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S O C I A D E N I C O L A S
S A N
T H O M A S N E L S O N P A G E
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S O C I A D E N I C O L A S
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T H O M A S N E L S O N P A G E
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LA SOCIA DE SAN NICOLÁS
I Berryman Livingstone había triunfado, plena, brillantemente. Todas las líneas de su rostro regular afirmaban el éxito, y ese rostro mostrábase dueño de sí mismo, de nariz recta y delgada, barba enérgica, resueltos ojos grises, y lo mismo expresaban todos los detalles de su traje irreprochable. Y lo mismo también el tono firme, incisivo. Siempre, según dijo alguien, parecía acabadito de poner como nuevo. Berryman Livingstone había triunfado, y bien lo veía en la envidia silenciosa con que se consideraba en él al capitalista, en el respeto con que eran recibidas sus opiniones en los diversos consejos de administración a que pertenecía; se lo advertía el número de invitaciones que llovían sobre él, el aire 3
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jovial y familiar con que lo acogían presidentes y potentados de grandes corporaciones que, quince años antes, habrían ignorado hasta su existencia, y por fin las atenciones con que lo colmaban las madres de muchachas casaderas y de edad dudosa. Todas aquellas damas no cesaban de zumbarle sobre su hermosa casa vacía, sobre sus fastuosas comidas, a las que sólo faltaba una cosa, la cosa que constituía el objeto de su constante preocupación. Sentado en su gabinete, aquella tarde, una tarde de nieve fines de Diciembre, compulsaba cifras. Sobre el escritorio de caoba, frente a él, había dos libros, el uno muy largo y cuya severa encuadernación indicaba ese género especial de libros calificados en otro tiempo por un humorista de libros de gran interés, y el otro más pequeño y más ricamente vestido. Livingstone, con ojos ávidos y labios apretados, comparaba ambos libros tomando notas; mientras tanto sus empleados, inclinados en sus taburetes, en la gran pieza de la entrada, seguían impacientes la marcha lenta del reloj colgado de la pared, ó miraban por las ventanas, con envidia, la gente que caminaba bajo la nieve, formando masas sombrías y presurosas. 4
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-Tranquilícese, que ya va a salir -repitió una vez más el dependiente principal, hombre de mediana edad y fisonomía plácida. -Hace ya tres horas que nos está diciendo usted lo mismo, señor Clarke -replicó uno de los más jóvenes. -¿Qué diablos estará haciendo allá adentro? -preguntó un tercero. -Apostemos a que está escribiendo billetitos amorosos. La idea pareció lo bastante exorbitante para excitar una hilaridad inmediatamente reprimida, mientras mister Clarke, después de dirigir una discreta mirada a su reloj y otra a la puerta del patrón, siempre cerrada, proseguía pacientemente su trabajo. ¿Qué hacía, en efecto, mister Livingstone? Comprobaba con sentimiento de placer, que el balance del año, representado por siete majestuosas cifras, era exactamente tal como lo había deseado; realizaba, pues, sus ambiciones. Ya podía, con la cabeza alta, mirar frente a frente a un hombre, quien quiera que fuese, ó darle la espalda si así le acomodaba; y esta idea era muy satisfactoria para él. Años antes, un amigo, un viejo amigo de colegio, lo había invitado a ir al campo a ver florecer los 5
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jardines, pero se disculpó con motivo de sus negocios, y Harry Trelane, que así se llamaba el amigo, habíale preguntado por qué se atareaba tanto. Era porque quería hacerse rico. -Pero si ya lo eres. Ya vales, como vulgarmente se dice, medio millón de dollars, y para un hombre solo, sin hijos que atender. -Sí, pero quiero valer el doble. -¿Para qué? –¡Oh! sencillamente para poder, si se me antoja, decirle a cualquiera que se vaya al diablo -contestó Livingstone, medio en serio, medio en broma. ¡Y había alcanzado su idea! Ya podía decir a cualquiera que se fuese al diablo. La extraña alegría que experimentaba por eso, era entristecida, sin embargo, por el pasajero recuerdo del pobre Trelane, muerto después. Hubiera deseado tenerlo por testigo de su triunfo. ¿Y cómo separar la imagen de aquel amigo, evocada por casualidad, de otra imagen, la de su hermana Catalina, Catalina Trelane, que, aunque lo amara, y ella misma convenía en ello, se había negado a ser su mujer? Aquella negativa lo había lastimado profundamente en un principio, pero ya entonces no le disgustaba que las cosas hubieran ocurrido así. La negativa de Catalina era el 6
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aguijón que lo había incitado a seguir subiendo, y cada vez más. Para vengarse había ostentado su lujo. Al comprar la hermosa mansión que sostenía con tanto tren, había pensado vagamente en casarse, -¡caramba! había muchas mujeres además de Catalina en el mando, -pero sin tener tiempo hasta entonces: estaba demasiado ocupado. ¿Qué era de Catalina Trelane, después de cambiar de nombre? Creía haber oído decir que el esposo, un tal Sheplierd, había muerto. ¡Pues bien! Ya vería lo que valía él entonces. La cifra mágica trazada al pie de la gran página pasó como un relámpago ante sus ojos. Sí, realmente, valía todo aquello, y podía casarse con quien le pareciera, cuando quisiera. Livingstone cerró sus libros, recordando vagamente que Clarke, su hombre de confianza, había pasado muchas noches en vela, el año anterior, para ponerlos en orden. Clarke era un buen empleado, un tenedor de libros incomparable, aunque algo lento quizá. La estimación que Livingstone sentía por él, estaba matizada con un poco de desdén. Un mozo tan capaz, de tan buena familia, ¿cómo había podido contentarse con un empleo tan modesto, sin hacer nada por salir de la turbamulta de los subor7
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dinados? Eso es lo que se saca de casarse a la ligera, y de tener muchos, pero muchos hijos. No por eso dejaba Livingstone de hacer justicia a Clarke; lo había indemnizado ampliamente de sus trabajos nocturnos suplementarios, hasta le había dado, además, cincuenta dollars de gratificación. Por otra parte, bien se lo debía, pues una vez había cometido el error de irritarse contra él con una violencia que no entraba en sus costumbres, porque Livingstone se jactaba de ser un gentleman, es decir, siempre cortés, con sus inferiores. Clarke, a quien enloquecía entonces la enfermedad de su mujer, había confundido las dos cuentas y cometido, por primera vez en su vida, un error de números. Después de eso hubiera podido despedirlo sin decir palabra, como se hace comúnmente en el comercio; pero en ningún caso debía haberle hablado como le habló, tanto más cuanto que enseguida, para conservarlo, se había visto obligado a pedirle disculpa. Su liberalidad para con Clarke estaba, en suma, justificada por los buenos negocios que le había sugerido más de una vez. Así, pues, Clarke tendría aquel año cien dollars de gratificación. No, cincuenta... porque en los negocios uno debe defenderse de los inútiles despilfarros. 8
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Aquella gratificación que su munificencia se proponía conceder, llevó a Livingstone a pensar en otras dádivas que hacía regularmente en la época de Navidad. Abrió un cajón, sacó de él su libro particular de cheques y se puso a hojear los talones. Antes consagraba a las obras pías la décima parte de sus rentas, siguiendo en ello el ejemplo de su padre; entonces ya no daba el décimo, ni el vigésimo, ni... Sin embargo, daba más que muchos. Mirando los últimos talones, se dijo con cierta complacencia que el monto de las sumas subscriptas por él, demostraba que era realmente rico. ¡A cuántas caridades contribuía! Hospitales, asilos, panaderías populares, escuelas de todas clases. Los talones tenían el nombre de las recolectoras, mujeres a la moda en su mayoría, patronas de aquellos varios establecimientos, por caridad o para distraerse. Un nombre aparecía más a menudo que los otros: el de la señora Wright. Escribió aquel nombre en un talón y luego, cuando llegó al total de las contribuciones, frunció las cejas. Lo enfadoso era tener que recomenzar siempre aquellas limosnas, y en fecha fija todavía. Caían sobre él con la regularidad de un vencimiento. Pero, 9
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era necesario limitarse, pues de otra manera vería mermada la suma que había resuelto poner de lado aquel año. ¿A quién podría borrar? Imposible economizar con la iglesia... no era conveniente; ni con el hospital general, pues era su bienhechor desde tiempo atrás, ni con este asilo... la señora Wright era presidenta del consejo de administración y le había dicho que contaba con él. a decir verdad, la señora Wright contaba demasiado con él... ¡Qué diablos! no se explota a la gente de ese modo, ni aun por bondad de alma. Ahí estaba también la asociación de las caridades reunidas. No, todo el mundo daba a aquella vasta organización... no sería bueno singularizarse. Más valdría suprimir los detalles, las panaderías por ejemplo, el árbol de Navidad de un hospital de niños. ¿Se imaginaban acaso que iba a ocuparse y preocuparse de guantes de punto, enaguas de franela y juguetes de dos centavos? Y con la punta del lápiz borró esas y otras obras más, lamentándose únicamente de no conseguir así una economía bastante considerable. ¡Vaya! se privaría de uno de los cuadros que pensaba comprar, se negaría un placer a sí mismo. Mientras pensaba en ese acto heroico, un fulgor pálido, un verdadero 10
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rayo de sol de invierno, pasó por su rostro de mármol, ennobleciéndolo. Y Livingstone reanudó el curso de sus reflexiones, con los ojos fijos en el vidrio tras del cual se entrecruzaban, como soplados de todos los puntos cardinales, torbellinos de nieve fina. ,Pero los ojos de Livingstone no veían la nieve; jamás tenía en cuenta el tiempo para nada, salvo cuando podía temer que las intemperies afectaran el producto neto de los ferrocarriles que estaba interesado. La primavera no representaba para él más que la estación en que se prepara la futura recolección de dividendos, el otoño no era más que la época en que las cosechas hacen subir ó bajar los títulos. Así es que, aun cuando los ojos de Livingstone permanecieran fijos y pensativos, clavados en el vidrio tras del cual las espesas capas de nieve eran aquel día la principal preocupación de tantos pobres peatones, no pensaba para nada en la nieve: calculaba sus ganancias.
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II En la pieza vecina había movimiento. De pronto, Livingstone se estremeció, recordando que había dicho a sus empleados que lo aguardasen. Tocó un botón eléctrico; una cabeza calva, algo pálida, dominando unos hombros ligeramente encorvados, apareció al punto: era la de Clarke. Entró con el paso tranquilo que le era habitual y con aire lleno de calma, como siempre. Livingstone le expresó el sentimiento que le causaba haberlo retenido hasta después de la hora acostumbrada... ¡el tiempo había pasado tan ligero! Evidentemente se empeñaba en demostrar mucha cortesía a aquel antiquísimo empleado, nacido para cosa mejor, y que no había tenido suerte en la vida. 12
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-Ahora voy a marcharme: hágame usted el gusto de poner estas cartas en el correo, son unos cheques, que envío... y luego irá usted a buscarme esta noche; revisaremos juntos nuestras cuentas. -¿Esta noche? -se atrevió a decir Clarke, muy turbado. -Sí, esta noche, en casa. No saldré ni esta noche ni mañana. ¿Por qué no esta noche? -agregó Livingstone, con cierta vivacidad. -Es que... pero, sin embargo... Iré, señor; a eso de las ocho y media, ¿no es así? El déspota estaba irritado por aquella débil resistencia, más adivinada que sentida. ¿De modo que, en el instante mismo en que se proponía hacerle un beneficio, encontraba mala voluntad en aquel hombre? -Se le pagará a usted, naturalmente, -dijo con voz breve. Un ademán involuntario de Clarke le advirtió que iba descaminado. -¡Oh! y no es eso, señor, no es eso. Pero... Clarke volvió a detenerse, reflexionó un segundo, saludó y tocó retirada, dejando a Livingstone decirse malhumorado: -Estos individuos son todos iguales. 13
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¿No había tomado a Clarke, hacía quince años y más, arruinado, sin un céntimo? Entonces ganaba mil seiscientos dollars al año, tenía casa, y... ¿á quién se lo debía? El sentimiento de sus quejas contra los demás se apoderó de Livingstone de tal modo que resolvió explicarse una vez por todas con Clarke. Entró, pues, en la oficina de los empleados. Un joven se encontraba allí, solo, en aquel momento, abotonándose el sobretodo con aire malhumorado. -¿Mister Clarke? Está en el teléfono. -La cara de este muchacho me desagrada –pensó Livingstone. ¡También era demasiado! ¿No tenía derecho de hacer aguardar a todo el mundo? Volvió a su gabinete sin cerrar la puerta, para estar seguro de oír a Clarke cuando volviese del teléfono. Y en efecto, el paso de Clarke dejóse oír bien pronto. Pero ya la cólera de Livingstone se había aplacado, cediendo su lugar a su acostumbrado desdén hacia la pobre especie humana. ¡Vaya una idea, también, la de contar con el agradecimiento de quien quiera que fuese! 14
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No pagaba a Clarke para que le estuviese agradecido: le pagaba por un trabajo puntualmente ejecutado. La ingratitud general era cosa demostrada. ¿De qué servían las recriminaciones? Mientras iba calmándose de aquel modo, el empleado había vuelto a su sitio, en su escritorio, y dos golpecitos sonaron en la puerta exterior. -Adelante -dijo Clarke. -¿Quién puede llegar a estas horas? -se preguntó Livingstone. Desde el lugar en que estaba sentado veía la puerta reflejada por un gran espejo. El intruso era una niñita de blusa roja, gorrita roja colocada sobre los cabellos rubios, de abundantes rizos. Sus mejillas eran redondas y sonrosadas como manzanas, y la carita estaba muy animada por el aire frío de la calle. Al principio no asomó más que la cabeza, luego, segura ya de que el dependiente principal estaba solo, la personita entera entró furtivamente en la oficina, y en puntas de pie, con aire de profunda malicia, adelantó hacia Clarke que le volvía la espalda. De pronto lo alcanzó, envolvióle la cabeza con los brazos, y le puso sobre los ojos dos manitas con guantes de lana. 15
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-¿Quién es? ¡Adivine! -exclamó. -¿Será Barba Azul?- dijo Clarke. -¡No! -¿La reina de Inglaterra? -No adivina usted. No es una reina. -Sí... a menos que sea San Nicolás. -No. Pero es alguien que lo conoce. -¿Mister Livingstone? -Ah, no, ¡caramba! Y la niña lo dijo con énfasis, sacudiendo la cabeza. -¡Vaya! Si adivina bien tendrá una recompensa. -¿Qué recompensa? -Pues, San Nicolás le traerá... -No me va a traer nada. Estará demasiado ocupado en mimar a otras personas que yo me sé. -¡No, señor! Yo sé que le va a traer... ¡Ah! ¡qué charlatana soy, ya lo iba a decir! Retiró una de las manos para taparse la boca, pero enseguida volvió a ponerla sobre el ojo de Clarke. ¡Y además, yo le daré diez mil, cien mil besos! –¡Ah! ahora sí, ya sé La linda de cabellos de oro, mi gatita blanca, Kitty Clarke! -¡Por fin! 16
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É inmediatamente los bracitos pasaron de la cegada cabeza al cuello que estuvieron a punto de sofocar. La niñita adelantando la cabeza rubia, comenzó el pago de los besos, cuyo rumor oyó Livingstone. Y Clarke comenzó a hablar entonces en voz demasiado baja para que su jefe pudiera comprender sus palabras. -¡Ah, papá! -exclamó la niña con un tono de indecible pena. -No, papá, es necesario que estés; nos lo habías prometido. Me da tanta pena, papá, a mí que había juntado todos mis centavitos para que vinieras conmigo. ¡Oh, déjame pedirle que te deje venir! Pero el padre, oponiéndose a aquella idea, llevó a la niña basta la puerta, recomendándola que le aguardase abajo. Livingstone, para no revelar su presencia, salió por otra puerta de su gabinete que daba a la escalera de aquella alta casa de numerosos pisos, uno de los más hermosos office-buildings de la ciudad. Ya no tenía gana de volver a ver a Clarke, y se sentía singularmente incómodo. Antes de llegar a la calle pasó delante de la niña que, mientras aguardaba, de acuerdo con las órde17
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nes recibidas, estaba enjugándose la pobre carita bañada en lágrimas. La niña dirigió a Livingstone una mirada rencorosa. -¡Ah, viborita! -pensó éste. -¡A mí, que doy de comer a tu familia! Me haría pedazos si pudiera. ¡Esa es la gratitud humana! La nieve había cesado. Quiso caminar, porque sentía dolor de cabeza. Un poco de ejercicio le haría bien; la verdad es que había trabajado demasiado en aquellos últimos tiempos, y que comenzaba a resentirse de ello. Pero eso no importaba; todavía servía, a pesar de todo. La cifra exacta se dibujó ante él sobre la nieve. La veía en todas partes. -¡Qué tonto he sido no volviendo en carruaje! -se dijo después de seguir, durante un cuarto de hora apenas, la calle atestada de innumerables papamoscas. Unos se dispersaban como una ola en movimiento, otros se detenían frente a las tiendas iluminadas, tras de cuyos cristales se exhibían los juguetes más nuevos, las invenciones más sabrosas en materia de dulces. A pesar de la nevada, la calle entera estaba de fiesta, como si se tratara de pagar un tributo general a la infancia. 18
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En torno de Livingstone se cambiaban los votos más cordiales entre los transeúntes; el alma de la Navidad estaba en el aire, pero él no sabía ni siquiera lo que es Navidad, no veía, más que una apretada muchedumbre de imbéciles que le impedían avanzar. Trató de adelantar por el medio de la calle; los carruajes se cruzaban allí de tal manera que tuvo que volver a la acera rezongando, y tomar una calle traviesa, una calle populosa, habitada por gente pobre. Nada ganó con ello. Las tiendas, aunque fueran menos hermosas, no dejaban por eso de atraer a la multitud, una multitud vocinglera, agresiva. Chicos andrajosos aplicaban las narices enrojecidas contra los vidrios helados; las pastelerías, los bazares sórdidos, estaban materialmente sitiados; cruzábanse dicharachos, bromas, risas. Livingstone se vio obligado otra vez a seguir por la calzada, donde seguramente no había coches que le cortaran, el paso; pero en cambio, en la parte alta de la calle, la rápida pendiente había sido utilizada para resbalar por un millar de pequeños trineos cargados de formas obscuras, las unas acostadas de barriga, con los talones al aire, las otras 19
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en pie haciendo equilibrio, con los brazos tendidos y gritando a voz en cuello. Antes de haber podido hacerse a un lado, Livingstone estuvo a punto de ser echado a rodar más de veinte veces. Sentíase ofendido en su dignidad de generoso contribuyente, bien-hechor de tantos asilos y de tantos hospitales. ¿Valía la pena hacerlo, para verse asaltado de aquel modo? –¡Suislit, suislit, suisht! -hacían los trineos, burlándose de él. Llamó a un policeman. -¡Detenga usted ese juego! ¡Puede costar la vida a los transeúntes! Y viendo que el agente vacilaba, respetuoso como se es en Norte América hacia las escasas diversiones de los pobres, agregó: -Usted tiene el deber de velar por el cumplimiento de la ley; si falta a él, yo lo denunciaré. Ya sé su número: 268. Los chicos amonestados protestaron. Era la primera nieve. Siempre se había jugado a resbalar por la barranca. Nadie los decía nunca nada... ¡No estorbaban a nadie! ... -Este caballero se queja -interrumpió el agente de policía. 20
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Estallaron silbidos y gritos contra Livingstone, que nunca sospechó, por otra parte, que la fiesta iba a reanudarse apenas volviera las espaldas. Entretanto, sentía que su mal humor aumentaba junto con el dolor de cabeza. No, jamás habla visto tantos mendigos., ¡Aquello era insoportable! Y aquella noche todo el mundo daba, excepto él, que, con tono irónico, enviaba a los pedigüeños, borrachos inclusive, a la Asociación de las Caridades reunidas, si es que no los mandaba sencillamente al diablo. Un niñito, flaco y medio desnudo, quería a todo trance que una mujer le diese a llevar el paquete con que iba cargada. -¡Por cinco centavos! -suplicaba. Y la mujer iba a acceder, porque el paquete era pesado, pero el chico se encontraba precisamente al paso de Livingstone. En su entusiasmo rozó a éste, y Livingstone lo lanzó dando vueltas al medio de la calle. Como la oleada de los transeúntes los separó al momento, la buena mujer perdió la oportunidad de hacer llevar su paquete, y el pobrecito la de ganar algunos centavos. 21
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Y el hombre que había triunfado continuó su camino.
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III Si estaba irritado cuando salió de su oficina, puede decirse que cuando entró a su casa, Livingstone estaba furioso. Y la vista de uno de los interiores más lujosos que hubiera en la ciudad, no lo tranquilizó sino a medias. Su casa no era simplemente magnífica, revelaba también sus gustos de artista, porque Livingstone no se limitaba a mover dinero, tenía también el sentido de lo bello; conocedores eminentes habían acudido a admirar las ediciones raras de su biblioteca, los cuadros de sus galerías. Algunos mercaderes le habían dicho que aquella colección valía el doble de lo que le costaba. Y Livingstone, frunciendo las cejas con altanería, se había sentido, sin embargo, lisonjeado de saberlo. 23
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Un buen fuego ardía en la vasta chimenea, su sillón favorito lo aguardaba, sus libros predilectos estaban colocados al alcance de su mano. Se estiró ante la llama brillante; pero, casi inmediatamente le volvió el malestar. Había hecho mal en caminar por la nieve. Al día siguiente vería a su médico, y si era necesario, descansaría un poco. ¿Por qué no, desde que valía de allí en adelante?... Y una vez más, las cifras se deslizaron ante sus ojos, como inscriptas en el cristal de una ]interna mágica. Aquella visión, renovada cada vez que pensaba en su riqueza, comenzaba casi a darle miedo. Adivinó más que oyó un paso discreto, sofocado por las gruesas alfombras. -¡James! -¡Señor! -contestó el mayordomo. -¿El señor ha cenado? -No, pero no cenaré tampoco. -¿El señor está indispuesto? -preguntó tímidamente James. --Estoy cansado. Si alguien viene esta noche, despáchelo usted. Quiero que me dejen tranquilo. Había olvidado completamente a Clarke. Cuando éste se presentó, James disculpó a su amo, diciendo que estaba algo indispuesto, que no podía 24
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recibir a nadie, y el digno Clarke se volvió a su casa, sinceramente preocupado por aquella repentina enfermedad. Sin embargo, tenía muchas otras preocupaciones en la cabeza: la hipoteca de su casa que debía pagar dentro de los ocho días, y la larga lista de visitas de médico que recargaban su presupuesto del año de una manera alarmante. ¡Eso no importa! compadeció a Livingstone, solo en su palacio, mientras que, después de una larga caminata sobre la nieve, él iba a encontrar grandes alegrías: la encantada recepción de ocho niños que lo habían visto salir con tanta pena, y que se sorprenderían de su inopinado regreso! Claro está que no iba a decir a su mujer que lo habían hecho ir inútilmente tan lejos; demasiado pronta era ella por sí sola para tratar a Livingstone de egoísta y de avaro! Clarke por su parte, no tenía hiel, no pensaba jamás en sí mismo, y eso bastaba para hacerlo muchísimo más rico que Berryman Livingstone. Mientras Clarke, desprendiéndose con trabajo del racimo de chicos que se había colgado de él, les hacía creer que su excelente patrón no había querido tenerlo más tiempo alejado de su familia; mientras 25
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trataba de convencerlos de que debían irse a dormir para aguardar en condiciones convenientes el paso de San Nicolás, y libre de ellos no sin grandes esfuerzos, a eso de las diez de la noche, se ponía a adornar el árbol de Navidad, como lo hacía todos los años, Livingstone, taciturno, meditaba junto al fuego, en su biblioteca. De veras que no se sentía tan rico como hubiera podido hacerlo creer la fila de siete cifras constantemente visibles a sus ojos. Pensaba en esa Navidad que había olvidado hasta el último momento, en la triste soledad en que lo dejaba aquella fiesta, que por todas partes reunía a todas las familias. El mismo Clarke tendría su cena de nochebuena. Livingstone se sintió casi celoso. ¡Qué triste era aquella inmensa habitación! ¡qué vacía su gran casa! Los cuadros, mal alumbrados, tomaban un aspecto, siniestro, y al mirarlos no podía dejar de pensar en lo que le habían costado. Cifras, siempre cifras. ¡Era demasiado! ¡No lo podía soportar! ... Se levantó, fue hasta el salón más frío, más triste aun, con sus muebles enfundados, que la biblioteca. Luego pasó al comedor. La mesa, vacía, brillaba 26
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como hielo en la semiobscuridad, el aparador, cargado de cristales y de vajilla de plata, le pareció lleno de témpanos. Un calofrío lo estremeció; hizo brotar la luz eléctrica para desvanecer aquellas impresiones mórbidas, se sirvió un poco de coñac con mano trémula, y bebió el estimulante, que lo reconfortó un poco; pero su casa entera continuaba pareciéndole una caverna desolada, donde tendría que vivir hasta el fin en aquel abandono y en aquel silencio. Era necesario reaccionar, dar él también una comida de Navidad, invitar a sus amigos. Pero ¿á qué amigos? Livingstone no tenía amigos íntimos, prontos a presentarse de un día para otro, sin ceremonia, al primer llamado; no tenía más que conocidos. El hecho es que en el mundo no hay verdaderos amigos. Este descubrimiento lo dejó como aterrado. ¿Por qué era así? A modo de respuesta, las siete cifras alineadas se le aparecieron una vez más. Púsose la mano delante de los ojos, para ocultárselas. Ya sabía... Los negocios... Sí, los negocios demasiado absorbentes, le habían impedido querer a nadie. Había dedicado su juventud a acumular... ¡Malditas cifras! Y ya era casi viejo. .. 27
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Una vueltecita a una llave eléctrica llenó de luz el gran salón. Plantado ante un espejo que lo reproducía de pies a cabeza, con sus cabellos medio grises, el cutis arrugado, Livingstone agregó: -¿Casi viejo? ¡Si ya lo soy del todo! Volvió a la biblioteca con diez años más, y sentía su peso... Al propio tiempo veíase tal como había sido comprobaba cómo, poco a poco, se había convertido en el hombre gastado, desolado de entonces. Su vida se desarrollaba ante él, entera, de Navidad a Navidad. Primero la nochebuena del niño, en el campo, mimado, feliz, en medio de la opulenta cordialidad de una fiesta que, desde muy lejos, llevaba a su casa parientes y amigos.' Su padre le encargaba de distribuir regalos a todos los pobres de la comarca, diciéndole: -Aprende el placer de dar. Luego, la Navidad del colegial que cuenta las semanas, los días, las horas hasta las vacaciones más alegres del año, el viaje del colegio a la casa paterna, la acogida tan alegre, tan calurosa, tan tierna que to28
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do el mundo le hacía... ¿Era posible que alguna vez hubiera tenido tantos amigos? Livingstone se puso las manos en los ojos para tratar de detener la consoladora visión, pero esta se desvaneció, arrojada, destruida por otra: el invencible total de sus millones!... La Navidad del estudiante se le apareció enseguida: tiene veinte años, llega a la morada de familia con un camarada de su edad, Harry Trelane, a quien sus padres dicen, tendiéndole las manos: -¡Los amigos de nuestro hijo son nuestros amigos! Y un día de Navidad fue cuando, al devolver aquella visita a Trelane, Livingstone conoció a su hermana. La encontró de repente en una larga avenida, con los brazos llenos de ramas de acebo de bayas escarlata, con el rostro animado por una carrera victoriosa a través de la nieve, más roja aun de sorpresa, porque había deseado conocer al amigo de su hermano, y no lo aguardaba, ¡Cuán bella estaba con sus ojos risueños, su gorrita de pieles, en que llevaba audazmente prendida una rama de muérdago! Hubiérase dicho que era una dríada, huyendo de los bosques despojados por el invierno. Y al día si29
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guiente, en la iglesia adornada de follaje, la joven oraba como una santa. ¡Ah, Catalina! ... Otra Navidad... ¡y cuán sombría! Los reveses han llegado; por bondad, por generosidad, su padre ha comprometido gravemente su fortuna, y una delicada preocupación de honor le hace sacrificar casi todo cuanto posee. Livingstone se ve obligado a salir de la universidad, su carrera ha cambiado; lucha por la vida; vive de mendrugos en un granero; gana día por día lo estrictamente necesario para no morirse de hambre. Pero es rico, sin embargo: tiene la juventud, grandes esperanzas. ¡Ah! ¡Qué rico era en aquellos tiempos! Y entonces lo ignoraba... En el fondo de lo que llama su riqueza presente, Livingstone mira con envidia al famélico de entonces... Para Navidad va a visitar a sus padres en su apacible y honrada medianía. Les lleva pequeños regalos, cada uno de los cuales representa una privación personal. Su madre le da un par de guantes que ella misma ha tejido para él, una vieja taza de porcelana de Sevres, procedente de sus abuelos. La anciana sonríe... ¡qué sonrisa! Jamás ha habido otra comparable. Todo cuanto hay de divino, brillaba en aquella sonrisa, todo... 30
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Y Livingstone siente en el rostro algo tibio, algo vivo... Lleva allí la mano, y la retira húmeda... Inseparablemente unida a la de su madre está la figura de Catalina Trelane. Desde su primer encuentro, le es cada día más querida, pero su inmenso amor es tímido. Por ella soporta valerosamente la dureza de su suerte; por ella, se niega toda diversión, se entrega a un trabajo encarnizado, nada a fuerza de brazo en las aguas revueltas en que tantos otros han naufragado. Sostiénese sobre ellas, las domina. Primero fue por ella, sí... pero enseguida y poco a poco, amó el éxito por el éxito mismo. Triunfos repetidos, la embriaguez de la ambición satisfecha, le secaron el corazón; su ideal cambió de especie. Y durante años enteros, Catalina había aguardado; los sueños de amor, de gloria, de poderío que se habían sucedido en él, cedieron su lugar a un sueño único, el del oro, porque había visto que el oro es el único rey ante quien todo se inclina. --Hay otras mujeres tan hermosas como Catalina, y más ricas -pensaba. Aquí se intercaló en su vida un capítulo que hubiera deseado desgarrar, un capítulo muy corto, pero cuyo efecto había sido decisivo. 31
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Cuando, vuelto de su error, pidió la mano de Catalina, ésta contestó que se hubiera casado gustosa con él en la época en que hubiera podido ofrecerle a cierto Berryman Livingstone a quien había amado, pero que ya sólo le ofrecía una fortuna con la que nada tenía que hacer. Entonces Livingstone se dejó arrebatar por el combate a la conquista de la riqueza. Y había ganado... ganado... ¡Siempre la fila de cifras! Ya no quería desaparecer, abriese ó cerrase los ojos. Se levantó con una maldición en los labios. La casa estaba tan silenciosa como una tumba. En vano aguardó un rumor cualquiera que hubiese sido el bienvenido, aunque sólo se tratara del paso de un criado; pero no, nada más que las cifras, para acompañarlo... Con una especie de terror se refugió en su dormitorio, sintiendo una necesidad instintiva de ver dos rostros queridos: allí estaban los retratos de sus padres. Desde hacía años no los había contemplado verdadera mente. Buscando más allá del colorido y de la línea el secreto de la sencilla dignidad de éste, de la gracia soberana de aquélla, el recuerdo de sus 32
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virtudes, de su bondad, de la ternura sin límites que aquellos dos seres excepcionales le habían demostrado, llenó hasta hacerlo desbordar el corazón endurecido de aquel hombre de dinero. Recordaba que, siendo niño, le habían dicho que se parecía a los dos... y entonces, ¡qué diferencia! ... Se había visto en el espejo, de boca despreciativa, ojos fríos y astutos, tez descolorida... Desde lo alto de sus marcos, sus padres le miraban con expresión de inefable piedad... Con los brazos levantados hacia ellos, Livingstone cayó pesadamente de rodillas. Hacía mucho que no oraba, aunque fuera a la iglesia. ¿No era su misma madre la que le recordaba la antigua lección: « Si no os hacéis iguales a los niños, no entraréis en el reino de los cielos?»Y al mismo tiempo, una amenaza resonó en sus oídos: «Al que ofende a uno de esos pequeños, más le convendría verse arrojado al mar con una piedra al cuello» ¡Y cuánto había ofendido a esos niños de quienes está escrito que el cielo es de aquellos que se les parecen! Volvía a ver una chiquilla de blusa roja que, con los ojos llenos de lágrimas, le dirigía una mirada rencorosa, y a los pobres chicos hambrientos que le 33
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maldecían por haber interrumpido sus juegos, y al pequeño mendigo a quien había impedido ganar sus cinco centavos. ¿Era posible que hubiera hecho semejante cosa? ¿Cómo reparar todo aquello? ... En aquel momento el gran reloj de la escalera estaba dando las diez. ¡No eran más que las diez! ¡Y él que creía haber salido de su escritorio hacía ya siglos! De un modo al parecer incoherente se dijo: -Los niños se acuestan tarde en nochebuena. Puede que todavía tenga tiempo. Y en un segundo estuvo. en pie, impulsado por repentina resolución.
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IV Un gran trineo pasaba rápido, volviendo a su cochería. Livingstone lo llamó, lo tomó por horas, dando unas señas al cochero. Al extremo de una calle estrecha, en la que se alineaban casitas muy pequeñas, los caballos se detuvieron delante de un edificio que no era ni más grande ni más hermoso que los demás. Livingstone subió una modesta escalinata. Ya se oía salir del interior un estrépito extraordinario; parecían carreras locas, sillas derriba das, gritos y llamados entrecortados por risas. Como no pudo dar con la campanilla, Livingstone golpeó las manos. Prodújose un silencio inmediato, pero dos segundos después, el ruido volvió a empezar a más y mejor. Palmoteos frenéticos, ex35
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clamaciones triunfantes, gran disparada de piececitos por la escalera. Luego se oyó una voz de hombre, la voz benigna de Clarke, haciendo vanos esfuerzos por parecer severa. -¡Cuidado! Quizá sea San Nicolás en persona, y si no se acuestan inmediatamente, si se atreven a la más pequeña mirada, se marchara sin dejar nada para ustedes! Los gritos regocijados se alejaron, substituidos por ahogados murmullos, pues los rebeldes fueron rechazados quién sabe a qué rincón. Un solo paso se oyó entonces, dirigiéndose a la puerta. -¡Mister Livingstone! Al reconocer a su patrón, el empleado se había estremecido. Con cierto estiramiento le rogó que pasara al saloncito, donde lo dejó un instante. A través de un tabique bastante delgado, era muy fácil oír desde allí. La señora Clarke, ocupada en desnudar a los niños, repitió con voz trémula el nombre que acababa de pronunciar su marido, y enseguida ambos callaron; el caso de los pajarillos cuando aparece el león... Livingstone hizo para sus adentros esa observación bastante penosa. 36
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Miraba la habitación desordenada: el mueblaje raído, la chaise longue, cuyos almohadones tenían todavía la huella de la enferma, y en un rincón el mezquino árbol de Navidad de cuyas ramas pendían juguetes de cartón, lazos de cinta, vestiditos de punto, libros de segunda mano. Otros artículos evidentemente fabricados en casa, estaban sembrados por el suelo, pues Clarke habíase visto interrumpido en plena tarea de decorador. -Era para los niños -dijo Clarke con sencillez, cuando volvió. Luego ofreció una silla a Livingstone. –Señor Clarke -dijo éste, rompiendo inmediatamente el hielo, -tengo que pedirle un favor. El asombro de Clarke fue tal que abrió desmesuradamente los ojos. -Vengo a rogarle que me preste su hijita, la que fue esta tarde a la oficina, la «Linda de cabellos de, oro». --Señor... ¿cómo dice usted?... No comprendo... -¿Cuántos hijos tiene usted, Clarke? –Ocho –contestó el empleado, -pero no daría ninguno de ellos a nadie... --He dicho prestar... prestar por una noche... la necesito para que me ayude a hacer también un ár37
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bol de Navidad. Oiga usted, Clarke, desde hace muchos años no he sido más que un bruto, y sólo ahora me doy cuenta de ello. –Señor Livingstone -balbuceó con espanto el fiel subordinado, -bien me habían dicho que estaba usted enfermo. Me temo que... -Sí, estaba enfermo -interrumpió Livingstone, estaba ciego. Ahora comienzo a ver claro. Tanto insistió que Clarke acabó por decirle. -Voy a tratar de decidirla, señor; usted no querrá que la obliguen, ¿no es así? Y volvió al cuarto de los niños, a dar cumplimiento a su embajada. Por delgado que fuera el tabique, Livingstone no oyó en un principio el tono compasivo de las palabras pronunciadas en voz baja. Una voz de mujer se elevó algo más, simpática, dispuesta a consentir. No pasaba lo mismo con la vocecita aguda de la niña que repetía. «¡No, no!» enérgicamente. Entonces, para decidir a Kitty, el padre hizo valer el abandono, la tristeza de Livingstone, mucho menos dichoso que él, que tenía, a Dios gracias, una casa llena de niños... ¿Sería capaz de dejarlo solo, sin nadie que le desease una buena Navidad? 38
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Este punto de vista de su desolación era nuevo para Livingstone; pero reconoció su exactitud. ¿Se dejaría conmover la niña? ... De ningún modo. Iba contestando: -¡Peor para él! Lo detesto, papá, sabes, lo detesto. Y me alegro de que no tenga niñitos que lo quieran. Cuando se negó a dejarte venir a casa, anoche, le pedí al niño Jesús, ¡oh, con toda mi alma, que nunca tenga casa, que nunca tenga vacaciones, que nunca tenga Nochebuena, nunca, nunca! ... La vocecita vengadora atravesaba el tabique, y Livingstone recordó una vez más las terribles palabras: «Al que escandaliza a unos de esos pequeñuelos, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino, y que lo arrojaran al fondo del mar». –¡Oh! Kitty -exclamaron a un tiempo el padre y la madre espantados. -¡Un hombre tan bueno, tan generoso, que le ha dado a tu padre cincuenta dollars de gratificación! Pero Kitty no pareció impresionada en lo más mínimo por aquella generosidad, y Livingstone no se sorprendió de que la desdeñara tanto. ¡Cincuenta dollars! ¡Hubiera dado cincuenta mil por desatarse del cuello la piedra de molino! 39
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-¿De modo que no quieres ir en trineo con él, a comprar un montón de juguetes para los niños? La voz de un varoncito se mezcló bruscamente a la conversación. -¿En trineo? ¡Yo iría de muy buena gana! Sí, iría con él, iría a la juguetería, y puede ser que me comprara unos patines. El ofrecimiento no fue aceptado, pero contribuyó quizá a vencer la resistencia de Kitty, porque casi inmediatamente mister Clarke la llevó bien envuelta y abrigada contra el frío, hasta la punta de su naricita sonrosada. Cuando Livingstone se vio frente a aquellos dos ojos azules, hostiles y escrutadores, se sintió más que nunca culpable. –Kitty -le dijo muy seriamente, -la he perjudicado esta tarde, lo mismo que a su papá; pero vengo a pedirles perdón. He trabajado tanto que había olvidado que hoy fuera nochebuena. De modo que he echado a perder la nochebuena de ustedes, sin quererlo, y porque no tengo una hijita que me lo advirtiese. Y ahora, yo quisiera dar regalos de nochebuena a unos pobres chicos que vamos a buscar juntos. Usted me ayudará a elegir lo necesario. Usted va a ser San Nicolás para ellos. 40
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Kitty escuchaba muy atenta; el placer de correr en trineo, de representar un papel, de ser San Nicolás para otros niños, todo aquello la tentaba evidentemente. -¡Vamos! -dijo por fin con resolución. Se dirigió hacia la puerta y Livingstone la siguió, divertido con su propio sentimiento de dependencia. Kitty era el jefe de la expedición. Sin ella se hubiera perdido. Kitty saltó al trineo. -¿Dónde vamos primero? -preguntó. Livingstone pensó, algo tarde, que todas las tiendas debían estar cerradas. -Elija usted -contestó sentándose junto a ella. Kitty procedió metódicamente. -¿Qué es lo que quiere usted comprar? ¿Juguetes? ¿Cuántos niños son? ¿qué edad tienen? Y Livingstone se rompía la cabeza, muy perplejo. Jamás se había preguntado lo que podía entretener a los niños. --¿Veamos -interrogó a su vez, -cuántos hermanos y hermanas tiene usted? --Siete. John es el mayor. Tom tiene ocho años. Billy es el más chico. Y además, cuatro hermanas. -Pues bien, son niños de la misma edad. 41
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-Entonces iremos a casa de Brown -resolvió la niña arrellanándose con aire entendido en las pieles del trineo. En cuanto a Brown, Livingstone sólo conocía a un gran banquero, y se sonrió pensando en la clase de juguetes que vendía Brown. -Cochero, ¿sabe usted dónde ir? -A fe que no, señor. ¡Hay tantos Brown! -Es un juguetero. Pero el cochero meneaba la cabeza. -¡Cómo! -exclamó la niña, -¿no conoce usted a Brown, en frente mismo del almacenero que tiene un loro tan raro? Era inverosímil para ella que se ignorase la existencia de personaje tan importante. -¿Adónde, niña? -Tome a la derecha, y siga siempre a la derecha. -Usted me avisará si me equivoco -dijo el cochero. -Para comprenderla tan bien, fuerza es que este hombre tenga hijos -pensó Livingstone. Después de muchas vueltas, llegaron a una de las callejuelas que Livingstone había recorrido horas antes, y se detuvieron frente a una tienda cerrada. Kitty lanzó un grito de desencanto. 42
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–¡Oh! - exclamó, -hemos llegado demasiado tarde Sin embargo, a través de una rendija de la puerta se veía luz. Livingstone, lanzándose del trineo, llamó con todas sus fuerzas y a golpes redoblados. Nadie contestó. Volvió a empezar, con el mismo resultado. Entonces Kitty se deslizó por debajo de su brazo, y con la boca pegada a la rendija, gritó: -¡Mister Brown! ¡Oh, mister Brown! hágame el favor, déjeme entrar, soy yo, Kitty, la hijita de mister Clarke. Como por encanto sonaron los cerrojos y la puerta se abrió. Livingstone creyó que el comerciante iba a deshacerse en disculpas. Pues, no señor. Mister Brown no le prestó la atención más mínima. -¡Cómo Kitty, en la calle a semejantes horas! ... ¿No teme usted que San Nicolás pase por su casa durante su ausencia? -¡Bab! -exclamó Kitty, irreverente. –Ya conozco a San Nicolás... Sé lo que es desde el año pasado. Se llama mister Brown y mister y mistress Clarke. Y esta noche, yo misma soy San Nicolás -dijo, señalando con un ademán todos los juguetes que la rodeaban. 43
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-Aquí está mister Livingstone, el patrón de papá. Mister Brown tendió su gruesa mano familiar. --¿Cómo está usted, señor? Creo que he oído hablar de usted. -Es para él -agregó Kitty; -quiere hacer regalos a un montón de niños, no a los suyos, sino a los de los demás. ¿Le quedan Juguetes mister Brown? -Poca cosa, señorita. –Despierta -contestó el mercader, entrando en el juego. -San Nicolás ha venido ya a cargar su trineo varias veces. No ha dejado más que lo que usted ve aquí, y lo que está en el escaparate, y luego los juguetes más lindos, que escondo en mi reserva y que le parecieron demasiado caros. Y mister Brown guiñó el ojo del lado de mister Livingstone. –¿Cuánto quiere usted gastar? –preguntó gravemente, Kitty. -¿Hasta un dollar? -Y más -contestó Livingstone, -elija usted sin preocuparse mucho del gasto. -¡Oh es que hay unos juguetes tan caros!.. Y al decirlo miraba una muñeca cuyo vestido llevaba una etiqueta de veinticinco centavos. 44
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Mientras elegía, mister Livingstone, tomando aparte a mister Brown, le dijo en voz baja algunas palabras, y el buen juguetero se puso a hacer paquetes con una rapidez extraordinaria. -Y bien, Kitty, ¿cómo va eso? Kitty, armada Con un pedazo de lápiz que mojaba en la lengua a cada segundo, cubría laboriosamente de cifras un papel arrugado. Su boquita estaba embadurnada de lápiz; parecía perpleja. -¡Oh! he gastado todo el dollar y no tengo más que nueve, regalos. Hay que elegir cosas más baratas. -Espere usted... quizá se haya equivocado en la suma -dijo Livingstone, tomando el lápiz -Es que no sé muy bien las cuentas -confesó humildemente Kitty. -Yo tampoco. Pero, para divertirnos un rato, supongamos que podemos comprarlo todo. Los ojos de la niña se agrandaron: –¿Como si fuéramos de veras San Nicolás? -Precisamente. La carita de Kitty se puso radiosa; dé un solo salto estuvo en medio de la tienda donde se colocó, tomando con la mirada posesión de todo cuanto la 45
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rodeaba. Mister Brown había descorrido las cortinas que ocultaban su reserva. Kitty admiraba, jadeante, silenciosa. --¡Bueno! -exclamó por fin, -si yo fuera San Nicolás lo compraría todo. Y extendió los bracitos como para abarcar la tienda en su conjunto y en sus detalles. –¡Que haría usted con todo esto, Dios mío! no me daría mucho trabajo. Llevaría esta muñeca, y esta otra, sí, las tres muñecas, las más lindas, a mis hermanas, y este trineo a Tom, estos patines a Johnny, y este lindo carnerito rizado al chico Billy, y luego llevaría todo lo demás al hospital, en que los pobres niñitos no tienen mamá, y adonde San Nicolás no va nunca, y pondría algo junto a cada cama, y al despertar creerían que estaban soñando... Gesticulaba, sus manitas parecían ir tomando cada juguete y haciéndolo llegar a su destino. Al terminar hizo a Livingstone una señal con la cabeza, como diciendo: -¿No es verdad que haríamos eso, si pudiéramos? Y Livingstone creyó sentir que la piedra colgada de su cuello se desataba una vez por todas, que salía 46
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de un baño de hielo, y que benéfico calor iba envolviéndolo. ¡Qué diferencia entre el llamado de simpatía que le dirigían entonces aquellos ojos azules, y la mirada que le habían clavado en el umbral de la oficina! ¡Aquello valía todo el dinero del mundo! -¿Desea usted alguna cosa más, para usted? -dijo, observando que no había hablado de sí misina. ¡Sí, pero San Nicolás no puede dármela! Se la he pedido a Dios. –¿Y qué es? -Algo para curar a mamá, y para ayudar a papá a que pague la casa. Papá dice que eso es lo que enferma a mamá, y ella dice que si no fuera por el médico, papá podría pagar. Entonces rezo todos los días para que Dios los ayude. Livingstone sintió un calofrío al pensar en su tacañería. Los fieles servicios de Clarke durante largos años, se imponían a su memoria. Tuvo miedo de que aquellos ojos azules viesen lo que estaba pasando por él. Entretanto Kitty, con el empuje apasionado de un explorador, continuaba haciendo nuevos descubrimientos, de estante en estante. Mister Brown se47
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guía atando paquetes. Una vez se interrumpió para decir a Livingstone, con aire bastante inquieto: -¡Bueno, los negocios son negocios! ¡Usted no lleva dinero encima, y yo, caramba, no lo reconozco a usted! Livingstone se hachó a reír: Mister Brown, podría, sin esfuerzo, comprar todo el square en que estamos. -¡Es muy posible! pero yo no le conozco a usted. Es verdad que Kitty responde... Por último, mister Brown se contentó con aquella garantía. Innumerables cajas y paquetes fueron a dar al trineo, en que casi no quedó sitio, para sentarse. Hubiérase dicho que la tienda de mister Brown acababa de ser barrida por un torbellino. No quedaba nada en ella. Aquel fue para Kitty el momento supremo. -¿Dónde vamos? -preguntó electrizada. –Donde usted quiera. -Entonces, al hospital de los niñitos. Livingstone repitió esta orden al cochero. -¡Y usted va a jugar a que es San Nicolás! -exclamó Kitty, encantada. 48
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-No, usted jugará a ser la socia de San Nicolás. Y es preciso que no hable de, mí, ¿me lo promete? ... Livingstone no había hecho desde hacía muchísimo tiempo, un paseo tan delicioso. Kitty se estrechaba contra él, hablándole con charla inagotable, y Livingstone se sentía, al oírla, casi tan niño como ella. El trineo se detuvo frente a un gran edificio que parecía dormido. -Si quiere usted que le abran tendrá que llamar a la campanilla de noche. Livingstone llamó, y luego se ocultó en la sombra. -Usted tiene que contestar, Kitty. Si le preguntan quién ha llamado, diga que San Nicolás. El portero se asomó a la puerta. -¿Quién es? -gritó al trineo, sin hacer caso e la figurita parada en la nieve. -¡La socia de San Nicolás! -contestó valerosamente Kitty. El portero estaba sin duda ganoso de volverse a la cama, pues contestó: -A estas horas no recibimos a nadie, sino a los enfermos. 49
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É iba a cerrar de nuevo la puerta entreabierta, cuando ésta se abrió de par en par, dejando aparecer bajo el portal a una mujer cuya alta figura iba envuelta en un manto. -¿Qué es lo que usted desea? -preguntó bajando los ojos hacia Kitty. Su voz era agradable --Traigo unos regalos... -¿Para quién? -¡Para todos los niños buenos; no, para todos los niños enfermos quiero decir! La dama, volviéndose, habló al cerbero, y Livingstone distinguió entonces la silueta de un bellísimo perfil, dibujada sobre la luz de la portería. La puerta cochera se abrió inmediatamente, y el trineo pudo llevar su cargamento hasta el mismo hospital. -Entre usted -dijo la dama, sin duda inspectora ó enfermera en jefe. Pasó algún tiempo antes de que reapareciera Kitty; pero Livingstone la aguardó con paciencia. Ya no estaba solo, todas las nochebuenas del pasado lo acompañaban, pero sin entristecerlo a pesar de tantos recuerdos fúnebres que podían llevar consigo. 50
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De repente, a través de la ciudad, los relojes comenzaron a tocar la hora de media noche, y cuando se extinguió la última campanada, otras campanas, atenuadas por la distancia, hicieron oír a su vez un alegre repique, con la música, del cántico: el ángel del Señor descendió... Livingstone prestaba oído. Ante él, en la nieve, se presentó una figurita de niña que escuchaba también, con la capucha medio levantada, el pálido rostro bañado por la luz de la luna: El ángel del cielo ha descendido. cantaban las campanas expirantes. -¡El niño Jesús ha nacido! -dijo entonces la niña. -¿Ha oído usted? -Sí -dijo humildemente Livingstone. -¡Bueno, ya está! -agregó Kitty. -Ni uno solo se ha despertado. He contado las doce campanadas. Dicen que siempre viene a media noche. ¿Cree usted que haya ido también a casa? -¡Estoy seguro! -contestó Livingstone. Una manita tibia se deslizó en la suya con confianza. -¿Quiere que volvamos a casa? 51
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Y una gran tristeza se apoderó de Livingstone al pensar en que iban a separarse, en que tenía que renunciar a ella. Y cuando la levantaba para sentarla en el trineo, dos bracitos le rodearon el cuello, Y un beso fue a posarse sobre su mejilla. Estrechó a la niña contra el pecho, y subió al trineo sin dejarla. Todavía dormía, con la cabeza sobre su hombro, cuando el trineo se detuvo frente a la puerta de mister Clarke, y no despertó al pasar de sus brazos a los del padre. Suspiró solamente, y balbuceó algunas palabras incoherentes sobre la socia de San Nicolás.
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V Al volver a su casa, Livingstone no se parecía en nada al hombre que, dos horas antes, había transpuesto aquel mismo umbral, con el corazón vacío y desesperado. Halló a sus criados inquietos por su ausencia, y una cena caliente que lo aguardaba. Por primera vez creyó ver que aquella buena gente le tenía cariño. Mientras cenaba recomendó al mayordomo, estupefacto, que le buscara cierto agente de policía número 268, y le entregara su suscripción para establecer un buen resbaladero destinado a los chicos del barrio. ¡Cómo no iba a pensar en el placer ajeno, él, que aquella noche había recibido, de manos de una criatura, tantos preciosos regalos! 53
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Antes de acostarse dirigió, casi temblando, una mirada al espejo en que había visto aquélla cara huraña, envejecida, marcada en la frente con la cifra fatal... sus millones a Dios gracias el estigma había desaparecido, y hasta se encontraba cierto vago parecido con el retrato de su padre. Se acostó y durmió como no había dormido hacía muchos años. Soñó que el bazar del mercader de juguetes se había convertido en cierta avenida conocida suya, cuyos árboles todos eran árboles de Navidad, y en que Catalina Trelane recogía regalos maravillosos que le entregaba sonriente: entre ellos figuraban la Juventud, la Amistad, la Dicha. Se despertó sobresaltado, lanzando un grito tan alegre como la mañana de invierno llena de sol; cuando miró por la ventana la nieve deslumbrante teñida de rosa, le pareció que entraba en un mundo nuevo. Toda la mañana anduvo corriendo en busca de un notario, y por fin lo encontró. Durante toda la tarde pasó dando órdenes para la gran fiesta de aquella noche, que comenzó con la llegada de un trineo de cuatro caballos, cargado por una chiquillada jubilosa. 54
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Kitty fue quien hizo los honores de la recepción, bajo los auspicios de su mamá, a quien daba fuerzas la alegría; condujo al regimiento de sus hermanos y hermanas a la biblioteca, semejante, tantas guirnaldas le habían puesto, a una glorieta de follaje. En medio estaba el gran pino tradicional, cargado de cristales, de estrellas, de velas encendidas por centenares, un árbol del país de lasadas, nadie lo puso en duda. De una de sus ramas colgaba un ancho sobre, dirigido a Miss Kitty Clarke, y la carta que, aquel sobre contenía era de San Nicolás en persona. Decía que la víspera había visitado cierto hospital de niños, en el que supo que una buena niñita había llegado antes que él. Como sus negocios lo llamaban a otra parte del mundo, esperaba que la niña continuaría ayudándolo siempre de la misma manera. Y seguía la firma. Su socio: San Nicolás». ¡Qué bravos, qué gritos, qué risas! El árbol quedó rápidamente despojado por diez y seis manitas ávidas; sólo Clarke no tenía regalo alguno. Por último, sin embargo, Kitty acabó por descubrir otra carta, con este sobrescrito: «Al padre de la socia de San Nicolás. 55
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Clarke conocía la letra, pero cuando, antes de abrir la carta, quiso dar las gracias a Livingstone, vio que éste había desaparecido repentinamente. Leyó... Livingstone decía que mucha parte de su éxito en los negocios era debida al celo y a la dedicación de John Clarke; que le pedía, pues, como un favor personal, tuviera a bien aceptar el documento adjunto, en prenda de gratitud. El documento era una liberación de la hipoteca que pesaba sobre la casa de Clarke. Por la cara petrificada de Clarke, por las lágrimas de alegría que derramaba su madre, Kitty comprendió que algo importante estaba sucediendo. No tardó en descubrir a Livingstone que se había refugiado en la habitación vecina, y lo llevó a la fuerza hacia el árbol de Navidad, y colgándosele del cuello. -¡Cómo lo quiero a usted! -le dijo en voz baja. En aquel mismo instante entraba de improviso la elegante señora Wright, la que cada año pesaba tanto con sus limosnas a mister Livingstone. En presencia de aquella fiesta infantil y de la emoción general, lanzó una carcajada. -¡Bueno! -exclamó, -¡he ganado mi apuesta! Mister Wright sostenía que pasaría usted la velada, 56
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solo como un oso, aquí o en el club, y yo había resuelto llevármelo, si no se equivocaba, para que tuviéramos una cena íntima. Pero estaba segurísima de encontrar en su casa agradable sociedad. ¡Es lástima! Livingstone se disculpó, señalándole la larga mesa adornada con doce cubiertos. –¡Qué lástima! -repitió la señora Wright. En un principio, lo confieso, quería reñirle. ¡Pues no había borrado la Navidad del hospital, en la lista de los impuestos que me debe! Pero esta mañana, al hacer mi inspección, creo haber descubierto sus razones. Son buenas. Vuelve usted a estar en gracia. Esta niñita es un amorcito, -agregó besando a Kitty. Siguieron las presentaciones. Después de nombrar a Clarke, que creyó más que nunca estar sonando, Livingstone añadió con toda sencillez: -Mí socio. -No sabía que tuviera usted socio-hizo observar la señora Wright. -Es reciente, en efecto -contestó Livingstone. -San Nicolás me ha enseñado las ventajas de la asociación. -Vendrá usted después de comer, al menos -repuso la señora Wright, - y creo que no lo sentirá... 57
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Livingstone se lo prometió sabiendo que sus invitados se retirarían temprano, y en efecto, contentísimo todavía del enorme éxito que había alcanzado su comida de Navidad, se fue a terminar en casa de los Wright, aquel día dichoso. Y debía ir hasta el fin de maravilla en maravilla. Apenas entró en el salón, donde todos parecían mirarlo con simpatía nueva y singular, se le condujo hacia una dama vestida de negro, una mujer de ojos profundos y sonrisa tranquila. -Una antigua amiga suya -dijo la señora Wright, y agregó: -la señora Shepherd. Pero Livingstone no oyó el nombre, porque el rostro que le sonreía era realmente el rostro tanto tiempo adorado de Catalina Trelane. -Sí -declaraba la señora Wright, continuando una historia que había comenzado a contar, compró para los niños de nuestro hospital, una tienda de juguetes entera. En cuanto a mí, eso no me sorprende; siempre tuve fe en él, a pesar dé las apariencias.. . Livingstone protestó, pero ella insistió exclamando: –¡No me lo niegue, tengo pruebas! Y luego imitando a la perfección la voz nasal de mister Brown, continuaba: 58
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-Los negocios son negocios, y caramba, yo no lo conozco a usted, señor. ¡Ah! y qué gracioso debía ser aquello. A su «antigua amiga» vuelta a encontrar, a ella sola contó Livingstone toda la verdad: la historia de la socia de San Nicolás. La contó bien, con calor, comprendiendo vagamente que la causa que había desesperado de ganar desde hacía tanto tiempo, quizá no estuviera perdida del todo. Desde la víspera, ningún milagro le parecía imposible. La señora Shepherd escuchaba silenciosa, con la cabeza algo vuelta hacia un lado, y los párpados bajos; largas pestañas proyectaban sombra sobre su mejilla pálida; la piedad, una divina piedad parecía iluminar sus rasgos, tan puros todavía... el mismo perfil, no cabía duda, que Livingstone había visto la víspera, destacando sus líneas a la luz de una lámpara, bajo el pórtico del hospital de niños. Es verdad que había sufrido, que la vida la había lastimado; no importa; cuando levantó los ojos, aquellos eran los ojos de Catalina Trelane, y aquellos hermosos ojos se dulcificaron de pronto cuando los de Livingstone se clavaron en ellos... 59
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Tenía en el corpiño una rama de acebo con frutos de coral; uno de los niños de la casa le había puesto jugando una rama de muérdago en los cabellos... Y Livingstone la volvió a ver con los brazos cargados de follaje de Navidad, en la larga y negra avenida, bajo las despojadas ramas, crujientes de escarcha, con él, una hermosa tarde, en el país de su juventud...
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