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D E S C O N O C I D O
A M B R O S E
B I E R C E
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Editado por elaleph.com
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D E S C O N O C I D O
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© 1999 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
EL DESCONOCIDO
Un hombre surgió de las tinieblas, penetró en el pequeño círculo iluminado por nuestra fogata vacilante, y tomó asiento sobre una roca. -No son ustedes los primeros que exploran esta región dijo con gravedad. Nadie objetó sus palabras; su presencia corroboraba la certeza de su afirmación, pues no era de nuestra partida y, cuando nosotros acampamos, debía estar cerca del lugar. Además, sus compañeros no podían estar lejos; no era sitio donde se pudiera vivir o viajar a solas. A excepción de nosotros y nuestros animales, no habíamos visto, durante más de una semana, otros seres vivos que no fueran serpientes de cascabel y escuerzos. En un desierto de Arizona uno no sólo convive con tales criaturas; lleva, forzosamente, animales de carga, provisiones, armas: “un equipo"; lo que supone camaradas. Acaso fueron las dudas con respecto a qué clase de 3
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gente fueran los camaradas de este desconocido tan informal, unidas al recelo que provocaron sus palabras -que sospecharon insolentes -, las que incitaron a cada uno de los seis caballeros de la aventura" a incorporarse, sentándose y acariciando sus armas, gesto que suponía, en ese tiempo y lugar, una actitud expectante. El desconocido no les prestó atención y continuó hablando, con el mismo tono deliberado y monocorde con que nos había arrojado su £rase inicial: Hace treinta, Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis, todos de Tucson, cruzaron las Montañas de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, hasta donde le permitió la configuración del terreno. Explorábamos, y era nuestra intención, en caso de no encontrar nada, cruzar el río Gila y llegar cerca de Big Bend, donde había, según habíamos entendido, una colonia. Contábamos con un buen equipo, pero con ningún guía. Sólo Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis. El hombre repitió los nombres con claridad y lentitud, como si quisiera fijarlos en la memoria de su audiencia, cuyos miembros, ahora, lo observaban atentamente, aunque sus aprehensiones con res4
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pecto a sus posibles compañeros ocultos en las sombras (las que parecían rodearnos como un muro negro) habían disminuido, pues los modales de tan obstinado historiador no manifestaban ningún propósito agresivo. Su actitud antes revelaba a un inofensivo demente que a un enemigo. No éramos tan novatos como para ignorar que la vida solitaria de muchos llaneros propicia el desarrollo de una conducta y un temperamento excéntricos, que a veces cuesta discernir de la aberración mental. El hombre es como el árbol: en un bosque formado por ejemplares de la misma especie crece tan derecho como su naturaleza individual y genérica se lo permite; solo, a campo abierto, cede ante las irregularidades y asperezas que lo asedian y tienden a deformarlo. Tales reflexiones me ocuparon mientras escrutaba a ese hombre desde el ala de mi sombrero, que mantenía baja para que no me irritara la luz del fuego. Un loco, sin duda. ¿Pero qué hacía allí, en el corazón del desierto? Nadie quebró el silencio, y el desconocido prosiguió: -Entonces, esta región no era lo que es hoy. No había ningún ranch entre el Gila y el Golfo. A trechos, había en la montaña algo que cazar, y, cerca de 5
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los infrecuentes charcos, un poco de pasto, que apenas bastaba para evitar que los animales se murieran de hambre. Si teníamos la suerte de no encontrar indios podríamos cruzarla. Pero al cabo de una semana, cambió el objetivo de la expedición: ya no nos interesaba conseguir riquezas, sino conservar el pellejo. Volver era inútil, pues habíamos avanzado tanto que nada peor podía depararnos lo que teníamos por delante que lo que dejábamos atrás; seguimos, pues, cabalgando de noche para eludir a los indios y el calor intolerable, y ocultándonos de día, lo mejor que podíamos. A veces, agotadas las reservas de carne que habíamos cazado, vacías nuestras cantimploras, soportamos varios días sin agua y sin alimentos; luego, un charco o el agua escasa que quedaba en el lecho de un arroyo restauraban nuestro vigor y lucidez, y lográbamos cazar algún animal salvaje que se acercara, también atormentado por la sed. A veces, un oso; otras, un antílope, un coyote, o un puma. Lo que Dios nos mandara; todo era comida. Una mañana, mientras bordeábamos una cadena de montañas en busca de un paso practicable, nos atacó una banda de Apaches que había rastreado nuestras huellas por una cañada, no lejos de aquí. 6
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Sabiendo que nos superaban en número por diez contra uno, no adoptaron ninguna de las cobardes precauciones que suelen adoptar, sino que se lanzaron sobre nosotros a todo galope, con disparos y aullidos. Ni se nos ocurrió enfrentarlos. Obligamos a nuestros débiles animales a trepar la cañada hasta donde el terreno se los permitiera, y luego saltamos a tierra y nos dirigimos hacia un chaparral que había sobre una cuesta, abandonando todo nuestro equipo al enemigo. Pero cada hombre conservó su rifle... Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis." -Los muchachos de siempre - comentó el humorista de la partida. Un gesto reprobatorio de nuestro jefe lo llamó a silencio, y el desconocido continuó con su relato: -Los salvajes también desmontaron, y algunos de ellos treparon la cañada y cubrieron el sitio donde la dejáramos, cortándonos toda retirada en dicha dirección y obligándonos a subirla ladera. Lamentablemente, el chaparral estaba a poca distancia de la cuesta, y, ya en campo abierto, recibimos las descargas de doce rifles; pero los Apaches disparan muy mal cuando se apresuran, y Dios no permitió que cayera ninguno de los nuestros. Sobre la cuesta, pa7
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sando el linde del matorral, a unas veinte yardas, había peñascos verticales entre los que se insinuaba, justo frente a nosotros, una estrecha abertura. Nos precipitamos hacia ella, y pronto nos hallamos dentro de una caverna cuyo tamaño no era inferior al de una habitación ordinaria. Momentáneamente, estábamos a salvo. Un solo hombre, con arma de repetición, podía defender la entrada contra todos los Apaches del lugar. Pero carecíamos de toda defensa contra el hambre y la sed. Aunque conservábamos el coraje, la esperanza ya era un recuerdo. “No volvimos a ver ningún indio, pero el humo y el resplandor de sus fogatas en la cañada nos advirtieron que día y noche vigilaban con sus rifles en alto en el linde del matorral, nos advirtieron que si intentábamos salir ninguno de los nuestros viviría para dar tres pasos. Durante tres días, observando turnos de guardia, logramos resistir, hasta que nuestro sufrimiento fue intolerable. Entonces -era la mañana del cuarto día - Ramón Gallegos declaró: “- Señores, poco sé del buen Dios y sus preferencias. He vivido sin religión, y apenas conozco la de ustedes. Disculpen, señores, si los perturbo, l), pero, para mi, ya es hora del Apache. 8
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“Se arrodilló sobre el suelo de roca de la caverna y apoyó su pistola contra la sien. “Madre de Dios – dijo -, ahí va el alma de Ramón Gallegos. “Así nos dejó solos... a William Shaw, George W. Kent y Berry Davis. “Yo, como jefe, tenía la palabra. “Era un valiente – declaré - Sabía cuándo y cómo morir. Es una tontería enloquecer de sed y caer bajo las balas Apaches, o ser despellejado vivo... es de mal gusto. Unámonos a Ramón Gallegos. -De acuerdo -dijo William Shaw. De acuerdo -dijo George W. Kent. "Acomodé los miembros de Ramón Gallegos y cubrí su rostro con un pañuelo. Luego dijo William Shaw: “- Me gustaría conservar ese aspecto durante un tiempo. - Y George W. Kent afirmó que compartía ese parecer. “- Así será - repuse -. Los diablos rojos esperarán una semana. William Shaw y George W. Kent: acérquense y pónganse de rodillas. “Así lo hicieron, y me planté ante ellos. “- Dios Todopoderoso, nuestro Señor -dije. 9
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“- Dios Todopoderoso, nuestro Señor -dijo William Shaw. “- Dios Todopoderoso, nuestro Señor -dijo George W. Kent. “- Perdona nuestros pecados -dije yo. “- Perdona nuestros pecados - dijeron ellos. “- Y recibe nuestras almas. “- Y recibe nuestras almas. “- ¡Amén! “- Amén! “Los ubiqué junto a Ramón Gallegos y cubrí sus rostros.Al otro lado de la fogata hubo un veloz movimiento. Uno de la partida se había puesto de pie, pistola en mano. -¿Y usted? - gritó -. ¿Usted se atrevió a escapar? ¿Usted se atreve a estar vivo? Perro cobarde, voy a mandarte junto a ellos aunque me cuelguen. Con un salto de pantera, el capitán lo abordó y le aferró la muñeca. -¡Quieto, Sam Yountsey, quieto! Ya estábamos todos en pie, salvo el desconocido, que permanecía inmóvil y, al parecer, indiferente. Alguien apresó el otro brazo de Yountsey. 10
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-Capitán – interviene -, aquí hay algo que anda mal. Este tipo está loco, o es un embustero de esos que vemos todos los días y que Yountsey no tiene por qué matar. Si este hombre era de esa partida, ellos eran cinco, y él ha omitido mencionar uno de sus nombres; el suyo, probablemente. -Sí -respondió el capitán, dejando en libertad al insurrecto, que se sentó-, hay algo... desconcertante. Hace unos años, se hallaron los restos de cuatro hombres blancos, escalpados y vergonzosamente mutilados, cerca de la boca de esa caverna. Están sepultados allí, he visto sus tumbas... las veremos todos mañana. El desconocido se incorporó, y su alta figura se recortó a la luz del fuego a medio extinguir, cuya llama, atentos a su narración, habíamos descuidado. Afirmó: -Eran cuatro: Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis. Con este reiterado censo de los muertos regresó a las tinieblas, y jamás volvimos a verlo. En ese momento, uno de los nuestros, que estaba montando guardia, se nos acercó, rifle en mano, visiblemente alterado. 11
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-Capitán – dijo -, hace media hora que hay tres hombres sobre la meseta. -Señaló la dirección que había tomado el desconocido -. Pude verlos con toda claridad, porque hay luna, pero como no tenían armas y yo los tenía cubiertos con la mía, decidí esperar a que hicieran algún movimiento. No hicieron ninguno, ¡pero al diablo si no han logrado destrozar mis nervios! -Regrese a su puesto, y permanezca en él hasta que vuelva a verlos - ordenó el capitán -. ¡Los demás, vuélvanse a acostar, o los meto a patadas en el fuego! Obediente, el centinela se marchó con un juramento, y no regreso. - Disculpe, Capitán, pero ¿quién diablos cree que sean? -Ramón Gallegos, William Shaw y George W. Kent. -¿Y qué me dice de Berry Davis? Debí dispararle. -Absolutamente innecesario; no lo iba a dejar más muerto que ahora. Duérmase.
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