LA BRÚJULA (NOVELAS Y CUENTOS)
CARLOS DÍAZ CALVI
LA BRÚJULA (NOVELAS Y CUENTOS)
Ediciones deauno.com
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© 2004, Carlos Díaz Calvi © 2004, deauno.com (de ELALEPH.COM S.R.L.)
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Primera edición ISBN Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Impreso en el mes de marzo de 2004 en Docuprint S.A., Rivadavia 701, Buenos Aires, Argentina.
Esta recopilación, en su conjunto, está dedicada a la memoria de mi padre, al recuerdo de mis abuelos, a la grandeza de mi madre, la humanidad de mi hermana y a toda su familia. También a mis amigos, a los que aún están y a lo que ya se fueron; a cada una de las personas que amé y a quienes me acompañaron durante alguna parte del camino. Pero especialmente está dedicada a la madre de mis futuros hijos, quien quiera que sea… donde quiera que esté.
SANTIAGO
Dedicado especialmente a mi familia. A mis amigos, aquellos de siempre y los del exilio. Gracias a Paulo, Jules, Friedrich y Tomaso por su constante inspiración y compañía Y, especialmente a “El Coleccionista”, por haber confiado en mí para contar su historia. Escrita en Irlanda, España y Malasia (02/2002 – 12/2003) Registrado en Madrid, Enero de 2004
PRÓLOGO
J
oaquín apenas podía mantenerse sobre la bicicleta, estaba exhausto y aterrorizado. Sus rodillas sangraban y sus tobillos habían dejado de hacerlo hace solo un instante. Había caído violentamente tres veces en los últimos diez minutos, pero a pesar de ello, sus piernas no podían dejar de pedalear. Cogió el atajo que atravesaba el plantío de su vecino intentando llegar lo antes posible a su casa, aunque tenía prohibido hacerlo. Santiago, su padre, no lo esperaba de regreso hasta la tarde. Cuando vio a lo lejos la silueta del niño, acercándose lastimosamente, salió a recibirlo convencido que algo malo estaba pasando. No había escuchado la radio en toda la mañana y por tanto era completamente ajeno a que todo lo que le rodeaba estaba cambiando. El crío, al ver a su padre, emocionado, perdió el equilibrio una vez más, cayó pesadamente hacia el frente y quedó allí vencido, agotado y paralizado por el miedo. Santiago velozmente cruzó la plantación y fue a su encuentro. El niño temblaba, quería asirse a él como si se le fuera la vida en ese instante, pero sus ojos buscaban el cielo, entre las nubes. Santiago no podía creer lo que veía. Decenas de aviones de guerra cubrían el firmamento, tras ellos un gigantesco zeppelín gris. No había dudas, finalmente habían llegado. Joaquín intentó explicarle que estaban por todo el pueblo, que había huido, pero su padre ya no lo escuchaba, lo alzó en brazos y volvieron a la casa. Junto a su madre y a su hermana pasaron la tarde escondidos en el sótano. Aquella tarde, Santiago, un irlandés que había elegido aquel sitio para escapar de sus fantasmas, se vio forzado a deshacerse de todos los objetos que podían poner en riesgo la seguridad de su familia, aunque haciéndolo perdía también algo que amaba, sus recuerdos, su pasado, todas las cosas que amarraban a su pobre memoria lo que se había prometido jamás olvidar. Este libro comienza allí en Leiden, Holanda, en mayo de mil novecientos cuarenta, aunque bien pudo comenzar mucho antes. He aquí la historia de un hombre que se enfrentó a todos los ejércitos, los reales y los imaginarios, a los propios y a los ajenos, a la soledad y a sus demonios. Esta es, sencillamente, la historia de Santiago. 13
PRIMERA CARTA DE ISABEL 10 de Mayo, 1946, Leiden (Holanda)
A
ún no tengo en claro el porqué he de contarte todo esto, pero hay algo dentro de mí que lo cree necesario. Esta carta seguramente te sorprende y lo entiendo. No te conozco, no me conoces y es esa una de las tantas cosas que tenemos en común. Sabes que mi nombre es Isabel. Mi presente, mi todo, lo constituye mi familia. Joaquín de doce años, la pequeña Luz de seis y Santiago, que es mi esposo; aparte de ser él ese otro algo que tenemos en común. Leerás en otra ocasión sobre mi pasado o como he llegado hasta aquí; hoy quiero contarte una pequeña historia. Necesito hacerlo. Vivimos ahora en Leiden, al sur de Ámsterdam; hemos llegado aquí hace once años cuando Joaquín aún no había nacido, cuando pensábamos ilusos que así escaparíamos de la guerra en España, pero estábamos equivocados; hace unos seis años los nazis invadieron Holanda, y desde aquel entonces las alegrías han sido escasas. Santiago es irlandés, pero ha vivido en tantos países que ya no es de aquí ni de allá. Su nombre verdadero es James Smith, al llegar a España lo bautizaron con su homónimo español. Si lo conocieras, seguramente lo primero que te diría es que te alejes de él; piensa que por alguna burla del destino su presencia atrae las guerras, razón lleva. Mientras escribo estas líneas, sentada en el salón de la casa, decenas de curiosos tulipanes se asoman por el ventanal buscando incansablemente a su cuidador, a Santiago. Deberías verlos. Son precisamente aquellos celosos tulipanes lo que, con su belleza, enmarcados en el más verde de los verdes campos, nos convencieron que era éste nuestro lugar en el mundo. Ésta, en realidad, es la ventana de Santiago; frente a ella, ante tantos colores, habitualmente se zambulle en pensamientos y sueños que a veces comparte conmigo en voz alta, o simplemente con su mirada. Hoy es un día feliz, he recuperado a mi familia. Un capítulo muy triste y oscuro de nuestras vidas ha concluido esta mañana. Durante estos seis años que ha durado la ocupación alemana Santiago ha estado extraño, diferente, nunca ha dejado de ser buen padre o buen esposo, pero era obvio que algo echaba de menos. Ese algo era, precisamente, su tesoro, su pasado. Todo comenzó un mediodía, como cualquier otro. Santiago leía un libro frente a su ventana y yo había terminado de preparar el almuerzo. Joaquín, de seis años, debía llegar en cualquier instante de casa del 14
viejo Vincent, nuestro vecino, que lo llevaba al mercadillo del pueblo de vez en cuando. Santiago a ratos leía y otras veces levantaba la vista y la perdía en el horizonte, en el final del camino. Lo que vio esa mañana lo dejó pálido. Gritó el nombre de Joaquín y salió corriendo a su encuentro mientras, como madre, como mujer, mis nervios me traicionaban al ver en medio del camino el cuerpo de mi hijo que, atragantado en lágrimas, señalaba al cielo. De ese modo cruel nos enteramos que finalmente Holanda había caído. Los comunicados en la radio se sucedían, todas las voces llamaban a la tranquilidad. Una a una eran nombradas las ciudades ocupadas; Rótterdam había sido destruida pero insistían que Leiden estaría a salvo, quinientos años atrás los españoles intentaron ocuparla pero ésta se resistió durante meses; encerrados muros adentro, sin comida ni agua, los ciudadanos sufrieron hambre y padecieron pestes hasta que terminaron por comerse a sus muertos con tal de no verse forzados a dejar entrar al invasor. Desde aquel día Leiden se había ganado el respeto de la casta militar y era intocable. En el sótano oscuro pasamos toda la tarde hasta que no se escucharon más explosiones. Luz, de pocos meses, lloraba desconsolada. Joaquín, a quien todo inquietaba más nada robaba el sueño, no pudo relajarse hasta que Santiago le trajo sus juguetes; después se durmió. En ese momento, la luz de la última vela unió nuestras miradas; fue ése el instante en el que le supliqué a Santiago que se deshiciera de todo lo que podía relacionarnos con los aliados o con los rojos de España. Para Santiago su tesoro lo era todo, aquellas fotografías y objetos viejos que guardaba celosamente en una gran caja de madera tallada, en la biblioteca, constituían su pasado, sus viajes, su historia, detalles desordenados que sólo podrían hallar sentido y función en rincones inhóspitos de su memoria. Recuerdos de cuando estuvo en el ejército, de cuando fue un niño, de cuando se hizo hombre, de cuando hubiera querido dejar de vivir, de cuando hubiera querido ser inmortal, de cuando se convirtió en padre y de otras veces que, según él, temió serlo. Cada una de esas historias que lo habían arrastrado muy a su pesar por todos los mares del mundo encontraba un puente con la realidad en alguna cosa en aquel baúl. También había recuerdos de mi familia, que durante años luchó desde una posición humilde, y con resultados muy decorosos, contra las tropas falangistas en España. Es por eso que debía deshacerse de todo; por la seguridad de Luz y de Joaquín, por nuestra familia. Sabíamos que no dudarían en enjuiciarnos, separarnos o enviarnos a campos de trabajo si descubrían nuestro pasado. Nunca antes había visto a Santiago tan triste. Aquella noche Santiago se encerró en la biblioteca por dos horas. Luego arrastró la caja hasta el viejo horno de leña de la cocina y pidió que toda la familia, nuestra pequeña familia, esté presente en aquel momento. 15
Joaquín, intrigado, quedó de pie junto a su padre, ayudándolo con cada foto, cada documento. Luz estaba sentada en mi regazo, sumergida en su mundo de fantasías, aquel que la inmunizaba de tanto dolor. Santiago arrojaba al fuego con una sensibilidad increíble cada uno de los objetos, mientras le relataba a un Joaquín atento, nunca más cercano a su padre, la historia que le correspondía o bien inventaba otras sobre artículos que no recordaba que hacían allí. El dolor de Santiago por el pasado perdido se extendió por semanas, cada día que pasaba sin que los soldados alemanes requisaran la casa se hacían eternos. En agosto, sin avisar, aparecieron. Con mucho respeto y buen trato, muy común entre los germánicos asignados a Leiden, revisaron cada cuadro, mueble y rincón de la casa buscando cualquier cosa que pudiera incriminarnos. La patrulla retornó dos veces más, a hacer preguntas y a tomar café. Durante los cuatro años que siguieron de ocupación no regresaron más que para preguntar si estaba todo en orden. Santiago se tranquilizó entonces y siguió trabajando en la Universidad, como lo hacía normalmente, Joaquín comenzó la escuela y Luz dio sus primeros pasos colgándose de mi falda en un mercadillo de frutas sin perder, ni siquiera con el vértigo de la primera vez, su generosa sonrisa. Santiago estaba distinto. Sólo un milagro podía devolverle su pasado incinerado. Y ese milagro tenía un nombre, Jaap, el cartero del pueblo. Todos quienes lo conocíamos sabíamos que Santiago estaba esperando un paquete; un viejo amigo debía enviarle, hacía ya mucho tiempo, una serie de objetos que fueron de su propiedad y que le ayudarían a rearmar ese rompecabezas. Sólo así, decía, podía volver a tener un pasado. Esta misma mañana, el viejo Jaap llamó desde las Oficinas de Correos para avisar que la tan esperada caja había aparecido y que pronto la traería a la casa. Santiago dormía y bien sabía yo lo importante que era para él aquello, así es que, con el mayor cuidado, subí a la habitación y le susurré suavemente al oído que le tenía una sorpresa, a lo que él respondió con un sonoro y eterno beso cuyo recuerdo me acompañará por siempre ya que lo hizo medio dormido, cuando los verdaderos sentimientos hablan. Al mencionarle que la caja estaba en camino de un salto tomó su bata y un concierto de sonidos desesperados invadieron la casa; bajó las escaleras dando gritos de alegría, abrió la puerta que da al camino, volvió a subir las escaleras, intentó peinarse en el espejo, volvió a despeinarse, bajó nuevamente las escaleras, fue a la cocina, se bebió tres vasos seguidos de agua sin descanso, volvió a subir las escaleras, y al entrar nuevamente a la habitación volvió a darme un beso, aún más bonito que el anterior, diciéndome que me amaba. Bajó nuevamente los escalones, despertando definitivamente a los chicos, y llamó por teléfono a Jaap. 16
Mientras yo le cepillaba el cabello a la dulce Luz, que apenas se mantenía en pie del sueño, Santiago hacía gala de su manejo de idiomas insultando en tres lenguas diferentes a Jaap por su tardanza. La niña acabó por despertarse ante tantas malas palabras hasta asustarse. Cuando Santiago volvió a subir, y vio a Luz asombrada, a un Joaquín sonriente e identificado y finalmente observo mi expresión de extrañeza por su vocabulario, volvió a despeinarse, y con una difícil morisqueta en la cara, se transformó en el monstruo de las cosquillas, aquel tan temido y amado por la niña, provocando un momento inolvidable para todos nosotros. Jaap finalmente llegó con la caja, recibió una vieja botella de ron por la molestia, y se despidió cariñosamente aunque haya prometido no volver a traer algo a nuestra casa hasta que Santiago le pida disculpas por acordarse malamente de su madre. Cuando Santiago finalmente abrió la caja, echó a llorar; estaba eufórico, Luz saltaba a su lado sin entender muy bien porqué y Joaquín, casi tan alto como su padre, le dio un abrazo inmenso, tanto como la admiración que le profesaba. Extrajo cuidadosamente del interior las cosas; un par de fotos, piedras, recortes y una hoja con frases y fechas, dirigidas a él, que le recordaban momentos y lugares. Al verlas decidió escribir, a partir de hoy, sobre cada una de esas frases y recuerdos, para que así sus hijos puedan vivir sus aventuras, conocer quién era su padre o tal vez, para volver a vivir aquellos momentos una vez más.
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¿RECUERDAS LAS SOMBRAS?
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stas líneas, las primeras, las redacto con la memoria del tacto, con la pluma que me ha regalado mi hijo en una mano y un trozo de porcelana antigua en la otra. Esta cabeza de porcelana es un objeto recuperado de mi pasado, de mi niñez Mi memoria es muy frágil. Tengo miedo de no poder recordar, dentro de algunos años. Me resulta bastante difícil recordar hechos de mi infancia y mi juventud. Sólo estos objetos, estas fotos, cartas, postales y trozos de nada pueden devolverme aquellas texturas y sensaciones; sólo estos objetos pueden devolverme mi esencia, mi memoria y, finalmente, mi pasado que es, de alguna forma, la causa y consecuencia de cada decisión, de cada sueño, y que en suma, constituyen lo que soy. Las sombras… las sombras… Aun vivíamos con mi familia en Galway cuando yo tenía la edad de Joaquín. Un pueblo pesquero ubicado sobre la costa oeste de Irlanda, un lugar tranquilo que pasaba sus días en compañía del océano, lo suficientemente alejado de los conflictos de la capital como para creer que nunca lo alcanzarían. La gran hambruna había desmembrado nuestra familia y sólo quedábamos mi padre, mi madre y yo. El resto había partido varios años antes de que yo naciera rumbo a Norteamérica, por tal motivo el primer fin de semana de junio de cada año, cerca de los acantilados de Moher, celebrábamos una misa de frente al mar cuando apenas el sol se había escondido. Sabíamos que, de aquel otro lado, en Nueva York o en Boston, cientos de irlandeses se acordaban de nosotros, de nuestros campos, de nuestro sufrimiento. En marzo de mil ochocientos noventa y siete, un día incierto que a fines legales decidí llamarlo treinta, ante la sorpresa de mi madre y el terror de mi padre, nací varón, blanco, calvo, disgustado y sin que nadie se hiciese cargo de un parecido por insignificante que éste fuera. Doce patatas fue mi peso según el doctor, que se molestó en visitar la cabaña tantos días después que ya el rigor científico, inútil está claro, estaba ya perdido. Pasaron siete años hasta que esta pequeña cabeza de porcelana llegara a mi vida. Sólo recuerdo que sentí sus fuertes pasos al derrotar la madera, los reconocería aun hoy, porque eran enérgicos, pausados, y porque real18
mente le temía. La puerta que dividía su mundo y el mío se entreabrió muy lentamente. Tuve tiempo suficiente para disimular, pero mis rodillas se clavaron de terror y quedé allí, paralizado, no reaccioné, intenté al menos ponerme de pie y esconder las piezas de aquel pesebre bajo la cama, pero sentí inmediatamente su mano sujetando los tiradores y alzándome; sus ojos obligaron a los míos a buscar sus pies. “¿Qué es lo que tienes ahí James?”, me preguntó. Quise responder “nada”, pero una de las figuras escapó de mis manos, asustada; murió decapitada y triste sobre el suelo a pesar de haber sido mi gran guerrero celta hace solo un suspiro. Bajé la vista deseando que los trozos desaparecieran, pero no lo hicieron. Aquella cabeza, casi mitológicamente, se las arregló para arrastrarse hasta sus pies y suplicarle con la mirada que haga algo. En ese instante, precisamente, sentí el golpe. Terminé en el rincón, el de siempre, junto a la silla rota. No tuve fuerzas para mirarlo a los ojos pero tampoco dejé que me vea llorar; ya tenía aprendido aquello de que los hombres no lloran. Pero más tarde lloré. Me recordó vehemente que las figuras santas no podían luchar en mis batallas imaginarias, ¡Pero qué bien que lo hacían! Por ultimo utilizó aquel recurso psicológico de intentar convencerme de que mi madre estaría muy desilusionada, a pesar de que bien sabía yo que era ella, precisamente, quien cambiaba la posición de las figuras, a menudo, para molestar a mi padre. Los otros santos guerreros, escondidos aún en silencio en mi camisa, se apiadaron de mi, tal vez por mis oraciones desganadas aunque persistentes de cada noche, o por haberles entretenido haciéndolos partícipes de mis batallas por un rato. Debían de estar hartos de su aburrida existencia, de buscar insistentemente con su fría mirada dónde diablos se había metido el niño aquel, él de Belén, que habían venido a visitar desde principios de mes. Por la noche comimos sólo garbanzos y patatas, como era ya habitual en ausencia de mi madre. Nunca hablábamos en la mesa, no estaba permitido salvo que fuera él mismo quien iniciara una conversación. Me hubiera gustado preguntarle un par de cosas. ¿Por qué llegó aquel día temprano del trabajo? ¿Por qué me pegó nuevamente si había prometido no volver a hacerlo? ¿Por qué me gritaba que la leña esta húmeda si fue él quien la había traído así? ¿Por qué comíamos otra vez garbanzos? “Come y no te quejes, es lo que hay, allí afuera hay chicos que no comen y tú reniegas de un plato de comida” me dijo, interpretando mi cara, mi injustificada angustia. Pero era cierto que estaba harto de comer garbanzos y patatas, ya no podía tragarlos. Era un consuelo saber que pronto mi madre volvería de visitar a Alba en Dublín, mi abuela. 19
Antes de dormir, me senté sobre la alfombra frente al fuego, junto a la mecedora de mi padre, para hacerle compañía mientras fumaba tabaco de la pipa que le había regalado su padre, el abuelo que no conocí. Afuera llovía y mi padre se quedaría dormido en pocos minutos, fiel a su ritual. Recuerdo perfectamente el sonido de la lluvia peleándose con los cubos de agua junto al aljibe, a mi padre meciéndose en sueños gracias a un arrítmico pataleo, y recuerdo perfectamente las sombras. Las sombras danzantes que dibujaba en la pared, el baño de luz proveniente del hogar, aquella que transformaba mágicamente a las inocentes figuras del pesebre en mis nobles guerreros, una vez más. No se habían olvidado de mí, parecían invitarme a jugar, sin dudas era el momento ideal para una batalla sobre la colina de piel de oveja sobre la cual estaba recostado, pero mi padre podía despertar y enfadarse, así es que sólo seguí observando las figuras por un tiempo más. Se retaban a duelo unas a otras, formaban imperios, se movían y hablaban entre si, hacían pactos, se unían para recorrer desconocidas tierras y volvían a enemistarse… pero mi padre se movió un poco y ellas, volvieron a su posición original. Sólo volvieron a ser tristes figuras y sombras. Tantos años después sigo pensando que aquellas batallas y campañas existieron, que se detenían mágicamente cuando mi padre llegaba, o se despertaba. Mis figuras guerreras eran tímidas y luchaban para mí, para entretenerme. Ellas me enseñaron lugares que aún no había visitado. Reconozco que me hubiera gustado que mi padre también las viera, que participara de mis juegos, creo que le hubieran hecho compañía también. Las formas permanecieron inmóviles allí en lo alto, junto a la pared. No habían más gritos de guerra, seguramente ya estarían descansando o yo muy agotado. Supongo que me habré quedado dormido. Al poco tiempo sentí los brazos de mi padre alzándome; Dios, tenía tanta fuerza aquel hombre; yo me sentía tan liviano. Me llevó a mi alcoba sin percatarse de que aún estaba despierto y fingía dormir. Me abraza el recuerdo de mi padre al acomodarme en la cama, al cubrirme cariñosamente con la manta de lana, al besarme en la frente y despedirse en silencio cerrando la puerta aquella, la que ahora unía nuestros mundos. Recuerdo que en aquel momento pensé en lo maravilloso que era aquel hombre, ahora lo pienso mejor y me corrijo. ¡Qué maravilloso era ser niño! El olvidar y perdonar en tan solo un instante. Hoy eso me cuesta más. Hay noches que quisiera volver a ser niño.
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KILLIAN
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a segunda referencia de ésta hoja de recuerdos esta disfrazada de nombre propio, del nombre de mi mejor amigo, Killian.
La mañana siguiente, tras el vaso de leche que representaba simbólicamente el desayuno, mi padre me hizo prometerle, con el peso que tenían las promesas de aquel entonces, que iría a la capilla a confesar mi pecado…jugar. No sé si lo hacía por darme una lección o por contagiarme su devoción, pero de un modo o del otro estaba yo vestido de largo y con corbatín, prendas que usaba sólo en los servicios dominicales, aunque era miércoles. Mi madre no pudo haber llegado en mejor momento, sentí una alegría muy grande al verla, la extrañaba tanto. Aún hoy la extraño. Me trajo dulces y un carro de madera que pronto aprendió a volar, no podía apoyarlo en el suelo para no ensuciarme, tampoco jugar sobre la mesa porque allí era donde se comía. Ella se alegró al verme. Me ahogó con un sinfín de besos y abrazos. No logró ni así desviar mis ojos de mi nuevo carro. También la abuela en Dublín se acordó de mí, me envió un libro de geografía, con dibujos y figuras de todo el mundo, animales que no conocía y montañas aún más altas que las que yo dibujaba. Me preguntó por qué estaba vestido así, y con vergüenza se lo expliqué, utilizando la más sobreactuada y forzada cara de pena. No le quedó otra salida, al verme así, que ofrecerse a acompañarme. Aquello le suponía un gran esfuerzo, rara vez accedía a entrar en una iglesia; no creía en esas cosas. Por ése mismo motivo mi abuelo materno no hablaba más con mi padre. Camino al pueblo, mi madre me contó que la abuela estaba mejor de salud y que quería verme el año próximo, sin falta. Que el abuelo había comprado un caballo para regalarme y que yo pensara un buen nombre para ponerle. Que mis primos estaban bien y que eran buenos alumnos, que debía intentar superar sus calificaciones. Aprovechó precisamente ese momento para preguntarme como me había comportado en la escuela esas semanas. Sin darme tiempo se respondió a sí misma “Espero que bien porque le he dicho a todo el mundo que eres un excelente alumno”, y luego sonrió mientras me despeinaba cariñosamente. Yo, le contesté que lo era. Me preguntó también si no le estaba mintiendo, y se respondió nuevamente, “¿Cómo ha de mentirme mi pequeño James, si es el niño más sincero de la costa?”. En aquel momento me sentí mentiroso aunque le 21
estuviera diciendo la verdad. Será porque varias veces le había mentido a mi madre, y supongo que ella lo sabía. “Todas las madres saben eso”, me dijo años después. En un cruce de caminos encontré a Killian, mi gran amigo. Iba junto a su padre a la curtiembre para ayudarlo. Con Killian no teníamos la costumbre de saludarnos como lo hacían las personas normales, normalmente nos arrojábamos pequeñas piedras o la cosa más asquerosa que teníamos a mano. El día en cuestión, fijamos las miras de nuestras armas imaginarias y nos disparamos un par de veces con la vía del tren por medio. Mi madre, en cambio, saludó a su padre con corrección, al menos así debió haberlo hecho, ella siempre hacia esas cosas. Con Killian, sabíamos que debíamos encontrarnos en nuestro sitio secreto por la tarde, luego del almuerzo, un viejo cilindro vacío, de combustible, que usábamos para reunirnos y mentirnos aventuras imposibles de probar. Al llegar a la capilla, me acomodé el corbatín y volví a tomar la mano de mi madre. Entramos por el frente de la nave, allí estaban orando un par de señoras, las mismas de siempre. Mi madre no se persignó y eso me confundió, no supe qué hacer. Si mi padre, que me llevaba todos los domingos, me hubiera visto dudando seguramente se enfadaría. Con mucha imaginación y no menos torpeza, ensayé una flexión leve de rodillas, a medio camino entre lo religioso y lo impío. Las señoras de negro se hicieron comentarios poco disimulados a lo que mi madre me susurró “charlatanas” y me guiñó el ojo derecho. Creí escucharla mal y le pedí que me repita qué es lo que había dicho, me contestó que nada, lo que me confirmó que había dicho “charlatanas”, ya había aprendido eso de que los grandes, cada vez que dicen “nada” es porque han dicho algo que no quieren que los niños repitan, entonces había que aprenderlo irremediablemente. Siempre hay que estar atento a quienes dicen “nada” o “tú no escuches”, como si hubiera podido evitarlo. El padre Benito estaba en el bar, y mi madre no quiso esperarlo. Me preguntó si tenia hambre y se contestó que si. Las madres saben esas cosas. De regreso a casa, cocinó el mejor almuerzo que yo recuerde, con el perdón de mi mujer. Esperamos a que regrese mi padre, para que presida la mesa, y disfrutamos juntos de la comida. El rostro de mi padre se iluminaba cuando miraba a mi madre, el de mi madre también. Papá contó algunas bromas que le habían enseñado sus amigos del trabajo, bromas que escuché a pesar de que me habían obligado a cubrirme los oídos con las manos, para que no hiciera. Mamá contó cosas de su viaje y luego, me preguntó cosas de la escuela. Papá quedó dormido, sentado. Mamá levantó las vajillas, yo la ayudé, ella sabía que la ayudaba para que me diera dulces, ambos éramos perfectamente conscientes de nuestro pacto y así estábamos los dos felices. Mi padre se retiró a su 22
alcoba, ella lo acompañó poco después. Me dio permiso para salir a jugar, pero que lo hiciera sin los santos; eso me dio aún más ganas de jugar con ellos, pero no lo hice. Corrí al encuentro de Killian, que estaba quemando hormigas, con alcohol que había robado de su padre. Jugábamos que éramos dioses y eliminábamos a los habitantes de ese mundo, sobretodo a aquellos que no nos obedecían. Él era el Dios del Fuego, quemaba las impasibles hormigas porque era el dueño del alcohol y no me lo prestaba. Yo, en cambio, era el Dios del Botín, la justicia divina nunca mejor entendida, mataba a las que habían sobrevivido con mi único e indigno poder de aplastamiento. Al tercer día, el juego se volvió aburrido y peligroso; Killian se quemó un dedo, dijo que no le dolía pero yo vi sus lágrimas. Al día siguiente me mintió que tenía que ayudar a su madre y no regresó. Nunca más volvimos a jugar con el fuego, ni con las pobres hormigas.
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LA DESPEDIDA
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a siguiente referencia en el cuestionario, aquélla que me recuerda el día que abandoné mi lugar natal, me obliga gratamente a buscar dentro del cofre de recuerdos un trozo de madera quemada con forma de y griega, otrora arma infantil para cazar pájaros, obsoleto tesoro de mi olvido. Era blanco, era invierno; siempre me gustaron los inviernos. Bien recuerdo que mi padre había intentado ser hachero aquel año, una más de las tantas labores rurales para las cuales su desempeño era francamente mediocre; aún así nunca faltó el pan en nuestra mesa. Los pequeños lujos, como mi tarta de cumpleaños o una cerveza para mi padre, eran infrecuentes pero suficientes; de eso se encargaba mi abuela que nos enviaba dinero cuando podía, muy a su pesar, está claro. Mi abuela tenía un buen pasar pero nos quería en Dublín, junto a ella, donde estaba el progreso, el dinero, y donde podría cuidar de nosotros. Mi abuelo me había prometido el caballo gris, que tanto me gustaba, como presente para cuando cumpla catorce años, pero no soportó los dos años que faltaban y se murió antes, también el abuelo. Killian, por aquel entonces, seguía sin acercarse al fuego ni a las hormigas, pero sí conservaba, de aquel incidente, un trozo de rama quemada. Le había colocado un pedazo de cuero y recortado los sobrantes de tal forma que pudiera utilizarla para cazar, jamás, que recuerde, le acertó a nada con ella y con el tiempo, quizás por ese motivo, le fue tomando cada vez más cariño. Años después comprendí el porqué, era aquella la pieza más grande del rompecabezas de su infancia, en ella estaban reunidos sus sueños y frustraciones, sus logros y fracasos. Habíamos crecido bastante físicamente, pero aún cabíamos en el viejo cilindro. Aquellas historias que nos mentíamos y las batallas interminables que imaginábamos fueron remplazadas progresivamente por doncellas, ninfas y sirenas desnudas. Ciertamente había más sexo en nuestras fantasías que violencia, a pesar de lo poco que realmente sabíamos del tema. Nos explicábamos, con rigor científico, como funcionaban o deberían funcionar nuestros cuerpos al entrar en contacto con las muchachas aunque faltaba tiempo para eso. De vez en cuando nuestras volcánicas hormonas nos traicionaban y nos peleábamos a golpes de puño; nos lastimábamos, nos amigábamos, lo de siempre, al fin y al cabo éramos mejores amigos. Jamás hubiera querido separarme de Killian, pero una tarde, poco después de mi cumpleaños número trece y estando mi padre sin traba24
jo, sumido en una de esas depresiones de los que quieren pero no pueden, la decisión de emigrar hacia Dublín se hizo inevitable. Mi abuela había quedado sola y tenía lugar en la casa, podría conseguirle algún empleo a mi padre gracias a sus contactos y amistades. Aquellas amistades eran precisamente las personas que mi padre, como buen irlandés republicano, aborrecía. No lograba entender como ésos individuos podían salvarlo. Mi padre no podría aceptar esta ironía del destino y no estaba dispuesto a disimularlo. Es inútil, ahora pienso, luchar contra estas burlas del destino, no se puede comer de los ideales. Me mintieron justificadamente que ir a vivir a la ciudad sería mejor para mí, que haría nuevos amigos, que Killian iría a visitarme en poco tiempo y que si ese no era el caso sería yo quien fuera a verlo. Sabía que me mentían, tantas caricias, tantos abrazos, tantos regalos. Sólo cuando me convertí en padre pude justificar tanta extorsión, y ahora comprendo sus razones, esas formas de amor tan incomprensibles, tan desconsideradas pero necesarias. La última noche en Galway decidimos emborracharnos en el cilindro, soñamos despiertos toda la noche lo unidos que estaríamos toda la vida, su mujer amiga de la mía, sus hijos hermanos con los míos, negocios en común, todo lo imposible. Lloramos y reímos como debíamos hacerlo y nos prometimos muchas cosas que sé que nunca cumpliré ya que jamás he regresado a Galway y tampoco quiero hacerlo. Tengo miedo de que el cilindro siga aún allí, que Killian esté aún allí. Como explicarle lo que he vivido durante estos treinta años, como pedirle que entienda, mí buen amigo, en lo que me he convertido. Tengo miedo también de no encontrarlo. Tengo miedo de encontrarme a otros niños jugando en el viejo cilindro, aunque me aterra la idea de que no sea así. La melancolía carcome, destruye, aquel lugar es el entorno de mis mejores sueños y debe quedarse así, donde nadie pueda cambiarlo y donde yo pueda encontrarlo cada vez que me sienta niño. Por la mañana, mi padre me encontró durmiendo absolutamente borracho en el granero. No recuerdo si quise dormir allí o como llegué hasta aquel lugar. Mi padre pareció muy enojado y al mismo tiempo orgulloso de verme en ese estado. Me regañó bastante pero no se cansó de contárselo a sus amigos durante el almuerzo de despedida que organizaron para él. Hubo pavo, ensaladas y café. No hubo donde esconder las lágrimas cuando, uno por uno, sus amigos le brindaron el último abrazo. En cuanto a mí, me despeinaban o ensayaban algún golpe de boxeo al que por obligación debía responder con otra combinación de manos mal aprendida. Cuando subimos al automóvil, dispuestos a iniciar nuestra travesía, descubrí sobre el asiento trasero una pequeña caja de cartón, descuidadamente adornada con un trozo de tela con complejos de moño. Por las 25
huellas de dedos sucios no había duda alguna que era un presente de Killian. Dentro de la caja, su trozo de madera, y una nota escrita a mano, que aún conservo, lloraba lo siguiente… "Éste es un pedazo de mi vida querido amigo, de esta forma, donde vayas, estaré contigo. Killian" Me alejé unos metros del coche, escapando de mis lágrimas, un poco por vergüenza, otro poco por hombría. Mi padre, se acercó en silencio y me abrazó. Sobre su pecho rompí a llorar como niño, como joven, como hombre. Me despedía de un gran amigo. Desde aquel día, del que han pasado ya tanto tiempo, aún conservo su nota, su alma, nuestros éxitos y fracasos, en el interior de una horrible caja marcada con sus dedos. Hoy, cada vez que me separo del amigo que no veré por un tiempo, repito el gesto de Killian, le entrego algo que quiero mucho, que sea parte de mí, para acompañarlo, para que me recuerde... donde sea que vaya, donde sea que esté. Donde sea que estés querido amigo.
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EXTRAÑA COMPAÑÍA
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o hubo risas en nuestra despedida de Galway. Es más, durante las ocho horas que duró el viaje hasta nuestra primera parada, en Athlone, no hubo conversación. Mi padre hablaba para sí mismo mientras conducía, repitiendo una y mil veces frases acerca de lo bien que nos iría; mi madre, en silencio, no podía disimular la tristeza que la envolvía al verse forzada a abandonar la casa que construyeron juntos. De a ratos giraba su rostro hacia el asiento trasero y me preguntaba si me sentía bien a lo que respondía que sí sin soltar por un instante el regalo de Killian, intentando dormir, contando a través de la ventanilla, a falta de ovejas, las fugaces arboledas que cruzaban. En el trayecto, sólo nos detuvieron dos veces los oficiales ingleses para controlar nuestros documentos, a lo que mi madre contestaba mencionando su apellido de soltera, que era el de su padre, quien fuera un teniente inglés de buena reputación y eso le evitaba mayores complicaciones. Mi padre, en cambio, debía pasar todo tipo de pruebas, debía explicar el porqué del largo de su cabello, del color de su chaqueta, las razones de nuestro viaje. Buscaban cualquier cosa que pueda servir para encontrar a los responsables de la creciente ola de violencia contra los intereses de la corona. Tras detenernos dos horas en aquel pueblecito seguimos viaje y llegamos de madrugada a Dublín. La ciudad era grande, mucho más grande de lo que yo imaginaba, mucho más grande que Galway, mi mundo. Mi padre conocía las calles pues había trabajado allí de joven. La abuela nos recibió fuera de la casa, frente al jardín, acompañada por una señora muy gorda de tez morena que no hablaba casi inglés, dueña de una sonrisa que recuerdo aún hoy pues nunca nadie volvió a sonreírme así, tan blanco, tan grande. La abuela saludó a mi padre por su apellido, a mi madre y luego me pidió un abrazo, solté las maletas y se lo di; me inundé de ella, y me di cuenta que ahora tenía más arrugas y había empequeñecido. Mientras me abrazaba me hizo bajar la cabeza y me dio un tierno beso en la frente, me preguntó como estaba su polluelo, o sea yo, y le respondí que bien. Luego me contó que la extraña señora, a quien llamó por su nombre, hoy ausente en mi memoria, había preparado para la hora del postre aquel pastel de manzanas que era había sido mi favorito de niño y que, en rigor a la verdad, me había dejado de entusiasmar un par de años atrás al producirme un terrible empacho.
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Almorzamos todos a la misma hora, algo poco habitual ya que mi padre jamás se sentaba en la misma mesa que mi abuelo. Pero él ya no estaba, y no podíamos dejar sola a la abuela. La señora gorda, en cambio, comió en la cocina. El pollo asado estaba exquisito, tenía algo especial, un aroma común a todo lo que mi abuela hacía. Antes de que se sirviera el postre, mi madre y mi abuela intercambiaron opiniones acerca del decorado de la casa, de los espacios inútiles que se habían creado tras morir el abuelo, mientras mi padre me hacia morisquetas imitándolas. A mi abuela no le hacía gracia la representación y le llamó la atención dirigiéndose a él por su apellido, como siempre, y le dijo sin muchas vueltas que era un retrasado. Mamá lo miró y lo llamó cariñosamente por su nombre, reprobándolo con su habitual calidez. Papá se quedó inmóvil pero con una sonrisa cómplice que creo haber heredado de él. Mi padre trabajaría en un aserradero a partir de la semana siguiente, como capataz, algo que era impensable hacía un tiempo. Mamá ayudaría a la abuela y ésta la convenció de que yo recuperara el año escolar perdido con clases particulares en la biblioteca. A la hora del té, reunidos en la glorieta que coronaba aquel jardín posterior, continuaron hablando de política, sobretodo mi padre, tal vez una última exhalación de orgullo antes de aceptar trabajar para un inglés. Papá le explicaba a mamá la historia de las iglesias católicas en Dublín y la abuela interrumpía permanente. Disimuladamente contaba pequeñas hazañas y logros de los británicos en Irlanda, provocando la fácil exasperación de mi padre. Yo, por mi parte, quería estar lejos, y creo que mamá también. Cada vez que me acercaba a ellos, para que me prestaran atención está claro, me ordenaba que me alejara, que vaya lejos a jugar, que aún era muy joven para escuchar de política, en ese momento sentí alivio porque realmente me divertía bastante jugando en el parque, pero también sentía un poco de intriga sobre aquellos temas tan reservados para adultos. ¡Bah!. Lo de siempre, papá estaría intentando ser sutil al expresar su odio medular a los ingleses, que debían irse de Irlanda y que eso pronto sucedería; mamá diría que por la fuerza nada se solucionaría y la abuela, buena aprendiz de su difunto esposo, replicaría con seguridad que los ingleses habían aportado mucho al país, que deberíamos estar todos agradecidos. El parque que alfombraba la parte trasera de la casa era precioso. En él, un par de árboles me suplicaban que los transforme en refugio de mis aventuras imaginarias, cipreses que lloraban desconsoladamente atravesados por el viento, y cuervos, muchos cuervos, fiel mascotas de mis pesadillas. En el centro del parque, dos árboles rojizos, tristes, de largos y flacos brazos, protegían del sol y la lluvia un montículo de tierra fresca, mi lugar favorito, una isla desierta en un mar de jacintos enfermos de melancolía. 28
En aquel, mi lugar, me sentía cómodo, como si hubiera estado allí antes, sentía que aquellos árboles, robustos y serios, me protegían. Tiempo después en la India, alguien me dijo que aquellos instantes en los que sentía previamente haber vivido, eran pequeños lazos a nuestra vida anterior y que esa extraña sensación se presentaba cuando nos encontrábamos exactamente en un lugar visitado en otra vida. Ya sabemos que la verdad es subjetiva, y siempre valoré estas creencias y mitos, especias necesarias de nuestra vida. Aquella sensación tan extraña, la de haber vivido antes una experiencia, se hizo frecuente, y se repitió esporádicamente en diversos momentos de mi vida. Hoy creo, fervientemente, que me ocurre cada vez que me enfrento a lo que alguna vez he soñado o cada vez que cumplía un sueño. Sobre el montículo de tierra, entre las flores, dormía mis siestas. También allí libraban sus batallas mis pequeños guerreros de plomo. En aquel lugar encontraba consuelo, tranquilidad y refugio. Estudiar en la vieja biblioteca era un placer, una lección bien aprendida tenía como premio el poder llevarme uno de los tantos tomos ilustrados a mi refugio descubrir, gracias a sus grabados, lo diferentes que son las personas que viven del otro lado del mundo. Y así nacían mis preguntas. ¿Por qué no teníamos elefantes y ellos sí? ¿Por qué teníamos gatos y ellos también? ¿Que animales teníamos nosotros que ellos no conocieran? Los libros no te explican eso, solo te dicen lo que hay y lo que no hay, y no el porqué. Papá estaba a gusto con su nuevo trabajo, pero volvía muy cansado y no jugaba más conmigo. Yo a veces acompañaba a la señora gorda a hacer las compras en el mercado de Smithfield. Otras veces, si me había portado bien, podía ir solo. Me daban dinero y yo podía quedarme con lo que no gastaba. Así aprendí a buscar los mejores precios y siempre sobraba dinero, recuerdo con cariño aquel pacto secreto con mi abuela, vuelta tras vuelta me daba más dinero y me pedía que compre, cada vez, menos cosas. Los meses pasaron y yo amaba los libros de la biblioteca. Aquellas imaginarias conquistas y quimeras de las tardes con Killian dieron paso a personajes de carne y hueso, lugares precisos, años exactos, héroes con nombres y apellidos. Las razones de las batallas, por desgracia, nunca dejaron de ser ridículas, dinero, poder, tierras y oro. Los queridos dragones se murieron en mi imaginación, aunque jamás debí haberlo permitido, seguro que a mi recordado amigo le hubiera encantado escuchar sobre los viajes de Marco Polo, los sangrientos circos romanos o las aventuras de Aníbal y mis soñados elefantes. Al cabo de un año, el tiempo que le dedicaba al recuerdo de mi amigo se desvanecía tiernamente. La vida y el tiempo tienen mecanismos complicados que velan por nuestra salud mental y borran las heridas, 29
de a poco. Como explicarle a Killian que simplemente comencé a recordarlo menos, y a quererlo más cada vez que lo hacia. Quince años cumplí tres años después. En aquel tiempo estaba ya integrado a la sociedad dublinesa. La abuela ya casi no podía moverse de su mecedora, y su medico se quedaba a almorzar o a cenar con nosotros cada vez con más frecuencia. La señora de la sonrisa blanca un buen día se marchó y no la vi nunca más; también aquellos jacintos de mi refugio, con el paso del tiempo y las estaciones, me abandonaron; Con rumbo incierto partieron un otoño y mi lugar se volvió triste. A esas alturas ya estaba enterado que en aquel lugar estaba enterrado mi abuelo y que, casi sin darnos cuenta, nos hacíamos compañía. Habrá sido aquella situación la que me enseñó a no temerle a la muerte; conviví con ella, con su silencio, su frío, su nada. Me enseñó a comprenderla como algo lógico, previsible e inevitable. Un proceso irreversible que es preferible acompañar a combatir. Comprendí que es inútil temer a lo único seguro que tenemos al nacer. Solo deseo que ella me de el tiempo suficiente para que cumpla algún otro sueño, vivir otra aventura o terminar de leer aquel libro, pero viviendo consciente, cada día, de su afición por las sorpresas. Aquellas tardes, en nuestro lugar secreto, bajo los árboles, mi abuelo me hizo compañía... y yo a él.
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SEGUNDA CARTA DE ISABEL 18 de Mayo, 1946, Leiden (Holanda)
U
na semana ha pasado desde aquella primera carta que te he enviado y seguramente aún no has recibido.
Santiago es ajeno a estos mensajes, aunque nunca hemos guardado secretos entre nosotros. Sabe sí que le escribo a una persona especial, y tarde o temprano, directa o indirectamente, me preguntará por ti; los hombres pueden ser muy complicados y tan simples al mismo tiempo. Él le dedica un par de horas todas las tardes a su colección de recuerdos, y escribe páginas y páginas de anécdotas que espero leer algún día. Mientras tanto, los días se nos escurren de las manos entre paseos, charlas y el tiempo que, de mutuo acuerdo, le dedicamos a nuestros intereses personales, que casualmente pasan por la escritura y la lectura. Joaquín pasa el día en el colegio intentando seguirle el paso a unas lecciones de Química bastante esquivas mientras descubre que sus hormonas pueden enamorarlo de una profesora o de su vecina en tan solo un instante. En cuanto respecta a Luz, mi niña, se encuentra en esa edad, tú sabes. No para de repetir historias que le enseñan sus amigas y de inventarse otras tantas que adjudica a un enano invisible que vive dentro de una maceta de la ventana de su alcoba; Santiago, a quien la imaginación jamás ha abandonado, le sigue el juego animosamente advirtiéndole empero que Sigifredo, el enano en cuestión, le ha dicho que pronto deberá marcharse y que volverá en un par de años, visible y más crecido. También que, mientras tanto, cuando necesite comunicarse con él, toque levemente con su plástica y no por ello menos mágica varita a mamá o a papá y que ellos, nosotros, le guardaríamos el secreto o le daríamos un consejo en nombre suyo. Y ahí anda mi pequeña princesa, repartiendo a diestra y siniestra golpecitos mágicos, confesando cada preocupación, cada deseo y cada pequeño secreto a quien se le acerque, y así Sigifredo, talvez el único que ha salido ganador con esta ocurrencia, se dedica a complicarle la vida a algún otro niño del barrio. “Princesa” es como, con cariño, llamo a mi pequeña, también así me llamaba mi madre y así la llamaba el padre a ella. Mi madre se llama Milagros Orofiel, y supo desenvolverse como cantante, actriz y bailarina por todos los teatros de España y Francia de la mano de mi padre, su representante y mentor. Es la mujer más elegante que he conocido y aún hoy conserva una forma de vestirse y andar que condena y masifica al resto de las mortales en su derredor. 31
Mi padre, Don Martín Lazo, decidió que la trashumancia no era vida para sus tres hijas y, con tanto viaje, son pocos los recuerdos que tengo de los brazos de mi madre comparados con las mil y un aventuras vividas con mis otras dos hermanas y nuestras damas de crianza, en Madrid. Nunca nos hizo falta algo, ni siquiera experimentamos aquella distancia con nuestros padres como triste. Cuando uno es pequeño, disfruta y sufre las pequeñas cosas y no repara en los grandes dilemas. No fue extraño para mí, entonces, que mi madre no diera de mamar a Lucía, la más pequeña de las tres, por no lastimarse el pecho que, irónicamente, le daba de comer en algún cabaret, por la noche. Todo lo que pudimos echar en falta fue inmediatamente reemplazado, con éxito debo decir, por costosos regalos entre los que no faltaron perros, caballos, conejos, muñecas, cientos de ellas, y vestidos de diseño, llegado el momento. Martín, mi padre, era muy cariñoso, siempre se quedaba hasta tarde con nosotras y, a su favor, queda el recuerdo de aquellos ocho meses ininterrumpidos que prefirió quedarse a nuestro lado mientras nuestra madre se encontraba de gira en México. Es muy difícil educar a nuestros hijos viniendo de trasfondos tan diferentes. Con Santiago sabemos que la niñez olvida, pero también arrastra. Es por eso que intentamos compartir el mayor tiempo posible junto a ellos, más que por su bienestar por el nuestro… la niñez de un hijo es efímera, y ¿Qué haríamos el resto de nuestra vida si no pudiéramos recordarlos así? Es difícil también para mí entender el hecho de que, a la edad de quince años, Santiago haya vivido en tantos lugares diferentes contra su voluntad, y que haya sufrido en carne propia la dureza de esta vida. Hasta los quince años nosotras rara vez salíamos de la vieja casona de Madrid. Cada año, en Navidad, visitábamos puntualmente a mis abuelos paternos, que tenían una granja bajo la sombra de las montañas de Cantabria. Nuestro mundo, mentiroso pero feliz, giraba en torno a la casona de la capital, con sus parques y en compañía de quienes siempre pasaban por allí. Espero entiendas que comparto esto contigo de corazón, y al hacerlo te hago parte de mi vida. Fue una infancia feliz la mía, eso no lo dudes. Sé también que la tuya ha tenido huecos imposibles de llenar, pero para eso estoy aquí, para ayudarte y acompañarte. Espero pronto recibir noticias tuyas, que me cuentes como vives, si te has casado o no; tal vez con el tiempo me consideres tu amiga, tu confidente.
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También espero consideres esta carta y las que vendrán, como una varita mágica, para que tu también, distante princesa, encuentres en mí a tu Sigifredo.
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EL SECUESTRO
L
a única forma de vencer el dolor es enfrentándolo. Mucho coraje me demanda el recordar los momentos más crueles de mi juventud. De aquellas tardes tranquilas, tumbado en el parque de mi abuela, en Dublín, al poco tiempo había quedado sólo el recuerdo. En tan solo un mes la violencia, como una tormenta, cubrió el horizonte de nuestras vidas y provocó uno de esos giros inesperados en el destino de todos y cada uno de nosotros que cambian la forma que tenemos de ver la vida. Una tarde gris de julio de mil novecientos catorce, poco antes del fin de semestre escolar, la violencia sin fin, entre republicanos irlandeses e ingleses monárquicos, tomó definitivamente las calles de la ciudad como consecuencia lógica de la lucha por la independencia que se había extendido por toda Irlanda. La peor parte se la llevaban, sin dudas, las familias mixtas, como la nuestra, donde las diferencias ideológicas impregnaban todo y a todos Con quince años cumplidos tenía plena conciencia de lo difícil que era la situación; mi padre discutía día y noche con mi abuela; se trataban con mucho desprecio. En lo personal, tanto mis amigos católicos como protestantes eran irreemplazables, pero al mismo tiempo irreconciliables entre sí. Todo lo bueno que de jóvenes aprendíamos sobre la tolerancia, la paz y el deseo de un futuro mejor se convertía en migajas, noche tras noche, emboscada tras emboscada. Al poco tiempo, cuando ya cada familia tenía un muerto por llorar, no parecía haber otra opción que la guerra civil… y así fue. Mi padre, de raíces católicas y republicanas, era parte de una generación obstinada en una Irlanda en paz y para los irlandeses, así es que luchó hasta el final por sus ideales. Mi abuela y toda la familia de mi madre, en cambio, creían que los ingleses habían traído no sólo el progreso a la isla, sino también la civilización, en una lucha contra la indómita barbarie que, según ella, caracterizaba al irlandés desde los tiempos celtas. Papá, dentro de su reconocida torpeza y testarudez, aceptó ser parte de uno de los tantos grupos políticos que inevitablemente se convertían en fuerzas armadas de choque cada vez que se reunían. Mi pobre madre, entre la espada y la pared, tenía la poco agradable tarea de armonizar todo, la casa, las cenas y la familia. El día en cuestión, el quince de julio, un aviso anónimo advirtió a mi abuela que mi padre estaba en la lista de los más buscados por el ejér34
cito inglés, y que por lo tanto, en cualquier momento irrumpirían en nuestra casa para detenerlo. Tres largas horas esperó mi madre a mi padre para darle la noticia, pero cuando él llegó, ya estaba enterado. Entró a la casa con el rostro desencajado y con su camisa despedazada; abrazó a mi madre y le repitió una y mil veces, sin que comprendiéramos porqué, que lo perdonase, y que él no había matado a nadie. Nunca supimos quién había sido la presunta victima pero debo admitir que aún hoy no le creo. Mi madre lo ayudó a cambiarse de ropa y me hizo armar mi maleta como para irnos de viaje. Cuando mi padre salió de la habitación, llevaba un arma en su cintura y mi madre lloraba desconsoladamente. La abuela le exigió que se tranquilizara pero recibió un “cállate vieja estúpida” por respuesta y ella obedeció. Giró su mirada hacia mí y señalándome con el dedo me dirigió la palabra por última vez en su vida… “Tú a dormir”, me ordenó, “De aquí no se irá nadie”. Fui a acostarme a mi cama, intenté dormir, pero el terror me lo impedía. La casa estaba en silencio aunque sabía que mi abuela estaría en su mecedora, en la habitación, maldiciendo a su yerno; mi madre estaría llorando en la cocina, y mi padre estaría esperando a quien sea que fuere el que vendría a buscarlo para hacerle sentir su desprecio. Quisiera haberme acercado a él y pedirle que no hiciera algo estúpido, pero no me animé. Se escuchó un pesado camión acercarse y, un minuto después, decenas de gritos invadían la casa tras desplomarse la puerta principal. Papá había quedado inmóvil, con su arma en la mano, llorando angustiosamente mientras los soldados lo rodeaban. Mamá corrió a buscarme, buscó en mi cuello la cadena de San José que mi padre me había regalado y la arrojó al parque a través de la ventana. Un hombre con capucha negra entra en mi habitación, la toma a mamá del brazo, la levanta, ella tiembla, se acerca a su cuello y le pasa su horrible nariz como buscando otra justificación a su belleza; otro soldado me mira con asco desde la puerta y me ordena que me levante… tiemblo… lloro. Ese monstruo arrastra a mi madre escaleras abajo hasta la sala donde mi padre se encuentra de pie, desarmado y con una bolsa negra en la cabeza. El también llora. Busco los ojos de mi madre desde lo alto de las escaleras y ella me dice con su dulce mirada que todo estará bien. Ahora vuelve a mirar a mi padre y su pecho se comprime como si le clavaran una daga, implora que lo dejen en paz, que ella es hija de un ex militar inglés. Pero aquel hombre de capucha negra la ignora, con fastidio se acerca a ella y le ordena, llevándose el dedo a la boca, que haga silencio; con el mismo dedo recorre la barbilla de mi madre hasta llegar a sus pechos, mientras arranca con violencia los botones de su 35
camisa busca algo en su cuello, le revisa las manos y no encuentra nada. Se acerca a papá, que respiraba ya con dificultad, y con paciencia examina su cuello hasta encontrar una cadena con la imagen de la Virgen María, la arranca y la arroja al suelo. Suspira profundamente y apunta su mirada hacia mí, me enseña sus ojos y me señala con el dedo, el mismo con el cual hizo callar a mi madre, el mismo con el que lastimó a mi padre; Nunca voy a olvidar tus ojos, pienso, te odio. El se ríe. Sé que te has reído detrás de esa capucha, cabrón. Nunca más volví a ver a mi padre pero ten por seguro que jamás olvidaré tus ojos porque te odio.
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LAS REJAS
M
i madre fue una sombra de si misma durante los días que siguieron al arresto de mi padre. Entraba y salía de la casa, llevaba y traía papeles, documentos; Mantenía largas reuniones e intentaba aprovechar al máximo los pocos contactos que aún mantenía mi abuela intentando lograr la liberación de mi padre. Trató de convencerme de que mi padre estaba detenido injustamente, repitiéndome una y mil veces lo buena persona que era. Mi abuela, en cambio, llevaba tanto dolor por dentro que estoy convencido que hubiera preferido discutir el resto de su vida con mi padre antes que vernos tristes; ella ahogaba su impotencia perdiéndose en largas y dificultosas caminatas por el parque; a veces también lloraba, a diferencia de mi madre, que jamás volvió a derramar una lagrima en mi presencia. La curiosidad fue más fuerte que los consejos maternales y decidí acercarme a los bares que mi padre frecuentaba. Tal vez sus amigos podrían darme noticias sobre como se encontraba él en prisión. Una tarde gris, empapada en la llovizna habitual de Dublín, con mi madre ausente y mi abuela profundamente dormida gracias a su dependencia a los tranquilizantes, fui en búsqueda de las oscuras tabernas de Monahan Road. No fue difícil dar con el bar que frecuentaba mi padre. En la puerta de la taberna un gigante de barba espesa, que olía igual a mi padre, me dejó pasar tras revisar si llevaba armas. Un gordo que limpiaba la barra, al verme, anunció en voz alta que había llegado el hijo del gran Smith, héroe de la resistencia, y otras mentiras más que no recuerdo. Levantaron sus pintas de cerveza y gritaron consignas revolucionarias; vítores a mi malogrado padre Tres borrachos se acercaron y, a duras penas, pero con un fervor típico irlandés, me cantaron la Canción del Soldado que ahora se ha convertido en el himno de Irlanda libre. “In valley green, on towering crag, Our fathers fought before us, And conquered 'neath the same old flag That's proudly floating o'er us. We're children of a fighting race, That never yet has known disgrace, And as we march, the foe to face, We'll chant a soldier's song.” 37
Cuando parecían haber terminado, todos se pusieron de pie y sin bajar sus cervezas repitieron el estribillo una y otra vez. Dos minutos después se despidieron efusivamente y en un más que precario estado, milagro estructural, hicieron frente a ese gran desafío que debía ser volver a sus hogares por sus propios medios. El gordo me sentó a su lado, me preguntó qué sabía de mi padre, le dije que esperaba que él me dijera dónde y como estaba. Me explicó, acariciándome el cabello con sus gigantescas manos, que estaba preso junto a otros líderes rebeldes en Kilmainham, la vieja prisión al sur del río Liffey. También me dijo que pronto intentarían rescatarlo. Me preguntó también qué hacía yo por las tardes, y le contesté que nada; entonces me preguntó si no quería ayudar a sus hombres a rescatar a mi padre…me asusté y no respondí. Para convencerme acercó una pinta de cerveza y no me quitó su mirada inquisidora hasta que me la bebí completamente. Me volvió a preguntar lo mismo y le respondí nuevamente que no sabía. Porque realmente no sabía. Entonces intentó explicarme que mi padre era una de las personas más valientes y comprometidas con la causa que había conocía. Que quería un estado libre para mí y para mis hijos. También me dijo que sabía que yo era igual a mi padre porque tenía sus mismos ojos y que, de ayudarlos, no tenía nada que temer. Que no tendría que lastimar a nadie. Bajé la mirada y por enésima vez le repetí que no sabía. Siguió contándome que su hijo estaba ayudándolo también, que mi participación consistiría en llevar y traer mensajes nada más. Además insistió que mi padre era como Jesús, había arriesgado su vida por sus amigos, por todos nosotros, que algún día toda Irlanda se acordaría de él como un héroe y de mí también. Que Dios estaba de nuestro lado y que no podíamos perder, “Porque… ¿Eres católico no?”, me preguntó y le respondí que sí, miedoso y mentiroso también, tendría que haber dicho. Supongo que todas las guerras son santas, no conozco un solo ejército que no crea que tenga a Dios de su parte. Para finalizar me dijo que lo piense bien, que haría orgulloso a mi padre, que como dijo Napoleón “Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”, y rió para sí mismo, mirando a la mujer también gorda que estaba a su lado, que le festejó la ocurrencia. Luego la tomó del cabello con un cariño calificable como violento y le dio un gracioso beso en la boca. Nunca imaginé a los besos como graciosos pero ese lo fue. Me mintió. Mucho tiempo después me di cuenta que ese gordo me mintió. 38
Volví tarde a la casa esa noche, pensé mucho en el camino de regreso, pero nada claro sacaba de toda aquella experiencia. Pensaba en papá, en mamá, en el gordo y los ojos del encapuchado. A la mañana siguiente, una visita me esperaba en el salón de la casa. Eso era muy extraño ya que jamás había venido alguien a buscarme. Por su tamaño, sin dudas era el hijo de aquel cantinero gordo. Me tomó del brazo y me sacó a la calle. Me dijo simplemente que esté tranquilo, que me llevaría a ver a mi padre. ¿Cómo podía negarme? En el camino me comentó que, en condiciones normales, sería muy difícil ver a mi padre, pero que las familias de los presos harían una marcha hasta la prisión para intentar verlos; que a menudo se acercaban con largos listados de nombres y los gritaban a viva voz para ver si sus familiares se encontraban bien a juzgar por la respuesta que daban desde el interior de las celdas. Nos sentamos frente a la prisión, en el sucio escalón de una casa abandonada. Apenas podía escucharse a los reclusos. Imaginaba a mi padre caminando por el patio o por su celda, pensando en nosotros, deseando estar en casa, con su familia y no allí, rodeado de borrachos. Tomé una piedra de la calle y jugué con ella por un rato, la misma piedra que conservo aquí, a mi lado, mientras escribo esto. En aquel instante, sentado allí me di cuenta que esa piedra era solo un pedazo de nada… pero estaba libre. Mi padre, en cambio, era mi padre… con sus defectos sinfín... pero, estaba allí adentro, triste y solo. Los minutos pasaron; cuando me empezaba a preocupar por volver a casa, escuché disparos y gritos. Del final de la calle aparecieron cientos de personas. Las mujeres portando banderas y carteles que pedían la libertad de los presos y aplaudiendo al ejército revolucionario irlandés. Los hombres, en cambio, se presentaron armados de bastones negros, y con sus cabezas enfundadas con la misma capucha negra que tanto odiaba; empecé a comprender, aquel instante, que eran todos la misma mierda. El ambiente se cargaba de violencia; la manifestación continuó acercándose y mi ocasional compañero corrió a abrazar al encapuchado más gordo, su padre. Al pasar a mi lado el gigante me cogió del brazo y me puso de pie, me despeinó cariñosamente y me dijo que me quede tranquilo, que ese día vería a mi padre. En ese instante las alarmas de la prisión rompieron a llorar y una ráfaga de proyectiles partió de los manifestantes destruyéndola. Tenía miedo, estaba temblando, la marea de gente me arrastró con ella hasta el costado aquel donde el muro era más bajo y estaba coronado por pequeñas ventanas enrejadas. Los mismos gritos de odio y lucha podían escucharse desde dentro. Los presos prendieron fuego todo lo que encontraron y el humo negro, 39
que salía por las ventanillas, hacía temer lo peor. Pronto aparecieron manos y bocas entre las rejas, buscando aire, otra mano o algún beso. Otra multitud golpea la gran puerta de acero que hace de entrada principal. Sobre ella, los manifestantes arrojan botellas de fuego. Un idiota hace un mal cálculo y la botella estalla contra el portal, algunos se queman, otros lo buscan para pegarle, lo alejan, le ponen un par de piedras en sus manos y le piden que se haga cargo de su nuevo rol. Los hombres gritan venganza y liberación, dejan la gigante imagen de la Virgen María a un lado y maldicen contra toda la corona británica. Desde las pequeñas torres de observación los guardias arrojan agua hirviendo para dispersar, algunas señoras caen; una de ellas toma la lista de nombres y los grita a viva voz, la multitud hace silencio esperando saber algo de sus seres queridos. La gente repite uno a uno los nombres hasta que el murmullo es ensordecedor. Pero el caos es dueño y señor. Decenas de papeles son arrojados desde las celdas, hay un desorden desesperante. La gente intenta alcanzar aquellas manos que sobresalen entre las rejas, saltan, no llegan. Alguien logra rozar un par de dedos desesperados por cariño. Se suben unos sobre otros, gritan apellidos y nombres por todos lados, se buscan con el tacto, creen reconocerse, quien sabe. No sabia si intentarlo o no y empiezo a repetir en voz baja el apellido de mi padre… Smith…Smith… Tomé coraje hasta que por fin un grito desgarrado logra vencer mi timidez y lo repito una y mil veces. A través de las rejas no paran de aparecer manos... el agua sigue cayendo pero no quema, no nos importa. Dos carros blindados se acercan por los costados y de el bajan decenas de guardias empuñando bastones y disparando salvas al cielo. La gente se agolpa, caen, se levantan. Yo ensayo mi Smith una vez más. El gordo me ve y me levanta con una mano sobre su cabeza hasta que apoyo mis pies sobre sus hombros, todos corren, todos gritan. Creo que voy a morir de miedo. El gordo me sostiene los tobillos con sus manos y mirando al cielo grita… “Smith, demonios. Sal que te he traído a tu hijo”. Aún me faltan centímetros para llegar a la reja, pego un salto y me cuelgo de ella; una mano del otro lado busca la mía y se aferra a mí ¿Papá? ¿Papá? No soporto mi peso y caigo. Miro hacia arriba y la mano sigue ahí, buscándome. No te alcanzo papá. No te alcanzo. El gordo me toma por el cuello y me hace correr, ya no queda nadie, ya no queda nada. Regresé a casa sucio, con mi chaqueta rota, y los nervios colapsados, me sentía distinto, quisiera saber algún día por qué estos actos salvajes te producen esta sensación de bienestar. Mamá no se enteró de mi experiencia. Aquella noche tuve ganas de reír y de llorar, algún día tal vez encuentre la manera de explicarlo. 40
Sólo espero que haya sido tu mano padre. Sólo espero que haya sido tu mano. Como si ahora importara. Sé que hubieras querido que estuviese allí, a tu lado, aquel día.
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TERCERA CARTA DE ISABEL 25 de Mayo, 1946, Leiden (Holanda)
O
tros tantos días han pasado y no he de mentirte, todo sigue igual. Nuestro amigo Jaap, aquel de la central de correos, me ha dicho que las cartas deberían llegar en una semana a España, así es que doy por hecho que has recibido ya la primera. Admito que estoy ansiosa por saber de ti, lo poco que sé me angustia, apenas un nombre y tu antigua dirección. Espero que aún vivas allí, en casa de tu madre. Santiago se ha mostrado interesado por saber quien eres, como lo había previsto. Pero su interés es anecdótico, ni siquiera lo suficiente para darle un poco de celos. Cuando le dije que eras una persona especial que vivía en España me regaló su mejor sonrisa y anexó un saludo que aprovecho a transmitirte. Bien podrías ser un ex novio de la infancia como una amiga de toda la vida, él divide a las personas en las que confía y en las que no. Por estar en ese primer grupo puedo darme éste y otros lujos, antes negados, como el de poder tener una vida propia aparte de la que compartimos gustosamente. Anoche, después de cenar, nos sentamos a tomar el té junto a nuestro vecino más próximo, el viejo señor Vincent. Creo haberte mencionado algo sobre él, pero como no lo recuerdo, permíteme contarte que no hemos podido tener mayor fortuna al contar con su compañía. Es muy amable con Luz y Joaquín. Malacostumbra a la niña escondiendo dulces por toda la casa en cada visita. Joaquín le tiene mucho aprecio y aún hoy hace compañía a Vincent cada vez que este se siente mal o necesita que alguien lo acompañe al pueblo. La velada se extendió hasta muy tarde. Vincent nos contó acerca de su familia, como tantas veces lo había hecho. Sólo queda él de tantos personajes que ilustraron su vida y es por eso que escuchamos con cariño una y otra vez sus historias. Después Santiago recordó a su padre, lo cual fue una sorpresa, hace mucho tiempo que no lo hacía, el tema lo angustiaba. Ayer fue diferente, habló sobre su padre con orgullo, hasta se permitió una que otra broma al recordar lo diferente que se sentía de él cuando estaba a su lado y como, de a poco, se ha transformado en una extensión de aquel hombre. Llegado el momento me tocó contar algo sobre mi padre. Reconozco que me daba un poco de vergüenza contar una historia tan simple, tan alejada de gestas heroicas como las del padre de Santiago, y tan lejanas a los viajes transoceánicos de la familia de nuestro querido vecino holandés y su familia. Pero de a poco me di cuenta que absortos escuchaban el como mi padre creó su empresa teatral a partir de la nada; como 42
conoció a mi madre y como transformó aquella mujer en una estrella. Mi padre había sido actor de joven y, hasta que conoció a mi madre, debió convertirse en personaje de sus propias producciones y así había interpretado a Marco Polo, a Julio Cesar y hasta había sido invitado a presentar una obra en el mismísimo Titanic, ofrecimiento que rechazó más que oportunamente por diferencias contractuales, afortunadamente. Tal vez el momento que guardo con más cariño de aquellos compartidos a su lado es el de un viaje a Londres, junto a mis hermanas y a mi madre. Fue en otoño de mil novecientos diez y yo tenía alrededor de siete años. La compañía de mi padre pasaba por su mejor momento; tenía tres producciones recorriendo las provincias de España y estaba a punto de firmar un contrato en Inglaterra por lo que no tuvo mejor idea que llevarnos a todas a Londres. Aquella ciudad era muy diferente a Madrid. Había centenares de automóviles en sus calles y muy pocos carruajes de caballos. No estábamos acostumbradas a tanto despliegue de luminarias y tecnología así es que disfrutamos particularmente de cada esquina. Nuestra madre lucía sus vestidos con tal elegancia que los productores, al verla, no dudaron ni un instante en firmar el contrato, convirtiendo a mi padre en el hombre más feliz del mundo, mucho más aún sabiéndose tan afortunado al estar cerca de mi madre, en lo sentimental y económico. Recuerdo también que visitamos los fríos lagos de Escocia, pueblos ingleses cuyas casas parecían estar construidas con bloques de piedra unidos por bellas hiedras color cobre, y visitamos las empedradas playas del sur. De Irlanda, convulsionada y en guerra, sabíamos muy poco, solo escuché una vez a mi padre refiriéndose a los irlandeses como gente holgazana y vasta, pues nunca estuvieron interesados en las obras de teatro que él producía. Tomo entonces su opinión como muy condicionada y parcial. Siento ser tan pesada con estas historias pero, al contarte esto, ejerzo mi vocación frustrada de reportera por primera vez en mi vida. Mi madre prefirió verme estudiar danzas clásicas, interpretación y canto; Quería que sea como ella, muy a mi pesar. Insistía que debía educarme en las mejores escuelas, de este modo podría conocer algún día un noble que me desposase y agregar así un titulo nobiliario a nuestra familia. “Si eres periodista ningún príncipe se fijará en ti” decía. Le fue sumamente difícil aceptar que viniera a Holanda con Santiago, un irlandés sin mayor pasado que el que él mismo había construido. Pero difícilmente podría haberme reprochado algo después de haber abandonado a mi padre al enamorarse de un empresario mexicano y no preguntar por nosotras durante los cinco años que duró aquella aventura. 43
Anoche enfrentamos nuestros fantasmas y miedos, así pudimos descansar como hace tiempo no lo hacíamos.
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LÁGRIMAS DE MADRE
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l frío, la oscuridad y la tensión reinaron aquel fin de año en las calles de una ciudad lastimada. Dublín estaba dividida, y noche tras noche las diferencias se agigantaban; como en toda guerra, la barbarie no discriminaba entre civiles y militares, ancianos o niños. El indulto y liberación de un centenar de militantes, con motivo de las fiestas de fin de año, provocó que la lucha de mi madre cobrara aún más fuerza. Pero aquella remota posibilidad parecía no tener en cuenta a mi padre. Aquel gesto de buena voluntad estaba destinado a inocentes padres de familia o altos dirigentes, pero mi padre no pertenecía a ninguno de esos bandos. Poco sabía él de política como para ser considerado dirigente, y tampoco era tan inofensivo como para que lo dejen en libertad. No regresaría a casa aquella nochebuena ni ninguna otra. Mi madre consideraba que la última carta que podía jugar era la de utilizar su apellido y la excelente hoja de servicios de mi abuelo como militar inglés para lograr un favor, sumándole a ello la promesa de que abandonaríamos Irlanda para bien. El quince de octubre, luego de muchas llamadas, logró una cita con el General Barnes, responsable de la captura y detención de la mayoría de los reclusos de Kilmainham. Yo iría con ella, después de todo aparentaba más edad y de alguna forma mi madre se sentiría más segura en mi compañía. Por la mañana, mientras nos dirigíamos al cuartel, mi madre hizo prometerle que no haría ninguna tontería, ni le faltaría el respeto a los oficiales. El tamaño del edificio era imponente, habían transformado aquel viejo museo en un cuartel del ejército. El más puro arte había sido remplazado irónicamente por símbolos monárquicos, banderas y galerías de armas. Tres controles debimos pasar hasta ser recibidos por un joven oficial que nos pidió que lo siguiéramos hasta las oficinas del General Barnes. Los corredores se hacían interminables, a diestra y siniestra grupos de soldados escapaban a la soledad bebiendo y fumando copiosamente, reían, gritaban. Finalmente guardaron un instante de silencio al paso de mi madre para luego ofenderla con toda suerte de frases irrespetuosas e indignantes a lo que ella respondió elevando el mentón y demostrándoles lo digna y educada que era. Al final del pasillo, nos esperaba un modesto y pequeño jardín, que conservaba algunas flores a pesar del frío. Un par de guardias custodiaban cada una de las cinco puertas que daban al parque. Nuestro guía 45
nos indicó que esperáramos sentados en un banco a que nos llamaran y eso hicimos. Diez minutos después, ingresábamos a una gran oficina gris y tomábamos asiento frente a un enorme escritorio de madera que lucía el nombre y rango del señor Barnes grabado en una lámina de metal. El corpulento general hizo una entrada casi triunfal escoltado por dos guardias de apariencia tan insignificante que realzaban aun más el tamaño de aquel hombre. Sin siquiera dirigirnos una mirada tomó asiento y le preguntó al guardia que se encontraba a su derecha quienes éramos nosotros. Mi madre intentó responderle presentándose, a lo que él la hizo callar diciéndole que no le preguntó nada a ella. Al escuchar nuestros apellidos y a qué veníamos cambió de actitud. Levantó un poco más su gorra para echarle un vistazo a mi madre y agregó que hubiera sido difícil no reconocer a la bella esposa de Smith. Y ahí estaba su sonrisa, allí estaban aquellos ojos, esa mirada. Aquel hombre que me visitaba cada noche, dueño de todas mis pesadillas. Mi madre palideció al reconocer su voz, y sus ojos. El cerdo me clavo su mirada, “A ti te conozco” afirmó, pero ella salió en mi defensa diciendo que eso era imposible. El reaccionó callándola nuevamente. A veces me pregunto si debí haber contestado otra cosa en aquel momento, pero hice caso a lo que mi corazón pedía y con el mayor asco le dije que claro que nos conocíamos, que era él quién se había llevado a mi padre. Barnes hizo una pausa, se quitó la gorra y le solicitó a los guardias que me acompañen al jardín, que él se encargaría del asunto y que no dejaran pasar a nadie. El soldado de la izquierda me tomó del cuello y, sin soltarme, me arrastró hacia fuera mientras el otro me golpeaba en la espalda con la culata de su rifle. La última imagen que me llevé de aquella oficina fue la de mi madre aferrándose a su silla mientras me observaba llorosa y a ese hijo de puta poniéndose de pie y acercándose a ella. Me senté en el banco más cercano, luchando con mis demonios acerca de que debía haber hecho. Preguntándome si me había equivocado, si debía entrar a buscarla aunque daba por hecho que me matarían en el intento. Unos minutos pasaron y de otra puerta salió un niño un poco más joven que yo, de unos doce o trece años. Botó un par de veces un balón, que parecía nuevo, ante el comentario alentador de los guardias. Mientras lo hacía me analizaba con sus ojos. Es la misma mirada que tienen todos los niños cuando quieren llamar la atención, cuando quieren compartir algo suyo a cambio de amistad. Para qué negar que el balón me tentaba y en aquellos instantes olvidé que mi madre seguía encerrada en aquella oficina. El niño finalmente se acercó a mí. Se sentó a mi lado ofreciéndome su sonrisa, extendió su mano y se presentó como Johnny O’Hara. Le 46
respondí que mi nombre era James Smith. El niño era rubio y bastante pecoso, puso cara de esfuerzo intentando memorizar mi nombre y volvió a sonreír; “¿También vienes a buscar a tu padre?” me preguntó, a lo que respondí “Algo así”. Un hombre uniformado se acercó por detrás y apoyando su mano sobre el hombro del niño le mencionó que se hacía tarde, que debía irse ya a casa. Mi fugaz amigo se encogió de hombros, volvió a regalarme una sonrisa y se despidió diciéndome que seguramente pronto nos veríamos por ahí a lo que asentí. Botando la pelota se fue, acompañado por su padre, que era un pelado con cara de buena gente. Mi abuela me enseñó la incierta ciencia de ser fisonomista, de juzgar a las personas por su aspecto, por sus ojos, por su boca; esto también me ha dado un par de disgustos, he de admitir, pero con el tiempo se agregan otros parámetros imposibles de describir, y la práctica me ha demostrado que a veces las actitudes de una persona reflejan su personalidad, está claro que siempre y cuando actúen como piensan. Inmerso en estos pensamientos quedé un instante hasta que la realidad volvió a alcanzarme, recordé a mi madre encerrada tras esa puerta, tan celosamente custodiada por un soldado con casco de sopera. Finalmente, poco después que las campanas de Christchurch volvieron a espantar el puñado de palomas que frecuentaban el jardín, la puerta de la oficina se abrió y de ella salió lentamente mi madre, con el cabello desordenado y su mirada clavada en el piso. El guardia que estaba en la puerta la empujó hacia fuera y le gritó que se apresurara. Mi madre, sin mirarme a los ojos, extendió su mano para que yo la tome; estaba helada. No quise preguntarle nada hasta que me mirase… pero no lo hizo. Mientras se aferraba con ambas manos a mi brazo derecho, besó mi frente y me dijo que estaría todo bien. Aquella bestia luego se asomó por la puerta de la oficina y, a nuestras espaldas, gritó que no quería volver a vernos por allí, “Ni a ti, niño, ni a la golfa de tu madre” agregó. Giré para responderle pero ya no estaba. Los guardias seguían empujándonos hacia la calle. En aquel momento no te lo dije madre, pero puedes quedarte tranquila que lo he escuchado todo. Una vez en la calle mi madre no pudo contener el llanto y me volvió a repetir que estaba todo bien, que harían lo posible para que mi padre saliera pronto y que lloraba porque lo echaba de menos, nada más. Al volver a casa se encerró bajo llave en su habitación hasta la mañana siguiente; desde mi alcoba escuchaba su llanto, esa noche, escuchándola, aprendí la diferencia entre el llanto egoísta, de bronca y el llanto desgarrado que nace en las entrañas. Tú, en cambio, aprovecha esta noche, descansa bien, mañana pagarás por todo esto, por mi padre, por mi madre, por mi infancia y la inocencia que estas a punto de hacerme perder. 47
INOCENCIA PERDIDA
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on quince años puedes ser un niño grande o un adulto chico, todo depende de cuanto te afecte la realidad y como reacciones ante ella. Yo era un niño de quince años, que pensaba que la realidad se adaptaba a mis necesidades, y que aún se podían cambiar destinos con una buena idea. No hay nada que un soñador no puede lograr. Quisiera que todo esto justifique, de alguna forma, lo que ocurrió aquella mañana. ¿Por que razón reaccioné en la forma que lo hice? Tal vez fue la impotencia de ver sufrir a mi madre o la sensación de que ella me mentía y que no era cierto que todo estaba bien. Es probable que me cegara el convencimiento de no volver a ver a mi padre o simplemente era odio, aquel odio que me estaba prohibido desde el día en que nací, el que destruye, aquel que todas las iglesias quieren erradicar, ese odio que los poetas confunden con una variante del amor. No señores, aquello que sentía era odio, del verdadero, del de los malos pensamientos, del que es humano, inherente al comportamiento animal, aquel que todos sabemos que realmente existe y que es parte de todos y cada uno de nosotros...del odio que mata. El odio no da tanta satisfacción como la venganza. Así es como aquel odio, resentimiento, o como quiera llamarse, me llevó a tomar prestado de la biblioteca una de las armas que habían pertenecido a mi abuelo, la más bella, un revolver Schofield de Smith & Wesson, que tenía impreso el año 1878 en el caño. Recuerdo cada detalle de aquel revolver pues era el que utilizaban los cowboys americanos y significaba mucho para mi abuelo. También tomé la cartuchera con los proyectiles que la acompañaban, eran siete, los conté. Intento relatar todos estos sucesos tal y como sucedieron, pero es difícil transmitir, sin la experiencia literaria debida, todo lo que se me cruzó por la cabeza aquella mañana. Tiene mucho de morboso el poder que da un arma cargada, la personalidad o el carácter de una persona no es más que la sumatoria de como nos han afectado todas las experiencias traumáticas de la vida, el amor, el sexo, la muerte. Mi carácter, mi personalidad, estaba cimentada en mis sueños y en las historias que me han contado. En historias épicas de héroes que vengaban las injusticias empuñando un arma, un arco y una flecha o cualquier objeto contundente; Pues es así como me sentía, como un superhéroe. También había otra sensación. Algo que no permitía que por más esfuerzos que hiciera pudiera imaginar un buen final para aquel plan. Aunque también estaba convencido que si no hubiera hecho nada, hubiera sido imposible mirar a la cara a mi madre. 48
Todo podía salir mal, es más, lo había planeado todo mal. Me quedaría de guardia hasta tarde en alguna esquina cercana al cuartel y esperaría la salida de Barnes. Sea la hora que sea lo seguiría hasta su casa, no podía vivir muy lejos, ningún lugar era lejos en Dublín. Le dispararía, lo mataría y escaparía...tan rápido como me permitan las piernas. Ese era mi plan. Mi estúpido plan. En un rincón oscuro de un bar cercano a la calle Grafton cargué el arma. Era muy pesada. No había tenido nunca un revolver en mis manos pero el primer proyectil entró suavemente, el segundo también, pero los nervios me traicionaron y no pude colocar ninguno más. Opté por dejarlo así y abandonar el lugar lo antes posible. Esperé sentado a una distancia prudente del cuartel al menos dos horas. Cambié de posición y me senté a esperar, en otra esquina por hora y media más. Muerto de miedo, tomando coraje y acobardándome cada instante. A las siete y media, la mayor parte de los oficiales se habían retirado, inclusive el padre de aquel niño rubio. ¿Cómo se llamaba? John, claro. Pasó frente a mí y pareció reconocerme ya que me guiñó un ojo, aunque estaba tan nervioso que difícilmente podía asegurarlo. A las ocho y cuarto, Barnes se saludó con el oficial de guardia que custodiaba la puerta y se encaminó en sentido contrario al que yo me encontraba. Lo seguí a mucha distancia, estaba seguro que me reconocería inmediatamente si me viera como lo hizo el padre de Johnny. Mientras caminaba, saludó a muchas personas, se detuvo en un mercadillo, compró huevos y se fumó un habano. Cruzó el canal sur del rió Liffey hacia la zona que hoy es Portobello Market, y finalmente se detuvo frente a una de las casonas que dan al canal. Ya estaba bastante oscuro y me había acercado tanto a sus espaldas que ya no había marcha atrás. Aquel, sin dudas, sería el momento. Barnes se detuvo frente a la casa y quedo inmóvil, yo estaba detrás de él a un par de metros. Por unos instantes tuve la sensación que giraría y me vería. Buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y aterrorizado hubiera jurado haber visto que sacó un arma. Tomé el revolver con las dos manos, apuntando sin mucha pericia, y sin pensarlo dos veces jalé del gatillo… nada sucedió, sólo se escuchó un clic tan imperceptible que fue escandaloso en la silenciosa noche. Barnes giró y me miró a los ojos, estaba sólo a un metro de distancia. Intentó sacar ahora si su revolver y lo siguiente que recuerdo es una gran explosión, sentí tanto dolor y ardor en la manos que mi arma cayó y pensé que me había herido… pero era el quien estaba en el piso, sangrando. Me arrastré hasta un árbol cercano y me escondí como pude, sudaba mucho, también temblaba y, mis brazos hacían cualquier cosa menos obedecerme. “¡Dios que se muera, o matará a toda mi familia!”, pensé. Desde allí pude ver como aún se movía. En unos instantes un grupo de soldados lo rodearon intentando reanimarlo. 49
Entre tanto tumulto ninguna persona se había percatado de mi presencia hasta que alguien tomó mi brazo derecho y me alzó con mucha fuerza hasta ponerme de pie. Era el padre de John, aquel oficial pelado. Me tomó fuerte del mentón obligándome a mirarlo a los ojos y me dijo “Quédate quieto chico, tranquilízate, haz lo que yo digo. Sígueme y no te pasará nada”. Pensé que el miedo me paralizaría pero mis pies lo siguieron sin pensarlo. ¿Será aquella la resignación de un condenado a muerte frente a un pelotón de fusilamiento? Lo seguí hasta una calle lateral, donde esperaba un automóvil con el motor encendido. Abrió la puerta trasera y me arrojó dentro. El conductor trabó mi puerta y el pelado se subió a su lado. Apenas el automóvil se puso en marcha giró hacia mí y me dijo “Tanto tú, como tu familia, estáis muertos si seguís un solo día más aquí. Es más, os mataría ahora mismo y lograría un ascenso. Pero ahora lo harán de todas formas. Has matado un General del Ejército. Si aún estás vivo es porque me he enterado lo que le ha hecho a tu madre, y sabe Dios que se lo merecía esa escoria. Hoy, cuando vi tu mirada, supe que harías algo extraño.” El vehículo se puso en movimiento y no pude abrir la boca en todo el camino. Llegamos a casa y me bajó del coche con la misma violencia que con la que me había metido. Llamó a la puerta y poco faltó para que mi madre se desmayase al verme con un oficial inglés. Sin saludarla, ni presentarse, le contó lo que yo había hecho y le explicó que a partir de la mañana siguiente sería él quien estaría a cargo de las detenciones en Dublín. “Daré la orden de captura a primera hora de la mañana, ese es el tiempo que tenéis para iros de aquí. A tu marido no le pasará nada, ahora es más valioso vivo que muerto, aunque dudo que lo volváis a ver. Yo me encargaré personalmente de que así sea”. Mamá no tuvo tiempo de comprender lo que había sucedido. Aquel hombre le entregó el revolver que yo había utilizado y dirigiéndose por última vez a ella le dijo “El revolver dejadlo en la cocina, en cualquier parte, me hará las cosas más simples cuando venga a buscarlo. Tiene usted un hijo muy valiente, pero no dude es el niño más estúpido que he conocido. Hoy a perdido a su padre, y yo mismo me aseguraré que su padre piense que también lo ha perdido”. Apenas finalizó la frase, se marchó. Ella quedo inmóvil, observando aquel coche negro perderse en la noche. Pasó un tiempo, una eternidad, colocó sus manos sobre mis hombros y me acercó a ella; me abrazó contra su pecho como nunca antes lo había hecho. Creo que pasó mucho tiempo hasta que comprendimos la gravedad de lo que había ocurrido. Quedó abrazándome y acariciando mi cabello, en silencio. Mi abuela se acercó y nos regresó a la realidad “Será mejor que os deis prisa, podéis ir a Waterford, por la carretera sur. Debéis iros a casa de tu hermana. En dos o tres días saldrá un 50
barco. No importa dónde pero váyanse de esta isla, ya no hay tiempo para llorar. Yo estaré bien aquí”. Nos dijo. En una hora estábamos sobre el automóvil. Nos despedimos de la abuela y mamá condujo el coche hasta salir de Dublín. No hubo inconvenientes para pasar los controles y en pocos minutos estábamos camino a Waterford, al sur de la isla. Mamá no habló mucho, solo intentó tranquilizarme y me pidió por favor que no intentara más ninguna locura. Que no piense más en lo ocurrido y que debíamos seguir hasta el final sin separarnos, que ahora debíamos cuidar el uno del otro. Nunca me lo has dicho, pero sé que te decepcioné aquel día, es más, creo que nunca podré remediar el daño que he hecho. Espero que alguna vez me perdones, madre. Tal vez haya sido aquel el día más largo y triste de mi vida. Fue el día que perdí a mi padre, el día que perdí mi infancia... y el día que perdí mi inocencia.
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CUARTA CARTA DE ISABEL 8 de Junio, 1946, Leiden (Holanda)
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spero que te encuentres bien. Quiero que sepas que entiendo perfectamente si decides no responder, ya has sufrido bastante. El contarte nuestra historia es un riesgo que asumiré. Tal vez un día, quizás después del verano, te des cuenta que también eres parte de esta historia. Trabajo arduo es el que tiene el verano aquí en Holanda. Lentamente el frío hace lugar a la calidez, a los ciclistas, a los jardines y el cantar de los zorzales, que amenizan las mañanas a pesar de la siempre sobreactuada protesta de los niños que quieren prolongar eternamente su sueño. Por la noche es necesario un abrigo, aunque ya no el hogar; entonces Santiago, como los últimos años, se desplazará hasta el pueblo, acompañado por Joaquín, a buscar leña para el próximo invierno. Seguramente se entretendrán padre e hijo por el camino y retornarán horas después sin leños y con un par de cervezas encima rescatadas de algún Bruine kroegen. La excusa utilizada es siempre la misma, no había leña, tendrán que regresar en una semana. Hace un tiempo que dejaron su imaginación para otros menesteres ya que a Joaquín le resulta muy difícil defender una mentira cuando tiene hambre; las madres, esta claro, conocen mejor a sus hijos. Joaquín puede confesarme la peor de sus travesuras a cambio de un buen plato de arenques en salmuera, comúnmente llamados aquí haring. Santiago, en cambio, es capaz de resistir la tentación hasta el primer bocado de paella. Esta claro que son más difíciles de conseguir los ingredientes para la paella que los arenques, así es que es más trabajoso seguirle la pista a mi esposo. Seguramente tú lo tienes más fácil allí en España, donde el sol y la buena mesa son moneda corriente. Tenemos prohibido hablar aquí del clima y la comida. Reconozco que resulta difícil de comprender pero tenemos la opinión de que todo se balancea en la vida, como el Yin y el Yan; hemos sacrificado muchas cosas cuando dejamos atrás España, pero hemos ganado otras. El paisaje aquí es increíble, espero puedas conocerlo pronto. La gente es muy amable y muy tranquila. No son pocas las horas del día en que solo pueden oírse las aves, o tan solo el viento. Un domingo cualquiera, antes de almorzar, es habitual que Santiago rompa el silencio insistiendo con Albinoni y su concierto para oboe. Luz intentará por enésima vez no ensuciarse preparando una tarta de fresas 52
para sorprender a su hermano, que a su vez estará en el jardín de nuestro vecino Vincent intentando convencer al torpe labrador del viejo a cazar ratones. El domingo es el día que descanso, pero como Santiago es quien cocina no me queda otra que limpiar las paredes y muebles de la casa, victimas inocentes de la afición gastronómica de la pequeña Luz, que otra vez habrá fracasado en su intento de agasajar a su hermano con un postre y habrá escondido los restos de la mentada tarta bajo su cama, tras las cortinas o en su casa de muñecas, para que se la coma Sigifredo. El duende, por su inexistencia o por sentido común no se comerá los restos de tarta y me veré obligada a limpiar el desastre con el mayor de los cuidados sin olvidarme de dejar una diminuta nota de agradecimiento en nombre del malogrado y poco visible enano. Una nota que, a la vez, inste, suplique a la pequeña que no continúe cocinando tartas de fresas. Intento educar a mis hijos en libertad y para ello cuento con el beneplácito de Santiago. Mi padre procuró ofrecernos esa libertad, pero su amor era enfermizo y no tenía otro lugar donde canalizar tanto cariño en ausencia de mi madre. Aunque sus hijas éramos adolescentes y teníamos plena conciencia que mi madre se había ido con aquel mexicano por razones que le parecían suficientes, mi padre no permitió jamás que se hablara con ironía o con desprecio de aquella mujer. Las fotos de mi madre engalanaban la casa y le hacían compañía. La empresa de mi padre decayó con la pérdida de "su joya". Las obras de teatro perdieron público, y mi padre perdió el interés en sacarlas adelante. Poco tiempo después se vio obligado a vender la vieja casa de Madrid y nos mudamos a vivir en el campo, con nuestros abuelos, en Cantabria. Por primera vez en dieciséis años debimos compartir habitación las tres hermanas. Nuestros caros vestidos no tenían utilidad alguna en la huerta y mucho menos en la granja. Debimos aprender a limpiar nuestra casa y ensuciar la de los cerdos. Aprendimos a ordeñar y algo tan simple como la procedencia de la leche dejó de ser un misterio oculto para formar parte de lo cotidiano. Mi padre adoptó aquella nueva vida mucho mejor que nosotras y, sin abandonar aquella expresión de tristeza que le había obsequiado mi madre, intentó hacer de ese nuevo mundo un lugar divertido para nosotras. En aquel invierno nos enamoramos las tres del mismo chico. Dos de nosotras, las dos menores, tuvimos nuestro primer fracaso amoroso mientras la otra cambiaba de sonrisa. Pasarían dos años más hasta descubrir en que consistía eso del amor que convertía todo lo que tocaba en bello; faltarían dos años más para entender qué diablos quería mi cuerpo y que aquellas sensaciones 53
podían arrastrarme, con ellas, lejos de mi familia, de mi padre y de todo lo que hasta ese momento constituía mi vida.
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ALICANTE
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a última imagen que me llevé de Dublín fue triste, no solo porque ahora nos habíamos convertido en prófugos, sino también porque al mirar hacia atrás, mientras sus calles y edificios se empequeñecían, pude observar como aquella querida ciudad estaba en ruinas; las calles húmedas, la gente discutiendo entre sí, y el fuego, mucho fuego. Demasiadas caras sucias que, al ver nuestro coche pasar, sonreían y saludaban como si fueran ellos los que podrían optar a otra vida mejor sumergiendo todo aquello en el olvido. Pero éramos nosotros los que tomábamos el camino hacia el sur, aunque la dirección sea anecdótica ya que, sea donde sea que vayamos, éramos ya los restos de quienes habíamos sido en otro lugar, y así será siempre, nuestros cuerpos están cubiertos de llagas invisibles de quienes nos han lastimado, cubiertos de besos imperceptibles de quienes nos han amado y, sin destino ni futuro, en esta vida somos, aunque nos neguemos a aceptarlo, hojas secas a merced del viento. El tiempo no cura las heridas, las esconde. Una coraza formada de orgullo, por parte de mi madre, y de vergüenza, por parte mía, logró que, por un tiempo, los hechos que se habían desencadenado cayeran en un mentiroso pero necesario olvido. ¡Que fuerzas! ¡Que coraje tuvo esa mujer! No dudo que aquella mujer era más dura que mi padre, esta claro, en esta vida te enteras que tu padre es tu padre porque te lo dice tu madre. La hermana solterona de mi madre nos recibió en el portal de su cabaña en Waterford. Llevaba horas esperándonos después de escuchar en la radio nuestros nombres. Nuestras cabezas ya tenían precio. "Mañana mismo partiréis rumbo a España", nos dijo. Esa misma noche, después de cenar, y ante la sorpresa de mi madre, nos explicó que uno de aquellos amigos ocasionales, que hicieron tristemente célebre su reputación en aquellas vecindades, era capitán de un carguero español. No habría problemas de pasaportes ya que, otro amigo de ella, un militar español, era quién estaba a cargo del registro de personas en el puerto de destino en Alicante. La radio repitió nuestra descripción física e instó a la población civil a localizar a los asesinos de un general inglés, buen esposo y padre de tres niños. Al escuchar acerca de la muerte del general, una extraña sensación me recorrió el cuerpo. Lo que más me aterraba era sentirlo. ¿Acaso aquel escalofrío significaba que algo dentro de mi lloraba la muerte de mi infancia? O, ¿Es aquella la sensación que embarga a los asesinos 55
cuando toman conciencia de que han quitado una vida y destruido una familia? La radio nos contó, de una forma muy particular, que esa sería la última noche que dormiría en mi tierra, en la isla de Irlanda. A las diez de la mañana del dieciocho de octubre, partió aquel barco llamado "La Verónica" del puerto de Waterford. Un barco de cargas que transportaba patatas y automóviles con destino a Portugal, y posteriormente a la costa sur de España. El camarote era muy pequeño para albergar a las dos familias que nos acompañaban en él. El viaje no sería largo y a mi madre no se le ocurrió mejor cosa que llevarme a recorrer el barco, la sala de cargas, la cubierta, las calderas, "el mismismo infierno" como le llamaba un hombre de un color de piel absolutamente nuevo para mí. Al amanecer arribamos a Lisboa, en Portugal. Tras cargar y descargar sus almacenes el barco siguió su rumbo aún con mayor número de pasajeros; turistas, empresarios y hasta soldados ingleses, destinados al peñón de Gibraltar, otro de esos lugares que se creen parte de este imperio y se niegan a reconocer que jamás serán considerados como uno más en Londres. Entrada la noche llegamos a Alicante; tras soportar una larga fila de maletas y personas logramos reconocer a Tomás Ross, un amigo de mi tía del cual teníamos las mejores referencias y una fotografía de cuando tenía veinte años. El tío Tom, como lo recuerdo con cariño, aún conservaba aquel bigote tan gracioso, que habrá sido tan distintivo en su juventud como ineficaz a la hora de cortejar señoritas. Él mismo tomó la lapicera del oficial a cargo de los registros y firmó un par de documentos que nos acreditaba como ciudadanos españoles. Santiago fue el nombre español que me asignó por significar James en ese idioma. Él mismo había sacrificado aquel también apostólico Thomas por un simple y eficaz Tomás que le hacía la vida más sencilla según su opinión. El viejo Tom era un militar retirado, de padres ingleses había nacido español, y gracias a su conocimiento de lenguas y costumbres, ya había servido tanto al ejército español como a la corona británica. Muy poco sucedió después. Nos mudamos a una humilde pero confortable habitación en el fondo de su casa por un par de semanas hasta que mi madre comenzó a ganar dinero en su nuevo trabajo, como costurera, mientras yo intentaba aprender y hacerme entender en esa lengua nueva y tan complicada. Los niños del barrio me observaban extrañados hasta que de a poco aprendí las palabras necesarias para sobrevivir. Poco tiempo después aún no podía pedir una barra de pan pero podía insultarlos hasta ponerlos colorados de vergüenza. Mi madre alquiló una habitación donde teníamos todo lo necesario para subsistir y donde no incomodábamos al entrañable tío Tom. Eso sí, 56
almorzábamos y cenábamos con él, que no tenía otra familia y nos cuidaba como si fuéramos sus hijos. No pude comenzar las clases como cualquier chaval español aquel año, la gran variedad de palabrotas no hacían buena combinación con una pobrísima conjugación de verbos. Y, siendo realistas, nadie aún me entendía. El tío Tom me ofreció matricularme en un Instituto Militar Inglés donde mi inglés sería valorado y aprendería un oficio. Si aceptaba su ofrecimiento, en tres o cuatro años podría estar trabajando como oficial en el puerto, o licenciarme en Leyes, Ética o Filosofía. Podría ser enviado al África o a cualquier país remoto del mundo a conocer, en persona, los lugares y habitantes de mis sueños. Costaría un tiempo más convencer a mi madre, pues le parecía irónico que la corona británica me ofrezca un sueldo y una formación para convertirme en oficial al servicio de la armada real. Mi entusiasmo por aprender un oficio y ganar dinero, haciendo lo que siempre había soñado, viajar, derrotaba cualquier esfuerzo de mi madre por hacerme entender que de cierta forma estaría sirviendo a quienes destrozaron mi familia. Pero por otra parte, nos darían dinero y no tendríamos que seguir viviendo en tanta pobreza, además, el tío insistía que el ejercito inglés jamás me buscaría entre los oficiales de su propia bandera. No hay lugar más seguro para esconderse de un zorro hambriento que en su propia cueva, decía.
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MABEL
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licante era el lugar perfecto para vivir. Más de seis meses habían pasado desde nuestra partida y el verano se acercaba. Los colores estaban de fiesta en aquel lugar, el mar era de un azul profundo y el blanco de la arena se confundía con el de la sonrisa de mi madre. La más bella sonrisa del mundo. Faltando solo dos meses para que yo iniciara mi instrucción militar en el cercano pueblo de Elche, una sorpresa aún mayor nos esperaba a la vuelta de la esquina. Mis nuevos vecinos y camaradas, Fernando y José, tuvieron la idea de robar una gallina del patio trasero del almacén de la esquina, para prepararla en una cena aquella misma noche. Ese viejo estúpido se lo merecía porque nos trataba como ladrones cada vez que entrábamos a su tienda y es por eso que siempre le robábamos golosinas y frutas. El plan parecía perfecto, sin dudas funcionaría a la perfección y así fue. Yo debía entrar a la tienda y distraer al viejo mientras José ayudaría a Fernando a subir el muro y esperaría que le arroje la gallina. El experto en saltar muros era Fernando, lo sabíamos nosotros y curiosamente la policía local. José, en cambio, era el especialista en dar puñetazos y le asestaría un buen golpe al viejo si se acercaba a nosotros. A mi me tocaba la tarea de distracción porque el almacenero odiaba mi acento y estaba convencido que, por ser irlandés, le robaría algo a pesar de mostrarle el dinero. Cinco minutos después el viejo intentaba recoger del suelo las naranjas que descuidadamente se me habían caído cuando Fernando, que no había podido salir del patio trasero, irrumpió envuelto en plumas y gritos desde el fondo del almacén, huyó velozmente y se perdió entre las callejuelas. En su escape lo acompañó José; yo me uní un poco después, cuando pude zafarme, con la perdida consecuente de un mechón de cabellos, que quedaron en las manos del enfurecido almacenero. Y ahí estábamos, escondidos en el rosal de un parque cercano, Fernando, José, una gallina, dos polluelos, una naranja y yo. La segunda parte del plan, aquella que no habíamos previsto, se refería a la decisión de quién mataría la gallina, lo cual no era un problema en sí mismo a juzgar por el descarado alarde de hombría expuesto por cada uno de nosotros una hora atrás. Pero ninguno tuvo la fortaleza de matar el animal, mucho menos frente a sus propios polluelos, lo que nos dejó avergonzados y con poco más que una naranja para compartir 58
entre los tres. Como tampoco podíamos llevarnos nuestro botín avícola a casa, decidimos abandonarlo nuevamente en el almacén. No creo que lo hubiéramos hecho por hambre, a veces pienso que ese tipo de cosas las hacíamos para demostrarnos a nosotros mismos todo lo que éramos capaces de hacer y lo que no. Aquella tarde, coincidimos que el paso siguiente debería ser canalizar tanta testosterona en encontrar una muchacha y dejar a las gallinas en paz. Después de despedirnos volví a casa donde ya debería estar mamá esperándome para cenar. Supe que algo estaba mal antes de llegar, una vecina golpeaba la puerta de mi casa con insistencia y mucho humo escapaba por la ventana. Rompí la cerradura con una piedra y encontramos a mi madre tirada sobre el suelo de la cocina, inconsciente. La señora me gritó que vaya a buscar al médico y eso hice. Los minutos son eternos cuando necesitas encontrar a alguien. Cuando regresé con el doctor mi madre estaba ya de pie bebiéndose un vaso de agua mientras las vecinas le hacían mil preguntas. El médico la llevó a la habitación y habló con ella por un buen rato. Al salir le dejó un papel con indicaciones y al pasar a mi lado me dijo que no me preocupe, que mi madre estaba bien. Por la noche, después de la sopa y antes de dormir, se sentó a mi lado en la cama y, acariciándome el cabello como solo ella sabía hacerlo, me comentó que se había desmayado por la mala alimentación y porque, sin saberlo, desde hace seis meses llevaba otra personita en su panza alimentándose también de nuestra poco recomendable dieta. Antes no se hablaban de esas cosas, pero no necesitó explicarme mucho más, ni el como ni el porqué. En lo que respecta al cuando y al quién no me arrepiento de haber matado a aquel hijo de puta aunque haya sido el padre de mi hermana. La pequeña Mabel, luz de mis ojos, estaba en camino. Es así como trascurrieron aquellas semanas en mi nuevo hogar, en Alicante, esperando a Mabel y cuidando de mi madre. Por cierto, me olvidaba, aquella misma noche, por consejo médico, a mi madre le fue recetado caldo de gallina. El tío Tom la compró y la mató frente a mis propios ojos, para que me hiciera hombre; fue tan fuerte la impresión que me prometí no volver a comer ese animal en mi vida. A hurtadillas, de madrugada, vencido por el hambre, admito haber comido gallina; tal vez para esa hora ya me habría convertido en hombre.
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ÉTICA Y MORAL obras, ensayos y reflexiones he leído sobre la Ética y la ¿Cuantas Moral? Seguramente cientos. Pero quizás una de las situaciones más difíciles de ser analizadas desde esa perspectiva sea, precisamente, la más inmoral e inexplicable de todas ellas, la guerra. Tal vez movido por esta paradójica cuestión, o por una imperiosa necesidad de aprender un oficio que me asegure el sustento y de alguna forma aporte algo diferente a mi vida, tan joven pero tan harta de irracionalidad, opté por estudiar la carrera de Ética y Moral en aquel Instituto Militar de Elche, donde también se dictaban cursos de Cartografía y Leyes. Éramos pocos los que nos decidimos por esta extraña rama de estudios, solo cinco aquel año. La corona británica consideraba imperioso el contar con profesionales que puedan recobrar el terreno perdido en las, cada día más incontrolable, colonias extendidas por el mundo. Las fuerzas del imperio en la India y el sur de África no hacían más que encontrar año tras año más resistencia y en ese maquiavélico plan de dominio entrábamos a participar nosotros, como alguna vez lo hicieron los misioneros en América. Debíamos intentar que los nativos tomaran la irrupción de las fuerzas como algo necesario y positivo para su desarrollo, debíamos asegurarnos que los oficiales y soldados no cometieran ningún tipo de atropello que condicionara de alguna forma el desenvolvimiento y la relación de la corona con sus nuevos súbditos. La tarea para la que recibiríamos instrucción era, en práctica, imposible, eso lo teníamos claro, incluso los profesores y aquellos oficiales retirados que nos aconsejaban a menudo hablaban abiertamente, y con pesimismo, respecto a este tema. Pero si existía una remota posibilidad de que haya armonía entre invasores e invadidos, sin dudas, ésta dependía del tiempo que aquel dominio se extienda sobre ellos. El paso del tiempo, la erosión humana. Si a este factor erosivo indignante, se le agregaba una dosis de violencia y orden, la transformación de aquella resistencia y su posterior resignación sería inevitable. Pero para muchas de esas colonias ya era tarde. La corona no podía soportar mucho tiempo más la resistencia de quienes habían nacido libres, bajo la protección de otros dioses y a los que no habían aportado más que sometimiento, pobreza y desprecio. Durante los tres años que estaríamos en instrucción viviríamos en el cuartel los treinta estudiantes y diez oficiales. Con tres días de descanso 60
cada mes y otros diez a fin de cada año para estar junto a nuestras familias, que en mi caso, y por vez primera, incluiría a la pequeña Mabel. En aquel lugar, en el encierro, entre los libros y el extenuante trabajo físico al que éramos sometidos día a día, reencontré el concepto de amistad que había perdido cuando dejé a Killian. Quien sabe en que se han convertido ahora aquellos muchachos, pero en aquel, nuestro hogar, nos sentíamos hermanos. Por la noche, al apagarse las luces, el espectáculo comenzaba. Por turnos, intentado no llamar la atención, nos escurríamos hasta la pequeña ventanilla que presidía nuestra habitación para mirar hacia lo profundo del campo. Con puntualidad inglesa, a medianoche, aparecían entre las sombras las casi imperceptibles linternas de las bicicletas. Montadas en ellas un puñado de señoritas acudían sin falta, a diario, para encontrarse con oficiales y alumnos de años superiores. Sin mediar conversaciones ni medias tintas, se enredaban en besos y abrazos entre los que, en las noches de buena luna, podíamos observar y aprender de la belleza de la desnudez femenina y en otras noches, las menos agraciadas, debíamos contentarnos con lo poco que podíamos ver y lo generosa que era nuestra imaginación. Una de aquellas señoritas era “la alta”, cuyo nombre pecaminosamente he olvidado y que poseía unos pechos gigantescos que todos menos nosotros habían saboreado. También venía una de tez tan oscura como la misma noche a quién llamaban "la africana", cuya orografía y escaso contraste con la nocturnidad desafiaba noche a noche nuestro discernimiento, constituyéndose en nuestra inspiración y, a la vez, un premio tardío a tanto esfuerzo diario. Así seguía la lista de aquellas jóvenes que me enseñaron como desear a una mujer a pesar de nunca haber tocado una, me enseñaron sabores sin haber probado bocado, y en su ausencia nos hicieron echarlas de menos como a nuestras mismas familias. Al año siguiente, éramos nosotros quienes nos escapábamos a los bares del pueblo en busca de aquellas señoritas, que nos dejaban sin ahorros y sin aliento. Hubiera jurado amar a cada una de ellas, luego me enteré que aquello no era amor, más allá de que me haya quedado mirando la luna y tarareando viejas canciones como estúpido después de pasar una noche con ellas. Mabel crecía y su eterna felicidad contrastaba con la de los otros recién nacidos, ella parecía no darse cuenta en que clase de mundo estaba metida o prefería tomárselo con humor. Tal vez el hecho de verla crecer tan deprisa constituyó el único detalle triste de aquellos tres años pues, al verla solo una vez a la semana, me perdí de su encanto cotidiano, sus primeros pasos en falso, sus desavenencias con este mundo de adultos y todos aquellos detalles que constituyen aquel momento irrepetible de la niñez en el cual todo es un desafío. 61
Fueron aquellos los años que me enseñaron que la vida se comporta, a veces como el mar, y nos trajo su marea calma. También en aquel período descubrí a la mujer como ser sublime y mal necesario, descubrí la incomparable caricia del deseo y el extraño encanto de la luz de la luna.
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AZUL
C
onocí a Azul un verano, caminando por la playa. Mabel cumpliría tres años en poco tiempo y mi madre se había construido una envidiable reputación como costurera. No podíamos pedir mucho más a la vida. Las noticias sobre la Gran Guerra, aquella primera guerra mundial, ocupaban las portadas de todos los periódicos nacionales, aunque mi pequeño mundo, ya conflictivo por naturaleza, intentaba mantenerse ajeno a todo aquello. En la costa blanca española, rodeados de tanta belleza y luminosidad, era difícil hacerse la idea que a pocas horas los hombres se mataban unos a otros. Allí no existían lugares tristes. No había guerra. Había finalizado mis estudios hace solo dos meses, en mayo, y finalmente era oficial de la armada real destinado al puerto de Alicante. En tiempos de guerra los plazos de instrucción se acortan notablemente, así es que no era nada extraño poseer un buen rango a los veinte años, aparte del inusual hecho de estar licenciado en Ética y Moral en una escuela militar. Dos semanas antes de la tarde en la que conocí a Azul me había incorporado al Comando Marítimo, seguramente pronto nos enviarían al frente de batalla, a Grecia, a Inglaterra. Difícilmente iríamos a Irlanda, que estaba viviendo su propia guerra de independencia, la misma guerra que había perdido mi padre y todos nosotros hace algún tiempo. Pero, la semana en cuestión, el capitán Cortazar, mi superior, nos dio cuatro días de descanso que fueron aprovechados para acampar en la playa con unos amigos. En aquel grupo me acompañaban George, un escocés, que aparte de compañero de estudios era un gran amigo, y Fernando, aquel bribón al que tanto cariño le había cogido por ser el vivo ejemplo de lo que no debía convertirme jamás. La primera tarde fue la más importante en esta pequeña gran historia de amor. Fernando decidió quedarse a pescar cerca de la tienda de campaña y George aceptó acompañarme en otro tipo de cacería por las playas cercanas. No había demasiada gente en el mar pero si algunas personas tomando el sol. Cada vez que pasábamos frente a un grupo de muchachas tomábamos aire, intentando parecer más delgados, o ensayábamos alguna toma de lucha libre. Era obvio que nada de aquello daba resultado; el tomar aire no hacia más que exponer nuestras lastimosas costillas a la burla casual y las tomas de lucha libre, por otra parte, nos dejaba frecuentemente en posiciones muy ridículas y con el 63
consecuente mal sabor de arena en la boca. ¿No era Darwin acaso quien decía que descendíamos del simio? Pues qué razón tenía. Al menos el mono golpea su propio pecho cuando busca pareja, no como nosotros que nos golpeábamos mutuamente y no era solo eso, más allá de una esporádica sonrisa de alguna señorita, la mayor parte de las veces se convertían en situaciones muy dolorosas que acentuaban nuestra inmadurez en estos menesteres. Cuando cruzamos frente a la bella Azul y su amiga, estaban ellas sentadas a la sombra de una enorme sombrilla amarilla, adornada con un puñado de margaritas. Ella llevaba puesto un traje de baño celeste y no recuerdo qué llevaba puesto su amiga, que por esas cosas del destino se llamaba casualmente Margarita. No reparamos en ellas al principio, es por eso que no habíamos ensayado frente a ellas ninguno de nuestros primitivos movimientos de seducción, cuya eficacia ya estaba en duda aquella tarde. George caminaba cuatro o cinco pasos frente a mí, buscábamos victimas, muchachas, como siempre. Casi sin querer reparé en la sombrilla y al bajar la mirada estaba ella... ¡Que ojos por Dios! ¡Que ojos! No era el color lo que me impactó de aquellos ojos, sino la mezquindad de su mirada. Me regaló cuatro segundos de su atención y me los quitó así, como si nada. Me sentí un don nadie, no había ejercicio de respiración o lucha libre que cambie eso. Nunca lo habrá. Lo recuerdo como si hubiera sido hoy…George me arroja un puñado de arena en la cara y me insiste en seguir caminando, me había quedado inmóvil, observándola. Margarita sonríe, pero no a él, tampoco a mi, se lleva la mano a la boca con disimulo y le comenta en voz alta a Azul "Mira que tontos aquellos ingleses". Te ríes, vuelves a mirarme ¡Que hermosos ojos tienes, Azul!, pienso. Aunque no te lo diré jamás, ya lo habrás escuchado mil veces, y seguramente no me hubieras elegido a mí si lo hubiera hecho. “¡No somos ingleses!” protestó George en perfecto español mientras se acercaba a las señoritas. “Mi nombre es Jorge, escocés, y este payaso aquí es Santiago, el irlandés enamorado de tu amiga”, le dijo a Margarita. "¿Pero que dices enfermo?". Ellas sonríen. Margarita es rápida, incisiva y se presta a la broma. Se quita las gafas de sol enseñándonos sus profundos ojos negros y continúa... “Pues parece que alguien le ha comido la lengua a tu amigo; a mi amiga no le gusta los mudos”. Azul la mira y le reprueba con una sonrisa cómplice. Yo estaba petrificado, solo sonreía, sabia que una sonrisa al menos reemplazaría cualquier estupidez que diga. George siguió hablando, mientras yo buscaba la mejor excusa para escaparme de allí. Pero ahí estaba, paralizado frente a los ojos más bellos que había visto en mi vida. ¿Que digo? ¿Pero qué estupidez es esa de querer escapar de esta oportunidad única? Debía decir algo en ese momento o cargar el resto de mi vida con aquel fracaso 64
Un “¿Que hacen aquí?” se me ocurrió estúpidamente. Pero no se alarmen, nunca llegué a pronunciarlo. En ese instante los tres me miran, George me repite algo, se impacienta… “Que si quieres beber algo; Margarita me acompañará a la cantina y regresamos, tu quédate aquí e invéntate algo para no aburrir a la dama”, me dijo. “No, gracias”, respondí. Azul espera que su amiga desaparezca y me hace un poco de espacio a su lado bajo la sombrilla… Dios... ¿De que puedo hablarte? “Si no te gusto no tienes porque decir nada– dice Azul– normalmente no se me acercan, y si eres como tu amigo tampoco espero que lo hagas”. Pocas veces estuve en una situación como esta. Hasta en ajedrez existe una jugada llamada Zugzwang, que significa que la mejor movida seria no mover ninguna pieza. Cualquier movimiento sería malo. Pero respondí. “No se de que tema podríamos hablar. Las palabras no son mi fuerte. Tu amiga parece muy simpática…", le comenté. “Yo también lo soy. La diferencia es que ella pasará esta noche con tu amigo. Tu seguramente tendrás que trabajar mucho más" Fulminante, esa era mi chica. Su espontaneidad terminó aquella conquista iniciada por su mirada unos minutos atrás. ¿Eres realmente así? pensé. Pero ella prosiguió. “Mira, allí vuelven, es mejor que vayamos al agua y los dejemos solos. Tu tranquilízate, que no tienes porque quedarte conmigo aunque preferiría que lo hicieras porque me gusta tu mirada”. “A mi también me gusta tu mirada”, le dije. “¿Mis ojos o mi mirada?”, insistió. “Todo”, me salió del alma. “¿Ves?, ya hemos conversado de algo. Te haré un favor y no me creeré nada de lo que digas, pero si eres bueno hoy, me verás mañana." Pues bien, así comenzó nuestro romance, casi sin que yo pronunciara palabra alguna. Ninguna interesante al menos. No se si me comporté como un hombre, pero si estoy seguro que estuve en presencia de una gran mujer. Esa tarde hablamos de los dos, yo de Irlanda, de mi pasado, ella de su Málaga y de sus fantasmas, que la habían abandonado; mientras tanto George besaba a Margarita y con sus manos buscaba incansablemente un cachetazo que nunca llegó. Azul era un poco mayor que yo, tenía veintidós años, vivía sola y trabajaba como secretaria en un respetable estudio jurídico local. Aquella tarde me permitió acompañarla a su casa. Durante los cuatro meses que siguieron a aquella tarde, la pasaba a buscar al salir del cuartel y nos perdíamos en paseos interminables. También retábamos a duelo nuestras hormonas escuchando, abrazados, canciones ajenas con letras propias en la radio.
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El trece de octubre, cinco meses después de haberla conocido llegó el primer beso, mi primer beso. Aunque hubiera besado otros labios antes, ése, sin dudas, fue el beso que más esperé en toda mi vida, el que más soñé y el que más disfruté. La pasión se encendió. Quince días después, un fin de semana de mucho frío, hicimos el amor, le hice el amor, me hizo el amor. Mi pequeña... Te amaba tanto Azul. Nos amábamos tanto. Mil novecientos diecisiete tuvo el mejor enero que recuerde. El sol brilló todo el mes sobre el Mediterráneo y ni siquiera hizo frío aquel invierno. Y, lo que es mejor, mi mar, mi cielo, mi corazón permaneció azul.
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QUINCE MINUTOS
E
n marzo de aquel año decidimos mudarnos a vivir juntos. Tan enamorados estábamos que no podía lograba entender como había vivido todos aquellos años sin su compañía. No podría haber pasado un solo día sin zambullirme en sus enrizados cabellos negros y sentir su aroma, su perfume. Azul solo podía encontrar descanso recostada sobre mi pecho, inundada por mis brazos, escuchando una y otra vez cuanto la amaba, llorando de felicidad e insistiendo que jamás alguien le había dicho tantas cosas hermosas. Tan merecidas las tenías. El capitán Cortazar me recomendó que me casara con ella. En poco tiempo sería destinado al frente y, convirtiéndola en mi mujer, aseguraría su futuro y el de mi familia si algo malo ocurriera. La familia de Azul la constituíamos mi madre, Mabel y yo, así es que, jóvenes e intempestivos como éramos, no lo pensamos dos veces y decidimos casarnos; después de todo, nuestras vidas seguirían igual, bajo el mismo techo y con el mismo cariño y respeto que nos habíamos dedicado hasta ese momento. George y Margarita, su amante devenida en novia para la ocasión, fueron los testigos de nuestra unión y, mi madre, con poco tiempo pero inmensurable paciencia, le diseño un vestido a Azul que habrá sido sin dudas la envidia de todas las novias de Alicante por mucho tiempo. La boda y la celebración coincidieron con el aniversario de aquel nuestro encuentro casual en las playas de Santa Pola. Mabel, que apenas podía caminar pero no paraba de hablar y de darme besos, parecía particularmente feliz. Fue ella la que llevó los anillos en una pequeña cesta blanca hasta el altar. El enlace fue tal y como lo estipula la doctrina católica que profesaba Azul, y yo acompañaba sin habérmelo pensado mucho, por notorio desinterés. La fiesta se celebró en el Casino de Oficiales de Elche, donde no faltó el alcohol ni la música hasta entrada la madrugada. George, que como buen escocés no podía pasar desapercibido, se cansó de distraer a las muchachas enseñándoles lo que escondía bajo el kilt, que a juzgar por las reacciones no debió ser gran cosa, muy a pesar de su insistente referencia magnificente al respecto. Con la llegada del año mil novecientos dieciocho llegaron también las primeras salidas al frente. Como éramos oficiales con preparación específica era normal que nos embarquemos en grupos de dos o tres, como consejeros en distintos buques de guerra que pasaban por el puerto y los acompañábamos al frente, desempeñando tareas de psico67
logía, traducción, sociología y ciencias afines, lo que no excluía confortar a los heridos o distinguir quiénes eran los soldados más inestables psicológicamente para que sean los primeros en enfrentar al enemigo llegado el momento. Trabajo sucio aunque necesario en toda guerra. En aquel año conocí Grecia, el norte de África y Turquía, vi muchos muertos pero nunca una batalla. Precisamente durante los quince minutos que se tomó el barco en atracar en el muelle, después de dos meses de travesía en las islas griegas, recibí la noticia más extraordinaria que un joven de veinte años puede esperar. Azul estaba embarazada, y me lo hizo saber sin decir siquiera una palabra. Quizás son esos los momentos que me convencen que la vida es preciosa, tiene instantes donde te sientes el centro del universo, y son esos instantes, los que justifican todo sufrimiento inherente a la propia existencia. Azul zarandeaba en lo alto un pañuelo como cualquier otra muchacha de las que se congregaban habitualmente a recibir a los oficiales. Pero fueron sus ojos, emocionados, los que me transmitieron ese mensaje, fue su enorme sonrisa, fue la desencajada expresión de mi madre a su lado y fue la pequeña Mabel, dando brincos infinitamente pequeños de alegría, como si no hubiera mayor alegría en este mundo que ser tía. Fueron aquellos quince minutos de bullicio desmedido, de miradas cruzadas y silenciosas unos de los momentos más felices de mi vida y justificaron, aún en su exigua existencia, todo el sufrimiento vivido y por vivir. Podríamos discutir mucho si es que un joven de veinte años está preparado o no para la responsabilidad de ser padre. Nunca nos habíamos planteado la posibilidad de tener un hijo, pero estábamos felices con la idea. Tan acostumbrado estoy a escribir sobre los sucesos desagradables que han sido parte de mi pasado familiar, tan habituado a buscar las palabras justas para describir el dolor, que no encuentro palabras para definir la alegría sin igual de sentirse enamorado, saber que esperas a una personita diminuta que es sangre de tu sangre, una extensión infinita de tu amor que da una nueva dimensión a la vida y, una responsabilidad que responde concretamente toda cuestión existencial sobre cual era mi función en el mundo. Alicante, amo esa tierra porque recibió los restos de nuestra familia mutilada y nos dio trabajo, alimento, salud. Nos devolvió la sonrisa, nos regaló la encantadora Mabel, la invalorable ayuda de Azul y el futuro durmiendo en su vientre. El único error fue haber olvidado durante aquel tiempo que tan solo somos hojas secas a merced del viento, y el destino ya me había escogido para enseñarme su lado más amargo.
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QUINTA CARTA DE ISABEL 22 de Junio, 1946, Leiden (Holanda)
A
quí estoy otra vez, como siempre, compartiendo un trozo de mi existencia contigo. Sé que responderás a mis cartas, no sé realmente el porque, ni el cuando, pero estoy convencida que lo harás. Santiago ha estado comportándose de forma extraña estos últimos días. Sigue tan cariñoso como siempre, pero ha estado pensando en otra mujer. Nosotras tenemos un sexto sentido para eso. Ha estado recordando a Azul, la bella Azul. No es la primera vez, ni será la última. Fue su gran amor, su primer amor. Espero ser yo quien lo acompañe hasta el final del camino pero fue ella quien le enseñó a amar y por consiguiente a sufrir por ello. Para nosotras, en cambio, más importante que el primer amor será siempre el último. Azul fue una buena esposa, estuvo cada instante a su lado y fue ella quien, con su enorme humanidad y generosidad salvó la vida de Santiago. Como enfadarme entonces con él por recordarla, cuando soy yo la que le debo su compañía; sin ella, él no estaría aquí ni en ningún otro sitio, y nuestro pequeño universo inventado jamás hubiera existido. Ya quisiera yo conocerla. Saber a que se dedica ahora y donde seca sus lágrimas para ofrecerle mi pañuelo. Tuvo suerte, si, en ser bien amado. Mal puedo recordar yo aquel mi primer amor. Que más podía esperarse del macarra del pueblo. Como podía negarme yo, sin experiencia, al cortejo tosco y vulgar de un niño vago y sin educación como lo era aquel. Me causa gracia el recordar la emoción que sentía al recibir de sus manos flores robadas de mi propio jardín; como si fuera una metáfora misma de lo que yo más necesitaba, mi amor propio. Pero este muchacho fue quién me robó mi inocencia. Ni siquiera tuve el tiempo de saborear mi primer beso cuando me desgarró el vestido y de una puntada mató la niña que vivía en mi interior. Tal vez intenté evitarlo, tal vez no lo suficiente. Lo cierto es que lo que ocurrió pasó y no hubo vuelta atrás. La única diferencia entre el pasado y el futuro es que aún podemos cambiar lo que sucederá. Poco puedes cambiar cuando el viento ya se ha llevado tus gritos y el río lavado tu sangre. No estaba lista aún para ser amada, si es que tratada de aquella forma podía sentirme querida. Cuando me negaba, me golpeaba con sus 69
fuertes manos, cuando gritaba ahogaba más gritos, pero cuando por un tiempo se ausentaba echaba de menos sus flores. Era una pena que, por su naturaleza salvaje, no hubiera sido mejor persona; podría recordarlo con cariño si así fuera. Pero amenazó a mi padre si no le permitía acercarse a mí y con el tiempo volví a descubrir la bella calma de mi soledad. Mi hermana mayor me dijo un día que no tenía porqué sufrir por quien no me amaba. Me era imposible entender como alguien que de a ratos era parte de mí, podía hacerme tanto daño. No tiene sentido sufrir por desamor. Hay que olvidar y seguir, los que siempre han estado seguirán allí, hasta el fin de los tiempos. No hubo primer amor entonces para mí. Solo una mezcla de sudor, lagrimas y barro.
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DIEGO GARCÍA
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on mi primer hijo en camino. Cada viaje, cada incursión al frente se hacía diferente. Aunque la mayor parte del tiempo estuviera ausente, no había instante en que no recordara a mi querida familia en tierra firme. Para agosto de aquel año ya había participado de otras dos largas misiones; la primera en Turquía y la segunda en la costa de Argelia. No disparamos ni siquiera una salva en aquellas ocasiones, y siempre nos alejábamos de las zonas hostiles, buscando refugio en lugares poblados y neutrales. Un nuevo concepto de guerra me fue enseñado, nuestra función no era destruir ni conquistar… era saquear. En líneas generales no hubo inconvenientes en transportar mil doscientos soldados y alimentos a Argelia, tampoco hubo problemas en regresar a Londres con ochocientas momias, fruto inequívoco del delta del Nilo, sobornados por algún Instituto de Historia Natural muy importante. Escribí “sobornados” porque recibí una suma de dinero por quedarme callado acerca del motivo real de aquel cambio de ruta. Mi participación en aquel atraco moral fue tan necesaria como la del resto de la tripulación, el mando naval, la corona y algunos ladrones egipcios. Esta claro que quien lea esto no me creerá que estuve en contra de todo aquello, no era moral, no era ético y por lo tanto no se ajustaba a mi responsabilidad, ni al papel que se suponía yo debía cumplir en estas misiones. “Allí hay gente muy importante esperando esto– me dijo el capitán– usted es joven y sabrá comprender que una guerra se gana en distintos frentes, los árabes viven del pasado y creen que aún poseen un Imperio, y en este planeta hay solo un Imperio... el nuestro” Ante tal grandilocuencia barata, y su investidura, no hice más que aceptar. Sólo aclaré que nunca negaría lo sucedido si alguien de rango me lo preguntara, para ajustarme a la verdad y a mi ética profesional, que dicho sea de paso, era lo que me daba de comer. Él, me respondió… “Nadie jamás le preguntara sobre esto” y aquí estoy, tantos años después, sin que nadie me haya jamás preguntado acerca de lo ocurrido, ni de aquella conversación, ni de las putas momias. En marzo de mil novecientos diecinueve, año que jamás olvidaré, mi superior, el capitán Cortazar ingresó a mi despacho en el cuartelillo, frente al puerto de Alicante. Recuerdo perfectamente aquel día porque nunca antes lo había hecho; normalmente me mandaba llamar con otros oficiales. Saludó al guardia que estaba dentro de la oficina y le solicitó que lo dejara solo conmigo. Mi custodia, un muchacho demasia71
do inocente como para entender de rangos, buscó ridículamente mi complacencia sin reparar en que ambos podríamos terminar en el calabozo por su inoperancia. Asentí con la cabeza y se retiró. Con ese gesto, también tonto de mi parte, completamos ese cuadro esperpéntico de desobediencia militar. Cuando la puerta se cerró Cortazar sacó de su abrigo una licorera, le dio un trago, apoyó su mano en mi hombro y sonriendo me dijo “Tienes un buen guardia Santiago, no lo pierdas – touché pensé – reconozco no visitarlo a menudo, pero han llegado las nuevas directivas desde Londres y me temo que le involucran directamente” Me señaló mi escritorio y tomamos asiento, sacó de un bolsillo interior un sobre lacrado, como los anteriores, lo puso frente a mí y con su sencillez habitual continuó... “Puedo leérselo ahora mismo, si así lo desea, o puedo resumirle, sin tanto rodeo, de que se trata todo esto”. Acepté. Miró hacia el exterior, hacia el mar, buscando fuerzas. Volvió a mis ojos y dijo... “Mire Santiago, hemos trabajado juntos estos últimos doce meses y creo que no se molestaría si le digo que lo quiero como un hijo. Esa carta dice que un general del ejército, en Irlanda, pide su traslado inmediato a Londres para ser juzgado en corte marcial– las putas momias, pensé– Y no tiene nada que ver con las momias si es que esta pensando en eso. El nombre del general es John O’Hara, máximo responsable de las operaciones en ese país. Santiago, tranquilícese, conozco la historia de su padre y su tío me ha contado el resto, no creas que no le entiendo. O’Hara encontró su apellido en la nómina, no le habrá costado mucho imaginarse el resto con tantos bocazas en su derredor” No recuerdo bien que dije, pero una nube negra se metió en mi cabeza y no podía pensar. Una sensación muy extraña. Cuando se está en una situación crítica donde se ha guardado mucho tiempo un secreto y éste ha sido descubierto, uno tiene dos caminos, el aceptarlo con la cabeza gacha o el negarlo decididamente. Esta sensación, la mía, no tenia caminos, es por eso que era extraña. Supongo yo que podemos disponer de aquellas salidas de emergencia, la aceptación o la negación, cuando hemos vivido con un secreto por propia voluntad, algo que hayamos deseado en lo profundo de nosotros mismos, ya sea un regalo, un defecto, una afición, o una mala costumbre; pero cuando has vivido con un secreto inconfesable, con una marca que odias, como un pasado no deseado, no tienes alternativas. Me han dicho que el mal pasado vuelve a ti inexorablemente cuando menos lo esperas, como cuando un hombre, que ha sido pobre en su niñez, ve un pequeño pidiendo comida en la calle, se encuentra a sí mismo en aquellos ojos y algún órgano, dentro de él, se retuerce y le quita el aire. Quizás sea el mismo órgano sin nombre el que te roba el aliento cada vez que recuerdas al amor perdido. Aquel mismo que se atrofia pronto si no has vivido. Es así como me he sentido.
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A pesar del aquel duro golpe pude pronunciar una frase o al menos la pensé...“Dios mío. ¿Que voy a hacer? ¿Que haré con Azul? ¿Que haré con nosotros?” El capitán Cortazar me interrumpió, como si solo hubiesen pasado unos segundos. “Tranquilízate. La elección es suya Santiago, yo puedo darle una mano, la salida a esto tiene un nombre, Diego García” “Diego García ¿Quién es?” pregunté, ¿Acaso debería contratar un asesino? ¿Cambiar de identidad? “¿Quién demonios es Diego García?”, repetí. “Suponía que no lo conocerías, no es una persona, es un lugar. Se encuentra en el Océano Indico, a unas mil quinientas millas al sur de la India, parte de unas islas deshabitadas, fueron portuguesas, españolas, francesas, ahora inglesas, no tienen dueño en realidad. Hace una semana me han solicitado, desde Londres, que envíe un grupo de hombres hacia allí, nadie sabe hasta cuando se extenderá esta guerra pero ese punto es estratégico en caso que la India o Japón se entrometan más de la cuenta. Es claro que jamás hubiera pensado en ti, esto más que una misión es una pesadilla. Pero puedo enviarte allí, junto a un grupo de ingleses y españoles. Tu familia se encontraría contigo en poco tiempo. Esta guerra terminará pronto, ya lo creo, entonces podrás regresar y habrás expiado todos tus pecados”. De más esta decir lo que sentía, después de la tortuosa descripción anterior, solo puedo añadir que estaba perplejo. Pero había una pequeña luz de esperanza entre tanta oscuridad. “¿Cuanto tiempo tengo? ¿Cuando he de partir?”, pregunté ansiosamente. “Un barco pasará por aquí en cinco días, pensé en ti y diez personas más para que te acompañen, tal vez tu guardia, si así lo deseas, o George, que es un buen oficial. Cruzarán el canal de Suez, que bien conoces, rumbo al golfo pérsico y se detendrán en la India. Los esperan allí. Una vez establecidos en Diego García recibirán provisiones y llegarán sus familias, Ya te explicaré más si finalmente aceptas. Quieren relevar los oficiales cada doce meses así que probablemente estén de regreso el año próximo. Conozco gente influyente en Londres y puedo garantizarte que tu esfuerzo será valorado. Debes decidirte pronto, tu cabeza tiene precio, y pronto lo tendrá la mía”. No había mucho que pensar. El futuro de mi familia estaba en juego, había mucho para perder, y una libertad por ganar. “Lo haré”, respondí. “Bien. No te preocupes por los detalles Santiago, sabia que aceptarías, ya he autorizado tu partida” Se puso de pie, me extendió su mano, se despidió, y antes de cruzar el portal volvió sus ojos nuevamente hacia mí y, señalándome con el dedo, continuó… “Muchacho, confío en ti, se que representaras bien a la corona”. 73
Es imposible recordar lo que ocurrió después, fue una vorágine. Salí corriendo hacia la casa de mi madre que casi muere con la noticia, fui a mi casa, se lo conté a Azul. Ella lloró, secó sus lagrimas y luego secó las mías, me dio su bendición y me pidió que hiciese lo que tuviera que hacer por el bien de nuestra pequeña familia, que ella me seguiría donde fuera con nuestro hijo. Gracias Azul. Gracias por darme ánimos aquel día, mi cielo. Gracias por haberme mentido y salvado mi vida. Nunca te olvidaré por ello, querida.
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CARTA DE AZUL Marzo de 1919, Alicante
Q uerido Santiago: Cuando recibas esta carta seguramente estarás en alta mar, junto a tus compañeros, con rumbo a tus sitios soñados. El capitán nos reunió a todas las mujeres el día doce, poco antes de tu partida, y nos pidió que escribiéramos esta carta, que sería entregada a distancia prudente. Dice que para que no se desanimen Sé que no lo harás, cariño, eres un buen oficia y te necesitan fuerte. ¿Qué puedo decirte, mi buen amor, que no te haya dicho en la despedida? Puedes estar seguro que dentro mío mi corazón te corresponde, y más dentro, un pequeño corazoncito se estremece al oír tu nombre e intenta comprender porqué no estas aquí. No te reprocharemos jamás nada. Por cierto, tu madre esta convencida que será una niña y yo le creo. Si es así la llamaremos Clara, porque fue así la noche en que la engendramos, y serán así muchas de las noches, cuando vayamos a visitarte allí. Intentaremos unirnos a ti cuando estemos en condiciones. No será pronto pero más allá de la infinita distancia sería desastroso no intentarlo. Los viejos del puerto dicen que saldrán con mala luna, es mal presagio. No debo recordarte el porqué debes regresar sano y salvo. Eres el aire que mantiene viva a tu madre, el brillo en los ojos de tu hermana y eres mi todo, nuestro todo. No me juzgues por amarte de esta forma, el amor que siente una mujer, muy a pesar de la buena voluntad de los hombres, escapa a su comprensión, por su naturaleza ese amor es profundo e inalcanzable, un volcán de contradicciones y convencimientos que en su superficie parecen simples pero llevan en su interior la fuerza de la madre y la pasión de la amante. Haz lo posible por regresar Santiago. Termina el trabajo y vuelve a nosotras, no te demores. Confío en ti pero tan solo en ti.
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No puedo negarlo amor mío. Lloro tu partida como si te estuvieras despidiendo para siempre. Tengo mucho miedo de no volver a perderme en tus ojos o a que no vuelvas a enredar tus dedos en mis cabellos. Espero que entiendas mi desesperación. Por lo que más quieras Santiago… no nos abandones Vayas donde vayas, estaré junto a ti, siempre... Azul
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EL VIAJE
U
na madrugada fría de marzo, atraídos por la belleza de la primera luz del día y por un inquietante destino celoso de mostrar sus cartas, partimos con rumbo al puerto de Said, primera escala de aquel grandioso barco, El Caledonia. Una nave cargada de armas, provisiones y almas en pena; una nave sin gloria pasada ni éxito prometido. No iríamos a ganar batallas, conquistar tierras o someter países bajo el peso de nuestras espadas. Solo íbamos a poblar una insignificante isla en el medio del Océano Indico. Un lugar que nadie quería pero que algún loco creyó que se convertiría en el punto de apoyo de las futuras contiendas. No hubo sonrisas, no hubo cantos, sólo trabajo, resignación y una larga espera. Alguien no tuvo mejor idea que dibujar un gigantesco signo de pregunta sobre el mapa de aquella parte del globo, justo sobre la palabra Océano, justo debajo de la palabra Peligro, que daba nombre a la isla más cercana a nuestro destino, Diego García. En Said, recibimos de manos del capitán nuestras órdenes en sobres cerrados, y dentro de ellos, contrastando con las duras y frías direcciones militares, otro puñado de hojas nos devolvía el alma al cuerpo; nos hacía llorar, no hacía más fuertes y frágiles al mismo tiempo. Palabras de amor que glorificaban cada gota de nuestra sangre haciéndonos prometer que pagarían caro por cada una de nuestras heridas, porque éramos queridos, amados y respetados en nuestra tierra. Nos esperaban de vuelta en casa, nuestras madres, nuestras mujeres y nuestros hijos… por todos nuestros muertos juramos volver. La carta de Azul estaba impregnada con su esencia, con su encanto juvenil al contarme el nombre que había elegido para nuestra hija. Y la noté tan convencida que sería niña que no dudé ni un instante Clara se nos uniría sin remedio, dulce. Pero su carta estaba también cubierta de escepticismo y temor. El mismo miedo que dejo ver, a pesar de sus esfuerzos por disimularlo, durante nuestra corta pero sentida despedida. Mi madre no escribió y le agradezco por ello. No podría cargar con el peso de la angustia de tantos seres queridos en la misma carta Solo se conformó con decirme, poco antes de partir, que me cuide, que no cometa locuras, y que vuelva… que ella me esperaría sentada todo el tiempo que fuera necesario en el portal de su casa junto a Mabel. ¿Cómo hacer que tantos recuerdos y preocupaciones desaparezcan y me dejaran vivir? Es mil veces más difícil realizar cualquier tarea, por tonta que fuera, con sus gestos y recuerdos taladrándome la cabeza. 77
Pero la naturaleza me demostró su sabiduría. George, mi amigo escocés que no dudó en acompañarme en esta aventura, me pidió que me tranquilizara, que pregonara la incierta veracidad de aquella frase que rezaba que “el tiempo lo borra todo”, que con el paso de los días aquella angustia se transformaría en ilusión, que en un par de días dejaría de mirar hacia atrás y miraría al frente, a donde siempre sale el sol… que cumpliríamos con nuestro trabajo y volveríamos… que llovería y se detendría, como siempre lo ha hecho. Decidí ayudarlo en esa misión apostólica, la de consolar los corazones entristecidos y poco beligerantes de los compañeros que iban junto a nosotros en aquella misión de paz, y al hacerlo, al ayudarlos, descubrí que la pesada carga se alivianaba. A los pocos días, no solo era yo quien lo ayudaba a dar ánimos, muy pronto nadie tuvo lugar oscuro ni rincón alejado donde esconder su llanto sin que un amigo se hiciera presente con la peor de las malas bromas o con un vaso de buen whisky. El Caledonia se desplazaba con confianza por aquellas aguas tan familiares, las cercanas al canal de Suez. El temor a los silenciosos y escurridizos barcos alemanes se disolvía como la misma niebla que los protegía. Eran aquellas horas de la madrugada las únicas en las que la tripulación se ponía en alerta, pendientes de un fogonazo que, bien sabíamos, podía venir de cualquier lugar. No dudábamos de la fiabilidad de nuestras defensas pero si que estábamos convencidos de la perfección de sus ataques. Solo cuatro años atrás habían hundido al gigantesco Lusitania en las costas de Irlanda, ninguna de las mil doscientas personas que perdieron la vida aquella siesta pudieron siquiera imaginar que los alemanes podían estar escondidos en el mismo jardín de su propia casa. Cruzamos el quinto día el canal de Suez, siempre emocionante por la magnifica obra de ingeniería que representa. Luego las tranquilas aguas calmas sobre el lago Timsah y las de los lagos Amargos. Una vez que arribamos a Suez, decidimos pasar la noche allí y disfrutar de la hospitalidad de los egipcios, que nos convidaron sus mejores platos y un inusual concierto de sonidos y ritmos, que encumbraron nuestra percepción sobre aquella cultura milenaria. La noche acabó muy tarde, con un pedido anónimo de que detengamos el saqueo del que era victima ese precioso rincón del mundo por parte de los cazadores de tesoros y de todo quién se aprovechaba de su generosidad. Todos esos chacales disfrazados de arqueólogos que seguían intentando lo más imposible de todos los imposibles… transplantar cultura, mostrar como propios a logros ajenos o en caso de los animales más vistosos, matarlos, disecarlos y exponerlos como ejemplos de vida… Su preocupación se hizo nuestra porque también nos sentimos robados. ¿Que tendría de fantástico el venir tan lejos a encontrar lo mismo que hemos dejado atrás? ¿Qué tiene de increíble y grandioso el tener medio imperio romano, media cultura griega y otras tantas huellas de una época, sin duda más humana, en bóvedas subterráneas de un ba78
rrio coqueto de Londres? Pues así han pensado los ingleses por siglos, quién sabe si aún lo siguen haciendo. Emprendimos la mañana siguiente la travesía por el bíblico Mar Rojo hasta sumergirnos en el Océano Indico en busca de Madagascar, la pequeña África, el pequeño universo verde donde habitan animales que no existen en ningún otro sitio y donde hasta las flores y las plantas exóticas hacen fila para recibir un nombre científico que intente, siempre en vano, hacerles perder su encanto. El décimo día de nuestro viaje nos encontró descansados, bien comidos y en camino a Mauricio, aquella isla que, por vecindad, se había hecho cargo de los nativos y verdaderos propietarios de nuestro destino final, al ser desalojados de allí ante nuestra inminente llegada. En Mauricio, bajaron oficiales franceses que nos acompañaron desde Marseille y, por la noche, tuvimos la oportunidad de hablar con aquellas pocas e inofensivas familias que habían vivido en Diego García por decenios. Recayó en mi la responsabilidad de seleccionar una de aquellas personas para que nos sirviera de guía, pero ante la insistencia de aquellos extraños personajes, decidí llevarme conmigo a una familia completa. Seres instantáneamente adorables que no se alejaban unos de otros bajo ningún concepto, y que no abandonaban su gigantesca y comunitaria sonrisa aún ante el total desconocimiento de lo que les preguntábamos. Esa noche, además, conocimos a nuestro nuevo capitán y guía para lo que restaba de camino hasta la india, Rahib, un amable hindú de la casta sikh, de frondosa barba e incomoda mirada, que parecía estar al tanto de cada movimiento que hacíamos, parecía adelantarse en el tiempo, hasta predecir qué diríamos o como reaccionaríamos y tener la suficiencia como para fingir sorprenderse ante cada una de nuestras historias o de las retóricas conclusiones a las que llegábamos al detenernos en cada detalle de tan indómito paraíso, como si fuéramos discípulos del mismísimo Verne. Si al menos lo hubiéramos leído… Rahib se mostró amable y de entera confianza. Designé a George como mi segundo, y planificamos tranquilamente los pasos a seguir durante nuestra breve estancia en la India, prevista para el primer día de luna llena de abril, cuatro días más tarde. Ya vivíamos una aventura, nuevos olores, nuevos rostros y temores. Solo una cosa me perturbaba y era el saber que mi querida Azul estaba convencida de que no volvería. Como consuelo me quedan las palabras del amigo que me repetía una y otra vez que no me preocupe, que la gente siempre exagera en las despedidas, no hay puertos sin lágrimas ni sin abrazos desmesurados, todo sale de cauce en aquellos lugares. Y yo te entiendo amor, los verdaderos amantes piensan que el mundo conspira contra ellos… y esa eres tú pequeña panzona, maldiciéndome y amándome como si pétalos de una margarita fuera. 79
No me dejará de sangrar la herida que me ha producido aquella frase que me aconsejaba que por más confundido que esté, jamás arriesgue lo más bonito que he tenido. Pero también lo hice por ti, aunque te cueste entenderlo. ¿Cómo explicarte con palabras lo que no has entendido con una mirada?
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LA INDIA
A
rribamos al pequeño puerto de Tribandum a las nueve de la mañana del cinco de abril de mil novecientos diecinueve. La primera sensación, compartida por todos, fue la de un gigantesco cubo de agua estrellándose contra nuestras cabezas. El mar estaba calmo y El Caledonia no tuvo inconvenientes al acercarse al muelle de la P&O Line. Tan pronto se ubicó, los trabajadores hindúes, ayudados por asnos y bueyes, iniciaron la descarga de las pertenencias y objetos que deberíamos llevar a Diego García… municiones, uniformes, madera, colectores de agua y comida, mucha comida. Lo que parecía una tarea perfectamente coordinada, donde los animales no cargaban en sus lomos más de lo aconsejable, se transformó dos horas después en un desmadre; los asnos se doblaban sobre si mismos por el excesivo peso de las cajas, y los sikhs, encargados de ellos, los azotaban permanentemente. No había distinción alguna entre animal y hombre en aquella escena… dos metros atrás un hombre que parecía de ochenta años cargaba sobre sus espaldas dos veces más de lo que el más fuerte de mis hombres hubiera cargado por el triple de azotes. Fue una imagen triste, pero también significativa de que lo que veríamos en el transcurso de esa semana, que estaríamos en tierra firme, finalizando los detalles antes de nuestra partida hacia Diego García. Nuestra carga quedo allí, en los depósitos del pequeño puerto de Tribandum, hasta que volviéramos finalmente por ella. Por la tarde, nuevamente a bordo de El Caledonia, partimos hacia Mumbay. Esta travesía fue la más placentera, quizás porque sabíamos que los angustiantes días de mareos y estómagos revueltos de alta mar se habían acabado, o quizás por haber visto lo mal que viven los humildes en la India, si es que aquello podría llamarse vida. Aquel de la mañana fue el último baño abundante que nos permitimos, el agua sería un bien escaso en el futuro y de ahora en más estaríamos empapados permanentemente, aunque nos secáramos una y otra vez la transpiración volvería insistentemente. La humedad se colaba por las ventanillas, también la tierra y el polvo. Aquellas prendas que alguna vez presumieron de ser delicadas, nunca volvieron a serlo, siendo ésta solo una de las maldiciones de la India. Te burlas de su vestimenta durante los primeros días, luego les envidias. La ropa empapada pesa el doble, los tejidos europeos se ensucian rápidamente y no tardan en asemejarse los colores al de las simples prendas de los nativos; los bueyes, la comida, el aire, absolutamente todo era ocre y sepia... todo estaba teñido. 81
Nunca he sido de quejarme, y ahora no lo estoy haciendo. Me parece maravilloso que esto haya ocurrido. Seguramente era esta una de las pocas cosas que la reina no podría cambiar si alguna vez viniera, una de esas pocas cosas que deberíamos aceptar sin protesta, por inevitable. Las conversaciones en cubierta y en los salones se centraron, durante aquella noche, casi exclusivamente en esas primeras impresiones. Pasada la medianoche, cuando muchos se habían retirado a sus camarotes, George, mi inseparable compañero, me acompañó en un pequeño paseo por la cubierta superior hasta llegar al balcón de popa, de allí normalmente se veían las mejores puestas de sol, cuando éste o la luna se mezclaban con el humo negro de las calderas y las estela de El Caledonia se dibujaba en el mar. Aquella noche el espectáculo fue diferente, era extraño que por vez primera desde nuestra partida no hubiera luna, pero más sorprendente aún fue descubrir toda la cubierta inferior, que había estado repleta de grandes cajas y paquetes hace solo un par de horas, se hallaba inundada por cientos de personas, familias completas. Aquella era nuestra nueva carga, trabajadores, todos ellos mano de obra barata que no excluía a niños, mujeres ni ancianos; caras sucias camino a Mumbay... en silencio… en profundo silencio. Todos, absolutamente todos, clavándonos sus ojos, sin pestañear, aterrorizados por un castigo o una reprimenda a todas luces innecesaria e injustificada que parecía necesaria o inevitable a juzgar por el terror en sus rostros. Se quedaron así, casi sin respirar, sin mover un músculo durante el minuto que duró nuestra visita. ¿Qué les han hecho? Dimos media vuelta, esperando que un sordo murmullo nos envolviese lentamente, que recobraran su tranquilidad al vernos partir…pero nada de eso sucedió. Un día en el mar de la India bastó para darnos cuenta que una nueva etapa en nuestras vidas había comenzado. Hasta la luna nos había abandonado. Todo sería nuevo, el clima, el horizonte, la gente y la comida; nuestro descanso y nuestros recuerdos. Por la mañana, poco después del amanecer, desayunamos por ultima vez todos juntos en la sala de oficiales. Un grupo de ingleses luego iría a Calcuta y otro a Delhi. Nosotros esperaríamos en Mumbay instrucciones y algo de información sobre nuestro destino. A esas alturas ya estaba enterado que sería yo quien estuviera a cargo de mis compañeros a partir de nuestra llegada a la India. No pareció importarles demasiado y eso era potencialmente bueno. En una semana deberíamos estar en camino nuevamente a Tribandum a bordo de El Caledonia y de allí al archipiélago de Chagos… a Diego García, al fin del mundo. El Caledonia se posicionó en el tercer muelle del puerto de Mumbay pasadas las dos de la tarde, siendo escoltado por dos pequeñas embarcaciones militares durante la última media hora. Al anclar, un marino a bordo de una de ellas hizo señas que no descendiéramos, fue precisa82
mente ese mismo hombre quien subió a bordo a hablar con el capitán del barco, con los oficiales y conmigo. “La situación es la siguiente– nos dijo– aquí el clima es hostil. Está en el ambiente… algo raro– aclaró– Ningún hindú se mostrará hostil pero notareis ese odio en sus miradas, clavándose en sus espaldas. Tened cuidado a todo momento.”. Rahib, el reservado capitán sikh de El Caledonia, de padres hindúes y nacido en Birmingham, se me acercó al oído, poco después de la reunión, y me comentó entre media sonrisa y preocupación… “Mi padre decía, Santiago, que si de algo hay que cuidarse es de un río silencioso, de un perro silencioso y de un enemigo silencioso.– Y continuó– Hay mucho odio aquí, hay mucho resentimiento y sufrimiento… solo mire sus ojos, piérdase en ellos y descubrirá lo que nuestros libros no nos enseñaron a hacer bien y estamos haciendo mal”. Que no seríamos bien recibidos era de esperar, después de todo hemos venido a la India hace ya tantos años a poner un poco de orden en su irracional sistema de castas y no hemos hecho más que empeorarlo, transformando un injusto clase alta-media-baja en dioses-semidiosesesclavos. Primero desembarcaron las familias hindúes, luego los ancianos y los bueyes; luego alguien ordenó limpiar nuevamente el camino por el que ellos habían andado, como si estuviera contaminado… finalmente recibimos autorización para descender. Alguien inscribió nuestros nombres y rangos en una lista, selló nuestros documentos con dos sellos, uno azul y otro rojo; tras esa primera barrera reinó el caos nuevamente, ya estábamos en tierras hindúes; como moscas se nos acercaron los indigentes, tomando nuestras bolsas, alzándolas sobre sus maltrechas espaldas y ofreciéndose a llevarlas valiéndose de un inglés muy forzado. Algunos accedimos, la insistencia y la simpatía de esta gente es a prueba de todo, así es que nos acompañaron a nuestras espaldas hasta el autobús, ilusionados con una limosna. Recuerdo haberle dado un par de peniques a quien me ayudó, parecía un anciano, luego me enteré que no debía de tener más de 40 años. Se despidió juntando las palmas de sus manos frente a su pecho, inclinando su cabeza levemente hacia mí y bendiciendo mi dudosa generosidad. Cuando me había acomodado junto a mis hombres en el autobús, o como quiera que se llamase aquel vehículo, y éste estaba a punto de partir hacia el cuartel de Mumbay, un oficial con acento escocés subió al autobús maldiciendo su suerte por lo bajo y gritó mi nombre. Al ponerme de pie se quitó la gorra, sorprendido, y bajando la mirada solo atinó a decir “Disculpe señor”, sembrando sus nervios y su eterna “r” escocesa por todo aquel saludo, provocando la carcajada generalizada y la vergüenza del joven. “Debo pedirle a usted y al capitán Rahib que me acompañéis en el otro vehículo hasta el cuartel, si no es inconveniente” dijo, fingiendo leer de un pequeño papel amarillo, con un par de pala83
bras, que había ya aprendido seguramente de memoria vencido por el hartazgo. Miré a Rahib que me hizo un gesto simpático mientras bajaba del autobús y bromeaba sobre su suerte con el resto de los muchachos, aún ellos no habían encontrado posición cómoda. Tomé mis cosas, me despedí de George también, que, con mayor fortuna, había encontrado un pequeño paraíso junto al conductor de aquella lata de sardinas, y nos dirigimos hasta un viejo Ford, que brillaba como nuevo entre tanto polvo y suciedad. Nos acomodamos en la parte posterior del coche, aquel joven uniformado y su chofer hindú cruzaron dos palabras más antes de que emprendiéramos camino hacia el centro de la ciudad. El autobús nos seguía de cerca, esquivando los negocios de los mercadillos ambulantes, algunos bueyes sagrados y cuanto animal se cruzara. Por unos instantes pensé en mis hombres y lo que se estarían quejando dentro de aquel cuchitril, pero al poco tiempo dimos con un par de esos “autobuses”, tirado por bueyes y caballos, imaginé que estarían felices, después de todo, de viajar así. Sucios y empapados, detuvimos nuestra marcha frente al hotel “Queen Victoria”, emplazado en el centro de la ciudad. Un viejo hotel devenido en cuartel por necesidad. Los muchachos siguieron hasta las barracas situadas en las afueras de la ciudad. Un brazo alzado como señal de despedida, con el pomposo frente del hotel a mis espaldas, bastó para que mis compañeros me insultaran jocosamente y hasta alguno sacara su cuerpo por la ventanilla haciendo todo tipo de ademanes y burlas acerca de nuestra temporal morada. El “Queen Victoria” no parecía realmente haber sido construido por pedido de la reina, pero claramente eso intentaron aparentar, cubriendo su fachada de mármoles de dudosa procedencia y plantas trepadoras, que en algún otro momento habrán lucido saludables, ya no. Con sus defectos y todo, lograba una notable representación de la época victoriana. Atravesando el grandioso portal, una gran red metálica se esforzaba por filtrar el polvo, a los mosquitos y a los hindúes. El simpático escocés cogió unas llaves de la recepción, un sobre y nos lo entregó. “Dormiréis en la habitación 343, señores– nos dijo– El general Shilton ha dejado esta carta para vosotros. Compromisos urgentes lo han obligado a ausentarse de la ciudad por unos días. Sabréis comprender”. Acto seguido, saludo militar y se perdió entre tantos uniformados, camareros, cafés y otras tantas rubias con pinta de fáciles que abarrotaban el lugar. Una sola mirada basto para que Rahib y yo coincidiéramos que no sería una mala idea darnos un buen baño y descansar antes de seguir con las órdenes recibidas. Se me hacía extraña la facilidad con la que el rostro de Azul me visitaba en cada pensamiento. Sería aquella, hasta donde recuerdo, la última tarde donde encontré tiempo para mis fantasmas. La cruel realidad que nos envolvía ocuparía todos y cada uno de mis esfuerzos en los días siguientes. 84
La carta, fechada un día antes, daba cuenta que el General Shilton se encontraría con nosotros en el plazo de tres días en Nueva Delhi, al norte de la India. Allí habían ocurrido graves incidentes con manifestantes y facciones locales, esperaba que no tenga inconvenientes en dar una mano junto a mis hombres. También me aconsejaba que recorra la ciudad, que disfrutara lo que pudiera y que no me preocupara por el bienestar de mis muchachos, también tendrían el día libre en las barracas, donde había una cantina económica y un par de señoritas que con gusto ofrecerían su compañía a toda la división. De resto de aquel día solo queda el olor de las especias escapando del algún mercadillo cercano y coqueteando con mis tripas. Al día siguiente, Rahib y yo recorrimos juntos la ciudad, un guardia hindú nos acompañó en todo momento, velando por nuestra seguridad. Un universo de mercados, baratijas y templos se descubrió ante nosotros. Por la tarde nos pareció correcto trasladarnos hasta las barracas, para ver como se encontraban los hombres, y para informarles del viaje de día y medio que nos esperaba en algunas horas. Con lo que allí nos topamos fue deplorable, los pocos que estaban sobrios confirmaron que estaban bien y que no nos preocupáramos. Quedamos en reunirnos el nueve por la madrugada, para partir hacia Delhi, cumpliendo nuevas órdenes. Se lo dejé por escrito por si hubieran sido incapaces de seguir el hilo de la conversación en aquel estado. Aún así se despidieron alegremente y nos llevaron entre vítores hasta el coche. Rahib tuvo mejor suerte y se llevó un beso de una rubia que bien mentía ser noruega.
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LA DAMA DEL PAÑUELO
A
l día siguiente, Rahib fue a visitar gente conocida por su familia, y yo me encamine hacia Crawford Market. Era justamente aquel mercado el que tenía una fama reconocida en toda Europa por sus precios y la calidad de sus productos. Lo más frustrante fue regatear el precio de una camisa blanca de lino, que me querían cobrar tres veces más cara que lo que había pagado Rahib un día antes. Con lucha verbal y sonrisas por medio, aquel robo se consumó por cansancio. El atardecer me encontró rodeado de palomas y sentado en una plaza, junto a un rubio comerciante inglés que vestía camisa y pantalón color caqui, un sombrero de paja blanco y un par de pequeñas gafas oscuras que levantaba cubriendo su sien cada vez que me dirigía la palabra, intentándole dar un aire sensato a las tonterías que decía. Su único comentario interesante fue al paso de unos bueyes sagrados, reafirmándome…”Esos son bueyes sagrados”, tras lo cual, levantó sus gafas y mirándome fijamente añadió…”conozco un lugar donde hacen una hamburguesas estupendas de buey sagrado”…y riendo para si mismo se incorporo y se despidió levantando su sombrero. ¿Que sería de nuestras vidas sin estos personajes que aparecen y desaparecen como estrellas fugaces? ¿De cuantas personas también somos o hemos sido estrellas fugaces? Volviendo al hotel pasé nuevamente por un mercadillo vecino. La casualidad dictó que por delante de mí vaya una mujer, vestida en ropas típicas, de quien me percaté un par de veces ya que siempre estaba a dos o tres negocios de distancia. Aquella mujer tenía la misma delicada forma de moverse que mi mujer, es más, al sacarse el pañuelo que cubría totalmente su cabellera, podría haber jurado que era mi amada Azul. Eran sus cabellos, sin dudas solo Rahib y sus trenzas sikhs superaban en brillo y pulcritud aquel espectáculo. La extraña dama acomodó sus cabellos delicadamente y volvió a colocarse el pañuelo. Casi sin querer comencé a seguirla. Sin ninguna maldad, ni premeditación, pise sus huellas. Tal vez fue el agobiante calor, la soledad, mi maldita memoria y sus juegos, mis fantasma, no estoy seguro, solo se que la seguí, por callejuelas, escaleras y lugares que no me hubieran recomendado visitar sin custodia Ella, supongo que se dio cuenta de mi presencia y actitud, pues decididamente apuró el paso. Tras seguirla un poco más, la perdí de vista. Cuando comenzaba a recobrar mi empobrecida razón, y me resignaba a aceptar que a veces nuestro corazón y nuestro cerebro se ponen de acuerdo en hacernos bromas, ella apareció nuevamente, saliendo de un portal a mis espaldas, giré y quedó frente a mi aún más sorprendida que 86
mi alma. Sus ojos estaban impregnados de terror, yo también quedé inmóvil, si poder articular una palabra. A duras penas esbocé un “Buenas tardes”, en inglés. Al oírme, su rostro se vistió de pánico. Era bellísima. Le extendí mi mano derecha para que vea que no le haría daño pero eso no hizo más que asustarla y hacerla retroceder dos pasos; temblando se quitó aquel pañuelo rojo descubriendo su belleza en toda dimensión, lo arrugó hasta que se perdió en su puño, y acercándose solo un poco lo dejo a mis pies. Alzó luego la vista y volvió a mirarme fijamente con sus ojos negros, de sus entrañas surgió un triste lamento en hindi, una suplica buscando misericordia. Tomé el pañuelo del suelo, y al levantar la vista la mujer había desaparecido, tan solo escuchaba sus pasos perdiéndose en alguna callejuela. Ya era tarde para seguirla, y para ser sinceros, no había motivos. Sé que aquél día me crucé con la mujer más bella del mundo, una perla secreta, la más misteriosa. De aquel día me queda este pañuelo rojo con detalles rosas, pieza única en mi colección, que jamás permitirá a mi memoria olvidar mis días en Mumbay, ni el tesoro que descubrí allí. La mañana siguiente, emprendimos nuestro camino hacia Delhi, por una ruta de acantilados que parecía muy peligrosa. El conductor se llamaba Roshan, que según el significaba luz brillante; era muy simpático y hablaba buen inglés. Mientras jugaba con nuestros corazones con su temerario conducir, intentaba quitarle dramatismo al viaje contando historias y anécdotas graciosas. La moral del grupo se mantuvo en alto durante la mayor parte del viaje gracias a su exquisito sentido del humor. Ante una queja generalizada por el calor de la India su mejor comentario fue el explicarnos que a diferencia de Europa, en Delhi solo hay dos estaciones, el verano y la del tren. En un momento dado, cuando caía la noche, observamos a nuestra izquierda, en el fondo del barranco, un autobús de mayores dimensiones que el nuestro, también del ejército inglés, absolutamente quemado y destruido por una feroz caída. Nuestro autobús pasó muy despacio por el lugar del siniestro, el accidente había sido reciente y no habían repuesto aún las rocas que señalizaban aquella curva. A los pocos minutos Roshan aclaró “Ocurrió ayer de madrugada, había mucha niebla, murieron veinticinco soldados y el conductor… yo lo conocía. Un buen hombre”. Un silencio respetuoso se apoderó de todos nosotros. Roshan siguió conduciendo en silencio, por unos minutos, buscando alguna broma para romper el hielo; inmediatamente levantó la voz y pronunció la frase más memorable de aquel viaje… “Quiera Dios que cuando yo muera me halle tranquilo y durmiendo como mi tío, y no gritando desesperadamente como sus pasajeros.” dijo señalando barranca abajo, enseñándonos toda su dentadura. Todos reímos por un buen rato, y Roshan, con su sentido del humor, se ganó un lugar en nuestros corazones. 87
El viaje continuó en calma hasta una aldea cercana, a medio camino entre Mumbay y Delhi. Era la aldea donde se había criado Roshan, allí acampamos aquella noche, los aldeanos nos convidaron unos exquisitos platos, y la noche transcurrió en calma y sin sobresaltos. Muy temprano alguien preparó el té para las veinte personas que integrábamos aquella expedición. Desayunamos juntos, recordando las ocurrencias del joven hindú. A la hora de partir Roshan no apareció, en cambio si lo hizo otro joven de la aldea, con las llaves del autobús. Ubicó nuestras pertenencias nuevamente en el autobús y ante la inquietud general comentó. “Roshan no seguirá el viaje, un problema familiar, hoy entierran a su tío que falleció en un accidente, en el camino, hace dos días.” Más nadie volvió a reír en aquel viaje.
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LA BOTELLA DE WHISKY
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asta este punto, la muerte parecía estar rondando mi vida, estaba claro que no la mía, aunque también es cierto que nunca se sabe. La violencia pasaba la noche en Delhi, nos rodeaba a todos, a los hindúes, a los militares, tanta tensión en el ambiente nos producía una sensación horrible, algo muy malo estaba por ocurrir. El miedo se siente como un nudo en la garganta, los vellos de los brazos se erizan y los órganos no escuchan al cerebro, hacen lo que quieren, te sientes forastero de tu propio cuerpo… luego tragas un líquido muy amargo que aún me provoca rechazo al recordar. Me habían contado que al caminar por las ciudades hindúes iba a encontrar muertos en la calle, fusilamientos a ladrones y agitadores. Nada de eso había ocurrido hasta el momento, pero estaba en el aire, mujeres que iban y venían llorando, tomándose la cabeza, gritando de dolor por la perdida de un ser querido, arrojando piedras o cuanto encontraban a mano a cualquier militar que cruzase…pero no veía a los muertos. Cinco años habían pasado desde aquel disparo en Dublín y desde aquel entonces, aún siendo militar en tiempos de guerra, no había visto ningún moribundo. Supongo que ocurre lo mismo que cuando no te has roto jamás algún hueso; amigos de la infancia, como Killian, habían llevado escayola un par de veces, yo en cambio, jamás. Aquella inquietud se transformó en miedo, pánico, por lo cual se convirtió en fobia. Así mismo, el no haber visto de cerca la muerte en mucho tiempo, me había hecho temer por cual seria mi reacción cuando la mirara a los ojos, cuando viera algún accidente o el paso a la no vida de algún niño, amigo, o compañero. ¿A que viene todo esto? A que Delhi era una bomba de tiempo a punto de estallar. Nuestra llegada no pudo ser menos triunfal.; el autobús se quedó sin combustible a poco de entrar en una de las villas más humildes de la ciudad. El conductor se perdió en la muchedumbre sin dejar huellas y quedamos totalmente a su merced, solos, veinte militares… armados y asustados. No podemos usar la violencia; los niños nos rodean, por delante, por detrás, intentan tocar las armas, se golpean entre ellos. Alguno intenta meter su mano en el bolsillo de la chaqueta de George, que se da cuenta inmediatamente y lo aleja bruscamente. Temo por la reacción de mis hombres, están nerviosos y yo por ellos. No hacen más que mirarme, pedirme con la mirada alguna orden. “Dígales que se dispersen” ordeno al traductor, que sin usar sus cualidades solo grita un “Out, Out bleeding scumbags” en ese inglés tan suyo, tan básico y malhablado que no merece traducción. Lo miro mal. Saca un arma y 89
dispara al aire. La muchedumbre se aleja, algunos se esconden y un bebé llora. Luego me mira, sonríe y me dice “Esta es la única forma James... no entienden de finezas”. Odio empezar a darme cuenta como funcionan estos lugares, detesto llegar a la conclusión que el respeto que provoca la fuerza es más efectivo que el de la razón. Pero el traductor estaba en lo cierto, esto funciona así. Alguna vez, en el norte de África, había intentado llegar a un entendimiento a base de palabras para que veinte o treinta personas abandonasen una mezquita a punto de ser ocupada. Solo logré que me rodeasen más, que me agredieran y que aquel número creciera. No temen a las palabras. Una pequeña caravana de comerciantes con sus carros tirados por bueyes pasa a pocos metros. Rahib se acerca, conversa con ellos y arregla el alquiler de los bueyes por el trayecto. Los ocho animales son enganchados al frente del vehículo y, guiado por sus dueños a base de palos y gritos, emprenden su lento y pesado arrastre. De a poco, una vez que ya estaba el autobús en movimiento, subieron los hombres de uno en uno y finalmente, al cabo de un rato, nos encontrábamos nuevamente en camino al centro de la ciudad. Rahib siguió a pie junto a otro oficial, por delante de los bueyes, dispersando a los curiosos. No había ninguna diferencia apreciable entre Delhi y Mumbay, los mismos edificios, colores y olores; tal vez la música, si, la música era diferente, y provenía de todos los rincones y callejuelas. Había músicos en los mercadillos, con instrumentos que parecían flautas y otras guitarras muy pequeñas cuyo nombre desconozco y tampoco me preocupe en averiguar. El General Shilton nos estaba esperando en la Central de Policía. No tardamos mucho en llegar allí, a pesar de no tener un buen guía, el centro de la ciudad estaba plagado de barricadas y controles con soldados ingleses y policía hindú. Al detenernos, Rahib agradece a los dueños de los bueyes e intenta darles las monedas. Ellos se niegan a aceptarlas. Discuten con él. Pensé que la suma no era suficiente así que desciendo con otro par de monedas y se las pongo en el bolsillo del que más ofuscado estaba. Ahora todos me quedan observando en silencio y con desprecio. Rahib se acerca a mi e intentando ser disimulado me comenta… “Justamente el problema es ese Santiago, dicen que el dinero no es para ellos, que es para los bueyes que son quienes han hecho el trabajo”. Uno de aquellos hombrecillos tomó las monedas y las puso en el interior de una pequeña caja en el cuello del animal más grande. Volvió a nosotros y se despachó con una eufórica y vehemente frase en hindú, se despidió, y se perdió junto a sus compañeros y animales. Rahib los queda mirando, a mi lado, con una mueca, una sonrisa y un gesto afirmativo me traduce lo que aquel hombre le había dicho... “Maldito sea el día que las monedas no vayan al que trabaje y se queden a mitad de camino… ese día estaremos todos perdidos” le habían dicho. Aquellos bueyes recibirían buen 90
alimento, probablemente un buen baño, y seguramente algunas de aquellas monedas, las que sobrasen, darán de comer a su compañero, aquel hombre y a su familia. El General Shilton era bastante mayor o lo parecía. Sus patillas se unían con su bigote por debajo de la mejilla, y su piel empezaba a tener aquellas arrugas tan habituales entre los habitantes de aquellas tierras, arrugas color bronce, bañadas en sudor o grasa. Lo cierto es que cualquiera que pase más de dos años en este lugar aparenta diez años más. Me saluda, le presento mis papeles, los ojea y me invita a pasar. Observo a mis espaldas a mis hombres, que bajan del autobús y se pelean por un lugar en la fuente cercana. El calor era insoportable. Rahib sigue mis pasos discretamente. Shilton lo mira de reojo, sobre su hombro, no parece agradarle los hindúes. “Si este personaje tiene algo que hacer aquí que nos siga, sino que se aparte de mis espaldas. Ningún hindú debe pararse detrás de un oficial en este país. Apréndalo de una vez” dijo. Lo seguimos hasta un bar vecino. Exigió un whisky al ecléctico hombrecillo que estaba detrás de la barra y se sentó en una mesa distante, con una sola silla, junto a la ventana. Un camarero se acerca y busca otras dos sillas de la mesa contigua. Shilton le hace señas con el dedo y le aclara “No, no. Los caballeros ya se retiran”. Y así, de pie luego de veinte horas de viaje, escuchamos nuevas órdenes. “Bien– me dijo– debo decirle porqué esta aquí en Delhi y no en su maldita isla. Escuche atentamente, el General Reginald Dyer, amigo personal mío que ha llegado la semana pasada, esta destinado a medio día de aquí en un pueblo llamado Amritsar, aparentemente esta teniendo algunos problemas con la gente de allí. Hay algunos ataques a los soldados y, para ser sincero, no creo que Dyer este preparado para encausarlos. Amritsar se encuentra en mismo corazón del Punjab, una zona muy hostil a nuestros intereses. Según dicen, usted sabe como desenvolverse en estas situaciones, quiero estar seguro que Dyer hace lo que tiene que hacer y que no esté metiendo la pata. Vaya allí, estará una semana o máximo dos con sus hombres, luego lo espero aquí. Salen esta misma noche y, señor Smith, quiero que me informe de todo. Ahora pueden retirarse”. Habiendo dicho eso, desplazó su mirada hacia el exterior de la ventana y disfrutó de otro trago de su whisky sin siquiera interesarse si aun seguíamos o no allí. “Muchacho”, gritó desde su mesa cuando ya estábamos afuera, “Espere allí”. Se levantó de su mesa, tomó una botella de whisky de la barra, se acercó a mí y continuó "Dos cosas más... Primero, no vuelva a entrar en un bar de oficiales acompañado de un hindú, aunque sea su padre. Algún día él se dará cuenta lo diferente que es a nosotros y lo parecido que es a esa mierda que hay allí fuera. Aquel día llegará, tarde o temprano, no se deje engañar. A usted, con su formación, podrá parecerle que hacemos mal aquí. Verá, los razonables se adaptan al mundo, los no razonables adaptan el mundo para si mismos; no existiría el progreso sin los no razonables. Permítase usted la duda y se dará cuenta algún día que estamos trayendo el progreso aquí. Aunque dudo que usted lo acepte, 91
no tiene sangre para estar aquí muchacho, lo veo en sus ojos, vive de sueños. Segundo, lleve esta botella de escocés a mi amigo Dyer de parte mía... Ahora ¡váyanse!”. Volvió a su mesa y continuó mirando a través de la ventana aquello que tanto odiaba y a lo que tan acostumbrado estaba… el sepia, el polvo, el calor y el insensato poder que le había dado la India. Ese hombre, un general inglés, pasó a ser otro más del puñado de personajes que desprecio y considero antagonistas en la historia de mi vida. Y, es cierto, resulta curioso como el tiempo que ha pasado, los años transcurridos, las vivencias y el poder, no han cambiado, en absoluto, la calidad de mis amigos, ¡Pero como ha cambiado la calidad de mis enemigos! De compañeros maleducados en el instituto a generales a cargo de medio imperio británico de ultramar. ¡Eso sí que es progresar! Lo que ocurrió luego, durante el resto de aquel día y la mitad del siguiente, se han perdido en una de las noches de marea baja de mi memoria. Solo sé que el recuerdo de la mirada de aquel hombre, mientras lo juzgaba a Rahib sin conocerlo, fue suficiente para hacerme dudar una vez más de cual era el papel real que veníamos a cumplir en esta parte del mundo. No veníamos a ayudar a esta gente, mucho menos a salvarla; veníamos a aprovecharnos en nombre de la verdad, de Dios, de la corona y de nuestras costumbres; toda guerra, toda ocupación es y será deplorable si es en contra de los ciudadanos que viven de esa tierra. Me pregunto si cuando tu leas esto ya habremos aprendido de nuestros errores, respetamos a todas las culturas y costumbres, por más diferentes que ellas sean. Me pregunto si tu mundo es diferente al mío, aunque dudo que así sea. El hombre ha avanzado hasta hace mil años, el hombre buscaba conocer al hombre; cuanto más diferente eran aquellos, mejor era para nosotros; venderles esto, comprarles aquello; estudiar al hombre y aprender del hombre, medir sus capacidades, sus limites; preguntarnos porqué esta raza piensa diferente si bajo la piel es exactamente igual a nosotros; ese interés ahora esta perdido. El progreso y la modernidad nos han librado de ese problema, de esas preguntas. Las cosas no nos ocurren a nosotros, pensamos que somos diferentes y éstas son mulas de carga. Nos enseñan a pensar que no tienen familia, madres ni padres, no tienen hijos, sueños ni inquietudes, no lloran, ni ríen; nos enseñan a pensar que están aquí para servirnos, que son un regalo del cielo para ayudarnos a sacar nuestro oro, nuestras piedras, nuestro carbón y nuestro pescado que, por algún descuido del destino, han llegado a parar aquí. Los vemos llorar, sufrir y doblarse de dolor, pero miramos hacia otro lado, estarán fingiendo seguramente. Nos quedamos estancados hace cientos de años en envidia y codicia. Hace veinte, cincuenta años solo interesaban los países y reinos con carbón, ahora los que también tienen petróleo y quién sabe cuantas atrocidades más habremos cometido para cuando tú leas esto en nombre del progreso y de la verdad. Todo es cíclico, no creo que tu mundo sea diferente, te compadezco como tu, querido lector, me compadeces al leer esto. 92
En todo esto pensé aquella tarde, en lo triste que es darse cuenta que será muy difícil cambiar todo esto. Lo que estaba a punto de suceder, por consecuencia de esa deshumanización, era inevitable, pero al mismo tiempo, esa experiencia traumática, esa sangre que se desparramaría en los días siguientes, seria una luz de esperanza., una señal de que el abuso vuelve tarde o temprano transformado en odio; cuídate de los que guardan su ira detrás de una sonrisa, cuídate de quienes guardan sus lagrimas detrás de velos. Dos días después me encontraría en el barrio donde mis pesadillas tomaban placidamente café, donde mis miedos se burlaban de mí pues creían que yo nunca llegaría a su encuentro. Pues no ha sido así… yo estuve en Amritsar… Sin darme cuenta la historia de un pueblo decidió dormir en aquel bolso, bajo mi asiento, en el autobús, camino a su destino en el viejo pueblo hindú de Amritsar, el trece de abril de mil novecientos diecinueve, disfrazada de una botella de barato whisky escocés.
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AMRITSAR
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legamos a esa pequeña localidad milenaria el doce de abril por la tarde, un pueblo precioso en el corazón del Punjab, atestado de pequeños negocios y coronado por un templo varias veces centenario que fue, sin dudas, el más bonito que encontré durante mi corta estancia en la India. El general Dyer me recibió en su despacho mientras los hombres me esperaban exhaustos por el ajetreado periplo por las montañas que nos llevó hasta allí. Dyer había instaurado la ley marcial. Estaban prohibidas las reuniones de más de tres hindúes pasadas las ocho de la noche. Sabía que la resistencia estaba tramando algo y así me lo hizo saber. Particularmente no le interesaba absolutamente nada de mí, ni de mi misión futura en aquella isla perdida, ni de la experiencia que pudieran tener o no mis hombres a la hora de enfrentarse a manifestantes. Sólo estaba interesado en el número, en aparentar un poderío tal, que sea capaz de disuadir al más revoltoso local. Estaba particularmente preocupado por la multitudinaria manifestación, que según sus fuentes, tomaría lugar en la gran plaza frente al cuartel, en la mañana siguiente. En unas improvisadas barracas cercanas recibimos una modestísima cena, y a pesar del cansancio acumulado, apenas pudimos dormir. Nadie podía suponer lo que pasaría al otro día. Alrededor de las once de la mañana del día trece fuimos convocados por Dyer en aquella polémica plaza central, que en ese entonces estaba desierta y en silencio. Había juntado allí unos doscientos soldados de las más diversas regiones del planeta, formándolos y distribuyéndolos estratégicamente por toda la extensión de aquella plaza. Nos pidió que los oficiales a cargo le acompañemos a su despacho, donde un gran ventanal ofrecía una vista excelente de cada rincón del parque. Al entrar en su oficina, nos señaló doce sillas para que nos ubiquemos y corrió las cortinas para poder observar desde su inmenso sillón cada movimiento de los manifestantes y las tropas. Señalándome con el dedo me sonrío y destapó aquella botella de whisky que le habían enviado. Se sirvió tres vasos seguidos antes de ofrecérnoslo, sin mucha voluntad, a lo que recibió una respuesta contundente y negativa. Entonces nos pidió que nos acercáramos a él para tener una mejor vista, la gente, los ciudadanos, empezaban a congregarse silenciosamente. "Vosotros dispondréis, señores– nos dijo– ¿Que diablos debo hacer para que estos animales me hagan caso?". Un oficial que estaba a mi izquierda le aconsejó levantar la prohibición, "Es sabido– dijo– que no se juntarían tan a menudo si no estuviera 94
prohibido". Pero Dyer, que ya tenía preparada una respuesta para todo, lo corrigió “Es que vienen juntándose así desde antes que lo prohíba, son como ratas”. Alguien por detrás, entonces, le dijo que si no se dispersaban por las buenas, lo harían por las malas, a lo que Dyer respondió con una sonrisa y un gesto afirmativo. No hubiera podido cargar con el peso de aquella decisión por si solo. De un grito llamó a su segundo, que esperaba tras la puerta, y le preguntó cuantas personas había en la plaza. “Mil quinientos, al menos, incluidas mujeres y niños, General– le respondió– No llevan armas pero si muchos palos”. Cinco veces la cantidad de soldados, aún desarmados, representaban una amenaza a los ojos de Dyer que, sin consultarlo más, ordenó que dispersasen esa multitud con los bastones. Las mujeres, al ver los soldados acercarse, formaron una barrera usando también a sus propios hijos como escudos. Los soldados empujaban y exigían con sus bastones en alto que desistiesen de su actitud. Yo estaba particularmente preocupado por mis hombres, no estaban descansados y seguramente no se encontraban en condiciones de responder eficazmente a una situación tan delicada. La multitud, lejos de dispersarse, aumentó en número y fervor, los primeros charcos de sangre aparecieron. Es allí que sentí nuevamente aquel nudo en la garganta que antes había mencionado; aquella sensación de cercanía con la muerte, ese sabor ácido invadiendo el paladar. Algo malo esta por suceder. Las piedras cortan el aire sobre los cascos de los soldados. Uno recibe una pedrada en la cara y su nariz explota, cae al suelo; otros soldados buscan llegar al agresor con sus bastones, pero cuando lo tienen a distancia, un par de mujeres se interponen, gritan y lastiman a los hombres con golpes y más piedras. Hay miedo, sangre... y gritos... todos los gritos. Una piedra golpea al costado del balcón donde estamos ubicados; cubrimos nuestros rostros y tomamos recaudos; antes de asomarnos nuevamente, una piedra del tamaño de un puño, impacta de lleno en la frente de Dyer arrojándolo al suelo, queda herido pero consciente. Es justamente allí donde la historia se dobla, se estremece y se viste de luto. Dyer toma su arma y apunta a la multitud... dispara... grita que son todos unos malditos bastardos; no logro observar nada, me asomo nuevamente al balcón y logro ver a una mujer en el suelo, donde hubieron bastones ahora hay armas semiautomáticas, la multitud se desespera, se escucha otro disparo, Dyer vuelve a hacerlo, todos lo hacen… mucha gente cae, otros corren, hay niños en el suelo; los gritos tienen otro tono, irrepetible y único, el sonido del desgarro. Hay muchas personas atrapadas, sin salida, acorraladas... cada disparo hace caer a cuatro o a cinco civiles. Es ese el momento donde todos aquellos miedos se encuentran, mis pesadillas me abrazan y dejo de ser un utópico soñador, la realidad me hunde. Una mujer abraza su hijo recién nacido contra su pecho, las municiones atraviesan la espalda del niño, la garganta de la mujer y el pecho de un hombre detrás de ella. Un anciano 95
intenta escapar por un hueco en el inmenso muro, alguien le apunta, el viejo protege su cuerpo con sus manos desnudas intentando detener el tiempo... pero sus dedos vuelan por los aires y sus pies se levantan del suelo al abrírsele el pecho… y así fue, por esos tres o cuatro minutos, cualquier persona en la que fijaba mi vista se convertía en cadáver y caía desplomada. Los antes incansables gritos fueron dando paso a un mar de lamentos, y poco a poco, dejó su lugar a un desgarrador silencio. Dispararon a los niños, a todo lo que se movía o se arrastraba… hasta que dejaran de hacerlo. Un mujer se acerca de rodillas a un soldado, con su velo color azul colgando del cuello y arrastrando por las piernas el cuerpo despedazado de su niña. El soldado le apunte, le grita que se aleje, pero ella sigue acercándose; toma temblorosa el caño de aquella escopeta y se lo coloca en la sien...el hombre queda congelado, desolado, ella le toma sus manos, desliza sus dedos sobre los del oficial como si fuera una caricia hasta detenerse en el gatillo; Tras el disparo su cabeza vuela en mil pedazos, el sonido fue terrible, muy similar al de una botella de champaña al descorcharse. El soldado deja caer el arma y queda de rodillas, se toma la cara, llora. Ya casi nadie grita. Ahora los hombres parecen tomar conciencia de lo sucedido, algunos caen con sus nervios destrozados, otros intentan reanimar a algún desahuciado. Alguien remueve los cuerpos sin vida buscando cual es el niño que llora, lo encuentra; pero este muere en sus brazos… no hay palabras… no hay más pesadillas... no hay más miedos... No hay más gritos. Ya no veo a los muertos en mis sueños, ya no tengo pesadillas; ahora son parte de mi vida, de mi historia, de mi pasado. Los muertos habitan mi mundo y ahora los veo por todas partes, guerra tras guerra. Niños sin nombre y sin futuro... madres... padres... lágrimas ajenas por dolores comunes ahora son mi paisaje. Aquel día murió mi utopía y murió mi Dios. Nadie me cuida, nadie vela por nosotros… bienvenidos al circo. Dyer nos echó de la oficina con los ojos llorosos. Encontré a Rahib con el rostro también desencajado preguntándome qué había pasado, pidiéndome que le diga que no era cierto que habían muerto tantas personas, que le diga que era mentira. Todo aquello parecía ser parte de una gran pesadilla; mis hombres, cubiertos en sangre ajena, se consolaban entre si. Regresamos por nuestras cosas al cuartel con órdenes de abandonar la ciudad inmediatamente, en el trayecto nos cruzamos con personas arrastrándose por las calles, cargando amigos, parientes y desconocidos. Al otro día volvimos a Delhi en absoluto silencio, nadie volvió a comentar lo sucedido; no era necesario. Dos días después estábamos nuevamente camino a Mumbay en busca de El Caledonia. Cinco cajas de licor, dos bolsas con opio y una de tabaco fue el precio pagado por nuestro silencio... para que todo lo visto y oído quedara en el olvido, de 96
aquel lado de la historia que esta escrita por los vencedores, aquella mitad mal contada, la que irremediablemente nos es enseñada. Pero no se salieron con la suya esta vez. Dyer fue enjuiciado por el gobierno inglés y hallado culpable. Fue asesinado por Uddham Singh, muchos años después en Inglaterra. Su conciencia lo habrá ajusticiado mucho antes. A raíz de la masacre de Amritsar, Mahatma Gandhi, un viejo con las ideas muy claras, endiosado por los humildes y abusados, provocó una revolución que a la postre resultaría definitiva. Las fábricas se cerraron, y a pesar de los bastonazos, los hindúes comenzaron a luchar por recuperar lo que nunca debió dejar de ser suyo... su dignidad. Nada necesito en mi caja de recuerdos para recordar aquella tarde, son suficientes las cicatrices que me han quedado en el alma. No necesito nada más que mirarme al espejo para recordar Amritsar y su gente. No necesito más que buscar lo que hace falta en mis pesadillas para recordar a cada una de las personas que maté con mi mirada en aquellos cuatro o cinco fatídicos minutos. Cuatrocientas personas murieron aquel día en Amritsar. Más de mil quedaron heridas o mutiladas. Nadie cuenta entre las victimas nuestras conciencias.
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SEXTA CARTA DE ISABEL 13 de Julio, 1946, Leiden (Holanda)
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uz ahora también quiere escribir cartas, a pesar de la difícil tarea que le supone encontrar las letras del abecedario que se ajusten a cada una de las palabras que componen una oración. Así puede pasarse horas intentando expresarle a su amigo invisible lo bien o lo mal que se siente. Santiago ha hecho el esfuerzo, las últimas noches, de intentar descifrar esos jeroglífico, pero la niña nos ha salido por demás testaruda… las letras que aún no ha aprendido las remplaza con garabatos nacidos en su imaginación; las palabras que no sabe deletrear en el holandés escolar las remplaza con una interpretación libre de lo poco que ha escuchado del español en casa. Los textos son ilegibles, llenos de vocales continuas, como son costumbre aquí, pero también con eñes y expresiones bilingües que a ella le tienen sin cuidado y a nosotros nos alienta la duda acerca de si a sido o no bueno el educarla de esta forma. No han sido pocos los terapeutas que nos han recomendado que aprenda como segundas lenguas nuestro español e inglés, pero temo que esto afecte su sociabilidad. Santiago disfruta y festeja cada ocurrencia de la niña, cree que su capacidad de enfrentarse a los problemas sin pedir ayuda, volcándose sin prejuicios a escribir, no hacen más que recordarnos la enorme testarudez que le he legado en los genes y la gran necesidad de expresar los sentimientos que ha heredado de su padre. Joaquín, habla holandés y un pésimo inglés. Cuando el era pequeño obviamos el uso del español en su presencia, para que pudiera enfocarse en el inglés como segunda lengua. La guerra se interpuso en su educación acercándolo más al alemán, tan habitual en los años de ocupación y más emparentado con el holandés natal. Santiago no cree en lenguas, él mismo dice entender un par de ellas, es más, las lee con fluidez, pero le resta importancia; no por un afán demagógico acerca de “los hombres no se entienden porque no quieren entenderse”, frase que sería tan previsible en el, sino porque cree que las buenas y malas personas que ha conocido, con las que ha cruzado una mirada o un silencio, las ha distinguido por sus acciones, sus gestos, sus ojos y el movimiento de sus manos. Dice ser un fisonomista y que toda su vida se ha acercado o alejado a las personas de acuerdo a ese no se qué que le transmitían. El insiste que se puede fingir por mucho tiempo, pero llegado el momento, ante una situación critica, ante el miedo o la extrema felicidad, el alma habla una lengua universal. 98
El detalle más curioso al respecto es el uso intensivo que hace de la que, según él, es su mayor arma… un vaso de agua. Cuando nos encontramos en una reunión o simplemente estamos sentados en nuestro salón, a punto de hablar de intercambiar opiniones, se hace de un vaso con agua de grifo, y lo ubica junto a el. Si en media hora encuentra burbujas en el agua, toma la decisión de no provocar un roce o una discusión. El cree que las burbujas aparecen cuando en el ambiente flota el desencuentro o la mala intención. Ese sistema es repetido una y otra vez con más aciertos que fallos. Elude cualquier explicación científica diciendo que tal vez es él mismo quién, deliberadamente, elige lo que ve o no ve en el vaso. Yo se que el cree en esa historia del agua. No comparto con el esa postura de prejuzgar situaciones y personas, pero la respeto porque el respeta la mía. Sé que es lo suficientemente flexible como para cambiar una opinión sobre alguien aún mucho después de creer conocerlo. Yo, en cambio, creo en las personas por naturaleza, les doy una oportunidad de ser como dicen ser y les doy otra más para reafirmar esa imagen. Creo en el viejo axioma que asegura que hablando se entiende la gente... y para llegar a conocer ese mundo interior debes establecer ese puente, llámese lengua, comunicación, oral o escrita. Para bien o para mal, su brujería ha funcionado un par de veces y nos ha librado de raíz de unos cuantos timadores y vendedores, de sonrisa brillante, que han hecho estragos en nombre de créditos y seguros por estas tierras. Esta carta empezó hablando de ella y aquí está mi dulce niña, Luz, sentada a mi lado en la mesa de la cocina, intentado dibujar con sus lápices de colores un paisaje tan común al mundo de los niños como lo puede ser un árbol de copa verde y circular, con un tronco rectangular muy marrón, una casa geométrica con chimenea a su lado y un perro en su exterior… formado de una interpretación muy libre de líneas y vértices. Un gigantesco sol sonriente y aves de dos trazos, que son las mismas que existían en mi infancia, y también en la tuya completan una imagen dulce y elemental. Me muestra su dibujo y recibe un festejo, mi aliento, le digo que vaya a buscar a su padre y se lo enseñe… a ver si se entretiene un poco. Regresa desanimada diciendo que su padre le ha dicho, desde el otro lado de la puerta del escritorio, que no estaba allí... que estaba en la India, que vuelva más tarde. Y ella se lo cree, pobre, vuelve a sentarse a mi lado. Luz, dibuja y espía estas líneas. Intenta imitar mis letras, pero su cuello se estira y se dobla tanto que esta a punto de darse por vencida y largarlo todo tan solo para venir luego con otra idea, que finalmente logre arrastrarme con ella a su aburrimiento. Ahí está, le he pedido que copie una receta del viejo libro que esta sobre la mesa y parece estar más entusiasmada ahora que dice querer ser cocinera cuando sea grande. 99
A veces entiendo a mi esposo cuando vive cada una de estas aventuras infantiles como si las viviera él también junto a ellos, en ningún momento intenta retornar a la realidad esas pequeñas mentes y, contando historias disparatadas, logró que Joaquín atravesara el difícil trance de aquellos años de guerra sin verse afectado por ese horror. Ni Santiago ni yo tuvimos la oportunidad de eludir la realidad cuando éramos jóvenes y probablemente ellos tampoco lo hagan, pero creemos que mientras sean tan chicos y su felicidad dependa de estas pequeñas cosas, sea mejor que disfruten de ese mundo tan bello que a todos se nos escapa más temprano que tarde y que a la distancia se recuerda como el momento más feliz o importante de nuestras vidas. Mi mundo de fantasías se alejó el día que mi madre abandonó a mi padre, y siguió distanciándose, poco a poco, con aquella traumática primera experiencia amorosa. El tercer hecho que me demostró que mis plumas estaban desarrolladas y no debía tolerar más lo que me rodeaba por más que en la cuna de regalo haya venido, fue el triste regreso de mi madre en busca de mi padre tantos años después de habernos abandonado. Mi padre no le exigió explicaciones, pero ella le insistió una y otra vez que simplemente se había confundido, que se había dado cuenta que su lugar era junto a su marido y sus hijas. Mi padre ya no era el mismo, aún joven sus cabellos se habían teñido de blanco por efectos de una terrible depresión y nosotras, simplemente, ya no éramos sus hijas. La mayor vivía en Madrid con su nuevo marido, la menor no volvió a dirigirle la palabra y aún hoy se dirige a ella por medio de terceros. Y yo entendí estar frente a lo que sería la destrucción final de mi familia. Casi sin querer me enamoré de un pintor francés que de francés tenía mucho y de pintor una gran ilusión, y pocas artes. Todo valía con tal de dejar la granja, no había ya nada mío en aquel lugar. Mi pasado me había sido robado y mi corazón había encontrado dueño. Sé que estuve enamorada de aquel hombre, y las razones en las que baso esta afirmación tienen mucho más que ver con una interpretación racional de mi fragilidad que con el sentimiento incontrolable. El amor de una mujer, de una niña, de un hombre, de los amantes, se sustenta en necesidades del momento, carencias y excesos de los que lastiman y dificultan el vivir…más tarde en la costumbre y en el cariño. En aquel momento me sentía sola, mal querida; sabía que mi familia estaba destruida y que no soportaría ver a mi padre aceptando a esa mujer nuevamente después de haberle arruinado su vida y Alain, el improvisado artista en cuestión, supo escucharme, supo aconsejarme y a cambio solo me pidió que confiara en su brazo protector y en sus artes que nada nos haría faltar. Mi padre aceptó a mi madre y le asignó un lugar en la casa, más nunca volvió a tratarla como su mujer. Se aman, aún hoy comparten una casa en Madrid y los visito de vez en cuando; ella cuida del viejo como si aún le remordiera su pecado; el la mima y la consciente como si 100
nunca hubiera pasado nada. Tal vez nunca haya pasado nada y aquella fue apenas una gran tormenta que sirvió para hacernos madurar y tan solo fue una brisa, un suspiro, en aquella historia de amor que ellos habían construido y continuaban alimentando. Alain me llevo consigo a Paris. Al barrio de los artistas, Montmartre, decadente y húmedo reducto de soñadores y fracasados a los que la realidad parecía no afectar y a los que les movía causas tan nobles como la libertad y la igualdad, más tantas otras, básicas e insatisfechas, como el hambre y el desamor. Por ventura Alain no era uno de ellos. El ya tenía su musa inspiradora, como me llamaba a mí, solo debía concentrarse en vender sus obras cuando escaseaban las conservas y poco había para comer. Pero muy a mi pesar fui descubriendo que su arte, tan confuso y surrealista, no tenía buena aceptación en las galerías de arte locales, ni a los ojos de los turistas y lo que es peor, ya no encontraba quien aceptara un cuadro suyo como parte de pago para el alquiler de nuestra habitación o la vianda más simple. Trabajé de camarera durante seis meses, confiando en un tardío despertar de sus virtudes o un sincero cambio en su vocación laboral, por algo más productivo. Pero no fue así. Victima de una incomprensión tan común, como gastada como excusa, encontró refugio en el alcohol para sus penas y no logró jamás recuperar ese encanto y esa seguridad en si mismo que me había seducido. Dejó olvidado en el último cajón de su mesa de trabajo nuestros sueños comunes, y un buen día tuve que olvidarlo yo a el. Me había convertido en su madre, en su sirvienta y en un obstáculo para que llegara al fin a ese inevitable pozo, aquel donde bien te ahogas o naces de nuevo. Volví a España dos años después de haber partido, con veintidós años de edad, a buscar un trabajo digno e intentar encontrar nuevamente mi imagen en el espejo. Perdí por mucho tiempo el contacto con mi padre e intenté salir adelante sola, costara lo que costara. Estaba claro para mí, que me hubiera gustado formar una familia, pero antes, si alguien debía cuidar de mí, esa persona, no podía ser otra que la que la habitaba en mi interior, esta claro, en este mundo tan desigual hay momentos en la vida de una mujer donde una decisión, una nueva ruta tomada a tiempo, hace la diferencia entre una vida de contemplación y solo compañía a una vida personal, única e independiente. Finalmente Luz se ha quedado dormida, recostada sobre su brazo derecho y con el lápiz rojo en el otro puño señalando la cabeza de otro perro garabato... intruso imaginario de aquella aburrida receta de cocina. La llevaré a dormir... refunfuña, como siempre, y protesta, a diferencia de su hermano… odia abandonar sus días.
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Ya está en su habitación durmiendo, me despido de ti también, con el mayor cariño y las ansias de recibir respuestas tuyas el día menos pensado. PD: Como si más motivos necesitara para estar enamorada de mi niña, bajo el perro garabato ha escrito la siguiente frase... "No soy perro, soy vaca".
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RUMBO A LO DESCONOCIDO
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a mala fama precedía al Océano Indico en aquella zona, pero el primero de nuestros tres días rumbo a Diego García nos enseñó otra faceta distinta de su carácter. Dejó que El Caledonia se meciera sobre su lomo, y se deslizara tranquilo, suave, hasta la primera de nuestras escalas en Eager Islands. Tres pequeñas y tranquilas islas paradisíacas se agolpaban bajo el tan inmerecido nombre de islas entusiastas, que tan idénticas eran a su vecina Danger Island que, a decir verdad, tampoco parecía muy peligrosa. En la mayor de las tres islas había una escuela, una iglesia y un puñado de precarias edificaciones que con su colorido le daban mucha gracia al lugar. Una pequeña embarcación se acercó a buscar el correo y las familias que El Caledonia había traído a este punto. Rahib pensó que sería buena idea no apresurar nuestra llegada a Diego García ante la posibilidad de encontrarnos con una tormenta a mitad de la noche que no hiciera más que dañar el barco y robarnos el sueño. Entrada la noche y con el firmamento luciendo sus mejores joyas, sin nubes, ni vientos que presagiaran lo contrario, tuve la oportunidad de demostrar a todos los presentes en cubierta mi escasa y dudosa experiencia en el mar. Bromeando le hice notar a Rahib que en compañía de aquella inmensa luna y el apacible mar hubiera tenido las agallas de ir hasta Diego García remando. La noche no podía ser más maravillosa. Él, con su infinita paciencia, me preguntó cuantas veces había estado en un mar tan silencioso y que cuántas veces había caminado en cubierta sin notar brisa alguna. “Eso es lo extraño, sobre todo aquí, donde el mar nunca descansa. Ya verás” me dijo. Y como si hubiera estado esperando sus órdenes, el cielo comenzó a cubrirse lentamente, el viento cálido con aroma a sal lo abarcó todo y el mar despertó de su letargo meciendo suavemente a El Caledonia. Rahib libró una lucha infernal aquella noche por evitar que el barco se dañara, las calderas hicieron un gran esfuerzo por alejar la nave de las rocas y al mismo tiempo de no separarse demasiado de ellas. La lluvia, el agua, se comportaba de una forma muy diferente a todo lo que había visto con anterioridad; no caía del cielo, se unía al mar, al viento y atacaba desde abajo, desde los costados. Arrastrándolo todo a su paso. El único que parecía disfrutar de aquel espectáculo era Orlog, un cachorro de dudoso pedigrí que nos fuera obsequiado por el encargado del puerto de Tribandum antes de nuestra partida. Necesitaba deshacerse de él de todas formas, y nos pareció una buena idea traerlo con nosotros. Era muy pequeño, los cuidados parecían insuficientes. Limpiando aquí, allá, pretendiendo adivinar porqué hace esto o aquello. 103
Siguiendo sus diminutos pasos para que no saltara hacia el mar o destruyera nuestros zapatos. Cada uno tenía una tarea más que añadir a su agenda… velar por Orlog. Me pregunto aún hoy acerca del significado de estos obsequios, lo que lleva consigo su presencia y el alerta permanente que nos exige su fragilidad. Al fin y al cabo no estoy seguro si Orlog ha sido nuestro obsequio o somos todos nosotros un presente para el. Por algo me había aconsejado el capitán Cortázar que no le llevara regalos, ni souvenires a mi regreso. Un regalo siempre implica un compromiso y una responsabilidad para quien lo recibe, quien deberá cuidarlo, lucirlo y utilizarlo hasta necesitar de el. Insistía que ya estaba viejo, y a duras penas podía ya con las obligaciones que tenía como para que lleguen otras. Orlog solo mueve la cola mientras pienso en todo eso en medio de la tormenta. Su compañía supone una responsabilidad, pero también una sonrisa y una vía de escape ante el dolor. Esa noche la tormenta utilizó todo su repertorio, como intentando persuadirnos de no continuar nuestra misión, pero después de todo, teníamos órdenes y no habían muchos otros lugares donde ir teniendo en cuenta nuestra poco flexible ubicación en el centro del Océano Indico. Por la mañana no quedaban cicatrices de la tormenta en El Caledonia. La playa de la mayor de las Eager Island, la más cercana a nuestra ubicación, amaneció cubierta de ramas y árboles caídos. Sus habitantes, acostumbrados al parecer a semejantes berrinches climáticos, pacientemente iniciaron las labores de limpieza al tiempo que se despedían efusivamente de nosotros. Aún quedaba tiempo para una última advertencia. Las pocas islas que encontramos a nuestro camino estaban deshabitadas, no se apreciaban construcciones ni hogueras; tampoco cruzamos embarcaciones ni aves migratorias por un par de horas. Al finalizar el almuerzo Rahib me hace saber que la familia de nativos que habíamos traído de Mauricio estaba muy nerviosa. El hombre, su mujer y las cuatro niñas se lamentaban e imploraban que los dejáramos libres, que no querían volver a Diego García. Lo más extraño era que precisamente fueron ellos quienes insistieron en volver a la isla hasta convencerme de traerlos conmigo. Aparte de eso, habían estado de buen ánimo hasta poco antes de la tormenta. Rahib intentó transmitir mi mensaje conciliador. Les prometí que serían libres de establecerse en el lugar que deseen una vez que nos hayan ayudado a conocer todos los secretos de la isla y que volverían a Mauricio, si así lo deseaban, después de colaborar con nuestra misión. El hombre pareció aceptar aquella propuesta, al fin y al cabo no tenían otra alternativa. Antes de retirarnos se despachó con una extraña advertencia que Rahib tradujo para nosotros un tiempo después, en la sala de mandos. 104
“Ese hombre estaba asustado por la tormenta y mencionó una vieja leyenda de estas islas. Según la leyenda, la tormenta despertaría al poderoso DAM, creador de todo lo bello y protector de estas islas, que defendería a su pueblo de los invasores y vengaría una a una todas sus muertes. Quienes sobrevivan se convertirán en sus esclavos y nadie jamás podrá escapar de él”– relató Rahib– “Se refirió a vosotros como los nukureakas, que en dialecto significa… los que nunca volverán”. No necesito decir que lo que menos echábamos en falta era alguna trasnochada deidad amenazándonos. Suficiente teníamos ya con maldiciones mucho más terrenales que ocupaban nuestros tiempos y alimentaban nuestros vacíos. Esta gente ha crecido en ése mundo, como cada uno de nosotros lo ha hecho en otro diferente. Nosotros tememos a la soledad, a la justicia del hombre y la fuerza de sus convicciones. Es el hombre el que nos paga por nuestro trabajo y es él quien nos facilita los alimentos… en cambio ellos, temen al mar, a la naturaleza y al cielo, por los mismos motivos, porque gracias a ellos pueden alimentarse, pueden crecer y desarrollarse. Pero es un miedo que destruye, que vive dentro suyo y no hay lugar donde puedan sentirse a salvo de sus reclamos. Tienen miedo de sufrir, pero ese temor eterno es, en suma, más terrible que el peor de los castigos. Decidimos, de común acuerdo, disfrutar de las pocas horas que nos quedaban de viaje. George estaba convencido de haber observado, tras la estela de El Caledonia, un par de delfines de joroba, tan célebres en estas aguas por su color rosa y por haber inspirado tantas historias de sirenas y amores no correspondidos un par de siglos atrás. En popa permanecimos horas intentando localizarlos, pero no volvieron a dejarse ver. No por el momento. El extraño trazo que el viejo mapa atribuía al contorno de Diego García, no hizo más que hacernos desear llegar a sus costas y comprobar en presencia si era cierto que, aquella isla perdida en el medio de la nada, tenía realmente la forma de una herradura enflaquecida. Así era, Diego García parecía una enorme herradura, tan asociable a la buena fortuna como a una cruel paradoja, ya que nunca he creído en la suerte y a juzgar por lo que nos esperaba allí, ella tampoco creía en mí.
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MONEDAS DE ORO
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l Caledonia echó ancla el diecinueve de abril, a unos quinientos metros de la costa de Diego García, en una gran bahía que según el mapa formaba parte de la zona más amigable de la isla y, por ende, más propicia para establecerse. Los arrecifes de coral que rodeaba la isla era increíblemente extensos; cientos de peces de colores se dejaban ver tras ese cristal azul verdoso. El sol era el amo y señor de aquellas tierras y, a pesar de nuestra inesperada llegada, toda la belleza de aquel paraíso perdido salió a recibirnos. Todos estábamos felices. Los oficiales hicieron descender las barcas y así comenzó nuestro lento desembarco en Diego García. En la primera embarcación fuimos doce personas, algunas pertenencias, una pala, un mástil y la bandera. Los hombres tardaron muy poco en ubicar la insignia en su lugar y regresar a cargar y descargar al resto de pasajeros, las cajas, las gallinas, las cabras, los bueyes, las maderas, los contenedores de agua y las reservas de comida. Esta escena se repitió durante los cinco días que duro el transvase de toda aquella mercancía. La mascota oficial era un mono que nos habían regalado en Mumbay, mejor dicho, fue rescatado por Rahib en el puerto cuando estaba a punto de ser despellejado; aparentemente su antiguo dueño, un ladrón, le había enseñado las artes de robar relojes, carteras y todo lo que brille. Hartos de sus hazañas, el personal del puerto decidió sacrificarlo, también al mono. Fue bautizado Kong, como el gran King Kong, aunque nunca llegó a reconocer su nombre cuando lo llamábamos. Pero helo aquí, entre nosotros, haciendo amigos entre los soldados mientras intenta meter mano y hacerse de algún botín. El otro ser especial que nos acompañaba era Orlog, nuestro perro, sin dudas el personaje más mimado, más cuidado y mejor alimentado de toda aquella expedición. Durante esas setenta y dos horas de agotador tránsito entre El Caledonia y la isla regresamos a dormir al barco todos los oficiales. Algunos hindúes y sus familias decidieron dormir en tierra. No fue necesario hacer caso del manual militar que recomendaba establecer una guardia especial para que no intenten huir... no había donde ir. Al sexto día, con todas las pertenencias a distancia segura de la marea y sus berrinches, un grupo nos profundizamos en la isla a buscar el lugar donde se establecería el pueblo, y desde donde podríamos localizar y construir lo que sería la pista de aterrizaje. Pasaría una década, al menos, hasta que el primer avión hiciera tierra en Diego García. Nuestra tarea era prepararlo todo, durante el año en que nuestro grupo estaba destinado a la isla, para cuando llegue aquel día. En dos meses estaba prevista la llegada 106
de nuestro primer visita...esposas, hijos y más mercaderías. Lo harían a bordo de El Caledonia, como lo habíamos hecho nosotros. Azul y mi hija no vendrían hasta dentro de cinco o seis meses, coincidentemente con la segunda visita de El Caledonia. Cuando mis dos princesas estuvieran en condiciones optimas para hacerlo. La vegetación no era espesa, y había caminos hechos por el hombre cruzando toda la planicie vecina a la playa. Los nativos de la isla habían sido “invitados” a abandonarla un par de años atrás, al partir prendieron fuego a todo lo que les pertenecía así es que la que había sido su aldea se encontraba absolutamente destruida y cubierta de vegetación, era éste, lógicamente, el mejor lugar para establecerse ya que demandaba menos trabajo de limpieza y buena protección. Decidimos dejar libre el camino que la comunicaba con la playa, emprender la construcción de las viviendas y la comandancia pero antes habría que limpiar el área de tanto verde y los hombres no estaban muy entusiasmados. Recordé lo que habían hecho para despejar la maleza en el Fuerte Johnson, en la isla de Penang, durante la ocupación de Malasia. Decidí utilizar el mismo sistema; ante la sorpresa de mis hombres abrí uno de los cofres con monedas de oro, tomé un buen puñado de ellas y las arrojé a veinte o treinta metros en dirección a la playa, lo mismo hice hacia los otros tres puntos cardinales y hacia un tupido bosquecillo que había hacia el noreste. Seleccioné a cinco oficiales y les ofrecí otro puñado de monedas por ser testigos; ellos deberían comprobar que cada moneda de las cincuenta arrojadas debían encontrarse en una zona absolutamente despejada de arbustos para acreditársele a su descubridor. En tres días más, cuarenta y cinco monedas fueron halladas y la zona estaba absolutamente libre de arbustos; los hindúes comenzaron la construcción de una capilla, mis oficinas y las barracas para los soldados solteros. Las monedas eran repuestas al cajón y serian acreditadas a la paga de los hombres al regresar a sus casas. Hay que ver la alegría y la sensación de tranquilidad que daba el saberse propietario de un par de monedas de oro aunque no sirvieran absolutamente para nada en nuestro pequeño universo... Una semana y media después de la llegada, El Caledonia, nuestro segundo hogar, se despidió hasta su próxima visita, prevista para los primeros días de julio. Rahib, su capitán, hubiera preferido quedarse con nosotros y no estaba para nada entusiasmado con volver a la India bajo las actuales circunstancias. Así y todo escribí una recomendación para que mi amigo sea destinado a Diego García como mi ayudante personal. Ver perderse la gris silueta del Caledonia confundiéndose con el más bello atardecer que recuerde, es una de las imágenes imborrables de nuestra estadía en la isla. 107
Un mes pasó y nuestra tranquilidad se vio interrumpida por una tormenta acercándose por el norte. Nada igual habíamos visto, ni en Europa ni en ningún otro lado; aquella mañana el cielo se oscureció como si fuera medianoche, teníamos plena confianza en las estructuras que habían construido los hindúes, pero sin dar mucho ejemplo, ellos prefirieron refugiarse entre las piedras. La tormenta tropical llegó más temprano que tarde, tirando viejas palmeras a su paso, y enseñando a volar a nuestras gallinas. La noche fue terrible aunque no parecía peligrosa. A la mañana siguiente ya reinaba la calma y mientras un grupo intentaba encontrar a las gallinas en el bosque otros revisaban los daños causados por el temporal. Todo parecía en orden salvo la capilla, que se desplomo al mediodía sin previo aviso llevándose consigo a la enfermería que estaba a su lado. Nadie resulto herido pero coincidimos que no era buena idea construir nuestras casas, de ahora en adelante, tan cerca las unas de otras. Los hindúes, tan amantes de la salud, al ver que no se habían producido victimas organizaron una fiestas por la noche. Lo bueno que tiene equivocarse es hacer reír a los demás. Doce gallinas muertas en el temporal, algunas de ellas ahogadas en el mar y otras simplemente golpeadas por ramas y árboles caídos se convirtieron en el plato fuerte de la cena de aquella noche. El reparto de monedas, tierras y obligaciones intentó ser equitativo, dos monedas para cada familia y para cada oficial, una casa de grandes habitaciones cada dos familias, y los oficiales solteros distribuidos en dos barracas de quince camas. Cada soldado podía aplicar para recibir una casa y una parcela de tierra si es que su mujer e hijos venían en el próximo barco, tres o cuatro meses después. En esa situación estábamos doce. Así es que quince pequeñas casas comenzaron a construirse una vez que las construcciones primarias estuvieron en pie. La comida era suficiente, las huertas estaban a buen cuidado y los contenedores de agua se llenaban con precisión suiza cada diez o quince días tras cada tormenta. Mi buen amigo George era el encargado de la paga mensual de los trabajadores y los soldados, que no habían dejado de entrenar y cumplir sus guardias todos los días durante el tiempo que llevábamos en la isla. Rudolph era el encargado del trabajo de los hindúes, pero los trataba como esclavos, no le parecía bien que cobraran lo mismo que los oficiales; ese tipo de concesiones, me decía, les haría exigir cada vez más y más. Más de un trabajador visitó la enfermería doblado por el exceso de trabajo o el maltrato de este oficial. Lo que había comenzado por una lógica mano dura se transformó en una barbarie para el segundo mes. No tuve más remedio que reasignarlo a otras tareas para preservar el orden y cordialidad entre todos. Flaubert decía que con el tiempo los pequeños hábitos se convierten en tiranías… y no podíamos darnos el lujo de perder un trabajador en estas circunstancias.
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Una tarde del cuarto mes El Caledonia se dejó ver en el horizonte. Llegaron las familias y los niños de muchos oficiales. George recibió a su novia Margarita, que me regaló la sorpresa de que Clara había nacido hacía una semana, que era hermosa, como su madre. Me trajo un par de cartas que rebosaban de amor, cariño y lágrimas. También un dibujo de mi pequeña hermana, Mabel, que intentó garabatear nuestra familia usando palos y círculos disfrazados de los más variados colores. Diego García era una fiesta, nuestro trabajo estaba por buen camino y los oficiales se recuperaron de lento y profundo desgaste que produce la distancia y la soledad. Las únicas noticias dolorosas las daban los periódicos, ya sin vigencia, que nos fueron traídos. Europa se dividía en pedazos por la guerra. Nuestros superiores no podían establecer con certeza cuándo volvería el barco. La ruta se había convertido en muy peligrosa y no había nada más importante que el bienestar de nuestras familias. Mejor así. Si no pueden venir que nos esperen allí. Rahib se quedó con nosotros y El Caledonia zarpó nuevamente rumbo a la India. Otros cuatro meses pasaron y todo se convirtió en una larga y dolorosa espera. Las bodegas estaban casi vacías de productos enlatados y ya casi no quedaba vino. Habían nacido tres niñas y dos niños en las familias hindúes; los pocos soldados que, como yo, no tenían noticias de sus familias empezaban a impacientarse ante la posibilidad de que no vinieran por mucho tiempo. Tomé la decisión que los soldados desanimados dejaran de entrenar si así les parecía. Lo único obligatorio fue la guardia nocturna a la espera de las bengalas de El Caledonia. Los más veteranos siguieron entrenando a la madrugada para un conflicto que nunca sucedería. Aquellos días fueron terribles, sin atenuantes, se sucedieron unos a otros como si de solo eso se tratara nuestra estancia en aquellas latitudes. Las suposiciones cobraron mayor cuerpo; tal vez habríamos perdido a la India o la guerra en Europa había empeorado. Tal vez se hayan olvidado de nosotros. La desesperación enturbia el sueño y las esperanzas. En noviembre de mil novecientos diecinueve ya no quedaban esperanzas, la pesca se convirtió en nuestra forma de subsistencia, solo comíamos carne cuando se moría alguna cabra o buey, y comíamos gallina una vez al mes. La huerta funcionaba bien gracias a que no había invierno ni verano; el agua se racionalizaba aunque sabíamos que la estación de las lluvias se acercaba y que no habría mayores problemas. Aprendimos el significado de la palabra resignación, aquella horrible expresión que tanto le gustaba al sacerdote. El numero de feligreses había disminuido a limites increíbles y a casi nadie le interesaba las interminables partidas dominicales de bingo en la capilla mientras in109
tentaba devolver la ilusión a su lúdica clientela. El pequeño templo hindú, en cambio, estaba siempre concurrido. El número de recién nacidos llego a quince y la supervivencia en la isla estaba asegurada, no murió ninguna de las cuarenta y ocho personas que originalmente llegaron a la isla. Algunos soldados lograron hacerse con los favores de unas niñas mujeres hindúes por unos peniques y así la espera volvió a convertirse en rutina y se enterró la ilusión junto a donde estaba muerta la esperanza. Las sensaciones eran grupales, un día todo el cuartel estaba triste y otro día estábamos alegres. Kong, el monito, aprendió a divertirse con los niños y no molestaba más a los guardias. Los hindúes estaban como en casa, con sus animales, su techo, su sonrisa. Ya nadie parecía necesitar de más. Los hombres siguieron entrenando cada dos o tres días y aprendieron a pescar y a bajar cocos de las palmeras. Las excursiones a buscar plantas medicinales se organizaban una vez al mes y resultaban hasta entretenidas para los más jóvenes quienes siempre estaban buscando alguna forma de liberar adrenalina. A alguno se le ocurrió armar una balsa e intentar llegar a alguna otra isla pero desestimé la idea, la distancia era enorme y las tormentas se sucedían, la posibilidad de que otra de las islas vecinas tuviera algún contacto con tierra firme era mínima ya que estaban habitadas por indígenas. Cualquier trabajo se convertía en un buen recurso para mantener la moral alta. La noche se convirtió en el lugar donde nos encontrábamos con nuestros seres queridos entre sueños y bostezos. Yo tenía el extraño convencimiento de que algo malo habría pasado pero no se me cruzaba por la cabeza la idea de que nos abandonarían allí. El pueblo recobró lentamente su normalidad, sin rangos, sin soldados, sin castas, con mucho compañerismo y casi sin alimentos ni esperanzas. Hablamos de las estrellas, la luna, los dioses y las costumbres. Algunas monedas de oro desaparecieron, y así nos preocupamos más en descubrir al ladrón que en esperar en vano frente a la playa. Pero nadie más se acordó de nosotros. Habíamos muerto para el resto del mundo.
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SÉPTIMA CARTA DE ISABEL 28 de Julio, 1946, Leiden (Holanda)
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noche Santiago me enseñó parte de sus escritos. Debo reconocer que no tengo demasiado en claro para quien lo hace, aunque sus motivos caen por propio peso. Creo, personalmente, que siempre temió olvidarse de quien era realmente, es de esas personas que llevan con orgullo sus cicatrices, aquellas que intentan hallar un equilibrio entre su pasado y su futuro. Seguramente tú también has oído más de una vez esos axiomas y principios que instan a siempre mirar hacia delante. Que el pasado es olvido y casi por naturaleza es melancolía. Reconozco que Santiago es, a veces, un tanto melancólico, pero ciertamente me ha hecho recordar las muchas personas que han sido parte de mi vida y hoy no están más a mi lado. Coincido que hay veces que me gustaría volver el tiempo atrás y contar nuevamente con su compañía, pero eso, sabemos, es imposible. Creo que es noble, de todas formas, tener presentes aquellos momentos para no repetir algunos errores si se presenta nuevamente la oportunidad. Eso no quiere decir que me arrepienta de cosas de mi pasado, pero si ahora me volvieran a ocurrir lo pensaría alguna vez más, con café mediante y esperando que mi ansiedad se apacigüe. Hasta vergüenza me da la forma en que he perdido amigas de la infancia, en una disputa tonta sobre vestidos y peinados, algún berrinche, celos… y luego la nada, el tiempo que pasa, sonrisas borradas… nuevas amistades… nuevas experiencias, nuevas sonrisas, más nunca las mismas. Hoy, intento vivir mi vida tomando las precauciones necesarias como para darle un valor justo a cada situación, a cada circunstancia, intentando predecir como me sentiré en un par de años, cuando madure y envejezca sobre aquella decisión. Lo mismo para los niños… hay cientos de riesgos que odio tomar respecto a su educación, pero tanto ha cambiado en el mundo, que temo más que a la muerte el reproche maduro de alguna decisión mal tomada, por más que el cariño y el afecto me justifiquen. En lo poco que he leído, en las migajas que Santiago me ha convidado de su colección de recuerdos, se detiene a detallar aspectos de su vida que alguna vez me ha mencionado, pero que opte por no profundizar… parecía heridas muy recientes. No se termina de conocer nunca a una persona, y más allá de que sus gestos, sus reacciones, son harto predecibles respecto a casi todo, aún hay facetas, referencias, que me son prácticamente ajenas de su personalidad. El insistiría que puede nombrarme cientos de personas que una carga histórica y recuerdos tan fuertes como los suyos, y seguramente me incluiría a mí en su lista. 111
Aunque haría una pausa, un silencio, para recordarme que gran parte de esa gente no ha sobrevivido a su propia realidad. El mundo ha cambiado mucho en veinte años… y parece hasta evidente que con estas guerras hemos perdido la confianza en nosotros mismos y nuestras reacciones. Tengo fe como toda católica. Bah, quien no lo es habiendo nacido en esta España de principios de siglo. Mi religiosidad es como una gota de aceite en un vaso de agua, casi imposible de atrapar o analizar. Soy de las que han elegido no darle vueltas al asunto porque todo parece más difícil de esa forma y no me parece lógico agregar un problema más a los que ya tengo. Creo en la fuerza de los buenos pensamientos, en los buenos deseos y también creo que mucha gente bondadosa, debidamente organizada, puede obrar milagros. Santiago respeta mi idea, aunque no la comparte. Si coincide en que hay doctrinas que, al convertirse en hábitos, aportan un orden personal necesario e imprescindible para enfrentar esta vida, que por su experiencia, le parece cruel por naturaleza, aunque con detalles esporádicos y casuales que la hacen irresistiblemente bella. Como sea, el no ha intentado inculcar su descreimiento en los niños. Ellos ya sabrán a su tiempo encontrar su propio camino, después de todo, no es que tengamos muy en claro nosotros cual es el verdadero sentido de todo esto, y a fuerzas de ser sinceros, no es tan larga la vida como para desperdiciar el tiempo en esas cosas. En su momento, al volver de París, pensé que todo en mi vida se vendría abajo. Habría que empezar de nuevo, sola, valiéndome de mi misma. Pero no necesité mucho tiempo para darme cuenta que las cosas no podrían empeorar más, al fin y al cabo, era mujer, joven, sin experiencia, buscando un trabajo digno en un mundo machista y belicoso. Todo sería por fuerza positivo, en el peor de los casos, si me viera agobiada, podría recurrir a mi padre, que no ocultaría su alegría de volver a verme. Entender aquel ecosistema, aquella jungla urbana de los años veinte, era mucho más simple que lo que ahora parece. La de las mujeres de aquel entonces, fue por fuerza, una lucha sin bandos victoriosos, fueron un sinfín de batallas contra las costumbres, los prejuicios, que se extienden aún hoy y seguirá por mucho tiempo. Solo había dos tipos de personas que podían darte un empleo… los hombre solteros, que torpemente intentaban seducirte aunque no mostraras el menor interés y los casados, que eran aún más insistentes a pesar de sus barrigas y malos modos. Es que de las cavernas hasta este punto parecía haber pasado solo un cuarto de hora. Seguramente correrá mucha sangre en los campos de batalla hasta que el genero masculino acepte que sistemáticamente ha contribuido tanto al progreso como a la destrucción de nuestra sociedad… nosotras, seguramente tendremos que aceptar también que hemos cerrado la boca 112
mucho tiempo y que parte de esa comunión que implica el compartir techo, comida y preocupaciones también conlleva una carga también mayor en las culpas por este desquicio. ¿Que diablos he de contarte a ti sobre estas cosas que poco han de interesarte? Seguramente la cuestión del género no te ha afectado a ti. Hablando de eso, Santiago cree que eres un viejo amigo de la escuela. Ha encontrado una carta que te he escrito anteriormente y no ha intentado leerla, solo ha buscado la última pagina para ver si me despido con un beso, un te quiero o un te hecho de menos, Hombres…Si supiera que lo que nos une va mucho más allá de lo físico, de lo expresable. No pierdo aún las esperanzas de recibir una contestación de tu parte. Siento estar acosándote de esta forma, no es mi estilo, para ser sincera. Se reconocer una negativa. Pero hay algo que me empuja a seguir escribiéndote. Es extraño, tengo la seguridad de que has estado leyendo todas y cada una de mis cartas en silencio. Necesito saber que estas ahí. Es muy poco lo que me queda por contarte, la verdad. Pensé escribirte sobre aquel trabajo de profesora de francés pero la verdad es que de aquella época, más que la experiencia profesional, me queda la lucha por una igualdad de condiciones que nunca llegó y que no vale la pena recordar. La próxima, con seguridad será la última carta que recibas de mi parte. No es que me haya cansado de esperar pues paciencia me sobra. Es simplemente que poco más tengo para contarte y ya conoces en gran medida como soy. No puedo llamar tu atención de otra forma que no sea con mi verdad… y es lo que has leído precisamente. Hasta pronto, hasta cuando quieras. Tuya. Isabel.
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LAS REFLEXIONES DEL MAR
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as tareas para las que había sido preparado académicamente eran absolutamente prescindibles en el abandono aquel. Mis tardes, como las de otros compañeros, se convirtieron en largos atardeceres frente al mar, con la mirada perdida en el horizonte. A veces hacíamos una fogata y nos quedábamos allí hasta la medianoche. Otras veces iba solo, a esconderme cerca de las rocas a imaginarme que estaba en Alicante y que al salir de mi escondite vería a Azul y mis amigos disfrutando del sol, de la playa, de la libertad. De aquellos días y noches de mar y soledad solo me queda de recuerdo un pequeño manuscrito. Cuando no estaban los compañeros en aquella playa, la filosofía, mi vieja compañera se sentaba a mi lado y me invitaba a pensar, a sacar conclusiones de esta desgracia, malaventura que, por principios, no podía achacar a la suerte. La suerte, como tal, nunca ocupo un lugar en mi diccionario. El azar es una palabra vana, sin sentido, nada existe u ocurre sin causa. Si he llegado a Diego García, a mis piedras, a mi soledad, a esta playa perdida fue, de alguna u otra forma, porque lo he permitido. Y me rendía a mis pensamientos, tarde tras tarde, pensaba en ti, en nosotros, en el mar. Una oportunidad lleve conmigo un lápiz, un papel y envuelto en mis rocas escribí pensamientos acerca del mar. Escribí sobre la analogía que hay entre la vida y el mar. En el escrito reflexionaba, al ver lo inconmensurable, lo profundo que es el mar, que la vida o el amor no son muy diferentes a él... en lo incontrolable, en lo bello, y también en lo perverso y cruel. Es por eso que es fácil imaginarme a las personas a orillas de él. ¿Acaso cuando éramos pequeños no nos inquietaba cuando el mar nos envolvía a su llegada en la orilla?... Tan parecida a la sensación aquella del primer beso. ¿O acaso cuando éramos jóvenes no nos aventurábamos un poco más mar adentro y buscábamos las olas más grandes y peligrosas? ¿No lo hacemos acaso en la vida? Otras olas, aquellas que no parecen valer mucho, son las que nos traen calma, tranquilidad, aquella que buscan los viejos. Es justamente allí, en la orilla, donde la elección pasa a ser nuestra. Allí es donde te veo, amada… Allí es donde te veo, amigo… Allí es donde te veo, madre… 114
... con tu tabla frente al mar, pretendiendo elegir la ola correcta, la que te lleve a una isla desierta, o a donde están los que ya se han ido. Dejo a vosotros, que sois más inteligentes, que aceptéis o no como válida mi comparación del mar, la vida y el amor. Tal vez es por todo esto que cuando necesito alguna respuesta, alguna explicación sobre como funciona este mundo, me acerco lentamente a la orilla y observo en silencio como huyen los niños, temerosos de las olas, como las enfrentan los más jóvenes, y como solo quedan mirando de lejos los viejos, ellos ya no quieren arriesgarse a conocer el fondo, muchos ya han estado allí y ya no están seguros si tendrán o no la fuerza de llegar a la costa e intentarlo una próxima vez. El mar, a veces, solo a veces, me da respuestas... Una tarde me dijo que no el no está tan seguro de si mismo, si es bueno o malo, justo como también me sentía yo... Al fin y al cabo ¿que podía responderle yo? Que de tanto visitar la orilla, hace un tiempo que me he convertido en ola, y no es tan fácil, siendo así, encontrar alguien a quien atrapar en mis brazos cada vez que me acerco a la orilla. En esta isla, donde mi nombre no tiene valor alguno y soy uno más, parte de un todo y de una nada a la vez, nos hemos convertido todos en olas que vienen y van. Las últimas tardes, por ejemplo, he elegido convertirme en espuma y esconderme entre las rocas, desde donde lo observo todo y donde nadie puede interrumpir mis sueños con retazos de realidad. Después de todo... el mar es inmenso... y a pesar de su torpeza, tarde tras tarde nos hacíamos compañía. Muchos le dieron la espalda al mar en aquel entonces, no abandonaban el pueblo por ninguna razón, lo consideraban culpable de todos los males. Y éramos los mismos de siempre los que visitábamos a menudo la playa. Pero el mar no cambia, es inmutable, no puede ser el culpable de nada. Intentamos convencer a esta gente que nos acompañe a la playa, que deberíamos mejorar nuestra pesca, aprovechar el arrecife, los peces, que debíamos tomar partido de los días calmos y hacer una fogata a ver si alguien divisaba nuestro pedido de auxilio y enviaba por nosotros. Pero nada cambiaba. Cuando nos acostumbramos a la monotonía no nos gusta el cambio; ¿Que odiaríamos más que saber que nos hemos estado aburriendo todos este tiempo? El tiempo pasó, y con el los meses. Al cumplirse dos años de nuestra llegada, la población había hecho, poco a poco, las pases con el mar. Los niños aprendieron a nadar, aprendimos a pescar y la sociedad se 115
armonizó con la naturaleza, muchos se mudaron a vivir frente al mar y no pocos soldados hicieron pareja con las hijas adolescentes de las familias hindúes y se fueron a otro lado de la isla a vivir. Habían llegado nuestros primeros muertos, que también fueron entregados al mar, y nuestra vida en general se había adaptado al ritmo vital y natural de la isla, sus tormentas, sus sequías. A nuestras conversaciones filosóficas en la playa asistieron cada vez más personas, ansiosas de conversación y comprensión. Así, hinduistas o cristianos podían intentar llegar a una conclusión satisfactoria de qué hacíamos allí. Pero no solo en función a intereses mundanos u ordenes militares, sino también cual era el sentido de nuestra existencia, sufrimiento y aislamiento. También allí decidíamos que camino tomar para que la armonía perdure, se suprimieron las practicas religiosas obligatorias transformándolas en personales, así las nuevas uniones matrimoniales no deberían seguir ritos ni costumbres que podían entorpecer el normal desenvolvimiento de la isla. También tomábamos decisiones políticas, dándole a cada voz un peso acorde a su implicación en el desarrollo y cumplimiento de propuestas. También decidimos enfrentarnos al mar, así llegaron los primeros tiburones coralinos y pulpos a enriquecer nuestra gastronomía. Racionalizamos el uso de ciertas hierbas medicinales, que ya escaseaban, hasta que se repongan naturalmente. Cada amanecer se alzaba una gran columna de humo en busca de ayuda. Esto nos daba una sensación de control sobre nuestro destino que no dejaba de ser una sensación y poco más. Debo admitir que al inicio del tercer año, empezamos a sentirnos como en casa, entre los nuestros. No dejaba de pensar una sola noche como estarían Azul y Clara, pero ese tiempo dedicado al recuerdo, a la nostalgia, era tiempo perdido; o al menos era algo que desmoralizaba y nos hacía perder vitalidad…a partir de ese momento intentamos no gastar más energía pensado en el futuro. El día que hicimos la tierra, el mar y el cielo parte de nosotros fue el día que comenzamos a vivir aquella experiencia como algo que nos haría mejores si nos tocaba retornar. Fue el día que dejamos de buscar culpables y encontramos amigos. Fue el día que nos dimos cuenta que teníamos más para ofrecer al mundo moderno que para pedir a él.
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RESIGNACIÓN O LUCHA
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a armonía que habíamos logrado a partir del tercer año, solo nos acompañó durante dos años más.
El abandono moral era enorme. Nuestra formación militar se escondió en un rincón oscuro muy poco frecuentado por nuestro hábito. Lo único en lo que pensábamos era en sobrevivir, resistir y permanecer unidos. A pesar de nuestras diferencias, estábamos convencidos que no saldríamos nunca de allí si luchábamos entre nosotros. Nos habíamos prohibido tácitamente hablar de un eventual rescate, lo soñábamos, pero no había motivos suficientes para imaginar que alguien se acordaría de nosotros después de cinco años. Tal vez nos hayan considerado muertos, o simplemente la guerra pudo haber dejado el país en ruinas y no habían medios para financiar una operación de rescate. Cuanto más vueltas le dábamos al tema, más envenenadas estarían nuestras almas. Diego García apreciaba nuestra compañía, nunca nos negó el sustento, que fue siempre mínimo, pero suficiente. Nuestros enfermos siguieron cursos naturales, algunos sanaron y otros no lo hicieron. La población siguió creciendo y el mayor problema fue, extraño pero real, la escasez de ropa provocada por el aumento de la natalidad. El clima no demandaba mayores preocupaciones, de tanto en tanto venía una gran tormenta, las ramas caían y luego debíamos limpiar los destrozos. No podíamos quejarnos de nuestra calidad de vida, no nos sobraba nada pero tampoco necesitábamos mucho más para vivir. George se convirtió en padre cuando Margarita dio a luz un par de hermosas mellizas, por tal motivo mis fantasmas volvieron a visitarme y volví a imaginar a Clara yendo a su escuela, Azul preparándome croquetas con bechamel y queso, mientras espera que regrese de la oficina una tarde cualquiera, como antes lo hacía… Mi memoria es débil pero mi corazón no. No recuerdo detalles concretos pero si lo que he sentido en muchos momentos y lugares. Me hubiera gustado estar junto a ellas, ya hemos pagado aquí, todos, nuestros pecados… quiero irme de aquí. Yo pensaba que cada uno de nosotros llevaba dentro de si la ilusión genuina de volver a ver a nuestros seres queridos. Era lo único que justificaba el renunciar a ese pequeño universo que habíamos construido en la isla. Es más, hubiera dado todo lo que tenía por llevar hasta allí mis amores y vivir el resto de nuestras vidas en ese paraíso. La distancia, que es una muerte en vida, tiene una repercusión terrible sobre el espíritu y ese daño se hacía notar. Cuando pierdes a al117
guien, cuando se muere, sabes que no verás esa persona nunca más, el cuerpo y la mente acusan ese golpe inmenso, pero natural. Luego nos asiste la memoria, y sus mecanismos salvadores, para alejar de a pocos los recuerdos que nos torturan. Porque la muerte, en ese aspecto es más digna. Esa condena que soportamos en Diego García no era digna; nos obligaba a levantarnos todas las mañanas pensando que quizás ese sería el día, cada labor realizada, cada descanso, se interrumpía mecánicamente para que nuestra vista pudiera perderse en el horizonte buscando un punto, una razón para no enterrar la ilusión. Eres consciente que cada segundo de tu existencia tiene una correspondencia en otro sitio, increíblemente lejano. Sabes que en otro lugar concreto, real, existen personas que sienten lo mismo por ti, que en el peor de los casos, ya han aceptado tu muerte y tu olvido. Se han resignado a no esperar más nada de ti. Eso, justamente, era lo que más dolía, el sentirme tan vivo, tan lúcido, tan consciente de mi propia desgracia. No hablábamos en conjunto de este tema. Por motivos lógicos, esta claro, era preferible no generalizar lo negativo. Nos hacíamos compañía día a día, noche a noche, alentándonos a seguir buscando una salida y dejando para nuestras almohadas y nuestras conciencias el cicatrizado de nuestras propias heridas del alma. Casi todos éramos optimistas, salvo unas pocas manzanas podridas, las de siempre, las que ya se habían resignado. Justamente los no-luchadores eran quienes hablaban de fe con más insistencia. Justificaban nuestra suerte, en aquella isla, como una decisión de Dios, el todopoderoso, diciendo que seguramente estará al tanto de sus propias razones para enviarnos allí. Según ellos, era él quien nos había destinado a esa isla, y era él quien decidiría si volveríamos o moriríamos allí cuando lo considere oportuno, independientemente de lo que hagamos. Eso me enfurecía. Poco control puedo tener yo sobre mi destino, pero fue el hombre el que me llevó hasta allí y confiaba que sea él quien venga a buscarme. Con ese objetivo encendía cada mañana una hoguera, en la playa, buscando ayuda; en cambio otros, no hacían más que lamentarse entre si y fomentar la resignación, que es uno de lo más mediocres impulsos que puede tener el ser humano, una falta de respeto a layes naturales de la supervivencia. ¿Cómo no amar esta vida?... si aún con su torpeza, me sigue ofreciendo momentos para recordar. Fiel a su gusto por las fuertes emociones, esta vida puede obsequiarme, una de estas mañanas, la caída de un árbol, y así acabar nuestra relación para siempre, sin despedidas… o puede regalarme, en cambio, un barco en el horizonte para que vuelva a mis viejas calles a contar esta historia. Siempre me he considerado muy respetuoso de las religiones y consciente de su importancia; creo que es fundamental proveer herramientas para que las fuerzas y sueños de los hombres se encuentren en 118
pos de un objetivo, y es ahí donde la religión es necesaria. Pero esa fuerza, por necesidad, debe ser positiva, nunca negativa, ni debe frenar ningún impulso vital. Tal vez he pasado mucho tiempo solo en esa isla, quizás mi mente es más obtusa que la de ellos y no llega a comprender qué es lo que hay de bueno en la aceptación irremediable del destino escrito. No niego la existencia de Dios, es solo que no puedo comprender como nos ha dado la razón, el entendimiento, los sentidos y ahora nos pide que no los usemos, que creamos lo que está escrito y que seremos condenados por dudar su verdad. Tal vez la única diferencia apreciable entre aquel Dios de mi padre y el mío, es que aquel le exigió demasiado a cambio de nada, y éste me ignora sistemáticamente. Si es que ha tenido algo que ver, no ha respetado mis sueños ni los de todas aquellas personas abandonándonos en Diego García. Pero a pesar de eso nunca he dejado de soñar. Al fin y al cabo, en aquella isla, importaba poco si existía o no Dios. Para muchos de nosotros estaba claro que de existir, solo es un niño torpe correteando en un enorme parque entre millones de hojas secas, entre las que me cuento, esperando y preparándome para la próxima ventisca, que a veces es cruel y otras veces amable; pero en la que puedo confiar precisamente porque es siempre imprevisible y no me pide nada a cambio. Soy una de aquellas hojas secas de tu jardín que aman los paseos fugaces y huyen de ti. Una de aquellas hojas secas que prefieren desafiar al viento antes que resignarse a esperar en vano tu caricia o tu consuelo.
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EL SUEÑO
S
eis largos años habían pasado, no había mucho más que hacer como administrador de aquella isla.
¡Cuanta espera! Solo había una cosa que acrecentaba nuestras esperanzas de regresar y aquello era el hecho que cada día que pasábamos en ese lugar, cada hora que transcurría en compañía del desasosiego, se hacían cada vez más insoportables. El final, disfrazado de lo que quiera, no podía estar muy lejos. Tal y como estaban dadas las cosas, no cabía otra posibilidad en mi conciencia que el convencimiento sincero que no estaría más allí el año siguiente. Estaría muerto, probablemente, o sentado en el jardín de mi casa; pero no allí, no recostado a aquella roca en la playa de Diego García. ¿Quien hubiera dicho que aquel grupo de oficiales, que hace setenta meses habían llegado a esta isla desierta, ocupara la mayor parte de sus ratos libres en la única actividad que les estaba vedada en la engañosa libertad de la que provenían?… el pensar. ¿Que puede ser más peligroso para los manipuladores que los libres pensadores? Esa tarde...yo seguía pensando... arrojando puñales al cielo suponiendo que no caerían sobre mí. El pensar, ayuda a la autodestrucción en un mundo como el nuestro. Dulce destrucción. No son pocos los que descubren que al pensar, al plantearse si las cosas son de una forma o de otra, no se llega a ningún sitio concreto. Pero ese sitio ambiguo y solitario, donde llueve y hace frío, es mucho mejor que la caja oscura donde pasaba sus noches mi conciencia, supuestamente a salvo de los peligros que acarrea la duda. Al reflexionar sobre nuestros problemas y miedos, el recorrer ese camino común enfrentando los obstáculos en vez de esquivarlos, saltando las vallas y escalando montañas, nos enseña poco del destino pero mucho del camino. La redención prometida puede quedar lejos cuando te llegue la muerte, pero importará muy poco. Importará tan poco tener otra vida después de esta si es que has tenido en ésta la libertad suficiente como para vivirla sin complejos ni prejuicios; importará tan poco reencarnarse en algo más si has sido en esta vida, auque sea por un instante, cada cosa que hubieras soñado ser. Importará muy poco que alguien juzgue el como has vivido...pues ya te habrás juzgado a ti mismo y no hay nada más importante, ya lo verás. 120
Pero hay que tener un solo recaudo… esta inquietud puede apasionarte y hacerte prisionero. Tal vez victima de tanta reflexión, que nunca es buena, aquella noche tuve un sueño muy real, del cual recuerdo cada detalle. En ese sueño me encontraba sentado sobre una piedra, junto a muchos ladrillos, observando unas ovejas pastar a lo lejos. Los perros pastores que las cuidaban se percatan de mi presencia y vienen hacía mi enfurecidos. Tomo uno de los ladrillos y construyo una pared, y luego otra, hasta quedar prácticamente encerrado en aquella construcción. Cuando el susto se desvaneció pude observé que cada ladrillo tenía una inscripción. Eran pensamientos, verdades, conclusiones. Los numerosos faltantes que habían quedado se completaban mágicamente con un nuevo ladrillo cuyo mensaje resumía lo expresado por sus vecinos, pero hubo huecos que nunca se llenaron, precisamente aquellos que habían quedado entre dos afirmaciones opuestas e irreconciliables. "Tantos ladrillos, terminarán por encerrarme, seré un prisionero de mi propia lucidez" pensé en el sueño y un ladrillo con aquella frase apareció a mis pies, lo tomé y tras intentar colocarlo en uno de los huecos libres solo entró con facilidad entre otros dos que decían “No preguntes, solo disfruta” y otro que decía “No te olvides de dudar”. Un gran hueco rectangular quedo por donde yo había entrado, lo había formado un centenar de ladrillos que de común solo tenía la palabra "Duda". Me regocijé en el sueño, debía ser muy importante el tener aquella salida. La duda, es la respuesta universal, es la única que nos puede satisfacer y… ¿Qué mejor forma de probar de que hemos estado razonando correctamente que dudar de la validez de nuestras conclusiones? También me percaté que la gran mayoría de los espacios vacíos, que debilitaban toda aquella estructura, no estaban rodeados de la palabra duda, a pesar que siempre me habían dicho que la duda genera ese tipo de ausencias y peligros. Lo único que tenían en común aquellos lugares vacíos era la vecindad con un ladrillo cuya inscripción contenía las palabras “Todos” o “Ninguno” y me di cuenta que esos espacios se habían formado por culpa de aquellas generalizaciones y conclusiones simples que había tomado en la vida o que utilizaba cotidianamente. “Todos los ingleses son malos” decía uno. “Ninguna posibilidad existe en salir de aquí” rezaba otro. “Soy dueño de la única verdad” lloraba un tercero… y así se sucedieron hasta dejarme en claro que mayor riesgo corría confiando ciegamente en mis certezas que recostándome en mis dudas. Cuando salí al exterior volví a ver las ovejas, los perros, y a mi lado una larga fila de refugios de ladrillo perdiéndose en el horizonte. No estaba seguro de querer vivir en mi refugio en soledad. Uno aprende cosas durante toda la vida, pera cada tanto, al menos en mi caso, quisiera olvidarme de todos las conclusiones, ideas y ladrillos que me rodean. Salir a pasear un rato, que alguien me acompañe a tomar aire 121
fresco. A veces me gustaría volver a confiar en los hombres, sobre todo cuando veo que dentro de mi refugio es tan difícil encontrar el ladrillo que dice "sonríe", o el "todo estará bien", aunque sea un ladrillo de cartón. Tal vez debía hacer caso al vecino del refugio de al lado que encerrado en sus prejuicios decía haber pintado un paisaje en la pared para sentirse un poco más libre. Pensaba en la gente que era feliz sin refugios, pues no se habían creado la necesidad de pensar, en cambiar su realidad. Llegué a envidiar a las ovejas, que aunque siempre guiadas, parecían felices y sin otras complicaciones que alimentarse, reproducirse y dar su lana a los pastores. Pero durante aquel sueño también comprendí que tampoco ellas eran libres. Solo deciden donde no quieren ir, los pastores se han encargado de decidir por ellas y les han enseñado cuanto sufrirían si van hacia allí, o vienen hacia aquí. Las necesitan así, en cantidad, rebaños, sintiéndose iguales en su mediocridad y simpleza para que la lana sea saludable. Alguna noche silenciosa pueden escucharse a los perros persiguiendo a alguna oveja en huida. De lograrlo un nuevo refugio se levantará junto a los nuestros. Pero otras noches, no pocas, de este lado se puede escuchas el llanto desconsolado de quienes no pueden ya escapar de su encierro, de su prisión de prejuicios. Cada vez que recuerdo aquel sueño descubro algún detalle nuevo que se me había pasado por alto, por ejemplo, de como ha cambiado mi punto de vista con los años, como veía a la mayoría de las personas como ovejas cuando era joven, y ahora, con más años y preguntas sin responder, hay veces que echo de menos la caricia de un pastor, la compañía de los míos ante la soledad de mi refugio Siempre esperé comprender totalmente mi sueño, dudo si lo haré algún día, tal vez solo ha sido un manifiesto que me ha llegado, de algún mundo lejano, recordándome, simplemente, que el día que decida cerrar mi refugio, no me olvide de dudar. Un manifiesto que dice que algún día, después de tanta guerra y desamparo, tal vez volvamos a sentir el aire fresco, y correr libres por las praderas que antes nos pertenecían. Libres, al fin.
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EL DINERO
A
l salir de Londres, uno de los tesoros que con más dedicación debíamos cuidar era el oro que llevábamos. Monedas de oro, dos cajas grandes. Las mismas de las que tomé un puñado al llegar a Diego García para que los hombres despejaran los matorrales y preparen el terreno. Estaba pensado para pagar salarios y los proveedores que nos visitarían, supuestamente, durante la construcción de la base militar y el resto de estructuras en la isla. Monedas de oro. ¡Que romántico!, ni que fuéramos bucaneros del Caribe. Y, estaba claro, aunque a mi también me pareció exagerado... era bien cierto que el oro perdura mucho tiempo, y sobre todo... perdura al agua... y créanme que durante todo ese viaje hasta aquí y tormenta tras tormenta en esta isla... No hubo nada que se salvase del agua. No se han salvado los libros ni los diarios personales. El encargado de aquel oro era George, el pagaba a los soldados y trabajadores, cuando los tuvimos, ahora todos y cada uno de nosotros solo éramos sobrevivientes. Durante los primeros años las personas guardaban celosamente ese dinero en sus casas y cuidaban de él como si la vida se les fuera sino. Pero la verdad era que al quinto año poco importaba quien las tenía, de echo todo el mundo sabía donde estaban las que quedaban. He de decir, en favor de ese elemento, el oro, que una de las razones por la que es tan venerado, seguramente, es por su escasa utilidad fuera del circuito económico. Era difícil de fundir, y no podíamos usarlo para otra cosa que no sea mirarlo y preguntarnos una y otra vez que diablos hace la gente peleándose por él en el mundo... Allí, en nuestra isla, sobraba el oro y más que nadie habíamos llegado a la conclusión de que era inútil. Con el tiempo, coincidentemente con la pérdida de la esperanza de ser rescatados, la gran mayoría de las personas perdieron también el interés por guardar y cuidar celosamente sus monedas. Fueron utilizadas para nivelar mesas, sillas y tapar pequeños hoyos en las paredes y el techo. No era difícil encontrar una moneda bajo nuestros pies cuando nos juntábamos con los hindúes a jugar al críquet, único deporte que teníamos en común con esta cultura. George siguió cuidado lo que quedaba de ese oro, a pesar que reclamaba que desaparecían piezas frecuentemente, solo él tenía la llave pero juraba estar convencido que alguien más echaba mano a ese montón de sin sentidos. Pero si que había comercio en Diego García. Yo era el juez, una especie de juez civil, conciliador. Cada vez que surgía un desencuentro, un problema entre dos partes, la presencia de Rahib y la mía eran requeri123
das, escuchábamos a todos y tomábamos una decisión lo más justa posible. De paga recibíamos la mitad del producto de ese día de ambas partes... les explicaré. Si el viejo Aguado, un español que estudió conmigo y me acompañó a esta isla, tuviera que pagarme con la mitad de lo que hacía en un día, me pagaba con una silla, un marco para un cuadro o reparando algún problema con mis muebles... a eso se dedicaba, trabajaba la madera como ninguno y con eso me pagaba. En cambio la Sra. Mastitis, hindú, era la que tenía una gran cantidad de pollos y gallinas con las que comerciaba. De necesitar pagarnos nos llevaríamos dos gallinas. Si acaso hicieran negocios entre los dos... seguramente una buena silla valdrían dos gallinas y algún pollo. Rahib y yo, digamos, éramos quienes mejor salíamos parados con esa práctica económica alternativa, pues poco era lo que podíamos ofrecerles, nuestro consejo y nuestra paciencia. Éramos, eso sí, quienes determinábamos, de forma general, el valor que tenían las cosas a la hora de hacer un negocio. Este sistema, tan viejo como el hombre, fue utilizado a partir del tercer año en Diego García por los ochenta y cinco habitantes... sin registrarse jamás problemas graves. Estaba claro que estábamos todos en un problema y una situación muy comprometida estando abandonados a nuestra suerte allí, entonces, era lógico que tengamos la obligación moral, o al menos la educación, de agradecer los favores... y eso era lo que hacíamos en realidad, nadie tomaba ese intercambio de artículos como un comercio, para eso estaban las monedas... eso era así en teoría. Empezó con la Sra. Mastitis regalando un par de gallinas a Margarita y George que le habían obsequiado un buen trozo del pan, del que preparan todas las mañanas y que regalan habitualmente a amigos y ocasionales visitas de la pareja. Así alguien más se acercó a llevarse más pan a cambio de leche, la misma leche que normalmente era gratis y comunitaria pero era siempre ordeñada por la misma familia. Era una forma de agradecernos entre nosotros la generosidad con la nos relacionábamos a diario. Era obvio que las monedas no podían hacer nada allí. De que le valía a George que le paguen con monedas que no podría utilizar en ningún otro lado. Estos agradecimientos, en forma de presentes, mejoraron las relaciones entre todos, que por hacerse notar o querer recibir más hicieron lo imposible por especializarse en algo... así surgieron nuestros mejores pescadores, agricultores y cuidadores de niños. La vida en la isla se hizo mucho más justa y amena. No escapaba a mi entendimiento que, de una u otra forma, es exactamente lo que sucede en nuestra sociedad, solo habría que habernos acostumbrado a utilizar las monedas con ese criterio... pero era realmente mejor que todos nos dedicásemos diariamente a mejorar nuestra calidad de vida, o empeorarla, sin que hubiera la posibilidad de que alguien, cansado de hacer dinero, se relajara y no hiciera más nada o explotara a los más humildes, con lo que nos había costado borrar aquella barrear entre europeos y asiáticos hasta considerarnos todos parte de una misma desgracia. De todas formas la gente mayor o con 124
problemas físicos recibía igual comida y ayuda de todos, no esperábamos nada a cambio salvo un gesto cariñoso o alguna historia de esas que tienen perdidas en el costal de los recuerdos. Diego García conoció una época noble, pero inhumana. No es inherente al hombre el ser tan generoso, es por eso que nunca funcionaron esos sistemas tan humanos donde se implantaron. Era un sistema que pagaba con sonrisas a falta de monedas... que pagaba con conciencia... que le daba el justo valor a cada cosa, que no es otro que el valor que tiene para quien se desprende de ella. Así, si la Sra. Mastitis, por desgracia, se hubiera quedado con solo dos gallinas, el valor de cada una era igual al de la mitad de las pertenencias de cualquier otra persona... pues eso era exactamente lo que valían cada una de ellas en el corazón de la vieja... y ¿Quienes éramos nosotros para ponerle precio a los sentimientos? Al año siguiente, en otoño, cuando estábamos más o menos acostumbrados a nuestra pequeña republica y sus sistemas, un barco apareció por el norte... y supimos que habíamos cumplido nuestra condena... La gente, antes de alegrarse, antes de pensar que volverían a ver a sus familias, pensaron en el reparto del oro que quedaba, lo exigieron con violencia... solo pensaban en las monedas, en su propio egoísmo, en su avaricia, en su humanidad... todas los favores impagos fueron reclamados en oro entre parientes y amigos... y de a poco, a nuestro estilo, empezamos a sentirnos parte nuevamente de lo que nunca dejamos realmente de ser... solo un grupo de hombres, comunes y corrientes... cuyo coraje y amabilidad bien puede medirse y pesarse en oro... como con el resto de los que transitamos este planeta.
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DECISIONES
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omo todos sabemos, no existe la perfección, pero no obstante seguimos intentando alcanzarla sin descanso, aunque a veces no lo admitamos. Me refiero simplemente a ese punto, a veces intermedio, de equilibrio, que nos hace aceptar y comprender lo cotidiano con franqueza, reconocer nuestras debilidades y descubrir los tiempos que controlan nuestras propias ansiedades y estados de ánimo, como si de la marea se tratase. El nirvana. Rahib me recordaba constantemente lo mucho que estaría ocurriendo en tierra firme ajeno a nuestro conocimiento, hechos y situaciones que jamás llegaríamos a comprender si regresáramos, porque nuestro punto de vista, la perspectiva desde la que mirábamos la vida en aquellos años de aislamiento, era bien diferente, sin dudas, a la que habíamos sido preparados para ver. Esto acrecentó un poco, casi sin quererlo, el temor que sentíamos también ante la posibilidad de regresar. Probablemente había cambiado todo allí afuera… ¿Qué hubiera pasado si todo había sido destruido?... y nosotros, protegidos por la descomunal distancia, éramos lo poco que quedaba de la civilización. Todo esto parece una tontería, ya lo sé. Pero al menos reconozcan que alguna vez han pensado en esa posibilidad… la de despertar siendo los únicos habitantes de esta tierra. Nosotros, acéptenlo como excusa, teníamos sobradas razones, y no solo me refiero a nuestra frágil alimentación, como para imaginarnos que estábamos solos en el mundo. No había dudas que si así fuera, nuestros hijos o nuestros nietos intentarían volver a poblar la tierra, y nuestros principios sociales, aquellos que Diego García y su modesta generosidad nos han legado, bien podría servir a una futura sociedad como modelo, imperfecto, pero también sencillo, humano y honesto. Cada tarde compartíamos estos sueños e ilusiones, que tanto parecían tertulias filosóficas como un tonto juego de niños sin mucho más que hacer en la vida que encontrarle formas de animales a nuestras nubes mentales. La tragedia nos despertó de ese letargo, rompió esa membrana imaginaria que nos separaba de una realidad hostil, de un zarpazo. Si hubiera esperado tan solo diez meses más, si tan solo hubiera esperado un poco más. Pero no fue así… a veces parece todo tan maquiavélicamente planeado que hasta asusta la posibilidad de que el destino verdaderamente ponga su atención en nosotros… o, simplemente, somos tan pequeños, como las hormigas de Khalil Gibrán, tan insignificantes, que todo lo que nos rodea nos sobrepasa emocionalmente de forma constante y no queda otra salida que refugiarnos en nuestros yo inventados, 126
aquellos superhombres que habitan nuestras conciencias, aquellos que son capaces de encontrar buenos consejos para todos los problemas de nuestros amigos, las soluciones claras… pero que son inútiles en la práctica, no funcionan para nosotros mismos, no sirven para enfrentar ese todo del que somos nada. Margarita salió a dar un paseo por la costa del mar junto a las mellizas, que hace poco habían cumplido cuatro años. George quedó trabajando, preparando el pan para el día siguiente, después de todo el tiempo estaba horrible, y era preferible adelantar el trabajo mientras no lloviera. Ni las niñas, ni la bella Margarita regresaron jamás de aquel paseo, dicen que fue un golpe de mar; Ronald, que frecuenta la costa buscando cangrejos, creyó ver una ola solitaria secuestrando las niñas, y Margarita enfrentándola…. dice que no pudo hacer nada, que desaparecieron… que el mar utilizó su otro brazo para impedir que el se acercara. George pareció no inmutarse por la noticia, escuchó acerca de la búsqueda que habíamos organizado con atención, simplemente tomó una gran bocanada de aire al oírme y clavó sus ojos en los míos… “Están allí afuera, ese viejo no tiene la menor idea de lo que ven sus ojos, ya sabemos que es un delirante”… Dos días pasaron de búsqueda, pero no aparecieron los cuerpos. George siguió con su trabajo, sin inmutarse por las miradas indiscretas de sus vecinos que no podían aceptar su aparente resignación. Esa misma noche, a la hora de la cena, se acercó a Rahib y a mí, que estábamos conversando en la playa. “Estoy preocupado Santiago” me dijo, “Ella se ha ido, seguramente ha decidido cruzar el mar con las niñas. Una tarde ya me había dicho que alguna mañana, buscaría la salida de esta prisión… y yo nunca le creí”. Rahib y yo nos miramos con incredulidad pero intentando seguir sus palabras con prudencia... “Se lo que piensan, que es imposible. Yo también lo creo difícil, pero esa mujer es decidida, y a estas horas habrá llegado a otra isla con las niñas, seguramente ha encontrado un barco y esta camino a su casa, donde me esperará. Si no lo ha logrado, estará perdida en el bosquecillo al oeste de la bahía, buscando la forma de enfrentarse al mar y cumplir su promesa…”. Rahib no soportó más escuchar aquella locura y le interrumpió “George, hermano, sabes que eso imposible, nadie podría nadar hasta las islas con este mar. Por favor, recupera la razón. Debes enfrentarlo querido amigo”. George quedó en silencio, tranquilo… le ofreció una sonrisa y continuó “Tu, Rahib, no sabes de lo que es capaz esa mujer. Las niñas han heredado su fuerza. Están allí, en algún lado… yo lo sé…Vayan a dormir, mañana será un largo día de trabajo”. George se despidió alzando su brazo y se alejó lentamente con la vista perdida en el oscuro mar, en la espuma, como buscando una voz en el, un llamado, una esperanza.
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Aquella misma noche, cuando todos dormían, un fuerte golpe en la puerta interrumpió mis sueños. Era George, empapado por la lluvia, con el rostro desencajado, a punto de quebrarse. Lo invité a pasar y le ofrecí una taza caliente de té de hierbas. “Fui un estúpido Santiago, ha sido mi culpa, he sido un idiota por no haberlo visto antes…”. Le acerqué la taza, y le di un fuerte abrazo… lloró. “Las he dejado solas, debí acompañarlas aquella mañana, no debí dejarlas solas ni un instante”. Conocía perfectamente aquella reacción, yo también la tuve, la seguía teniendo, aquella sensación de que podíamos haber evitado una catástrofe con el más simple y natural de los gestos… me había pasado al abandonar mi puerto, y en el mi corazón… o hace ya otro tiempo cuando lleve esa botella de whisky a Amritsar, responsable indirecta de aquella matanza. Acaricié sus mejillas, sequé sus lágrimas… “Temo no volver a verlas, hermano, no se que hacer. Que será de mi vida hasta que vuelva a estar con ellas… tengo las risas de mis niñas perforándome la cabeza permanentemente… no puedo soportarlo más”… escondió sus rostro entre sus manos y soltó un sollozo que pareció proceder de la boca del estomago. Luego, respiró profundamente unos instantes y, recompuesto, volvió a mostrar su seriedad y con una paz alarmante me pidió un favor… “Aún cabe la posibilidad que estén allí afuera, en algún lado, autorízame, querido amigo a ir en su búsqueda”… me dijo tomándome las manos… “No hay nada que pedir, George, nada… no soy tu superior, soy tu amigo… cuenta conmigo, con todos nosotros si así lo deseas… haz lo que tengas que hacer…” le dije… y el asintió…”No te lo pido como soldado, Santiago, pido que me autorices, como amigo… necesito tu permiso, eres todo lo que tengo…” continuó. “No digas más, George… ve y encuéntralas si así debe ser… yo estaré siempre a tu lado, eso no lo dudes ni un instante.” George secó nuevamente sus ojos, tomó aquel trozo de plástico que lo protegía inútilmente de la lluvia y se despidió. Lo acompañe con la mirada, hasta que su silueta se perdió entre la llovizna y la oscuridad que lo cubrían todo aquella noche. George, esa noche, me recordó a Killian, a su amistad incondicional. Me mostró la figura enorme del buen amigo, aquella que desconoce nombres o apellidos… aquel puesto de lugarteniente de nuestras vivencias que ocupan, como en este caso, más de una persona en el transcurso de esta vida… aquellas personas que lo saben todo aunque le ocultemos algún secreto, aquellas que no se callan las críticas pero conocen perfectamente el significado de los silencios y las miradas. Rahib volvió a repetir el mismo golpe en la puerta cuando ya había amanecido. Sus enormes cicatrices hicieron aún más triste su resignada expresión. En sus manos traía unos pantalones y una camisa… me las entregó… y soltó su dolor… “Estaban en la playa, esta mañana… George se ha ido… a dejado solo una nota diciendo que no le esperemos a cenar… que a esa hora estaría con sus niñas y que nos agradecía a todos… 128
ese pobre idiota nos agradece… ¿Qué diablos nos agradece… si lo hemos dejado partir?… ¡demonios!”… soltó las prendas y se retiró por donde había venido, su sombra lo acompañó hasta su habitación… quedé solo, frente a esa puerta, con ese caótico mundo desperezándose frente a mi a solo un paso y con la oscura habitación a mis espaldas… un lugar negro, aún más intimo y lúgubre donde reposaba mi tristeza, y en el medio, justo en medio, las prendas de mi buen amigo y aquel gracias en papel… sobresaliendo de un bolsillo… como si le hubiera hecho un favor…como si te hubiera hecho un favor… Cada vez que repaso aquella última conversación con mi amigo, encuentro detalles que se me habían pasado por alto. No creo que haya estado loco, creo sinceramente que se enfrentó a lo innombrable con una extraordinaria fuerza… tal vez la fuerza que tenemos para soportar todo el peso de esta vida… no tenía más sentido esta vida, en esta isla, si sus niñas y su mujer lo estaban esperando en otro sitio… por remoto e inimaginable que este sea. Hace falta mucho coraje para enfrentarse al mar, con lo poderoso que el se cree… y el lo hizo. Prefiero usar su misma filosofía y no alejar de mí aquella desgracia. Quien sabe, tal vez estaba en lo cierto... y a un par de días de aquí están los cuatro juntos nuevamente… quien sabe… prefiero pensar que te volveré a ver algún día, con tu gruesa barba y tus imponentes ojos azules… buscando cómplicemente con tus niñas en brazos mi mirada entre la multitud.
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SOLEDAD
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a soledad es el único infierno. Conozco muy pocas personas que serían capaces de seguir sus vidas en solitario si es que el destino le enfrentara a su peor condena. Entiendo entonces la decisión tomada por mi buen amigo George, el creyó que volvería a ver a Margarita y a las mellizas, y fue a su encuentro. No dudo, dentro de mi, que de alguna forma u otra, nunca se separó de ellas... es muy difícil definir con palabras aquello que nos ata a nuestras necesidades, a nuestras necesidades de dar y recibir... de amar y ser amados... siendo éste, probablemente, uno de los mayores problemas al que nos enfrentamos como seres humanos el saber dar, el saber recibir... algo que nadie jamás ha podido atrapar ni encerrar... como si fuera agua del grifo escurriéndose entre nuestros dedos... sin prestarnos atención. Rahib, el gran relativizador, consideraba que todos nuestros problemas son afectivos... de amor, del propio o el ajeno... responsable de la aceptación y la negación eterna de nuestra individualidad, nuestra efímera existencia y común destino. El creía que todas estas guerras que nos rodeaban, las injusticias y las grandes epopeyas de la humanidad, fueron creadas inconscientemente por el hombre para no sentirse tan solo, para creer y convencerse que es dueño de su propio destino. Y la soledad, es el infierno de quienes creemos que eso es cierto. Lo peor de ese infierno es que es terrenal. Pero en realidad siempre estamos solos, este camino, la vida, es a ruta solitaria que se cruza en muchas secciones con el de otras personas, el de nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amantes y nuestros enemigos. El mundo real, el que verdaderamente es, es el que se aparece cada mañana al abrir nuestros ojos tras el descanso... y es aquel que muere cuando vamos a dormir. El asumir que ese mundo, del que somos parte, sigue existiendo y activo durante nuestra inconsciencia es necesario, no para nosotros, pero si para seguir sintiéndonos parte de un todo y no sentirnos solos. Pero somos nosotros los que luego decidimos por cuales motivos deprimirnos, a quien amar... o a la falta de qué cosa nuestros corazones han de retorcerse y desmoronarse. En mi caso, en esta isla, he perdido a mi mejor amigo, pero un poco antes he perdido a mi mujer, a mi hija, mi pasado y ahora soy mi única esperanza, la última persona que siento al acostarme y la primera que me regala su atención al comienzo de cada día. Hasta mi alegría esta marcada por mis necesidades, mi tristeza y mis sueños... Pero es muy difícil, por no decir imposible, que alguien que se plantee tantas preguntas, alguien que se proteja del frío envuelto en un sig130
no de interrogación, logre alguna vez ser completamente feliz. Así que ese no es el fin de mi vida, de mi existencia. Jamás seré completamente feliz sabiendo que muchos de los inocentes niños que he visto en la India morirán de hambre y que hubieran podido ser amigos de mi hija, que tampoco fue feliz pues le ha faltado su padre. Suena demagógico pero es un ejercicio inevitable, acuérdate de ellos un instante, cada noche y comprenderás que somos unos cobardes… unos desalmados. Nunca podré ser completamente feliz sabiendo que en algún rincón de una habitación soleada en España, mi amada ha estado llorando sin consuelo, angustiada por mis huesos. En un mundo tan injusto, tan nuestro, en el que somos tan irresponsables y crueles con nosotros mismos, es imposible lograr una felicidad lúcida. Solo un idiota puede ser total y sinceramente feliz. Todos los libros de historia, tanta sangre derramada, tanta literatura, tantas canciones de amor, no son más que una mano extendida buscando amigos, buscando aceptación e intentando hacernos sentir, en la unión o en la distancia, parte de un grupo, intentando, casi por naturaleza, adaptarse y adoptar los gustos de otros grupos de personas a los que desea pertenecer, ya sea en política, música, ideología o educación. La mayoría no somos más que pequeños ejércitos multicolores enfundándonos diferentes uniformes de acuerdo a nuestras necesidades. Así podemos ser antimonárquicos, y sentirnos identificados con alguien que defiende esa idea, pero si a ese alguien le atrae un tipo de música diferente podemos hallar otro grupo de personas que, como nosotros, tengan otros gustos. Y así para todo... creando una sensación de individualismo al hallarnos mínimamente diferentes a todo el resto... pero aquellas diferencias no hacen más que unirnos a todos en un grupo de personas que lo que tienen en acaso lo único que tengan en común sean precisamente esas pequeñas diferencias, pero a quienes les resultaría inaceptable vivir en un mundo donde sean absolutamente ignorados y abandonados. Esta idea sobre nuestras necesidades, nuestra soledad e individualidad me sigue planteando dudas permanentemente. Aún hoy, sentado en este escritorio, a veces me pregunto si merece tanta dedicación este tema, pues, en el fondo, no hago más que crear signos de interrogación que le quitan tiempo de dedicación a mi familia, a mis hijos y a todo lo que es verdaderamente importante en mi vida. Pero no puedo evitarlo, estas dudas son también parte importante de lo que soy y de lo que tengo para ofrecerles a ellos. Mis dudas me atormentan... pero aunque son desagradables me protegen de ciertas certezas que son deplorables. Rahib insistía que la vida es un camino de aprendizaje, que por alguna razón extraña, que escapaba a su entendimiento, la vejez, la muerte y la propia incredulidad de los más jóvenes hacen aquella sabiduría esencial intransferible. Decía que la prueba de que ese traspaso generacional de experiencias era imposible es, precisamente, el hecho de que el hombre no haya mejorado su calidad de vida ni su relación con 131
sus hermanos durante los últimos miles de años. Que, a pesar de los avances en las matemáticas, la física, la química y la medicina su batalla con el egoísmo y la avaricia había sido perdida una y otra vez, sin excepción. Que ya veremos, al llegar a viejos, como realmente es el mundo y como es el hombre, pero ya nadie escuchará nuestro mensaje... ya nadie escucha. La pérdida de aquel querido amigo en manos de su ilusión marcó un cambio en mi actitud respecto a los habitantes de Diego García, como si hubiera intuido que el final de aquel calvario estaba cerca, volqué mis fuerzas a recuperar la ilusión de todos quienes me rodeaban, preocupándome por ayudar en cada detalle, por mínimo que fuera, para que su calidad de vida mejore. Visitaba frecuentemente cada familia, ayudaba en sus quehaceres e intentaba sentirme parte de su presente. Rahib intentó ayudarme pero fue precisamente él quien, una tarde, me hizo comprender que estaba yo volviéndome loco y perdiendo totalmente la razón intentando evitar que otro caso como el de George ocurra entre mis vecinos. Pensaba, que las pequeñas cosas, los pequeños detalles, convertirían aquel infierno, aquella soledad, en un lugar más humano, y recuperaría así también la ilusión en lo que yo tenía para ofrecer al mundo como parte de él; aunque muy poco tiempo quedaba para mis cosas al llegar la noche. Y así me comporté durante meses, tal vez buscando respuestas por la ausencia del amigo o castigando tardíamente mi poca dedicación a sus problemas. Una tarde, en la playa, Rahib se sentó a mi lado y escuchó pacientemente cada una de las situaciones en las que había participado en las últimas horas, también oyó como justificaba mi omnipresencia en cada detalle de aquel pueblo y el porqué consideraba que aquella actitud mía mejoraría la convivencia en Diego García. Pero, tal vez cansado o aburrido, me interrumpió. Me preguntó cuando fue la última vez que recordé a mi mujer; cuando fue la ultima vez que se me secaron los labios pensando en los besos de Azul; cuando fue la última vez que había derramado una lágrima por Clara y cuando fue la última vez que me había planteado que sería de mi futuro si no vinieran jamás a rescatarnos. Le dije que había pasado mucho tiempo sin pensar, huyendo del dolor, y que tenía muchas cosas importantes y urgentes para hacer en esos momentos... pero volvió a interrumpirme diciéndome que había lugar en mi vida suficiente para todo lo que me preocupaba, si es que realmente quería volver a recuperar la cordura, y en ella, la parte de mi que había perdido, aquella que me había mantenido vivo durante esos seis años. Tomó aquel frasco verde de plástico que llevaba normalmente cargado con agua y lo vació sobre la arena. Me lo entregó y me pidió que lo llenara con pequeñas rocas de las que abundaban en la playa hasta que no hubiera lugar para una más y así lo hice. Me preguntó si estaba seguro que no cabían más rocas en el y yo asentí. Luego me pidió que colocara dentro del frasco, además, piedras pequeñas. Las insignifican132
tes piedrecillas se escurrieron por los espacios entre las rocas cubriéndolo todo hasta arriba. Volvió entonces a preguntarme si cabía algo más dentro del frasco, pero le aseguré que no, había aprisionado las piedras y las rocas de tal modo que nada más tuviera cabida en él. Entonces Rahib tomó el frasco y, utilizando un vaso, agregó arena; esta se distribuyó caprichosamente por toda su extensión, colándose entre las piedras y entre las rocas hasta que finalmente rebasó. Me entregó nuevamente el pesado recipiente y me solicitó que lo observe detenidamente... "Ese eras tu, querido amigo, ese eras tú cuando te conocí... y ahora te enseñaré en lo que te has convertido" me dijo y volvió a vaciar el frasco de todo su contenido. Con delicadeza lo limpió y lo llenó esta vez solo de arena. Lo depositó frente a mí con mucho cuidado y se retiró silenciosamente. Ahí estábamos, un frasco lleno de arena y yo, intentando comprendernos, hasta que, pasado un tiempo, comprendí que alrededor del frasco habían quedado las rocas y las pequeñas piedras, ya sin lugar en él. Comprendí que lo que mi sabio amigo intentaba decirme era que había llenado mi vida de pequeñas cosas y que había dejado sin espacio lo más importante que tenía... mis rocas, mis grandes ilusiones, mis principios, mi esencia. Aquella noche volví a soñar con mis amores, lloré por su ausencia, por mi tierra, por mis rocas. Ya habrá tiempo y lugar para la arena... siempre habrá lugar.
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FIRENZE
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n una tarde de abril, ya durante el sexto año de nuestro abandono, todo el pueblo se reunió frente a la playa para observar uno de los espectáculos más increíbles que recuerde, decenas de aquellos delfines rosados que acompañaron a El Caledonia cuando veníamos hacia aquí habían vuelto, para rescatarnos. Los niños, nuestros nuevos pobladores, no habían visto jamás aquellos animales tan graciosos que saltaban de un lado a otro de la bahía como si se alegraran de nuestra presencia. El viejo Ronald, en cambio, no disimulaba su emoción al verlos... hacía ya muchos años que había probado el ultimo bocado de delfín y no parecía dispuesto a esperar mucho más para hacerlo. Detrás de ellos, al poco tiempo, apareció una gigantesca ballena que nos dejó boquiabiertos, y tras ella, casi sin que nos fijáramos en él un monstruoso barco la perseguía a toda maquina para darle alcance. Un gran silencio se produjo en aquel momento, el tiempo se detuvo y no reaccionamos hasta que Ronald, ya con su rifle apuntando al cielo, diera un grito emocionado antes de halar el gatillo y otros corrieran en busca de las dos bengalas que habíamos reservado para la ocasión, protegiéndolas del frío y la lluvia como si de nuestra vida se tratase. La gigantesca embarcación quedó inmóvil por unos minutos en el horizonte, hasta que sobre ella, en el cielo, tres pequeñas nubecillas, sordas explosiones, dejaron verse y segundos después el sonido de su estallido ponía punto final a seis años de abandono. Las personas volvieron a quedarse mudas de la emoción.... un escalofrío muy intenso recorrió cada centímetro de mi espalda hasta dividirse en el cuello en busca de los brazos... las lágrimas brotaron de mis ojos y caí rendido sobre mis rodillas, como lo habían hecho ya tantos compañeros... nos abrazamos, gritamos y lloramos como hermanos que éramos, los niños más pequeños también, pues no entendían porque sus padres lo hacían y Rahib, ese hermano que me regaló la vida, se acercó a darme un profundo abrazo que terminó de vencerme pues en él iban mis derrotas, mis noches sin sueño, en ése abrazo estaba George, sonriéndome junto a sus niñas, guiñándome un ojo para que me quede tranquilo, estaba también la bella Margarita desesperada por correr y contarle a su amiga Azul lo mucho que habíamos estado pensando en ella... estaban Clara, Mabel...Mamá... estaban todos... y tu también papá. ¿Que contarles? ¿Cómo contarles con palabras algo que Vd. también han vivido el día que nacieron? ¿Cómo explicar que con cada milla que 134
se acercaba aquel barco, más tristeza y alegría sentíamos? Tristeza, por morirnos un poco, el alejarnos de Diego García significaría también abandonar una parte inmensa de nuestras vidas, quedaría aquello vestido de recuerdo o como algo que bien pudo no haber existido pues todos nuestros recuerdos son tan solo eso, percepciones ancladas en la memoria de lo que los sentidos dicen haber vivido... pero ya no caminaríamos sus playas, ya no hurgaríamos sus silencios ni dormiríamos bajo su enorme luna. Pero la alegría era aún mayor, regresaríamos a nuestras calles, a nuestros aromas, a nuestros hogares... a nuestros seres queridos, para intentar, al menos intentar, recuperar aquellos seis años de ausencias, de olvidos, y de caricias en el aire. En todo caso, como decía Schopenauer…”Lo que sucede a un hombre en su vida es menos importante que la manera de sentirlo". El capitán del Firenze, un viejo napolitano, que no había tenido mejor idea para buscarse el pan que alquilar su barco a unos empresarios japoneses ávidos de aceites y ballenas, se acercó hasta la costa a bordo de una pequeña embarcación. Con mucha atención escuchó de Rahib el como habíamos llegado hasta allí... y aún mayor fue su sorpresa cuando escuchó el nombre de El Caledonia. "El Caledonia se ha perdido cinco años atrás junto a toda su tripulación frente a las costas de África" nos dijo. Nos contó de como Europa había quedado después de la guerra. Finalmente se ofreció a llevarnos hasta la India. De las noventa y cinco personas que habitaban Diego García a la llegada del Firenze, solo veinte decidieron quedarse en la Isla, doce de ellos eran europeos que habían encontrado allí todo lo que necesitaban para seguir sus vidas. La anarquía generalizada provocada por la partida provocó sonoras disputas respecto al paradero de las monedas de oro y la cancelación de tontas deudas. Finalmente trescientas cincuenta y dos monedas fueron encontradas, y doy fe que nadie pudo llevarse una más de aquel reparto pues no había donde esconderlas. Al ver tantas monedas de oro juntas, Kong, el mono bribón se hizo de una de ellas y huyó. Lo que encontraron tras seguirlo nos sorprendió a todos. Kong había hecho una fortuna con sus pequeños lapsos cleptómanos y había escondido ochenta y cinco monedas de oro dentro de una pequeña cueva que frecuentaba. Aquellas monedas también fueron repartidas entre los que partíamos. Kong, consciente o inconscientemente decidió quedarse en aquella isla aferrándose a uno de los niños poco antes de partir...y así partimos, rumbo a la India, un quince de abril de mil novecientos veinticinco. Tres días después desembarcábamos nuevamente en Tribandum, donde nadie salió a recibirnos, todo había cambiado, éramos extraños y no bienvenidos por los hindúes. Eso, extrañamente me alegró. Después de todo parecía que algo estaba cambiando... para bien.
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Esperamos dos horas en el muelle luego de despedirnos del Firenze y su amable tripulación. No fuimos tratados cortésmente por los pocos oficiales ingleses que allí se encontraban y mis descoloridas insignias no ejercieron ningún poder sobrenatural como supuestamente lo hacían en otros tiempos. Un vehículo se acercó velozmente y se detuvo bruscamente frente a nosotros... un oficial bajo de él y, con voz temblorosa, me invitó a pasar a una sala cercana. "Tranquilícese oficial" le dije, "Nosotros tenemos todo el tiempo del mundo. Hemos esperado seis años, podremos esperar unos minutos más…". El respondió con otro tic aún más nervioso e intentó explicarme lo inexplicable. "Hace cinco años, cuando se perdió el Caledonia en batalla, nos informaron que Diego García también se había perdido a mano los japoneses. Que no había supervivientes, y recibimos la orden de no enviar más ayuda hacia allí por el peligro que suponía para todos. El archipiélago de Chagos fue considerado no man´s land para la Armada, nadie podía acercarse a esa zona. Lamento personalmente informarle que las salutaciones pertinentes han sido cursadas a sus familias hace cinco años y sus perdidas han sido propiamente indemnizadas… No se que decirle Sr. Smith, ha sido todo una gran confusión". Me quedé sin palabras. "Intentaremos que regresen inmediatamente a Europa, esta misma noche. Seguramente hallaremos entre todos una forma de superar este malentendido…" Malentendido... estoy muerto y me dice que es un malentendido. Dios mío. Azul habrá recibido una bandera, una medalla y una pensión; Clara una caricia en su cabello mientras un general le explicaba lo bueno que era su padre aún a pesar que ella hubiera tenido solo un año y no entendiera nada de lo que había ocurrido y mucho menos cuanto yo la amaba. Mi madre... por favor, Dios... como habrá sufrido mi dulce madre... mi niña... Mabel... mi pobre hermana… El joven oficial intentó nuevamente excusar aquel malentendido mencionando la dureza de la guerra que se había librado en nuestra ausencia, pero decidí salir y volver a mi gente, que esperaba ansiosa las últimas novedades... De piedra quedaron al escuchar que solo éramos fantasmas, ya nadie esperaba nuestro regreso... ¿Cómo te preparas para aceptar que la noticia que has esperado durante tanto tiempo te dice que estas muerto? Como si de un mal sueño se tratara, el recuerdo del rostro de Azul se volvió borroso en mi memoria, aunque me esforcé por recuperarlo... Dios... soy tan idiota, que aún hoy hay veces que me resulta difícil recordar tu rostro pero me es imposible olvidar la forma de la nube que observabas la tarde que me enamoré de ti.
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EL REGRESO
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sa misma noche, después de cenar una modesta ración de arroz, iniciamos nuestro soñado retorno a España en un navío de cargas portugués que tenía por nombre La Iliada o La Odisea, tal vez ambas. Perdona Homero, tenía muchos líos en aquel entonces que desviaban mi atención. Rahib, el sabio, se despidió de nosotros allí mismo, pensaba establecerse en la India y recomponer su vida. Se acercó y me abrazó por la que sería la última vez en mucho tiempo, holgaron las palabras, mucho habíamos compartido; solo me recordó, que cuando regresara a la India, sabiendo que lo haría, preguntara por él, y que no necesitaba saber mucho más. “Los buenos amigos terminan encontrándose en la multitud” me dijo antes de marcharse. Por último, me pidió que vuelva a España convencido de poder recuperar el tiempo perdido. Que aún había tiempo para hacerlo. Le contesté que lo intentaría y fue ese el momento en que cambió la expresión de su rostro, me miró fijamente y con voz decidida replicó “Si vas a intentarlo y fallar te prohíbo que lo intentes. Si lo haces, llora, avergüénzate y no lo tomes en cuenta. El intentar es un invento de los mediocres, un reflejo del fracaso, un amigo del azar. Tu sabes que puedes hacerlo”. Y así fue querido amigo, llevabas razón. Orlog, nuestra mascota que había cumplido seis años, a duras penas fue autorizado a acompañarnos; el capitán del barco insistía haber tenido una muy mala experiencia con los perros en su juventud, aún así aceptó su presencia conmovido por nuestras peripecias en Diego García. No lograba comprender nuestra absurda aceptación, o resignación, como la llamaría él muy a mi pesar, con la que tomábamos la noticia de nuestras muertes. Pero eso sí que escapaba absolutamente de nuestro control. Nos sentíamos acongojados, pero al mismo tiempo, aliviados, por así decirlo, de no ser parte o no haber participado de aquella barbarie que lo cubrió todo durante los años que siguieron a la guerra. En cubierta, los cincuenta supervivientes de aquella aventura que regresamos a España, intentamos hallar explicaciones de porqué fuimos abandonados a nuestra suerte cuando bien sabían que estábamos vivos. La respuesta parecía estar precisamente allí… en tiempos de guerra, todo vale; y al perderse El Caledonia en un inesperado naufragio, hubiera sido un gasto mayúsculo para el Gobierno Inglés mandar a buscarnos, al fin y al cabo solo éramos españoles, escoceses e hindúes sirviendo a un amo foráneo. Cortazar, mi superior, algún tiempo después intento explicarme que aquella no era la primera vez que intentaban esa 137
maniobra, pero que él no podía hacer nada, ni siquiera decirle a mi mujer que podía estar vivo todos estos años, estaría alimentando una ilusión injustificada, estaría saltándose códigos de honor y comprometiendo públicamente los intereses de sus superiores. Obediencia debida le llaman, una figura legal que dejó sin responsables nuestra desgracia y no solo eso, impidió que nuestra afrenta, nuestra supervivencia, fuera conocida por la prensa escudándose en razones de seguridad nacional. Tenían y siguen teniendo ese poder de controlar y manipular la opinión que la gente tiene sobre los temas importantes. Fuimos olvidados, ignorados. A los pocos días de viaje Orlog enfermó, perdió prácticamente la capacidad de moverse y un extraño líquido emanaba de su hocico al tiempo que los músculos de sus patas temblaban espasmódicamente; aquella enfermedad respiratoria era conocida por todos nosotros pero bajo nombres diferentes. Lo único seguro, en todo caso, era que no sobreviviría. Fue el capitán del barco quién, mostrando una humanidad mayor que la suma de sus prejuicios y temores, decidió utilizar como último recurso una técnica profana que había aprendido en su juventud. Sin mucho entusiasmo y con evidente autocrítica, sumergió un pañuelo en un recipiente que contenía aceite, del utilizado proveniente en la cocina, luego lo colocó en una olla y lo dispuso dentro del horno a leña hasta que el fuego convirtiera en cenizas el trozo de tela. Luego, depositó aquellos restos dentro de una bolsa plástica y cubrió el hocico y boca del can hasta obligarlo a respirar toda aquella extraña sustancia. Orlog pareció ceder a una inevitable muerte, exhausto por la asfixia provocada y por la propia enfermedad que lo aquejaba, se incorporó con dificultad. Animado por su propia desesperación buscó un rincón oscuro e inaccesible para dejarse morir. Decidimos que aquel era buen momento para despedimos de él, convencidos que, más allá de la buena voluntad del marino, poco podía hacerse por la bestia en aquel estado. A la mañana siguiente encontraron a Orlog durmiendo plácidamente sobre un tapiz en el salón comedor. Parecía cansado pero saludable, extrañamente y a pesar de sus insultos hacia él, siguió a sol y a sombra los pasos de su salvador, mister bigotes, el capitán. Diez días bastaron para que se hicieran inseparables, tal eras así que el marino lo trataba con firmeza en presencia de otros pasajeros pero con la mayor dedicación y cariño cuando creía que nadie lo observaba. Aquella situación inusual, pero tan normal a la vez, alejó por momentos nuestros malos pensamientos y, a pesar de la incalculable crudeza de la realidad que nos esperaba en puerto, nos devolvió la ilusión y el convencimiento que no todo había salido mal en nuestra gran aventura. Después de todo, estábamos vivos, saludables. Habíamos aprendido mucho de nuestros defectos y virtudes, de nuestra tolerancia y de las cosas que realmente son necesarias en esta vida. Faltaba un último paso, estaba claro, presentarse nuevamente ante quienes ya no esperaban volver a vernos, si es que aún estaban allí. ¿Estará viva mi madre? 138
¿Me amará aún Azul? ¿Sabrá algo de mí Clara? ¿Se acordará de mí la dulce Mabel? ¡Cuantas preguntas!; tan cruciales, tan trascendentes que bien podían quedarse así ante el terror que me producían algunas de las posibles respuestas. Yo aún pensaba en Azul, pero era consciente que el tiempo, la distancia, son enemigos de los grandes amantes; son fundamentales para fortalecer las buenas amistades pero corrosivos para el amor. La mañana que arribamos a Alicante el sol se mostró eufórico y centenares de gaviotas acompañaron nuestra entrada al puerto. Nadie más esperaba nuestra llegada. De lejos intenté reconocer las terrazas de las viviendas vecinas al que había sido mi hogar, pero los colores y las formas habían cambiado, todo el puerto parecía, a pesar de la recesión, haber crecido enormemente desde mi partida. Cortazar, avejentado y distante, me ofreció sus disculpas y un par de obsoletas explicaciones que no hicieron más que desperdiciar la última oportunidad de conservar mi amistad. Poco tiempo después me despedí de toda aquellos compañeros de viaje como si estuviera claro que nos volveríamos a ver muy pronto; veinte años han pasado y no ha sido así, supongo que también perdieron el rumbo al descubrir que la realidad había continuado sin descanso su avance, sin reparar en nuestra ausencia. Con paso lento, profundamente emocionado y, conmovido por el regreso de aquellos aromas y colores a mis sentidos, recorrí los escasos metros que me separaban de la que había sido mi morada, pregunté a una desconocida por mi madre, esperando sinceramente su desconocimiento, pero para sorpresa mía señaló el último ventanal de la casa contigua. Aquella que se elevaba sobre las otras y enseñaba su cara al mar era la casa de la modista. Recorrí un angosto pasillo interno que servía como espacio de juegos de dos chiquilines y que conducía a la única escalera del lugar, midiendo mis pasos enfrenté uno a uno los escalones que me separaban de mi familia. Donde las escalinatas se detenían había una gran puerta azul, entreabierta. La golpeé un par de veces y pasé discretamente al interior del salón, reconocí cada cuadro de aquella habitación, allí colgaba un foto pintada a mano de mi padre junto a mi madre, y un par de fotografías sepias de una niña que ya parecía mujer. En la pequeña cocina contigua, una señora, de espaldas a mí, descascaraba patatas bajo el agua del grifo. Aún percatándose de mi presencia optó por no girarse, con tranquilidad me aconsejó que dejara los peces sobre la mesa y tomara el dinero que había dejado allí. Reconocí su voz y mi traquea se cerró. 139
Intentando no quebrarme me dirigí a ella por primera vez en seis largos años… “Soy Santiago, madre”, le dije. Ella, aún de espaldas, respondió sin pensar un “Lo sé”, y volvió a repetir esa frase en voz baja una y otra vez, mientras su cuerpo comenzaba a temblar, “Lo sé, lo sé…”, continuó. Giró hacia la mesa que se interponía entre nosotros y mirando hacia el suelo, esquivando mi mirada, se acercó a ella. Tomó asiento mientras su nervios la traicionaban y dejaba caer su cabeza sobre sus brazos cruzados sobre la madera… mi madre lloró. Mis manos, que habían quedado petrificadas, buscaron instintivamente sus hombros vencidos y, retirando los cabellos que cubrían su rostro, buscaron sus mejillas para acariciarla y tranquilizarla. Solo atinó a repetir aquella frase y, enseñándome su rostro, concluyó… “Sabía que volverías un buen día… es que te había prometido que te esperaría… sabía que no te irías sin despedirte”. No se si fue realmente el destino quien me llevó nuevamente a su lado, a veces quisiera darle la razón a los creyentes y creerles que fue ella y su fe ciega quien me mantuvo vivo todos estos años. Me repetiría una y otra vez aquello que hubiera sido muy injusto, por parte del destino, dejarla morir sin haberse despedido de dos de las personas más importantes de su vida. Es por eso que estaba segura que volvería. Mi madre, ya no era vieja ni joven, es muy difícil adivinar la edad de las emociones. Aún después de calmarse no dejó un instante de acariciar mi rostro y reprocharme la barba que lo cubría parcialmente. Estaba feliz. Le pregunté por Mabel, mi hermana, y su pecho se encogió. Señaló prudentemente la más remota de las habitaciones de aquella casa, la que tenía la puerta cerrada. Me acerqué a ella con el mismo sigilo y cuidado con el que había abordado a mi madre y lentamente la abrí. Mabel estaba de pie, frente a una ventana con vista al mar, debía tener unos once años y vestía un camisón celeste y blanco a rayas; sus largos y rectos cabellos le llegaban hasta la cintura. Giró hacia mí y al verme pareció no inmutarse. No me quedaban más lágrimas que ofrecerle. Ella, la bella, se acercó con vehemencia hasta donde yo estaba y me pegó una bofetada. “Santiago – me reprochó – Hace años que debías haber vuelto. ¿Querías matarme?” y apenas terminó de decirlo siguió golpeando mi pecho cada vez con menos fuerza hasta recostarse en el y hundirse en mis brazos… Entre sollozos, exigió excusas que estaba imposibilitado de darle y aún así, continuó quejándose mi pequeña hermana… “Nos dijeron que 140
no volverías pero no les creímos, tu prometiste, tu prometiste que regresarías…”. Mi niña, discúlpame, no lo entenderías… no lo entenderías. Aquella tarde no nos despegamos los tres; escucharon una escueta versión de mis desventuras y me contaron las suyas. Mamá seguía trabajando como modista. Mabel estudiaba y no era mala alumna. Me entregaron trescientas cartas que habían escrito para mí. Habían continuado haciéndolo, aún después que les dijeran que había muerto. Seis años de noticias y garabatos, que no pude releer hasta un tiempo después, permitieron que pudiera revivir cada una de las situaciones que enfrentaron en mi ausencia. Además, no habían utilizado la mayor parte de la pensión que les había sido asignada tras mi desaparición. Consideraban que aquel era mi dinero, la paga que me correspondía por un trabajo que seguramente seguía haciendo en una isla pérdida del Océano Índico. Hubo si una noticia triste dentro de aquella vorágine de acontecimientos que invadían mi nueva vida; Azul, mi bien amada, tras esperar mi regreso en vano durante tres años, aceptó mi muerte y formó al tiempo una nueva familia, en el norte de España. Volvió a casarse, esta vez con un buen hombre, comerciante de buena posición y seguramente con más tiempo para ella y su pequeña niña. Clara, decía mi madre, era una niña preciosa de cinco años; Azul escribía con frecuencia contando los pormenores de su crecimiento, pero el tiempo y la distancia, nuevamente, entorpecieron la constancia de aquellas cartas y poco a poco se hicieron menos frecuentes. No había mucho que pudiera yo hacer, no podía dejar de verlas, y preparé un viaje a Santander, en Cantabria, para la semana siguiente. Necesitaba, aunque más no sea, decirles que jamás dejé de pensar en ellas. Pero también era consciente del daño que podía provocar a su nueva familia y especialmente a Clara, a quien le costaría mucho comprender quién era yo, o que hacía allí. Mis días, a pesar del agobio provocado por estas noticias, transcurrieron con tranquilidad. Poco a poco fui acostumbrándome nuevamente a tener alguien más por quien preocuparme que no sea mi propia persona. Aún quedaba aquel doloroso encuentro por producirse, pero bien sabía qué podía esperar de él.
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OCTAVA CARTA DE ISABEL 9 de Agosto, 1946, Leiden (Holanda)
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antiago le ha estado preguntando a Luz por Sigifredo, le parece extraño que ya ha pasado una semana desde la última vez que dijo haber estado con él. Aparentemente su amiguito invisible decidió marcharse, es que la planta que tenía en su balcón, aquella donde el personaje mal vivía, se había secado. Es curioso como todos parecemos echar de menos algo que nunca existió. De tanto hablar de él, de mencionarlo aún en ausencia de la niña, le hemos dado vida. Es que cada mañana Luz nos contaba una nueva desventura, y mi marido más de una ocasión intentó acusar al pobre enano por el sinfín de desperfectos que tenía la casa, el malfuncionamiento de la radio o las numerosas botellas de cerveza que encontraba bajo el sillón. Joaquín, esta claro, apoyaba fervientemente esa teoría. Santiago tiene la costumbre de ponerle nombres a las cosas que más quiere, a su viejo baúl, a la radio; A veces parece un niño, la verdad. Pero aún así nos ha hecho entrar en su juego a todos, y así, hasta le tomamos cariños a los más elementales e inertes objetos. Tanto él como los niños tienen bien claro que somos nosotros los que damos el verdadero valor e importancia a cada cosa. En la última carta enviada había mencionado lo difícil que había sido conseguir un buen trabajo de profesora, que mi juventud y mi género atentaban contra esas posibilidades. Cansada y desmoralizada tomé la decisión de regresar a casa de mi padre, a retomar fuerzas, descansar, y decidir cual sería el camino a seguir. No entiendo como no he leído mucho más sobre las mujeres de esta época, es que conozco amigas que se han pasado los últimos años encerradas en sus casas, junto a sus parejas o esperando eternamente que vuelvan del trabajo con el pan bajo el brazo y tal vez una tostadora, como si no hubiera mucho más por hacer en esta vida y como si en esa espera se nos revelara su real sentido. No está en mí criticar esa actitud, pero tampoco el justificarla, hubiera querido yo poder trabajar como cualquier otra persona, y llegado el caso, como ha ocurrido, tomar la noble decisión de optar por pasar el mayor tiempo junto a mis pequeños. Lo que me duele es no haber encontrado más de esas voces, esos reclamos, como si todo lo que pasara en el mundo no tuviera en cuenta a las mujeres. Quizás lo que más me provocaba no era esa injusta balanza sino el conformismo con el que se aceptaba la desigualdad. 142
Mi padre, que tan solo se dedicaba ya a escribir obras de teatro y otros guiones, se sorprendió mucho al verme, después de todo habían pasado un par de años desde mi abrupta partida a Francia. Mi madre había asumido todo el peso de sus errores, lo acompañaba a sol y a sombra, en silencio, festejando con una sonrisa cada ocurrencia de aquel hombre o con una expresión de incredulidad cada novedad que la sobrepasaba. Hoy tengo una muy buena relación con ella, mucha agua ha pasado bajo el puente y es lógico que ninguna de las dos volvamos a ser las mismas que éramos. Con el tiempo he llegado a comprender un poco más sus desplantes y actitudes como necesarios en el intrincado laberinto de sensaciones, acciones y reacciones que forman parte de todos nosotros. Ella, por caso, nació con una belleza inusual y nadie se privó jamás de recordárselo. No conoció el rechazo de ninguna persona durante casi toda su vida; aunque nos cueste aceptarlo, la belleza abre puertas que otras virtudes ni siquiera pueden encontrar. No puedo, ni debo, ahondar más en sus cualidades y defectos, ha pagado todas y cada una de sus faltas del pasado y cuida de mi padre con esmero. El año pasado, en navidades, fuimos a verlos con Santiago y los niños. Mi madre ha congeniado con Joaquín de tal forma que hasta hablan en un lenguaje propio, con dobles sentidos y complicidades. Luz, en cambio, se ha acercado mucho más a mi padre y sus dulces. Él es la única persona de la familia capaz de escuchar una y otra vez las mismas historias inventadas por la niña con tal de tenerla en su regazo. Una tarde Santiago se ausentó de la cabaña de mi padre para acercarse a Santander, a pocos kilómetros, y retomar aquellas vigilias frente a la casa de Azul. Retornó triste, por la noche, y me comentó que se sentó horas en el mismo banco de antaño pero nadie más parecía vivir allí. Mi cuñada, Mabel, que al parecer mantiene una frecuente correspondencia con Azul, hace poco tiempo me dio su nueva dirección. Aún hoy escapa a mi conocimiento si ella se ha enterado alguna vez que Santiago había finalmente regresado. Supongo que sí, creo que todos han preferido jugar a las escondidas antes que enfrentar sus propios miedos, que en este caso, más que otros, eran terribles. El pueblo de mi padre, que como bien sabes, esta emplazado al pie de los picos de Europa, aquel paraíso de niebla, verde y valles sigue manteniendo ese no se qué tan atractivo y romántico. Aquella vez que regresé a verlos, mucho antes de conocer a Santiago, tuve la sensación que estaba alejado de la mano de Dios, nada parecía ocurrir, pero todos sus habitantes parecían estar esperando un gran evento. Sus ancianos recorrían, a paso de tortuga, una y otra vez la distancia que separaba sus hogares de la iglesia o el banco. Los varones, como mi padre, normalmente usaban bastones, bien por los achaques propios de la edad, el reuma o por una costumbre adquirida en el campo de tanto pastoreo. 143
Nadie parecía estar autorizado para usar sus pantalones, siempre oscuros, por debajo del ombligo. Las señoras, en cambio, siempre parecían ir a misa. Las viudas, de negro; las casadas, con vestidos floreados, y las solteras, siempre con otra compañía femenina que hacían de celestinas; era imprescindible el uso de faldas cortas que apenas bajaban de la rodilla. Como decía antes, parecían vivir la vida con resignación. No esperaban mucho más de ella, como si alguien les hubiera convencido de pequeños que su presencia en este mundo no era más que decorativa. No discuto que tal vez lo sea, pero eso depende de nosotros. Vivían con miedo a vivir. Aún sabiendo que esa vida que llevaban podía estar exenta de sorpresas angustiantes preferí no dejarme convencer y volver a mi otra realidad, la que me deparaba azarosamente pequeñas alegrías y fracasos. Al fin y al cabo, la vida es un camino de ida, no hay segundas oportunidades, y en el fondo, aunque resulte simplista, cada situación dolorosa con tiempo se supera, y una vez que has pasado por muchas desdichas, sientes como si estuvieras preparada para cualquier nuevo sobresalto y disfrutas más de las buenos momentos. Bien, ya se que soy una pesada. Ahora debo abandonarte, Santiago no encuentra su tarta de manzanas, seguramente Luz la esta utilizando como señuelo para volver a encontrar a Sigifredo o tal vez Joaquín, tan enamoradizo, quiso anotarse un punto con aquella compañerita que enloquece sus hormonas. El tema es delicado, Santiago, cuando tiene hambre, no entiende de razones… hombres…
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CLARA
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artí hacia Santander un mayo. Por una de esas casualidades que solo ocurren a quienes quieren encontrarlas mis mayos siempre fueron especiales. Un mayo nos invadieron los alemanes, otro mayo comencé a plasmar mis recuerdos en esta colección y en mayo de mil novecientos veinticinco pude ver, por ves primera, los bonitos ojos de mi hija Clara. El tren partió de Alicante con retraso, eso en realidad poco importaba, de hecho llevaba yo varios años de demora. En el ambiente, en las calles, empezaba a vislumbrarse lo que a la postre sería una larga guerra civil que dividió familias y enterró ilusiones. El aparato se detuvo brevemente en Madrid antes de continuar su recorrido hacia el extremo norte de la península. Volvieron a mi memoria todos aquellos momentos compartidos en compañía de Azul. Mis demonios me visitaban asiduamente, me pedían que me presente ante ella y, con un beso de los nuestros, le devuelva aquel trozo de vida que le había robado cuando partí. Pero también algo, en lo profundo de mi pecho, reclamaba prudencia, respeto y entereza. Envuelto en esa riña turbadora resté distancias, y paso a paso, reduje aquel infinito abismo que separaba el que había sido su mundo del mío durante los seis largos años de mi ausencia. Me acerqué lentamente a la dirección indicada, cada vez más inseguro de cuales serían mis movimientos. Tenía claro que, a la distancia, todas las salidas resultan sencillas, bastaba solo con llamar a una puerta y dejar que la vida o las conexiones invisibles que rigen nuestras relaciones hicieran su trabajo. Pero no es tan simple. ¿Cómo evitar quebrarme si ella rompía a llorar? ¿Cómo no conmoverme si no me reconocía? Hay que acercarse mucho al dolor para poder comprenderlo o eliminarlo. Ese día me sentí un fantasma, y una parte de mi seguirá siéndolo toda la vida. En aquel instante, frente a ella, sentí como cada órgano dentro de mí se enfriaba; experimenté como un sudor helado brotaba de mis poros y una extraña sensación de liviandad se apoderaba de mi cuerpo, como si realmente no estuviera allí. Clara estaba allí, jugando sola fuera de la casa. Era ella, no tenía dudas a pesar de nunca antes haberla visto. Mi hija se divertía, con sus piernas semienterradas en un espacio con arena, valiéndose de una pequeña pala amarilla para colectar y depositar 145
en el interior de un balde color rosa aquel elemento con el que sus castillos imaginarios hallaban sustento. No temí que me viera, estaba yo a una prudente distancia y, como dije antes, me sentía un fantasma; como un espíritu errante observando las piezas de un rompecabezas que alguna vez le había pertenecido. Por otra parte, estaba convencido que la vertiginosa cicatrización de las heridas que la vida concede a aquellas menudas criaturas habría colaborado para que no me reconociera, para que no relacionara aquel hombre de barba que la observaba a lo lejos con su malogrado padre, aquel que no llegó a conocer, aquel que a veces le sonreía desde una foto amarillenta que guardaba mamá con recelo. Quedé en silencio, observándola, impávido. Te quise conocer toda mi vida, he soñado con este momento durante mucho tiempo. Quisiera poder sentarme a tu lado y que me cuentes como es tu mundo de fantasías y quienes habitan tus castillos, quienes recorren tus sueños… ¿Con quién hablas realmente cuando hablas sola? Si, cariño, si. Ahora veo que si, que cuando hablaba yo solo en aquella isla tú me escuchabas. Ahora estoy aquí, como tantas veces te prometí en sueños y ni siquiera puedo acercarme... simplemente no puedo. Quisiera juntar arena contigo. Quisiera alzarte en brazos hasta quebrármelos. Pero ya es tarde... Un autobús se detiene en un improvisado estanco. Un hombre baja de él y se roba mi atención. Ella busca su mirada, logra inmediatamente su interés Sé que eres tú el nuevo padre de mi hija, sé que eres tú el que se ha hecho cargo de mi mujer. ¿Cómo decirte gracias si dentro de mí siento que me has robado? Ella corre a su encuentro y de un salto queda aprehendida a su pecho, colgando de sus hombros. Con dificultad, sin dejarla caer, recoge el cubo y otros juguetes del suelo, y se encamina hacia la casa. Mientras entran, ella dirige sus ojos hacia mí, casi sin mirar. No sabes quien soy amor mío, y seguirá así. Quedé observando aquella casa por un tiempo más, cada ventana, cada puerta. Intentando imaginarme como sería la vida dentro de ella. ¿Serán felices? Hay fantasmas que no pueden atravesar paredes, descubrí. La tristeza, el desconsuelo, hizo acercarme al sitio con arena donde ella se había estado divirtiendo. Como tantas otras cosas que son parte 146
de esta, mi colección, mi hija había dejado para mí la minúscula pala amarilla, oculta en la arena. Tal vez, sin darse cuenta, me había pedido que nunca la olvide. Nunca podré olvidarte cariño. ¿Cómo podría explicarte que, aunque no he estado junto a ti el día que naciste, he vivido aquel momento cien veces, he tomado la mano de tu madre otras tantas y visto tus primeros pasos otras mil? Es por todo esto, que a mi vida le faltará siempre un trozo, siempre sangraré de éste costado. ¿Cómo decirte que era yo aquél barbas que se sentaba a observarte a lo lejos cada vez que cumplías años? ¿Cómo explicarte que era yo aquel fantasma, que nunca mirabas, mientras no parabas de crecer? ¿Cómo decirte, mi pequeña, que voy a estar siempre aquí, donde se encuentran nuestros sueños, esperándote sentado junto al columpio, con tu pequeña pala amarilla?
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EL HIJO DEL GUERRERO
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onocí a Isabel volviendo de una de esas escapadas a Santander. Pero hasta ese entonces había vuelto a rehacer mi vida en Alicante en compañía de mi madre y mi hermana. Durante años trabajé como maestro particular de cuanta ciencia se estudiase. Mi alumna más dedicada fue Mabel, tal vez la única que aceptaba religiosamente mis consejos y mis regaños. Evité coincidir con las áreas militares que habían sido parte de mi paisaje durante mi instrucción, me divorcié de aquel compromiso como quien reconoce haber cometido, tal vez, el mayor error de su vida. Un amigo acertó a comentarme que un barco de pasajeros partiría pronto hacia Irlanda. Aquella era la oportunidad, el momento justo, de hacerle frente a uno de los pocos nubarrones que entristecían mi pasado. Dos años después de haber regresado, y catorce años después de haber abandonado sus verdes prados me embarqué con destino a Dublín, la capital de una republica joven y finalmente emancipada. La única que había logrado en batalla su ansiada independencia del Reino Unido unos años atrás. ¿Cómo habrá quedado aquel país después de su guerra interna? La embarcación, mucho más veloz que la que me había socorrido en mi huída, ingresó suavemente en la desembocadura del río Liffey, una tarde gris, como cualquier otra de las que, como una maldición, se sucedían interminablemente. Hubiera querido acercarme la que fuera la mansión de mis abuelos, aquella que también fuera mi hogar durante un par de años, pero el tiempo se había cobrado sus deudas, la abuela había fallecido, sola, muchos años atrás y la casona fue saqueada, despojada de todo aquel glamour que la había caracterizado. Emprendí entonces, desde el puerto, una lenta caminata hacia el vibrante centro de la ciudad, volví a cruzar sus calles, sus eternos baches y nada parecía haber cambiado. Aún hoy todo sigue igual, los mismos borrachos, las mismas bromas, la misma alegría y vitalidad, inextirpables características de los irlandeses, propietarios de una sangre especial. Me instalé en una vieja pensión de la calle Marlborough, a pasos de la Post Office, el imponente palacio de correos donde se libró una de las más sangrientas batallas de la revolución; allí contemplé por vez primera, emocionado, la bandera de la República de Irlanda ondeando en lo alto, orgullosa, indomable. 148
Poco después de mi llegada a España había leído la historia de como había acabado aquella lucha. Varios Smith figuraban en la lista de quienes habían dado su vida por aquella gesta, pero no aparecía el nombre de mi padre por ningún sitio, no al menos el real; muchos cadáveres fueron encontrados en fosas comunes cerca de la prisión, sin más identificación que sus apellidos garabateados sobre sus uniformes de reos. A la mañana siguiente sucedió lo previsible. De tanto preguntar y preguntar sobre el paradero de mi padre terminé por descubrirlo. Grabado en unas mayólicas, en el interior de un viejo bar, próximo a O´Conell St., se encontraba la imagen de mi padre, junto a la de otros cincuenta hombres que participaron en otras reyertas; el epígrafe recordaba a H. Smith, ejecutado junto a otros compañeros en Kilmainham Gaol, el tres de mayo de mil novecientos dieciséis, poco tiempo después de nuestra partida. Otro mayo más en mi colección. Por la tarde, decidí acercarme hasta la prisión de cuyas rejas alguna vez colgué en busca de las manos de mi padre. Aquel hombre torpe, visceral, al fin y al cabo, había logrado el objetivo por el que tan persistentemente había luchado… caminaba yo, finalmente, sobre un suelo libre. No eran pocos los turistas que esperaban fuera de Kilmainham para poder echar un vistazo en su interior, mucha historia había sido escrita allí. La prisión aún era funcional, los humildes y revoltosos irlandeses habían dejado su sitio a oficiales ingleses, a aquellos que no podían ser indultados por la gravedad de sus crímenes. Esperé mi turno sentado junto a una bella dama, periodista francesa ella, y a un joven rubio de chaqueta crema que parecía bastante ansioso por ingresar. Aquel muchacho rubio, de pecas, sin darse cuenta, volvió a formularme la misma pregunta que me había hecho quince años atrás… “¿Tu también vienes a ver a tu padre?”, me preguntó… y volví a responderle lo mismo, un “Algo así”, aún sin percatarme lo irónica que podía ser la vida cuando se ensaña contigo. Un amigable guardia me comentó, disimuladamente, que General O´Hara estaba precisamente recluso en la prisión y accedió a dejarme mirarlo a los ojos unos instantes. No fue aquel el hombre de cuyo fusil partió la bala que mató a mi padre, pero si fue él quien dio la orden, fue también él quien puso precio a mi cabeza y me obligó a refugiarme en Diego García. Fue aquel el hombre que arruinó, como había prometido, mi vida y la de toda mi familia. Antes de pasar por su celda tuve el tiempo suficiente como para dejar una flor sobre la piedra que recordaba el punto exacto donde había ocurrido el fusilamiento de mi padre y sus colegas, en un patio interno de la prisión. 149
El guardia volvió a buscarme, me pidió que lo siga y me acompañó hasta la celda que había ocupado mi padre durante su condena. Era aquel un lugar lúgubre, de una humedad irrespirable. Sobre las paredes de piedra se sucedían inscripciones revolucionarias, cortos manifiestos y los nombres de quienes hicieron de ese sitio su última morada. Allí reconocí la letra de mi padre, sus errores ortográficos y su vehemencia a la hora de expresar sus ideas. Poco después lo acompañé hasta el llamado sector de los ingleses, no tuve lastima por ninguno de los desahuciados que allí se encontraban. Seguí los pasos del celador hasta que se detuvo en la anteúltima celda, giró hacia el recluso y le dijo que “sus fantasmas volvían para visitarlo” y allí estaba aquel hombre, acabado, asustado, me observa… ¿Te acuerdas de mi?... Si… se que recuerdas mis ojos, cabrón. El insistió, aterrado ante una probable venganza, que no esperaba a nadie, y que no tenía intenciones de hablar con nadie. Yo tampoco quería hablar contigo, solo quería perderme en tus ojos a través de las rejas, pero a pesar que lo intenté, no pude odiarte. Ese hombre ya estaba vencido, sus demonios se habían hecho cargo de sus restos y su comportamiento era primario, elemental. Intenté expresarle muchas cosas con la mirada, pero el la esquivaba sistemáticamente. No estaba preparado aún para enfrentarse a mis reclamos. El guardia me hizo una seña y sin más lo seguí, abandoné a O´Hara en el mismo sitió donde lo había encontrado. Dos, tres, cuatro pasos más, y la imagen de mi padre, muerto en el patio de la prisión, me visitó como si del mismísimo Hamlet padre se tratará. Me di cuenta que al menos ese joven, su hijo, podía presentarle a sus nietos, aún podía abrazarlo y disfrutarlo… yo en cambio, lo tenía perdido. Retrocedí sobre mis pasos, y clavando mi mirada en la suya le escupí… “Que te mueras aquí, que te pudras... y que sufras al menos la mitad de lo que me has hecho sufrir…”, le grité antes de retirarme. Rahib decía que reservarse era como tomar un carbón encendido con la mano desnuda esperando el momento apropiado para lanzarlo… solo nosotros nos quemaríamos. Muy encontradas fueron las sensaciones que me dejó Irlanda pues sigo sintiéndome parte de su pueblo; es que me siento parte de todo lo que he tocado, y todo lo que me ha rozado ya es parte de mí. Hubiera querido acercarme a Galway, pero tenía mucho miedo de no encontrar a Killian, o tal vez de hacerlo. Regresé a España esa misma semana. Continué enseñando ciencias en casa y frecuentando secretamente a Clara, hasta que comprendí que eso no me estaba haciendo ningún favor y mucho menos a ella, que ni siquiera sabía que estaba yo allí. Ese mismo agosto conocí por casualidad a Isabel, mientras esperaba el tren que me llevara de vuelta a Alicante.
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NOVENA CARTA DE ISABEL 17 de Agosto, 1946, Leiden (Holanda)
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n el verano de mil novecientos treinta y cinco, hace ya once años, conocí a Santiago. Aquel día él regresaba de una de esas huidas a Santander, según decía esa había sido la última. Coincidimos en el mismo banco esperando diferentes trenes. Compré un buen paquete de galletas de coco, de aquellas tan artesanales que vendían en la estación y me senté a esperar el primer tren que salga. No sabía bien donde pero deseaba escapar a algún sitio. Hay quienes sostienen que cuando tienes las ideas confusas, es mejor, antes que no hacer nada, tomar un tren, un autobús, hacia un lugar desconocido y bajarse allí, es una forma de obligarnos a reaccionar, pues, ante lo inédito no queda otro camino que rebelarse y superarse. Santiago se sentó a mi lado. Casi ignorándome tomó una galleta del paquete, que estaba entre nosotros, y se la comió. Hizo un gesto de aprobación mientras la saboreaba, todo el mundo sabía lo deliciosas que eran. Me sorprendió de sobremanera su desfachatez al tomar mis galletas sin siquiera pedírmelo; no tenía problema alguno en compartirlas, siempre me he considerado muy generosa, pero también me parecen importantes las formas, los modales. Cogí también una galleta y él, al verme, pareció darse cuenta de su imprudencia y me ofreció una sonrisa. “Están exquisitas ¿No es cierto?”, me dijo. “Si, si”, respondí. Echó mano a una y luego a otra más, yo intentaba seguirle el paso pero, un tanto ofendida, tuve un momento de egoísmo y acerqué bruscamente hacia mí el paquete para hacerme de unas cuantas. El volvió a sonreír, dejó amablemente que me comiera el resto e irónicamente me ofreció comprar más si tenía hambre. Por supuesto que le dije que no, este caballero no podía ser más caradura, tendría que haberle preguntado lo mismo. Aquel día me di cuenta que la gente puede llegar a ser muy atrevida y ni siquiera decir gracias. Tomé el primer tren que partía, iba hacia el sur, hacia Valencia y Alicante. El hizo lo mismo y por esas casualidades gloriosas de la vida se sentó a mi lado. No cruzamos palabras durante horas. Me parecía un hombre atractivo pero no podía dejar de pensar en lo atrevido y lo maleducado que había sido. Al mediodía, el vagón comedor fue habilitado y muchos pasajeros aprovecharon para almorzar. Santiago me pidió amablemente que lo dejara pasar y me preguntó si me apetecía algo, pero ya no tenía hambre. En ese momento abrí mi bolso para buscar unas pinturas y para sorpresa mía allí estaba, intacto, el paquete de galletas que había comprado. Jesús. Como he podido confundirme así, pensé. Todo este tiempo había cuestionado su egoísmo e ingratitud y había sido yo quien, des151
vergonzadamente, había comido sus galletas… y él no dijo ni una sola palabra. Me pregunto cuantas veces he cometido el mismo error, el de prejuzgar sin motivos suficientes. Trágame tierra, vaya qué lección que me dio. Volvió al rato con una botella de agua mineral y un postre para mí. Sentí mucha vergüenza, ¿Que habrá pensado de mí? Me consoló la certeza que sea lo que sea que había concluido no sería peor que lo que yo había pensado de él. Se mostró muy afable el resto del viaje, hasta me di cuenta que nunca había dejado de serlo. Me contó parte de su historia y se preocupó por oír la mía. Luego me invitó a conocer Alicante y acepté, ya estaba enamorada. Tiempo después me reconoció que no esperaba que acceda pero insistía que había dejado pasar muchas oportunidades en la vida y no quería que ésta sea una más. Una frase ha sobrevivido al tiempo de aquella primera tarde. Al bajar del tren me miró seriamente y me dijo “Me perdonaras que no te cuente todos mis sueños y mis ilusiones, más que asustarte temo que te enamores de ellas y no de mí, porque cuando llegue el tiempo en que se mueran te irás con ellas y no estarás más a mi lado” Ya te he contado el resto de nuestra historia, y para ser sincera no queda mucho más para agregar. Santiago me ha dicho anoche que está a punto de terminar su recopilación de recuerdos. No sabes como ansío que comparta conmigo lo que ha escrito. Ha mencionado que lo ha hecho para mí y para que los niños, algún día, puedan llegar a conocerlo. Esta será, sin dudas, la última carta que recibas de mi parte. Es el último sobre que me queda y sinceramente no estoy segura que hayas recibido las anteriores. Algo me dice que lo has hecho pero me extraña de sobremanera no haber recibido siquiera una contestación, aunque no te juzgo, sabes que lo entiendo. Tal vez, en el fondo, he estado escribiendo a una persona inventada, como Luz con Sigifredo. Tal vez no seas tal y como te imagino. Solo te pido que siempre tengas presente mi cariño, mi afecto y mi reconocimiento. Pues no he dejado de pensar en ti desde que supe que existías. Un beso. Isabel
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LA POSTAL PERDIDA
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sabel fue quien, con la simpleza de sus conclusiones, me hizo ver lo sencillez de la vida y lo complicada que era mi mente. Ella repetía una y otra vez aquello de que, en realidad, muchas cosas son simples pero que lo difícil era explicarlas… y que, por lo tanto, constituía una pérdida de tiempo crearse una complicación más al analizarlas. Desde la tarde que se devoró sin miramientos las galletas de mi merienda, esperando un tren que nunca tomó, no volví a separarme de ella ni un instante. Era exactamente lo que le faltaba a mi vida para volver a mirar hacia el futuro con optimismo. Aire nuevo, rebelde, despreocupado. En aquel viaje de tren intercambiamos historias y algunos encontrados puntos de vista, pero esta mujer es especial… es muy difícil discutir con alguien que no esta obsesionado con llevar la razón. Volvimos juntos a Alicante la misma noche que nos conocimos. Trabajó ayudando a mi madre con su cada vez más extensa cartera de clientes, y colaborando con un periódico local como columnista de espectáculos. El periodismo había sido su vocación frustrada. Tiempo después, la guerra civil pareció inevitable, Isabel quedó embarazada de Joaquín, nuestro primer hijo, y no creímos oportuno abandonar el país hasta que él fuera un poco más grande. Ya estaba cansado de huir, y la guerra ya parecía echarme de menos. Soportamos esta vez en silencio, por Joaquín y por nuestra familia, todas y cada una de las atrocidades que nos toco presenciar durante los años que duró ese cáncer que sufrió España. En mil novecientos treinta y nueve, ya cansados de tanta violencia y con Isabel embarazada de Luz, decidimos que era hora de buscar un nuevo sitio para establecernos. Y ese sitio fue Leiden. Lo que siguió, ya lo saben, nació Luz, llegaron los nazis, se quedaron y al tiempo se fueron por donde vinieron. El único objeto de mi colección que podía hacerme recordar aquellas tardes de sol en la playa, era una colorida postal de Alicante, pintada a mano, que debería haber estado en algún sitio de esta caja de recuerdos que he recibido antes de empezar a escribir este racconto. En su lugar, para mi sorpresa, he encontrado una carta escrita en un rústico holandés, fechada dos años atrás, que me ha hecho cambiar la opinión absurda y generalizada que tenía sobre muchos de los que nos invadieron. La carta estaba dirigida a mi, y estaba escrita por dos jóvenes soldados alemanes que no tenían más de diecinueve años de edad. Decían haber estado destinados al edificio del Correo Central de Leiden durante los años de ocupación. Estos chicos, seguramente sin 153
imaginarlo, vivieron más de cuatro años de su más inocente juventud con uniformes y responsabilidades que los superaban. Debían registrar una y otra vez toda correspondencia y paquete que entraba o salía de la ciudad, buscando espías, o simplemente informantes. A pesar de la gran distancia conceptual que nos separaba, mediante esta carta, me expresaron su pesar al sentirse solos y también abandonados a su suerte. Extrañaban a sus madres, a sus padres y sus ingenuidades perdidas. ¿Por qué me contaron todo eso? Simplemente porque ese paquete que yo tanto he esperado, ha estado en su depósito durante un par de años; requisado una y otra vez por sus ojos inquisidores. Y en su interior encontraron mis tesoros, mis fotografías, trozos de madera, hojas secas y documentos, que son los mismos que he utilizado para recordar aquellas situaciones que les he contado con detalle en este compendio. Pero esos objetos, a su parecer, me señalaban, con toda razón, como un ex colaborador del ejército inglés. Aquel material era suficiente como para ordenar requisas e investigaciones sobre mi persona y mi pasado, con el consiguiente riesgo para mi familia. Aquellos chicos, prefirieron guardar personalmente aquel paquete hasta que fueron relevados del puesto, al terminar la guerra. Decían que se sentían identificados en el abandono al que fueron relegados en este pueblo sin mayores historias. Tomaron aquella postal, la que faltaba en mi colección, y la hicieron suya. La utilizaron como inspiración en las largas noches donde sus energías flaqueaban ante la soledad y el frío. Soñaban con las playas, con el sol y la gran aglomeración de gente feliz en la costa del mar. En la carta me pedían una y otra vez disculpas por haberse quedado con la tonta imagen. Me hubiera gustado conocerlos, conversar con ellos, pero nuestras obligaciones eran radicalmente opuestas. Cosas que tiene la vida, enfrentar en bandos opuestos, colores y uniformes a personas que bien podrían compartir un café, una canción o una amistad. Esta muy claro, lo que mayormente nos distancia, nos aleja, no son precisamente nuestras diferentes y contradictorias virtudes, sino acaso, nuestro desconocimiento del prójimo. Estos soldados “enemigos” demostraron tener mis mismos valores e inquietudes. ¿Cómo odiarlos entonces? Somos todos victimas de imperios imaginados, como el tiempo, del que somos presas a pesar que nosotros mismos lo hayamos inventado. Creímos conveniente medirlo, controlarlo, y ahora estamos obsesionados con su aprovechamiento. No queremos perder un minuto de nuestro tiempo, como si sacáramos provecho el resto de él. Nos bombardean permanentemente anuncios y productos que lo ahorran, para cocinar más rápido, para viajar más rápido… pero nadie en el fondo gusta de un beso corto o un vino joven. Ese solo es uno de esos cultos que hemos inventado para flagelarnos, le siguen el dinero que es en el fondo solo papel, o el cuerpo, del que todos parecemos obsesionados.
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Algún día alguien me dará la razón sobre las dos únicas cosas que considero indudables en mi vida, verdades absolutas de mi existencia; una de ellas es que, efectivamente, no existen las verdades absolutas, uno de los peores males del mundo es precisamente la generalización que hacemos ante lo que desconocemos, y la segunda, es el convencimiento que las únicas dos cosas que nos mantienen vivos son el amor y la curiosidad. Admito críticas, nada es tan simple en este mundo como para no poder ser interpretado de diferentes modos. Cada vez estoy más persuadido que este manojo de hojas sueltas sea la mejor herencia que les puedo dejar a mis hijos. No comerán de ellas, eso esta claro, pero tal vez con el tiempo logren entender un poco mejor porqué me estoy convirtiendo cada vez más en un ser huraño. Lo poco de lo que estoy convencido es que el mundo en el que vivimos ha cambiado muy poco desde los tiempos de mi padre, y probablemente cambie muy poco para cuando a ellos les corresponda enfrentar sus conflictos y contradicciones. Las pequeñas batallas que libró mi padre son las mismas, aunque disfrazadas, que afronto diariamente por mantenerlos al margen del pesimismo y la mediocridad que intentan imponernos los poderosos, para dominarnos. Pero, de todas formas, serán ellos los que encuentren el mejor camino a seguir en sus vidas, yo soy solo el que puso la semillita y el responsable de la percepción que tengan del mundo hasta que sean capaces de decidir por si mismos, nada más; aún me quedan muchas cosas por aprender y superar en mi vida como para inmiscuirme en la de ellos. Es por eso que este será mi legado. Mi manifiesto. Cuando Isabel miró a través de la ventanilla del tren y vio los campos que circundan Leiden, no dudo siquiera un instante en que aquella sería nuestra última parada. Bajamos del tren con cuidado, Luz odiaba los viajes largos y ya hacía unas horas que estaba dando la lata dentro del vientre de su madre. Joaquín aún era muy chico y todo le daba igual El viejo Vincent, un desconocido aún, se acercó a nosotros en el andén para intentar vendernos sus tulipanes. En aquel tiempo el anciano aún creía en sacarle un rédito económico a aquellos bulbos provenientes del jardín que tanto había cuidado su difunta esposa. Hoy piensa diferente, no hubiera resistido tantos años sin esas idas y venidas diarias a la estación, para intentar venderlos. No hubiera superado la ausencia de su mujer si no hubiera tenido esta parte de ella demandándole igual cuidado y dedicación. Como sea, Isabel quedo sorprendida por la belleza de aquellas plantas y, al descubrir su procedencia, ese ángel de la simpleza y los atajos no tuvo el menor reparo en preguntarle si conocía alguna vivienda pequeña y económica por aquella zona, donde ella también pudiera ver crecer sus propios bulbos. Vincent, como si esperara de antemano la pregunta, se encogió de hombros y nos dijo que podía vendernos la casa colindante a la suya, la habían construido para su 155
hijo, pero este nunca llegó a nacer. El lugar era muy bello, cercano a un canal, como todo lo que se erige en Holanda. El viejo parecía asustado de morir en soledad y aceptó una suma irrisoria por aquella propiedad. A la semana estábamos instalados en nuestro nuevo hogar, rodeado de flores y gente amable que parecía haber estado esperándonos desde hace mucho tiempo. Y esa es, en pocas palabras, la historia tan increíblemente simple de como llegamos hasta aquí.
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ÚLTIMA CARTA DE ISABEL 29 de Agosto, 1946, Leiden (Holanda)
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racias, no sabes lo feliz que me has hecho al encontrar tu carta en el buzón.
Poco faltó para que la recoja Santiago. ¿Te imaginas el sinfín de explicaciones que le hubiera tenido que dar? Había perdido completamente las esperanzas de que alguna vez me respondas, tú bien sabes, pero ahora siento una gran alegría por saber que estás allí. Me alegro que te encuentres bien, ha significado una gran sorpresa la novedad de que te dedicas al periodismo; no sabes la sana envidia que te tengo. Dios. ¡Qué nerviosa estoy! No se qué escribir. Solo hay una cosa que me preocupa de sobremanera. No puedo seguir ocultándole a Santiago todo esto, nunca me lo perdonaría. El siempre ha sido muy amable conmigo y siento que lo traiciono al ocultarle algo. Puede descubrir en cualquier momento nuestra correspondencia y eso le partiría el corazón. Creo que será mejor que busquemos la forma de solucionar este problema, por el bien de todos. Me has contado acerca de esos días libres que tienes para septiembre, quiero que consideres venir hasta aquí. No sabes lo importante que sería para mí. Por favor, piensa en mi propuesta seriamente. Ya es hora que esto llegue a un final también para ti. Otra vez gracias, corazón. Tuya. Isabel
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SANTIAGO
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upongo que todo tiene un final. Ya no queda casi nada en el baúl de los recuerdos que merezca ser mencionado. Luz ya esta cansada de golpear la puerta del escritorio sin que yo le haga caso. Antes me consideraba un buen padre, pero ahora tengo mis dudas, creo que la he dejado mucho de lado en los últimos meses. Joaquín, en cambio, parece encantado. Si lees esto algún día, hijo mío, espero que cuando llegues a estas líneas ya me hayas disculpado tantos broncas que te he provocado. Tengo cuarenta y tantos años, entiende, las generaciones y sus distancias son así. No se si tengo derecho a pedirte que me consideres tu amigo pues nunca podré serlo, soy tu padre y siempre pensaré en ti como tal. Mi descanso estará siempre condicionado por tu bienestar y me enorgullece que sea así. Si de algo te sirve, quiero que sepas que has sido mejor hijo de lo que yo he sido con mi padre. Luz de mi vida, mi pequeño sol. ¿Que puedo decirte yo a ti? Si eres prácticamente mi espejo. Todo este montón de páginas es también para ti. Si has llegado hasta aquí es porque has crecido lo suficiente como para soportar este insufrible compendio o porque mamá te ha dejado jugar con las cosas de papá, esto explicaría el que haya restos de dulces y dibujos por todos lados; papá otra vez se habrá enojado y tu la habrás echado la culpa a Sigifredo. No te preocupes, yo también le hecho la culpa a veces. Sigue soñando despierta mi niña, es lo último que debes dejar de hacer. El mundo allí fuera puede ser a veces cruel. Los soñadores suelen resistir un poco más pero solos no pueden cambiarlo, son meramente personas comunes y corrientes que no pueden aceptar lo que ven sus ojos. No pierdas la ilusión de que todo puede cambiar porque sino él habrá vencido. Isa, mujer, nada, aquí tienes el resto de la historia que no te he contado. Espero me perdones mi ausencia durante este tiempo pero era algo que tenía que hacer cariño, y aparte, nos queda tanto tiempo juntos que espero olvides pronto este desliz. Sabes que te amo y que nada cambiará eso. No creo que otras personas lean esto, pero si acaso es así, ya me conocerás bastante bien a estas alturas. Es una pena que yo no sepa quien eres, pero tal vez coincidamos algún día en un bar, en la calle o una isla desierta, nunca se sabe.
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Tengo un secreto que confesar y creo que nadie lo sospecha. Hace años, cuando me vi obligado a prender fuego a la mayor parte de mis recuerdos, consciente de mi pobre memoria, decidí quedarme con los objetos más representativos de mi pasado, anoté minuciosamente frases que me sirvieran para recordar que hacían allí cada uno de ellos y los coloqué en una caja. Allí estaban, el trozo de madera quemada de Killian, la cabeza de porcelana, una carta de mi abuela, un ilegible ticket de barco con destino a España, algunas fotografías de mi graduación, recortes de periódicos que recordaban Amritsar, piedras de Diego García, una moneda de oro, una pequeña pala amarilla, varias cartas y una postal de Alicante. Pocos días después de la invasión envié la caja a Rahib, a la India, pidiéndole que cuidara de ella y me la devolviera cuando considere oportuno para que no se pierdan en el olvido todos aquellos recuerdos compartidos. Ya ven mi amigo volvió a cumplir. Rahib ha formado una familia muy numerosa, no se si son doce o trece el numero de hijos. Esto no deja de sorprenderme por todo lo que se había reservado en la isla. En cuanto a mí ¿Que puedo agregar? La guerra parece echarme de menos y me alcanza invariablemente donde intente esconderme, pero eso no me ha echado atrás ni mucho menos, aún encuentro placer mirando hacia el jardín de Vincent a través de mi ventana. Como bien ha dicho Dostoievsky, “la felicidad no la da la comodidad, se compra con sufrimiento”. Al fin y al cabo no estoy seguro si he tenido éxito o he fracasado en mi vida, aunque no creo que existan realmente esos términos. En el mejor de los casos son subjetivos, como todo en la vida, como la verdad, la justicia. Llaman éxito el llegar al destino propuesto o fracaso si esto no ocurre, me pregunto quién valora el camino recorrido. Así es que, como dueño absoluto de mi pasado, de mi presente y como principal arquitecto de los castillos de arena de mi futuro, me reservo el derecho de sentirme contento con la vida que llevo. Tal vez les parezca que he reflexionado demasiado sobre temas ya gastados, pero coincidirán conmigo en que nadie parece haber prestado atención. Habrá que volver a comenzar entonces. Ayer nomás, mientras cenábamos, Luz me preguntó por qué en la noticias parecían estar obsesionados con llegar algún día a la luna si yo le había contado que ya le dábamos una vuelta al sol todos los años. No supe qué responderle. A veces es tan evidente que no sabemos donde ir que hasta un niño se da cuenta. Luz vuelve a golpear la puerta, como si supiera que escribía sobre ella. Parece que no ha encontrado mejor lugar para sentarse a jugar que frente al escritorio. Siempre he sido fiel a las señales… y tal vez esto me 159
indique que es hora de finalizar esta colección de recuerdos e ir a jugar con ella. Odio los finales, nunca los he tolerado. Así es que lo mejor será un hasta luego. Ya sabes donde encontrarme si me necesitas.
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DÉJÀ VU
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antiago cerró finalmente la carpeta que contenía su manuscrito, no volvería a abrirlo por mucho tiempo. Isabel tampoco escribiría más cartas secretas, ya no serían necesarias. Cuando salió de su escritorio una extraña sensación lo envolvió y un horrible escalofrío le recorrió el cuerpo. Isabel, desde el jardín le pidió que se acercara, quería presentarle a alguien muy especial. Lo que Santiago encontró al salir le robó el alma, la respiración. Su mujer estaba sentada en un banco, con el rostro desencajado, visiblemente emocionada; Joaquín lo observaba nervioso, expectante, y Luz jugaba sentada con la tierra, valiéndose de un balde rosa y una pala amarilla. Una joven muy bella acariciaba sus cabellos y la hacía sonreír. Santiago creyó desfallecer al reconocer su mirada. La joven se acercó lentamente y tomando su mano le explicó… “Isabel me ha escrito mucho sobre ti y tenía muchas ganas de conocerte. Papá, soy tu hija... Soy Clara”.
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