Las Desventuras de John Nicholson
Robert Louis Stevenson
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Las Desventuras de John Nicholson
Robert Louis Stevenson
LAS DESVENTURAS DE JOHN NICHOLSON Robert Louis Stevenson Traducción: Betty Curtis
Capítulo I En el que John siembra viento John Varey Nicholson era estúpido; sin embargo, hombres todavía más estúpidos están repantigados en el Parlamento alabándose a sí mismos como autores de su propia distinción. Por naturaleza era propenso a la gordura, incluso desde la niñez, y tenía tendencia a realizar una lectura alegre y superficial de la vida. Posiblemente esta actitud mental fuese la causa original de sus desgracias. Más allá de esta indicación, la filosofía guarda silencio sobre su carrera y la superstición se apunta a la explicación más fácil de que era aborrecido por los dioses. Su padre —aquel caballero de hierro— hacía tiempo que se había entronizado en las alturas de los Principios de la Escisión1. Lo que éstos significan (a pesar de su nombre severo son bastante inocentes) no hay palabras que lo hagan comprensible a la mentalidad inglesa, aunque para la escocesa resulten altamente nutritivos. El señor Nicholson encontró en ellos un manjar espiritual. Por la época en que las Iglesias se reunían en Edimburgo para celebrar sus asambleas anuales, se le pudo ver descendiendo del montículo en compañía de varios clérigos pelirrojos y locuaces, contribuyendo él únicamente con señales misteriosas con la cabeza, negativas breves y el espectáculo austero de su ensanchado labio superior. Los nombres de Candlish y Begg2 eran frecuentes en estas conversaciones, donde ocasionalmente se hablaba del Establecimiento Residual3 y de los hechos de un tal Lee4. Alguien extraño al pequeño y cerrado reino teológico de Escocia podría haber escuchado y no haber entendido literalmente nada. El 1Se refiere a la ruptura que tuvo lugar en 1843, cuando 470 de los 1.200 ministros de la State Church of Scotland («Iglesia Nacional de Escocia») se separaron de ella para crear la Free Church («Iglesia Libre») en nombre del protestantismo, cuyos principios, según los escindidos, habían quedado comprometidos por la Iglesia establecida. 2Robert Smith Candlish (1806-1873) fue ministro de la más influyente congregación de Edimburgo, la de St. George, y uno de los fundadores de la Free Church. James Begg (1808-1883) apoyó a la facción de Candlish. 3Referencia a los ministros que permanecieron fieles a la State Church of Scotland. 4John Lee (1779-1859) era el rector de la Universidad de Edimburgo cuando tuvo lugar la escisión de la Iglesia de Escocia y se mantuvo fiel a la establecida. Digitalización y corrección por Antiguo
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señor Nicholson, que no era un hombre torpe, lo sabía y se indignaba. Sabía que allí fuera había un mundo enorme para el que los Principios de la Escisión eran como el parloteo de monos en las copas de los árboles5; los periódicos le traían del mismo gélidas vaharadas. Había conocido a ingleses que le habían preguntado a la ligera si no pertenecía a la Iglesia de Escocia, pero después habían mostrado poco o ningún interés en su respuesta. Era un mundo malo, salvaje, rebelde, hundido en el adocenamiento, porque sólo esa palabra escocesa podía reflejar los sentimientos de este hombre escocés. Cuando entraba en su propia casa de la calle Randolph, en el lado sur, y cerraba la puerta tras de sí, su corazón se henchía de seguridad. Ahí, al menos, existía un reducto inexpugnable a las deserciones de la derecha o los extremos de la izquierda. Ahí existía una familia cuyas oraciones se practicaban a la misma hora, donde las publicaciones del domingo eran cuidadosamente seleccionadas, donde el visitante que se inclinaba hacia una opinión equivocada era inmediatamente puesto en su sitio, y en el que el silencio, tan agradable a sus oídos, reinaba durante toda la semana y se hacía más intenso los domingos, así como una tristeza que le resultaba reconfortante. La señora Nicholson murió a los treinta años y le dejó tres hijos: una hija dos años menor que John, un hijo unos ocho años más joven que éste y a John, el desafortunado protagonista de esta historia. La hija, María, era una buena chica: cumplidora, piadosa, sosa, pero tan fácilmente asustadiza que hablar con ella era una empresa bastante arriesgada. «No creo que me apetezca hablar de eso, si no le importa», decía, y dejaba al más audaz sin habla ante su inconfundible malestar. Ocurría lo mismo con todos los temas: la moda, el placer, la moralidad, la política, en que la fórmula cambiaba a «mi padre piensa de otra manera», e incluso la religión, a no ser que se la abordase con un tono de voz quejumbroso. Alexander, el hermano pequeño, era enfermizo, listo, amante de los libros y del dibujo y andaba sobrado de comentarios sarcásticos. En medio de estos dos, imaginaos al cándido, torpe, poco inteligente y alegre animal que era John, bastante bien educado en comparación con otros chicos, aunque no llegara a la altura de la casa de la calle Randolph, y lleno de un cariño atolondrado, de caricias que jamás se recibían con aprecio, de súbitas e inesperadas carcajadas que resonaban como maldiciones en aquella casa lúgubre. El propio señor Nicholson tenía un gran sentido del humor, al estilo escocés, intelectual, basado en la observación del hombre. Su mismo carácter, por ejemplo, habría sido un extraordinario festín para él si pudiese verlo en otro. Las carcajadas vacías de su hijo cuando se rompía un plato y sus comentarios casi frívolos le infligían dolor al parecerle indicativos de una mente débil. Fuera de la familia, John se había pegado (de la misma manera que un perro sigue a un marqués) a los pasos de Alan Houston, un joven posiblemente un año mayor que él, holgazán, un poquitín salvaje, heredero de una buena fortuna, la cual estaba aún en manos de un riguroso administrador, y tan magníficamente pagado de sí mismo que asumía la devoción de John como algo muy normal. Aquella relación íntima era dolorosa para el señor Nicholson; apartaba a su hijo del hogar, cuando él era un padre celoso; le apartaba de la oficina, cuando él era un riguroso cumplidor; en suma, el señor Nicholson, que vivía entregado enteramente a su familia (y a los Principios de la Escisión), odiaba ver a su hijo desempeñar un papel secundario junto a un holgazán. Después de alguna indecisión, le ordenó que pusiera fin a esa amistad —una orden injusta, aunque aparentemente inspirada por el espíritu de la profecía— y John, sin decir nada, continuó desobedeciendo la orden 5Obsérvese el deliberado símil darwiniano. Digitalización y corrección por Antiguo
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en secreto. John había cumplido casi los diecinueve años cuando un día salió bastante más temprano de lo normal de la oficina de su padre, en la que estudiaba y practicaba el derecho. Era sábado y, salvo por el hecho de que llevaba unas cuatrocientas libras en el bolsillo que debía ingresar en el banco de la British Linen Company, tenía toda la tarde a su disposición. Caminaba por la calle Punces, disfrutando de los tibios rayos del sol y de la caricia del viento del este que agitaba las banderas que ondeaban a lo largo de aquella hilera de palacetes y movía los árboles verdes del jardín. La banda tocaba en el valle que había bajo el castillo, y cuando llegó el turno de los gaiteros escuchó sus sonidos salvajes con la sangre alterada. Algo vagamente marcial se despertó dentro de él, y pensó en la señorita Mackenzie, con quien iba a reunirse en casa a la hora de comer. Es innegable que debería haber ido directamente al banco, pero justo en el camino se encontraba el salón de billar del hotel donde seguramente estaría Alan. La tentación resultó demasiado fuerte. Entró en el salón de billar e inmediatamente fue saludado por su amigo, que llevaba un taco en la mano. —Nicholson —dijo—, quiero que me prestes una libra o dos hasta el lunes. —Has dado con la persona adecuada, ¿no? —respondió John—. Tengo dos peniques. —Tonterías —dijo Alan—. Tú puedes conseguirlas. Ve y pídelas a tu sastre, todos lo hacen. O te diré qué: empeña tu reloj. —Ah, sí, claro —dijo John—. ¿Y qué le digo a mi padre? —¿Se va a enterar? ¿Le da cuerda por la noche? —preguntó Alan, provocando que John soltara una carcajada. —No, en serio, estoy en un apuro —prosiguió el tentador—. Le debo algo de dinero a un hombre de aquí. Te lo devolveré esta noche y el lunes podrás recuperar la reliquia de tu familia otra vez. Vamos, no es más que un pequeño favor. Yo haría muchísimo más por ti. Dicho esto, John salió y empeñó su reloj de oro usando el nombre ficticio de John Froggs, de la calle Pleasance, 85, pero, con el nerviosismo que le asaltó a la puerta de aquel deshonroso lugar —una casa de empeños— y el esfuerzo necesario para inventar un seudónimo que, de alguna manera, le pareció parte obligada del procedimiento, tardó más de lo imaginado y el banco ya había cerrado sus puertas cuando regresó al salón de billar con el botín. Fue un golpe astuto. «Se había desatendido un asunto de trabajo». Oyó estas palabras en la voz mordaz de su padre, se estremeció y entonces evadió el pensamiento. Al fin y al cabo, ¿quién iba a saberlo? Debía cargar con las cuatrocientas libras hasta el lunes, cuando su negligencia podría ser reparada subrepticiamente. Mientras tanto, era libre de pasar la tarde en el diván circular del salón de billar bebiéndose la pinta de cerveza a sorbos y disfrutando a tope de los modestos placeres de la admiración. Nadie sabe admirar como un joven; es la más común y menos empañada de todas las pasiones y los placeres de la juventud. Cada destello de los ojos negros de Alan, cada aspecto de su cabellera rizada, cada gesto gracioso, su actitud fácil y distante cuando esperaba, todo lo referente a él, incluso las mangas de su camisa y los gemelos, John lo veía como un lujo grandioso, porque él se valoraba a sí mismo por la posesión de aquel amigo real, se felicitaba con tal pensamiento y se henchía de felicidad. Sus propios defectos, como dificultades vencidas, se convertían en cosas de las que enorgullecerse. Digitalización y corrección por Antiguo
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Solamente cuando pensaba en la señorita Mackenzie le entraba una sombra de arrepentimiento. Aquella señorita merecía algo mejor que el ordinario John Nicholson, conocido todavía como «Gordito» entre sus compañeros de colegio. Pensaba que si él pudiera poner tiza a un taco de billar o estar en posición de descanso con la misma gracia despreocupada que mostraba Alan, entonces podría acercarse al objeto de sus sentimientos con un sentido de inferioridad menos agobiante. Antes de separarse, Alan le hizo una proposición en extremo sorprendente. Dijo que él estaría en Collette's aquella noche sobre las doce. ¿Por qué no iba John allí a recoger el dinero? Ir a Collette's era ver la vida de verdad; estaba mal; iba contra toda ley; formaba parte, de una forma muy sucia, de la aventura. Era el tipo de hazaña que, si se supiera, distanciaba a un joven de la clase más seria para siempre, pero le otorgaba categoría entre la gente desenfrenada. Y, sin embargo, Collette's no era un infierno; no podía considerarse más que como una fantasía de lo que sería un salón dorado; y si ir allí era pecado éste era meramente local y municipal. Collette's, cuyo nombre no sé deletrear porque nunca mantuve contacto epistolar con aquel bandido hospitalario, era simplemente el local de un tabernero sin licencia que servía cenas después de la once de la noche, la hora de cierre en Edimburgo. Si pertenecías a un club podías conseguir una cena mucho mejor a la misma hora y no perder ni una pizca del aprecio público, pero si carecías de esa filiación, estabas hambriento o tenías tendencia a ir de juerga a horas ilegales Collette's era tu única salida. Estabas muy mal atendido. La compañía no procedía del Senado ni de la Iglesia; sin embargo, la abogacía estaba muy bien representada en la única ocasión en la que, yendo contra las leyes de mi país y llevando mi reputación en la mano, penetré en aquel oscuro mesón. Los clientes de Collette's, conscientes con emoción tanto de hacer algo malo como de «aquella máquina de dos manos (el policía) situada junto a la puerta», quizás tuviesen tendencia a cometer excesos un tanto febriles. Pero no era un sitio muy malo ni mucho menos, y se me hace un tanto extraño, visto a esta distancia de tiempo, que hubiese adquirido aquella peligrosa reputación. Con exactamente la misma disposición de ánimo con la que un hombre puede debatir un proyecto para ascender al Matterhorn o cruzar África, John ponderó la proposición de Alan y, arriesgando mucho, la aceptó. Mientras caminaba hacia casa, los pensamientos acerca de esa excursión lejos de los lugares seguros de la vida, hacia los salvajes y arduos, despertaron y lucharon en su imaginación con la imagen de Flora Mackenzie: pensamientos no concordantes pero a la vez relacionados, porque ¿no es cierto que ambos apretaban los tornillos a su resolución, que ambos le seducían a arriesgarse y le advertían que volviese otra vez dentro de sí? Entre estas dos consideraciones, por lo menos, se puso más nervioso de lo normal. Cuando llegó a la calle Randolph se olvidó por completo de las cuatrocientas libras que llevaba en el bolsillo interior de su abrigo, lo colgó con su valiosa carga en su clavija particular del perchero y con aquella precisa acción selló su suerte.
Capítulo II En el que John recoge la vorágine sembrada Sobre las diez y media John tuvo la buena suerte de ofrecer el brazo a la señorita Digitalización y corrección por Antiguo
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Mackenzie y acompañarla a casa. La noche era fresca y estrellada. Hacia el este, los árboles de los diferentes jardines susurraban y adquirían un aspecto tenebroso. Subieron por el barranco de piedra, camino de Leith; después de cruzarlo, una ráfaga de aire dejó temblando las llamas de las farolas de la calle. Cuando por fin llegaron a la Royal Tenace, donde vivía el capitán Mackenzie, un viento fresco y salado que venía del mar les dio en la cara. Estos detalles del paseo permanecieron escritos en la memoria de John, cada uno marcado por el contacto de esa mano ligera en su brazo; y detrás de todos estos aspectos que veía de la ciudad nocturna, permanecía en los ojos de su mente la imagen del salón iluminado de su casa, donde había estado sentado hablando con Flora mientras su padre miraba con una sonrisa benévola e irónica desde la otra punta de la habitación. John había entendido el significado de esa sonrisa, algo que a un extraño se le habría escapado; el señor Nicholson había notado la intriga amorosa de su hijo con satisfacción matizada de humor; su sonrisa, aunque fuese un poco desdeñosa, daba a entender su consentimiento. En la puerta del capitán Mackenzie la joven extendió la mano con cierto énfasis. John la tomó, la retuvo algo más de lo normal y dijo: «Buenas noches, Flora querida». Inmediatamente sintió mucho miedo de su presunción, pero ella sólo se rió, subió los escalones corriendo y llamó al timbre. Mientras aguardaba a que la puerta se abriera se quedó en el fondo del porche hablando con él desde allí como si estuviese fuera de una fortificación. Llevaba un chal de punto sobre la cabeza. Sus ojos azules de las Tierras Altas reflejaban la luz de una farola cercana y brillaban. Cuando la puerta se abrió y se cerró detrás de ella, John se sintió cruelmente solo. Volvía lentamente por la Royal Tenace con una tierna sensación de bienestar, y cuando llegó a la iglesia de Greenside se detuvo dudando. Por encima de la colina de Calton, a su izquierda, estaba el camino que le llevaría a Collette's, donde Alan pronto estaría esperando su llegada, y adonde ahora habría accedido tanto a ir como a revolcarse intencionadamente en una ciénaga; el tacto de la mano de la joven en su brazo y la mirada bondadosa en los ojos de su padre se lo prohibían terminantemente. Sin embargo, justo ante él estaba el camino a casa apuntándole únicamente a la cama, un lugar de reposo poco subyugante para alguien que andaba hipertenso y dispuesto a dar voces y cuyo no muy ardiente corazón se hallaba gravemente afectado en ese preciso momento. La cima de la colina, el aire fresco de la noche, la compañía de los grandes monumentos, la visión de la ciudad a sus pies, con sus colinas y valles y sus hileras entrecruzadas de farolas le conmovieron por cuanto en él había de poético, y giró hacia allí. Con ese inocente desvío aumentó la cosecha de sus faltas veniales por la fuerza del destino. Tomó asiento en la colina que se elevaba por encima de Greenside durante quizás media hora, mirando hacia abajo las farolas de Edimburgo y hacia arriba las lámparas del cielo. Maravillosas fueron las resoluciones que se propuso; hermosas y amables, las vistas de vida futura que se precipitaban ante él. Repitió para sí el nombre de Flora en tantos tonos tiernos y dramáticos que al final casi se derretía de ternura y podía cantarlo en voz alta. En ese momento, le llamó la atención un crujido en el bolsillo de su abrigo; metió la mano en él, sacó el sobre que contenía el dinero y quedó pasmado. En esa época, la colina de Calton tenía mala fama por la noche y permanecer allí sentado con cuatrocientas libras que no le pertenecían era muy poco prudente. Alzó la vista. A un lado suyo y a poca distancia había un hombre con un sombrero viejo aparentemente mirando el paisaje; por Digitalización y corrección por Antiguo
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el otro y muy cerca se aproximaba sigilosamente un segundo paseante nocturno. John se levantó de un salto. El sobre se le cayó de las manos; se agachó a cogerlo y en aquel mismo momento los dos hombres se acercaron y le rodearon. Algo después, se levantó muy dolorido, tembloroso y el más pobre de los pobres al faltarle lo que antes contenía su bolsillo, exactamente un sello de penique, un pañuelo de batista y el todopoderoso sobre. He ahí un joven al que, en el momento más sublime de la exaltación amorosa, le habían atizado un golpe demasiado fuerte para soportarlo en solitario. A unos cientos de metros su mejor amigo estaría cenando... sí, e incluso esperándole. ¿No estaba en la naturaleza del hombre que corriese hacia allí? Fue en busca de compasión, en busca de esa cosa rara que todos creemos necesitar cuando estamos en una situación apurada y que hemos convenido en llamar consejo; y fue, además, con vagas pero bastante espléndidas expectativas de alivio. Alan era rico, o lo sería cuando llegase a la mayoría de edad. Podría remediar su desgracia de un plumazo y evitar la temida entrevista con el señor Nicholson, de la que John se apartaba en su imaginación igual que la mano se aparta del fuego. Justo por debajo de la colina de Calton pasa cierta avenida estrecha, mitad calle, mitad callejuela. La parte alta de la misma da a las puertas de la prisión; la parte baja desciende a los barrios oscuros del Bajo Calton. En un lado cuelgan sobre ella los peñascos de la colina, en el otro hay un viejo cementerio. Entre unos y otro, la calle corre como una zanja, escasamente iluminada durante la noche, poco frecuentada durante el día y rodeada, cuando ha pasado el lugar de las tumbas, por chabolas sucias y equívocas. Una de éstas era la casa de Collette's. En esa puerta y en ese momento nuestro malhadado John golpeaba suplicando le dejasen entrar. En mala hora satisfizo las celosas preguntas del tabernero contrabandista; en mala hora entró en el repugnante interior. Alan, como era de suponer, estaba allí, sentado en una habitación iluminada por las llamas de mecheros de gas ruidosos, junto a un mantel sucio, ocupado en una comida basta y en compañía de algunos miembros un tanto alegres de la abogacía más joven. Pero Alan no estaba sobrio; había perdido mil libras en una carrera de caballos, había recibido la noticia a la hora de comer y ahora ahogaba el recuerdo de su penosa situación a falta de alguna tabla de salvación. ¡Él, ayudar a John! Imposible; si no podía ayudarse ni a sí mismo. —Si tú tienes una bestia por padre —le dijo— puedo decirte que yo tengo un bruto por administrador. —No permitiré que llames bestia a mi padre —dijo John, con el corazón latiéndole, sintiendo que arriesgaba el último eslabón seguro de la cadena que le unía a la vida. Pero Alan estaba de muy buen humor. —Está bien, viejo amigo —dijo—. Tu padre es un hombre muy respetable—. Y lo presentó a sus compañeros como «el amigo Nicholson, hijo de como se llame». John se quedó sentado en muda agonía. Las paredes y la mantelería sucia de Collete's, e incluso las horribles vinagreras, parecían objetos dignos de una pesadilla. Justo entonces hubo una llamada a la puerta y una desbandada general; la policía, tan lamentablemente ausente en la colina de Calton, aparecía en escena, y la concurrencia, cogida en fragante delito con los vasos empinados, fue detenida, llevada a comisaría y todos fueron debidamente citados a comparecer como testigos en el consiguiente juicio contra aquel archi-tabernero ilegal llamado Collette. Era un grupo afligido y muchísimo más sobrio el Digitalización y corrección por Antiguo
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que salió más tarde. Un vago terror a la opinión pública pesaba sobre todos en general, pero había horrores privados y particulares en las mentes de algunos individuos. Alan tenía miedo de su administrador, que ya estaba harto afligido. Uno de los del grupo era hijo de un clérigo rural; otro, de un juez; John, el más infeliz de todos, tenía a David Nicholson por padre y la idea de dar la cara ante él en un asunto tan escandaloso le producía malestar físico. Estuvieron debatiendo de pie y durante un rato bajo los contrafuertes de Saint Giles, desde donde se fueron al alojamiento de uno de ellos, en la calle North Castle, donde, por cierto, podrían haber cenado bastante bien y bebido mucho mejor que en el peligroso paraíso del que habían sido expulsados. Allí, sobre un vaso casi lloroso, discutieron su situación. Cada uno explicó que tenía todas las de perder si el asunto seguía su curso y había que comparecer como testigos. Eran increíbles las brillantes oportunidades que estaban a punto de abrirse ante cada uno de los que formaban el pequeño grupo de jóvenes y cuánta consideración piadosa empezaba a brotar de ellos hacia los sentimientos de sus familias. Cada uno de ellos, además, se hallaba en un singular estado de indigencia. Ninguno podía pagar su parte de la sanción; ninguno dejaba de sentir un maravilloso soplo de esperanza de que alguno de los demás, uno tras otro en sucesión, fuese justamente el hombre que pudiera intervenir para cubrir el déficit. Uno tomó una determinación por la tremenda; como no podía pagar su parte, si iban a juicio se fugaría; siempre había pensado que el Colegio de Abogados inglés era su verdadero lugar. Otro se fue por las ramas con detalles emotivos sobre su familia que nadie escuchó. John, en medio de esta competición desorganizada de pobreza y mezquindad, permaneció sentado y aturdido, contemplando la gigantesca mole de sus desgracias. Por fin, bajo la promesa de que cada uno acudiría a su familia con la verdad por delante, la convención de asnos jóvenes e infelices se dispersó, bajó la escalera común y, a la luz grisácea de una mañana de primavera, cada uno siguió su propio camino con la cabeza baja y pasos que resonaban mientras a su alrededor se extendían las calles vacías de vida, las farolas encendidas a plena luz del día con su brillo disminuido y los pájaros que empezaban a trinar sus melodías premonitorias desde las arboledas de los jardines de la ciudad. Los grajos estaban despiertos en la calle Randolph, pero las ventanas vigilaban, discretamente tapadas, el regreso del hijo pródigo. La llave maestra era un privilegio reciente y era la primera vez que la usaba. ¡Ay, y con qué sentimiento nauseabundo de su propia indignidad la metía ahora en el candado bien engrasado y entraba en aquel reducto del decoro! Dormía todo el mundo. Habían dejado medio encendida la lámpara de gas del vestíbulo para alumbrar su regreso. Reinaba un silencio espantoso, roto por el tictac del reloj de cuerda. Apagó la lámpara de gas y se sentó en una silla del vestíbulo, esperando, contando los minutos, deseando ver un rostro humano. Pero cuando al fin oyó sonar la alarma del reloj en el piso de abajo y los criados empezaron a moverse se derrumbó inmediatamente y huyó a su habitación, donde se lanzó sobre la cama.
Capítulo III En el que John disfruta de la cosecha de casa
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Poco después del desayuno, al que asistió con un rostro sumamente trágico, John buscó a su padre donde solía sentarse los domingos, presumiblemente en meditación religiosa. El viejo caballero lo miró con aquella expresión amarga e inquisitiva que tanto se parecía a una sonrisa pero cuyo efecto era muy diferente. —A esta hora no me gusta que se me moleste —dijo. —Lo sé —respondió John—, pero tengo... quiero... me he metido en un lío espantoso — estalló, y se volvió hacia la ventana. El señor Nicholson permaneció sentado en silencio durante un buen rato mientras su desdichado hijo contemplaba los postes del jardín de la parte trasera de la casa y a un gato amarillo acomodado en la tapia. La desesperación embargaba a John mientras miraba, y se enfurecía al pensar en la terrible sucesión de sus delitos y la inocencia esencial que los rodeaba. —Bueno —dijo su padre, con un esfuerzo poco sutil pero en un tono muy tranquilo—, ¿qué ocurre? —Maclean me dio cuatrocientas libras para ingresar en el banco, señor —empezó John —, ¡y lamento decir que me las han robado! —¿Te las han robado? —gritó el señor Nicholson con una entonación ascendiente—. ¿Robado? ¡Cuidado con lo que dices, John! —No puedo decir otra cosa, señor; simplemente, que me las robaron —respondió con desesperación y de manera hosca. —¿Y dónde y cuándo ocurrió tan extraordinario acontecimiento? —preguntó el padre. —En la colina de Calton, ayer, sobre las doce de la noche. —¿La colina de Calton? —repitió el señor Nicholson—. ¿Y qué hacías allí a esa hora de la noche? —Nada, señor —dijo John. El señor Nicholson aspiró su propio aliento. —¿Y cómo es que aún llevabas el dinero a medianoche?—preguntó áspero. —Desatendí ese asunto de trabajo —dijo John anticipando el comentario, y añadió en su propio dialecto:— Me olvidé de ello completamente. —Bueno —dijo su padre—, es una historia de lo más extraordinaria. ¿Se lo has comunicado a la policía? —Lo he hecho —contestó el pobre John sonrosándose de golpe—. Creen conocer a los hombres que lo hicieron. Me atrevo a decir que el dinero se recuperará, si eso fuera todo —dijo él con una indiferencia desesperada que su padre atribuyó a la informalidad pero que surgió de saber que faltaba lo peor. —¿El reloj de tu madre, también? —preguntó el señor Nicholson. —¡Ah, el reloj está bien! —gritó John—. Al menos, quiero decir que ahora iba a lo del reloj... Lo cierto es que... me da vergüenza decirlo... había... había empeñado el reloj antes de eso. Aquí está la papeleta de empeño; no la encontraron; el reloj puede recuperarse, no venden prendas—. El joven lanzaba estas frases jadeando, una detrás de otra, como pequeños disparos; pero a la última palabra, que resonó como una blasfemia en aquella habitación majestuosa, el corazón le falló por completo; y el temido silencio se apoderó de padre e hijo. Fue roto por el señor Nicholson, que recogió la papeleta de empeño del reloj. «John Proggs, calle Pleasance, 85», leyó. Entonces se volvió hacia John, con un breve Digitalización y corrección por Antiguo
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fogonazo de cólera e indignación. —¿Quién es John Froggs? —gritó. —Nadie —dijo John—. Sólo era un nombre. —Un alias —comentó su padre. —¡Oh!, no creo que sea eso exactamente —dijo el inculpado—; es una formalidad, todo el mundo lo hace, el hombre parecía entenderlo y todos nos divertimos mucho. Se detuvo al ver que su padre se estremecía de sólo hacerse una imagen mental de la situación, como un hombre que estuviese afectado físicamente. Otra vez reinó el silencio. —No creo —dijo el señor Nicholson, por fin— que haya sido un padre poco generoso. Nunca te he escatimado dinero que estuviese dentro de lo razonable para cualquier propósito. Sólo tenías que venir y decírmelo. Y ahora me entero de que te has olvidado de la decencia, de los sentimientos naturales, y has empeñado realmente... empeñado, el reloj de tu madre. Habrás tenido alguna tentación. Te haré la justicia de suponer que sería por algo importante. ¿Para qué querías ese dinero? —Prefiero no decírselo, señor —dijo John—. Sólo le hará enfadar. —No acepto evasivas —gritó su padre—. En algún momento deben acabar las respuestas insinceras. ¿Para qué querías ese dinero? —Para prestárselo a Houston, señor —dijo John. —Creía haberte prohibido hablar con ese joven —dijo su padre. —Sí, señor —dijo John—, pero sólo me lo encontré. —¿Dónde? —vino la pregunta fatídica. «En un salón de billar» fue la respuesta que le condenó. El hecho apartarse de la verdad una sola vez le trajo un castigo inmediato, porque no habría entrado en un salón de billar por ninguna otra razón que la de ver a Alan; pero había querido mitigar el hecho de su desobediencia y ahora parecía que frecuentaba esos tugurios de mala fama por su propia cuenta. Una vez más el señor Nicholson se dispuso a digerir la vil noticia en silencio. Cuando John miró de reojo el rostro de su padre observó en él señales de sufrimiento y se avergonzó. —Bueno —dijo finalmente el viejo caballero—. No puedo fingir que no me sienta sencillamente doblegado. Esta mañana me levanté siendo lo que se dice un hombre feliz... feliz, al menos, de tener un hijo del que creía poder estar razonablemente orgulloso. Aguantar eso durante más tiempo era superior a la naturaleza humana; John interrumpió casi con un grito. —¡Oh psssss...! —gritó— ¡Eso no es todo, eso no es lo peor!, ¡no es nada! ¿Cómo iba a saber que estaba orgulloso de mí? ¡Oh! ¡Ojalá, ojalá lo hubiera sabido, pero usted siempre dijo que yo era una desgracia! Y lo terrible es esto: que anoche todos fuimos detenidos y entre los seis tenemos que pagar la sanción de Collette o nos llamarán como testigos... de que se trata de una taberna ilegal. Me hicieron jurar que se lo diría a usted, pero, por mi parte —gritó rompiendo a llorar—, ¡ojalá estuviera muerto!— Cayó de rodillas delante de su silla y escondió el rostro. Si su padre hizo algún comentario o si permaneció mucho tiempo en la habitación o si se marchó inmediatamente son acontecimientos perdidos para la posteridad. Un horrible desorden de cuerpo y alma; una explosión de sollozos; pensamientos fragmentados que Digitalización y corrección por Antiguo
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desaparecían, ora de indignación, ora de arrepentimiento; elementales fugaces soplos de conciencia rotos; el olor a pelo de caballo del asiento de la silla; el sonido discordante de las campanas de la iglesia, que empezaba a hacer horrible el día por todos los confines de la ciudad; el duro suelo que lastimaba sus rodillas; el sabor de las lágrimas que encontraban camino dentro de su boca: durante un periodo de tiempo cuya duración no puedo adivinar porque me niego a soportar más tiempo su agonía, eso es lo que significaba el mundo entero de Dios para John Nicholson. Las campanas apenas habían terminado de sonar y el silencio del domingo empezaba a echarse a perder por el ruido de las pisadas tardías cuando, al fin, como tocado por un muelle, volvió a recuperar el conocimiento e incluso una cierta compostura. Según el reloj que estaba encima de la chimenea, además de las elocuentes señales ya referidas, los oficios habrían empezado hacía poco y el infeliz pecador, si su padre había ido a la iglesia, podía contar con casi dos horas de desdicha tan sólo relativa; en caso de estar su padre volvería infaliblemente al grado superlativo. Lo sabía porque se le encogía cada fibra de su cuerpo; lo sabía por la repentina y mareante vorágine que se formaba en su cerebro sólo de pensar en esa calamidad. Tenía una hora y media, quizás una hora y tres cuartos si el reverendo se explayaba mucho; luego volvería a empezar aquella agitada agonía de la cual se apartaba como si del calor del fuego se tratara, pese al dolor sordo del momento presente. Vio, en una visión del interior de la iglesia, el banco familiar, los cojines solemnes, las Biblias, los libros de los Salmos, a María con sus sales aromáticas, a su padre sentado con gafas y aspecto crítico. De repente sintió una indignación no injustificada. Era inhumano ir a la iglesia y dejar a un pecador en la incertidumbre, sin castigo, sin perdón. La santidad paterna menguaba con la crítica más nimia; sin embargo, el terror paterno no hacía sino aumentar, y ambos lados del sentimiento le empujaban en la misma dirección. Súbitamente le entró un miedo loco a que su padre le hubiese encerrado. La idea no tenía sentido; probablemente era sólo un recuerdo de calamidades similares sufridas en la niñez —porque la habitación de su padre siempre había sido la cámara de la Inquisición y el escenario del castigo—, pero estaba tan fuertemente asido a su mente que, de inmediato, tuvo que acercarse a la puerta y asegurarse de que no fuera verdad. Mientras avanzaba, se golpeó contra un cajón de la mesa de trabajo que había quedado abierto. Era el cajón del dinero, un signo del desorden de su padre. El cajón del dinero... ¡quizás una señal divina! ¿Quién ha de decidirlo, cuando hasta los teólogos disputan sobre la providencia y la tentación?, o ¿quién, sentado tranquilamente bajo su propia parra, ha de formular un juicio sobre las acciones de un pobre perro, cazado, servilmente aterrado, servilmente rebelde como John Nicholson en aquel domingo concreto? Su mano estaba en el cajón casi antes de que su mente hubiese concebido esperanzas, y, haciendo honor a su nueva situación, sentado en el sillón de su padre y usando su secante, escribió su penosa disculpa de despedida: MI QUERIDO PADRE: He cogido el dinero, pero lo devolveré en cuanto pueda. No tendrá más noticias mías. No fue mi intención hacer daño en absoluto, así que espero que intentará perdonarme. Deseo que me despida de Alexander y María, pero sólo si usted quiere. No pude esperar a verle, de verdad. Por favor, intente perdonarme. Su afectuoso hijo, JOHN NICHOLSON Digitalización y corrección por Antiguo
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Las monedas estaban robadas y la misiva, escrita; cuanto antes se marchara de la escena de sus pecados, mejor. Recordó que una vez su padre había regresado de la iglesia en la mitad del segundo salmo a causa de una leve indisposición; tampoco se atrevió a preparar un paquete con una muda de ropa. Vestido como estaba se escabulló por la puerta paternal y se encontró con el aire fresco de la primavera, su fino sol y el gran silencio dominical de la ciudad, roto únicamente por los graznidos de los grajos. No había ni un alma en la calle Randolph, ni un alma en la calle Queensferry. En esa soledad, al aire libre y con la sensación de escapar, John se animó otra vez. Con un sentido patético de despedida, se aventuró incluso a subir por el callejón y se quedó de pie un rato, peligrosamente, a las puertas de un paraíso pintoresco, junto al extremo oeste de la iglesia de St. George. Dentro estaban cantando; y, por una extraña casualidad, la melodía era La iglesia de St. George de Edimburgo, por la que dicha iglesia lleva su nombre y que fue cantada por primera vez en el coro de la misma. «¿Quién es este Rey de la Gloria?», cantaban las voces desde dentro. Para John era como el final de todas las celebraciones cristianas, porque desde ahora sería un hombre salvaje como Ismael y su vida discurriría por lugares sin hogar y con gente impía. Fue así, sin ningún sentido nuevo de la aventura, sino en un estado de desolación y desesperación plenas, como dio la espalda a su ciudad natal y, a pie, puso rumbo a California, con una mirada más inmediata a Glasgow.
Capítulo IV La segunda siembra No me corresponde a mí narrar las aventuras de John Nicholson, que fueron muchas, sino simplemente sus desventuras más trascendentales, que fueron más numerosas de lo que deseó y, por regla humana, más de las que se merecía. Tardaría demasiado en relatar cómo llegó a California, fue estafado, robado, apaleado y privado de alimento; cómo fue, al fin, acogido por gente caritativa y llegó a tener un cierto grado de autosuficiencia al colocarse como empleado de un banco en San Francisco. En estos episodios no había señales del peculiar destino de Nicholson; sólo eran historias que ocurrían a miles de otros jóvenes aventureros por las mismas fechas y lugares6, pero una vez colocado en el banco, adquirió durante un tiempo un alto grado de buena fortuna, lo cual, como era sólo un camino más largo hacia una nueva desgracia, me incumbe explicar. Tuvo la suerte de conocer a un joven en lo que apropiadamente se llama un «antro» y, gracias a sus ganancias mensuales, pudo sacar a su nueva amistad de una situación de vergüenza en aquel momento y de posible peligro en el futuro. Este joven era el sobrino de uno de los magnates de Nob Hill, de los que dirigen la Bolsa de San Francisco de modo semejante a esos humildes aventureros a los que vemos practicar el modesto artificio del guisante y el dedal en cualquier rincón de los parques públicos de casa, para su propio beneficio, por así decirlo, y para disuadir las apuestas públicas. Por lo tanto, estaba en su poder ayudar a John a hacerse rico y, como era de temperamento agradecido, 6El viaje de John a California tiene mucho en común con el propio de Louis Stevenson. En 1879, en contra del consejo de sus amigos, se fue de la Gran Bretaña rumbo a América para reunirse con Fanny Osbourne, de quien había oído decir que estaba gravemente enferma en California. Digitalización y corrección por Antiguo
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era una de las cosas que más deseaba. De manera que, sin pensamiento ni esfuerzo y sin tan siquiera entender el juego al que jugaba, simplemente comprando y vendiendo lo que le decían que comprara y vendiera, aquel juguete de la fortuna tenía ahora entre once y doce mil libras en su poder o, según sus cálculos, más de sesenta mil dólares. Cómo llegó a merecer esa riqueza era un problema que estaba lejos del alcance de su comprensión, igual que cuando anteriormente, en casa, cayó en vergüenza. Cierto es que había sido laborioso en el banco, pero ni más ni menos que el cajero que tenía siete hijos pequeños y era visible que se hundía. Tampoco la acción que había determinado su buena estrella —visitar un antro con las ganancias de un mes en el bolsillo— era un acto de virtud sobresaliente o de sabiduría como para merecer el favor de los dioses. Partiendo de un presentimiento y de ese vaivén vertiginoso al que los hombres se aferran, que tan pronto te eleva tan alto como el cielo como de repente te sepulta en el infierno, o quizás temiendo que el origen de su fortuna pudiera relacionarse con el dinero del banco destinado a los gastos menores, no dijo ni una palabra de su nueva circunstancia y mantuvo su cuenta corriente en otro banco de un barrio distinto de la ciudad. Ese ocultamiento, por inocente que parezca, fue el primer paso de la segunda tragicomedia de la existencia de John. Mientras, jamás había escrito a casa; ya fuese por timidez, vergüenza, raptos de ira, falta de resolución o porque, tal y como hemos visto, no tenía ninguna habilidad en el arte literario, o bien, como a veces estoy tentado a suponer, porque hay una ley en la naturaleza humana que impide a los jóvenes —que, por otra parte, no son bestias— la realización de este sencillo acto de piedad... Habían transcurrido meses y años y John nunca había escrito. La costumbre de no escribir, en realidad, ya estaba arraigada antes de que empezara a obtener su fortuna, y fue sólo la dificultad de romper ese largo silencio lo que le impidió una rápida devolución del dinero que había robado o, como él prefería decir, tomado prestado. En vano se sentaba delante del papel aguardando la inspiración; aquella ninfa celestial, más allá de sugerir las palabras «mi querido padre», permanecía obstinadamente silenciosa; al poco, John arrugaba el papel y decidía llevar el dinero a casa en persona en cuanto tuviera «una buena oportunidad». Esta demora, absolutamente indefendible, fue su segundo paso hacia los engaños de la fortuna. Habían pasado diez años y John se acercaba a los treinta. Había mantenido la promesa de su niñez y adquirido una figura robusta, rayana en la corpulencia; buenas facciones, ojos bonitos, una manera de ser afable, una risa pronta, unos largos bigotes rojizos, un poquito de acento americano, una gran familiaridad con el sentido del humor del país y un cierto parecido con un Personaje Real que permanecerá innombrado por mí; todo eso constituía el aspecto externo del nombre tal y como era visto en sociedad. Interiormente, a pesar de su gran cuerpo y los bigotes sumamente masculinos, se parecía más a una señorita solterona que a un hombre de veintinueve años. Un día, mientras paseaba calle abajo por la calle Market en la víspera de sus vacaciones de dos semanas, captaron su atención unos anuncios del ferrocarril, y, en un momento de ocio mental, calculó que podría estar en casa el mismo día de Navidad si salía al día siguiente. Esta fantasía le hizo mucha ilusión y, en un momento, decidió ir. Había mucho que hacer. Tenía que preparar su baúl, pedir un crédito al banco del que era cliente rico y realizar ciertas transacciones para el banco en el que era un empleado humilde. Aconteció que, de conformidad con la naturaleza humana, el último de estos Digitalización y corrección por Antiguo
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asuntos fue el que resultó desatendido. La noche le encontró provisto de dinero suyo, pero de nuevo, y como en la ocasión anterior, cargado con una considerable suma de dinero de otras personas. En la misma casa de huéspedes vivía por casualidad un compañero suyo de trabajo, un tipo honesto con cierta debilidad por la bebida, que, en su caso, podía llamarse fuerza, pues la víctima había estado borracha durante semanas enteras sin la más mínima interrupción. John confió a este desdichado una carta dirigida al director del banco en la que había metido bonos; en el momento de entregarla, le pareció percibir cierta vaguedad en los ojos y el habla de su depositario, pero estaba demasiado ilusionado para detenerse; silenció la voz que le advertía en el interior de su pecho y, con un único gesto, entregó el dinero al compañero y se puso en manos del destino. Me explayo, incluso a riesgo de resultar pesado, sobre los errores más nimios de John por ser su caso verdaderamente asombroso para el moralista, pero ya terminamos con ellos, la lista está cerrada, el lector conoce lo peor de nuestro pobre héroe y le dejo que juzgue por sí mismo quién ha sido menos digno, si él o John. De ahora en adelante contemplaremos el espectáculo de un hombre que fue una mera cabeza de turco de la calamidad, y cuyas inmerecidas desventuras ni siquiera el humorista puede mirar sin compadecerse y ni siquiera el filósofo sin alarmarse. Aquella misma noche el compañero inició una colosal borrachera tan continuada como para sorprender incluso a su más íntimo conocido. Fue expulsado de la casa de huéspedes con toda prontitud, dejó su baúl a un perfecto desconocido que ni siquiera captó su nombre, vagó quién sabe por dónde y finalmente fue llevado a rastras a un hospital de Sacramento. Allí, bajo el impenetrable alias del número de su cama, este ser sucio permaneció postrado durante algunos días, inconsciente de todo y de una cosa en particular: que le buscaba la policía. Pasaron dos meses antes de que el convaleciente del hospital de Sacramento fuera identificado como Kirkman, el empleado de banco fugado de San Francisco. Incluso entonces, debieron de pasar casi dos semanas más hasta que pudo encontrarse al perfecto desconocido, recuperar el baúl y entregar la carta de John en su destino, el sello aún sin romper, el contenido intacto. Mientras tanto, John se había marchado de vacaciones sin decir ni una palabra, lo que no era normal. Con él había desaparecido cierta cantidad de dinero que no se podía ocultar de ninguna de las maneras. Se sabía que John era descuidado, pero se suponía que era honesto; además, el director le tenía aprecio. Poco se dijo, aunque sin duda se pensó algo, hasta que transcurrieron las dos semanas y llegó el momento de la reaparición de John. Entonces, ciertamente, el asunto empezó a ponerse negro; y, cuando se pidieron informes y se supo que el empleado sin dinero había amasado miles de dólares y los había guardado secretamente en un establecimiento rival, hasta el más leal de sus amigos lo abandonó, se examinaron los libros en busca de vestigios de un antiguo e ingenioso fraude y, aunque no se encontró ninguno, prevaleció la impresión generalizada de un desfalco. Se activó el telégrafo, y el corresponsal del banco de Edimburgo, lugar donde se suponía que John haría efectivos sus créditos, fue avisado para que se pusiera en contacto con la policía. Ahora bien, este corresponsal era amigo del señor Nicholson: conocía bien la historia de la calamitosa desaparición de John de Edimburgo. Atando cabos, se apresuró a llevar la primera noticia del escándalo no a la policía, sino a su amigo. El viejo caballero hacía Digitalización y corrección por Antiguo
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tiempo que consideraba a su hijo como muerto; el sitio de John había sido ocupado, la memoria de sus faltas se había convertido en ese vago dolor que resucita de vez en cuando pero que siempre podemos desterrar con un esfuerzo de la voluntad, y ver cómo el que había estado tanto tiempo perdido resucitaba en una nueva vergüenza resultaba doblemente amargo. —MacEwen —dijo el anciano—, esto debe ser encubierto, si es posible. Si te doy un cheque por esa cantidad de la que están tan seguros, ¿podrías encargarte de que el asunto se olvide? —Lo haré —dijo MacEwen—. Asumiré el riesgo. —Entiende —continuó el señor Nicholson, hablando con precisión pero con los labios pálidos— que hago esto por mi familia, no por ese joven infeliz. Si resultara que las sospechas son acertadas y ha malversado grandes cantidades, debe aceptar la responsabilidad de sus acciones—. Entonces, mirando a MacEwen y con una inclinación de cabeza y una de sus enigmáticas sonrisas, le dijo:— Adiós. MacEwen, percatándose de que el caso era demasiado grave para consolarle, se marchó y, de camino a casa, dio gracias a Dios por no tener hijos.
Capítulo V El regreso del hijo pródigo Algo después del mediodía del día de Nochebuena, John había depositado su baúl en la consigna y salido a la calle Punces sintiendo esa maravillosa felicidad interior de la que disfruta el hombre cuando ha cumplido un sueño largo tiempo anhelado. Estaba de nuevo en casa, de incógnito y rico. Dentro de poco podría entrar en la casa de su padre gracias a la llave maestra que había guardado piadosamente durante todos sus viajes. Tiraría el dinero prestado sobre la mesa y habría una reconciliación, cuyos detalles repasaba frecuentemente. Se veía, durante el mes siguiente, siendo bien recibido en muchas cenas glaciales celebradas en muchas casas majestuosas, tomando parte en la conversación con la facilidad del hombre que ha viajado y se pronuncia sobre las finanzas con la autoridad del inversor exitoso. Pero este programa no empezaría antes del anochecer, justo antes de cenar, con la familia reunida de nuevo en el colmo de la felicidad y el mejor vino (la versión moderna de la ternera engordada especialmente para la ocasión) fluyendo para celebrar el regreso del hijo pródigo. Mientras tanto, caminaba por calles familiares rodeado de felices recuerdos, tristes también, ambos con el mismo patetismo sorprendente. El aire penetrante y helado; el sol invernal bajo y halagüeño; el castillo saludándole como a un viejo conocido; los nombres de los amigos en las placas de las puertas; la visión de amigos a quienes creía reconocer pero a los que evitaba con impaciencia; el acento agradable y cantarín propio de aquel país del norte; la cúpula de la iglesia de Saint George recordándole sus últimos momentos penitenciales en el callejón y aquel Rey de la Gloria cuyo nombre había resonado desde entonces en el rincón más triste de su memoria; y la cuneta donde había aprendido a deslizarse, y la tienda donde había comprado sus patines, y las piedras que él había pisado, y las barandillas que había hecho sonar con su regla camino del colegio; y todos aquellos mil y un pormenores sin nombre que el ojo ve sin prestar atención, que la Digitalización y corrección por Antiguo
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memoria guarda sin darse cuenta y que sumados constituyen para nosotros el aspecto de ese lugar que llamamos nuestro hogar: todo esto le asedió mientras paseaba con tanto placer como tristeza. Su primera visita fue para Houston, que tenía una casa en la Regent's Tenace que una tía suya cuidaba en los viejos tiempos. Para sorpresa suya, la puerta se abrió con la cadena puesta mientras una voz le preguntó desde dentro qué quería. —Quiero ver al señor Houston, el señor Alan Houston —dijo. —¿Y quién es usted? —preguntó la voz. «Esto es de lo más extraordinario», pensó John para luego decir su nombre en voz alta. —No; ¿el joven señor John? —gritó la voz, elevando el acento escocés y mostrando una predisposición más afable. —El mismo —dijo John. El viejo mayordomo retiró sus defensas comentando sólo: «Pensé que era usted aquel hombre». Su amo no estaba allí; al parecer se hospedaba en una casa en Murrayfield; y, aunque el mayordomo se habría cambiado gustosamente por su amo y le habría contado todas las noticias de la familia, John se sentía afectado por el frío e impaciente por irse. Apenas se hubo cerrado la puerta se arrepintió de no haber preguntado sobre «aquel hombre». No haría más visitas hasta ver a su padre y poner todo en orden en casa. Alan había sido la única posible excepción y John no tenía tiempo para acercarse hasta Murrayfield. Sin embargo, estaba en la Regent's Terrace y nada le impedía doblar el final de la colina y mirar la casa de los Mackenzie desde fuera. Mientras caminaba reflexionaba que Flora debía de ser una mujer cercana a su edad, y estaba dentro de los límites de la posibilidad que estuviera casada, pero silenció esta duda deshonrosa. Allí estaba la casa, sin ninguna duda, pero la puerta era de otro color, y ¿qué era esto... dos placas en la puerta? Se acercó. En la primera había escritas, con digna simplicidad, las palabras «Mr. Proudfoot»; la de abajo era más explícita e informaba al transeúnte de que también este era el domicilio de «Mr. J. A. Dunlop Proudfoot, abogado». Los Proudfoot tenían que ser ricos, porque ningún abogado podía hacer mucho negocio en un barrio tan alejado. John les odió por su riqueza y su nombre, así como por la casa que profanaban con su presencia. Recordaba a un Proudfoot que había visto, pero no amistado, en el colegio: un pequeño golfillo con cara de color ceniza, un despreciable miembro de la clase baja. ¿Podría ser que este aborto hubiera escalado hasta hacerse abogado y viviese ahora en el lugar de nacimiento de Flora, el hogar de los más tiernos recuerdos de John? El frío que sintió primero cuando supo de la ausencia de Houston se intensificó y caló hondo. Por un momento, mientras permanecía de pie en el umbral de la puerta de aquella casa enajenada, y miraba al este y al oeste a lo largo de la acera solitaria de la Regent's Tenace, donde no se movía ni un gato, la sensación de soledad y desolación lo agarró por la garganta, y deseó estar de vuelta en San Francisco. Entonces volvió a su mente su figura actual, con su gordura aceptable, sus bigotes, el dinero en el bolsillo, el excelente cigarro que ahora encendía, en comparación consoladora con la figura de aquel joven enloquecido que, cierta mañana de domingo de primavera, hacía diez años, a la hora del silencio dominical, había huido de la ciudad por el camino de Glasgow. Resultaba impío dudar de la benevolencia de la fortuna a la vista de esos cambios. Todo saldría bien, encontraría los Mackenzie, Flora estaría más joven, Digitalización y corrección por Antiguo
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más hermosa y más simpática que antes. Encontraría a Alan, que habría enaltecido tanto su comportamiento como para convertirse, por un lado, en un preciado amigo del señor Nicholson y, por otro, conservar aquel matiz de jovialidad que John ansiaba en sus compañeros. Así, una vez más, John se puso a descartar el encantador futuro; su primera aparición en el banco familiar de la iglesia; la primera visita a su tío Greig, quien se consideraba un excelente financiero y a cuyos ojos cegatos facilitaría la entrada de la luz diurna y deslumbrante del Oeste, y los detalles en general de aquella escena de transformación incomparable en la que iba a demostrar a todo Edimburgo que había un caballero robusto y con éxito en los zapatos del fugitivo ridiculizado. Empezó a acercarse la hora en la que su padre habría vuelto de la oficina, y ésta sería la señal para la entrada del hijo pródigo. Caminaba hacia el oeste por la calle Albany, de cara a las ascuas de la puesta del sol, y se sentía feliz, aunque no sabía por qué; se movía en el aire frío del crepúsculo de color añil iluminado por farolas callejeras. Había otro desengaño aguardándole en el camino. En la esquina de la calle Pitt hizo una pausa para encender otro puro. La cerilla lanzó un fuerte resplandor sobre sus facciones, y un hombre de su edad, más o menos, se detuvo al verle. —Creo que su nombre debe de ser Nicholson —dijo el extraño. Demasiado tarde para impedir que se le reconociera; además, como John iba camino de casa en ese momento, apenas tenía importancia, y se abandonó al impulso de su temperamento. —¡Santo cielo! —gritó— ¡Beatson! —y le estrechó la mano calurosamente. No pareció que se le correspondiera con el mismo entusiasmo. —¿Ya estás otra vez en casa? —dijo Beatson— ¿Dónde has estado todo este tiempo? —En los Estados Unidos —dijo John—, en California. He ganado un montón de dinero y de repente se me ocurrió que sería una idea noble volver a casa por Navidad. —Ya —dijo Beatson—. Bueno, espero que nos veamos de vez en cuando ahora que estás aquí. —Oh, supongo que sí —respondió John, un tanto frío. —Bueno, adiós —concluyó Beatson. Le dio la mano otra vez y se marchó. Fue una primera experiencia cruel. Era absurdo negar lo evidente: John estaba de nuevo en casa y a Beatson, al amigo Beatson, le importaba un comino. Recordó al amigo Beatson del pasado —aquel chico alegre y cariñoso— y las aventuras y contratiempos que pasaron juntos, la ventana que habían roto con un tirachinas en India Place, la escalada por la roca del Castillo y otros muchos e innumerables lazos de amistad; el dolor por la sorpresa aumentó. Bueno, al fin y al cabo, un hombre sólo debe contar con su propia familia, y recordó que la sangre es más espesa que el agua. El resultado global de este encuentro fue conducirle al umbral de la casa de su padre con sentimientos más blandos y tiernos. Había anochecido; la lámpara en forma de abanico que había sobre la puerta brillaba con fuerza; las dos ventanas del comedor, donde se estaba poniendo el mantel, y las tres ventanas del cuarto de estar, donde María estaría esperando la comida, brillaban con luz más tenue a través de las persianas amarillas. Durante su ausencia la vida habría seguido su curso como si nada, el gas y los fuegos del hogar se habrían encendido y las comidas servido a la hora de costumbre. A la hora acostumbrada, también, la campanilla habría Digitalización y corrección por Antiguo
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sonado tres veces llamando a la familia a rezar. Con este pensamiento le sobrevino una punzada de remordimiento por lo que había hecho. Se acordó de las cosas que eran buenas y que había desatendido y de las cosas que eran malas y había amado. Subió los escalones con una oración en los labios e introdujo la llave en el ojo de la cerradura. Dio un paso hacia el interior del vestíbulo iluminado, cerró la puerta suavemente detrás de él y se quedó clavado de asombro. Ninguna sensación de extrañeza podía igualar a la de ver que nada había cambiado. Allí estaba el busto de Chalmers cerca de la barandilla de la escalera, y el cepillo de la ropa en su lugar habitual; en la percha colgaban los sombreros y abrigos que seguramente serían los mismos que él recordaba. Diez años desaparecieron de su vida como un alfiler se desliza entre los dedos. El océano, las montañas y las minas, los mercados abarrotados y la mezcla de todas las razas de San Francisco, su propia fortuna y su propia vergüenza, se convirtieron, durante ese momento fugaz, en las figuras de un sueño que había concluido. Se quitó el sombrero moviéndose automáticamente hacia la percha, y allí encontró un pequeño cambio que resultó grande para él; la clavija que había sido suya desde la niñez, donde había tirado su sombrero Balmoral cuando volvía a casa, holgazaneando, de la academia, y su primer sombrero cuando volvía con prisas de la universidad o de la oficina... su clavija estaba ocupada. «¡Por lo menos, podrían haber respetado mi clavija!», pensó. Se sintió molesto como si de un feo se tratara, e inmediatamente empezó a recordar que era un intruso en una casa extraña en la que había entrado casi como un ladrón y donde en cualquier momento podría ser puesto en entredicho. Con el sombrero aún en la mano, se dirigió enseguida hacia la puerta de la habitación de su padre, la abrió y entró. El señor Nicholson estaba sentado en el mismo lugar y en la misma postura del famoso domingo por la mañana; lo único era que estaba más viejo, más canoso y más severo. Al levantar la vista y ver a su hijo, una extraña conmoción y un rubor oscuro saltaron a su rostro. —Padre —dijo John con firmeza e incluso con alegría, por tratarse de un momento para el que estaba preparado desde hacía tiempo—. Padre, aquí estoy y aquí está el dinero que le cogí. He vuelto para pedirle perdón y pasar las Navidades con usted y los chicos. —¡Quédate con tu dinero —dijo el padre— y márchate! —¡Padre! —exclamó John—. Por amor de Dios, no me reciba de esta manera. He venido a... —Entiéndeme —le interrumpió el señor Nicholson—, ya no eres hijo mío, y a los ojos de Dios me lavo las manos en lo referente a ti. Una última cosa te diré; te haré una advertencia; todo se ha descubierto y te buscan por tus crímenes. Si aún estás libre es gracias a mí, pero ya he hecho todo lo que pienso hacer. ¡De ahora en adelante no levantaré un dedo, ni un solo dedo, para salvarte de la horca! ¡Y ahora —con una voz grave de absoluta autoridad y con un simple gesto pesado de su dedo—, y ahora... vete!
Capítulo VI La casa de Murrayfield No merece la pena relatar la noche que pasó John, su confuso estado de ánimo, los arranques de ira y los intervalos de colapso enfermizo, el ir y venir por las calles y las Digitalización y corrección por Antiguo
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entradas repentinas en las tabernas. Si su sufrimiento no iba en aumento tampoco disminuía de ninguna manera, pues a medida que el dolor y la indignación cedían el miedo comenzó a ocupar su lugar. Al principio, las amenazadoras palabras de su padre yacían en algún cajón seguro de la memoria esperando su hora. Al principio, John era todo cariño frustrado y esperanza arruinada; luego, la vanidad herida se irguió con veinte cuchilladas mortales y renegó del padre de la misma forma que él había renegado del hijo. ¿Qué era este curso regular de la vida que John debería haber admirado? ¿Qué eran estas virtudes de reloj, entre las que faltaba el amor? La bondad era la prueba; la bondad era la meta y el alma. Desde ese punto de vista, el hijo pródigo rechazado (que ahora ahogaba rápidamente sus penas y la razón en tragos sucesivos) era una criatura de moralidad más hermosa que la del santurrón de su padre. Sí, él era mejor hombre; lo sentía, el tener conciencia de ello le hacía brillar, y, al entrar en una taberna de la esquina de Howard Place (adonde le había conducido su vagabundeo), brindó por sus propias virtudes con un trago, quizás el cuarto desde que fue rechazado. De eso no tenía ni idea, no llevaba la cuenta de lo que hacía ni de adonde iba y, con el atolondramiento general de sus nervios, era inconsciente de que se aproximaba a la embriaguez. En realidad, la cuestión es si realmente se estaba emborrachando o si al principio el alcohol incluso le despejaba. Pues fue mientras apuraba el último trago cuando las palabras ambiguas y amenazantes de su padre surgieron del escondite de la memoria y le asustaron como una mano puesta sobre su hombro: «Crímenes... buscado.... la horca...». Eran palabras feas, y quizás más feas todavía al oído de un hombre inocente. Si se interpusiera una acción judicial equivocada contra él, ¿quién debería fijar el límite o el alcance que pudiera tener? No sería John, desde luego. Él no creía en el poder de la inocencia; su maldita experiencia señalaba otros caminos más obvios. Su miedo, una vez despertado, crecía cada hora y le perseguía por las calles de la ciudad. Serían cerca de las nueve de la noche y seguía sin probar bocado desde el mediodía. Había bebido muchísimo y estaba exhausto por la emoción cuando se le ocurrió pensar en Houston. Se dirigiría no sólo al hombre como amigo, sino a su casa como lugar de refugio. El peligro que le amenazaba era tan vago que no sabía ni qué temer ni dónde aguardarlo. Parecía innegable que una casa privada sería más segura que una posada pública. Movido por estos consejos, se dirigió enseguida a la estación de Caledonia, pasó (no sin miedo) ante las luces brillantes del acceso, pagó la factura de su baúl en la consigna y salió a toda velocidad en un coche de caballos por el camino de Glasgow. El cambio de movimiento y postura, la visión de las lámparas centelleando detrás de él y el olor a humedad, moho y paja podrida que impregnaba el vehículo le causaron extrañas alternancias de lucidez, y vértigo mortal. «He estado bebiendo», descubrió; «tengo que irme directamente a la cama y dormir». Y dio gracias a Dios por la somnolencia que se apoderaba de su mente a oleadas. Estaba en uno de estos ensalmos cuando se despertó al detenerse el coche, y al bajar se encontró en un camino rural. La última farola del suburbio brillaba allí abajo a bastante distancia, y las altas paredes de un jardín se alzaban ante él en la oscuridad. «El Refugio», así se llamaba el lugar, quedaba realmente muy solitario. Al sur lindaba con otra casa, situada en un terreno tan grande que dejaba corto el alcance de la voz; por todos los demás lados había campos abiertos que se extendían hacia arriba, hacia los bosques de la colina de Corstorphine, hacia atrás, hasta el vallecito de Ravelston, o hacia abajo, hacia el Digitalización y corrección por Antiguo
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valle de Leith. La sensación de aislamiento aumentaba por la gran altura de las paredes del jardín, que eran realmente como las de un convento y, como John comprobó en otros tiempos, desafiaban al estudiante trepador. La lámpara del vehículo arrojó un rayo de luz sobre la puerta y el mango poco brillante de la campanilla. —¿Quiere que llame? —dijo el cochero, que había bajado de su pescante y se golpeaba el pecho porque la noche era muy fría. —Me haría el favor —respondió John, tocándose la frente en uno de sus accesos de vértigo. El hombre tiró del mango, y el sonido metálico y seco de la campanilla repicó dentro del jardín; la hizo sonar dos y tres veces a intervalos suficientes; los sonidos resonaban nítidos y pequeños en el gran silencio helado de la noche. —¿Le espera? —preguntó el cochero con aquel interés familiar que tanto favorecía su cara de color del vino de Oporto. John le contestó que no. —Pues entonces —dijo el cochero—, si acepta mi consejo, volvamos. Lo digo desinteresadamente, entiéndame, porque mis establos están en el camino de Glasgow. —Los criados tienen que oírnos —dijo John. —¡Qué va! —dijo el cochero—. Él no tiene criados aquí, señor. Todos están en la casa de la ciudad. Yo le llevo a menudo; esto es una especie de ermita. —Déme la campanilla —dijo John, y tiró de ella como un hombre desesperado. El clamor aún no había disminuido cuando oyeron pasos sobre la gravilla y una voz nerviosa y singularmente irritada que les gritó a través de la puerta. —¿Quién es y qué quiere? —Alan —dijo John—, soy yo... soy «Gordito»... John, ya sabes. Acabo de volver a casa y he venido a quedarme contigo. Durante un momento no hubo respuesta y luego la puerta se abrió. —Baje el baúl —dijo John al cochero. —No haga nada de eso —indicó Alan. Luego dijo a John:— Entra aquí un momento. Quiero hablar contigo. John entró en el jardín y la puerta se cerró detrás de él. En el camino de gravilla había una vela titilando ligeramente en la brisa; desprendía un brillo inconstante sobre las matas de acebo, movía la luz y las sombras aquí y allá como un velo sobre las facciones de Alan y mantenía su sombra suspendida en el aire tras él. Todo lo demás era inescrutable, y el cerebro aturdido de John se balanceaba en las sombras. Aun así, le pareció que Alan estaba pálido y que su voz, cuando hablaba, no sonaba natural. —¿Qué te trae por aquí esta noche? —empezó—. No quiero, Dios lo sabe, parecer antipático, pero no puedo acogerte, Nicholson, no puedo hacerlo. —Alan —dijo John—, ¡es que tienes que hacerlo! ¡Tú no sabes el lío en el que estoy metido; el viejo me ha echado y no me atrevo a dar la cara en una posada porque me buscan por asesinato o algo parecido!. —¿Por qué? —chilló Alan, sobresaltado. —Asesinato, me parece —dijo John. —¡Asesinato! —repitió Alan pasándose la mano por los ojos—. ¿Qué es lo que decías? —preguntó otra vez. —Que me están buscando —dijo John—. Me acusan de asesinato, por lo que sé. De veras he tenido un día desastroso, Alan, y no puedo dormir al borde del camino en una noche Digitalización y corrección por Antiguo
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como ésta... al menos, no con un baúl —le suplicó. —¡Calla! —dijo Alan con la cabeza ladeada, y luego— ¿Has oído algo? —preguntó. —No —dijo John, estremeciéndose por el miedo que su amigo le transmitía—. No, no he oído nada, ¿por qué? —Al no recibir respuesta volvió a suplicar—. Alan, tienes que dejarme quedar. Me iré recto a la cama si tienes algo que hacer. Parece que he estado bebiendo; estaba tan abatido... Si tú estuvieras en un apuro, Alan, yo no te rechazaría. —¿No? —dijo Alan—. Pues entonces yo tampoco lo haré. Vamos a coger tu baúl. Se le pagó al cochero, que se alejó bajando por la colina iluminada por las farolas mientras los dos amigos permanecieron de pie en la acera junto al baúl hasta que el último traqueteo se diluyó en el silencio. A John le pareció que Alan daba mucha importancia a esto de que se marchase el coche, y él, que no estaba en condiciones de criticar, compartió profundamente ese sentimiento. Cuando el silencio se hizo absoluto, Alan se cargó el baúl al hombro, lo metió dentro y cerró la puerta del jardín con llave. Una vez más, la abstracción pareció envolverle y permaneció con la mano en la llave hasta que el frío empezó a mordisquear los dedos de John. —¿Por qué nos quedamos aquí de pie? —preguntó John. —¿Eh? —dijo Alan, ausente. —Pero, hombre, no pareces el mismo —dijo el otro. —No, no lo soy —dijo Alan, y se sentó encima del baúl y ocultó el rostro entre las manos. John se mantuvo a su lado balanceándose un poco, mirando a su alrededor las sombras que le imitaban, los rayos de luz que pasaban rápidamente y las estrellas fijas sobre sus cabezas, hasta que el frío sin viento empezó a llegarle a la piel desnuda a través de la ropa. A pesar de que su inteligencia estaba aturdida, empezó a preocuparse. —Oye, entremos en casa —dijo finalmente. —Sí, entremos en casa —repitió Alan. Se levantó enseguida, volvió a cargarse el baúl al hombro y, cogiendo la vela con la otra mano, se dirigió hacia «El Refugio». Era un edificio grande y bajo cubierto de enredaderas que ahora, salvo por algunas hendiduras de luz que salían de las persianas del comedor, estaba sumido en la oscuridad y el silencio. En el vestíbulo Alan encendió otra vela, se la dio a John y abrió la puerta de un dormitorio. —Toma —dijo él—, vete a la cama. No me hagas caso, John. Sentirás pena por mí cuando lo sepas. —Espera un segundo —contestó John—. Me he enfriado mucho esperando de pie ahí fuera. Entremos en el comedor un minuto. Sólo un trago para entrar en calor, Alan. Sobre una mesa del pasillo había un vaso y una botella de whisky en una bandeja. Era obvio que la botella acababa de abrirse porque el corcho y el sacacorchos estaban a su lado. —Toma esto —dijo Alan, pasando la botella a John. Luego, con cierta brusquedad, empujó a su amigo dentro del dormitorio y cerró la puerta tras él. John se quedó asombrado. Entonces agitó la botella y se asombró todavía más al encontrarla medio vacía. Faltaban tres o cuatro vasos. ¡Alan debió de descorcharla y bebérselos uno detrás de otro, sin sentarse, porque no había silla a la vista, y en el propio Digitalización y corrección por Antiguo
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vestíbulo frío esa gélida noche! Eso explicaba perfectamente sus excentricidades, reflexionó John sabiamente mientras se preparaba un whisky con agua. ¡Pobre Alan! ¡Estaba borracho! ¡Qué cosa más terrible era la bebida y qué esclavo era el pobre Alan por beber de esa manera tan poco sociable e incómoda! El hombre que bebía solo, salvo por razones de salud como John hacía ahora, era un hombre totalmente perdido. Se bebió el whisky con agua y se sintió más confuso, pero entró en calor. Resultó laborioso abrir el baúl y hallar la ropa de noche; el frío le hirió otra vez en lo vivo antes de desvestirse del todo. —Bueno —dijo—, sólo un traguito más. No tiene sentido caer enfermo con todos estos problemas—. Y pronto le envolvió un sueño profundo. Cuando John despertó era de día. El bajo sol invernal ya estaba en el cielo, pero se le había parado el reloj y era imposible saber la hora exacta. Supuso que serían las diez y se dio prisa en vestirse, con pensamientos tristes abarrotándose en su mente. Ahora no sufría de terror sino de remordimiento mezclado con dolorosos sentimientos de culpa. Había recibido un golpe cruel, ciertamente, pero era sólo el castigo por una vieja culpa. Se había rebelado y había vuelto a pecar. Se había empleado la vara para castigarle y él había mordido la mano que le castigaba. Su padre tenía razón; John le daba la razón; no era digno de ser huésped en casa de gente decente, ni la compañía adecuada para los hijos de la gente decente. Si hacía falta un ejemplo más explícito, estaba el caso de su viejo amigo. John no era un borracho, aunque a veces podía excederse, pero la imagen de Houston bebiendo alcohol puro en la mesa del vestíbulo le infundió algo parecido al asco. Vaciló antes de reencontrarse con él. Desearía no haber venido en su busca, pero en ese momento, ¿a quién podía acudir? Estos pensamientos le preocuparon mientras se vestía y le acompañaron al vestíbulo de la casa. La puerta del jardín estaba abierta. Sin duda, Alan había salido y John hizo lo que suponía que habría hecho su amigo. El suelo estaba duro como el hierro, la escarcha permanecía rígida al rozar los acebos, los carámbanos tintineaban y relucían al caer. Un montón de gorriones impacientes le seguía por doquiera que iba. El tiempo y la mañana de Navidad se compaginaban perfectamente para alegría de los niños. Era un día para las familias, el día que había añorado con tanta ilusión, soñando que despertaba en su propia cama de la calle Randolph, reconciliado con todo el mundo y volviendo sobre los pasos de su juventud, pero ahora estaba solo, recorriendo los paseos de un jardín invernal y lleno de pensamientos de penitencia. Eso le hizo preguntarse: ¿por qué estaba solo? ¿Dónde estaba Alan? El recuerdo de la festividad del día y de los saludos debidos reavivó el deseo de verle, y empezó a llamarle por su nombre. Era consciente de la inmensidad del silencio que le rodeaba al desaparecer el sonido de su voz; salvo por el gorjeo de los gorriones y el crujir de sus pisadas en la nieve helada, el aire inmóvil le cubría como embrujado y el silencio pesaba sobre su mente con una soledad horrorosa. Continuó llamando a su amigo a intervalos, pero ahora con una voz moderada. Recorrió rápido el jardín y, al no encontrar ni hombre ni señales de hombre en sus espesuras de hoja perenne, regresó finalmente a la casa. En ella el silenció pareció aumentar extrañamente. La puerta permanecía abierta como antes, pero las persianas de las ventanas seguían cerradas, las chimeneas no soltaban humo al aire cristalino, no se oía nada, ni un leve movimiento (audible quizás al oído del espíritu y no al oído carnal) de los Digitalización y corrección por Antiguo
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que en una casa anuncian y delatan a sus ocupantes humanos. Sin embargo, Alan tenía que estar allí... Alan, sumido en el sueño del borracho, olvidadizo del amanecer, de la festividad sagrada y del amigo al que había recibido tan fríamente y ahora ignoraba tan groseramente. El disgusto de John se multiplicó al pensarlo, pero el hambre empezaba a superar la repulsión y, como paso hacia el desayuno, aunque no fuese por otro motivo, tenía que encontrar y despertar al dormilón. Revisó la zona de los dormitorios, todos, hasta que llegó a la habitación de Alan. Las demás estaban cerradas con llave por fuera y daban señales de un prolongado desuso, pero la habitación de Alan estaba habilitada, llena de ropa, cachivaches, cartas, libros y de las comodidades de un hombre solitario. El fuego había estado encendido, pero hacía rato que se había apagado y las cenizas estaban frías. La cama estaba hecha, como si nadie hubiera dormido en ella. Peor todavía; Alan debió de caerse allí donde se encontraba y, sin la menor duda, ahora yacía como una bestia en el suelo del comedor. El comedor era una estancia muy grande a la que se llegaba por un pasillo, de manera que John, al entrar, aportó poca luz, y tuvo que dirigirse a las ventanas con los brazos abiertos, avanzando a tientas y golpeando los muebles. De repente tropezó y cayó de bruces sobre un cuerpo postrado. Era lo que buscaba, pero le sobresaltó y asombró que un golpe tan brusco no hubiese provocado ni un gemido del borracho. Los hombres se habían matado con excesos así antes de ahora; un final tan triste y degradante hizo que John se estremeciera. ¿Y si Alan estaba muerto? ¡Vaya día de Navidad! Para entonces, John tenía la mano en las persianas y, tirando fuertemente de ellas, vislumbró de nuevo la bendita luz del día. A pesar de esa luz, la habitación tenía un aire incómodo. Las sillas estaban desparramadas y una de ellas, volcada; el mantel puesto para la cena estaba estirado de un lado y algunos platos habían caído al suelo. Detrás de la mesa yacía el borracho, todavía sin despertar, con sólo un pie visible. Pero ahora que había luz en la habitación, lo peor parecía haber pasado. Era un asunto repugnante que no pasaba de repugnante. John procedió a dar la vuelta alrededor de la mesa con algo de recelo; sería su postrer momento de relativa tranquilidad en ese día. Apenas dobló la esquina de la mesa, apenas fijó los ojos en el cuerpo, emitió un grito sofocado y, sin aliento, huyó de la habitación y de la casa. No era Alan quien yacía allí, sino un hombre de edad avanzada, cara severa y pelo blanco. No era ningún borracho; rodeaba al cuerpo un charco de sangre negra, y los ojos abiertos miraban fijamente al techo. John daba vueltas delante de la puerta. El aire extremadamente frío actuó en sus nervios como un astringente y los tranquilizó rápidamente. Al poco tiempo, sin cesar en su caminar desordenado, las imágenes empezaron a clarificarse y a permanecer más tiempo en su mente. Después recobró el poder de razonar, y el horror y el peligro de su situación le dejaron clavado en el suelo. Se agarró la frente y, mirando fijamente hacia un punto de la gravilla, concitó cuanto sabía y sospechaba. Alan había asesinado a alguien: posiblemente a «aquel hombre» por el que el mayordomo echó la cadena en la puerta de la casa de la Regent's Tenace; posiblemente a otro; a alguien, al menos: a un alma humana a la que era pecado matar y cuya sangre estaba derramada por el suelo. Esa era la razón por la cual bebía whisky en el vestíbulo, por la que se negaba a acogerle, de su extraño comportamiento y de sus Digitalización y corrección por Antiguo
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desconcertantes palabras. Era la razón por la cual se había asustado y hablaba constantemente de asesinato, la razón de haberse quedado inmóvil escuchando y por la que se había sentado y tapado los ojos en la noche oscura. Ahora se había ido, había huido vilmente. John era el heredero de todas sus perplejidades y peligros. —Dejadme pensar, dejadme pensar —dijo en voz alta, impacientemente, incluso suplicando, como si hablara con un interlocutor sin piedad. A causa de su desordenado juicio, miles de insinuaciones, esperanzas, advertencias y terrores resonaban continuamente en sus oídos; era como un ser inmerso en el barullo de una multitud. ¿Cómo iba a recordar él, al que no le sobraba ni un pensamiento... él, que era el autor y, además, el teatro de tanta confusión? Pero a la hora de la verdad la naturaleza del hombre se disuelve y reina la anarquía. Era obvio que no debía permanecer donde estaba, porque había un nuevo Error Judicial gestándose. No estaba tan claro adonde debía ir, porque el viejo Error Judicial, vago como una nube, parecía ocupar todo el mundo habitado; fuese el que fuese, le vigilaba, crecido al máximo, en Edimburgo; debió de nacer en San Francisco; seguramente montaba guardia como un dragón en el banco donde debía hacer efectivo su dinero; habría, sin duda, otros muchos lugares, pero ¿quién sabía en cuál de ellos estaría aguardándole? No, no sabría decir adonde iría, pero no podía perder el tiempo en esas cuestiones insolubles. Volvamos al principio. Estaba claro que no debía permanecer donde estaba. También estaba claro que no debía huir tal y como se encontraba porque no podía cargar con su baúl; huir y dejarlo era hundirse profundamente en el fango. Tenía que irse, dejar la casa sin vigilancia, encontrar un coche y volver. ¿Volver después de ausentarse? ¿Tendría valor para ello? Justo entonces divisó una mancha del ancho de una mano en la pierna del pantalón y acercó un dedo para tocarla. El dedo quedó manchado de rojo; era sangre; la miró con asco, asombro y terror. La intensidad de la nueva sensación le impulsó inmediatamente a la acción. Se limpió el dedo en la nieve, entró de nuevo en la casa, se acercó con pasos silenciosos a la puerta del comedor y lo cerró con llave. Respiró un poco más tranquilo porque al menos había una barrera de roble entre él y lo que temía. A continuación, fue apresuradamente a su habitación, se quitó los pantalones manchados que a sus ojos parecían ser una atadura a la horca, los arrojó en un rincón y se puso otro par; sin aliento, guardó su ropa de dormir en el baúl, lo cerró con llave, lo recogió del suelo con esfuerzo, pero con una sensación de alivio, y salió otra vez al cielo descubierto. El baúl, siendo de fabricación occidental, no era lo que se dice una pluma; incluso había fatigado al forzudo de Alan. John se sentía aplastado por su peso y empezó a sudar profusamente. Dos veces tuvo que ponerlo en tierra antes de llegar a la puerta del jardín. Cuando llegó, tuvo que hacer lo mismo que hizo Alan y sentarse sobre una esquina. Estuvo un rato sentado, jadeando, pero ahora sus pensamientos eran considerablemente más ligeros. Ahora, con el baúl justo al lado de la puerta, había logrado disociarse en parte de la casa del crimen y no hacía falta que el cochero cruzara la entrada del jardín. Era maravilloso lo que eso le tranquilizaba. La casa le parecía un lugar que suscitaría sospechas en el espectador más superficial, como si las propias ventanas vocearan el asesinato. Pero no había tregua en los golpes del destino. Mientras estaba sentado allí, recuperando Digitalización y corrección por Antiguo
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el aliento a la sombra de la pared, rodeado de gorriones que saltaban a su alrededor, se fijó por casualidad en el cerrojo de la puerta y lo que vio le hizo ponerse de pie. El cerrojo tenía un pestillo de muelle, de los que, una vez cerrada la puerta, funcionan automáticamente y, sin llave, no hay manera de entrar desde fuera. Se vio obligado a escoger entre dos alternativas desagradables y peligrosas: o cerraba la puerta del todo y depositaba su baúl en el camino, un asombro para el que lo viera, o dejaba la puerta entreabierta, de manera que cualquier vagabundo propenso a ser ladrón o un escolar de vacaciones pudiese entrar y tropezar con el horripilante secreto. Su mente se inclinaba hacia la segunda alternativa como la menos arriesgada, pero primero debía asegurarse de no ser observado. Se asomó fuera y miró a lo largo del camino; estaba completamente desierto. Se acercó a la esquina de la carretera secundaria que viene por Dean; tampoco se movía un alma por allí. Obviamente, era el momento álgido, ahora o nunca. Juntó la puerta cuanto pudo, colocó una piedra entre ella y el quicio y se fue colina abajo a buscar un coche. A medio camino se abrió una puerta y un grupo de niños que celebraba la Navidad salió de la manera más bullanguera, seguido más discretamente por una madre sonriente. «¡Y es el día de Navidad!», pensó John, y podría haberse reído en voz alta por la sensación de trágica amargura que colmaba su corazón.
Capítulo VII Tragicomedia en un coche Enfrente del Hospital de Donaldson, John tuvo la suerte de divisar un coche a mucha distancia, y, a base de gritar y agitar los brazos, consiguió llamar la atención del cochero. Lo consideró buena suerte, pues cualquier tiempo que transcurriese hasta desvincularse para siempre del «Refugio» le parecía largo; y cuanto más lejos hubiera tenido que ir a buscar un coche mayor habría sido la posibilidad de que se produjese el inevitable descubrimiento y que al regresar encontrara el jardín lleno de vecinos airados. Mas, cuando el vehículo se aproximó, se puso notablemente molesto al reconocer al cochero de la cara color vino de la noche anterior. «Aquí», no pudo menos que reflexionar, «aquí hay otro eslabón del Error Judicial». El cochero, sin embargo, se mostró contento de toparse otra vez con un pasajero tan generoso. Como el lector ya habrá notado, era hombre de trato fácil, por no decir de modales familiares, que enseguida se lanzó a una suerte de charla amistosa comentando el tiempo, la festividad (que le llamaba la atención, sobre todo, por ser un día de propinas generosas), la casualidad de haberse reencontrado con un pasajero tan simpático y el hecho de que la noche anterior John hubiera estado visiblemente «piripi», como a él le gustaba decir. —Hoy tiene muy mal aspecto, señor, debo decirlo —añadió—. Si quiere usted un consejo al respecto, no hay nada como un trago, y, siendo como es hoy Navidad, no niego — añadió con una sonrisa paternal— que me apuntaría también. John le había escuchado con la muerte en el alma. —Le daré un trago cuando hayamos acabado —dijo, afectando una animación que le sentaba fatal—, pero ni una gota hasta entonces. Primero el trabajo, después el placer. Digitalización y corrección por Antiguo
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Con esta promesa persuadió al cochero de subir al pescante y de conducir con tremenda determinación hasta la puerta del «Refugio». De momento no había señales de ninguna agitación pública; sólo dos hombres conversaban no muy lejos, y su presencia, vista desde la distancia, aceleró las pulsaciones de John. Podría haberse ahorrado el susto, porque los dos estaban enzarzados en una disputa teológica y con los dedos parecían llevar las cuentas del asunto en cuestión sin reparar en John. El cochero resultó ser como una espina clavada en la piel. Nada le mantenía quieto en su asiento. Tuvo que bajarse, comentar algo acerca de la piedra que impedía a la puerta cerrarse (un dispositivo que consideraba ingenioso pero peligroso), ayudar a John con el baúl y animar la situación con un torrente de palabras, sobre todo preguntas, que resumo a continuación. —Él no se encuentra aquí, ¿verdad? ¿No? Bueno, es un hombre excéntrico, un tipo singularmente raro, si conoce la expresión. Tiene muchos problemas con sus inquilinos, según me han contado. Yo he llevado a la familia durante muchos años. Llevé un coche en la boda de su padre. ¿Cómo se llama usted? Debería reconocer su cara. ¿Baigrey, dice? Había Baigreys en Gilmerton; ¿es usted uno de ellos? Entonces éste será el baúl de un amigo, ¿no? ¿Por qué? ¡Porque el nombre que pone es Nicholson! Ah, si tiene usted prisa es otro cantar. ¿El puente de Waverly? ¿Se marcha usted? De esta manera el simpático borrachín hablaba y preguntaba y mantenía el corazón de John en estado de agitación, aunque esto, al igual que otros males bañados por la luz del sol, tuvo su fin y la víctima de las circunstancias empezó por fin a traquetear hacia la estación de ferrocarril del puente de Waverly. Durante el trayecto fue sentado con los cristales subidos a causa del frío glacial y aguantando el olor a humedad del carruaje. Miraba de soslayo el aspecto festivo de las calles, las tiendas con las contraventanas cerradas, la muchedumbre de las aceras, y se comparó con el ocupante del carro de Tyburri7 que observaba cómo la multitud se reunía para presenciar su ejecución. En la estación se animó otra vez; una fase de la huida concluía afortunadamente; empezaba a divisar el agua azul del mar. Avisó a un maletero y le pidió que llevase su baúl a la consigna. No tenía ninguna intención de demorarse; su propósito era la fuga inmediata, no importaba hacia dónde. Había decidido despedir al cochero incluso antes de decidir su destino para privar al Error Judicial de otro eslabón. Tal era su astuto objetivo, y ahora, con un pie en tierra y otro aún en el peldaño del coche, se apresuró a poner el plan en marcha y metió la mano en el bolsillo del pantalón. ¡No había nada! Oh, sí, esta vez sí que tenía la culpa. Debió recordar cuando se quitó los pantalones manchados de sangre que no debía dejárselos con el monedero dentro. ¡Imaginad lo más que podáis su error y comparadlo luego con el castigo! Imaginad la nueva situación porque me faltan palabras para describirla. Imaginadle condenado a volver a aquella casa; sólo pensar en ello hacía que su alma se rebelara, porque significaba exponerse una vez más a ser atrapado en la escena misma del crimen. Imaginadle atado al mohoso coche y al familiar cochero. John echó pestes de éste en silencio. Entonces se le ocurrió que debía evitar la facturación del baúl; ése, al menos, debía tenerlo a mano, y se volvió para llamar al maletero; pero sus reflexiones, por breves que le hubiesen parecido, le habían ocupado más tiempo del que suponía, y allí estaba el hombre volviendo con el recibo. Bueno, eso estaba resuelto; había perdido también el baúl, porque la moneda de seis 7Antiguo lugar de Londres donde se celebraban las ejecuciones. Digitalización y corrección por Antiguo
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peniques con la que había pagado el peaje de Murrayfield era una moneda solitaria que se le había quedado en el bolsillo del chaleco. Si no conseguía volver otra vez a la casa del crimen su baúl permanecería eternamente empeñado en la consigna por falta de un penique. Entonces se acordó del maletero, que permanecía solícitamente atento con palabras de gratitud pegadas a los labios. John buscó por todas partes, a derecha y a izquierda. Encontró una moneda; le pidió a Dios que fuese un soberano; la sacó, vio que era medio penique y se la ofreció. Al nombre se le cayó la mandíbula. —¡Sólo medio penique! —dijo, olvidando de puro asombro la decencia propia del comportamiento ferroviario. —Lo sé —dijo John, lastimeramente. Entonces el maletero recuperó la dignidad acostumbrada. —Gracias, señor —dijo mientras pretendía devolverle la innoble propina, pero John no quiso que se la devolviera de ninguna de las maneras, y, mientras forcejeaban, ¿quién se entrometió que no fuese el cochero? —¡Caray, señor Baigrey —dijo—, seguro que olvida el día que es! —¡Le digo que no tengo cambio! —gritó John. —Bueno —dijo el cochero—, ¿entonces qué? Yo preferiría darle un chelín en un día como éste antes que desembarazarme de él con la broma de medio penique. ¡Me sorprende en una persona como usted, señor Baigrey! —¡No me llamo Baigrey! —saltó John de pura rabia y angustia infantil. —¡Usted mismo me lo dijo! —dijo el cochero. —Ya sé que lo dije. ¿Y quién demonios le dio permiso para preguntarme? —gritó el infeliz. —Ah, muy bien —dijo el cochero—. ¡Yo sé estar en mi sitio si usted sabe estar en el suyo! —y repitió lo de «si usted sabe estar en el suyo» como quien plantea una duda enorme y murmuró barbaridades inarticuladas en las que el grandioso nombre de «caballero» fue aparentemente pronunciado en vano. ¡Ay, si pudiera despedir a ese monstruo, el cual (John se daba cuenta ahora con tardía clarividencia) había empezado la celebración de la Navidad con anticipación! Pero, lejos de percibir ese rayo de consuelo que ilumina al perdido, estaba desprovisto de ayuda y de ayudantes, con el baúl secuestrado en determinado lugar, su dinero abandonado en otro y vigilado por un cadáver; él, tan devoto de su intimidad, blanco de todas las miradas de la estación, y, como si no fueran ya suficientes desgracias, ¡ahora se había ganado la hostilidad de la bestia a la que su pobreza le había unido!, la hostilidad, según reflexionaba tristemente, del testigo que posiblemente podría ahorcarle o salvarle. No había tiempo que perder; no se atrevía a permanecer por más tiempo en ese lugar público. Si tenía recursos para restablecer la dignidad o a la conciliación, el remedio tenía que aplicarse de inmediato. Felizmente, sobrevivía un elemento de hombría que le aconsejó lo primero. —Acabemos con todo esto —dijo con el pie una vez más en el estribo del coche—. Vuelva al lugar de donde vinimos. Había evitado decir el destino porque se había formado un corro de ferroviarios cerca del coche, todavía tenía en mente el Tribunal de Justicia e intentaba evitar cualquier prueba Digitalización y corrección por Antiguo
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que pudiera relacionarse con el caso; pero de nuevo el fatal cochero maniobró mejor que él. —¿De nuevo al «Refugio»? —chilló con agudos tonos de protesta. —¡Arranque inmediatamente! —bramó John, y cerró la puerta de tal portazo al entrar que el carruaje se sacudió y trepidó. El coche avanzaba con dificultad por las calles navideñas; el pasajero que iba dentro estaba inmerso en una desesperación oscura que rozaba la inconsciencia; el cochero, en su asiento, digería la reprimenda y la duplicidad de su cliente. Que no se piense que comparo a este par; el / caso de John está fuera de toda comparación. Pero el cochero también merece la simpatía del juicioso, pues era un tipo de amabilidad genuina y de un alto grado de dignidad personal al que sólo le encendía la bebida y cuyas recomendaciones habían sido cruel y públicamente rechazadas. Mientras conducía, repasaba sus agravios y sentía sed de compasión y de un trago. Por casualidad tenía un amigo, un tabernero de la calle Queensferry, del que pensó que podría sacar un trago, en visto lo vista de lo complicado de la situación. La calle Queensferry queda algo alejada del camino que lleva directamente a Murrayfield, pero hay un cruce en las colinas que pasa por el valle de Leith y por el cementerio Dean, y la calle Queensferry se encuentra de camino a dicho cruce. ¿Qué había de impedir que el cochero, pues su caballo era ignorante, escogiera este último y se detuviese para ver a su amigo de paso? Así pues, decidido, y el cochero, un poco más calmado, hizo girar a su caballo hacia la derecha. John, mientras tanto, estaba colapsado en el asiento con la barbilla hundida en el pecho, la mente ausente. El olor del coche aún llegaba vagamente a sus sentidos y un frío plomizo rodeaba sus pies; lo demás había desaparecido en un tremendo agobio de calamidad y desmayo físico. Se acercaba el mediodía, veintidós horas desde que probó bocado por última vez. En el intervalo había sufrido torturas por la tristeza y el miedo y también había estado alegre. Aunque era imposible decir que dormía cuando el coche paró y el cochero introdujo la cabeza por la ventanilla, su atención tuvo que ser rescatada de las profundidades del vacío. —Si usted no me invita a una copa —dijo el conductor con un tono y estilo severos bien merecidos— no le importará, supongo, que yo me tome una. —Sí... no... haga lo que quiera —respondió John, y, mientras miraba cómo su tormento subía la escalera y entraba en la taberna, le vino a la mente la sensación de algo familiar de hacía mucho tiempo. Con eso despertó del todo y miró fijamente las fachadas de las tiendas. Sí; las conocía, pero ¿cuándo? y ¿cómo? Hacía mucho tiempo, pensó, y entonces, mirando por la ventana delantera, que estuvo tapada hasta entonces por la figura del cochero, vio las copas de los árboles donde anidaban los grajos de la calle Randolph. ¡Estaba cerca de casa... su casa, donde pensaba estar sentado, a esa hora, en el bien recordado salón, conversando amistosamente; y, en vez de eso...! Su primer impulso fue dejarse caer en el suelo del coche; el siguiente, cubrirse la cara con las manos. Así permaneció sentado mientras el cochero brindaba con el tabernero, y éste con el cochero, y ambos daban un repaso al estado de la nación. Así seguía aún cuando su amo se dignó volver y empezó a conducir, al fin, cuesta abajo a lo largo de la curva de Lynedoch Place. Y así continuaba sentado cuando, llegando al final de la calle de su padre, echó un vistazo por entre el escudo protector de los dedos y vio el carruaje de un médico frente a la puerta. Digitalización y corrección por Antiguo
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«¡Bueno, ya está», pensó, «¡he matado a mi padre! ¡Y hoy es el día de Navidad!» Si el señor Nicholson muriese tendría que bajar por ese mismo camino hasta la sepultura, por el mismo camino y por la misma razón por que su mujer le precedió años antes al igual que otros ciudadanos importantes, con las galas y acompañamientos propios de los entierros. Y ahora, en aquel helado y maloliente coche, con su alfombra de paja, los andrajosos cojines y su aliento congelado en los cristales, ¿hacia dónde avanzaba John sino al mismo lugar? Este pensamiento estimuló su imaginación, que empezó a fabricar miles de imágenes, brillantes y fugaces, como las formas de un calidoscopio. Ahora se veía a sí mismo, rubicundo y confortado, resbalando feliz por una cuneta, y de nuevo como un pequeño y desconsolado galopín ataviado con crespones y rodeado de plañideras, bajando por esa misma colina y siguiendo la marcha lenta del coche fúnebre, con el cuerpo de su madre justo delante de él. Su imaginación se le anticipaba mucho una vez más; le mostró la casa de Murrayfield —que ahora aparecía solitaria al sol matinal con los gorriones saltando en el umbral y el hombre muerto dentro mirando fijamente al techo—, pero ahora, con un cambio súbito, estaba repleta de vecinos de caras blancas con las manos alzadas, un médico abriéndose paso por entre la muchedumbre y ajustándose el estetoscopio mientras avanzaba y un policía moviendo sagazmente la cabeza al lado del cadáver. Se acercaba lo que temía. Se vio llegar en medio de todo ese alboroto, se oyó balbuceando explicaciones casi imperceptibles y sintió la mano del policía sobre su hombro. ¡Cielos! ¡Cómo deseaba haberse comportado con más determinación, cómo se odiaba por haber huido de aquella fatal vecindad cuando todo estaba tranquilo y tener que volver ahora mansamente cuando estaba abarrotada de vengadores! Cualquier grado fuerte de pasión proporciona la fuerza de la imaginación incluso al más torpe. Y ahora, mientras cavilaba sobre lo que le esperaba probablemente al final de este triste paseo, John, que se fijaba poco en las cosas, las recordaba menos y no podría describirlas en absoluto, visualizó en su imaginación el jardín del «Refugio» con todo detalle, como en un mapa. Dio vueltas por él alimentando sus terrores; vio los acebos, los arriates nevados, los senderos por donde había buscado a Alan, las paredes altas como las de un convento, la puerta cerrada... ¡cómo! ¿la puerta estaba cerrada? ¡Ah, claro, él la cerró —encerró su dinero, su fuga, su vida futura—, la cerró con sus propias manos y ahora nadie podría abrirla! Escuchó el golpe seco del pestillo como algo que explotaba en su cerebro y se quedó pasmado. Entonces despertó de nuevo, con el terror sacudiendo sus órganos vitales. No era el momento de ser perezoso; debía ponerse en marcha y pensar. Llegado al final de ese ridículo periplo, de nuevo en la puerta del «Refugio», no había otro remedio que ordenar al cochero que diera la vuelta y regresar. ¿Para qué, entonces, ir tan lejos? ¿Para qué añadir otro matiz sospechoso a un caso ya tan sugestivo de por sí? ¿Por qué no dar la vuelta ya? Era fácil decirlo, dar la vuelta, pero ¿hacia dónde? No tenía adonde ir, jamás podría —lo veía escrito en letras de sangre—; jamás podría pagar aquel coche; estaba atado a aquel coche para siempre. ¡Ay, aquel coche!, su alma deseaba huir de él para siempre. Se olvidó de todas sus preocupaciones. Primero tenía que librarse de este vehículo maloliente y de la bestia humana que lo conducía... primero, hacer eso; eso por lo menos, y hacerlo ya. Justo entonces el coche se detuvo repentinamente y allí estaba su perseguidor, golpeando Digitalización y corrección por Antiguo
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el cristal delantero. John lo bajó y miró la cara rojiza, del color del vino de Oporto e hinchada por el triunfo de la inteligencia. —¡Ya sé quién es usted! —chilló con voz grave—. Ahora lo recuerdo. Usted es un Nicholson. Le llevé a Hermiston a una fiesta de Navidad, y volvió en el asiento conmigo, y le dejé conducir. Era verdad. John conocía al hombre, incluso habían sido amigos. Su enemigo, ahora lo recordaba, era un tipo bonachón, de bondad infinita con el niño que fue. ¿Por qué no con el hombre? ¿Por qué no apelar a su lado bueno? Se aferró a esta nueva esperanza. —¡Dios mío, es verdad! —gritó como si estuviera extasiado, aunque su voz sonaba falsa a sus propios oídos—. Bueno, si eso es verdad, tengo algo que decirle. Creo que voy a salir. ¿Dónde estamos, a todo esto? El cochero había agitado el billete ante los ojos del aduanero8 y ahora llegaban a la parte más alta y más solitaria de la carretera; a la izquierda tenía una fila de árboles que la cubrían de sombra; a la derecha lindaba con campos en barbecho que ondulaban cuesta abajo hacia el camino de Queensferry; por delante, la colina de Corstorphine elevaba sus bosques oscuros recubiertos de nieve hacia el cielo. John miró a su alrededor, bebiendo el aire lúcido como si fuera vino. Entonces sus ojos se volvieron hacia el rostro del cochero, que permanecía sentado, no sin expectativas, esperando la orden de John con el aspecto de quien cuenta con una propina. Los rasgos de aquella cara eran difíciles de descifrar; la bebida los había hinchado y teñido de tonos que iban del rojo ladrillo al color morado. Los pequeños ojos grises parpadeaban, los labios se movían con avaricia; la avaricia era su pasión dominante; y, aunque había algo de bondad, algo de amabilidad genuina, un toque humano auténtico, en el viejo borrachín, ahora su avaricia estaba tan avivada por la esperanza de recibir una buena propina que todos los demás rasgos de su carácter permanecían dormidos. El corazón de John decaía lentamente. Había abierto la boca, pero permanecía de pie en silencio. Sondeó el pozo de su valor, pero estaba seco. Buscó a tientas en el tesoro de sus palabras, pero también estaba vacío. Un diablo mudo lo tenía cogido de la garganta; el diablo del terror balbuceaba en sus oídos, y de repente, sin una palabra, sin ningún propósito firme en su mente, John se giró, trepó por la pared medianera, se dejó caer y empezó a correr a través de los campos en barbecho como si su vida dependiera de ello. No había llegado muy lejos, no más allá de la mitad del primer campo, cuando su cerebro al completo hizo retronar dentro de él: «¡Tonto! ¡Tienes el reloj!» La conmoción le hizo parar y, una vez más, regresó al coche. El cochero estaba inclinado sobre la pared blandiendo su látigo, la cara completamente morada, bramando como un toro. John sintió, o pensó, que había perdido una oportunidad. Ningún reloj apaciguaría el resentimiento del hombre en ese momento; además, exigiría venganza. John quedaría vigilado por la policía; su historia se descubriría, su secreto se sondearía, su destino finalmente caería sobre él cerrándosele para siempre. Suspiró profundamente, y justo cuando el cochero, haciendo de tripas corazón, empezaba a escalar la pared el cliente moroso se lanzó a correr otra vez y desapareció por los campos más lejanos.
8Agita el billete del peaje porque no va a salir de la carretera. Digitalización y corrección por Antiguo
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Capítulo VIII Ejemplo singular de la utilidad de las llaves maestras Adonde corrió en un principio, John jamás lo supo con mucha exactitud, como tampoco supo cuánto tiempo transcurrió antes de que se encontrase en la carretera secundaria próxima al refugio de Ravelston, apoyado contra la pared, los pulmones resoplando como fuelles, las piernas pesadas como plomos, su mente poseída por un solo deseo: el de tumbarse y permanecer oculto. Recordó los sotos espesos alrededor del estanque de la cantera, un rincón del mundo poco visitado donde seguramente encontraría un escondite hasta que cayera la noche. Avanzó por la vereda hacía allí, pero cuando llegó, ¡fíjense bien!, se había olvidado de la helada, y el estanque estaba lleno de gente joven patinando, y los sotos que rodeaban el estanque, atestados de espectadores. Él mismo se quedó mirando un rato. Había una doncella, alta y graciosa, que patinaba con un joven, cogidos de las manos, al que miraba con unos ojos que le brillaban de manera quizás demasiado evidente. Era curiosa la ira con la que John la observaba. Podría haberla maldecido, podría haberse quedado allí como un vagabundo humillado agitando el puño y vertiendo su ira contra ella durante horas; por lo menos, así se lo pareció. Al instante siguiente su corazón sufría por la joven. «¡Pobre criatura, qué poco sabe!», suspiró. «¡Que se divierta mientras pueda!» Pero ¿era posible que cuando Flora le sonreía a él en el estanque de Braid se la pudiese haber visto tan servil a los ojos de un curioso con el corazón enfermo? El recuerdo de la cantera congelada le sugirió otra, y se fue caminando pesadamente hacia Craig Leith. El viento había empezado a soplar del noroeste. Era cruelmente frío, secaba como el fuego y torturaba las articulaciones de sus dedos. El viento traía también nubes pálidas, rápidas, nubes veloces que oscurecían el cielo y repartían tristeza en la tierra. Subió gateando entre los avellanos y los montones de basura que rodeaban la caldera de la cantera y se tumbó sobre las piedras. El viento rastreaba muy cerca del suelo; las piedras eran cortantes y heladas; los avellanos sin hojas gemían a su alrededor. Pronto el aire de la tarde empezó a dar voces con esos extraños y tristes sonidos que anuncian la nieve. El dolor y el malestar en las extremidades de John se convirtieron en una impaciencia angustiosa y un ciego deseo de cambio; primero se echó a rodar en la dura guarida, y cuando las piedras le hicieron daño sintió casi placer; luego reptó al borde del enorme pozo y miró hacia abajo ligeramente mareado. Vio la espiral del camino que descendía, los peñascos abruptos, los arbustos pegados a las paredes, guirnaldas de nieve por doquier y muy, muy lejos, en el fondo de la cantera, la menguada grúa. Ahí, sin duda, había una manera de acabarlo. Pero, de algún modo, la idea no le entusiasmaba. De pronto se dio cuenta de que tenía hambre, Sí; a pesar de la tortura del frío, a pesar de la desesperación, una enorme y desesperada ansia de comer, sin importar qué ni cómo, empezaba a despertarse en él y a incitarle. ¿Supongamos que empeñara su reloj? No, el día de Navidad —¡era el día de Navidad!— la casa de empeños estaría cerrada. ¿Supongamos que fuera a la taberna de Blackhall, que quedaba cerca, y ofreciera su reloj, que valía diez libras, a cambio de una comida a base de pan y queso? La incongruencia era tan notable que la buena gente le pondría de patitas en la calle o le dejaría entrar para luego llamar a la policía. Vació sus bolsillos uno tras otro; unos cuantos billetes del tranvía de San Francisco, un puro, ninguna cerilla, la llave maestra de la casa de su padre, un pañuelo de bolsillo con un toque de perfume. No, no conseguiría dinero por ninguno Digitalización y corrección por Antiguo
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de esos objetos. No había más remedio que morirse de hambre. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? También era una salida. Seguía tumbado cerca de los arbustos. El viento jugaba a su alrededor como un látigo. Su ropa le parecía tan fina como el papel; las articulaciones le escocían y la piel se le arrugaba sobre los huesos. Tuvo la visión de una manada de reses en plena marcha por California y del cauce de un arroyo seco con una pequeña charca llena de barro junto a la que los vaqueros habían montado su campamento. Hacía un sol espléndido, ardía un fuego enorme, las piezas de carne se tostaban atravesadas por un pincho de madera y humeaban. ¡Qué calor hacía, qué sabroso el olor de la carne chamuscándose en la brasa! Por otro lado, también recordó sus múltiples calamidades y se hundió y revolcó en su vergüenza. A continuación, entraba en el restaurante de Frank, en la calle Montgomery de San Francisco. Había pedido un estofado a la cazuela y chuletas de carne de venado, a las que era un aficionado contumaz, y, mientras esperaba, Munroe, el buen camarero, le traía un ponche de whisky. Podía ver las fresas flotando en la deliciosa copa, podía oír el tintinear del hielo entre las pajitas. Despertó otra vez al aborrecido destino y se encontró acurrucado en un hueco del basurero de la cantera, donde soplaba el viento. La oscuridad era espesa, los finos copos de nieve volaban de acá para allá como trocitos de papel y el fuerte estremecimiento de su cuerpo hacía que sus dientes chasquearan como en un fuerte ataque de hipo. Únicamente hemos visto a John en la más penosa de las condiciones. Le hemos visto imprudente, desesperado y puesto a prueba más allá de sus fuerzas. De su manera de ser cotidiana, alegre, constante, frugal, no hemos visto nada. Quizás le sorprenda al lector saber que cuidaba de su salud meticulosamente. Esa preocupación favorita se despertó ahora. Si se quedaba allí sentado y se moría de frío ganaría poco; mejor una celda en la comisaría y la posibilidad de un juicio con jurado que la muerte miserable y segura al lado de un dique antes de la próxima alba invernal, o que una muerte algo más lenta en la sala iluminada por las lámparas de gas de una enfermería. Se levantó sobre sus doloridas piernas y tropezó aquí y allí entre montones de basura, pero aún tenía que salvar el obstáculo del enorme cráter de la cantera, o quizás sólo lo pensaba así porque la oscuridad era ya intensa, la nieve se hacía más espesa y se movía como un hombre ciego con el terror de un ciego. Por fin trepó por encima de una cerca pensando que caería en el camino, pero, en vez de eso, se encontró haciendo eses entre los surcos endurecidos de un campo, que le pareció interminable como un condado entero. Acto seguido estaba en un bosque abriéndose paso entre árboles jóvenes; entonces se dio cuenta de la presencia de una casa con muchas ventanas iluminadas, carruajes navideños esperando en la puerta y cocheros navideños (pues la Navidad tiene dos caras) que rápidamente se cubrían de nieve. De esta momentánea visión de alegría humana huyó como Caín. Caminaba por la noche, sin rumbo, indiferente a donde iba. Se cayó y permaneció tumbado, para luego levantarse y deambular más lejos. Al fin, como en una escena de transformación, podíais verle ante las fauces iluminadas de la ciudad, mirando fijamente a una farola que ya estaba cubierta de nieve por un lado, como si fuera un gorro de dormir ladeado. Porque la nieve ahora caía espesamente, una «Tormenta alimenticia», y mientras aún estaba parpadeando delante de la lámpara sus pies se iban cubriendo de nieve. Recordaba algo parecido del pasado, una farola en plena calle coronada y cubierta de nieve del lado del que soplaba el viento, mientras éste emitía su lamento tristón, y él Digitalización y corrección por Antiguo
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observándolo todo, igual que ahora; pero el frío le había golpeado demasiado fuerte el cerebro y la memoria le fallaba en cuanto a la fecha y la reminiscencia del recuerdo. Su próximo momento consciente fue en el puente de Dean. Se le había olvidado por completo si él era el John Nicholson de un banco de una calle de California o algún otro John, un empleado en la oficina de su padre. Otro blanco mental y estaba introduciendo la llave maestra en la cerradura de la puerta de la casa de su padre. Debían de haber pasado horas, ya fuese agachado entre las frías rocas o caminando por los campos entre la nieve, le era imposible saberlo, pero habían pasado horas. La manecilla del reloj del pasillo se acercaba a las doce. La pequeña llama de gas de la lámpara del pasillo arrojaba sombras. La puerta de la habitación de atrás —la habitación de su padre— estaba abierta y emitía una luz cálida. A una hora tan tardía era extraño; las luces deberían estar apagadas; las puertas, cerradas, y la buena gente, a salvo en la cama. Apoyándose en la mesa del pasillo, le maravilló tanta irregularidad y se asombró de encontrarse allí. Empezó a descongelarse y le entró hambre otra vez, en el ambiente cálido de la casa. El reloj anunció la próxima hora. En cinco minutos el día de Navidad sería historia... ¡Navidad!... ¡qué Navidad! Bueno, no valía la pena esperar; había entrado en la casa, aunque apenas sabía cómo; si iban a expulsarle otra vez, sería mejor hacerlo enseguida. Se acercó a la puerta de la habitación trasera y entró. Bueno, debía de estar loco, como creía desde hacía tiempo. Allí, en la habitación de su padre, ardía un fuego de medianoche y el gas estaba encendido a toda mecha. Los papeles, los sagrados papeles —tocarlos constituía un acto criminal—, habían sido apartados y apilados en el suelo. Había un mantel extendido y una cena puesta sobre la mesa de trabajo. Y en la silla de su padre, una mujer vestida como una monja estaba sentada comiendo. Cuando él apareció en el umbral de la puerta la monja se puso en pie, gritó suavemente y se le quedó mirando con fijeza. Era una mujer grande, fuerte, tranquila, un poco masculina) con facciones marcadas de valor y de sentido común. John le devolvió la mirada parpadeando, mientras un ligero parecido se movía en su memoria, como cuando una melodía nos obsesiona pero no la podemos recordar. —¡Pero si eres John! —gritó la monja. —Me imagino que estoy loco —dijo John imitando inconscientemente al Rey Lear —, pero doy mi palabra de que creo que eres Flora. —Claro que lo soy —respondió ella. Sin embargo, no es Flora en absoluto, pensó John; Flora era delgada, y tímida, y con ojos tiernos, y se ruborizaba; y ¿tenía Flora el acento de Edimburgo tan marcado? Pero calló todas esas cosas, lo cual resultó conveniente. Lo que dijo fue: —Entonces, ¿por qué eres monja? —¡Qué tontería! —dijo Flora—. Soy enfermera, y estoy aquí cuidando de tu hermana, a la que, entre tú y yo, no le pasa nada en absoluto. Pero esa no es la cuestión. Lo importante es: ¿cómo es que vienes aquí? ¿No te da vergüenza presentarte? —Flora —dijo John con voz sepulcral—, no he probado bocado en tres días. O, por lo menos, no sé que día será, pero creo que me muero de hambre. —¡Hombre infeliz! —gritó ella—. Toma, siéntate y cómete mi cena. Yo iré arriba a ver a Digitalización y corrección por Antiguo
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mi paciente, aunque sin duda estará profundamente dormida. María es una malade imaginaire9. Con esa pizca de francés, no de Stratford-atte-Bowe, sino de una escuela particular de educación social para señoritas en Moray Place, dejó a John solo en el santuario de su padre. Se abalanzó enseguida sobre la comida. Se supone que Flora encontró a su paciente despierta y se entretuvo con algunos detalles de su labor de enfermera, lo que dio tiempo a John para acabar con todo lo que había de comer, vaciar la tetera y rellenarla otra vez de una olla que hervía cantarinamente en el fuego de su padre. Entonces se quedó sentado aletargado, contento y desconcertado. Sus desgracias estaban medio olvidadas; su mente repasaba, no sin arrepentimiento, su tan poco sentimental retorno al viejo amor. Andaba entretenido de esta forma cuando aquella hacendosa mujer reapareció silenciosamente. —¿Has comido? —dijo ella—. Entonces, cuéntamelo todo. Era una larga y, como bien sabe el lector, conmovedora historia, pero Flora la escuchó con los labios comprimidos. No se perdió en ninguno de aquellos interrogantes sobre el destino humano que de vez en cuando han detenido el vuelo de mi propia pluma. Las mujeres como ella no son filósofas y ven únicamente la realidad; las mujeres como ella son muy duras con el hombre imperfecto. —Muy bien —dijo cuando él hubo terminado—. Arrodíllate inmediatamente y pídele perdón a Dios. ¡Y el niño grandullón se dejó caer pesadamente de rodillas e hizo lo que se le mandaba sin que ocurriera nada malo! Pero, mientras pedía perdón en general y de todo corazón, su lado racional apareció y se preguntó si, quizás, la verdadera disculpa no tocaba hacerla a la otra parte. Cuando se levantó de aquel cuestionamiento favorecedor, primero miró la cara de su viejo amor con dudas y luego, animándose, formuló su protesta. —Realmente, Flora —dijo—, veo muy poca culpa de mi parte en todo este asunto. —Si hubieras escrito a casa —contestó la dama— no habría ocurrido nada. Incluso, si hubieses ido a Murmyfield razonablemente sobrio jamás habrías dormido allí y no habría ocurrido lo peor. Además, todo empezó hace años. Te metiste en un lío y cuando tu padre se desilusionó, como hombre honesto que es, tú te enfadaste o te dio miedo y huiste del castigo. Bueno, has hecho lo que has querido, John, y me imagino que el resultado no te gusta. —A veces pienso que no soy más que un tonto —suspiró John. —Mi querido John —dijo ella—, ¡no mucho! La miró y bajó los ojos. Cierta rabia crecía dentro de él. He ahí una Flora que desconocía. Era dura, no se ruborizaba, tenía una manera de ser madura y poco atractiva, de palabra directa, de hábitos sencillos y casi diría que de cara fea. Esta sustituta se hacía llamar por el mismo nombre que la jovencita dependiente y tímida de antaño, la que se reía con frecuencia, suspiraba mucho y le propinaba miradas furtivas y amables. Y para colmo, se aprovechaba de él, lo que, según John sabía muy bien, no es la relación habitual entre los sexos. Endureció su corazón en contra de esta enfermera. —¿Cómo es que estás aquí? —preguntó él. Le contó que había cuidado de su propio padre durante una larga enfermedad y cuando 9«Enferma imaginaria». Digitalización y corrección por Antiguo
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murió se quedó sola y se dedicó a cuidar de otros enfermos, en parte por costumbre, en parte para ser útil en el mundo, y también, podría ser, como diversión. —Sobre gustos no hay nada escrito —dijo ella. Le contó que iba principalmente a las casas de los viejos amigos cuando surgía la necesidad y que era doblemente bien recibida, por ser una vieja amiga y por tratarse de una enfermera con experiencia a la que los médicos confiaban los casos más graves. —Realmente es una pura farsa que esté aquí con la pobre María —continuó—, pero tu padre se toma sus achaques muy en serio y no puedo negarme siempre. Tu padre y yo somos buenos amigos. Fue muy amable conmigo hace mucho tiempo, hace diez años exactamente. Un extraño revuelo se despertó en el corazón de John. ¿Ocurrió todo eso mientras él había estado pensando sólo en sí mismo? Durante todo este tiempo, ¿por qué no había escrito a Flora? Con ternura penitencial, cogió su mano y, para su asombro e inquietud, ésta permaneció en la de él, complaciente. Una voz le dijo que ésta sí era Flora a pesar de todo; se lo dijo silenciosamente, pero con una sensación de alegría. —¿Nunca te casaste? —dijo él. —No, John, nunca me casé —respondió ella. El sonido del reloj del pasillo les recordó el paso del tiempo marcando las dos. —Ahora —dijo ella— has comido y te has calentado; he escuchado tu historia, y es el momento propicio de avisar a tu hermano. —¡Oh! —protestó John, con la boca abierta— ¿Crees que es absolutamente necesario? —No seré yo quien te retenga aquí; soy una extraña —dijo ella—. ¿Quieres escaparte otra vez? Pensé que ya estabas harto de eso. Agachó la cabeza ante la reprimenda. Al quedarse otra vez solo, pensó que ella le despreciaba; era monstruoso que una mujer despreciara a un hombre, y más raro todavía que pareciera caerle bien. Su hermano, ¿también le despreciaría? ¿Le caería bien? Poco después apareció el hermano, escoltado por Flora. Desde lejos y de pie junto a la puerta, observó al héroe de este cuento. —¿Así que eres tú? —dijo al fin. —Sí, Alick, soy yo, soy John —respondió el hermano mayor, débilmente. —¿Cómo conseguiste entrar? —preguntó el más joven. —Ah, tenía mi llave maestra —dijo John. —¡Qué demonios tenías...! —dijo Alexander—. ¡Ah, tú vivías en una época mejor! Ahora no hay llaves maestras. —Bueno, padre siempre estuvo en contra de ellas —suspiró John. La conversación se estancó ahí y entonces los hermanos se miraron con recelo en silencio. —Bueno, ¿y qué demonios vamos a hacer? —dijo Alexander—. Supongo que si las autoridades saben que estás aquí te cogerán. —Depende de si han encontrado el cadáver o no —respondió John—. ¡También está el cochero, por cierto! —¡Oh, olvídate del cuerpo! —dijo Alexander—. Me refiero a lo otro. Eso sí que es serio. —¿A eso se refería mi padre? —preguntó John—. Ni siquiera sé de qué se trata. —Del robo en tu banco, en California, naturalmente —respondió Alexander. Por la cara que puso Flora era obvio que se enteraba por primera vez del robo, y por la Digitalización y corrección por Antiguo
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que puso John, todavía más obvio que era inocente. —¡Yo! —exclamó—. ¡Yo robar a mi banco! ¡Dios mío! Flora, esto es demasiado, incluso tú debes reconocerlo. —¿Significa eso que no lo hiciste? —preguntó Alexander. —¡Yo nunca robé a nadie en toda mi vida —exclamó John—, salvo a mi padre, si es que a aquello se le puede llamar robo! ¡Le devolví el dinero en esta habitación y él ni siquiera quiso aceptarlo! —Mira, John —dijo su hermano—; vamos a aclarar las cosas. MacEwen vio a mi padre y le dijo que un banco para el que tú habías trabajado en San Francisco estaba en contacto con todo el mundo para que te apresaran. Se supone que habías robado miles de libras y, sin la menor duda, que habías cogido trescientas. Eso dijo MacEwen, y me gustaría que contestaras con cuidado. También te puedo decir que tu padre pagó las trescientas en el acto. —¿Trescientas? —repitió John—¿Trescientas libras, quieres decir? Son mil quinientos dólares. ¡Pues, entonces, es Kirkman! —exclamó—. ¡Gracias a Dios! Ya puedo explicarlo todo. La noche antes de marcharme le di a Kirkman mil quinientos dólares y una carta para que los entregara de mi parte al gerente. ¿Qué hace suponer que yo querría robar mil quinientos dólares? Soy rico; tengo una fortuna en acciones. Es lo más ridículo que he oído jamás. Lo único que hay que hacer es poner un cable al gerente. Kirkman tiene los mil quinientos dólares; que se encuentre a Kirkman. Era un empleado compañero mío y una persona rarísima, pero, para hacerle justicia, no pensé que fuese tan raro. —¿Y tú qué dices de todo esto, Alick? —preguntó Flora. —¡Yo digo que el cablegrama saldrá esta misma noche! —gritó Alexander enérgicamente —. Además, con los gastos de respuesta pagados. Si esto se puede solucionar, y doy mi palabra de que creo que se puede, todos podremos llevar la cabeza bien alta otra vez. Toma, John, apúntame la dirección del gerente de tu banco. Tú, Flora, puedes meter a John en mi cama porque no tendré ocasión de usarla esta noche. Y yo me voy a correos y después a High Street por lo del cadáver. Veréis, la policía debería saberlo, y deberían saberlo por John; les contaré alguna historia disparatada acerca de mi hermano, que es sumamente nervioso y todo eso. Y después, te diré qué, John... ¿te fijaste en el nombre del carruaje? John dio el nombre del cochero, que no mencionaré porque no puedo recomendar el vehículo. —Bueno —resumió Alexander—; pasaré por las cocheras antes de volver a casa y pagaré lo que debes de tu parte. De esa forma, estarás como nuevo antes de la hora del desayuno. John murmuró un «gracias» inarticulado. Ver a su hermano tan enérgico a su servicio le conmovió más allá de las palabras. Aunque no podía expresar lo que sentía, se le leía en la cara; Alexander lo captó y le agradó más que fuese de esa manera muda. —Sólo hay una cosa —dijo por último—; los cablegramas son caros, y supongo que recuerdas bien cómo es nuestro padre como para adivinar el estado de mis finanzas. —El problema es —dijo John— que todas mis estampitas están en aquella maldita casa. —¿Todas tus qué? —preguntó Alexander. —Estampitas, dinero —explicó John—. Es un modismo americano; me temo que se me han pegado unos cuantos. Digitalización y corrección por Antiguo
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—Yo tengo algo —dijo Flora—. Arriba tengo un billete de una libra. —Mi querida Flora —respondió Alexander—, con un billete de una libra no se llegará muy lejos. Además, este asunto concierne a mi padre, y me sorprendería mucho que no fuese mi padre quien lo pagase. —Yo no recurriría a él todavía. No creo que sea buena idea —objetó Flora. —Tienes una idea muy limitada acerca de mis recursos y ninguna sobre mi descaro — respondió Alexander—. Observa, por favor. Apartó a John de su camino, escogió un cuchillo fuerte de entre los de la cena y, con sorprendente rapidez, forzó el cajón de su padre. —No hay nada más fácil cuando te pones a ello —observó, embolsándose algo de dinero. —Ojalá no hubieses hecho eso —dijo Flora—. Jamás te lo perdonarán. —Ah, quién sabe —respondió el joven—, el viejo es humano al fin y al cabo. Ahora, John, enséñame tu famosa llave maestra. Métete en la cama y no te muevas de allí para nada hasta que yo vuelva. No les importará si no contestas cuando llamen a la puerta; yo no suelo hacerlo.
Capítulo IX En el que el señor Nicholson accede a conceder una paga John durmió como un bebé a pesar de los horrores del día y de las tazas de té bebidas por la noche. La criada le despertó llamando a la puerta como hacía diez años. El amanecer invernal se extendía por el este; como la ventana daba a la parte trasera de la casa, la luz penetraba en la habitación y refractaba en muchos y extraños colores. Afuera, los techos de las casas estaban cubiertos de nieve; en las tapias del jardín había casi medio metro. Todo lo verde relucía. Aunque John extrañara la nieve después de sus años en la bahía de San Francisco, lo que vio dentro de la habitación fue lo que más le afectó. Era la habitación de John heredada por Alexander. Empapelada con dibujos de flores, una imaginación espabilada podía descubrir en ellos la cara de Jim «el delgado», un antiguo profesor de John en la Academia. Ahí estaba la vieja cómoda, las sillas... una, dos, tres: tres igual que antes. Sólo la alfombra era nueva, el desorden de la ropa, los libros y el material de arte de Alexander, así como un dibujo hecho a lápiz colgado en la pared que a los ojos de John era de una pericia maravillosa. Estaba tumbado, mirando y soñando, vacilando entre dos épocas de su vida, cuando Alexander se acercó a la puerta y se dio a conocer con un susurro fuerte. John le abrió y regresó otra vez a la cama caliente. —Bueno, John —dijo Alexander—, el cablegrama ha salido a tu nombre y pagué veinte palabras de respuesta. Fui a las cocheras y aboné tu servicio; incluso vi al mismo viejo caballero y le pedí disculpas formalmente. Estaba muy apaciguado y comentó que, a su parecer, habías estado bebiendo. Entonces saqué al viejo MacEwen de la cama y le expliqué el asunto mientras tiritaba de frío en batín. Antes ya había estado en High Street, donde no sabían nada sobre tu cadáver, así que me inclino por la idea de que lo soñaste. —¡Te juro que es cierto! —dijo John. —Bueno, la policía nunca sabe nada —asintió Alexander—, pero de todos modos han enviado un hombre a investigar y a recuperar tus pantalones y tu dinero, de manera que Digitalización y corrección por Antiguo
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Las Desventuras de John Nicholson
Robert Louis Stevenson
ahora tu cuenta está bastante limpia. Sólo veo un obstáculo en tu camino: el viejo. —Me expulsará otra vez, ya lo verás —dijo John, con tristeza. —Me parece que no —respondió el otro—, no si haces lo que Flora y yo hemos decidido. Ahora lo que tienes que hacer es vestirte sin perder ni un minuto. ¿Va bien tu reloj? Bueno, tienes un cuarto de hora. Cinco minutos antes de la media tienes que estar en la mesa, en tu asiento de siempre, debajo del retrato del tío Duthie. Flora estará allí para acompañarte, y veremos lo que pasa. —¿No sería más prudente que me quedara en la cama? —dijo John. —Si piensas encargarte tú de tus asuntos puedes hacer exactamente lo que te plazca — respondió Alexander—, pero si no estás en tu puesto a la hora que te he dicho, yo, por mi parte, me lavo las manos. Y dicho esto se marchó. Había hablado cálidamente, aunque, la verdad sea dicha, su corazón estaba algo inquieto. Mientras se hallaba inclinado sobre la barandilla esperando que apareciera su padre, le costaba prepararse para el encuentro que debía afrontar. «Si lo encaja bien tendré suerte», reflexionó. «Si se lo toma a mal será un ardid para desviar la atención del asunto principal y quizás sea para bien. Este hermano mío es un maldito inútil, pero parece ser un tío decente.» En ese momento una puerta de abajo se abrió con cierto énfasis y se vio al señor Nicholson descender solemnemente por la escalera y entrar en su despacho. Alexander le siguió, temblando interiormente pero con la cara serena. Llamó a la puerta, recibió permiso para entrar y encontró a su padre de pie delante del cajón forzado, señalándolo mientras hablaba. —Esto es algo extraordinario —dijo—. ¡Me han robado! —Temí que lo notaría —observó su hijo—; la mesa ha quedado totalmente destrozada. —¿Temiste que lo notaría? —repitió el señor Nicholson— Por Dios, dime, ¿eso qué significa? —Que yo fui el ladrón, señor —respondió Alexander—. Yo cogí todo el dinero para que los criados no cogieran lo que sobraba. Aquí tiene la vuelta y una lista de los gastos. Verá; se había ido a la cama y me supo mal despertarle, pero creo que cuando oiga los motivos me dará la razón. La verdad es que tengo razones para creer que se ha cometido un error espantoso respecto a mi hermano, John. Cuanto antes se pueda aclarar mejor para todos. Se trata de un asunto de negocios, señor, y por eso cogí el dinero y decidí, bajo mi responsabilidad, enviar un telegrama a San Francisco. Gracias a mi rapidez podemos tener respuesta esta misma noche. Al parecer, no hay duda, señor, de que John ha sido utilizado de un modo abominable. —¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó el padre. —Anoche, señor, cuando ya estaba usted dormido —fue la respuesta. —Es muy raro —dijo el señor Nicholson—. ¿Quieres decir que has estado fuera toda la noche? —Toda la noche, como usted dice, señor. He estado en Telégrafos, en la comisaría y en casa del señor MacEwen. Es que tenía mucho que hacer —dijo Alexander. —Muy mal —dijo el padre—. No piensas en nadie más que en ti mismo. —No veo ganancia alguna en hacer volver a mi hermano mayor —contestó Alexander con sagacidad. La respuesta complació al viejo, que sonrió. Digitalización y corrección por Antiguo
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—Bien, bien, seguiré con este asunto después del desayuno —dijo. —Siento lo de la mesa —comentó el hijo. —La mesa no tiene importancia, no me preocupa —respondió el padre. —Es un ejemplo más —continuó el hijo— de la incómoda situación que padece un hombre cuando no tiene dinero. Si yo tuviera una paga adecuada, como otros jóvenes de mi edad, eso no habría sido necesario. —¡Una paga adecuada! —repitió su padre con un tono de sarcasmo hiriente, ya que la expresión no le venía de nuevo— Jamás te he escatimado dinero para un gasto razonable. —Sin duda, sin duda —dijo Alexander—, pero, como verá, no siempre está usted disponible para que se le explique el asunto. Anoche, por ejemplo... —Anoche me podrías haber despertado —interrumpió su padre. —¿Acaso no se trataba de un asunto parecido el que metió a John en apuros la primera vez? —dijo, evadiendo el comentario hábilmente. Pero el padre no fue menos habilidoso. —Me gustaría saber, señor, cómo entró y salió de la casa —preguntó. —Al parecer, se me olvidó cerrar la puerta con llave —respondió Alexander. —He tenido ocasión de quejarme de eso muy a menudo —dijo el señor Nicholson—. Pero sigo sin entender. ¿Tuviste a los criados despiertos? —Propongo explicárselo todo detalladamente después de desayunar —respondió Alexander—. Está sonando la media; no debemos hacer esperar a la señorita MacKenzie. Y, con gran atrevimiento, abrió la puerta. Ni Alexander, que trataba con cierta liberalidad a su padre, como se habrá visto, se había atrevido jamás a interrumpirle de esa manera impertinente con anterioridad, pero la verdad es que la gran cantidad de problemas intimidó al viejo caballero. ¡Demasiado para él! El hecho de que Alexander hubiera estropeado su mesa, cogido su dinero, permanecido toda la noche fuera y, encima, lo hubiera reconocido tan tranquilamente era algo impensable en la filosofía de Nicholson y trascendía a todo comentario. Que le reintegrara la vuelta del dinero cogido —que el viejo caballero aún llevaba en la mano— había sido un rasgo de insolencia imponente; le había asestado un golpe sorprendente. Además estaba la referencia a la primera huida de John, un tema que él siempre mantenía escondido con firmeza en su mente porque era un hombre celoso de no haberse equivocado nunca, y cuando temía haberlo hecho se lo guardaba bajo llave. En vista de tantas sorpresas y recuerdos y de la conducta controlada e imperiosa de su hijo, el señor Nicholson empezó a sentir un recelo enfermizo. Parecía haber tocado fondo. Si hacía o decía algo podría llegar a arrepentirse. El joven, como él mismo había comentado, desempeñaba, además, un papel generoso. Si se había cometido alguna injusticia —contra alguien que, a pesar de todo, era un Nicholson— debía ser corregida sin más. Considerando todo lo ocurrido, por monstruoso que fuera ser interrumpido mientras preguntaba, el viejo caballero se rindió, se embolsó el cambio y siguió a su hijo al comedor. Durante esos breves pasos se rebeló de nuevo por dentro, pero esta vez depuso las armas ya definitivamente. Una pequeña y tranquila voz en su interior le informó fielmente de una noticia: que temía a Alexander. Lo extraño era que tenerle miedo le complacía. Estaba orgulloso de su hijo; ya podía estarlo; el joven tenía carácter, valor y sabía lo que hacía. Éstas eran sus reflexiones mientras doblaba la esquina de la puerta del comedor. La Digitalización y corrección por Antiguo
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señorita MacKenzie estaba en el lugar de honor haciendo juegos de manos con una tetera y la cubierta de la tetera; y, ¡hete aquí, había otra persona presente!, un hombre con bigote, grande y forzudo, de aspecto muy respetable y acomodado, que se levantó de su asiento y se le acercó extendiendo la mano. —Buenos días, padre —le dijo. De los sentimientos que luchaban fuertemente en el rígido pecho del señor Nicholson no había señal externa visible. Tampoco tardó mucho en escoger su conducta. Más aún; en aquel intervalo había repasado un amplio abanico de posibilidades pasadas y futuras: si se había equivocado en su manera de tratar a John, si era posible que fuese inocente, si volvería a expulsarle, como le sugería su autoridad indignada, si sería posible evitar un escándalo, y si llegado a ese extremo sería posible que Alexander se rebelara. —¡Hum! —dijo el señor Nicholson, y puso su mano, flaccida y muerta, en la de John. Entonces, en medio de un silencio embarazoso, todos tomaron asiento. Hasta el periódico —del que se extraía el comentario diario sobre la decadencia de nuestras instituciones según la costumbre del viejo caballero—, hasta el periódico permaneció enrollado a su lado. Pero Flora pronto salvó la situación. Se introdujo en el silencio con un tecnicismo preguntando a John si aún tomaba la gran cantidad de azúcar de costumbre. De ahí a la pregunta más candente del día había un solo paso. En un tono algo nervioso, Flora comentó el tiempo que había pasado desde la última vez que había hecho té para el pródigo y le felicitó por su regreso. Entonces, dirigiéndose al señor Nicholson, también le felicitó de una manera que desafiaba su mal humor. A partir de ahí se lanzó a contar la historia de las desventuras de John, no sin algunas convenientes omisiones. Alexander intervino poco a poco. Entre los dos, aunque se resistía, obligaron a John a decir alguna que otra palabra. Éstas salieron tan trémulamente, mostrando con elocuencia una mente agobiada por el terror, que el señor Nicholson se ablandó. Al final, incluso él contribuyó con una pregunta, y antes de terminar el desayuno los cuatro estaban conversando libremente. A continuación vinieron las oraciones, mientras los criados miraban boquiabiertos a ese recién llegado al que ninguno había abierto la puerta. Después de las oraciones, el reloj señaló el momento que anunciaba la salida del señor Nicholson. —John —dijo—, naturalmente, te quedarás aquí. Ten mucho cuidado de no excitar a María si la señorita MacKenzie considera conveniente que la veas. —Alexander, deseo hablar contigo a solas. Entonces, cuando ambos estaban en el cuarto interior: —Hoy no hace falta que vengas por la oficina —dijo—; puedes quedarte a entretener a tu hermano, y creo que sería buena idea visitar al tío Greig. Y, por cierto —esto, dicho con cierta, digamos, timidez—, estoy de acuerdo con la idea de concederte una paga. Consultaré la cantidad con el Dr. Durie, que es un hombre de mucho mundo y también tiene hijos. ¡Amigo mío, puedes considerarte afortunado! —añadió con una sonrisa. —Gracias —dijo Alexander. Antes del mediodía un detective devolvió a John su dinero y trajo noticias realmente tristes, pero quizás lo menos tristes dentro de lo posible: Alan había sido encontrado en su casa de la Regent's Tenace bajo la custodia del aterrorizado mayordomo; estaba completamente loco, y en vez de ir a la prisión había sido enviado al asilo de Digitalización y corrección por Antiguo
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Morningside. Según parecía, el hombre asesinado era un inquilino desahuciado que había perseguido a su antiguo casero durante casi un año con amenazas e insultos. Más allá de esto, la razón y los detalles de la tragedia se desconocían. Cuando el señor Nicholson volvió a la hora de comer pusieron en sus manos un despacho: «John V. Nicholson, calle Randolph, Edimburgo. Kirkman ha desaparecido; la policía le busca. Todo entendido. Esté tranquilo. Austin.» Una vez todo explicado, el viejo caballero descolgó la llave de la bodega y bajó en busca de dos botellas de oporto de la cosecha de 1820. El tío Greig comía en casa aquel día, y la prima Robina y, por una extraña casualidad, el señor MacEwen, también; y la presencia de todos ellos alivió lo que podría haber sido otra reunión algo tensa. Antes de que se marchasen, la familia estuvo unida de nuevo en armonía. A finales de abril John llevó a Flora —o, digámoslo de manera más descriptiva, Flora llevó a John— al altar, si es que se puede llamar altar a lo que en realidad era la chimenea del salón en la casa del señor Nicholson, con el reverendo Dr. Durie sobre la alfombra del hogar en el papel de ministro del himeneo. La última vez que les vi, en una visita reciente al norte, fue en una cena en casa de mi viejo amigo Gellatly Macbride. Después de habernos «reunido con las damas», según la frase clásica, tuve la oportunidad de oír casualmente a Flora conversando con otra señora casada sobre el muy manido asunto del tabaco del marido. —¡Ay, sí —decía ella—, yo solamente permito al señor Nicholson cuatro puros al día. Tres los fuma a horas fijas, después de cada comida, ya sabes, querida; y el cuarto puede fumárselo cuando le apetezca con cualquier amigo. «¡Bravo!», pensé para mí, «¡esta es la esposa ideal para mi amigo John!»
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