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Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducción: Elena Alvarez Dumont 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
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PRIMERA PARTE I La antigua "Maternidad" de la Akersgaden1 es un modesto edificio de dos pisos, situado en medio de un jardín desprovisto de árboles. Es una casa respetable, que lo menos cuenta quinientos años de existencia; en todo tiempo miles de, mujeres han buscado refugio bajo su techo, tanto en horas de aflicción como en momentos de alegría, y si el vetusto edificio pudiese escribir sus memorias, se conocerían infinidad de extrañas historias. Un día de marzo, templado y hermoso, del año 1878, detúvose una pareja ante aquella casa y tiró de la mohosa argolla de hierro de la campanilla. Abrióse la puerta; la pareja cruzó el desierto jardín y se encontró de repente en el patio, en donde la nieve que se derretía al sol y la basura exhalaban un olor desagradable que se mezclaba al tufo de hospital. El portero recibió a los recién llegados con una azada en la mano, y cuando aquéllos le preguntaron por el director, les indicó una puerta en el ala de la izquierda y les dijo: 1
Gaden equivale a calle. 3
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-A estas horas tiene la costumbre de ir a ver al administrador. El hombre dejó a su mujer en el patio y subió rápidamente la escalera del despacho del administrador; pero volvió en seguida diciendo que el director estaba con el médico de guardia. El portero, apoyado en la azada, señaló una casita roja, aislada, inmediata al ala derecha. -Sí, allí está el ayudante -murmuró. Precipitóse allá el hombre, y a poco salió, muy excitado. -Pero, ¿qué enredos son éstos? -exclamó-. El director está haciendo en este instante la visita con los alumnos de medicina. -Sí; entonces deben ustedes aguardarle en su despacho -aconsejó el porter, soltando la azada. Indicó una escalera de piedra grisácea, a la derecha del portal. El hombre lanzó un suspiro y subió, en tanto que la mujer optaba por seguir esperando en el patio. Esta vez estuvo ausente bastante tiempo, y la mujer comenzó a pasear de arriba abajo, intranquila. Parecíale larga la espera porque estaba impaciente por conocer el resultado de la visita. Contaba más de cuarenta años, y al fin hubo de renunciar a la esperanza de tener un hijo, pero entonces, decidió adoptar un chiquillo extraño, -un recién nacido, de la "Maternidad"; podía escogerlo entre muchos, y al mismo tiempo llevaba a cabo una buena acción. Ya hacia más de un año que diera el encargo al directo, pero no era ella fácil de contentar. Ante todo debía ser un niño sano y bien conformado; además, también la madre había de ser sana y bien conformada, y, por último, era preciso que ésta aceptase las 4
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condiciones que se le impusieran. Hasta el día anterior no la llamó el director, porque creía haber encontrado lo que ella quería. Y, ahora, el pequeñuelo se encontraba tras de aquellas ventanas. ¿Qué aspecto tendría.? Dentro de un instante le vería, tal vez pudiese sacarle de la casa en el acto. Pero, si llevase en sí el germen de una triste herencia, ¿sería luego para ella un hijo, verdaderamente? ¡ Pueden suceder tantas cosas tratándose de un niño extraño a quien de repente se quiere con todo el corazón! Iba y venía por sobre el fango, se volvía y miraba con impaciencia la puerta por la que desapareciera su marido. Cuanto más alto estaba el sol, más desagradable era el olor que se percibía. Sacaban afuera las mantas y los colchones de los enfermos y los sacudían en el fondo del jardín, tras de los árboles. Y no cesaba aquel insoportable olor a hospital que salía del inmenso y silencioso edificio, anunciando que tras de las cerradas ventanas ocurría algún suceso misterioso. De una de las salas del piso segundo parte un alarido desgarrador que resuena varias veces. La mujer se acerca al, portero, que con la azada golpea la capa de hielo un arroyuelo, y le pregunta: -¿Quién grita? El portero se apoya en la azada, mira al sol entornando los ojos y se rie de la candorosa pregunta. -¿Quién? -contesta-. Ni yo mismo lo sé; aqui están chillando todo el año, día y noche. En aquel momento el hombre, llama a la mujer; el director la espera en el despacho. 5
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Y el patio queda desierto por algún tiempo. El portero ha desaparecido, la azada está apoyada en la pared, gotean los aleros, y un estornino se columpia en el canalón y canta al sol abriendo su pico amarillo. Luego sale una enfermera, una muchacha con las mangas recogidas, cruza el patio y grita: -¡ Portero! ¡ Portero! El portero asoma la cabeza cana por la puerta y, con la boca llena, pregunta enojado: -¿Qué pasa? -La muchacha se detiene e involuntariamente baja la voz: -El doctor le ruega que vaya al número diez. -Bueno; pero, ¿no puedo tomar antes un bocado? ¿Qué quiere? -Es necesario sacar un cadáver. -Bueno, ahora voy. Y el portero se retira. Por último el doctor del pelo canoso aparece en la escalera conversando tranquilamente con los cónyuges forasteros. El doctor se detiene en la escalera y dice: -Pero, si se empeñan en verlo inmediatamente, debemos obrar con diplomacia. Ustedes desean que no lo conozca la madre, ¿no es verdad? -Sí, eso queremos -responden ambos. Y la mujer se apresura a añadir: -Al hacerme cargo del niño quiero tener la seguridad de que ha de ser para nosotros. Quizás la madre, quisiera ir luego en su busca, y entonces el pequeño tendría dos madres; también es posible que tenga familia, y ésta podría venir a 6
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meterse en ciertas cosas y... no, muchas gracias, no queremos nada con ella. El doctor asiente. -Bien, entonces habrá que representar una pequeña comedia. Pero no olvide usted su papel, señora, cuando vea al angelito. Y les lleva, a través del patio, a otra escalera. Pero, de pronto, la mujer le pone la mano en el brazo. -Oiga -le dice muy quedo-, aún no nos ha contado nada de la madre. El director sube unos cuantos peldaños más y contesta con voz velada: -Hasta ahora se ha negado a decir su nombre y el de su tierra. La llamamos el número cuarenta y siete. -Pero, ¿está usted seguro de que consentirá? El director la mira con una sonrisa de satisfacción. -Creo tener cierta práctica para juzgar a esta clase de mujeres -replica moviendo la cabeza-; si no me equivoco, ésta es la más infeliz de todas. Pero ahora lo veremos por nosotros mismos. Continúa andando y guía al matrimonio por un obscuro corredor, pasando ante una serie de puertas numeradas. Al detenerse, abre una puerta y dice alzando la voz más de lo necesario: -Podemos echar una miradíta a esta sala. Hace entrar primero a los forasteros. Hasta ellos llega un extraño olor penetrante y nauseabundo. La estancia está sumida en la penumbra porque mira a poniente. Lo primero que se percibe son las dos hileras de camas con las cabeceras 7
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contra las paredes laterales; luego se distinguen dos hileras de ojos y de rostros que se vuelven hacia los que entran. Tres niños lloran al mismo tiempo y las madres los acallan. Ahora se puede ver que algunas están sentadas en la cama, que otras dan el pecho a los pequeñuelos y que muchas dormitan, pálidas, aniquiladas, por los recientes sufrimientos. En la cama más próxima hay una mujer que se ha endosado su vestido encima de la camisa de dormir, y que se incorpora cuando llegan los visitantes. El director se detiene y, dirigiéndose a ella, interroga: -¿En dónde tiene usted a su chiquillo? La moza, de ancho y mofletudo rostro de color amarillento, responde muy serena: -Se murió hace tres dias. -Sí, ya me acuerdo. Y el director quiere seguir andando, pero la señora se vuelve hacia1a moza y le pregunta con interés: -¿Cree usted quizás que ha sido un bien que haya muerto el niño? La muchacha baja los ojos. -¡Oh! sí, ha sido lo mejor. El director interrumpe, sin cumplidos: -Ya ha tenido otros tres. La moza mira a la señora y dice luego tranquilamente: -Sí, tres. -¿Qué hace? ¿servir ?-pregunta la señora suspirando. -No, es encuadernadora. Siguen adelante, mientras la muchacha se acuesta de nuevo en la cama y cruza las manos bajo la nuca. 8
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Todas las mujeres vuelven sus rostros hacia los visitantes, contemplándolos con esa extraña mezcla de envidia y de admiración propia de cuantos se encuentran en un hospital. Aquellas dos personas vienen directamente de la luz del sol y del aire libre y llevan a la sala aire y luz; pero, dentro de un momento se marcharán, y podrán permanecer afuera cuanto les plazca. El director se detiene junto a otra cama y la mujer piensa: -¿Será ésta! Pero al acercarse ve sobre las almohadas, con gran desilusión, una cabeza cana. -El parto de ésta fue muy laborioso -explica el doctor con indiferencia-. Tiene cuarenta y cinco años y es primeriza. Cuando la visitante observa que la mujer duerme, murmura: -¿De modo que no es, ésta? Naturalmente, estará casada. El director mueve la cabeza: -Es soltera- contesta con extraña sonrisa. Pero, al advertir que aquella solterona con el pelo blanco y un niño ilegítimo causa una impresión penosa a la señora, coge a ésta por un brazo y le dice: -Venga y verá una cosa rara. La lleva a otra hilera de lechos y se detiene junto a uno. Una mujer de rostro pálido y contraído yace sobre las almohadas y se ríe, se ríe continuamente, estrechando contra su pecho a un pequeñuelo. Cuando mira al director, suelta una 9
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retahíla de palabras incomprensibles y al mismo tiempo se escapa de sus labios un hilo de espuma. Pero sus ojos, sus grandes ojos claros, brillan con extraña alegría. -No sólo es una anormal -dice el doctor -; además tiene las rodillas tocándole con el pecho, y está así desde pequeñita. Pero a pesar de eso es madre, como ustedes ven. Entre nosotros los cristianos, suceden cosas que ni siquiera sospechan las mujeres honradas que se pasan la vida haciendo calceta para los paganos. La mujer se ve obligada a apoyarse en su marido porque se siente desfallecer, y murmura: - ¿No será ella? Pero el director vuelve a cogerla del brazo y a sonreírle nuevamente, muy satisfecho. -Venga- dice-, ahora le enseñaré una cosa muy hermosa. Me parece que está durmiendo. La forastera comprende que se trata de quien ella sabe y su corazón palpita impaciente. El director la lleva hasta una cama, junto a la ventana. Aunque está corrida la cortina, un torrente de luz irrumpe en la sala y envuelve las almohadas en tintas rosáceas. Los visitantes ven la cabeza de una mujer joven y robusta. Duerme la moza. Tiene destrenzado el pelo obscuro y abundante que le cae por la frente y desaparece bajo la espalda en tanto que la cabeza se inclina amorosamente, hacia el pequeñuelo que duerme sobre su hombro. Diríase que le ha sorprendido el sueño dando el pecho al niño. La camisa está aún desabrochada y deja ver un cuello blanco y redondo y un seno henchido de leche. Re10
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presenta de veinticuatro a veinticinco años, y el rostro de facciones regulares, seria bello a no estar tan pálido y demacrado. Pero la visitante sólo mira al niño. Al principio con ciertos propósitos de crítica, como si se tratase de una mercancía que debiese comprar. También el pequeñuelo duerme. La cabeza pelona y relativamente grande, es al mismo tiempo delicada y fuerte. La mano, pequeña y gordezuela, descansa, abierta, sobre el pecho maternal, y la boquita parece mamar de cuando en cuando, como en sueños. Las mejillas son como dos pellas de masa. Es un angelito al que se sienten deseos de abrazar y acariciar sólo con verle. La mujer sonrie involuntariamente. Aquel niño que duerme tan tranquilo junto a su verdadera madre, debe pertenecerle. Está pobremente vestido, con prendas remendadas: es la ropa ya vieja, de la casa, y ni siquiera parece limpia. La mujer preferiría llevarse en el acto al chiquillo, le lavaría perfectamente y le pondría los lindos trapitos que ha cosido en estos últimos tiempos. Luego mira también a la madre, que duerme plácidamente, con su hijito apoyado en el hombro, y no sospecha que otra mujer quiere arrebatarle aquella criatura. Y por un instante, el corazón de la excelente mujer se subleva, lleno de compasión. ¿No es un pecado separarlos? Pero inmediatamente echa mano de sus argumentos de poco antes. Aquella muchacha debía abandonar a su hijo que de lo contrario constituiría para ella un padrón de ignominia durante toda su vida. Lo mimo que la encuadernadora, pasado el primer momento de dolor, consideraría una fortuna la muerte del niño. ¿Por qué, pues, no ha de querer 11
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cedérselo a ella, que será una buena madre, y no ha de enterrarlo en el fondo de su corazón como si hubiese muerto? De repente los ojos cerrados se abren y las dos mujeres se contemplan unos instantes. Pero, al cabo de un momento, la visitante retrocede involuntariamente unos pasos y mira otra cama. El director no pierde la serenidad y dice con acento jovial: -¿Qué tal ha dormido usted? ¿Cómo está el nene? La muchacha se sube las mantas hasta la barbilla sin responder y se vuelve del otro lado. El niño se despierta y comienza a lloriquear, y la moza le calla, inclinando hacia él la cabeza. Pero un rubor vivísimo le enciende el rostro. Al salir, la visitante se detiene en el unibral y mira largo rato la cama próxima a la ventana, porque experimenta ya la sensación de separarse de su propio hijo. Cuando se ve nuevamente en el patio, le dice al director: -¿No le parece a usted bien, quizás, que la madre no sepa en donde va a estar su pequeño? Y el director responde: -Tiene libertad completa para elegir. Por lo pronto, se le puede dar tiempo para reflexionar, y, por otra parte, yo no pienso emplear halagos ni amenazas. Por lo tanto, esperemos. Cruzan juntos el vetusto portal. Y la mujer habla de hacer algo en favor de la infeliz muchacha por conducto del director.
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II El cansancio se manifiesta de diversos modos. Los seres felices se libran de él durmiendo plácidamente; sin embargo, puede ser tan grande que lo sintamos aun en sueños, como una de esas pesadillas que nos desvelan. Esto le sucedía al número 47, la moza de junto a la ventana. Habíase dormido de nuevo un instante, pero, al despertarse, se encontró más cansada que antes. En una sala tan grande, con tantos mamoncillos, no era fácil tener tranquilidad. Cuando no gritaba su hijo, lloraba otro pequeñuelo, y con frecuencia chillaban varios al mismo tiempo. Cuanto más se prolongaba su insomnio, más insoportable se le hacía el ruido, y cada vez que la despertaban tornábase más irascible. Si era su hijo se desesperaba, pero como se tratase de los demás, le entraba repentinamente tal furia que se veía obligada a apretar los dientes. Desde que estaba allí apenas habría dormido media hora de un tirón. Y sentía una gran pesadez de cabeza, sus ojos no podían resistir la luz, y el colchón, duro y lleno de bultos, era para ella como un potro, porque la tenía constantemente con la es-
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palda dolorida. Llegó a llorar por la menor molestia, aunque procuraba contenerse todo lo que podía. Incorporóse apoyándose en el codo, miró por debajo de la cortina y vio que el sol no iluminaba ya tan intensamente los tejados de las casas. Apartó la cortina y contempló con indiferencia el áureo y resplandeciente astro, ya en su ocaso, que doraba los árboles del lejano bosque al otro lado de la ciudad. Mejor era mirar afuera que adentro, pero de todos modos le hubiese gustado poder asomarse a otra ventana. Quizás lo hubiesen agradecido sus ojos, porque siempre veían las mismas paredes con los mismos canalones, los mismos patios traseros y los mismos caballetes, algunos de los cuales parecían un gato en acecho. En el tejado del palacio de justicia había ayer un montón de nieve; hoy ha desaparecido. Lejos, en las afueras de la ciudad, construían una torre, y a veces le daban vértigos al pensar que podía caerse desde lo alto algún obrero. También se veía aquel letrero grande y presuntuoso, en letras de oro, empingorotado en el extremo de una columna de hierro, encima de una casa de la ciudad. "L. B. Hansen, xilógrafo." Aquel nombre estaba allí ayer, estaba hoy; aquel nombre le daba grima, y, sin embargo, siempre acababa por deletrearlo al revés. Tal vez en las otras camas ocurriese algo, pero no se ocupaba en ello. Se sabía de memoria cuanto pudiera pasar. Todos los ojos estaban fijos en la puerta, porque se aguardaba la cena, con la tácita esperanza de que fuese algo mejor que la de la víspera.
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De pronto la cogieron por un brazo y al volverse vió junto a su cama a una enfermera que le puso un bolsillo en la mano. El número 47 miró con ansiedad a la muchacha, quien se inclinó, murmurando: -¡Diez corona! ¡No han querido dar más! El número 47 convirtió los ojos al portamonedas, como si le costase trabajo creerlo, y exclamó: -¡ Pues era un reloj de oro! -Pero tan antiguo, según dijeron. El número 47 puso el portamonedas junto a la ventana y suspiró: -Muchas gracias, y perdone la molestia. Al quedarse sola nuevamente permaneció inmóvil, con la mirada fija; luego metió la mano bajo las almohadas, sacó un pañuelo anudado por las puntas y comenzó a contar el contenido. No, no habla más que ocho coronas. Unidas a aquellas diez, sumaban diez y ocho tan sólo. Pero la cuenta de la casa ascendería seguramente a veinticinco coronas. Y otra vez surgió amenazadora la posibilidad que la atormentaba, día y noche de que la obligasen a decir su nombre y el de su pueblo para el saldo de la cuenta. Guardó las monedas de plata en el bolsillo, colocó éste bajo la almohada, dejó descansar las pálidas manos sobre el cobertor y se puso a mirar el techo. -Bueno -pensó al fin-, el abrigo de invierno es muy bonito; aunque se acerca la primavera quizás pueda sacar por él diez coronas. Lo principal es salir de aquí; luego, ya veremos lo que sucede. 15
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Esta reflexión la tranquilizó y sus párpados se cerraron de nuevo. ¡ Resultaba tan molesto pensar, y todos los pensamientos eran, por lo demás, tan melancólicos y tan enervantes! No, no podía seguir pensando. Pero en aquel momento se abrió la puerta y aparecieron dos enfermeras con la cena. La misma sopa clara y la misma leche azulada de la tarde anterior; y todos aquellos rostros animados, por la esperanza, se volvieron involuntariamente hacia otro lado. Distribuyeron platos y tazas. Algunas madres se encontraban tan débiles aún que era preciso administrarles el alimento a cucharadas; otras, sentadas en la cama, recibían su ración con el apetito propio de las puérperas. El número 47 miraba a una y otra cama. ¿Quién hubiese creído, un año antes, que había de verse en el más mísero de los hospitales, al nivel de aquella cáfila de mujeres, la mayor parte de las cuales habían sido recogidas en el arroyo? El sol poniente enviaba un postrer rayo a través de la ventana y proyectaba un haz de luz policroma sobre el papel que revestía la pared, mientras la inmensa sala quedaba sumida en la obscuridad y sólo se adivinaban los cuerpos en las camas. En un rincón, en el fondo, estaba sentada una muchacha de unos diez y ocho años, que pedía más comida. -¡Dios mio! -gritaba alegremente-, ¿no hay quién me venda su ración? ¡ le doy una corona! Tenía puesta la camisa de la casa, amarilla y tosca, y por los hombros le caía una soberbia cabellera rubia que iluminaba el sol cada vez que se inclinaba para alargar su plato. 16
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Una enfermera permanecía con una bandeja ante una cama, porque la enferma no quería comer y no cesaba de llorar. Era una vulgar mozuela de las calles; su hijo había muerto el día anterior de una enfermedad congénita; y, con gran asombro de todos, la madre estaba inconsolable. -Come la sopa ahora -le dijo la comadrona-, que ya se arreglará todo. Pero la joven se tapó la cabeza con las mantas y siguió sollozando. -Déme su plato -chilló la moza del rincón-, por lo menos, aquí debía una poder comer hasta hartarse. Entrechocábanse platos y cucharas a lo largo de las dos hileras de camas en donde ya empezaban a advertirse los síntomas del habitual descontento por la comida. Una labriega, que había dado a luz el día anterior, pero que ya se sentía bien, presentó su taza a la comadrona mientras revolvía el contenido con la cucharilla. -¿A esto lo llaman leche aquí.?-preguntó-, en el campo lo llamamos agua de fregar. Derramó una cucharada en el suelo y dejó la taza. -¿Qué libertades son ésas?-dijo la enfermera poniéndose en jarras-. ¿Tendré que quejarme al señor director? -Sí -dijo la aldeana-, vaya a decírselo al director; me gustaría preguntarle si por estas tierras las vacas dan agua sucia. La mujer de un obrero, que tenía la lengua muy expedita, terció en la conversación. -¡ Oh!-dijo-, aquí no podemos esperar cosa mejor, porque no somos más que polvo y basura, e importa poco que 17
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nuestros hijos revienten. Pero las señoras elegantes de primera clase duermen en colchones de seda y pluma, y con la nata de la leche que nos dan a nosotras les hacen la comida. En este mundo hay mucha desigualdad entre los hombres. En todas las camas se oyeron murmullos de aprobación, y la moza del rincón, a quien no habían dado más sopa, agregó: -¡Claro! Lo mismo que con la comida pasa con el director. A nosotras nos trata como a perros, y a las señoras elegantes les hace cortesias, les besa la mano y les administra medicamentos fortificantes interior y exteriormente. ¡Ah! ¡ ah! ¡ lo mismo que a nosotras! La encuadernadora de la cara pajiza se lamentó a su vez: -Y probablemente las señoras elegantes traen al mundo sus chicos con una facilidad que nosotras no tenemos, y de la que el Señor nos libre. Hizo gracia la ocurrencia y algunas empezaron a reír. Y entre las escandalosas risas se oían los sollozos de la ramera que seguía con la cabeza escondida bajo las mantas. La única que parecía contenta era una mujer casada, la joven y robusta esposa de un obrero. Sobre la mesilla tenía algunas golosinas que el marido le llevaba todos los días: miel, naranjas, chocolate y pan blanco. Cada vez que comía aquellas cosas, sentía muchas miradas fijas en ella, y parecía que los bocados se le atragantaban; pero no era posible darles a todas. Ahora la tullida reclama la atención general; aprovechan el momento en que come para quitarle el niño. Apenas lo advierte, deja de comer, extiende los brazos y comienza a 18
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sollozar, y aquella ligera emoción hace asomar nuevamente la espuma a su boca. -La encuadernadora, riendo, se acerca a la cama de la tullida y le dice irónicamente: -¡ Sí, sí! ¿Crees, acaso, que te quieren quitar el crío para que no te avergüence ni te estorbe? ¿Eh? ¡Bah! ¡no te apures, podrás tenerle contigo, tranquilízate! Pero la sin ventura no se daba cuenta de que se reían de ella; seguía acostada, con los brazos extendidos, y sollozaba. Aquella mujer, idiota hasta entonces y que muchas veces se mordía los labios hasta hacerse sangre, habíase convertido de repente en una madre amante y cuidadosa. Comprendíase que en aquella inteligencia obtusa acababa de despertarse el sentimiento maternal y que a él se agregaban las preocupaciones para lo porvenir. Porque, ¿quién podría saber si el visitador no le quitaría el niño enviándoles a ambos a algún asilo? Al fin se acercaron las enfermeras y le entregaron el pequeñuelo; le estrechó nuevamente entre sus amantes brazos y siguió tumbada, riendo, riendo de tal manera que parecía que iba a reventar de risa. El número 47, la de junto a la ventana, hizo un esfuerzo para despachar la mitad de la sopa y el resto se lo envió a la moza del rincón. Cuando hubieron recogido platos y tazas, remangáronse las enfermeras y comenzaron a mudar a los niños para pasar la noche. Una moza llevó un cesto con la ropa limpia, no bien seca aún, por lo que la fue tendiendo delante de la estufa. Esta estaba al rojo y la ropa empezó a humear, difundiendo en breve por la sala un olor sofocante a jabón moreno; no se 19
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hizo el ambiente más respirable cuando desnudaron a siete pequeñuelos y pusieron los pañales sucios en montón junto a la estufa encendida. Algunas mujeres se taparon las narices, otras tosieron, y en tanto los niños, entre las manos hábiles de las comadronas, atronaban el espacio con espantosos chillidos. Diríase que la atmósfera infecta provocaba en todos ellos una rabia impotente. Pero cuando los pequeñuelos volvieron al poder de sus madres fue cuando éstas se despacharon a su gusto. La de la lengua expedita puso a su chico sobre el cobertor y gritó: -¡Vaya! ¡maldita sea!... ¡Valiente limpieza! ¡Venga acá! Y llamó a una enfermera que se acercó. La mujer empezó a despotricar contra la ropa blanca, que debía estar limpia, pero que no lo estaba porque se contentaban con zamparla en el agua, darle un poco de jabón moreno y secarla luego junto a la estufa. Y aquella ropa tan pronto se la ponían a los niños sanos como a los enfermos; verdaderamente no era raro que muriesen tantos de enfermedades infecciosas. También en las otras camas ponían peros a la ropa y el descontento se traducía en palabrotas. Al pronto, las comadres se miraron, luego decidieron aguantar el chaparrón, y, por último, para defenderse, insinuaron que no habían lavado ellas la ropa, sino las señoritas de la ciudad que probablemente sería la primera vez que metían las manos en el agua. Pero esta declaración no sirvió para apaciguarlas. Al fin, las enfermeras hubieron de confesar que tenían razón y entonces alborotaron de lo lindo: hacían gestos amenazadores, chillaban, blasfemaban y con el griterío se recrudecieron 20
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las toses. El número 47 permanecía inmóvil y se tapaba los oídos. Daba espanto oír aquello. Cuando al fin se calmaron fueron entregándoles sus hijos a las madres que criaban. Y en tanto que aquellas criaturas macilentas se inclinaban contemplando a los mamoncillos, empezaron de nuevo las observaciones sobre las señoras elegantes de primera clase que estaban mejor que ellas. Si es cierto que las primeras convicciones se maman con la leche materna, aquellos niños serían con el tiempo anarquistas, seguramente. A la mayoría de los niños los criaban artificialmente; llevaron un perol de leche hirviente para ellos y lo colocaron en medio de la sala. Una comadrona se acercó al número 47 y preguntó: -¿Tiene que tomar leche esta noche su pequeño? -Sí -contestó el número 47 con expresión de cansancio-, me parece que hoy no podré darle otra vez el pecho. La comadrona cogió al niño y a poco tres enfermeras se sentaban alrededor del perol y empezaban a dar la leche a cucharaditas a los pequeñuelos, en tanto que éstos lloraban y el liquido se vertía las más de las veces. Cuando le devolvieron el niño al número 47, cogió a la comadrona por la muñeca y gritó con espanto: -Pero, ¿está usted loca? ¿Sabe lo que ha hecho? -¡No! ¿Estaré loca, quizá, porque le he dado leche a su hijo? -Antes se la dio usted a ese niño que tiene una enfermedad horrible, y luego se sirvió usted de la misma cuchara para mi hijo, sin lavarla previamente. ¿Pero está usted loca? La joven se echó a reír. 21
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-¡Bah! ¡no es tan grave la cosa! Y, desasiéndose, se marchó. El número 47 cogió un pañuelo y se puso a limpiar la boca a su hijo, pero le entró una llorera nerviosa y se volvió del otro lado para que nadie lo advirtiese. A poco tornó a acostarse boca arriba, con el niño apoyado en su hombro, y contempló, indiferente, el anaranjado celaje crepuscular. El sol se había ocultado y las sombras invadían la ciudad ennegreciendo los tejados de las casas. Y en su abatimiento le causaba pavor la idea de que iba al encuentro de una noche más.
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III -¡Duerme! ¡ duerme! ¡Después de todo, de nada sirve el pensar! ¡Duerme! ¡ duerme! El número 47 cierra los ojos, pero no hace otra cosa que dar vueltas. Son más de las doce. Alguien se mueve en una cama, una mujer ronca desaforadamente, un niño se despierta y llora. La calle está en silencio, impera la noche. Pero, cuando no podemos dormir por exceso de cansancio, nos asaltan pensamientos sombríos, y a la joven la asedian como en noches anteriores y tiene extrañas visiones en la obscuridad. A la sazón yace en la cloaca. Pero allá en el mundo hay un rinconcillo en un pueblecito iluminado por el sol en donde un tiempo viviera en otras condiciones. Surgen y desaparecen nuevas decoraciones áureas. Cada recuerdo lleva impreso su paisaje particular, y siempre es ella el punto central, como en gigantesca orla policroma. Primero la islita, allá en el Skären, y la casa del farero, en la que se crió en medio de la fértil campiña del Ostland, en donde, tantas cosas acaecieron. Luego aparece una sombría guardilla en la capital, en la que permaneció algunos meses, 23
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como en una cárcel. Y, por último, surgen rostros de hombres, de mujeres, de amigos-, algunos de los cuales despiertan nuevamente en ella un sentimiento de odio. De pronto se incorpora, coge el reloj de la vecina y lo acerca a la lamparilla. ¡Oh! ¡no son más que las dos! ¿No se acabará nunca aquella noche? Vuelve a echarse, se tapa la cabeza con las mantas y cierra los ojos con fuerza. "¡Duerme! ¡ duerme!" Pero pronto torna a discurrir por la islita. Sus padres están en la casa del faro y no sospechan nada. Da media vuelta y suspira. Ahora se ve zagalilla, correteando con los chicos de los pescadores por toda la isla. El mar rugía por doquier. Hacia poniente se dilataba hasta confundirse con el cielo. Hacia levante se veía la costa, como una línea negruzca entre el cielo y el mar. En la playa anidaban aves acuáticas de diversas especies que eran amigas suyas. Muchas veces se acercaba a un eder y le daba golpecitos en el dorso sin que el ave huyese. Iba con su madre a la iglesia. El camino corría por entre hornagueros y montes y en toda la isla no había un árbol, exceptuando un raquítico abedul de su jardín. Ella y sus dos hermanos daban lección con su padre. Este poseía una magnifica biblioteca, y ella no tardó en aprender a leer los libros escritos en idiomas extranjeros. ¡ Pero, cuán poco se parecían sus padres! La madre era extraordinariamente religiosa; el padre permanecía sentado ante una botella hasta muy entrada la noche. Era oficial de marina, pero por una fatalidad le destituyeron y no podía consolarse de ello. 24
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Luego empezaron los disgustos con los hijos. El mayor fue a la cárcel por haber falsificado una letra; el segundo dejó una excelente colocación en la ciudad y se escapó con una artista del circo ecuestre. La madre soportó ambas cosas como una cruz enviada por Dios; al padre se le llenó la cabeza de canas. Y otra vez se vio sola entre sus padres, como entre dos enfermos que todo lo esperaban de ella. Y le parecía natural esforzarse en devolver a sus padres, proporcionándoles alegrías, lo que los hijos les arrebataran a fuerza de penas. Verdad es que a los veintidós años vivía sin ningún proyecto con los dos viejos. Nunca iba nadie a visitarlos, no tenía la menor esperanza de salir de la isla, y se creía condenada de por vida a aquella soledad. Entonces fue cuando la tía rica que poseía una finca cerca de Mjösen la invitó a pasar con ella el verano. Su Padre mordió la boquilla de su pipa y barbotó: -¡Vaya, vaya! ¡ conque se acuerdan de nosotros!... Al fin se le presentaba una oportunidad de escapar de la jaula. Su padre cedió. Fue la primavera pasada. Sí, hacía un año, precisamente. Pero torna a incorporarse y se oprime la cabeza con las manos. - ¡Dios misericordioso! ¿por qué no puedo dormir? A poco vuelve, a echarse con los ojos medio cerrados. Y recuerda su arribo a la soberbia posesión, impresionada aún por la estancia de algunos días en la capital. Alzábase la casa en una loma y se reflejaba en el dilatado lago circuido de caseríos y de bosques de abetos. Era en el mes de junio; 25
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el jardín estaba lleno de manzanos en flor y los prados ondulaban a impulsos del viento estival. A la fresca brisa marina a la que estaba acostumbrada sucedió la fragancia de la hierba seca, de las plantas y de las flores. Permanecía horas y horas en la ventana de su cuarto para bañarse en el grato ambiente nocturno. La blanca luna ascendía por sobre el lago, pero no alumbraba, porque la noche era demasiado clara. ¿Por qué razón experimentó desde el principio una especie de repulsión hacia su tía y sus dos primas? ¿Abrigaba el temor de que por causa de su padre y de sus hermanos la mirasen por encima del hombro? Estos pensamientos la mortificaban constantemente, como una dolorosa herida que temía tocar. Pronto tuvo la certidumbre de que la miraban con lástima. La dolorosa herida recibía golpe tras golpe, traducidos en miradas, en indirectas, en ciertas inflexiones de la voz; sin embargo, quizá provocasen aquellas miradas su manera de vestir y sus modales. Devoraba su ira porque aun no quería volverse a su casa. Y como tenía que ocultar su cólera, ésta no tardó en convertirse en odio. Ibase acumulando en su alma poco a poco. Pero todos debían ignorarlo. Así aprendió a disimular. Como no quería entristecer a sus padres, escribía a su casa cartas alegres. Así aprendió a mentir. Aquella casa siempre estaba llena de gente, y pronto se dió cuenta de que la encontraban hermosa, más hermosa que a las dos primas que tenían su misma edad. Un acaudalado agricultor y un veterinario, pidieron su mano. Y empezó a soñar con una posición elevadísima, no 26
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sólo por hacer felices a sus padres, no, sino porque quería llegar a ser más que sus primas, para poder vengarse. Entonces fue cuando llegó él -un pariente del difunto marido de la tia-. Acababa de doctorarse en medicina y se decía que era rico, muy rico. En cuanto se percató de que el joven se ocupaba ostensiblemente de una de las primas, comenzó a encontrarle guapo. -Quiero apartarle de ella -pensaba-, pero, es preciso obrar con astucia. La casa se animó con su llegada. Excursiones al monte, meriendas en el bosque, chocar de vasos, risas y miradas apasionadas. ¡Qué verano! Antes rezaba sus oraciones todas las noches. Entonces se olvidaba de rezarlas. Pero él notó que ella pertenecía a una clase más humilde. Porque quizás no se hubiese conducido lo mismo con otra cualquiera la noche que se quedaron los dos solos en la casa. Al día siguiente tuvo ella la sensación de que eran algo más que novios. Se habían desposado, en cierto modo. Entonces miró a su prima sin odio. Ya no quería vengarse, sino triunfar tan sólo. Se veían en el bosque y pasaron unas semanas deliciosas. Ella estaba contenta y muy entusiasmada y era feliz. Al pensar en sus padres hacía proyectos risueños y gratos; ¡ qué bien estarían los viejos cuando se los llevase a su casa! Luego él se marchó inesperadamente. No le había hablado antes, de su marcha y estaba intranquila. Esperó carta; luego le escribió. Pero no tuvo contestación. Después, un día, en la mesa, oyó que el doctor Folden tenía relaciones 27
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desde hacía mucho tiempo con una señora de la ciudad y que pensaba casarse pronto. ¡Oh! ¡qué día... qué día! Incorpórase de nuevo en el lecho, se pasa la mano por la frente y murmura: -¡Ah! ¡me volveré loca si no consigo dormirme! También la vecina, la del pelo canoso, está despierta y le dice: -¿Cree usted quizá que es la única? No le contesta. Mientras se oprime la cabeza con las dos manos recuerda aquella noche en que vagó por los campos. Finaba el otoño y la humedad de la hierba la había entumecido. Tenía un presentimiento terrible. ¡ Si ocurría aquello! Al alba volvió arrastrándose a la casa. Durante el día iba de un lado para otro, se ocupaba en sus quehaceres, canturreaba, bromeaba y reía. No debían enterarse de nada, no debían tener esa satisfacción. Al fin se disiparon las dudas; el terrible presentimiento se realizó. Comprendió que iba a ser madre. Pero seguía canturreando mientras iba de acá para allá. Era preciso que nadie tuviera la menor sospecha. La angustia la enseñó a reír en vez de llorar, le hizo recurrir a mil expedientes, le infundió serenidad. Era necesario encontrar una salida, y, si no, había de inventarla. Pero, ¿adónde ir? ¿A su casa? Sí, para que sus padres tuviesen que, soportar este nuevo golpe. Un día escribió a su casa una carta muy alegre, pidiendo dinero para poder ir a una escuela culinaria de Cristiania. 28
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Llegó el dinero, aunque con un sermoncito del padre. Y para que la tía y las primas no fuesen a verla a la capital, riñó con ellas de intento antes de marcharse y se separaron enemistadas. Escondióse en la inmensa ciudad como un animal herido. Asistió un mes a la escuela, pero dejó de ir para no despertar sospechas. Luego alquiló una guardilla cerca de una costurera del barrio y se pasó los días cosiendo para costearse la comida y la casa. No se atrevía a salir; hubiese podido encontrarse a algún conocido. A sus padres les escribía cartas en que se mostraba alegre y satisfecha, y a una mentira seguía siempre otra. Fue un invierno muy largo. Así llegó la noche en que se arrastró hasta la "Maternidad" apoyándose en las paredes de las casas. Y mientras la acometían los primeros dolores, sentada en la dirección, discutía con el médico de guardia. Este le pedía detalles, quería extender un protocolo, pero ella se negaba obstinadamente, a revelar su nombre y su posición social. Luego tuvo que darse un baño, y por último la llevaron a la sala de partos y la acostaron en una cama dura y hedionda. ¡Dios santo! nunca hubiera creído que una criatura humana pudiera ser tan infeliz y verse tan abandonada. Luego vino lo peor. Dos estudiantes comenzaron a reconocerla. Al principio creyó morirse de vergüenza, después se puso furiosa y gritó: -¿No basta con que me vea uno? -Uno de los estudiantes replicó casi irónicamente: -Dispense, señorita; pero los estudiantes estamos aquí para aprender nuestra profesión. Por lo demás, me parece 29
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que en estos últimos tiempos no se ha mostrado usted demasiado arisca. -Me creen una mujer perdida, como es natural -pensó. Estuvo quince horas con los dolores. Y cada vez que un dolor la hacía estremecerse, gritaba: -¡Mamá, mamá! Entre, dolor y dolor miraba al pintado techo de la sala en la que ardían los mecheros de gas exhalando un olor desagradable. Ya muy entrada la noche llegaron dos comadronas para la vela nocturna. También éstas debían reconocerla para aprender. Más tarde llamaron a otras muchachas que también la reconocieron. Cada vez iba más gente, estudiantes y comadronas. No la trataban como a una criatura, sino como a una propiedad común de la que sacaban partido desconsideradamente, aun cuando al hacerlo hiriesen los sentimientos más íntimos. Y ella callaba, ya que no podía protestar. Era horrible. A media noche llevaron a la sala una parturienta. Una hora después ingresó otra. De modo que eran tres las mujeres que estaban allí, gritando, y separadas unas de otras por un biombo. Los alaridos de las otras dos la estremecían. Por último llamaron al médico de guardia que también debía reconocerla; las comadronas que la velaban se agruparon en torno suyo y él empezó a explicarles aquel caso especial. Se le acercó con un instrumento y le dijo sonriendo: -Creo que será mejor ayudarla con esto.
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Y lo hizo. Las comadronas, con las manos en las caderas, miraban con curiosidad. En aquel instante perdió el conocimiento. Al recobrarlo se maravilló de estar aún viva. Las otras dos seguían gritando. Pero resonó un débil llanto infantil y creyó oír cantar a los ángeles. -¡Enséñenmele! -exclamó-. ¿Está bien formado? ¡Oh! ¡ enséñenmele! -Mi enhorabuena por el muñeco, señorita -dijo el estudiante que la asistía. Y cuando la criatura, lavada y vestida, descansó entre sus brazos, derramó lágrimas de felicidad. Pero, al verse a poco en aquella sala, volvió a la triste realidad. Al principio, estaba resuelta a criar al niño. Cierto que en aquel ambiente se sentía incapaz de comer mucho, pero como era robusta creyó que tendría bastante leche para el chiquillo; sin embargo, fue una cosa superior a sus fuerzas. Cada vez que el pequeñuelo mamaba, le parecía que se le partía la espalda, que le sorbía el niño la medula espinal. Y tuvo que empezar a ayudarse. Y luego... las largas noches de insomnio... los pensamientos acerca de lo porvenir y los tristes recuerdos del pasado amargaban poco a poco toda la alegría de la maternidad. La cama era un potro, pero le aterraba el momento en que, debería abandonarla. Porque, ¿adónde ir? Dejóse caer nuevamente sobre las almohadas. -¡Oh! ¡no resisto otra noche como ésta! ¡me volvería loca!
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Por sobre la ciudad se alzaba un resplandor blanquecino.
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IV -¿Qué tal, señorita, ha dormido usted bien? Era el director que hacía su visita matinal seguido del ayudante, del médico suplente, de la primera comadrona, de los estudiantes y de las enfermeras. -Bastante bien, gracias -contestó el número 47 tratando de sonreír. El director estaba aquel día excepcionalmente amable. La miraba con cierto escepticismo. Le tomó el pulso consultando el reloj. -Sí -dijo después-, no anda bien ese pulso. Y, volviéndose, hacia la primera comadrona: -Oiga, ahí al lado tenemos libre un cuarto y una cama. ¿No podríamos trasladarla allá hoy por la mañana? La comadrona se sorprendió algún tanto, pero asintió. El director sonrió al número 47, le dio afectuosamente los buenos días y continuó su visita. Hubo gran revuelo en la sala cuando, una hora después, la prepararon para el traslado. Mientras la sacaban, en brazos, de la sala y se despedía de las demás enfermas, veía re-
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brillar los ojos de éstas por efecto de la curiosidad o de la envidia. ¿Por qué iba a estar, de repente, mejor que ellas? La llevaron a un cuarto claro, que daba al mediodía. Allí todo estaba muy limpio, el ambiente era gratamente fresco, y la cama tenía sábanas blancas y una linda colcha rosa. Cuando la acostaron se sintió renacer. Pusieron al niño en una cuna y a poco le sirvieron a ella una jícara de chocolate. ¿Qué significaba aquello? ¿Sería, quizá, una equivocación? A eso de las doce llamaron a la puerta y entró el director solo. Estaba de excelente humor. Sentía hacia él una gratitud inmensa por lo que por ella había hecho y le sonrió involuntariamente. El director se sentó junto a su cama, cruzó las manos, miró a la ventana y comenzó: -Vengo a hablarle a usted de una cosa a la que, no obstante, no es necesario que responda hoy. ¿Qué le parece que será? Sonrió, moviendo la cabeza, y prosiguió: -Ni siquiera sé quién es usted. Pero soy hombre de experiencia y tengo cierta práctica. Bien; indudablemente, es usted de buena familia, y quizá esté casada... o quizá no lo esté; pero no necesito saberlo. ¿Qué diría usted si su hijito se convirtiese en el príncipe heredero de un pequeño reino? ¿Eh?... Quiero decir que una familia excelente, acomodada, sin prole, desea adoptar a su pequeño. Qué, ¿se negaría usted en absoluto a aceptar la oferta? Y empezó de nuevo a sonreír y a mover la cabeza mirándola, no obstante, con firmeza.
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Habíase acostumbrado a estar con la careta puesta delante del director y a no dejar traslucir el más insignificante de sus sentimientos. Pero, a pesar de ello, enrojeció. Creía que se chanceaba. El director continuó: -¡Y luego, por usted misma! Le sentará bien, por ejemplo, irse al campo una temporadita a reponerse. Además, si en su situación actual necesitase usted quienes le dieran la mano para poner en orden ciertas cosillas -lo que muy bien pudiese suceder, ¿no es verdad?-, también podríamos encontrar la manera de arreglarlo. La familia de que hablo es rica, y le garantizo que al pequeñín le tratarán como a un príncipe heredero. Conque... Se retrepó en la silla con los brazos cruzados y la miró como interrogándola. No, no podía ser una broma. Y de repente se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Llevaba tanto tiempo sin escuchar una palabra afectuosa y todo aquello era tan imprevisto y tan rápido! ¿Sería, quizás, un aviso del cielo? Comenzó a llorar. El director le acarició los cabellos. -Sí, sí, ya verá, ya verá cómo todo se arregla perfectamente. Pero ahora reflexione hasta mañana. Y se puso de pie y salió. Así como al encender la luz es cuando nos damos cuenta de la obscuridad que antes reinaba, en el instante en que alguien nos tiende la mano es cuando nos hacemos cargo de nuestra desgracia. Ella, que la misma víspera veíase asaltada por los pensamientos más sombríos, y no sabía cómo arreglarse para salir de allí sin dar su nombre... ella que... 35
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No, era un sueño. Y se restregaba, involuntariamente, los ojos. -Pero, ¿Por qué lloras? - pensaba-, ¿no comprendes que sueñas? ¡ buena debes estar! Pero en este caso continuó el sueño, porque poco después entró una enfermera a preguntarle qué deseaba para almorzar, si vino tinto o cerveza. Indudablemente se encontraba en una de aquellas salas de primera clase de las que tanto le hablaran. Cuando le sirvieron el almuerzo y vio el mantelillo limpio, la servilleta y los manjares exquisitos, sintió que se le despertaba el apetito repentinamente y comprendió que aun podía reponerse y recobrar la lozanía de la juventud. El sol entraba alegremente en la estancia, y su gran excitación nerviosa la hacía reír y llorar a la vez. Cuando hemos vivido mucho tiempo en un lóbrego sótano basta un rayo de sol para deslumbrarnos. Aquella tarde reflexionó sin descanso y examinó la proposición del director. Pero, ¿para qué reflexionar? Había caído muy bajo y, de repente se presentaba un hombre dispuesto a ayudarla a levantarse. Momentos hubo en que se había dicho a sí misma que tendría que matar al niño cuando saliese de la "Maternidad". Y ahora se acercaba a ella una persona y le decía: "Le criarán como a un príncipe heredero; tú misma te encuentras en una situación difícil y queremos ayudarte a salir de ella." ¿Debía rehusar? Cuando al día siguiente llegó el director, la joven no tenía más que un pensamiento: "La familia en cuestión no había de saber quién era ella." 36
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El director se había sentado ya, con los brazos cruzados, pero ahora se acariciaba con la mano la barba y la gorda papada y sonreía: -Pues nos viene muy bien -dijo-, porque tampoco los nuevos padres del pequeño quieren que sepa usted su nombre. Y se echó a reír, como si se tratase de una cosa sin importancia. Oprimiósele el corazón y le pareció difícil poder aceptar. Pero se había acostumbrado de tal manera a la idea de que aquello sería una felicidad para ella y para el niño, que sofocaba resueltamente cualquier otro sentimiento. Levantóse el director y le estrechó la mano. -Bueno, creo que mañana vendrán a buscar al principito. Al mismo tiempo pondremos a su disposición una cantidad de la que podrá usted hacer el uso que le plazca. Sonrió y también la joven hubo de sonreír. Aun habló un rato el doctor del método que convenía seguir para el destete, le reconoció luego el pecho encontrándolo en un estado satisfactorio y se marchó. La joven permaneció acostada, cruzadas las manos, sonriendo. Revoloteaban en su cabeza palabras escritas en caracteres áureos y resplandecientes: "Dinero, libertad, salvación." ¡Había Dios! En su gozo, deseaba disfrutar del niño durante aquellas pocas horas en que aún le pertenecía. Se lo llevó a su cama, le hizo dormir en sus brazos, y toda aquella tarde interminable se la pasó echada y sonriendo y mirando aquella carita. Se parecía a su padre. 37
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Cuando entró la enfermera a vestirle para pasar la noche, hubo de consentir que le tuviese un rato en su cama, completamente desnudo. ¡Qué alegría tan grande! Despertóse el sentimiento maternal sofocado, y abrasó su corazón. Lloraba hilo a hilo. Probablemente porque el niño, en lo sucesivo, sería afortunado y conocería la felicidad en este mundo. Llegó, al día siguiente, el momento de la separación. Quitaron al niño la ropita del la casa y le pusieron otra nueva y bordada. Luego se lo dieron para que se despidiese de él, y lo tuvo en sus brazos; el chiquillo pobre cubierto de harapos habíase convertido en un niño rico que ya no le pertenecía. Miró la camisita; estaba cosida a mano; probablemente la habría hecho la nueva madre, y en adelante aquella extraña le cosería toda la ropa. Besó al pequeñuelo, y trató de reír. -¡ Pues, adiós, muñeco mío! -dijo-. Hazte querer de tus nuevos padres. Es posible que no nos volvamos a ver. ¿No quieres sonreír ni una sola vez, chiquillo? ¡ Pues adiós! Cuando se llevaron al niño, permaneció mucho tiempo con los ojos fijos en la puerta que había vuelto a cerrarse. Luego se tapó la cabeza con las mantas y empezó a sollozar. Entonces entró el director, como si todo lo hubiese previsto. Sacó un fajo de billetes de Banco, lo metió socarronamente, bajo la almohada y se sentó junto a la joven sonriéndole para alentarla. -¡Me alegro! -dijo, y le pasó la mano por la frente-. Es usted una criatura afortunada y el niño lo es aún más.
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Y le dijo que a la mayor parte de los niños que nacían allí les esperaba otra suerte muy distinta. Luego le preguntó si quería dar permiso a los nuevos padres para que eligiesen ellos el nombre que debían imponer al pequeñuelo. Generalmente se bautizaba en la casa a los recién nacidos, pero aquella familia se empeñaba en celebrar el bautizo en su propio domicilio y tendrían que acceder a ello, ¿no? Respondió lo que el director deseaba; esto es, que dejaba en libertad a los nuevos padres para hacer lo que quisieran. El director aprobó su decisión y se acarició la barba, satisfecho. Luego preguntó: -¿Y usted? ¿Qué piensa hacer cuando se marche? -Ni yo misma lo sé. Se enjugó los ojos. El director movió nuevamente la cabeza. - ¡Comprendo! No quiere encontrarse de repente entre los suyos. Antes necesita usted aprender a olvidar. La joven sonrió. Aquel hombre todo lo adivinaba. -Si ahora le proporcionase alguien una buena colocación, por ejemplo, la de ama de llaves en casa de un acaudalado viudo noruego en una región llena de bosques, en Suecia... ¿Aceptaría usted un cargo por el estilo?... La joven pensó: -En una temporada no puedo volver a casa. Quizá me conviniese.
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Dio las gracias al director; comprendía que todas las proposiciones de aquel hombre inteligente eran en extremo ventajosas. Y el director se marchó de nuevo, después de acariciarle el pelo con una mano, como un padre cariñoso. Algunos días después, al anochecer, una mujer joven, delgada y pálida, subía a un coche: a la puerta de la "Maternidad". Al arrancar el carruaje, dirigió la joven una mirada al portal, al edificio y al jardín desierto. Parecíale haber pasado allí un año, por lo menos. Dentro quedaban otras muchachas, ¡ pronto les llevarían la papilla de la cena! ¡Y aquella mujer del pelo canoso, tan pesada! ¡Oh! ¡nunca podría olvidar todo aquello! Las calles estaban muy animadas; el coche corría, corría. Aun tenía su ropa en Sagena, en casa de la costurera, y quizás pernoctaría allí. Ya muy entrada la noche hallábase en su guardilla escribiendo a su casa una carta muy alegre: "Querida mamá: Ya he terminado mis estudios en la escuela, y ahora, escucha: La directora tenía el encargo de colocar a la alumna más aventajada en la casa de un viudo rico y sin hijos que vive en Suecia, y me eligió a mí. Yo estoy deseando ganar dinero, y, además, la elección constituye un honor. No te enfades. He aceptado. Dentro de un año volveré a casa y entonces seré muy buena con vosotros. Entretanto te envío un billetito para ti, mamá, porque me han hecho un pequeño anticipo sobre mi paga." Siguió escribiendo en este tono.
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Pero una vez cerrada la carta, permaneció inmóvil, con la mirada fija. ¡No acabarían nunca aquellos embustes! Cada mentira le hacía el efecto de una puñalada, y, sin embargo, eran necesarias. No podía matar a sus padres. Bajó, echó la carta en el buzón y se compró pan tierno y leche. Quería cenar en la cama. ¡Dios poderoso, con qué apetito iba a comer en una cama que no sabía de hospitales ni de partos! Pero al verse en su antiguo lecho con las sucias colgaduras de algodón, se olvidó de comer, cerró los ojos y quedó sumida en un sueño profundo y delicioso. Despertó a la madrugada e, incorporándose, comió un poco de pan; luego se echó de nuevo y se volvió a dormir. Por la tarde quiso levantarse, pero tenía los pechos muy llenos y doloridos y se sentía muy molesta. No hizo más que beber unos sorbos de leche, y antes de que se diese cuenta de ello cayó sobre las almohadas y se durmió de nuevo. Al fin, al fin podía dormir en paz.
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V Una tarde de abril hallábase sentada junto a la ventanilla de un departamento mientras el tren corría a través del Smaalenene. Veíanse caseríos y campos desolados cubiertos, en parte, de nieve; luego se cruzaban llanuras llenas de bosques de coníferas que se perdían en el horizonte brumoso como en una obscuridad grísea. Los últimos días habíalos empleado en la adquisición de un modesto ajuar; las quinientas coronas recibidas se lo permitieron. Por lo menos ya podía presentarse con decencia. Comenzaba a sentirse repuesta y tranquila; gracias a la recomendación del doctor de tomar levadura de cerveza y beber cerveza y leche recobró en poco tiempo las fuerzas y el buen humor. Sobre todo se alejaba de la ciudad en que viviera con el constante temor de ser descubierta y en donde tanto había sufrido. Los recuerdos de la "Maternidad" la perseguían como una espantosa pesadilla de la que no podía despertarse. Por la noche se despertaba sobresaltada, creyéndose aún en la enorme sala, y como no se diera cuenta en el acto de que
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todo ello no era más que un sueño, se cubría su frente de sudor. Pero, ahora, el tren la lleva lejos del lugar de su desgracia, de todos los recuerdos tristes; y cuando el idioma sueco resuena en sus oídos, lanza un suspiro de consuelo. Nadie conoce su historia, puede mirar tranquilamente a todos cara a cara; va a comenzar una vida nueva en un país nuevo. Mientras el tren corre por la llanura sueca, permanece sentada, con los ojos cerrados, recostada en los almohadones del coche. La impresión de salir de la obscuridad para volar hacia la luz le causaba una continua sensación de gozo. Los pensamientos lúgubres que la asaltaban no lograban prevalecer. Llevaba un mes sin noticias de sus, padres, pero ello podía deberse a una simple casualidad. Quería estar contenta. Habíase salvado como por milagro del abismo, ¿por qué no había de ser feliz? En Suecia todos la estimarían, estaría muy bien, podría escribir todas las noches a sus padres, pero sólo la verdad, sólo palabras cariñosas; y así le parecería estar junto a ellos. Sería delicioso. Se puso a contemplar el paisaje: el sol comenzaba a iluminar los campos y los árboles húmedos. Y este alegre espectáculo la inclinó, como le ocurría siempre en los últimos tiempos, a pensar en el niño. Hubiese debido decir el nombre que debía llevar: Carlos, Germán, Olaf, o... y pasó revista a los nombres más bonitos. Cuando pensamos constantemente en una cosa, los pensamientos reclaman un fondo, y así, al cabo de algún tiempo se convenció a sí misma de que el niño estaba en 43
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Cristiandad. El marido sería probablemente magistrado. Alto, elegante, con patillas blancas y lentes de oro. ¿Y la mujer? Gruesa, espetada, vestida de seda. Y de repente tenían un hijo... que ella había dado a luz para ellos. Y mientras seguía fantaseando a propósito del niño, experimentó una extraña sensación de bienestar y sonrió, sin darse cuenta de ello. A media noche llegó al punto de destino. Era un pueblecillo en donde los faroles estaban ya apagados en tanto que la luna iluminaba las casitas de madera. Esperábala un coche con dos caballos, y poco después se halló sentada en él con su equipaje en medio de una ancha carretera. Cruzó un valle cubierto de frondosos bosques por donde corría, murmurando, un arroyuelo. Las ruedas del carruaje rechinaban sobre el nevado camino; el hielo se resquebrajaba bajo los cascos de los caballos que galopaban. Al cabo de unas horas llegaron a una fábrica; las negras chimeneas alzábanse hacia el cielo. Seguía luego un pueblecillo con casas de obreros, y, por último, el carruaje entró en un camino y apareció un suntuoso edificio. Una sensación de desaliento oprimió el corazón de la joven. ¿Cómo se arreglaría para dirigir aquella casa? ¿Qué desatentada aventura se había atrevido a acometer? Sólo se veía luz en una ventana medio oculta por los árboles del jardín. Pero, cuando el coche se detuvo ante la puerta de, entrada, salió un hombre que dijo ser el industrial Flaten, el amo de la casa, e inclinándose galantemente le ofreció el brazo y la condujo adentro. El comedor estaba
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iluminado y la mesa puesta; la llevó hasta ella y le hizo compañía durante la comida. Una vez sentados, interrumpió de improviso la conversación acerca de su viaje y le preguntó, sonriendo: -Dispense usted, señorita, pero aun no me ha dicho cómo se llama. La joven se sintió enrojecer; inclinóse hacia su plato y contestó: -Me llamo Aas, Regina Aas. Hacía mucho tiempo que no habla pronunciado este nombre y ello le pareció un gran acontecimiento. El industrial levantó su vaso y tocó con él el de, la joven; después le hizo algunas preguntas sobre Cristianía. Era un hombre de unos cincuenta años, grueso, calvo, de barba canosa cortada en punta bajo la nariz aguileña. Pero tenía unos ojos muy dulces y parecía tan sencillo. Contó que era de Hamar; a los veinte años aceptó un puesto en una casa de banca española y allí hizo fortuna. Hacía algunos años que habla comprado aquella finca, a causa de los bosques. El año anterior se le murió la mujer, y desde entonces no vivía a gusto allí; hubiese querido deshacerse de todo y volverse a Noruega. Regina olvidó que aquel hombre era un extraño. Su franqueza le infundía aplomo; la trataba sin orgullo y sin desconfianza y le causaba una impresión nueva y consoladora. Pero entonces, sucedió una cosa inesperada. Acababan de levantarse de la mesa cuando el industrial se pasó la mano por la frente en actitud pensativa y preguntó: 45
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_¡ Aas! ¿No es usted hija del teniente de marina Aas a quien conocí en cierta ocasión en Barcelona adonde fue con un barco de guerra? Y la miró. En el mismo instante, pensó Regina: -No debe saberlo. Tal vez le haya dicho algo el director y quién sabe lo que podría ocurrir. Repentinamente se despertó su desconfianza. Acostumbrada a fingir, contestó con gran naturalidad: -No, mi padre era agricultor. -¡Ah! Comenzó a cargar su pipa y dijo a media voz, como para sí, volviéndole la espalda. -A decir verdad, ha sido una pregunta tonta. Los periódicos noruegos publicaban anoche la noticia de que ese teniente Aas ha muerto de farero en Sören. Y de ser su hija probablemente no estaría aquí. Regina se apoyó en la mesa, y una voz interior le dijo: "¡Animo!" El industrial encendió su pipa, y por fortuna, miró un instante afuera por la ventana, mientras levantaba la cortina. -Sí- dijo-, confío en que se encontrará bastante bien aquí, señorita Aas. Pero, a propósito, el teniente era un hombre alegre y despreocupado; le contaré una porción de aventuras suyas, estupendas. Se le acercó y la miró, algo perplejo. -¿Qué le pasa? Vaya, lo mejor será que descanse, señorita; el viaje la ha fatigado. La doncella la acompañará a su cuarto. 46
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Y le tendió la mano para despedirse de ella.
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VI El minero es feliz cuando sube hacia la claridad. Esta se aproxima y cada vez son más profundas las tinieblas bajo la jaula en que va sentado. Pero, cuando se ve a plena luz y tiene que mezclarse con las demás criaturas libres, observa que todos le señalan con el dedo y dicen: "Es un minero". Podrá cambiar de traje y lavarse perfectamente, pero los estigmas de su infierno subterráneo le venderán siempre sin que acierte a explicárselo. A la mañana siguiente pensó Regina: -Hoy no es posible que te quedes en la cama; podrían sospechar algo, y no sólo debes bajar, no, que tienes que fingir como si no hubiese sucedido nada. Estaba sentada entre las ropas recién sacadas del baúl, y se levantó varias veces, pero tornaba a sentarse, dejando caer las manos en el regazo. Desde que saliera de su triste situación rebosaba alegría porque estaba salvada. Ahora... ahora sus pies pisaban tierra firme, ahora se encontraba a la misma altura que los demás y todo lo veía con mayor lucidez. ¿Por qué debía deshacer el baúl P ¿Por qué no podía marcharse para asistir al entierro 48
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de su padre y acompañar a su madre? Comprendía que era absolutamente imposible; pero, a pesar de ello, se restregó los ojos porque no acababa de convencerse. ¿Qué sucedía? ¿Por qué se encontraba allí? ¿Por qué tenía que vivir en el destierro? ¿Por qué no era la Regina Aas de antes? Acababa de cruzar una sombría hondonada y ahora se hallaba de nuevo en la cumbre, ¿pero, por esta razón, había de ser ya una criatura distinta? Dentro de un momento bajaría y tendría que conducirse como una muchacha inocente, que reír como en otro tiempo; era preciso estar alegre. Lo conseguiría seguramente. Pero, ¿y la felicidad? Porque se habla hecho la ilusión de que allí podría ser feliz. Ahora se veía obligada a luchar constantemente para guardar su secreto, como cuando vivía con la tía. Y mientras, su madre estaba sola, y ella debía fingir que no sabía nada, debía tener una cara muy alegre. En esto consistía su felicidad actual. Levantóse y se arregló. Antes de bajar dirigió una mirada al espejo. Aunque se había lavado cuidadosamente la cara, la tenía abotagada. Empapó la toalla en agua fría y la aplicó a los enrojecidos párpados que secó después con esmero. Encontróse algo mejor y sonrió mirándose al espejo; sí, así estaba bien. Nadie, debía enterarse de que su padre yacía en el lecho de muerte y de que tal vez, antes de morir, hubiese sabido algo acerca de ella. Baja. El industrial está en su despacho. En la cocina grande y clara trajinan dos criadas; una de ellas es noruega y ya vieja. Están encendidas las hornillas y en los vasares de la campana del hogar hay algunos utensilios de cocina, res49
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plandecientes; todo es nuevo, está muy limpio y tiene un aspecto agradable. El ama de llaves saliente le hace compañía mientras desayuna; luego recorre la casa con Regina y le da instrucciones. Pero se marcha antes de comer. Regina se sienta sola a la mesa con el señor Flaten en el comedor espacioso y claro. Flaten no habla mucho, come de prisa, y luego se retira a una habitación más pequeña a descabezar un sueñecito. Y pasa el día. Desde la ventana contempla Regina la llanura sombría, arbolada; de algunas casucas esparcidas acá y allá se alza una humareda... Seguramente llegó todo a oídos de su padre, que moriría a consecuencia de ello. No pudo, soportar los disgustos que le daban sus hijos. Sucédense los días. Mientras va y viene por la casa no debe en modo alguno, mostrarse abatida. Debe reír, forzosamente, debe estar contenta como a sus años suele estarse. Los ojos de los extraños son en extremo desconfiados, y si llegan a sospechar algo, todo lo adivinan en seguida. Reía y bromeaba con los criados y se presentaba ante Flaten con rostro risueño. El industrial volvía a su casa a eso de las ocho de la noche, cansado y mudo. Después de la cena se recluía nuevamente en el cuartito, el gabinete de la difunta esposa, con un libro, la pipa y un vaso. Hubiérase dicho que vivía aún de los recuerdos de su mujer, y su gabinete parecía haberse convertido en un templo en donde esperaba encontrarla. Era una casa silenciosa. De cuando en cuando iba a comer algún amigo, algún negociante, y entonces no hablaban más que de maderas de construcción, de bosques y del mercado exte50
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rior. Rara vez salía Flaten. Regina le agradecía mucho que no le hablase nunca de sus padres ni le preguntase de dónde era. En la casa hacía lo que quería y poco a poco todo marchó a las mil maravillas. Un día, en la mesa, el señor Flaten alzó los ojos y la miró un instante. -Me parece que no se encuentra usted bien aquí, señorita Aas -comenzó-. Cada día está más pálida. Mañana haré algunas visitas con usted y así podrá trabar amistad con alguien. Pero Regina aseguró que se encontraba perfectamente y que por el momento no podía faltar mucho tiempo de la casa. Contestó con cierta turbación y se dio cuenta de que Flaten la miraba fijamente. Desde entonces tuvo la sensación de que la observaba y de que quería adivinar su secreto. Al fin llegó una carta de su madre. Le hablaba únicamente del funeral y la reprendía por no haberse ido a su casa. No pudo descubrir ninguna sospecha entre líneas. De modo que, gracias a Dios, el padre no había oído nada, no había muerto por culpa suya. Y por lo tanto desde aquel momento podía entregarse a su duelo con ese dolor plácido que le está vedado a una conciencia intranquila. Su cuarto se encontraba en el tercer piso de la enorme casa. Estaba tapizado de azul, y le adornaba un solo cuadro, un grabado que representaba a Napoleón ante Moscú envuelto en llamas. En las luminosas tardes de primavera sentábase en una mecedora ante la ventana y contemplaba las copas oscilantes de los pinos; aparecían encaramados unos 51
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sobre otros hasta que el último se esfumaba a poniente sobre el áureo celaje crepuscular. A veces apoyaba la barbilla en la mano y el codo en el alféizar. Parábase la mecedora, poníase luego en movimiento nuevamente, volvía a pararse y ella adoptaba la misma postura. Así mira al exterior el prisionero. El río cantaba su monótona canción en el silencio, había cesado todo ruido y de las gigantescas chimeneas tan sólo se escapaba lánguidamente una sutil humareda. "Pero, ¿qué es lo que ha sucedido? ¿Ya no puedo engalanarme para un muchacho? ¿por qué no sueño ya con bodas? ¿Qué ha sucedido? ¿No podrán cambiar las cosas nunca... nunca ?" Y pasan los días. Sigue fingiéndose feliz, y está siempre en su puesto, en primer lugar por sí misma, para no olvidar su papel, y en segundo lugar por los demás. Todo el que oculta un secreto terrible es desconfiado. Había momentos en que pensaba que Flaten debía saberlo todo. Y disimulaba el espanto que constantemente sentía. Estaba en guardia, pesaba cada una de sus palabras, las meditaba y las medía. ¿Por qué se había compadecido de ella aquel director tan adusto? ¿Estaría de acuerdo con su familia? ¿Habría llegado algo a oídos de su familia? ¿Estarían representando a telón corrido un drama que ella era incapaz de comprender? ¿Se habría llevado el niño algún pariente? En el Norte, tenía una tía sin hijos. ¿Sería por eso por lo que no debía saber en dónde estaba el pequeño? Cada idea engendraba una suposición nueva; la perseguía por toda la casa, en todas sus tareas. Le impedía dormir. 52
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Paraba en seco la mecedora o la hacía balancearse rápidamente. ¿Por qué se fijaría el director en un viudo noruego residente en Suecia, precisamente? ¿Querían alejarla de su país? Indudablemente pensarían: "Esa, al verse allí, se olvida de todo, se olvida hasta del chiquillo, y ya no vuelve. Y así nos la quitamos de encima." A esto había llegado. ¿Tendrían razón? Cada vez le mortificaba más el recuerdo de la ayuda que recibiera. Aunque hubiese logrado su propósito, si estaba allí... a la caridad de un extraño lo debía. Ella era una muchacha extraviada que debía soportarlo todo, dándose por muy contenta con tener asegurado el pan de cada día. ¿A esto había llegado? Y de repente se le encendía la cara y se levantaba de la mecedora de un salto, agitando las manos. Pero tenía que sentarse de nuevo. No era posible hacer nada, al menos por el momento. -¿Por qué me habrá sucedido todo esto? ¿Por qué? ¿por qué? ¿Sería una desgracia contra la cual era inútil rebelarse? Avanzaba la primavera. Las golondrinas hacían sus nidos bajo su ventana. Las flores tejían alfombras policromas en los prados próximos al río. El sol tornábase más abrasador de día en día. Algunas noches se sentaba en la cama murmurando a media voz: -No, es preciso acabar. ¡A dormir, Regina! ¡Escúchame, Dios mío! Quiero olvidarlo todo. ¡Quiero dormir!
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Permanecía acostada, constreñidos los labios, esforzándose en pensar en cosas insignificantes, hasta que al amanecer se despertaba y se daba cuenta de que había dormido algunas horas. Consideraba esto como una victoria que le infundía alientos. Y así como se esforzaba en dormir, comenzó a hacer esfuerzos para comer. Su juventud se revelaba contra la desgracia, como un cuerpo robusto lucha contra la enfermedad. A la primavera sucedió el verano. Durante las horas que tenía libres cuidaba del inmenso jardín. Flotaba en el ambiente el penetrante olor de las hierbas y las plantas. Los árboles frutales, estaban cuajados de flor. A veces reinaba tal silencio que olvidaba en dónde se hallaba; parecíale ser la única dueña de aquel minúsculo reino, y empezaba a fantasear. Por sobre su cabeza revoloteaban los pajarillos quehabían anidado en los tejados de la casa. Sentada sobre la hierba entre los arbustos que se cerraban tras ella, no veía más que hojas y el cielo azul, no oía otra cosa que el piar de los pájaros y el lejano murmurar del arroyuelo. Y todo el universo con los recuerdos tristes, desaparecía y se alejaba... se alejaba. En tanto que un domingo por la tarde paseaba de esta suerte, una persona la miraba desde la terraza. Era Flaten; pero ella, no le veía, y seguía yendo tranquilamente de acá para allá. Llevaba un vestido claro y suelto y cubría su cabeza con un amplio sombrero de paja. - ¡ Diantre! - pensó el industrial-, es una mujer guapa de veras. Había observado que en aquellos últimos tiempos tenía más fresca la tez y más sonrosada. 54
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E involuntariamente comenzó a prolongar las comidas, porque en su compañía se encontraba de mejor humor y se olvidaba de los negocios y de los recuerdos tristes. -¡ Señorita Aas!-gritó. La joven miró hacia arriba casi asustada. No le creía aún de vuelta y se veía cogida, en falta. Al cruzar el prado, enrojeció bajo el ala del sombrero y sonrió, cortada. -Dispense usted -dijo; y permaneció inmóvil al pie de la escalinata, apoyándose en una azada. Flaten la había llamado casi sin darse cuenta y al pronto no supo qué decirle. Pero en aquella postura estaba guapa. La mano que empuñaba la azada era morena y bien modelada. La manga recogida dejaba desnudo el brazo redondo y níveo, cubierto por un tenue vello rubio. Tenía esa carnación blanca y deslumbradora dea algunas mujeres jóvenes después del parto, y por añadidura el verano le había dado un matiz dorado, un color de salud. Las líneas angulosas habíanse redondeado y el dolor oculto prestaba al rostro una aureola ideal. -Destacándose sobre el fondo verde del boscaje, con su vestido suelto y los ojos bajos, esperaba, hundiendo en la arena la punta del zapato. Al fin tuvo Flaten que decir algo. -Señorita Aas -comenzó-, temo que se aburra usted extraordinariamente aquí. Mañana voy a Göteborg y me consideraría muy dichoso si usted quisiese acompañarme. Así cambiaría de aires. ¿Qué le parece?
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Regina se miró la punta del zapato y reflexionó breve rato. Luego alzó los ojos. -Muchas gracias, tendré sumo gusto en acompañarle -dijo, y enrojeció involuntariamente. Pero al seguirle a través de las calles de la inmensa ciudad, volvió a asaltarle el temor de encontrarse con un conocido al dar la vuelta a una esquina. Reíase de sí misma, pero no podía desechar su zozobra. La perseguía como una sombra. Cuando se encontró de nuevo en la casa vió claramente que no había podido distraerse en todo el viaje. En la sencilla vida cotidiana, podía tener momentos de tranquilidad cuando menos lo esperaba, pero no era capaz de divertirse deliberadamente, como los demás. No, entonces surgían los recuerdos desagradables y le cerraban el paso. Y aunque se hubiese ido al fin del mundo la hubieran seguido. La seguirían siempre, eternamente. Detúvose la mecedora. -Bien, Regina, perfectamente. Inventa mil cosas y miente cien veces al día para ocultarlo todo. ¿Estarías mucho peor si te quitases la careta? Pero enrojecía y se levantaba de un salto fuera de sí. -¡Nunca! ¡Debes resistir! ¡Es preciso que, no le des a tu madre ese disgusto! ¿Y tú misma? ¿No has sufrido bastantes humillaciones? La conducta del industrial era cada día más extraña. A veces la conturbaba el relampagueo de sus ojos. Las atenciones que con ella tenía eran casi ridículas. A lo mejor, al
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regresar de un viaje, le llevaba un regalo, como si hubiese sido su mujer. Asaltóle con este motivo un pensamiento mortificante. -Ten cuidado, éstos son los preliminares. El mejor día se desliza hasta tu puerta, y llama. Todos los hombres son lo mismo. ¿Quién sabe si estaría hecha la combinación desde un principio? Lanzó una carcajada de feroz y reprimido desdén, pero tuvo que dominarse hasta que se quedó sola, por la noche. Delante de gente observaba la conducta de siempre, pero, al mirar a Flaten, pensaba. -Bueno, ven. Te cogeré por el cuello y te haré rodar las escaleras. En una sala había un magnífico retrato de la señora Flaten, cubierto con un crespón. El industrial permanecía ante él más tiempo que antes y le miraba con fijeza, como si hubiese querido evocarla claramente en su memoria. Solía sentarse en un sofá delante del retrato y lo contemplaba como buscando protección, como rogando a la muerta que no le abandonase. El viudo sedefendía a su modo.
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VII -¿Cuánto tiempo permanecerás aquí? ¿Adónde irás después? ¿Podrás ver a tu madre el año que viene y puedes desear en este momento que ello sea en un día, en una semana, en un mes determinado? No, no puedes. Si algún día la miras a los ojos sin escrúpulos tendrás tan poca vergüenza como una perdida. Si algún día le cuentas la verdad y, le confiesas todas las mentiras, ese día la matas. Ésto no tiene arreglo. No la volverás a ver. Sentíase como condenada a un castigo riguroso y perpetuo. Cuando se daba cuenta de ello sentía profundo, desaliento. ¿De qué le servía que allí la respetasen si nadie podía leer en su alma? Cualquiera idea malsana que una amiga hubiese podido ahuyentar con una carcajada, tenía ella que ocultarla bajo un rostro risueño. Pero precisamente por eso sus amores, su vida y su alumbramiento fueron un misterio. Se pasaba noches enteras con la mirada fija, como ante una mesa de juego, haciendo siempre el mismo cálculo. "Si entonces hubiese hecho esto o aquello... En este mundo es preciso saber jugar con prudencia y habilidad. No hay que dejarlos entrar en el cuarto, sino echar el cerrojo; 58
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esto les enardece, pero la estiman a una más. Algunas tienen padres buenos y acomodados, excelente educación y hermanos que las honran. Cuando se enamoran de un hombre se casan con él; y cuando viene el niño todos se alegran y no necesitan venderle. O esas personas poseen el don de jugar bien o Dios juega por ellas. Pero otras hacen una mala jugada y ya están perdidas... perdidas... perdidas para siempre." Y comenzaba de nuevo la partida y se esforzaba en jugar bien. Si hubiese hecho esto o lo otro... Las cartas de su madre penetraban en su corazón cual cálida ráfaga. Como no veía claro el porvenir se refugió en los recuerdos gratos, y evocó la imagen de su madre, la casita en la isla, las aves marinas y el mar. Volvió a rezar sus oraciones por la noche, como para ofrecer un sacrificio a su madre, y en tales momentos la sentía muy cerca y casi le parecía estarla hablando. Después empezó a ir a la iglesia; allí tomaba cuerpo la pueril ilusión y se creía aún sentada entre sus padres. La iglesia era pequeña y pobre y los fieles eran obreros en su mayor parte. La gente comenzó a acostumbrarse a la joven vestida de negro, que iba a la iglesia todos los domingos con su libro en la mano y se sentaba en un rincón... Lo que más le gustaba era el órgano y el canto de los salmos. En ambas cosas hallaba su dolor un consuelo maravilloso: con los salmos se elevaba entre mil voces armoniosas, con el órgano se alejaba, se hundía en lo profundo, y entonces, también ella cantaba y confesaba todo, sin venderse.
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Pero el anciano pastor que vestía un hábito muy distinto al del sacerdote de su patria, hablaba severamente de la voluntad de Dios. -Si deseas convertirte de veras -pensó-, debes entregarte a El en cuerpo y alma. Pero supongamos que quiere lo que tú no quieres. Por ejemplo: que te quites la careta y le cuentes todo a tu madre... ¡Nunca! ¡ que me castigue, pero eso no lo haré nunca! Luego empezaba de nuevo el canto, y renacía en su alma una paz inmensa, profunda, en la que nada anhelaba. Todos los domingos iba a la iglesia el médico del partido, llevando del brazo a una anciana. Era difícil que fuese su madre; parecía una obrera con la ropa de los días de fiesta, pero siempre iban juntos, se sentaban el uno al lado del otro y rezaban en el mismo libro. Un día, en la mesa, Regina hizo recaer la conversación sobre aquella pareja. El médico gozaba fama de hombre caritativo. ¿Tenía recogida a aquella mujer? El industrial se limpió la boca con la servilleta y sonrió con expresión un tanto extraña. -No -contestó-, es su madre. Cierto que nunca fue casada, pero se ha pasado la vida lavando y trabajando para sacar adelante a su chico y ahora recoge el fruto. -¡De veras! -exclamó Regina con indiferencia -Sí, y el hijo la lleva siempre consigo y dice a ricos y a pobres: "¡Es mi madre!" Y no oculta que las cosas no pasaron precisamente como debieron pasar. La pobre mujer preferiría esconderse en cualquier rincón, pero él la obliga a mostrarse en público. Mire usted, indudablemente va a la 60
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iglesia por complacer a la vieja y por hacer ver a todos, que es su hijo. Es casi una manía. Regina vio repentinamente a su pequeño y se quedó con la mirada. fija, olvidando su cuchara en el plato. Pero luego miró al industrial y pensó: -Quién sabe si habrá dicho todo esto con alguna intención. Ten cuidado, domínate, come, ríe o habla de otra cosa. Y así lo hizo. Pero antes de cenar ya había descubierto que Flaten no tenía ningún propósito determinado. Y entonces le hizo esta pregunta, como si se le ocurriese en aquel momento, -¿Pero qué dice la gente del doctor y de su madre? El industrial se echó a reír. -¿La gente? ¿Cree usted que al doctor Lindheimer le importan las habladurías de la gente? Una vez, en una comida, le oí decirle al pastor que estaba sentado junto a él: "Admiro a mi madre y le agradezco que haya tenido un niño. De lo contrario no existiría yo, y, a decir verdad, me alegro de vivir. Señor pastor, a la salud de las mujeres que no se casan y que a pesar de ello cumplen su misión de traer al mundo un descendiente." El pastor se quedó tan perplejo que brindó con él. Yo lo vi con mis propios ojos. Regina lanzó una carcajada extraña y se apresuró a hablar de otra cosa. Desde aquel día procuró sentarse siempre de modo que el médico y su madre estuviese delante de ella. El era un hombre robusto y fuerte, con el pelo y la barba ya canosos, aunque sobre el encendido pestorejo le caían aún algunos mechones obscuros y rizosos. La madre, colocada a su lado, 61
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tenía un aspecto muy humilde, y esa delgadez y ese aire de cansancio que da el trabajo. Y Regina solía olvidarse de cantar, hasta tal punto embargaba sus pensamientos la pareja. Aquella mujer le inspiraba verdadero respeto. No sólo había aceptado el fallo y la reprobación del mundo, sino que supo elevar a su hijo hasta la posición que a la sazón ocupaba. Y ahora se sentaba junto a él, como junto a una obra magna ya terminada. -¿Y tú? -le, decía una voz al oído-. ¿Qué has hecho? No podías hacer otra cosa... no. Pero, ¿y esa mujer? ¿Qué diría de ti si lo supiese? ¿Qué has hecho? ¿De dónde has sacado el dinero para este vestido, para este sombrero, para estos guantes? Y tras de la risueña faz nuevos pensamientos comenzaban a urdir su horrible trama. Un día entró en el despacho del industrial, le pidió un anticipo y giró al director la cantidad recibida por su conducto rogándole que la reexpidiera. Pero la odiosa acción hecha quedaba... La tendría presente toda su vida y nunca podría lavar aquella mancha. Empezó a huir de la iglesia. No era ya capaz de estarse sentada mirando a la madre y al hijo. Ni una amiga, ni una distracción que confortase su espíritu. Día por día las mismas ocupaciones, la misma casa, el mismo fingimiento con los extraños y el mismo dolor oculto. ¿En dónde se encontraría el niño? ¿Estaría bien, realmente? ¡ Si hubiese tenido el valor de aquella mujer! Pero al
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instante se echaba a reír. Todo le parecía imposible... ¿América? Bueno, eso ya era otra cosa. Toda la tarde estuvo la mecedora en movimiento; miraba fijamente hacia poniente por sobre las confusas copas de los árboles, como si el mirar con aquella fijeza hubiese podido servirle de algo. Pero aquel niño, respecto del cual se había hecho culpable de una falta tan grande, comenzaba a cobrar vida de una manera extraña. Y, cuanto con mayor fijeza miraba al exterior, más fantaseaba acerca del sitio en que a la sazón pudiese encontrarse. En aquel porvenir que le pareciera hasta entonces tan espantosamente obscuro, comenzaba a brillar una lucecilla en la que constantemente tenía Regina fijas sus miradas. Y la 1ucecilla iba tomando cuerpo, engendraba sueños radiantes y resplandecía cada vez más, cada vez más.
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VIII Llegó el otoño con sus días tibios, y serenos. Los manzanos y los perales estaban cuajados de frutos rojos o amarillos y las hojas tomaban tonos bermejos a la luz del sol. Cuando paseaba por los caminitos cubiertos de blanca arena, deteníase, con frecuencia y miraba la oscilante línea de los pinos, allá donde se cernía la áurea neblina crepuscular y en donde cobrizos rosetones de hojas secas salpicaban la enorme masa, de los bosques de pinos y de coníferas. El cielo aparecía a veces tan luminoso y tan claro que las copas de los pinos solitarios se veían perfectamente a muchas millas de distancia. Pero por el sur todas las ondulaciones morían en la llanura que se vislumbraba junto al mar en el remoto horizonte. Siguieron luego días de viento y de lluvia, y al cruzar corriendo el espacioso patio, sentía muchas veces revolotear por sobre su cabeza las virutas de la fábrica que arrastraba el huracán. Y cuando anochecía y se cerraban las ventanas y se encendían las lámparas, quedábase la inmensa casa en una soledad absoluta tan sólo por dos seres animada.
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De noche cosía Regina en el comedor mientras Flaten permanecía en el gabinete. Pero una noche salió y le dijo: -Oiga, señorita, verdaderamente no es necesario hacer más sola y más triste esta casa. ¿No quiere usted venir a sentarse aquí conmigo y así ninguno de los dos estaremos solos? Le siguió en silencio. En la estancia pequeña y simpática, en donde el costurero, los almohadones, el pupitre y las fotografías recordaban a la difunta señora de la casa, habían encendido la estufa y la llama difundía un calor muy grato. Juntos durante aquellas veladas otoñales, ella inclinada sobre su labor, él con un libro en la mano, no podía evitarse, que se sintiesen atraídos el uno hacia el otro: eran dos compatriotas en un país extraño. Flaten hablaba de su juventud en Hamar y contaba sus aventuras en el extranjero. Regina esperaba que también le pidiese a ella detalles de su vida. Su misma discreción resultaría extraña. En cambio, si le hacía algunas preguntas, se vería obligada a recurrir de nuevo a las mentiras. Pero no la interrogaba. Tal vez lo sabía todo. ¿Estaría enterado de todo? Indudablemente, la habían mandado allí de intento, para alejarla todo lo posible, con objeto de que el niño y ella no se encontrasen nunca. Pensarían que le olvidaría pronto bajo la influencia de sensaciones nuevas, que tal vez se enamoraría y se casaría. Tan frívola la consideraban que la creían capaz de darlo todo al olvido en poco tiempo. ¿Tendrían razón? 65
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Le habían puesto en la mano aquel dinero por lástima, como cuando se paga a una perdida. -¡Ahora el niño nos pertenece! ¡Desaparece, y que no te volvamos a ver! ¡Tan bajo había caído! Y se conformaba. Comía, dormía, reía... Sí, se conformaba con todo, bien lo sabía Dios. No se equivocaban. No valía más. Se dejaba manejar. No tenía orgullo. El industrial aparentaba leer, pero lo que hacía era mirarla de cuando en cuando. Estaba sentada junto a la chimenea, inclinada sobre su labor, y era tan joven, tan formal y tan hermosa... La obscura cabellera encuadraba el rostro, ocultaba las orejas y se retorcía en un moño en la nuca. ¡Era tan blanca su frente! ¡ Resultaba tan misteriosa su mirada bajo las largas y abatidas pestañas y era tan pequeña su boca! Su traje cotidiano consistía en una falda y una chaqueta de punto obscuras, sin una alhaja, ni un alfiler de pecho, ni una cadena para el reloj siquiera. -Señorita Aas, ¿en qué piensa usted? El industrial la miraba sonriendo, por encima del libro. Regina salía de su abstracción, sobresaltada. Pero pronto recobraba su aplomo y sonreía. -¿Yo? en nada de particular. Flaten reanudaba su lectura y ella seguía cosiendo. ¡Ah! sí, la observaba. Quizá le hiciese gracia el verla dándose tonos de muchacha inocente. Y si realmente sabía que había entregado su hijo a unos extraños, a cambio de un poco de dinero, debía despreciarla. Nada de particular ten-
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dría que una noche fuese a llamar a su puerta. Y la aguja corría cada vez más a prisa... El industrial tornaba a mirarla. Sólo veía sus manos a la rojiza claridad de la llama, sus finos dedos juveniles, sin un anillo. ¿No habrían llevado nunca ninguno? Hubiese querido preguntarle mil cosas pero siempre, lo dejaba para mejor ocasión, porque sentía un temor inexplicable de sufrir un desengaño. De improviso se levantaba la joven y daba las buenas noches, aun cuando fuese muy temprano. Flaten advertía su excitación. ¿Qué podría ser lo que constantemente la preocupaba? -Buenas noches, señorita Aas, que usted descanse. Permanecía sentado y escuchaba sus pasos, que resonaban al otro lado de la puerta y se perdían en la escalera. Y las llamas se extinguían en la chimenea, porque se olvidaba de añadir combustible. En tanto, Regina, sentada en el borde de la cama contemplaba fijamente la vela colocada sobre su mesa de noche. Aquel afán de fantasear acerca del sitio en que a la sazón debía encontrarse el niño tornaba a acometerla como una enfermedad repentina. Una noche se le ocurrió, de pronto, que el padre del pequeño andaba por medio. Le habría puesto al cuidado de personas de confianza valiéndose del director, y le mandaría a ella aquel dinero por compasión. ¡Era preciso portarse bien con una muchacha como ella! Miraba por el niño; a Regina no la consideraba digna de dirigir su educación. Prescindía de ella. La enviaba al extranjero. ¿Seria verdad? Sabía sufrir las ofensas, pero de él no toleraría 67
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ni una más. De él ni una más. Conseguiría averiguarlo todo. Necesitaba saberlo pronto. A la mañana siguiente abrianse camino nuevas suposiciones. Todas eran igualmente posibles, puesto que lo único que sabía era que el niño estaba en algún lugar del mundo. Y veía al pequeñuelo junto a la tía del Norte y se devanaba los sesos tratando de explicarse cómo había llegado a su noticia lo ocurrido. Pensaba después en una de las hermanas del industrial; no tenía hijos y por añadidura vivía en Cristiansad. Conforme iba descubriendo nuevas probabilidades, más vida iba cobrando el pequeñuelo en su espíritu, y más impacientemente deseaba averiguar lo que era de él. ¿Quién podía saber si le trataban bien? Y permanecía allí y dejaba pasar el tiempo, comiendo, bebiendo y engruesando, como si no tuviese nada de qué avergonzarse. Todo era desesperarse, consumirse, llorar... ¿Pero hacer algo? No. Día tras día, noche tras noche acuciaba su voluntad dirigiéndose reproches; hasta que un día escribió al director. Quería comenzar con prudencia. Quería únicamente saber por su conducto cómo estaba su hijo. Con gran tensión de nervios esperó días semanas enteras, pero el director no contestó. -Claro, Regina, creen que sólo se trata de un capricho. Te han tratado como una bestezuela a la que le quitan las crías, y se figuran que le olvidarás así que transcurran unos días. Claro, y tal vez tengan razón. Tal vez no valgas mucho más. Y sonreía, excitadísima, en tanto que la mecedora permanecía inmóvil. 68
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Pero tras del primer paso era necesario dar otro. Pero, ¿adónde dirigirse? Todos los caminos conducían al director. ¿Y si se negaba a decir en dónde estaba el niño? ¿Qué hacer entonces? El plan ideado contra ella daba resultado, y nunca podría reparar su falta. Pero en el caso de ir en busca del director, ¿suplicaría, amenazaría? ¿Y si se mostraba inexorable? ¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer entonces, Regina? -¿Qué he hecho yo? Paró en seco la mecedora y se oprimió la cabeza con las manos. Veía acercarse el día en que, acaso, perdiera la razón. -¿Qué has hecho, Regina? Y entonces comenzó una serie, de días singulares. Presa de vivísima inquietud hacía proyecto tras proyecto. Estaba furiosa con la persona que astutamente le arrebatara el niño; su falta la abrumaba cada vez más, cada vez más, y cada día le parecía mayor su infamia. No cesaba un instante de cavilar. Su nostalgia del pequeño crecía por momentos. ¿Qué hacer? En aquel estado de ánimo aniquilador, empezó a experimentar una sensación de felicidad, a encontrarse más fuerte, a sentir de nuevo el placer de vivir. El porvenir le parecía más seductor. Ya no le asustaba el mañana que acaso le trajese una alegría. Pero, ¿por qué permanecía allí en tanto que el suelo le abrasaba los pies? Conducíase como el condenado a cadena perpetua, que descubre de repente un sitio por donde escapar, y, sin embargo, vacila. ¿Por qué? Era necesario atreverse, dar un salto, un salto audaz en las tinieblas.
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Apenas empezase a buscar a su hijo, no podría permanecer oculta. Se le cerraría para siempre, el camino de la casa de su madre. Y luego, la familia, la tía, las primas... un hombre, la estimación del mundo entero... Era preciso arrancar multitud de ruines raicillas, y todos los esfuerzos hechos por ella hasta entonces para ocultar lo ocurrido resultarían inútiles. Pero urgia decidirse. De una parte la atraía el chiquillo; de otra escuchaba los consejos de infinidad de voces. De un lado, con el niño, la amenaza de su deshonra ante el mundo; del otro, su falta ante sí misma. Las noches se le hacían eternas, sentía verdadera ansia de escapar de aquella maraña de mentiras y falsedades. Quizá, con respecto a su hijo, pudiera purgarlo todo con el llanto. Y transcurrían los días. Llegó el invierno.
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IX Por Navidad regresó un día Regina a la casa después de un paseo, con escalofríos y dolor de cabeza. Tuvo que acostarse, en el acto, y aquella tarde le dio una fiebre muy alta. Mientras permanecía en su cuarto, experimentó de nuevo la desconsoladora sensación de su soledad. ¿Y si enfermaba gravemente? No podría ir a verla su madre. Y si moría, ¿qué sería de su hijo? Encontrábase entre extraños, y esto le sucedía por culpa suya. Un dolor agudo le traspasaba el pecho de parte a parte, y comenzó a quejarse, dando diente con diente por efecto de los escalofríos. Subió una de las criadas y se sentó a su lado. Era la noruega, aquella mujer pálida, de pelo canoso que servía al industrial desde que éste se casara. -¿No viene el doctor ?-preguntó Regina. Y la otra contestó: -Ya le hemos avisado; pero hasta la noche no podrá venir.
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Le pareció eterna la espera. Quedó a oscuras la estancia. Napoleón ante Moscú se convirtió en un pajarraco. Comenzó a girar el techo, sintió vértigos y por último se precipitó en una obscuridad abrasadora; y cada vez se precipitaba más hondo. Despertó cuando encendieron luz; el doctor Lindheimer se hallaba junto a su cama. Hablaba con voz simpática, queda. Regina estaba completamente trastornada y por un instante se figuró que era su hijo. ¿No se sentaban juntos todos los domingos en la iglesia? ¿No la acompañaba constantemente y no la veneraba? El doctor le puso el termómetro bajo el sobaco y luego quiso reconocerle el pecho. Pero entonces se despejó por completo, llena de espanto. - ¡Ahora verá que he tenido un hijo!- pensó. Y se sujetó convulsivamente, la camisa con ambas manos. Pero Lindheimer se echó a reír, le apartó las manos, la hizo sentarse y la desabrochó. Al terminar dijo que debía quedarse en la cama bien arropada, y, ya en el pasillo, le oyó decirle al industrial que le esperaba afuera, que tenía una pulmonía. No hizo caso; lo único que pensaba era: -¿No habrá notado nada? ¿Lo estará contando? Encendieron una lamparilla y pusieron delante un periódico para que, la luz no molestase a la enferma. Flaten se pasó la noche yendo de acá para allá por toda la casa, envuelto en su bata. Estaba preocupado. Ultimamente, había creído que aquello... no era nada; que le sería posible vencerse. Pero ahora, ¡ ahora que podía, morir! 72
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De cuando en cuando se paraba ante el cuadro cubierto con un crespón, pero no se atrevía a mirarlo y huía a otro cuarto. Luego volvía a pararse frente a la alcoba de la enferma y se ponía a escuchar, pero no entraba. Bajaba la escalera con sus zapatillas de fieltro y la vela en la mano, en tanto que el cierzo invernal silbaba y ululaba toda la noche. Luego enviaba arriba una criada, a medio vestir, en busca de noticias, y cuando la moza se disponía a meterse de nuevo en la cama, volvía a llamarla y otra vez la hacía subir. -¿Cómo está ahora? -Sigue delirando. Y Flaten reanudaba sus paseos por las desiertas habitaciones, con la luz en la mano. Al día siguiente no fue a la fábrica, y cuando por la tarde bajó el doctor Lindheimer de la alcoba de la enferma, la voz del industrial temblaba al preguntar, mirando al médico: -¿Qué hay? El doctor confiaba en que, joven y robusta como era, podría resistir. Regina estuvo dos días delirando. La criada miraba con frecuencia aquel juvenil rostro descompuesto, aquella frente lívida y pensaba: -Sabe Dios cómo acabará esto. Una noche, mientras la criada la velaba, abrió Regina los ojos y la miró con extravío. -Escuche -dijo en voz muy alta-, tiene usted que escribir una carta... -¿Una carta? Sí, con mucho gusto. ¿A su mamá, quizás?
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La enferma tenía la respiración anhelante y la mirada fija. -No; mi madre murió. Tiene usted que, escribir a... quiero confiarle una cosa que, no obstante, nadie debe saber. Escúcheme. Yo... yo he tenido... Pero no pudo continuar; volvió a caer en un sopor tranquilo y profundo y cerró los ojos. ¿Qué había querido decir? La anciana siguió sentada, pensando en ello. Pero a media noche, la enferma empezó a sollozar repentinamente. - ¡ Démelo! -decía, extendiendo los descarnados brazos-, démelo otra vez. - ¡Chist, chist! - murmuraba la criada-, ¿qué quiere la señorita? -¿No lo ve usted? Está ahí sentado y lo tiene en las rodillas. No quiere devolvérmelo. Yo le he matado. Ya no hay piedad para mí. ¡Estoy perdida! La anciana constreñía los labios y la arropaba de nuevo con las mantas. Un mes estuvo Regina en la cama. Cuando comenzó a reponerse y a poder incorporarse apoyándose en las almohadas, era febrero y el sol iluminaba la estancia durante unas horas. Estaba asistida como una princesa. Le daban extractos y vinos reconstituyentes. El más insignificante de sus deseos ponía en conmoción toda la casa. El industrial seguía sin dejarse ver, pero Regina le consideraba el genio benéfico que se ocupaba constantemente de ella. 74
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Cuando se levantó por vez primera, parecióle que renacía a una nueva vida y se sintió llena de gozo y de gratitud. Era natural que en aquella nueva vida quisiese reparar todas las faltas de la antigua. Para eso le había sido otorgada. Y, apenas estuviese completamente restablecida... bien, ¿qué sucedería entonces? Quedábase con la mirada fija en una obscuridad profunda. Un día hizo que le llevasen un espejo y se encontró fea. -Bueno-pensó-, ¿de qué te serviría la belleza de hoy en adelante? Y desde entonces todos sus pensamientos para lo porvenir se concentraban en el niño. En cuanto el sol penetraba en su cuarto surgía el pequeñuelo. Como era natural, todos los proyectos convergían a él, de la misma manera que la planta colocada en un rincón de la estancia crece mirando a la ventana. Cuanto mayor era su apego a la vida, más viva era su afición a lo único que la interesaba. Sentía un deseo vehemente y rotundo, como si debiese reconquistar su propio corazón. El que ha visto de cerca la muerte es más valeroso. Todas las dificultades le parecen insignificantes. La familia, la opinión de las gentes, lo que pudiese pensar un hombre... Ya no era menester arrancar aquellas raíces: secábanse por sí mismas a la sombra de un solo deseo. Y, mientras permaneció allí, sentada, dejándose cuidar, sin ocuparse en nada, el niño fue el único objeto de sus sueños. Le vestía, le desnudaba, le cosía la ropita, le miraba a los ojos, sentía junto a su pecho la carita mórbida y delicada que exhalaba ese olor especial de los pequeñuelos. Eran todos los recuerdos de la "Maternidad" que se despertaban. Si al75
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guien entraba, maravillábale que no le llevase el niño y le dijese: "Le hemos encontrado. ¡Aquí está!" El radiante sol de febrero penetraba a través de las vidrieras cubiertas de hielo; acercábase la primavera y ella seguía allí, con los ojos muy alegres, y miraba los rayos del sol como una orden escrita en caracteres luminosos. Cuando reanudó sus habituales tareas, el niño la seguía por toda la casa. Pronto cumpliría un año. Se reiría, tendría dos dientes, tal vez llamase mamá a otra mujer. Una extraña le lavaba, le cantaba la nana... ¡No, ya no resistía más! Cuanto tocaban sus manos le recordaba al niño.. Las figurillas de barro, las flores de las habitaciones, las chucherías, todo podía servirle de juguete. Bastaba que tomase la aguja y el hilo para que viese la ropita que debía repasar. Y volvió a escribir al director: esta vez le preguntó en dónde se encontraba el niño. Tenía un proyecto. Pensaba recoger a su hijo, marcharse a América, ocultarse, trabajar, lavar, coser... Haría cualquier cosa con tal de mantenerse y, mantener a su niño. Pasaron algunas semanas y el director seguía sin contestar. Un día, con gran sorpresa suya, se encontró una carta en su plato. El industrial se había marchado a Göteborg, pero la letra era de él. Tuvo un presentimiento y sus manos temblaban al abrir la carta. Sí, había acertado: el industrial la pedía en matrimonio. Permaneció sentada un momento y volvió a leer. Como mujer, sentíase halagada. ¡ Sería suyo todo aquello, tendría 76
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una posición social respetable!... Flaten era simpático y bueno. ¡ Pero, confesarle todo!... ¡O engañarle toda la vida!... Movió la cabeza. Aquello era imposible. Pero entonces no podría permanecer en su casa. ¿Adónde ir? Tenía que tomar una resolución. Había ahorrrado algunos centenares de coronas. Quizá le bastasen para marcharse a Ultramar. Cuando el industrial regresó a su casa estaba pálido y la miró un instante con ansiedad. Hablaron poco durante la comida, y, terminada ésta, se separaron. Por la noche entró Regina en el despacho de Flaten en donde éste estaba escribiendo. Se levantó impaciente. Comprendía que iba a manifestarle su decisión y trató de sonreír mientras le ofrecía una silla. Pero la joven permaneció de pie. -Tengo que marcharme a Noruega cuanto antes- comenzó, esforzándose en mirarle con tranquilidad. Flaten se dejó caer pesadamente en una silla, junto a su mesa, y apoyó la cabeza en una mano. Luego alzó los ojos.. - ¿Se marcha usted... para siempre? -Sí... a América, probablemente. Ya no se ocupó en seguir espiando, la expresión de su rostro. ¡ Si lo sabía todo, mejor! Flaten era un extraño y ella iba a desaparecer. -De modo que me quedo solo -murmuró, limpiando la pluma en el papel secante-. Está bien. Se levantó y le tendió la mano sonriendo tristemente.
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-Perdóneme. No obstante, si alguna vez se encuentra usted en una situación apurada, no olvide que me hará muy feliz acudiendo a mí. Regina le expresó su gratitud emocionada. Pero no debía dejarse ganar por la compasión. Dado ya el primer paso, ardía en impaciencias por marcharse..
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X Al amanecer de aquel día de marzo, los árboles y las casas desfilaban, danzando, en tanto que el tren corría hacia poniente, con dirección a la patria. En aquel momento creía que el tren andaba demasiado lentamente; otras veces le daban tentaciones de bajarse y volverse atrás. ¿Cómo se arreglaría? ¿Qué le estaría reservado? ¿No podía retroceder? Parecíale que se iba alejando cada vez más de la orilla en que hasta entonces se deslizara su vida. Sin embargo, allí estaban su madre, la familia, la estimación de las gentes, la esperanza de un marido... Pero se alejaba a la fuerza, sacrificándolo todo; se sentía arrojada a una orilla desconocida en donde la esperaba su hijito. ¿Y si no encontraba al niño? Entonces habría dado inútilmente aquel salto audaz en las tinieblas. Encontraríase sin hogar... y ya no podría deshacer lo hecho. Su gran impaciencia la tenía enferma. Al llegar a la estación de Cristianía, dejó su equipaje en el depósito, y, sin ocuparse en buscar alojamiento, se dirigió inmediatamente en un coche a la "Maternidad". Pero una vez en la secretaría, baja de techo y lóbrega, salió a su encuentro el médico de guardia. 79
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El director llevaba algún tiempo enfermo. Hizo Regina que le diesen las señas de su domicilio particular, se precipitó a la calle y prosiguió su caminata en otro carruaje. Dejó atrás el Drammensvejen dirigiéndose al arrabal. De cuando en cuando se detenía el coche para dejar paso a un tranvía. Pero Regina estaba tan excitada por la expectativa, que prorrumpía en lamentaciones. Encontróse, al fin, en el tercer piso de un gran edificio, y llamó. Abrióle una criada, secándose las manos con el delantal. Al director no le podía hablar nadie; estaba en cama, gravemente enfermo. -¡Déjeme decirle una sola palabra! suplicó Regina. La moza la examinó de pies a cabeza con una rápida ojeada. Con motivo del viaje, tenía el pelo y las ropas en desorden; la criada no la creía una señora distinguida y quería cerrar la puerta. Pero, Regina lo impidió. -¡Tengo que hallarle! -dijo con acento, autoritario-. Vaya usted a llamar a su mujer. -¡Cómo! ¿Quiere usted entrar a la fuerza? ¡ Retírese para que pueda cerrar la puerta! La moza estaba furiosa. - ¡Vaya usted a llamar a su señora! Al fin atendió a razones la muchacha. A poco salió a la antesala una señora anciana con el pelo blanco y un amplio chal sobre los hombros. Hablaba con voz plañidera. -¿Qué desea? Regina la miró, suplicante.
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-Dispense usted, pero necesito hablar con el señor director. Sólo dos palabras. Se trata de una cosa de gran importancia. ¡Cómo! ¿No puedo hablar yo con él y quiere usted verle? Pero, ¿quién es usted? Regina se pasó la mano por la frente. -No sabe cómo me llamo. Pero hágame el favor de preguntarle... ahora mismo... quién se llevó mi niño, hace un año. Por primera vez, desde que, abandonara la "Maternidad", confesaba su secreto. La mujer del director la miró de arriba abajo y le dijo luego con la misma voz lastimera: -Sí, se lo preguntaré apenas me lo permita el médico. Vuelva mañana. Y sin más, se marchó. Poco después bajaba Regina la escalera lentamente. No podía hacer otra cosa; era necesario esperar hasta el día siguiente. Pero, ¿y si él director se moría aquella noche? En la inmensa ciudad todo era ruido; las calles hervían en gente, y, sin embargo, a Regina le parecía cruzar un desierto. ¿Qué le importaban aquellas personas y qué era Regina para ellas? Sólo una criatura podía interesarla en el mundo, pero y si... ¿y si no la encontraba? Fue aquella una noche muy larga. Al día siguiente llamó de nuevo a la puerta del director. Abrió la criada y dijo que el director estaba agonizando.
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Otra vez discutió Regina hasta conseguir que avisasen a la mujer. Cuando salió ésta y la vio, quiso volverse adentro mientras se lamentaba: -¿Ya está usted aquí? ¿No comprende usted que tenemos otras cosas en qué pensar? Regina no comprendía nada. Cogió a la señora por un brazo y, casi sin darse cuenta, se dejó caer de rodillas. La anciana se quedó estupefacta. ¿Estaba loca aquella mujer? -Señora, escúcheme dos palabras tan sólo. Se trata de mi hijo. El director es el único que sabe dónde está. ¡Ah! pregúnteselo, por el amor de Dios. Vengo de Suecia. Quiero marcharme a América con el niño. Me separé de él por mi voluntad, pero ahora me he arrepentido, quiero encontrarlo... ¡ escúcheme! Pregúnteselo antes de que se muera. De lo contrario me volveré loca. Me tiraré al río. Estoy perdida. ¡Ah! ¡ayúdeme! Y prorrumpió en sollozos. La señora, vió que aquella mujer estaba desesperada, e, inclinándose sobre ella, le acarició las mejillas. -Sí, sí, hija mía, se lo preguntaré. Dios querrá conservarle el conocimiento. -¿Me lo promete? ¿De modo que ahora me lo promete? ¡Hágalo en seguida! Regina estaba fuera de sí y miraba fijamente a la señora, como una loca. -Sí, sí, hija mía; ya se lo he dicho. Pero ahora no me entretenga más. Tengo que volverme allá dentro. Venga usted mañana. 82
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Y la señora se marchó. Era, ciertamente, una promesa formal. Regina, en su estado de excitación, se sentía animosa y llena de esperanza, ¿Mañana? Al fin sabría algo. Vagó de nuevo al azar por las calles. Estaba aún trastornada por efecto de la tensión nerviosa de la noche anterior y no había comido desde... no sabía cuándo. No eran más que las diez. Debía esperar veintitrés horas para poder llamar de nuevo a la puerta del director. ¿Y hasta entonces? Era preciso entretener el tiempo del alguna manera. Fue a preguntar por los vapores que iban a América y luego hizo llevar su baúl a la fonda porque era menester rehacerlo para el largo viaje: Pero, cuando precisamente ponía manos a la obra, se detuvo asaltada por un pensamiento supersticioso. -Si lo preparas todo -pensó-, no conseguirás lo que deseas. Y lo dejó conforme estaba. Al anochecer subió a San Haushaugen. Miraba por las ventanas, a lo largo de la hilera de casas, en donde iban encendiéndose las lámparas y podían entreverse las siluetas, antes de que corriesen las cortinas. -Quién sabe -se decía- si mi chiquitín estará ahí dentro, o aquí, o allá, y si en este momento le vestirán para dormirle. Pero, ¿será mañana? ¿Lo tendré ya entonces? Cuando llegó a lo alto se dejó caer en un banco, extenuada por el insomnio y la excitación nerviosa, y sintió a lo largo de la espina dorsal un dolor que la paralizaba. A poco tuvo frío. Había andado tanto tiempo sobre la nieve derretida que, tenía los pies chorreando. Desaparecieron de la ex83
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planada las últimas personas que por ella paseaban. Abajo, la ciudad rumorosa desaparecía en la obscuridad grísea, encendíanse los faroles, y las chimeneas de las fábricas y las agujas de las torres se alzaban hacia el cielo de un gris ceniza. En el puerto silbaban los vapores. Algunas estrellas solitarias y pálidas aparecían en el firmamento. La mujer sentada en el banco, entre los árboles, hundiase cada vez más, cada vez más en la sombra. No dormía. Tampoco estaba lo bastante espabilada para sentir miedo. Transcurrían los minutos, uno a uno, con espantosa lentitud para la que esperaba. Cuando al fin se encontró arrebujada en las frías sábanas de la fonda permaneció despierta, y la desconsoladora sensación de su soledad oprimió de nuevo su corazón. En torno a ella el mundo inmenso y triste en medio del cual se encontraba completamente sola. Tanto daba que estuviese en la calle helándose como que se guareciese en una casa pequeña y caldeada. Mañana... mañana... ¿Qué sucedería mañana? E involuntariamente cruzó las manos y se puso a rezar. Rezaba y sollozaba. Su fe tornábase ardiente, y al cabo se rindió, llena de gozo. Parecíale subir a una cumbre, bañada en sol y oír al mismo Dios hacerle una promesa. Cuando cerraba los ojos los sueños de su infancia ganaban terreno; veía el cielo estrellado como una bóveda y a sí misma volando por el espacio. Cada palabra de la oración era una palomita blanca que volaba hacia Dios. Ya no dudaba, y si hubiese dudado cometería un pecado. ¿No había resucitado Cristo al hijo de la viuda? Su niño vivía, rezaba únicamente 84
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para recobrarlo, y: "todo lo que le pidáis al Padre en nombre mío os será concedido". Durmióse al fin, con la dulce confianza de que Dios escucharía sus súplicas. A la mañana siguiente salió a las nueve. Estaba demasiado nerviosa para poder beber ni siquiera una taza de café; lo dejó para más tarde. Cuando llegó a casa del director quedóse estupefacta al ver que había varios coches a la puerta y que entraban muchas personas. Ya dentro, encontró las puertas abiertas y siguió a algunos visitantes a una vasta estancia llena de gente. ¿Qué significaba aquello? Acometida de un frío, extraño que la paralizaba, ni pensar podía. Vio a la señora del pelo blanco, sentada en una silla baja, sollozando, mientras algunos se inclinaban hacia ella. También había una cama y en ella yacía el director. De modo que aun no era demasiado tarde. Precipitóse al lecho y cogió la mano del enfermo. Estaba fría. Todos la miraron. Un instante después se encontraba delante de la mujer del director y, palideciendo, le preguntó: -¿Sabe, usted quién tiene mi niño? La interrogaron; alguien le puso una mano en el hombro. La señora alzó la cara, bañada en lágrimas y la miró con espanto. En los ojos de Regina se adivinaba la locura. La mujer del director hizo un movimiento de impaciencia. -No, no lo sé; ni siquiera se despidió de mí.
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Pero entonces la mano se apoyó con más fuerza en el hombro de Regina y ésta tuvo la sensación de que la ponían en la puerta de la calle.
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XI A media noche hallábase un guardia en los alrededores de la estación de Poniente observando a una persona que se paseaba de arriba abajo por el muelle. De cuando en cuando se detenía y miraba las negras aguas en donde rielaban las luces. Debía ser una mujer y parecía esperar a que diesen las doce, hora en que apagan los faroles. De pronto la perdió de vista y se precipitó al muelle, mirando al agua fijamente. Pero no tardó en volverla a ver. Se había sentado en el suelo, al pie de una columna del teléfono. Creyó llegado el momento de acercarse a ella y de hablarle. -Usted dispense, señorita, ¿está usted enferma? Alzó la mujer la cabeza y la débil luz de un farol le dió en la cara. -¿Enferma? No, no estoy enferma. -¿Espera usted a alguien? - ¿No puedo sentarme aquí ? A nadie estorbo. -¿En dónde vive usted? -¿No puede usted dejarme en paz? 87
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-Sí, pero quiero hacerle observar que son las doce. -Lo sé. El guardia se alejó unos pasos y luego se paró. La mujer le olvidó inmediatamente. Pasaba el tiempo. -No, Regína -decía mirando fijamente el agua-, para ti no hay piedad; de nada sirve que reces; Dios no te oye. Hay piedad para la que mata a su hijo, pero para la que lo vende o acepta dinero, no, no. Podrás tirarte al agua, pero aunque lo hagas no quedará saldada tu deuda. Tu única salvación estriba en encontrarle, pero ya no es posible. Levantóse y comenzó de nuevo a andar. Vacilaba como si estuviese ebria. Parecíale imposible volver a la ciudad en donde todos dormían como troncos. Igualmente imposible le parecía la fuga. Hay momentos en la vida en los que nos vemos precipitadoa al abismo y en los que hasta la misma muerte, se niega a darnos asilo. Sintió tras de sí el paso tardo de unos zapatos ferrados. Era el guardia. Al fin se le acercó y le dijo que le buscaría un coche. Alejóse y a poco se detuvo un carruaje ante Regina, que no se daba cuenta de nada. Poco después se encontró sentada en un coche, dijo el nombre de la fonda en que se hospedaba y se hizo conducir a ella en una inconsciencia completa. Por el camino se le ocurrió repentinamente una idea. - ¡ Folden... el doctor Folden! ¡Está aquí! Como es natural, él ha intervenido en el asunto, él lo ha arreglado todo. Ha escondido al niño. Sabe en donde está. No quiso que su hijo padeciese y por eso se ocupó de él. En el fondo tam88
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bién ha creído favorecerte. Te proporcionó una colocación. Los hombres son mejores de lo que tú te figuras. Se bambleaba el coche y las ruedas resonaban contra el empedrado. Cruzaron la calle Carl Johan, desierta y obscura. De repente le gritó al cochero: -¡Oiga! ¿Sabe en dónde vive el doctor Folden? Paró el cochero y se volvió hacia ella. - ¿Qué?... -¡El doctor Folden! ¿Sabe en dónde vive el doctor Folden? El cochero sacó un librito y lo hojeó a la luz de un farol. Encontró las señas y Régina le dijo que la llevase allá. Dio la vuelta el coche. Cruzó la calle de la Universidad y se detuvo ante un portal. Regina pagó al cochero, que se marchó. Miró a su alrededor. Junto a la puerta estaba la placa de Folden. Tenía una campanilla particular, y antes de saber lo que deseaba, llamó. Tuvo que esperar mucho tiempo y acabó por sentarse en un escalón de piedra. De cuando en cuando oía el ruido de un coche que atravesaba la ciudad. Dio la una. Poco a poco iban apagándose todos los rumores en la inmensa ciudad. Estaba demasiado cansada, para pensar. Tenía la sensación de encontrarse en aquel instante en el límite de lo posible. Yendo a visitar a aquel hombre, pisoteaba su orgullo. ¡ Pero de qué le servía el orgullo en lo sucesivo! Al fin se abrió una ventana del tercer piso. Asomó la cabeza una criada y dijo: 89
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- ¿Quién es? -Quiero hablar con el doctor Folden -contestó Regina. Se cerró la ventana. A los pocos minutos abrieron la puerta y Regina subió tras de la muchacha por la obscura escalera. La criada la precedía con una luz. Creía que se trataba de una visita a un enfermo, y un médico joven no se atreve a negarse de noche. Pero el último tramo lo subió Regina más despacio. Comenzó a palpitarle el corazón. -¡Qué vas a hacer! -pensó-. ¡A media noche! ¿No te creerá loca? -Tenga la bondad... -dijo la criada; y abrió la puerta. Luego hizo pasar a Regina a una sala de espera, encendió una lámpara y salió. En la casa reinaba un silencio de muerte; en la calle no se sentía el más insignificante rumor. Se oía el tic-tac de un reloj. La lámpara comenzó a apagarse por falta de aceite. Las cortinas y las puertas pintadas de blanco eran las únicas cosas visibles a la débil claridad. Regina estaba acurrucada en una silla. Pasaba el tiempo. Por último se sintieron pasos que iban acercándose. Se abrió la puerta y entró el doctor Folden. No estaba cambiado a pesar de que una poblada barba substituía a la barbita cortada en punta. Con las prisas se había puesto un pañuelo de seda en lugar del cuello. Dio las buenas noches, se paró en medio de la estancia y dijo: -¿Vamos? ¿Hay peligro? -¡Buenas noches! - murmuró Regina levantándose. 90
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Folden creyó reconocer la voz y se acercó. Luego se detuvo como petrificado. Regina no sabía qué decir; así que ambos permanecieron inmóviles, mirándose fijamente. Al fin él se restregó los ojos como para convencerse de que no estaba soflando y murmuró: -¿Qué... qué desea ? ... ¿no se ha equivocado usted, señorita?... ¿O viene en realidad en busca del médico? Su actitud de azoramiento la hizo volver en sí. En el primer momento sintió tentaciones de prorrumpir en una carcajada porque se consideraba muy superior a él. -Folden -le dijo mirándole-, perdona si te molesto. ¡ Pero quiero saber en dónde está mi hijo! ¿Te encargaste tú de él? ¿En dónde le tienes? ¡ Si no lo sé ahora mismo no respondo de lo que pueda ocurrir! Folden había retrocedido algunos pasos hasta acercarse a la ventana, luego se apresuró a cerrar la puerta de la habitación contigua y corrió el cortinón. Volvióse después hacia ella y la miró fijamente. -¡Tu hijo!- murmuró-. ¿Tienes un... un hijo?. ¿Te has casado? Regina prorrumpió de improviso en una carcajada salvaje. Resonaba de un modo tan extraño en aquella casa en silencio, que Folden se le acercó involuntariamente. -Perdona -dijo-, están durmiendo Pero tienes que darme explicaciones. ¿Cómo puedes creer que yo... que tu hijo...? De pronto se pasó la mano por la frente, como si empezase a comprender. 91
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-¡Buenas noches, Folden! -dijo Regina muy serena-. Veo que me he equivocado. Buenas noches. Y se encaminó a la puerta. Pero Folden quiso detenerla. -¡Dime lo que significa todo esto! ¡Estás tan pálida, Regina!... Estás muy cambiada; ¿te ha ocurrido, alguna desgracia? No he vuelto a saber de ti. ¿No puedo ayudarte en nada? -No -contestó Regina desasiéndose-. Ni me ha ocurrido ninguna desgracia, ni puedes ayudarme absolutamente en nada. Buenas noches. Me equivoqué. Folden se brindó a acompañarla, oponiéndose a ello la joven tenazmente. Pero el doctor tuvo que bajar la escalera con Regina y abrirle la puerta. Mientras la veía alejarse por la calle, pensó: -Puede que esté loca. ¡Con tal de que no te traiga esto algún disgusto! Pensaba en su mujer. En la calle de Carl Johan un beodo interpeló a Regina. Huyó ésta, pero el otro la siguió. Al fin encontró a un guardia y corriendo hacia él le suplicó que la acompañase a su casa.
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XII El cuartito de la fonda estaba completamente a obscuras; sólo la luz de un farol de gas penetraba de afuera, proyectándose sobre el pavimento. Regina yacía en su cama, completamente vestida. Sin embargo, se había quitado los zapatos, y tenía las manos cruzadas bajo la nuca y los ojos medio cerrados. Hay dolores que el corazón resuelve en llanto; los hay que nos dejan pálidos y mudos, y existen otros, por último, que arrojan a una criatura a un témpano de hielo flotante desde el cual trata en vano de percibir la costa, un barco, la salvación. Este ser no se lamenta ni suspira, y en sus ojos no hay lágrimas. Verdad es que está como paralizado. Pero pronto clava sus uñas en el hielo hasta que arranca un pedazo con el cual comienza a bogar. Si antes era un pigmeo ahora se ha convertido en un titán. No pelea por la vida, se rebela únicamente para luchar contra lo imposible. Después de permanecer inmóvil algunas horas, sentóse Regina en la cama y se restregó los ojos.
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-¡No faltaba más sino que te estuvieses aquí llorando! -dijo a media voz-. ¡Como si no hubieses llorado bastante! ¡Como si eso pudiera servirte de algo! Y se echó a reír, con una risa seca y triste. Luego volvió a acostarse con las manos bajo la nuca. No hacía mucho se encontraba ante el ventano desde el cual casi podía entrever a su hijo. Ahora se había cerrado el postigo, dejándola a obscuras. Volviérase adonde se volviese no vislumbraba la menor esperanza. El niño estaría en la capital, o en el campo, o en otra ciudad cualquiera; en el norte, en el sur, en el este, en el oeste, en esta región o en la de más allá. Le era imposible, saberlo. Muerto el director, nadie podía decírselo. Fue a la "Maternidad" y preguntó, pero inútilmente... Y el doctor Folden... claro, sólo por un momento pudo atribuir acción tan honrosa a semejante hombre. -¡ Regina, en lo sucesivo has de renunciar! Todo se conjura contra ti; dependa de los hombres o de otro ser más poderoso... no tienes suerte. ¿Puede un Dios amoroso condenarte así a una desgracia tras otra? No, no. El mal triunfa. El mal quiere ofrecerte en holocausto. Y tú te dejas sacrificar. Ahora renunciarás seguramente. ¿No estás pronta para una lucha eterna? Empezaba a sentir frío. Se levantó de improviso mirando fijamente al suelo. El farol de gas proyectaba una débil claridad sobre su rostro. Tenía las manos cruzadas a la espalda. -¿Retroceder ahora, reanudar la vida solitaria? ¿renunciar a buscar? Imposible. Quizá no haya ninguna otra salida, 94
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pero es preciso que te la procures. ¿Podrás? Pero piensa que acaso esté contra ti el mundo entero, y hasta Dios y sus ángeles. ¿Podrás encontrarla a pesar de todo? Se estremeció de nuevo y enseñó los puños. -De ahora en adelante, Regina, no vuelvas a derramar una lágrima, no vuelvas a rezar una oración. Esas son cosas con las que se engaña una a sí misma. Te reirás, pero fría como el hielo... Y así no te llevarás desengaños. Hazte cuenta de que todos son enemigos tuyos. Así no te llevarás desengaños. Hazlo así... hazlo... ¡ Puedes rebelarte orgullosamente contra todo! Y ahora es cuando tendré fuerzas para resistir, ahora que no me preocuparé de la vida ni de la muerte, ni de la estimación de las gentes ni de otras simplezas por el estilo, ni me andaré con tantos escrúpulos en asuntos de conciencia, ya que tanto miente y engaña ésta. ¿Acaso me ha procurado otra cosa que males? ¿Y Dios? Me quitará la vida, me enviará al infierno, pero le acusaré de todas maneras y le diré: "Me has concedido una vida sin alegrías, bien puedes ahora darme una eternidad llena de sufrimientos." Apretó los puños con más fuerza. -De ahora en adelante, no he de esperar nada, ni creer en nada, ni amar a nadie. Pero quiero encontrar a mi hijo, loquero, lo quiero... Y le encontraré. Quiero vengarme de los que me han hecho sufrir. Poco a poco había ido tranquilizándose y serenándose, y entonces notó su cansancio y sintió que se le iba la cabeza. -Llevo tanto tiempo sin comer ni dormir -pensó tocándose la frente-. Ante todo es preciso recobrar las fuerzas. 95
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Encendió una luz que había sobre la mesa de noche y recordó, que en Suecia había metido en la maleta unas rebanadas de pan untadas de manteca que ni siquiera volvió tocar. Fue a sacarlas, se sentó y se puso a comer. El pan estaba duro, pero se esforzó en pasarlo y bebió agua. Daban las cuatro. En la noche todo era silencio. Desnudóse luego y se acostó. Y pensó de nuevo. -No es ocasión de fantasear ni de llorar inútilmente. Ahora debes dormir si no quieres volverte loca. Procuró pensar en cosas sin importancia. Exhausta de fuerzas como estaba, quedó sumida en una inconsciencia producida por el sueño y la fatiga, y no cesaba de oír una voz enérgica. "¡Duerme! ¡ duerme!" Cuando se despertó entraba el sol en la alcoba. Eran las once. Notaba aún una deliciosa modorra y durmió algunas horas más. Al despertarse tiró de la campanilla, pidió café y, después de beberlo, siguió acostada, reflexionando. Era preciso tomar una resolución. Sentía como una especie, de consuelo al verse sola en el mundo, al pensar que no tenía que pedir permiso a nadie para nada. Aunque hiciese el proyecto más descabellado, nadie podía decirle una palabra. Permanecía en el lecho, apoyada la cabeza en las manos. No, no era imposible retroceder. Sería condenarse a un suplicio eterno. Sería renunciar a todos sus sueños para lo porvenir. Sería dar la razón a sus enemigos. No podía hacerlo. Pero ahora era necesario trazarse un plan y no cometer errores. Y en tanto que tendida en la cama pensaba y calcu96
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laba, parecíale salir a tientas de aquel abismo en el que cualquier paso en falso podía ser mortal. Veía en lontananza un punto luminoso y quería llegar a él. Necesitaría tiempo, sufriría decepciones, tendría que buscar expedientes, que cometer delitos, pero debía llegar. ¡ Puede uno proceder de tantas maneras! Ante todo, se puede suplicar. Se acerca uno a las gentes honradas, procura inspirar compasión, consigue que le ayuden por lástima, se arrastra por los suelos y se pone en ridículo. ¡Como en casa de Folden aquella noche! ¿Quieres continuar? ¡No, por Dios santo, no! Basta de mortificaciones. Hay otros medios... ¿La astucia? ¿La fuerza? Ambos requieren dinero. Y tú no lo tienes. Sería necesario disponerse a viajar... a viajar mucho, a ir quizá muy lejos. Pero hace falta dinero. ¿Y la amenaza? Entonces tendría que encontrar primero lo que buscaba y probar después quién era ella. Pero ni siquiera sabía cómo se llamaba el niño. Si le encontraba, podrían negárselo, inventar una historia, y como ya no existía el director... No, había que proceder con astucia. Era preciso sonreír y presentarse de improviso. ¿Sería quizás algún pariente? Entonces debía sorprenderle, antes de que se pusiese en guardia. Pero acaso tuviese que hacer un largo viaje, acaso tuviese que seguir una pista durante muchos años. Para eso necesitaba dinero. Tal vez fuese preciso sobornar a alguien. ¿Dinero? No lo tenía. Encontrábase sola en una fonda con unos centenares de coronas. Debía empezar con esta cantidad y correr el peligro de hallarse el día menos pensado ab-
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solutamente desprovista de recursos, o enferma:, o expuesta a nuevas humillaciones. No, gracias. Siempre en el lecho, ideó infinidad de extravagantes proyectos para procurarse dinero, hasta que, surgió el recuerdo del industrial; él la ayudaría. Pero necesitaba mucho dinero, y habría de suplicar, de dar explicaciones, de recibir nuevos socorros humillantes... ¡ no, gracias! ¿Pero y si el industrial sabía su secreto? ¿No sería su hermana quien...? Entonces no la habría pedido en matrimonio. Bueno; pero, ¿estaba segura? Ahora que caía en ello; ¿no había dicho el industrial en tal ocasión y en tal otra ciertas cosas sospechosas? Siguió acostada y se aferró a aquella probabilidad como el que contempla un débil rayo de luz en las tinieblas. Quizá no fuese una luz, pero no vislumbraba ninguna otra claridad. Tal vez debiera renunciar a todo y dejar que los otros triunfasen. Claro, eso debía hacer. Flaten era rico. Todavía quedaba otro medio: el de llegar a ser rica y poderosa. Y a seguida comenzó a entrever una serie de probabilidades increíbles. Pasó una hora. Se volvía de un lado para otro en la cama. Estudió muchos proyectos con la certidumbre de que ninguno era factible. No veía otra salida. Podía poner término a todo y arrojarse al mar... claro está. Pero sería una infamia aún mayor. Y suponiendo que el industrial lo supiese todo... no por ello dejaría de hacer la prueba. Quizá aquella lucecilla no fuese una luz, pero no veía otra, y mirándola estuvo hasta que se tornó resplandeciente. 98
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Se levantó y se vistió. El que se encuentra en un barco que naufraga, no reflexiona mucho lo que ha de hacer, y así Regina se sentó y se puso a escribir a Flaten sin demora. Se mostraba arrepentida de haberse marchado, recordaba sus bondades y le rogaba la permitiese volver a su lado. De pronto soltó la pluma y apoyó la cabeza en las manos. -¡Dios santo!- pensó-, ¿no habrá otro medio? "Sí -contestó una voz burlona-; Puedes ir a tirarte al mar." A poco reanudó la escritura. Y otra vez tornó a suspenderla. -¿Pero qué te ha hecho ese hombre para que quieras abusar de él de esta manera? Levantóse de un salto y empezó a vueltas por la estancia. -El no te ha hecho nada. ¿Pero no han abusado de ti los demás? ¿Y qué les habías hecho tú? El primero, Folden; me necesitaba para pasar el verano agradablemente; debía saber que destrozaba un corazón y truncaba una vida, pero a pesar de ello abusó de mí, y Dios permite que viva feliz. Abusaron además en la "Maternidad"; se sirvieron de mí para estudiar, mientras yo creía morirme de vergüenza. Y aquellos desconcidos y el director que me quitaron mi niño con engaños, también abusaron de mí. Claro; y Dios lo permitió. Bien le supliqué, pero se conoce que también El piensa que no es preciso andarse con muchos miramientos tratándose de esta muchacha. No importan gran cosa sus quejas. Un matrimonio necesita un niño... pues que abuse de 99
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ella y será eternamente feliz. ¡Que abuse! ¡Tratándose de esa muchacha no hay que andarse con miramientos! Y volvió a sentarse y reanudó la escritura apretando los dientes. Pero de improviso le asaltó un pensamiento y dejó la pluma. -Oye, en aquella ocasión eras dueña de tus acciones. Tú misma decidiste entregar el niño a aquella gente. Levantóse de nuevo y comenzó a pasear, enardeciéndose hasta encontrar pruebas de lo contrario. -En el fondo no lo era. La fatalidad acecha siempre el momento en que nos ve débiles y descorazonados. Entonces se precipita sobre nosotros. Entonces nos arrebata a la fuerza lo que más queremos. ¿Y luego? ¿Y cuándo nos arrepentimos y queremos deshacer lo hecho? Entonces hace lo que aquel que presta sobre alhajas y al que en un momento de apuro entregamos nuestra joya más preciada. Nos despide y nos dice: "Eras dueña de tus acciones... ¡Este, es un asunto muy serio!" ¡ Ja! ¡ ja! ¡ ja! Y tornó a sentarse y siguió escribiendo la carta, y respiró más libremente después de haberla terminado. Más tarde, cuando paseaba a la ventura por las calles, pensó, mirando a los transeúntes: - ¡No me miréis de esa manera! ¡Tal vez no sea peor que vosotros! Así, pues, corría hacia el punto luminoso, al lugar en donde le esperaba la felicidad. Ya no podía retroceder. ¿Cuánto tiempo duraría aquel matrimonio? ¿Cuánto tiempo duraría la obligación de sufrir, de aguantar, de co100
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meter faltas y disimularlas, de representar una comedia y fingir amor? ¿cuánto? ¿Cuándo podría estrechar contra su pecho aquel cuerpo infantil, palpitante, y llorar todas sus penas? Por ahora no había que pensar en eso. Sino más bien regocijarse por el paso que acababa de dar. Cuando escalamos una roca, no nos paramos a reflexionar que detrás de aquélla hay otra más alta. Al anochecer pasó por delante de una iglesia que estaba abierta y en la que entraban algunas personas. Sin pensarlo dos veces, las siguió; era preciso entretener el tiempo. La iglesia estaba iluminada y el órgano llenaba el espacio con sus acordes. Al pronto creyó que era domingo y que iba a asistir a vísperas. Pero apenas se hubo sentado, sintió como una opresión en la garganta. En aquel edificio iluminado, entre los fieles y el órgano, se figuraba ser un espíritu malo que se había introducido en un lugar sagrado. Y cuando el sacerdote subió al púlpito, Regina se alejó silenciosamente. Pero fue a sentarse en la escalinata y ocultó el rostro entre las manos. Las palabras del sacerdote, llegaban hasta ella como un rumor lejano. Parecíale que unos espíritus benéficos le tendían la mano y querían salvarla. Prometíanle, siempre que ella se arrojase en sus brazos, mostrarle el camino para llegar hasta su hijito. Pero, ¿cómo? Tendría que cambiar nuevamente de rumbo. No, ya no era capaz. No... ya no era capaz.
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SEGUNDA PARTE I Fue en extremo brillante, la recepción celebrada en casa de Flaten, y en la fría noche invernal resonaba en el valle el tintineo de los cascabeles en tanto que los trineos corrían uno tras otro por la ancha carretera, y sus faroles desaparecían al fin en la obscuridad. En lo alto, entre el obscuro follaje de los pinos, aparecía la casa inmensa e iluminada, con las ventanas de los dos pisos resplandecientes aún por el reflejo de las lámparas. Luego se fueron apagando todas las luces, primero las de las ventanas del principal, después en las habitaciones del piso bajo. Por último sólo quedó una ventana iluminada en la vasta fachada. El señor Flaten acababa de recorrer toda la casa y en aquel momento entraba en su alcoba; al andar zarandeaba los delanteros de su bata. Estaba pálido y cansado del baile y de beber. Había encanecido. Detúvose en medio de la habitación y contempló a Regina, quien, envuelta en un peinador blanco y reclinada en una chaise-longue, fumaba un cigarrillo. Estaba pálida y te102
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nía dos rosetas rojas en las mejillas. Aun le brillaban los ojos con extraño fulgor. ¡ Pero qué hermosa la encontraba! El vestido de seda amarilla con cuello de encaje de Venecia, aparecía extendido en el respaldo de una butaca, y a la incierta claridad de una lamparilla centelleaban algunas alhajas sobre una cómoda. -¿Qué tal? -preguntó el industrial-, todo ha resultado muy bien, ¿no te parece? -Era gente muy simpática -contestó ella fumando. Flaten empezó a desabrocharse la bata, descubriendo la amplia pechera de la camisa con la botonadura de brillantes y la corbata blanca. Se desnudó, estuvo un rato sentado en el borde de la cama y miró a la joven con expresión interrogante. Pero Regina seguía fumando, sin ocuparse de él. -Bailas admirablemente -dijo Flaten sonriendo. -Pues no he aprendido. -¿Observaste cómo admiraban tu traje los caballeros? Regina sonrió como una niña mimada. -Pero las señoras... Las oí cuchichear detrás de mí. -¿Qué decían? Frunció las cejas con terrible expresión. -¡Ah! me es indiferente lo que decían. Pero lo he oído y lo tendré en cuenta. -¿No vienes a la cama? Flaten recogió las piernas y se tapó con las mantas. Afuera, ligeras ráfagas arrojaban la nieve contra la ventana; empezaba a levantarse viento. Hubo una pausa. Regina miró a su marido y le preguntó a poco: 103
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-Si te contase una cosa que me ha lastimado más profundamente, ¿tratarías de procurarme una satisfacción? -¡Y me lo preguntas! -y sonrió como reconviniéndola-. ¿Qué ha pasado? Regina seguía mirándole. Aunque Flaten hacía esfuerzos para que su mirada expresase interés, se le cerraban los párpados. ¡Había bailado tanto el pobrecillo! Regina estuvo a punto de soltar la carcajada. -No -pensó-, pues alguna vez tendré que decírtelo. En los cinco meses que llevaba de casada, fue aplazándolo constantemente. Durante el par de meses que pasara en el extranjero, pensaba: -Cuando estemos en casa. Y al verse en su casa quiso ponerla en orden ante todo. No se avenía a confesarse a sí misma que aquel hombre bueno y enamorado era para ella lo que el fuego del hogar para el que está helado: despertaba sus buenos sentimientos. Sin embargo, se le hacía muy raro que de repente, existiese una persona para quien ella representaba todo el universo. Se encontraba reducida a la impotencia. El resplandor de la dicha de Flaten ahuyentaba sus malos deseos. Sólo cuando lograba descubrir algún defecto en él se atrevían a reaparecer. Y entonces se dirigía a sí misma mil reproches. Pero siempre lo dejaba para más adelante, para más adelante. Era tan grato vivir en aquella especie de modorra que la asustaba pensar en el momento en que había de despertarse por completo.
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Flaten comenzó a esputar; padecía un catarro crónico y a veces resultaba poco atrayente. -¿No te acuestas esta noche? -le dijo el industrial después de escupir en el pañuelo. -No -pensó Regina volviéndose del otro lado-, de ahora no pasa. Y mirando como distraída el humo del cigarrillo, comenzó: -Oye, querido, no me has contado una cosa. -¡Ah! ¿sí? Tenía la voz algo soñolienta. Regina seguía fumando. -Dime la verdad; ¿cómo fue mi venida aquí? Hizo como que cerraba los ojos, pero a pesar de ello podía ver perfectamente todas las facciones de su rostro. -Lo menos te lo he contado mil veces. -No, no me has contado nada. Me lo ocultas todo. Flaten se echó a reír. -Nada tengo que ocultar, querida. Escribí a mi amigo el doctor Gregersen preguntándole sí podía proporcionarme un ama de llaves noruega... y nada más. -¿Pero por qué diste el encargo al doctor precisamente? Regina abrió los ojos y trató de sonreír. -Porque era paisano mío y amigo de la infancia, querida, y le hablé por casualidad del asunto en una de mis cartas. ¿Pero no quieres acostarte esta noche? Lo dijo algo secamente.
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Regina tiró el cigarrillo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no enfadarse y echarlo todo a rodar. Pero procuró sonreir y se puso a mirar al techo. -Oye -dijo moviendo la cabeza con expresión de inocencia, un médico de la "Maternidad" tendrá entre sus enfermas mujeres de cierta clase. -Sí, figúrate. Regina le miró de reojo y se estremeció por efecto de la tensión nerviosa. -Supón por un momento que te hubiese enviado una de esas mujeres. Flaten suspiró: - ¡Qué cosas se te ocurren! No, aquel hombre no sabía nada. Para alejar de su alma la última duda, se acercó a él, se sentó en la cama, le cogió la cabeza con ambas manos y le miró amorosamente. Flaten, muy contento, quiso atraerla hacia sí, pero la joven se defendió bromeando. -Oye, querido, eres un marido original. -¿De veras lo soy? Y Regina añadió, audaz: -Sí, lo eres. No te tomas el trabajo de averiguar algo respecto a mí. Nunca me preguntas lo que me ha sucedido antes de ahora. El rostro del industrial adquirió una expresión dolorosa. -No, has sido siempre tan reservada para lo que a ti se refiere... Y prosiguió, mientras le pasaba la mano por el pelo:
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-Pero me considero muy feliz poseyéndote tal cual eres. No puedo preguntarte todo de una vez, pero todo se andará cuando llevemos más tiempo de vivir juntos y tú tengas más confianza conmigo. Y la miró, gozoso. Estas palabras afectuosas causáronle de nuevo un efecto tal, que se enterneció y los sollozos se agolparon a su garganta. Pero dominándose, dijo: -Mira, la hermana soltera que tienes en Cristianssand debía adoptar un niño. No es agradable vivir tan sola. Y volvió a observarle atentamente; luego continuó: -Cuando vayamos a Noruega este verano, ¿iremos a ver a tu hermana? -Sí, seguramente se alegrará mucho, y entonces podrás hablarle de ese niño que ha de adoptar. Y se echó a reír; era una risa sincera y franca. Ya no quedaba la menor duda. Flaten no sabía nada, y su hermana... ¡ oh! no, no era ella... Empezó a desnudarse y, cuando se metió en la cama, ya estaba Flaten roncando. Permaneció echada, mirando su cabeza grande y carnosa. Dormía, dormía, dormía. El. baile le dejó rendido. Habíase opuesto con todas sus fuerzas, cuando durante la comida se le ocurrió a Regina bailar un poco después del café para ahuyentar los espectros de los salones del principal. Así, pues, todo se había puesto en claro. Al verse ambos ante el altar, Regina se había obstinado en creer que era su salvador y que la sacaría de aquella situación. ¿Y ahora? Ahora sólo quedaba el dinero. ¿Pero y él ? 107
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La lamparilla proyectaba una luz verdosa sobre el rostro de Flaten. A cada aspiración la nuez le subía y le bajaba, y Regina contemplaba atentamente su robusto cuello. ¡Oh! de nuevo había obrado en un momento en que su razón estaba ofuscada por la desesperación, y ahora se asustaba de lo que había hecho, pues bien podía ser que aquel matrimonio no la acercase un paso a la meta que se proponía alcanzar, o que el bienestar la tornase indolente, o que ella se dejase conquistar por la bondad y el amor. Quizá todos los que le arrebataron el niño contaron con esto. Quizá aquel matrimonio entrara en sus cálculos. Y no se equivocaron. -¡No, tienen razón! -se dijo con ira-, te has descuidado en cumplir la misión más grande de tu vida. Basta una caricia para que te humilles, olvidando el insulto de ayer. No se equivocaron. ¡Vales tan poco! Afuera la tormenta invernal arreciaba y ululaba angustiosamente en la noche.
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II Cuando Regina decidió casarse con Flaten no estaba en disposición de reflexionar que debería hacer para librarse luego de él. Pero ahora aquella pregunta no podía aplazarse. Si no quería renunciar a la idea de encontrar algún día a su hijo, de poder arrojar la careta y volver al fin a ser honrada y sincera era preciso que hallase un medio para separarse de su marido. Flaten no era ya su salvador; no sólo estaba de más, sino que le cerraba el paso. No sabía cómo, pero la tenía sujeta. En los tristes días de invierno iba sola, de habitación en habitación, mientras Flaten estaba en la fábrica. Todo lo hacía de mala gana porque todo le recordaba a Flaten y su matrimonio. En cuanto las sombras invadían la casa debía esperarle. Pero al acercarse la hora de su regreso experimentaba una sensación de horror. Porque su amor, sus atenciones la desarmaban y la hacían vacilar. ¿Qué hacer? A una semana sucedía otra y Regina dejaba pasar el tiempo cruzada de brazos. A su madre sólo le escribía cartas breves, cartas de negocios casi. En lugar de poner frases afectuosas incluía un 109
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billetito de Banco. Las cartas de su madre se las guardaba en el bolsillo y tardaba semanas enteras en abrirlas, como si las epístolas maternas fuesen un rostro que se avergonzase de contemplar. En las tardes obscuras permanecía en el gabinetito que a la sazón le estaba destinado y entretenía el tiempo bebiendo te y fumando cigarrillos. Las llamas de la chimenea se reflejaban en la tetera de plata y en la fina porcelana, y el humo ascendía en diminutas volutas azuladas en la estancia pequeña y sombría. Y cuanto más aplazaba las resoluciones enérgicas, más por completo se entregaba a sus hermosos sueños a propósito del niño. No exigían delitos ni traían consigo remordimientos. Cuando al fin encontrase a su hijo... ¡ cómo le educaría! Y se veía cual una madre orgullosa, de cabellera blanca; él era un hombre célebre a quien todos amaban y estimaban. Vivirían en el extranjero, y ella llevaría de nuevo su nombre de soltera y se llamaría la señora Aas. También el chico llevaría su nombre. Cerraba los ojos... y se veía junto a él en una quinta a orillas del Mediterráneo, paseando por un dilatado jardín, sin cuidarse más que de las flores que tanto le gustaban. Por la noche, cuando la luna se eleva por sobre los cipreses, se sentarían en la terraza y cantarían las canciones de la patria. Cruzaba la iglesia apoyada en su brazo en tanto que el órgano resonaba bajo la inmensa bóveda, pero a la sazón sólo alegría le causaba. Había expiado todas sus faltas y vivía pura y casta, como una monja. Estremecíase de repente cuando Flaten daba vuelta a la llave de la puerta del corredor. Terminaba el sueño y empe110
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zaba la realidad. ¿Cuánto tiempo duraría aquello? ¿Hasta cuándo debía simular un amor que cada vez la hacía más odiosa a sus propios ojos y le daba la sensación de no valer mucho más que cualquiera mujer perdida? Procuraba calmarse soñando y haciendo vanos propósitos. Y pasaba el tiempo. ¿Y si estuviese enfermo su niño? Ya habría cumplido año y medio, y hablaría y tendría dientes. Y ella, como si tal cosa. Sí, cuando le entregaban un vestido nuevo tenía valor para contemplarse, muy satisfecha, al espejo, como si aquellos trapos no los hubiese comprado con la deshonra. Comenzó a recurrir a los medicamentos para poder dormir. Al día siguiente estaba tan pálida y tan extenuada, que tenía que quedarse en la cama hasta las doce, y poco a poco llegó a no poder dominarse y a dejarse llevar de su pésimo humor muy a menudo. Pero Flaten lo soportaba con su habitual indulgencia. Sabía que en los primeros tiempos de la preñez las mujeres jóvenes suelen estar muy displicentes y confiaba en que fuese ésta la causa de todo. Así que lo sufría con paciencia y esperaba el feliz momento en que Regina había de decirle al oído que era padre. Al fin, aquella indulgencia comenzó a exasperarla. La asustaban sus caricias, porque temía que se adueñase de su corazón y la hiciese flaquear de nuevo. Las noches en la alcoba nupcial empezaron a ser un tormento. Y cuando Flaten hizo su acostumbrado viaje a Göteborg se sorprendió formulándose, a sí misma el deseo de que le ocurriese una desgracia. Sentada, con los ojos cerrados, imaginábase el 111
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momento en que volvería a ser libre... Una semana después estaría el niño en sus brazos y comenzaría una vida nueva, arrojaría aquella careta odiosa y tornaría a ser la de antes. Pero Flaten regresaba incólume, risueño e impaciente por estrecharla entre sus brazos, y con algún regalo siempre. Aquel hombre tan avisado e inteligente en su trato con los demás hombres, en lo que se refería a la joven estaba completamente ciego. Sus regalos la mortificaban como nuevos lazos, como nuevas humillaciones. Pero los aceptaba y sonreía por no echarse a llorar; le daba las gracias por no tirárselos a la cara. Y transcurría el tiempo. Pasábase el día meditando, haciendo proyectos y fantaseando. Pero por cualquier camino que tomase había de pasar por encima de la felicidad de Flaten. Confesarle todo... ¡ la idea era ridícula! Pero continuar aquella vida... ¡ aquella vida! Comenzaron a inspirarle miedo sus sueños. Eran crueles, destilaban sangre. Y se despertaba sudando, por efecto del terror, y se ponía contenta al ver que todo era un sueño. Entonces se estrechaba contra su marido, cariñosa, como si quisiese expiar sus faltas. Una mañana, sentado junto a ella en el borde de la cama, antes de marcharse a la fábrica, le dijo Flaten: -Oye, tienes síntomas sospechosos. Regina se estremeció; ¿habría hablado en sueños? ¿Adivinaba sus pensamientos? Entonces él se inclinó y murmuró a su oído: -Qué, ¿me vas a dar quizá un heredero?
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Regina estuvo a punto de prorrumpir en una carcajada de desdén. No faltaba más que eso. Verdaderamente, no faltaba más que eso. Y en aquel momento se le ocurrió seguir la broma. Esforzóse en sonreír y dijo: -¡ Pero todo lo adivinas! Flaten la estrechó contra su pecho y se marchó contoneándose. Desde aquel momento trabajó con más afán que nunca: se trataba de reunir una fortuna para el heredero. Y no cesaba de hablar de sus risueñas esperanzas. Con lo que se mostraba más indulgente y más enamorado. Regina le seguía la corriente y hablaba del niño porque no se atrevía a confesar ya su mentira y también porque a veces se gozaba en engañarle. ¿No llegaría a saberse algún día?... Pero quizás el econtrase antes la solución; era necesario encontrarla, era necesario encontrarla. Comenzó a ir de un lado para otro, como una somnámbula. Se daba cuenta de que corría hacia las tinieblas y quería evitarlo. Cuando andaba sola por su casa, se paraba con frecuencia y hacía con la mano un movimiento como si quisiese apartar de sus ojos alguna visión horrible. Conforme sentía que se iba hundiendo en el abismo, más se unía con el pensamiento a su hijo. Le veía enfermo, sin nadie que le cuidase. Le veía rodeando con sus brazos el cuello de una mujer a quien ella odiaba. Se imaginaba la escena: entraba y reprendía al niño. Y comenzó a escuchar su voz, a ver su rostro, su sonrisa, las
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manos que tendía hacia ella... Pero las tendía en vano, porque Regina no estaba allí. Por la noche tenía al niño echado en su hombro; de día gateaba por el suelo, y tan estupenda realidad llegó a tener que muchas veces, al abrir una puerta, se volvía a mirar por temor de pillarle los dedos. Los días invernales son cada vez más cortos, se acerca Navidad y el sol apenas logra abrirse paso de cuando en cuando y luce sobré llanuras y bosques altos; un tren pasa a lo lejos por el valle y más allá se cruzan los caminos de las fábricas próximas al río. Los árboles del jardín están blancos y se encorvan bajo la brillante capa de nieve. Ya no van visitas porque la dueña de la casa no recibe a nadie ni sale nunca. Todos los días se asemejan. Flaten sigue trabajando hasta muy entrada la noche; ya no le atrae tanto la casa. Todas las mañana, levantábase Regina de la cama pensando: -Hoy se lo digo. ¡No aguanto más! Le quedaba el recurso de huir, pero entonces tendría que empezar de nuevo. Podía pedir el divorcio, pero en ese caso debería explicar unas cosas tan complicadas... A veces se le ocurría que no necesitaba el dinero de Flaten; pero presentía el arrepentimiento que seguiría a la renuncia y el cambio completo que la obligaría a comenzar desde el principio. No se encontraba con fuerzas para ello. Habíanse acumulado demasiados obstáculos en aquel primer sendero y no, no se encontraba con fuerzas para apartarlos todos. Era
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mejor no mirar atrás. No reflexionar, sino seguir adelante, adelante. Empezó a pensar en las diversas causas de muerte y ello le causaba cada vez menos espanto. Llegó a tener una idea fija que iba ganando terreno. Y era: -¿No es mejor que cometa un delito y recobre la libertad y encuentre a mi niño para poder arrepentirme cuanto antes? Mientras que así... Estoy delinquiendo inútilmente durante un espacio de tiempo indefinido. Un día sorprendió a Flaten ante el retrato de su mujer. A la sazón le tenía en su despacho, ya sin el crespón que antes le circundaba. Era imposible abrigar dudas acerca de sus sentimientos mientras le contemplaba, de pie. Regina le miró burlonamente y el anciano enrojeció como si le hubiesen cogido en falta. Pero sólo entonces advirtió la joven que estaba extraordinariamente pálido y que el cuerpo recio y grueso había decaído bastante. ¡Qué avejentado le encontraba! Comenzaba a caérsele el pelo, ya cano, y era tan grande la palidez de su rostro... Conmovióse por un instante. -¡Dios santo! -pensó-, ¡ cómo debo de haber atormentado y martirizado a este hombre! Y aquel día no pudo menos de estar amable y cariñosa con él. Entonces sucedió una cosa que durante todo el tiempo transcurrido le pareciera imposible. Se dio cuenta de que iba a ser madre por segunda vez. Permaneció en la cama algu-
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nos días, como paralizada por un enemigo que la hubiese agredido por la espalda. Cierto que habla caído muy bajo, pero hasta aquel instante su sentimiento maternal fue santo y puro, y el recuerdo de su vástago era como un templo en el que buscaba refugio. Pero, ¿y ahora? ¿Y ahora?... Y aquel hombre, contra el cual pecaba, que era su mal genio, a quien estaba dispuesta a matar, la obligaba a dar el ser a un nuevo Flaten, quizás a aquel que el día menos pensado se aprestaría a vengar a su padre. ¡Quién sabe! Y ella debía dar a luz aquél niño y sufrir por él, que quizá la separase de su hijo mayor y la ligase a Flaten para toda la vida. Revolvíase en la cama de un lado para otro. Diríase, que se helaban en ella los últimos restos de ternura; un odio vivísimo comenzó a invadirla como una especie de fiebre.
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III El día que se levantó estaba pálida y fatigada por el insomnio, pero extraordinariamente tranquila. Para ella había desaparecido el mundo entero, sólo existía un punto en el cual tenía fijos los ojos. ¿Quién podría detenerla ahora? Toda la mañana estuvo dando vueltas por la casa, constreñidos los labios y pasándose la mano por la frente de cuando en cuando. En la mesa estuvo de tan buen humor, que Flaten se consideró completamente feliz; hablaron de infinidad de cosas, rieron, comieron y bebieron. De repente cortó Regina la conversación y clavó los ojos en su marido. Este se interrumpió, mirándola y remirándola, como si esperase algo. -Oye -comenzó la joven-, voy a decirte una cosa que no sabes. -¡Ah! ¿sí? alzó los ojos. -Antes de venir a tu casa tuve un niño. Pronunciaba las palabras sordamente con una sonrisa estereotipada. Flaten dejó caer la cuchara en el plato, dio un salto en la silla y palideció. 117
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-¿Qué?...- dijo por último mirándola-. ¿Qué dices?-, balbució-, ¿qué dices, querida? E intentó sonreír, como si se tratasa de una broma. Pero Regina, fría como un témpano de hielo, repitió: -Pues sí, tuve un niño antes de venir a tu casa. Flaten no cesaba de mirarla. Y cuando al fin le asaltó la sospecha de que pudiera ser verdad lo que decía, se inclinó de improviso y la miró con estupor, como si la viese lejos, muy lejos. Hubo una larga pausa. Levantóse, por último y salió tambaleándose. La joven oyó los pasos de su marido que se dirigía a su despacho. Regina se tapó de repente los oídos como sí temiese oír el disparo de un arma. Pero no ocurrió nada. Levantóse luego, entró en su cuarto y encendió un cigarrillo. Un momento después se presentó la doncella preguntando si los señores no querían seguir comiendo. -No -dijo Regina tranquilamente mientras jugueteaba con el cigarrillo-, quite usted la mesa. Marchóse la doncella y Regina se reclinó en la chaise-longue y se puso a contemplar las nubecillas de humo. Temblaba de pies a cabeza. ¿Qué había hecho? ¿Qué sucedería? Sentía el vértigo que acomete de un profundo abismo. Evocó de nuevo el recuerdo de1 niño le estrechó contra su pecho, vio su sonrisa, se representó el momento en que al fin tornaría a verle, a tenerle en sus brazos. Como de costumbre, estos sueños la distraían de sus remordimientos, hasta el punto de que permanecía allí, llena de ternura, con
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un solo pensamiento, sin ver, sin sentir, sin pensar más que en una cosa. En la vasta casa reinaba un silencio terrible. Quizá también allá en la cocina experimentaran los criados la necesidad de hablar en voz baja. Las sombras del crepúsculo penetraban en las habitaciones, invadían los rincones, barrían la claridad grísea de las paredes. Y ella continuaba inmóvil. ¿Qué había hecho? ¿Él niño? Bueno, ¿pero qué había hecho? Al cabo de unas horas no pudo resistir más; quitóse los zapatos y se deslizó hasta la puerta del despacho. Pero no se oía el más ligero rumor. No pudo por menos de mirar por el agujero de la cerradura; vió a su marido delante de la ventana, a la luz crepuscular, como un bulto obscuro, inclinado sobre su mesa. Tenía la cabeza entre las manos. Cuando se encontró tendida nuevamente en la chaise-longue, no podía apartar de su pensamiento aquella imagen. ¡Aquel hombre tan bueno! ¡Aquel hombre tan bueno! ¿Qué había hecho? Pero a poco se incorporó bruscamente se quedó sentada, con las manos cruzadas. -Regina, ya no debes ser sentimental. ¿O quieres seguir siendo desgraciada? ¿Quieres dejar a tu hijo en poder de extraños? ¿quieres seguir soportando esta vergüenza a que te han empujado? ¿Quieres eso? ¿quieres eso? ¿Aun no tienes bastante? Comenzó a pasear de un lado para otro. La alfombra apagaba el ruido de sus pasos. Había obscurecido por completo y tenía frío. Pero continuó paseando de arriba abajo,
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de arriba abajo, hasta que se sintió sin fuerzas, y entonces se dirigió a su alcoba.
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IV Flaten estuvo ausente toda la velada, pero cuando a media noche se despertó Regina después de haberse adormecido un instante, se encontraba junto a su cama y le hablaba en voz baja. Abrió los ojos; Flaten estaba completamente vestido, tenía una luz en la mano y parecía haber llorado. -Regina -dijo dejando la lámpara y cogiéndole una mano-, debiste contármelo antes. Pero lo hecho no se puede deshacer. Y suspiró: -Quiero tratar de perdonarte, quiero pedirle a Dios que me dé fuerzas para ello... ¡ porque te quiero tanto! Enronqueció su voz y se llenaron de lágrimas sus ojos. -¡Gracias! -murmuró Regina, mirando hacia la pared unos instantes. Luego cerró los ojos. Ya no la conmovía aquella prueba de amor, aquella indulgencia sin límites. -Cuando un viejo se casa con una mujer joven acaba por convertirse en su esclavo -pensó, mientras se despertaba 121
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en su interior un sentimiento de desprecio-. Pero no conseguiría nada, no, no conseguiría nada... Flaten apagó la lámpara y encendió la lamparilla, en tanto que ella seguía acostada, con los ojos cerrados. Su marido podía hacer lo que le viniese en gana, dormir o meditar. Se acostó, pero durante un rato muy largo, muy largo, le oyó suspirar. Al día siguiente fue Flaten a la fábrica como de costumbre. ¿Quería trabajar para distraerse? En los días subsiguientes su bondad pueril tuvo nuevamente la virtud de desconcertarla, y una voz interior le gritaba cada vez más alto: -No resisto más; no puedo hacer daño a este hombre. Parecía que iban a quedar asi las cosas, sin más explicaciones, Flaten había perdonado y no quería saber más, no quería volver a hablar de aquello. Pero un día, la idea de aquel hijo que debía traer al mundo, exasperó a Regina de tal manera que dio otro paso más, cerrando los ojos y tapándose los oídos con las manos, por decirlo así. También esta vez estaban sentados a la mesa, pero disputaban acaloradamente sobre si debían invitar o no a algunos amigos y clientes que acababan de llegar de Göteborg. En los últimos tiempos hasta el mismo Flaten se habla vuelto nervioso e impaciente. Y de pronto Regina se interrumpió y dijo: -Escucha. Flaten la miró con ansiedad. Hubo una pausa. Luego continuó la joven fríamente: 122
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-Aun tengo que contarte una cosa. Maté a aquel niño de quien te he hablado. Precisamente en aquel momento estaba Flaten bebiendo un vaso de cerveza, pero abrió los ojos con extravío y lo dejó caer al suelo. Regina intentó echarse a reír. Pero a1 cabo de un instante, dio Flaten en la mesa un puñetazo tal que hizo saltar cuanto había en ella y gritó: -¡Oh! ¡esto es para volverse loco! Dio, amenazador, la vuelta a la mesa, y, Regina se puso de pie de un brinco y se encorvó involuntariamente, como un gato que se prepara para el salto y miró fijamente el cuello de su marido, cual si quisiese arrojarse sobre él. Flaten la sujetó con tanta fuerza que le lastimó los brazos y le gritó: -¡ Mientes, Regina! ¡Di inmediatamente que mientes! La joven se retorcía para desasirse. -No, te aseguro que le maté. Tú nunca preguntaste quién era yo. Y de repente Flaten dejó caer los brazos, como avergonzado de haberse conducido tan brutalmente. Se quedó inmóvil oprimiéndose la cabeza con las manos; luego se pasó la palma por la frente y murmuró: -Regina, me vuelves loco. ¿Por qué quieres matarme? Y salió lentamente. Volvieron a oírse los pasos que se alejaban, la puerta del despacho que tornaba a cerrarse. Y comenzó una nueva tarde en la que se refugió Regina involuntariamente en la chaise-longue, en la que fumó cigarrillo tras cigarrillo para calmar su excitación. Otra vez habían interrumpido la comida a la mitad; otra vez reinaba en la casa
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un silencio de muerte. Pero ahora no entra la doncella a preguntar nada. Y empieza el crepúsculo y la angustiosa espera de los acontecimientos. Y de nuevo recurre al antiguo remedio para no desfallecer. Se entrega con el alma entera al que es su norte, al niño por el cual rueda al abismo. Y de nuevo se abandona a hermosos sueños a propósito de aquel pequeñuelo que, en medio de todos sus delitos abrasaba su corazón de amor, de tal manera que, todo recelo, todo sentimiento de haber obrado mal, se desvanecía cual sombra temerosa. Poseída de una calma extraña, permanecía reclinada en la chaise-longue, fumando y dejando correr el tiempo, sin atreverse a apartar del niño su pensamiento; aferrábase desesperadamente a sus visiones, siempre renovadas, con la sensación de que al rechazarlas rodaría al fondo de un precipicio. Pasaban las horas. Oyó a Flaten pasear de arriba abajo en su despacho. No acababa nunca. Se acostó y le esperó en vano. Quedóse en la cama hasta muy entrada la mañana, temblando de impaciencia. ¿Habría sucedido algo? ¿Y qué habría sucedido? Al fin entró la doncella quien la saludó en nombre del industrial y le dijo que éste había salido muy temprano para Göteborg. Regina pasó el día muy intranquila. ¿Volvería? ¿Qué sucedería? ¿Sucedería algo realmente? A la mañana siguiente recibió una carta. Había sido escrita aquella noche y era un volumen, verdaderamente.
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Encontrábase en su alcoba y leía, en tanto que las líneas bailoteaban, extrañamente lejanas, ante sus ojos. ¡Qué le importaba ya aquel amor dulce y extremado! Cuando hubo leído tres páginas que sólo trataban de su disgusto, se encogió de hombros. Siguieron otras páginas repletas de reproches que el industrial se dirigía a sí mismo, y luego otras en las que, manifestaba la esperanza de poder comenzar en lo venidero una nueva vida conociéndose y con fe recíproca. También esta vez perdonaba; hasta comprendía que una mujer desesperada cometiese una acción como aquélla. Luego añadía que también él necesitaba pedir perdón a Dios puesto que ella era la madre de su hijo; de aquel hijo tan deseado siempre. Por último anunciaba su regreso para dos días después... Regina dejó caer la carta. En el estado de ánimo en que se hallaba en aquel momento, nada le causaba impresión. Sólo dos cosas adquirían apariencias de realidad a sus ojos: que le hablaba de su hijo y que regresaba dentro de dos días. ¿Dentro de dos días? Se levantó de un salto. ¿Dentro de dos días? ¿Qué regresaba? La estrecharía contra su pecho, le hablaría de amor, del niño, de perdón, de Dios... No, no lo soportarla, no debía suceder tal cosa. Corrió a su gabinete con toda la presteza que pudo en la obscuridad. Escribió precipitadamente algunas palabras en un papel, lo metió en un sobre, llamó y envió la carta a la estación para que saliese en el primer tren. Fue todo rapidísimo. Luego se dejó caer en una silla y respiró satisfecha. Había escrito: "Querido Flaten: Debes saberlo todo... Tú no eres el padre del niño que voy a dar a luz ... " 125
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¡Esto bastaría! Era una mentira más, se calumniaba a sí misma, pero equivalía a una nueva puñalada en el corazón de su marido... ¡ y bastaría! Levantóse y comenzó a dar vueltas por la casa, mirándose involuntariamente las manos. En el comedor se encontró con la doncella, quien le dijo que acababa de llegar un aldeano con la pretensión de vender un ternero, y Regina contestó muy tranquila: -Sí, si el ternero está sano, cómprelo. Luego, al quedarse sola de nuevo, sentóse sucesivamente en varios sitios, se volvió a levantar, cogió un objeto cualquiera, lo dejó caer al suelo, tornó a pasear y por último se sentó otra vez con la mirada fija en el espacio. ¡Ah! no hubiese podido escoger un momento mejor para matarlo. Pero no debía comprometerse, no debía mancharse las manos de sangre. Cada vez que le golpeaba hasta hacerle caer al suelo, él se levantaba y corría a su encuentro amorosamente; aquello ya no se podía soportar. Pero era preciso que se mostrase dura, muy dura. Era preciso acabar. Esta vez no se refugió en los sueños a propósito del niño; no había para qué mezclarle en aquella infamia... no, ahora quería echar sobre sí toda la culpa, quería tenerse por una criminal, quería sentir todo el espanto de los remordimientos; el niño debía permanecer puro y estar muy por encima de todo aquello. Pasó la tarde y llegó el crepúsculo: los retratos colgados de las paredes comenzaron a mirarla en la obscuridad, y las habitaciones, grandes y sombrías, le infundían pavor. Oía el ruido que hacían los criados en la cocina con los platos y las 126
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tazas, mas parecíale tan lejano, que no se atrevía a ir sola de un sitio a otro. De repente pensó: -Si sucede, sucede, esta noche... y en ese caso nada en mí debe inspirar sospechas, es preciso que nada se murmure... por mi hijo. Y llamó, y con la entonación más jovial le dijo a la doncella: -Quiero dar un paseo. Haga el favor de vestirse y acompañarme. Se puso un abrigo de invierno y se detuvo un instante en lo alto de la ancha escalera para esperar a la doncella. El ambiente era tibio y por los tejados resbalaban puñados de nieve. El vasto patio estaba surcado por negruzcos senderos trazados en la capa de nieve grisásea y sucia. Las dos mujeres salieron en dirección al bosque. El viento cálido y húmedo encendía el rostro de Regina bajo el gorro de piel. Deteníanse con frecuencia para tomar aliento, reían y charlaban de mil cosas. Regina estaba cada vez más alegre. La nieve había sido amontonada a ambos lados del camino y alcanzaba, casi, la altura de un hombre. De cuando en cuando encontraban un carruaje con cascabeles tintineantes. Por encima del nevado paisaje sobre el cual se abatían las tinieblas, enarcábase un cielo sombrío y anubarrado, y algunos espacios despejados permitían entrever una estrella dorada. En el valle se encendían las luces de las casitas por él diseminadas, mientras las fábricas trabajaban aún mostrando 127
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largas hileras de ventanas iluminadas. De las chimeneas brotaban columnas de humo denso y negro como el carbón. Entraron en el bosque en donde los pesados carros de madera abrieran un sendero; los pinos extendían su ramaje por sobre la cabeza de las dos mujeres. El camino se perdía en la obscuridad. La doncella empezó a sentir miedo. -¿No nos volvemos? -No -contestó Regina riendo-, quiero ver si hay osos por aquí. La otra comenzó a temblar y la alegría de Regina subió de punto. A veces espantaban a algún pajarraco que huía arrastrándose tras de los montones de nieve que se desmoronaban. Al fin hubieron de volverse. Cuando llegaron a la casa encontróse Regina gratamente fatigada; pero al verse sentada a la mesa, sola, en el inmenso comedor, empezaron a temblarle las manos a tiempo que se sentía acometida de un frío intenso producido por una sensación de pavor. -¡Ya ha recibido la carta! -pensó-. ¡Ya la ha leído! Tuvo qué recurrir al vino... Bebió un vaso, pero como no entrase en calor siguió bebiendo. Al fin todo se esfumó... todo, excepto una cosa: una cabeza voluminosa de cabellos blancos, y de barba canosa cortada en punta que aparecía en la pared y que cuando Regina se volvía se dibujaba en la pared frontera. Y de repente se levantó de un salto oprimiéndose la cabeza con las manos. -No -murmuró clavando los ojos en la luz -, no ha de ser. No quiero volverme loca. No quiero. Cálmate, cálmate, 128
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Regina. No tienes ningún motivo para asustarte. ¡En la pared no hay nada! Luego se marchó a la cama y a tientas buscó su vaso sobre la mesilla de noche. Debió tomar una abundante dosis de narcótico, porque a la mañana siguiente se despertó muy tarde; ni siquiera había soñado; pasó la noche en una obscuridad profunda y enervante. Permaneció en el lecho esperando acontecimientos. Llamó y preguntó a la doncella si no había llegado ningún telegrama. No. Se puso una bata, Y con el abundoso y negro pelo suelto por la espalda, comenzó a pasearse de arriba abajo, vacilante y aturdida aún por efecto del narcótico. Descorrió las cortinas. Llovía, y una niebla blanquecina se tendía sobre el valle. ¿Qué sucedería? Sí, ¿qué sucedería aquel día? Al cabo, llamaron a la puerta. Dio algunos pasos inseguros y se apoyó en la cama. Pero era la doncella que le llevaba el café con leche. Regina la despidió. Y pasaban las horas. Al fin llegó a esperar a su marido. Regresaba, naturalmente, y quizá con un regalo. Al mediodía se asomó al balcón de la alcoba en el mismo desaliño y al fin vió a un ordenanza de telégrafos que se dirigía corriendo a la casa. Apoyóse un instante en la barandilla... luego se precipitó a la cama y se tapó apresuradamente. Entró la doncella con el telegrama. Lo enviaba el dueño de la fonda en que se hospedaba Flaten, y decía que el industrial había caído gravemente enfermo aquella noche.
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Cuando Regina se quedó sola, permaneció una hora inmóvil, cubierto el rostro con las manos. En lo más hondo de su alma algo comenzó a resurgir y a abrirse paso, pero encontró demasiado hielo y se precipitó de nuevo en lo profundo. -Bien -pensó-, esto has de sobrellevarlo como razonablemente se debe sobrellevar. Esta es, con seguridad, la última vez que llevas la careta. Flaten ha muerto. Cuando se hubo serenado algún tanto, llamó al capataz de Flaten, le dijo que estaba enferma y le rogó que se pusiera en camino y fuese a ver a su marido, dándole inmediatamente noticias de él por telégrafo. Luego siguió acostada, inmóvil, con la mirada fija en el espacio. Pasaban las horas. Paseaba de nuevo por la islita del Skären, y tornó a verse joven, niña inocente, tornó a ver a su madre, a ver la iglesia. ¿Y ahora? ¡Todo era un sueño e imposible el despertar! Refugióse una vez más junto al niño, pero parecía que éste ocultaba a la sazón la cara. ¿Qué había hecho? ¡ Si se muriese en aquel instante! ¡ Señor, Dios mío! Daba vueltas de un lado para otro. ¿Debería rezar? No, no; ante todo, debía hacerlo... y luego... luego... luego todo se acabaría. For la tarde llegó otro telegrama del capataz; decía que Flaten había muerto. Un ataque apoplético. El mismo dispuso todo para que le llevaran a la capilla del crematorio y prohibió que le hiciese funerales solemnes. -¡Ah! sí -pensó Regina perpleja, con la mirada fija en el espacio-, no quiere dejar a mi cargo su entierro. Tal vez ten130
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ga razón. Pero... ¿un ataque apoplético? Naturalmente, eso es falso. Pero no haré yo indagaciones, por cierto. Aceptemos lo del ataque apoplético. ¡ Son tantos los que mueren de eso!
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V De modo que Regina llevó la careta por última vez cuando asistió a la sencilla ceremonia fúnebre en Göteborg. Sólo estaban presentes algunos parroquianos amigos, pero no había nadie de Noruega, ni ningún pariente. Regina se olvidó de avisar a las dos hermanas de Flaten. La joven lo veía todo a través de una niebla. Hubiera podido fingirse enferma para no hacer el viaje, pero le pareció que en ese caso hubiese salido demasiado bien librada. Luego de ir experimentó la necesidad de castigarse a sí misma para expiar su delito en cierto modo. Cuando en el crematorio vio el ataúd de su marido abierto sobre la plancha de metal desde la cual debía ser lanzado a las llamas, sintió un vértigo, prorrumpió en llanto convulsivo y tuvieron que acompañarla afuera. A los pocos instantes todo había concluido y empezó a salir la gente; no hacían más que tocarse el sombrero al pasar por delante de ella que estaba apoyada en el brazo del capataz, el cual parecía muy conmovido. Aquella misma tarde se encontró sentada en el tren que la llevaba a su casa. Ante la ciudad se extendía el célebre 132
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puerto de los veleros bajo la bruma invernal y melancólica en la cual todas las islas y los escollos semejaban minúsculos puntos negros y borrosos. Y sus ojos buscaban involuntariamente en la ciudad el lugar en donde estaba el crematorio. De él ascendía una humareda blanca que se mezclaba a la atmósfera de la ciudad. Aquella humareda blanca no tenía nada de común con los restos de Flaten. El capataz, sentado frente a ella, le hablaba, de infinidad de cosas, pero Regina no le escuchaba. No quería pensar, quería cerrar los ojos, sumirse en un sueño profundo; era preciso que en el fondo de su alma no germinase ni se desarrollase ningún sentimiento peligroso. ¡ Si por lo menos pasase el tiempo! Cuando al fin se quedó sola recorrió las habitaciones del caserón: era la dueña de todo aquello. El capataz se puso al frente de los negocios hasta tanto que el abogado encontrase la oportunidad de venderlo todo. Pero aun no estaba libre. Aunque a cada paso recordaba a Flaten sentíase ligada a aquella casa porque estaba encinta de un hijo de él. Ir en busca de su chiquitín llevando otro Flaten en su seno, era imposible, era una idea repugnante. Pero hasta marzo no... ¿cómo esperar todo aquel tiempo? Y ahora estaba condenada a dar a luz aquel hijo del hombre a quien matara, a darle la vida, a criarlo. Había cometido algunos delitos y se encontraba con valor para cometer otros nuevos. Pero contra aquel niño era impotente, porque tenía la sensación de guardar en sus entrañas algo sobrenatural. Presentía que había de ser un varón, que crece133
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ría y sería el vivo retrato de su padre y que algún día le pediría cuentas. Bueno, que sucediese lo que presentía, Cierto que aun estaba a tiempo de reducir a la impotencia a aquella criatura; pero, de hacerlo, también esta vez hubiera salido demasiado bien librada. Aquel fruto de su vientre sería ciertamente algún día un juez severo para ella, pero en aquel momento era un ser indefenso, por lo que no podía por menos de protegerle, y de pensar en él con cierta ternura. Que sucediese. Inclinó la cabeza y se estremeció... pero que sucediese, a pesar de todo. Tomó una señora de compañía que dormía cerca de ella por la noche o inventó mil cosas para matar el tiempo. Y la criaturita crecía y crecía en su seno, agotaba sus energías y reclamaba un lugar en su corazón. Cada vez que daba una prueba de voluntad propia, era como si presentase un nuevo mensaje de Flaten, del destino inevitable que algún día descargaría sobre su cabeza. Para sostenerse, se aferraba cada vez más convulsivamente a los sueños a propósito del pequeñuelo que se hallaba en Noruega y al que, pronto encontraría. Aquel niño adorado por el cual se había hundido en aquel barrizal, comenzaba a surgir de la obscuridad como un ángel salvador; ahora lo que hacía falta era que lograse cogerle de la mano. Cuando su niño fuese un hombre hecho y derecho, cuando ella pudiese apoyarse en su brazo, entonces que viniese la expiación cuando quisiera, que ya tendría un defensor. Diría: "Todo eso lo hizo mi madre por mi causa, por cariño hacia mí; sucedió todo eso por culpa mía y yo cargo con toda la responsabilidad." Pasan días, pasan semanas. Transcurre el 134
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invierno con nuevas nevadas y tempestades ululantes. Siempre la misma lucha cotidiana para evocar la visión y la esperanza salvadora a fin de que no se abatan sobre ella las sombras, y de que no se desencadene el espanto. Tiene el rostro pálido y sin expresión. Ya no lleva la careta de la jovialidad, pero aun oculta su dolor. Si hablase... ¡ quién la comprendería! Pero pronto podrá decir: "¡La semana que viene! " Y al fin descansó en su regazo el pequeñuelo. Era varón. Tampoco esta vez podía regocijarse, no obstante ser rica. Trató de mirarle a los ojos y de sonreír, pero sintió un estremecimiento extraño. ¡Tenía unos ojos tan raros aquel niño! Y por aquella necesidad que experimentaba de mortificarse a sí misma, no quiso criarlo artificialmente, sino que le dio el pecho. Debilitada como estaba por tantos y tan continuados sufrimientos morales, parecíale que el niño le chupaba la sangre más cálida de sus venas y siempre que concluía de mamar sufría Regina un desfallecimiento. Pero así debía ser. Quería dar a aquel niño cuanto de derecho le correspondía, cuanto pudiera; aquel niño tenía que cumplir una misión importante en este mundo... que la cumpliese. Pasábase los días sentada junto a la ventana por donde penetraba la grísea claridad invernal, con el pecho desnudo, contemplando al niño, y su espalda se encorvaba cada vez más a medida que mamaba el pequeñuelo. Transcurrieron algunas semanas, y el niño iba engordando. Un día recibió una carta del pueblecillo de la costa
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adonde fuera su madre a restablecerse. En la carta le decían que su madre había muerto. Regina dejó la carta y se quedó con la mirada fija. No sentía un dolor muy vivo, porque no había lugar para él en su corazón y porque la imagen de su madre había palidecido extraordinariamente en aquellos últimos tiempos. Pero mientras permanecía sentada, perdida la mirada en el espacio, pensaba: -Sí, sí... lo mejor que puedes hacer ahora es ir a buscar a tu hijito; de lo contrario acabarás por encontrarte sola en el mundo. A mediados de mayo salió para Göteborg con el niño, le dejó en un asilo de párvulos y encargó a un médico que no le perdiese de vista. Hecho esto, respiró con libertad. Había vendido la finca y disponía de cerca de un millón. En cambio, tenía el pelo canoso y su rostro recordaba el de una tísica.
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TERCERA PARTE I En el verano de 1880 se leía el siguiente anuncio en los periódicos de la capital: "Hace dos años, en el mes de marzo, fue un matrimonio a la "Maternidad" y sacó un niño para adoptarlo. Si alguien puede dar referencias de este matrimonio y del lugar en que se encuentra, recibirá una buena recompensa. Diríjanse las cartas a la inicial K, en las oficinas de este periódico." A fines de junio podía verse, diariamente en el verde soto de los estudiantes, hacia el mediodía, una mujer joven, vestida de negro, que iba y venía por entre los paseantes, pero siempre sola. Indudablemente era una forastera. Veía que las gentes se saludaban, pero a ella nadie la saludaba. Sentábase en un banco cuando se cansaba de pasear y se levantaba cuando se cansaba de estar sentada. A veces escribía en la arena un nombre con la contera de la sombrilla, 137
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pero antes de marcharse lo borraba cuidadosamente. Tocaba la música y viejos y jóvenes paseaban o bromeaban unos con otros, pero ella parecía hallarse muy lejos de todo; cuanto sucedía a su alrededor le era indiferente. Sacaba el reloj y se iba a comer a la fonda; luego comenzaba una tarde interminable y a eso de las seis podía reanudar sus visitas a los periódicos y enterarse de si había llegado alguna carta para ella. De modo que en la fonda hacía Regina la vida de una señora rica y algo rara. Cuando le presentaron la cuenta advirtió que ya llevaba allí un mes. Bueno: tenía mucho tiempo por delante. De hoy a mañana podía suceder algo; lo que hacía falta era esperar pacientemente, que al fin llegaría una carta. En la mesa entablaba relaciones superficiales y hablaba de cosas indiferentes. Por lo demás, vivía como aislada de todos por un muro. Ahora que había arrojado la careta y podía mostrarse tal cual era, no se conocía sí misma y, por otra parte, aun no guardaba en su interior secretos que fuese preciso ocultar a todo el mundo. Confió la historia del niño al abogado que le administraba su fortuna, y éste se puso a su vez en campaña para encontrarlo. Pero al mismo tiempo le explicó claramente que había que contar con las mil jugarretas de la suerte. Podía haber muerto el niño, podían haber fallecido sus padres adoptivos o haber emigrado. Y si había pasado a mejor vida uno de los cónyuges, acaso se hubiese casado el otro por segunda vez y hubiera tenido un hijo, con lo que el hijo adoptivo habría ido a parar a poder de otras personas. Tal vez viese todos los días a su hijo por la calle, en su co138
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checito, sin reconocerle. Quizá estuviese tumbado a la larga o andando a cuatro patas entre el estiércol de un corral, ya que era muy posible que hubiese pasado por muchas manos desde su salida de la "Maternidad". Nadie sabía si le habían zampado en un tabuco de cualquier guardilla o si habitaba en una isla. Pero, suponiendo que aun fuese el niño rico, los padres, acostumbrados desde mucho tiempo atrás a mirarle como si realmente fuese suyo, se desesperarían al pensar que debían perderle. ¿Por qué habían de darse a conocer aunque supiesen que una extraña, que les era indiferente, buscaba al niño y sufría por esta causa? Les pertenecía, ella se lo había cedido por su propia voluntad. Como quiera que fuese, era preciso hacer acopio de paciencia. Quizá los anuncios diesen buen resultado. -Sí -pensaba Regina-, debo tener paciencia. Y examinaba una y otra vez todas estas diversas probabilidades. El abogado averiguó que ni la tía que estaba en Oplandene ni la que vivía en Nordland hablan prohijado ningún niño. Una esperanza menos. Todas las mañanas se levantaba temblando de impaciencia. ¿Qué ocurriría aquel día? Pero transcurrían los días unos tras otros y no pasaba nada. Su vida en Suecia fue una pesadilla y se esforzaba en olvidarla. Quería vivir sólo el presente, soñar el antiguo sueño del instante en que al fin se reuniría con su hijo. Su afán comenzaba a convertirse en una idea religiosa; parecíale, que encontrar a su hijo era hallar la paz y la salvación. Con el niño, sería otra, se arrepentiría de sus faltas, le serían perdo-
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nados sus pecados y colmaría de beneficios a todos, a todos, sin pedir siquiera que se lo agradeciesen. Pero pasa el tiempo; el millón que a tan elevado precio comprara, no le sirve para nada, para nada. Comienza a debilitarse su confianza y en cambio surgen el espanto y los recuerdos terribles. Y no debe ser así. No debe suceder tal cosa. Al fin, una mañana, al entrar en las oficinas de un periódico, la señora que está en el escritorio le dice: -Señora, hoy tenemos algo para usted. Eran dos cartas. Tuvo que sentarse para abrirlas. Hallábase en uno de esos momentos en que la vida o la muerte van a decidirse; le temblaban las manos. Una de las cartas era de Cristianssand, la otra de Romsdalen. En ambas le decían que habían encontrado al niño que buscaha. Por lo tanto, uno de los dos debía ser el suyo. Tan extenuada estaba por las interminables semanas de espera, que, casi no pudo soportar la impresión que este acontecimiento le causara. Empezó a temblar de pies a cabeza. Esta vez no era miedo, era un sentimiento nuevo, era alegría. ¡De suerte que así se sentía la felicidad! Entregó un billete de Banco a la mujer del escritorio y corrió a la fonda para hacer los baúles. Lo guardaba todo de cualquier manera y sólo interrumpía su tarea para tomar aliento y sonreír. Luego se le llenaron los ojos de lágrimas, prorrumpió en sollozos y tuvo que sentarse. ¡Así, pues, esto es lo que se siente al ser feliz! Parecíale que había sido de hielo hasta entonces y que a la sazón empezaba a fundirse.
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Aquella misma tarde se hallaba a bordo del vapor de Bergen que surca el Fjord. Había muchos pasajeros a bordo y Regina tuvo la suerte de posesionarse de una cómoda butaca de mimbres, en donde permanecía reclinada, de espaldas a la cámara, con un chal por los hombros. El que regresa a la casa paterna después de una larga ausencia, lo primero que ve es la humareda del hogar. También Regina creía haber llegado a la meta. En aquellas dos horas transcurridas desde el momento en que brillara para ella el primer rayo de sol, la alegría la había trastornado por completo. Tenía al niño sentado en su regazo, le oía hablar y reír, le aupaba, le miraba a los ojos, y experimentaba una sensación de felicidad, como si hubiera alcanzado el perdón de su falta; hallábase en un país desconocido adonde no podían llegar los remordimientos ni sus obras pasadas. Era aquella una de esas tardes de junio en las que Fjord de Cristianía parece un lugar encantado. Y Regina, que por la mañana se encontraba en lóbrega caverna, habíase convertido de repente en el personaje principal de aquel estío bello y luminoso. El Fjord era un límpido espejo oro y azul, porque oro y azul era el radiante cielo, pero uno y otro resplandecían exclusivamente para Regina. El sol proyectaba su luz más viva sobre el ramaje esfumado de los pinos que circuían el Fjord, y hasta las azuladas sombras que se extendían en la playa sonreían. Las blancas casetas de baños y los hoteles situados a lo largo de ambas orillas la saludaban al reflejarse en las aguas. Las islas que dejaban atrás, con los palacetes, los fragantes espinos y los bosques de coníferas se engalanaban en honor suyo. El sol comenzaba a ocultarse 141
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tras el Askerland rodeado de nubes; pero jamás se había puesto con tanto esplendor como aquel día. Sentada en su butaca contemplaba Regina todo esto y abría los ojos como un mendigo que se hubiera muerto en el umbral de una puerta y se despertase de repente en el Paraíso. Y en tanto afluía, afluía a su corazón un río de fuego. Así, pues, aquello era la felicidad; y le parecía que llevaba muchos años de ser feliz. Los hombres que la rodeaban estaban contentos y eran guapos, todos, sin excepción, y los miraba afectuosamente, como si también ellos estuviesen en autos. Hasta la cadena del timón que bailoteaba de acá para allá golpeando el pasamanos tenía un no sé qué conmovedor. El ruido de la máquina sonaba en sus oídos como una alegre canción. Por último, comenzó a tocar en el puente una orquesta y entonces Regina se consideró llevada en triunfo. Empezó a sentir como un nudo en la garganta, pero en aquel sitio le era imposible llorar, porque hubiesen podido verla. Cristanía comenzaba a desaparecer entre la bruma en el fondo del Fjord. -¿Cuándo le veré ? -pensaba Regina-. Por lo pronto recogeré al niño y me iré al extranjero, pero quizá vuelva algún día, y entonces daré dinero a los pobres y especialmente a las infelices de la "Maternidad". ¡No, lo hará mi hijo, y así todos verán lo bueno que es! Ocultóse el sol y el cielo quedó bañado por la luz crepuscular, blanca y dorada, y a la luz crepuscular siguió luego una obscuridad azulada. Comenzó una de esas noches claras en las que se ve con toda precisión el paisaje, con los montes, los lagos y los verdes prados, y 142
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también las estrellas que surgen en las sombras. El vapor seguía su ruta dejando tras sí un río de espuma; a poco empezó a mecerse en las corrientes que venían del mar. Lejos, muy lejos, en el horizonte, aparecía un faro con una luz amarilla y centelleante. Si Regina invirtió algún tiempo en arreglarse un poco al día siguiente en la fonda de Cristianssand, lo hizo únicamente porque quería estar limpia y guapa en el momento de estrechar a su hijo entre sus brazos. Al cabo se encontró sentada en un coche que corría por las calles anchas y claras de la ciudad, hacia la casa indicada. Fue largo el viaje, pero al fin halló a la señora Larsen tras del mostrador de una tiendecita de papel, en un barrio muy distante de la ciudad. Era una mujer vieja, gruesa, de pelo canoso, dientes temblequeantes y ojos pequeños y vivos. -¡Dios mío! -pensó Regina-, no falta más sino que haya tenido consigo al niño todo este tiempo. Apenas se hubo enterado la vieja de quién era Regina, abrió la trampilla del mostrador, sonrió, le hizo una seña con la cabeza y le dijo: -¿Quiere usted hacer el favor de pasar, señora? Así no nos interrumpirán. Condujo a Regina a una trastienda pequeña y lóbrega, y la invitó a sentarse en un sofá tras de una mesa grande y redona, encima de la cual había algunas bandejas con fotografías y tarjetas amarillentas. La señora Larsen se acomodó en una mecedora al otro lado de la mesa, cruzó los brazos sobre el opulento seno y comenzó a hablar con volubilidad de lo malos que estaban los tiempos. 143
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Regina la interrumpió impaciente.. - ¿De modo que usted cree saber en dónde está el niño? Meciéndose en la butaca que crujía bajo su peso clavó la vieja una mirada inquisitiva en Regina, como si adivinase una historia nada vulgar y calculase a cuánto podría ascender su fortuna. -Sí -dijo al fin, adelantando la prominente barbilla-, es una cosa complicada. Verdaderamente deberia callar... prometí callar, pero... pero para una pobre viuda no es agradable el vivir siempre en mala posición. Mire usted, mi marido... Regina se levantó rápidamente. -Yo la ayudaré a usted de alguna manera... dándole dinero, por ejemplo. Digame lo que necesita. Pero diga pronto lo que sepa, que tengo prisa. La vieja retorcia entre los dedos algunas cintas de seda descoloridas de su vestido, mientras hablaba de su tienda con una cara muy triste. Una casa extranjera la amenazaba con hacerla quebrar, y en ese caso se quedaría sin recursos. Pero quizá sería aquélla la voluntad de Dios, que era necesario acatar. O tal vez fuese Regina el ángel que viniese a salvarla... ¡ había rezado tanto! Y comenzó a secarse las lágrimas. Regina se puso casi frenética. -¡ Fije la cantidad! Ahora tengo algún dinero; si puede usted decirme en dónde está mi hijo fije la cantidad. -¡Debo, cinco mil coronas a esa casa! La vieja miró a Regina sonriendo con timidez y añadió: 144
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-Naturalmente, no he pensado en otra cosa que, en un préstamo, siempre que sea posible. -¿Tiene tinta y una pluma? Le extenderé un cheque. Levantóse la vieja mientras la mecedora seguía moviéndose, y en tanto que Regina escribía, permaneció a su lado, mirándola disimuladamente y suspirando. Al cabo Regina le puso una mano en el hombro. -¿Quién lo tiene? La vieja había cogido el cheque, le daba vueltas entre los dedos y tenía los ojos húmedos. Ante, todo esperaba que Dios bendijese a la señora. Pero Regina ya no podía contenerse y exclamó: -No, ahora es preciso que diga usted lo que sabe, de lo contrario le quito el cheque. Esto surtió efecto. La otra cruzó las manos, alzó los ojos y suspiró: -Se trata de mi hermano. Tiene una tienda en esta misma calle. Es un mal hombre, forzoso es decirlo, y nunca le hubiese hecho traición, si no fuese porque, me da lástima la criaturita. Pero usted, señora, ha de jurarme que no dirá quién le ha puesto sobre la pista. Regina ya no la escuchaba y casi sin aliento, preguntó: -¿Y cómo está el niño? -¿El niño? ¡Ah! ¡ah!... si , de salud está bien. Pero en aquella casa es imposible vivir; voy a contarle a usted lo que mi hermano me ha hecho... -¿En dónde vive? Y cuando supo las señas Regina se precipitó a la puerta.
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Al llegar a la casa vio que todo el piso bajo estaba ocupado por una tienda de géneros coloniales; entonces se detuvo un momento y miró al principal. Detrás de los cristales se veían unas cortinas blancas y elegantes y jarrones con flores y rosas. Era allí... allí en donde su hijo había vivido todo aquel tiempo. Ahora se presentaba ella. Al fin concluirían sus sufrimientos. Subió la escalera tambaleándose como una borracha, y sin pararse a reflexionar sobre la manera cómo debería proceder, llamó, pareciéndole que transcurría una eternidad desde que lo hiciera hasta el momento en que acudió a abrir la criada. - ¿Está en casa la señora ? -No, ha salido. -¿Está su marido? -No, está en Cristiania. Regina adoptó repentinamente una resolución: "Ahora mismo -me le llevo." Y entró en el recibimiento y desabrochándose el abrigo dijo: -Esperaré a la señora. La criada la hizo pasar a una sala grande y muy, clara que olía algo a humedad. A poco oyó en la estancia contigua la voz de un niño. Regina se oprimió el pecho un instante, porque le parecía que se le iba a romper en pedazos. Pero al momento se precipitó a la puerta y la abrió. Entró en una espaciosa habitación en donde estaban una muchacha repasando ropa junto a una mesa y un niño con un delantalillo jugando en el suelo, Regina le miró fijamente, dijo algunas palabras a la 146
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moza y luego se inclinó y levantó al niño en sus brazos. Y de pronto empezó a reír, a reír como una loca, en tanto que temblaba de pies a cabeza; estrechaba tiernamente al pequeñuelo contra su pecho y le besaba en la cara, en el pelo... y seguía riendo con una risa convulsiva y salvaje, y al par que reía se le caían las lágrimas una tras otra, una tras otra... El niño, asustado, se echó a llorar. La criada se acercó entonces a ella y la cogió de un brazo. -¿Qué significa esto? -dijo-. No asuste usted a la criaturita. ¡ Démela! Y como Regína no la soltase la moza se alarmó. -¿Qué quiere usted hacer con el crío? ¿Quién es usted? ¿Se ha vuelto usted loca? Pero Regina la rechazó y siguió riendo. - ¡Déjeme! -exclamó-. Es mi hijo. -¿Su hijo? ¿Pero ha perdido usted la cabeza? Déme la criaturita; ¿no ve qué asustada está? -¡ Sí, es mi niño!-dijo Regina, y comenzó a pasear con él de arriba abajo-, Dígame cómo se llama. ¿Se llama Olaf? Si no se llama Olaf le rebautizaré. ¡Calla, calla, tesoro, mi nene! ¿Cómo estás? ¿cómo estás? ¡ oh! ¡ oh! Estas palabras convencieron a la moza de que aquella mujer estaba loca y respondió con rabia: -Pero si ni siquiera es un niño... es una niña... Se llama Inga. Regina se detuvo de improviso, la miró fijamente un instante y dejó a la niña en el suelo.
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-¿Qué dice usted?... ¿una niña? ¿Quiere usted hacérmelo creer?... ¡ ja! ¡ ja! ¡ Pues no dice que es una niña! - ¡Que sí, mírelo! ¡ Pero qué pretende usted, en nombre de Dios? ¿Tendré que llamar a los dependientes de la tienda? -No, no -dijo Regina en voz baja pasándose la mano por la frente. Luego cerró los ojos y murmuró: -No; ya lo veo, ya, es una niña. Tenga la bondad de dispensarme. Me voy. Ha sido una equivocación. Dispénseme. Ya me voy. Y salió silenciosamente como en sueños y comenzó a deslizarse escaleras abajo.
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II A media noche se dirigió a la fonda atravesando un parque, en el cual permaneciera sentada unas horas. Había llovido, brillaba el follaje tupido y húmedo de los árboles y de las calles caldeadas ascendía un vaho pestilente. Parecíale haber recibido un mazazo en la cabeza y estuvo algún tiempo casi sin conocimiento. Pero luego se rehizo, porque no se atrevía a permanecer inmóvil; una sombra negra la seguía y quería cogerla, por lo que era necesario levantarse. Se, oprimió la cabeza con las manos y dijo: -Ya pasó. No ha sido nada. Sí, ya pasó por completo... debo continuar. Le quedaba una carta; no había ninguna razón para desesperar. Y, mientras se dirigía a la fonda, comenzó a animarse a si misma con motivo de aquella carta, contenta y llena de esperanza. De allí a dos días estaría en Romsdalen, será un viaje de placer, delicioso... ¡ y luego!... Sí, seguramente pasado mañana tendría consigo a su niño.
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Pasa de nuevo una noche en una fonda de una ciudad desconocida. El sol sale muy temprano y cree que a causa de esto no puede dormir; quizá la desvele el zumbido de las moscas, acaso piense demasiado en Romsdalen y en sus asuntos. Le arde la piel, le escuecen los ojos, siente en el cerebro una especie de martilleo, como después de un golpe, los párpados se le cierran con una pesadez, con una fatiga extremas, pero las imágenes que desfilan ante ella son demasiado variadas, demasiado reales. ¿Cómo le abrasan de aquella manera los pies y las manos? ¡ Poder cruzar nuevamente las manos y entregarse a una oración ferviente y salvadora? Entonces debe arrepentirse; ¿mas, si la voluntad de Dios fuese hacerle purgar su pecado impidiéndole volver a ver a su niño? Pero no puede ser. No, ante todo quiere encontrar a aquel niño por el cual pecara, y luego... luego podrá volver sobre lo pasado y llorar todos sus dolores. Pero un negro fantasma la persigue, la quiere coger, y para mantenerla a distancia es preciso que confíe, que tenga la convicción de que encontrará al niño. Regina ahuyenta a sus perseguidores. No hay que mirar atrás... adelante, adelante tan sólo. Y otra vez se pone en camino al día siguiente. Mientras el vapor cruza por frente a Faerderen, Regina va sentada a popa, convulsivamente asida a una barra de hierro. No siente el mareo. Quizá la noche no sea muy buena. Pero al otro día llega el buque a Bergen y entonces navega largo tiempo entre islotes, por las tranquilas aguas. Es un verdadero viaje de placer. La costa desnuda y sombría pasa 150
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ante sus ojos con sus mil islillas y escollos poblados de aves marinas. Negras y escarpadas montañas se recortan sobre el cielo, de cuando en cuando aparecen algunas minúsculas chozas de pescadores en una verde escotadura en donde tal vez no penetre nunca el sol, y al pie del promontorio se mece una lanchilla sujeta a una amarra. Regina estaba sentada en cubierta, con una gorrita de viaje en la cabeza y con el cuello del abrigo de paño levantado. Aquel paisaje lúgubre le producía una extraña sensación de frío, e involuntariamente traía a su imaginación pensamientos sombríos. -Supongamos que también esta vez haces un viaje inútil. ¿Te encuentras con fuerzas para sobrevivir a una nueva desilusión? Sentía que se le oprimía el pecho y que le palpitaba el corazón. Pero, cuando entraron en la ensenada de Molden, hacía un hermoso día de verano, caluroso y claro, y todo resplandecía como en un mundo nuevo. Los pasajeros estaban en cubierta y miraban alrededor. La inmensa bahía se dilataba hasta la playa hospitalaria en ondas transparentes y suaves. Los bosques embalsamaban el ambiente con un perfume fresco y grato. Más lejos veíanse picachos cubiertos de nieve, que se destacaban centelleantes sobre el cielo. De las hendiduras brotaban cascadas que cubrían peñascos enteros de un solo salto. Y en el valle se desparramaban prósperos pueblecillos rodeados de verdor y de bosque! de pinos. Luego apareció la diminuta ciudad. Un puñado de casas en un
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jardín. ¡En aquel ambiente, en aquel verano espléndido, Regina no podía menos de sentirse llena de valor! Al caer la tarde, tomó un carruaje y se hizo llevar a casa del labrador que le escribiera la carta. Algunos ingleses correteaban por las calles, con sus pantalones cortos, la caña de pescar al hombro y el cigarro en la boca. Había gran movimiento de viajeros con toda clase de vehículos, y las calles chispeaban bajo los cascos de los caballos y las ruedas de los coches. El cochero conocía al hombre en cuestión, y al cabo de una hora llegaron a una finca grande y bien cuidada en la que la casa blanqueada, el establo grande y pintado de rojo y el magnífico jardín denotaban bienestar. El labrador estaba en el patio en mangas de camisa cuando llegó Regina. Era un verdadero gigante con grandes barbas y una gorrita de visera; por la nuca le caía la cabellera áspera y obscura. Tenía las manos en los bolsillos y una colilla en la boca. Al pronto miró con cierto desprecio al caballejo negro del coche que en cuanto llegó empezó a mordisquear la hierba de que estaba cubierto el patio. Acercóse al cabo, se descubrió ante Regina que se había apeado, y dijo, quitándose la colilla de la boca: -¿Es usted forastera? Cuando supo quién era, adoptó repentinamente una actitud muy grave y volvió a ponerse la colilla en la boca. Luego llevó a Regina a una espaciosa habitación que olía a pintura y en la que zumbaba un enjambre de moscas.
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La joven tuvo que sentarse en el sofá; luego se presentó una mujer con un vaso de leche y el dueño de la finca comenzó a pasear de arriba abajo, tosiendo. Regina bebió un vaso de leche caliente y se puso a mirar con ansiedad a aquel hombre. Este iba de un lado para otro, hablando mal del nuevo alcalde... ¿Le conocía? Sí, debía de ser oriundo del sur de Noruega. ¿Pues no se había figurado que podría manejar a su antojo a los aldeanos independientes? ¡ Ja! ¡ ja! Y el aldeano se limpiaba la boca y la miraba con expresión escudriñadora. Regina hizo un esfuerzo para seguir la conversación. ¡Ah! sí -dijo-, ¿es un tipo de esa especie? No necesitaba más el labriego para despacharse, a su gusto a propósito del alcalde y de todas las fechorías que cometía con los aldeanos independientes. A Regina se le hacía larguísimo el tiempo y apenas se enteró de que el dueño de la casa se proponía publicar ciertas cosas en los periódicos sobre aquel fatuo. Al fin le interrumpió Regina: -¿Se refería usted a él quizá en aquella carta? El aldeano la miró maliciosamente, mientras se afanaba en rehacer su cigarro. -Yo no he dicho que fuese él -contestó-. Pero pruebe usted a sonsacarme, ¡ ja! ¡ ja! Y se sentó junto a ella, en el sofá, dando chupadas a la colilla y gesticulando con la mano negra y velluda, y con un dedo inmóvil y tieso. -Sí, sí, sonsáqueme. Yo no he dicho nada. ¡Yo no sé nada! 153
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-¿Qué tiene un niño y que lo sacó de la "Maternidad" ? -¡Yo no he dicho eso! Y Se echó a reír completamente convencido de no ser de aquellos a quienes la lengua hace traición. En realidad no había para qué hacerle más preguntas. Cuando Regina se volvió a su coche, la acompañó, accionando con la mano del dedo tieso, y con la colilla en la otra. -Y si puede usted sentarle la mano a ese hombre legalmente, duro con él, duro con él. Y se echó a reír, y le hizo señas con la cabeza y se quitó la gorrilla para saludarla. Regina estaba en extremo desanimada. ¿Para qué tanto viajar? En rigor, la mujer de Cristianssand no se había propuesto otra cosa que molestar a su hermano y ganar algún dinero al mismo tiempo; y ahora, el labriego, tal vez hubiese inventado aquella historia para dar un mal rato al alcalde. ¿Debía molestarse en ir allá? ¡Oh! sí, sabía perfectamente que no podía hacer otra cosa. El caballejo negro trotaba tranquilamente por el camino que corría a lo largo de un arroyuelo espumante, oculto a menudo entre la maleza. El sol comenzaba a descender y las frescas emanaciones de los matorrales y de la hierba húmeda refrescaban el aire seco y cálido de los pinares. A un lado se alzaba el escarpado paredón de la sierra, al otro ondulaba el paisaje montuoso con pequeños bosques y caseríos fronteros a los montes. La carretera quedaba en sombra, pero enjambres de moscas meciánse al sol como moscas de oro. Cantaba el cuclillo y las golondrinas volaban 154
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de acá para allá. Los verdes prados se escalonaban en el valle y al cabo alcanzaban una altura tal, que el sol, al descender, los teñía de púrpura. Cuando Regina llamó en casa del alcalde temblaba de impaciencia. Debía entrar, pero le asustaba el momento en que seguramente sufriría una nueva decepción. Érale imposible estar contenta y apenas se atrevía a esperar. Salió a abrir una señora anciana y pálida, con el pelo recogido por una cofia blanca. Regina procuró aparecer desenvuelta y preguntó si la señora podía indicarle alguna casa en las cercanías en la que admitieran veraneantes. La señora le mostró alguna extrañeza, pero la invitó a entrar y condujo a Regina a una estancia grande y clara con las ventanas, que daban al valle y a la sierra, abiertas de par en par. Regina dijo su nombre, y luego que ambas se hubieron sentado, la anciana comenzó a enumerar las casas en donde solían recibir huéspedes. Regina se esforzaba en hablar de esto, pero no hacía más que pensar: -¿Qué debo hacer? Dentro de poco tendré que marcharme... ¡ y entonces? La anciana era muy amable y su rostro tenía una expresión bondadosa y atractiva. Regina comenzó a avergonzarse de representar aquella comedia delante de ella, y sintió tentaciones de arrojarse a su cuello y contárselo todo. Pero no pudo hacerlo porque la señora dijo restregándose los ojos: -Dispénseme si estoy algo cansada. 155
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Estas palabras significaban: "Ya puede usted marcharse." Regina se puso en pie, vacilante. Entonces la otra añadió con una sonrisa melancólica: -Tenga usted en cuenta que esta noche nos la hemos pasado en vela. -¡Ah! ¿sí? -exclamó Regina casi sin aliento. La mujer sollozó: -Sí, teníamos un niño y murió anoche. La disentería propia del verano es un mal huésped. Y la señora sacó su pañuelo de una bolsa de seda y se secó los ojos, sonriendo tristemente. Regina, siguiendo su antigua costumbre se esforzó en aparecer tranquila y preguntó discretamente: -¿Era quizá un nietecillo? -No, no era nieto. Regina le tendió la mano. -Mil gracias por sus informes. De haber sabido lo que pasaba no hubiese venido a importunarla. Y haciendo como que se marchaba, se volvió de improviso y agregó: -También a mi se me murió un niño de disentería. ¿Qué edad tenía el suyo? - ¡Ah! sólo dos años. -¿Sería quizás un niño pobre, prohijado por usted? Regina pensó: -Dentro de un instante me caigo al suelo. Pero la anciana repuso:
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-Sí, lo sacamos de la "Maternidad" hará un año. Un ama de llaves a la que queríamos mucho se marchó a la capital y... pero ya no hay para qué hablar de eso. Regina devoró ávidamente las últimas palabras, que fueron para ella como un consuelo. -¡No ha muerto! -pensó-. ¡Gracias, Dios mío, no era él! Y en alta voz dijo: -Señora, le repito las gracias. Veré una de esas casas. Adiós. La anciana la acompañó hasta la puerta. Aquella noche estaba Regina sentada en la terraza de la fonda y contemplaba el paisaje luminoso. Dentro, en el comedor, alborotaba una nueva comitiva de viajeros; algunos salieron, se sentaron ante los veladores y se hicieron servir café. Reían y bromeaban, hablaban diversos idiomas, viajaban, se divertían, comían, bebían, dormían bien por la noche y no ocultaban en su corazón un dolor hondo y acerbo. ¡Aquella historia del ama de llaves era falsa! Debía pensar que su niño... que inútilmente le... no, no podía soportarlo. Si llegaba a convencerse de ello, ¿qué haría? Entonces sus miembros se paralizarían, no tendría ya ningún refugio, y los negros fantasmas que le iban a los alcances se apoderarían de ella... sí, se apoderarían de ella. -No, no, mi niño vive. Aquél era el hijo del ama de llaves; aquella señora tan buena no ha mentido. Señor, aun puedes viajar, tienes un millón. Y aunque el camino está sembrado de abrojos, es preciso que te resignes. ¿Acaso mereces otra cosa? ¿No es justo que expíes en parte lo que has hecho? 157
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¿Adónde ir ahora? ¡ Si hubiese tenido algún confidente al cual pedir consejo! Pero se encontraba lejos de todos, sola frente al mundo entero, a merced de sus pensamientos, sin nadie que la consolase en la aflicción. Y por ello tal vez llegara a ser una víctima de sus propios delirios. ¿Cómo iba a pensar serenamente, a reflexionar con acierto, a elegir el camino mejor, ella que casi no podía coordinar las ideas? Eran las doce de la noche y aun permanecía sentada en el mismo sitio; a la sazón estaba completamente sola. En la ciudad todo era silencio. Percibiase más claramente el murmullo de los riachuelos y el rumor de las olas en la playa. La noche era tan clara como el día. Aun se encendían las nubes en el ocaso. - ¡Oh! ¡Señor, Dios mío!... Había telegrafiado a Cristianía rogando que le enviasen a Molden la correspondencia. Al día siguiente fue a correos. Y con gran sorpresa suya recibió otras dos cartas de los periódicos.
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III Las dos cartas la llevaron a Troendelagen y a NordIand. Mientras se dirigía al primer punto, renacía de nuevo en ella la esperanza, se consideraba feliz por poder esperar una vez más. Pero sufrió un desengaño que le hizo el efecto de un golpe traicionero. La carta de Nordland parecía más verosímil y quizás se escondiese tras ella la tía; como quiera que fuese, procedía de aquella misma región del Fjord. Y se rehizo, tornó a esperar y emprendió el viaje al Norte. Un día se acomodó en una lancha y se hizo llevar al embarcadero. Sufrió otra decepción, pero obtuvo nuevos indicios y por ello hubo de ponerse otra vez en camino. Y Regina comenzó una vida extraña. No lograba un instante de tranquilidad; hallábase en continuo movimiento, sin ser poderosa a evitarlo. Viajaba sin tregua, fluctuaba entre una nueva desilusión y una nueva esperanza y recibía golpe tras golpe; creía siempre que había de ser el último, pero cobraba nuevos bríos y volvía a sus continuas idas y venidas, sin punto de reposo. Aquel otoño, iba en un coche que la conducía a Gudbrandsdalen. El bosque que corría a lo largo del camino 159
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tenía las hojas amarillentas. El río deslizábase desbordante y rumoroso por el fondo del valle, entre prados y caseríos. Proponíase Regina sorprender a un médico que había prohijado un niño. Cuando llegaron las nieves corría acurrucada en un trineo por la ancha carretera que conduce a Tolen. Sonaban campanas a lo lejos entre los árboles cargados de hielo y por los blancos campos nevados desparramábanse algunas quintas grandes y humeantes. Se trataba de coger desprevenido a un capitán. Ahora tenía la seguridad de que las personas interesadas escondían al niño y estaban al tanto de sus pesquisas. Se ocultaban y ocultaban a su hijo, y quizá la hiciesen seguir pistas falsas, únicamente para burlarse de ella. Y comenzó a viajar, presa de una rabia impotente, para encontrar a aquellas personas que tantos dolores acumulaban en su vida; viajaba con los puños apretados, sin sosegar un momento. Por Navidad iba en el tren, camino de Oesterdalen, y contemplaba los dilatados bosques cubiertos de nieve blanca y centelleante. Quería caer como una bomba en casa de un abogado de Tocuset. Aquella mujer, que tan bien ocultara su secreto y que con tanta altivez soportara sus penas sin dejar traslucir su sufrimiento, confiábase a la sazón a cuantas personas veía, siempre que creyese que podían ayudarla. Acudía a un abogado tras otro y tiraba el dinero a diestro y siniestro. En cuanto le ponderaban la habilidad de un letrado iba en su busca. Todos se dirigían a la "Maternidad" en cuyos registros no se encontraba ningún dato acerca de aquel 160
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asunto, puesto que el director era el único que sabía lo ocurrido. Ni ella misma podía decir el nombre del niño, ni el de sus padres adoptivos, ni si estaban en Noruega o en otra parte. Los abogados le decían que esperase, que trabajarían, pero que era preciso que esperase. Y precisamente esto era lo que ella no podía hacer. Tenía que encontrar a su hijo antes de que fuese demasiado tarde. ¿Quién podía saber cuánto tiempo le quedaba de vida? -No -pensaba Regina-, no debes contar con nadie más que contigo misma. Como busques bien acabarás por encontrarle. Un día comenzó a luchar con un recuerdo de la "Maternidad". ¿Cómo fue?... ¿No vió en cierta ocasión al despertarse a dos personas extrañas con el director? Verdad era que permanecían a cierta distancia, pero hubiérase dicho que la miraban. ¿Qué trazas tenían?... ¿La mujer?... ¿El hombre?... Y se devanaba los sesos para recordarlo; como lo consiguiera, allí estaba la clave... Y luchaba desesperadamente para evocar la escena con toda exactitud. Sí, ¿qué trazas tenían?... Allí estaba el director... y allí la pareja. ¿El hombre? ¿su nariz, la barba y el traje, el pelo?... No tardaría en lograr lo que anhelaba ... Al día siguiente estaba también segura de recordar a la mujer. Ahora los veía a los dos. ¿Pero, dónde estaban? Era preciso encontrarlos... y los encontraría. Y si podía describir su fisonomía las gentes podrían darle consejos bastante más acertados. Cayó en manos de personas que aprovecharon la ocasión para explotarla. Ella las dejaba hacer, deliberadamente; 161
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compraba gustosa una esperanza a un precio muy elevado aun cuando tuviese sospechas de que era falsa: viajaría nuevamente. Y mientras viajaba y viajaba e iba de acá para allá, siempre estaba contenta, cada vez más contenta con un nuevo indicio que era como la gota de aceite que, aviva, la lucecilla que está a punto de apagarse; era un nuevo estímulo para viajar, para huir una vez más de aquel fantasma que le pisaba los talones. Una pista la llevó tras de un ingeniero que había emigrado al Africa del Sur, otra en pos de un empleado de correos que se escapó a América con motivo de un desfalco, y la tercera en seguimiento de un cónsul noruego en Australia. Al fin averiguó sus señas para tenerlos a mano cuando todos los viajes por su patria hubiesen resultado infructuosos. Y pasaron las semanas y los meses. Cada nueva desilusión marcaba una nueva arruga en su rostro; y su cabellera, tan abundosa en otro tiempo, comenzaba a clarear. En la mesa, en la fonda, todos observaban a aquella mujer vestida de negro, de rostro pálido y ojos grandes y lindos. Parecía tener una edad indefinida; lo mismo podía ser joven que vieja, era imposible saberlo. Cuanto veían sus ojos, cuanto percibían sus oídos, lo relacionaba con una sola cosa, fuera de la cual no existía nada en el mundo para ella. Una conversación fortuita en el tren bastaba para inspirarle una idea nueva y excelente que la ponía sobre una pista, le abría un nuevo camino. Cuando se hallaba entre personas extrañas, las miraba a todas maquinalmente, tratando de encontrar a aquellas dos a quienes tan 162
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perfectamente recordaba, y claro está que, de encontrarlas, no se andaría con timideces. Cuanto mal tiempo pasaba mejor comprendía que se iba acercando al precipicio ante el cual tendría que detenerse, que renunciar a todo, que confesarse que había matado a un hombre sin utilidad ninguna, y mayor era su afán, su impaciencia por viajar. Los caballos de los coches andaban con excesiva lentitud; en los trenes todo era desorden, y los vapores la ponían fuera de sí como llegasen con cinco minutos de retraso. Pero aun tenía dinero y mucho tiempo disponible; tratábase tan sólo de resistir, de resistir. Y he aquí que un día recibe una carta de uno de sus abogados que por un momento la trastorna por completo. Le dice que su hijo ha muerto hace unos meses; los padres adoptivos residian en Drammen, de donde era alcalde el marido, que también murió, yéndose la viuda entonces a vivir al extranjero. El abogado estaba seguro de haber puesto en claro el misterio, e iba a tratar de encontrar a la viuda. Pero transcurrido un día pensó Regina que era inadmisible la hipótesis de la muerte de su hijo. No, todo había de tener sentido. Aquel abogado... Ya no se podía contar con él. ¡A saber si estaría de acuerdo con la persona en cuestión y se propondría ponerla sobre una pista falsa! No, ahora no conseguirían hacerla renunciar... no lo conseguirían, ciertamente. Y viajó de nuevo, pero en lo sucesivo no volvió a abrir una carta de aquel abogado; no quería saber si había encontrado a la viuda. No podía dar crédito a nada, no debía contar con nadie más que con ella misma. 163
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Pero a medida que los sufrimientos y los dolores tornaban cada vez más precioso a aquel niño, iba esfumándose su imagen y refugiándose en los sueños fantásticos. Encontrábase ante ella en un lugar iluminado por el sol: era la tierra de promisión a la que arribaría algún día para descansar eternamente; por último trocóse en un Paraíso indescriptible en el que ningún pecado ni ningún arrepentimiento sobrepujaba a los suyos, y en donde se salvaría apenas llegase. Bastaba con resistir, resistir tan sólo. Al fin llegó a persuadirse de que en los distintos lugares que visitara, no había sabido hacer las preguntas apropiadas ni mirar con bastante atención los ojos de las gentes cuando la respondían. Pasaba noches enteras lamentándose por no haber preguntado esto, o lo otro o lo de más allá. Por último reanudó sus viajes para ver de nuevo a tal persona... y luego a tal otra. Un día, el abogado que administraba su fortuna le comunicó que las hermanas de Flaten habían dado algunos pasos para conseguir que del caudal suyo y de su hijo se hiciesen dos partes antes de que la madre se lo comiese. Una de las hermanas de Flaten pedía, además, permiso para recoger al niño y educarle. Regina consintió en todo, impaciente porque la dejasen en paz por aquel lado. Pero tuvo la impresión de que en el horizonte se acumulaban nubes tempestuosas; aquel primer aviso del hijo de Flaten, que seguía creciendo, le decía que se acercaba la hora, el día en que al fin podría presentarse ante ella. Y se, presentaría. ¡Era preciso apresurarse, mientras fuese tiempo! 164
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IV Y pasaba el tiempo. Está Regina tendida entre las sábanas de la fonda, húmedas y frías; tiembla y clava la mirada en las sombras. No veía, pero tampoco duerme. Viaja, y el vapor marcha demasiado lentamente; viaja sin tregua, y el tren se detiene y se retrasa; es una locura, pero se apea y se niega a seguir. No, esta vez no va en ferrocarril, camina por una carretera, corre, pero los pies le pesan mucho y se niegan a servirla. Se encuentra en un chaparral en donde reina completa obscuridad, y sobre su cabeza se enarca el cielo aborrascado, amarillento y luminoso, por el que se deslizan negros nubarrones con rápido girar de humareda. Lucha contra el viento frío. Siente pasos a su espalda, pero los conoce muy bien y echa a correr. No se atreve a volver la cabeza, y, sin embargo, ve continuamente aquella cara ancha, con la barba en punta y los ojos de expresión bondadosa. Tampoco ahora quiere hacerle ningún daño, sólo quiere decirle que también le perdona aquello... aquello... ya sabe ella el qué.
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"Espera un poco, no corras tanto, querida esposa, ¿no me oyes?... Sólo quiero abrazarte y decirte que todo te lo perdono. Verdad es que ahora tiras aquel dinero que yo gané con una vida de trabajo, pero no importa; ¿lo oyes?... digo que te perdono." Y Regina corre, corre para escapar. La persigue una bandada de pájaros: son sus recuerdos. Algunos la acarician con las alas, suavemente, otros graznan de un modo espantoso; si se para la acometerán, pero le es imposible detenerse. Y, sin embargo, sus pies no pueden seguir, están clavados en el suelo y no adelanta un paso. Y de repente, se levanta de la cama y salta a la alfombra; enciende la luz que tiene en la mesa de noche y se queda sentada en el borde de la cama. -¡Ah! debo de haber tenido una pesadilla y es la una nada más. Regina, ¿por qué no te vuelves atrás? debes ahuyentar estas visiones. Pero para ello has de arrepentirte de todo. Deberás entregarte a El sin condiciones, ser humilde, ofrecerle lo que más quieres. ¿Y luego? Todo lo hecho resultará inútil. Tendrás que comenzar de nuevo desde, el principio... No, no soy capaz de hacerlo... es preciso que antes encuentre, al niño. Pero supongamos que te mueres esta noche... y, que te encuentras con él... y que oyes de sus labios que te perdona... Eso sería peor que, todo lo demás y no podría soportarlo. ¡Ah! ¡si fuese cierto que no hay otra vida después de ésta! Si pudiese desaparecer... como una blanca humareda. ¡Dios mío! Pero nadie lo sabe, nadie lo sabe. Esta vida es un tejido de mil colores. Yo misma voy urdiendo la trama, tengo la lanzadera en la mano, pero una 166
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sola pasada falsa que ya no puede deshacerse, estropea lastimosamente el precioso tejido... ¡Cuán grande fue mi primera falta! Si entonces hubiese tenido cinco coronas más para pagar la cuenta de la "Maternidad"... acaso hubiese sido todo muy distinto. Pero ya no pueden cambiar las cosas... no pueden cambiar, ni con el tiempo ni en toda la eternidad. Estás acostada aquí y, a Dios gracias, aún no has perdido la esperanza. Aun debes resistir. Quizá mañana cambien las cosas. ¿Y luego?... ¿y luego? Todo lo olvidaré y daré gracias a Dios y le alabaré. Pero te estás aquí acostada y dejas que pase el tiempo; ¿y si estuviese enfermo y se muriese esta noche?... Y te estás acostada... ¿pero te has vuelto loca? Y se pone de pie de un salto, llama y comienza a vestirse precipitadamente. Llama otra vez y al fin entra la camarera, medio dormida. -El coche inmediatamente. Tiene usted mucha razón, es de noche; pagaré el doble si el coche está dispuesto en seguida. ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... .. Y un carruaje se aleja con estrépito en la obscuridad.
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