E L
G O B I O
S A B I O
S A L T I K O V S C H E D R I N
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2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
EL
GOBIO
SABIO
Erase que se era un gobio. Su padre y su madre habían sido listos; poquito a poquito, con cuidado y despacito, vivieron infinidad de años en el río, sin que fueran a parar al buche del lucio ni a! caldero de la ujá. Encargaron al hijo que hiciera lo mismo. "Míra, hijito -le dijo el viejo gobio al morir-, si quieres disfrutar de la vida, ¡ándate siempre con mucho ojo!” El joven gobio tenía un talento que no le cabía en la cabeza. Empezó a desplegarlo y observó que, a cualquier parte que dirigiera la mirada, la muerte le acechaba. En el agua, nadaban peces gordos por doquier, y todos eran más grandes que él. Cualquiera de ellos se lo podía tragar, mientras que él, con ninguno podría hacer igual. Y además, ¿para qué? No comprendía esa necesidad. El cangrejo podía partirlo en dos con sus tenazas; la pulga acuática, incrustársele en el lomo y martirizarle hasta matarlo. 3
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Incluso los gobios, sus hermanos, en cuanto veían que había atrapado un mosquito, se lanzaban en bandada sobre él para quitárselo. Se lo arrebataban y empezaban a luchar unos con otros, sin más resultado que despedazar al mosquito en vano. ¿Y el hombre? ¡Qué ser maligno era aquél! ¡Qué perfidias no idearía para privar al gobio de la vida sin honra ni provecho! Jábegas, redes, nasas, trampas y, por último, ¡el anzuelo! Al parecer, no había nada más simple que él: un hilo; en el hilo, un ganchito, y en el ganchito, una mosca o un gusano hincados... Y además, ¿de qué manera?... ¡De la forma más antinatural! Sin embargo, precisamente con el anzuelo era con lo que se pescaban más gobios. Su viejo padre le había advertido en más de una ocasión, que se guardase de él. "¡Al anzuelo es a lo que hay que tener más miedo! -le decía-. Porque, aunque es un aparejo simplicísimo para nosotros, los gobios, cuanto más tonto sea lo que encontremos, más seguro será que piquemos. Nos tiran una mosca, como si quisieran agasajarnos; tú te agarras a ella, ¡y allí está la muerte!” También le contaba el viejo que, cierta vez, por casualidad, al caldero de la ujá no fue a parar. En aquel tiempo, se dedicaba a la pesca del gobio una 4
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comunidad entera de pescadores; a todo lo ancho del río, se extendía el copo, y en el fondo, en un par de verstás a la redonda, no había más que hilos y alambres. ¡La de peces que cayeron! ¡Un espanto! Lucios, percas, carpillas, lochas, morralla, ¡hasta las gandulillas bremas fueron sacadas del cieno del fondo! En cuanto a los gobios, se perdió la cuenta de los que perecieron. Y los miedos que pasó el viejo gobio mientras lo arrastraban por el río, ni en un cuento se pueden referir ni la pluma es capaz de describir. Notaba que se lo llevaban, pero no sabía a dónde. De pronto, vio que a su derecha había un lucio y a su izquierda una perca, y se dijo: "Ahora, el uno o la otra me comerán", mas no le tocaban... "En aquellos momentos, querido, ¡nadie estaba para comidas! Todos pensaban solamente: "¡Ha llegado la muerte!", sin que nadie comprendiera de dónde y por qué venía. Por último, empezaron a cerrar el copo; lo sacaron a la orilla y comenzaron a tirar el pescado sobre la hierba. Y entonces se enteró de lo que era la ujá. Sobre la arena temblante algo rojo, unas nubes grises se elevaban de allí; hacía un calor tan sofocante, que al momento quedó extenuado. Ya se asfixiaba uno sin agua y, por si era poco, añadían aquello... Oyó que decían: "la hoguera". Y sobre la 5
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hoguera había puesta una cosa negra, dentro de Ia cual el agua se agitaba, ruidosa, alborotada, como en un lago un día de borrasca. Aquello era el caldero, según afirmaban. Por último, dijeron: "¡Echadlos al caldero sin tardar, haremos una ujá!" Y empezaron a echar allí dentro a los nuestros. Un pescador tiraba un pescado grandote; al principio, éste se sumergía; luego, saltaba como loco, se hundía de nuevo y quedaba quieto, alelado: la ujá lo había tragado. Le echaban más y más pescados; primeramente, ni los elegían, siquiera, pero luego un vejete reparó en el gobio y dijo: "¿Qué substancia puede darle a la ujá un pequeñajo semejante? ¡Dejadlo que crezca en el río!" Lo cogió por las agallas, lo metió en el agua y le dejó escapar. El gobio, que no era tonto, le dio a las aletas con toda su alma, ¡y a casa! Cuando llegó a todo correr, la gobia, su mujer, le miraba desde la madriguera, más muerta que viva... ¿Y qué? Por mucho que explicó el viejo sabio lo que era la ujá y en qué consistía, pocos son en el río hasta hoy día quienes tienen una idea clara de la misma. Mas él, el gobio hijo, recordaba perfectamente las enseñanzas de su padre, y se decía para su coleto: "Hay que andarse con ojo, pues de lo contrario, al 6
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menor descuido, ¡estaré perdido!" Y empezó a vivir, a pasar la vida. Lo primero que hizo fue idear una madriguera en la que sólo él pudiera entrar y nadie más lograra penetrar. Estuvo un año entero el gobio abriendo su guarida con el morro, y en aquel tiempo, día a día ¡cuántos miedos no pasaría! Dormía hundido en el limo del lecho, escondido bajo las hojas de bardana acuática o entre las mismas algas. Sin embargo, al fin terminó la madriguera. Era de primera: limpia arreglada y a su medida, como era menester, sólo cabía él. La segunda cuestión a resolver era la del régimen de vida a seguir, y decidió así: por la noche, cuando hombres, fieras, pájaros y peces dormían, saldría a hacer ejercicio, y durante el día, estaría metido en su madriguera y temblaría. Pero puesto que era preciso comer y beber, y no tenía un sueldo asegurado ni criados, saldría un momentito de la madriguera, a eso del medio día, cuando los peces hubieran ya saciado su apetito, y tal vez el cielo le deparase algún insecto con que alimentarse. Y si nada encontraba, a su madriguera hambriento volvería y de nuevo temblaría. Pues mejor era no comer ni beber que morir con la barriga llena.
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Y así procedía. Por las noches, hacía un poco de ejercicio, se bañaba a la luz de Ia luna; durante el día permanecía metido en su madriguera temblando sin cesar. Unicamente a medio día salía a buscar algo, pero ¿qué iba a atrapar a las doce de la mañana? A esa hora, los mosquitos se escondían bajo las hojas de las plantas y los escarabajuelos se cubrían con sus caparazones. Bebía un trago de agua, ¡y sanseacabó! Pasábase el día entero, acostado en la madriguera, por las noches no dormía lo que debía, ni se comía del todo lo poco que encontraba y un solo pensamiento le embargaba: "¿Estoy aún vivo? Parece que sí, pero, mañana, ¿qué será de mí?” Cierta vez cometió el pecado de quedarse adormecido, y soñó que le habían tocado doscientos mil rublos a la lotería. Loco de júbilo, de un brinco, volvióse del otro lado y reparó en que había asomado media cabeza fuera de la madriguera... ¿Y si en aquel momento hubiera habido algún pícaro lucio por allí? ¡Habría tirado de él y lo habría sacado de su refugio en un santiamén! -Otra vez, se despertó y observó que enfrente de su madriguera estaba un cangrejo a la espera. Estaba allí parado, como hechizado, mirándole con ojos saltones e inmóviles. Sólo sus bigotes, debido a la corriente, se 8
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estremecían levemente. ¡Qué susto se llevó! El cangrejo estuvo medio día entero esperándole, hasta que anocheció por completo, y en todo aquel tiempo el gobio no paró de temblar ni un momento. En otra ocasión, acababa de volver a su madriguera, antes de que amaneciera, y ya saboreaba el sueño que le aguardaba, cuando de pronto, sin saber por dónde había llegado, vio un lucio parado ante la misma puerta de su casa, rechinando los dientes. Y también le acechó durante toda la jornada como si sólo con verle se alimentara. Pero él engañó también al lucio: de la madriguera no salió, ¡y sanseacabó! Y tales peligros no los corría de vez .en cuando, sino casi todos los días. Y cada día, temblando, salía vencedor; al peligro dominaba y exclamaba al final de la jornada: "¡Estoy vivo! ¡gracias, Dios mío!” Mas aquello era poco: no se había casado, y no tenía hijos, mientras que su padre había tenido numerosa prole. Pero él razonaba así: "¡Mi padre podía vivir alegrementel En aquellos tiempos, los lucios eran más buenos y las percas no se preocupaban de nosotros, los peces menudos. Y aunque una vez al caldero de la ujá estuvo a punto de ir a parar, ¡no faltó un vejete que le ayudara a 9
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escapar! En cambio ahora, conforme van desapareciendo de los ríos los peces gordos, vamos siendo más estimados los gobios. Por lo tanto, no son momentos de pensar en crear una familia, sino de vivir uno solo, ¡y gracias!". Y el gobio sabio vivió de este modo más de cien años. Siempre temblando, temblando siempre. No tenía amigos ni parientes; no iba a ver a nadie, ni nadie venía a visitarle. No jugaba a las cartas, no bebía ni fumaba, a las mozas bonitas no cortejaba, no hacía más que temblar y pensar: "Al parecer, ¡estoy vivo! ¡Gracias, Dios mío!” Hasta los lucios acabaron por elogiarle: "Si todos vivieran así -decían- ¡qué tranquilo estaría el río!" Claro que lo hacían con toda intención, pensando que el gobio, envanecido por el elogio se presentaría: "¡Aquí estoy yo!", ¡y se lo zamparían! Pero él no cayó en la tentación, y una vez más, merced a su sabiduría, salió victorioso de la celada que el enemigo le tendía. ¿Cuántos años pasaron después de aquel siglo? Nadie lo sabe. Unicamente se tiene noticia de que el gobio sabio se disponía a morir. En su madriguera yacía y se decía: "Gracias a Dios, muero de muerte natural, como murieron mi padre y mi madre". Y recordó las palabras de los lucios: "Si todos vivieran 10
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como el gobio sabio..." Bueno, ¿y si fuera así, qué pasaría? Empezó a desplegar aquel talento que no le cabía en la cabeza, cuando, de pronto, le pareció que alguien le decía: "Si todos hubieran hecho lo mismo que tú, ¡hace tiempo que la especie de los gobios habría desaparecido!” Pues para la prolongación de la especie de los gobios se requería, el primer lugar, la familia, y él no la tenía. Pero aquello no era bastante: para que la familia se fortaleciese y floreciese, para que sus miembros fueran sanos, fuertes y animosos, se precisaba que en su elemento natal se criaran y no en la madriguera donde se quedaban ciegos de la eterna obscuridad. Era necesario que los gobios recibiesen suficiente alimento, que no se apartaran de la sociedad, que se relacionasen unos con otros, que a hacer bien aprendieran y otras excelentes cualidades adquirieran. Pues tan sólo una vida semejante podía mejorar la especie de los gobios e impedir que degenerasen y se convirtiesen en raquíticos eperlanillos. Se equivocan quienes suponen que únicamente pueden considerarse dignos ciudadanos los gobios que, enloquecidos de espanto, permanecen metidos 11
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en sus madrigueras, siempre temblando. No, ésos no son ciudadanos, sino, como mínimo, gobios inútiles. No le dan a nadie ni frío ni calor, ni lustre ni deshonor, ni gloria ni oprobio..., viven, comen y ocupan un sitio en el mundo inútilmente. Todo aquello aparecía ante él con tan clara nitidez, que de pronto le acometió un vehemente deseo: ¡Salir de la madriguera y pasearse altanero por todo el río! Pero al momento, volvió a sentir miedo. Y comenzó a morir entre temblores. Temblando había vivido y temblando moría. En un instante, toda su vida desfiló ante sus ojos. ¿Qué alegrías había tenido? ¿A quién había dado consuelo? ¿A quién, un buen consejo? ¿A quién, una palabra cariñosa? ¿A quién, cobijo, amparo, aliento? ¿Quién había oído hablar de él? ¿Quién recordaba que él existía? Y a todas aquellas preguntas, hubo de contestar: a nadie, nadie... Había vivido y temblado, y nada más. Incluso ahora, cuando estaba a las puertas de la muerte, continuaba temblando, sin saber él mismo por qué. Su madriguera era obscura, angosta, no había sitio ni para removerse, no entraba en ella ni un rayito de sol, no se sentía allí calor. 12
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Oía el rumoreo de otros peces que iban y venían ante su agujero; tal vez fuesen gobios como él, pero ninguno se interesaba por el viejo. Ni a uno solo se le ocurría pensar: "Voy a preguntarle al gobio sabio cómo se las ha arreglado para vivir más de cien años, sin que el lucio se lo tragara, ni el cangrejo lo partiera con sus tenazas, ni los pescadores lo atraparan con sus anzuelos." Todos pasaban de largo, ¡y quizás no supieran que en aquella madriguera acababa sus días el gobio sabio! Y lo más doloroso de todo: no oír siquiera que alguien le llamase sabio. Decían simplemente: "¿Habéis oído hablar de ese mentecato, que ni come ni bebe, ni visita a nadie ni se relaciona con ninguno de nosotros y no hace otra cosa que guardar su vida asquerosa?" Y muchos le llamaban sencillamente tonto y vergüenza del río, y se asombraban de que tales seres pudieran vivir en el agua. En tanto desplegaba de esta suerte su talento, se iba quedando adormecido. Mejor dicho, no se adormecía, sino que perdía el conocimiento. En sus oídos resonaban los primeros estertores de la muerte, por todo su cuerpo se extendía una grata laxitud. Y volvió a tener el bello sueño de antes: le habían tocado doscientos mil rublos a la lotería, 13
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había crecido cerca de medio metro, y ahora, él mismo se comía a los lucios. Mientras soñaba aquello, sacó la cabeza fuera de la madriguera, despacito, poquito a poquito... Y de pronto, desapareció. ¿Qué le había ocurrido? ¿Se lo había tragado algún lucio? ¿Lo había partido con sus tenazas algún cangrejo? ¿O había muerto de muerte natural y salido a la superficie del agua? Nadie lo vio. Pero lo más probable es que se muriera él solo, porque, ¿qué placer podía proporcionarle a un lucio el comerse un gobio enfermo, moribundo, y sabio por añadidura?
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