hubiera querido estar a mil leguas de la granja. -¿Pero, está usted bien segura, señora, de no haber perdido su crucecita? -insistió la señora Paluel, dirigiéndose a Aleth. -Cuando no se tiene orden, se pierden fácilmente las cosas. 14
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-No sé, señora, si no tengo orden; pero si quiere, puede ir a mi cuarto a buscar mi cruz... Mis llaves están en el armario, porque no acostumbro, como ciertas personas, llevarlas a todas partes conmigo. -¡Dios me libre de ir a su cuarto, señora! No es mi hábito, y si el otro día entré fue a pesar mío... ¿Y se puede, saber de quién sospecha usted que le ha robado su cruz? ¿Seré yo, por casualidad? -¿Me perdonará usted que la conteste que ésa es una pregunta muy impertinente, y se enojará usted si agrego que tengo motivos para sospechar del quienes entran habitualmente a mi cuarto? Hasta entonces, la pacífica Marieta, había escuchado sin decir una palabra; pero el amor a la justicia fue más fuerte que la prudencia, y exclamó: ¡Oh, señora! ¡Sospechar de Catalina! ¡Qué mal hecho! Catalina es incapaz de tomar nada. -¿Quién le pregunta a usted su opinión? -le replicó agriamente Aleth. -Pero veo que todos están en contra mía, con excepción de Lesape, a quien sólo le reprocho que no se atreva a decir lo que piensa. -¡Yo no decir lo que pienso! -exclamó Lesape. -¡Oh! Pero si todos lo saben, y si hay que declarar ante la justicia, lo repetiré. 15
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Fue interrumpido. Catalina había escuchado a través de la puerta y entró bruscamente. Apareció en jarras, roja de cólera y apostrofó a Aleth diciéndola: -Veo lo que es: la señora ha jurado echarme a la calle. Lo tiene preparado, y apuesto cualquier cosa, que ha tirado su cruz de coral en alguna parte, para hacer creer que la he tomado. Sólo la verdad lastima. Aleth, que hasta entonces había conservado la calma, exclamó en un transporte de furor: -¿Qué viene usted a hacer aquí? Yo no hablo con usted; ¡salga usted! -¡Tratarme de ladrona! -siguió Catalina, olvidándose de todo.- Yo, no soy de familia de ladrones, y mi padre nunca hizo desaparecer pagarés de mil francos. A este nuevo insulto, Aleth no pudo contenerse; se lanzaba iracunda a abofetear a la insolente cocinera, cuando la puerta se abrió y apareció Roberto. Todo el mundo quedó en silencio. Catalina se apoyó en la pared, enjugándose los ojos con el delantal. Aleth, pálida de rabia, se dejó caer en una silla, mientras la señora Paluel, volvía a sentarse en su sillón, la mirada seca y llameante. Roberto paseó en torno una mirada de asombro y preguntó: 16
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-¿Qué pasa? Y como nadie contestara -Vaya, Lesape, infórmeme. Era una tarea, que Lesape hubiera evitado gustoso. -¡Dios mío! señor Paluel, -empezó a decir, arrollando las puntas de su corbata en sus callosos dedos, -se trata de poca cosa, una insignificancia... Notó que Aleth lo miraba fijamente y cambió de rumbo. -Cuando digo que es poca cosa, no es porque el asunto no tenga importancia. Porque, en fin, cuando se trata de un robo... A una exclamación de la señora Paluel, se detuvo; y después continuó: -Pero el robo no está probado, lo que no impide que un recuerdo querido, una crucecita de coral... Una de dos: o la han tomado o no la han tomado. Si no la han tomado, aparecerá; si la han tomado, quizá se trata de una broma, y habrá que devolverla. No sé si mi idea es buena; pero es mi idea y yo digo siempre lo que pienso. -Ahora, veo menos claro que antes -dijo Roberto,- y pido más explicaciones. 17
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Entonces, las tres mujeres se levantaron y se pusieron a hablar todas a la vez, lo que impacientó a Roberto, que golpeó el suelo con el pie. La señora Paluel, Aleth, Catalina y hasta Lesape, al verle impaciente, se escurrieron del comedor como ratones que ven al gato. Sólo quedó Marieta, y de ella obtuvo Roberto las explicaciones que deseaba. Roberto subió a ver a su mujer, quien le manifestó que entendía que Catalina, no quedaría un día más en la casa. Luego, fue a ver a su madre, que le reprochó haberse dejado dominar, y le dijo que si Catalina salía de la casa, ella también se iría. No sabía Roberto qué partido tomar, cuando la propia Catalina le proporcionó la solución, diciéndole que no quería quedar al servicio de la hija de un ladrón, que sospechaba de las gentes honradas. Roberto entró en tan violenta cólera, que Catalina tuvo miedo y le pidió disculpa; pero no quiso perdonarla, y la despidió inmediatamente. Lo comunicó en seguida a su madre, que ya no habló de irse; pero planteó la cuestión de gabinete, pues tomó el manojo de llaves y lo arrojó sobre la mesa, diciéndole: ¡Llévaselas! Roberto quiso vencer a su madre con la dulzura; y estuvo tan tierno, tan elocuente, tan persuasivo, 18
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que de todo el conflicto resultó que Aleth tomaría a su cargo la dirección de la cocina, y Anais reemplazaría, a la irascible Catalina. Resultó también que la suegra y la nuera no se hablaron más, sino en caso de urgente necesidad. La una parecía una reina destronada; la otra tenía en los labios las sonrisas triunfantes de una usurpadora feliz. En cuanto a Roberto, se armaba de paciencia, acordándose de la felicidad perfecta que había gozado durante quince meses y halagándose con la idea de que todo concluiría por arreglarse.
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II Aleth no se durmió sobre su laureles; estimaba que nada se había hecho mientras quedaba algo por hacer. Alentada y un poco embriagada por su primer éxito, no dudaba ya de nada. Había alejado a la insoportable Catalina. A Marieta debía llegarle su turno. Desde hacía tiempo, sentía por ella, una aversión particular, a pesar de que Marieta nunca le había faltado al respeto. Sólo de ella había dependido, ganarse el corazón de Marieta, que, desde el día siguiente de aquel matrimonio que le había destrozado el corazón, había resuelto admirar lo que él admiraba y procuraba amar lo que él amaba. Pero Aleth la había sorprendido más de una vez en conversaciones íntimas con la señora Paluel, y como al acercarse ella se callaban, había deducido que se re20
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unían en la sombra, para criticarla y tramar contra ella negros complots. Tampoco perdonaba Aleth, a Marieta la benevolencia, la amistad que la manifestaba Ricardo, y la consideraba como una intrigante que ocultaba sus artificios detrás de sus aires modestos. -La granja no será verdaderamente mía pensaba, Aleth, -sino cuando esta hipócrita haya salido de aquí. Esta proposición tenía para ella, la evidencia de un axioma. Una circunstancia imprevista, sirvió sus designios. La señora Paluel, que desde hacía veinte años por lo menos, no había dormido una sola noche fuera de la granja, se vio obligada a ausentarse por varios días, llevando a su hijo en su compañía, para acudir al llamado de un tío, que se moría en Vermis y quería verla antes de morir. Antes de partir, la anciana tuvo una larga conferencia con Ma- rieta, en la cual pasó revista a todos los accidentes funestos que podían acaecer en su ausencia, incluso el incendio y la peste bovina, indicando a la joven lo que había que hacer en cada caso. Le declaró que la confiaba la granja, que la ha21
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cía responsable de ella, y, dándole las llaves, le encargó que las sacara lo menos posible, y que bajo ningún pretexto se las confiara a una tercera persona. Esta orden alarmó a Marieta, que previó las consecuencias. -Sin embargo, señora -le dijo, -si la señora Aleth me pidiera... -Cualquier cosa que te pida -interrumpió la anciana, -irás tú misma a buscarla y se la darás; pero no quiero que registre mis armarios, para ponerlos en desorden. Mi voluntad expresa es que las llaves no salgan de tus manos, y si no me obedeces, te las verás conmigo. A estas palabras, Aleth entró; notó que Marieta estaba muy colorada, y la señora Paluel muy exaltada; y las llaves no se hicieron desaparecer tan pronto, que no adivinase más o menos de qué se trataba. Algunos instantes después, su marido la decía: -Espero que serás muy prudente, durante mi ausencia. -Como una santa -respondió Aleth. -Si depende sólo de mí, encontrarás la casa como la dejas, con lo que hay adentro, incluso tu mujercita, que te quiere mucho. 22
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Y le abrazó y le dio un beso. Roberto quedó tan asombrado como encantado, porque de ordinario, era ella la que se dejaba abrazar y besar. Durante los primeros cuatro días, todo parecía marchar a maravilla. La máquina tenía aceite: nada de fricciones ni tropiezos. Aleth se manifestaba asequible, afable, graciosa. De cuando en cuando tenía alguna amabilidad con Marieta, le pasaba la mano por la barbilla, diciéndole "querida". Marieta estaba como encantada y no sabía qué inventar para hacerse agradable a la esposa de Roberto. Sus cartas a la señora Paluel, que le había hecho prometer que le escribiría todos los días, eran completamente tranquilizadoras. El quinto día, Aleth recibió unas letras de su marido, que le anunciaba que el tío había muerto la víspera, después de haber testado en su favor, dejándole unos veinte mil francos, y la avisaba que él y su madre llegarían al día subsiguiente a la granja. El otro día empezó tan bien como los anteriores; pero al fin de la comida, el rayo estalló súbitamente, cayendo sobre Marieta. Aleth la dijo: -Querida, le ruego que me dé la llave del armario de la ropa blanca. Tengo que sacar algo. 23
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Marieta, se encendió como una brasa y se quedó con la boca abierta. -¿No ha oído usted, querida? Le pido la llave del armario de la ropa blanca, porque sé que usted la tiene. Marieta, no dijo que no, porque no sabía mentir. Respondió balbuceando: -Si tuviera la bondad de decirme, señora, lo que necesita, yo lo iría a buscar. -No; me gusta hacer yo misma mis cosas, y le pido la llave. Marieta se armó de todo su valor, y replicó. -Le suplico, señora, que no insista; la señora Paluel me ha prohibido severamente... -Concluya usted, señorita, -interrumpió Aleth cambiando de tono. -¿La señora Paluel le ha prohibido darme las llaves?... ¡Ah! Bueno; ésa es una ofensa que colma la medida, y que no esperaba... Pero creo soñar. ¿No sabe usted, acaso, quién es usted aquí y quién soy yo? -¡Basta, señora! -exclamó Marieta. -Ya se lo había dicho a la señora Paluel, que no me hizo caso. Espere usted un momento; voy a traerle la llave. Pero Aleth no entendía que la querella concluyera con un arreglo, y cada vez más altanera: 24
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-Ya no la quiero -dijo. -Me la ha negado usted insolentemente, pues guárdesela... No se moleste usted, señorita. Quédese con su llave, que ya vendrá quien sabrá castigarla. Y salió, dejando a Marieta más muerta que viva. No había cometido otra falta que ejecutar demasiado dócilmente las órdenes de su imperiosa señora; pero sentía que ese crimen no le sería perdonado jamás. -La ama tanto -pensaba, -que, no puede negarle nada; quiere que me vaya y él me despedirá como a Catalina. Y se despedía ya de aquella casa que después de haber sido su paraíso, se había convertido en su purgatorio; pero, irse de ella, sería el infierno. Pasó en su cuarto horas enteras, sentada en una silla, los ojos secos y ardientes, sin poder llorar, los brazos caídos, las manos juntas. Por primera vez, se mezclaba a sus penas, un sentimiento de amarga rebelión contra su destino. Le parecía que el mundo estaba mal hecho, que pasaban muchas cosas injustas, que las muchachas prudentes y discretas tenían muchas menos esperanzas que las otras, de realizar sus deseos, que ser hermosa y mala era la suerte más 25
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envidiable, que eso llevaba seguramente a la felicidad. Pensaba en su porvenir y todo le parecía sombrío, repugnante; no veía ante sí sino tristes disgustos y fastidios de esos que matan. Poco a poco su desesperación se embotó y un extraño sopor se apoderó de todo su ser; le parecía, ver que abandonaba a una potencia invisible, que disponía de su voluntad y de su propia causa. Apenas acababa de apuntar el día, cuando Marieta oyó que llamaban a la puerta de la casa. Corrió a abrir y se encontró de manos a boca con la señora Paluel, que impaciente por regresar a su casa y volver a tomar las riendas del gobierno, había viajado de noche, y adelantadose doce horas al regreso de Roberto. Al ver el semblante entristecido de Marieta, le preguntó: -¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? -Hay, señora -respondió la joven, -que dentro de veinticuatro horas ya no estaré en esta casa. Fue preciso contarlo todo. Al fin del relato, se oyó en el primer piso el ruido de una ventana que se abría, y Aleth asomó por ella su encantadora cabeza 26
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-Buenas noticias he sabido, señora -le gritó su suegra, desde el patio, blandiendo su paraguas. Aleth apoyó ambos codos en el alféizar y contestó con mucha calma: -No culpe sino a usted misma, señora. Cuando me hace usted insultar por sus subalternas, yo las castigo a ellas. -¿Y cree usted que esta niña se irá? -Sí, señora, lo creo. -Cuándo un hombre se casa con la hija de un pájaro de mal agüero -vociferó la señora Paluel, -las desgracias entran en su casa una tras otra. - Marieta -repuso Aleth sin alterarse, -ya que está usted ahí, dígale a Anais que me suba el desayuno. No saldré de mi pieza hasta que llegue el único que tiene derecho a mandar aquí y el único que puede defenderme contra los malos procedimientos y las ofensas. Cerró la ventana, y cumplió su palabra, pues en todo el día no se dejó ver. Roberto llegó cuando su madre y Marieta, solas concluían de comer. Sus primeras palabras fueron: -¿Y Aleth? ¿Está enferma? -Peor que eso -dijo la señora Paluel; -se ha vuelto completamente loca. 27
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Las explicaciones que le dieron, le parecieron poco satisfactorias a Roberto, que reprochó a su madre con vehemencia las instrucciones que había dejado a Marieta, y declaró que consideraba las ofensas que se hacían a su mujer, como hechas a él mismo. Luego, salió, cerrando violentamente la puerta, y Marieta le dijo a la señora Paluel: -Ya lo ve usted; estoy perdida. -¡Ah! Esta vez, lo juro -exclamó la anciana, -he tomado mi partido, y si tú te vas, yo también me iré. Pero eso, ¿qué le importaba a Marieta ni cómo remediaba su desgracia? En cuanto Aleth tuvo en sus brazos a Roberto, desplegó todas sus astucias y empleó todas sus gracias, para arrancarle la sentencia condenatoria de Marieta. Roberto rehusaba; y ella, fingía enojarse, para que de rodillas le pidiera perdón. Pero cuando Aleth se puso seria y dijo en tono terminante: "Deseo que Marieta se vaya para que no vuelva más", Roberto se estremeció; empezaba ya a ver el juego de su mujer, a comprenderla y quizá a juzgarla. -¡Arrojar esa pobre niña! -dijo. -Más le gustaría que la ahorcaran. -Me dicen que soy exagerada -repuso Aleth, -pero, ¿quién es ahora el que exagera?... No se diría 28
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que en el mundo, no hay sino la granja de Choquard. Ayudaremos a esa señorita a buscar otra ocupación; yo misma lo haré, porque soy demasiado buena, y si no hubiera sufrido en silencio ciertas cosas, no estaríamos ahora en esta situación. Y viendo que Roberto, todavía dudaba: -¿Te interesa mucho, entonces, esa muchacha? ¿Qué le encuentras de maravilloso? ¿Es un genio? -Hace muy bien todo lo que hace, y eso es algo. -Hacer mantequilla, engordar patos, dar vuelta a los quesos. ¡Gran cosa! Cualquiera lo hace tan bien como ella. -¡Oh! ¡qué manía! Atenta, concienzuda, diestra, Marieta sería muy difícil de reemplazar... Y luego, ¡era tan desgraciada cuando la traje a casa! Es la mejor acción que he hecho en mi vida, y es agradable ver un rostro que recuerda una buena acción. -Más bien -replicó Aleth con acritud, -di que estás enamorado de su nariz de pájaro y de sus ojos de sapo. -¿De dónde sacas que tiene ojos de sapo? Verdaderamente, eres injusta; sus ojos negros no son feos. Hay en ellos mucho corazón y muchas buenas intenciones. 29
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-¿Pero sabes que empiezo a estar celosa?... Me es igual; adórala cuanto quieras; pero deseo que se vaya, ¿me has oído? ¡Lo deseo! Roberto se recogió un instante antes de responder. Comprendía, que las palabras que iba a pronunciar, serían de grandes consecuencias, que iba a comprometer su felicidad quizá por mucho tiempo. Por fin, resolviéndose: -Pídeme otra cosa -dijo con tono firme y grave; -pero eso no es posible. Aleth retiró sus manos de las de su esposo, y le rechazó con los brazos, diciéndole: -¡Ah! ¡Eso no es posible! Parece, que todo lo que yo pido es imposible. Déjame, pues, déjame... Ofensas e insultos, ésa es mi suerte en esta casa, que ya no es posible para mí. Luego, irguiéndose y dando rienda suelta a su cólera: -Por más que digas, ya no soy nada para ti nada. Hace tiempo que lo vengo notando. Antes, cariños, adoraciones; me encontrabas bonita, encantadora, y me lo decías a cada instante; pero ya tus entusiasmos se han enfríado... No soy nada para tí; si no tomarías mi defensa. Aquí todo el mundo me detesta, y tú te has puesto de su parte. Dices que has 30
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reprochado su conducta a tu madre; pero no te creo, mientes: le tienes miedo, te maneja como a un chiquillo. ¡Oh! Tu madre... ¿quieres que te diga lo que es tu madre? Tu madre es una... -¡Calla, desgraciada! -le gritó Roberto poniéndole la mano en la boca -¿Quieres, acaso, que no pueda amarte más? Estaba, en pie delante de ella: los ojos ardientes, las cejas fruncidas, los labios blancos y temblorosos: una cara que nunca la había visto Aleth, ¡que le dio miedo! Se imaginó locamente que la iba a estrangular, y se dejó caer en su silla, alzando hacia él sus ojos espantados. Pero luego notó que Roberto se arrepentía, que su cólera se desvanecía, y, fingiendo llanto, le reprochó haberle hecho daño. Y Roberto, cayó de nuevo de rodillas a sus pies. Pero Aleth, viéndose triunfante, ya se arrancó del cuello un medallón que le había regalado, lo arrojó violentamente al suelo, y rechazándole, huyó a su cuarto, en donde se encerró con llave. Roberto miraba tristemente la puerta cerrada, y un gran combate se libraba en su ánimo. Estuvo a punto de suplicar, de pedir perdón pero triunfó su dignidad y se calló. 31
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La noche no le hizo cambiar de resolución. Le parecía que no podía despedir a Marieta sin deshonrarse y en las cuestiones de honor no transigía. Cuando vio a la joven en el comedor, le dijo: -Tranquilízate, Marieta; cualquier cosa que suceda, no te irás. Me parece que sin ti, esta casa, no sería ya la misma. Marieta creía soñar. ¡Qué gloria y qué alegría! La granja, el mundo, la vida, todo le parecía nuevo; y durante el día entero rogó a Dios que le diese una ocasión para dar, al hombre que amaba, una gran prueba de su gratitud, de hacer por él algo muy difícil y muy penoso, una de esas cosas que no se hacen sin destrozarse el corazón, a fin de manifestarle una vez siquiera, lo que había en el suyo, en ese corazón silencioso que se había entregado para toda la vida.
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III El golpe fue cruel para Aleth; su orgullo sangraba y gritaba. Durante dos o tres días se halagó con la esperanza de que su marido se arrepentiría, de que, sus rigores le vencerían, de que le vería caer a sus pies implorando perdón. Cuando vio que Roberto se mantenía en su resolución, que no despedía a Marieta, lo echó de su propio corazón, le prohibió volver a él, le cerró la puerta para siempre. A decir verdad, Aleth nunca había amado a Roberto Paluel, amaba sólo al dueño de una gran granja y al humilde servidor de sus fantasías. En adelante, tuvo por ese cordero rebelde un sentimiento cercano al odio. Roberto había cometido dos crímenes irremisibles: le había negado una cosa, y se había permitido, durante un minuto, hablarle en un tono que le había asustado. Estaba en la natura33
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leza de Aleth odiar todo lo que le resistía, y más aún lo que daba miedo. Se preguntó lo que podría hacer para castigar a su marido. Su primer pensamiento fue irse; el segundo, dejarse morir de hambre. Esos dos proyectos, el segundo sobre todo, le parecieron ofrecer, para su ejecución, serias dificultades e inconvenientes todavía más serios. Atentar contra ese cuerpo encantador, infligirle sufrimientos inmerecidos, exigía un esfuerzo a que no alcanzaba su valor. Su persona le era querida y sagrada; era, en realidad, su única religión, y se había prometido cumplir todos sus deberes para con ella con inviolable fidelidad. Pensó en algo más fácil y menos peligroso. Resolvió hacer en adelante el papel de víctima, coronada de espinas y de humillación, arrostrando sin cesar sus miserias, y hacerse insoportable por el exceso de sus humillaciones voluntarias. Una cara impasible, largos silencios, actitudes lánguidas, miradas apagadas, ojos muertos, ningún deseo, ninguna muestra de impaciencia ni de interés por nada, profunda indiferencia por todo, mantenimiento absoluto a la voluntad de los demás, el sentimiento continuo de su insignificancia, a veces una sonrisa en que se revelaba la conmovedora resignación de 34
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un corazón destrozado, aires de rama tronchada por la tempestad, de flor arrancada de su tallo, y que se deja llevar por el viento, -eso era lo que los habitantes de la granja tenían el agrado de contemplar y admirar todos los días. Aleth les servía ese plato en cada una de sus comidas y el apetito de todos sufría. Se desinteresó de la cocina, devolvió a su suegra la llave de la despensa, pidiéndola humildemente perdón por haberse atrevido a conservarla en su poder durante algunas semanas. A la señora Paluel y a Marieta les manifestaba una deferencia inaudita, el más profundo respeto. Roberto se sentía profundamente desgraciado; pero no pensó en ceder. Se acusaba de haber sido demasiado dócil, demasiado complaciente; la había echado a perder con su sumisión; y se decía, que una debilidad más comprometería para siempre su porvenir común, que de derrota en derrota, su envilecimiento llegaría a no tener remedio. No se engañaba ya respecto de su mujer; había abierto súbitamente, los ojos; la veía tal como era, dura, ingrata, orgullosa, ásperamente personal. A veces Aleth le hacía el efecto de una ser35
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piente: tenía el brillo, las gracias seductoras, la mirada que fascina y el frío, que hiela de las serpientes. Pero no dejaba de adorarla: las mujeres serpientes son las que más adoran los hombres. Cuando pasaba cerca de él, rozándole con su vestido, y afectando no verle, Roberto habría querido maldecirla, y acariciarla, besarla y ahogarla, estrangularla en un abrazo frenético. En la noche, mirando la puerta del cuarto de su mujer eternamente cerrada, tenía ganas de llorar y rabias feroces; si se hubiera dejado llevar de sus deseos, habría echado abajo la puerta. Pero una voz interior le gritaba: "Si no dominas tus pasiones y tus cobardías, eres un hombre perdido para siempre." Todo se concluye y todo cansa. El encanto de la tragicomedia que representaba Aleth, empezaba a gastarse, y no bastaba ya a su consuelo. Sintió la necesidad de buscar otros pasatiempos fuera de la maldita granja, a la que había tomado horror desde que perdió la esperanza de gobernarla como soberana absoluta. Le pareció también que la mejor manera de endulzar sus penas era contárselas a alguien; se acordó de la señorita Bardéche, y fue a visitarla al colegio. La señorita Bardéche la consoló, y la entrevista fue considerada 36
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tan agradable por una y otra, que resolvieron que Aleth iría todos los sábados a almorzar al colegio. Aleth había tenido el doble placer de ser oída y de ser compadecida; y para repetirlo, antes de que llegara el próximo sábado, se le ocurrió ir a confiar sus penas al doctor Larrazet. Después de ser enemigos jurados, se habían hecho buenos amigos. El doctor estaba en su laboratorio, entregado a delicadas experiencias químicas, la mañana que el poney de Aleth se detuvo a la puerta de su casa. El doctor no quiso hacerla entrar al santuario, entre los desgraciados chanchos de la India, que le servían para sus experimentos. La recibió en una pequeña pieza que precedía al laboratorio, y cuyo mobiliario, se componía de dos sillones, algunas repisas cargadas de libros, y una mesa de pino, llena de frasquitos de apariencia inofensiva. Le ofreció uno de los sillones, se sentó en el otro, y empezaron a conversar. -¿Y a qué debo, querida señora, el honor de su visita? -preguntó el doctor. -¿Está usted, acaso, enferma? Aleth lanzó un largo suspiro y contestó: -Algo peor, señor Larrazet: soy horriblemente desgraciada. 37
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El doctor era curioso, y no le disgustaba que las mujeres bonitas le tomaran de confesor. -¿Horriblemente desgraciada? ¿Y desde cuándo? Alentada por el aire de recogimiento simpático, con que el doctor se disponía a oirla, Aleth empezó su relato, un poco diferente del que había hecho a la señorita Bardéche, pues a cada cual es menester servirle a su gusto. La entrevista, a pesar de todo, tomó un sesgo incómodo para Aleth. El doctor empezó a censurarla, a darle consejos, sin conmoverse. Furiosa, por no haber logrado conmoverlo con su relato, Aleth quiso recurrir a los grandes medios. Se levantó de repente, y exclamó con acento trágico: -Señor Larrazet, puesto que sabe usted ayudar a las gentes a vivir, ayúdelas usted por lo menos a morir. -¡Eh! ¿De veras? ¿A ese extremo hemos llegado? -preguntó el doctor, levantándose también. -No lo dude usted... Le suplico, doctor, deme usted un veneno. -Permítame, señora; pero entre los asesinos y los médicos hay la diferencia, de que éstos matan únicamente sin saberlo y sin quererlo. 38
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Pero luego, queriendo ponerla a prueba, dijo: -Y, después de todo, ¿por qué no? Vea usted: en esta mesa, en esos frasquitos, hay muchos venenos: belladona, atropina, veratrina, acónito, nuez vómica... Y también conicina o cicutina, de la cual bastan veinte gotas para matar a un hombre. Aleth estaba pálida; y sólo por fanfarronería tenía el pequeño frasco de conicina que destapado le pasaba el doctor. Haciendo un esfuerzo, y mientras él no le quitaba la vista pronto para arrancarle el frasco de las manos, le tomó el olor que pareció acre y desagradable. Lo levantó contra la luz, para verlo mejor, y fingió contemplar con ternura el líquido incoloro y aceitoso. Después empezó a decir: -¡Querido frasquito, cuanto te amo! Tú eres el reposo, la liberación. ¡No poder vaciarte de un sólo trago e irme de este mundo a otro en que no haya maridos veleidosos e ingratos, ni suegras tercas y envidiosas, ni señoritas insolentes, ni odios, insultos, ni miseria! Después de ese hermoso arranque lírico, se apresuró a devolver el frasquito al doctor, que lo puso en la mesa. Se reía para sus adentros y se decía: -¡Qué cómica! Si alguna vez se mata, habré de reconocer que no existe lo imposible. 39
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Pero, apenas se lo hubo devuelto al doctor, se le ocurrió a Aleth que el frasquito podía ser un accesorio muy útil en un drama que le gustaría representar: -Si el señor Larrazet -pensaba- cuenta a Roberto, como lo hará, nuestra conversación, y el mismo día Roberto entrara a mi cuarto y encontrara el veneno, bien podría suceder que el espanto que le produjera ese descubrimiento inesperado, fuera causa de una reacción saludable en él. La idea le pareció buena; pero, ¿cómo apoderarse del frasquito? Dejó caer al suelo su pañuelo, y mientras el doctor hacía la lenta operación de inclinarse, para recogerlo, Aleth tomó al azar un frasquito, y se lo echó al bolsillo. Poco después, el coche de Aleth llegaba a la granja, y al entrar al patio fue sorprendida por un concierto de furiosos ladridos. Perros extraños querían pelear con los de la casa, y eran contenidos por un joven alto, en traje de cazador. Vestido de terciopelo obscuro, un sombrero blando en la cabeza, la escopeta en banderola, el pantalón perdido en las polainas, decía con voz tranquila a los perros: -Quietos, quietos, hijos míos; ¿cómo habiéndose visto el año pasado, no se reconocen ahora? 40
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Esa fría elocuencia no producía efecto alguno. Fue preciso para calmar a los perros, que Roberto interviniese. Acariciando a los unos, riñendo a los otros, los apaciguó a todos. En ese mismo instante, vio a Aleth, que acababa de bajar del coche. Se volvió hacia el cazador y le dijo: -Señor Marqués, no necesito presentarle a mi mujer. El Marqués se inclinó respetuosamente, y Aleth lo saludó con una inclinación de cabeza. No lo reconocía. El marqués Raúl de Montaillé, había ido a la granja a hablar de negocios con Roberto y a invitarlo a cazar. Roberto, muy ocupado, no aceptó la invitación del Marqués; pero, para devolverle la cortesía, le convidó a almorzar. El almuerzo fue exquisito, y durante él, Raúl, bien que sin dejar de conversar, no cesó un momento de fijarse en la silenciosa Aleth, completamente ausente de la conversación, y que por momentos parecía convertida en estatua. Observaba su poco apetito, sus maneras acompasadas, la nube de melancolía que pasaba sobre su frente, las visibles frialdades que tenía con su marido. 41
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-¡Oh! ¡oh! -pensaba Raúl, -parece que no se entienden bien; deben de haber tenido algún disgusto, y, sin embargo, sólo hace año y medio que se casaron. Concluída la comida, y después de una breve charla política, el Marqués se levantó para irse. Todos, menos la indiferente Aleth, le acompañaron hasta la puerta del patio. Cuando ésta se disponía a salir a su vez del comedor para irse a su cuarto, Raúl reapareció de repente, venía a buscar el morral, que había olvidado. Ella saliendo, él entrando se encontraron frente a frente, cara a cara. Raúl se inclinó ligeramente y clavó en Aleth una de esas miradas que parecen desnudar a una mujer y significar. "¿Cuánto vale? ¿Será fácil de obtener?" La grosería de esa mirada repugnó a Aleth, y la hizo ruborizarse de cólera. Retrocedió dos pasos, frunció el ceño; la expresión de su cara decía francamente que Aleth Guepie no admitía que un marqués le faltase al respeto. Raúl comprendió, y se cortó. Aleth le dio paso para que fuera a tomar su morral. Cuando él volvió la cabeza, ya no estaba ella en el comedor. 42
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IV Cuando el marqués Raúl, preocupado, pero no cansado, regresó en la tarde a Montaillé, llevaba, un morral lleno y un caso de conciencia, o, si la expresión parece demasiado fuerte, una cuestión de conducta que resolver. Comió con su madre, a quien le gustaba, conversar, y lo encontró distraído. Al levantarse de la mesa, le propuso una partida de naipes. Raúl se olvidó más de una vez de anotar sus puntos; pero su madre se los apropiaba. Se retiró temprano a su gabinete de trabajo en donde le esperaba su correspondencia. Se apresuró a abrirla. Entre varias cartas sin importancia, encontró dos cartas de negocios que reclamaban su atención. Recobrando inmediatamente toda la lucidez de su espíritu, las leyó y meditó. Después escribió las contestaciones en un estilo tan claro como 44
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conciso. Cuando una mujer bonita y un buen negocio se disputaban su atención, daba siempre preferencia al buen negocio, y aún en el más dulce transporte, no se había equivocado al hacer una suma. Es ésa una muy preciosa facultad. Cuando hubo concluido, el Marqués encendió un cigarrillo, se instaló cómodamente en un sillón, y se entregó al siguiente soliloquio: -Es una lástima que sea un poco baja. ¡Si tuviera dos pulgadas más! Sería perfecta. Me parece, también que, desde que se casó, ha engordado un poco; pero, a pesar de todo, es preciso reconocer que es diabólicamente hermosa. ¡Qué cabellos, qué ojos, qué boca! ¡Qué cutis tan puro y tan fino! El cigarrillo ardía mal; el Marqués se levantó para encenderlo, y después de volver a sentarse, continuó : -En verdad, por tres meses o cuatro, sería una verdadera felicidad. ¿Habrá que trabajar mucho? No lo creo, a pesar de las apariencias. El hecho es que yo llego en el momento psicológico. Durante todo el almuerzo, tenía el aire de una hija de Jefté llorando su pureza en la montaña, con la diferencia de; que la otra la conservaba todavía, y se irritaba, al paso que ésta, la ha perdido y siente haberse casado 45
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con Paluel. Ese matrimonio va mal. El imbécil de Roberto no ha sabido tratarla. Mucho me engaño o le ha llegado la hora... Volvió a levantarse: el Marqués y empezó a pasearse, desarrollando con el pensamiento el plan que ya se había apoderado de su espíritu. De pronto, sus ideas tomaron otro giro. -Raúl -se dijo a sí mismo, -ten cuidado, no hagas tonterías. ¿Qué pasaría si la mujer que quieres conquistar llegara a amarte verdaderamente? ¿Cómo te librarías de ella? Habría escenas penosas, quizá tragedias... Raúl, en la duda, abstente. Jura no poner más los pies en la granja. de Choquard. Caza tus faisanes ; pero deja tranquilas las perdices del prójimo, y no tomes su gallina, a quien la está engordando. Créeme, ocúpate más bien de la señorita de Sirmoise. Es muy fea, parece, pero su padre es muy rico. Conviene prepararse con tiempo a los austeros deberes del matrimonio. El Cielo recompensará tu virtud. Dominado por esos loables sentimientos, Raúl se fue a la cama y se durmió con tan buena resolución. A decir verdad, no durmió mucho tiempo. A las nueve de la mañana estaba ya en los campos de Choquard, cuya caza, había arrendado a Roberto, 46
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corriendo tras las, perdices del prójimo, quizá tras su gallina. Iba, venía, miraba acá y allá, sin matar nada, ni cazar nada. Una hermosa liebre le pasó casi por entre las piernas; el tiro le falló vergonzosamente. Su perro Velax, le miraba con ojos de menosprecio, y nada es más sensible para un cazador, que el menosprecio de su perro. Pero Raúl no se preocupaba de eso; su espíritu estaba en otra parte. De pronto, vio que Velax se lanzaba a escape hacia un gran macizo de plantas, y, llegado allá, empezaba a ladrar furiosamente. Sin duda había descubierto algo bueno. Raúl avanzó, la escopeta al hombro, el dedo en el gatillo, listo para disparar, cuando vio aparecer por entre las matas un capuchón blanco y la bonita cabeza de una mujer que tenía un libro en la mano. A ella ladraba Velax. Al ver a Raúl, con la escopeta lista, hizo un gesto como de susto, y dijo sonriendo: -Señor Marqués, no soy una liebre, no me mate usted. Desde el almuerzo de la víspera, Aleth había pensado más de una vez en el marqués Raúl de Montaillé. Su figura no le decía gran cosa. Le había encontrado aspecto de hombre un poco envejecido, la fisonomía de un pájaro desplumado. Pero ella no 47
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juzgaba a los hombres por sus caras; poco le importaba que tuvieran la nariz bien modelada o las piernas bien hechas; no miraba sino la estirpe, la situación que ocupaban en el mundo, la importancia de su persona. Había sabido reconocer que, a pesar de su aspecto envejecido, Raúl tenía maneras distinguidas, una noble desenvoltura, que revelaban al noble, uno de esos hombres que han nacido con penacho de plumas en el sombrero. El príncipe imaginario, con quien su padre había imaginado casarla, cuando estaba en el colegio, y que no se había presentado nunca, había hecho que Aleth sintiera disgusto por los grandes de la tierra. Se había dicho, que no tenían papel alguno que desempeñar en su existencia, que, no habían sido creados para su uso, y los dejaba en su empíreo, sin preocuparse más de ellos que de la estrella de la mañana. No formaban parte del mundo que habitaban sus pensamientos; le parecía probado que nunca pasaría nada, entre ella y un marqués. Penetrar en la aristocracia de los ricos agricultores había sido el supremo esfuerzo de su ambición y de su genio. Se había halagado con la idea de ser la noble soberana de una gran hacienda; eso era para ella el colmo de la humana, grandeza y de la humana felicidad; no 48
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deseó, no vio nada más allá. ¡Ay! ¿Qué había pasado con esa soberanía, objeto de sus ardientes codicias? Su cetro y su corona yacían en el polvo, a sus pies. Los marqueses le interesaban tan poco a Aleth, y Raúl en particular le gustaba tan escasamente, que durante todo el almuerzo no se había ocupado de él sino en sus ratos perdidos. Pero cierta, mirada, que Raúl le había dirigido, había triunfado de su indiferencia. Si la indolencia brutal de esa mirada la había indignado, la intensidad, la violencia del anhelo que denunciaba le había causado alguna emoción, revelándola que podía pasar algo entre ella y un marqués. No sabía qué pensar; todavía no tenía opiniones concretas sobre el señor marqués de Montaillé; se interrogaba; y en el estado de espíritu en que se encontraba, esa distracción le fue agradable. En suma, estaba, muy inquieta, muy deseosa de volver a ver al Marqués, para aclarar el misterio que hacía trabajar su cerebro. Varias veces se había preguntado: "¿Volverá?" Había vuelto, lo había divisado desde su ventana, porque el Marqués había tenido cuidado de hacerse ver. 49
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Aleth se echó a la cabeza un capuchón decachemira, y viendo en la mesa un lindo ejemplar de Josebyn, que la señorita Bardéche le había prestado para que se consolara, pensó que podía servirle de algo. Se puso el libro bajo el brazo, y bajó al jardín, de donde salió por una puertecilla que daba sobre un sendero. Pronto se encontró en pleno campo, incierta acerca de lo que iba a hacer, espiando, detrás del matorral, todos los movimientos de Raúl, hasta que fue descubierta por Velax. Perdone: usted, señora -le dijo el Marqués con solicitud, -por haberla molestado; pero no tema usted nada. Aunque estoy tan distraído que no acierto un solo disparo, no lo estoy tanto que confunda a una mujer encantadora con una liebre. Lo que me divierte, es la sonsera de mi perro, que ha creído vengarse de mis torpezas conduciéndome por una pista falsa. Ese estúpido animal no sospecha, que yo daría todas las liebres del mundo por el placer de tener, de vez en cuando, encuentros como éste. Esos cumplimientos, dichos en tono respetuoso, le parecieron bien a Aleth, no le disgustaron, pero los oyó con bastante frialdad. Se sentía en terreno desconocido y estaba resuelta a no avanzar sino con muchas precauciones. 50
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-¿Qué libro lee usted, señora? -Josellyn. -¿Le gustan los versos? -Mucho. Mi maestra me decía siempre que no hay nada como la poesía para hacernos olvidar las penas. Esta respuesta inquietó a Raúl. Las mujeres aficionadas a los versos le gustaban poco, y no era una literata lo que había ido a buscar. -¿Se puede saber -preguntó, - cuál es su poeta favorito? -Ya lo ve usted, Joselyn. Un peso se apartó del pecho de Raúl; se, tranquilizó; y, de nuevo, se sintió violentamente atraído hacia esa personita, que confundía, el título de los libros y el nombre de los autores. -Yo también -repuso, -adoro la poesía y encuentro como usted, que es la gran consoladora. -¿Tiene usted, acaso, necesidad de consuelo? -preguntó Aleth, asombrada. Aprovechando la ocasión, el Marqués pronunció un largo discurso sobre la vanidad de los placeres y de los negocios, sobre el vacío de la existencia, los disgustos, las sequedades de este desierto que se llama el mundo. 51
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Pero ese discurso no tuvo el éxito esperado; Aleth encontró que había en él un poco de galimatías. Como no se conocían bien, ambos habían equivocado el camino. Parecían, en ese momento, dos violines que quieren acordarse ponerse en el la, y no lo logran. El más seguro medio de entenderse, es a veces, proceder con sinceridad. Por un deplorable error, esos dos espíritus tan positivos, uno de los cuales no se interesaba sino en sus apetitos, y el otro sólo era sensible a las derrotas o a los triunfos de su orgullo, se daban cita en el mundo de los ideales; seguramente, no se encontrarían nunca. -No comprendo que tenga usted penas -respondió Aleth un poco bruscamente. -Es usted hombre, rico, marqués, hace lo que quiere, no tiene sino el trabajo de mandar y es obedecido. Persistiendo en su error, Raúl agregó en tono sentimental: -Crea usted, querida señora, que lo más triste de las soledades, es a menudo, un gran castillo. Felizmente, la última palabra de su frase, salvó las demás, haciendo vibrar una gran cuerda. En su infancia, Añeth había oído hablar a menudo de ese famoso castillo de Montaillé y de las 52
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sumas enormes empleadas en su reparación. Pero Montaillé era un sitio absolutamente cerrado; nadie entraba allí. El inmenso parque estaba rodeado, por todas partes, por una pared muy elevada. La verja de honor no dejaba ver sino un trozo de avenida, bordeada de negros pinos. Era el misterio; y le vinieron a Aleth deseos de visitar ese castillo tan herméticamente cerrado. Pensaba que para saber con seguridad lo que debía pensar del castellano, era preciso empezar por conocer el castillo. En todo, procedía del exterior para el interior. -Se asegura, señor Marqués, que su parque es soberbio -dijo, después de un breve silencio. Raúl se apresuró a empalmar el camino. -Si tiene usted deseos de visitarlo -dijo, -me sentiré encantado de hacerle los honores de mis grandes encinas, y le garantizo que no recordarán haber visto jamás pasar al pie de sus viejos troncos, un rostro de mujer más fresco y más gracioso,. Aleth resistió. -Gracias -respondió; -pero Montaillé está como a una legua de aquí. -¿No va usted nunca a Melún? -insistió Raúl. -De regreso, al pasar al pie de la cuesta, mire a la derecha. Verá usted un caminito entre dos muros de 53
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piedra; ese caminito conduce a una verja, y esa verja es una de las entradas de mi parque. -¿Y el coche? -preguntó Aleth -Por ahí cerca, hay donde dejarlo, en una taberna. -Los taberneros son muy indiscretos -repuso Aleth, arrugando entre sus dedos una página de Joselyn. -¡Oh! Los taberneros reciben muchos beneficios del castillo de Montaillé. Raúl veía acercarse su triunfo. Aleth cerró resueltamente su libro y dijo: -No digo que no. Es posible que un sábado, de regreso de Melún, a eso de las tres... -¿Por qué no el sábado próximo? -interrumpió Raúl vivamente emocionado y fogoso. -No espere usted a que los árboles pierdan las hojas... Prométame que el sábado... Tomo nota de su promesa... Me parece que nuestras penas tienen confidencias que hacerse, y que, siquiera por algunos instantes olvidaré mi soledad, mi fastidio... Después, cometió una nueva torpeza. En tono lírico dijo, mirando en torno suyo: -He aquí un sitio cuyo recuerdo me será siempre querido. Aquí ha pasado algo. 54
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Aleth se dio cuenta de que Raúl iba demasiado ligero, y sobre todo demasiado lejos; y se batió en retirada, diciendo secamente: -Señor Marqués, no cuente usted conmigo. No le he prometido nada. El Marqués no tuvo tiempo para contestar. Se oyó ruido de pasos, volvió la cabeza, y se encontró con el marido de quien sospechaba que negaba halagos a su mujer. Esa brusca aparición causó desagradable sorpresa a Raúl; pero los hombres como él están siempre a la altura de las circunstancias. -Llega usted a tiempo para recibir mis excusas, querido Roberto -le dijo, tendiéndole la mano. -Figúrese usted que he estado a punto de causar una desgracia, y todavía estoy emocionado. Si hubiese disparado y herido a su esposa, ¿qué habría dicho usted? -Habría dicho -replicó fríamente Roberto, -que es una imprudencia que uno se pasee por el campo, cuando andan cazadores; y, además, que las desgracias no se remedian con otras desgracias. Luego, echando una mirada al morral vacío de Raúl: -Me parece, señor Marqués, que no ha cazado usted nada. 55
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-Estoy tan avergonzado que no volveré más. Mal año; la caza es rara. Los tres se pusieron en camino a la granja y no se habló ya, sino de la lluvia y del buen tiempo, de los accidentes que ahuyentan y concluyen la caza. Aleth caminaba delante, balanceando la mano en que tenía el libro. Raúl no tardó en despedirse, y apenas hubo desaparecido, Roberto dijo a su mujer: -Acabo de mentir. Si te hubiera herido, le habría apaleado. -El mal no habría sido grande -replicó Aleth encogiéndose de hombros; -pero no tienes para qué hacer frases. En el mismo instante, Raúl se decía: -Vendrá, vendrá. Apostaría cualquier cosa que vendrá.
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V Al día, siguiente, Raúl fue a París, a donde le llamaban sus negocios; no regresó sino el sábado temprano, y tuvo el disgusto de encontrar instalados en Montaillé, al duque de Sirmoise, la Duquesa, sus hijos y sus dos hijas. El Duque, quiso salir a cazar el mismo sábado; pero Raúl consiguió, con mil argucias, postergar la partida para el domingo. No aceptaba que le echaran a perder su tarde; esperaba una visita, contaba con ella. Hacía mal en confiar demasiado. Cuando Aleth se puso en marcha para Melún no sabía absolutamente lo que haría a la vuelta. Cuando regresaba, puso su poney al trote, después al paso. Deliberaba consigo misma; y mientras más avanzaba, más se sentía dudosa entre la viva curiosidad que la arras57
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traba a Montaillé, y una sorda y dolorosa inquietud que le aconsejaba seguir su camino sin detenerse. Su indecisión la asombraba a ella misma. Casi siempre, no había seguido como regla de su conducta, sino las repentinas intuiciones de su genio; había procedido por obra de una especie de impetuosidad natural; y su temperamento la había servido bien. Ahora, no era así. Vacilaba, calculaba, pesaba el pro y el contra razonaba y disparataba. Es que, hasta entonces, los sueños y los cálculos más audaces de su ambición se habían fundado sobre un terreno sólido, sobre premisas ciertas, arrancadas a la experiencia. Sin salir de la posada de su padre, había podido figurarse, más o menos, lo que era una gran granja y lo que era un agricultor rico; pero, desde hacía tres días, se encontraba fuera de su elemento, ante una gran incógnita. Los marqueses y los castillos eran para ella, un mundo nuevo, en que su imaginación no se aventuraba, sino a tientas, y temía perderse. Temía, que en ese mundo lleno de misterios, las cosas pasaran de distinto modo que en el otro, que su voluntad flaqueara, que no pudiese dominar los acontecimientos. Al llegar a la taberna de que Raúl le había hablado, Aleth estuvo a punto de seguir adelante. Pronto 58
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cambió de opinión, y se dijo: "¡Bah! ver no cuesta nada." Quería decir que vería el parque desde afuera, y se iría. Descendió de su coche. Un mozo de cuadra, le ofreció sus servicios, y Aleth le rogó que le diera algo de cebada a su poney, que mucho lo necesitaba. Un instante después, procurando no ser vista, penetraba furtivamente en un camino encerrado, entre dos muros de piedras secas, que la llevó en menos de tres minutos a la verja del parque. Allí, se detuvo repentinamente; aquella verja le dio miedo, bien que no tuviera nada de espantable. No era la puerta del infierno; no se leía en ella, la famosa inscripción: "Dejad toda esperanza los que entréis." No era tampoco la puerta trágica descrita por un poeta español, en cuyo dintel un marido celoso había dejado a modo de enseña, la marca de su mano enrojecida con la sangre de una esposa infiel. Era una bonita verja de hierro forjado. A través de ella se veía una alameda estrecha, bien enarenada, y en el fondo, se divisaba un pabellón de piedra y ladrillo. Y, sin embargo, la verja le daba miedo a Aleth. Le parecía que era peligroso abrirla, que no se sabía bien a dónde conducía, que no había seguridad de 59
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salir como se había entrado. Le parecía, sobre todo, que si entraba, la verían. Volvió precipitadamente sobre sus pasos; pero luego se serenó, y su miedo le pareció ridículo y le dio vergüenza. Miró su reloj; eran las dos y cuarto. La hora la decidió. -No me espera sino a las tres -pensó. -Tengo tiempo para satisfacer mi curiosidad antes que venga. En definitiva, no era el castillo, era el castellano, el cicerone, el que la asustaba. -Si alguna vez lo vuelvo a ver -pensaba, -le diré que me he paseado en su parque sin necesidad de su compañía. Entremos, echemos una mirada y vámonos. Abrió la verja cuyos goznes rechinaron lastimeramente. Luego, sin mirar a los lados, siguió corriendo por la avenida, en busca, de un sitio desde el cual ver el misterioso castillo, del que quería poder decir que lo había visto. El castillo de Montaillé ocupaba una gran terraza rodeada de balaustradas y sostenida por contrafuertes, y se apareció a Aleth en toda su majestad, con su cuerpo central, de amplias galerías, sus pabellones de techos agudos, sus torres redondas aguje60
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readas por ventanas con barrotes de piedra, la elegante flecha de la capilla, cuyos vidrios de colores resplandecían al sol. No podía distinguir ningún detalle; pero el imponente efecto del conjunto, la deslumbró. Una resolución repentina se operaba en sus pensamientos; en medio de las cosas y de lo posible cambiaba súbitamente. Lo que antes le había parecido grande, le parecía ahora mezquino, lo que le había parecido maravilloso, le parecía miserable. ¿Qué es una gran granja comparada con un gran castillo? ¿Qué vale, ese mundo estrecho en que se agitan obscuramente los Lautemeux y los Cambois? Sólo es admirable un gran castillo y un gran marqués. Pensó en Roberto Paluel, y Roberto Paluel le hizo el efecto de un hombre insignificante, de un enano. ¿Cómo había podido engañarse hasta ese punto? Figuraos un habitante de nuestro humilde planeta transportado de repente a Sirio, y que se ruboriza de confusión pensando en la pelotilla que su espíritu había tenido la debilidad de encontrar grande. Al despertar de su sueño, Aleth creyó divisar en la terraza formas vagas que se movían. Debían ser marqueses y marquesas, y habría deseado verlas de más cerca, sobre todo a las marquesas. Se las imagi61
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naba bellas, nobles, imponentes, majestuosas, llenas de pompa, diciendo cosas asombrosas con grandes movimientos de cabeza y gestos solemnes. Después de haberlas contemplado humildemente y de abajo, empezó a mirarlas con los ojos verdes de envidia: ya las odiaba. Una serpiente acababa de morderle el corazón. Se decía que el hombre que la había invitado a dar una vuelta por su parque, estaba seguramente allá, en esa terraza, cerca de esas bellas damas, que coqueteaba con ellas, sonreía a sus palabras, les hacía la corte, olvidando la cita que le había dado, preocupándose muy poco de que Aleth Guepie se fastidiara, esperándolo. Quiso convencerse, estar segura de si Raúl la había olvidado o sacrificado. Resolvió emboscarse en alguna parte y escaparse furtivamente en cuanto supiera a qué atenerse. Sacó el reloj para mirar la hora. En ese instante, oyó que el reloj del castillo daba tres fuertes campanadas, cuyo eco hizo estremecer sus nervios, por sólidos que fueran. El tiempo había pasado y no tenía, un momento que perder. Se puso inmediatamente en camino para realizar su proyecto; pero ya era demasiado tarde. Vio de pronto aparecer delante de ella al hombre de quien sospechaba haberla olvidado, Raúl, que avan62
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zaba a su encuentro, altivo, con aires de vencedor, feliz de haber triunfado, encantado al ver que el pájaro había caído en la trampa. La saludó, la tomó de las manos, que conservó en las suyas, y le dijo: -¿La he hecho esperar? No me consolaría. Aleth retiró las manos y contestó con voz un poco trémula: -Señor Marqués, he visto lo que quería ver, y me voy. -No lo entiendo así -replicó Raúl en tono casi imperioso. -Por lo menos, eche usted un vistazo al pabellón de caza. Sus decorados son bastante curiosos. A estas palabras, le ofreció el brazo, un brazo de marqués, que Aleth no se atrevió a rehusar. Al llegar a la puerta del pabellón, la hizo pasar primero. Se habían hecho preparativos para recibirla, porque en la chimenea, de la sala ardían enormes troncos de encina. Aleth miraba sorprendida la extraña colección de trofeos de caza, que cubrían las paredes, cuando de pronto sintió que dos brazos enlazaban su talle y una voz que le murmuraba al oído: -¡Qué buena ha sido usted al venir! 63
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Sus músculos, entonces, se distendieron como resortes de acero, se desprendió violentamente, dio un salto hacia atrás, y, pálida de indignación, lanzó a Raúl una mirada altanera de desafío. -¡Señor Marqués! -exclamó, -¿por quién me toma usted? Raúl, que vio burladas sus previsiones por la actitud de Aleth, tomó súbitamente otro camino, y cayendo do rodillas ante ella, le dijo: -¡No se irá usted antes de haberme perdonado, y me perdonaría usted si supiera cuánto la amo! Había estado bien inspirado. Su contrición desarmó a Aleth, su actitud la conmovió. Lo miró con ojos que no eran ya feroces, y Raúl volvió a creer en su triunfo. Era la primera vez que Aleth Guepie veía un marqués a sus pies; era un suceso capital en su existencia. Se decía: -Si esas bellas damas que están allá, en la terraza, y que ha dejado por mí, le vieran en esta postura, ¿qué pensarían? Pero ya Raúl se había levantado, y se mantenía a alguna distancia para no inquietarla. 64
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Empezó un largo discurso, que decía con voz dulce y penetrante. Hacía la historia de su pasión, que databa desde el primer día que la había visto. Le comunicaba sus sombrías melancolías, sus feroces celos que le, habían puesto enfermo. Se había jurado huir de ella, tratar de olvidarla; pero a poco había sucumbido a la tentación de volver a verla, y al volver a verla, la había encontrado todavía más encantadora. Pero, no debía Aleth ser demasiado cruel: ¿no deben las mujeres tener un poco de piedad por, los males que causan, un poco de indulgencia por las pasiones que provocan? Viendo que el peligro inmediato había pasado, Aleth oyó hasta el fin el discurso de Raúl, que le gustó bastante. Cuando el Marqués concluyó, Aleth se apoyó en el brazo de un sillón y dijo: -Yo no puedo enojarme porque, usted me ame, ni tampoco puedo impedirlo. Pero yo no le amo a usted. ¿Por qué habría de amarle? Raúl creyó haberse engañado, que Aleth amaba a Roberto, y estuvo a punto de abandonar la partida. Contestó con acento de resignación y mirando con fatuidad: -Llego demasiado temprano o demasiado tarde. Su corazón de usted no es libre. 65
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-Se equivoca usted -replicó Aleth vivamente. -Yo no amo a nadie. La precisión de esa declaración, tan sincera como categórica, llenó de alegría a Raúl y le devolvió todo su valor. Se acercó un poco, pero no demasiado, y dijo: -¡Loado sea el Cielo! No tengo rival; pero ese corazón no puede permanecer vacío. ¿Cómo hacer para entrar en él? ¿Qué puedo imaginar para gustarle? Y siguieron, oídos con creciente placer, nuevos largos discursos, elocuentes, pero respetuosos al principio, fogosos, vehementes, después, sembrados de juramentos, de todos los juramentos que los hombres como el Marqués prodigan en esas circunstancias. En el momento oportuno, Raúl habló de que ante el amor, nada valían las diferencias sociales; y declaró que por la distinción de su belleza, por sus maneras y por todo, Aleth era una verdadera gran dama, tan marquesa como cualquier marquesa; que la bastaría un pequeño aprendizaje para hacer gran figura en un salón; y que, si alguna vez se encontraba, por milagro, transportada a la costa de Rusia o de Inglaterra, no habría hombre que no la 66
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encontrara encantadora, ni mujer que no envidiara su éxito. Por fin, Raúl había pronunciado las palabras de mágica virtud que domestican los corazones rebeldes. Aleth había bebido a largos sorbos ese néctar; oyendo esas deliciosas alabanzas, le parecía absorber felicidad por todos sus poros, sentía circular en su sangre un dulce calor, y como una espuma de alegría y de orgullosa beatitud. En su embriaguez, se decidió a soltar la gran palabra. Con voz anhelante. -Vea usted, señor Marqués -dijo, -me sería imposible amar a un hombre que se avergonzara de tomarme por esposa... júreme usted, que si yo fuera libre, usted se sentiría feliz de tomarme por mujer. Esta vez, no fue asombro lo que sintió Raúl, sino una verdadera estupefacción. No creía a sus oídos; había encontrado en su vida más de un loco o loca que le habían hecho proposiciones absurdas; pero ninguna, como aquélla. Se quedó confuso, sofocado, como un hombre que acaba de recibir un puntapié en el estómago. Su confusión fue tal, que le costó trabajo serenarse, y su silencio, que se prolongaba, estuvo a punto de perderlo. 67
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-Veo -dijo Aleth con amargo despecho, que no seré para usted sino una mujer más... quiero irme, déjeme usted salir. A esta amenaza Raúl volvió súbitamente a ser dueño de sí mismo, comprendió que no le costaba nada someterse a las fantasías de aquella loca, y pensando que Roberto Paluel era hombre joven y vigoroso, que seguramente viviría mucho, dijo: -¿No ha comprendido, usted, entonces, que era la emoción lo que me impedía hablar?... Al pensar en la felicidad que me prometía usted, me sentí dominado alternativamente por alegría loca y por la más cruel de las penas. Aleth consintió en creerle, su frente se serenó, su rostro se iluminó con una sonrisa. Luego bajó la cabeza; la invadía cierta languidez, soñaba, y cuando se sueña no se piensa en la defensa. Raúl cayó de nuevo a sus pies, le tomó ambas manos, se las besó. Aleth se inclinó hacia él diciéndole: -¿De veras, señor Marqués, se casaría usted conmigo? -Sí. -¿Lo jura usted? -Lo juro... 68
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Cuando se separaron, no lo hicieron sin prometerse verse el sábado siguiente. Durante todo el resto del día, la actitud y las maneras de Aleth sorprendieron a los habitantes de la granja de Choquard. El hielo se había fundido, el mármol se había animado, la estatua hablaba y sonreía. En la mesa, estuvo graciosa, conversadora, afable con todo el mundo. Roberto estaba encantado de esta metamorfosis; transportado de alegría, miraba a Aleth, cuando quedaron solos, con ojos llenos de lágrimas; pero ella le miraba con ojos secos, que él creyó tiernos. No sospechaba, que la felicidad de que su esposa le hacía ahora la limosna, era el rescate de una falta que ella tenía, algo que expiar y que salvar, que él era el obligado del adulterio. Mucho menos sospechaba que al mirarlo, Aleth murmuraba para sí misma: -Y pensar que si este hombre no existiera, yo podría ser marquesa...
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VI Las semanas sucedían a las semanas y cada sábado era para Aleth un día de fiesta. No conocía obstáculos. Ni el frío, ni la nieve, ni ninguna intemperie habría podido impedirle salir; pero todo le favoreció, el cielo fue su cómplice y el invierno clemente. Envuelta en pieles, partía temprano en coche, diciendo que iba a ver a la señorita Bardèche, la directora del colegio. En el colegio almorzaba; y al regreso, hacía trotar fuerte al poney para llegar pronto a la taberna, en donde lo dejaba al cuidado del muchacho de la cuadra. Había hecho creer a las gentes de la taberna, casi vacía a esa hora, que era inglesa, y para convencerles imitaba el modo de hablar de su madrina, y que se dedicaba a la pintura. Le habían alabado las encinas 70
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del parque de Montaillé, y deseaba tomar en su cuaderno, croquis que debían servirle para un gran paisaje que tenía en obra. Sólo pedía discreción, no fuera que el marqués de Montaillé lo supiera, y encontrara malo que alguien penetrara en su casa sin permiso; es cierto que podía haberlo pedido, pero a las inglesas no les gusta pedir nada, sobre todo a personas a quienes no han sido presentadas. Aleth había contado esa historia, con su aplomo habitual. ¡Su bonita boca mentía tan bien! Apenas el muchacho había empezado a quitar el freno al poney para darle un pienso, la linda señora de los sábados, así la llamaban, se dirigía al parque, entraba, y en cierto sitio, siempre el mismo, veía aparecer un hombre que esperaba y la saludaba de lejos con el gesto de un beso. Pronto estaban el uno al lado del otro. Antes de decirse nada se abrazaban y se miraban en los ojos. Los unos eran grises, los otros eran verdes. Los grises, encendiéndose, esperaban con la impaciencia brutal del deseo, los verdes con el desorden de una imaginación enferma. Una vez en el pabellón, Aleth arrojaba su sombrero sobre un mueble su abrigo sobre otro, sus guantes al suelo, y corría a calentarse al chisporreante fuego de la chimenea, y miraba en torno su71
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yo para asegurarse de que su tapiz de Persia, sus muebles, sus objetos de arte, estaban en buen estado, porque se había apoderado de todo lo que había en el pabellón: todo le pertenecía, y si no podía decir mi castillo, decía mi pabellón de caza. Habría podido creerse que era ella quien recibía a Raúl. Pero éste la interrumpía en sus contemplaciones, y la tomaba en sus brazos como una pluma, y la pluma se iba a donde la llevaba el viento. Algunas veces Aleth era complaciente; más a menudo se defendía, disputaba el terreno palmo a palmo. Cuando decía que no, Raúl se sometía. Ya a su segunda entrevista, ella había tomado cierto tono de autoridad, de mando, y mitad por broma, mitad por temor, él se plegaba a sus caprichos. Raúl fingía siempre, tomarlo muy a lo serio, y cuando Aleth estaba de mal humor, lo que le ocurría algunas veces, la hacía sonreír llamándola su querida marquesa, y a veces, la señora marquesa. Por su parte, Aleth, que se pagaba de esas cosas, le llamaba señor marqués y le tuteaba, dejando así a la vez constancia de la grandeza del personaje, y de la familiaridad de sus relaciones. Un día, Aleth dijo a Raúl: 72
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-Señor Marqués, hace ya dos meses que soy tu querida marquesa. Los hombres no lo saben pero Dios lo sabe. Y mostraba el cielo con el dedo. Agregó : -¡Y bien! Hasta hoy no me has dado nada. Raúl se inquietó. ¿Qué iría a pedirle? Lo que Aleth le pidió, no era lo que él pensaba; pero no por eso lo la petición le disgustó menos. Aleth le hizo presente que, en todos los matrimonios serios el marido da a la mujer un anillo de compromiso. Quería tener su anillo, y que ese anillo estuviera adornado con una corona de marquesa, que se grabaran en él sus iniciales entrelazadas, y encima estas palabras: Forever, pues el inglés le parecía un idioma más serio que el francés. Raúl empleó todos los recursos de su retórica para hacerla abandonar esa idea, multiplicó las objeciones de enojo; pero Aleth se enojó, y declaró que no pondría más los pies en el pabellón, que todo concluiría. De mala gana, el Marqués tuvo que ceder y quince días después, Aleth tenía su anillo, que contempló largo tiempo con aire pensativo, llevándolo varias veces a sus labios. Luego se lo puso en 73
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el dedo; no se cansaba de mirarlo. Le parecía que ya el asunto estaba arreglado, que la cosa estaba escrita en el libro en que se registran los sucesos irrevocables, que lo que acababa de pasar, ni los hombres, ni Dios mismo, ni ninguna voluntad, ni ningún cataclismo podría deshacerlo. Al partir, tomó la precaución de sacarse el anillo del dedo y guardarlo en el portamonedas. Durante el camino, tuvo visiones beatíficas; nunca se había sentido tan marquesa; se hablaba a sí misma con respeto, se ponía de hinojos ante su propia gloria. Lo que la fastidiaba, era la discreción que le imponía la prudencia. Estaba condenada a no decir a nadie lo que le ocurría, a guardar para sí misma su felicidad, a enterrarla. Esa situación le parecía tan dura, que se le ocurrió la idea de escribirle a su madrina, para informarla de que el matrimonio que había juzgado tan brillante, era muy poca cosa al lado del que habría podido hacer, pues sólo de ella habría dependido casarse con un marqués. Pero, naturalmente, agregaría que sólo se trataba de un amor platónico, que ese marqués nunca le había tocado ni jamás le tocaría la, punta de los dedos.
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Daba vueltas en su cabeza, a los términos de esa carta, cuando un incidente imprevisto la arrancó de repente a sus meditaciones. Distinguió un hombre, que avanzaba a su encuentro y que al verla acercarse, hizo un gran gesto y se apostó en medio del camino para esperarla. Era su hermano Polidoro, a quien Raúl tenía todos los sábados algún pretexto para alejarlo del parque, para que no sorprendiera a Aleth. Polidoro hizo un gran saludo. Aleth no se sentía inquieta, sino fastidiada, humillada. ¡Polidoro era su medio hermano y ella se sentía tan marquesa! -Buenas tardes, Polidoro -le dijo, de lo alto de sus nubes. Y azotó al poney, para alejarse; pero Polidoro lo detuvo por la, brida. -Estás muy apurada, hermanita -le dijo, en son de burla. -¡Qué diablos! Te veo tan rara vez, que quiero aprovechar la ocasión. ¿De dónde vienes? -De Melún, de ir a ver a la señorita Bardèche. -¡Ah! La señorita Bardèche, tu maestra... ¿Y cuando regresas, te vas derecho a la granja de Choquard o te detienes algunas veces en el camino? 75
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-No tengo tiempo para conversar -dijo Aleth impaciente. -Hace frío y la noche se acerca. -Sí, mejor sería estar en un sitio abrigado, en algún pabellón de caza... No lejos de aquí hay uno. ¿Es lindo, verdad? Aleth se había echado el velo a la cara; si no, Polidoro habría visto que estaba roja como una brasa. -No sé lo que quieres decir -replicó audazmente. -Déjame pasar. Polidoro soltó la brida, diciendo. -Eres dueña de hacer lo que quieras; vete pero tenía cosas interesantes que decirte, y después te arrepentirás de no haberme querido oír. Su voz y su tono eran tan amenazantes, que Aleth detuvo al poney. Polidoro se acercó. Su discurso fue cínico y largo. Lo sabía todo. Había esperado el momento oportuno para decírselo a Aleth y se decía: La tenía a su disposición. Cuando concluyó, su hermana le miró con aire de desprecio que disimulaba mal su ansiedad. -Si hablas -le dijo, -el Marqués te quitará el puesto, y no permitirá que nadie te dé otro. -Es posible; pero antes iré a ver a alguien que conoces mucho... y que es muy celoso de su honor... 76
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Si no te estrangula en el acto, tendrás que alabar tu buena suerte. Aleth tuvo miedo. Se inclinó hacia su hermano y le preguntó en tono breve: -¿Cuánto quieres? E hizo un ademán como para sacar dinero. Polidoro la detuvo con un gesto: -Veo que no eres tan inteligente como bonita... Ocasiones como ésta no se pueden perder... necesito dos mil francos. ¿Los llevas en el portamonedas? -¡Dos mil francos! -exclamó Aleth espantada. -Tú estás loco. ¿De dónde quieres que los saque? -¡Vaya! No, no me harás creer que por avaro que sea, no le habrás sacado ya unos diez mil francos al Marqués. Aleth estuvo a punto de cruzar el rostro a su hermano, de un latigazo. -¿Me tomas, acaso -exclamó, -por una?... -Entonces, no entiendo nada -respondió Polidoro sinceramente asombrado. -No lo entiendo... pero eso no me importa; saca de donde puedas los dos mil francos, porque he jurado tenerlos.
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Como Aleth repitiera de nuevo que no podía dárselos, Polidoro se alejó algunos pasos, y mirándola de través, le dijo: -Ingéniate. El sábado próximo, cuando vayas a Melún, entre diez y once, me encontrarás en este mismo sitio. Sí no me traes eso, iré a la granja de Choquard... Sería una lástima... Estaba demasiado lejos para que Aleth le escupiera la cara. Lo abofeteó con la mirada, diciéndole. -¡Bien sabía, que eras un pícaro! -¿Y tú, querida? -replicó Polidoro, riendo feroz y sarcásticamente. Saludó de nuevo profundamente y siguió su camino. Aleth quedó muy emocionada a causa del incidente, muy perpleja, muy atormentada; pero la advertencia que acababa de recibir no la hizo volver a la cordura; la considera como una impertinencia gratuita de su destino, y sacaba de ella la conclusión de que la suerte más humillante y cruel es tener por padre un triste posadero, que por maldición del Cielo, ha tenido cinco hijos de su primera mujer. Era la única moraleja que sacaba de su aventura con Polidoro. 78
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Otro punto le parecía claro: debía procurarse a toda costa y sin demora los dos mil francos. ¿Cómo hacer? Su orgullo la prohibía recurrir al Marqués. ¿A quién dirigirse entonces? ¿Al doctor Larrazet? Era muy comprometido; el doctor era muy curioso. ¿A la señorita Bardéche? ¿A su madrina? Esta se encontraba en Inglaterra y al regalarle la canastilla de boda, había declarado terminantemente que no daría un centavo más. Cuando Aleth llegó a la granja, no sabía a qué santo encomendarse. Felizmente para ella, la primera persona que le salió al encuentro fue Francisco Lesape, que atravesaba el patio. -¿Cómo no lo había pensado? -se dijo. -Lesape será mi salvación. Al día siguiente, al bajar de su cuarto, encontró en la escalera a Lesape que subía. Tenía que hablar con el patrón. -Acaba de salir -le dijo Aleth; -pero suba usted no más; tengo una palabra que decirle. Le condujo al cuarto de Roberto y, después de haber cerrado la puerta con precaución, lo hizo sentarse.
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-Querido señor Lesape -le dijo con misterioso tono, -sé que me estima usted, que es usted un hombre leal, que puedo contar con usted. Lesape contestó que era su muy humilde servidor, pronto para hacer lo que le mandase. -No lo dudo -siguió Aleth, -y eso me alienta a pedirle un servicio importante, que le agradeceré mucho. Pero antes, va usted a prometerme que el asunto, quedará entre nosotros, que no se lo dirá a nadie, que mi marido, sobre todo, no sabrá nada. ¿Me lo jura usted, verdad? Lesape juró solemnemente, aunque sin entusiasmo y visiblemente inquieto. -Se trata de esto -dijo Aleth. -Uno de mis hermanos, cuyo nombre es inútil decirle, se encuentra en un gran apuro. Debe dos mil francos y su acreedor le amenaza con la justicia. Se ha dirigido a mí. Hace tiempo, yo le prohibí a mi marido que le prestara nada a mi padre. Es que mi padre pedía, demasiado, mientras que en el caso actual... Y después, el hermano de que hablo es mi preferido... Me es muy duro decirle que no... Usted sabe lo fuertes que son los lazos de familia, señor Lesape, y es usted un buen hijo. Y su mamá, ¿está bien? 80
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Lesape, agradeció mucho a su interlocutora el atajo que le indicaba para salir de un mal camino. -¡Oh! En cuanto a la salud, señora -respondió con interés, -va bien. Se conserva muy sana, a pesar de sus setenta y seis años. Tiene todos sus dientes. Figúrese usted... Aleth lo trajo a la cuestión. -Ya ve usted que necesito dos mil francos, y me atrevo a esperar... -Nada más sencillo -interrumpió Lesape. No tiene usted sino que pedírselos al señor Paluel. No hay marido que ame tanto a su mujer, y tendrá mucho gusto en satisfacer sus deseos. -Le repito -dijo Aleth vivamente, -que me guardaré muy bien de decirle una palabra a Roberto. Quizá sabe usted que ha habido entre nosotros algunas diferencias con motivo de ciertos asuntos de la casa que no entendemos de la misma manera. Gracias a Dios, todo se ha olvidado, le he perdonado algunas vivacidades de lenguaje que me habían ofendido; pero no escogeré este momento para pedirle algo. Estoy segura de que usted comprenderá mi delicadeza, Lesape. Este se inclinó en señal de adhesión; pero se rascaba la oreja, señal de su inquietud. 81
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-Por lo demás, no se trata -siguió Aleth, -sino de un préstamo a corto plazo; mi hermano estará pronto en situación de pagar. Sé que usted es un hombre prudente, económico, y espero, que me prestará usted los dos mil francos que le serán devueltos hasta el último centavo. Lesape saltó en la silla, tan exorbitante, tan enorme le parecía la proposición que acababan de hacerle. Entre las cosas que le parecían ciertas, había dos de que estaba absolutamente seguro: tenía por demostrado que los Guepie no devolvían nunca lo que se les prestaba, y sabía por experiencia, que el menos prestamista de los hombres era Francisco Lesape. -¡Yo, economías! -exclamó, con tanta indignación como si le hubieran acusado del más negro de los crímenes. -¿Quién le ha dicho eso? No hay que creer a las malas lenguas. Apenas tengo para vivir y si cayese enfermo... -Tranquilícese usted, yo le cuidaría -dijo Aleth, con suave tono. -Sobre todo -repuso Lesape, -me imagino que no tiene usted sino que decir una palabra a su esposo para tener esos dos mil francos. 82
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-Ya le he advertido que mi marido no debe saber nada; y me he dado el trabajo de explicarle la razón. Esperaba que la hubiera comprendido. -¡Sí, la he comprendido señora! No hay hombre como yo para comprender esas cosas; y nadie tendría tanto gusto como yo en serle agradable; pero... -Pero yo necesito dos mil francos, y bien podría usted si no los tiene, para prestármelos, tomarlos de la caja sin decir nada. Cuando mi marido le avise que va a hacer balance, me lo dice usted y le serán devueltos los dos mil francos. -¡Oh, señora! Muy bien; puede decirse que el negocio está ya arreglado; sólo que... -¿Va usted a ponerme nuevas dificultades? -¡Cuando le digo, señora, que es negocio arreglado! Sólo que yo necesitaría... -¿Qué? -Poca cosa... un recibo... Aleth, ardía en deseos de estrangularlo. -¿No confía usted en mi palabra, señor Lesape? -¡Oh! ¡Cómo no!... Pero, señora, si le pido un recibo es porque mañana puedo morirme... Se olvidan tantas cosas... mientras que con un recibo... -Si no es más que eso, tendrá usted el recibo -exclamó Aleth, chispeante de cólera. 83
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Y arrancando una hoja de su cuaderno, tomó una pluma y escribió: "Tomado en préstamo de la caja, dos mil francos, para ayudar a una persona de mi familia." Cuando hubo firmado, con todas las letras de su nombre: -¿Es bastante? -preguntó a Lesape, quien, después de haber leído el recibo, bajó a la caja, de donde volvió trayendo dos f ajos de billetes de cien francos, que contó y volvió a contar lenta- mente, en presencia de Aleth. Esos fajos eran dos poemas, cuyas bellezas quiso hacerle gustar en detalle; y para dar vuelta a cada página, se llevaba el pulgar a la boca, y lo impregnaba de saliva. Sin duda, Lesape encontraba que los billetes de Banco, no sólo son bonitos a la vista, sino que tienen un sabor agradable. -¡Qué casa! ¡Qué miseria! -dijo Aleth a media voz, en cuanto Lesape salió. Y paseaba sobre todo lo que la rodeaba, una mirada de despreciativa cólera; como una reina prisionera, que contempla las murallas que la guardan y la ahogan. -Por lo menos -pensó, -Polidoro tendrá el dinero; pero para devolvérselo a ese imbécil de Lesape, 84
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será preciso que me dirija a Raúl. ¡Bah! Hay tiempo para prepararse. Algunos días después, Polidoro recibió el dinero. Aleth lo encontró en el sitio que le había dicho. En cuanto lo vio, sacó del bolsillo un sobre cerrado que a la pasada le arrojó a plena cara, mientras azotaba furiosamente al poney. -Gracias linda -le gritó su hermano riendo. -Todo lo que viene de ti me gusta, hasta los insultos; y cuando quieras repetir, yo seré tu hombre.
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VII El odio tiene ojos terribles, que ven en la noche como las lechuzas. Lo que no se deja ver lo huele; lo que no tiene olor lo adivina por una especie de percepción confusa; hay verdades que le entran por la piel. Desde hacía tiempo, la señora Paluel tenía dudas, sospechas vagas y tenebrosas que no se atrevía a comunicar a nadie, ni a Marieta. Es preciso reconocerle el mérito de que procuraba disiparlas; pero las sospechas son como las golondrinas, vuelven a su nido. Una semana después, le ocurrió atravesar el patio en el momento en que Roberto, según su costumbre y en fuerza de esa fatalidad a que no escapa ningún marido, enganchaba con sus propias manos el poney que iba a llevar a Aleth a Melún. Al ver lo 86
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que hacía, su madre sintió encendérsele el cerebro; los labios empezaron a comerle. Apenas vió alejarse a su nuera, se acercó a su hijo y le dijo: -No sé qué tiene tu mujer desde hace algún tiempo; pero tiene algo. -Tiene, -respondió Roberto, -una suegra que no la quiere bien. Sin contestar ese reproche: -Por más que digas -prosiguió la anciana, -le encuentro un aire raro. -Explícate -dijo Roberto bruscamente. La señora Paluel miró a un lado y masculló entre dientes: -¿Estás bien seguro de que es a Melún, al colegio, a donde va todos los sábados? Roberto sintió tal sacudida, que estuvo a punto de perder el equilibrio, y se puso tan pálido, que su madre se arrepintió de haber hablado. Roberto no contestó nada. Media hora después, su madre supo por Marieta que acababa de salir a pie, diciendo que no le esperaran a comer. Nada era más cierto. Asimismo, Aleth tuvo la sorpresa de verle aparecer en el colegio, mientras conversaba confiden87
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cialmente con la señorita Bardèche. Roberto le explicó que había recibido un telegrama en que le llamaban apresuradamente a Melún para un negocio urgente, y que iba a suplicarle que pasara a buscarle al hotel, si quería darle un asiento en su coche. Estaba tan feliz, tan contento, que estuvo a punto de abrazar a la señorita Bardèche, poco acostumbrada a inspirar transportes tan vivos. Aleth estaba menos contenta; pero no lo demostraba. Dos horas después, se ponían en camino para la granja, y, por excepción, la señora de los sábados no se detuvo en la taberna. Apenas llegaron a la casa, Roberto llamó aparte a su madre, y con amargo tono le dijo. -Cuando uno se divierte en sospechar infamias, debe guardar para sí misma las alucinaciones. Tras de esta feliz aventura, Aleth tuvo un disgusto. Algunos días después, Lesape se le acercó, y le dijo que Roberto iba a hacer balance a fin de semana, y que era necesario que le devolviera los dos mil francos que había sacado de la caja. Aleth respondió secamente que estaba bien, que procuraría devolverle el dinero; y venciendo sus repugnancias, resolvió recurrir al Marqués, que, por 88
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esos días se encontraba en París. Aleth tomó una pluma y le escribió apresuradamente: "Mi querido Marqués: Tu pobre marquesita se ve perseguida por la mala suerte. Se trata de un negocio de vida o muerte. Por razones que después te explicaré detalladamente, tuve que pedir prestados dos mil francos, que debo devolver el sábado próximo, so pena de que ocurra alguna desgracia. Mucho me duele pedírtelos; pero me obliga la necesidad. Mi tirano debe ir a París mañana y pasará allí la noche. ¡Dios sea loado! Será la primera noche de libertad que tenga desde hace siglos. Ven mañana, y a las diez de la noche, cuando todo el mundo duerma, bajaré al huerto que tiene una puerta que da al camino. Abriré esa puerta y te esperaré. ¡Qué delicia!" El odio no sólo tiene buena vista, tiene el oído fino, el sueño ligero. A la noche siguiente, la señora Paluel acababa de dormirse, cuando fue bruscamente despertada, por un rumor de pasos casi imperceptible. Se sentó en la cama y se dijo: -O estoy soñando o alguien ha bajado la escalera, atravesado el vestíbulo, descorrido los cerrojos y abierto una puerta. 89
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No era mujer de dormirse con una duda. Se levantó en silencio, encendió una gran linterna, se puso pantuflas de suela de tela, y emprendió su jira de exploración. No había soñado los cerrojos estaban abiertos. Dejando la linterna en el primer peldaño, avanzó al patio, en donde no encontró nada sospechoso. Pero, al cabo de algunos instantes, notó que la barrera que daba al huerto estaba abierta. Avanzó hacia allá, aguzó el oído, y creyó oír al extremo de la avenida que conducía al camino, el murmullo de una voz de mujer, a la cual respondía en sordina la voz de un hombre. Le pareció que a ese murmullo se mezclaba de vez en cuando rumor de besos, y pronto sus ojos de lince distinguieron un punto negro y un punto blanco, ambos en forma humana. Había adivinado quién era la mujer; quiso saber quién era el hombre, e hizo mal. Se dirigió hacia los bultos a pasos de lobo; pero, a pesar de sus precauciones, la arena crujió bajo sus pies. Inmediatamente, una puerta se cerró. Uno de los delincuentes había emprendido el vuelo; el otro se escondió detrás de un árbol. La señora Paluel apresuró el paso; en su precipitación, tropezó en una rama de peral, vaciló y perdió una de sus pantuflas. El tiempo que empleó en buscarla, lo aprovechó la presa que per90
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seguía. Era una liebre ágil, que se dirigió a la casa como un relámpago, siendo imposible a la anciana salirle al paso; pero a la viva claridad de la linterna que había dejado al pie de la escalera, reconoció el capuchón de cachemira blanca de su nuera. La señora, Paluel permaneció algunos minutos inmóvil, combatida por dos pasiones contrarias, ora, pensando con horror que había en el mundo un hombre bastante audaz para haber puesto los ojos en la mujer de su hijo, y una mancha de lodo en el inmaculado honor de los Paluel, ora estremeciéndose de alegría, al pensar que por fin tenía a su nuera a su merced, y que, dentro de algunas horas, desengañaría a su hijo para siempre y daría satisfacción a su odio. Roberto, como lo había dicho, estuvo de vuelta a la mañana, siguiente, y, apenas llegado, se encerró con Lesape. Aleth se había ido a Melún, de donde regresó temprano. La señora Paluel tenía su cara de siempre, y nada en su voz ni en sus maneras, traicionaba la emoción de dolor y de alegría que la devoraba. Siguiendo viejas tradiciones de familia, no quería hablar sino después de la comida. 91
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Cuando Anais hubo levantado la mesa, la anciana, encontró un pretexto para alejar a Marieta, a quien no quería iniciar en tan horribles misterios. En cuanto Marieta salió, la señora se volvió a su hijo y le dijo: -Que te agrade o no, me divierto en sospechar infamias y quiero hacerte partícipe de mis alucinaciones. Roberto se tomó la cabeza con las manos, y exclamó: -¿Quieres matarme acaso? Después, irguiéndose : -Vamos, habla, no me atormentes más. -Pregunta -siguió la inexorable anciana, pregunta, te ruego, a la señora que está presente, en dónde estaba anoche, a las diez. Aleth, que había tenido todo el día para prepararse a esa escena, y que estaba resuelta a no perder la sangre fría, respondió tranquilamente: -Pero, señora, su pregunta me asombra. Anoche, a las diez, estaba en mi cama, y hasta creo que dormía. -Roberto -repuso la señora Paluel, -anoche, la señora estaba en la puerta del huerto con un hombre que le hablaba y la besaba. 92
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Roberto exclamó con voz de trueno: -¿Quién era ese hombre? -Escapó antes de que pudiera reconocerlo pero a la mujer la vi. Roberto miró a Aleth y su mirada era tan amenazante que ella dejó escapar un grito de espanto. El se contuvo y dijo: -No temas nada, nunca castigo a nadie sin estar seguro. Entonces Aleth se puso a llorar, y en medio de sus gemidos, decía que las sospechas que se tenían de ella eran infames, que el odio de su suegra no se detenía ante nada; pero que nunca habría creído que su Roberto de antes hubiera dado oído a tan injuriosas y monstruosas calumnias. -¡Ah! veo -decía, -si crees a tu madre, no podré amarte más. Roberto la escuchaba en silencio. Le pareció que se defendía mal, que sus lágrimas eran de mala ley, y su cólera se cambió en espantosa desesperación. Dijo con voz entrecortada. -Les pido que tengan lástima de mí, que no hagan frases, que se expliquen tan tranquilamente como si se tratara de otras personas. Luego, mirando a su madre: 93
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-¿La has visto? ¿Estás segura de haberla visto? Si no estás segura, no te perdonaré nunca. -La he visto -contestó la anciana. La actitud de Roberto devolvió la confianza a Aleth, que recobró su aplomo y dijo. -En verdad, Roberto, no sé qué decirte. Respeto demasiado a tu madre para dudar de su sinceridad; ¿pero estás seguro de que no está mala de la cabeza? -Confieso dudar de su afecto por mí -contestó Roberto, -porque, no me tiene lástima; pero no puedo dudar de sus ojos. -¿Y qué señora, usted me ha visto? -replicó Aleth exaltándose. -¿Dice usted que yo estaba en el huerto? ¿Y cómo me reconoció usted? ¿Tenía usted alguna luz? -No, señora ;había dejado la linterna en la escalera, y cuando pasó usted por allí, la reconocí a usted y su capuchón blanco. -¡Ah! ¡Reconoció usted mi capuchón blanco! ¿Pues en la casa hay sólo un capuchón blanco? Yo conozco dos. Es cierto que uno es de cachemira y el otro del lana tejida; ¿pero tiene usted la vista tan fina que pudo distinguirlos? -¡Cómo! -exclamó la señora Paluel, dejando caer los brazos. -¿Se atreve usted a acusar a Marieta? 94
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-No acuso a nadie; pero digo que si anoche había en el huerto una mujer con capuchón blanco, podía ser tanto Marieta como yo. ¡Se veía reducida a acusar a Marieta! Roberto la condenó en su corazón, su convicción acababa de asentarse. Estaba a punto de arrancar a Aleth la confesión de su falta, cuando Marieta entró. Roberto le preguntó en alta voz: -Marieta, anoche había en la puerta del huerto una mujer a quien besaba un hombre. Mi madre se atreve a decir que esa mujer era la mía, sí, la mía; pero Aleth insinúa... -Roberto -interrumpió vivamente Aleth, yo no he insinuado nada; sólo he dicho... -¡Silencio! -gritó Roberto, golpeando la mesa con el puño; -no creo sino en la palabra de Marieta. Había allí tres personas; pero Marieta no veía sino una. Tenía la mirada fija en Roberto, cuyo rostro la espantaba. No podía dudar de que era presa de la más atroz tortura y capaz de cometer un crimen y quizá matarse después. Marieta recordó todas las bondades que debía a Roberto Paluel, y quiso demostrarle una vez en la vida su reconocimiento y su amor, haciendo un doloroso sacrificio. No escuchó sino a su corazón, y mientras Aleth, sintiéndose 95
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ya vencida por la fulminante réplica de la inocencia Marieta respondió con voz sorda, pero clara: Roberto, temeroso de haber oído mal, la miraba Aleth no creía a sus oídos. ¡Ser salvada por la que tenía tan buenas ra para perderla! Como un ciervo escapado por mila gro a los dientes de los perros, sondeaba el misterio piraba, ruidosa mente. Pero la señora Paluel se levantó, terrible y Marieta con los puños cerrados, le dijo: -Le pido perdón, señora; era yo Ma rieta, con dulce obstinación. -¡Mientes! te digo. Al volver a mi dormito pasé por el tuyo y dormías. -Me hacía la dormida. Perdóneme, seño crea... Marieta no concluyó; las fuerzas se le aca Roberto, por su parte, el alma inundada de ale gría, decía a su ma -¿Por qué quieres que mienta Marieta, que nunca
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¡Ingrato y cruel! ¡Preguntaba qué interés la hacía mentir! -Mañana saldrás de aquí -gritó la señora Paluel a Marieta. -¡Oh! no -dijo Roberto. -La perdonaremos en homenaje a su sinceridad. Pero la anciana ya no estaba; se había precipitado como una furia a su cuarto, cerrando de golpe la puerta. -No, Roberto, que no se vaya; permíteme defenderla -suspiró dulcemente Aleth, que parecía una Santísima Virgen, con el corazón destrozado, rica en misericordia para con los pecadores. El hecho era que en adelante tenía que conservar a Marieta cerca de ella. -¡Cuando yo te decía, Marieta, que mi mujer es una mala cabeza, pero que tiene buen corazón! -dijo Roberto. -Estas son las consecuencias de querer cargarle las faltas de los otros. ¡Qué escena! Creí morirme. Se enjugó la frente, bañada en sudor. Luego, cambiando de tono: -¡Marieta! ¡Que el Cielo te bendiga, a ti y tus amores! Pero en adelante!, ¿de quién fiarse? Esta niña tan prudente, a quien se habría podido dar la 97
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comunión sin confesión, sale en la noche a conversar con un hombre. ¿Tienes entonces un novio? ¿Lo amas mucho? ¿Cómo se llama? Marieta no respondió nada. ¡No! No había en el mundo nadie que la amase; pero había en el mundo un hombre, a quien ella amaba mucho, y ese hombre lo sospechaba tan poco, que la preguntaba el nombre de su novio. -¡Ah! Será preciso que lo nombres, porque te ha comprometido, y quiero que se case pronto contigo. Marieta movió tristemente la cabeza. No podía casarse con el hombre que amaba. -¿Será acaso un hombre casado? -preguntó Roberto, aparentando severidad. -¡Ah, señor Paluel! -exclamó la joven, juntando las manos como para suplicarle que no revolviera el puñal en su corazón. -Estaba seguro de que no. Pero es demasiado joven, no tiene nada, no está en situación de mantener una mujer... Hija mía, será preciso esperar... Confío, por lo menos, en que no habrá pasado nada grave, entre ustedes. Era la primera vez, ¿verdad? Pero me vas a prometer no volver a ver a ese hombre, porque de otro modo no podrías quedarte en la casa. 98
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Siempre de pie, la vista clavada en el suelo, arrollando entre sus dedos la punta de su delantal blanco, Marieta sentía correr gruesas lagrimas por sus mejillas; pero estaba resuelta a no decir una palabra. De su boca no habían salido sino sollozos. -Y ahora, Aleth -continuó Roberto, acariciando a su mujer, -perdóname y perdona a mi madre. -Trataré de perdonar -dijo Aleth, -pero me será más difícil olvidar. A su vez, salió del comedor. Las diversas emociones que acababa de sufrir, la habían turbado tan profundamente, que deseaba estar a solas consigo misma. Pero apenas hubo salido, reapareció la señora Paluel, que cayó furiosa sobre Marieta, la tomó por los hombros, y feroz como un tigre que siente la presa entre las garras, la gritó: -Ahora que no esta la que te daba miedo, confiesa que has mentido. -No, no, señora -murmuró Marieta más muerta que viva; -he dicho la verdad; era yo. -¡Desgraciada! -siguió la señora Paluel, sacudiéndola como si hubiera querido dislocarla. -Te han dado dinero. ¿Cuánto te han dado?
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Roberto quitó a su madre su víctima de las ma nos, y exclamó: -¡Mil truenos! ¿Has c ¿Quieres aplicarle el tormento para hacerla mentir? Y agregó con tono más sereno, pero mirando ana: tabas jugando? Por más que hagas y digas la mujer que desafío a que la arranques y si tus ojos no te hubie ran engañado, te lo juro, a ella, al otro, o a mí, a al guien habría muerto yo. en donde había pasado días tan felices, Marieta pasó pentía de nada. Al día siguiente odigna reconocer los servicios de sus súbditos, le di jo: -Eres una buena muchacha, hecho mal, perdóname. En verdad, no había nada conversar con uno de mis hermanos, que tenía algo mi suegra tiene tanto veneno en el corazón, que ve
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crímenes por todas partes... Algún día te recompensaré; mientras tanto, toma esto. Y le tendió dos monedas de oro. Las almas dulces tienen sus santas cóleras; el Dios que se enoja y truena, visita á veces a los humildes, que son sus elegidos. Marieta rechazó con tanta violencia la mano que se le tendía, que las monedas rodaron por tierra y no fue ella quien las recogió. Luego contestó con tono casi altanero: -No me debe usted nada, señora. ¿Cree usted que he mentido para congraciarme con usted?
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VIII Por absorbido que estuviera por sus negocios, a los cuales se había agregado una operación muy importante que le quitaba tiempo, el marqués Raúl de Montaillé no dejó una sola vez de encontrarse en el pabellón de caza a la hora de las citas. Sin embargo, su ardor se había enfríado un poco; empezaba a discutir su placer, a hacer sus cuentas, y le parecía que, bien pesado todo, las cargas, las obligaciones, las molestias eran más que sus placeres. No estaba ya contento; su yugo, le era menos dulce, su fardo menos liviano. Había pagado los cien luises con buena voluntad, pero sin gusto. Contra su costumbre, Aleth le había dicho toda la verdad de lo ocurrido entre ella y su hermano. Raúl había tenido que jurar que Polidoro no sabría nada 102
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y que, por prudencia, lo tendría algún tiempo más a su servicio. Tenía además el Marqués otros motivos de descontento o de inquietud. Después de haberle divertido realmente con sus quimeras, con su manía de grandezas, Aleth le divertía ya mucho menos. Por más que se diga, el buen sentido es el compañero más agradable que se puede desear en la vida, y nunca ha hecho daño a las gracias de una mujer bonita. Raúl encontraba que su fantaseadora amante abusaba del derecho de ser extravagante; y más de una vez estuvo a punto de decirle que había tenido excesiva complacencia para sus locas imaginaciones, que el mundo es el mundo, y que el primer deber de una, mujer es tener sentido común y, quedarse en su sitio. No se atrevió, temió que su amante, le promoviese una de esas escenas violentas que hacían temblar las puertas y los vidrios. Sin embargo, un día que Aleth le habló con demasiada altanería, tomó un latiguillo y mostrándoselo le dijo. -Este es un instrumento que sirve para domesticar las bestiecillas salvajes que muerden y embisten. 103
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Aleth lo desarmó con su audacia, se precipitó sobre él, logró quitarle el latiguillo, lo amenazó a su vez con él, y luego serenándose y acompañando su arrepentimiento con un noble gesto a lo Luis XIV lo arrojó a la chimenea. La reconciliación fue exquisita. Una nueva fantasía de su amante, desoló al Marqués. No le bastaba a Aleth su anillo de marquesa; quería tener otra prenda, celebrando una pequeña ceremonia en que Dios tendría parte: instaba a Raúl para que un día la llevara a la capilla del castillo y le diese su corazón para siempre, delante de un altar, con diez cirios encendidos. A Raúl le costó mucho convencerla de que, desde la muerte de su padre, no había cirios en la capilla, y que además había perdido las llaves. Le prometía buscarlas; pero se guardaba bien de encontrarlas. Poco a poco, Aleth se convertía para él en el pasado que se lamenta; no era ya el pasado que asombra o que se olvida. Y, de sábado en sábado, se inclinaba más a pensar que era tiempo de concluir de desatar o de romper. Más de una vez, si Aleth hubiera tenido la cabeza menos turbia u ojos más penetrantes, le habría encontrado aspecto de hom104
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bre que busca su sombrero diciendo: "Aquí se está bien pero, ¿por dónde se sale?" Algún tiempo después, el Marqués vio que la puerta se abría por sí misma, y salió, se escapó cobardemente, sin atreverse a confesar que no volvería, que era para siempre. Después de la terrible noche que había estado a punto de serle fatal y cuyo cruel recuerdo conservaba, Aleth no cesaba de estallar en invectivas, en imprecaciones, contra todos los habitantes de la granja de Choquard, particularmente contra su marido, al que trataba de imbécil, o de hombre vil, o de tirano odioso. Impaciente por esos arrebatos, Raúl la hizo presente que exageraba, que ese marido, a quien tan mal quería, no era ni odioso ni despreciable, que, tenía sus cualidades y que, por su parte, nunca había tenido quejas de él. Aleth lo hizo callar diciendo: -Entonces, si es tan bueno, ¿por qué le has quitado su mujer? Una semana después, hacia mediados de marzo, la vió entrar en el pabellón como una tormenta. Era presa de la más viva agitación; parecía una mujer que hubiera perdido la cabeza. Corrió a él y tomándole las manos exclamó: 105
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-Figúrate que está enfermo, gravemente enfermo. Se trata de una gastritis complicada no sé con qué. El doctor Larrazet empieza a inquietarse y ha pedido una consulta. Al ver la expresión de la cara de Raúl, creyó que la encontraba feroz. -¿Qué quieres? -continuó. -No es culpa mía; yo me lavo las manos; y si se muriera... La emoción le impidió continuar. Empezó a pasearse por la pieza, agitada, nerviosa, sin ver nada, como si tuviera una idea fija. De pronto, se volvió a Raúl, fijando en él ojos de deseos de esperanza y de fiebre. -¡Y bien! Sí -le dijo, -puede ser que antes de poco me veas entrar aquí diciéndote: Ya no hay obstáculo entre nosotros, soy libre. A Dios gracias, estaba abstraída por su idea; de otro modo la cara de Raúl le habría causado alguna inquietud. El también tenía una noticia que darle, y estaba resuelto a hablar. Pero, decididamente, las tragedias le fastidiaban, y, a fin de cuentas, prefirió callarse, con tanta más razón cuanto que Aleth agregó: -Lo que me apena, querido Raúl, es que tendremos que pasar algún tiempo sin vernos. Me desqui106
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taré escribiéndote a menudo; pero parecería mal que saliese estando él en peligro. Por otra parte, conoces los términos de nuestro contrato matrimonial: tengo derecho a una pensión si enviudo, razón de más para guardar las conveniencias. Media hora después, el Marqués acompañaba a su amante hasta la pequeña verja. En el momento de abrir, ella le dijo: -No tomes ese aire tan triste: yo tengo veintidós años y tu veintiséis; la vida nos espera. Y partió. Raúl la siguió algunos momentos con la vista, y volvió a pasos lentos, la frente baja, el corazón mordido por la melancolía que siempre nos invade cuando hacemos algo por última vez. Después de haber languidecido, sufrido durante algún tiempo, Roberto tuvo que echarse a la cama. El doctor Larrazet hizo pronto el diagnóstico de su enfermedad, que era una gastritis aguda, y le bastó mirar un poco en torno suyo, para convencerse de que esa gastritis había sido causada por grandes sufrimientos morales. A las muchas emociones que Roberto había sufrido, habían seguido penas menos agudas, pero muy amargas que le quitaban, decía, las ganas de comer. Su casa, no era ya habitable; la paz 107
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y la felicidad parecían desterradas de ella para siempre; no veía sino caras sombrías, tristes o irritadas. Su madre parecía haberle envuelto, y a Marieta también, en el odio que sentía por su nuera. Le había anunciado que estaba firmemente resuelta a irse, que una de sus hermanas le ofrecía su casa, en donde pasaría los pocos años que le quedaban de vida. -Podrás jactarte de haberme muerto -agregó la anciana. Mientras tanto, no era ella, era él quien parecía dispuesto a abandonar este valle de lágrimas. Su estado, que se agravaba de semana en semana y aun de día en día, inspiraba al doctor Larrazet vivas inquietudes que no ocultaba. Una mañana reunió a las tres mujeres para declararles que el caso era grave, que temía que la gastritis se complicara con un absceso al intestino o un flemón difuso. Sus palabras hicieron mucha impresión a las tres, provocando en una serio arrepentimiento, mortal angustia en la otra, y en la tercera palpitaciones de corazón y de loca esperanza cuyo eco había oído el parque de Montaillé. El doctor no se contentó con eso; suplicó a las tres que dieran tregua a sus odios, cuya causa decía, quería ignorar, pero cuyos efectos veía. Les 108
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aconsejó que pactaran por lo menos una suspensión de hostilidades, en bien del enfermo. -Procuren salvarlo -les dijo, -y después tienen tiempo para sacarse los ojos. El enfermo sentía la gravedad de su estado, y se abandonaba blandamente, sin defenderse, a la corriente que lo llevaba. En los intervalos de sus sufrimientos y de sus angustias, consideraba su gastritis como una amiga bienhechora, que lo sacaba de una situación irremediable. Quizá la tierra, nuestra buena madre, le preparaba ya uno de esos lechos sin colchones que, sin embargo, son los únicos en que se reposa completamente. Esa sería la solución. De día en día, el campo de sus ideas se estrechaba más; no tenía sino la vida de la sensación; estaba convertido en una máquina; el mundo comenzaba para él en su almohada y concluía en las cortinas, cuyas flores se entretenía en contar. Sin embargo, tenía pesadillas, accesos de delirio, y entonces su imaginación, despierta de repente, se iba, dejaba la granja tras de sí y volaba hasta las Antillas. Pero más frecuentemente tenía el pulso deprimido, y caía en largos sopores, durante los cuales conservaba la conciencia precisa para sentirse como desprendido de si mismo. Con los ojos abiertos o 109
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cerrados, se sumía gradualmente en esa profunda y sombría indiferencia, que acompaña a las grandes enfermedades y que parece prepararnos de antemano a las dulzuras del no ser. Una noche, al salir de la pieza del enfermo a quien había dejado al cuidado de su madre, el doctor Larrazet se encontró a Aleth al pie de la escalera. Lo esperaba para pedirle noticias. No contestó el doctor a sus preguntas sino con un ligero movimiento de hombros acompañado de estas palabras: -Volveré mañana temprano, a menos que usted me haga decir que no venga. Aleth comprendió lo que el doctor quería decir, y fue a su cuarto a escribir a Raúl una de esas largas cartas que él no contestaba jamás. Cuando concluyó, se acostó; pero no pudo dormir. Estaba segura de que de un momento a otro la llamarían para decirle que todo había concluido. A intervalos, se levantaba, iba a pie desnudo hasta la puerta del cuarto del enfermo, y escuchaba; pero no oía nada, sino el silencio, y volvía a acostarse. En la cama no perdía el tiempo; pensaba. Considerándose ya viuda, redactaba con el pensamiento una serie de frases bien hechas con las cuales se proponía contestar a las preguntas, a las condolencias que se le dirigieran. 110
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Sin embargo, el sueño concluyó por venir, y era ya de día cuando despertó. Era la primera vez que le ocurría, retrasarse para relevar a su suegra, a la cabecera del enfermo. Se levantó precipitadamente, se arregló un poco el pelo y se dirigió al cuarto de Roberto, en donde lo primero que vio, fue al doctor, que decía a la señora Paluel: -Vaya usted, pues, a descansar un poco, puesto que ya no hay necesidad de. usted. -¡Ha muerto! -pensó Aleth. Y ese pensamiento le produjo tan violenta emoción que se sintió como sacudida de la cabeza a los pies. Pero, en el mismo instante, miró hacia la cama, y vio que el enfermo le miraba, mientras oía que el doctor le decía: -Sí, querida señora, como le decía a la señora Paluel, ya han concluido sus fatigas. El absceso se ha resuelto solo, y antes de una semana, nuestro hombre estará en pie. Durante todo el día, Aleth pareció una de esas almas dolorosas que Dante nos representa en uno de los círculos de su infierno, eternamente batidas y arrebatadas por un viento de tempestad que las azota con sus negros torbellinos. Erraba sin cesar de la casa al patio, del patio al jardín, sin encontrar 111
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reposo en ninguna parte, llevando a donde iba la inquietud de su corazón tempestuoso. Le quedaba, sin embargo, alguna esperanza: no creía en la ciencia del doctor Larrazet, y podía haberse equivocado. Pero, al día siguiente, tuvo que rendirse a la evidencia. Roberto, mejoraba visiblemente. El mismo declaraba que su convalecencia seria corta, que dentro de poco se levantaría; y para comenzar, no quiso que le velaran el sueño. Aleth no pudo dormir esa noche; ni siquiera se acostó. Se dejó caer en un sillón, y permaneció largo tiempo con la cabeza inclinada, los ojos medio cerrados, los brazos caídos. No estaba ya perpleja, ni anhelante, ni agitada; estaba poseída de sorda y fría cólera. ¡Qué decepción, qué horrible contratiempo acababa de sufrir! ¡Después de tan hermosos sueños, qué despertar, qué bancarrota de todas sus esperanzas! Había creído ver el cielo abierto, y el cielo había vuelto a cerrarse bruscamente, y se sentía como precipitada de esa felicidad de que iba a apoderarse. No sería ya marquesa. Pensó en la carta que la víspera había escrito a Raúl y que felizmente no había mandado. Esa carta terminada con estas palabras: "Mañana te avisaré que ya nada nos separa." ¡Ay! El obstáculo existía 112
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siempre, y era necesario desdecirse, volverse a ver en secreto, ocultar sus amores como un crimen, temblando siempre bajo la amenaza del castigo. -Por lo menos, quiero ver el sábado a Raúl -se dijo Aleth; -sólo su pena puede consolar la mía. Resolvió escribirlo en el acto; pero había es tanto esos días, que, no le quedaba ni una hoja de papel en la carpeta. Abrió uno de los cajones de su para buscar algunos pliegos; no encontró; abrió otro y otro, y en uno de ellos, su mano trop zó con un ado tenido ninguna ocasión para usarlo, desde el día en que había dado su corazón a qués, o por lo menos, lo que ella tomaba por su corazón. Palideció, se estremeció: en el acto r cordó que el líquido que había en el veneno mortal y que tenía un color blanquecino, aNo es una fábula la fascinación ejercida por la serpiente sobre su presa. Mil casos lo comprueban. frasquito con veneno, y la serpiente la mi adie que rompiera ese funesto encantamiento. 113
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Pasó toda la noche pesando el pro y el contra de la diabólica idea que le había hecho su presa. Quería leer el porvenir, arrancarle su secreto; maldecía su incertidumbre, que le causaba agudos sufrimientos; pensaba jugar a cara o cruz el crimen que meditaba, que se resolvió a cometer para librarse de su marido. Entreabrió la ventana. Una luz vaga penetró en su cuarto, anunciándola que el alba se aproximaba. Comprendió que era preciso no demorar más, que si las indiscretas curiosidades del sol la sorprendían aún vacilante, perdería el poco valor que le quedaba. Apagó bruscamente la lámpara, como para suprimir un testigo. Poco después, penetraba sin hacer ruido en el cuarto de su marido. Reinaba en él un gran silencio y una profunda obscuridad; algunas horas antes, Roberto había apagado la vela que no lo dejaba dormir. Aleth conocía el camino. Caminando en puntillas y reteniendo el aliento, avanzó hacia una mesita de pino que había a la cabecera de la cama. Encontró a tientas el vaso que buscaba, lleno a medias. Echó en él lo que juzgó ser la mitad del contenido del frasquito, que se apresuró a tapar y guardar en el seno; pero poco faltó para que lo deja114
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ra caer, tan viva fue su emoción al oír que alguien decía: -¿Quién está ahí? Durante algunos segundos, Aleth creyó que su corazón iba a dejar de latir, sus piernas temblaron, y si no se hubiera apoyado en el respaldo de una silla, se habría caído. Aleth, ¿eres tú? -preguntó Roberto. -Sí, soy yo -contestó ella, esforzándose por sacudir el terror que la helaba. -Has venido a saber si te necesitaba; has tenido razón. No puedo verte; pero quisiera sentirte cerca de mí. Siéntate en mí cama. Aleth lo hizo; y una mano ardiente oprimió la suya. -No te pido que me des un beso -siguió Roberto. -Debo oler a fiebre. ¡Qué mala cosa es estar enfermo! Pero, dime algo. -¿Sufres todavía? -preguntó Aleth, con voz ronca. -No; pero me siento muy débil. -¡Ah! Es que vienes de muy lejos… -De muy lejos. Figúrate que he pasado días enteros sin pensar en ti. Habías salido de mi corazón y de mi espíritu, y, para decirte la verdad, ello me ali115
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viaba. Por fin, he vuelto y te tengo aquí. Tenemos que conocernos de nuevo... ¿No te da pena lo que te digo? Lo que decía no le daba pena ni placer a Aleth, que no había oído. -¡Oh! Yo te amo mucho, Aleth, por la felicidad que me has dado y por las penas que me has causado, porque tú eres de las que hacen sufrir a quienes las aman. Eres una vardadera gata, y cuando sacas la garra... Pero hoy tienes patas de terciopelo... En fin, te amo a pesar de todo, y creo que los hombres que no aman a pesar de todo, no han amado nunca. Tenía razón; pero perdía sus palabras: Aleth no oía. -Es igual -continuó Roberto animándose; -es preciso que la paz vuelva a esta casa, y que todos contribuyan a ella. Mi enfermedad ha sido una felicidad para todos, y estoy seguro de que mi madre no piensa ya en irse. ¿Quieres darme gusto? Dale la mano hoy; te aseguro que la aceptará, que se olvidará de todo, que todos seremos felices. Aleth oyó esas últimas palabras. Olvidando sus temores y sus remordimientos, sintió que su corazón se revelaba al pensamiento del porvenir que Roberto le prometía, de los placeres que le proponía 116
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de la hez de amargura que la condenaba a beber hasta la última gota. Nunca comprendió mejor que entonces que la granja de Choquard era un infierno, y que afuera había un paraíso que la esperaba. -Te fatigas -le dijo, -hablas demasiado. -Es cierto, conversaremos más tarde... Pero... es más fuerte que yo... quiero darte un beso... Y, atrayéndola hacia sí, la besó en los cabellos, en la frente, en ambas mejillas; pero no en la boca, que se apartaba horrorizada, como para preservar de todo contacto otros besos que eran su gloria. Aleth se escapó de los brazos de su marido, que la tenían como presa, y preguntó con voz estrangulada, casi ininteligible: -¿No tienes sed? -No -contestó Roberto, dejando caer la cabeza en la almohada. -¡Hasta luego! Aleth no se atrevió a insistir; sus labios no la hubieran obedecido; ¡aquella, aprendiza de Tofona, tenía sólo veintidós años y pudores de novicia! Apenas se encontró en su cuarto, volvieron sus perplejidades. Roberto no había bebido, ella, todavía podía optar, y esa libertad de elección le pesaba sobre los hombros y sobre el pecho como una montaña, impidiéndola respirar. Abrió la ventana y 117
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se apoyó de codos en el alféizar. A la luz del alba, ya avanzada, miraba el camino que lleva a Mailly, y en su turbación se preguntaba si sabía a dónde iba, si no la llevaba a un abismo. De repente oyó pisadas de caballos y cerró bruscamente la ventana. Acababa de distinguir dos tricornios, dos carabinas. Esa aparición la trastornó; creyó reconocer en ella una advertencia decisiva de su destino: el porvenir acacaba de decirle su secreto. Dios sabe, sin embargo, que esos gendarmes a caballo, que conversaban tranquilamente, no intentaban hacerle daño alguno. Uno de ellos, que había matado el gusano en la posada de la Fama, dijo al otro: "¡Mira, la hija de Guepie!" Presa de repentino pánico, Aleth resolvió inmediatamente deshacer la obra que había comenzado, abandonar un juego en que predominan siniestros azares, dejar para siempre una aventura en que se tropieza con gendarmes. Pero los hombres no somos dueños sino de nuestros pensamientos; nuestras acciones no nos pertenecen; pertenecen al Destino, que hace lo que quiere. Los segundos le parecían horas, tan impaciente se sentía Aleth. Quiso penetrar de nuevo en el cuarto de su marido, para escamotear el vaso con 118
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veneno; pero era demasiado tarde. Marieta acababa de entrar, y había abierto las cortinas. Y Aleth oyó estas palabras de Roberto: -Aunque no tengo sed, voy a beber para darte gusto. Huyó; se sentía incapaz de asistir a lo que iba a pasar sin que sus fuerzas y sus nervios la traicionasen. Se echó rápidamente a la cabeza un capuchón de cachemira, y bajó precipitadamente la escalera. En el patio, se encontró con Lesape que le pidió noticias de Roberto. -Estoy intranquila -contestó, -siempre temo una recaída. Y agregó: -Voy a dar una vuelta para estirar las piernas. Caminaré ligero, muy ligero. Lesape la acompañó hasta la puerta. Aleth encontraba que caminaba despacio. Le parecía, cada segundo, que oía un gemido o un grito, que una ventana iba a abrirse, que alguien iba a gritar: "¡No la dejen salir; ha envenenado a Roberto!" Cuando estuvieron en el camino, Aleth dio las gracias a Lesape, con una sonrisa encantadora, sin sospechar que esa sonrisa le parecía tan extraña como su traje al joven, que se preguntaba sorprendido: 119
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-¿Qué le habrá pasado?
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IX En cuanto estuvo en pleno campo, Aleth empezó a caminar rápidamente. No se dirigió a Mailly sino al Yeres, para arrojar en él el frasquito que llevaba en el seno. Cuando hubo perdido de vista la granja de Choquard, sintió un gran alivio, y a medida que avanzaba, la garra de acero que le oprimía el corazón se hacía más floja. Esa, mañana de abril le parecía igual a otras. El día naciente, lo miraba con sus ojos grises que no le hacían ningún reproche. Los campos, los cercos, las barreras, los árboles en brote, tenían el aspecto acostumbrado. Humos azulados salían de las chimeneas y se mecían graciosamente en el aire. Gallos cantaban; evidentemente, no sabían nada. Apenas se tranquilizó, apenas se sintió segura, se preocupó de absolverse. Resolvió que la fatalidad 121
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lo había hecho todo. ¿Tenía ella la culpa de haber encontrado sin buscarlo, el frasquito con veneno? ¿Había pensado hasta entonces en servirse de él? ¿Tenía la culpa de que ese veneno y el remedio que tomaba su marido tuviesen mas o menos el mismo color? El azar lo había querido, y si Marieta interponiéndose a su arrepentimiento, había dado de beber a un hombre que no tenía sed, era siempre el azar el que lo había dispuesto así, y a ella no le cabía ninguna responsabilidad. En realidad, su voluntad había tenido muy poca parte en el suceso. El gran culpable no es él que sucumbe, sino el que tienta. ¿Habría alguna mujer, aun la más virtuosa, que hubiera resistido a semejante tentación? ¿Tenía ella la culpa de que un marqués la adorara y quisiera casarse con ella? Y Aleth recordaba todo lo que había habido de extraordinario en su vida, la serie de etapas por las cuales se había encaminado, paso a paso y como empujada por un dedo invisible, hacia las grandezas que la esperaban. Era un misterio que era necesario adorar. Al llegar cerca del río, oyó un canto que no era el del los gallos, y distinguió un hombre que caminaba a su encuentro armado de un gran garrote, con que hacía molinetes en el aire. Con voz ronca y de122
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sentonada cantaba una canción contra los aristócratas. Estaba medio ebrio, y cuando hubo pasado el puente, Aleth reconoció en él a su hermano Polidoro. En otras circunstancias, habría renegado del encuentro y procurado evitarlo. Pero, en las disposiciones en que se encontraba, parecía que quería conversar con todo el mundo, no tener sino amigos en toda la creación. Polidoro, a pesar de no tener las piernas muy sólidas, no había perdido la cabeza; y en el acto reconoció a su hermana. -¡Toma! -exclamó, -¿qué haces a estas horas en el camino? -He salido a calentarme los pies -contestó Aleth graciosamente. -He, oído decir que tu marido está muy enfermo. ¿Te has enfriado velándolo? -Sí; y después, la preocupación, la inquietud... El doctor cree que sanará; ¡pero los médicos son tan brutos! Mucho temo que se muera -Entonces, no harías mal negocio. ¿No tienes derecho a una pensión de viudez? -¡Cállate! -exclamó Aleth vivamente. -Bien sabes que no me importa el dinero. 123
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-Entonces, haces mal negocio. Te vas a encontrar sin marido... y el otro, por las conveniencias, tendrá que esperar un poco para volver a verte. -¿De quién hablas? ¿Del Marqués? ¿Está enfermo? -preguntó Aleth acercándose a su hermano. -¡Enfermo! ¡Nunca lo está!... ¡Ah! ¿No sabes? -¿Qué? -¡Caramba! Lo que todo el mundo sabe desde ayer, excepto tú. Aleth tuvo el presentimiento de una catástrofe; no se atrevía a moverse ni a hablar. Los oídos le zumbaban. Polidoro había sacado del bolsillo su bolsa de tabaco, y liaba tranquilamente un cigarro, que encendió. Aleth esperaba. -¿Qué decíamos? -continuó Polidoro. --¡Ah! ya me acuerdo. Te iba a preguntar si el Marqués te ha avisado que se va a casar. Aleth creyó que la tierra huía y ondulaba bajó sus pies. Se afirmó en las piernas, como para resistir a las ondas que la empujaban y cuyo ronco rumor creía oir. -El mal no es grande -continuó Polidoro. No demolerá el pabellón, y dentro de algunos meses podrán volverse a ver. 124
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Reuniendo todas las energías que le quedaban, Aleth se impuso un supremo esfuerzo de voluntad. Tomó del brazo a su hermano, y lo dijo: -¡Estás borracho o mientes! Raul no se casa. -¡Qué porfiada eres! Pero no aprietes tan fuerte que me rompes el hueso. En el morral tengo los partes, que voy a distribuir. Aleth buscó en el morral y sacó un parte, dirigido al cura de Mailly. Las manos le temblaban tanto que lo dejó caer. Polidoro, no sin trabajo, lo recogió, lo, desplegó y se lo pasó abierto, diciéndole: -Lee. Bastó a Aleth una mirada para convencerse de que la marquesa de Montaillé tenía el honor de participar el casamiento de su hijo Raúl con la señorita Luisa de Sirmoise, y anunciar que la bendición religiosa se daría a los novios el 18 de abril en la iglesia de Santa Clotilde. Ciertas verdades son como relámpagos devoradores que deslumbran y ciegan. Aleth cerró los ojos; cuando volvió a abrirlos, ya no sabía lo que significaba el papel que su hermano le mostraba. Polidoro guardó el parte, y observó que su hermana tenía un aspecto raro. 125
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-No te preocupes -le dijo. -¿Qué te pasa? ¿Creías, acaso, casarte con el Marqués cuando tu marido se muriera? No eres tan tonta como todo eso. Aleth fijaba en su hermano sus grandes ojos sin expresión y él la miraba con tanta atención que le dio miedo. Le dijo con tono suplicante: -Polidoro, te lo ruego, no me hagas nada... -¿Qué quieres que te haga? Consuélate; ya encontrarás otro marqués; si quieres, yo te ayudaré a buscarlo. Luego, se encogió de hombros, y continuó su camino, sin pensar más en su hermana, que le había distraído. Como Polidoro, Aleth también empezó a caminar, sin saber a dónde iba; pero cuando llegó al puente, se detuvo. De codos en la balaustrada, la mejilla en la mano, miraba correr el agua, y procuraba volver a su anterior estado, encontrar el hilo de su historia, que una funesta aventura había roto bruscamente. Su niñez, su juventud, el colegio, bien los recordaba; pero en cuanto a los últimos capítulos de su historia, todo no era sino confusión, tinieblas, misterio. Creía recordar solamente que le había ocurrido algo, una de esas cosas que no se dicen a 126
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nadie. ¿De qué se trataba? Lo preguntaba a las verdes aguas del río, que continuaban corriendo descuidadamente sin contestarle. Concluyó por impacientarse. Se irguió, levantó la cabeza. Creyó, de pronto, que en el camino debía haber gentes que la buscaban. Ganó rápidamente el otro extremo del puente, bajó por un sendero hasta la orilla del agua, y empezó a caminar, resuelta a no apartarse del río, que era el único, pensaba, que podía revelarle el secreto que quería saber. Marchaba a paso regular, siempre igual, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, como si el Destino le indicara el camino, o como si hubiera apostado que probaría, al más ruidoso de los ríos que sus caprichos no habían de cansar la obstinación de una loca. Pero a poco el sendero se perdió. Tomó a campo traviesa. Cuando oía algún ruido que la inquietaba, procuraba esconderse como una perdiz que huye del cazador, en los accidentes del suelo. Después continuaba su marcha, aligerando el paso para recobrar el tiempo perdido. Después de cuatro horas de camino, llegó a un puente, que estaba en reparación. Lo pasó sin dificultad y sin miedo. Cuando estuvo al otro lado, creyó reconocer el sitio en que se encontraba: era el 127
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molino de sus padres. Sintió un gran alivio; al fin, sabía a dónde iba; ese molino era su casa. Ricardo y Palmira, petrificados por el asombro, miraban en silencio a Aleth que se acercaba, casi mostrándose, roto el peinador, el rubio cabello mal envuelto en el blanco capuchón. Cuando se detuvo, es esforzó por sonreír, como persona que se sabe culpable y trata de desarmar a sus jueces con sus buenas maneras. -¿Qué te pasa? ¿de dónde vienes? ¿de dónde sales? -le gritó su padre con voz dura. -De allá -respondió ella dulcemente; -pero no lo digan. -¿Has huido de tu casa? ¿Tu marido se ha enojado y te ha mandado, a respirar el aire fresco ? Aleth no respondió. Intentaba reunir y aclarar sus recuerdos, para saber bien lo que le había sucedido; pero el esfuerzo le era penoso. Concretó sobre algo más real su pensamiento y refiriéndose al desgarrón del peinador, dijo: -No es casi nada; María le dará dos puntadas; si quieren lo haré yo. -¡Dios santo! Se ha vuelto loca, -gritó Ricardo, mientras Palmira hacía una gran señal de la cruz como para arrojar al demonio. 128
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Ricardo no miraba con ternura a la loca. Al asombro, había sucedido la cólera. Recordó los malos negocios que había hecho su bancarrota próxima, y la causa de todo, era esa hija indigna que había impedido a su marido hacer algo en su favor. Esa gran criminal parecía haber perdido la razón; y en todo caso era muy desgraciada. El Cielo se había encargado de vengar a Ricardo Guepie. Aleth quiso entrar al patio del molino. Su padre se plantó delante de ella y le dijo: -¡Alto, no se entra! Y como intentara forzar el paso, la rechazó brutalmente, gritándole: -¿Te acuerdas que hace diez y ocho meses te anuncié que algún día no tendrías hogar, ni dinero, ni nada, y que te verías reducida a pedirme asilo? Te dije también que te pisotearía; ahora no te pisoteo; pero vete, vete... -¡Oh! no -dijo Aleth, -no me voy; hay gentes que me buscan. Quiero quedarme. Y, volviéndose hacia su madre, la imploró con la mirada. Palmira no había vuelto del todo de su estupor, y prevaleciendo su curiosidad sobre sus rencores, dijo a su marido: 129
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-Déjala entrar; cuando esté más tranquila, nos dirá lo que ha pasado. -¿Y a mí qué me importan esos cuentos? -repuso Ricardo. -¡Que vaya a buscar a otro punto quien la compadezca? Aunque Palmira estaba convencida de que su hija estaba mala de la cabeza, se figuró que a los locos como a los sordos hay que, hablarles en voz alta, y le dijo con voz estridente: : -Soy de la opinión de tu padre. Vuelve a la granja de tu marido, que tendrá compasión de ti al verte en ese estado. Pero, ya ves lo que les pasa a las malas hijas, a las hijas ingratas que no ayudan a sus padres. Si tú nos hubieras ayudado, estaríamos contentos, no estaríamos arruinados. Es preciso que esta lección te aproveche, y hagas algo por nosotros cuando te reconcilies con tu marido. ¿Has entendido? -¡Oh! sí -dijo Aleth; -hablas muy alto. Luego, recordando algunos detalles de la escena a que sus padres se habían referido, agregó : -Déjenme entrar. Prometo comprarles el molino. Y a ti, mamá, te daré todos mis vestidos viejos. Tengo un armario lleno. 130
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Por insensible que fuese Palmira, tenía el corazón menos duro que su marido. -Déjala entrar -le dijo. -Mandaremos avisar que está aquí, y vendrán a buscarla. -No los conoces -replicó Ricardo. Sin duda quieren librarse de ella, y la mandan a casa de sus padres. Y tendremos que alimentar con nuestro pan a esta pícara que renegó de su padre. -No tengo hambre -dijo Aleth, -tengo sed. -Dale pronto un vaso del agua -dijo Ricardo a su mujer, -y que se vaya. Palmira obedeció. Al tomar el vaso que su madre le presentaba, Aleth se estremeció. Lo examinó con mirada inquieta, temiendo que, contuviese algún brebaje sospechoso, y lo acercaba, y alejaba alternativamente de sus labios. Acabó por beber, como si hiciera un acto de valor. -Y ahora, lárgate -le dijo su padre. Pero ella respondió: -¡Oh! no; quiero quedarme. Y se puso a llorar, diciendo entre sollozos -Te lo suplico, no me eches; seré muy buena, muy cariñosa; haré todo lo que quieras… Luego: les diré lo que me ha sucedido... No me echen... me buscan; pero cerraremos la puerta y no me encontrarán... No 131
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quiero irme. Estoy bien aquí, es mi casa, puesto que es la de usted es... ¡Mamá, mamá! ¡Dile que no me eche! ... Y se enjugaba las lágrimas con los cabellos. Palmira se enternecía; pero Ricardo no. Pensaba en su situación, en sus deudas, en que tendría que abandonar el molino. Quizá arrojar a su hija por la fuerza; pero Aleth se agarró con tal fuerza a uno de los montantes de la puerta, que sus uñas se clavaron en la madera y Ricardo no pudo desprenderla. -¡Ah! no quieres irte -exclamó sofocado por la ira. -Vamis a verlo ahora mismo. -Se dirigió a una perrera, en que había un doga enorme, que mal alimentado, se había puesto feroz. Ricardo desató la cadena, del anillo clavado en el suelo, y sujetando al perro, que quería soltarse. -Si no te vas -exclamó, -te echo el perro. Desde su infancia, Aleth había tenido poco gusto por los perros; sintió miedo, y, espantada, huyó corriendo a lo largo del camino. El dogo furioso, al ver correr una mujer, tiró de la cadena con tal fuerza, que Ricardo la soltó y el animal partió como una flecha detrás de Aleth. -Llámalo -suplicó Palmira a su marido, -por amor de Dios, llámalo. 132
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Ricardo lo llamó; pero arrastrado por la impetuosidad de su carrera, el perro no volvió. Pronto oyeron un grito desgarrador, y a poco el ruido de un cuerpo que caía al agua. Cuando llegaron, asustados, a la puerta no vieron sino un perro que ladraba al aire, y, en medio del río, debatiéndose, entre la corriente que la arrastraba, distinguieron la forma confusa de una mujer que con esfuerzos angustiosos, intentaba agarrarse a las largas plantas, que doblegándose al peso se escapaban de sus manos, como las esperanzas y las quimeras con que había acariciado su orgullo.
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X La gran dificultad era contestar a las pregunta, había causado sensación en la granja, y los comentarios no cesaban. ¿Qué se había hecho? ¿Qué le había sucedido? Lesape, el último que la había visto en las primeras horas de la mañana, no podía decir sino lo que había visto, que le había encontrado un aire muy extraño y que había salido en traje de casa, a pasearse por el camino para calentarse los pies. Marieta era la única que en sus suposiciones, se acercaba a la verdad. Había visto con sus propios ojos algo que le había aterrorizado y que había comunicado confidencialmente al doctor Larrazet; pero guardaba sus pensamientos para ella, y todo el día estuvo sombría y taciturna. La gran dificultad era contestar a las preguntas de un enfermo que no había muerto y que se asom134
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braba de no ver a su mujer. Se hizo creer a Roberto que una fuerte jaqueca retenía a Aleth en la cama, y como se le había prohibido abandonar la suya, estaba reducido a creer lo que le decían. A eso de las tres de la tarde, la señora Paluel recibió una carta que le causó una de las más vivas sorpresas que nunca hubiera tenido. Al leerla, se puso pálida y se puso roja sucesivamente, y sus ojos lanzaron tal llama, que se volvió bruscamente, temerosa de que Lesape, que la miraba, se formarse algún juicio temerario. La carta decía así: "Señora Paluel: Como he sabido que su hijo está enfermo, tengo el honor y el dolor de escribir a usted esta carta, para anunciarle, que mi pobre y querida hija, se ha ahogado esta mañana en el río. Antes de matarse, quiso volver a ver a sus padres, que la amaban tanto, y abrazarlos por última vez. Hemos creído notar que estaba un poco mala de la cabeza, y nos dijo que la trataban tan mal en casa de su marido, que ya estaba cansada de la vida. Le dimos buenos consejos, como siempre, incitándola a tranquilizarse y a tener paciencia. Estábamos muy lejos de esperar lo que iba a hacer. 135
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En el momento en que pasábamos con ella el puente, se arrojó al río, y cuando pudimos socorrerla, ya estaba muerta. Vino el médico, pero no pudo hacer nada. Piense usted un poco, señora Paluel, lo que se diría de usted, si se supiera que Aleth se ha suicidado a causa del mal trato que usted la daba. Sería una protesta general contra usted. Por esta razón, aunque nada tengo que agradecer a su familia, y particularmente, a mi yerno, he hecho creer a todos que no se había suicidado, sino, que se había caído, que se ha tratado de un accidente. Y para que nadie desconfiara les he dicho a todos, incluso al alcalde, que mi pobre hija había venido al molino, a traerme seis mil francos que necesitaba urgentemente, y que usted me mandaba. Debo también decirle, señora Paluel, que si Aleth ha venido a ahogarse, al lado de nuestro molino, es que quería, la pobrecita, que fuesen su padre y su madre, quienes se ocupasen de su entierro. Bien sé que eso hará que la critiquen a usted; pero no se puede dejar de cumplir la última voluntad de los moribundos, y por eso guardaremos su querido cuerpo, que Dios sabe el trabajo que nos ha dado. 136
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Créame, señora Paluel, su muy obsecuente servidor. RICARDO GUEPIE, "Molinero" En cuanto pudo dominar su turbación y componer su rostro, la señora Paluel llamó a Lesape, le pasó la carta, y cuando hubo concluido de leerla, ambos quedaron algunos segundos mirándose en silencio. -Quieren dinero -dijo por fin la anciana. -Me parece tan claro como a usted -respondió Lesape, -y hasta fijan la suma. -No pudieron sacarnos nada mientras vivía -agregó la señora Paluel, -y quieren ganar plata con su cadáver... Perderán su tiempo; nuestro dinero no irá a sus sucias manos. Lesape era un árbitro poco valeroso; pero daba excelentes consejos. Aconsejó pues, a la señora Paluel, que diera los seis mil francos para evitar un escándalo; lo más que podía hacerse, sería conseguir una rebaja. Por fin, la señora Paluel se inclinó a las razones de Lesape, bien que con gran violencia y disgusto. 137
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Luego, ordenó a Lesape que se vistiera, tomara el dinero, y lo llevara en coche al molino de los Guepie. Ricardo y Palmira esperaban contestación a la carta con igual impaciencia; pero, por razones muy diversas su estado de ánimo no era el mismo. El suceso había conmovido muy vivamente a Palmira, y, aunque, no fuese responsable de él, sentía algún remordimiento. Recordando lo que había pasado, la asaltaban temores supersticiosos; le parecía, que hay cosas que se pagan y que causan desgracias. Apenas el cuerpo fue sacado del agua, se apresuró a envolverlo en una sábana para no verlo, y, a pesar de eso, le parecía, cuando se acercaba, ver moverse, bajo el sudario, una boca de la cual salían quejas y acusaciones. Y no veía la hora de que se llevaran el cadáver para siempre. Habría querido entregarlo gratuitamente; y Ricardo tuvo que gastar muchas palabras para que se prestase a su ingeniosa operación comercial. Sin embargo, los que juzgan por las apariencias, habrían creído a Palmira mucho menos afligida que su marido que, buen cómico, llevaba a todas partes su duelo, se arrancaba el pelo, sollozaba, mientras 138
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Palmira tenía los ojos secos y la garganta tan apretada que no podía decir una palabra. La señora Paluel y Lesape fueron conducidos al lado de la muerta, precedidos por Ricardo, que les mostraba el camino con grandes gestos de melodrama, y seguidos por Palmira, que los acompañaba contra su voluntad y resuelta a mantenerse lejos de esa boca, que había creído ver agitarse. En cuanto entraron a la pieza, Ricardo, acercándose al cadáver, exclamó: -¡He aquí todo lo que me queda de mi pobre hija! ¡Ah! señora, Paluel, ¿no se arrepiente usted? ¿No es acaso usted quien la ha muerto? Hirviendo de cólera, la anciana, le respondió con su aire más imperial: -Cállese usted. ¿Sabe usted quién la ha muerto? ¡Usted! Palmira no pudo contener un grito; se imaginó que algún espíritu se lo había contado todo a la señora Paluel; pero la continuación del discurso de ésta, la tranquilizó: -Sí -siguió la señora Paluel, -es usted quien la ha muerto poniéndole en el corazón todos los malos deseos, enseñándole a aborrecer el trabajo, a creer que la felicidad consiste en la pereza, y en el desor139
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den... ¡Ah, se atreve usted a decir que hemos tratado mal a su hija! ¿Qué diría usted si supiera todas las maldades que nos ha hecho? Dios es testigo que tuve horror de ese matrimonio. Adivinaba lo que iba a suceder. ¿Qué podía una Guepie llevar a la granja de Choquard, sino ociosidad, mentira, mala conducta, todos los vicios, en fin? ¡Dios mío! ¿Por qué mi hijo se dejó vencer? Y, volviéndose hacia la muerta: -Sí, señora; usted hizo algún maleficio a mi hijo, y lo declaro... Se detuvo de repente, dándose cuenta, de que hablaba a alguien que no podía contestarla, y avergonzada de sí misma. Se había prometido respetar a la muerte; su nuera le había hecho la gracia de irse de este mundo, y se había resuelto no decir ninguna palabra dura respecto a ella. Arrepentida, la señora Paluel cambió de tono y dijo: -Pero ya no existe; no nos queda, sino enterrarla y hemos venido a buscar su cuerpo. -Llévenselo pronto -murmuró Palmira, que había permanecido en el fondo del cuarto. Pero Ricardo, se plantó delante del cadáver, y con los brazos extendidos como para proteger su bien contra toda violencia, gritó: 140
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-Este cuerpo es mío! La señora Paluel se encogió de hombros y dijo a Lesape: -Hable usted con ellos; ya la paciencia se me ha acabado. Después bajó al patio, y empezó a pasearse de un lado a otro. Lesape era buen comerciante, y ayudado por los temores de Palmira, que amenazaba con contar el incidente del perro: obtuvo que Ricardo redujera sus pretensiones a tres mil francos, por los cuales le hizo firmar un recibo concebido en estos términos: "Recibí del señor Paluel tres mil francos por mercaderías entregadas a su satisfacción." Pero Lesape no se dio por satisfecho e hizo firmar a Ricardo otro recibo que decía: "Recibí tres mil francos del señor Paluel por haberle entregado el cuerpo de mi hija, que se cayó al río, al pasar un puente que yo había olvidado reparar." -Le juro -dijo solemnemente Lesape, que este papel no saldrá de nuestras manos, a menos que usted pretenda hacer creer en el suicidio de su hija, por malos tratamientos en la granja. Ricardo no había conseguido seis mil francos; pero si tres mil, y en su corazón, la alegría acabó por 141
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triunfar de la pena. Tornó a ponerse meloso, y después de haber ayudado a Lesape a colocar en el coche lo que le quedaba de su hija, tuvo la cortesía de ofrecer humildemente: un refresco a la señora Paluel, antes de partir. -¡Fuera de mi vista, canalla! -le gritó la anciana, olímpicamente. -Ya le devolveremos la sábana. El coche se puso en marcha. Sentada en el pescante al lado de Lesape, que llevaba las riendas, la señora Paluel volvía a ratos la cabeza, como para tomar posesión de la muerta. Parecía, acariciarla, con la mirada, y sentía en el corazón algo de lo que sintió el hijo de Peleo cuando paseó alrededor de Troya el cadáver de su enemigo, Pero la anciana se arrepentía de su alegría, y para arreglarlo todo, decía a Dios: "¿Qué tenéis que reprocharme? ¿No sois vos quien la ha muerto? Para daros gusto, la trataré como si la hubiera amado." Una vez en la granja, cumplió su palabra. Había resuelto dejar a su hijo ignorante de todo, tan largo tiempo como fuera posible. Hizo llevar el cuerpo a su propio dormitorio, lo hizo acostar en su propia cama, y ella misma lo vistió y adornó convenientemente. Marieta, la ayudaba mal; sabía demasiado; tenía la imaginación inquieta. Aquella gran criminal 142
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cuyo secreto había descubierto, le inspiraba horror mezclado de espanto; no podía acercarse a ella sin un estremecimiento de inquietud, como si el crimen fuera una enfermedad contagiosa, un miasma pútrido, y tuviera miedo a la infección. Fue la señora Paluel quien lo hizo todo, y todo fue bien hecho. Cuando hubo concluido su ingrata tarea, y puesto un crucifijo en el velador, entre dos cirios, se inclinó sobre el rostro de Aleth, que no había perdido nada de su belleza, y dos sentimientos lucharon en su espíritu. Allí estaba, bajo sus ojos, una pecadora que se había hecho justicia a sí misma, y si se sentía tentada a maldecir a la pecadora, el juez, el ejecutor, le imponía una especie de respeto. Contemplando fijamente ese rostro inmóvil, sobre el cual la muerte apoyaba su mano de hierro, la señora Paluel empezó a decir muy bajo: -Eras impúdica y perversa, no tenías fe ni ley, no respetabas nada, mentías todo el día. Hiciste salir de casa a Catalina, y Dios sabe que no te había robado tu cruz de coral; habrías querido hacer arrojar a Marieta, porque es honrada y tú no lo eras; tuviste un amante, y yo lo vi besarte, en la puerta del huerto. Pero tus maldades concluyeron por pesarte a ti misma, te juzgaste, y no esperaste que la muerte viniera 143
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a buscarte. Ahora, estás acostada en mi cama, tu cabeza reposa, en mi almohada, te he vestido y adornado como si fueras mi hija y te hubiera, amado. ¡Ojalá Dios te perdone, y tu suerte no sea demasiado miserable en el otro mundo! Sin embargo, como es preciso ser prudente, tomar toda clase de precauciones, y saber lo que se dice, la anciana agregó: -¡Y que Dios me haga la gracia de no encontrarte nunca! -En el preciso instante en que su madre terminaba su apóstrofe, la puerta se abrió y Roberto entró. Cansado de preguntar y pareciéndole sospechosas las respuestas evasivas que se le daban, había aprovechado un momento en que nadie lo vigilaba, para abandonar la cama y salir furtivamente de su pieza. Envuelto en una colcha, fue al cuarto de su mujer, y lo encontró vacío. Más y más alarmado, había, a pesar de su extrema debilidad, bajado la escalera, atravesado el comedor y llegado al dormitorio de su madre. El crucifijo y los dos cirios le hicieron temblar; pero no podía creer en su desgracia, y dijo a su madre: 144
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-Es preciso que esté muy enferma, para que le hayas cedido tu cuarto. Luego, avanzando dos pasos: -¡Aleth! -dijo, -soy yo. De pronto, la realidad se le apareció en todo su horror, y fue presa de esa desesperación que duda de lo que ve, de lo que oye y de lo que palpa; lanzó un grito espantoso, y hubiera caído si su madre y Marieta, no hubieránle recibido en sus brazos. Conducido a su cama, apenas volvió en sí, declaró que quería estar al lado del cadáver, y costó mucho trabajo mantenerle en la cama. A todo lo que le decían, contestaba: -Quiero volver a verla, quiero velarla, no quiero dejarla en manos de ustedes... Ustedes la detestaban, y yo no la defendí bastante... Si se ha suicidado, como dicen, es que ustedes han aprovechado de mi enfermedad para inferirla alguna ofensa que ignoro... ¿Creen que después de haberla perdido, he de quedarme en esta casa? Prefiero sufrir por ella que ser feliz por los demás. La quiero, la necesito... ¡Díganme que no está muerta! De pronto, en medio de sus convulsiones, Roberto oyó la voz del doctor Larrazet, que decía: 145
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-¡Que todo el mundo salga! Yo me encargo de tranquilizarlo. Una vez solo con Roberto, el doctor se sentó en la cama, y le tomó las manos. Después, con tono firme, casi duro: -Verdaderamente, pobre amigo mío -le dijo, llora usted demasiado a una mujer que, la noche pasada quiso envenenarle. Roberto, miró fijamente al médico durante algunos instantes, como para estar seguro de que quien le hablaba era el doctor Larrazet, que pasaba por hombre de buen sentido. Después de un largo silencio, le dijo]: -Creo, señor Larrazet, que es usted incapaz de calumniar a una muerta. -Seguramente; -replicó el doctor; -y por eso no le diré sino lo que he sabido por una persona muy discreta, que, no se lo ha contado a nadie sino a mí. Pobre amigo, en los colegios de señoritas se enseñan muchas cosas, hasta química; pero a la mujer que usted lamenta haber perdido, olvidaron enseñarle que, cuando se echan algunas gotas de un veneno mortal, llamado conicina, en un remedio que contiene ácido clorhídrico, de blanco que ese remedio es, se vuelve, según la dosis, o colorado o azul. 146
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Ahora bien, ocurre que Marieta desconfía de los remedios, de las tisanas azules, y dejó a un lado ésta, para mostrármela, y yo la he analizado. Si le quedara alguna duda, sepa usted que se ha encontrado en un bolsillo del su esposa este frasquito, que me había sido robado no sé cómo. ¡Ah! querido Roberto, hubiera sido muy duro para mí, saber que había sido usted envenenado por mi propia conicina. Roberto había cerrado los ojos y no decía una palabra; pero, había oído todas las palabras del doctor. Recogía su espíritu, avivaba sus recuerdos, se acordaba de la visita nocturna que le había hecho su mujer, y que le había preguntado, si tenía sed. Como su imaginación nunca se detenía a medio camino, llegó a la conclusión de que su madre había visto claro, que había un hombre de por medio, y resolvió buscarlo y matarlo. Se decía todo eso a sí mismo, bien resuelto a no hablar de ello a nadie, y ya pensaba en la manera de descubrir el nombre que buscaba, de saber quién era el miserable que había tenido la insolencia de invadir su propiedad, de arrebatarle su tesoro, lo que amaba hasta la locura, lo que le era más precioso que la vida. Pero ante todo era preciso sanar, recobrar las fuerzas, y se prometía, para lograrlo pronto, ser prudente, y 147
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conformarse en todo a las prescripciones del señor de Larrazet. Cuando el doctor le dejó, Roberto estaba sereno, tranquilo; sólo sus ojos expresaban la ardiente curiosidad de un juez y el apetito feroz de la venganza. El señor Larrazet no se fue sin haber conversado unos momentos con la señora Paluel. -¿Es posible -le decía ésta, -que un hombre ame hasta ese extremo a una criatura, abandonada y maldita por Dios? -¿Qué quiere usted, querida señora? -contestaba el doctor. -Vivimos en un siglo en que los hombres tienen más que nunca, el alma cerca de la piel... Vaya, no se enoje usted, y vele a la muerta. Le garantizo que su hijo no volverá a molestarla. Efectivamente, Roberto no manifestó más deseos de abandonar la cama; pero, durante las horas que siguieron, sus miradas, atravesando las murallas, iban a buscar abajo un rostro pálido, de facciones rígidas, y trataban de arrancar su secreto a una boca, que ya no hablaba. La noticia del trágico suceso se había difundido y era muy comentada en toda la región. No se hablaba de otra cosa, y en las casas como en las tabernas, cada cual contaba el suceso a su manera, y las 148
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lenguas no se daban paz, se discutía, se disputaba. Todo el mundo interrogaba a Lesape; pero de las revelaciones de éste, no se sacaba otra conclusión, sino la de que nada hay en el mundo más peligroso, que un puente, sólo o medias reparado. La Iglesia fue indulgente; a pesar de los rumores que circulaban, no creyó en el suicidio. Después del servicio fúnebre en el templo, el cura aconsejó a la señora Paluel que regresara a la granja y no fuera al cementerio; pero la anciana no aceptó esos consejos: quería cumplir su deber hasta el fin. Cuando oyó el crujir de las cuerdas que bajaban el ataúd a la fosa, sintió un estremecimiento de emoción que apenas pudo disimular. Aunque se había convenido en que no hubiera discurso, el alcalde de Maffly, cediendo a la intemperancia de su lengua, derramó todas las flores de su retórica sobre esa mujer joven, tan cruelmente arrebatada al afecto de los suyos; alabó sus gracias y sus virtudes; no escatimó los consuelos a los que la perdían. Mientras el alcalde pronunciaba su discurso, la señora Paluel estaba como sobre espinas, y cuando lo terminó diciendo: "¡Aleth Guepie de Paluel, hasta luego!" se estremeció de pies a cabeza. 149
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Cuando todo hubo concluido, la anciana tomó gravemente el camino de la granja, sola con Marieta, a quien agitaban mil sentimientos contrarios y que no estaba en situación de ordenarlos. Apenas llegada a la granja, la señora Paluel subió a ver a su hijo. La cabeza hundida en la almohada, Roberto había pasado tres horas en un éxtasis sombrío, como ausente de sí mismo, presa de ese estupor que se apodera de un hombre cuando ha tomado una máscara por un rostro y la vida le muestra su verdadera cara, que lo espanta. Oyó abrir la puerta, miró, y vio acercarse a su madre, que le contempló algunos instantes en silencio. De pronto, cansada de la larga tensión que acababa de imponerse, vuelta súbitamente a ser ella misma, la anciana se echó sobre su hijo, le tomó la cabeza con ambas manos, lo estrechó contra su pecho, y exclamó en un arrebato de alegría salvaje: -¡Que Dios y el cielo sean benditos! ¡Al fin, mi hijo es mío!
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XI El marqués Raúl no compareció sino seis meses más tarde en Montaillé, a donde fue a pasar una temporada de soltero, mientras su mujer pasaba algunas semanas en Borgoña, en casa de sus padres. Fácilmente, se resignaba el Marqués a no verla durante algún tiempo. El lucido matrimonio que había hecho, era una brillante operación que respondía a todas sus esperanzas. No siendo ingrato, tenía por la nueva marquesa de Montaillé todas las consideraciones que merecía. Desgraciadamente, esa señora se parecía mucho a esas ciudades triviales que no ofrecen a los viajeros sino muy pocas curiosidades; se las visita en un día y pronto dan deseos de irse, y Raúl se prometía irse a menudo. 151
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Poco después de su llegada, su guarda caza, que ya no era Polidero Guepie, le dio noticias que lo pusieron de mal humor: había descubierto en varias partes, trampas que no vacilaba en atribuir a su predecesor. Raúl tenía razón para enojarse. Polidoro que en verdad abusaba, le había escrito una carta, en que le hacía responsable de la muerte de su hermana, e insinuaba que, si se deseaba que fuera discreto, era preciso comprar su silencio. -Es preciso que esto concluya -pensaba el Marqués, mientras seguía una de las avenidas del parque. -Ese pícaro se permite creer y decir que le tengo miedo; le haré tragar sus palabras. El azar de su paseo lo llevó a la puerta del pabellón de caza, cuya llave encontró en uno de los bolsillos del traje de campo que vestía. Entró, recordó, se conmovió. El santuario en donde había dominado durante algunos meses un ídolo demasiado frágil, había quedado como impregnado de su presencia. Como nadie había entrado después, la silla en que Aleth se sentó por última vez, estaba en el sitio en que la había dejado. En una mesita se veían los restos de una galleta que había mordido, para beber un dedo de vino de Madera: esa galleta 152
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conservaba la huella de sus bonitos dientes de ratón. Se hubiera dicho que el espejo de Venecia que la había visto peinarse apresuradamente conservaba todavía su imagen, y Raúl creyó ver en él dos grandes ojos que le miraban. ¿Era cierto, que, en sus últimas entrevistas con Aleth, había, sentido algún cansancio, acompañado de un poco de miedo? Se arrepentía, seriamente. ¡No poder reparar sus faltas! Se reprochaba sus movimientos de impaciencia como un error, como una odiosa injusticia. Reconoció, como filósofo profundo, que hay en el alma humana algo de malo que la hace desconocer los beneficios del Cielo, que la provoca a revelarse contra su felicidad. Tocado por la gracia, lamentaba amargamente la pérdida del delicioso juguete que el Destino había roto en sus manos. Encendió un cigarrillo, y apoyándose de espaldas en la chimenea, hizo una melancólica excursión al pasado. Cuando recibió en Pisa, la carta de Polidoro Guepie, había sufrido mucho, y no pensó un instante en defenderse de la acusación de un hermano irritado que le imputaba la muerte de su hermana. Se persuadió sin esfuerzo de que su matrimonio había 153
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desesperado a Aleth, que no pudo sobrevivir a tal desgracia, y su amor propio se sentía halagado. ¡ Con qué solicitud habría corrido hacia ella, ahora, si viviera! ¡Con qué efusión le habría probado su ternura! Las mujeres eran su literatura, no había leído su libro hasta el fin. ¡Con qué alegría lo habría hojeado de nuevo, página por página, sin apurarse por llegar a la última! -Pobre loca, -pensaba, -¿qué has hecho? Una mujer no debe, matarse cuando es bonita. No, no te perdonaré jamás. Si hubieras tenido la migaja de buen sentido que te faltaba, nada habría sucedido, y estarías aquí; te vería, y te tendría. ¡Qué horas deliciosas habíamos pasado juntos! Me has robado felicidad. -¡Ay! Tú no eras sino una muchacha arisca, mal enseñada; y te civilizaron mucho, o no bastante; creías saber y no sabías, no veías el mundo como es, las quimeras te trastornaron la cabeza, y te echaste al río. ¡He ahí los frutos de una educación incompleta! Al concluir esa oración fúnebre, Raúl vió algo sobre un mueble. Era, un bonito pañuelo de seda color de rosa, sobre el cual se precipitó como sobre una presa. Lo tomó, lo estrujó entre sus dedos; aspiró su perfume, mucho tiempo ha desvanecido; creía aspirar a la propia Aleth. La emoción lo vencía. No 154
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lloró, porque la Naturaleza le había negado el don de la palabra como el de los versos. Pero se resolvió a dejar pasar algunas semanas sin volver a ese pabellón tan lleno de recuerdos demasiado agradables y demasiado penosos. Y resolvió también dar un paseo a caballo para disipar sus penas. Mientras en el castillo, ensillaban su alazán, se le ocurrió una idea poco burguesa, completamente romántica, que probaba hasta qué punto se sentía conmovido. Pensó que tenía una deuda que pagar a la que había muerto por él; pasó al invernadero, y cortó una soberbia camelia doble, empenachada de blanco, que se puso en el ojal, para llevarla y depositarla en la tumba de Aleth. Le pareció que ésa era la mejor manera de demostrar su dolor. ¿Qué más podía pedírsele? Cuando llegó al cementerio, ató las riendas a una argolla que había en la pared, y se puso a buscar la tumba, que quería adornar con su camelia. Le costó trabajo encontrarla, porque el cementerio era muy grande. Iba a abandonar su propósito, cuando notó de pronto una gran lápida blanca, con esta inscripción: "Aquí reposa Aleth Guepie, esposa de Roberto Paluel, muerta a los veintitrés años. Rogad por ella." 155
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Más abajo se leían estas palabras: "Estás muerta; pero no olvidada." -¡Eh! -pensó Raúl. -He ahí un marido de buena pasta, un alma generosa y despreocupada. ¡Que su raza se perpetúe para siempre! Notó desde el primer momento, que la tumba estaba muy cuidada. Se habían plantado a su alrededor, rosales que florecían. El Marqués sacó su camelia del ojal, la rozó con los labios y la depositó piadosamente sobre la tumba, sin preocuparse de lo que podrían pensar las personas que la vieran. En ese mismo instante, oyó una voz que le decía con extraño acento: -¿Era usted, entonces, señor Marqués? Se volvió vivamente, y se encontró cara a cara con un marido despreocupado y generoso que, con los brazos cruzados, los ojos llameantes, lo miraba. Ese encuentro inesperado le pareció a Raúl muy desagradable; y llegó a la conclusión que las ideas románticas son muy peligrosas, prometiéndose no tenerlas más hasta el fin de sus días. Hacía seis meses que Roberto Paluel estaba al corriente de todo lo que hacía el Marqués, a quien deseaba con impaciencia volver a ver. La casualidad 156
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acababa de servir sus designios. Pasaba por delante del cementerio, a donde había hecho voto de no entrar nunca, cuando vió el alazán del Marqués, lo reconoció , y, a pesar de su voto, entró. Por fin, lograba la venganza que sin que nadie lo sospechara, meditaba desde hacía seis meses. Había encerrado su cólera en lo más profundo de las entrañas, en donde había crecido en silencio. Acababa de hacer explosión; la sentía subir a sus ojos, a sus labios, correr en largos estremecimientos por su cuerpo. Clavaba sus ojos de horror y de odio, sobre el hombre que le había quitado lo suyo, que había muerto su felicidad. Habría querido tomarlo con sus robustas manos, acostarlo sobre la tumba, pisotearlo, aplastarle la cabeza con los tacones de sus botas. No hizo nada; se dominó, y, sin descruzar los brazos, dijo: -Las buenas cuentas hacen los buenos amigos, señor. La mujer que usted ha muerto, se ha conmovido tanto con la limosna de una flor que acaba usted de hacerle, que no quiere quedar en deuda con usted. Sírvase aceptar lo que me encarga devolverle. A estas palabras, sacó del bolsillo una sortija de oro que había encontrado en un portamonedas de Aleth, y en la cual había grabada una corona de 157
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marquesa. Raúl la recibió en plena cara. Pero había tenido tiempo de reponerse de su sorpresa; se irguió, y respondió con aire altanero: -Ha escogido usted mal la hora y el sitio; en un cementerio no se pelea. Mañana no saldré de mi casa en todo el día. Si tiene usted explicaciones que pedirme, sólo de usted depende ir a buscarlas. Roberto había vuelto a entrar en posesión de sí mismo. Se inclinó con irónica cortesía, y replicó: -Le agradezco, señor Marqués, la lección de buenas maneras que ha querido usted darme, es verdad que el cementerio es un sitio mal escogido para ventilar una querella. ¿Pero qué iré a hacer a su casa? Sé todo lo que deseo saber. Su amante, señor, tenía una madrina, que a veces la escribía en inglés. He encontrado sus cartas, y, en la de última fecha hay un pasaje que se refiere a usted, y cuya traducción exacta es así: "Me dice usted que la felicito demasiado por su matrimonio, que sólo de usted habría dependido casarse mejor, que cierto marqués que usted conoce, no desearía sino casarse, con usted. ¡Puras locuras, necias visiones! No hay que creer lo que dicen los marqueses, y hará usted bien en desconfiar de ése, sonsa criatura." La sonsa criatura, señor, no desconfió, y ha muerto; pero yo no la ol158
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vido; esta escrito así en esa piedra. Y resulta ahora que su presencia, señor Marqués, me disgusta profundamente, y estoy resuelto a no verle más. Es un consejo que le doy en recuerdo de nuestras antiguas relaciones. Si vuelvo a encontrarlo en mi camino, no responderé de mí; cuando una persona me disgusta, soy capaz de todo, hasta de matarla a palos. Cuando regrese usted a Montaillé tome, pues, otro camino que, el que pasa al lado de mi campo, por donde yo he de andar esta tarde. -Señor Roberto Paluel -dijo Raúl con tono muy insolente; -me aflige mucho que mi presencia le disguste, y le agradezco el caritativo consejo que ha querido darme; pero tengo la costumbre de regresar a mi casa por ese camino. Roberto no oía ya; se marchaba. Raúl quiso dejarlo todo el tiempo necesario para alejarse, y salió poco después. Montó en su alazán y empezó a recorrer los campos sin rumbo fijo. No se hacía ninguna ilusión, no dudaba que se encontraría con Roberto, y qué el choque sería recio, sangriento, peligroso para el vencido. Conocía las fuerzas hercúleas de su adversario; pero sabía también que era leal y no lo atacaría a traición. 159
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Por lo demás, también él era fuerte, y ágil, y como la cólera le quemaba la sangre, el Marqués no veía la hora de encontrarse con Roberto. No le gustaban las peleas; pero, si era preciso pelear, haría buen papel. Dos horas después, llegaba a la entrada del camino por el cual Roberto le había aconsejado que no regresara a su casa. Raúl miró adelante y no vio a Roberto,. Puso su caballo al paso, pensando: -Pudiera ser que mi matamoros hubiera cambiado de idea. Nada hay mejor que hablar fuerte a esas gentes. Al acercarse a un pantano llamado de los Grillos, vio desembocar, por un atajo, a un hombre que parecía tener algunas copas en la cabeza y cantaba una copla revolucionaria. El Marqués reconoció inmediatamente a Polidoro Guepie, su antiguo guardacaza, y se alegró del encuentro. Puesto que Roberto le dejaba el campo libre, el cielo lo enviaba a ese pícaro, para que descargara sobre él su bilis. -¡Cómo! ¿Es usted, Polidoro? -le gritó. Me alegro de verlo. He tenido noticias suyas por sus malditas trampas. 160
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Polidoro, avanzó, miró al Marqués de arriba abajo, y le dijo con un ligero encogimiento de hombros: -¿Quién puede probar que yo he puesto esas trampas? Es su nuevo guarda, el que no quiere convencerse de que usted tiene motivos para no ser malo conmigo. -¡Pedazo de bandido! Mi paciencia se acaba ya. He hecho mal en darte dinero, porque es la cárcel lo que mereces, y la tendrás. -¡Vaya, señor Marqués! Y si yo contara ciertas cosas a Roberto Paluel... -Me importan un comino todos los Robertos del mundo. Cuenta lo que quieras; pero, si vuelves a tener la desvergüenza de volver por aquí, te prevengo que te irá mal. -¿Y a usted, señor Marqués? ¡Vaya ! Mejor es reírse. Durante este coloquio, el alazán había dado señales de inquietud y de rebelión. Empezaba a brincar, a corcovear, a pararse en las patas delanteras. Polidoro creyó divertido animarlo con chasquidos de dedos, con gritos. Raúl, que rugía de rabia, le cruzó la cara de un latigazo. -Necesitabas un castigo, ahí lo tienes -gritó. 161
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Pero en ese mismo instante, el alazán dio un salto tan brusco, que el jinete, a pesar de su destreza, fue lanzado al camino, en donde quedó tendido cuan largo era. El golpe fue serio, y durante algunos segundos, Raúl perdió el conocimiento. La opresión de una rodilla sobre el pecho le sacó de su aturdimiento; abrió los ojos, y vio encima de él un rostro ensangrentado y la hoja de un puñal. A pesar de que Polidoro estaba más dispuesto a sacarle dinero al Marqués que a matarlo, el furor había triunfado de sus propósitos, y la violencia del golpe que había recibido, le había producido uno de esos desórdenes de espíritu en que el hombre más circunspecto olvida las consecuencias, los peligros, la policía, los tribunales. Al ver a su enemigo en tierra y a su discreción, se lanzó sobre él, y, sin saber lo que hacía, buscaba el mejor sitio para herirlo. Raúl quiso tomarlo por la garganta; pero no pudo mover el brazo. Se sentía perdido, cuando, por milagro, una mano vigorosa apartó de repente a Polidoro y le arrancó el cuchillo que tiró lejos. El Marqués reconoció en su salvador a Roberto Paluel, que, desde el sitio en que se había emboscado para esperarlo, había visto toda la escena. Una 162
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revolución repentina se hizo entonces en los pensamientos de Roberto: le pareció que por segunda vez lo servía la casualidad ese día. Vuelto a la normalidad, espantado de lo que había estado a punto de hacer, Polidoro se alejaba, enjugándose la sangre de la cara. Por su parte, Raúl había logrado levantarse, y, aunque tenía un hombro dislocado, aparecía bastante resuelto y sereno. -Señor Marqués -le dijo Roberto en tono muy suave, -no olvide usted que debe la vida a un hombre que le odia y le menosprecia desde lo más profundo de su alma, y que ha tenido así, la mejor venganza. Deseo que esta idea no le sea demasiado amarga, y le permito ponerse en mi camino. Me parece que en adelante su presencia me complacerá muchísimo.
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XII Durante seis meses, Roberto había vivido febrilmente, en una continua excitación que le ayudaba a matar las horas. Desde que dejó de estar atormentado por la preocupación de la venganza, a la tempestad sucedió la calma chicha; su dolor agitado y roedor fue reemplazado por el más tedioso, el más sombrío fastidio. No tenía ya nada que hacer en el mundo; no se interesaba por nada; ningún objetivo le parecía digno de ningún esfuerzo, la menor acción le costaba trabajo. ¿Para qué le servía vivir ni hacer algo? ¿Qué provecho podía reportarle? Se decía sin cesar: ¿Para qué? Pero, a pesar de sus disgustos y de sus repugnancias, no dejaba de ocuparse en sus negocios, de trabajar mucho, casi como se practican, por hábito, 164
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ciertos pecados. Era a la vez el más activo, el más indiferente y el más silencioso de todos los propietarios de la región. Como antes, también empleaba parte de sus noches en fumar en el huerto, y cuando el cielo estaba claro, miraba las estrellas, que eran su único consuelo; e invocando el testimonio del cielo, se conformaba, en la idea de que el mundo no es bueno ni malo, que es lo que es, y que el hombre debe resignarse a todo. Cuando pensaba en eso, sentía la insanidad de su ser, la triste figura que hace un hombre que sufre en presencia de un sol que se mueve; y le parecía que sus penas se hundían en un abismo. Ese naufragio le era dulce, saboreaba la felicidad de no ser nada, se embriagaba en su pequeñez. Una noche de otoño del año siguiente, diez y ocho meses después del la muerte de Aleth, se produjo un pequeño incidente que tuvo grandes consecuencias. Roberto se paseaba, después de la comida, en el jardín, y como la señora Paluel temiera que se resfriara, mandó a Marieta que le llevara una bufanda para abrigarse el cuello. María, no tenía la costumbre de discutir las órdenes que recibía; sin embargo, la comisión que acababan de encargarle la confun165
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día mucho. Una larga experiencia, le había enseñado que su augusto y silencioso patrón no admitía que lo perturbasen cuando conversaba consigo mismo y con las estrellas. Lo que él pudiera decirles y lo que ellas le contestaran, Marieta no lo sabía; pero distraerlo de sus paseos solitarios le parecía un acto tan inconveniente como hacer ruido o hablar a un vecino durante la misa. Lo encontró paseándose a lo largo de una avenida. Roberto tomó la bufanda que Marieta le ofrecía, y le dio las gracias con un movimiento de labios. La joven iba a retirarse cuando se le ocurrió una audacia: los tímidos que se resuelven a atreverse, se atreven a todo. Vio hacia el Oriente un astro más pequeño que los otros; pero que arrojaba el más vivo brillo. Señalándolo con el dedo, Marieta se atrevió hasta preguntar con voz conmovida: -Señor Paluel, ¿cómo se llama esa estrella que se ve allá? Roberto la miró con aire de lástima, y respondió en tono breve y altivo: -Vas a ganar mucho cuando sepas que es Júpiter, y que no es una estrella sino un planeta. Y le volvió la espalda. 166
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Marieta se retiró toda confusa, avergonzada de su ignorancia, de su tontería y de su loca presunción, y estuvo a punto de llorar. Esa pobre Marieta, que no sabía distinguir las estrellas de los planetas era, sin embargo desde hacía algún tiempo, objeto de todas las atenciones de Francisco Lesape, que había vuelto a pensar en casarse con ella, y creía que Marieta no resistiría al primer asalto, en fuerza de las buenas razones que le daría. Una tarde, aprovechando un momento en que Marieta estaba sola en la lechería, Lesape entró, y sin detenerse en vanos y largos preámbulos, dijo a la joven que la encontraba atrayente y gentil, que le convenía casarse con él, que era un hombre honrado, sin vicios, y que le daría gusto en todo siempre que sus deseos fueran razonables, muy razonables. Y el buen Lesape se sorprendió muchísimo, cuando Marieta, le respondió que le agradecía su proposición y el honor que le hacía; pero que el matrimonio no significaba nada para ella, que prefería quedarse soltera, que estaba resuelta a ello y le rogaba que no insistiera. Pero Lesape insistió, bien que sin éxito. Por más que razonaba, Marieta se obstinaba en su rechazo. 167
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Por fin, recurrió a un argumento que creía irresistible. Después de haberla hecho jurar que sería discreta. Lesape, confesó a Marieta, en tono misterioso, que tenía algunas economías, que había hecho buenas colocaciones de dinero. No llevó la confianza hasta decirle cuánto tenía; pero le prometió que, si era razonable, quizá le daría mayores explicaciones en su tiempo y lugar. El argumento irresistible produjo tan poca impresión como los demás, y, desesperando de tomar esa plaza inexpugnable, Lesape se retiró, las orejas gachas, confuso y triste. Lo hubiera estado mucho más si hubiera sabido que la señora Paluel había oído sus íntimas confidencias. Hacía tiempo que la madre de Roberto venía notando las atenciones de Lesape con Marieta, y lo había visto entrar en la lechería. Como dueña de casa, con jurisdicción universal, no tuvo escrúpulo para ir a la pieza vecina a oír la conversación, y lo oyó todo, porque aun conservaba un oído muy fino. Después, fue a contárselo todo a su hijo, en la esperanza de que como ella, se indignaría ante las pretensiones de Lesape; pero Roberto la escuchó muy tranquilamente, le dijo que hacía mal en enojarse con Lesape, el cual daba una prueba de muy buen 168
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sentido al querer casarse con Marieta, quien, quizá, al fin se resolvería a un matrimonio para el cual él no veía inconveniente alguno. Pero en la noche de ese mismo día, Roberto cambió bruscamente de opinión. Acababa de acostarse, cuando le despertó de su primer sueño una ráfaga de viento y el ruido que hacían las persianas de su ventana al golpearse contra la pared. Se levantó para sujetarlas; y al abrir la ventana le pareció que la de Marieta estaba entreabierta, y que había luz en su cuarto, a pesar de que ya eran más de las once. ¿Qué le había ocurrido? Resolvió averiguarlo; se vistió y para amortiguar el ruido de sus pasos se puso zapatillas. Poco después, estaba al pie de la ventana del cuarto de Marieta, y observando con precaución, pudo ver a la joven sentada delante de una mesita redonda, en la cual había un libro abierto. Se sorprendió, porque Marieta no era muy lectora. Pero lo que lo asombró más, fue reconocer que ese libro era un manual de astronomía que había comprado poco antes, y que tenía un mapa del cielo, que Marieta había desplegado sobre la mesa y estudiaba con prodigiosa atención. Los codos en la mesa, la frente en las manos, Marieta procuraba en vano orientarse. 169
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Aquel gran mapa le parecía muy embrollado, los nombres estaban en caracteres muy pequeños, le costaba mucho leerlos, sin contar con que temerosa de ser sorprendida en tan extraña ocupación, al menor rumor que creía oír, se estremecía, y plegaba el mapa. De repente, se levantó, se acercó a la ventana y miró al cielo. ¡Ay! tampoco podía entenderlo. Volvió a su asiento, siguió hojeando el libro, paseando por el mapa la mirada y el dedo. De cuando en cuando, sacudía tristemente la cabeza; la luz no se hacía. Concluyó por rendirse, se echó atrás en la silla, y, los ojos inflamados, pálida, por la tensión de espíritu que se había impuesto, permaneció inmóvil, en actitud de sombría desesperación. Roberto no la perdía de vista. Por primera vez desde que había entrado a la granja, la veía tal como era, y se sentía profundamente conmovido. Le pareció que esa llama sombría, que Marieta tenía en los ojos, era más valiosa que la claridad de un sol, que esa joven humilde, que estudiaba la astronomía porque amaba a alguien, era en el universo un ser más importante, más considerable, más sagrado que la más enorme de las estrellas dobles que ruedan eternamente en el espacio, sin amar nada, y sin saber lo que hacen. 170
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Los hombres de imaginación se conmueven más a veces, con las pequeñas cosas que con las grandes. Lo que Roberto acababa de ver le tuvo despierto toda la noche. Esta vez no se había engañado: tenía por cierto que Marieta lo amaba, y la prueba que acababa de darle le había revelado todas las demás. Recordó el pasado, rememoró numerosos incidentes que había olvidado, adivinó el sentido oculto de ciertas palabras y de ciertas acciones que no había comprendido. La primera consecuencia del descubrimiento de Roberto, fue que al día siguiente llamó a Lesape, a quien ofreció dinero para que se estableciera y trabajara por su cuenta, arrendando la granja de Joson. Y Lesape quedó asombrado, mortificado y contento de tan extraña aventura, que no llegaba a explicarse,. Mientras tanto, la señora Paluel había vuelto a pensar en el porvenir; a pensar que sólo un segundo matrimonio y un hijo impedirían que la granja de Choquard pasara a manos indignas, por falta de herederos legítimos. En la primera visita que le hizo a poco el doctor Larrazet, la señora Paluel le confió sus cuitas. Le declaró que todo estaba perdido si su hijo no volvía a casarse, y le rogó que hiciera al respecto a Roberto, algunas insinuaciones que ella 171
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misma no se atrevía a hacerle. Y la anciana aprovechó la ocasión para preguntarle al doctor si no tenía alguna nuera que indicarle, una nuera tal como la necesitaba, una joven razonable, pero no demasiado grave, una muchacha seria, pero capaz de hacer reír a su marido, bonita, pero no coqueta, que tuviera carácter, voluntad y supiera conducirse, pero resuelta a seguir en todo las opiniones y consejos de su suegra. El doctor contestó que su profesión no era la de buscar nueras; que tenía esa clase algunas responsabilidades; pero que encontraba buena la idea y estaba dispuesto a hacer lo que pudiera. Poco después, el doctor se encontró con Roberto, quien, a las primeras palabras que le dijo, se encogió de hombros y replicó: -Si mi madre supiera cómo se llama la única mujer con quien desearía casarme, se enojaría. ¿Se atreverá usted a decirle que esa mujer se llama Marieta Sorris? -¡Oh! ¡oh! -dijo el doctor, -ésa es una negociación difícil; pero, vamos a ver. Algunas horas más tarde, el doctor Larrazet anunciaba a la señora Paluel que había dado con la nuera ideal que le había pedido indicarle, una joven sin igual, dotada de todas las perfecciones, seria sin 172
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ser grave; agradable sin ser coqueta, y todo lo demás. Cuando la señora Paluel, muy intrigada por ese exordio, descubrió que se trataba de Marieta, no se enojó, como había esperado Roberto; pero quedó estupefacta y murmuró: -¡Dios santo! ¡Es peor todavía que la otra vez! El doctor protestó vivamente de esa frase, que la reprochó. La anciana alegó en su descargo, que la otra había sido una mujer de rara belleza, que las bellezas raras encienden grandes pasiones, que las grandes pasiones explican y justifican en cierto grado las grandes 1ocuras; pero que, en el caso de Marieta, no había nada de extraordinario, y la degradación del nombre de Paluel no tenía excusa. Esta declaración fue seguida de amargos reproches contra los médicos sin juicio que alternativamente, aprueban o desaprueban los malos matrimonios, y, contra los hijos que no saben qué inventar para contrariar a su madre, y contra las muchachas hipócritas que mientras baten la mantequilla, hacen el amor a su patrón. El doctor se irritó; protestó; defendió a Roberto y a Marieta y concluyó diciendo: 173
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-Señora Paluel, decídase usted pronto. Diga sí o diga no; pero sin Marieta no hay nieto. Los argumentos del doctor conmovían poco a la anciana, que no los encontraba fuertes ni sólidos. Algunos que se hacía a sí misma, produjeron más efecto y quebrantaron su resistencia. Pensó que Marieta, tenía buena salud; era robusta, bien constituida, que tenía hábitos de orden, lo hacía todo a su tiempo, y, por lo tanto, no daría a luz prematuramente; que, además, no tenía padre, ni madre, ni hermanos, que era dócil y que más valía lo conocido que lo desconocido. Por último, todo continuaría igual en la granja; cada cual conservaría sus atribuciones. Después de un largo silencio, la señora Paluel lanzó un profundo suspiro, e interrumpiendo al doctor, que continuaba defendiendo a Roberto y a Marieta, le dijo: -Señor Larrazet, vaya y diga a mi hijo que va a hacer una locura imperdonable; pero me resigno a todo, con tal de tener un nieto. Al día siguiente, por la tarde, Roberto se encontró con Marieta en el jardín. La detuvo y le dijo que tenía que hablarle. Su aspecto era tan severo, tan frío, que Marieta presintió una desgracia. Roberto la 174
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llevó a un extremo del jardín y la hizo sentarse en un banco, detrás de un macizo de enredaderas que los protegían contra los indiscretos. -Marieta -dijo Roberto con brusco tono, -siento mucho darte pena; pero no puedes quedar más tiempo a mi servicio. La joven sintió que toda su sangre le refluía al corazón; era peor que todo lo que había podido imaginar. -Me había equivocado respecto de ti -continuó Roberto. -Cuesta mucho trabajo conocer a las mujeres. Marieta guardaba silencio, buscaba en sus recuerdos qué falta había podido cometer. -Señor -dijo, -¿tiene usted algo que reprocharme? -¿Qué dices? Tú tienes defectos graves, muy graves, que yo desearía haber descubierto antes. Mira, hay una cosa que nunca he podido perdonarte. Creía que decías siempre la verdad, te había llamado Marieta la Verídica. Y bien, ¿te acuerdas? Una noche dijiste una gran mentira. -Perdóneme señor. ¡Pero parecía usted tan desgraciado! 175
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-Eso no es todo: no respetas los bienes ajenos. He descubierto que has sacado un libro ajeno y te has pasado una noche leyéndolo, gastando inútilmente la vela. Marieta se puso colorada como una cereza, y bajando la cabeza: -¡Oh! sí, señor, hice mal; y en cuanto a la vela, la señora lo notó y me reprendió. Pero he puesto el libro en su sitio, y le prometo no volver a tomarlo más. -¿Querías, acaso, hacerte una sabia? ¿Tienes ambiciones y pretensiones?... No he concluido. Parece que eres coqueta, porque el pobre Lesape está loco por ti, y te va a buscar a la lechería, en donde charlan horas enteras. Marieta alzó la cabeza y se indignó. -¡Ah! señor Paluel, ¿cómo puede usted creer?... Le aseguro que nunca he hecho nada por atraer al señor Lesape ni por gustarle; y, por otra parte, él mismo me ha dicho que va a irse. -Es igual; mientras permanezcas soltera, siempre habrá hombres que te cortejen. Siempre van tras las mujeres bonitas, como moscas a la miel. -¿Pero no ve usted, señor, que no soy bonita? 176
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-Digo que lo eres, y no me gusta que me contradigan. Así, pues, por tu propio interés, he resuelto casarte. Marieta se atrevió a mirarlo de frente, y le respondió con dulce firmeza: -Señor Paluel, si quiere usted que me vaya, me iré; pero en cuanto a casarme, no lo piense; quiero quedarme soltera. -¡Qué carácter! Pero te casaré a pesar tuyo, por más que hagas y digas... Porque, mira la situación. Primero, es convenido que tú no puedes seguir a mi servicio; y, por otra parte, debes por prudencia casarte. En tercer lugar, deseas concluir tus días aquí. ¿Cómo arreglas todo eso? -No sé -dijo Marieta, con profundo desaliento. -¡Oh! Pero yo soy más sabio que tú. El medio de arreglarlo todo, es, sencillamente, que te cases conmigo. Marieta no dudó un momento de que Roberto se burlaba. Su ironía le pareció cruel, hasta feroz, y respondió llorando: ¡Ah! ¡señor Paluel! Usted, que siempre ha sido tan bueno conmigo, ¿por qué se burla de mí? Roberto se acercó a ella, la enlazó el talle con el brazo y le dijo cambiando de tono: 177
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-Quieras o no, te digo que serás mi esposa. Marieta le miró de nuevo. Ya no se burlaba; tenía en los labios una sonrisa que nunca había tenido cuando la hablaba, que había reservado para la otra, para la que ya no existía. El corazón le saltaba tan fuerte dentro del pecho, que creyó volverse loca, y murmuró con voz trémula: -¡Oh, señor, eso no es posible! ¡Verdaderamente, no es posible! -Posible o no, yo haré lo que quiero. -¿Y la señora? ¿Qué dirá la señora? No consentirá nunca. -Me ha dicho ya todo lo que tenía que decirme, y su segundo impulso ha sido el bueno. Marieta conservaba todavía un escrúpulo, un temor. Dijo muy bajo: -Recuerde usted, señor, que ha hecho escribir en una tumba: "Estás muerta; pero no olvidada." Roberto volvió a tomar su aire rudo para contestar: -En verdad, Marieta, me parece que aquella de quien hablas se dio algún trabajo para no ser olvidada, y que bien merece que siempre la recuerde. Ve, le he perdonado el veneno; pero nunca le perdonaré el amante. Y te confieso que la amé de otro 178
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modo que te amo a ti, que me acordaré siempre de ella como se recuerdan por la mañana los sueños que se han tenido en la noche. Pero, te repito que te amo y que tú eres mi felicidad. Y después, atrayéndola más todavía hacia sí: -Marieta, ven sobre mi corazón... es tuyo... déjame ver tus ojos, quiero mirarlos... Ábrelos... Veo claro en ellos que tú has venido al mundo expresamente para mí, y que soy un gran imbécil por haber pasado tanto tiempo sin advertirlo. Diciendo esto, besó dulcemente los húmedos ojos que a Marieta tanto le había costado mostrarle, y que volvió a cerrar inmediatamente. Cuando los volvió a abrir, Roberto se había alejado. Fuera de sí, no sabiendo en dónde estaba, en dónde concluía la tierra, en dónde empezaba el cielo, asombrada de ver en el suelo hojas secas cuando en su alma había una primavera en flor, Marieta se quedó aturdida, como animada por su alegría, y no se atrevía ni a moverse, ni a respirar, de miedo de que se desvaneciera su ensueño. El matrimonio se realizó tres meses después. El marqués Raúl de Montaillé no figuró como testigo. No se le ve ya por la región; y corre el rumor de que quería vender la mitad de su parque, que encuentra 179
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demasiado grande. El comprador se hará de una buena propiedad, en la cual hay un pabellón de caza de piedra y ladrillo, y, de yapa, un bonito pañuelo rosado de seda, olvidado en un cajón. Pero puede ser que antes se lo haya comido la polilla: todo acaba así.
FIN
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