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Juan Chorlito y el indio invisible Janosch
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1 Wulbu Gruñón, el rey de los osos
HABÍA una vez un niño que se llamaba Juan Chorlito. Era, de verdad de la buena, el peor de la clase. En casi todo sacaba suspensos: en gimnasia, caligrafía, matemáticas, dibujo... Solamente aprobaba la música. Juan Chorlito era más bien enclenque y no tenía nada que pudiera regalar a los demás porque su padre era pobre. Y como no se lo podía decir a nadie —él mismo no lo sabía—, no tenía ni un amigo. Estaba siempre solo. En clase todos le trataban mal. Durante el recreo lo bombardeaban con enormes castañas, le ponían polvos de picapica en el cuello, le tiraban cardillos por la cabeza y era la diana de todas las batallas de arroz. Cuando el señor Abedul gritaba su nombre, parecía que caía un rayo. Era como si una piedra le golpeara. Una vez, el profesor le preguntó casi sin respirar: 4
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—Cinco más tres más dos menos cuatro por cinco menos nueve más seis menos uno por cero. Venga, date prisa, contéstame. ¿No lo sabes? ¡El siguiente! Y otra vez le catearon porque, claro, no lo supo. Seguramente, si se lo hubiera dicho más despacio, tampoco lo habría sabido. Pero así, tan rápido, no valía la pena ni intentarlo. En otra ocasión, el señor Abedul preguntó: —¿Los afluentes de la ribera izquierda del Nilo? ¡Chorlito! Alguien le sopló: —Hotzenplotz y Neisse. —Hotzenplotz y Neisse —dijo Juan Chorlito, y se alegró porque era la primera vez que sabía una respuesta. Pero no era la contestación correcta. Le habían gastado una broma. Y el resultado fueron dos cachetes por burla al profesor, una nota en el cuaderno del señor Abedul y un hermoso cero. Sus compañeros se alegraron y se rieron. Juan Chorlito sólo era feliz cuando paseaba en solitario por los campos, pescaba peces e insectos en el arroyo o seguía las huellas de los conejos. A veces vivía fantásticas aventuras. 5
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Llegaba hasta los rincones más ocultos. Encontraba nidos de lechuzas: atrapaba peces con la mano, sin red y sin caña. Y con sólo mirar las huellas de los ratones, era capaz de averiguar en qué dirección habían salido huyendo. También sabía silbar con una brizna de hierba entre los labios para imitar el sonido de los animales, ya que de esta manera los animales se desconciertan, contestan a la llamada y se les puede espiar desde cualquier arbusto con toda tranquilidad. Un día, Juan Chorlito cruzó el jardín y vivió una extraña aventura con el rey de los osos. La historia comenzó así: Debían de ser las ocho menos diez. Juan Chorlito caminaba hacia el colegio. Era invierno. Hacía frío y Juan iba con retraso, así que fue por el atajo entre los huertos. Después traspasó la puerta del parque hasta llegar al camino principal de la colonia y la recorrió casi hasta el final. No había nadie a la vista. En invierno, la gente no riega las flores. No es necesario. No crecen flores ni hierbas. Ya había nevado dos veces, y la capa de nieve medía casi dos milímetros. Juan Chorlito torció por la segunda calle a la izquierda. Allí había un agujero en la verja. Si se metía por él, llegaría a un estrecho camino 6
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que le llevaría por detrás de las casas directamente hasta el patio del colegio. De repente vio huellas de perro en la nieve. Comenzó a correr. Quería alcanzar al animal. Ver si lo conocía. Porque él era amigo de todos los perros de los alrededores. Sabía los nombres de todos, de algunos hasta el apellido; es decir, el de sus dueños. Senta Brinkan, por ejemplo, o Bimbo Floter. Y de unos ocho perros conocía hasta el silbido que les hacía girarse o ir al encuentro de su amo. ¡Ya estaba allí! Era gris oscuro y casi el doble de grande que Mili, la hermana de Juan Chorlito.
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El perro se apretaba contra los barrotes de la verja, igual que un hombre que en el invierno se acurruca cerca de la estufa. En verano, los barrotes de las verjas almacenan el calor del sol para que los pobres perros puedan calentarse durante el invierno. Por fin, Juan Chorlito lo alcanzó. Lo asió por la cola, le giró la cabeza y lo miró cara a cara. ¡No! No lo conocía. Sería forastero. Juan Chorlito rodeó el cuello del perro y lo acompañó en su marcha. Le asombraba que fuera la primera vez que veía al perro. Así fueron durante un buen rato. Cada uno daba calor al otro. Juan Chorlito tampoco tenía guantes. Y dos se calientan antes que uno solo. Finalmente, el perro dijo: —Por favor, llévame a tu casa. Hace muchísimo frío y yo tengo cuatro patas y ningún zapato. Seguramente allí habrá un trozo de salchicha para un pobre perro como yo. Y después, el perro le contó a Juan Chorlito que él realmente no era un perro. A pesar de que a simple vista lo parecía. —Parezco un perro —dijo—. Pero, en realidad, soy un rey. Bajo mi piel, claro. El rey de los osos, pero 8
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estoy embrujado. De verdad. Me llamo Wulbu Gruñón. ¿Y tú? —Juan Chorlito. Era una historia fantástica. Mmm... Juan Chorlito lo miró más de cerca y pensó: «¿Y si miente?» Tal vez, lo único que deseaba era conseguir un trozo de salchicha. Hoy en día hay muchos que mienten por un pedazo de carne. Volvió a mirarlo a la cara; no quería acusarlo sin motivo. Los perros no suelen mentir. Y Juan se dio cuenta de que decía la verdad. Ciertamente, su cara era la de un oso. ¡Y si era un oso, bien podía ser el rey de los osos! —¿Cuántos años tienes, Wulbu Gruñón? — preguntó Juan Chorlito—. Yo tengo siete. —Ahora mismo tengo setecientos siete años — contestó Wulbu Gruñón—. ¿Te cuento lo que me pasó? ¿Cómo me embrujaron y cómo perdí mi reino? Ocurrió así:
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—HACE SETECIENTOS DOS AÑOS, aquí, donde ahora ves el colegio y las casas, los huertos y el mísero campo, había un bosque enorme y maravilloso. Los árboles eran tan altos como las torres de las iglesias, y el suelo estaba cubierto de musgo fresco; era como caminar sobre una alfombra. Aquel bosque era el reino de los osos. Y yo era el rey. Todo marchaba bien. Los animales me obedecían sin rechistar. Puntualmente nos entregaban la miel. Reinaba la paz. Entonces, vino la desgracia. Amparados por la noche, penetraron en mi reino los chacales y otros habitantes del desierto. Querían apartarme del trono, establecerse en mi fresco y sano bosque y coronar rey a su cabecilla, Uspata el apestoso. ¡Ese chapucero, cobarde y depravado pueblo! Aún gruño hoy cuando lo pienso. Por la noche se internaron en el bosque, justo hasta delante de mi cueva. Los centinelas se dieron cuenta y nos despertaron a mi guardia personal y a mí. Les hicimos frente. Fue una batalla campal. Ellos eran muchos más que nosotros. Seguramente habrás oído hablar de la famosa batalla de Mala Sombra. ¡No hace falta que te diga quién ganó! 10
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Nosotros, naturalmente. Los golpeamos y mordimos hasta que no quedó ni una miga. Nadie se salvó de la pelea. ¡Sí! Uno sí se salvó: el cobarde de Uspata. Observó la lucha desde los matorrales, se mantuvo alejado del tumulto y escapó en la oscuridad. No lo notamos, no habíamos contado con cuántos enemigos nos enfrentábamos. ¡Qué más daba un chacal más o un chacal menos! Pero sí importaba. Ya de noche, todos nosotros festejamos la victoria, sentados delante de nuestras cuevas. Bebimos aguamiel. Los osos más jóvenes estaban un poquito borrachos. Uspata el apestoso se deslizó entre los arbustos. Desparramó unos polvos mágicos que el viento arrastró directamente hasta mi vaso. Yo me lo bebí de un trago mientras pensaba: «¿Qué sucede? ¿Qué es esto que me pica bajo el pelo? ¿No serán pulgas? De estos chacales me espero hasta pulgas. Pulgas del desierto, pulgas de arena...». De repente, me sentí como un perro. Los osos me gruñeron. No me reconocían. Quise hablar con ellos. Pero había olvidado el lenguaje de los osos. ¿Qué más quieres que te cuente? ¡Ya lo ves! ¡Ya ves lo que parezco! Es triste, ¿verdad? 12
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¡CLARO QUE ERA TRISTE! Juan Chorlito no pudo hacer otra cosa. Tuvo que llevárselo. —¿Podrías quedarte siempre conmigo? — preguntó a Wulbu Gruñón—. No tengo ningún amigo. Podría repartir mi comida contigo. No como mucho... Y dormirías en mi cama. Un día, tú en la cama y yo en el suelo; y otro día, yo en la cama y tú en el suelo. En invierno tenemos el cuarto la mar de caldeado. Una vez a la semana... 13
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Wulbu Gruñón contestó que sí y Juan Chorlito se alegró muchísimo. Se lo llevó al colegio porque no le daba tiempo para volver a casa. Lo pensaba esconder bajo el pupitre, hasta las once que salieran al recreo. En cuanto abrió la puerta de la clase y entró con su amigo, todos chillaron de alegría; parecían pieles rojas. ¡Chorlito había llevado a clase un perro de carne y hueso! El profesor lo molería a palos hasta que viera las estrellas. Y entonces, todos se reirían a carcajadas. Le dieron a Juan unas palmaditas en los hombros y bailaron a su alrededor. —¡Bravo, Chorlito! —gritaron—. ¡Bravo! ¡Muy bien! ¡Eres un tío estupendo! Juan Chorlito se alegró porque nunca hasta entonces le habían llamado «tío estupendo». Y porque se alegró tanto y pensó que a partir de ese momento todo iba a cambiar, les contó también que el perro en realidad no era un perro. Porque resulta que era el rey de los osos... Y no pudo continuar. Los niños comenzaron a chillar y a reír aún más fuerte, ensuciaron a Juan y a su perro con tinta, les tiraron de los pelos y gritaron hasta que la pizarra se cayó del susto: 14
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¡Juan Chorlito, berzota, Tienes serrín en la cabezota! Querían encerrarlos en el armario, pero se abrió la puerta. ¡El señor Abedul! ¡Ahora venía lo bueno! Los niños ya no gritaron más, sólo chillaba el señor Abedul. A Juan Chorlito lo habían molido a palos. El chico quería contárselo todo al profesor. Quería decirle que su perro no era un perro, sino el rey de los osos Wulbu Gruñón. Intentó hacerlo, pero no pudo decir ni una palabra. Las lágrimas le brotaron de los ojos. De todas formas, el señor Abedul no lo habría creído. Juan Chorlito tuvo que sacar inmediatamente al perro de allí. Lo asió por la piel, lo llevó hasta la puerta, lo dejó al lado de la escalera y le dijo: —Espérame aquí, amigo. ¡Ahora vengo! A las nueve tenemos el primer recreo. No me han hecho daño. Pero cuando salió a las nueve, su amigo Wulbu Gruñón se había marchado. Aquello era horrible.
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Lo buscó por todas partes. Llegó hasta la puerta del patio del colegio porque estaba prohibido ir más allá, corrió a lo largo de la verja y miró a través de los barrotes. No vio nada. Detrás de él, los otros chillaban: ¡Juan Chorlito, berzota, Tienes serrín en la cabezota! Cuando salió del colegio, Juan Chorlito buscó por el campo. Casi no sentía el frío y siguió buscando. Fue hasta el terraplén y lo recorrió de lado a lado. Desde allí veía todo el pueblo. Pero, al final, del frío que le entró, las manos se le pusieron moradas. Entonces, Juan Chorlito se fue a casa. 16
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Cuando llegó, se encontró a Wulbu Gruñón sentado delante de la puerta: le esperaba. Juan Chorlito lloró de alegría y se lo llevó a la cocina. Pero, ¿qué hizo su madre? Le dijo: —¡Saca inmediatamente a ese perro de aquí! Ya lo ves tú mismo, tiene pulgas. Ya me pica —y comenzó a rascarse. ¿Cómo podía pensar alguien eso de un perro como Wulbu Gruñón? Juan Chorlito llevó a su amigo a la terraza: allí las pulgas no son tan peligrosas porque no hay nadie a quien puedan picar. Durante la comida, Juan tomó un poco de pescado del plato de su padre. También envolvió tres patatas hervidas en su pañuelo. Así, Wulbu Gruñón podría calentarse la nariz antes de comer. Después, Juan le contó a su padre que tenía un perro, pero que realmente no era perro. ¡Era el rey de los osos! —Ja, ja, ja —se rió el padre—. El rey... de... los... osos. ¡Menudo embustero! ¡Qué bola! Precisamente ahora que casi no hay osos. Y menos, reyes de los osos. Sólo en el circo Sarasari, claro. Ja, ja, ja. Se rió muy alto y no tenía que haberlo hecho. Aunque sólo fuera broma lo que decía, él tenía que 17
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haber sabido que los reyes de los osos que han sido hechizados son inmortales. Hasta que llegara alguien y acabara con el hechizo. Tendría que haberlo sabido, por algo era su padre. Cuando Juan Chorlito salió a la terraza, Wulbu Gruñón había desaparecido. Se había marchado porque había oído la ofensa. Un rey no aguanta las ofensas. ¡Aunque parezca un perro! Ahora, Juan Chorlito volvía a estar solo.
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2 Tío Jonás vive en ultramar
Lo
que sí tenía Juan Chorlito era un tío que se llamaba Jonás. Tío Jonás vivía lejísimos, en ultramar nada menos. Juan nunca lo había visto. Pero una vez al año llegaba una carta del tío Jonás. Para la señora de Chorlito, de tal y tal lugar. EURO-PA. Y en el remite ponía: Jonás y ULTRAMAR. Tío Jonás era un personaje singular. Era el tío preferido de Juan Chorlito. ¡Cuántas veces le había pedido a su madre que le contara la historia del tío Jonás! ¡Más de cien veces! Cuando tío Jonás aún vivía con ellos, Juan Chorlito todavía no había nacido. Tío Jonás se marchó un día muy temprano. Se llevó un saco de patatas para sembrar: quería vivir de aquello en el extranjero. También se llevó un violín para las largas horas después del trabajo. Luego, llegó una carta. Y otra; así año tras año. La madre de Juan Chorlito leía las cartas poco a poco, moviendo los labios. Y Juan la miraba y escuchaba en 19
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silencio las maravillosas aventuras que vivía su tío Jonás. Lo veía, veía como atravesaba la selva, fuerte como un león, y sin temor. A su alrededor el peligro era constante. Los animales salvajes lo rodeaban. De pronto..., una pantera sobre un árbol. ¡Tío Jonás! ¡Ten cuidado...! Demasiado tarde. La pantera saltó como un rayo. Pero tío Jonás empuñó la escopeta. Pum... ¡Se acabó! Muerta. El disparo justo en medio de los ojos. Borrada del mapa. Juan Chorlito lo imaginaba mientras su madre leía la carta. Tío Jonás era un valiente. Y cuando Juan Chorlito estaba en el arroyo y observaba el agua, también le venían a la mente las aventuras que pasaba su tío Jonás en la selva. Si llovía, Juan Chorlito se sentaba bajo el alero del granero y miraba las gotas de agua que caían en los charcos, y también se acordaba de las historias del tío Jonás.
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Tan solo y tan valiente, cabalgando sobre un mustang salvaje, atravesaba la estepa. A su alrededor, enemigos por todas partes. ¡Lo rodeaban! Por todos lados. Tío Jonás luchaba por escapar. Pero le perseguían. Su mustang corría como el rayo. Ya se acercaba el primero. —¡Ahora! —echó el lazo. Y apresó a tío Jonás. Eran mayoría. Lo maniataron. Con correas. Pero el tío Jonás consiguió romperlas por la noche. Burló la guardia. ¡¡¡Ya!!! Saltó sobre su mustang y ¡salvado! Lo mejor sería que tío Jonás estuviera allí con él, con Juan Chorlito. A veces en el colegio, durante el recreo, todos se reunían en un corro. Mantenían conversaciones largas, tontas, parloteaban sobre aventuras misteriosas que les hubiera gustado vivir. Presumían como pavos reales. Cuando ya no se les ocurría nada más, se jactaban de la fuerza de sus padres o de lo ricos que eran. Se les llenaba la boca y mentían hasta reventar. Juan Chorlito escuchaba. ¡Él sí que podría haber contado historias de su tío Jonás, el de ultramar! Ninguno de sus compañeros tenía un tío en ultramar. Un día, mientras seguían con su sarta de mentiras, Juan Chorlito dijo: 22
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—¡Yo sí que os puedo contar algo bueno! De un tal tío Jonás. ¡Vaya, vaya! Hace ya tiempo él se deslizaba por el bosque. Completamente solo, sin ningún amigo. Y, de pronto, se movió una hoja. El tío Jonás percibió un sonido sospechoso. Pero ya era tarde. Una pantera saltó por los aires.
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3 La carta
PASÓ el tiempo. Llegó la primavera. Los pájaros buscaron pequeñas ramas y hierbas secas y construyeron sus nidos. La gente se preparaba para celebrar la pascua. Todos compraban pinturas y pintaban huevos de pascua. Así se burlaban del invierno y se sentían felices. En el colegio también tenían que decorar huevos. —Queridos niños —dijo el profesor Abedul — , la hermosa época de la pascua llama a nuestra puerta. Los nuevos brotes inundan el bosque y la campiña. La naturaleza se cubre de bellos colores; las mariposas sobrevuelan las praderas. También nosotros queremos acercarnos al color y, por eso, pintaremos preciosos huevos de pascua. ¡Ya podéis empezar! Juan Chorlito tenía en total cinco colores distintos. Tío Jonás levantó la escopeta. Un solo tiro en el cañón. Tío Jonás se agazapó y dio a la pantera. Rrrr... ¡Diana! ¡Como lo oís! 24
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Los demás aún tenían la boca abierta por la emoción. Finalmente, uno dijo: —Está mintiendo. Chorlito tiene pájaros en la cabeza. ¡Y parecía tonto! Lo echaron a patadas: le tiraron barro por encima. Eran mayoría. Juan Chorlito no volvió a contarles nada sobre su tío Jonás. Ni una sola vez. —Cuantos más colores tengáis, mejores huevos os saldrán. Quedarán bonitos y luminosos —había dicho el profesor. Por eso Juan Chorlito pintó su huevo con los cinco colores a la vez. Pero no quedó bonito y luminoso, sino gris- marrón-negro. Los demás se alegraron, y a Juan Chorlito le pusieron otro cate en dibujo. Ya no sabía lo que podía hacer. Como último recurso, escribió una carta a su tío Jonás: «Querido tío Jonás —escribió—: Tengo un problema muy importante. Meto la pata en todo lo que hago. Para que lo sepas: no sé ni pintar huevos de pascua. Por favor, mándame algo que asombre a toda la gente. Me gustaría que fuera un indio de verdad. Tu sobrino, Juan». 25
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Echó la carta en el buzón de urgencias del edificio de correos para que llegara cuanto antes y esperó la respuesta. Todos los días se levantaba a las siete y media para ver si el coche de correos le traía alguna contestación. Se marchaba a ver cómo descargaban el correo y el cartero llevaba la saca a la oficina de correos. Juan Chorlito iba detrás de la saca y esperaba delante de la ventanilla hasta que clasificaban las cartas. Y cuando, por fin, salía el cartero, con su enorme cartera, Juan Chorlito corría a su encuentro y le preguntaba: —Quizá tenga una carta para un tal Juan Chorlito. ¡Soy yo! Viene de ultramar. El hombre buscaba en su cartera. Ojeaba todas las cartas y..., no, no tenía ninguna. Todos los días pasaba lo mismo. Juan Chorlito se levantaba a las siete y media, iba al autobús de correos, esperaba la saca, la seguía y esperaba delante de la ventanilla. Pero no llegaba ninguna carta de ultramar. Entonces comenzó a levantarse a las seis y media. Corría detrás del coche de correos, hasta que éste llegaba a la parada. Esperaba a que bajasen la saca; después se quedaba un rato delante de la ventanilla y le preguntaba al cartero si había llegado una carta para un tal Juan Chorlito. No, no tenía ninguna carta. 26
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Quizá tendría que colocar un colchón de paja en las escaleras de la oficina de correos para pasar allí la noche. Si tío Jonás hubiera mandado una carta urgente, ya habría llegado. ¡O por correo aéreo! Igual se había hundido el barco que traía la carta. Entonces, tendría que esperar hasta que el tío Jonás escribiera otra carta. En el duodécimo día, Juan Chorlito casi no había dormido. Aún era de noche cuando salió en busca del autobús de correos. Se sentó al lado de la carretera y tiritó de frío. Vio el autobús ya de lejos, lo alcanzó y corrió detrás hasta la parada.
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Siguió a la saca y esperó en la escalera. Le preguntó al cartero si tenía una carta para Juan Chorlito. De su tío Jonás que vivía en ultramar. El cartero buscó en su cartera y leyó: —Señor Josef Pichat, avenida Pistatien seis, no. Maschin Karl. Prohibit Anna, no. Oberunt Kurt. Dinbuda Luis, no... Ninguna carta... Perdón, sí. Juan Chorlito. ¡De nada! Sin remitente. Fue el día más hermoso de la vida de Juan Chorlito. El sobre venía con unos sellos preciosos que Juan no había visto hasta entonces. Eran dos, uno amarillo y otro marrón. Juan acarició la carta; la palpó por todos lados. Notó que había algo grueso en su interior. La llevó con mucho cuidado, para que aquello no se rompiera. La tuvo que abrir con mucho esmero para que, con las prisas, no se cayera nada. No quería estropearla. La guardaría con sumo cariño toda su vida y algún día se la llevaría a la tumba. La olió. ¡Salada! ¡Claro, venía del mar! La carta llevaba muchos días de viaje en el barco. El barco surcó el océano salado, hubo tormenta y pasó graves peligros. El huracán hizo que el agua salada 28
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de las olas se precipitara sobre la cubierta y lo inundara todo. Ahora olía a salado, claro. El barco debía de ser enorme, colosal. Todo el trayecto sería colosal. Si no fuera enorme, no habría podido aguantar tanto tiempo. Todos los barcos del tío Jonás eran gigantes. El huracán los pillaba a todos. En casi todos los viajes. Pero no se hundían porque los barcos del tío Jonás eran invencibles. Había que abrirla con cuidado... Juan Chorlito palpó todas las esquinas, hasta encontrar por donde abrirla. Ya había abierto dos milímetros. Miró el interior, pero no vio nada. Todo estaba oscuro. La abrió por fin. Había una bolsita llena de polvos y una nota. Tío Jonás era un hombre maravilloso. El niño llevó la bolsa al granero para que no se volara ni uno solo de aquellos polvos con el viento. Se sentó junto a la pared y leyó, tan deprisa como pudo: «Querido Juan: En la carta encontrarás unos polvos mágicos. Mi querido amigo, debes saber que el hechicero, al que he salvado la vida a menudo, me los ha dado para los casos de apuro. ¡Y tú estás en apuros! Todo lo demás está en las instrucciones. Haz todo lo que pone 29
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y escríbeme pronto. Tengo mucha prisa; aún tengo que cazar unos leones y fumar unas cuantas pipas de la paz. Tu viejo amigo, Jonás». Lo sabía: podía confiar en su tío Jonás. Juan Chorlito leyó las instrucciones. En un pequeño trozo de papel ponía: "... se vierten los polvos en un recipiente de cristal, con mucho cuidado para que no se pierda ninguno. Este hay que colocarlo en la ventana una noche de luna. Después se enciende con una cerilla, a la que — previamente hay que rozar con una pluma de lechuza. Si puede ser tres veces, y de izquierda a derecha. Durante la noche se soñará una palabra mágica, que tenga más de siete silabas. Después todo sucede. Al día siguiente el indio invisible estará a tu lado. Será tu amigo, con él podrás hablar de todo lo que quieras, le podrás preguntar lo que desees. Estará contigo y ya no tendrás miedo de nada. Nadie salvo tú podrá ver lo. ¡Protegerlo del frío!"
Aquel día, los minutos parecían horas. Fue el día más largo en la vida de Juan Chorlito. Le pusieron tres suspensos y un aviso en el cuaderno de notas del señor Abedul por falta de atención. Por fin llegó la noche. Y dio la casualidad de que ese día había luna llena. Faltaban tres días para pascua; pero el día de pascua siempre cae el domingo después de la luna llena. 30
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La luna se levantó por el este, justamente por donde estaba la ventana del cuarto de Juan Chorlito. Unas horas antes, Juan había conseguido una pluma de lechuza. Sabía que había un nido de lechuzas en un rincón oscuro del viejo horno de cal. El último verano salvó una pequeña lechuza, que se había caído del nido y la devolvió a su casa. Iba allí casi todas las semanas para ver si todo estaba en orden: si el listón estaba aún bien sujeto al nido, para que el viento no se lo llevara. Y comprobaba que no hubiera huellas de zorro en la arena. Así que Juan Chorlito tomó la pluma de lechuza justo el mismo día. Desde la ventana podía ver la luna. No necesitaba asomarse, porque estaba encima del tejado del establo. Juan volvió a leer las instrucciones. Despacio, una palabra detrás de otra, había que seguirlas con exactitud; se trataba de unos polvos mágicos. No podía olvidarse de nada, ni perder un poquito de aquellos polvos. Vertió los polvos en un recipiente de cristal. Después tomó dos cerillas, por si una se apagaba, y pasó la pluma por encima de ellas tres veces de izquierda a derecha. Y encendió los polvos mágicos. Se pusieron azules. 31
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Colocó el recipiente sobre la repisa de la ventana y se metió en la cama. Con la tensión, olvidó quitarse los zapatos. No lo notó hasta el día siguiente porque le apretaban. Se pasó toda la noche mirando la luna y la llama azul. No quería dormir, quería estar despierto cuando él llegase. El indio invisible, por supuesto. Pero se le cerraban los ojos y se durmió por fin. Era lo mejor, porque tenía que soñar una palabra mágica... Lo ponía en las instrucciones. Una con más de siete sílabas. Juan Chorlito soñó la palabra mágica más hermosa que encontró: Nisnasnoberlasfaserbrascailifasnusibusiobelmasimpel- gimpelcarafas... Aún tenía once sílabas más, pero Juan Chorlito las olvidó. De todas formas había que soñar una palabra, no hacía falta recordarla. ¡Y soñarla, la había soñado! Así que servía. Todo iba bien. En cuanto se despertó, miró hacia la ventana. No creía lo que veían sus ojos. Al lado de la repisa había un indio gigantón y tan fuerte como un oso. Llevaba un sencillo adorno de plumas en la cabeza, como los que utilizan los pinthahalas cuando van a cazar halcones. También llevaba una camisa de lino blanco, pantalones de piel de búfalo y mocasines de piel 32
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de bisonte. No llevaba ningún adorno; ningún trofeo ni despojos de animales (como los que llevan algunos pieles rojas que viven en el corazón del bosque). Juan Chorlito se levantó, le dio la mano y se hicieron amigos. El indio se llamaba Ibi-Ubu. El tío Jonás era el mejor hombre del mundo.
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4 Invisible
Al principio Juan Chorlito tenía dudas. ¿Y si el indio aún no era invisible? ¿Y si se le podía ver un poquito? Su madre se pondría... ¡Mejor no pensarlo! Y el profesor no le dejaría entrar en clase. Durante el desayuno, los dos amigos se sentaron juntos. Juan Chorlito había reservado una silla a su lado para Ibi-Ubu. Su madre quiso arrimar la silla a la mesa. Entonces, Juan Chorlito se dio cuenta de que Ibi-Ubu era invisible. Su madre no podía verlo; si no, no habría arrimado la silla. Juan le dio a Ibi-Ubu un poco de su pan. ¡Sí! Totalmente cubierto de mermelada de cuatro gustos. Pero Ibi-Ubu negó con la cabeza: —Los invisibles no comemos mermelada. Sencillamente no comemos. ¡Como lo oyes! En el camino del colegio, Juan Chorlito iba delante. Ibi-Ubu le seguía. A lo mejor no se sabía el camino, pensaba Juan Chorlito. Acababa de llegar. 34
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A su derecha y a su izquierda iba la gente. Pasaban por su lado. Como siempre. No se daban la vuelta; tampoco miraban hacia arriba. Era casi seguro que la gente, a excepción de Juan Chorlito, naturalmente, no veía a Ibi-Ubu. Juan Chorlito sentía que su amigo iba tras él y eso le daba una gran fuerza. Podía dar pasos gigantescos y notaba que sus músculos se fortalecían. Iba con seguridad. En su interior tampoco quedaba ni rastro de su miedo anterior. —Ahora, agáchate —le dijo el niño cuando entraron en la clase. Ibi-Ubu era unos centímetros más alto que la puerta. Pero no se agachó. —¡Un indio no se agacha nunca! —contestó el piel roja, y fue hacia la puerta, derecho como un árbol, orgulloso como un águila, y... atravesó la pared. Igual que otro cualquiera atravesaba el aire. ¡Algo asombroso! Juan Chorlito recorrió toda la clase. Con pasos fuertes y seguros recorrió toda la fila hasta llegar a su sitio en el último banco. ¿Y qué sucedió? Nadie le puso la zancadilla. Nadie le tiró bolas de papel por la cabeza, tampoco le bombardearon con granos de arroz ni le ensuciaron de tinta. Sólo Eppe murmuró: —¡Gallina! 35
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Juan se levantó, fue hasta él y dijo: —¿Qué dices? Eppe se apretó contra su compañero, se escondió tras un libro de matemáticas y tartamudeó: —Qué..., qué... No, nada... No he..., he dicho... nada, de verdad..., nada. —Creía —dijo Juan Chorlito: se giró lentamente y volvió a su pupitre. Ibi-Ubu estaba a su lado. Juan lo miró. Ibi-Ubu podía estar tranquilo: él era un valiente. Ibi-Ubu se dio cuenta. La primera clase era la de matemáticas. Ibi-Ubu se puso delante, al lado del señor Abedul. ¡De repente, el profesor se había vuelto pequeñísimo! Nadie, salvo Juan, claro, vio al indio. El señor Abedul tampoco. Ahora Juan estaba seguro de que Ibi-Ubu era invisible. —¡Chorlito! —¡Presente! Juan ya no se asustaba. Estaba tan tieso como una vela y su voz sonaba fuerte. —¿Cuánto es cuatro más dos por siete menos tres? —preguntó el señor Abedul. —¡Treinta y nueve! El profesor lo miró por encima de las gafas. «¡Vaya! Si es Chorlito», pensó. Pero no dijo nada. Sacó 37
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su cuaderno de notas del bolsillo y le puso un siete. Los demás estaban con la boca abierta. La operación no era fácil y nadie lo habría sabido tan deprisa. Todos permanecieron callados. Ibi-Ubu tampoco se lo había soplado. ¡De verdad! Lo que pasaba es que Juan Chorlito, de repente, había comprendido cómo se calculaba sin miedo. Siempre hacia delante. Durante el recreo nadie le tomó el pelo. Se pusieron en grupos de cinco o seis y lo miraron con asombro. —¡Ven, Chorlito! —dijo uno—. Pero Juan se quedó apoyado a la verja, junto a su amigo. Desde allí los dos podían observar el panorama. Juan Chorlito sabía que un indio necesita ver amplios paisajes. Ibi-Ubu miró a la lejanía y Juan Chorlito escudriñó por debajo de la verja. Todo era maravilloso. Después del recreo tenían clase de dibujo. —Queridos niños —dijo el señor Abedul—, dentro de dos días estaremos en pascua, como sabéis, y hoy pintaremos huevos de pascua por última vez en este año. El tiempo de la alegría y de los colores ha llegado y plasmaremos todos esos colores en los huevos. ¡Adelante! 38
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Juan Chorlito quiso enseñarle a su amigo que hasta sabía pintar. Plasmó todos sus colores en un huevo y se quedó gris- marrón-negro. —¿Lo ves? —dijo Juan Chorlito—. La cosa no marcha. No sé lo que tengo que hacer. Ha pasado lo mismo que ya os conté a tío Jonás y a ti en la carta. Sus compañeros se rieron cuando lo vieron. —Tengo que pintar una raya al lado de otra — dijo Juan Chorlito en voz baja. —Al lado no hay nada —contestó su amigo—. Si piensas ¿dónde está al lado?, te das cuenta de que en ningún lugar, porque al lado del lado siempre hay algo nuevo y así sucesivamente. Eso significa que lo que tú pintas está bien. ¡Era verdad! Juan Chorlito lo pensó du-rante un rato. ¡Sí, era verdad! Y comenzó a pintar sin más. Cubrió un huevo de color verde. Sopló para que se secara y le puso lunares naranjas. Quedó precioso. Hizo otro azul con rayas blancas y luego uno rojo cubierto de flores. El rojo fue el más difícil de hacer, pero también el que quedó mejor. A Juan Chorlito le pareció que tenía las orejas tapadas con flores. No oyó la campana del recreo y siguió pintando y pintando. Hasta olvidó a su amigo mágico y tampoco notó que todos le rodeaban. 39
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—¿Qué es lo que le pasa a Chorlito? —se preguntaban—. Siempre ha sido el más tonto y. de repente, pinta como el mejor. —Exactamente así —dijo el señor Abedul—, exactamente como Chorlito ha pintado sus huevos de pascua, tenéis que hacerlo vosotros. ¡Miradlo bien y aprendedlo para el año que viene! Y le puso a Juan Chorlito un ocho gordísimo. De repente, Chorlito se había convertido en el mejor especialista pinta- huevos de todo el colegio. Cuando salió al patio, le dejaron pasar con admiración. Al que no se apartaba a su paso, le empujaban los demás. —¡Hazle sitio a Juan Chorlito! —le decían—. ¡Que no puede pasar! Juan fue por el patio con paso seguro. Llevaba las manos en los bolsillos y procuraba siempre que a su lado hubiera un sitio libre para Ibi-Ubu. En realidad, no hacía falta: un invisible no ocupa espacio. Pasa por todas partes. Por la noche, cuando Juan Chorlito se fue a dormir, se echó en una esquina y dejó la almohada libre para que su amigo estuviera más cómodo. Pero Ibi-Ubu dijo: —Un indio no duerme en la cama. La pradera es dura y está acostumbrado a eso. 40
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Se sentó en el suelo, al lado de la cama, e hizo guardia. Con sus ojos de halcón, miró por la ventana y vio las estrellas. Juan Chorlito durmió como una marmota. Y sin miedo. Así pasó el tiempo. Un día tras otro. Y cuando aún no hacía cuatro semanas, el señor Abedul le había puesto a Juan cuatro cincos y dos ochos en el cuaderno de notas. Ahora en la clase había cuatro que aún eran peores que él. Lo sentaron tres bancos más hacia delante. Hubiera preferido quedarse atrás porque el último banco estaba al lado de la ventana. Desde allí Ibi-Ubu veía mejor el panorama. —No he podido hacer nada —dijo Juan Chorlito en el recreo—. El señor Abedul lo ha decidido así. Ahora ya no podrás ver el paisaje en la lejanía. —¡Qué más da! —contestó Ibi-Ubu—. La pared no me estorba. Mis ojos son penetrantes: no necesitan ventanas. En la siguiente clase, Juan Chorlito vio que IbiUbu miraba a través del muro sin esfuerzo. Como otros miran por la ventana.
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5 Boda en el frasco de pepinillos
CASI todas las personas tienen en casa un acuario, porque los acuarios son muy bonitos. Cuando se mira en su interior es igual que si se contemplara el mundo entero, sólo que más pequeño. Juan Chorlito también tenía un acuario. Bueno, no uno de los de verdad, como el de las otras personas, de esos que tienen iluminación y los peces más extraños con nombres de ensueño. Juan Chorlito sólo tenía un frasco de pepinillos normal y corriente. Era redondo y no muy grande. Y en su interior había varios espinosillos. Los espinosillos no le costaban dinero: él mismo los pescaba en el río. Tenía seis. Tampoco necesitaba iluminación eléctrica, porque su acuario estaba iluminado por la luz natural; del sol o de la luna por la noche. Juan Chorlito alimentaba a sus peces con pulgas de agua. También las comen cuando viven en el río. Las pulgas de agua se pescan con una red que se 42
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fabrica muy fácilmente: a una media que no tenga carreras, se le cose un anillo de alambre y luego se le pone un mango largo, y con esta red se pescan las pulgas. Después se guardan en un frasquito hasta que se echan en el acuario. Y eso es todo. Normalmente, Juan Chorlito cuidaba los espinosillos con mucho cariño. Comían dos veces al día y en el frasco se sentían como en su casa del río. En el frasco estaban muy cómodos. Juan cubrió el fondo con arena limpia, recogió unas piedras y las colocó allí. También recogió unas plantas acuáticas del río y las metió en el frasco. Y, luego, el agua. Y, por fin, los peces. Tenían suficiente sitio para nadar. Aún eran pequeños de tamaño. Lo cierto es que, a veces, Juan Chorlito soñaba con tener un pez extraño. Sobre todo uno que, en realidad, no existe, algo así como un pez mágico. Un jacubino volador o uno con nombre latino (un bimilinus aquati ficilius o algo parecido). Pero no podía ser. Sólo era un deseo. Lo que no se tiene, no se tiene; y tener los espinosillos era mucho mejor que no tener peces de 44
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ninguna especie. Y si se miraban bien, uno descubría que eran preciosos. Una vez, Juan Chorlito cazó una rana y la metió en el acuario. Alguien le había dicho que las ranas descontaminaban el agua, atrapaban los mosquitos y podían predecir el tiempo. En general, servían para muchas cosas. Por eso atrapó una rana y la metió en el frasco. Pero un día después la rana desapareció. Se metió secretamente en la cartera de Juan Chorlito y, allí escondida, se dejó llevar hasta el colegio. Después, se escabulló y apareció —no sé cómo— en el sombrero del señor Abedul. Lo que pasó entonces os lo podéis imaginar. El profesor se puso el sombrero, notó algo frío y ¡¡se armó una buena en clase!! Pero esta vez nadie supo quién era el responsable. Ni siquiera Juan Chorlito reconoció a la rana, porque su rana (eso pensaba él) estaba en casa, en el acuario. Un día, a Juan Chorlito le pasó algo verdaderamente curioso con su acuario. Y todo a causa de su hermana Mili. Por la noche, Juan Chorlito no podía dormirse. Le dio tiempo a inventarse mil historias y a pensar de todo. Porque desde que tenía a Ibi-Ubu, todo era muy distinto. Juan Chorlito podía hacer planes 45
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gigantescos y verse como protagonista de hechos importantes. Ahora todo iba bien. Ese día, Ibi-Ubu aún no se había acostado. Se encontraba junto a la ventana, contemplaba las estrellas y hacía guardia. Juan Chorlito oyó las campanadas del reloj de la iglesia. Doce veces. A esa hora, en los pueblos y ciudades pasan hechos extraños. Las cosas que no tienen patas se dan grandes paseos. Mujeres, que no poseen alas, empiezan a volar como los pájaros. Algunos se transforman o se ponen extraños atuendos. Es la hora de los fantasmas. Así transcurre una hora, hasta que vuelve a sonar el reloj de la iglesia. Entonces todo se acaba. En el cuarto había mucha claridad. Juan Chorlito veía a Ibi-Ubu perfectamente. Desde que Ibi-Ubu estaba allí, Juan Chorlito tenía los ojos más penetrantes. Veía tan bien de noche como de día. Ibi-Ubu fue hasta la cómoda, se paró delante del frasco de cristal, miró en su interior y comenzó a hacer gestos para que Juan fuera inmediatamente. Juan Chorlito saltó de la cama y corrió de puntillas hasta el acuario, para que su hermana Mili no se despertara. Pero cuando pasó por su cama, estaba vacía. 46
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El niño se asombró, levantó la colcha y... nada de nada. Aquello ya comenzaba a ser sospechoso. Miró debajo de la cama, de la silla, tras la cortina, en el cajón del armario..., pero no estaba en ningún sitio. Encendió la linterna y alumbró los rincones. ¡Nada! ¡Y Mili ni siquiera sabía correr bien! Miró a Ibi-Ubu. Tal vez la había visto. De pronto, Juan Chorlito vio una luz extraña dentro del frasco de cristal. Como una bengala. Reconoció los verdes ojos de los espinosillos y vio un centelleo azul y rojo, que se movía en el agua y nadaba sin parar. Se acercó más y comprendió que eran los peces los que relucían tanto. Tal vez llevaban el traje de los domingos. Juan Chorlito sacó los cajones de la cómoda y se subió encima de ellos. En cuanto estuvo arriba, al borde de la cómoda, vio... ¡Pensó que se había vuelto loco! Vio que las zapatillas de Mili estaban junto al frasco de cristal. Aquello sí que era sospechoso, porque Mili era más pequeña que Juan. ¿Cómo podía subir hasta allí? Si no podía correr aún, ¿cómo iba a volar? Juan Chorlito reflejó la linterna en el frasco de pepinillos y vio —nadie lo creería si no lo veía con sus 47
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propios ojos—, vio a su hermana Mili. Nadaba por allí como Pedro por su casa y se había convertido en un pez de color transparente. La reconoció enseguida. ¡No era tonto! ¡Por mucho que se disfrazara cien veces! Golpeó en el cristal del frasco y la saludó con la mano. El pez (Mili) le miró, movió una aleta, se dio la vuelta y se fue. Como si no le conociera. ¡A su propio hermano! —¡¡¡Mili!!! —gritó el niño—. ¡Ven inmediatamente, eres tonta de remate! ¿No me oyes? ¡Me vas a destrozar las plantas acuáticas! Por lo menos, fíjate por dónde vas. Mili parecía sorda. Se dio la vuelta, coleteó con la aleta caudal y se marchó. Se escondió detrás de una caracola. —Pero ¿qué hace en mi acuario? —preguntó Juan Chorlito a su amigo invisible. —Celebra una boda —contestó Ibi- Ubu—. Hoy es el día de la boda de los espinosillos. Tienen invitados, y, entre ellos, está Mili. Juan Chorlito se acercó hasta rozar el frasco y lo iluminó con la linterna. ¡Entonces, reconoció a otros peces! 48
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Estaba el señor Abedul. Seguro que era él porque le miraba exactamente igual que en el colegio, por encima de las gafas y de arriba abajo. De pronto, se dio cuenta de que allí las cosas eran iguales que fuera, en el mundo. Las plantas acuáticas eran los árboles; las conchas, las casas; los peces..., pero ¿qué decía? Las personas nadaban por allí como si fueran peces. Y más allá Juan Chorlito reconoció a otra persona: Jorge Sigula, de su clase. Un mal educado, fresco y rebelde, que siempre se metía donde nadie le llamaba, aunque no estuviera invitado. Y Juan Chorlito estaba seguro de que a él los peces no le habían invitado. El niño hizo un gesto a su hermana para que embistiera al señor Abedul. O, mejor, morderle. ¡Sí, eso era! Hacia la izquierda. ¡Ahora! ¡Ya! Nada. Mili cambió de nuevo de lugar, miró a Juan estúpidamente, movió las aletas y dio media vuelta. ¡Menudo juego más tonto! ¡Mañana vería lo que era bueno! Y también vio a Mucke. Por el color de su cara, reconoció que era el hijo del panadero evangélico, porque estaba tan blanco como él. 49
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Y otro más: un espinosillo negro que se revolvía en la arena. No era otro que el peluquero Ickel. el del mercado. Ni siquiera se había cambiado para ir al banquete nupcial. Sólo había dado la vuelta a su delantal (la parte sucia hacia afuera). Cuando Sigula estropeó una caracola, Juan Chorlito se enfadó tanto que cogió la red de pescar pulgas y lo atrapó. El señor Ickel se puso tan nervioso que se dio contra una planta acuática y arrancó dos hojas. Juan Chorlito no pudo contenerse más de la rabia. Se quitó el pijama y quiso meterse en el acuario para enseñarles a todos aquellos bárbaros quién era el dueño de aquel frasco de pepinillos. Ya tenía un pie dentro cuando se acordó de que no sabía nadar. Bajó, se puso otra vez el pijama y se avergonzó de sí mismo. Aprendería a nadar el próximo verano. Pero, para que no se le olvidara, dejó la red al lado de la cama. Mañana los atraparía a todos. ¡No podía con ellos! Los echaría por la alcantarilla. El reloj de la iglesia dio la una. A esa hora, en todos los pueblos y ciudades, los extraños sucesos tocan a su fin. Los zapateros que se habían transformado en pájaros grises descansan de nuevo en sus camas. Las 50
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cosas que a pesar de no tener patas iban de un lugar a otro vuelven a estar en su sitio y todo queda como si no hubiera pasado nada extraño. Cuando Juan Chorlito se despertó al día siguiente, encontró la red al lado de la cama y se acordó de la boda de los espinosillos. Al instante, se levantó, fue a la cómoda —Ibi-Ubu estaba al lado de la ventana y miraba cómo salía el sol— y se subió encima. Quería enseñarle a aquel Sigula y a los otros lo que era bueno. Pero ya no estaban allí. También Mili se había marchado. ¡Claro, Mili! Se bajó deprisa y fue a la cama de su hermana. Allí estaba; la muy fresca disimulaba, fingía que dormía. Pero cuando le tiró de las trenzas, comenzó a chillar. ¡Menuda bribona! ¡Como si no hubiera pisado el frasco de pepinillos! Pero la cama estaba todavía mojada. Cuando Juan Chorlito llegó al colegio, Ibi-Ubu también, claro, miró a Sigula fijamente. Por el estropicio que hizo con la caracola. El muchacho, enseguida, apartó la vista. Probablemente, sabía que no había obrado bien. El señor Abedul no dijo nada del día anterior. Y hasta le puso a Juan Chorlito un notable. Seguramente 51
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en agradecimiento porque había acudido a una ceremonia tan bonita. Desde aquel día. el señor Abedul estuvo mucho más simpático con Juan Chorlito.
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6 El tren de los caracoles tiene doce
estaciones
LLEGARON las vacaciones y todos, menos Juan Chorlito, se marcharon de viaje. La mayoría se fue con sus madres al lago Garda. Jesusek, el que estaba en la segunda fila, fue a Oberammergau, porque allí tenía un tío. Y Nouge se fue a casa de su hermana mayor, en la ciudad. Sólo Juan Chorlito se quedó en casa, porque su padre era pobre. Pero no le preocupaba. Juan podía ir todos los días de excursión. Por ejemplo, al arroyo de los patos. Allí tiraba piedras a las hojas que flotaban sobre el agua y practicaba la puntería. O podía construir barcos de cortezas, ponerles velas de retales y dejarlos flotar hasta la otra orilla. A veces iba a la montaña de los enanos. No era demasiado alta, pero sí la más alta de los alrededores. Y eso era tan importante como si hubiera sido una montaña enorme rodeada de montañas más bajas. Desde allí podía contemplar el paisaje con su amigo invisible.
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Eso refuerza los ojos. La pupila se acostumbra a la distancia. Una vez fue con Ibu-Ubu un poco más lejos, hasta el bosque. Cuando llegaron a un claro, Juan Chorlito estaba cansado porque el camino era largo. Se sentaron bajo un pequeño abedul en medio del claro. Juan se echó bajo el árbol y miró al aire. Las nubes pasaban volando y las abejas zumbaban. En definitiva, era un día hermoso. Ibi-Ubu estaba al lado de Juan Chorlito y observaba a los halcones. Juan miró a izquierda y derecha y vio que las hierbas eran más altas que él. Pasaban por encima de su cabeza. Los escarabajos se paseaban entre ellas. Escalaban por los tallos, volaban un poco y volvían a aterrizar. De repente, Juan vio que allí ocurría lo mismo que en el mundo, donde él tenía que ir al colegio. Las hierbas eran los árboles; los escara-bajos, la gente; los ciervos volantes eran los pastores y las flores, las iglesias. Y no pasó mucho tiempo hasta que el propio Juan Chorlito comenzó a retozar entre aquellos seres.
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Y, en aquel momento, él no era más pequeño, como ocurría en su clase, sino el mayor. Aquello era fascinante.
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Fue de aquí para allá. Todo lo observó; miró debajo de las hojas, por si encontraba algo que pudiera guardar. Y vio —no podía creer lo que veían sus ojos— un tren que bajaba por el tallo de una flor. Muy despacito. Delante, en el lugar de la locomotora, iba un caracol. El tren de los caracoles se dirigió hacia el árbol, frenó bruscamente —chirrió un poco, no muy fuerte— y se paró en seco. ¡Salgan, salgan del andén que ya ha llegado el tren! El que quiera viajar ya se puede montar. Pin... Éstas fueron las palabras del caracol; y después silbó como una locomotora, pero mucho más bajito, claro. Se abrieron las puertas y bajaron más de cien insectos. Las hormigas corrieron de un sitio a otro y se enredaron las patas unas con otras. Había escarabajos con sus hijos y más insectos de todo tipo. Se metieron entre los tallos y desaparecieron por los agujeros. Antes de que Juan Chorlito pudiera darse cuenta, se encontró 57
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en medio del revuelo que armaron los nuevos viajeros que se apiñaban ya en los vagones. El caracol gritó; Subid, subid, queridos amigos. Subid, subid, que ahora partimos. Tralarí, tralaré, traloró, tralará. Si queréis volar, el abejorro os llevará. Si preferís viajar, conmigo venid. Que se quede aquí el que no quiera ir. Después se metió en su casa y se durmió. Juan Chorlito no dejaba de admirarse ante cosas tan interesantes. Había, por ejemplo, un escarabajo que llevaba en la mitad de una avellana un poco de tierra. Tal vez quisiera visitar a unos familiares y les llevaba un recuerdo de su patria. A lo mejor sólo iba a su huerto y se llevaba la tierra para utilizarla como bancal. Algunos cargaban extraños bultos: objetos envueltos en pequeñas hojas, agujas de pino atadas con esmero para construir casas o hacer fuego. En definitiva, todo era como en una estación de verdad. Y sin apenas darse cuenta, Juan Chorlito se encontró en un vagón del tren de los caracoles. Corrió a la ventana y llamó a Ibi-Ubu. Quería que fuera con él. 58
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—No —dijo Ibi-Ubu—. ¡Vete tú! Yo te esperaré aquí mientras observo los halcones. —Está bien. El caracol cantó: De camino partimos. El norte es nuestro destino. Ya nos pararemos cuando lleguemos. Y enseguida el tren de los caracoles se puso en marcha. No iba muy rápido. Como es habitual en un tren de caracoles. Juan observó a la gente de su compartimiento: un topo que llevaba un abrigo de piel un poco gastado, un viejo moscardón, jóvenes escarabajos peloteros y una abeja. La mayoría era gente pobre que había ahorrado a base de sacrificios un poco de dinero para viajar una vez en su vida. ¡Por una vez no sería necesario utilizar sus propias alas! Estirar las piernas y viajar. Despacio y con comodidad. El topo pensó que Juan Chorlito era un topo también. Seguramente por su peinado. Se restregó los ojos y dijo: 59
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—Sepa usted, señor topo, que yo me restregó los ojos antes de soñar, porque yo sueño cosas muy hermosas. Ahora mismo me pondré a dormir y soñaré. Y sería una pena si no tuviera los ojos limpios y no pudiera ver con claridad lo que soñase —y ya con las últimas palabras se le cerraron los ojos y se durmió. La joven abeja sacó una pipa de cera de su cazadora de piel, la llenó con semillas que llevaba en el bolsillo y comenzó a fumar. Los viajeros estiraron sus piernas y tomaron a raudales el sol que entraba por las ventanillas. Y el tren de los caracoles siguió calmoso hacia su destino. En la primera estación no bajó nadie. En la segunda, tampoco. Y lo mismo ocurrió en la tercera. Por fin, en la cuarta, el viejo moscardón dejó el compartimiento y dijo: —Tengo que hacer trasbordo. Desde aquí volaré, sssss..., hasta Hamburgo —se elevó y se marchó volando. Entre la cuarta y la quinta estación se armó un revuelo. Intranquilidad en los vagones. Los viajeros se deslizaban nerviosos de aquí para allá. Algunos saltaron por las ventanas y se fueron 60
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volando. Otros se colgaron de las puertas para que no los vieran desde dentro. ¿Qué ocurría? Un herrerillo con uniforme azul pasó por los compartimientos. —¡Billetes, por favor, billetes, señores! —estaba ya a dos vagones del compartimiento de Juan Chorlito—. Si lo desean, pueden adquirir el billete en este momento, señoras y señores. Pero Juan Chorlito no tenía dinero, la verdad es que ni siquiera sabía con qué se pagaba allí. ¿Cuál era la moneda? Y antes de que pudiera pensar en alguna solución, se abrió la puerta y apareció el herrerillo: — ¡Señores, tengan la bondad! ¡Los billetes, por favor! Sólo quedaba una posibilidad: Juan Chorlito cerró los ojos para que el herrerillo no lo viera. Y en efecto, no lo vio. Revisó los billetes y se marchó. En el compartimiento vecino la cosa no fue tan fácil. Un escarabajo pelotero quería pagar con un billete de mil hierbajos. Pero nadie tenía cambio. —¡Mil hierbajos, por el amor de Dios! No, no, no —dijo el herrerillo—. En cuatro años no he conseguido reunir tanto dinero. El escarabajo pelotero tuvo que bajarse y cambiar. ¿Encontraría a alguien? 61
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Y, para colmo, una cetonia dorada. Se comportaba de forma muy elegante. Como si fuera la dueña de una mina de oro. Y el revisor hubiera cometido una impertinencia, ¡una verdadera inso-len-cia!, exigirle una suma tan ridícula. ¿El señor revisor no veía el oro de sus alas? —¡No, querida dama! —contestó el herrerillo—. ¡Conmigo no valen las artimañas! ¡Con ese oro no podría comprarse nada de nada! La pelea continuó durante un rato y, al final, la cetonia dorada tuvo que bajarse. El caracol cantó: Tralarí, traloró, tralará. ¡Estación de las Hierbas Altas! Quien viva aquí, bájese ya. Si ésta es su casa, no siga más. Piii... Después se paró, se refrescó junto al tallo de una flor, se metió en su casa y durmió un poco. Lo mismo ocurrió en doce estaciones: Parque de Arándanos, Hojas Verdes y todas las demás.
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A veces, el caracol permanecía más tiempo parado y descansaba. Luego continuaba, siempre derecho. No había curvas. Cuando Juan Chorlito bajó, estaba cansado y se durmió enseguida debajo de su árbol. Al despertarse, Ibi-Ubu estaba junto a él y observaba a los halcones. Había sido un viaje precioso. Quizá el mejor en la vida de Juan Chorlito. Cuando se acabaron las vacaciones, todos volvieron de sus viajes. Del lago Garda y de Oberammergau. Estuvieron mucho rato cotilleando en el patio del colegio y presumiendo de sus viajes: mostraron a todo el mundo sus pantalones tiroleses, sus higrómetros y los limones artificiales que habían traído de Italia. A Juan Chorlito no le hacía falta ningún recuerdo. Su viaje había sido aún más emocionante que ir a Italia.
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7 Mil millas todavía para Texas
A VECES, Juan Chorlito vivía con su amigo invisible aventuras que era incapaz de explicarse porque eran extraordinarias. Por ejemplo, un día en clase de pintura, el profesor dijo: —Hoy vamos a dibujar, queridos niños, algo distinto. Dibujaremos a un amigo nuestro. A eso se le llama un retrato. Cada uno pintará a su mejor amigo, su hermano, primo o, en su caso, su padre. Poned todos los medios para que se parezca. ¡Ya podéis empezar! Todos comenzaron a dibujar a su amigo, su primo o su padre. Juan Chorlito pintó a Ibi-Ubu. Ibi-Ubu era su mejor amigo. Comenzó por la cabeza, le pintó el adorno de plumas y se dio cuenta de que Ibi-Ubu era demasiado grande y no cabía en una hoja sola. Por eso continuó en otra. El dibujo quedó precioso. Los mocasines tampoco cupieron en la segunda hoja. Por lo demás, todo quedó muy parecido. 64
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El profesor recogió las hojas y, casi al final de la clase, miró los dibujos (eso sí, sin ponerles nota aún), se asombró y dijo: —¡Chorlito, fuera de clase! Había dos hojas en blanco. Sólo en la esquina ponía el nombre: juan Chorlito. Antes de que Juan pudiera darse cuenta, recibió cuatro bofetadas por desobediencia. Y entonces ocurrió algo extraño: las cuatro bofetadas no le hicieron a Juan Chorlito el menor daño. El profesor sacó su cuaderno de notas y le puso un cero redondísimo. Pero por mucho que apretó con el lápiz no hubo forma de que escribiera. Juan Chorlito no podía entender todo aquello. Le preguntó a Ibi-Ubu y él se lo aclaró. Un invisible 65
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tampoco puede ser dibujado, le dijo. Por ese mismo motivo las bofetadas que se reciben por su causa tampoco se notan y los ceros no pueden escribirse. Y ya al día siguiente Juan Chorlito no recordaba nada. ¿Lo habría soñado? Pero en el cuaderno de notas del profesor, detrás de su nombre, no había ni un solo cero. EL LUGAR PREFERIDO de Juan Chorlito era Texas. Casi siempre pensaba en Texas. Y no era sólo por el tío Jonás. Texas estaba plagado de peligros. Allí vivían los indios, allí todo era distinto. Y un día, a Juan Chorlito le ocurrió algo increíble. Era de noche y ya estaba acostado, pero no podía dormirse y miraba con los ojos muy abiertos la luna que pasaba por su ventana. No podía dejar de pensar. Ibi-Ubu había dicho: «Todo en la tierra tiene su idioma particular». ¿El cielo también? ¿Y quién podría descifrarlo? Los pájaros, seguro que pueden volar hasta lo alto. A lo mejor las nubes eran las letras del idioma del cielo. Pero quizá no, porque las nubes desaparecerían. Se iban volando, se dispersaban con el viento, se convertían 66
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en lluvia. ¡No quedaba nada de ellas! ¡Entonces, el idioma del cielo se borraría también! ¿O las estrellas? Sí. tal vez... En este momento Juan Chorlito se habría dormido a no ser... —Levántate, niño —Ibi-Ubu le agitaba los hombros y le hacía señas. Juan Chorlito se levantó y fue con su amigo invisible. Lo llevó hasta el establo. Allí estaba si uno no lo veía era casi imposible creérselo—, allí estaba el viejo caballo de madera de Juan Chorlito. Su padre se lo había construido. Estaba embridado y ensillado a la manera india. Escarbaba en la tierra. Era fogoso como un mustang semisalvaje; pero reconoció a Juan Chorlito enseguida y esto era prueba de que no era un sueño. Relinchó, se alegró y colocó la cabeza sobre el hombro del niño. —¿Qué pasa? —preguntó Juan Chorlito a su amigo invisible. —Nos vamos a Texas, muchacho. Ponte los pantalones de cuero. El viaje es largo y la noche puede ser fría. 67
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Juan Chorlito se fue a su cuarto. Se puso los pantalones rápidamente, cubrió a Mili para que no se enfriara si él tardaba demasiado y volvió deprisa al establo. Ibi- Ubu saltó a la silla. Juan Chorlito se subió de un brinco (aquel día era fácil) y se sentó delante de su amigo; en el cuello del caballo, que era demasiado grande para un chico tan pequeño. ¡Aquello era fantástico! Ibi-Ubu guiaba al caballo sólo con las piernas, sin las riendas. Hincó los talones en los flancos del animal, y éste salió del establo y se elevó como una pluma. Se levantó (pero de manera muy distinta a la de un pájaro) por el aire. Durante un rato trotó suavemente, como si caminara sobre musgo, a lo largo del seto del jardín, se posó de nuevo en el bancal de cebollas y despegó de allí con un gran salto. Trotó un trecho bordeando la red telefónica (Juan notaba la elasticidad), corrió a galope ligero hasta que se acabó la línea. Hasta la frontera. De pronto, no hubo diferencia entre la tierra y el cielo. Entonces despegó y galopó por el aire, como si fuera tierra dura y firme. Llegaron a un lugar fúnebre, oscuro, en el que no se divisaban ni las propias manos. Juan Chorlito 68
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habría tenido miedo, porque a derecha e izquierda se palpaba el peligro. Pero su amigo estaba allí. Ahora..., un brinco..., y el mustang saltó encima de una nube. Volaron sobre ella un momento, hasta llegar a las estrellas. Allí todo era claro y limpio. Cabalgaron por la Vía Láctea; era el camino más corto sobre el cielo. —¿Falta mucho para Texas? —preguntó Juan Chorlito. —Mil millas todavía —contestó Ibi-Ubu. Y aquello no era demasiado. No era demasiado para un caballo mágico, creo yo. Allí arriba era todo tan bonito... Juan Chorlito no había visto nunca nada igual. Las flores-estrellas relucían a derecha e izquierda del camino. —En las noches de noviembre pierden sus pétalos —dijo Ibi-Ubu—. Son como pequeñas gotas de fuego que, a veces, se ven caer de noche en el cielo. La gente las llama estrellas fugaces porque no saben que son los pétalos de las flores-estrellas. Cuando se ve una estrella fugaz, se puede pedir un deseo. —Yo no pediría un deseo —dijo Juan Chorlito— . No necesito nada. 69
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Le hubiera gustado llevarse una de esas gotas de fuego para su hermana Mili. Pero no podía ser, porque las estrellas fugaces queman cuando se tocan. Quería a Mili y lo del acuario hacía tiempo que lo había olvidado. Debajo de ellos estaba el mar. Sobre él brillaban pequeñas lucecitas. Barcos. —Allá abajo —dijo Juan Chorlito— está el barco en el que tú viniste por carta. ¿Te acuerdas? 70
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—Sí, me acuerdo —dijo Ibi-Ubu, y señaló la luz mayor—. ¡Es aquél! —¿Cabalgaremos todos los días a Texas, IbiUbu? —preguntó Juan Chorlito; aquel viaje le gustaba de verdad. —No puede ser, pequeño —contestó el piel roja—. Sólo se puede cabalgar por este camino en las noches mágicas; cuando los hilos del veranillo de San Martín vuelan sobre la tierra y en una sola noche tejen una red. Se debe cabalgar encima de esa red hasta llegar a Texas. También es necesario tener un caballo que se haya fabricado a mano. Mañana todo habrá terminado. Al día siguiente. Juan Chorlito explicó a su hermana lo que sucedió después: —CABALGAMOS y cabalgamos y, por fin, divisé en la distancia un territorio. Los pronunciados barrancos y peñascos de Texas —le explicó a Mili—. ¡Pero yo no tenía miedo! Cuando las rocas estuvieron debajo de nosotros agarré el caballo por las crines. ¡Hacia abajo! Más rápido, le dije, más rápido. Y, como el rayo, llegamos a la tierra. Galopamos por los despeñaderos y cruzamos la pradera..., tacatatacatataca- ta..., siempre 71
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adelante. No sé por cuánto tiempo. A nuestro alrededor, todos los peligros. Y ni un rastro de miedo. Entre los arbustos, los enemigos. Las flechas pasaban rozándome. Me acurruqué, me eché hacia un lado, me dejé caer hacia la izquierda del caballo... y ni una flecha me tocó. ¡De repente, resplandor de fuego tras los matorrales! Quería preguntarle a mi amigo Ibi-Ubu si debíamos espiar... cuando sentí la opresión de un lazo que me tiró del caballo. ¡Me habían apresado! Ibi-Ubu, junto a mí..., rompió la soga..., me liberó... Y de pronto, un aullido. Los indios habían reconocido a Ibi-Ubu. Eran sus amigos. Nos guiaron hasta el campamento y me pusieron las manos sobre los hombros —es el saludo de los indios—; después fumamos la pipa de la paz. ¡Te lo prometo! De verdad. Y no tosí nada. MILI COMENZÓ A REÍRSE. —Si te ríes, no te sigo contando. Mili paró. —Sigo. Había búfalos. Entonces, a Ibi- Ubu le preguntaron si conocía a alguien que pudiera servirles de 72
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jefe. Fuhera-Caha- na —Diente-de-Fuego—, su jefe, había sido asesinado hacía tres meses. Durante una emboscada le habían clavado una flecha envenenada. Sí, dijo mi amigo, Juan Chorlito serviría. Y les explicó que sabía seguir todos los rastros y entendía muchos idiomas. Sólo te puedo decir que, si yo hubiera querido, ahora mismo sería gran jefe. Pero no quise. ¿Sabes por qué? Porque mañana tengo que pescar pulgas de agua. Porque tengo que estar aquí y vigilar que todo siga en orden. ¡Por eso he vuelto! EL VERANO SE ACABÓ PRONTO. Las hojas cayeron de los árboles, las jaulas de los estorninos, que estaban detrás del establo, se quedaron vacías. Y cuando Juan Chorlito y su amigo invisible iban al colegio por las mañanas, una gruesa capa de niebla inundaba los campos. ¡Llegó el otoño! Y muy pronto vendrían los primeros hielos. Y una mañana, los charcos centellearon. Parecían telarañas plateadas corriendo sobre los cristales. Dos días después, una fría capa de hielo cubría el agua. Habían llegado las heladas. 73
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El cuarto de Juan Chorlito estaba frío. Aún no encendían la estufa. No había madera suficiente para todo el invierno. El frío penetró por la ventana, llegó hasta el cuarto. Cuando Juan Chorlito respiraba salía vapor de su boca, como si fuera niebla. Un día, el niño descubrió que no podía ver a su amigo con claridad. Reconocía que era él, allí sentado junto a la estufa; pero estaba un poco borroso. Y una mañana, cuando Juan se despertó y lo buscó..., Ibi-Ubu había desaparecido. Simplemente, se había marchado; la habitación estaba vacía. 74
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Juan se levantó en el acto, miró detrás del armario y bajo la cama. No podía haberse ido sin más. Aún con el pijama puesto, Juan salió corriendo. Pensó que podía estar en el establo con el caballo de madera, o en el jardín. Pero no lo encontró. Aquello era horrible. Fue el día más triste en la vida de Juan Chorlito. Se sentía muy desgraciado y escribió una carta a su tío Jonás: «Mi querido tío Jonás: No sé lo que tengo que hacer. Se ha ido de repente. He aprendido todo lo que sé de él: seguir las huellas y andar con sigilo: y me ha enseñado a comprender los idiomas secretos... Y, ahora, se ha marchado. No me ha dicho adónde. Te prometo que no me he peleado con él. Es horrible, querido tío Jonás. Contéstame pronto y por avión. Dime lo que tengo que hacer. Tu querido Juan». Y abajo añadió: «O mándame una carta urgente», y subrayó «carta urgente» con lápiz rojo.
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Sabía que podía confiar en el tío Jonás y ya no se sentía tan desgraciado. Juan Chorlito esperó y esperó. Todas las mañanas, cuando se levantaba aún estaba oscuro y corría hasta el coche de correos que traía las cartas. No tardó tanto tiempo como la primera vez. Como Juan se sentía tan desgraciado, el tío Jonás le mandó una carta urgente, con el doble de sellos y subrayada por los dos lados con lápiz rojo. Juan Chorlito la abrió rápidamente. En cuanto acabó de abrir la carta, le entró un frío loco en los dedos y casi no pudo moverlos. «Querido Juan —ponía tío Jonás—: lo que te ocurre no es tan grave, porque Ibi-Ubu no se ha ido del todo. Has olvidado que en las instrucciones ponía: ¡protegerlo del frío! Ha llegado el invierno y se ha congelado. Tenía que regresar. Pero ¡eso no importa! Ahora ya eres capaz de hacerlo todo solo. Puedes seguir los rastros y entender idiomas secretos. Y si te pasa algo, escríbeme inmediatamente. Tu viejo tío Jonás». Abajo ponía: «Tengo prisa. He de ir a cazar leones. ¡Escríbeme pronto!». Era cierto. Ahora era capaz de seguir rastros y nadie en la clase se burlaba de él porque se había vuelto 76
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fuerte. Además ahora sabía que Ibi-Ubu no se había ido del todo. Tío Jonás se lo había dicho. Las cosas irían bien. Aquel verano con Ibi-Ubu había sido el mejor en toda la vida de Juan Chorlito.
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Índice
1 Wulbu Gruñón, el rey de los osos ………….….. 4 2 Tío Jonás vive en ultramar ............................ 19 3 La carta ....................................................... 24 4 Invisible ....................................................... 34 5 Boda en el frasco de pepinillos ...................... 42 6 El tren de los caracoles tiene doce estaciones … 53 7 Mil millas todavía para Texas ...................... 64
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