C O L O M B A P R Ó S P E R O M E R I M É E
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C O L O M B A
I
Per far la to vendetta sta sigur’, vasta anche ella. Vocero del Níolo. En los primeros días del mes de Octubre de 18..., el coronel sir Tomás Nevil, irlandés, distinguido oficial del ejército británico, hospedábase con su hija en el Hotel Beauvau, en Marsella, de vuelta de un viaje a Italia. La admiración continua de los viajeros entusiásticos ha producido una reacción, y para singularizarse, toman hoy muchos turistas la divisa del nil admirari de Horacio. A esta clase de viajeros descontentadizos pertenecía miss Lidia, hija 3
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única del coronel. La Transfiguración le había parecido mediocre, el Vesubio en erupción superior apenas a las chimeneas de las fábricas de Birmingham. En suma su mayor objeción contra Italia era que este país carecía de color local, de carácter. Explique quien pueda el sentido de esas palabras, que yo comprendía muy bien hace algunos años y que hoy ya no comprendo. En un principio habíase lisonjeado miss Lidia con que encontraría más allá de los Alpes cosas que nadie hubiese visto antes que ella y de las que podría hablar con las personas decentes, como dice M. Jourdan; pero muy en breve, viendo ganada la delantera por sus compatriotas y perdiendo la esperanza de encontrar nada desconocido, pasóse al partido de la oposición. Es muy desagradable, en efecto, no poder hablar de las maravillas de Italia sin que alguien os salga al paso diciendo: - ¿ Conoceréis, sin duda, aquel Rafael del palacio de ***, en *** ? Es lo mejor que hay en Italia. Y como sería muy largo verlo todo, lo más sencillo es condenarlo todo por sistema. Esperábale en el Hótel Beauvau un amargo desengaño a miss Lidia. Traía un lindo croquis de la puerta pelásgica o ciclópea de Segni, que creía 4
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olvidada de los dibujantes. Pues bien: encontrándola en Marsella lady Frances Fenwich, enseñóle el álbum, en el cual, entre un soneto y una flor seca, figuraba la puerta en cuestión, iluminada con gran refuerzo de tierra de Siena. Miss Lidia dio la puerta de Segni a su camarera y perdió toda estimación por las construcciones pelásgicas. Estas tristes disposiciones eran compartidas por el coronel Nevil, quien, desde la muerte de su esposa, no veía por otros ojos que los de Lidia. Para él, Italia tenía la culpa inmensa de haber aburrido a su hija, y por consiguiente, era el país más aburrido del mundo. Nada tenía: que decir, a la verdad, contra los cuadros, las estatuas; pero podía asegurar que la caza era miserable en aquel país y que se necesitaba hacer diez leguas bajo un sol de justicia en la campiña de Roma, para matar unas cuantas perdices rojas. Al día siguiente de su llegada a Marsella invitó a comer al capitán Ellis, su antiguo ayudante, que acababa de pasar seis semanas en Córcega. El capitán refirió muy bien a miss Lidia una historia de bandidos que tenía el mérito de no parecerse por ningún estilo a las historias de ladrones con que tan a menudo le habían hecho pasar el rato en el 5
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camino de Roma a Nápoles. A los postres, habiéndose quedado solos los dos hombres con unas cuantas botellas de Burdeos, hablaron de caza, y el coronel se enteró de que no hay país en que sea mejor que en Córcega, más variada ni más abundante. - Vense muchos jabalíes,- decía el capitán Ellis, y hay que aprender a distinguirlos de los cerdos domésticos, que se les parecen de una manera sorprendente; de otro modo, matando cerdos, se tiene mal pleito con los que los guardan. Salen de un matorral que llaman maquis; armados hasta los dientes, se hacen pagar los animales y se burlan de vos. Tenéis también el carnero silvestre, extrañísimo animal que no se encuentra en ninguna otra parte; famosa montería, pero difícil. Ciervos, gamos, faisanes, perdices: sería imposible citar todas las especies de caza que hormiguean en Córcega. Si os gusta tirar, id a Córcega, coronel. Como decía uno de mis huéspedes, podéis tirar allí sobre toda la caza imaginable, desde el tordo hasta el hombre. Al tomar el té, el capitán dejó encantada de nuevo a miss Lidia con una historia de vendetta
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transversale1, más extraña todavía que la primera, y acabó de entusiasmarla con Córcega describiéndole el aspecto raro, salvaje, del país, el carácter original de sus habitantes, su hospitalidad y sus costumbres primitivas. En fin, puso a sus pies un lindo puñalito, menos notable por su forma y su montura en cobre que por su origen. Habíalo cedido al capitán Ellis un famoso bandido, garantizándole que había sido hundido en cuatro cuerpos humanos. Miss Lidia se lo puso en el cinturón, dejólo sobre la mesa de noche, y lo sacó dos veces - de la vaina antes de dormirse. Por su parte, el coronel soñó que mataba un carnero silvestre y que el propietario se lo hacía pagar, a lo cual accedía de buen grado, pues era un animal curiosísimo que se parecía a un jabalí, con astas de ciervo y cola de faisán. - Cuenta Ellis que hay en Córcega una caza admirable, - dijo el coronel almorzando a solas con su hija- Si no estuviese tan lejos, me agradaría pasar allí quince días. - Y eso ¿qué le hace?- respondió miss Lidia. ¿Por qué no hemos de ir a Córcega? Mientras vos cazaréis, yo dibujaré: me gustará tener en el álbum la 1
Es la venganza que se toma de un pariente más o menos
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gruta de que hablaba el capitán, Ellis, donde Bonaparte iba a estudiar cuando era niño. Puede que fuese la primera vez que un deseo manifestado por el coronel, obtuviese la aprobación de su hija. Encantado por aquella inesperada conformidad de pareceres, tuvo, sin embargo, el buen sentido de hacer algunas objeciones, para irritar el feliz capricho de miss Lidia. En vano habló de la salvajez del país y de la dificultad para una mujer de viajar por él: nada temía. Se le antojaba una fiesta dormir en el vivac; amenazaba con ir al Asia Menor. En una palabra, hallaba respuesta para todo, porque jamás había estado en Córcega ninguna inglesa. Por lo tanto, debía ir ella. ¡Y qué dicha, de vuelta a Saint- James Place, enseñar su álbum! –“Pero, querida, ¿por qué pasáis de largo ante ese encantador dibujo?” - ¡Oh! eso no es nada: un croquis que hice de un famoso bandido que nos sirvió de guía. “- ¡Cómo! ¿Habéis estado en Córcega “? No había aún vapores entre Francia y Córcega, y se supo que había un barco que debía salir en breve para la isla que miss Lidia se lejano del autor de la ofensa. 8
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proponía descubrir. Aquel mismo día el coronel escribió a París, para dar contraorden sobre el cuarto que debía ocupar, y trató con el patrón de una goleta corsa que iba a hacerse a la vela para Ajaccio. Había dos camarotes tal cual. Embarcáronse provisiones. El patrón juró que un su viejo marinero era un cocinero estimable y no tenía igual para la bouillabaisse. Prometió que la señorita se hallaría con toda conveniencia, que tendría buen viento y mar bella. Aparte de esto, según las voluntades de su, hija, el coronel estipuló que el capitán no tomaría ningún otro pasajero y que se arreglaría para ir costeando de manera que se pudiese gozar de la vista de las montañas.
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II El día fijado para la partida todo estaba embalado, embarcado ya por la mañana. La goleta debía salir con la brisa de la noche. Esperando la hora, se paseaba el coronel con su hija por la Canebiére, cuando se le acercó el patrón para pedirle permiso de tomar a bordo a un su pariente, es decir, al primo del padrino de su hijo mayor, el cual, debiendo volver a Córcega, su país natal, por asuntos urgentes, no podía encontrar ningún barco que lo llevase. . - El capitán Matei es un guapo mozo, militar, oficial de cazadores de a pie de la guardia, y sería ya coronel si el otro fuese aún emperador. - Puesto que se trata de un militar... - dijo el coronel. Iba a añadir:
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- Consiento en que venga con nosotros; - pero miss Lidia exclamó en inglés: - ¡Un oficial de infantería!- (Habiendo servido su padre en caballería, sentía desprecio por otra cualquier arma.)- ¡ Quizá un hombre sin educación, que se mareará y nos echará a rodar todo el gusto de la travesía! El patrón no comprendía una palabra de inglés, pero pareció comprender lo que decía miss Lidia por la muequecilla de su linda boca, y comenzó un elogio en tres puntos de su pariente, que terminó asegurando era hombre muy cumplido, de una familia de Cabos, y que en nada molestaría al señor coronel, porque él, a fuer de patrón, se encargaría de colocarlo en algún tapujo donde no pudiese advertirse su Presencia. El coronel y miss Nevil encontraron singular que hubiese en Córcega familias en que se fuese cabo de padre a hijo; pero como pensaban piadosamente que se trataba de un cabo de infantería, sacaron en conclusión que debía tratarse de algún pobre diablo a quien el patrón deseaba llevar por caridad. A tratarse de un oficial, hubiéranse visto obligados a hablarle, a vivir con él; pero con un cabo no hay por que molestarse: es un ente sin consecuencias 11
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cuando no está allí con sus cuatro números, bayoneta calada, para llevaros donde no tenéis ganas de ir. - ¿ Se marea vuestro pariente?- preguntó miss Nevil con tono seco. - Nunca, señorita: firme el corazón como una roca, así en mar como en tierra. - Bueno, podéis traerlo,- dijo ella. - Podéis traerlo,- repitió el coronel. Y continuaron su paseo. A las cinco de la tarde el capitán Matei fue a buscarlos para subir a bordo de la goleta. En el puerto, cerca del bote del capitán, encontraron a un mocetón vestido de levita azul abotonada hasta el cuello, atezado, de ojos negros, vivos, rasgados, porte franco y vivo. Por la manera como huía los hombros, por su bigotito rizado, reconocíase fácilmente un militar, porque en aquella época no llevaba bigote todo el mundo, y la guardia nacional no había aún introducido en todas las familias el uniforme con las costumbres de cuerpo de guardia. El joven se quitó la gorra al ver al coronel y le dio las gracias, sin embargo, y en perfectos términos, por el favor que le prestaba.
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- He tenido mucho gusto en poder hacerlo, muchacho, - dijo el coronel haciéndolo un signo de cabeza amistoso. Y entró en el bote. - Es campechano vuestro inglés, - dijo por lo bajo en italiano el joven al patrón. Este colocó su índice bajo su ojo izquierdo y bajó las dos comisuras de la boca. Para el que comprende el lenguaje de los signos, quería decir eso que el inglés entendía el italiano y que era un hombre singular. El joven se sonrió ligeramente, tocóse la frente en respuesta al signo de Matei, como para decirle que todos los ingleses estaban algo chiflados, se sentó cerca del patrón, y miró con mucha atención, pero sin impertinencia, a su linda compañera de viaje. - Esos soldados franceses tienen buena facha dijo el coronel a su hija en inglés.- Así pueden fácilmente hacer de ellos oficiales. Enseguida, dirigiéndose en francés al joven: - - - Decidme, mi valiente: ¿en qué regimiento habéis servido? El interpelado tocó ligeramente con el codo al padre del ahijado de su primo, y comprimiendo una sonrisa irónica, respondió que había estado en los 13
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cazadores de a pie de la guardia y que al presente salía del 7º ligero. _¿ Habríais estado acaso en Waterloo? Sois muy joven. - Perdón, mi coronel: es mi única campaña. - Cuenta por dos, - dijo el coronel. El joven corso se mordió los labios. - Papá, - dijo miss Lidia en inglés; - pregúntale si los corsos lo quieren mucho a su Bonaparte. Antes de que el coronel hubiese traducido la respuesta en francés, el joven respondió en bastante buen inglés, aunque con acento pronunciado: - Ya sabéis, señorita, que nadie es profeta en su patria. Nosotros, compatriotas de Napoleón, lo queremos quizá menos que los franceses. En cuanto a mí, por más que mi familia haya sido en otros tiempos enemiga de la suya, lo amo y lo admiro. ¡Habláis inglés! - exclamó el coronel. - Muy mal, como podéis advertir. Por más que se sintiese algo chocada por su, tono desenvuelto, no pudo menos miss Lidia de reírse al pensar en una enemistad personal entre un cabo y un emperador. Fue como saborear por adelantado las singularidades de la Córcega, y prometióse anotar el rasgo en su diario. 14
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- ¿Habríais estado prisionero en Inglaterra quizá?- preguntó el coronel. - No, mi coronel. Me enseñó el inglés en Francia, muy joven, un prisionero de vuestra nación. Enseguida, dirigiéndose a miss Nevil: - Me ha dicho Matee que volvéis de Italia. Sin duda habláis el puro toscano, señorita; pero quizá os sentiréis algo embarazada, me temo, para comprender nuestros patués. Mi hija entiende todos los patués italianos, respondió el coronel.- Tiene el don de lenguas: no es como yo. - ¿Comprendería la señorita, entonces, estos versos de una de nuestras canciones corsas? Es un pastor que le dice a una pastora: S'entrassi'ndru paradisu santu, santu, e nun truvassi a tia, mi n´esciria.2 Miss Lidia comprendió, y encontrando atrevida la cita y más aun la mirada que la acompañaba, respondió ruborizándose: Capisco.
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Si yo entrase en el paraíso santo, santo, y no te encontrase a ti, me saldría. 15
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- ¿Y volvéis a vuestro país con licencia semestral?- preguntó el coronel. - No, mi coronel. - Me han dejado a medio sueldo, probablemente porque he estado en Waterloo y soy compatriota de Napoleón. Me voy a casa tan ligero de esperanzas como de dinero, según dice el cantar. Y suspiró mirando al cielo. El coronel metió la mano en su bolsillo, y dando vueltas entre sus dedos a una moneda de oro, buscaba una frase, para deslizarla cortésmente en la mano de su enemigo desgraciado. - A mí también- dijo en tono de buen humor, me han dejado de reemplazo. Pero con vuestro medio sueldo no tenéis ni para comprar tabaco. Tomad, cabo. Y trató de hacer entrar la moneda de oro en la mano cerrada que el joven apoyaba en la orla del bote. El corso se sonrojó, levantóse, se mordió los labios, y parecía dispuesto a responder con arrebato, cuando de pronto, cambiando de expresión, rompió en una carcajada. El coronel, con su moneda en la mano, permanecía todo estupefacto.
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- Coronel, - dijo el joven recobrando su formalidad, - permitidme que os dé dos consejos: primero, que no lo ofrezcáis jamás dinero a un, corso, porque habría compatriotas míos bastante descorteses para tirároslo a la cabeza; segundo, que no le deis a nadie títulos que no reclame. Me llamáis cabo y soy teniente. La diferencia sin duda, no es muy grande; pero... ¡Teniente!,- exclamó sir Tomás.- ¡Teniente! ¡ Pero si el patrón me ha dicho que erais cabo, lo mismo que vuestro padre y todos los hombres de vuestra familia! A estas palabras, el joven, dejándose caer hacia atrás, se echó a reir a carcajada tendida, y de tan buena gana, que el patrón y sus dos marineros le hicieron coro. - ¡Perdón, coronel!- dijo por fin el joven. Pero el quid pro quo es admirable y no lo he comprendido hasta ahora. En efecto, mi familia se glorifica de contar cabos entre sus antepasados; pero nuestros cabos corsos no han llevado nunca galones en las mangas. En el año de gracia de 1100, habiéndose rebelado algunos lugares contra la tiranía de los grandes señores montañeses, eligieron jefes que
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llamaron cabos. En nuestra isla se tiene por un honor descender de aquella especie de tribunos. - ¡Perdón, caballero! - exclamó el coronel.¡Mil perdones! Puesto que ya comprendéis la causa de mi equivocación, espero querréis excusarla. Y le alargó la mano. - Es el justo castigo de mi orgullete,- dijo el joven, riendo siempre y estrechando cordialmente la mano del inglés.- No os guardo el más pequeño rencor. Puesto que mi amigo Matei me ha presentado tan mal, permitidme que me presente yo mismo: me llamo Orso della Rebbia, teniente de reemplazo; y sí, como presumo viendo esos dos hermosos perros, venís a Córcega para cazar, daréme por muy honrado haciéndoos los honores de nuestros maquis 3 y de nuestras montañas, si es que no los he olvidado,- añadió suspirando. En aquel momento atracaba el bote en la goleta. El teniente ofreció la mano a miss Lidia, y después ayudó al coronel a encaramarse a cubierta. Allí, sir Tomás, siempre corrido por su equivocación y no sabiendo cómo hacer olvidar su impertinencia a un hombre que databa del año 1100, sin esperar la 3
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venia de su hija, le rogó cenase con él, renovando las satisfacciones y los apretones de manos. Miss Lidia no dejaba de fruncir algo el entrecejo; pero, después de todo, no estaba muy enfadada al saber lo que era un cabo. Su huésped no le había desagradado, y empezaba a encontrarle yo no sé qué de aristocrático. únicamente tenía un porte demasiado franco y demasiado alegre para un héroe de novela. _Teniente della Rebbia, - dijo el coronel saludándolo a la manera inglesa, con una copa de Madera en la mano.- He visto en España a muchos de vuestros compatriotas: era aquella famosa infantería de tiradores. - - Sí: han quedado muchos en España, - dijo el joven teniente con aire grave. - No olvidaré nunca el comportamiento, dé un batallón corso en la batalla de Vitoria, - prosiguió el coronel.- ¡Y tanto como debo acordarme!- añadió frotándose el pecho.- Todo el día habían estado apostados en las huertas, detrás de los cercados, y nos habían muerto no sé cuántos hombres y caballos. Decidida la retirada, formaron y marcharon a la carrera. Esperábamos desquitarnos en el llano; pero aquellos tunantes... perdonadme, teniente, aquellos valientes, digo, habían formado el 19
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cuadro, y no había medio de romperlo. En medio del cuadro, creo verlo aún, había un joven oficial montado en un caballejo negro. Se hallaba al lado del águila, fumando un cigarro como si se hallase en el café. A veces, como para desafiarnos, su música nos tocaba marchas de caballería. Lanzo sobre ellos mis dos primeros escuadrones. ¡Bah! En lugar de morder sobre el frente del cuadro, hete aquí a mis dragones que pasan de lado, dan después media vuelta y vuelven en desorden y con más de un caballo sin jinete. ¡Y siempre aquel diablo de música! Cuando se disipó la humareda que envolvía el batallón, veo de nuevo al oficial al lado del águila, fumando todavía su cigarro. Lleno de rabia, póngome yo mismo al frente de la última carga. Sus fusiles, fundidos a fuerza de tirar, no disparaban ya; pero los soldados habían formado en seis filas, con la bayoneta en las narices de los caballos. Hubiérase dicho una muralla. Yo gritaba, arengaba a mis dragones, apretaba las botas para hacer adelantar mi caballo, cuando el oficial de que os hablaba, tirando al fin su cigarro, me señaló- con la mano a uno de sus, hombres. Oí algo como: - “¡Al capello bianco!” Yo llevaba un plumero blanco, y no oí más porque una bala me atravesó el pecho. Hermoso batallón 20
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era, señor della Rebbia, el primero del 18º ligero, todos corsos, según me dijeron después. - Sí, - dijo Orso, cuyos ojos brillaban durante esta relación; - sostuvieron la retirada y volvieron con el águila; pero las dos terceras partes de aquellos bravos duermen hoy en la llanura de Vitoria. - ¿Y por ventura sabríais el nombre del oficial que los mandaba? - Era mi padre. Era entonces mayor en el 18º y fue ascendido a coronel por su comportamiento en aquella triste jornada. - ¡Vuestro padre! ¡A fe, pues, que era un valiente! Tendré mucho gusto en volverlo a ver, y estoy seguro de reconocerlo. ¿Vive aún? - No, coronel,- dijo el joven palideciendo ligeramente. - ¿Estuvo en Waterloo? - Sí, coronel; pero no tuvo la suerte de caer sobre el campo de batalla: ha muerto en Córcega hace dos años. ¡Dios mío! ¡Qué hermoso es este mar! Diez años hace que no había visto el Mediterráneo. ¿No encontráis que el Mediterráneo es más bello que el Océano, señorita?
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- Lo encuentro demasiado azul y las olas carecen de grandeza. - ¿Os gusta la belleza salvaje, señorita? En tal caso, creo que os habrá de agradar Córcega. - a mi hija le gusta todo lo que es extraordinariodijo el coronel- Por eso no le ha gustado mucho Italia. - No conozco de Italia sino Pisa- dijo Orso,donde estuve algún tiempo en el colegio; pero no puedo pensar sin admiración en el Campo Santo, en el Domo, en la Torre Inclinada; y, sobre todo, en el Campo Santo. Recordaréis La Muerte, de Orcagna. Creo que podría dibujarla: tan presente quedó en mi memoria. Miss Lidia temió que el señor teniente no saliese con alguna tirada de entusiasmo. - Es muy bonito- dijo ella bostezando.- Perdón, papá. Me duele un poco la cabeza y voy a bajar al camarote. Besó a su padre en la frente, hizo un majestuoso signo de cabeza a Orso, y desapareció.. Los dos hombres hablaron entonces de caza y guerra. Supieron que en Waterloo habían estado frente a frente y hubieron de cambiar muchas balas, con lo cual redobló su buena inteligencia. Criticaron sucesivamente a Napoleón, a Wellington y a 22
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Blücher, y después cazaron juntos el gamo, el jabalí y el carnero silvestre. Por fin, estando muy adelantada la noche y apurada la última botella de Burdeos, el coronel estrechó de nuevo la mano al teniente y le deseó las buenas noches, expresando el deseo de cultivar un conocimiento empezado de una manera tan ridícula. Separáronse, y cada cual fue a acostarse.
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III Era hermosa la noche. La luna jugueteaba sobre las olas y el barco bogaba suavemente al impulso de una brisa ligera. Miss Lidia no tenía ganas de dormir, y sólo la presencia de un profano le había impedido gustar aquellas emociones que en el mar y a la claridad de la luna experimenta todo ser humano que tiene dos adarmes de poesía en el corazón. Cuando juzgó que el joven teniente dormía con los dos oídos, siendo un ser tan prosaico como era, levantóse, echóse su capote de pieles, despertó a la camarera y subió a cubierta. No había nadie más que un marinero en el timón. Cantaba el marinero una especie de lamentación en dialecto corso sobre un motivo salvaje y monótono. En la apacibilidad de la noche, aquella música extraña tenía su encanto. Desgraciadamente, miss Lidia no 24
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comprendía perfectamente lo que el marinero cantaba. En medio de muchos lugares comunes excitaba vivamente su curiosidad algún verso enérgico; pero pronto, a lo mejor, llegaban algunas palabras de patués cuyo sentido se le escapaba. Comprendió, sin embargo, que se trataba de una muerte. Imprecaciones contra los asesinos, amenazas de venganza, el elogio del muerto, mezclado todo en confusión. Retuvo algunos versos. Voy a tratar de traducirlos: “... Ni los cañones ni las bayonetas- hicieron palidecer su frente. - Sereno en el campo de batallacomo un cielo de verano - Era el halcón amigo del águila.- Miel de las arenas para los amigos,- para los enemigos el mar en cólera.- Más alto que el sol,más dulce que la luna.- Al que los enemigos de Francia- no alcanzaron jamás- Asesinos de su paísle han herido por la espalda.- como Vittolo mató a Sampiero Corso4.- Jamás se hubieran atrevido a mirarlo cara a cara. - ...Coloca sobre la pared, 4
Ved Filippini, lib. XI. El nombre de Vittolo es pronunciado aún con execración entre los corsos, y es todavía hoy sinónimo de traidor.
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delante de mi cama,- mi cruz de honor bien ganada.- Roja es su cinta.- Más roja mi camisa.- A mi hijo, mi hijo en país lejano,- guardadle mi cruz y mi camisa ensangrentada.Verá en ella dos agujeros- Por cada agujero un agujero en otra camisa.- Pero ¿se hará en otro la venganza ?- Me es menester la mano que ha disparado,- - el ojo que ha apuntado,- el corazón que ha pensado...” El marinero se detuvo de pronto. - ¿Por qué no continuáis, amigo ? - preguntó miss Lidia. El marinero, con un signo de cabeza, le señaló un rostro que salía de un pañol de la goleta: era Orso, que iba a gozar del claro de luna. - Acabad vuestra canción- dijo miss Lidia;- me gustaba mucho. El marinero se inclinó hacia ella y le dijo muy quedo: - Yo no le doy el rimbecco a nadie. - ¿Cómo? ¿El... ? El marinero, sin responder, se puso a silbar. Os sorprendo admirando nuestro Mediterráneo, miss Nevil- dijo Orso adelantándose
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hacia ella.- Confesad que no se ve en ninguna parte una luna como ésta. - No la miraba: hallábame ocupada en estudiar el corso. Ese marinero, que cantaba una canción de las más trágicas, se ha detenido en lo más interesante. El marinero se inclinó como para leer mejor en la brújula y tiró rudamente del capote de miss Nevil. Era evidente que su copla no podía ser cantada delante del teniente Orso. - ¿Qué cantabas, pues, Paolo Francé?- dijo Orso¿Una ballata? ¿Un vocero? 5 La señorita te comprende y quisiera oír el final. - Lo, he olvidado, Ors'Anton- dijo el marinero.
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Cuando muere un hombre, particularmente si ha sido asesinado, colócase su cuerpo sobre una mesa, y las mujeres de su familia, ó, a falta de ellas, sus amigas, y aun mujeres extrañas conocidas por su talento poético, improvisan delante de un auditorio numeroso lamentaciones en verso en el dialecto del país. Llámase a esas mujeres voceratrici, ó, según,la pronunciación corsa, buceratrici, y la copla se llama,vocero, buceru, buceratu, en la costa oriental, y ballata en la costa opuesta. La palabra vocero, como sus derivadas vocerar, voceratrice, viene del latín vociferare. A veces algunas mujeres improvisan alternativamente, y a menudo la mujer o la hija del difunto canta ella misma la lamentación fúnebre. 27
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Y sobre la marcha se puso a entonar a voz en cuello un cántico a la Virgen. Miss Lidia escuchó el cántico con distracción y no importunó más al cantador, prometiéndose, sin embargo, descubrir más adelante la clave del enigma. Pero su camarera, que, a pesar de ser de Florencia, no comprendía mejor que su señora el dialecto corso, sentía la mayor curiosidad por enterarse. Dirigiéndose a Orso, antes de que aquélla hubiese podido advertirla, dándole con el codo, le dijo: - Señor capitán, ¿qué quiere decir dar el rimbecco?6 _¿El rimbecco? - dijo Orso. - Pues es inferirle la más mortal injuria a un corso: es recriminarle por no haberse vengado. ¿Quién os ha hablado entonces de rimbecco ?
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Rimbeccarse, en italiano significa devolver, responder, desechar. En dialecto corso significa dirigir un reproche ofensivo y público. (Dase el rimbecco al hijo de un hombre asesinado diciéndole que su padre no está vengado. El rimbecco es una especie de requerimiento para el hombre que no ha lavado aún una injuria con sangre.) La ley genovesa castigaba severísimamente al autor de un rimbecco. 28
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- Ayer, en Marsella - respondió miss Lidia con apresuramiento, - fué cuando el patrón de esta goleta se sirvió de esa palabra. - ¿Y de qué hablaba?- preguntó Orso con vivacidad. - ¡Oh! Nos contaba una antigua historia... del tiempo de... Sí: creo que era sobre Vannina de Ornano. - Supongo que la muerte de Vannina, señorita, no os habrá hecho quererle mucho a nuestro héroe, el bravo Sampiero.
- Pero ¿os parece que lo que hizo fuese una grande heroicidad? - Su crimen tiene por excusa las costumbres salvajes del país, y luego que Sampiero les hacía una guerra a muerte a los genoveses. ¿Qué confianza hubieran podido tener en él sus compatriotas si no hubiese castigado a la que buscaba modo de tratar con Génova? - Vannina- dijo el marinero,- partió sin permiso de su marido. Sampiero hizo bien en retorcerle el pescuezo.
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- Pero- dijo miss Lidia,- si iba a pedir a los genoveses el perdón de su marido, era para salvarlo, por el amor que le tenía. - ¡Pedir su perdón era envilecerlo! - exclamó Orso. - ¡Y matarla él mismo! - prosiguió miss Nevil.¡Qué monstruo debía ser! - Ya sabéis que ella le pidió por favor que pereciera por su propia mano. ¿También tenéis a Otelo por un monstruo, señorita? - ¡Qué diferencia! Estaba celoso. Sampiero sólo tenía vanidad. - ¿Y no son vanidad los celos? Son la vanidad del amor. ¿La excusaríais quizá en favor del motivo? Miss Lidia le echó una mirada llena de dignidad, y dirigiéndose al marinero, le preguntó cuándo llegaría a puerto la goleta. - Pasado mañana dijo, - si el viento sigue así. - Ya quisiera estar en Ajaccio, porque no me siento bien en este barco. Se levantó, cogió el brazo de la camarera y dio algunos pasos sobre cubierta. Orso permaneció inmóvil cerca del timón, no sabiendo si debía pasear con ella o bien cesar en una conversación que parecía importunarla. 30
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- ¡Guapa chica, por la sangre de la Madona!- dijo el marinero.- Si todas las pulgas de mi cama se le pareciesen, no me quejaría de que, me picasen. Miss Lidia oyó quizá aquel ingenuo elogio de su belleza y se asustó, porque bajó casi al punto a su camarote. Poco después se retiró Orso por su parte. Así que hubo abandonado la cubierta, volvió a subir la camarera, y después de haber sometido a un interrogatorio al marinero, refirió los siguientes datos a su señora: La balada interrumpida por la presencia de Orso había sido compuesta con ocasión de la muerte del coronel della Rebbia, padre del susodicho, asesinado hacía dos años. No le cabía duda al marinero de que Orso volvía a Córcega para hacer la venganza (era su expresión), y afirmaba que antes de poco habría carne fresca en la aldea de Pietranera. Traduciendo este término nacional, resulta que el señor Orso se proponía asesinar a dos o tres personas sospechosas de haber matado a su padre, las cuales, a la verdad, habían sido procesadas por este hecho, pero resultado inmaculadas como el ampo de la nieve, por tener de su parte a jueces, abogados, prefecto y gendarmes. - No hay justicia en Córcega- añadía el marinero,- y más fío de una buena escopeta que de 31
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un consejero del Real Tribunal. Cuando se tiene un enemigo, hay que escoger entre las, tres S.7 Estas interesantes noticias cambiaron de una manera notable las maneras y las disposiciones de miss Lidia respecto al teniente della Rebbia. Desde aquel momento se había transformado en personaje a los ojos de la romancesca inglesa. Aquel porte negligente, aquel tono de franqueza y buen humor que en un principio la habían impresionado desfavorablemente, habíanse con vertido ahora, para ella, en un mérito más, porque era el profundo disimulo de una alma enérgica que no deja trascender al exterior ninguno de los sentimientos que contiene. Orso le pareció una especie de Fiesqui, ocultando vastos designios bajo una apariencia de ligereza; y, aunque sea menos hermoso, matar algunos pícaros que salvar la patria, sin embargo, no deja de ser bastante bonita una venganza. Por otra parte, a las mujeres les gusta que un héroe no sea hombre político. Hasta entonces solamente no echó de ver miss Nevil que el joven teniente tenía unos grandes ojos, blancos dientes, 7
Expresión nacional: schiopetto, stiletto, strada: escopeta, puñal, fuga. 32
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un talle elegante, educación y algún inundo. Hablóle a menudo en la jornada siguiente, y su conversación la interesó. fue largamente preguntado sobre su país, y hablaba bien de él. La Córcega, que había abandonado muy joven, primero para ir al colegio y después a la escuela militar, habíale quedado en la memoria llena de colores poéticos. Animábase hablando de sus montañas, de sus bosques, de las originales costumbres de sus habitantes. Como puede presumirse, la palabra venganza se presentó más de una vez en sus narraciones, porque es imposible hablar de los corsos sin atacar o justificar su pasión proverbial. Orso dejó algo sorprendida a miss Nevil al condenar de una manera general los odios interminables de sus compapatriotas. Excusábalos, sin embargo, en los aldeanos y pretendía que la vendetta era el duelo de los pobres. - Tan cierto es esto - decía, - que no se asesina sino después de un reto en regla. “Guárdate, que yo me guardaré.” Tales son las palabras sacramentales que cambian dos enemigos antes de tenderse emboscadas uno a otro. Hay más asesinatos entre nosotros- dijo- que en ninguna otra parte; pero jamás encontraréis una causa innoble a los crímenes. 33
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Tenemos, en efecto, muchos asesinos, pero ni un solo ladrón. Cuando pronunciaba palabras de venganza y asesinato, miss Lidia lo miraba atentamente, pero sin descubrir en sus facciones la menor huella de emoción. Como a sus ojos quedaba decidido que el joven poseía la fuerza de alma necesaria para hacerse impenetrable a todas las miradas, excepto a las suyas, por supuesto, continuó creyendo firmemente que los manes del coronel della Rebbia no esperarían mucho tiempo la satisfacción que reclamaban. Ya la goleta estaba a la vista de Córcega. El patrón enumeraba los puntos principales de la costa, y, por más que todos ellos fuesen perfectamente desconocidos para miss Lidia, encontraba cierto placer en saber sus nombres: nada más fastidioso que un paisaje anónimo. a veces el anteojo del coronel dejaba distinguir algún isleño vestido de paño obscuro, armado de larga escopeta, montado en un caballejo y galopando por rápidas pendientes. Miss Lidia creía ver en cada uno de ellos un bandido, o bien un hijo que iba a vengar la muerte de su padre; pero Orso aseguraba que era un pacífico habitante del lugar vecino que viajaba por 34
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sus negocios; que llevaba escopeta menos por necesidad que por galantería, por moda, de igual manera que un petimetre no sale sin su elegante junquillo. Y, por más que una escopeta sea una arma menos noble y menos poética que un puñal, parecíale a miss Lidia que, para un hombre, eso era más elegante que un bastón, y recordaba que todos los héroes de Byron mueren de un balazo y no del clásico puñal. Después de tres días de navegación encontráronse delante de las Sanguinarias y desarrollóse ante los ojos de nuestros viajeros el magnífico panorama del golfo de Ajaccio. Con razón se le compara a la bahía de Nápoles, y en el momento en que entraba la goleta en el puerto, un maquis ardiendo, cubriendo de humo la Punta di Girato, recordaba el Vesubio y aumentaba el parecido. La semejanza sería completa si los ejércitos de Atila hubiesen arrasado las cercanías de Nápoles; porque todo aparece muerto y desierto alrededor de Ajaccio. En, lugar de aquellas elegantes fábricas que se descubren por todos lados desde Castellamare hasta el cabo Miseno, no se ven alrededor del golfo de Ajaccio sino sombríos maquis, y, detrás, las montañas peladas. Ni una quinta ni una habitación. 35
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Unicamente aquí y allá, en las alturas vecinas a la ciudad, resaltan aisladas, sobre un fondo de verdura, algunas construcciones blancas: son capillas funerarias, tumbas de familia. Todo, en aquel paisaje, ofrece una belleza grave y triste. El aspecto de la ciudad, sobre todo en aquella época, aumentaba aún la impresión causada por la soledad de sus alrededores. Ningún movimiento en las calles, donde no se encuentra sino reducido número de caras ociosas, siempre las mismas. Nada de mujeres, a no ser algunas lugareñas que van allí a vender sus hortalizas. No se oye hablar en alta voz, reir, cantar, como en las ciudades italianas. a veces, bajo la sombra de algún árbol del Daseo, una docena de labradores armados juegan a cartas o miran jugar. No gritan, no disputan nunca: si el juego se anima, óyense pistoletazos, que preceden siempre a la amenaza. El corso es por naturaleza grave y silencioso. Por la noche salen algunos para tomar el fresco; pero los paseantes de la Carrera son casi siempre extranjeros. Los isleños permanecen delante de sus puertas: cada uno parece hallarse ojo avizor, como un halcón sobre su nido.
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IV Después de haber visitado la casa en que nació Napoleón; después de haberse procurado, por medios más o menos católicos, un poco del papel de las paredes, miss Lidia, dos días después de haber desembarcado en Córcega, sintióse acometida de una tristeza profunda, como debe pasarle a todo extranjero que se encuentra en un país cuyos hábitos insociables parecen condenarlo a un aislamiento completo. Arrepintióse de su arranque; pero partir enseguida hubiera sido comprometer su reputación de viajera intrépida. Miss Lidia se resignó, pues, armarse de paciencia y a matar el tiempo de la mejor manera posible. Una vez tomada tan generosa resolución, preparó lápices y colores, bosquejó vistas del golfo e hizo el retrato de un lugareño atezado que vendía melones como 37
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cualquier hortelano del continente, pero que tenía una barba blanca y la facha del más feroz bribón que se pudiese ver. Todo eso no bastaba, sin embargo, a divertirla, por lo cual se resolvió a hacerle perder la chabeta al descendiente de los cabos, cosa nada difícil; pues, en vez de apresurarse para volver a su pueblo, parecía Orso complacerse mucho en Ajaccio, por más que no viese a nadie. Por otra parte, miss Lidia se había propuesto una noble empresa: la. de civilizar a aquel oso de las montañas y hacerle renunciar a los siniestros designios que lo llamaban a la isla. Desde que se había tomado la molestia de estudiarlo, habíase dicho que sería lástima dejarlo correr a su perdición a aquel joven, y que sería glorioso para ella convertir a un corso. Transcurrían los días para nuestros viajeros del modo siguiente: por la mañana el coronel y Orso se iban a cazar; miss Lidia dibujaba o escribía a sus amigas, a fin de poder fechar sus cartas en Ajaccio; a las seis regresaban los hombres cargados de caza; comíase, miss Lidia cantaba, el coronel se dormía y los jóvenes se quedaban conversando hasta muy tarde.
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No sé qué formalidad de pasaporte había obligado al coronel Nevil a visitar al prefecto. Éste, que se aburría mucho, como la mayoría de sus colegas; había quedado encantado al saber que había llegado un inglés rico, hombre de mundo y padre de una linda muchacha. Así es que lo había recibido perfectamente y colmádolo de ofrecimientos. Además, pocos días después, le devolvió la visita. El coronel, que acababa de levantarse de la mesa, hallábase confortablemente estirado sobre el sofá, a punto de dormirse; la hija cantaba delante de un piano descalabrado; Orso volvía las hojas de su cuaderno de música y miraba los hombros y los cabellos rubios de la virtuosa. Anunciaron al señor prefecto. El piano se calló, el coronel se levantó, frotóse los ojos y presentó al prefecto a su hija. - No os presento al señor della Rebbia- dijo porque, sin duda, lo conoceréis. - ¿El señor es hijo del coronel della Rebbia?- preguntó el prefecto con aire ligeramente confuso. - Sí, señor- respondió Orso. - Tuve el honor de conocer a vuestro padre. Agotáronse pronto los lugares comunes de la conversación. a pesar suyo, el coronel bostezaba con bastante frecuencia. En su calidad de liberal, 39
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Orso no quería hablarle a un satélite del poder. Solamente miss Lidia sostenía la conversación. Por su parte, no la dejaba languidecer el prefecto, y era evidente que experimentaba un vivo placer hablando de París y de salones a una mujer que conocía a las notabilidades de la sociedad europea. De vez en cuando, y sin dejar de hablar, observaba a Orso con singular curiosidad. - ¿Habéis conocido en el continente al señor della Rebbia? - preguntó a miss Lidia. Miss Lidia respondió, con algún embarazo, que había trabado conocimiento con él en el buque que los había traído a Córcega. - Es un joven muy comme il faut- dijo el prefecto en voz baja- ¿Y os ha dicho- continuó todavía en voz más baja,- con qué intención vuelve a Córcega ? Miss Lidia tomó un talante majestuoso. - No se lo he preguntado- dijo. - Podéis interrogarle. El prefecto guardó silencio; pero un momento después, oyendo a Orso dirigir al coronel algunas palabras en inglés: - Habéis viajado mucho, a lo que parece, caballero- le dijo- Debéis haber olvidado la Córcega... y sus costumbres. - Es verdad: era muy joven cuando la dejé. 40
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- ¿Seguís perteneciendo al ejército? - Estoy de reemplazo, señor prefecto. - Con haber permanecido tanto tiempo en el ejército francés, no dudo, caballero, que os habréis hecho un verdadero francés. Y pronunció estas últimas palabras con marcado énfasis. No es lisonjear prodigiosamente a los corsos recordarles que pertenecen a la gran nación: quieren ser un pueblo aparte, y justifican bastante esta pretensión para que deba concedérseles. Orso, algo picado, respondió: - ¿Pensáis, señor prefecto, que para ser, hombre de honor deba un corso servir en el ejército francés? - No, por cierto- dijo el prefecto;- no es ese, en manera alguna, mi pensamiento: hablo solamente de ciertas costumbres de este país, algunas de las cuales no son tales como desearía verlas un administrador. Y recalcó el acento sobre esta palabra de costumbres y tomó la expresión más grave que permitía su cara. Poco después se levantó y salió, llevándose la promesa de que miss Lidia iría a ver a su mujer en la prefectura.
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- Menester era- dijo miss Lidia, - que yo fuese a Córcega para saber lo que es un prefecto. Este me parece bastante amable. - No podría decir en cuanto a mí otro tanto dijo Orso, - pues lo encuentro muy singular con su aire enfático y misterioso. El coronel estaba más que amodorrado. Miss Lidia miró hacia aquel lado, y dijo bajando la voz: - Pues a mí no me parece tan misterioso como pretendéis, porque creo haberlo comprendido. - Sois, seguramente, muy perspicaz, miss Nevil; y si veis alguna gracia en lo que acaba de decir, será seguramente por haberla puesto vos. –Esta es una frase del marqués de Mascarilla, señor della Rebbia, me parece; pero ¿queréis que os dé una prueba de mi penetración? Soy algo bruja y sé, lo que piensan las personas que he visto dos veces. - ¡Dios mío! ¡Me asustáis! Si supiéseis leer en mi pensamiento, no sé si debería alegrarme o afligirme. - Señor della Rebbia- continuó miss Lidia, ruborizándose, - - sólo nos conocemos desde hace algunos días; pero en el mar y en los países bárbaros (me dispensaréis, espero)... en los países bárbaros las personas se hacen amigas mas pronto que en el mundo civilizado. Así, no os sorprendáis si os 42
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hablo, como amiga, de cosas algo íntimas, y en las cuales quizá no debiera entrometerse un extranjero. - ¡Oh! No digáis esa palabra, miss Nevil: me gusta más la otra. - Pues bien: debo deciros que, sin haber tratado de enterarme de vuestros secretos, me encuentro con que los he descubierto en parte, y los hay que me afligen. Sé, señor Orso, la desgracia que ha sufrido vuestra familia. Me han hablado mucho del carácter vengativo de vuestros compatriotas y de su manera de vengarse. ¿No aludía a eso el prefecto? - - ¿Puede pensar miss Lidia...? Y Orso se puso pálido como la muerte. - No, señor della Rebbia- - - dijo ella interrumpiéndolo; - sé que sois un gentlentan lleno de honor. Vos mismo me habéis dicho que en vuestro país sólo la gente del pueblo conoce la vendetta, que os gusta llamar una forma del duelo. - ¿Me creeríais, pues, capaz de convertirme nunca en asesino? - Puesto que os hablo de eso, señor Orso, debéis comprender que no dudo de vos; y si os he hablado de semejante cosa- prosiguió bajando los ojos,- - es porque he comprendido que, de regreso a vuestro país, rodeado quizá de preocupaciones bárbaras, os 43
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agradaría saber que hay alguien que os estima por vuestro valor en resistirlas. Vamos- dijo levantándose; - no hablemos más de esas cosas tan feas: me dan dolor de cabeza, y, por otra parte, es muy tarde. ¿No me guardaréis rencor? Buenas noches, a la inglesa. Y le alargó la mano. Orso la estrechó con aire grave y conmovido. - Señorita- dijo,- sabéis que hay momentos en que se despierta en mí el instinto del país. a veces, cuando pienso en mi pobre padre, me obsesionan terribles ideas. Gracias a vos, me veo libre de ellas para siempre. ¡Gracias, gracias! Al Iba a proseguir; pero miss Lidia hizo caer una cucharilla de té, y el ruido despertó al coronel. -¡Della Rebbia: mañana, a las cinco, de caza! Sed exacto. - Sí, mi coronel.
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V Al día siguiente, un poco antes del retorno de los cazadores, miss Nevil, regresando de un paseo por la orilla del mar, volvía a la posada con su camarera, cuando reparó en una joven vestida de negro, montada en un caballo de poca alzada, pero vigoroso, que entraba en la ciudad. Iba seguida por una especie de gañán, a caballo también, con chaqueta de paño obscuro agujereada en los codos, un garrote a la bandolera, pistolas al cinto y en la mano una escopeta cuya culata descansaba sobre una bolsa de cuero atada al arzón de la silla. En suma: un traje completo de bandido de melodrama o de burgués corso de viaje. La belleza notable de la mujer llamó desde un principio la atención de miss Nevil. Parecía tener unos veinte años. Era alta, blanca; sus ojos, de un azul obscuro; la boca, 45
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sonrosada; los dientes, como esmalte. Leíanse a la vez en su expresión el orgullo, la inquietud y la tristeza. Llevaba sobre la cabeza el velo de seda negro llamado mezzaro que los genoveses han introducido en Córcega y que tan bien sienta a las mujeres. Largas trenzas de cabello castaño le formaban como un turbante alrededor de la cabeza. Su traje era aseado, pero de la mayor sencillez. Miss Nevil tuvo tiempo sobrado para examinarla, porque la dama del mezzaro se había detenido en la calle para preguntar con mucho interés, según se deducía de la expresión de sus ojos. Después, en vista de la respuesta que le dieron, dio con su varita al caballejo, y, poniendolo al trote, no se detuvo ya hasta la puerta de la posada en que se alojaban sir Tomás, Nevil y Orso. Allí, después de haber cruzado algunas palabras con el huésped, la joven saltó en tierra con presteza y se sentó en un banco de piedra al lado de la puerta de entrada, mientras su escudero conducía los caballos al establo. Miss Lidia pasó con su traje parisiense por delante de la forastera sin que ésta levantase los ojos del suelo. Un cuarto de hora después, abriendo la ventana, vio aún a la dama del mezzaro sentada en el mismo sitio y en igual actitud. Pronto comparecieron el coronel 46
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y Orso, de vuelta de la cacería. Entonces el huésped le dijo algunas palabras a la señorita de luto y le indicó con el dedo al joven della Rebbia. Ruborizóse ella, se levantó con vivacidad, dio algunos pasos adelante; y enseguida se detuvo inmóvil y como cohibida. Orso estaba cerca, mirándola con curiosidad. - ¿Sois- le dijo ella con voz conmovida, - Orso Antonio della Rebbia? Yo soy Colomba. _¡ Colomba! - exclamó Orso. Y cogiéndola entre sus brazos, besóla tiernamente, lo que, sorprendió algo al coronel y a su hija, porque en Inglaterra nadie se besa en la calle. - Perdonadme, hermano - dijo Colomba, - si he venido sin orden vuestra; pero he sabido por vuestros amigos que habíais llegado, y era para mí un gran consuelo el veros. Orso la besó de nuevo, y volviéndose hacia el coronel: - Es mi hermana- dijo, - a la que no habría reconocido nunca, si no hubiese dado su nombre. Colomba: el coronel sir Tomás Nevil. Coronel: quered dispensarme; pero no podré tener el honor de comer hoy con vos: mi hermana...
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- ¿Eh? Pues ¿dónde diablos vais a ir a comer, querido?- exclamó el coronel. – Ya sabéis que no se hace más que una comida en esta maldita posada, y es para nosotros. La señorita le proporcionará un gran placer a mi hija acompañándonos. Colomba miró a su hermano, que no se hizo mucho de rogar, y entraron juntos en la sala más espaciosa de la posada, que servía de salón y comedor al coronel. La señorita della Rebbia, presentada a miss Nevil, le hizo una profunda reverencia, pero no dijo palabra. Veíase que estaba muy espantada y que por primera vez en su vida se encontraba en presencia de extranjeros, personas de mundo. Sin embargo, no había en sus maneras nada que trascendiese a provinciano. En ella la singularidad salvaba la torpeza, y gustó, por lo mismo, a miss Nevil, y como no había cuarto más disponible en la posada que el que el coronel y su séquito habían invadido, miss Lidia llevó la condescendencia, o la curiosidad, hasta ofrecer a la señorita della Rebbia mandarle hacer una cama en su mismo cuarto. Colomba balbució algunas palabras de gracias y se apresuró a seguir a la camarera de, miss Nevil para arreglarse algo; cuidado necesario después de un viaje a caballo por el polvo y el sol. 48
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Al entrar de nuevo en el salón, detúvose delante de las escopetas del coronel, que los cazadores acababan de dejar en un rincón. _ ¡Hermosas armas!- dijo. - ¿Son vuestras, hermano? - No: son escopetas inglesas del coronel, tan hermosas como buenas. - Me gustaría que tuviéseis una así- dijo Colomba. - Ciertamente, entre esas tres, hay una que pertenece a della Rebbia- exclamó el coronel.- Y a fe que sabe manejarlas bien. Hoy, con catorce tiros, catorce piezas. Establecióse al punto un combate de generosidad, en el cual fue vencido Orso, con gran satisfacción de su hermana, como era fácil ver por la expresión de alegría infantil que brilló de pronto en su rostro, poco antes tan grave. - Escoged, querido- dijo el coronel. Orso se resistía. - Bueno: pues escogerá por vos vuestra señorita hermana¿ Colomba no se lo hizo repetir dos veces: tomó la menos adornada de las escopetas; pero era una excelente Manton de grueso calibre. 49
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- Esta- dijo, - debe llevar bien la bala. Andaba embarazado su hermano con dar las gracias, cuando llegó muy a propósito la comida para sacarlo de apuros. Miss Lidia quedó encantada al ver que Colomba, que había opuesto alguna resistencia para sentarse a la mesa, y que sólo había cedido a una mirada de su hermano, hacía, como buena católica, la señal de la cruz antes de comer. - Bueno- se dijo; - - he ahí algo que es primitivo. Y prometióse hacer más de una observación interesante acerca- , de aquella joven representante de las viejas costumbres de Córcega. En cuanto a Orso, era evidente que no las tenía todas consigo, por, temor sin duda, a que su hermana dijese o hiciese algo que recordase su aldea. Pero Colomba lo miraba sin cesar y arreglaba todos sus movimientos según hacía su hermanó. A veces lo miraba fijamente con extraña expresión de tristeza, y entonces, si los ojos de Orso se encontraban con los suyos, él era el primero en desviarlos, como si hubiese querido substraerse a una pregunta que su hermana le dirigía mentalmente y que él comprendía harto bien. Hablábase en francés, porque el coronel se expresaba muy mal en italiano. Colomba 50
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entendía el francés, y aun pronunciaba bastante bien las pocas palabras que se veía obligada a cruzar con sus huéspedes. Después de comer, el coronel, que había notado la especie de embarazo que reinaba entre el hermano y la hermana, preguntó con su franqueza ordinaria a Orso si no desearla hablar a solas con la señorita Colomba, ofreciendo en este caso pasar con su hija al cuarto vecino; pero Orso se apresuró a darle las gracias, diciendo que ya tendría tiempo de hablar en Pietranera. Era el nombre de la aldea donde debía residir. El coronel ocupó, pues, su acostumbrado sitio en el sofá, y miss Nevil, después de haber ensayado muchos asuntos de conversación, desesperando de hacer hablar a la hermana Colomba, rogó a Orso que le leyese un canto del Dante, su poeta favorito. Orso escogió el canto del Infierno, en que se encuentra el episodio de Francesca da Rimini, y se puso a leer, acentuando lo mejor que supo, aquellos sublimes tercetos que tan bien expresan el peligro de leer a dúo un libro de amor. A medida que leía, acercábase Colomba a la mesa, levantaba la cabeza, que había tenido inclinada; sus pupilas, dilatadas, brillaban con fuego extraordinario; ruborizábase y 51
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palidecía sucesivamente; agitábase convulsivamente en una silla. Admirable organización italiana que, para comprender la poesía, no tiene necesidad de que un pedante lo demuestre sus bellezas. Cuando hubo terminado la lectura: - ¡Qué hermoso es!- dijo. - ¿,Quién ha hecho eso, hermano? Orso se quedó algo desconcertado, y miss Lidia respondió sonriendo que era un florentino, muerto hacía algunos siglos. - Te haré leer el Dante - dijo Orso, - cuando estemos en Pietranera. - ¡Dios mío, qué hermoso es! - - repetía Colomba. Y dijo tres o cuatro tercetos que había retenido en la memoria, primero en voz baja; y luego, animándose, declamólos en alta voz, con más expresión de la que les había dado su hermano al leerlos. Miss Lidia, muy asombra: - Parece que os gusta mucho la poesía- dijo. ¡Cuánto os envidio tengáis que leer el Dante como un libro nuevo! - Ved, miss Nevil- decía Orso, - cuánto es el poder de los versos del Dante que de tal manera 52
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conmueven a una salvajilla que no sabe más que el Padrenuestro. Pero me engaño: ahora recuerdo que Colomba es del oficio. Niña aún, peleábase con los versos, y mi padre me escribía que era la mayor voceratrice dé Pietranera y de dos leguas a la redonda. Colomba lanzó una mirada suplicante a su hermano. Miss Nevil había oído hablar de las improvisadoras corsas y se moría de ganas de oír una. Así es que se apresuró a rogar a Colomba que le diese una muestra de sus talentos. Interpúsose Orso entonces, muy contrariado por haber recordado tan bien las disposiciones poéticas de su hermana; y por más que juró que no había nada más tonto que uña balada corsa, y por más que protestó de que, recitar versos corsos después de los del Dante, era hacer traición a su país, no consiguió sino irritar más el capricho de miss Nevil, viéndose, por fin, obligado a decir a su hermana: - Vaya, pues: improvisa algo, pero que sea corto. Colomba lanzó un suspiro, miró atentamente durante un minuto el tapete de la mesa, después las vigas del techo. En fin, poniéndose la mano sobre los ojos, como esas aves que se tranquilizan y creen no ser vistas cuando no se ven ellas, cantó, o mejor
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dicho, declamó con mal segura voz la serenata que va a leerse: LA JOVEN Y LA PALOMA En el valle, muy lejos, detrás de las Montañas,no va el sol sino una hora cada día- Hay en el valle una casa sombría, - y la hierba crece en el umbral. Puertas, ventanas, estan cerradas siempre. - Ningún humo se escapa del techo. –Pero a mediodía, cuando llega el sol, - se abre una ventana, - y la huérfana se sienta, hilando en su torno. - Hila y canta, trabajando,- un canto de tristeza; - pero ningún otro canto responde al suyo. - Un día, un día de primavera,- posóse una paloma sobre un árbol vecino - y oyó el canto de la joven. - “Joven, dijo la paloma, no llores sola: - un cruel gavilán me ha arrebatado mi compañera”.- “Paloma, muéstrame el gavilán raptor: - aunque esté tan alto como las nubes, - pronto le habré abatido en tierra. - Pero a mí, pobre doncella, ¿quién me devolverá a mi hermano - a mi hermano, que está ahora en lejano país? Joven, dime donde está tu hermano y mis alas me llevarán a él”.
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- Hete ahí una paloma bien educada - exclamó Orso, besando a su hermana con una emoción que no se avenía con el tono de broma que afectaba. - Vuestra canción es deliciosa- dijo miss Lidia.Quiero que me la escribáis en mi álbum. La,traduciré en inglés y la liaré poner en música. El bravo coronel, que no había entendido palabra, agregó sus cumplidos a los de su hija, y añadió luego -¿Esa paloma de que habláis, señorita, sería acaso esa ave que hemos comido a la crapaudine?8 Miss Nevil trajo su álbum, y no quedó poco sorprendida al ver a la improvisadora escribir su canción economizando el papel de una manera singular. En lucrar de estar uno debajo de otro los versos, se seguían en la misma línea, en tanto lo permitía la anchura de la hoja, por manera que no convenían con la definición conocida de las composiciones poéticas: «Líneas desiguales, con un margen a cada lado». Algunas observaciones había que hacer también acerca de la ortografía un tanto caprichosa de la señorita Colomba, que más de una 8
Pichones abiertos y asados en las parrillas, servidos con salsa picante. 55
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vez hizo sonreír a miss Nevil, mientras que la vanidad fraternal de Orso padecía mil tormentos. Habiendo llegado la hora de acostarse, retiráronse las dos jóvenes a su cuarto. Allí, mientras miss Lidia se quitaba el collar, los pendientes, los brazaletes, observó que su compañera se sacaba del corsé algo largo como una ballena, pero, sin embargo, de forma muy diferente. Colomba puso aquello con cuidado y casi furtivamente debajo de su mezzaro, echado sobre una mesa. Enseguida se arrodilló e hizo devotamente sus oraciones. Dos minutos después estaba en cama. Curiosísima por natural y lenta como una inglesa en desnudarse, miss Lidia se acercó a la mesa, y fingiendo que buscaba un alfiler, levantó el mezzaro y vió un puñal bastante largo, lindamente montado en nácar y plata. El trabajo era notable, siendo una arma antigua y de gran precio para un aficionado. - ¿Es costumbre aquí - dijo miss Nevil sonriendo, - que las señoritas lleven ese instrumentito en el corsé. - Menester es - respondió Colomba suspirando. ¡Hay gentes tan malas! - ¿Y tendríais valor para dar un golpe con eso?
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Y miss Nevil, con el puñal en la mano, hacía ademán de herir, como se hiere en el teatro, de arriba abajo. - Sí, si fuera necesario - dijo Colomba con su voz dulce y musical; - para defenderme ó, para defender a mis amigos. Pero no se debe coger así: podríais causaros daño, si la persona a quien quisiéseis herir, salvase el cuerpo. - e incorporándose: - Ved, es así: dando el golpe para arriba. Dicen que así es mortal. ¡Feliz quien no tiene necesidad de tales armas! Suspiró, dejó caer la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. No hubiera podido verse una cabeza más hermosa, más noble, más original. No hubiera deseado otro modelo Fidias para esculpir su Minerva.
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Sólo por conformarme con el precepto de Horacio, me he lanzado primero in medias res. Ahora que todos duermen, la bella Colomba, el coronel y su hija, aprovecharé este momento para enterar al lector de ciertas particularidades que no debe ignorar, si quiere penetrar más en esta verídica historia. Sabe ya que el coronel della Rebbia, padre de Orso, ha muerto asesinado; pero no se es asesinado en Córcega, como se es en Francia, por el primer desertor de presidio que no encuentra mejor manera para robaros el dinero: se es asesinado por sus enemigos; pero el motivo por que se tienen enemigos es a veces. muy difícil de atinar. Muchas familias se aborrecen por antigua costumbre, y la tradición de la causa originaria de su odio se ha perdido por completo. La familia a que pertenecía el coronel della Rebbia, odiaba a muchas otras familias, pero singularmente a la de los Barricini. Algunos decían que en el siglo XVI sir della Rebbia había seducido a una Barricini, y había sido apuñalado enseguida por un pariente de la ultrajada damisela. A la verdad, otros contaban de diferente manera el asunto, pretendiendo que la seducida había sido una della Rebbia y el apuñalado un Barricini. Ello es que, para 58
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valerme de una expresión consagrada, había sangre entre las dos casas. Sin embargo, contra todo uso, aquel homicidio no había dado lugar a otros, y era porque los della Rebbia y los Barricini se veían perseguidos igualmente por el gobierno genovés, y habiéndose expatriado los jóvenes, las dos familias quedaron privadas, durante muchas generaciones, de sus representantes enérgicos. A últimos del pasado siglo, encontrándose en una tasca un della Rebbia, oficial al servicio de Nápoles, tuvo una disputa con otros militares, que entre otros insultos le llamaron cabrero corso. Echó mano a la espada; pero como era, él solo contra tres, hubiéralo pasado mal si un forastero, que jugaba también allí, no hubiese exclamado: - ¡ Yo también soy corso!tomando al punto su defensa. Aquel forastero era un Barricini, que, por otra parte, no conocía a su compatriota. Cuando se hubieron dado explicaciones, todo fueron de una y otra parte grandes cortesías y juramentos de amistad eterna, porque en el Continente los corsos se ligan fácilmente, todo lo contrario de lo que sucede en su isla. Bien se vio en esta circunstancia: della Rebbia y Barricini fueron amigos íntimos mientras permanecieron en Italia; pero, de vuelta a Córcega, sólo se vieron rara vez, 59
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por más que viviesen en el mismo pueblo, y cuando murieron, haría quizá cinco o seis años que no se habían dirigido la palabra. Sus hijos vivieron también en etiqueta, como dicen en la isla. El uno, Ghilfuccio, padre de Orso, fue militar; el otro, Giudice Barricini, fue abogado. Padres de familia ambos y separados por su profesión, no tuvieron casi ocasión de verse ni de oír hablar el uno del otro. Sin embargo, un día, hacia 1809, leyendo Giudice, en Bastia, en un periódico, que el capitán Ghilfuccio acababa de ser condecorado, dijo, ante testigos, que no le sorprendía, supuesto que el general *** protegía a su familia. No faltó quien fuera a contarle esto a Ghilfuccio, en Viena, respondiendo el capitán que a su vuelta a Córcega encontraría muy rico a Giudice, porque sacaba más dinero de las causas que perdía que de las que ganaba. Nunca se ha sabido si quería insinuar con eso que el abogado hacía traición a sus clientes o si se limitaba a emitir esta verdad trivial de que un mal negocio le produce más a un letrado que no una buena causa. Sea como fuere, el abogado Barricini tuvo noticia del epigrama, y no lo olvidó. En 1812 pidió ser nombrado alcalde de su lugar, y todo hacía 60
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suponer que lo conseguiría, cuando el general *** escribió al prefecto recomendándole un pariente de la mujer de Ghilfuccio. El prefecto se apresuró a acceder a los deseos del general, y Barricini no dudó ni por un instante de que debía su repulsa a las intrigas de Ghilfuccio. Después de la caída del emperador, en 1814, el protegido del general fue denunciado como bonapartista y reemplazado por Barricini. A su vez, este último fue destituido cuando los Cien Días; pero después de aquella tempestad volvió a tomar posesión, con gran pompa, de la alcaldía y del registro civil. Desde aquel momento fue su estrella más brillante que nunca, El coronel della Rebbia, dejado de reemplazo y retirado en Pietranera, tuvo que sostener contra él una guerra sorda de triquiñuelas sin cesar renovadas. Ora se veía demandado por indemnización de daños y perjuicios causados por su caballo en los cercados del señor alcalde; ora éste, so pretexto de restaurar el solado de la iglesia, hacía quitar una losa rota que llevaba las armas de los della Rebbia y cubría la tumba de un individuo de aquella familia. Si las cabras se comían los plantíos tiernos del coronel, los dueños de aquellas bestias encontraban protección por parte del alcalde; 61
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sucesivamente el confitero que desempeñaba la cartería de Pietranera, y el guarda rural, viejo soldado mutilado, clientes ambos de los della Rebbia, fueron destituidos y reemplazados por hechuras de los Barricini. La esposa del coronel murió, manifestando el deseo de ser enterrada en medio de un bosquecillo por donde gustaba de pasear: pero, el alcalde declaró al punto que sería inhumada en el cementerio del pueblo, supuesto que no había recibido autorización para permitir una sepultura aislada. El coronel, furioso, declaró que, en espera de dicha autorización, su mujer sería enterrada en el lugar que había escogido, e hizo cavar allí una fosa. Por su parte, el alcalde hizo cavar otra en el cementerio, y envió a buscar a la gendarmería, a fin, decía, de que la ley contase con el apoyo de la fuerza. El día del entierro se encontraron en presencia uno de otro los dos partidos, y púdose temer por un instante que se entablase un combate por la posesión de los restos de madame della Rebbia. Unos cuarenta campesinos bien armados, conducidos por los parientes de la difunta, obligaron al cura, al salir de la iglesia, a tomar el camino del bosque. Por su parte, el alcalde, con sus dos 62
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hijos, sus clientes y la gendarmería, se presentó para oponerse a ello. Cuando apareció e intimó a la comitiva a que retrocediera, fue acogido con silbidos y amenazas; sus adversarios le llevaban ventaja por su número, y pa- recían decididos. Muchas escopetas se cargaron a su vista, y aun se asegura que un pastor llegó a apuntarle; pero el coronel levantó su escopeta diciendo: - ¡ No tirar sin orden mía! El alcalde, que por natural les hacía ascos a los golpes, como Panurgo, rehusó la batalla y se retiró con su escolta: entonces la fúnebre procesión volvió a ponerse en marcha, teniendo cuidado de tomar por el camino más largo, a fin de pasar por delante de la alcaldía. Al desfilar, un idiota que se había reunido al cortejo, tuvo la ocurrencia de gritar: - ¡Viva el emperador! - Respondiéronle dos o tres voces, y animándose cada vez más, los rebbianistas propusieron matar un buey del alcalde, que por ventura les barreaba el camino. Felizmente el coronel impidió se llevase a cabo aquella violencia. Puede pensarse que se formaron diligencias sobre el asunto y que el alcalde le envió al prefecto un parte, escrito con su estilo más sublime, en el 63
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cual pintaba pisoteadas las leyes divinas y humanas; la majestad suya, como alcalde, y la del cura, desconocidas e insultadas, y al coronel della Rebbia poniéndose a la cabeza de un complot bonapartista para cambiar el orden de sucesión a la corona y excitar a los ciudadanos a armarse unos contra otros; crímenes previstos en los artículos 86 y 91 del código penal. La exageración de esta querella perjudicó su efecto. El coronel escribió al prefecto, al fiscal; un primo de su mujer estaba emparentado con uno de los diputados de la isla, y otro primo con el presidente del Tribunal Real. Gracias a tales protecciones, el complot se desvaneció, y, madame della Rebbia siguió en el bosque, y sólo el idiota fue condenado a quince días de cárcel. Poco satisfecho el abogado Barricini con el resultado de aquel negocio, dirigió sus baterías a otra parte. Exhumó una vieja escritura, a tenor de la cual trató de disputar al coronel la propiedad de ciertas aguas que hacían rodar un molino. Entablóse un pleito que duró largo tiempo. Al cabo de un año iba el tribunal a pronunciar el fallo, y, según todas las apariencias, en favor del coronel, cuando Barricini puso en manos del fiscal una carta firmada por un tal Agostini, bandido célebre, que le 64
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amenazaba, a él, al alcalde, con incendio y muerte si no desistía de sus pretensiones. Sabido es que en Córcega es muy apetecida la protección de los bandidos, los cuales, para corresponder a sus amigos, intervienen frecuentemente en la querellas particulares. El alcalde se disponía ya a sacar partido de aquella carta, cuando un nuevo incidente vino a complicar la cuestión. El bandido Agostini escribió al fiscal quejándose de que se hubiese falsificado su firma y se hubiese puesto en duda su carácter haciéndole pasar por hombre que hacía tráfico de su influencia: - Si descubro al falsario - decía terminando su misiva, - haré en él un ejemplar castigo. Claro estaba que Agostini no había escrito la amenazadora carta al alcalde; los della Rebbia acusaban a los Barricini, y viceversa. Por una y otra parte proferíanse amenazas, y la justicia no sabía de qué lado encontraría a los culpables. En el entretanto, fue asesinado el coronel Ghilfuccio. He aquí los hechos tal como constaron en el sumario: “ El 2 de Agosto de 18.., a la puesta del sol, Magdalena Pietri, que llevaba grano a Pietranera, oyó dos tiros muy próximos, disparados, a lo que pareció, en un camino hondo que conducía 65
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al lugar, cerca de ciento cincuenta pasos del sitio en que se encontraba. Casi al punto vio a un hombre que corría, agachándose, por el sendero de una viña, dirigiéndose al pueblo. Aquel hombre se detuvo un instante y se volvió; pero la distancia impidió a la Pietri rem conocer sus facciones, tanto más cuanto que llevaba en la boca un pámpano que le ocultaba casi toda la cara. Hizo una señal con la mano a un camarada que la testigo no vio y enseguida desapareció en los viñedos. La Pietri, dejando su saco de grano en tierra, subió corriendo por el sendero y encontró al coronel della Rebbia bañado en sangre, atravesado por dos balazos, pero respirando aún. Cerca de él estaba su escopeta cargada y armada, como si se hubiese puesto en guardia contra alguien que le atacaba de frente en el momento en que otro le atacaba por detrás. Estertorizaba y luchaba contra la muerte, pero no podía pronunciar palabra, lo cual explicaron los médicos por la naturaleza de las heridas que habían atravesado el pulmón. La sangre lo ahogaba; corría lentamente, como un musgo rojo. En vano lo levantó Magdalena Pietri y le dirigió algunas preguntas. Vio perfectamente que quería hablar, pero que no podía darse a comprender. 66
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Habiendo notado que trataba de meter mano en el bolsillo, se apresuró a retirar de él una carterita que le presentó abierta. El herido cogió el lápiz de la cartera y trató de escribir. La testigo le vio, efectivamente, formar con trabajo muchas letras; pero, no sabiendo leer, no pudo comprender su sentido. Extenuado por aquel esfuerzo, el coronel dejó la cartera en manos de la Pietri, que estrechó con fuerza, mirándola de un modo singular, como si quisiese decir (son palabras de la testigo). - Esto es importante: es el nombre de mi asesino. “ Magdalena Pietri subía al lugar cuando encontró al señor alcalde Barricini con su hijo Vincentello. Era casi de noche. Contó lo que había Visto. El alcalde tomó la cartera y corrió a la alcaldía a ponerse la faja y a llamar a su secretario y a la gendarmería. Habiéndose quedado sola con el joven Vincentello, Magdalena Pietri le propuso ir en socorro del coronel en caso de que aun estuviese vivo; pero Vincentello respondió que, si se acercaba a un hombre que había sido encarnizado enemigo de su familia, no dejarían de acusarlo de haberlo asesinado. Poco después llegó el alcalde, encontró muerto al coronel, mandó levantar el cadáver e instruyó diligencias. 67
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- A pesar de su turbación, natural en semejante trance, el señor Barricini se había apresurado a sellar la - cartera del coronel y a tomar todas las indagaciones posibles; pero ninguna había producido ningún descubrimiento importante. Cuando llegó el juez de instrucción, abrióse la cartera, y en una pagina manchada de sangre viéronse algunas letras trazadas por una mano desfallecida, bien legibles sin embargo. Había escrito: Agosti... y el juez no abrigó ninguna duda de que el coronel habla querido designar a Agostini como su asesino. Sin embargo, Colomba della Rebbía, llamada por el juez, pidió le dejasen examinar la cartera. Después de haberla hojeado largo tiempo, extendió la mano hacia el alcalde y exclamó: - - ¡He ahí el asesino! “ Entonces, con una precisión y una claridad sorprendentes en el transporte de dolor en que estaba sumida, refirió que su padre, habiendo recibido pocos días antes una carta de su hijo, la había quemado, pero que antes de hacerlo había escrito con lápiz, en la cartera, la dirección de Orso, que acababa de cambiar de guarnición. Pues bien: aquella anotación no se encontraba ya en la cartera, y Colomba sacaba en consecuencia que el alcalde 68
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había arrancado la hoja en que estaba escrita, que habría sido la misma en que su padre había trazado el nombre de su asesino, y que a este nombre, el alcalde, al decir de Colomba, había substituído el de Agostini. El juez vio, en efecto, que faltaba una hoja en el pliego de papel en que estaba escrito el nombre; pero pronto notó que faltaban también hojas de los otros pliegos de la misma cartera, y hubo testigos que declararon que el coronel tenía costumbre de arrancar páginas de su cartera cuando quería encender un cigarro. Nada más probable, pues, que hubiese sido arrancada por equivocación la dirección que había copiado. Además, se hizo constar que el alcalde, después de recibida la cartera de Magdalena Pietri, no hubiera podido leerla a causa de la obscuridad; quedó probado que no se había detenido ni un instante antes de entrar en la alcaldía, que le había acompañado el cabo de la gendarmería, y le había visto encender una lámpara, poner la cartera dentro de un sobre y sellarlo ante su vista. ,,Cuando el cabo hubo terminado su declaración. Colomba, fuera de sí, se arrojó a sus pies y le suplicó, por lo más sagrado, que declarase si había dejado solo al alcalde por un solo instante. El cabo, 69
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después de alguna vacilación, visiblemente conmovido por la exaltación de la joven, confesó que había ido a buscar en el cuarto vecino una hoja de papel grande, pero que no había estado ni un minuto, y que el alcalde le había estado hablando siempre mientras buscaba a tientas dicho papel en un cajón. Por lo demás, atestiguaba que a su vuelta la cartera ensangrentada estaba en el mismo sitio, sobre la mesa, donde el alcalde la había dejado al entrar. “El señor Barricini declaró con la mayor tranquilidad. Disculpaba, decía, el arrebato de la, señorita della Rebbia y quería condescender buenamente en justificarse. Probó que había permanecido toda la tarde en la alcaldía y que su hijo Vincentello se encontraba con él delante de la alcaldía en el momento del crimen; finalmente, que su hijo Orlanduccio, enfermo de tercianas aquel día, no se había meneado de la cama. Paso de manifiesto todas las escopetas de su casa, ninguna de las cuales había hecho fuego recientemente. Añadió que, respecto a la cartera, había comprendido enseguida toda la importancia que podía tener; que le había puesto los sellos y depositado en manos de su adjunto, previendo que, 70
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en razón a su enemistad con el coronel, podría hacerse sospechoso. Recordó, en fin, que Agostini había amenazado de muerte al que había escrito una carta en su nombre, e insinuó que, habiendo aquel miserable sospechado probablemente del coronel, lo había asesinado. Dadas las costumbres de los bandidos, no dejaba de tener ejemplos una venganza por semejante motivo. « Cinco días después de la muerte del coronel della Rebbia, Agostini, sorprendido por un destacamento de cazadores, fue muerto, batiéndose a la desesperada. Encontrósele una carta de Colomba en que lo conminaba que declarase si era o no culpable del asesinato que se le imputaba. No habiendo dado contestación el bandido, dedújose generalmente que no había tenido valor de decir a su hija que había muerto a su padre. Con todo, las personas que pretendían conocer bien el carácter de Agostini, decían por, lo bajo que, si hubiese matado al coronel, se hubiera jactado de ello. Otro bandido, conocido por el apodo de Brandolaccio, entregó a Colomba una declaración en la cual atestiguaba, por su honor, la inocencia de su camarada; pero la única prueba que alegaba, era que Agostini no le había dicho nunca que sospechase del coronel ». 71
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En conclusión: los Barricini no se vieron molestados; el juez de instrucción llenó de elogios al alcalde, y éste coronó su bella conducta desistiendo de todas sus pretensiones al salto de agua por el cual sostenía pleito con el coronel della Rebbia. Colomba improvisó, según el uso del país, una ballata delante del cadáver de su padre, en presencia de sus amigos reunidos. En ella exhaló todo su odio contra los Barricini y los acusó formalmente, del asesinato, amenazándolos también con la venganza de su hermano. Esta ballata, hecha muy popular, era la que cantaba el marinero delante de miss Lidia. Al saber la muerte de su padre, Orso, entonces en el norte de Francia, pidió licencia temporal, pero no pudo conseguirla. Primero, por una carta de su hermana, había creído culpables a los Barricini; pero pronto recibió copia de todas las piezas del proceso, y una carta particular del juez le hizo abrigar la casi convicción de que el único culpable era el bandido Agostiní. Cada tres meses escribíale Colomba para repetirle sus sospechas, que llamaba pruebas. A pesar suyo, aquellas acusaciones hacían hervir su sangre corsa, y a veces no estaba muy lejos de compartir las preocupaciones de su hermana. Sin embargo, cada vez que le escribía repetíale a 72
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Colomba que sus alegaciones no tenían fundamento sólido, ni merecían crédito, y hasta le prohibía, aunque en vano, que le hablase más del asunto. Así transcurrieron dos años, al cabo de los cuales fue dejado de reemplazo, y entonces pensó en volver a ver su país, no para vengarse en gentes que creía inocentes, sino para casar a su hermana y vender sus modestas propiedades, si valían lo bastante para permitirle vivir en el Continente.
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VII. Sea que la llegada de su hermana hubiese despertado en Orso con mayor fuerza el recuerdo del paterno techo, sea que sufriese algo ante sus amigos civilizados por el traje y las maneras salvajes de Colomba, manifestó desde el día siguiente su proyecto de abandonar Ajaccio y volver a Pietranera. Sin embargo, hizo prometer al coronel que se albergaría en su humilde casa solariega cuando fuese a Bastia, y en cambio, se comprometió a hacerle cazar gamos, faisanes, jabalíes y lo demás. La víspera de su partida, en lugar de ir al monte, Orso propuso un paseo por la orilla del golfo. Dando el brazo a miss Lidia podía hablar en completa libertad, porque Colomba se había quedado en el pueblo para hacer compras, y el 74
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coronel los dejaba a cada instante para disparar sobre las gaviotas y los pájaros bobos, con gran sorpresa de los caminantes, que no comprendían cómo se pudiese gastar la pólvora en semejante caza. Seguían el camino que conduce a la capilla de los griegos, desde donde se, disfruta la más hermosa vista de la bahía, pero no prestaban la menor atención a ello. - Miss Lidia- dijo Orso después de un silencio bastante largo para ser embarazoso, - francamente, ¿qué pensáis de mi hermana?. - Me gusta mucho - respondió miss Nevíl.- Más que vos - añadió sonriendo, - porque es verdaderamente corsa, y vos sois un salvaje demasiado civilizado. - ¡Demasiado civilizado! Pues bien: a pesar mío, siento volverme salvaje desde que he puesto los pies en esta isla. Mil horrorosos pensamientos me agitan, me atormentan, y tenía necesidad de hablar algo con vos antes de hundirme en mi desierto. - Es menester tener valor, caballero. Ya veis la resignación de vuestra hermana, que os puede servir de ejemplo.
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- ¡Ah! Desengañáos. No creáis en su resignación. No me ha dicho una sola palabra aun, pero en cada una de sus miradas he leído lo que espera de mí. - Pues ¿qué quiere de vos? - ¡Oh, nada! ¡Que pruebe solamente si la escopeta de vuestro señor padre es tan buena para el hombre como para la perdiz! -¡Qué idea! ¡Y podéis suponer eso, cuando acabáis de confesar que no os ha dicho nada aún! Eso es horrible por vuestra. parte. - Si no pensase en la venganza, me habría desde luego hablado de nuestro padre, y no lo ha hecho. Habría pronunciado el nombre de los que considera, equivocadamente, ya lo sé, como sus asesinos. Pues bien: ni por asomos. y es porque nosotros, los corsos, ¿entendéis?, somos una raza astuta. Mi hermana comprende que no me tiene enteramente en su poder y no quiere asustarme, cuando podría escaparle aún. Una vez me habrá conducido al borde del precipicio, cuando la cabeza me dará vueltas, entonces me empujará al abismo. Entonces Orso dio a miss Nevil algunos pormenores sobre la muerte de su padre, y sacó a colación las principales pruebas que se habían
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reunido para hacerle considerar a Angostini como el matador. - Pero nada- añadió, - ha bastado a convencer a Colomba. Lo he visto por su última carta. Ha jurado la muerte de los Barricini, y ved, miss Nevil, cuánta confianza tengo en vos, que quizá no serían ya de este mundo, si, por una de esas preocupaciones que excusa su educación` salvaje, no estuviera persuadida Colomba de que la ejecución de la venganza me pertenece en mi calidad de jefe de familia, y que anda en ello mi honor. - En verdad, señor della Rebbia- dijo miss Nevil, - calumniáis a vuestra hermana. - No, vos misma lo habéis dicho, es corsa: piensa como piensan todos. ¿Sabéis por qué estaba yo tan triste ayer? - No; pero desde hace algún tiempo estáis su jeto a esos accesos de negro humor. Erais más amable al principio de conoceros. - Ayer, por el contrario, estaba yo más alegre, sentíame más dichoso que de ordinario. ¡Os vi tan, buena, tan indulgente para con mi hermana! Volvíamos el coronel y yo en una barca. ¿Sabéis lo que me dijo uno de los marineros en su infernal 77
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patués? - Habéis matado muchas piezas, Ors'Anton, pero encontraréis a Orlanduccio Barricini mayor cazador que vos. - Bien; y ¿qué hay de tan terrible en esas palabras? ¿Tantas pretensiones tenéis de ser diestro cazador? - Pero ¿no veis que ese miserable decía que yo no tendría valor de matar a Orlanduccio? - Sabéis, señor della Rebbia, que me estáis dando miedo. Parece que el aire de vuestra isla no da solamente fiebres, sino que vuelve loco. Felizmente pronto vamos a dejarla. - No antes de haber estado en Pietranera. Se lo habéis prometido a mi hermana. - Y si faltásemos a esta promesa ¿deberíamos esperarnos, sin duda, alguna venganza? -¿Recordáis lo que nos contaba el otro día vuestro señor padre, de aquellos indios que amenazan a los gobernadores de la Compañía con dejarse morir de hambre si no atienden sus reclamaciones? - Es decir, que ¿os dejaríais morir de hambre? Lo dudo. Os estaríais un día sin comer, y enseguida la
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señorita Colomba os traería un bruccio9 tan apetitoso que renunciaríais a vuestro proyecto. - Sois cruel con vuestras burlas, mis Nevil, y deberíais guardarme mayor consideración. Ved: me encuentro solo aquí. Sólo a vos tenía para impedir que me volviese loco, como decís; érais mi ángel guardián, y ahora... - Ahora- dijo miss Lidia con tono grave, - tenéis para sostener esa razón tan fácil de conmover vuestro honor de hombre y de militar, y... – prosiguió volviéndose para coger una flor - si eso puede serviros de algo, el recuerdo de vuestro ángel guardián. _¡Ah, miss Nevil! Si yo pudiese pensar que os tomábais realmente algún interés... –Escuchadme, señor della Rebbia- dijo miss Nevil, algo conmovída, - puesto que sois un niño, os trataré como a un niño. Cuando yo era pequeñita, mi madre me dio un hermoso collar que yo deseaba ardientemente, pero me dijo: - “Cuando te pongas este collar, acuérdate de que no sabes todavía el francés”. El collar perdió a mis ojos algo de su 9
Especie de queso de crema cocido. Es un plato nacional en Córcega. 79
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mérito, habíase convertido para mí en una especie de remordimiento; pero lo llevé, y supe el francés. ¿Veis esta sortija? Es un escarabajo egipcio, encontrado, para que lo sepáis, en una pirámide. Esta figura extraña, que quizá os parece una botella, quiere decir la vida humana. Hay en mi país entes que encontrarían muy apropiado el geroglífico. Esto que viene después, es un broquel con un brazo que lleva una lanza: quiere decir combate, batalla. Así, pues, la reunión de los caracteres forma esta divisa, que encuentro bastante bella: La vida es un combate. No vayáis a creer que traduzca de corrido los geroglíficos: me explicó esto un sabio cuyo apellido terminaba en us. Vamos, os doy el escarabajo. Cuando os asalte algún mal pensamiento corso, mirad mi talismán y decíos que es menester salir vencedor de la batalla que nos dan las malas pasiones. Pero, de veras, no predico mal. - Pensaré en vos, miss Nevil, y me diré... - Decíos que tenéis una amiga que estaría desolada al saber que os habían ahorcado. Cosa que, por otra parte, ocasionaría demasiado disgusto a vuestros antepasados los cabos. Á estas palabras soltó, riendo, el brazo de Orso, y corriendo hacia su padre: 80
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- Papá - dijo, - dejad a esas pobres aves y veníos con nosotros a hacer versos en la gruta de Napoleón.
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VIII Siempre hay algo de solemne en una marcha, aun cuando haya que dejarse por poco tiempo. Orso debía partir con su hermana muy de madrugada, y la víspera por la noche se había despedido de miss Lidia, porque no esperaba que en obsequio suyo Hiciese excepción a sus costumbres de pereza. Sus adioses habían sido fríos y graves. Desde su conversación a la orilla del mar, miss Lidia temía haber demostrado quizá a Orso un interés demasiado vivo, y Orso por su parte, tenía muy clavadas en el corazón sus burlas, y sobre todo, su tono de ligereza. Por un momento había creído vislumbrar en las maneras de la joven inglesa un sentimiento de naciente afecto; pero ahora, desconcertado por sus bromas, decíase que no era a sus ojos sino un simple conocido que pronto 82
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quedaría olvidado. ¿Cuál no sería, pues, su sorpresa, cuando por la mañana, al sentarse a tomar café con el coronel, vio entrar a mis Lidia seguida de su hermana? Habíase levantado a las cinco, y para una inglesa, y para mis Nivel, sobre todo, el esfuerzo era asaz grande para que Orso no pudiera sentirse algún tanto envanecido. - Estoy desolado de que os hayáis molestado tan temprano- dijo Orso.- Sin duda mi hermana os habrá despertado, a pesar de mis recomendaciones, y debéis maldecirnos. ¿Quizá desearíais que me hubiesen ahorcado ya? - No- dijo miss Lidia muy quedo y en italiano, evidentemente para que su padre no lo comprendiera.- Pero me pusisteis mal gesto ayer por mis inocentes bromas, y no quiero que os llevéis un mal recuerdo de vuestra servidora. ¡Terribles gentes sois los corsos! Adiós, pues: hasta luego, espero. Y le alargó la mano. Orso sólo encontró un suspiro por respuesta. Colomba se le acercó, le llevó al alféizar de una ventana, y mostrándole algo que llevaba en su mezzaro, le habló un momento en voz baja. - Mi hermana- dijo Orso a miss Nevil, - quiere haceros un singular regalo, señorita; pero nosotros 83
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los corsos no tenemos gran cosa que dar, como no sea nuestro afecto, que, e1 tiempo no borra. Me dice mi hermana que habéis mirado con curiosidad este puñal: es una intigualla de la familia. Probablemente colgaba en otro tiempo del cinto de uno de aquellos cabos a que debo el honor de vuestro conocimiento. Colomba lo cree tan precioso, que me ha pedido permiso para dároslo, y yo no sé si debo concedérselo para que no os burléis de nosotros. - Este puñal es precioso, pero es una arma de familia y no puedo aceptarlo. - No es el puñal de mi padre- exclamó Colomba.- Ese fue regalado a uno de los antepasados de mi madre por el rey Teodoro. Si la señorita lo acepta, nos dispensará un señalado obsequio. - Vamos, miss Lidia- dijo Orso; - no desdeñéis el puñal de un rey. Para un aficionado, las reliquias del rey Teodoro son infinitamente más preciosas que las del más poderoso monarca. La tentación era viva, y miss Lidia veía ya el efecto que causaría aquella arma dejada sobre una mesilla de laca en su gabinete de Saint- James Place.
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- Pero- dijo ella, cogiendo el puñal con la vacilación de alguien que quiere aceptar, y dirigiendo a Colomba la más amable de las sonrisas, - mi querida señorita Colomba... yo no puedo... yo no me atrevería a dejaros partir así. . . desarmada... - Mi hermano va conmigo- dijo Colomba con tono altanero, - y tenemos la buena escopeta que nos ha regalado vuestro padre. Orso: ¿la habéis cargado con bala? Miss Nevil guardó el puñal, y Colomba, para conjurar el peligro que se corre dando armas cortantes o punzantes a los amigos, exigió un sueldo en pago. Fue menester partir. Orso estrechó una vez más la mano de miss Nevil; Colomba lo dio un beso, y enseguida fue a ofrecer sus labios de rosa al coronel, maravillado de la cortesía corsa. Desde la ventana vio miss Lidia como subían a caballo los dos hermanos. Los ojos de Colomba brillaban con una alegría maligna que la inglesa no había notado aún. Aquella arrogante hembra, fanática con sus ideas de honor bárbaro, el orgullo en la frente, los labios curvados por una sonrisa sardónica, llevándose a aquel joven armado como para una expedición siniestra, recordóle los temores de Orso y creyó ver 85
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a su genio del mal arrastrándolo a su perdición. Orso, ya a caballo, levantó la cabeza y la vio. Sea que hubiese adivinado su pensamiento, sea para dirigirle su último adiós, tomó la sortija egipcia que llevaba colgada de un cordón y la llevó a sus labios. Miss Lidia se retiró de la ventana ruborizándose; enseguida, volviendo allí casi al punto, vio a los dos corsos alejarse rápidamente al galope de sus caballejos, dirigiéndose hacia las montañas. Media hora después, el coronel, por medio de su anteojo, se los enseñó a su hija bordeando el fondo del golfo, y miss Nevil vió que Orso volvía frecuentemente la cabeza hacia la ciudad. Por fin, desapareció detrás de los pantanos reemplazados hoy por un hermoso plantel. Miss Lidia, mirándose en el espejo, se encontró pálida. - ¿Qué debe pensar de mí ese joven? - dijo. - ¿Y qué he pensado yo de él? ¿Y por qué he pensado? ¡Un conocido de viaje! ¿Qué he venido yo a hacer en Córcega? ¡Oh! ¡No me gusta! No, no. Por otra parte, eso es imposible... Y Colomba... ¡Yo la cuñada de una voceratrice que lleva un desaforado puñal! - Y vió que tenía en la mano el del rey
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Teodoro. Lo tiró sobre el tocador- ¡Colomba en Londres bailando en Almack’s! ¡Qué lion10, gran Dios, para enseñar! ¡Puede que la chica hiciese furor! Él me ama, estoy segura de ello... Es un héroe de novela cuya azarosa carrera he interrumpido... Pero ¿tenía realmente ganas de vengar a su padre a lo corso? Era algo entre un Conrad y un dandy... Yo he hecho de él un puro dandy, y un dandy que tiene un sastre corso. Echóse sobre la cama y quiso dormir, pero le fue imposible; y no trataré de continuar su monólogo, durante el cual se dijo más de cien veces que M. della Rebbia no había sido, no era, ni sería nunca nada para ella.
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Dábase entonces este nombre en Inglaterra a las personas en moda que se hacían notar por algo extraordinario 87
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IX. Entretanto, Orso cabalgaba con su hermana. El rápido movimiento de sus caballos les impidió en un principio hablarse; pero cuando las cuestas demasiado rudas los obligaban a ir al paso, cambiaban algunas palabras sobre los amigos que acababan de dejar. Colomba hablaba con entusiasmo de la belleza de miss Nevil, de sus rubios cabellos, de sus graciosas maneras. Preguntábale ella enseguida si el coronel era tan rico como parecía y si la señorita Lidia era hija única. - Debe ser un buen partido - dijo ella. - Su padre os tiene, a lo que parece, mucha amistad.... Y como Orso no respondía, continuaba ella; - Nuestra familia ha sido rica en otro tiempo y es aún de las más consideradas de la isla. Todos esos
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signori11 son bastardos. No hay nobleza sino en las familias caporales, y ya sabéis, Orso, que descendéis de los primeros cabos de la isla. Sabéis que nuestra familia es oriunda de la otra parte de los montes12 y que las guerras civiles nos han obligado a pasar a este lado. Si yo estuviese en vuestro lugar, Orso, no vacilaría y pediría a mis Nevil a su padre. - (Orso se encogió de hombros). - Con su dote compraría los bosques de la Falsetta y las viñas que están más abajo de casa; labraría una hermosa casa de piedra de silleria y alzaría un piso más en la vieja torre donde Sambucoccio mató a tantos moros en tiempo del conde Enrique el bel Missere13 - Colomba, estás loca- respondió Orso galopando. 11
Llamánse signori los descendientes de los señores feudales de Córcega. Entre las familias de los signori y las de los caporali hay rivalidad por la nobleza. 12 Es decir, de la costa oriental. Esta expresión muy usada, di la dei monti, cambia - de sentido según la posición del que la emplea. Córcega está dividida de norte a sur por una cadena de montañas. 13
Véase Filippini, lib. II El conde Arrigo bel Missere murió hacia el año 1000. Dícese que al morir se oyó una voz en los aires que cantaba estas palabras proféticas: É morto il conte Arrigo bel Missere, E Corsica sará di male in peggio. 89
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- Sois hombre, Ors'Anton, y sabéis, sin duda, mejor que una mujer lo que conviene. Pero quisiera me dijéseis lo que ese inglés podría alegar contra nuestro parentesco. ¿Hay cabos en Inglaterra? Después de un trecho bastante largo departiendo de esta suerte, el hermano y la hermana llegaron a una aldea no lejos de Bocognano, donde se detuvieron para comer y pasar la noche en casa de un amigo de la familia. Fueron. recibidos allí con esa hospitalidad corsa que sólo se, puede apreciar cuando se ha recibido. Al día siguiente, su huésped, que había sido compadre de madama della Rebbia, los acompañó hasta una legua de su morada. - Ved esos bosques y esos maquis- dijo a Orso en el momento de separarse; - un hombre que hubiese hecho una desgracia, viviría ahí diez años en paz sin que gendarmes ni cazadores viniesen a buscarlo. Esos bosques tocan a la selva de Vizzavona, y cuando se tienen amigos en Bocognano o sus alrededores, no se carece de nada. Lleváis una escopeta que debe alcanzar lejos. ¡Sangre de la Madona, qué calibre! Con eso se puede matar algo mejor que jabalíes.
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Orso respondió fríamente que su fusil era inglés y llevaba el plomo muy lejos. Abrazáronse, y cada uno continuó su ruta. Ya nuestros viajeros se hallaban a corta distancia se hallaban a Corta distancia de Pietranera, cuando a la entrada de una garganta que era preciso atravesar, descubrieron siete ú ocho hombres armados de fusiles, sentados unos sobre las piedras, echados otros sobre la hierba y algunos de pie, pareciendo estar de centinela. Sus caballos pacían a poca distancia. Colomba los examinó un instante con su anteojo, que sacó de uno de los grandes bolsones de cuero que todos los corsos llevan en viaje. -¡Es nuestra gente!- exclamó la jóven con aire gozoso. - Pieruccio ha desempeñado bien el encargo. - ¿Qué gente? - preguntó Orso. - Nuestros pastores - respondió. - Anteayer noche hice partir a Pieruccio, a fin de que reuniese a esos valientes para acompañaros a vuestra casa. No conviene que entréis en Pietranera sin escolta, y debéis saber que los Barricini son capaces de todo. - Colomba- dijo Orso con tono severo, - te he rogado muchas veces que no me hables de los 91
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Barricini ni de tus infundadas sospechas. No quiero pasar por el ridículo de entrar en mi casa con ese hato de haraganes y me disgusta mucho que los hayas reunido sin avisarme. - Hermano, habéis olvidado vuestro país. Tócame a mí guardaros cuando vuestra imprudencia os expone. He debido hacer lo que he hecho. En este momento, habiéndolos visto, los pastores corrieron a sus caballos y bajaron al galope a su encuentro. - ¡Viva Ors’Anton!- gritó un robusto viejo de barba blanca, cubierto, a pesar del calor, con un sayo de capuchón, de paño tosco, más espeso que el bellón de sus cabras.- ¡ Es el verdadero retrato de su padre, aunque más alto y más fuerte! ¡Qué hermosa escopeta! ¡Ya se hablará de esa escopeta, Ors’Anton! - ¡Viva Ors’Anton! - repitieron en coro todos los pastores-¡Ya sabíamos que volvería, al fin! - ¡Ah, Ors’Anton!- decía un mocetón de piel de color de ladrillo- ¡Qué contento hubiera estado vuestro padre a hallarse aquí para recibíros! ¡Pobre hombre! Bien le hubiérais podido ver ahora si hubiese querido creerme, si me hubiese dejado arreglarle las cuentas a Giudice. ¡Era demasiado 92
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bueno! No me creyó y ahora sabe bien si tenía yo razón. - Déjalo - repuso el viajero; - nada perderá Giudice con esperar. - ¡Viva Ors’Anton! Y acompañaron esta aclamación una docena de tiros. Orso, de muy mal humor en medio de aquel grupo de hombres a caballo, hablando juntos y apretándose para darle la mano, permaneció algún tiempo sin poderse hacer oír. Por fin, tomando el talante que tenía a la cabeza de su pelotón cuando distribuía reprimendas y arrestos: - Amigos míos- dijo, - os doy gracias por el afecto que me demostráis y por el que teníais a mi padre; pero entiendo y quiero que nadie me dé consejos. Ya sé lo que me toca hacer. - ¡Tiene razón! ¡Tiene razón! - exclamaron los pastores. - Ya sabéis que podéis contar con nosotros. - Sí, cuento con vosotros; pero por ahora no tengo necesidad de nadie y ningún peligro amenaza mi casa. Empezad por dar media vuelta e idos a vuestras cabras. Sé el camino de Pietranera y no tengo necesidad de guías. 93
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- No tengáis miedo de nada, Ors'Anton- - dijo el viejo; no se atreverán ellos a mostrarse hoy. El ratón se mete en el agujero cuando vuelve el gato. - ¡Tú sí que eres un gato, barbudo! - dijo Orso¿Cómo te llamas? - ¡Cómo! ¿No me conocéis, Ors’Anton? ¿Yo, que os he llevado a la grupa tan a menudo en mi mula que muerde? ¿No conocéis a Polo Grifo? Un hombre de bien, ved, que es de los della Rebbia en cuerpo y alma. Decid una palabra, y cuando hable vuestra escopeta, ese mosquete, viejo como su dueño, no se callará ¡Contad con ello, Ors'Anton! - Bueno, bueno; pero ¡por todos los diablos! idos, y dejadnos continuar nuestro camino. Alejáronse los pastores, en fin, dirigiéndose al trote largo hacia la aldea; pero de vez en cuando se detenían en todos los puntos elevados del camino, como para examinar si no había acaso alguna emboscada oculta, y siempre se mantenían bastante cerca de Orso y de su hermana para hallarse en disposición de llevarles socorro en caso necesario. Y el viejo Polo Grifo decía a sus compañeros: -¡Comprendo! ¡Comprendo! No dice lo que quiere hacer, sino que lo hace. Es el verdadero retrato de su padre. ¡Bueno! ¡Dices que no le 94
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quieres mal a nadie! ¡Has hecho voto a Santa Nega!14 ¡Bravo! ¡No daría yo una higa por la piel del alcalde! Antes de un mes podrán hacer con ella un odre. Precedido, pues, por aquella tropa de batidores, el descendiente de los della Rebbia entró en su aldea y llegó a la vieja mansión de sus abuelos los cabos. Los rebbianistas, largo tiempo privados de su jefe, habíanse trasladado en masa. a su encuentro, y los habítantes de la aldea que guardaban neutralidad, se hallaban todos en sus casas y miraban por las rendijas de los postigos. La aldea de Pietranera está muy irregularmente construída, como todas las aldeas de Córcega; porque para ver una calle, es menester ir a Cargese, construido por M. do Marboeuf. Las casas dispersadas al azar y sin la menor alineación, ocupan la cumbre de una pequeña meseta, o, mejor dicho, de un rellano de la montaña. a mitad de la aldea se levanta una grande encina y cerca de ella se ve un pilón de granito, al cual un caño de madera lleva el agua de un manantial vecino. Este monumento de 14
Esta santa no se encuentra en el calendario, Encomendarse a Santa Naga es negarlo todo por sistema. 95
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utilidad pública fue construido a costa común de los della Rebbia y los Barricini; pero no había que pensar en encontrar allí ningún indicio de la antigua concordia de las dos familias. Por el contrario, era una obra de sus celos. Habiendo en otro tiempo el coronel della Rebbia enviado al ayuntamiento de su lugar una modesta suma para contribuir a la erección de la fuente, el abogado Barricini se apresuró a ofrecer una donación semejante, y a este combate de generosidad debe Pietranera su agua. Alrededor de la encina y de la fuente hay un espacio vacío que se llama la plaza, donde los desocupados se reúnen por la noche. A veces juegan allí a las cartas, y un día al año, por carnaval, se baila. a ambos extremos de la plaza se levantan unos edificios más altos que anchos, construidos de granito y esquisto. Son las torres enemigas de los della Rebbia y de los Barricini. Su arquitectura es uniforme, su altura lo mismo, y se ve que la rivalidad de las dos familias se ha mantenido siempre sin que la fortuna decidiese entre ellas. Quizá será oportuno explicar lo que hay que entender por la palabra torre. Es un edificio cuadrado de más de cuarenta pies de altura, que en otro país se llamaría buenamente un palomar. La 96
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puerta, estrecha, se abre a ocho pies del suelo, y se llega a ella por una escalera muy empinada. Encima de la puerta hay una ventana con una especie de balcón perforado por debajo como un matacán, que permite machucar, sin riesgo, a un visitante indiscreto. Entre la ventana y la puerta se ven dos escudos groseramente esculpidos. El uno llevaba en otro tiempo la cruz de Génova; pero, todo picado hoy en día, sólo es inteligible para los anticuarios. En el otro escudo hay esculpidas las armas de la familia que posee la torre. Añadid, para completar la decoración, algunas señales de balas en los escudos y en las jambas de las ventanas, y podéis formaros idea de la mansión de la Edad Media en Córcega. Olvidaba decir que las dependencias tocan a la torre y a menudo se enlazan a ella por una comunicación interior. La torre y la casa de los della Rebbia ocupan el lado norte de la plaza de Pietranera; la torre y casa de los Barricini, el lado sur. De la torre del norte hasta la fuente es el paseo de los della Rebbia; el de los Barricini está al lado opuesto. Desde el entierro de la mujer del coronel no se había visto a ningún individuo de las dos familias aparecer en otro lado de la plaza que el que le estaba asignado por una 97
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especie de convenio tácito. Para evitar un rodeo, Orso iba a pasar por delante de la casa del alcalde, cuando su hermana le advirtió, indicándole tomasen por una callejuela que los conduciría a su casa sin atravesar la plaza. - ¿Por qué molestarse?- dijo Orso- ¿No es la plaza de todo el mundo? Y espoleó su caballo. - ¡Bravo corazón! - dijo por lo bajo Colomba.¡Padre, serás vengado! Al llegar a la plaza, Colomba se colocó entre la casa de los Barricini y su hermano, y siempre tuvo fijos los ojos en las ventanas de sus enemigos. Notó que estaban barreadas de hacía poco tiempo y que habían practicado arcehere en ellas. Archere se llaman unas estrechas aberturas en forma de saeteras, practicadas en los gruesos tablones con que se cubre la parte inferior de una ventana. Cuando se teme algún ataque, se barrea de esta suerte, y se puede, al abrigo de los tablones, disparar a cubierto sobre los asaltantes. - ¡Cobardes! -dijo Colomba- Ved, hermano, como comienzan ya a guardarse. ¡Hacen barricadas!¡ Pero menester será salir algún día!
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La presencia de Orso en el lado sur de la plaza produjo gran sensación en Pietranera, y fue considerada como una prueba de audacia que rayaba en temeridad. Para los neutros, reunidos por la noche alrededor de la encina, fue el texto de comentarios sin fin. - La suerte ha sido- decían allí, - que los hijos de Barricini no hayan vuelto, porque son menos sufridos que el abogado, y quizá no hubieran dejado pasar a su enemigo por su terreno sin hacerle pagar cara la bravata. - Acordaos de lo que voy a deciros, vecino, añadió un viejo que era el oráculo del lugar. - He observado la cara de Colomba hoy, y lleva algo en la cabeza. Huelo pólvora en el aire. Antes de poco habrá carne barata en Pietranera. X. Separado muy joven de su padre, no había tenido Orso tiempo de conocerlo. Había salido de Pietranera a los quince años para estudiar en Pisa, y de allí había ingresado en la Escuela Militar, mientras Chilfuccio paseaba por Europa las águilas imperiales. Orso le había visto en el continente a 99
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raros intervalos, y hasta 1815 no se encontró en el regimiento que mandaba su padre. Pero el coronel, inflexible en la disciplina, trataba a su hijo como a todos los demás jóvenes tenientes, es decir, con mucha severidad. Los recuerdos que Orso había conservado de él eran de dos suertes. Recordábalo en Pietranera, confiándole su sable, dejándole descargar su escopeta cuando volvía de caza, o haciéndole sentar por primera vez, de niño, a la mesa de familia. Después se representaba al coronel della Rebbia enviándole arrestado por algún atolondramiento y no llamándole nunca sino teniente della Rebbia. - Teniente della Rebbia, no os halláis en vuestro puesto de batalla: tres días de arresto. Vuestros tiradores están cinco metros demasiado lejos de la reserva: cinco días de arresto. Lleváis gorra de cuartel a las doce y cinco: ocho días de arresto. Sólo una vez en los Cuatro- Brazos, le dijo: - Muy bien, Orso, pero prudencia. Por lo demás, no eran estos últimos recuerdos lo que evocaba en él Pietranera. La vista de los lugares familiares a su infancia, los muebles de que se servía su madre, a quien había tiernamente amado, excitaban en su alma una porción de emociones 100
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dulces y dolorosas; después el sombrío porvenir que se le preparaba, la vaga inquietud que le inspiraba su hermana, y, por encima de todo, la idea de que miss Nevil iba a ir a su casa, que le parecía ahora tan pequeña, tan pobre, tan poco conveniente para una persona acostumbrada al lujo, el desprecio que ella concebiría quizá, todos estos pensamientos formaban un caos en su cabeza y le inspiraban un profundo desaliento. Sentóse, para cenar, en un gran sillón de ennegrecido roble, en el que su padre presidía las comidas de la familia, y sonrió al ver a Colomba vacilar en sentarse a la mesa con él. Agradecióle, por otra parte, el silencio que observó durante la cena y la presteza con que se retiró enseguida, porque se sentía demasiado conmovido para resirtir a los ataques que sin duda le preparaba ella; pero Colomba lo dejaba estar, calculadamente, y quería darle tiempo para reconocerse. Apoyada la cabeza sobre la mano, permaneció por largo tiempo inmóvil repasando en su espíritu las escenas de los últimos quince días que habían transcurrido. Veía con espanto aquella espera en que parecía hallarse todo el mundo sobre su conducta tocante a los Barricini. Ya notaba que la opinión de Pietranera 101
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comenzaba a ser para él la del mundo. Debía vengarse so pena de pasar por un cobarde. Pero ¿en quién vengarse? No podía creer a los Barricíni culpables del homicidio. a la verdad, eran los enemigos de su familia; pero menester eran las groseras preocupaciones de sus compatriotas para atribuirles un asesinato. Algunas veces miraba el talismán de miss Lidia y repetía por lo bajo su divisa: “La vida es un combate”. Por fin, se dijo con tono firme: «¡Yo saldré vencedor!» Levantóse con este buen pensamiento, y tomando la lámpara iba a subir a su cuarto, cuando llamaron en la puerta de la casa. La hora era impropia para recibir una visita. Colomba apareció al momento, seguida de la mujer que la servía. - No es nada - dijo corriendo hacia la puerta. Sin embargo, antes de abrir preguntó quien llamaba. Una dulce voz respondió: - Soy yo. Al punto la tranca colocada al través de la puerta fue quitada, y Colomba volvió aparecer en el comedor, seguida de una niña de unos diez anos, con los pies desnudos, andrajosa, cubierta la cabeza con un mal pañuelo, por debajo del cual se escapaban largas greñas de cabellos negros como el 102
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ala de un cuervo. La niña estaba flaca, pálida; la piel, quemada por el sol, pero en sus ojos brillaba el fuego de la inteligencia. Viendo a Orso, se detuvo tímidamente y le hizo una reverencia a lo lugareño. Enseguida habló quedo a Colomba y le puso entre sus manos un faisán recientemente muerto. - Está bien, Chili - dijo Colomba. - Dale las gracias a tu tío. ¿Está bueno? - Muy bien, señorita: para serviros. No he podido venir más pronto porque ha tardado mucho. Me he estado tres horas en el monte esperándolo. - ¿Y no has cenado aún? -¡Caramba, no, señorita! No he tenido tiempo. - Van a darte de cenar. ¿Tiene pan tu tío todavía? - Poco, señorita; pero lo que le falta, sobre todo, es pólvora. Como ya ha llegado el tiempo de las castañas, sólo necesita pólvora. - Voy a darte un pan para él, y pólvora. Dile que no la malgaste, que anda muy cara. - Colomba- dijo Orso en francés,- ¿á quién haces limosna? - A un pobre bandido de este pueblo- respondió Colomba en la misma lengua.- Esta muchacha es su sobrina.
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- Me parece que podrías colocar mejor tus dones. ¿Por qué enviarle pólvora a un bribón que se servirá de ella para cometer crímenes? Sin esta deplorable debilidad que todo el mundo parece tener aquí por los bandidos, hace ya largo tiempo que habrían desaparecido de Córcega. - Los peores del país no son los que están en el campo.15 - Dales pan si quieres, no se debe negar a nadie; pero no quiero que les proporciones municiones. - Hermano - dijo Colomba con tono grave, sois el amo aquí, y todo os pertenece en esta casa; pero os advierto que antes le daré mi mezzaro a esa muchacha para que lo venda, que negar pólvora a un bandido. ¡Negarle pólvora! Eso vale tanto como entregarlo a los gendarmes. ¿Qué protección tiene contra ellos sino los cartuchos ? La muchacha, entretanto, devoraba con avidez un pedazo de pan, y miraba atentamente por turno a Colomba y a su hermano, tratando de comprender en sus ojos el sentido de lo que decían. 15
Estar en el campo, es decir ser bandido. Bandito no es ningún
término odioso: se toma en el sentido de expulsado. Es el outlaw de las baladas inglesas. 104
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- Pero, en fin, ¿qué ha hecho tu bandido? ¿Por qué crimen se ha lanzado al monte? - Brandolaccio no ha cometido ningún crimen exclamó Colomba. - Mató a Giovan Opizzo, que había asesinado a su padre mientras él estaba en el ejército. Orso volvió la cabeza, cogió la lámpara, y sin responder subió a su cuarto. Entonces Colomba dio pólvora y provisiones a la muchacha y la condujo hasta la puerta repitiéndole: - Sobre todo, que tu tío vele bien por Orso.
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XI. Orso tardó mucho tiempo en dormirse, y por consiguiente se despertó tarde, a lo menos para un corso. Apenas levantado, el primer objeto que hirió sus ojos, fue la casa de sus enemigos y las archere que acababan de levantar. Bajó y preguntó por su hermana. - Está en la cocina fundiendo balas - le respondió la criada Saveria. Así, no podía dar un paso sin verse perseguida por la imagen de la guerra. Encontró a Colomba sentada sobre un escabel, rodeada de balas acabadas de fundir, cortando los rebordes del plomo. - ¿Qué diablos estás haciendo? - le preguntó su hermano.
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- No teníais balas para la escopeta del coronel respondió ella con su voz dulce; - he encontrado un molde de este calibre, y tendréis hoy veinticuatro cartuchos, hermano. - No los necesito, a Dios gracias. - No hay que andar desprevenidos, Ors'Anton. Habéis olvidado vuestro país y las gentes que os rodean. - Aunque lo hubiese olvidado, tú me lo recordarías muy pronto. Dime: ¿no llegó un gran baúl hace algunos días? - Sí, hermano. ¿ Queréis que os lo suba a vuestro cuarto? - ¡Subirlo tú! Pero ¡si no tienes fuerzan¡ para levantarlo! ¿No habrá aquí algún hombre para hacerlo? - No soy tan flaca como pensáis- dijo Colomba, recogiéndose las mangas y descubriendo un brazo blanco y redondo, perfectamente formado, pero que anunciaba una fuerza poco común. - Anda, Saveria- dijo a la criada.- ¡ Ayúdame! Ya levantaba ella sola el pesado baúl, cuando Orso se apresuró a ayudarla. - Hay en este baúl, mi querida Colomba - dijo, algo para ti. Me perdonarás si te hago tan pobres 107
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regalos; pero la bolsa de un teniente de reemplazo no está muy bien guarnecida. Hablando así, abrió el baúl y sacó de él algunos trajes, un chal y otros objetos para uso de una joven. - ¡Qué cosas tan hermosas! - exclamó Colomba. - Voy a guardarlas pronto por miedo a que se estropeen. Las tendré para mi boda - añadió con una sonrisa triste, - porque ahora voy de luto. Y besó la mano de Orso. - Hay afectación, hermana, en conservar el luto por tanto tiempo. - Lo he jurado- dijo Colomba con tono firme. No dejaré el luto... Y miraba por la ventana la casa de los Barricini. - ¿Hasta que te cases? - dijo Orso, tratando de evitar el final de la frase. - No me casaré- dijo Colomba, - - sino con un hombre que haya hecho tres cosas. Y miraba siempre con aire siniestro la casa enemiga. - Bonita como eres, Colomba, me sorprende que no te hayas casado todavía. Vamos: ya me dirás quién te hace la corte. Por otra parte, ya oiré yo las
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serenatas. Menester es que sean muy buenas para que lo gusten a una grande voceratrice como tú. -¿Quién ha de querer a una pobre huérfana? Y, luego, que el hombre que me haga dejar mi traje de luto, hará poner de luto a las mujeres de ahí enfrente. - Eso ya es una locura- dijo Orso para sí. Pero no respondió nada para evitar toda discusión. - Hermano- dijo Colomba, con tono de zalamería;- también yo tengo alguna cosa que ofreceros. Los trajes que ahí tenéis son demasiado buenos para este país. Vuestra linda levita quedaría hecha jirones en dos días si la llevárais por el monte. Hay que guardarla para cuando venga miss Nevil. Enseguida, abriendo un armario, sacó un traje completo de cazador. - Os he hecho una chaqueta de terciopelo, y he aquí una gorra como la que llevan nuestros elegantes. La bordé para vos hace largo tiempo. ¿Queréis probaros eso? Y le hizo ponerse una ancha chaqueta de terciopelo verde que tenía un enorme bolsillo en la espalda. Colocóle en la cabeza un gorro puntiagudo
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de terciopelo bordado de azabache y seda del mismo color, y terminado por una especie de borla. - He aquí la cartuchera 16 de nuestro padre - dijo ella- El puñal está en el bolsillo de la chaqueta. Voy a buscaros las pistolas. - Parezco un verdadero bandido del Ambigú Cómico - decía Orso, mirándose en un espejuelo que le presentaba Saveria. - Es que de veras estáis guapo, Ors’Anton, decía la vieja criada, - y no es más bizarro el más fachendoso pincho17 de Bocognano o de Bastelica. Orso almorzó vistiendo su nuevo traje, y mientras comía, dijo a su hermana que su baúl contenía cierto número de libros, que su intención era mandar traer más de Francia y de Italia, y hacerle trabajar mucho. - Porque es una vergüenza, Colomba - añadía, que una muchacha como tú no sepa todavía cosas que en el continente saben los niños cuando los destetan.
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Cartuchera, cinturón en que se ponen los cartuchos. Cuélgase un puñal de la izquierda. 17
Pinsuto. Llárnanse aquí los que llevan la gorra puntiaguda, barreta pinsuta. 110
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- Tenéis razón, hermano - decía Colomba; - sé lo que me hace falta y no pido más que estudiar, sobre todo si queréis darme lecciones. Pasaron algunos días sin que Colomba pronunciase el nombre de los Barricini. Estaba cuidando siempre a su hermano y le hablaba a menudo de miss Nevil. Orso le daba, a leer obras francesas o italianas, y quedaba sorprendido, ora de la razón y del buen sentido de sus observaciones, ora de la ignorancia profunda de las cosas más vulgares. Una mañana, después de almorzar, Colomba salió un instante, y en lugar de un libro y papel, volvió con el mezzaro puesto. Su talante era más grave que de costumbre. - Hermano - le dijo, - os ruego que salgáis conmigo. - ¿Dónde quieres que te acompañe?- dijo Orso ofreciéndole el brazo. - No tengo necesidad de vuestro brazo; pero lleváos la escopeta y la bolsa de los cartuchos. Un hombre no debe salir jamás sin armas. - Enhorabuena. Hay que conformarse con la moda. ¿Dónde vamos?
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Colomba, sin responder, prendióse el mezzaro alrededor de su cabeza, llamó al perro y salió seguida de su hermano. Alejándose a grandes pasos de la aldea, tomó por un camino hondo que serpenteaba entre las viñas, después de haber mandado al perro por delante, haciéndole un signo que el animal parecía comprender muy bien, porque al punto echó a correr en zigzag, pasando por entre las viñas, ora de un lado, ora de otro, siempre a cincuenta pasos de su dueña y deteniéndose a veces en medio del camino para mirarla meneando la cola. Parecía desempeñar perfectamente las funciones de ir de descubierta. - Si Muchetto ladra - dijo Colomba - armad vuestra escopeta, hermano, y mantenéos inmóvil. A media milla de la aldea, después de muchos rodeos, Colomba se detuvo de pronto en un lugar en que el camino formaba un recodo. Allí se levantaba una pequeña pirámide de ramajes, verdes los unos, los otros desecados, amontonados a una altura de cerca de tres pies. Por el vértice se veía asomar el extremo de una cruz de palo pintada de negro. En muchos cantones de Córcega, sobre todo en las montañas, un uso extremadamente antiguo y que quizá se refiere a supersticiones del paganismo, 112
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obliga a los transeúntes a arrojar una piedra o una rama en el sitio donde un hombre ha muerto de muerte violenta. Por largos años, por tan largo tiempo como el recuerdo de su fin trágico subsiste en la memoria de los hombres, va acumulándose de día en día aquella oferta singular. Llámase a esto el montón, el macchio de fulano. Colomba se detuvo delante de aquella masa de hojarasca, y arrancando una rama de madroño, la añadio a la pirámide. - Orso- dijo- aquí es donde murió nuestro padre. Roguemos por su alma, hermano. Y se hincó de rodillas. Orso la imitó al punto. En aquel momento dobló lentamente la campana de la aldea, por haber muerto un hombre aquella noche. Orso rompió en lágrimas. Al cabo de cinco minutos levantóse Colomba, con los ojos enjutos, pero animado el rostro. Hizo con el pulgar la señal de la cruz, familiar a sus compatriotas y que acompaña, por lo común, a sus juramentos solemnes. En seguida, arrastrando a su hermano, volvió a tomar el camino de la aldea. Entraron en silencio en su casa. Orso subió a su cuarto. Un instante después siguióle allí Colomba, llevando una cajita que dejó sobre la mesa. Abrióla y 113
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sacó de ella una camisa cubierta de grandes manchas de sangre. - He aquí la camisa de vuestro padre, Orso. Y la arrojó sobre sus rodillas. - He aquí el plomo que lo hirió. Y puso sobre la camisa dos balas oxidadas. - ¡Orso, hermano mío! - exclamó ella precipitándose en sus brazos y estrechándolo con fuerza. ¡Orso! ¡Tú lo vengarás! Y abrazólo con una especie de furor, besó las balas y la camisa y salió del cuarto, dejando a su hermano como petrificado en una silla. Orso permaneció por algún tiempo inmóvil, no atreviéndose a alejar de sí aquellas espantosas reliquias. Por fin, haciendo esfuerzo volvió a colocarlas en la cajita y corrió al otro extremo del cuarto a echarse sobre la cama, con la cabeza vuelta hacia la pared, como si hubiera querido substraerse a la vista de un espectro. Las últimas palabras de su hermana resonaban sin cesar en sus oídos y parecíale oír un oráculo fatal, inevitable, que le pedía sangre, y sangre inocente. No trataré de expresar las sensaciones de aquel desgraciado joven, tan confusas como las que trastornan la cabeza de un loco. Por largo tiempo permaneció en la misma 114
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posición, sin atreverse a volver la cabeza. Por fin, se levantó, cerró la cajita y salió precipitadamente de su casa corriendo por el campo y caminando sin saber por dónde iba. Poco a poco el aire fresco lo calmó; se puso más tranquilo y examinó con alguna serenidad su posición y la manera de salir de ella. Ya se sabe que no sospechaba de los Barricini, respecto al asesinato, pero los acusaba de haber supuesto la carta de Agostini, y creía que, cuando menos, aquella carta había sido causa de la muerte de su padre. Veía que era imposible perseguirlos como falsarios. A veces, si las preocupaciones o los instintos de su país volvían a asaltarlo y le mostraban una venganza fácil en el recodo de un sendero, apartábalos de sí con horror pensando en sus camaradas del regimiento, en los salones de París, sobre todo en miss Nevil. Pensaba en las recriminaciones de su hermana, y lo que quedaba de corso en su carácter justificaba aquellas recriminaciones y las hacía más acerbas. Sólo le quedaba una esperanza en aquel combate entre su conciencia y sus preocupaciones, y era armar, bajo un pretexto cualquiera, una querella con alguno de los hijos del abogado y desafiarse con él. Matarlo de 115
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un balazo o de una estocada conciliaba sus ideas corsas y sus ideas francesas. Aceptado, el expediente y meditando en los medios de ejecución, sentíase aliviado ya de un gran peso, cuando otros pensamientos más dulces contribuyeron aún a calmar su febril agitación. Cicerón, desesperado con la muerte de su hija Julia, olvidó su dolor recordando en su espíritu todas las bellas cosas que podía decir sobre aquel asunto. Discurriendo de esta suerte se consoló mister Shandy18 de la muerte de su hijo. Orso se refrescó la sangre pensando que podría trazarle a miss Nevil un cuadro del estado de su alma, cuadro que no podría dejar de interesar poderosamente a la hermosa joven. Acercábase a la aldea, de la cual se había alejado mucho sin advertirlo, cuando oyó la voz de una muchacha que cantaba creyéndose sola sin duda, en un sendero al borde del maquis. Era un aire lento y monótono consagrado a lamentaciones fúnebres, y la niña cantaba: «- A mi hijo, a mi hijo en país lejano, guardadle mi cruz y mi camisa ensangrentada... »
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Personaje de una novela de Sterne. 116
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- ¿Qué cantas tú ahí, chiquilla? - dijo Orso con tono de cólera, apareciendo de repente. - ¡Sois vos, Ors' Anton'! - exclamó la niña, algo asustada. - Es una canción de la señorita Colomba. - ¡Te prohibo cantarla! - dijo Orso con voz terrible. La niña, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, parecía buscar por qué parte podría escapar, y sin duda, hubiera huido a no verse retenida por el cuidado de guardar un gran paquete que se veía sobre la hierba a sus pies. Orso se avergonzó de su violencia. - ¿Qué llevas ahí, chiquilla? - preguntóle lo más dulcemente que pudo. Y como Chilina vacilase en responder, levantó la tela que cubría el paquete y vio que contenía un pan y otras provisiones. - ¿A quién le llevas este pan, monona? - le preguntó. - Ya lo sabéis, señor: al tío. - ¿No es bandido tu tío? - Para serviros, señor Ors' Anton'. - Si los gendarmes te encontrasen, te preguntarían adónde vas.
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- Les diría - respondió la niña sin vacilar, que llevo la comida a los luqueses que cortan el maquis. - ¿Y si encontrases a algún cazador hambriento que quisiese comer a tu costa y quitarte las provisiones? - No se atrevería. Diré que es para mi tío. - En efecto: no es hombre para dejarse quitar la comida. ¿Te quiere mucho el tío? - ¡Oh, si, Ors' Anton'! Desde que murió mi papá, cuida de la familia, de mi madre, de mí y de mi hermanita. Antes de que mamá se pusiese enferma, la recomendaba a los ricos para que le diesen trabajo. El alcalde me da un vestido todos los años, y el cura, desde que el tío le habló, me enseña el catecismo y a leer. Pero vuestra hermana, sobre todo, es la que es buena para nosotros. En aquel momento apareció un perro en la vereda. La muchacha, llevándose dos dedos a la boca, dejó oír un silbido agudo; al punto se fue hacia ella el perro, la acarició y luego se metió bruscamente en el maquís. Pronto se levantaron detrás de un cepellón, a algunos pasos de Orso, dos hombres mal vestidos, pero bien armados. Hubiérase dicho que habían avanzado rampando
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corno culebras en medio de las malezas de palmitos y mirtos que cubrían el terreno. - ¡Hola, Ros' Antón! ¡Muy bien venido!- dijo el hombre de más edad. - ¿No me reconocéis? - No- dijo Orso, mirándolo fijamente. - ¡Vaya cómo hacen cambiar la cara de un hombre una barba y una gorra de punta! Vamos, mi teniente: míradme bien. ¿Os habéis olvidado de los viejos de Waterloo? ¿No os acordáis ya de Brando Savelli, que mordió más de un cartucho a vuestro lado aquel día de desgracia? -¡Cómo! ¿Eres tú? - dijo Orso.- ¡Y desertaste en 1816! - Tal como decís, mi teniente. ¡Caramba! El servicio aburre, y luego que tenía que arreglar cuentas por aquí. ¡Ja, ja! Chili, eres una valiente muchacha. Sírvenos pronto, porque traemos hambre. No podéis formaros idea, mi teniente, del apetito que se tiene en el maquis. ¿Quién nos envía eso: la señorita Colomba o el alcalde? - No, tío: me ha dado eso la molinera, para vos, y un cobertor para mamá. - ¿Qué me quiere? - Dice que los luqueses que ha alquilado para desbrozar, le piden ahora treinta y cinco sueldos y 119
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las castañas, a causa de la fiebre que hay abajo de Pietranera. - ¡Haraganes! Ya veré. Sin cumplidos, mi teniente, ¿queréis acom- pañarnos? Peores comidas hemos hecho juntos en tiempo del pobre compatriota nuestro que han dejado de reemplazo. - Gracias. También me han dejado de reemplazo a mí. - Lo oí decir, pero no os habréis enfadado mucho, apuesto. Cuestión de arreglar las cuentas que tenéis pendientes aquí. Vamos, Cura, - dijo el bandido a su camarada, - a la mesa señor Orso, os presento al señor Cura, es decir, yo no sé si es muy cura, pero sabe la ciencia. - Un pobre estudiante de teología, señor- dijo el segundo bandido, - a quien han impedido seguir su vocación. ¡ Quién sabe! Quizá hubiera llegado yo a papa, Brandolaccio. - ¿Qué causa ha privado a la iglesia de vuestras luces ? - preguntó Orso. - Una nonada, una cuenta que arreglar, corno dice mi amigo Brandolaccio; una hermana que había hecho locuras mientras yo me quemaba las cejas en Pisa. Me fue preciso volver a la tierruca para casarla. Pero el futuro, que llevaba mucha prisa, se murió de 120
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la fiebre tres días antes de llegar yo. Me dirigí entonces, como hubiérais hecho vos en mi lugar, al hermano del difunto. Me dijeron que estaba casado. ¿, Cómo componérmelas? - En efecto, era embarazoso. ¿Qué hicísteis? - Son casos en que hay que acudir al pedernal de la escopeta. - Es decir que... - Le metí una bala en la cabeza - dijo fríamente el bandido. Orso hizo un movimiento de horror. Sin embargo, la curiosidad, y quizá el deseo de retardar el momento de volver a casa, le hicieron permanecer en su puesto y continuar la conversación con aquellos dos hombres, cada uno de los cuales llevaba, cuando menos, un asesinato en la conciencia. Mientras su camarada hablaba, Brandolaccio se ponía delante pan y carne; sirvióse primero, después hizo la parte del perro, que presentó a Orso bajo el nombre de Brusco, como dotado de maravilloso instinto para reconocer a un gendarme 6 cazador bajo cualquier disfraz que fuese. Por fin, cortó un pedazo de pan y una lonja de jamón crudo, que dio a su sobrina. 121
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- ¡Buena vida la del bandido! - dijo el estudiante de teología después de haber comido algunos bocados. - Quizá algún día lo probaréis, señor della Rebbia, y veréis cuán dulce es no conocer otro amo que su capricho. Hasta entonces el bandido se había expresado en italiano. Prosiguió en francés: - La Córcega no es un país muy divertido que digamos para un joven; pero para un bandido ¡qué diferencia! Las mujeres, sobre todo, se vuelven locas por nosotros. Aquí donde me veis tengo tres queridas en tres cantones diferentes. Por todas partes estoy en mi casa. Y hay una que es la mujer de un gendarme. - Sabéis muchas lenguas, señor - dijo Orso con tono grave. - Si hablo francés, es que, ya veis, maxima debetur pueris reverentia. Entendemos, Brandolaccio y yo, que la chiquilla ande recto y acabe bien. - Cuando llegue a los quince - dijo el tío de Chilina - la casaré perfectamente. Tengo un partido en expectativa. - ¿Irás tú a hacer la demanda? - dijo Orso.
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- Sin duda que sí. ¿ Creéis que si le digo a un ricachón del país: “Yo, Brando Savelli, vería con gusto que vuestro hijo se casase con Michelena Save1li”, ¿creéis que se hará el remolón? - No se lo aconsejaría yo - dijo el otro bandido. El camarada tiene algo pesada la mano. - Si yo fuese un tunante - prosiguió Brandolaccio, un canalla, un supuesto, no tendría más que abrir mi zurrón y lloverían napoleones. - ¿ Tiene, pues, tu zurrón algo que los atraiga? - No; pero, si yo escribiese a un rico, como han hecho otros: «Necesito cien francos», se apresuraría a mandármelos. Pero yo, mi teniente, soy hombre de honor. - ¿ Sabéis, señor della Rebbia - dijo el bandido a quien su camarada llamaba el Cura, - sabéis que en este país de costumbres sencillas hay, sin embargo, algunos miserables que se aprovechan de la estimación que inspiramos por medio de nuestros pasaportes (y enseñaba la escopeta) para sacar letras de cambio contrahaciendo nuestra escritura? - ya lo sabía - dijo Orso con tono brusco - Pero ¿Qué letras de cambio? - Hace seis meses - continuó el bandido, - me paseaba por la parte de Orezza, cuando se me 123
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acerca un gañán que se me quita de lejos la gorra y me dice: - ¡Ah, señor Cura (me llaman siempre así), dispensadme, concededme algún tiempo; no he podido encontrar más que cincuenta y cinco francos; creed que es todo lo que he podido recoger- . Yo, muy sorprendido: “¿Qué es eso de cincuenta y cinco francos, pedazo de cernícalo?” le digo. “- Quería decir sesenta y cinco - me respondió; - pero hasta ciento que me pedís, es imposible”. – “¡Cómo, tunante! ¿Yo te pido cien francos? Pero si yo no te conozco”. Entonces me entrega una carta, o mejor dicho, un trapo todo sucio, en el que se le invitaba a depositar cien francos en un lugar que se le indicaba, so pena de ver quemada su casa y muertas sus vacas por Giocanto Castriconi, mi nombre. ¡Y habían tenido la infamia de contrahacer mi firma! Lo que me enfureció más es que la carta estaba escrita en patués, llena de faltas de ortografía... ¡Cometer yo faltas de ortografía! ¡Yo, que ganaba todos los premios en la Universidad! Empiezo por largarle a mi villano un bofetón de cuello vuelto que le hizo dar un par de volteretas- “¡Hola! Conque ¿me tomas por un ladrón, so vellaco?” le digo; y le doy luego un puntapié donde sabéis. Algo más calmado, 124
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le digo: - “¿Cuándo debes llevar ese dinero al lugar designado? - «Hoy mismo. - Bueno, pues anda a llevarlo». Era al pie de un pino, y el lugar estaba perfectamente indicado. Lleva el dinero, lo entierra al pie del árbol y vuelve a encontrarme. Yo me había emboscado en las cercanías. Allí permanecí con mi hombre seis mortales horas. Señor della Rebbia, me hubiera estado tres días, si hubiese sido menester. Al cabo de seis horas comparece un bastaccio19, un infame usurero. Se baja para llevarse el dinero, hago fuego, y apunté tan bien, que la cabeza se cayó sobre los escudos que desenterraba. "Ahora, pícaro - le digo al gañán, - recoge tu dinero y que no se te vuelva a ocurrir nunca sospechar de ninguna bajeza a Giocanto Castriconi." El pobre diablo, todo tembloroso, recogió sus sesenta y cinco francos, sin tomarse el trabajo de enjugarlos. Me dio las gracias, le alargué un buen puntapié de despedida, y todavía está corriendo. - ¡Ah, Cura!- - dijo Brandolaccio - te envidio ese escopetazo. ¡Debiste de reirte mucho! 19
Los corsos montañeses detestan a los habitantes de Bastia, a quienes no consideran como compatriotas. Nunca dicen bastiese, sino bastaccio. Sabido es que la- terminación en accio se toma de ordinario en sentido de desprecio. 125
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Le di al bastaccio en la sien - continuó el bandido, - y esto me recuerda aquellos versos de Virgilio: ...Liquefacto tempora plumbo Diffidit, ac multá porrectum extendit arená. ¡Liquefacto! ¿Creéis, señor Orso, que una bala de plomo se derrita por la rapidez de su trayecto en el aire? Vos, que habéis estudiado balística, deberíais decirme si hay error en eso o si es una verdad. Orso prefería mejor discutir esta cuestión de física que argumentar con el licenciado sobre la moralidad de su acción. Brandolaccio, a quien aquella disertación científica no divertía mucho, le interrumpió para hacer notar que iba a ponerse el sol. - Puesto que no habéis querido comer con nosotros, Ors' Anton '- le dijo, - os aconsejo que no hagáis esperar más largo tiempo a la señorita Colomba, y luego que no es bueno ir por esos caminos puesto el sol. ¿Por qué salís sin escopeta? Por ahí andan muy malas gentes: cuidado con esos alrededores. Por hoy no tenéis nada que temer: los Barricini se llevan al prefecto a su casa; le han encontrado por el camino y se detiene un día en 126
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Pietranera, antes de ir a colocar una primera piedra en Corte: como quien dice, una majadería. Esta noche duerme en casa de los Barricini, pero mañana ya se verán libres. Hay Vincentello, que es una buena pieza, y Orlanduccio, que no vale gran cosa más. Tratad de encontrarlos separados, hoy uno, mañana otro; pero ojo alerta: no os digo más. - Gracias por el consejo- - - dijo Orso; - pero no tenemos nada que ventilar juntos: hasta que vengan a buscarme no tengo nada que decirles. El bandido sacó la lengua hacia un lado y la hizo chasquear contra su mejilla de un modo irónico. Orso se levantó para partir. - A propósito- dijo Brandolaccio; - no os he dado las gracias por la pólvora; me ha venido muy a propósito. Ahora ya no me falta nada; es decir, me faltan zapatos; pero uno de estos días me liaré unos con una piel de muflón.20 Orso hizo deslizar precipitadamente dos monedas de cinco francos en la mano del bandido. - Colomba te envió la pólvora: ahí tienes para comprarte unos zapatos. 20
Carnero silvestre de Córcega. 127
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- Nada de tonterías, mi teniente - exclamó Brandolaccio devolviéndole las dos monedas.¿Me tomáis acaso por un mendigo? Acepto el pan y la pólvora; pero no otra cosa. - Creí que entre soldados viejos podían ayudarse. Vamos, adiós. Pero antes de partir puso el dinero en el zurrón del bandido sin que éste lo echase de ver. - Adiós, Ors' Anton'- dijo el teólogo.- Quizá nos encontraremos en el maquis uno de estos días y continuaremos nuestro estudio sobre Virgilio. Un cuarto de hora hacía que había dejado Orso a sus honrados compañeros, cuando oyó a un hombre que corría detrás de él con todas sus fuerzas. Era Brandolaccio. - Eso es ya algo pesado, mi teniente - exclamó sin poder resollar, - es ya algo pesado. Ahí tenéis los diez francos. Si lo hubiese hecho otro, se lo explicaría de otra manera. Recados de mi parte a la señorita Colomba. ¡Me habéis hecho reventar! Buenas noches.
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XII Orso encontró a Colomba algo alarmada por su larga ausencia; pero al verlo, recobró aquel aire de serenidad triste que era su expresión habitual. Durante la cena hablaron tan sólo de cosas indiferentes, y Orso, enardecido por el tranquilo aspecto de su hermana, le contó su encuentro con los bandidos, y aun aventuró alguna broma acerca de la educación moral y religiosa que recibía Chilinita por los cuidados de su tío y de su honorable colega el señor Castriconi. - Brandolaccio es un hombre honrado - dijo Colomba; - pero, en cuanto a Castriconi, he oído decir que no tenía principios. - Creo - dijo Orso, - que vale lo mismo que Brandolaccio, y Brandolaccio lo mismo que él. Uno y otro están en guerra abierta con la sociedad. Un 129
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primer crimen los arrastra cada día a otros crímenes, y sin embargo, no son quizá tan culpables como otras gentes que no viven en el maquis. Brilló un rayo de alegría en la frente de su hermana. - Sí - prosiguió diciendo Orso; - esos miserables entienden el honor a su manera. Una preocupación cruel y no una baja codicia los ha lanzado a la vida que llevan. Hubo un momento de silencio. - Hermano - dijo Colomba echándole café, ¿sabéis quizá que Carlos Bautista Pietri ha muerto esta noche pasada? Sí, ha muerto de la fiebre de los pantanos. - ¿Quién es ese Pietri? - Es un hombre de este pueblo, el marido de Magdalena, la que recibió la cartera de nuestro padre moribundo. Su viuda me rogó que fuese a la velada del cadáver y cantase algo. Conviene que vos vengáis también. Son vecinos nuestros y es una cortesía a la que no es posible substraerse en un lugarcillo como éste. - ¡Al diablo tu velada, Colomba! No me gusta ver a mi hermana servir así de espectáculo al público.
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- Orso - respondió Colomba, - cada uno honra a los muertos a su manera. La ballata nos viene de nuestros abuelos y debemos respetarla como un uso antiguo. Magdalena no tiene el don, y la vieja Fiordispina, que es la mejor voceratrice del país, está enferma. Menester es alguien para la ballata. ¿Crees tú que Carlos Bautista no encontrará su camino para el otro mundo si no le cantan algunos versos malos sobre su ataúd? Anda a la velada si quieres, Colomba; iré contigo, si crees que debo hacerlo, pero no improvises; eso es inconveniente a tu edad, y te ruego que no lo hagas, hermana mía. - Hermano, lo he prometido. Es costumbre aquí, ya sabéis, y os repito que sólo estoy yo para improvisar. - ¡Necia costumbre! - Sufro mucho con cantar así. Eso me hace recordar todas nuestras desgracias. Mañana estaré enferma, pero no hay más remedio. Permitídimelo, hermano. Acordaos de que en Ajaccio me dijisteis que improvisara para divertir a aquella señorita inglesa que se burla de nuestras viejas costumbres. ¿No podré, pues, improvisar hoy para unas pobres gentes que me lo agradecerán y a quienes eso ayudará a soportar su pesadumbre? 131
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- Entonces, haz lo que quieras. Apuesto a que tienes compuesta ya tu ballata,y no quieres perdértela. No: yo no podía componer eso por adelantado, hermano. Me pongo delante del muerto y pienso en todos los que quedan. Me vienen las lágrimas a los ojos y entonces canto lo que se me ocurre. Todo eso estaba dicho con tal sencillez, que era imposible suponer el menor amor propio poético en la signora Colomba. Orso se dejó ablandar y se fue con su hermana a casa de Pietri. El muerto estaba tendido sobre una mesa, con 1a cara descubierta, en la sala más grande de la casa. A la cabecera del muerto estaba la viuda y detrás de ella gran número de mujeres ocupaban todo un lado del cuarto; en el otro estaban colocados los hombres, de pie, con la cabeza descubierta, los ojos fijos en el cadáver, guardando profundo silencio. Cada nuevo visitante se acercaba a la mesa, besaba al muerto, hacía una señal de cabeza a la viuda y a su hijo y enseguida tomaba puesto en el corro sin proferir una palabra. De vez en cuando, sin embargo, uno de los asistentes rompía el silencio solemne para dirigir algunas palabras al difunto.
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- ¿Porqué has dejado a tu buena mujer? decía una comadre - ¿No cuidaba muy bien de ti? ¿Qué te faltaba? ¿Por qué no esperar aún más? Tu nuera te hubiera dado un nieto. Un mocetón, hijo de Pietri, estrechando la mano fría de su padre, exclamó: - ¡Oh! ¿Por qué no has muerto de la mala muerte?21 ¡Te habríamos vengado! Estas fueron las primeras palabras que Orso oyó al entrar. A su vista el círculo se abrió y un débil murmullo de curiosidad anunció la impaciencia de la asamblea, excitada por la presencia de la voceratrice. Colomba abrazó a la viuda, cogió una de sus manos y permaneció algunos minutos recogida, con los ojos bajos. Enseguida se echó el mezzaro atrás, miró fijamente al muerto, e inclinada sobre el cadáver, casi tan pálida como él, empezó de esta suerte: “¡ Carlos Bautista! ¡Reciba Cristo tu alma! ¡Vivir es sufrir! Vas a un lugar - donde no hace ni sol ni frío - No tendrás más necesidad de tu hoz ni de tu azadón. - No más trabajos para ti. - Desde hoy, 21
La mala muerte,muerte violenta 133
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todos los días serán domingos. - Carlos Bautista, reciba Cristo tu alma. - Tu hijo gobierna tu casa. He visto caer el roble- secado por el Libeccio.- He creído que estaba muerto. - He vuelto a pasar, y su raíz había echado un retoño, - el retoño se ha convertido en roble - de vasta sombra.- Bajo sus fuertes ramas, Magdalena descansa, - y piensa en el roble que ya no existe”. Aquí Magdalena comenzó a sollozar muy hondo, y dos o tres hombres que, llegado el caso, hubieran disparado sobre cristianos con tanta sangre fría como sobre perdices, se pusieron a enjugarse gruesas lágrimas en sus mejillas atezadas. Colomba continuó de esta suerte durante algún tiempo, dirigiéndose ora al difunto, ora a su familia, y a veces, por una prosopopeya frecuente en, las ballat, haciendo hablar al muerto mismo para consolar a sus amigos 6 dar consejos. A medida que improvisaba, su rostro adquiría una expresión sublime, - su cutis se coloreaba con un rosa transparente que hacía resaltar más el brillo de sus dientes y el fuego de sus pupilas dilatadas. Era la pitonisa sobre su trípode. Salvo algunos suspiros y
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algunos sollozos ahogados, no se hubiera oído el más ligero murmullo en la muchedumbre que se estrechaba a su alrededor. Por más que fuese menos accesible que otro a aquella poesía salvaje, Orso se sintió contagiado pronto por la emoción general. Retirado en un obscuro rincón de la sala, lloró como lloraba el hijo de Pietri. De pronto se notó un ligero movimiento en el auditorio: abrióse el círculo y entraron muchos forasteros. Por el respeto que se les atestiguó y por la prisa con que se les hizo sitio, era evidente que se trataba de personas de importancia cuya visita honraba singularmente la casa. Sin embargo, por consideración a la ballata nadie les dirigió la palabra. El que había entrado primero parecía tener unos cuarenta años. Su traje negro, su cinta roja en roseta, el aire de autoridad y confianza que revelaba su rostro, hacían desde un principio adivinar al prefecto. Detrás de él iba un anciano encorvado, de tez biliosa, ocultando mal, bajo unas antiparras verdes, una mirada tímida e inquieta. Llevaba un traje negro que le venía ancho y que, por más que fuese nuevo, había sido hecho evidentemente muchos años antes. Siempre al lado del prefecto, hubiérase dicho que parecía ocultarse en su sombra. En fin, después 135
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de él entraron dos jóvenes de elevada estatura, con la piel tostada por el sol, las mejillas enterradas bajo unas patillas espesas, la mirada altanera, arrogante, demostrando una impertinente curiosidad. Orso había tenido tiempo de olvidar las fisonomías de la gente de su pueblo; pero la vista del viejo de las antiparras verdes despertó al momento en su espíritu antiguos recuerdos. Su presencia detrás del prefecto bastaba para hacerlo reconocer. Era el abogado Barricini, el alcalde de Pietranera, que iba con sus hijos a proporcionar al prefecto el espectáculo de una ballata. Difícil sería definir lo que pasó en aquel momento en el alma de Orso; pero la presencia del enemigo de su padre le causó una especie de horror, y más que nunca, se sintió accesible a las sospechas que había por largo tiempo combatido. En cuanto a Colomba, a la vista del hombre a quien había dedicado su odio mortal, su fisonomía tomó al punto una expresión siniestra. Palideció; su voz se puso ronca, el verso empezado expiró en sus labios. Pero pronto, prosiguiendo su ballata, continuó con nueva vehemencia:
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“Cuando el milano se lamenta - delante de su nido vacío, - los estorninos revolotean en torno, insultando su dolor”. Aquí se oyó una risa ahogada, eran los dos jóvenes que acababan de llegar y que encontraban, sin duda, demasiado atrevida la metáfora. “ El milano depertará.- desplegará sus alas, lavará su pico en la sangre. - Y tú, Carlos Bautista, que tus amigos - te dirijan el último adiós . Bastante han corrido las lágrimas. - Sólo la pobre huérfana no te llorará.- ¿Por qué te habría de llorar? - Te has dormido lleno de días - en medio de tu familia, - preparado a comparecer - ante el Omnipotente. - La huérfana llora a su padre, - sorprendido por cobardes asesinos, - herido por detrás; - su padre, cuya sangre es roja, - bajo el montón de hojas verdes. - Pero ella ha recogido su sangre, aquella sangre noble e inocente; - la ha esparcido sobre Pietranera, - para que se convirtiese en veneno mortal. - Y Pietranera quedará marcada con ella hasta que la sangre culpable - haya borrado la huella de la sangre inocente”.
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Acabando esas palabras, Colomba se dejó caer sobre una silla, echóse el mezzaro sobre la cara y se le oyó sollozar. Las mujeres, hechas un mar de llanto, se apresuraron a rodear a la improvisatrice; muchos hombres lanzaban miradas bravías sobre el alcalde y sus hijos; algunos viejos murmuraban contra el escándalo que habían ocasionado con su presencia. El hijo del difunto rompió por en medio y disponíase a rogar al alcalde que abandonase aquel lugar cuanto antes; pero M. Barricini no había esperado la invitación. Tomaba la puerta y ya sus dos hijos se encontraban en la calle. El prefecto dirigió algunos cumplidos de pésame al joven Pietri, y los siguió casi al momento. En cuanto a Orso, se acercó a su hermana, la cogió por el brazo y la sacó afuera de la sala. - Acompañadlos, - dijo el joven Pietri a algunos de sus amigos.- ¡ Cuidad de que no les suceda nada! Dos o tres jóvenes se metieron precipitadamente su puñal en la manga izquierda de su chaqueta, y escoltaron a Orso y a su hermana hasta la puerta de su casa.
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XIII. Colomba, jadeante, exánime, no se hallaba en estado de pronunciar una palabra. Apoyaba su cabeza en el hombro de su hermano y tenía una de sus manos estrechada entre las suyas. Por más que interiormente no le estuviese muy agradecido de su peroración, Orso estaba demasiado alarmado para dirigirle la menor reprensión. Esperaba en silencio el fin de la crisis nerviosa de que parecía presa, cuando llamaron a la puerta, y entró Saveria toda asustada anunciando: - ¡El señor prefecto! A este nombre, Colomba se levantó como avergonzada de su flaqueza, y se tuvo en pie, apoyándose en una silla que temblaba visiblemente bajo su mano.
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El prefecto empezó con algunas excusas vulgares sobre la hora intempestiva de su visita, compadeció a la señorita Colomba, habló del peligro de las emociones fuertes, condenó la costumbre de las lamentaciones fúnebres que el talento mismo de la voceratrice hacía más dolorosa aún para los circunstantes y deslizó con destreza un ligero reproche sobre la tendencia de la última improvisación. Enseguida, cambiando de tono: - Señor della Rebbia, tengo encargo de daros muchos recuerdos de parte de vuestros amigos ingleses; miss Nevil envía mil cariñosas expresiones de amistad a vuestra señorita hermana, y tengo una carta de ella que entregaros. - ¿Una carta de miss Nevil?- preguntó Orso. - Desgraciadamente no la traigo aquí, pero estará en vuestro poder dentro de cinco minutos. Su padre ha estado enfermo; por un momento temimos hubiese pillado nuestras terribles fiebres, pero felizmente se halla ya fuera de cuidado, como podréis juzgar por vos mismo, pues presumo que pronto lo veréis. - ¿Miss Nevil ha debido estar muy inquieta. ? - Por dicha no ha conocido el peligro hasta que quedó ya disipado. M. della Rebbia, miss Nevil me 140
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ha hablado mucho de vos y de vuestra señorita hermana. Orso se inclinó. - Os tiene grande amistad a los dos. Bajo un exterior lleno de gracia, bajo una apariencia de ligereza, oculta una cordura perfecta. - Es una encantadora persona, - dijo Orso. - Puede decirse que he venido aquí a su ruego, caballero. Nadie conoce mejor que yo una fatal historia que quisiera no verme obligado a recordaros. Puesto que M. de Barricini es aún alcalde de Pietranera, y yo prefecto de este departamento, no tengo necesidad de deciros el caso que hago de ciertas sospechas de que, si no estoy mal informado, os han hablado algunas personas imprudentes, y que habéis rechazado, lo sé, con la indignación que debía esperarse de vuestra posición y de vuestro carácter. - Colomba, - dijo Orso agitándose en su silla, estás muy fatigada. Debieras acostarte. Colomba hizo con la cabeza un signo negativo. Había recobrado su calma habitual y fijaba en el prefecto sus ojos ardientes. - M. Barricini, - continuó el prefecto - desearía vivamente ver cesar esta especie de enemistad... es 141
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decir, este estado de incertidumbre en que Os encontráis uno respecto a otro. Por mi parte quedaría encantado al veros establecer con él las relaciones que deben mantener las personas hechas para estimarse... - Caballero, - interrumpió Orso con voz conmovida, - yo no he acusado nunca al abogado Barricini de haber asesinado a mi padre; pero hay una acción que me impedirá siempre tener ninguna clase de relaciones con él. Ha fingido una carta amenazadora en nombre de cierto bandido ... por lo menos la ha sordamente atribuído a mi padre. Esta carta, en fin, caballero, ha sido probablemente la causa indirecta de su muerte. El prefecto se recogió, un instante. - Que vuestro señor padre lo creyera, cuando, llevado por la vivacidad de su carácter, pleiteaba contra M. Barricini, la cosa era excusable; pero, por vuestra parte, semejante ceguedad no es ya permitida. Reflexionad, pues, que Barricini no tenía interés alguno en hacer suponer esta carta. No os hablo de su carácter... no lo conocéis, estáis prevenido contra él... pero no supongáis que un hombre que conoce las leyes...
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- Pero, caballero, - dijo Orso levantándose, pensad que decirme que esa carta no es obra de M. Barricini, es atribuirla a mi padre. Su honor, caballero, es el mío. - Nadie más que yo, caballero, - prosiguió el prefecto, - está convencido del honor del coronel della Rebbia... pero... el autor de esta carta es ya conocido ahora... - ¿Quién? - exclamó Colomba, adelantándose hacia el prefecto. - Un miserable, culpable de muchos crímenes... de los crímenes que vosotros los corsos no perdonáis; un ladrón, un tal Tomaso Bianchi, detenido al presente en las cárceles de Bastia, ha revelado que era él el autor de esta carta fatal. - No conozco a ese sujeto,- dijo Orso - ¿Qué objeto podía proponerse? - Es un hombre de este país, - dijo Colomba, hermano de un antiguo molinero nuestro. Es un malvado y un embustero, indigno de que se le crea. - Vais a ver,- continuó el prefecto, - el interés que tenía en este asunto. El molinero de que habla vuestra señorita hermana (llamábase, creo que Teodoro), tenía alquilado al coronel un molino en el salto de agua cuya posesión disputaba M. Barricini a 143
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vuestro padre. El coronel, generoso según costumbre, no sacaba casi ningún provecho de su molino. Ahora bien: Tomaso creyó que si M. Barricini obtenía el salto de agua tendría que pagarle un alquiler considerable, porque ya se sabe que a M. Barricini le gusta bastante el dinero. En una palabra: para favorecer a su hermano, Tomaso ha falsificado la letra del bandido, y he ahí toda la historia. Ya sabéis que los lazos de familia son tan poderosos en Córcega, que arrastran a veces al crimen ... Quered enteraros de esta carta que me escribe el fiscal general: os confirmará lo que acabo de deciros. Orso recorrió con los ojos la carta que relataba en todos, sus pormenores las revelaciones de Tomaso, y Colomba leyó al mismo tiempo, por encima del hombro de su hermano. Cuando hubo acabado, exclamó: - Orlanduccio Barricini fue a Bastia hace un mes, cuando supo que mi hermano iba a volver. Habrá visto a Tomaso y le habrá comprado esta mentira. - Señorita,- dijo el prefecto con impaciencia, todo os lo explicáis con suposiciones odiosas. ¿Es ésta la manera de descubrir la verdad? Vos, caballero, tendréis más sangre fría. Decidme: ¿qué pensáis ahora? ¿Creéis, como la señorita, que un 144
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hombre que no tiene que temer sino una condena bastante ligera, se eche encima, lo más alegremente del mundo, un crimen de falsedad para favorecer a alguien a quien no conoce? Orso volvió a leer la carta del fiscal general, pesando cada palabra con una atención extraordinaria, porque desde que había visto al ahogado Barricini, sentíase más difícil de convencer que lo, hubiese sido algunos días antes. Por fin, se vio obligado a confesar que la explicación le parecía satisfactoria. Pero Colomba exclamó con fuerza: - Tomaso Bianchi es un bribón. No será condenado o se escapará de la cárcel: estoy segura de ello. El prefecto se encogió de hombros. - Os he enterado, caballero, de los datos que he recibido. Me retiro y os abandono a vuestras reflexiones. Esperaré a que vuestra razón os Ilustre, y espero que será más poderosa que las... suposiciones de vuestra hermana. Orso, después de algunas palabras para excusar a Colomba, repitió que creía ahora que el único culpable era Tomaso. El prefecto se había levantado para salir.
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- Si no fuese tan tarde, - dijo, - os propondría que os viniéseis conmigo a recoger la carta de miss Nevil. Y con la misma ocasión podríais decirle a M. Barricini lo que acabáis de decirme a mí, y todo quedaría concluído. - ¡Jamás Orso della Rebbia entrará en casa de un Barricini! - exclamó Colomba con vehemencia. - La señorita es el tintinajo22 de la familia, a lo que se ve, - dijo el prefecto con tono de sarcasmo. - Caballero, - dijo Colomba con voz firme, os engañan. No conocéis al abogado. Es el más tramposo, el más truchimán de los hombres. Os suplico no hagáis cometer a Orso una acción que le cubriría de vergüenza. - ¡ Colomba! - exclamó Orso. - La pasión te hace delirar. - ¡Orso! ¡Orso! Por la cajita que os he entregado os suplico que me escuchéis. Entre vos y los Barricini hay sangre. ¡No iréis a su casa! - ¡ Hermana! 22
Llámase así al carnero portador de un esquilón que conduce el rebaño, y por metáfora se da el mismo nombre al individuo de una familia que la dirige en todos los negocios importantes.
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- No, hermano mío, no iréis, o bien abandonaré esta casa y no me veréis más ... ¡Orso, tened piedad de mi! Y cayó de rodillas. - Estoy desolado, - dijo el prefecto al ver tan poco razonable a la señorita della Rebbia. - Estoy seguro de que vos la convenceréis mejor. - Entreabrió la puerta Y se detuvo, pareciendo esperar que Orso le siguiera. - No puedo dejarla ahora, - dijo Orso... Mañana, si... - Parto muy temprano, - dijo el prefecto. - A lo menos, hermano, - exclamó Colomba con las manos juntas, - esperad hasta mañana por la mañana. Dejadme volver a ver los papeles de mi padre. No podéis negarme eso. - Está bien; los verás esta noche: así a lo menos, no me atormentarás más con ese odio extravagante... Mil perdones, señor prefecto. Tampoco me siento bien ahora... Vale más que sea mañana. - La noche lleva consejo, - dijo el prefecto retirándose, - y espero que mañana habrán cesado vuestras irresoluciones. 147
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- Saveria, - exclamó Colomba, - toma la linterna y acompaña al señor prefecto. Te entregará una carta para mi hermano. La joven añadió algunas palabras que sólo entendió Saveria. - Colomba, - dijo Orso cuando el prefecto estuvo fuera, - me has causado un vivo disgusto. ¿Te negarás, pues, siempre a la evidencia? - Me habéis concedido hasta mañana, - respondió ella; - me queda poco tiempo, pero aun espero. Enseguida tomó un llavero y corrió a un cuarto del piso de arriba. Allí se oyó abrir precipitadamente cajones y registrar un secreter donde el coronel della Rebbia encerraba en otro tiempo los papeles importantes.
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XIV. Saveria estuvo ausente largo tiempo, y llegaba a su colmo la impaciencia de Orso, cuando reapareció, trayendo una carta, y seguida de Chilina, que se frotaba los ojos como si la hubiesen despertado de su primer sueño. - Muchacha, - dijo Orso, - ¿qué vienes a hacer aquí a estas horas ? - La señorita me ha llamado, - respondió Chilina. - ¿Qué diablos querrá? - pensó Orso; pero se apresuró a romper el sobre de la carta de miss Lidia, y, mientras leía, Chilina subió al cuarto de su hermana. « Mi padre ha estado algo enfermo, caballero, decía miss Nevil, - y, es por otra parte, tan perezoso para escribir, que me veo obligada a servirle de secretario. Ya sabéis que el otro día se mojó los pies 149
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en el mar, en lugar de admirar el paisaje con nosotros, y no es menester más para coger la fiebre en vuestra encantadora isla. Desde aquí veo la cara que ponéis; buscáis, sin duda, vuestro puñal; pero espero que ya no lo tendréis más. Así, pues, mi padre ha tenido un poco de fiebre y yo un gran susto. El prefecto, a quien persisto en encontrar muy amable, nos ha enviado un médico muy amable También, que en un par de días nos ha sacado de apuros: el acceso no ha reaparecido y mi padre quiere volver a cazar; pero sé lo prohibo aún. ¿Cómo habéis encontrado vuestro castillo de las montañas? ¿Vuestra torre del norte está siempre en el mismo sitio? ¿Hay fantasmas? Os pregunto eso porque mi padre se acuerda de que le habéis prometido gamos, jabalíes y mouflons... ¿ No es ése el nombre de aquella bestia extraña? Al ir a embarcarnos en Bastia pensamos pediros hospitalidad, y espero que el castillo della Rebbia, que decís es tan viejo y está tan descalabrado, no se derrumbará sobre nuestras cabezas. Aunque el prefecto sea tan amable que con 61 no se carece nunca de asunto de conversación, by the bye, me lisonjeo de haberle hecho perder la cabeza. Hemos 150
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hablado de vuestra señoría. Los curiales de Bastia le han enviado ciertas revelaciones de un pícaro que tienen bajo llave y de tal naturaleza, que no dudo destruirán vuestras últimas sospechas. Vuestra amistad, que a veces me inquietaba, debe cesar por de contado. No os podéis formar idea de la alegría que esto me ocasiona. Cuando habéis partido con la bella voceratríce, escopeta en mano, la mirada fosca, me habéis parecido más corso que de ordinario; hasta demasiado corso. ¡Basta! Os escribo tan largo porque me aburro. El prefecto va a partir, ¡ay! Os enviaremos un mensaje cuando nos pongamos en camino para vuestras montañas, y me tomaré, la libertad de escribir a la señorita Colomba para pedirle un bruccio, ma solenne. Entretanto, decidle mil ternezas. Hago grande uso de su puñal: corto con él las páginas de una novela que he recibido, pero este hierro terrible es indigno de este empleo y me destroza el libro de un modo lastimoso. Adiós, señor; mi padre os envía his best love. Escuchad al prefecto, es hombre de buen consejo y se desvía de su ruta creo que por vos; va a colocar una primera piedra en Corte; me imagino que debe ser una ceremonia muy imponente y siento no poder asistir a ella. ¡Un caballero con uniforme bordado, medias 151
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de seda, fajín blanco, manejando una llana! ... Y un discurso... La ceremonia terminará con los gritos mil veces repetidos de: ¡Viva el rey!. “ Vais a poneros muy orondo por haberme hecho llenar las cuatro carillas; pero me aburro, caballero, os lo repito, y por esta razón me permito escribiros largamente. A propósito: encuentro extraordinario que no me hayáis dado noticias de vuestra feliz llegada a Pietranera Castle. –Lidia”. “ P. D.- Os ruego escuchéis al prefecto y hagáis lo que os diga. Hemos acordado juntos que debíais obrar en consecuencia, y eso me causará mucho placer". Orso leyó tres o cuatro veces esta carta, acompañando mentalmente cada lectura de comentarios sin número. Enseguida escribió una larga respuesta que encargó a Saveria entregase a un hombre del lugar que partía aquella misma noche para Ajaccio. Ya no pensaba gran cosa en discutir con su hermana los agravios verdaderos o falsos de los Barricini; la carta de miss Lidia se lo hacía ver todo de color de rosa: no tenía ya ni sospechas ni odio. Después de haber esperado algún tiempo a que su hermana bajara, y no viéndola reaparecer, se fue a acostar, con el corazón más ligero que no lo había 152
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tenido desde largo tiempo. Habiendo despedido a Chilina con instrucciones secretas, Colomba pasó la mayor parte de la noche leyendo viejos papelotes. Un poco antes del alba fueron arrojadas algunas piedrecitas contra la ventana. A aquella señal bajó al jardín, abrió una puerta falsa e introdujo en su casa a dos hombres de muy mala facha; su primer cuidado fue llevarlos a la cocina y darles de comer. Quiénes eran aquellos dos hombres se sabrá enseguida.
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XV Por la mañana, a eso de las seis, un criado del prefecto llamaba en casa de Orso. Recibido por Colomba, díjole que el prefecto iba a partir y que esperaba a su hermano. Colomba respondió sin vacilar que su hermano acababa de caerse en la escalera y se había torcido un pie; que, no hallándose en disposición de dar un paso, suplicaba al señor prefecto le dispensase y que le quedaría muy agradecido si se tomaba la molestia de pasar por su casa. Poco después del mensaje, Orso bajó y preguntó a su hermana si lo había mandado a buscar el prefecto. - Os ruega que lo esperéis aquí, - dijo ella con el mayor aplomo. Transcurrió media hora sin que se observase el menor movimiento en casa de los Barricini. 154
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Mientras tanto, Orso le preguntaba a Colomba si había hecho algún descubrimiento, ella respondió que se explicaría delante del prefecto. Afectaba una gran calma, pero su color y sus ojos anunciaban una agitación febril. Por fin, vióse abrir la puerta de casa de Barricini. El prefecto, en traje de viaje, fue el primero en salir, seguido del alcalde y de sus dos hijos. ¡ Cuál no sería la estupefacción de los habitantes de Pietranera, al atisbo desde el alba para asistir a la partida del primer magistrado del departamento, cuando lo vieron en compañía de los tres Barricini cruzar la plaza en línea recta, y entrar en casa della Rebbia! - Hacen las paces, - exclamaron los politicones de la aldea. - Ya os lo decía, - añadió un viejo; - Ors'Anton ha vivido demasiado tiempo en el Continente para hacer las cosas cual cumple a un hombre de corazón. - Sin embargo, - respondió un rebbianista, - observad que los Barricini son los que van a encontrarle. Piden perdón. - El prefecto los ha embobado a todos, - replicó el anciano; - ya no se tiene valor hoy en día, y los 155
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jóvenes se cuidan de la sangre de su padre como si fuesen bastardos. El prefecto no quedó medianamente sorprendido al ver a Orso de pie, andando sin dificultad. En dos palabras se acusó Colomba de su mentira y pidió perdón. - Si hubiéseis vivido en otra parte, señor prefecto, - dijo, - mi hermano hubiese ido ayer mismo a presentaras sus respetos. Orso se deshacía en excusas, protestando que no había tenido la menor parte en aquella astucia ridícula, de la que estaba profundamente mortificado. El prefecto y el viejo Barricini parecieron creer. en la sincerirad de su sentimiento, justificada, por otra parte, por su confusión y por las reprensiones que dirigía a su hermana; pero los hijos del alcalde no parecieron satisfechos. - ¡Se burlan de nosotros! - dijo Orlanduccio en voz bastante alta para que lo oyesen. - Si mi hermana me jugase esas pasadas, dijo Vincentello, - le quitaría pronto las ganas de volver a empezar. Estas palabras y el tono con que fueron pronunciadas, disgustaron a Orso y le hicieron perder algo de su buena voluntad. Cambió con los jóvenes 156
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Barricini miradas en que no se pintaba ninguna benevolencia. Entre tanto, habiéndose sentado todo el mundo, menos Colomba, que se hallaba de pie, cerca de la puerta de la cocina, el prefecto tomó la palabra, y, después de algunos lugares comunes sobre las preocupaciones del país, recordó que la mayor parte de las enemistades más inveteradas no reconocían otra causa que errores de inteligencia. Enseguida, dirigiéndose al alcalde, le dijo que M. della Rebbia no había creído nunca que la familia Barricini hubiese tomado parte directa o indirecta en el acontecimiento deplorable que le había privado de su padre; que a la verdad había conservado algunas dudas relativas a una particularidad del proceso que había existido entre las dos familias; que esta duda quedaba excusada con la larga ausencia del señor Orso y la naturaleza de los informes que había recibido; que ilustrado ahora por revelaciones recientes, se daba por enteramente satisfecho y deseaba establecer con M. Barricini y sus hijos relaciones amistosas y de buena vecindad. Orso se inclinó con aire cohibido; M. Barricini balbució algunas palabras que no entendió nadie; sus hijos miraron las vigas del techo. El prefecto, 157
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continuando su tarea, iba a dirigir a Orso la recíproca de lo que acababa de servirle a M. Barricini, cuando Colomba, sacándose de debajo del fichú algunos papeles, adelantóse gravemente entre las partes contratantes- Con muy vivo placer, - dijo, - vería yo cesar la guerra entre nuestras dos familias; pero, para que la reconciliación sea sincera, es menester explicarse y no dejar lugar a la menor duda. Señor prefecto, la declaración de Tomaso Bianchi me era, con justo motivo, sospechosa, viniendo de hombre de tan mala fama. He dicho que vuestros hijos habían visto quizá a ese hombre en la cárcel de la Bastia.... - Eso es falso, - interrumpió Orlanduccio; no lo he visto. Colomba le lanzó una mirada de desprecio y prosiguió con mucha tranquilidad en apariencia: - ¿No habéis explicado el interés que podía tener Tomaso en amenazar a monsieur Barricini en nombre de un bandido temible, por el deseo que tenía de conservar a su hermano Teodoro el molino que mi padre le alquilaba a bajo precio? - Eso es evidente, - dijo el prefecto. - La carta falsificada ,- continuó Colomba, cuyos ojos comenzaban a brillar con resplandor más vivo, 158
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- está fechada el 11 de Julio. Tomaso estaba entonces en el molino, en casa de su hermano. - Sí, - dijo el alcalde, algo inquieto. - ¿Qué interés tenía, pues, Tomaso Bianchi? exclamó Colomba con aire de triunfo. - El arrendamiento de su hermano había expirado; mi padre le había dado el desahucio el lº de Julio. He aquí el registro de mi padre, la minuta de desahucio, la carta de su agente de negocios de Ajaccio que nos proponía un nuevo molinero. Hablando así, entregó al prefecto los papeles que tenía en la mano. Hubo un momento de sorpresa general. El alcalde palideció visiblemente; Orso, frunciendo el entrecejo, se adelantó para enterarse de los papeles que leía con mucha atención el prefecto. - ¡Se burlan de nosotros! - exclamó de nuevo Orlanduccio levantándose con cólera. - Vámonos, padre. No hubiéramos debido nunca poner aquí los pies. Un instante bastó a M. Barricini para recobrar su sangre fría. Pidió le dejasen examinar los papeles. El prefecto se los entregó sin decir palabra. Entonces, levantando sus antiparras verdes sobre la frente, los repasó con aire de indiferencia, mientras Colomba 159
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le observaba con los ojos de una tigra que ve acercarse un gamo a la madriguera de sus cachorros. - Pero, - dijo M. Barricini volviendo a bajar sus antiparras y devolviendo los papeles al prefecto, conociendo la bondad del difunto señor coronel... Tomaso... pensó... pensaría... que el coronel volvería sobre su acuerdo de darle el desahucio... De hecho, quedó en posesión del molino, pues... - Yo, - dijo Colomba con tono de desprecio, fui quien lo conservó. Mi padre había muerto, y en la posición en que me encontraba, debía guardar consideraciones a los clientes de mi familia. - Sin embargo, - dijo el prefecto, - ese Tomaso reconoce haber escrito la carta... Eso está claro. - Lo que hay de claro para mí, - interrumpió Orso, - es que hay grandes infamias ocultas en ese negocio. - Tengo aún que contradecir un aserto de esos señores, - dijo Colomba. Abrió la puerta de la cocina y al punto entraron en la sala Brandolaccio, el licenciado en teología y el perro Brusco. Los dos bandidos iban sin armas, a lo menos en apariencia; llevaban la cartuchera al cinto, pero no la pistola, que es su obligado complemento.
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Al entrar en la sala, se quitaron respetuosamente las gorras. Puédese concebir el efecto que produjo su súbita aparición. El alcalde pensó caerse de espaldas; sus hijos se pusieron valientemente delante de él, con la mano en el bolsillo de su casaca, buscando sus puñales. El prefecto hizo un movimiento hacia la puerta, mientras Orso, cogiendo a Brandolaccio por el cuello, le gritaba: - ¿Qué vienes a hacer tú aquí, miserable? - ¡Es una emboscada! - exclamó el alcalde tratando de abrir la puerta; pero Saveria la había cerrado por afuera con doble vuelta, según orden de los bandidos, como se supo después. - Buena gente, - dijo Brandolaccio, - no tengáis miedo de mí, pues no soy tan endiablado como negro. No llevamos ninguna mala intención. Señor prefecto: Estoy a vuestras Ordenes. ¡Mi teniente, por Dios, un poco de piedad, que me estáis estrangulando! Venimos aquí corno testigos. Vamos, habla tú, Cura, que tienes la lengua suelta. Señor prefecto, - dijo el licenciado, - no tengo el honor de ser vuestro conocido. Me llamo Giocanto Castriconi, más conocido con el nombre de el Cura. ¡Ah! ¡Ya habéis caído! La señorita, a quien tampoco 161
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tenía el gusto de conocer, me ha hecho rogar le diese informes sobre un tal Tomaso Bianchi, con el cual estuve detenido, hace tres semanas, en la cárcel de Bastia; pues he aquí lo que tengo que deciros... - No os toméis esta molestia, - dijo el prefecto; nada tengo que escuchar de un hombre como vos. Señor della Rebbia, pláceme creer que nada tenéis que ver en este complot. Pero ¿sois o no el dueño en vuestra casa? Haced abrir esta puerta. Quizá vuestra hermana tenga que dar cuenta de las extrañas relaciones que mantiene con bandidos. - Señor prefecto, - exclamó Colomba, - dignáos escuchar lo que va a decir este hombre. Estáis aquí para hacer justicia a todos, y vuestro deber es investigar la verdad. Hablad, Giocanto Castriconi. - ¡No le escuchéis! - exclamaron a coro los Barricini. - Si todo el mundo habla a la vez, - dijo el bandido sonriendo, - no será posible que nos entendamos. En la cárcel, pues, tuve por compañero, no por amigo, a ese Tomaso de quien se trata. Recibía frecuentes visitas de M. Orlanduccio... - ¡Es falso!- exclamaron a la vez los dos hermanos.
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- Dos negaciones equivalen a una afirmación, observó fríamente Castriconi- Tomaso tenía dinero; comía y bebía de lo mejor. Siempre me han gustado los buenos bocados (y ese es mi menor defecto), y, a pesar de mi repugnancia en tratarme con aquel tunante, me permití comer muchas veces con él. Por agradecimiento le propuse que se fugara conmigo, Una muchacha, a quien había dispensado yo algunas bondades, me había proporcionado los medios. No quiero comprometer a nadie. Tomaso rehusó: me dijo que estaba seguro de su negocio, que el abogado Barricini lo había recomendado a todos los jueces, que saldría de allí más blanco que el ampo de la nieve y con plata en el bolsillo. En cuanto a mí, creí deber tomar las de Villadiego. Dixi. - Todo lo que dice ese hombre es un cúmulo de mentiras, - repitió resueltamente Orlanduccio- Si estuviésemos en campo raso, cada uno con su escopeta, no hablaría así. - ¡Qué barbaridad! - exclamó Brandolaccio.No os pongáis mal con el Cura, Orlanduccio. - ¿Me dejaréis salir, en fin, señor della Rebbia?dijo el prefecto dando con el pie impacientemente.
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¡Saveria!- gritó Orso- - - ¡Abre la puerta con mil diablos! - Un instante, - dijo Brandolaccio. - Primero tenemos que tomar el portante nosotros. Señor prefecto, es costumbre, cuando se encuentran personas como nosotros en casa de amigos comunes, concederse una tregua de media hora al dejarse. El prefecto le lanzó una mirada de desprecio. - Servidor de toda la compaña,- dijo Brandolaccio. Enseguida, extendiendo el brazo horizontalmente, dijo a su perro:- ¡Vamos, Brusco, salta por el señor prefecto! El perro saltó, los bandidos recogieron a toda prisa sus armas en la cocina, huyeron por la huerta, y a un silbido agudo se abrió como por encanto la puerta de la sala. - Señor Barricini, - dijo Orso con furor reconcentrado, - os tengo por un falsario. Hoy mismo enviaré una querella contra vos al fiscal por falsedad y complicidad con Bianchi. Y quizá tendré aún que entablar una demanda más terrible. - Y yo, señor della Rebbia, - dijo el alcalde, presentaré una demanda contra vos por emboscada
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y por complicidad con bandidos. Mientras lo cual, el señor prefecto os recomendará a la gendarmería. - El prefecto cumplirá con su deber, - dijo éste con tono severo. - Velará por que no se turbe el orden en Pietranera y cuidará de que se haga justicia. ¡Os hablo a todos, señores míos! El alcalde y Vincentello se hallaban ya fuera de la sala, y Orlanduccio les seguía de espaldas, cuando Orso le dijo en voz baja: - Vuestro padre es un viejo a quien aplastaría de un bofetón: os lo destino a vos, a vos y a vuestro hermano. Por toda respuesta, Orlanduccio sacó su puñal. y se arrojó sobre Orso como un furioso; pero, antes de que hubiese podido hacer uso de su arma, Colomba le cogió por el brazo, que retorció con fuerza, mientras Orso, descargándole un puñetazo en el rostro, le hizo retroceder algunos pasos y chocar rudamente contra las jambas de la puerta. El puñal escapó de manos de Orlanduccio, pero Vincentello tenía el suyo e iba a volver al cuarto, cuando Colomba, saltando sobre una escopeta, le probó que la partida no era igual. Al mismo tiempo el prefecto se arrojó entre los combatientes.
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- ¡Hasta luego, Ors'Anton'! - exclamó Orlanduccio. - Y, tirando violentamente de la puerta de la sala, cerróla con llave para ganar tiempo para emprender la retirada. Orso y el prefecto permanecieron un cuarto de hora sin hablar, cada uno en un extremo de la sala. Colomba, con el orgullo del triunfo en la frente, los miraba a ambos, apoyada en la escopeta que había decidido de la victoria. - ¡Qué país, qué país! - exclamó, por fin, el prefecto levantándose impetuosamente. - Señor della Rebbia, habéis obrado mal. Os pido vuestra palabra de honor de absteneros de toda violencia y de esperar que la justicia decida en este maldito asunto. - Sí, señor prefecto: he hecho mal en pegar a ese miserable; pero, en fin, le he pegado y no puedo negarle la satisfacción que me ha pedido. - ¡Eh! ¡No, si no quiere desafiarse con vos! Pero si os asesina... Habéis hecho todo lo menester para eso... - Nos guardaremos, - dijo Colomba. - Orlanduccio, - dijo Orso, - me parece un mozo de empuje, y auguro mejor de él, señor prefecto. Ha sido muy pronto en echar mano al puñal; pero en 166
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su lugar quizá hubiera hecho yo otro tanto. Dichoso soy con que mi hermana no tenga la muñeca de una damisela. - ¡No os desafiaréis! - exclamó el prefecto.- ¡Os lo prohibo! - Permitidime que os diga, señor, que en materia de honor no reconozco otra autoridad que la de mi conciencia. - ¡Os digo que no os desafiaréis! - Podéis detenerme, señor prefecto; es decir, si me dejo coger. Pero si tal cosa acaeciera, no haríais más que demorar una cuestión desde ahora inevitable. Sois hombre de honor, señor prefecto, y sabéis que no puede ser de otra manera. - Si hacéis prender a mi hermano, - dijo Colomba, - la mitad del pueblo se pondrá de su parte y se armará una jarana de mi flor. - Os advierto, señor,- dijo Orso, - y os suplico, que no creáis que me permita yo ninguna bravata. Os advierto que si M. Barricini abusa de su autoridad de alcalde para hacerme detener, me defenderé. - Desde hoy, - dijo el prefecto, - queda M. Barricini suspenso de sus funciones. Se justificará, espero. Creed, caballero, que me interesáis. Lo que 167
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os pido es muy poca cosa: permaneced tranquilo en casa hasta mi regreso de Corte. Sólo estaré ausente tres días. Volveré con el fiscal y desembrollaremos entonces completamente este triste asunto. ¿Me prometéis absteneros hasta entonces de toda hostilidad? - No puedo prometerlo, señor prefecto, si, como pienso, Orlanduccio me pide una entrevista. - ¡Cómo, señor della Rebbia! ¿Vos, militar francés, queréis batiros con un hombre de quien sospecháis de fraude? - Le he pegado, señor. - Pero si hubiéseis pegado a un presidiario y os pidiese una, satisfacción, ¿os batiríais, pues, con él? Vamos, señor Orso. Pues bien: os pido menos aún: no busquéis a Orlanduccio. Os permito batiros si os pide una cita. - Me la pedirá, no lo dudo; pero os prometo no darle más bofetones para obligarlo a desafiarse. - ¡Qué país! - repitió el prefecto, paseándose a grandes pasos - ¿Cuándo volveré, pues, a Francia? - Señor prefecto, - dijo Colomba con su voz más dulce, - se hace tarde. ¿Nos dispensaríais el honor de almorzar con nosotros? El prefecto no pudo menos de reírse. 168
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- Harto tiempo he permanecido aquí... Eso parece ya una parcialidad. ¡Y esa maldita piedra! Es menester que parta. Señorita della Rebbia, ¡cuántas desgracias habéis quizá preparado hoy! - A lo menos, señor prefecto, haréis a mi hermana la justicia de creer que sus convicciones son profundas; y estoy seguro de que vos mismo las creéis bien fundadas. - Adiós, señor, - dijo el prefecto, haciéndole una señal con la mano. - Os advierto que voy a dar orden al jefe de la gendarmería para que siga todos vuestros pasos. Cuando el prefecto hubo salido: - Orso, - dijo Colomba, - no estáis aquí en el Continente. Orlanduccio no entiende nada en vuestros desafíos, y, por otra parte, no debe morir ese miserable con la muerte de un bravo. - Colomba, mi buena Colomba, eres la mujer fuerte. Débote grandes obligaciones por haberme salvado de una buena cuchillada. Venga tu manecita para que la bese. Pero mira: déjame hacer. Hay ciertas cosas que tú no comprendes. Dame de almorzar, y, al punto que el prefecto se haya puesto en camino, haz que se presente aquí Chilina, que
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parece desempeñar a maravilla los encargos que se le confían. La necesito para llevar una carta. Mientras Colomba vigilaba los preparativos del almuerzo, Orso subió a su cuarto y escribió la siguiente esquela: “Debéis estar muy impaciente por encontrarme: no lo estoy yo menos. Mañana por la mañana podríamos encontrarnos a las seis en el valle de Acquaviva. Soy muy diestro en la pistola, y no os propongo esta arma. Dicen que tiráis bien la escopeta: cojamos cada uno una escopeta de dos cañones. Iré acompañado de un hombre de este pueblo. Si vuestro hermano quiere acompañaros, llevaos un segundo testigo y avisadme. Solamente en este caso llevaré dos testigos - Orso Antonio della Rebbia». El prefecto, después de haber permanecido una hora en casa del adjunto del alcalde, y después de haber estado algunos minutos en casa de los Barricini, partió para Corte escoltado por un solo gendarme. Un cuarto de hora después Chilina llevó la carta que se acaba de leer y la entregó a Orlanduccio en propias manos. La respuesta se hizo esperar y no llegó hasta la noche. Estaba firmada por M. Barricini, el padre, y 170
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anunciaba a Orso que entregaba al fiscal la carta de amenazas dirigida a su hijo. “Escudado en mi conciencia, - añadía terminando, - espero que la justicia haya fallado sobre vuestras calumnias". Sin embargo, llegaron cinco o seis pastores, mandados llamar por Colomba, para guarnecer la torre de los della Rebbia. A pesar de las protestas de Orso, practicáronse archere en las ventanas que daban a la plaza, y toda la noche recibió ofrecimientos de servicios de diversas personas del pueblo. Llegó aún una carta del teólogo bandido, que prometía en su nombre y en el de Brandolaccio intervenir, si el alcalde se hacía asistir por la gendarmería. Acababa con esta post- data: «¿Me atreveré a preguntaros lo que piensa el señor prefecto de la excelente educación que mi amigo da al perro Brusco? Después de Chilina, no conozco discípulo más dócil y que revele más felices disposiciones».
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XVI El día siguiente se pasó sin hostilidades. De una y otra parte se mantenían a la defensiva. Orso no salió de casa, y la puerta de los Barricini permaneció constantemente cerrada. Veíanse los cinco gendarmes dejados de guarnición en Pietranera, pasearse por la plaza o por, los alrededores del pueblo. Asistidos por el guardia rural, único representante de la milicia urbana. El adjunto no dejaba su faja, pero, salvo las archere de las ventanas de las dos casas enemigas, nada indicaba la guerra. Sólo un corso habría notado que en la plaza, alrededor de la encina verde, no se veía sino mujeres. A la hora de cenar, Colomba mostró con aire alegre a su hermano la siguiente carta que acababa de recibir de miss Nevil:
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“Mi querida señorita Colomba: Me enteré con mucho placer, por una carta de vuestro hermano, de que han terminado vuestras enemistades. Recibid mis plácemes por ello. Mi padre no puede sufrir a Ajaccio desde que vuestro hermano no está aquí para hablarle de guerras y cazar con él. Partirnos hoy y haremos noche en casa de vuestra parienta, para la cual tenemos una carta. Pasado mañana, A las once, vendré a pediros me dejéis catar ese bruccio de las montañas, tan superior, como decíais, al de la ciudad. «Adiós, mi querida señorita Colomba. Vuestra amiga- Lidia Nevil». - ¿ No recibió, pues, mi segunda carta?- exclamó Orso. - Ya veis por la fecha de la suya que la señorita Lidia debía hallarse en camino cuando vuestra carta llegó a Ajaccio. ¿ Le decíais, pues, que no viniese? - Le decía que estábamos en estado de sitio. No me parece una situación muy a propósito para recibir a la gente. - ¡Bah! Esos ingleses son muy singulares. La última noche que pasé en su cuarto me decía que sentiría dejar Córcega sin haber visto alguna bella vendetta. Si vos quisiéseis, Orso, se le podría 173
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proporcionar el espectáculo de un asalto contra la casa de nuestros enemigos. - ¿Sabes, - dijo Orso,- que la naturaleza se equivocó al hacerte mujer, Colomba? Habrías hecho un excelente militar. - Quizá. En todo caso, voy a preparar mi bruccio. - Es inútil. Hay que enviar a alguien para avisarlos y detenerlos antes de que se pongan en camino. - ¡Oiga! ¿Queréis enviar un mensajero con el tiempo que está haciendo para que se lo lleve algún torrente con, vuestra carta? ¡Qué lástima me dan los pobres bandidos con una borrasca como ésta! Por dicha, tienen buenos piloni23 ¿Sabéis lo que hay que hacer, Orso? Si la tempestad cesa, partid mañana muy temprano y llegaos a casa de nuestra parienta antes de que vuestros amigos se hayan puesto en camino. Será cosa fácil, pues miss Lidia siempre se levanta tarde. Les contáis lo que ha pasado en casa, y si insisten en venir, tendremos mucho gusto en recibirlos.
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Capa de paño muy grueso, guarnecida con un capuh6n. 174
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Orso se apresuró a dar su asentimiento a este proyecto, y Colomba, después de algunos minutos de silencio: - ¿Creéis, quizá, Orso, que gastaba yo una broma cuando os hablaba de un asalto contra la casa Barricini? ¿Sabéis que les somos superiores en número, dos contra uno, cuando menos? Desde que el prefecto ha suspendido al alcalde, todos los hombres de aquí se han puesto de nuestra parte. Podríamos hacerles trizas. Sería fácil empezar el asunto. Si vos quisiérais, yo iría a la fuente, me burlaría de sus mujeres; ellos saldrían... quizá, porque son muy cobardes; quizá dispararían sobre mí desde sus archere, pero no me acertarían. Todo queda dicho entonces: ellos son los que atacan. Tanto peor para los vencidos. ¿ Cómo es posible encontrar en una refriega los que han dado un buen golpe? Creedle a vuestra hermana, Orso. Los golillas que vengan, emborronarán papel, dirán muchas cosas inútiles, pero no resultará nada. El viejo zorro encontraría manera de hacer ver las estrellas a mediodía. ¡Ah, si el prefecto no se hubiese interpuesto entre mí y Vincentello! Uno de menos habría ahora.
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Todo eso estaba dicho con la misma serenidad que había mostrado antes hablando de los preparativos del bruccío. Orso, estupefacto, miraba a su hermana con una admiración mezclada de temor. - Mi dulce Colomba, - dijo levantándose de la mesa, - eres, me temo, el diablo en persona; pero tranquilízate. Si no logro hacer ahorcar a los Barricini, encontraré manera de llegar al cabo por otro camino. ¡Bala caliente o hierro frío! 24Ya ves que no he olvidado el corso. - Lo más pronto sería, sin duda, lo mejor, - dijo Colomba suspirando- ¿ Qué caballo montaréis mañana, Ors'Anton? - El negro. ¿Por qué me lo preguntas? - Para hacerle dar cebada. Habiéndose Orso retirado a su cuarto, Colomba envió a la cama a Saveria y los pastores, y permaneció sola en la cocina, donde se preparaba el bruccio. De vez en cuando prestaba oído y parecía esperar impacientemente a que su hermano se hubiese acostado. 24
Palla calcla ú farru freddu, locución muy usada. 176
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Cuando, en fin, lo creyó dormido, cogió un cuchillo, aseguróse de que cortaba, metió sus piececitos en unos zapatones, y sin hacer el menor ruido entró en la huerta. La huerta, cercada de paredes, lindaba con un terreno bastante vasto, rodeado de vallados, donde se ponían los caballos, porque los caballos corsos no conocen gran cosa el establo. Por lo general, se les suelta en un campo y se confía en su inteligencia para que encuentren que comer y para resguardarse contra el frío y la lluvia. Colomba abrió la puerta de la huerta con la misma precaución, entró en el cercado, y silbando dulcemente, atrajo cerca de sí a los caballos, a los que llevaba a menudo pan y sal. Así que el caballo negro estuvo a su alcance, cogióle fuertemente por las crines y le rajó la oreja con su cuchillo. El caballo dio un brinco terrible y huyó, dejando oír aquel grito agudo que a veces un vivo dolor arranca a los animales de su especie. Satisfecha entonces, volvíase Colomba a la huerta, cuando Orso abrió una ventana y gritó: - ¡Quién va ahí! Al mismo tiempo oyó que armaba su escopeta. Felizmente para ella, la puerta de la huerta yacía en una obscuridad completa y la cubría en parte una 177
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gran higuera. Pronto, por los fulgores intermitentes que vio brillar en el cuarto de su hermano, comprendió que trataba de encender su lámpara. Apresuróse entonces a cerrar la puerta de la huerta y, deslizándose a lo largo de las paredes, de manera que su traje negro se confundiese con el follaje sombrío de las espalderas, logró entrar de nuevo en la cocina algunos momentos antes de que apareciese Orso. - ¿Qué hay? - preguntó ella. - Me ha parecido, - dijo Orso, - que abrían la puerta de la huerta. - ¡Imposible! Hubiera ladrado el perro. Pero, en fin, vamos a verlo. Orso dio la vuelta a la huerta, y, después de haberse convencido de que la puerta exterior estaba bien cerrada, algo avergonzado de aquella falsa alarma, se dispuso a volverse a su cuarto. - Gústame ver, hermano, - dijo Colomba, - que os mostréis prudente como se debe serlo en vuestra posición. - Tú me vas formando, - respondió Orso.Buenas noches. Por la mañana levantóse Orso con el alba, pronto a partir. Su traje anunciaba a la vez las 178
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pretensiones de elegancia de un hombre que va a presentarse delante de una mujer a la que quiere agradar, y la prudencia de un corso en vendetta. Por encima de una levita azul muy ceñida al talle llevaba a la bandolera una cajita de hoja de lata conteniendo cartuchos, colgada de un cordón de seda verde; su puñal estaba colocado en un bolsillo, a un lado, y llevaba en la mano la hermosa escopeta de Manton cargada con balas. Mientras tomaba a toda prisa una taza de café echado por Colomba, había salido un pastor para ensillar y embridar el caballo. Orso y su hermana le siguieron de cerca y entraron en el cercado. El pastor se había apoderado del caballo, pero había dejado caer silla y brida, y parecía sobrecogido de horror, mientras que el caballo, que se acordaba de la herida de la noche anterior y temía por la otra oreja, se encabritaba, acoceaba y movía un alboroto de mil diablos. - ¡Anda! ¡Acaba! - gritóle Orso. - ¡Ah, Ors’Anton’! ¡Ah, Ors’Anton'!- exclamaba el pastor- ¡Sangre de la Madona! etc. Eran imprecaciones sin número y sin fin, la mayor parte de las cuales no podrían traducirse. - ¿Qué ha pasado ?- preguntó Colomba.
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Todo el mundo se acercó al caballo, y, viéndolo ensangrentado y con la oreja partida, hubo una exclamación general de sorpresa y de indignación. Hay que saber que mutilar el caballo de un enemigo es, para los corsos, a la vez una venganza, un reto y una amenaza de muerte. “Sólo un escopetazo es capaz de lavar esta fechoría". Por más que Orso, que había vivido largo tiempo en el Continente, sintiese menos que otro la enormidad del ultraje, sin embargo, si en aquel momento se le hubiese presentado algún barricinista, es probable que le hubiese hecho expiar inmediatamente aquel insulto que atribuía a sus enemigos. - ¡Cobardes, bribones! - exclamó.- ¡ Vengarse en un pobre animal, cuando no se atreven a mirarme cara a cara! - ¿Qué esperamos ? - exclamó impetuosamente Colomba. - ¡Vienen a provocarnos, a mutilar nuestros caballos y no les respondemos! ¿Sois hombres ? - ¡Venganza! - respondieron los pastores.Paseemos el caballo por el pueblo y demos el asalto a la casa.
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- Hay un hórreo cubierto de paja que toca a su torre,- dijo a su vez el viejo Polo Griffo,- y en un periquete le pego fuego. Otro proponía ir a buscar las escalas de mano del campanario de la iglesia; un tercero echar abajo las puertas de la casa Barricini por medio de una viga depositada en la plaza y destinada a algún edificio en construcción. En medio de todas aquellas voces furiosas oíase la de Colomba anunciando a sus satélites que antes de poner manos a la obra iba a darles a cada uno una buena copa de anisete. Por desgracia, o, mejor dicho, por fortuna, el efecto que se había prometido Colomba de su crueldad con el pobre caballo, quedó perdido en gran parte para Orso. No dudaba de que aquella mutilación salvaje fuese obra de sus enemigos, y sospechaba particularmente de Orlanduccio; pero no creía que aquel joven, provocado y abofeteado por él, hubiese borrado su vergüenza con partirle la oreja a su caballo. Por el contrario, aquella baja y ridícula venganza aumentaba su desprecio hacia sus adversarios, y pensaba ahora, como el prefecto, que gentes de tal calaña no merecían medirse con él. Al punto que pudo dejarse oir, declaró a sus partidarios, llenos de confusión, que renunciasen a 181
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sus intenciones belicosas, y que la justicia, a la que iba a avisar, vengarla muy bien la oreja del caballo. - Soy el amo aquí, - añadió con tono severo, - y entiendo que se me obedezca. Al primero que hable aún de matar o de abrasar, puede ser muy bien que lo abrase yo. ¡Vamos! ¡Ensíllenme el caballo gris! - ¡Cómo, Orso! - dijo Colomba llevándolo a un lado - ¿Aguantáis que se nos insulte? En vida de nuestro padre jamás hubiesen osado los Barricini mutilar un animal nuestro. - Te prometo que ya les llegará la hora de arrepentirse; pero no a nosotros, sino a los gendarmes y a los carceleros incumbe castigar a los miserables que no tienen valor sino contra los animales. Ya te he dicho: la justicia me vengará de ellos, y, de no ser así, no tendrás por qué recordarme de quién soy hijo... - ¡Paciencia! - dijo Colomba suspirando. - Acuérdate bien, hermana mía, - prosiguió Orso, - de que si a mi regreso me encuentro con que se ha hecho alguna demostración contra los Barricini, jamás te lo perdonaré.- En seguida con tono más dulce: - Es muy posible, muy probable, - añadió, que vuelva aquí con el coronel y su hija: haz de modo que estén bien arreglados sus cuartos, que el 182
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almuerzo sea bueno y, en fin, que nuestros huéspedes se encuentren lo menos mal posible. Bueno es, Colomba, tener valor, pero es menester también que una mujer sepa llevar una casa. Anda, dame un beso, y ten juicio. Héte ensillado el caballo gris. - Orso ,- dijo Colomba, - no partiréis solo. - No tengo necesidad de nadie, - dijo Orso, y te respondo de que no me dejaré cortar la oreja. - ¡Oh! ¡Jamás os dejaré yo partir solo en tiempo de guerra! ¡Hola! ¡Polo Griffo! ¡Gian Francé! ¡Memmo! Tomad las escopetas: vais a acompañar a mi hermano. Después de una discusión bastante viva, Orso debió resignarse a hacerse seguir de una escolta. Tomó de entre sus pastores más animosos aquellos que más habían gritado por comenzar la guerra. En seguida, después de haber renovado sus mandatos a su hermana y a los pastores que se quedaban, púsose en camino haciendo esta vez un rodeo para evitar la casa Barricini. Estaban ya lejos de Pietranera y caminaban a toda prisa, cuando, al cruzar un arroyuelo que se perdía en un pantano, el viejo Polo Griffo echó de ver muchos cerdos cómodamente echados sobre el 183
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fango, gozando a la vez del sol y de la frescura del agua. Al punto, apuntando al más gordo, disparóle un tiro a la cabeza y lo dejó en el sitio. Los camaradas del muerto se levantaron y huyeron con una ligereza sorprendente, y, por más que el otro pastor disparó a su vez, llegaron sanos y salvos a un matorral, donde desaparecieron. - ¡ Imbéciles!- exclamó Orso - ¡Tomáis los cerdos por jabalíes! - No es eso, Ors’Anton’- respondió Polo Griffo;sino que esa piara pertenece al abogado, y es para que aprenda a mutilar nuestros caballos. - ¡Cómo, tunantes! - exclamó Orso, fuera de sí, lleno de furor.- ¡Imitáis las infamias de nuestros enemigos! ¡Idos de mí, miserables! No os necesito para nada. Sólo sois buenos para batiros con cerdos. ¡Juro a Dios, que si os atrevéis a seguirme, os rompo la cabeza! Los dos pastores se miraron todos confusos. Orso picó espuelas a su caballo y desapareció al galope. - ¡Oiga! - dijo Polo Griffo - ¡Esa sí que es buena, Memmo! ¡Queredle, pues, a esa familia para que luego os traten así! El coronel, su padre, te movió la gran escandalera porque una vez le encaraste la 184
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escopeta al abogado. ¡ Gran animal en no tirarle! Y el hijo... ya ves lo que he hecho por él, y habla de romperme la cabeza, como se hace con una calabaza que no aguanta ya el vino. ¡Mira lo que aprenden en el Continente, Memmo! - Eso es. Y si saben que has matado ese cerdo, te formarán causa, y Ors'Anton' no querrá hablarles a los jueces ni pagarle al abogado. Por dicha, nadie te ha visto, y tienes ahí a Santa Niega para sacarte en salvo. Después de una corta deliberación, los dos pastores concluyeron por que lo más prudente era echar el cerdo en algún hoyo, proyecto que llevaron a efecto, pero, por supuesto, después de haber tomado cada uno algunas carbonadas sobre la inocente víctima del odio de los della Rebbia y de los Barricini.
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Desembarazado de su indisciplinada escolta, continuaba Orso su camino más preocupado con el placer de volver a ver a miss Nevil que del temor de encontrar a sus enemigos. - El proceso que voy a tener con esos miserables Barricini- decíase, - va a obligarme a ir a Bastia. ¿Por qué no acompañaría yo a miss Nevil? ¿Por qué, desde Bastia, no iríamos juntos a las aguas de Orezza? De pronto sus remembranzas de la infancia le recordaron limpiamente aquel sitio pintoresco. Creyóse transportado a un verde prado al pie de los castaños seculares. Sobre un césped de hierba lustrosa, sembrada de flores azules semejantes a ojos que le sonriesen, veía a miss Lidia sentada a su vera. Habíase ella quitado su sombrero, y sus cabellos rubios, más finos y más suaves que la seda, brillaban como oro al sol, que penetraba a través del follaje. Sus ojos, de un azul tan puro, parecíanle más azules que el firmamento. Apoyada la mejilla en una mano, escuchaba pensativa las palabras de amor que le dirigía él, temblando. Llevaba aquel traje de muselina con que la vio el último - día que permaneció en Ajaccio. Bajo los pliegues de aquel 186
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vestido escapábase un piececito en un zapato de raso negro. Orso se decía que sería muy feliz con besar aquel pie; pero una de las manos de miss Lidia no estaba enguantada y tenía en ella una margarita. Orso le tomaba esta margarita, y la mano de miss Lidia estrechaba la suya; y besaba la margarita, y luego aquella mano, que no se enfadaba... Y todos estos pensamientos le impedían que prestase atención al camino que seguía, por el cual trotaba siempre. Iba por segunda vez a besar, en imaginación, la blanca mano de miss Nevil, cuando pensó besar en realidad la cabeza de su caballo, que se detuvo de pronto. Era que Chilinita le barreaba el paso y le cogía el caballo por la brida. - ¿Dónde vais así, Ors'Anton ? - decíale ella.¿No sabéis que vuestro enemigo anda cerca de aquí ? - ¡Mi enemigo!- exclamó Orso, furioso al verse interrumpido en un momento tan interesante. ¿Donde está? - Orlanduccio está cerca de aquí. Os espera. Volveos, volveos. - ¡Ah! ¡Me espera! ¿Tú lo has visto?
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- Sí, Ors'Anton: yo estaba echada en el jaral cuando ha pasado. Miraba a todas partes con su anteojo. - ¿Por qué lado iba? Bajaba por ahí, por donde vais vos. - Gracias. - Ors'Anton: ¿no os parece que haríais bien en esperar a mi tío? No puede tardar, y con él iriais seguro. - Nada temas, Chilina: no tengo necesidad de tu tío. - Si queréis, iré delante de vos. - Gracias, gracias. Y Orso, espoleando su caballo, dirigióse rápidamente hacia el lado que le había indicado la muchacha. Su primer impulso había sido un ciego transporte de furor, y habíase dicho que la fortuna le deparaba una excelente ocasión para castigar a aquel cobarde que mutilaba su caballo para vengarse de un bofetón. Enseguida, todo adelantando, la especie de promesa que había hecho al prefecto, y, sobre todo, el temor de no llegar a tiempo para visitar a miss Nevil, cambiaron sus disposiciones y casi le hicieron desear no toparse con Orlanduccio. Pronto, 188
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empero, el recuerdo de su padre, el insulto hecho a su caballo, las amenazas de los Barricini, encendieron su cólera y le excitaron a buscar a su enemigo para provocarlo y obligarle a desafiarse. Así agitado por contrarias resoluciones, continuaba marchando hacia adelante, pero ahora con precaución, examinando los matorrales y los setos, y aun a veces deteniéndose para escuchar los rumores vagos que se oyen en el campo. Diez minutos después de haber dejado a Chilinita (eran entonces cerca de las nueve de la mañana), encontróse en lo alto de una cuesta extremadamente rápida. El camino, ó, por mejor decir, el sendero apenas marcado que seguía, atravesaba un maquis recientemente quemado. En aquel lugar la tierra estaba cargada de cenizas blanquecinas, y acá y acullá algunos arbustos y unos cuantos árboles grandes ennegrecidos por el fuego y enteramente despojados de sus hojas, teníanse en pie, por más que hubiesen cesado de vivir. Viendo un maquis quemado, créese uno transportado a un sitio del Norte en medio del invierno, y el contraste de la aridez de los lugares que la llama ha recorrido, con la vegetación espléndida del contorno, les hace parecer aún más tristes y desolados. Pero en aquel 189
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paisaje no veía Orso de momento más que una cosa importante a la verdad, en su posición: estando desnuda la tierra, no puede ocultar ninguna emboscada, y el que puede temer a cada instante ver salir de un matorral un cañón de escopeta dirigido contra su pecho, mira como una especie de oasis un terreno unido en el cual nada detiene la vista. Al maquis quemado sucedían muchos campos en cultivo, cercados, según usanza del país, por paredes de piedras secas a altura de apoyo. El sendero pasaba por entre esos cercados, en los que enormes castaños, plantados confusamente, presentaban de lejos la apariencia de un espeso bosque. Obligado por la pendiente de la cuesta a echar pie a tierra, Orso, que había dejado las riendas sobre el cuello de su caballo, bajaba rápidamente, deslizándose sobre la ceniza; y no se hallaba sino a veinticinco pasos de uno de esos cercados de piedra, a la derecha del camino, cuando vio, precisamente delante de él, primero un cañón de escopeta y enseguida una cabeza que rebasaba el bordillo de la pared. La escopeta se bajó, y reconoció a Orlanduccio presto a hacer fuego. Orso se puso prontamente en defensa, y ambos, apuntándose, se miraron algunos segundos con esa emoción 190
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conmovedora que el más valiente experimenta antes de dar o recibir la muerte. - ¡Miserable cobarde! - exclamó Orso. Hablaba aún cuando vio la llamarada de la escopeta de Orlanduccio, y casi al mismo tiempo partió un segundo tiro a su izquierda, desde la otra parte del sendero, disparado por un hombre en quien no había reparado y que le apuntaba detrás de otra pared. Las dos balas le tocaron: la una, la de Orlanduccio, le atravesó el brazo izquierdo, que le presentaba al encararle el arma; la otra le dio en el pecho, agujereó su traje, pero encontrando felizmrnte la hoja de su puñal, aplastóse encima y sólo le produjo una contusión ligera. El brazo izquierdo de Orso cayó inmóvil a lo largo de su muslo, y el cañón de su escopeta se bajó un instante; pero lo levantó enseguida, y dirigiendo su arma con su sola mano derecha, hizo fuego sobre Orlanduccio. La cabeza de su enemigo, que no descubría sino hasta los ojos, desapareció detrás de la pared. Orso, volviéndose hacia la izquierda, descerrajó el segundo tiro sobre un hombre rodeado de humo, a quien veía apenas. a su vez, aquella figura desapareció. Los cuatro tiros se habían sucedido con una rapidez increíble, y jamás 191
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soldados ejercitados pusieron menos intervalos en un fuego graneado. Después del último tiro de Orso, todo volvió a quedar en silencio. El humo que salía de su arma, subía lentamente hacia el cielo: ningún movimiento detrás de la pared, ni el más ligero ruido. Sin el dolor que sentía en el brazo, habría podido creer que aquellos hombres sobre quienes acababa de tirar, eran fantasmas de su imaginación. Esperando una segunda descarga, Orso dio algunos pasos para colocarse detrás de uno de los árboles quemados que habían permanecido en pie en el maquis. Detrás de aquel resguardo colocó su escopeta entre sus rodillas y la volvió a cargar aprisa. Sin embargo, su brazo izquierdo le hacía sufrir cruelmente, y parecíale que sostenía un peso enorme. ¿Qué había sido de sus adversarios? No podía comprenderlo. Si hubiesen huido, si hubiesen resultado heridos, habría oído algún ruido, algún movimiento en el follaje. ¿Estaban muertos, pues, o bien esperarían acaso, al abrigo de su pared, la ocasión de tirar de nuevo sobre él ? En esta incertidumbre, y sintiendo desfallecer sus fuerzas, puso la rodilla derecha en tierra, apoyó sobre
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la otra su brazo herido y se sirvió de una rama que partía del tronco del árbol quemado, para sostener su escopeta. Con el dedo en el gatillo, los ojos fijos sobre la pared, el oído atento al menor rumor, permaneció inmóvil durante algunos minutos que le parecieron un siglo. Por fin, a alguna distancia detrás de él, dejóse oír un grito lejano, y pronto un perro, bajando por la cuesta con la rapidez de una flecha, detuvose cerca de él meneando la cola. Era Brusco, el discípulo y compañero de los bandidos, anunciando, sin duda, la llegada de su amo; y jamás hombre honrado fue esperado con mayor impaciencia. El perro, con el hocico al aire, vuelto hacia el cercado más próximo, husmeaba con inquietud. De pronto dejó oír un gruñido sordo, franqueó la pared de un salto, y casi al punto volvió a subir sobre el bordillo, desde donde miró fijamente a Orso, expresando en sus ojos la sorpresa, tan claramente como puede hacerlo un perro; enseguida volvió a husmear, esta vez en dirección al otro cercado, cuya pared saltó también. Al cabo de un segundo reapareció sobre el bordillo, mostrando el mismo aire de sorpresa y de inquietud; muy pronto saltó en el maquis, rabo entre piernas, mirando siempre a Orso y alejándose de él a pasos lentos, 193
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andando de lado, hasta encontrarse a alguna distancia. Entonces, emprendiendo de nuevo su carrera, remontó la cuesta casi tan a prisa como la había bajado, al encuentro de un hombre que adelantaba rápidamente, a pesar de lo brusco de la pendiente. - ¡Á mí, Brando!- exclamó Orso, así que lo creyó al alcance de su voz. - ¡Hola! ¡Ors'Anton! ¡Estáis herido!- preguntóle Brandolaccio corriendo todo jadeante. - ¿ En el cuerpo o en los miembros?. - En el brazo. - ¡En el brazo! Eso no es nada. ¿Y el otro ? - Creo haberle tocado. Brandolaccio, siguiendo a su perro, corrió al cercado más próximo y se inclinó para mirar a la otra parte de la pared. Allí, quitándose la gorra: - ¡Salve al señor Orlanduccio! - dijo- En seguida, volviéndose hacia Orso y saludándolo a su vez con grave talante: - He ahí - dijo, - lo que llamo un hombre a quien le han ajustado bien las cuentas. - ¿Vive aún?- preguntó Orso respirando con pena.
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- ¡ Oh! Se guardaría bien: le duele demasiado la bala que le habéis metido en el ojo. ¡Sangre de la Madona, qué agujero! ¡Buena escopeta, a fe mía! ¡Qué calibre! ¡Eso despachurra unos sesos! Os digo, pues, Ors'Anton, que cuando primeramente oí ¡Pif, pif!, me dije: “- ¡Voto a bríos! ¡Me le han hecho arder el pelo al teniente!” Oigo en seguida: ¡Bum, bum! –“¡Hola!- me digo.- Héte ahí la escopeta inglesa que habla: el teniente responde” ... Pero, Brusco, ¿qué me quieres? El perro lo llevó al otro cercado. - ¡Dispensadme! - - exclamó Brandolaccio, estupefacto- - - ¡Blanco doble! ¡Nada más que eso! ¡Peste! Ya se ve que la pólvora está cara, según la economizáis. - ¿Qué hay? ¡ En nombre de Dios!- preguntó Orso. - Vamos, no queráis haceros el disimulado, mi teniente. Echáis la caza por tierra y queréis luego que os la traigan. ¡Valientes postres va a tener hoy el abogado Barricini! ¡Carne del matadero, que si quieres! ¿Y quién diablos heredará ahora? - ¡Cómo! ¿Vincentello muerto también?
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- Muertísimo. ¡Buena salud para nosotros!25 Lo que tiene de bueno el habérselas con vos, es que no hacéis sufrir. Venid a ver, pues, a Vincentello: todavía está de rodillas, con la cabeza apoyada contra la pared. Parece que duerma. Es caso de decir: sueño de plomo. ¡Pobre diablo! Orso volvió la cabeza con horror. - ¿Estáis seguro de que está muerto? - Sois como Sampiero Corso, que nunca daba más que un golpe. ¿Veis ahí, en el pecho, a la izquierda? Pues eso es lo mismo que le atraparon a Vincileone en Waterloo. Apostaría a que la bala no está muy lejos del corazón. ¡Golpe doble! Pues, señor, ya no me meto jamás en tirar. ¡Dos en dos tiros! ¡Á bala! ¡Los dos hermanos! Si hubiese habido un tercer tiro, hubiese matado al papá. Otra vez lo haremos mejor. ¡Qué golpe, Ors’Anton’! ¡Y decir que a un guapo mozo como yo, jamás le ocurrirá hacer tiro doble en los gendarmes! Mientras hablaba, examinaba el bandido el brazo de Orso y rompía la manga con su puñal. 25
Salute a noi. Exclamación que acompaña ordinariamente a la palabra muerto, y le sirve como de correctivo.
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- Eso no vale nada- dijo.- He ahí una levita que le dará que hacer a la señorita Colomba. ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Un rasguño en el pecho? ¿No ha entrado nada por ahí? Pero no: no estaríais tan templado. Vamos: a ver cómo movéis los dedos. ¿Sentís mis dientes, al morderos el meñique? ¿,No mucho? Lo mismo da: no vale nada eso. a ver el pañuelo y la corbata. Pues, señor, la levita está completamente echada a perder. Pero ¿por qué diablos lo habéis hecho tan a conciencia? ¿Ibais a casaros? Anda: vaya un trago de vino. .. ¿Por qué no lleváis un botijo? ¿Qué corso va sin botijo? Enseguida, en medio de la cura, interrumpióse para exclamar: - ¡Blanco doble! ¡Tiesos los dos! ¡Cómo va a reírse el Cura! ¡Blanco doble! ¡Ah! ¡Hete ahí, por fin, a esa tortuga de Chilina! Orso no respondió. Estaba pálido como un muerto y temblaba con todos sus miembros. - ¡Chili!- gritó Brandolaccio- Anda a ver detrás de la pared. ¿ Eh? La muchacha, ayudándose con los pies y las manos, trepó por la pared, y al punto que vio el cadáver de Orlanduccio, hizo la señal de la cruz.
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- Eso no es nada- continuó el bandido- Anda más lejos a ver, allá abajo. La muchacha hizo de nuevo la señal de la cruz. - ¿Sois vos, tío?- preguntó tímidamente. - ¡Yo! ¿Pues acaso no soy yo un viejo que no sirve para nada? Chili, es faena de este caballero. Felicítalo. - La señorita estará muy contenta- dijo Chilina;pero se enfadará mucho cuando sepa que estáis herido, Ors'Anton’. - Vamos, Ors'Anton’- dijo el bandido después de haber acabado la cura; - héte ahí a Chilina que viene con vuestro caballo. Montad, y veníos conmigo al maquis de la Stazzona. No será lerdo el que os encuentre allí. Lo trataremos lo mejor que podamos. Cuando lleguemos a la cruz de Santa Cristina, será menester echar pie a tierra. Le daréis vuestro caballo a Chilina, que irá a avisar a la señorita, y camino haciendo, le haréis vuestros encargos. Podéis decirle a la chiquilla todo cuanto queráis, Ors’Anton’, pues antes se dejará hacer trizas que traicionar a sus amigos.- Y en tono de ternura: - Anda, pícara decía, - así te excomulguen, maldita. Brandolaccio, supersticioso como muchos bandidos, temía fascinar a las niñas echándoles 198
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bendiciones o elogios, porque ya se sabe que las potencias misteriosas que presiden al aojamiento26 tienen la mala costumbre de ejecutar lo contrario de nuestros deseos. - ¿,Dónde quieres que vaya, Brando?- dijo Orso con voz extinguida. - Pardiez, vos mismo elegiréis: a la cárcel, o al maquis. Pero un della Rebbia no sabe el camino de la cárcel. ¡Al maquis, Ors'Antón! - ¡Adiós todas mis esperanzas!- exclamó dolorosamente el herido. - ¿Vuestras esperanzas? ¡Diantre! ¿Pues esperábais hacer más con una escopeta de dos cañones? Lo extraño es que os hayan podido tocar esos diablos. De fijo tienen la vida más dura que los gatos. - Han tirado primero- dijo Orso. - Verdad: se me olvidaba. ¡Pif, pif! ¡Pum, pum! ¡Blanco doble con una sola mano! 27¡Qué me 26
Fascinación involuntaria que se ejerce, ya con los ojos, ya con la palabra. 27
Si algún cazador incrédulo pusiese en duda el blanco doble de M. della Rebbia, le invitaría a que fuese a Sartena y se hiciese contar cómo uno de los habitantes más distinguidos y más amables de esta población se libró solo, con el brazo izquierdo roto, de una situación cuando menos tan peligrosa. 199
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ahorquen si lo hace nadie mejor! Vamos, ya estáis subido. Mirad un tantico vuestra obra antes de partir... No estaría bien dejar así su compañía sin decirles adiós. Orso espoleó su caballo: por nada del mundo hubiera querido ver a los desgraciados a quienes acababa de dar muerte. - Mirad, Ors’Anton- dijo el bandido cogiendo las riendas del caballo; - ¿queréis que os hable francamente? Pues bien: sin ofensa sea dicho, me dan mucha lástima esos dos pobres muchachos. Os ruego, me dispenséis. ¡Tan guapos, tan fuertes, tan jóvenes! Orlanduccio, con quien he, cazado tantas veces... Hace cuatro días me dio una cajetilla... ¡Vincentello, que estaba siempre de tan buen humor! Verdad es que vos habéis hecho lo que os tocaba hacer, y, por otra parte, el golpe es demasiado bueno para que se sienta. Pero yo no tenía nada que ver en vuestra venganza. Sé que tenéis razón: cuando se tiene un enemigo, hay que deshacerse de él. Pero los Barricini eran una antigua familia... Héte ahí otra que ha quedado a la luna de Valencia. ¡Y por doble tiro!. ¡Es salado!
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Haciendo así la oración fúnebre de los Barricini, Brandolaccio conducía a toda prisa a Orso, Chilina y el perro Brusco, hacia el maquis de la Stazzona.
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XVIII Mientras tanto, Colomba, poco después de la partida de Orso, había sabido por sus espías que los Barricini se encontraban en el campo, y desde aquel momento quedó presa de viva inquietud. Veíasela recorrer la casa en todos sentidos, yendo de la cocina a los cuartos preparados para sus huéspedes, sin hacer linda y ocupada siempre, deteniéndose sin cesar para mirar si acaso no observaría en el pueblo algún inusitado movimiento. a eso de las once entró en Pietranera una cabalgata bastante numerosa: eran el coronel, su hija, sus criados y su guía. Al recibirlos, las primeras palabras de Colomba fueron: - ¿Habéis visto a mi hermano? Enseguida preguntó al guía por qué camino habían tomado, a qué hora habían partido, y por sus 202
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respuestas no pudo comprender cómo no se hubiesen encontrado. - Quizá vuestro hermano habrá tomado por arriba- dijo el guía; - nosotros hemos venido por abajo. Pero Colomba meneó la cabeza y renovó sus preguntas. a pesar de su firmeza natural, aumentada aún por el orgullo de ocultar toda debilidad ante aquellos extranjeros, érale imposible disimular sus inquietudes, y pronto las hizo compartir al coronel y, sobre todo, a miss Nevil, cuando les hubo puesto al tanto de la tentativa de reconciliación que tan desgraciado éxito había tenido. Miss Lidia se agitaba, quería que se enviasen mensajeros en todas direcciones, y su padre ofrecía montar de nuevo a caballo e ir con el guía en busca de Orso. Los temores de sus huéspedes recordaron a Colomba sus deberes de ama de casa. Esforzóse por sonreír, rogó al coronel se sentase a la mesa, y encontró, para explicar el retardo de su hermano, veinte motivos plausibles que al cabo de un instante destruía ella misma. Creyendo que era deber suyo como hombre tranquilizar a las mujeres, el coronel propuso también su explicación.
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- Apuesto - dijo, - a que della Rebbia habrá encontrado caza; no habrá podido resistir a la tentación, y vamos a verlo volver con el morral lleno. ¡Pardiez!- añadió.- Hemos oído por el camino cuatro escopetazos. Dos fueron más fuertes que los otros, y dije a mi hija: “- Apuesto a que della Rebbia está cazando. Sólo mi escopeta puede meter tanto ruido.” Colomba palideció, y Lidia, que la observaba con atención, adivinó sin trabajo qué sospechas acababa de sugerirle la conjetura del coronel. Después de un silencio de algunos minutos, Colomba preguntó vivamente si las dos detonaciones fuertes habían precedido o seguido a las otras. Pero ni el coronel, ni su hija, ni el guía habían prestado mucha atención a aquel punto capital. Á eso de la una, no habiendo regresado aún ninguno de los mensajeros enviados por Colomba, reunió todo su valor y obligó a sus huéspedes a sentarse a la mesa; pero, salvo el coronel, nadie pudo comer. Al menor ruido en la plaza, Colomba corría a la ventana, y en seguida volvía a sentarse tristemente, y más tristemente aun se esforzaba en continuar con sus amigos una conversación insignificante, a la que nadie prestaba la menor 204
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atención y que quedaba interrumpida por largos intervalos de silencio. De pronto se oyó el galope de un caballo. ¡Ahora sí que es mi hermano!- dijo Colomba levantándose. Pero, a la vista de Chilina, montada a horcajadas en el caballo de Orso: - ¡Mi hermano ha muerto! - exclamó con voz desgarradora. El coronel dejó caer su vaso, miss Nevil lanzó un grito, y todos corrieron hacia la puerta de la casa. Antes de que Chilina pudiese saltar de su montura, era arrebatada como una pluma por Colomba, que la abrazaba hasta ahogarla. La niña comprendió su terrible mirada, y su primera palabra fue como la del coro de 0te1o: , “¡Vive!” Colomba dejó de estrecharla y Chilina cayó en tierra tan ágilmente como una gata. - ¿,Y los otros ?- preguntó Colomba con voz ronca. Chilina hizo la señal de la cruz con el índice y el dedo medio. Al punto reemplazó un vivo rubor a la palidez mortal del rostro de Colomba. Lanzó una mirada ardiente a la casa de los Barricini y dijo, sonriendo, a sus huéspedes: 205
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- Volvamos para tomar café. La Iris de los bandidos tenía mucho que contar. Su patués, traducido por Colomba a un italiano tal cual y luego al inglés por miss Nevil, arrancó más de una imprecación al coronel, más de un suspiro a miss Lidia; pero Colomba escuchaba con aire impasible y solamente retorcía su adamascada servilleta hasta romperla. Interrumpió cinco o seis veces a la niña para hacerle repetir que la herida no era peligrosa y que otras había visto. Al terminar, Chilina contó que Orso pedía con insistencia papel para escribir, y que encargaba a su hermana, suplicase a una señora que quizá se encontraría en su casa, que no partiese sin haber recibido una carta suya. - Esto es- dijo la niña, - lo que más le atormentaba; y estaba ya muy lejos yo, cuando me volvió a llamar para recomendarme este encargo. Por tres veces me lo repitió. A este mandato de su hermano, Colomba se sonrió ligeramente y estrechó con fuerza la mano de la inglesa, que se deshizo en lágrimas y no juzgó a propósito traducir a su padre aquella parte de la narración.
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- Sí, os quedaréis conmigo, mi querida amigaexclamó Colomba besando a miss Nevil, - y nos ayudaréis. Enseguida, sacando de un armario una buena porción de ropa blanca vieja, se puso a cortarla para hacer vendas e hilas. Viendo sus ojos brillantes, su color aniñado, aquella alternativa de preocupación y de sangre fría, hubiera sido difícil decir si estaba más conmovida por la herida de su hermano que encantada por la muerte de sus enemigos. Ora echaba café al coronel y le alababa su talento en prepararlo, ora distribuía labor a miss Nevil y a Chilina, y las exhortaba a coser las vendas y arrollarlas; preguntaba por vigésima vez si la herida de Orso le hacía sufrir mucho. Continuamente se interrumpía en medio de su trabajo para decir al coronel: - ¡Dos hombres tan diestros, tan terribles! Y él solo, herido, con nada más que un brazo, los ha derribado a ambos. ¡Qué valor, coronel! ¿No es verdad que es un héroe? ¡Ah, miss Nevil! ¡Qué dicha es vivir en un país tranquilo como el vuestro! Estoy segura de que no conocéis aún a mi hermano. Yo lo había dicho:- “El gavilán desplegará sus alas”. Os engañaba con su aire tan dulce... Es que, 207
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tratándose de vos, miss Nevil... ¡Ah! ¡ Si viese cómo trabajáis por él! ¡Pobre Orso! Miss Lidia no trabajaba mucho y no encontraba palabras que decir. Su padre preguntaba por qué no se corría al momento a presentar una querella ante un magistrado. Hablaba de las diligencias del coroner y de muchas otras cosas igualmente desconocidas en Córcega. En fin, quería saber si la casa de campo de aquel bueno del señor Brandolaccio, que había prestado su socorro al herido, estaba muy lejos de Pietranera, y si no podría acaso ir a ver a su amigo. Y Colomba respondía, con su calma acostumbrada, que Orso estaba en el maquis; que tenía un bandido para cuidarlo; que corría gran peligro si se dejaba ver antes de saberse qué intenciones abrigaban el prefecto y los jueces, y en fin, que haría manera de que fuese secretamente a curarlo un cirujano hábil. - Sobre todo, señor coronel, acordaos bien- - decía ella,- de que habéis oído los cuatro disparos, y que me habéis dicho que Orso había sido el segundo en tirar. El coronel no comprendía nada en el asunto, y su hija no hacía más que suspirar y enjugarse los ojos. 208
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Estaba ya muy adelantado el día cuando entró en el pueblo una triste procesión. Traíanle al abogado Barricini los cadáveres de sus hijos atravesado cada uno en un mulo que conducía un aldeano. Una porción de clientes y desocupados seguía el lúgubre cortejo. Con ellos iban los gendarmes, que siempre llegan demasiado tarde, y el adjunto, que levantaba los brazos al cielo, repitiendo sin cesar: - ¡ Qué dirá el señor prefecto! Algunas mujeres, entre otras una nodriza de Orlanduccio, se arrancaba los cabellos y lanzaban aullidos salvajes. Pero su dolor ruidoso producía menos impresión que la desesperación muda de un personaje que atraía todas las miradas. Era el desgraciado padre, que yendo de un cadáver a otro, levantaba sus cabezas llenas de tierra, besaba sus labios violáceos, sostenía sus miembros ya rígidos, como para evitarles los traqueteos del camino. A veces se le veía abrir la boca para hablar, pero no salía de ella ni un grito ni una palabra. Siempre con los ojos fijos sobre los cadáveres, tropezaba contra las piedras, contra los árboles, contra todos los obstáculos que encontraba. Los lamentos de las mujeres y las imprecaciones de los hombres redoblaron cuando se llegó a la vista 209
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de la casa de Orso. Habiendo algunos pastores rebbianistas dejado oír una aclamación de triunfo, no pudieron sus adversarios contener su indignación: - ¡Venganza! ¡Venganza! gritaron algunas voces. Arrojaron piedras, y dos tiros, disparados contra las ventanas de la sala en que se encontraban Colomba y sus huéspedes, traspasaron los postigos e hicieron volar las astillas hasta la mesa, cerca de la cual estaban sentadas las dos mujeres. Miss Lidia prorrumpió en gritos horribles, el coronel cogió una escopeta, y Colomba, antes de que hubiesen podido contenerla, se lanzó a la puerta de la casa y la abrió con ímpetu. Allí, de pie sobre el umbral elevado, con las dos manos extendidas para maldecir a sus enemigos: - ¡Cobardes! - gritó.- ¡Tiráis sobre mujeres, sobre extranjeros! ¿Sois corsos? ¿Sois hombres? Miserables, que sólo sabéis asesinar por la espalda! ¡Adelante! Yo os desafío. Estoy sola: mi hermano está lejos. ¡Matadme, matad a mis huéspedes! Eso es digno de vosotros. ¡No os atrevéis por que sois unos cobardes! Ya sabéis que nos vengaríamos. ¡Idos, idos a llorar como mujeres y dadnos las gracias por no pediros más sangre!
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Había en la voz y en la actitud de Colomba algo de imponente y de terrible: a su vista, la multitud retrocedió espantada, como ante la aparición de esas hadas maléficas de las que se cuenta en Córcega más de una historia tremebunda en las veladas de invierno. El adjunto, los gendarmes y cierto número de mujeres, se aprovecharon de la ocasión para arrojarse entre los dos partidos; porque los pastores rebbianistas preparaban ya sus armas, y se hubiera podido temer por un momento que se entablase en la plaza una lucha general. Pero las dos facciones estaban privadas de sus jefes, y los corsos, disciplinados en sus furores, llegan raramente a las manos en ausencia de los principales autores de sus guerras intestinas. Por otra parte, Colomba, hecha prudente por el éxito, contuvo a su pequeña guarnición. - Dejadles que lloren esas pobres gentes- decia; dejad que ese viejo se lleve su carne. ¿A qué matar a ese viejo zorro que no tiene ya dientes para morder ? ¡Giudici Barricini! ¡Acuérdate del dos de Agosto! ¡Acuérdate de la cartera ensangrentada donde escribiste con tu mano de falsario! ¡Mi padre había inscrito en ella su deuda: tus hijos la han pagado! ¡Te acuso recibo, viejo Barricini! 211
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Colomba, con los brazos cruzados y la sonrisa del desprecio en la boca, vio llevar los cadáveres a casa de sus enemigos, y enseguida disolvióse lentamente la multitud. Cerró su puerta, y entrando en el comedor dijo al coronel: - Os pido perdonéis a mis compatriotas, señor. Nunca creyera que hubiese corsos capaces de disparar contra una casa donde hay extranjeros, y me avergüenzo por mi país. Por la noche, habiéndose retirado miss Lidia a su cuarto, siguióla allí el coronel y le preguntó si no harían bien en salirse al día siguiente de un pueblo donde a cada momento estaban expuestos a recibir una bala en la cabeza, y lo más pronto posible en abandonar un país donde no se veían más que asesinatos y traiciones. Miss Nevil tardó algún tiempo en responder, y era evidente que no le causaba mediano embarazo la proposición de su padre. Por fin, dijo: - ¿Cómo podríamos dejar a esa desgraciada joven en un momento en que tanta necesidad tiene de consuelos? ¿No os parece, padre, que eso sería muy cruel por nuestra parte? - - Por lo mismo os lo preguntaba, hija—dijoel coronel; - y si yo supiese que podríais hallaros en 212
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seguridad en la fonda de Ajaccio, os aseguro que sentiría vivo disgusto en dejar esta isla maldita sin haber estrechado antes la mano a ese bravo della Rebbia. Pues bien, padre. esperemos aún, y antes de partir asegurémonos bien de que no podríamos prestarle ningún servicio. buen corazón tenéis!- dijo el coronel besando a su hija en la frente.- Así me gusta, veros sacríficar para aliviar la desgracia de los demás. Quedémonos: nunca hay que arrepentirse por haber hecho una buena acción. Mis Lidia se agitaba en su cama sin poder dormir. Ora los rumores vagos que oía le parecían los preparativos de un ataque contra la casa, ora, tranquilizada en cuanto a sí, pensaba en el pobre herido, tendido probablemente a aquellas horas sobre la fría tierra, sin más socorros que los que podía esperar de la caridad de un bandido. Representábasele cubierto de sangre, revolviéndose en sufrimientos horribles, y lo que hay de singular es que cuantas veces se presentaba a su espíritu la imágen de Orso, aparecíasele siempre tal como la había visto en el momento de su partida, oprimiendo contra sus labios el talismán que ella le 213
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había dado. Enseguida pensaba en su valor. Decíase que el Peligro terrible a que acababa de escapar, era por su causa: para verla algo más pronto había expuesto su vida. Poco le faltaba para no pensar que Orso se hizo romper el brazo para defenderla a ella. Recriminábase por su herida pero tanto más lo admiraba por eso; y si el famoso golpe doble no tenía a sus ojos tanto mérito como a los de Brandolaccio y de Colomba, encontraba, sin embargo, que pocos héroes de novela hubiera n demostrado tanta intrepidez y serenidad en un gran peligro. El cuarto que ocupaba era el de Colomba. Encima de una especie de reclinatorio de roble, al lado de una palma bendita, estaba colgado de la pared un retrato en miniatura de Orso con uniforme de subteniente. Miss Nevil descolgó aquel retrato, lo miró largo tiempo y lo puso, por fin, cerca de su cama, en vez de volverlo a su sitio. No se durmió hasta rayar el día y estaba ya muy alto el sol cuando se despertó. Delante de la cama vio a Colomba, que esperaba inmóvil el momento en que abriera los ojos.
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_ ¡Buenos días, señorita! ¿Cómo os encontráis en esta pobre casa?- le dijo Colomba- Me temo no hayáis podido dormir. - ¿Tenéis noticias suyas, mi querida amiga? dijo miss Nevil incorporándose. La joven echó de ver el retrato de Orso y se apresuró a echarle su pañuelo para ocultarlo. - Sí, tengo noticias suyas, - dijo Colomba sonriendo. Y cogiendo el retrato: - ¿Le encontráis parecido? Él vale más que eso. - ¡Dios mío! - - dijo miss Nevil, toda avergonzada- He descolgado... por distracción... ese retrato... Tengo el defecto de tocarlo todo... y no volver nada a su sitio... ¿Cómo está vuestro hermano? - Bastante bien. Giocanto ha estado aquí esta mañana antes de las cuatro. Me traía una carta... para vos, miss Lidia. Orso no me ha escrito a mí. No es que en el sobre no diga: A Colomba; pero más abajo dice: Para miss N.- - Las hermanas no son celosas. Giocanto dice que ha sufrido mucho para escribir. Giocanto, que tiene una mano soberbia, se había ofrecido a escribir al dictado. Pero él no ha querido. Escribía con un lápiz, echado 215
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de espaldas. Brandolaccio sostenía el papel. A cada instante mi hermano quería levantarse, y entonces, al menor movimiento, era cuestión de unos dolores atroces en el brazo. - « ¡Daba lástima!» - decía Giocanto. He aquí la carta. Miss Nevil leyó la carta, que estaba escrita en inglés, sin duda por exceso de precaución. He aquí lo que contenía: «Señorita: Una desgraciada fatalidad me ha impulsado. Ignoro lo que dirán mis enemigos y qué calumnias inventarán. Poco me importa si vos, señorita, no les prestáis crédito. Desde que os vi, me dejé mecer por insensatos sueños. Menester ha sido esta catástrofe para hacerme reparar en mi locura: ya soy ahora razonable. Sé cuál es el porvenir que me espera, y me encontrará resignado. No me atrevo ya a guardar aquella sortija que me disteis y que yo creía un talismán de felicidad. Temo, miss Nevil, que no haya debido pesaros haber colocado tan mal vuestros dones, o por mejor decir, temo que me recuerde el tiempo en que yo estaba loco. Colomba os la devolverá... Adiós, señorita: vais a abandonar la Córcega y no os veré más; pero decidle a mi hermana que merezco aún vuestra
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estimación, y con seguridad lo digo, la merezco siempre- 0. D. R.” Miss Lidia se había vuelto de espaldas para leer esta carta, y Colomba, que la observaba atentamente, le entregó la sortija egipcia preguntándole con la mirada lo que significaba aquello. Pero miss Lidia no se atrevía a levantar la cabeza y miraba tristemente la sortija, que se colocaba en el dedo y retiraba alternativamente. - Mi querida miss Nevil- dijo Colomba, - ¿no podría saber lo que os dice mi hermano? ¿Os habla de su estado? - Pues...- dijo miss Lidia ruborizándose, - no habla nada... Su carta está escrita en inglés ... Me encarga le diga a mi padre... Espera que el prefecto podrá arreglar... Colomba, sonriendo con malicia, sentóse sobre la cama, cogió las manos de miss Nevil, y mirándola con sus ojos penetrantes: - ¿ Seréis buena ? - - le dijo. - ¿No es verdad que le contestaréis a mi hermano? ¡Le haréis tanto bien! Por un momento se me ocurrió venir a despertaros cuando llegó la carta; pero después no me atreví.
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- Pues hicísteis mal- dijo miss Nevil. Si una palabra mía pudiese... - Ahora no puedo enviarle cartas. El prefecto ha llegado, y Pietranera está llena de sus estafermos. Ya veremos después. ¡Ah! ¡Si conociéseis a mi hermano, miss Nevil, le querríais como lo quiero yo! ¡Es tan bueno! ¡Tan bravo! Pensad, pues, en lo que ha hecho. Él, solo, contra dos, y herido. El prefecto se hallaba de regreso. Instruído por un propio, había vuelto acompañado de gendarmes y cazadores, trayéndose además al fiscal, actuario y demás para formar diligencias sobre la nueva y terrible catástrofe que complicaba, o si se quiere, terminaba, las enemistades de las familias de Pietranera. Poco después de su llegada vio al coronel y a su hija, y no les ocultó que temía que el negocio no tomase mal cariz. - Ya sabéis- dijo, - que el combate no ha tenido testigos, y la reputación de destreza y de valor de esos dos desgraciados jóvenes era tan fundada, que todo el mundo se niega a creer que M. della Rebbia haya podido matarlos sin el concurso de los bandidos a cuyo lado, según dicen, se ha refugiado.
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- Eso es imposible- exclamó el coronel; - Orso della Rebbia es un mozo lleno de honor: respondo de él. - Lo creo - dijo el prefecto, - pero el fiscal (esos señores sospechan siempre) no me parece hallarse muy favorablemente dispuesto. Tiene entre manos una pieza funesta para vuestro amigo. Es una carta amenazadora dirigida a Orlanduccio, en la cual le da una cita... y esta cita parece una emboscada. - Ese Orlanduccio- dijo el coronel,- se ha negado a desafiarse como un caballero. - No es costumbre aquí. En Córcega se preparan emboscadas, se mata por la espalda: es el uso del país. Hay, a la verdad, una deposición favorable, y es la de una niña que afirma haber oído cuatro detonaciones, las dos últimas de las cuales, más fuertes que las ótras, procedían de una arma de grueso calibre, como la escopeta de M. della Rebbia. Desgraciadamente, esta niña es sobrina de uno de los bandidos de quienes se sospecha de complicidad, y se lleva aprendida la lección. - Caballero - interrumpió miss Lidia, ruborizándose hasta el blanco de los ojos, - nos hallábamos por el camino cuando se han hecho dos disparos, y hemos oído lo mismo. 219
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- ¿De veras? Pues eso es importante. Y vos, coronel, ¿habéis hecho, sin duda, la misma observación ? - Sí- repuso vivament miss Nevil;- mi padre, que está acostumbrado a las armas, es quien me ha dicho: - “Hete a M. della Rebbia que dispara con mi escopeta. » - ¿Y esos tiros que habéis reconocido, han sido los últimos? - Los dos últimos: ¿no es verdad, papá? El coronel no tenía muy buena memoria, pero por ningún estilo hubiera contradicho nunca a su hija. - Pues es menester hablarle en seguida de eso al fiscal, coronel. Además, esperamos para esta noche a un cirujano, que examinará los cadáveres y comprobará si las heridas han sido causadas por el arma en cuestión. - Yo fui quien se la dio a Orso - dijo el coronel,- y ojalá se la hubiese tragado en el fondo del mar. Es decir... ¡bravo muchacho! ... me alegro que la haya tenido entre las manos, pues sin mi Manton no sé cómo se las hubiera compuesto.
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XIX. El cirujano llegó algo tarde. Había tenido aventura por el camino. Encontrado por Giocanto Castriconi, habíale éste requerido con la mayor cortesía a que fuera a prestar sus cuidados a un herido. Una vez llegado donde estaba Orso, había aplicado el primer vendaje a la herida. Enseguida el bandido le había conducido bastante lejos, dejándole muy edificado con hablarle de los más famosos profesores de Pisa, qué, eran, decía él, sus íntimos amigos. - Doctor- dijo el teólogo al dejarlo, - me habéis inspirado sobrada estimación para que crea necesario recordaros que un médico debe ser tan discreto como un confesor. - Y hacía jugar la llave de su escopeta. - Habéis olvidado el lugar en que
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hemos tenido el honor de vernos. Conque, adiós. Celebro infinito haberos conocido. Colomba suplicó al coronel asistiese a la autopsia de los cadáveres. - Conocéis mejor que nadie la escopeta de mi hermano- dijo, - y vuestra presencia será muy útil. Por otra parte, hay tan mala gente aquí, que correríamos grandes peligros si no tuviésemos a nadie para defender nuestros intereses. Habiéndose quedado sola con miss Lidia, quejóse de un gran dolor de cabeza y le propuso un paseo a algunos pasos del pueblo. - El aire puro me hará bien - decía. - ¡Hace tanto tiempo - que no lo he respirado! Mientras andaban, hablábale de su hermano, y miss Lidia, a quien el asunto interesaba vivamente, no echaba de ver que se alejaban mucho de Pietranera. El sol se ponía cuando reparó en ello e invitó a Colomba a volverse. Colomba conocía un camino a campo traviesa que, según decía, abreviaba mucho el regreso, y dejando el sendero que seguía, tomó por otro en apariencia menos frecuentado. Pronto se puso a trepar por una cuesta de tal manera escarpada, que se veía obligada continuamente, para sostenerse, a agarrarse con una 222
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mano a las ramas de los árboles, mientras que con la otra tiraba de su compañera. Al cabo de un cuarto de hora largo de tan penosa ascensión encontráronse en una chica meseta cubierta de mirtos y madroños, en medio de grandes masas de granito que perforaban el suelo por todos lados. Miss Lidia estaba muy fatigada, el pueblo no parecía y era casi de noche. - ¿Sabéis, mi querida Colomba - dijo, - que me temo no nos hayamos extraviado? - No tengáis miedo – respondió Colomba.- Adelante siempre: seguidme. - Pues os aseguro que os engañáis: no puede hallarse el pueblo hacia esta parte. Apostaría que le estamos volviendo las espaldas. Mirad: aquéllas luces que se ven tan lejos son ciertamente las de Pietranera. - Mi querida amiga - dijo Colomba con aire agitado, - tenéis razón; pero a doscientos pasos de aquí... en este maquis... - Está mi hermano: podría verlo y abrazarlo, si quisiérais. Miss Nevil hizo un gesto de sorpresa. - He salido de Pietranera - - prosiguió Colomba, - sin ser observada, porque iba con vos. De otra 223
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suerte, me habrían seguido. ¡Estar tan cerca de él y no verlo! ¿Y por qué no os vendríais conmigo a ver a mi pobre hermano? ¡ Estaría tan contento! - Pero, Colomba, esto no sería decoroso por mi parte. - Entiendo. Vosotras las mujeres de ciudad os inquietáis siempre de lo que es decoroso: nosotras, mujeres de pueblo, sólo pensamos en lo que es bueno. - ¡Pero si es tan tarde! ¿Y qué pensará de mi vuestro hermano? - Pensará que no se ve abandonado de sus amigos, y eso le dará valor para sufrir. - Y mi padre estará tan inquieto... - Ya sabe que estáis conmigo. Vamos, decidíos... Esta mañana mirábais su retrato - - - - añadió con una sonrisa de malicia. - No... Verdaderamente, Colombia... no me atrevo... Esos bandidos que hay ahí... - ¡Pero si esos bandidos no os conocen! ¿Qué importa entonces? ¡Además, deseabais verlos...! - ¡Dios mío! - Vamos, señorita, resolveos ... No os puedo dejar aquí sola, pues no sabemos lo que podría suceder. Vamos a ver a Orso, o volvamos juntas al 224
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pueblo. Y veré a mi hermano... ¡sabe Dios cuándo!... quizá nunca jamás. - ¿Qué decís, Colomba? Pues bien: vamos, pero por un minuto solamente, y nos volveremos al punto. Colomba le estrechó la mano, y sin responder echó a andar con tal rapidez, que miss Lidia podía seguirla apenas. Felizmente, Colomba se detuvo pronto, diciendo a su compañera: - No adelantemos más sin haberles prevenido: podríamos atrapar un tiro. Púsose entonces a silbar entre sus dedos: Enseguida se oyó ladrar un perro y no tardó en comparecer el centinela avanzado de los bandidos. Era nuestro antiguo conocido, el perro Brusco, que reconoció al punto a Colomba y se encargó de servirle de guía. Después de muchos rodeos por estrechos senderos del maquis, saliéronle a su encuentro dos hombres armados hasta los dientes. - ¿Sois vos, Brandolaccio?- preguntó Colomba¿Dónde está mí hermano? - Allá abajo- respondió el bandido- Pero andad con cuidado: duerme. Es la primera vez que consigue eso desde su accidente. ¡Vive Dios! Ya se
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ve que por donde pasa el diablo pasa también una mujer. Las dos mujeres se acercaron con precaución, y cerca de una hoguera cuyo resplandor se había disimulado prudentemente construyendo alrededor una pared de piedras secas, vieron a Orso echado sobre un montón de helechos y cubierto con una capa con capuchón. Estaba muy pálido y se oía su respiración oprimida. Colomba se sentó a su vera y lo contempló en silencio con las manos juntas, como si rezase mentalmente. Miss Lidia, cubriéndose el rostro con el pañuelo, se estrechó contra ella, pero de vez en cuando levantaba la cabeza para ver al herido por sobre el hombro de Colomba. Así transcurrió un cuarto de hora sin que nadie abriese la boca. A una señal del teólogo, Brandolaccio se había internado con él en el maquis, con gran contentamiento de miss Lidia, que por primera vez encontraba que las barbazas y el equipo de los bandidos tenían demasiado color local. Por fin, Orso hizo un movimiento. Al punto Colomba se inclinó hacia él y lo besó muchas veces, llenándole de preguntas sobre su herida, sus 226
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sufrimientos y sus necesidades. Después de haber respondido que se encontraba lo mejor posible, Orso le preguntó a su vez si miss Nevil se hallaba todavía en Pietranera y si le había escrito. Colomba, encorvada sobre su hermano, le ocultaba completamente a su compañera, a quien la obscuridad, por otra parte, hubiera permitido difícilmente reconocer. Tenía una mano de miss Nevil y con la otra levantaba ligeramente la cabeza del herido. - No, hermano mío: no me ha dado ninguna carta para vos. Pero siempre estáis pensando en miss Nevil. ¿La queréis mucho? - ¡Si la quiero, Colomba! Pero ella... ¡ella me desprecia quizá al presente! En aquel momento miss Nevil hizo un esfuerzo para retirar su mano; pero no era fácil hacerle soltar presa a Colomba, y aunque pequeña y bien formada, poseía su mano una fuerza de que se han visto algunas pruebas. _¡Despreciaros! - dijo Colomba. - ¡Después de lo que habéis hecho! Por el contrario, habla muy bien de vos. ¡Ah, Orso! ¡Tendré muchas cosas que contaros de ella!
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La mano quería siempre escaparse, pero Colomba la atraía cada vez más hacia Orso. - Pero, en fin - dijo el herido, - ¿ por qué no responderme? Con una sola línea hubiera estado yo contento. A fuerza de tirar de la mano de miss Nevil, Colomba acabó por ponerla en la de su hermano. Entonces retirándose, de pronto, prorrumpió en una carcajada. - Orso - exclamó, - cuidado con hablar mal de miss Lidia, porque entiende muy bien el corso. Miss Lidia retiró al punto su mano y balbució algunas palabras ininteligibles. Orso creía soñar. - ¿Vos aquí, miss Nevil? ¡Dios mío! ¿Cómo os habéis atrevido? ¡Ah! ¡Qué dichoso me hacéis! - - Y levantándose con trabajo, trató de acercarse a ella. - He acompañado a vuestra hermana - dijo miss Lidia,- para que no sospechasen dónde iba... y luego... quería también... asegurarme... ¡Ah! ¡Qué mal estáis aquí! Colomba se había sentado detrás de Orso. Levantólo con precaución y de manera que le sostenía la cabeza sobre sus rodillas. Pasóle los
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brazos al rededor del cuello e hizo seña a miss Lidia de que se acercase. -¡Más cerca! ¡Más cerca!- dijo.- No conviene que un enfermo levante demasiado la voz. Y como miss Lidia vacilase, cogióla por la mano y la obligó a sentarse tan cerca, que su vestido tocaba a Orso, y su mano, que tenía siempre cogida, descansaba sobre el hombro del herido. - Está muy bien así- dijo Colomba con aire alegre- ¿No es verdad, Orso, que se está bien en el, maquis, en el vivac, en una noche tan hermosa como ésta? _¡Oh, sí! ¡Hermosa noche!- dijo Orso- ¡No la olvidaré jamás! - ¿Debéis sufrir mucho?- dijo miss Nevil. - No sufro nada- dijo Orso,- y quisiera morir aquí. Y su mano derecha se acercaba a la de miss Lidia, que Colomba tenía siempre aprisionada. - Es menester absolutamente que os trasladen a cualquier parte donde se os pueda cuidar, señor della Rebbia- dijo miss Nevil- No podría dormir sabiendo que continuábais tan mal acondicionado... al aire libre.
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Si no hubiese temido encontraros, miss Nevil, habría tratado de volver a Pietranera y me habría constituido preso. - ¿Y por qué temíais encontrarla, Orso?preguntó Colomba. - Os había desobedecido, miss Nevil... y no me hubiera atrevido a veros en tal momento. - ¿Sabéis miss Lidia, que le obligáis a hacer a mi hermano todo lo que se os antoja? - dijo Colomba riendo.- Os impediré que lo veáis. - Espero- dijo miss Nevil,- que este desgraciado asunto va a ponerse luego en claro y que pronto no tendréis nada que temer. Muy contenta estaría, si, cuando partiésemos, supiese que se os había hecho justicia y reconocido vuestra lealtad, como se ha reconocido vuestro valor. - ¡ Partid, miss Nevil! ¡No digáis esas cosas todavía! - ¡Qué le vamos a hacer! Mi padre no puede cazar siempre: quiere marcharse. Orso dejó caer su mano que tocaba la de miss Lidia, y hubo un momento de silencio. - ¡Bah! - repuso Colomba.- No os dejaremos partir tan pronto como eso. Tenemos que enseñaros aún muchas cosas en Pietranera. Por otra 230
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parte, me habéis prometido que haríais mi retrato, y no habéis empezado aún. Y luego, os he dado la palabra de haceros una serenata en setenta y cinco estrofas. Y después... ¿ Pero qué está gruñendo Brusco ? Héte a Brandolaccio que corre detrás de él. Veamos qué es eso. Levantóse al punto, y colocando sin cumplídos la cabeza de Orso sobre las rodillas de Miss Nevil, corrió al encuentro de los bandidos. Algo sorprendida al encontrarse así sosteniendo un hermoso joven, a solas con él en medio de un maquis, no sabía miss Nevil lo que hacerse, porque si se retiraba bruscamente, temía hacer daño al herido. Pero Orso abandonó por sí mismo el dulce apoyo que su hermana acababa de darle, y levantándose sobre su brazo derecho: - Así, pues, ¿partís muy pronto; miss Lidia? Nunca presumí que debiéseis prolongar vuestra estancia en este desgraciado país, y sin embargo... desde que habéis venido aquí sufro cien veces más al pensar que es menester deciros adiós... Soy un pobre teniente, sin porvenir... proscripto ahora... ¡Qué momento, miss Lidia, para deciros que os amo! Pero, sin duda, es la única vez que podré
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decíroslo, y me parece que soy menos desgraciado desde que se ha desahogado mi corazón. Miss Lidia volvió la cabeza, como si la obscuridad no bastase a ocultar su rubor. - Señor della Rebbia - dijo con voz trémula, - no hubiera venido aquí, si.- Y mientras hablaba ponía en la mano de Orso el talismán egipcio. En seguida, haciendo un esfuerzo violento para recobrar el tono de chanza que le era habitual: - Hacéis muy mal, señor Orso, en hablar así. .. En medio del maquis y rodeado de vuestros bandidos, bien sabéis que no me atrevería a enfadarme con vos... Orso hizo un movimiento para besar la mano que le devolvía el talismán, y como miss Lidia la retirase algo aprisa, perdió el equilibrio y cayó sobre su brazo herido. No pudo contener un gemido doloroso. - ¡Os habéis hecho daño, amigo mío!- exclamó ella levantándolo. - ¡Yo he tenido la culpa: perdonadme! Habláronse todavía algún tiempo en voz baja, muy cerquita. Colomba, que corría precipitadamente, los encontró justo y cabal en la misma posición en que los había dejado. 232
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- ¡Los cazadores! –exclamó Colomba- Tratad de levantaros y de andar, y os ayudaré. - Dejadme - dijo Orso. - Di a los bandidos que se pongan en salvo: que me cojan, no importa; pero llévate a miss Lidia, ¡En nombre del cielo que no la vean aquí! - No os dejaré- dijo Brandolaccio, que seguía a Colomba. - El sargento de cazadores es ahijado del abogado: en lugar de prenderos os mataría y diría luego que no lo ha hecho adrede. Orso trató de incorporarse, y aun dio algunos pasos; pero deteniéndose de pronto: - No puedo andar - dijo. - Huid vosotros. ¡Adiós, miss Nevil! ¡Dadme la mano, y adiós! - ¡No os dejaremos! - exclamaron las dos mujeres. - Si no podéis andar- dijo Brandolaccio, - menester será que yo os lleve. Vamos, mi teniente, un poco de valor: tendremos tiempo de escurrirnos por el barranco, allí detrás. El señor Cura va a darles que hacer. - No, dejadme, - dijo Orso echándose en tierra. En nombre del cielo, Colomba, llévate a miss Nevil.
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- Sois fuerte, señorita Colomba,- dijo Brandolaccio.- Cogedle por los hombros. Yo sostendré los pies. Bueno. ¡Adelante! ¡Marchen! Empezaron a llevarlo rápidamente, a pesar de sus protestas. Miss Lidia les seguía, horriblemente asustada, cuando se oyó un tiro, al cual respondieron cinco o seis más. Miss Lidia lanzó un grito, Brandolaccio soltó una imprecación, pero redobló en rapidez, y Colomba, a su ejemplo, corría a campo traviesa por el maquis, sin prestar atención a las ramas que le azotaban el rostro o desgarraban su vestido. - ¡Bajaos, bajaos, querida mía!- - decía a su compañera. - - ¡Podría alcanzaros alguna bala! Andúvose, o mejor dicho, corrióse de esta suerte cerca de quinientos pasos, cuando Brandolaccio declaró que no podía más y se dejó caer en tierra, a pesar de las exhortaciones y de los reproches de Colomba. - ¿Dónde está miss- , Nevil ?- - preguntó Orso. Miss Nevil, asustada por los tiros, detenida a cada instante por la espesura del maquis, había perdido pronto la huella de los fugitivos y habíase quedado sola, presa de las más vivas angustias.
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- Se ha quedado rezagada,- dijo Brandolaccio, pero no se perderá: las mujeres se encuentran siempre. Oid, pues, Ors'Anton’, qué ruido mete el Cura con vuestra escopeta. Desgraciadamente no se ve gota, y no se hace mucho daño tiroteándose de noche. - ¡Chist!- exclamó Colomba- Oigo, un caballo: estamos salvos. En efecto: un caballo que pasaba por el maquis, espantado por el estruendo de la fusilería, se acercaba por aquella parte. - ¡Estamos salvos! - repitió Brandolaccio.- Correr hacia el caballo, cogerlo por las crines, pasarle por la boca un nudo de cuerda a guisa de brida, fue para el bandido, ayudado por Colomba, obra de un instante. - Avisemos al Cura ahora,- dijo. Silbó dos veces: un silbido lejano respondió a aquella señal, y la escopeta de Manton dejó de hacer oír su gruesa voz. Entonces Brandolaccio saltó sobre el caballo. Colomba colocó a su hermano delante del bandido, que con una mano lo estrechó fuertemente, mientras que con la otra guiaba la montura. A pesar de su doble carga, el caballo, excitado por dos buenos puntapies en el vientre, 235
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partió con presteza y bajó a galope una escarpada cuesta en que cualquier otro que no fuese un caballo corso se habría matado cien veces. Colomba volvió entonces sobre sus pasos, llamando a miss Nevil con todas sus fuezas, pero ninguna voz respondió a la suya... Después de haber caminado algún tiempo a la ventura, tratando de dar con el camino que habla seguido, encontró en un sendero a dos cazadores que le gritaron: - ¡Quién vive! - ¡ Hola, señores,- dijo Colomba con tono burlón. - Mucho ruido se ha metido. ¿ Cuántos muertos hay ? - Estábais con los bandidos,- dijo uno de los soldados,- y vais a seguirnos. - De buena gana, - respondió; - pero tengo una amiga por ahí y es preciso que la encontremos primeramente. - Vuestra amiga está presa ya, e iréis con ella a dormir en la cárcel. - ¿ En la cárcel? Ya veremos eso; pero, mientras tanto, llevadme a ella. Los cazadores la condujeron entonces al campamento de los bandidos donde estaban reuniendo los trofeos de su expedición, es decir, el capote que 236
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cubría a Orso, una marmita vieja y un cántaro lleno de agua. En el mismo lugar se encontraba miss Nevil, que, descubierta por los soldados y medio muerta de miedo, respondía con lágrimas a todas sus preguntas sobre el número de los bandidos y la dirección que habían tomado. Colomba se arrojó en sus brazos y le dijo al oído: - Están en salvo. En seguida, dirigiéndose al sargento de cazadores: - Caballero,- le dijo,- - ya veis que esa señorita no sabe nada de lo que le preguntáis. Dejadnos volver al pueblo, donde nos esperan con impaciencia. - Ya os llevaremos nosotros, y antes de lo que desearíais, chiquilla, - dijo el sargento, - y allí explicaréis lo que hacíais a estas horas en el maquis con los brigantes, que acaban de escaparse. No sé qué sortilegio emplean esos tunantes, pues a buen seguro que fascinan a las muchachas, porque por donde quiera que hay bandidos se encuentran con certeza chicas guapas. - Sois muy galante, señor sargento, - dijo Colomba, - pero no haréis mal en poner tiento a la lengua. Esta señorita es parienta del prefecto, y no hay que andar con bromas con ella. 237
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- ¡Parienta del prefecto! - murmuró un cazador al oído de su jefe. En efecto lleva sombrero. - El sombrero no le hace,- dijo el sargento.Las dos estaban con el Cura ,que es el mayor engaitador de la comarca, y me deber es llevármelas presas. Aparte de lo cual, no tenemos ya nada que hacer aquí. Sin ese maldito cabo Taupin... Ese borracho de francés se ha adelantado antes de que hubiese rodeado el maquis... Sin él los cogíamos como en una red. - ¿Sois siete ?- - preguntó Colomba- ¿ Sabéis, señores míos, que si por ventura los tres hermanos Gambini, Sarocchi y Teodoro Poli se hubiesen encontrado en la cruz de Santa Cristina con Brandolaccio y el Cura, os podían dar un mal rato? Si debiéseis habéroslas con el comandante del campo28 no me gustaría hallarme por en medio. Las balas no conocen a nadie de noche. La posibilidad de un encuentro con los temibles bandidos que Colombia acababa de nombrar, pareció hacer impresión en los cazadores. Siempre echando pestes contra el cabo Taupin, el perro de francés, el sargento dio orden de retirada, y su gente 28
Era el titulo que tomaba Teodoro Poli. 238
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tomó por el camino de Pietranera llevándose el capote y la marmita. En cuanto al cántaro, hizo justicia de él un puntapié. Un cazador quiso coger el brazo de miss Lidia, pero rechazándolo Colomba al punto, repusó: - ¡Que no la toque nadie! - dijo- ¿ Creéis que tenemos ganas de huir? Vamos, Lidia querida: apoyaos en mí y no lloréis como una niña. Hete ahí una aventura que no acabará mal. Dentro de media hora estaremos cenando. Por mi parte, me muero de ganas. - ¿Qué pensarán de mí?- decía por lo bajo miss Nevil. - Pensarán que os habéis extraviado por el maquis: he ahí todo, - ¿ Qué dirá el prefecto? ¿Qué dirá mi padre, sobre todo? -¿El prefecto? Pues le diréis que se meta en su prefectura. ¿Vuestro padre? Pues, según la manera cómo hablabais con Orso, hubiera creído que teníais algo que decirle al coronel. Miss Nevil le estrechó el brazo sin responder. - ¿No es verdad?- murmuró Colomba a su oído,que mi hermano merece que lo amen? ¿No le queréis un poquito? 239
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- ¡Ah, Colomba! - respondió miss Nevil, sonriendo a pesar de su confusión- Me habéis vendido. ¡Yo que tenía tanta confianza en vos! Colomba le pasó el brazo alrededor del talle, y besándola en la frente: - Hermanita, - dijo por lo bajo,- ¿me perdonáis? - Menester es, mi terrible hermana, respondió Lidia, devolviéndole el beso. El prefecto y el fiscal se hospedaban en casa del adjunto de Pietranera, y el coronel, muy inquieto por su hija, acababa por vigésima vez de preguntar por ella, cuando un cazador, despachado como correo por el sargento, les hizo la relación del terrible combate con los bandoleros; combate en que, a la verdad, no había habido muertos ni heridos, pero en el cual se había cogido una marmita, un capote y dos jóvenes, que eran, decía, las queridas o las espías de los bandidos. Así anunciadas, comparecieron las dos presas en medio de su escolta armada. Adivínense la fisonomía radiante de Colomba, la vergüenza de su compañera, la sorpresa del prefecto, la alegría y el asombro del coronel. El fiscal se procuró el maligno placer de hacer sufrir a la pobre Lidia una especie de
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interrogatorio que no terminó hasta que le hizo perder toda serenidad. - Paréceme, - dijo el prefecto,- que podemos poner a todo el mundo en libertad. Esas señoritas han ido de paseo: nada más natural estando bueno el tiempo, y han encontrado por casualidad a un guapo joven herido: nada más natural tampoco. Enseguida, llevando aparte a Colomba: - Señorita, - dijo, - podéis mandar a decir a vuestro hermano que ese asunto toma mejor cariz que yo pensaba. El examen de los cadáveres Y la declaración del coronel demuestran que no hizo mas que contestar y que estaba solo en el momento del combate. Todo se arreglará; pero es menester que salga del maquis al instante y se constituya preso. Eran cerca de las once cuando el coronel, su hija y Colomba, se pusieron a la mesa ante una cena fiambre. Colomba comía con buen apetito, burlándose del prefecto, del fiscal y de los cazadores. El coronel comía, pero no decía nada, mirando siempre a su hija, que no levantaba los ojos del plato. Por fin, con voz grave, pero dulce:
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- Lidia,- le dijo en inglés,- ¿estáis comprometida, pues, con della Rebbia? - Sí, padre, desde hoy,- respondió ella ruborizándose, pero con voz segura. En seguida levantó los ojos, y no viendo en la cara de su padre ninguna señal de enfado, arrojóse en sus brazos y lo besó, como hacen en tales ocasiones las señoritas bien educadas. - Enhorabuena,- dijo el coronel;- - es un guapo mozo. ¡Pero, por Dios, no permanezcamos en este diablo de país! o bien niego mi consentimiento. - No sé el inglés,- dijo Colomba, que los miraba con curiosidad; - pero apuesto a que he adivinado lo que decíais. - Decíamos,- - respondió el coronel,- - que os llevaríamos a hacer un viaje por Irlanda. - De muy buena gana, y seré la surella Colomba. ¿Os conviene, coronel? Choquemos. - En estos casos hay que besarse,- - dijo el coronel.
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XX Algunos meses después del doble golpe que sumió el lugar de Pietranera en consternación (como dijeron los periódicos), un joven, con el brazo izquierdo en cabestrillo, salió de Bastia a caballo una tarde y se dirigió hacia el pueblo de Cardo, célebre por su fuente, que en verano suministra a las personas delicadas de la ciudad un agua deliciosa. Una joven, de elevada estatura y de una belleza notable, acompañábalo montada en un caballejo negro cuya fuerza y elegancia habría admirado un conocedor, pero que, por desgracia, tenía una oreja recortada a causa de un extraño accidente. Ya en la aldea, la joven saltó prestamente en tierra, y después de haber ayudado a su compañero a bajar de su montura, desató unas talegas bastante pesadas, aseguradas en el arzón de 243
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su silla. Los caballos fueron entregados a la custodia de un aldeano, y la mujer, cargada con las talegas que ocultaba bajo su mezzaro, y el joven armado con una escopeta de dos cañones, tomaron el camino de la montaña siguiendo un sendero muy escarpado que no parecía conducir a ninguna habitación. Llegados a uno de los tramos elevados del monte Quercio, detuviéronse y ambos se sentaron sobre la hierba. Parecían esperar a alguien, porque volvían sin cesar los ojos hacia la montaña, y la joven consultaba a menudo un lindo reloj de oro, quizá tanto por contemplar una joya que poseía de hacía poco tiempo, como para saber si había llegado la hora de una cita. Su espera no fue larga. Salió un perro del maquis, y al nombre de Brusco, pronunciado por la joven, apresuróse a acariciarlos. Poco después comparecieron dos hombres barbudos, con la escopeta bajo el brazo, cartuchera al cinto, pistola al lado. Sus trajes, desgarrados y cubiertos de remiendos, contrastaban con sus armas brillantes y de una renombrada fábrica del continente. A pesar de la desigualdad aparente de su condición, los cuatro personajes de esta escena se saludaron familiarmente y como antiguos amigos.
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- Bueno, pues, Ors'Anton, - dijo el bandido de más edad al joven; - ya tenemos concluido vuestro asunto. Fallo de no ha lugar. Mi enhorabuena. Siento que el abogado no esté ya en la isla para ver como rabia. ¿Y el brazo? _ Me han dicho que dentro de quince días podré ir ya sin cabestrillo. Brando, mi valiente, voy a partir mañana para Italia y he querido decirte adiós, así como al señor Cura. Por ese os he rogado que viniérais. - Mucha prisa lleváis, - dijo Brandolaccio. ¿Os absolvieron ayer y partís mañana? - Hay que hacer, - dijo alegremente la joven. _Señores, os he traído de cenar. Comed, y no olvidéis a mi amigo Brusco. Lo mimáis mucho a Brusco, señorita Colomba, pero os está muy reconocido. Vais a ver. Anda, Brusco, - dijo extendiendo horizontalmente su escopeta; - salta por los Barricini El perro permaneció inmóvil, lamiéndose el hocico y mirando a su dueño. - ¡Salta por los della Rebbia! Y saltó con los dos pies más alto de lo que era necesario.
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- Oid, amigos míos,- - dijo Orso;- estáis haciendo un feo oficio, y si no termináis vuestra carrera en aquella plaza que se ve allá abajo, 29lo mejor que os puede suceder, es caer en el maquis, de la bala de un gendarme. - ¿Y qué?- dijo Castriconi- Es una muerte como otra cualquiera y mejor que la fiebre que os mata en la cama en medio del lagrimeo más o menos sincero de vuestros herederos. Cuando se tiene, como nosotros, la costumbre del aire libre, no hay nada como morir metido en los zapatos, como dicen nuestros labradores. - Quisiera,- prosiguió Orso, - veros abandonar este país y llevar una vida más tranquila. Por ejemplo: ¿por qué no iríais a estableceros en Cerdeña, como hacen muchos de vuestros camaradas? Yo podría facilitaros los medios. - ¡En Cerdeña!- exclamó Brandolaccio-¡Istos sardos! Lléveselos el diablo con su patués. Es harto mala compañía para nosotros. - En Cerdeña no hay recursos, - dijo el Cura. - En cuanto a mí, desprecio a los sardos. Para dar caza a los bandidos, tienen una milicia a caballo. 29
La plaza en que se verifican las ejecuciones en Bastia. 246
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¡ Eso hace la crítica, a la vez, de los bandidos y del país!30 ¡Fuera la Cerdeña! Es cosa que me sorprende, señor della Rebbia, que vos, que sois hombre de gusto y de saber, no hayáis adoptado nuertra vida del maquis, habiéndola gustado como habéis hecho. - Es que, - dijo Orso sonriendo, - cuando yo tenía la ventaja de ser vuestro comensal, no me encontraba en estado de apreciar los encantos de vuestra posición, y aun me duelen las costillas cuando recuerdo la corrida que di una hermosa noche. atravesado como un fardo en un caballo al pelo que conducía mi amigo Brandolaccio. - Y el placer de escapar a la persecución, - replicó Castriconi, - ¿ lo contáis por nada? ¿ Cómo podéis ser insensible al encanto de una libertad absoluta bajo un clima tan hermoso como el nuestro? Con ese portarrespetos, - (y mostraba la escopeta), - se es rey en todas partes, tan lejos como puede llegar la bala. Se manda, se deshacen entuertos. Es una 30
Debo esta observación crítica sobre la Cerdefia a un ex bandido, amigo mío, y sólo a él incumbe la responsabilidad. Quiero decir que unos bandidos que se dejan coger por unos jinetes, son unos imbéciles, y que una milicia que persigue a caballo a los bandidos, no tiene inuellas probabilidades de encontrarlos. 247
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diversión muy moral, caballero, y muy agradable, que vio nos negamos. ¿Qué vida más bella que la de caballero andante, cuando se va mejor armado y se es más sensato que Don Quijote¿ Ved: el otro día supe que el tío de Lillita Luigi, a fuer de viejo ladrón como es, no quería darle la dote. Le he escrito, sin amenazas, porque no está en mi carácter. Pues bien: hete ahí un hombre convencido al instante. La ha casado al punto: he hecho la felicidad de dos personas. Creedme, señor Orso: no hay nada comparable a la vida de bandido. ¡Bah! Ya hubiérais sido uno de nuestros sin cierta inglesa que no he hecho más que entrever, pero de la cual hablan todos en Bastia con admiración. - A mi futura cuñada no le gusta el maquis, - dijo Colomba riendo; - ha tenido demasiado miedo en él. - Enfin,- dijo Orso,- ¿os queréis quedar, pues, aquí? Sea. Decidme si puedo hacer algo por vosotros. - Nada, - dijo Brandolaccio, - sino conservarnos un rinconcito en vuestros recuerdos. Nos habéis colmado de favores. Hete ahí a Chílina que tiene una dote y que para establecerse bien, no tendrá necesidad de que mi amigo el Cura escriba cartas sin 248
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amenazas. Sabemos que vuestro colono nos dará pan y pólvora en nuestras necesidades: así, adiós. Espero volveros a ver en Córcega el mejor día. - En un caso urgente, - dijo Orso, - algunas monedas de oro son de mucha utilidad; y puesto que ya somos antiguos conocidos, no me rehusaréis este cartuchito, que puede servir para procuraros otros. - Nada de dinero entre nosotros, teniente, - dijo Brandolaccio con tono resuelto. - El dinero lo puede todo en el mundo,- dijo Castriconi, - pero en el maquis no se hace caso más que de un corazón valiente y de una escopeta que no falla. - No quisiera abandonaros,- - dijo Orso,- sin dejaros algún recuerdo. Vamos, ¿qué te puedo dejar, Brando? El bandido se rascó la cabeza, y lanzando a la escopeta de Orso una mirada oblicua: - ¡Caramba, mi teniente... si me atreviese! Pero no: le tenéis demasiado apego. - ¿Qué quieres? - Nada, nada... La cosa en sí no es nada. Es menester saber la manera de servirse. Siempre
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pienso en aquel diablo de blanco doble, con una sola mano. ¡Oh! Eso no se hace dos veces. -¿Quiéres la escopeta? Te la traía; pero sírvete de ella lo menos que puedas. ¡Oh! No os prometo servirme de ella como vos; pero tranquilizaos. Cuando la tenga otro, ya podréis decir que Brando Savelli ha pasado el arma a la izquierda. - Y a vos, Castriconi, ¿qué os daré? - Puesto que queréis en absoluto dejarme un recuerdo material vuestro, os pediré sin cumplidos que me enviéis un Horacio del tamaño más pequeño posible. Eso me distraerá y me impedirá olvidar mi latín. Hay una chiquilla que vende cigarros en Bastia, en el puerto: dádselo y me lo entregará. - Tendréis un Elzevir, señor sabio: precisamente hay uno entre los libros que quería llevarme. Bueno, amigos míos: tenemos que separarnos. Un apretón de manos. Si pensáis algún día en Cerdeña, escribidme. Mi abogado os dará las señas de donde habite en el continente. - Mi teniente, - dijo Brando, - mañana, cuando estéis fuera del puerto, mirad hacia la montaña, por
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esta parte: estaremos, y os haremos la sefial con nuestros pañuelos. Separáronse entonces. Orso y su hermana tomaron el camino de Cardo y los bandidos el de la montaña.
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XXI En una hermosa mañana de Abril, el coronel sir Tomás Nevil, su hija, casada desde hacía pocos días, Orso y Colomba, salieron de Pisa en calesa, para ir a visitar un hipogeo etrusco nuevamente descubierto, que todos los extranjeros iban a ver. Habiendo bajado al interior del monumento, Orso y su mujer sacaron sus lápices y se creyeron en el caso de dibujar las pinturas; pero el coronel y Colomba, asaz indiferentes uno y otro respecto a la arqueología, los dejaron solos y se pasearon por las cercanías. - Mi querida Colomba, - dijo el coronel, - no vamos a llegar a tiempo a Pisa para nuestro luncheon. ¿No tenéis hambre? Hete ahí a Orso y su mujer metidos en las antigüedades. Cuando se ponen a dibujar juntos, no acaban nunca.
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- Sí,- dijo Colomba,- y sin embargo, no sacan ni un dibujo. - Creo,- continuó el coronel,- - que lo mejor que podríamos hacer es llegarnos hasta aquella casita de allá abajo. Encontraríamos pan y quizá aleótico y... ¡quién sabe! ... puede que nata y fresas, y esperaríamos pacientemente a nuestros dibujantes. - Tenéis razón, coronel. Vos y yo, que somos las gentes razonables de la casa, haríamos mal en convertirnos en mártires de esos enamorados que sólo viven de poesía. Dadme el brazo.¿No es verdad que me voy formando? Os cojo del brazo; me pongo sombreros y trajes de moda; tengo joyas; aprendo no sé cuántas bonitas cosas: ya no soy una salvaje por completo. Ved con qué gracia llevo este chal... Aquel rubito, el oficial de vuestro regimiento, que estaba en las bodas... ¡Dios mío! No puedo acordarme de su nombre: uno alto, rizado, a quien echaría por tierra de un puñetazo... - ¿ Chatworth?- - dijo el coronel. - Eso es; pero jamás pronunciaré ese nombre. Bueno: pues anda locamente enamorado de mí. - ¡Ah,Colomba! Os volvéis muy coqueta. ¿Tendremos otro casamiento?
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- ¡Casarme yo! ¿Y quién criaría, pues, a mi sobrinito... cuando Orso me haya dado uno? ¿Quién le enseñaría, pues, a hablar en corso? Sí, hablará corso, y le haré un gorro puntiagudo para haceros rabiar. Primeramente esperemos a que tengáis un sobrino y enseguida le enseñaréis a tirar el puñal, si os parece. - ¡La del humo los puñales! - dijo alegremente Colomba- Ahora tengo un abanico para daros en los dedos cuando habléis mal de mi país. Hablando así, entraron en la quinta, donde encontraron vino, fresas y nata. Colomba ayudó a la casera a coger fresas, mientras el coronel bebía aleático. A la vuelta de una alameda, Colomba vio a un viejo sentado al sol en una silla de paja, enfermo, al parecer, porque tenía las mejillas excavadas, los ojos hundidos; estaba demacrado extremadamente, y su inmovilidad, su palidez, su mirada fija, hacíanle asemejarse a un cadáver mejor que a un ser viviente. Durante muchos minutos lo contempló Colomba con tanta curiosidad, que llamó la atención de la casera.
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- Ese pobre viejo - dijo - es compatriota vuestro, porque conozco bien, en vuestro modo de hablar, que sois de Córcega. Ha tenido desgracias en su país: sus hijos murieron de una manera terrible. Dicen, y os pido me perdonéis, señorita, que vuestros compatriotas no son muy blandos en sus enemistades. Pues entonces ese pobre señor, al encontrarse solo, se vino a Pisa, en casa de una parienta lejana, dueña de esta quinta. El pobre hombre está un poco chala cuestión de la desgracia y de los pesares. E era bastante molesto para la señora, que recibe a mucha gente, y por eso lo ha enviado aquí. Es muy apacible, no incomoda nada: en todo el día no dice tres palabras. Creo que se le ha ido la cabeza. El médico viene cada semana y dice que tiene para poco tiempo. -¡Ah! ¡Está desahuciado! - dijo Colomba.- En su caso, vale más acabar pronto. - Deberíais, señorita, hablarle un poco en corso: quizá le alegraría oir la lengua de su país. - Veremos,- dijo Colomba, con una sonrisa irónica. Y se acercó al anciano hasta que su sombra le quitó el sol. Entonces el pobre idiota levantó la cabeza y miró fijamente a Colomba, que lo miraba 255
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también, sonriendo siempre. Al cabo de un instante, el viejo se pasó la mano por la frente y cerró los ojos como para escapar a la mirada de Colomba. Enseguida los volvió a abrir, pero desmesuradamente. Sus labios temblaban. Quiso extender las manos, pero, fascinado por Colomba, permanecía clavado en la silla, imposibilitado de hablar y de moverse. Por fin, cayeron gruesas lágrimas de sus ojos y se escaparon de su pecho algunos sollozos. - He ahí la primera vez que lo veo así, - dijo la jardinera. - La señorita es de vuestra tierra: ha venido a veros, - dijo al anciano. - ¡Por favor!- exclamó éste con voz ronca.¡Por favor! ¿No estás satisfecha? Aquella hoja... que Yo había quemado... ¿ cómo has hecho para leerla ? ... Pero ¿por qué los dos? Orlanduccio... Tú no has podido leer nada contra él... Menester era dejarme uno... uno solo... Orlanduccio... Tú no has leído su nombre... - Me eran menester los dos, - dijo Colomba en voz baja y en dialecto corso.- Las ramas están cortadas, y si el tronco no estuviese podrido, lo habría arrancado... Anda, no te quejes. No te queda mucho que sufrir... Yo he sufrido dos años. 256
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El viejo lanzó un grito, y su cabeza cayó sobre su pecho. Colomba le volvió la espalda y regresó a pasos lentos a la casa cantando algunas palabras incomprensibles de una balada. “ Me eran menester la mano que ha disparado, el ojo que ha apuntado, el corazón que ha pensado". Mientras la jardinera se apresuraba a socorrer al viejo, Colomba, con el semblante animado, hechos ascuas los ojos, se sentaba a la mesa delante del coronel. -¿Qué tenéis, pues?- le dijo él- Os encuentro lo mismo que en Pietranera, aquel día en que, mientras comíamos, nos enviaban balas. - Son recuerdos de Córcega que me han vuelto a la cabeza. Pero ya se acabó todo. Seré madrina: ¿verdad? ¡Qué bonitos nombres le pondré: Ghilfuccio- Tomaso- Orso- Leone! La jardinera entraba en aquel momento. - ¿Qué tal?- preguntó Colomba con la mayor sangre fría- ¿ Se ha muerto o ha sido solamente un desmayo? - No ha sido nada, señorita; pero ha sido particular cómo se ha puesto al veros. - ¿Y el médíco dice que tiene para poco tiempo? - Ni para dos meses, quizá. 257
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- No será gran perdida,- observó Colomba. - ¿De quién diablos habláis ?- preguntó el coronel. - - De un idiota de mi país,- dijo Colomba con aire indiferente, - que está en pensión aquí. Enviaré de vez en cuando a saber de él. Pero, coronel Nevil: dejadles, pues, fresas a mi hermano y a Lidia. Cuando Colomba salió de la quinta para subir de nuevo en la calesa, la jardinera la siguió con los ojos algún tiempo. -¿Ves esa señorita tan linda?- dijo a su hija, Pues bien: estoy segura de que da mal de ojo.
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