COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO VOLUMEN II
Cuentos
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO VOLUMEN II
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SÓCRATES N...
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO VOLUMEN II
Cuentos
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO VOLUMEN II
Cuentos
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO | SELECCIÓN ANTOLÓGICA – TOMOS I Y II J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | CUENTOS DE POLÍTICA CRIOLLA JUAN BOSCH | MÁS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN | CRÓNICAS DE ALTOCERRO EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | TRADICIONES Y CUENTOS DOMINICANOS
Introducción a la primera y segunda sección:
Diógenes Céspedes
Santo Domingo, República Dominicana 2008
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
CONSEJO DIRECTIVO
Mariano Mella, Presidente
Dennis R. Simó Torres, Vicepresidente Antonio Morel, Tesorero
Manuel García Arévalo, Vicetesorero
Octavio Amiama de Castro, Secretario Sócrates Olivo Álvarez, Vicesecretario Vocales
Eugenio Pérez Montás • Miguel de Camps
Edwin Espinal • Julio Ortega Tous • Mu-Kien Sang Ben Marino Incháustegui, Comisario de Cuentas asesores
José Alcántara Almánzar • Andrés L. Mateo • Manuel Mora Serrano Eduardo Fernández Pichardo • Virtudes Uribe • Amadeo Julián
Guillermo Piña Contreras • Emilio Cordero Michel • Raymundo González María Filomena González • Eleanor Grimaldi Silié • Tomás Fernández W. ex-presidentes
Enrique Apolinar Henríquez +
Gustavo Tavares Espaillat • Frank Moya Pons • Juan Tomás Tavares K. Bernardo Vega • José Chez Checo • Juan Daniel Balcácer Jesús R. Navarro Zerpa, Director Ejecutivo
Banco de Reservas de la República Dominicana Daniel Toribio
Administrador General Miembro ex oficio
consejo de directores Lic. Vicente Bengoa
Secretario de Estado de Hacienda Presidente ex oficio
Lic. Mícalo E. Bermúdez Miembro
Vicepresidente Dra. Andreína Amaro Reyes Secretaria General Vocales
Ing. Manuel Guerrero V.
Lic. Domingo Dauhajre Selman
Lic. Luis A. Encarnación Pimentel Dr. Joaquín Ramírez de la Rocha Lic. Luis Mejía Oviedo Lic. Mariano Mella
Suplentes de Vocales Lic. Danilo Díaz
Lic. Héctor Herrera Cabral
Ing. Ramón de la Rocha Pimentel
Ing. Manuel Enrique Tavárez Mirabal Lic. Estela Fernández de Abreu Lic. Ada N. Wiscovitch C.
Esta publicación, sin valor comercial, es un producto cultural de la conjunción de esfuerzos del Banco de Reservas de la República Dominicana y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.
COMITÉ DE EVALUACIÓN Y SELECCIÓN Orión Mejía Director General de Comunicaciones y Mercadeo, Coordinador Luis O. Brea Franco Gerente de Cultura, Miembro Juan Salvador Tavárez Delgado Gerente de Relaciones Públicas, Miembro Emilio Cordero Michel Sociedad Dominicana de Bibliófilos Asesor Raymundo González Sociedad Dominicana de Bibliófilos Asesor María Filomena González Sociedad Dominicana de Bibliófilos Asesora Jesús Navarro Zerpa Director Ejecutivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Secretario Los editores han decidido respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores en las ediciones que han servido de base para la realización de este volumen
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO VOLUMEN II
Cuentos
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO | SELECCIÓN ANTOLÓGICA – TOMOS I Y II J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | CUENTOS DE POLÍTICA CRIOLLA JUAN BOSCH | MÁS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN | CRÓNICAS DE ALTOCERRO EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | TRADICIONES Y CUENTOS DOMINICANOS
ISBN: Colección completa: 978-9945-8613-9-6 ISBN: Volumen II: 978-9945-457-01-08
Coordinadores: Luis O. Brea Franco, por Banreservas; y Jesús Navarro Zerpa, por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Ilustración de la portada: Rafael Hutchinson | Diseño y arte final: Ninón León de Saleme Corrección de pruebas: Jaime Tatem Brache | Impresión: Amigo del Hogar Santo Domingo, República Dominicana. Junio, 2008
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contenido
Presentación Origen de la Colección Pensamiento Dominicano y criterios de reedición.............................. Daniel Toribio Administrador General del Banco de Reservas de la República Dominicana
11
Exordio..................................................................................................................................... Mariano Mella Presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos
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Introducción a la primera sección........................................................................................ Diógenes Céspedes
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Sócrates nolasco El Cuento en Santo Domingo. selección antológica Tomo I: Aparición y evolución del cuento en Santo Domingo. Noticias preliminares...... Tomo II...............................................................................................................................
37 109
J. m. sanz lajara El Candado (Prólogo): Manuel Valldeperes . ......................................................................................
193
juan BOSCH cuentos escritos en el exilio y Apuntes sobre el arte de escribir cuentos Apuntes sobre el arte de escribir cuentos............................................................................ Cuentos escritos en el exilio................................................................................................
259 271
Introducción a la segunda sección....................................................................................... Diógenes Céspedes emilio rodríguez demorizi Cuentos de política criolla (Prólogo): Un libro de cuentos políticos................................................................................ Juan Bosch
363
385
Juan BOSCH mÁs cuentos escritos en el exilio................................................................
475
virgilio díaz grullón Crónicas de Altocerro. Cuentos (Prólogo): Carlos Curiel.....................................................................................................
599
emilio rodríguez demorizi Tradiciones y cuentos dominicanos Presentación .......................................................................................................................
655
Semblanza de Julio D. Postigo, editor de la Colección Pensamiento Dominicano............
771
9
presentación
Origen de la Colección Pensamiento Dominicano y criterios de reedición Es con suma complacencia que, en mi calidad de Administrador General del Banco de
Reservas de la República Dominicana, presento al país la reedición completa de la Colección Pensamiento Dominicano realizada con la colaboración de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, que abarca cincuenta y cuatro tomos de la autoría de reconocidos intelectuales y clásicos de nuestra literatura, publicada entre 1949 y 1980. Esta compilación constituye un memorable legado editorial nacido del tesón y la entrega de un hombre bueno y laborioso, don Julio Postigo, que con ilusión y voluntad de Quijote se dedica plenamente a la promoción de la lectura entre los jóvenes y a la difusión del libro dominicano, tanto en el país como en el exterior, durante más de setenta años. Don Julio, originario de San Pedro de Macorís, en su dilatada y fecunda existencia ejerce como pastor y librero, y se convierte en el editor por antonomasia de la cultura dominicana de su generación. El conjunto de la Colección versa sobre temas variados. Incluye obras que abarcan desde la poesía y el teatro, la historia, el derecho, la sociología y los estudios políticos, hasta incluir el cuento, la novela, la crítica de arte, biografías y evocaciones. Don Julio Postigo es designado en 1937 gerente de la Librería Dominicana, una dependencia de la Iglesia Evangélica Dominicana, y es a partir de ese año que comienza la prehistoria de la Colección. Como medida de promoción cultural para atraer nuevos públicos al local de la Librería y difundir la cultura nacional organiza tertulias, conferencias, recitales y exposiciones de libros nacionales y latinoamericanos, y abre una sala de lectura permanente para que los estudiantes puedan documentarse. Es en ese contexto que en 1943, en plena guerra mundial, la Librería Dominicana publica su primer título, cuando aún no había surgido la idea de hacer una colección que reuniera las obras dominicanas de mayor relieve cultural de los siglos XIX y XX. El libro publicado en esa ocasión fue Antología Poética Dominicana, cuya selección y prólogo estuvo a cargo del eminente crítico literario don Pedro René Contín Aybar. Esa obra viene posteriormente recogida con el número 43 de la Colección e incluye algunas variantes con respecto al original y un nuevo título: Poesía Dominicana. En 1946 la Librería da inicio a la publicación de una colección que denomina Estudios, con el fin de poner al alcance de estudiantes en general, textos fundamentales para complementar sus programas académicos. Es en el año 1949 cuando se publica el primer tomo de la Colección Pensamiento Dominicano, una antología de escritos del Lic. Manuel Troncoso de la Concha titulada Narraciones Dominicanas, con prólogo de Ramón Emilio Jiménez. Mientras que el último volumen, el número 54, corresponde a la obra Frases dominicanas, de la autoría del Lic. Emilio Rodríguez Demorizi, publicado en 1980. 11
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | POESÍA Y TEATRO
Una reimpresión de tan importante obra pionera de la bibliografía dominicana del siglo XX, como la Colección Pensamiento Dominicano, presenta graves problemas para editarse acorde con parámetros vigentes en nuestros días, debido a que originariamente no fue diseñada para desplegarse como un conjunto armónico, planificado y visualizado en todos sus detalles. Esta hazaña, en sus inicios, se logra gracias a la voluntad incansable y al heroísmo cotidiano que exige ahorrar unos centavos cada día, para constituir el fondo necesario que permita imprimir el siguiente volumen –y así sucesivamente– asesorándose puntualmente con los más destacados intelectuales del país, que sugerían medidas e innovaciones adecuadas para la edición y títulos de obras a incluir. A veces era necesario que ellos mismos crearan o seleccionaran el contenido en forma de antologías, para ser presentadas con un breve prólogo o un estudio crítico sobre el tema del libro tratado o la obra en su conjunto, del autor considerado. Los editores hemos decidido establecer algunos criterios generales que contribuyen a la unidad y coherencia de la compilación, y explicar el porqué del formato condensado en que se presenta esta nueva versión. A continuación presentamos, por mor de concisión, una serie de apartados de los criterios acordados:
Al considerar la cantidad de obras que componen la Colección, los editores, atendiendo a razones vinculadas con la utilización adecuada de los recursos técnicos y financieros disponibles, hemos acordado agruparlas en un número reducido de volúmenes, que podrían ser 7 u 8. La definición de la cantidad dependerá de la extensión de los textos disponibles cuando se digitalicen todas las obras.
Se han agrupado las obras por temas, que en ocasiones parecen coincidir con algunos
géneros, pero ésto sólo ha sido posible hasta cierto punto. Nuestra edición comprenderá los siguientes temas: poesía y teatro, cuento, biografía y evocaciones, novela, crítica de arte, derecho, sociología, historia, y estudios políticos.
Cada uno de los grandes temas estará precedido de una introducción, elaborada por un especialista destacado de la actualidad, que será de ayuda al lector contemporáneo, para comprender las razones de por qué una determinada obra o autor llegó a considerarse relevante para ser incluida en la Colección Pensamiento Dominicano, y lo auxiliará para situar en el contexto de nuestra época, tanto la obra como al autor seleccionado. Al final de cada tomo se recogen en una ficha técnica los datos personales y profesionales de los especialistas que colaboran en el volumen, así como una semblanza de don Julio Postigo y la lista de los libros que componen la Colección en su totalidad. De los tomos presentados se hicieron varias ediciones, que en algunos casos mo-
dificaban el texto mismo o el prólogo, y en otros casos más extremos se podía agregar otro volumen al anteriormente publicado. Como no era posible realizar un estudio filológico para determinar el texto correcto críticamente establecido, se ha tomado como ejemplar original la edición cuya portada aparece en facsímil en la página preliminar de cada obra. 12
PRESENTACIÓN | Daniel Toribio, Administrador General de Banreservas
Se decidió, igualmente, respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores
o curadores de las ediciones que han servido de base para la realización de esta publicación.
Las portadas de los volúmenes se han diseñado para esta ocasión, ya que los planteamientos gráficos de los libros originales variaban de una publicación a otra, así como la tonalidad de los colores que identificaban los temas incluidos. Finalmente se decidió que, además de incluir una biografía de don Julio Postigo y una relación de los contenidos de los diversos volúmenes de la edición completa, agregar, en el último tomo, un índice onomástico de los nombres de las personas citadas, y otro índice, también onomástico, de los personajes de ficción citados en la Colección.
En Banreservas nos sentimos jubilosos de poder contribuir a que los lectores de nuestro tiempo, en especial los más jóvenes, puedan disfrutar y aprender de una colección bibliográfica que representa una selección de las mejores obras de un período áureo de nuestra cultura. Con ello resaltamos y auspiciamos los genuinos valores de nuestras letras, ampliamos nuestro conocimiento de las esencias de la dominicanidad y renovamos nuestro orgullo de ser dominicanos.
Daniel Toribio Administrador General
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exordio
Reedición de la Colección Pensamiento Dominicano: una realidad
Como presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, siento una gran emoción al
poner a disposición de nuestros socios y público en general la reedición completa de la Colección Pensamiento Dominicano, cuyo creador y director fue don Julio Postigo. Los 54 libros que componen la Colección original fueron editados entre 1949 y 1980. Salomé Ureña, Sócrates Nolasco, Juan Bosch, Manuel Rueda, Emilio Rodríguez Demorizi, son algunos autores de una constelación de lo más excelso de la intelectualidad dominicana del siglo XIX y del pasado siglo XX, cuyas obras fueron seleccionadas para conformar los cincuenta y cuatro tomos de la Colección Pensamiento Dominicano. A la producción intelectual de todos ellos debemos principalmente que dicha Colección se haya podido conformar por iniciativa y dedicación de ese gran hombre que se llamó don Julio Postigo. Qué mejor que las palabras del propio señor Postigo para saber cómo surge la idea o la inspiración de hacer la Colección. En 1972, en el tomo n.º 50, titulado Autobiografía, de Heriberto Pieter, en el prólogo, Julio Postigo escribió lo siguiente: (…) “Reconociendo nuestra poca idoneidad en estos menesteres editoriales, un sentimiento de gratitud nos embarga hacia Dios, que no sólo nos ha ayudado en esta labor, sino que creemos fue Él quien nos inspiró para iniciar esta publicación” (…); y luego añade: (…) “nuestra más ferviente oración a Dios es que esta Colección continúe publicándose y que sea exponente, dentro y fuera de nuestra tierra, de nuestros más altos valores”. En estos extractos podemos percibir la gran humildad de la persona que hasta ese momento llevaba 23 años editando lo mejor de la literatura dominicana. La reedición de la Colección Pensamiento Dominicano es fruto del esfuerzo mancomunado de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, institución dedicada al rescate de obras clásicas dominicanas agotadas, y del Banco de Reservas de la República Dominicana, el más importante del sistema financiero dominicano, en el ejercicio de una función de inversión social de extraordinaria importancia para el desarrollo cultural. Es justo valorar el permanente apoyo del Lic. Daniel Toribio, Administrador General de Banreservas, para que esta reedición sea una realidad. Agradecemos al señor José Antonio Postigo, hijo de don Julio, por ser tan receptivo con nuestro proyecto y dar su permiso para la reedición de la Colección Pensamiento Dominicano. Igualmente damos las gracias a los herederos de los autores por conceder su autorización para reeditar las obras en el nuevo formato que condensa en 7 u 8 volúmenes los 54 tomos de la Colección original. Mis deseos se unen a los de Postigo para que esta Colección se dé a conocer en nuestro territorio y en el extranjero, como exponente de nuestros más altos valores. Mariano Mella Presidente Sociedad Dominicana de Bibliófilos 15
introducción a la primera sección Diógenes Céspedes Sócrates Nolasco: El cuento en Santo Domingo a) Visión del presentador
En la introducción titulada “Aparición y evolución del cuento en Santo Domingo”, que figura en el tomo I del libro El cuento en Santo Domingo, Sócrates Nolasco1 afirma que el cuento antiguo como género cultivado en España desde el Renacimiento –y cita a El Conde Lucanor, de don Juan Manuel, y el “Rinconete y Cortadillo”, de Cervantes, como ejemplos– llegó a Santo Domingo, donde se conservó “sin esenciales alteraciones”. (I, 7) Afirma también Nolasco que “en El Conde Lucanor vino además el cuento correcto; y siguiendo los ejemplos del precavido y atildado don Juan Manuel, las Antillas pudieron producir cuentistas siglos antes de que el cuento y la leyenda se imprimieran en los países del continente americano. Pero si alguno de nuestros hombres de letras, pertenecientes a los siglos anteriores al siglo XIX, se entretuvo en un género que pasó a ser por mucho tiempo desestimado, carecemos de testimonio.” (Ibíd.) Existen pruebas documentales de remisión a las Antillas y Tierra Firme de estas obras de don Juan Manuel y Cervantes y otros autores de la misma época por parte de los mercaderes de libros de Sevilla, pero la ausencia de imprenta entre los siglos XV y XVIII, amén de la prohibición imperial de imprimir libros en las colonias, salvo que no trataran de asuntos religiosos o morales, explica la ausencia de escritores que escribieran acerca de temas profanos, mentirosas historias y fantasías2. No sé si Nolasco conoció la polémica entre Irving Leonard y Pedro Henríquez Ureña acerca de este tema, pero lo cierto es que el cuentista dominicano tiene su propia versión de por qué el cuento no fructificó en Santo Domingo si teníamos la fuente directa de España: “Aquel modelo de ‘cuento universal’, de enseñanzas y moraleja sin moral rígida, fácilmente traslaticio, sin otro sitio determinado ni sabor regional, ni juego descriptivo de una realidad impresionante, tan pronto se formaron nuestras ciudades abandonó el vecindario urbano, y antes que el romance, la décima y la copla, se refugió entre aldeanos logrando perdurar con variantes adquiridas y bautizado con el pintoresco apelativo de cuento de camino, familiar y repetido para entretenimiento en las veladas nocturnas.” (I, 7-8) Harto difícil es el creer que el cuento correcto al modo de El conde Lucanor o Cervantes, es decir, el género tal como lo conocemos hoy, se haya aposentado en las Antillas y que estas hayan producido cuentistas siglos antes de la introducción de la imprenta en América hispánica, sobre todo si carecemos de testimonios. 1 Ciudad Trujillo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n.o 12, 1957 (dos tomos). Las citas remiten directamente al tomo y la página. 2 Irving Leonard. Los libros del conquistador. México: Fondo de Cultura Económica, 1979, pp.12, 222, 265-280.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
El mismo Nolasco sugiere que después de la introducción de la imprenta en el continente americano, los grandes cuentistas hispanoamericanos son deudores del cuento francés del siglo XIX –Alfonso Daudet y Guy de Maupassant– y no del cuento español. Y cita Nolasco en apoyo de su tesis a Rubén Darío y Manuel Díaz Rodríguez, cuyos cuentos “no pierden la gracia de productos de escritorio.” (I, 9) El antólogo precisa que la primera gran antología de cuentos españoles de Antonio Paz y Meliá, publicada en 1890, no surtió la influencia esperada en América hispánica porque tampoco la tuvo en la Península, aparte de que en ultramar muy pocos poseyeron un ejemplar. De esto se desprende que si la cultura de lengua española ofrecía, con la picaresca, “modelos sobresalientes para el estudio y la pintura de tipos, y para entenderlo así bastaba con fijarse en “Rinconete y Cortadillo”, de Cervantes (I, 8), ¿por qué ir a abrevar en el naturalismo francés a fin de aprender a fijar en el marco del cuento artístico lo esencial de la vida circunstante?” (Ibíd.) La moda y la traducción, así como el acceso a tales traducciones, sumado a la demanda y la oferta del mercado francés y la prontitud de entrega con respecto al mercado español, atravesado por la crisis del imperio (guerra de Cuba y guerra hispano-norteamericana en las Filipinas), quizá expliquen la preferencia de los autores franceses, así como de otros extranjeros, rusos por lo demás, tales como Tolstoi, Gorki, Andreiev y Chéjov, citados por el propio Nolasco, los cuales ofrecían también lo mismo que los cuentistas franceses, pero además, el valor agregado de una moda diferente: el exotismo, según la expresión del referido antólogo, producido por “observadores de un mundo remoto y desconocido.” (Ibíd.) ¿Cuál fue el resultado de la aclimatación de esos cuentos y autores naturalistas, modernistas y rusos en el ambiente literario y cultural dominicano? Un bello artificio, como lo prueba el caso paradigmático de Fabio Fiallo, un escritor de talento, modelo para otros aclimatadores de cuentos exóticos, pero que no cambia el ritmo de la cuentística dominicana hasta que no abandona esas frivolidades literarias plenas de exotismo y retórica contenidas en Cuentos frágiles, del tipo “Yubr”, que abre el libro, o “La domadora”, “Tiranías”, “Entre ellas”, “Ernesto de Anquises”, “La condesita del Castañar”, “Soika”, “Rivales” y “El nabab”3. Aunque Nolasco achaca el resultado de esa aclimatación a un historicismo: la aparición tardía del cuento moderno en América, este mito racionalista no explica la ausencia de grandes cuentistas en Santo Domingo cuando Nicaragua ofrece el ejemplo de un Darío y Cuba el de un Martí, un Casal o una Avellaneda y Venezuela el de un Díaz Rodríguez. La modernización, la técnica y la tecnología pueden explicar el desarrollo capitalista de un país con respecto a otro que no haya accedido a esa especificidad histórica, pero no su modernidad, ya que esta es criticidad radical de los discursos y prácticas de una sociedad. La aparición de esta criticidad radical es el verdadero “progreso” y “desarrollo” de una sociedad, si suscribiera yo, que no es el caso, esas dos nociones del sentido de la historia. La aparición de un poeta, de un escritor que asuma en su sociedad esta crítica radical, no obedece al alto grado de su sistema educativo, sino a la inteligencia personal de ese intelectual. Este tipo de intelectual (sea el cuentista, el novelista, el poeta o el ensayista) es el que Santo Domingo no produjo en aquel final de siglo XIX y principio de siglo XX. A finales del segundo decenio del siglo XX y hasta su muerte en 1946, Pedro Henríquez Ureña será ese intelectual crítico que la cultura dominicana no produjo en el período que he considerado Obras completas. Sociedad Dominicana de Bibliófilos. Volumen II. Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1980.
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INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | Diógenes Céspedes
más arriba, con la salvedad de que los efectos de su labor se sintieron con toda eficacia en México y Argentina, España y los Estados Unidos y con menos peso en el Caribe y el resto de la América hispánica por razones explicables conforme a su exilio político e intelectual. De ahí el resultado obtenido por la cultura dominicana y que Nolasco explica tan lúcidamente: “Los críticos no han tenido la oportunidad de decir que aquel modelo exótico produjo en nuestro país engendros endebles, numerosos y afectados. Asombra que sin vocación ni necesidad tantas personas honorables se dieran a producir tan pobres resultados. Abogados, notarios, comerciantes, honestas señoritas y señoras, compitiendo por ser cuentistas llenaban La Revista Ilustrada de Miguel Ángel Garrido –1898-1900– creyendo seguir el dechado de Francia. Pararon de repente sorprendidos por los cuentos de dos maestros del modernismo: Manuel Díaz Rodríguez y Rubén Darío…” (Ibíd.) Nolasco suministra en nota al calce una lista larga de esos “cuentistas” y asiduos colaboradores de la revista de Garrido, carentes de vocación y que competían por figurear en la referida publicación. Esta observación del antólogo, a medio siglo de haber sido formulada, tiene hoy vigorosa vigencia en nuestro medio social: cantidad enorme de hombres y mujeres de todas las clases sociales, sin vocación ni necesidad, salvo que no sea el salir del anonimato y la chatura a que les reduce el capitalismo, el aparentar o el escalar socialmente, se pelean por aparecer con su firma en revistas, periódicos y suplementos, con los mismos resultados endebles y afectados de ayer. En el siglo XIX, dice Nolasco que quienes “le dieron realidad precisa al cuento en la República Dominicana”, aun con grandes y pequeños defectos, fueron Virginia Elena Ortea, José Ramón López, Augusto Franco Bidó, Fabio Fiallo, Rafael Justino Castillo, Rafael Deligne, Federico García Godoy, Ulises Heureaux hijo y ocasionalmente Federico Henríquez y Carvajal. Ha de suponerse que cada uno de estos autores aplicó en sus cuentos la teoría que define a finales del siglo XIX y principio del XX los rasgos distintivos del género, según Nolasco, a saber: 1) realidad del personaje, 2) lugar y ambiente, 3) dominio del idioma o corrección conveniente, 4) la originalidad como virtud, y 5) la no confusión entre anécdota y cuento. Naturalmente, con esos rasgos distintivos o atributos del cuento no se mide el valor literario. Solo el dominio del idioma o corrección conveniente sí es uno de los atributos específicos del valor literario. Pero sospecho que en la época de la escritura de Nolasco esta corrección conveniente tenía que ver con la gramática normativa. La originalidad, ya se sabe, que no remite a nada y sí a lo indemostrable, lo inasible, aunque se la ha confundido con la novedad desde los tiempos de Aristóteles. La realidad del personaje remite a lo convincente, a lo verosímil, a un cierto nacionalismo como ideología literaria, pero si se le concibe como remisión a la especificidad cultural puede ser semánticamente productivo, mientras que el lugar y el ambiente son ideologías que oponen lo nacional a lo extranjero, pero como copia o imitación, tal como la rechaza Nolasco con respecto al uso que hicieron algunos aficionados al cuento con Alfonso Daudet y Guy de Maupassant o con los cuentistas rusos. Tres años más tarde, en 1960, Juan Bosch esbozará en el ensayo publicado en Caracas con el título de Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, nuevas reglas más específicas a lo literario, las cuales cambian las de Nolasco y las que se conocían acerca de este género en América hispana. Y luego de su llegada al país en octubre de 1961, Julio D. Postigo emprende la publicación del libro Cuentos escritos en el exilio, cuya introducción es nada más y nada menos que el célebre ensayo publicado en Caracas, cuyos antecedentes remiten a los años 40 del siglo pasado en La Habana. 19
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
De modo que este texto teórico, que Nolasco leyó sin duda, sepulta las ideas acerca de lo que es el valor literario del cuento. A partir de 1964 y en la misma colección donde se publicaron los dos tomos de Nolasco en 1957, abrió Bosch el camino para una generación nueva que surgía sin una idea clara de las características del cuento. Creo que el libro de Nolasco no tuvo el tiempo necesario para ejercer influencia en la generación de cuentistas que surgió luego de la caída de la dictadura trujillista, pues las imágenes del mundo que surgió después del 30 de mayo de 1961 no cabían en el recetario de Nolasco, hombre literariamente conservador y políticamente vinculado con el trujillismo, del cual fue Senador en el Congreso. Tampoco ejerció Nolasco influencia en los antologados, muchos de los cuales estaban todavía vivos en 1957, ya que estos participan de las mismas ideas de Nolasco en política y literatura. Esto explica que los criterios de Nolasco para escoger los cuentos que forman su obra sean los de “una recopilación intentada sin mayor rigor de florilegio”, como él mismo aclara (I, 12) y como, tal vez, al copiar a su primo Max Henríquez Ureña y a la autoridad literaria de la cual estaba investido, sucumbió a la misma idea de don Max al escribir su Panorama histórico de la literatura dominicana en 19454. Salvo que el libro de Emilio Rodríguez Demorizi titulado Cuentos de política criolla no tuviera en su edición de 1963 el prólogo de Bosch (reproducido en la segunda edición de 1977), Nolasco no leyó la definición de lo que era el cuento para Bosch y esta le encaja perfectamente a casi todos los textos de su antología. Sin embargo, el valor de la antología de Noslasco es principalmente histórico como documento de primera mano para el estudio antropológico de la mentalidad y la cultura dominicanas de fin de siglo XIX y principio del XX, es decir, lo que aquella cultura de treinta años de autoritarismo entendió por cuento, literatura y sujeto. De acuerdo a la visión del presentador de la antología, Nolasco tenía la siguiente esperanza al entregar al público el primer tomo de su obra: “Responde a estas observaciones la recopilación que se entrega al público sin la severidad que requieren los florilegios, que implican selección obtenida mediante examen comparativo de los ejemplares de cada autor.” (I, 25) Y promete “pronto dar a la publicidad otro volumen en el cual tendrán cabida autores de no menor calidad y reputación que los comprendidos en el presente.” (Ibíd.) El párrafo final explica la selección sin rigor de florilegio hecha por Nolasco: “Librería Dominicana, entendiendo que el cuento en nuestro país ha alcanzado su plenitud durante la era de Trujillo, realiza ahora un nuevo aporte como entusiasta colaboradora en la obra del desarrollo cultural que le imprime sin desmayo a la república de las letras el Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva.” (Ibíd.) Este solo párrafo bastó para que la generación de escritores surgida luego del ajusticiamiento de Trujillo, rechazara en bloque la antología de Nolasco. A casi cincuenta años de aquellos acontecimientos, sin la pasión política que obnubila, la antología de Nolasco hay que verla, tanto en su prólogo como en su selección, con criterios estrictamente literarios y la propaganda trujillista contenida en sus páginas debe ser situada en sus efectos políticos e ideológicos, sin conciliación ni atribuciones de responsabilidad al tiempo o a las circunstancias. Es dicho párrafo una hábil maniobra literaria que responsabilizaba al editor del contenido de una alabanza a Trujillo que se convirtió en aquellos 31 años en un estereotipo obligado. Publicada en Río de Janeiro en 1945 para la época en que fue embajador en Brasil.
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INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | Diógenes Céspedes
En la antología de Nolasco todos los cuentistas elegidos son funcionarios del régimen. Y sin embargo, el hombre que en 1933 cambió para siempre la forma de escribir cuentos en el país con Camino real quedó excluido de esa antología a causa de su condición de exiliado político y líder del partido de oposición más importante en el exilio. Aunque quienes siguieron su enseñanza y escribieron influidos por él (Hilma Contreras, Virgilio Díaz Ordóñez, Ramón Marrero Aristy, Ramón Lacay Polanco, J. M. Sanz Lajara, Néstor Caro y José Rijo, para citar a los más importantes), figuran en la antología de Nolasco. Hay que acotar que Hilma Contreras fue siempre una disidente discreta del régimen y que no llegó nunca ostentar cargos públicos de responsabilidad política en el régimen de Trujillo. Sanz Lajara no figura en la obra quizá debido a la ideología literaria del nacionalismo de la antología de Nolasco, la cual repugnaba por artificiales o exóticos los cuentos que trataran temas sin vinculación con la historia y la cultura dominicanas, como son Aconcagua y Cotopaxi. Nolasco debió leer estos dos libros de viajes y cuentos, el primero publicado en 1949 y el segundo en 1950. Nolasco se incluyó en su propia antología, procedimiento que han seguido, salvo una que otra excepción, casi todos nuestros antólogos literarios, hombres o mujeres. En ese primer tomo, casi todos los textos son posteriores a Camino real, de Bosch, publicado en 1933, pero algunos de los cuentos contenidos en este volumen vieron la luz antes de su inclusión en el referido volumen, de modo que casi todos los escritores y escritoras incluidos en la obra de Nolasco debieron leer los cuentos de Bosch. Aunque pocas veces Nolasco da la procedencia de los textos incluidos en los dos volúmenes, se infiere, aunque no siempre, que el cuento antologado se encuentra en las obras de los autores que se citan al calce.
b) Visión de cada obra
Haré una lista de los textos que más se aproximan a lo que Bosch entendió por cuento, con sus dos leyes de la palabra precisa para describir la acción y la fluencia constante, pero que el propio Nolasco les encuentra defectos, ya que no cumplen con los rasgos que él ha dado a conocer en el prólogo a su libro: En “El forastero” (II, 159), de José María Pichardo, la acción no se detiene, pero contiene zonas donde la palabra precisa para la descripción de la acción no es la perfecta. Los dos libros de cuentos de Pichardo son de 1917 y 1927. En “Mujeres” (II, 37) y “El fugitivo” (II, 45), de Marrero Aristy, domina el procedimiento de los cuadros de costumbres. En “Pero él era así” (p.II, 9), de Ángel Rafael Lamarche, prevalece el procedimiento artificial y exótico de Fabio Fiallo, recusado por Nolasco, y que el lector puede encontrar en “El príncipe del mar” (I, 87). En “El tren no expreso” (II, 203) dominan la estampa y el exotismo, aunque aparece el contexto local, rasgo exigido por Nolasco, así como el nacionalismo literario que primó en la era de Trujillo y que luego fue recogido por la teoría marxista del compromiso literario. En “Floreo” (I, 179), de José Rijo, se cumplen las leyes del cuento boschiano. En “El regidor Payano” (II, 81), de Francisco Moscoso Puello, se cumple el procedimiento de la estampa literaria localista. En “Ma Paula se fue al otro mundo” (II, 95) y “Ángel Liberata” (II, 105) los dos temas son excelentes, propios del realismo mágico, pero las digresiones y desvíos a que el narrador somete a los personajes les inhabilitan para calificar como cuentos bien logrados. Nolasco 21
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aplicó a los dos textos el principio de la moraleja sin moral rígida y los dejó en estampas clásicas regionales del Sur. “Los diamantes de Plutón” (II, 123), de Virginia Elena Ortea, es considerado por Nolasco como “un puente entre el cuento moderno y el cuento antiguo” y personificación del “mito heleno de Perséfone” (I, 10), carente de sitio y tiempo, defectos del modelo de cuento del antólogo, pero con “estilo sobrio, claro y animado”, lo cual no significa nada. “A mí no me apunta nadie con carabina vacía” (I, 29), de Julín Varona, tiene, al igual que “El forastero”, de Pichardo, el mismo mérito: la acción no se detiene nunca y las palabras que describen las acciones del personaje principal, Ismenio, y del asaltante, Benceslao, son las precisas. Este es un cuento de la estirpe de los de Camino real. El pintoresquismo del idioma del Sur es igual al pintoresquismo del español cibaeño que tan bien domina Bosch. Es una ideología lingüística de época, propia del realismo de la novela de la tierra. En “Cielo negro” y “Guanuma” (I, 43, 48), de Néstor Caro, coexisten dos temas boschianos –el buey y el diablo como personajes– cultivados desde Camino real con “La pájara” y reanudados en Cuentos escritos en el exilio y Más cuentos escritos en el exilio con “El funeral”, “Maravilla” y “El Socio”. Igualmente, “La cuenta del malo” (II, 171), de Freddy Prestol Castillo, se queda en estampa del tema del diablo, muy ligado al cuento de camino que emigró al campo dominicano. En “La eracra de oro” (II, 131), de Virginia de Peña de Bordas, existe un mayor acercamiento a las reglas del cuento de Nolasco, pues la cultura taína empalma con la afrohispana como parte de la historia dominicana, es decir, que este texto responde a la exigencia de lo local, del sitio y tiempo, dominio del idioma y, también, a las dos leyes del cuento boschiano. Igualmente, responden a las mismas exigencias los cuentos “El centavo” (I, 39), de Manuel del Cabral, “La Virgen del aljibe” (I, 55), de Hilma Contreras, “Aquel hospital” (I, 79), de Virgilio Díaz Ordóñez, “Deleite” (I, 145), de Tomás Hernández Franco, y “Mi traje nuevo” (I, 163), de Miguel Ángel Jiménez. Con respecto a “La conga se va” (I, 123), de Max Henríquez Ureña, y “La sombra” (I, 139), de Pedro Henríquez Ureña, hay que decir que no responden a la exigencia nolasqueña de lo local, pues ambos textos están ubicados el primero, en Santiago de Cuba, y el segundo no determina sitio ni tiempo. Ambos responden a las dos leyes boschianas del cuento y en esta teoría no es pertinente la determinación del espacio geográfico o la fecha de la escritura para que un texto tenga valor literario, como lo prueban los cuentos de ambiente y época hispanoamericana escritos por Bosch, verbigracia “La muchacha de La Guaira”, “El indio Manuel Sicuri”, “El hombre que lloró”, “La muerte no se equivoca dos veces”, “Rumbo al puerto de origen”, “La mancha indeleble”, por no citar otros. Finalmente, el cuento “La bruja” (I, 189) anda cerca de la exigencia boschiana, pero hay digresiones y desvíos que matan el interés del lector. El texto de Gustavo Díaz “Dos veces capitán” (I, 73) es una ideología patriótica que cae perfectamente en la tradición al estilo de Penson o Troncoso de la Concha. Lo mismo se puede decir de “La cita” (I, 93) de Federico García Godoy. Igualmente, caen en las tradiciones dominicanas los textos de Antonio Hoepelman “Nobleza castellana” (I, 157) y “Honor trinitario” (I, 171) de Miguel Ángel Jiménez, ideología hispánica el primero e ideología patriótica el segundo, aunque este último tiene madera de cuento con final sorprendente. Pero en la teoría boschiana este es un rasgo que puede estar presente o ausente del cuento. El texto “El general José Pelota” (II, 53), de Miguel Ángel Monclús, y “Cándido Espuela” (II, 215), de Vigil Díaz, son, al igual que “El general Fico”, de José Ramón López, cuadros de costumbres de la época montonera o de Concho Primo. 22
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En cambio, “Las tres tumbas misteriosas” (II, 149), ¿cuento gótico con moraleja sin moral rígida?, de José Joaquín Pérez, y “Una decepción” (II, 189) y “El proceso a Santín” (II, 196), de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, así como “Humorada trágica” (I, 113), de Federico Henríquez y Carvajal, y “Modus vivendi” (I, 65), de Rafael Damirón, bien escritas, con las dos leyes boschianas presentes y con los requisitos nolasqueños en acción, son, sin embargo, tradiciones dominicanas en el mejor sentido. Los textos de Ramón Emilio Jiménez titulados “La escalera inesperada” (II, 179) y “Duelo comercial” (II, 183) son perfectos cuadros de costumbres pintorescos y picarescos, llenos de malicia cibaeña, de gracejo y humor. En “El sueño del guerrero” (I, 105), del general Máximo Gómez, existe determinación de sitio y tiempo (Cuba, Cuartel de la Demajagua, junio de 1889) y con una contra-ideología que recusa la matanza de los indios por Colón y los conquistadores del Nuevo Mundo y coloca al Almirante en un limbo o purgatorio donde expía sus crímenes, sin posibilidad de acceder al Paraíso. Y, finalmente, “Por qué el negro tiene la piel así” (II, 220) es, como su nombre lo indica, un verdadero cuento de camino, no exento de una ideología legendaria y mítica que no atina a explicar el racismo en contra de los negros sino por mediación de una fabulación. c) Visión de hoy Todos estos textos, sean estampas, anécdotas, cuadro de costumbres o tradiciones han envejecido con las circunstancias que les dieron origen. No han envejecido, sin embargo, “Floreo”, de Rijo, “Aquel hospital”, de Díaz Ordóñez, “Mi traje nuevo”, de Miguel Ángel Jiménez, “El centavo”, de Manuel del Cabral, y “Deleite”, de Hernández Franco. Hay que señalar que el envejecimiento no significa que no leamos dichos textos con curiosidad a fin de saber qué temas prefirieron nuestros escritores y cuáles teorías literarias e históricas pusieron en juego a finales del siglo XIX y un poco más allá de la mitad del siglo XX. Son documentos que simbolizan la arqueología del cuento dominicano y sus vicisitudes antes de llegar a las puertas del hecho-tema único y las leyes de la palabra precisa para describir la acción y la fluencia constante de Bosch. A pesar de las circunstancias de época, los cuentos que no han envejecido tienen un valor humano indudable y no han perdido el interés del lector gracias al ritmo que anima los sentidos y las acciones del hecho-tema único de cada uno de ellos.
J. M. Sanz Lajara5 : El Candado a) Visión del presentador
Si existen dos temas ideológicos que definen la cuentística de J. M. Sanz Lajara, de acuerdo al diagnóstico de Manuel Valldeperes y al del propio autor, son el vitalismo y el americanismo. Esos dos leit-motiv son, por supuesto, conceptos pertenecientes a una teoría literaria: el nacionalismo literario, el cual surgió primeramente como metáfora política a partir del movimiento de independencia de las colonias americanas del imperio español y luego como 5 Ciudad Trujillo: Editorial Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n.º 16, 1959, 154pp. Solo daré para las citas, el número de la página.
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concepto literario con Martí, Hostos, Pedro Henríquez Ureña y una legión de escritores, filósofos y críticos literarios. Ese nacionalismo literario tuvo diferentes aplicaciones y resultados según la especificidad de cada república hispanoamericana. En el prólogo de Valldeperes al libro de cuentos El candado, el conocido crítico remontaba al año 1949 la aparición del vitalismo y el americanismo de Sanz Lajara con la publicación de Cotopaxi, libro de viajes y cuentos “de ambiente americano”6. (I) Pero Sanz Lajara toma estas nociones literarias de un discurso ajeno, pues en la presentación de su obra afirmó: “Alguien dijo, hablando de la vida (en 1939, DC) que en ella existe toda plasmación. Añadiremos que la fantasía en literatura está desapareciendo, si no ha desaparecido ya. Este libro se formó en la vida, con ella y de ella. Los hombres que voy a presentar cruzaron sus caminos con el mío. Las mujeres pasaron por mi puerta y algunas –¡benditas sean!– dejaron un beso, una caricia y una que otra lágrima, que sin dolor no hay sentido del propio destino.” ( (Ibíd.) La teoría y la práctica son dialécticamente inseparables. Por eso pasaron idénticas de Cotopaxi a Aconcagua y de estas dos obras a El candado con el nombre de realismo o verismo literario. Existe quizá un malentendido que es preciso aclarar. Cuando Sanz Lajara dice que la fantasía está en camino de desaparecer, si no ha desaparecido ya en 1949, en modo alguno se refiere él a la capacidad de imaginar, fantasear, crear mundos no vistos o que no existen en la vida real, sino que se refiere a un subgénero entendido como evasión literaria donde el compromiso del texto en cuestión es el olvido de lo político. Esa es la característica de la literatura frívola, de ensueño o light. Ni siquiera el cuento fantástico escapa a lo político, como podía pensarse, pues sus sentidos están orientados al prevalecimiento de la justicia en contra de los desafueros de los poderosos. Quede claro, pues, que los cuentos de Sanz Lajara son ficción, no documentos o testimonios históricos. Y las crónicas de viaje, aunque no son cuentos, están salpicadas de ficción, son más signo que símbolo. Algunos cuentos de Sanz Lajara podrán no tener valor literario, pero son una invención, no una crónica de viaje. El nudo de sus cuentos radica en la experiencia del otro, de los demás. Ese trabajo artístico de la cotidianidad es lo simbolizado en los cuentos de El candado. Puede decirse incluso que casi todos los héroes de los cuentos de esta obra son negros, negras e indios elevados a la categoría de sujetos. Aunque Valldeperes sí reparó en este detalle, no toda la crítica de la época lo hizo. Si bien lo puramente rural jerarquizado por la teoría de la novela de la tierra va de paso, en los textos de Sanz Lajara prima más lo semi-urbano y lo urbano con su constelación de pobres y grupos étnicos olvidados, los cuales constituyen un significante social. ¿Cuál fue la recepción de Valldeperes a los cuentos de El candado en 1959? ¿Con los términos de la Poesía Sorprendida? Oigamos lo que dice: “El americanismo de este libro –americanismo con anhelos y angustias para y por el hombre universal– no discrimina: presenta los hechos con toda su intrínseca e influyente veracidad. Por eso, precisamente, el hombre de América se reconoce en sus páginas. Se reconoce como colectividad con un destino común y con la sola ambición de este destino.” (III) Existen también ideas de época y puntos de contacto con el mesoamericanismo postumista de Moreno Jimenes y con la teoría y la práctica del cuento de Camino real de Juan 6 El prólogo no tiene numeración de página. Le he puesto números romanos para distinguirlo de los números arábigos de los cuentos.
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Bosch. La vida del hombre o la mujer comunes es el tema por excelencia de los cuentistas del realismo dominicano. Ser humano y ambiente, según Valldeperes: “Y a descubrir esta felicidad, después de haber descubierto el hombre y el paisaje americanos –su naturaleza incitante–, tienden las inquietantes y sutiles páginas de El candado. A descubrir esta felicidad al través de la vida cotidiana, con todo lo que hay en ella de alegre y de bueno y también de angustia y sufrimiento.” (Ibíd.) Los rasgos pertinentes para el nacionalismo literario de Nolasco, Valldeperes y los partidarios de esta teoría son, como se ha visto, el ser humano y el ambiente, es decir, lo nacional, local o regional, la corrección conveniente, la originalidad como virtud y si universalizada, mejor. En la teoría de Bosch estos elementos pueden estar presentes o ausentes, pero no definen el valor del cuento, ya que solo el hecho-tema único, la ley de la palabra precisa para describir la acción y la ley de la fluencia constante constituyen la calidad de un cuento. Las características literarias de la escritura de Sanz Lajara han sido realzadas por Valldeperes, de la siguiente manera: “estilo impresionista, ágil; descripción clara y precisa; escritor de temple que sabe descubrir en la actualidad viva lo que hay de legendario en América, diversidad de tipos y temas americanos captados en un instante de vida, captación de la sana alegría de vivir, que es la gran esperanza y el gran estímulo del hombre.” (IV) Refuta Valldeperes la teoría que sostiene que “el cuento literario es la transformación de la verdad verdadera, al través de una mente apasionada, hasta convertirla en una mentira bella.” (Ibíd.) Para el crítico, Sanz Lajara es original y no se queda “nunca en el interés puramente descriptivo” y por eso “se mantiene en ese punto intermedio, vital y emotivo al mismo tiempo, entre el desprecio de los hechos, que conduce a un lirismo estéril, y la supervaloración de estos, que nos sitúa en el campo estricto del reportaje.” (V) El crítico literario también consideró que Sanz Lajara fue “un escritor original, de la estirpe de los grandes de América, porque contempla la vida con afán analítico.” (Ibíd.) Y agrega además que el autor de El candado “no desarma nunca la estructura interna de la realidad para narrar los hechos. Tampoco cae en el boceto costumbrista, porque en sus narraciones hay emoción.” (Ibíd.) ¿Cuáles son los rasgos de los personajes de los cuentos de Sanz Lajara? Valldeperes los ve de esta manera: “son reales, vivos, arrancados de la desnuda y aleccionadora realidad de cada día y el autor no los aparta, al darles vida literaria, de esa realidad, de su realidad. Son seres que no se miran vivir, sino que viven. Sus miradas se vuelven hacia dentro para verse tal como son, para mostrarse, en la plenitud de su vigencia humana, tal como son.” (Ibíd.) Otra característica de los personajes de estos cuentos, según el crítico literario, es que no presentan “el más mínimo atisbo de falsedad.” (V-VI) Ha encontrado Valldeperes que lo más impresionante de los cuentos de Sanz Lajara no son los personajes y su existencia real, “sino su vida espiritual, con todo lo que hay en ella de videncia y de presentimiento, de sugestión de otras vidas. Se trata de un trasunto de lo individual a lo universal y humano al través del cual trata de descubrir el sentido superior del hombre como paso seguro hacia la fijación de su destino.” (VI) Rechaza también el crítico la teoría de una obligada nacionalidad de los temas de la cuentística de Sanz Lajara. Valldeperes ve solamente en lo textos del autor prologado, “una necesidad intrínseca de su obra y, por consiguiente, un atributo de esta: la fuerza y la vivencia del origen. Por eso, a pesar del ámbito americano de los cuentos de Sanz Lajara, la presencia del dominicano está latente en todos ellos.” (Ibíd.) 25
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b) Visión de cada obra A casi cincuenta años de la publicación de El candado, los distintos textos que componen la obra no han perdido su valor de época, excepto quizá “Ñico”, que se asemeja más a la tradición o a la estampa, si bien su técnica está elaborada con la recomendación boschiana del personaje central único, aunque las diferentes anécdotas contadas por Ñico a los niños, incluido el autor José Mariano, vuelto también personaje del cuento, disgregan lo que debe ser el hecho tema-único, si bien el hilo que sostiene las acciones corre por cuenta del mismo protagonista, quien es personaje-narrador. Mantiene la vigencia de los cuentos un humor que, manifestado de varias formas, produce en quien los lee una orientación del sentido en contra de la dominación y la injusticia que el sistema social y los poderosos ejercen sobre los personajes que pueblan el mundo americano que Sanz Lajara ha querido reivindicar, incluso en cuentos como “Curiosidad”, el cual no tiene que ver con un cambio o una crítica a lo social, aunque el personaje femenino ha experimentado una transformación de su concepción del amor al cambiar un sentimiento confuso previo entre amor y pasión que la había arrastrado a la infidelidad, a despecho de las razones valederas que pudo haber tenido a causa de la insatisfacción sexual en que la sumió su esposo, más interesado en los negocios que en el sexo con amor. Otras son las medidas por adoptar ante situación parecida, pero los personajes son lo que el texto nos presenta, no lo que quisiéramos que fueran, según nuestro deseo. c) Visión de hoy Pocos han sido los estudios que se han producido en la sociedad dominicana en torno a los cuentos, o incluso las novelas, de Sanz Lajara. Con excepción de las opiniones convencionales de las antologías y las historias literarias tradicionales, dos son los ensayos, que sobre este escritor –que vivió casi toda su vida en el extranjero en misión diplomática– han visto la luz en el país después de su muerte el 20 de junio de 1963 en Madrid7. Di Pietro ha sido el primero en llamar la atención acerca de la cuentística y la novelística de Sanz Lajara8 y el estatuto contradictorio entre su vida y sus textos literarios. La pregunta que se ha formulado Di Pietro es cómo Sanz Lajara, a pesar de escribir cuentos que plantean el problema social de campesinos, obreros y proletarios, no llega nunca a oponerse a la dictadura de Trujillo. El crítico ha analizado novelas como El príncipe y la comunista y Caonex y concluye en que la primera es una “pornografía política” y la segunda un “respaldo incondicional a la dictadura de Trujillo.” (Temas, 86) ¿Cuál ha sido la única teoría literaria que desde los griegos hasta hoy lee las obras literarias como un reflejo de la vida del autor? Desde los presocráticos, desde Aristóteles y Platón y todos sus epígonos hasta hoy 7 Véase “J. M. Sanz Lajara, su prosa de viajes y sus cuentos”, en Temas de literatura y de cultura dominicana. Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), 1993, pp.79-94. Di Pietro analizó parcialmente las novelas de Sanz Lajara en el libro citado y a “Caonex, una novela conservadora dominicana”, en Quince ensayos de novelística dominicana. Santo Domingo: Departamento de Publicaciones del Banco Central de la República Dominicana, 2006, pp.17-40. 8 Cabe realzar que la primera antología de cuentos que incluyó profusamente a Sanz Lajara (con cinco textos) fue La narrativa yugulada, de Pedro Peix. Santo Domingo: Biblioteca Nacional, 1981, pp.271-287. La de Diógenes Céspedes contiene un solo texto, “Curiosidad”, pero esta antología se fija esa cantidad como límite por cada autor. Santo Domingo: Editora de Colores, 1996, 1ª ed., y 2ª ed. Santo Domingo: Editora Búho, 2000. Los estudios académicos más serios hasta ahora son los de Di Pietro y el extenso prólogo titulado “Noticias”, de Andrés L. Mateo, a la edición de los cuentos de Sanz Lajara publicados en Santo Domingo por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos en 1994. Ambos autores partieron de lo ya hecho por Manuel Valldeperes en sus dos artículos sobre Sanz Lajara.
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esa ha sido la norma, el método de las poéticas aristotélicas, cuya culminación cierra una época con Buffon cuando proclamó que el estilo era el hombre. Lo que hicieron después en los siglos XIX y XX las teorías del arte por el arte, la sociología marxista de la literatura y los estructuralismos lingüísticos y semióticos fue confirmar el dogma buffoniano. Pero la poética meschonniciana plantea, desde 1970, que casi nunca la ideología del escritor es la de su obra. La vida de los escritores está hecha de intereses muy contradictorios, de ideologías y creencias ancestrales que se remontan al seno de la cultura familiar, las tradiciones repetidas desde la infancia y de las cuales es muy difícil desembarazarse, sin que importen la inteligencia del escritor y los estudios realizados en prestigiosas universidades. Pero sea revolucionaria o conservadora, la ideología de un escritor no pasa como biografía a la obra, pues eso sería producir un reflejo mecánico que identifica y lee las obras artísticas y literarias como vida del autor. Cuando el escritor tiene conciencia de lo que es la obra como valor, ¿qué hace? Como su vida y sus opiniones carecen de interés para que figuren en su obra literaria, él o ella dota, consciente o inconscientemente, a uno o varios personajes o a estructuras del sistema del texto, de sentidos que se orientan políticamente en contra de las ideologías o creencias que funcionan como verdades en la sociedad y en la época donde vive el escritor o escritora. En este sentido, la poética meschonniciana postula entonces que existe una homogeneidad entre el decir-vivir-escribir del sujeto de la escritura y la obra. El sujeto de la escritura no es idéntico al autor. El primero es contra-ideología, mientras que el segundo es ideología. Son escasísimos los casos donde autor y sujeto de la escritura son homogeneidad entre el decir y el hacer y el vivir-escribir. Talvez José Martí sea un caso único en América. El siglo XX encumbró el mito de que el hombre era el estilo, es decir, que la obra literaria se explicaba a través de la vida del autor. Y ese mismo siglo XX acabó con semejante mito. Las obras anónimas, según ese cliché literario, jamás podrán analizarse, ya que no conocemos a su autor. Pero sabemos todo lo contrario, que esas obras han sido muy bien analizadas. En este contexto tiene sentido la respuesta que busca Di Pietro al analizar “Hormiguitas”, ese cuento de El candado que el crítico lee simbólicamente como un sentido político orientado en contra de la dictadura de Trujillo. Pero no es Sanz Lajara como diplomático al servicio de la dictadura quien es antitrujillista. Esto no se produce en toda su vida. Sus variados intereses no se lo permitían. Entonces, él, como escritor, consciente o inconscientemente, estructura dos instancias que en el cuento “Hormiguitas” simbolizan esa crítica en contra del sistema: a) el personaje del idiota, y b) la estructura del narrador, quien, en el sistema de la obra, distribuye en el discurso literario la crítica a las ideologías de época que el régimen encarna. Tales ideologías son analizadas casi en su totalidad por Di Pietro y Mateo, aunque este último manifieste en poco de recelo con respecto al método utilizado por el primero. Mateo dice entender la propuesta de lectura de Di Pietro, y “aunque sigue siendo una propuesta” o tesis, “parecería arriesgado asumir[la]. (“Noticias”, 29) Lo que produce la duda en Mateo es la doblez que Di Pietro imprime al personaje del idiota, el cual encarna la parte rebelde de Sanz Lajara como intelectual consciente de lo que sucedía durante la dictadura, mientras que el coronel encarna al Sanz Lajara diplomático, conservador, trujillista y ex miembro del Capítulo de la Falange en Santo Domingo. Esta es la tesis estilística que lee la obra literaria como reflejo de la vida del autor. En la poética se examina cómo está orientada la política del sentido que el ritmo ha organizado 27
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en el discurso literario, pero a partir de instancias o estructuras del sistema semántico de la obra, no con conceptos prefabricados ad-hoc por otros discursos que no tienen nada que ver con la especificidad de lo literario, como es el de la biografía del autor. El resultado obtenido con el uso de conceptos extraños a la especificidad de la obra literaria es, como lectura, un determinismo político, histórico, social o biográfico que no pasa de ser una metáfora improductiva. Los cuentos de Sanz Lajara son una mezcla de hechos-temas únicos extraídos de tres canteras: a) la vida campesina, b) la vida de los indios y negros de los países latinoamericanos, y c) la vida semi-urbana o urbana de esos mismos países. La trashumancia como diplomático es la responsable de que Sanz Lajara, hombre extremadamente conservador, se volcara, aunque de manera paternalista a veces, a valorar desde su cuentística, la vida de la gente humilde. ¿Por qué eligió a los humildes si él provenía de la pequeña burguesía alta, de sangre española y enquistada con el trujillismo a través de Peña Batlle, cuya esposa, Carmen Defilló Sanz, era prima de José Mariano Sanz Lajara?9 En esto también el responsable, con la teoría y la práctica en acción, fue Juan Bosch, quien en 1933 les dejó Camino real como herencia a los escritores que surgieron después de su salida al exilio en 1938. La tesis de Bosch acerca del arte de escribir cuentos está implícita en Camino real, pero comenzó a hacerse más explícita en las notas de presentación que escribía para el Listín Dominical10 y finalmente el bosquejo en la revista Bohemia, de La Habana, de lo que habría de ser en 1958 el ensayo “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, publicado en la revista Shell, de Caracas11 y reproducido en varios libros, revistas y antologías dominicanas y extranjeras y desde 1964 en Cuentos escritos en el exilio (Santo Domingo: Colección Pensamiento Dominicano n.o 23). Esta es la herencia teórico-práctica de Bosch a los cuentistas de su país y desde su salida a Puerto Rico en 1938, él se preocupó por que sus mejores textos llegaran a manos de dichos intelectuales, ya fuera por mediación de sus amigos Mario Sánchez Guzmán o de sus colegas escritores Emilio Rodríguez Demorizi, Héctor Incháustegui Cabral, Ramón Marrero Aristy y otros, así como a través de viajeros ocasionales de extrema confianza y discreción. Por eso Sanz Lajara, Hilma Contreras, José Rijo, Lacay Polanco, Virgilio Díaz Ordónez12 y otros se beneficiaron de las ideas claras de Bosch acerca de cómo escribir cuentos y, sin duda, influyó decididamente en todos ellos y de todos fue amigo, relación que incrementó a su llegada al país en octubre de 1961. De igual manera, decisiva fue también su influencia en los cuentistas y novelistas surgidos después de la caída de la dictadura, pero esta influencia se atenuó un poco después de la irrupción del boom latinoamericano. 9 El dato de los lazos familiares con la familia Peña Batlle-Defilló Sanz lo confirma Manuel Núñez en su libro Peña Batlle en la era de Trujillo. Santo Domingo: Letra Gráfica, 2007, p.20. 10 En la carta dirigida a Silvia Hilcon (seudónimo de Hilma Contreras), de fecha 8 de marzo de 1937, están esbozados los grandes temas de la teoría del cuento de Bosch, tal como los conocemos hoy. Véase la carta en Hilma Contreras: La carnada. Cuentos. Santo Domingo: Editorial Letra Gráfica, 2007, pp.4-5. Para los escritos teóricos de La Habana que prefiguran el ensayo “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, véase su conferencia titulada “Características del cuento”, publicada en Mirador Literario. La Habana, julio de 1944, pp.6-9, reproducida en el libro de Guillermo Piña Contreras titulado Juan Bosch: imagen, trayectoria y escritura. Imágenes de una vida. Santo Domingo: Comisión Permanente de la Feria del Libro, t. I. pp.63-68. 11 Año IX n.º 37, diciembre de 1960, pp.44-49. 12 Hay que acotar que Bosch también fue amigo de Virgilio Díaz Grullón, hijo de Díaz Ordóñez, también buen cuentista que recibió la influencia boschiana, tal como él mismo lo confesaba a menudo y como se advierte en sus obras Crónicas de Altocerro, Un día cualquiera y Más allá del espejo.
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Para cerrar este excurso, creo que El candado, con su cuento que da títulado al libro, así como “El otro”, “Hormiguitas”, “El milagro”, y el último titulado “Curiosidad”, cuya influencia es patente en “El gato”, de Armando Almánzar Rodríguez, donde el felino y Ernesto simbolizan el gato, mientras que el perro simboliza al esperado amante innominado de “Curiosidad”; y, el ratón, a la amante asesinada. En el texto de Sanz Lajara, la amante se transforma en un sujeto femenino, mientras que en el de Almánzar Rodríguez la mujer es una víctima de su pareja, Ernesto, quien la asesina al regresar a su hogar luego de pasar un rato donde su amante Julián. Este asesinato simboliza en “El gato” un castigo a ese tipo de relación amorosa, condenado también por los Códigos Penales, mientras que en Sanz Lajara dicha relación simboliza la libertad y el fin de la moral convencional sobre el adulterio. Es decir, que en Almánzar Rodríguez no existe ni siquiera lo que Nolasco llama, como atributo del cuento, una moraleja sin moral rígida, mientras que en “Curiosidad” los sentidos están orientados políticamente a la ausencia total de castigo moral. En uno ideología, en el otro contraideología.
Juan Bosch: Cuentos escritos en el exilio a) Visión del presentador
Los antecedentes teóricos de “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” que figuran como prólogo o introducción a Cuentos escritos en el exilio13 son la carta a Silvia Hilcon14 (seudónimo de Hilma Contreras) que figura en su libro de cuentos La carnada y la conferencia “Características del cuento”15, dictada por Juan Bosch en 1944 en la Institución Hispanocubana de Cultura16. Esos mismos “Apuntes…” son los que figuran como visión del presentador17 de los cuentos que integran los dos tomos de Cuentos escritos en el exilio y Más cuentos escritos en el exilio marcados con los números 23 y 32 de la Colección Pensamiento Dominicano publicados en 1962 y 1964, respectivamente. En los “Apuntes…” existen pocas referencias de Juan Bosch a los cuentos de estos dos volúmenes. La mayoría de las referencias a estos y otros cuentos, escritos o no en el exilio, figuran en entrevistas posteriores concedidas a los medios. Las dos referencias más famosas son las que Bosch asumió cuando dijo que su dominio de la técnica del cuento se consumó con la escritura de “El río y su enemigo” y que consideraba 13 Santo Domingo: Julio D. Postigo e hijos, Editores, Colección Pensamiento Dominicano n.º 23, 1964. Fue publicado en forma de folleto en la revista Shell, IX n.º 37, diciembre de 1960, Caracas, como ya se dijo. 14 En La carnada. Cuentos, bibliografía ya citada. 15 Publicada en Mirador Literario, La Habana, julio de 1944. 16 En Guillermo Piña Contreras, bibliografía ya citada. 17 Existe una Nota de los Editores que sirve, más que de presentación, de advertencia a los lectores y, de ninguna manera, aunque contiene opiniones sobre los cuentos y los apuntes, puede ser considerada, en este contexto, como un estudio. Dice así: “Los cuentos del presente volumen no fueron seleccionados ni por el autor ni por los Editores. Se reunieron los que estaban más a la mano, entre los originales de Bosch, antes de que él pudiera reorganizar su archivo a su vuelta a la República Dominicana. […] Los editores recomiendan muy especialmente a los lectores interesados la introducción del libro que aparece bajo el título de “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, pues en esa materia hay muy poco escrito en lengua española, e incluso lo que sobre el arte del cuento, considerado el más difícil de los géneros literarios, se ha publicado en otros idiomas como material de texto para Escuelas Superiores y Universidades, es generalmente incompleto. Creemos que este trabajo de Juan Bosch es el más amplio producido por un escritor profesional de cuentos de todos los que se han publicado hasta ahora.”
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que los textos que figuran en su libro Camino real, aunque aceptables, no tenían todavía la maestría de los que escribió en el exilio. Acaso tenga razón y los únicos cuentos que se salvan de Camino real sean “La mujer” y “Dos pesos de agua”, tan llevado y traído el primero por el realismo cuya ideología hace previsible el mecanismo de la escritura, y menor en el segundo cuento debido al trabajo de lo fantástico. Si se los compara con “La mancha indeleble”, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El indio Manuel Sicuri”, “El hombre que lloró”, “Los amos” y “Luis Pie”, la apuesta política del sentido de estos textos de Cuentos escritos en el exilio es de transformación de las ideologías mayores de la sociedad dominicana y latinoamericana de la época: la crítica al partido único que es inseparable de cualquier dictadura de derechas o de izquierdas, en “La mancha…”; la crítica a la jerarquía militar y su espíritu corporativo en dictadura o democracia, en “La Nochebuena…”; la crítica a la justicia de los seres humanos prevista por los códigos en oposición al derecho natural donde las ofensas al honor se lavan con sangre, en “El indio…”; la crítica al racismo de los dominicanos en contra de los haitianos a causa de la enajenación ideológica, en “Luis Pie”; la crítica a la ética del deber y el sacrificio por la revolución opuestos a los valores del amor filial y familiar, en “El hombre que lloró” y, finalmente, en “Los amos”, la crítica a la explotación despiadada al campesino dominicano por parte de los terratenientes precapitalistas. Pero este excurso lo empalmo con los “Apuntes…”, lugar teórico donde todo lector de los cuentos de Bosch debe volver si desea constatar por sí mismo si la práctica de la escritura iguala y, luego, sobrepuja las ideas contenidas en el referido ensayo. En tres nudos de los “Apuntes…” debe concentrarse el lector de los cuentos boschianos para saber si estos responden al rigor implacable de la técnica: a) la ineludible ley de la fluencia constante, b) la ley ineludible de la palabra precisa para describir la acción, y c) el ineludible hecho-tema único. La primera ley, de la fluencia constante, consiste en que “la acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema –más lento, más vivaz– pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.” (1962: 31) “La segunda ley –dice Bosch– se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar solo las palabras indispensables para expresar acción. […] La palabra puede exponer la acción, pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que dé paso a la acción, en el estado mayor de pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.” (1962: 32) Un rodeo antes de pasar al hecho-tema único, el cual es, junto a las dos leyes definidas más arriba, una de las tres características esenciales, necesarias, para quien desee dominar la técnica del cuento concebido como lenguaje (=tema), acción (=ritmo y economía lingüística o las palabras indispensables para describir la acción). El resto son los detalles o las variantes combinatorias asociadas a las tres características. Los detalles más importantes confluyen y están subordinadas al hecho-tema único y las dos leyes del cuento. Por ejemplo, la definición del cuento: “un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia.” (1962: 7) 30
INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | Diógenes Céspedes
Si el meollo del suceso o hecho carece de importancia, estamos en presencia de “un cuadro, una escena, una estampa, pero no de un cuento.” (Ibíd.) Según Bosch, “la importancia no quiere decir novedad, caso insólito, acaecimiento singular” (Ibíd.), sino que la importancia radica en que el hecho es de indudable valor humano o humanizado. La técnica es el ritmo y el ritmo es la técnica y esta consiste en “mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento.” (1962: 10) La técnica exige que si hay descripción, esta debe ser muy breve y debe poner de inmediato al protagonista en acción, física o psicológica (1962: 11) ¿Cómo evitar que el lector se canse o se aburra? Bosch señala que hay que colocar el principio a poca “distancia del meollo mismo del cuento”. (Ibíd.) Al citar a Quiroga, Bosch dice que “un cuento es una flecha disparada hacia un blanco”. (Ibíd.) Lo de la flecha, el aviador o el tigre que nunca se desvían de su objetivo son las metáforas con que Bosch define el cuento como unidad de un hecho-tema único y sus dos leyes ineludibles, todo lo cual significa que hay que saber comenzar y terminar un cuento, integrar al lector, atraparle y no soltarle: “comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento.” (1962: 12) De detalle es esconder o no al lector el hecho-tema único, pero el buen cuentista lo hace con sucesos secundarios subordinados a dicho hecho-tema, con palabras o ideas ajenas al hecho tema o “el cuentista esconde el hecho a la atención del lector” (1962: 16) y “lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lee, pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco a seis palabras finales del cuento.” (Ibíd.) Para Bosch es menos importante un final sorprendente en el cuento que el “mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema.” (Ibíd.) Cuando el cuentista escoge este tipo de técnica de ocultamiento del hecho, a lo cual se prestan todos los temas, tal procedimiento consiste, en quien domina la técnica, en llevar “al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro.” (1962: 17) La literatura de enredo, sobre todo en la comedia y el teatro, es especialista en ocultar el hecho-tema, pero en el cuento el desvío no puede ser tan brusco que el lector pierda el interés y se canse o se sienta descaminado y confundido: “El cuento debe ser presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso.” (Ibíd.) Un hecho tiene varios ángulos, vertientes o perspectivas. Según Bosch, el buen cuentista “tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento.” (1962: 19) El hecho que da el tema deber ser “humano o por lo menos humanizado” y debe responder a valores universales positivos o negativos. (1962: 18) Otro detalle importante, según Bosch, es el que marca la diferencia entre novela y cuento: “en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema es la acción.” (1962: 21) Esto determina, a juicio de Bosch, que “los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela: en el cuento no debe mencionarse siquiera un cuadro si él no es parte importante en el curso de la acción.” (Ibíd.) 31
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El lector y el tema del cuento están indisolublemente unidos. Son un significante y un significado, el anverso y el reverso de una hoja de papel. Si se corta la hoja, los dos componentes del texto –lector y tema– sufren la misma cortadura: “el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro.” (1962: 22) En cuanto a las nociones trabajadas por Bosch en la tercera parte de sus “Apuntes…” (estilo como “el modo, la forma, la manera particular de hacer algo”), su concepto de la lengua como instrumento (1962: 23), su idea acerca del tema y la forma, su unidad indisoluble en música, pero no en la escritura (1962: 25), su creencia de que “en el cuento el tema importa más que en la novela”, son deudoras de la estilística dualista propia de las poéticas aristotélicas y de las cuales jamás saldría bien librado18, salvo en asuntos de intuiciones de escritor como la de que “el cuento es el relato de un hecho, uno solo, y ese hecho –que es el tema– tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.” (Ibíd.) El hecho es importante porque debe ser humano o humanizado y tiene categoría universal. El hecho es el tema y el tema es el hecho es un axioma que significa, en el método boschiano, una unidad indisoluble, es decir, una unidad dialéctica. Entendida la dialéctica como la contradicción indefinida, sin posibilidad de solución. b) Visión de cada obra La visión que tengo de los “Apuntes…” y de los cuentos incluidos en este volumen, y el de la crítica de mi generación, así como el juicio es, con respecto a la teoría, que esta será siempre una ayuda indispensable para los que se inician en la escritura del “género” cuento. Por lo menos, del cuento conocido y practicado hasta la época de Juan Bosch, es decir, el llamado cuento tradicional. ¿A qué se llama cuento no tradicional? Al que ha cuestionado los fundamentos esbozados por Poe, Quiroga, Alone, Chéjov y sistematizado por Bosch: el del hecho-tema único que obedece a las dos leyes ineludibles: la fluencia constante y la palabra imprescindible para describir la acción. Todos los cuentos de este volumen responden de manera irrestricta y rigurosa a esas tres características del cuento esbozadas por Bosch y él se aventura, en muchos de estos, luego de dominar el “género”, a navegar o crear todos los ardides y trampas que el buen cuentista avezado lanza al lector para esconderle el hecho y atraparle en su interés. Por supuesto, unos cuentos más que otros responden cabalmente al dominio de la técnica –teoría y práctica en acción– contenida en los “Apuntes…”. Por ejemplo, pienso en “La mancha indeleble”, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El indio Manuel Sicuri”, “El hombre que lloró”, “Luis Pie”, “Los amos”, “Rumbo al puerto de origen”. En la medida en que la forma-tema del cuento se inscribe en el realismo puro, como “Los amos” o “Victoriano Segura”, las estructuras del sistema de los textos boschianos halan el sentido hacia soluciones morales binarias donde triunfa la fuerza del bien y se cumple el rasgo que Nolasco señala como “moraleja sin moral rígida”. En otros, como en “Los amos” no hay, de parte del sujeto de la escritura, condena moral en contra de don Pío, sino que se deja al lector, a quien se le ha presentado la acción, la posibilidad de orientar él mismo el sentido en contra de lo injusto del patrón. 18 Para la crítica y una valoración de las nociones y creencias literarias de Bosch en estos apuntes, véase mi libro Lenguaje y poesía en Santo Domingo en el siglo XX. Santo Domingo: Editora de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1985, pp.198-210.
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INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | Diógenes Céspedes
Pero aquí habría que escrutar el juicio de un lector que sea finquero y tenga la misma ideología precapitalista y los mismos intereses de don Pío para constatar si el cuento suscita el mismo espíritu de indignación y revuelta que en un proletario campesino o en un pequeño burgués revolucionario. c) Visión de hoy La dimensión nacional del liderato político ejercido por Juan Bosch desde octubre de 1961 hasta su muerte en 2001 opacó, en el ámbito histórico y social, su dimensión de escritor y teórico de la literatura. Dentro de 50 ó 100 años, cuando las pasiones o el fanatismo de quienes él animó desde 1940 hasta la hora de su muerte hayan desaparecido del escenario de la República Dominicana, no es principalmente por su condición de político que Juan Bosch será recordado, sino eternamente por su carrera de escritor, al lado de sus grandes cuentos, su novela La Mañosa y su teoría del cuento. Su magisterio en la política y su efímero paso por el poder merecerán, dentro de 50 ó 100 años, la misma cantidad de páginas que un historiador dedica hoy en un manual de historia dominicana al gobierno de Ulises Francisco Espaillat o en Venezuela al período de Rómulo Gallegos. Los proyectos políticos de los tres intelectuales no cuajaron, no porque estuvieron muy adelantados a su época, como sugeriría cualquier racionalismo historicista, sino debido a los intereses que afectó el simple conocimiento de la catadura ética y moral de los tres presidentes. Lo político tiene un peso extraordinario, en la hora actual, para juzgar a Bosch desde esa tribuna y él mismo impuso ese ucase al declarar, siempre que se presentaba la ocasión, que había decidido abandonar la literatura desde el momento en que abrazó para siempre la política. De modo que en los dos partidos que fundó y que llegaron a ejercer el poder político del país, el primado de lo político ahogó lo literario y esta última práctica fue siempre vista como un complemento instrumental del líder político. Por supuesto, eso mismo ocurrió con Balaguer cuando al contrario de Bosch, que la abrazó para defender ideales en contra del patrimonialismo y el clientelismo, el hombre de Navarrete decidió, para resolver problemas económicos de su familia empobrecida por la crisis de 1922 al 29, abrazar la política al lado de Trujillo y abandonar la literatura. Para Balaguer la literatura fue siempre un adorno instrumental que prestigiaba al político y le daba un aire de intelectual culto. Este mito es una herencia del siglo XIX, sobre todo a partir del romanticismo y luego con el modernismo. La prueba de que este mito no funciona para los escritores de oficio es que allí donde los intelectuales o los escritores han gobernado, han dejado intacto, o lo han reforzado, el patrimonialismo y el clientelismo, las dos plagas que han impedido en Hispanoamérica la fundación de verdaderos Estados nacionales como los surgidos en Europa y América del Norte con los Estados Unidos y Canadá entre el siglo XVIII y el XIX. Tal como veo hoy el valor de las obras literarias de Bosch, es esta situación la que me lleva a considerar que será la literatura la que terminará imponiéndose como el rasgo distintivo de la personalidad de Juan Bosch. Sus obras teóricas, hijas del contexto y la cultura de su época, caducarán cuando las condiciones sociales que denunció hayan desaparecido. En cambio, sus grandes cuentos de valor literario hablarán por él eternamente. 33
No. 12
sócrates nolasco
No. 13
el cuento en santo domingo selección antológica –Tomos I y II–
Tomo I
aparición y evolución del cuento en santo domingo Noticias Preliminares
Cuando la cultura medieval se iluminaba con los albores del renacimiento embarcó en España y llegó el cuento antiguo a Santo Domingo, en donde lo conservaron sin esenciales alteraciones. En El Conde Lucanor vino además el cuento correcto; y siguiendo los ejemplos del precavido y atildado don Juan Manuel, las Antillas pudieron producir cuentistas siglos antes de que el cuento y la leyenda se imprimieran en los países del continente americano. Pero si alguno de nuestros hombres de letra, pertenecientes a los siglos anteriores al XIX, se entretuvo en un género que pasó a ser por mucho tiempo desestimado, carecemos de testimonio. Aquel modelo de “cuento universal”, de enseñanza y moraleja sin moral rígida, fácilmente traslaticio, sin sitio determinado ni sabor regional, ni juego descriptivo de una realidad impresionante, tan pronto se formaron nuestras ciudades abandonó el vecindario urbano, y antes que el romance, la décima y la copla, se refugió entre aldeanos logrando perdurar con variantes adquiridas, y bautizado con el pintoresco apelativo de cuento de camino, familiar y repetido para entretenimiento en las veladas nocturnas.1 La aparición del cuento moderno fue en América un fenómeno tardío y de expresión vacilante; y a pesar de Santo Domingo ser primero entre las sociedades del Nuevo Mundo, durante años aparecimos siendo de los rezagados en el cultivo de una expresión artística tan interesante. Ningún lector ignora que el señorío de las artes y su irradiante influjo, ni tienen patria ni residencia fijas: son veleidosos y las naciones alternan en la principalía. Autores y lectores cambian de gusto, y no fue raro que a fines del siglo XIX el lector dominicano, vástago desprendido del solar materno y sin frecuentes relaciones, no continuara viendo el cuento español como arquetipo del género, cuando los mismos peninsulares, de espaldas al caudal propio, pasaban a ser imitadores de los franceses. Si el florilegio de cuentos clásicos españoles, escogidos con exigente y depurado gusto en 1890 por don Antonio Paz y Meliá, no bastó para detener a los noveleros de allá, menos podía surtir efecto en el continente americano y en Santo Domingo, donde lo leerían muy pocos o no se le conocía. No parece reacción de pensamiento llegar a la conclusión de que no era indispensable esperar a que en Francia fructificara la escuela naturalista para que aprendiéramos a fijar en el marco del cuento artístico lo esencial de la vida circunstante. Modelos sobresalientes para el estudio y la pintura de tipos, ofrecía la picaresca, y para entenderlo así bastaba con fijarse en Rinconete y Cortadillo, de Cervantes. Pero el cuento francés moderno, esquema o trasunto de aspectos de una sociedad de viejo refinamiento, se puso de moda, facilitando su lectura entre nosotros la colección traducida por el francófilo Enrique Gómez Carrillo. Alfonse Daudet y Guy de Maupassant acabaron siendo los favoritos. Importadas sus obras y entregadas a la comprensión de un medio social todavía precario, de pronto no parece que estábamos preparados para aprovechar su incitación a fijar en dimensiones breves el calor humano y los rasgos distintivos, locales, que lejos de restar interés universalizan. En la página final del 2º tomo, se incluye un ejemplar de Cuento de Camino, o folklórico.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
Los críticos no han tenido oportunidad de decir que aquel modelo exótico produjo en nuestro país engendros endebles, numerosos y afectados. Asombra que sin vocación ni necesidad tantas personas honorables se dieran a producir tan pobres frutos. Abogados, notarios, comerciantes, honestas señoritas y señoras, compitiendo por ser cuentistas llenaban La Revista Ilustrada de Miguel Ángel Garrido2 –1898-1900– creyendo seguir el dechado de Francia. Pararon de repente sorprendidos por los cuentos de dos maestros del modernismo: Manuel Díaz Rodríguez y Rubén Darío; maestros que se entretenían y regodeaban jugando con el matiz, con los primores de forma, y que por la misma pulcritud del apurado estilo en vez de animar trataban el posible impulso. Todavía hoy, leídos con el respeto debido, los cuentos de Darío y Díaz Rodríguez pierden la gracia de productos de escritorio. A continuación de Maupassant y Daudet vinieron obras de León Tolstoy, Máximo Gorki, Leónidas Andreyev, Antón Chéjov, observadores de un mundo remoto y desconocido. ¿Quiénes y cuándo le dieron realidad precisa al cuento en la República Dominicana? Los cuentistas que sobresalieron a fines del siglo XIX y a principio del XX fueron Virginia Elena Ortea, José Ramón López, Augusto Franco Bidó, Fabio F. Fiallo, Rafael J. Castillo, Rafael Deligne, Federico García Godoy, Ulises Heureaux hijo, ocasionalmente don Federico Henríquez y Carvajal, y abundaron otros de significación menor. La primera, culta relatora de sobrio, claro y animado estilo, en su más acabada producción personificó el mito heleno de Perséfone (Los Diamantes de Plutón) y sin determinar sitio ni tiempo, tendió un puente entre el cuento moderno y el antiguo. Lo más importante de ese ejemplar, que aparece en todos los propósitos de selección antológica realizados hasta la Colección Trujillo, así como En Tu Glorieta (primer premio de certamen celebrado el 27 de febrero de 1899) sigue siendo la personalidad de la escritora. El segundo, José R. López, miró hacia adentro tratando de enfocar lo genuinamente nuestro, aunque con desenfado notorio olvidó a menudo la corrección conveniente, y burlando la guardarraya entre lo suyo y lo ajeno, igual que varios autores antiguos no creyó que la originalidad era virtud y a ratos se sintió heredero de don Juan Manuel. Con regocijada ligereza confundió más de una vez la anécdota con el cuento y no se percibe a simple vista si al contar consiguió todo lo que se propuso. De su producción literaria suelen encomiar El Loco, “laureado en certamen con accésit al primer premio de prosa”. A pesar de la acción flaca, la carencia de realidad del personaje único y el olvido de lugar y ambiente, la tentativa podría aceptarse siquiera como cuento antiguo, si interesara. Al escribir El General Fico realizó José Ramón López, su esfuerzo más apreciable: trazó con brío y le dio realidad local a un rústico mandatario de carne y hueso, a quien hizo al fin morir en improvisada forma. Del conjunto de sus Cuentos Puertoplateños no están ausentes los rasgos característicos y la naturalidad y gracia corrientes, aunque dispersos en diferentes unidades. Que el autor fue un buen periodista, afirman. Acaso la facilidad adquirida en el ejercicio del periodismo se sobrepusiera, como enemiga, a las cualidades exigentes del cuentista. Pero es oportuno reconocer que con José Ramón López la literatura cuentística se inclinó hacia las costumbres campesinas nuestras. A pesar de sus defectos abundantes, los dominicanos le deben agradecer a López que en El General Fico se asomara a ver una fisonomía, en su tiempo intacta, de lo criollo. 2 “Cuentistas” y asiduos colaboradores de La Revista Ilustrada fueron Alberto Arredondo Miura, Luis A. Bermúdez, Andrés Freites, Rafael O. Galván, Esteban Buñols, Jacinto de Castro, Jacinto B. Peynado, Luis Garrido, Amalia Freites, Amelia Francasci, Luisa O. Pellerano, E. Prud’Homme, Rafael Justino Castillo, etc., etc.
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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I
Preciso y cuidadoso de las dimensiones, elegante y casi siempre correcto en el estilo, Fabio Federico Fiallo se evadía de la realidad presente para darle vuelo a su imaginación de poeta lírico a la hora de escribir cuentos. A uno de los más interesantes por el feliz desarrollo le encontró escenario en la Rusia de los Zares, totalmente desconocida de él y de los demás dominicanos. Discurre la acción de otros en ámbitos indeterminados, vagos; pero nunca en Santo Domingo. El Príncipe del Mar, cuento de fantasía delicadísima, prueba que en cualquiera modalidad se logran triunfos, cuando se tiene el don de escritor que era natural en Fiallo. Difundió sobre esta obra un hálito de simpatía tan sugestiva que hará siempre agradable su lectura. Fabio F. Fiallo fue amigo personal de Díaz Rodríguez y Rubén Darío. Conoció sus cuentos; pero se mantuvo romántico y libre del avasallamiento de ambos. Don Federico Henríquez y Carvajal escribió seis cuentos en veinte y nueve años: en 1895 Un Rey Destronado y Dualidad de Amor en 1924. Seis cuentos en tan largo tiempo dan testimonio suficiente para convencer de que el venerado maestro y periodista, aunque no desdeñó el género, se entretuvo en él sólo en momentos circunstanciales. Sorprenderá que en el presente volumen figure Máximo Gómez entre escritores con un cuento legendario. A uno de los que primero se atrevieron a mirar sin desdén esa forma literaria, porque fuera ante todo hombre de armas y no vislumbrara la importancia que el cuento alcanzaría en su patria después de cincuenta y ocho años de haber escrito, no se le debe excluir de una recopilación intentada sin rigor de florilegio. El Sueño del Guerrero es página de campamento bosquejada en tregua nocturna (1898). El viejo posó ahí la garra y marcó su huella. Del moribundo romanticismo puso lo desmesurado y el escrutar mirando atrás; del guerrero mandón la osadía con que Simón Bolívar dialoga todavía con el dios de Colombia sobre el Chimborazo. ¿Capricho? Oleaje de pesimismo, quizás, en humanísimo señor endurecido en sucesivas guerras. El último Quijote combate por cerrar la independencia del Nuevo Mundo. Abarca y pondera la suma de sacrificios a raíz de Martí y Maceo morir y, ensombrecido por el vaticinio de “la posible ingratitud de los hombres”, como premio, la mano fatigada se le cae sobre la pluma. Escudriña. Encarna en Cristóbal Colón el afán de los descubridores, la saña y los trabajos imponderables de los exploradores y conquistadores y finalmente de los libertadores, para, en resumen, beneficiarios extraños y de hostilidad disimulada. Cuando los críticos dominicanos rescaten nuestros valores literarios que ruedan dispersos en tierra ajena, ocupará Máximo Gómez el sitial de escritor que le corresponde. El crítico Juan Jerez Villarreal, de orgulloso abolengo dominicano, apuntó en Cuba irónicamente: —¡Y el viejo tuvo coqueteos literarios!… Fíjense: con menos desagrado hubiese tolerado él que le criticaran su estrategia que los frutos de su pluma”. ¡Y qué coqueteos! La descripción de la Batalla de Mal Tiempo no ha sido superada en la épica antillana. Su relato de las andanzas y muerte de José Maceo tiene más valor de vida y emociona más que una de las Vidas Paralelas de Plutarco. En su pésame a María Cabrales late tan profunda angustia que su lectura emocionará mientras el dolor exista. Pero tratar de Gómez escritor ahora es salirse del marco destinado sólo a las noticias y apuntes que anteceden a la evolución del cuento en Santo Domingo, que autoriza la Colección Pensamiento Dominicano. El publicista Manuel de Jesús Troncoso de la Concha puso a un lado momentáneamente la leyenda, cultivada por él con pericia y jovial espíritu, para concurrir en 1909 a un certamen 39
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
y ganar el primer premio con Una Decepción. Por aquel triunfo figura como uno de los primeros cultores del cuento moderno en la República Dominicana. Puntualizó el momento definitivo en que se deja atrás la creación carente de realidad humana. Con medalla de oro le premiarona a Gustavo A. Díaz (1910) Dos veces Capitán, cuento de atisbos psicológicos, conflictivos, en que el autor redime a un seguidor del Gral. Pedro Santana en los azares de “la anexión” o eclipse de la soberanía dominicana. En el feliz ensayo, aunque el fondo histórico del motivo hace olvidar el ambiente de la manigua, se evidencian en su autor cualidades literarias postergadas desde entonces, o completamente desvanecidas. Quizás si aquella medalla de oro convenció al joven escritor de que la literatura es menos generosa que la política. El triunfo le sirvió de estribo para escalar posiciones en “la cosa pública”, y las buenas letras trocaron al escritor por un político alerta. Del mismo tiempo es Manuel Florentino Cestero, periodista, autor de Cuentos a Lila. Con Pan de Flor, volumen publicado en 1912 por José María Pichardo, Nino, confirma el cuento nacional la propia fisonomía. El veterano ensayista y crítico Federico García Godoy escribió Carmelita y Sor Clara en 1898 y 1899, y ya en 1888, con Margarita, había intentado realizar la novela corta. Por fin en 1914, en Guanuma –”episodio nacional”– intercaló un cuento que es joya de primer orden. El crítico Joaquín Balaguer, perspicaz y certero, lo desprendió y puso a vivir aparte. García Godoy no tuvo un capricho sin precedentes: igual que él procedió Cervantes enriqueciendo Don Quijote de la Mancha y Persiles y Segismunda, y en la antiquísima Ciropedia injertó Xenofonte aquella Pentea que, desvinculada de la obra histórica, se reproduce de tiempo en tiempo conservando vida fresca e imperecedera. Nuestro don Federico García Godoy fue superior cuentista en capítulos de sus “episodios nacionales” que en sus cuentos de juventud. Todas sus grandes cualidades de escritor están palpitando en el ejemplar admirable que se inserta en la recopilación presente; pero sobre todo, el insuperable don descriptivo, la embriaguez amorosa de los sentidos ante los panoramas y la maestría del narrador, palpitan, viven, resaltan y para siempre jamás serán testimonio cierto de cómo fueron aquellos bosques vírgenes y terrenos exuberantes hoy convertidos en potreros y cañaverales. El periodista Antonio Hoepelman vuelve la mirada atrás y refresca anécdotas y episodios insuflándoles vida y valor artístico. Aunque su cuento El Tesoro de Moncada es más interesante por el enredo y el estilo vivaz, se le da ahora preferencia a Nobleza Antillana por el escenario y el motivo de sabor histórico, y por lo que en las letras dominicanas significa como trasunto de la vida colonial. Enrique A. Henríquez y Rafael Vidal y Torres mantuvieron en certámenes las características y el realce adquiridos por el cuento moderno, con Tindito (historia de un toro joven) premiado al primero en certamen de 1916, y con un relato de ardiente nacionalismo, otro primer premio, ganado por el segundo. A continuación el poeta J. Furcy Pichardo alcanzó otro galardón con asunto igual, de nacionalismo auténtico, y en 1921 publicó Manuel Patín Maceo sus cuentos intitulados Serpentinas. El periodista y novelista Rafael Damirón incluyó en sus Estampas volanderas (1938) un cuento, de viejo escrito, que es acertada caracterización de un tipo de mujer capitaleña a quien el crecimiento de la ciudad y la multiplicación de las familias ricas descartaron de las costumbres y relegaron a la memoria de algunos sobrevivientes. No parece que Balaguer haya tenido la intención de agrupar en su Historia de la Literatura Dominicana a aquel veterano del periodismo entre los escritores que califica como pertenecientes a la Era de Trujillo. 40
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I
Del mismo tiempo es el incatalogable y desconcertante Otilio Vigil Díaz, celebrado autor de Orégano (1949). ¿Cuáles son los cuentistas sobresalientes que han llegado a la plenitud de sus facultades a partir de 1930? Anticipos admirables son Ramón Emilio Jiménez, poeta, periodista, ensayista, biógrafo, costumbrista y cuentista; y Miguel Ángel Monclús: autor de ensayos sobre el viejo caudillismo, de un Caleidoscopio de Haití loado en el extranjero, de la novela Cachón y de numerosos cuentos (Estampas Criollas), quien también ha completado su destreza de escritor durante los últimos lustros. En Archipiélago (1947), visión panorámica de las islas del Caribe, Ligio Vizardi señala con emoción reprimida la dispersión de diez y nueve millones de seres humanos. Preocupado por su existir presente, abre signos interrogantes a lo porvenir y nadie conseguirá cerrarlos sin perplejidad del ánimo. Apunta el caso único en América, y pocos sabrían exponer la ansiedad que sus problemas suscitan en prosa tan comedida y clara. El sentimiento de simpatía, el rigor depurador de la idea y el castigo de la frase resaltan en sucesivos cuentos intercalados. Atraído por una tentación del arte los enhebró en novela itineraria; pero en verdad se sobreentiende que Ligio Vizardi es cuentista que no ejercita con franqueza su vocación. El lector se olvida de la concepción vasta, deteniéndose a meditar al término de cada cuadro, cuando no se extasía ante las bellezas parciales levantadas con señorío por el concepto ponderado y el adjetivo exacto, bruñido y sugeridor. Aquel Hospital lleno de vidas en orto y ya lesionadas, estremece de entrañable misericordia. ¡Feliz el que sabe escribir cuentos así! Y llegan por fin los cuentistas de los últimos veinte y siete años. En el grupo figura Julín Varona (Julio Acosta hijo), autor de un volumen de cuentos muy bien escritos que guarda con celo para que lo publiquen, sin él incurrir en gasto… después que lo socorra la muerte. Con regocijado humor individualizó y animó en 1930 el sentimiento religioso del dominicano “común” en un azuano que anda por ahí desempeñando el oficio de músico de oído y viviendo de lo que Dios depare… Canta, peca, reza, sin que en ningún momento sienta que se le ha ensuciado el alma. Pero, por si acaso… promete ir de romero a Higüey. Prepara y aceita una carabina y, de ruta, mata porque matar le parece prudente y adecuado, para después, sintiendo fresca y aligerada la conciencia, arrodillarse en el templo ante la imagen de la Virgen de la Altagracia, seguro de que ella lo protegió durante la acción sangrienta y ahora lo cubre bajo su ancho manto florecido de piedad. La indigenista Virginia de Peña de Bordas, autora de la novela Toeya y de cuentos y novelas cortas, por la fértil imaginación, la ductilidad del estilo vigoroso y su encanto de narradora natural, se distingue sobre todo en el cuento de niño, o para niños, rama literaria que ningún dominicano ha sabido explotar como ella. Con esta fisonomía encantará a los niños, seguramente; pero ningún adulto de elevación moral terminará de leer La Eracra de Oro sin internos sacudimientos, hijos de pura emoción estética. A la autora le interesó el tema indígena en aspectos diversos y solía apuntar con disimulo que aquella familia rudimentaria, de endeble civilización, era fácil de absorberse por la española mediante la devoción a Jesucristo, sin necesidad de recurrir al sistemático y devastador imperio de la fuerza puesto en ejecución por Fray Nicolás de Ovando y sus imitadores. No en el estilo, elegante y evocador, ni en el cuidadoso estudio de los motivos autóctonos enriquecidos de leyendas: la virtud superior de esta cuentista se transparenta en un don de ternura maternal, que arroba. Que Tamayo fue implacable y duro defendiendo a los de su 41
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raza, refirieron y se repite. Manso no era. Virginia de Peña lo limpia al presentarlo en edad adolescente; sin ñoñería reviste a aquel voluntarioso brote de hombre con atributos latentes que en los días de prueba levantaron hasta el heroísmo al guerrero irreductible. Flor del indigenismo, es La Eracra de Oro. Sumada como ilustración al lugar que hoy lleva el nombre de Tamayo, más que el tributo debido es la resurrección: la resurrección que perpetúa a una gran figura defensora en América del derecho a ser libre. Al sorprendente Ramón Marrero Aristy, autor de la novela Over y de Balsié (libro de cuentos publicado en 1938) lo estampó en los días de su aparición un eminente crítico de hispanoamérica con sólo dos adjetivos: ignorante genial. Con sus dos libros obtuvo dos ruidosos triunfos. Daba entonces la impresión de ser un guerrillero de las letras. Iba gradualmente cultivando el espíritu y ganando experiencia literaria, sin maestro, con particular lectura y a fuerza de tropezones, cuando de súbito torció el rumbo y se dio entero al mundo de la política. Comprueban la facultad extraordinaria que tiene para revelar al campesino hasta en los más íntimos repliegues y en los menores detalles, dos de sus cuentos: Balsié y Mujeres, comparables en el acierto de ejecución a La Conga se va, de Max Henríquez Ureña: cuento cumbre del realismo por la vitalidad, el colorido y movimiento de muchedumbres. En Mujeres Marrero no es el observador urbano que va con su libreta al campo a examinar y tomar apuntes para luego escribir, ni el que escribe saturado de vida rural: es un campesino más que tiene el don maravilloso de trasmutarse en cada uno de los personajes. Está en el paisaje y en cada hombre y mujer que pinta y, evidentemente, él es también el niño de la batata. El que estas líneas escribe es natural de la provincia Barahona y no conoce en las letras dominicanas copia más genuina de los campesinos de la región, que la de ese cuadro; si acaso le falta algo es un atisbo de la imponente belleza del Bahoruco y el vislumbre de esperanza, que en los corazones de allá nunca se pierde. También pertenece a este período el cuentista José Rijo: cauteloso, autocrítico, de preciso equilibrio mental, descriptor seguro, sin trucos, y de elegante y esmerada prosa. Y Miguel Ángel Jiménez, autor de varios cuentos premiados y cuya creación –Mi Traje Nuevo– puede parangonarse por la concepción curiosa, la realización cabal, la sutileza y un espolvoreo de fino humor, con ejemplares de Antón Chéjov. Al escribir esa pequeña obra maestra Jiménez se empinó hasta alcanzar insospechada eminencia. Del mismo ciclo es Tomás Hernández Franco, poeta, prosista brillante y relator bullente y salpicado de imágenes y giros impresionistas. En un volumen (Cibao) insertó cinco cuentos y un relato: Deleite, creación particularísima de un caballo loco sobre el cual pasa el jinete “asombrado por el poderío inédito que siente agigantarse bajo las rodillas”. En la prosa de Hernández Franco se suceden las sorpresas desbordadas en rasgos bellos y desorbitados. “Tierra para llamarla mía… Patrimonio sin código con fronteras de Dios… Agrimensura de génesis en palabra de varón sin pecado por haber pecado mucho”. “Bolas de equilibrio sobre las pértigas las gallinas recontaban las plumas de sus alas sin vuelo”. Revestir la imagen y las ideas de esa o de otra manera, para producir el estremecimiento nuevo, como dijo el viejo Hugo, cuando se escribe con talento a nadie debe asustar. ¿Qué es lo que ha sido? Lo mismo que será… En el retorno eterno, que apunta el Eclesiastés, quizás si varios giros de aquel cuento egipcio (La Historia del Náufrago) del Imperio Medio de los Faraones, cuya culebra vuelve ahora a formar el círculo por verse otra vez la cola, fueran ya retazos de un traje viejo de nuestro joven impresionismo. 42
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A Tomás Hernández Franco, de exuberancia vital y artista verdadero, le bastaría Deleite para mantener vivo su nombre, si no figurara ya entre los buenos escritores dominicanos.3 A continuación se distingue Freddy Prestol Castillo, contando con ojos anchos de azoro cómo pasaron en el Este de la República los pequeños labrantíos y las parcelas de bosques vírgenes, del ignaro entorpecido por la superstición al latifundio del extranjero ausente. El mal que Francisco Moscoso Puello expuso con criterio de sociólogo, a Prestol Castillo se le convierte en caso dramático, en cuento dramático. Sus cuentos, preñados de problemas, así como los de Rijo, están dispersos en los periódicos diarios: ¡infeliz manera de sostener la nombradía merecida! Entre los cuentistas jóvenes, por su cultura y cualidades sobresalientes se distingue Hilma Contreras. Sabe crear. Sus personajes viven naturalmente. Es artista, tiene conciencia de la importancia que ha adquirido el cuento y con pulso firme desde las primeras líneas agarra y subordina la atención del lector con interés que se mantiene encendido hasta el final. Quien tenga la suerte de leer sus cuentos, ricos de ocurrencias oportunas, comprenderá que la autora de La Virgen del Aljibe no necesita voces de estímulo ni adjetivos de ponderaciones. En cuento emocionante y breve (Cielo Negro) sugiere Néstor Caro problemas de los trabajadores en cañaverales del Este de la República, y de pronto el lector no sabe si admirar más la reducida exposición del drama contenido en cuadro tan limitado, o el nervio poderoso del escritor, la belleza formal o la recóndita simpatía a los explotados. En otra forma, se plantea el drama apuntado por Prestol Castillo que, afortunadamente, a la carrera y en gran escala está remediándose. En otro de los mejores cuentos de Caro (Chano) el personaje principal discurre sombrío y amargo como algunos tipos de Gorki. En el más reciente (Guanuma) el misterio va rodeándolo todo gradualmente y el interés crece en un cuadro cuyo asunto central es la superstición de rústicos que cuchichean acerca de un jinete de vivir dudoso, que asoma en paisajes bien descritos y pasa de escotero, siempre solitario. Néstor Caro es un escritor económico de frases. Ceñido a lo que juzga indispensable, elimina, retoca, lima; pero ni se amanera ni aminora la amplitud e intensidad del sentimiento decididamente trágico. Al disconforme las intenciones, desde antes de convertirse en ideas claras, le trabajan y punzan iguales que tumores en cuerpo dolorido, que se rebela. Sus cuentos merecen que un dramaturgo los amplíe, escenifique y lleve al teatro. La reputación, el renombre, se adquiere frecuentemente por diligencia personal o aupado por propaganda de amigos, y muchas veces valores de superior calidad quedan limitados en estrecho círculo. La modestia es virtud literaria que no abrillanta ni después de la muerte. Pero suele suceder que en el convencimiento del valer propio haya un grado de soberbia, que aísla. Autónomo cibaeño, representativo en legaciones distantes: en la Argentina, en Chile, en el Perú, en España y otra vez en la Argentina, cruzando océanos y en Tierra Firme, Manuel del Cabral anda con su patria adentro. El cibaeño es un dominicano que difícilmente se desvincula de la república, y del Cabral es el cibaeño. No importa que a la vez sea poeta de virtudes universales: en él todo se entremezcla y se le vuelve Compadre Mon. Hoy se imagina que no le basta ser así no más, y extiende la mirada al cuento con pretensión de revolucionarlo. A simple vista se diría que al dejar el camino real por la vereda Dios no le 3 El crítico Pedro R. Contín Aybar, publicó en El Caribe un juicio nutrido de acertadas observaciones sobre Tomás Hernández Franco y su obra.
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indica el rumbo. Pero… En 30 Parábolas y 12 cuentos lanza un libro que sobresalta como una casa de orates. Lunáticos numerosos, en riesgoso pretil bailan un carabiné y son capaces de contagiar al lector que los analice. El autor no es un alcohólico, como Edgar Poe: es abstemio; pero desde que en uno de sus poemas se vio de cuerpo presente, asistiendo a sus propios funerales y oyendo lo que opinaban del difunto, asomó en él un bromista macabro. ¿Cuenta para asustar, por divertirse, o procura encontrarle al cuento fases nuevas? Cuenta. Penetra en la subconciencia y hurga hasta encontrar el asunto extravagante, revuelto, que le perturba, crece, le obsede impulsado por “idea-fuerza” que de repente salta del cráneo, se corporiza y se le escapa huyendo. El autor medita sobre el fenómeno y luego se va detrás apuntando silenciosas interrogaciones. En la calle, en el restaurante cercano o en la plazoleta, lo alcanza a ver y reconoce que es verdad que “aquello” ha adquirido vida independiente. Se llama Odorico… Lo encuentra hablando con otro ser que, igualmente, le había salido a Cabral de un desdoblamiento de las ideas. El instinto y la razón dialogan y dicen razones tan extrañas que el padre de las criaturas, intrigado, interviene en la conversación. Ellos se lo permiten. Entre los cuentos de Cabral que mejor caracterizan esa fisonomía figura Odorico, aunque Yepe y otras diferentes representaciones de la locura le superen por la forma literaria. Pero su hallazgo extraordinario es El Centavo, cuento-parábola constreñido en sólo una página y escrito con sobriedad, sequedad y sencillez dignas de un sabio. No conozco en castellano, a excepción de El Pata de Palo, de José Espronceda, otro que le iguale en interés y extravagancia. Con menos de lo que a del Cabral está aleteándole en el cerebro le bastó a Maupassant para enloquecer y a Horacio Quiroga para acudir al suicidio; pero los poetas guardan en la convicción de la grandeza propia talismán preservativo. Almas, seres y cosas llenan el mundo con el fin único de servirle de escenario, espectáculo y divertimiento. Y siendo del Cabral un gran poeta, no se columbra ni el más lejano peligro de que se pierda. Y ahora, últimos en el tiempo, irrumpen los abundantes de promesas: los nuevos. Descuellan varios y entre ellos Ramón Lacay Polanco alzando el brazo y enseñando su enamorada Bruja, alabada en el país y reproducida con elogios en una revista extranjera. Reclaman el sitial que les corresponde: el primero… En un grupo de escritores mozos, como entre estudiantes de término, hasta en el de apariencia inofensiva se disimula un iconoclasta. Impetuosos y ávidos de sustituciones, avanzan con su carga de promesas que se cumplirán si trabajan más los motivos y no se engríen con los parabienes, que desvirtúan. Mañana llegará, para ellos también, el convencimiento de que aspirar a sustituir y ser el primero contrae el deber de estudiar y crear. ¡El primero!… que entre intelectuales nadie se satisface en Santo Domingo sin ser el primero, empinándose arriba. ¿Los demás?… Ganímedes sirviéndole a Zeus “el divinal licor” en copa de bronce. Señales hay, no obstante, anunciando el día en que los escritores dominicanos aprenderán a entusiasmarse con la obra ajena, experimentando el placer elevadísimo de sentirse compañeros, sentimiento que es suma de fuerza y valores para la patria. ¿Qué autor extranjero ejerció influjo en nuestros cuentistas? Flor de entelequia es la originalidad absoluta, que ningún pueblo ha conseguido: porque en el comercio espiritual las creaciones artísticas trascienden y repercuten por remotas que parezcan y en similares circunstancias suelen dar parecidos frutos. Puede afirmarse sin jactancia que el cuento criollo fue ascendiendo hasta encontrar madurez desde que 44
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el dominicano miró hacía adentro y comprendió lo suyo. Entre las provincias hispánicas del Nuevo Mundo ninguna ha corrido tantos azares, como la dominicana, hasta mantener libres sus persistentes características y los matices diferenciales adquiridos al través de los sucesivos eclipses de su fortuna. Es natural que los superficiales y los imitadores no abunden en una familia así, y que a menudo aparezca en su producción la nota sombría. Fuimos un pueblo sin temprana risa, y ahora, cuando la sonrisa asoma en obras ingeniosísimas y del más fino humor –El Tren no Expreso – Mi Traje Nuevo– es florescencia equívoca de un viejo padecimiento con que el autor se ha connaturalizado. El sano y jovial acento de un Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, o del Ramón Emilio Jiménez de Al Amor del Bohío, es caso raro. Y como el nativo no es trabajador tenaz, con excepciones muy respetables, en la poesía y en el cuento encuentra el molde para su expresión más adecuada: no en la novela, que obliga a prolongado esfuerzo. Responde a estas observaciones la recopilación que se entrega al público sin la severidad que requieren los florilegios, que implican selección obtenida mediante examen comparativo de los ejemplares de cada autor. Labor ardua, en donde el cuento ha venido apareciendo con intermitencias y disperso en periódicos distintos y en fechas diversas. Pronto daremos a la publicidad otro volumen en el cual tendrán cabida autores de no menor calidad y reputación que los comprendidos en el presente. Librería Dominicana, entendiendo que el cuento en nuestro país ha alcanzado su plenitud durante la Era de Trujillo, realiza ahora un nuevo aporte como entusiasta colaboradora en la obra del desarrollo cultural que le imprime sin desmayo a la república de las letras el Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva.
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julio acosta hijo (Julín Varona) (N. 1888)*
A mí no me apunta nadie con carabina vacía
El cantor vale Ismenio hacía cuarenta años o más que debía una promesa y no había podido cumplirla porque en aquellos tiempos se contaban hazañas de bandoleros y para viajar desde Las Charcas hasta Higüey tenía el romero que portar una carabina de las que se cargaban con cartuchos de pistón y llamaban chisperos. Ismenio era muy pobre; y como vivía cantando mangulinas en las fiestas, siempre improvisaba alguna copla plañidera diciendo que iba a morir sin cumplir con la Milagrosa por faltarle aquella carabina. Por fin compadeció al cantor el jefe de un baile de enramada, quien le prestó un chispero en buen estado de uso, pero sin un solo cartucho. Al día siguiente partió de Las Charcas el bale Ismenio con su peregrinación hacia el lejano santuario de la Virgen de la Altagracia. Esperaba apertrecharse, mendigando los cartuchos en los pueblos de su ruta, antes de entrar en la zona peligrosa, entre Bayaguana y Hato Mayor, por donde, –se decía entonces– merodeaban los salteadores y no dejaban con sus alforjas a los romeros mal armados. Cabalgando en una mulita sanjuanera, sin acompañante para no dividir su macuto de comida, a los tres días de caminata ya había vaciado dos de sus tres canecas de aguardiente. En las repletas árganas de su aparejo llevaba cecinas de chivo, fundas de tostones de plátano y rosquetes de catibía, blancas panelas de dulce de leche, galletas de huevo, raspaduras, botellas de melado, café en polvo y calabazas y morritos para colarlo. Pero el tesoro de su peregrinación consistía, además del acostumbrado traje de penitente, (pantalones y saco de áspera coleta), en un par de muletitas de plata, ex-voto que llevaba colgado del cuello para ofrendarlo ante el altar del santuario y cumplir así la promesa que había hecho cuando era vagabundo mujeriego y estuvo a punto de quedar tullido a causa de un mal paso entre “ellas”. Animado en todo el camino por el contenido de sus canecas, cruzó las poblaciones sin acordarse de los cartuchos. Por este olvido se encontró indefenso cuando al oscurecer de una tarde, mientras vadeaba una cañada, le salió repentinamente al encuentro el salteador que tanto temiera. Tenía puesto un antifaz de cuero negro de puerco y avanzó contra Ismenio con un machete desenvainado, voceándole —¡Alto! Pero el vale romero se desmontó de su mulita, y dándole la espalda al enmascarado, a la carrera se puso lejos de su alcance. Cuando creyó que había salvado la pelleja, le dio el frente para desahogarse vomitando insultos que llenaron el monte circundante de resonancias de las enérgicas “erres” y “eses” de la pronunciación sureña. Voceó el asaltado: —Mira, hijo de la gran puta; si yo hubiera tenío mi cachafú carrgao, no hubiera sido tú quien me sarrteaba. ¡Ladronasso! ¡La Virgen te pudra er caco con tu careta de puerco! Y le contestó el bandido: —Epérame ahí, maihablao. Yo no quiero las polquerías de tus árganas! Pero no te me bas a dir con tu carabina. ¡Párate y no juigas! Pero cuando el salteador volvió sobre su víctima, ésta se metió en una espesura selvática tras de haber pasado, con la rapidez de un hurón, por entre espinosas cercas de mayas. *Julio Acosta hijo (Julín Varona). Periodista. Autor de un volumen de cuentos inéditos.
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Entonces su perseguidor, deteniéndose ante las mayas, desde ellas habló con mucha dulzura en el tono de su voz, como la zorra de la fábula le habló a la oveja. Dijo a Ismenio que todo había sido una broma para asustarlo, que saliera del monte y viniera al camino para que hablaran como buenos amigos y comprarle su carabina. —Yo le juro que se la quiero comprá legalmente, viejo santo; y si usté no desea benderla, entonces benga a mi casa que allá le podré dar cartuchos de una cartuchera que tengo llenesita. Pero la oveja escondida, no respondió ni se dejó ver del taimado zorro. Había entrado la noche cuando el vale Ismenio salía del bosque donde estuvo desorientado. Destornillándolo, había quitado el martillo a su carabina, y lo llevaba ahora en un bolsillo de su ropa como medida de precaución. Andando un poco más, en busca de posada para pernoctar, la encontró en un bohío de aislados moradores de aquellos contornos casi despolvados. A ellos contó lo que una hora antes le había pasado por viajar “con este chispero que no tira”, según les dijo. —¿Y está descompuesta? –preguntó el hombre de la casa, escudriñando con la vista el arma del huésped y expresando pena en la pregunta. —Béala en sus manos. No más le farta el martillo; pero en cuantico llegue a Higüey la mando a arreglar. —Yo creía que con lo que le ha pasao, que por poco no lo cuenta, usté se diba a debolbé p’alas Charcas. —Yo me encomendé a la Virgen y bajo su amparo hasta su artar no paro. Sé que andando a pie llegaré con los pieses como mameyes de hinchaos y no me verá con la “ropa de promesa” que me han robado. —¿Y con qué alfoja ba a seguir caminando? —Le pediré limosna a los romeros cuando nos pechemo. Dios Todopoderoso siempre ayuda. La conversación se prolongó entrando los tres participantes en la intimidad de los informes biográficos. Entonces supieron ellos que el huésped se llamaba Ismenio de Jesús, y entre otros pormenores de su vida, que nunca se había casado, aunque había tenido incontables mujeres, hijos y nietos. Por su parte, el huésped supo muy poco de los parcos moradores del bohío. El hombre dijo llamarse Benseslao, su mujer Sinforosa, y tener tres hijos que habían dado a una abuela de ellos, los cuales no tenían nombre porque todavía estaban sin bautizar. En cuanto a los perros presentes durante la plática, uno se llamaba Sato Viejo, su compañera Garrapata Sata, y los retoños de esta pareja todos meneaban el rabo cuando los llamaban Saticos. Mientras hablaron en familia, hasta que se apagó la luz de un candil, el hombre de la casa, su mujer e Ismenio se bebieron una botella de ron misteriosamente sacada de algún escondite. Al paladear esa bebida el bale azuano recordó, como en una revelación providencial, el sabor inconfundible del aguardiente preparado con hojas de ajenjo que llevaba en sus canecas. Finalmente se dieron las buenas-noches para entregarse al sueño y el huésped subió a dormir en una alta barbacoa bajo el techo de su albergue. En este lecho se tendió encima de su carabina y no cerró los ojos. Veló en la oscuridad y el silencio de la noche como gato desconfiado. Muy en la madrugada se levantó el romero y despertó a toda la gente y a los perros de la casa para darles agradecido el adiós. Pero la buena siña Sinforosa no quiso que Ismenio 47
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se despidiera sin tomar el café, y mientras ella preparaba esa colación matinal, su marido se excusó del viajero, despidiéndole anticipadamente, por tener que irse a sacar unos “biberitos del conuco” antes de que saliera el sol. —Dios se lo pague todo; –dijo el peregrino al devolver vacío el morrito del café. —La Virgen lo acompañe y lo libre de mal en su camino; –le respondió ella con entonación cadenciosa de beata. Y el solitario romero volvió al camino del Este, hoyándolo esta vez con sus gastadas soletas. Cuando hubo andado largo trecho, alejándose de donde había pernoctado, sacó de un bolsillo de su pantalón el martillo de la carabina, lo atornilló en su sitio con una uña y la cargó con uno de los cartuchos que había sustraído de una cartuchera cuando la gente y los animales dormían, –la gente borracha– en la lobreguez del rancho donde se desveló. Poco después, para reforzar sus pasos, improvisó unas coplas de caminante:
Soy azuano como epina, Benseslao. Tu serbana como er Soco, Sinforosa. Si me pinchas yo te rajo, Benseslao. No me juches tu marío, Sinforosa.
Tolelá, Tolelá, talé la-lá. Asuanito cuar guasábara, Y der pueblo de Las Charcas con la epina prepará.
Salía el sol cuando dejó de cantar y ya violaba el silencio mañanero del camino el rumor de la cañada donde el vale Ismenio había sido asaltado en el atardecer del día anterior. Allí se le apareció otra vez, a la orilla del mismo arroyo, el mismo salteador blandiendo su amenazante machete. En este asalto cabalgaba en la mulita que se había robado. —Agora si te quito el cachafú, ¡viejo mañoso! –voceó el bandido. —Ya te llegó tu hora, ladronasso! –le replicó Ismenio, abocándole el arma. —¡Ja, ja! A mí no me apunte con carabina vacía, ¡embustero! —Pero es con tu misma bala que te boy a tirar, ¡pendejo! Y le disparó certeramente a boca de jarro, tumbando al salteador de la montura. Entonces le quitó la careta y salió de las fauces del herido agonizante un tufo de aguardiente preparado con ajenjo, recuerdo de la revelación providencial que había tenido Ismenio en la víspera de esta vindicta. —Hombre, Benseslao: –le dijo al muerto– lo único que siento es no poder sacarte ahora del buche los tragos de mi caneca que vaciates. Pero dende hoy diré sin reírme como tú: ¡A mí no me apunta naide con carabina vacía! Y volviendo a montar su mulita sanjuanera prosiguió el azuano su camino hacia Higüey, ya armado caballero de chispero y machete, con una aventura más que agradecería a la Virgen en su santuario dominicano y que contaría en Las Charcas, al regresar, con su promesa cumplida y su conciencia limpia de culpas.
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MANUEL DEL CABRAL (n. 1912)*
El centavo
Sequía, el avaro, no perdió dos minutos en dirigirse a su casa para guardar el último centavo que le cobró sin escrúpulos a uno de sus pobres inquilinos. El usurero era frío. Su silencio era cruel. Su casa sólo tenía un ruido: el oro de Sequía. Y una muda biografía: aquel centavo… Pero Sequía inquietóse… Iba a ver el centavo diariamente. Y una mañana se despertó sorprendido: encontró que la moneda tenía el doble de su tamaño. Poco tiempo después, el centavo ya no cabía en las manos ni en la caja de hierro de su dueño. Pero, ¿a quién comunicarle un hecho tan útil, tan valioso? Su dueño pensaba que aquello podría ser su gran mina de hierro. Sin embargo, fue inútil el silencio de Sequía. El centavo, en un rápido y extraño crecimiento, cubría ya la habitación de su amo, amenazando rajar y derrumbar las paredes de la casa. Desesperado, Sequía hacía astillas su silencio, y como un agua sin cauce, sale su grito en busca de caminos. La calle hecha ojos, rodea al avaro, rodea su casa. En tanto, el centavo, en una desenfrenada hinchazón derriba el caserón y, de súbito, invade el pueblo. Mas los picapedreros, las dinamitas… Todo ha resultado inútil; pues donde el centavo se le quita un pedazo crece inmediatamente renovando lo perdido. La gente huye hacia el campo. Se vuelven de metal calles y plazas. No queda hondonada ni agujero, ni llanura. El centavo por minutos crece más y más. Ahora, su gran masa de cobre se desplaza hacia los fugitivos; por momentos, da la sensación de que aquella fuerza sin límites es un instinto, un impulso premeditado y dirigido, porque el centavo es un huracán de hierro sin piedad… Hombres y bestias huyen a las montañas. Y el mundo comienza a morir bajo aquella extraña mole. Vegetación y agua han desaparecido. De pronto, la poca humanidad que quedaba en tierra alta ve a Sequía andando sobre la gran moneda. Y con las lágrimas que caían de la gente que estaba en las montañas, Sequía el avaro, se quitaba la sed.
NÉSTOR CARO (N. 1917)*
Cielo negro
El empujón del viento tiró las cañas a la vera del camino. La carreta, con Cielo Negro uncido al yugo, sigue por los trillos con su ruido penetrante. Clap, clap, clap. *Manuel del Cabral: 30 Parábolas y 12 Cuentos - Talleres Gráficos Lucania, Buenos Aires, 1956. Del Cabral ha escrito: Compadre Mon, Chinchina busca el tiempo, Trópico negro, Los huéspedes secretos, Sangre mayor, Un cuarto de siglo de poesía, Pilón, De este lado del mar. Manuel del Cabral es, de los poetas de la República Dominicana, el de más nombradía en habla castellana. *Néstor Caro publicó Cielo Negro, volumen de doce cuentos. Año 1949, en Impresora Dominicana, C. por A. Ciudad Trujillo. En periódicos ha publicado varios más, posteriormente. Es doctor en derecho, graduado en la Universidad de Santo Domingo.
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—”Sube, Cielo Negro”. “Atrinca, Niña Linda”. “Cierra, Bagoruno”. “Arre, bueye”. “Arre, ¡carijo!” El sol mira desde muy alto. Se recrea en la espalda de Marcial el carretero, agitando su látigo de fuego, sol y tierra negra. Hombres y cañas de azúcar. Hombres vencidos antes de ganar la esperanza. —A este buey lo quiero porque me entiende. Cuando llamo mueve las orejas y mira por debajo del yugo. No sé por qué le pusieron Cielo Negro. “¡Arre, Cielo Negro! ¡Arre!” El cariño del boyero es ancho, como los brazos abiertos del cielo. No importa que sea estrecho el camino a los bateyes. Cuando la miseria le golpea la frente, entonces Marcial piensa mejor y pasa los días recordando a La Negra, la novia que dejó en el Sur con su palabra envuelta en un pañuelo. —Le dije que la quiero y tengo que traerla, pa que viva conmigo. Si espero la mejoría, pasarán muchas zafras y cuando venga no servirá ni “pa oír los truenos de mayo”. ¿No es verdad, Cielo Negro? En el “tiro”, el capataz saborea comentarios de la gallera. Cuando la carreta de Marcial entra en el batey, aún queda un borrón de sol trepado sobre la tarde. La bomba suena lejos. Nino, el muchacho aguador, cruza el potrero cercano. La noche va cayendo sobre el silencio y sobre los hombres… Como luceros encendidos con luces de brujería, los fogones le hinchan el hambre a la noche del batey. Las voces de los peones surgen apagadas y sin eco frente a la bodega, en donde la sombra del último vagón asecha la algazara de Leticia Sanetils. —Bon nuit, carretero. ¿Comme sa va? ¿Tú ta bián? —Sí, Leticia, estoy bien. —¿Cuándo venez tu negrita, carretero? —Agora en el pago mandaré por ella. Ya no espero más. —Sí, tráila, carretero. Se vive mejor entonce. Bon nuit, carretero. La última palabra, huida de la voz de Leticia, cae sobre la primera lamentación de Nonino de Vargas. —Ay, Marcial, he pasado todo el día meloso de una fiebre loca, y esta mañana le puse la mano a una palma verdecita. —Usté siempre quejándose, vale Nonino. Cuando no son la fiebre es la raquiña. —Marcial, por Dios, ¿qué quiere tú? Si te pasara dos o tres días entre el yerbaso del tablón aprenderías una cosa buena. ¡Desconsiderao! Estos blancos del dianche. —Cállate. Si te oye un yuncú1 tienes que desgaritarte… Nonino, pronto traeré mi negrita. —Cuanto antes, Marcial. Así la vida te será mejor. Después que uno cae en este infierno no le queda otro camino. Cuando cantaron los ruiseñores la carreta de Marcial resbalaba ya sobre la grama: Clap, clap, clap… —”¡Sube, Cielo Negro!” “¡Eh, Niña Linda!” “¡Empuja Bagoruno!” “¡Arre, carijo!” El sábado en la tarde, cuando llegó La Negra del Sur, Marcial veía los cañaverales muy lejos y el árbol más alto lo miraba pequeño. Yuncú: hombre poderoso.
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—Llegó La Negra de Marcial. ¡Es linda como la flor del cajuil! ¿Le viste los ojos, Belarminio? Son grandes y con ojeras. ¡Válgame Dios, qué mujer se ha echao ese hombre! —Nonino, es que pa los laos del Sur la mujer sabe a canela. Usté porque no ha dío. La casita de Marcial está pintada de cal, junto al camino que conduce al abrevadero; por la ventana asoma la cara linda La Negra, con una rosa en la selva negra de los cabellos y una sonrisa más blanca que la leche de la vaca moruna. Aquella noche –pensaba Marcial– en la casita dormiría el amor bajo los luceros. Los luceros vagabundos mirarían la casita con el rubor de los niños, y la chicharra echaría su grito feo en la alforja sin fondo del potrero. —¡Marcial, Marcial, te llama míster Bauer! Que vaya en seguida –anunció un peón sudoroso. —… Pero míster Bauer, Cielo Negro es un buey manso y cualquiera puede amarrarlo. Yo mandaré a Nonino. —No, Marcial, tiene que ir usted… Hasta luego. La silueta del amo blanco, jamás se pareció tanto al demonio como entonces. Marcial no pudo decirle que había llegado La Negra. Su Negra del Sur. —¿Ha visto a Cielo Negro? —Va p’arriba. Hace tiempo que lo vide. Marcial lo sigue con el lazo, pero el pensamiento se le quedó con La Negra en la casita pintada de cal. Los luceros de la noche lloran la suerte de Marcial. Aquella noche querían treparse sobre el techo de la casita en donde estaría durmiendo, como un ángel, el amor del Sur. El de Marcial y la negra bonita. En la madrugada Marcial regresó con Cielo Negro. El buey volvía amarrado; pero traía la cara levantada, porque había estado libre. ¡Libre! Sí, venía amarrado, pero sacudió los potreros con sus mugidos y vio en una cerca distante a su amigo Cacha e Palo. La casita blanca estaba muerta de frío con el techo mojado del sereno. Marcial traía los ojos como brasas. ¡Maldita noche! ¡Maldito Cielo Negro! —Negra linda, despierta. Dame café que ya es hora de volver a la lucha. Esta gente no respeta ni los domingos. Dame café, prieta linda. El sol se esconde tras una nube gruesa, temeroso de que Marcial crea que ha podido ayudar a Cielo Negro. El rocío le besa los pies al infeliz carretero mientras suena la carreta: “Clap, clap, clap”. —”¡Eh, Niña Linda! ¡Atrinca, Bagoruno! ¡Atesa tú, maldito Cielo Negro! ¡Cierren, carijo! ¡Cieeeerren!” La Negra linda llora en la casita. Hubiera sido distinto, si Marcial le hubiera pedido siquiera un beso. Ya no volverá hasta muy tarde. Desde lejos llega el ruido de la carreta: “Clap, clap, clap”. —¡Cierra, Niña Linda! ¡Atesa, Bagoruno! ¡Maldito seas, Cielo Negro!
Guanuma El llano verdeante está frente a los altos piramidales de Guanuma. Entre los cerros el camino alargado hasta perderse a la vista es sitio frecuente de “propios y recueros” que pasan cantando bajo espléndida luna o abrasados por el sol de fuego que hacia el mediodía 51
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se prodiga en los lugares. Es camino con historias. Unas recostadas sobre las habladurías de los compadres y otras inverosímiles y crueles aferradas a la noche del viajante con luciérnagas y duendes que espantan el silencio. Badalillo es solamente un manso hilo de agua que sesea en el llano antes de hundir la cola en Charcambrienta, celosa laguna con la pupila de aguas azulosas y el fondo lleno de fango asesino. Los lugareños de los altos piramidales de Guanuma bajan al llano por el afán y las urgencias. En cada rezongo del potro cansado se agrietan, al igual que en un ladrillo machacado, la esperanza y el querer vivir mejor de los hombres que trabajan la tierra alta de Guanuma. Pero después de todo con afán y con urgencias, el llano del frente es verdeante y por él, antes de perderse entre las lomas, pasa el Pancho Valera mentao, macho sin entrega y sin lunares, varón de la madrugada y de los amaneceres; con una sonrisa para todos los días y un alegre cancionero en la mochila. ¿Quién es el Pancho Valera mentao?, parecen preguntar los truenos que resuenan a lo largo del cielo de Guanuma. ¿Será uno de esos que detienen aguaceros con cruces de cenizas y señales de oración, o será un “parejero” con sombrero de cana que hace sonar las espuelas al pasar ante los ojos de una mujer? Más que al trueno los lugareños le temen al rayo, que no da tiempo a morir con oración. El Pancho Valera mentao ha visto morir a su lado a “propios y recueros” fulminados por los rayos que le temen a él, que tiene arreglos con el “socio” y viaja en la noche con la sonrisa de siempre y el cancionero madrugador.
Sol muy alto, el de esta tarde. Supremo vigilante del alto Guanuma. La voz del “socio” se anuncia en un trueno lejano que cruza veloz por todo el cielo asustando las nubes. Con el favor del sol la figura de un jinete comienza a escalar el alto. Detrás de la sombra rueda discreto un inmodesto cantar:
Pancho Valera es mentao En el alto de Guanuma; No le importan pareceres, Ni come en plato prestao. Su sonrisa es de caimito Y el maldito es bien plantao; Usa sombrero de cana Y espolines plateaos…
El caballo conoce el terreno que pisa y parece que cuenta las piedras del camino. Se sabe bien enjaezado y ya quisiera soldar su figura de bronce animado a la de su erguido jinete, que va siendo legendaria. Frente al rancho de Ceferino Constanzo un relincho sugiere la presencia de la hembra esclavizada al cabestro. La brida se estira junto al cuello de la bestia y sangra la boca de donde partió el relincho. El Pancho Valera mentao palidece antes de musitar respetuoso: —Buenos días, don Cefe. 52
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Para oír solamente, un seco: —Buenos días, Valera. Estampa fuerte ésta del encuentro del Pancho Valera con Ceferino Constanzo. Lejos de parecer contrito y respetuoso, Ceferino Constanzo es altivo y clava su mirada de fiera en el hombre que tiene arreglos con el “socio” y llama Relámpago a su caballo. Pálido hasta parecer febril el Pancho Valera hunde sus espuelas en los ijares del caballo y se aleja dejando a su espalda un hálito de misterio que se acuna en el silencio. En el silencio ilímite del alto Guanuma. En el alto, apenas si hablan los lugareños. El sol acabará muy pronto su tarea y luego vendrá la noche. Sobre los árboles caerá un rosario de avemarías y todos los vecinos se persignarán y pedirán clemencia a las ánimas. El camino quedará borrado durante toda la noche y abrirá sus precipicios a la voluntad de los duendes. En el pico de Santa María la lechuza dirá su deseo y en el instante, en el “casi ya” de los vecinos, se oirá un grito largo, adolorido, proferido por los difuntos. ¿Quién anda en la noche en el alto de Guanuma? Sólo el Pancho Velera mentao es capaz de recorrer todo el lugar, porque es amigo del “socio” y le tiene el alma vendida por unos cuantos placeres; sólo él con un farol pintado de rojo, irá cuesta arriba y cuesta abajo con los ojos desorbitados como le gustan al “socio”; sólo él es capaz de asomarse a los caminos en las noches largas del alto Guanuma. Los vecinos imploran al sueño que les haga olvidar las historias llenas de duendes que recorren todos los caminos. Si ocurre algo, que sea con Valera, el varón del sitio, el de los espolines de plata y el sombrero grande de cana. —El padre de toos los cuentos es el mismo Valera –informa una voz en el rancho que está frente al pico de Santa María. —No diga eso, don Cefe –contesta alguien desde un rincón cuajado de sombra espesa. —El Valera es hombre de cuidado. Tiene las mismas cosas de Badalillo, coquetea y coquetea, y si uno le coje confianza lo empuja pa la laguna. Yo recuerdo el lance que tuvo en Mata María con el Negro Trinidad. Los dos dizque eran buenos amigos, y hasta bebían tragos de la misma botella; pero vino la mala –el “no te mereces mis atenciones”, el tú o yo en este sitio– y cuando el Negro Trinidad quiso aclarar el punto, ya tenía el acero en la barriga y los cuajarones de sangre le cerraban la garganta. Después… se vido al Pancho Valera, que entonces no era mentao, secar el cuchillo con el pañuelo, treparse al caballo impaciente y seguir sin rumbo como un pedazo del viento. —Esos cuentos los ha inventao él pa’cojerse el sitio. Observen que cuando me mira se pone pálido. Pa’pleitos no tengo agallas; pero a este hombre no le temo, replica con bríos Ceferino Constanzo. —Pues a mí… que me reviente la rueda de una carreta en el camino o me parta un rayo en el conuco; pero eso de tener líos con un amigo del “socio” y quedarse uno sin una tumba en el cementerio no me parece negocio. La otra noche lo vieron hablando con el “socio” y cuando se dio cuenta de que lo miraban hizo una señal y donde él estaba parao lo que encontraron fue candela; –comenta con lengua temblorosa Simeón el higüeyano. —A Ceferino Constanzo no le venden ésa. Pa’mí to lo que se dice de él es mentira. Si está condenao con el “socio” cuando menos a mí me respeta.
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Amanecer distinto éste del Alto Guanuma. Desde los cielos, luceros semiapagados miran hacia el camino irregular que se pierde entre los altos piramidales. Las gotas de rocío dormidas sobre las hojas de los árboles ven pasar a los recueros recién salidos del sueño de la madrugada. A lo largo del camino el silencio se divisa. Imposible pregonar la última ocurrencia. Todos los lugareños van contritos y azorados hasta donde lo exige el menester. La noche estuvo cuajada de sombras espesas y los perros aullaron como nunca. A medianoche se oyó en el sitio el galopar de un caballo magnífico y un grito prolongado, agorero. Lentamente bajan del Alto Guanuma hombres que buscan en el favor del camino la satisfacción de las urgencias. En el decir, lleno de miedo, baja con ellos la última ocurrencia: —El Pancho Valera mentao ya no vive en el Alto de Guanuma. ¡Se lo llevó el diablo! Sobre el llano verdeante el viento silba un inmodesto cantar:
No come en plato de naide, Y el maldito es bien plantao; Usa sombrero de cana Y espolines plateaos.
HILMA CONTRERAS (N. 1913)* La virgen del aljibe En el lugar había una casa abandonada y en la casa, un aljibe. La memoria pueblerina es prodigiosa. Todos conocían el motivo de ese abandono y tácitamente velaban por el mantenimiento de la interminable cuarentena impuesta a la vieja casona. Así, a fuerza de tejer y tejer suposiciones y comentarios, la verdad y la fantasía se confundían; porque en los pueblos existe el culto del barroco narrativo, de lo misterioso que va de mano por el mundo con la tiritante superstición. La malquerencia local llegaba hasta la calumnia; abusaban de la pasividad del aljibe; a él atribuían todo lo malo que en el pueblo acontecía, y a él pedían cuenta de los sinsabores padecidos por los moradores de Cueva. A tal punto subió la agresividad que por las noches apedreaban el ruinoso caserón; en el silencio nocturno semejaba un tiroteo contestado por la carcajada tosigosa del zinc. Dentro de la cisterna dormitaba el agua, con mechones de lama sobre el rostro cuadrangular, tan callado y sombrío. A veces, un escalofrío de renacuajo le recorría la carne húmeda; y en las épocas lluviosas, roncaba su garganta de batracio. Si sobrevenían aguaceros torrenciales, el aljibe lo pasaba mal: el agua, entregada al temporal en un desborde de lujuria, se contorcía en su ámbito, crecía incontenible, y en una hemorragia bullente, salía al patio por la nariz del aljibe. El agua de aljibe es una virgen agreste, que siempre se asusta al caerle encima la violencia del chorro de los caños. Pero el abandono de la gente tórnase maldición para su vientre, y como aquella doncella envidiosa de los cuentos, vomita sapos y mosquitos. *Hilma Contreras, profesora de francés. Ha publicado: 4 Cuentos, Edit. Stella, Ciudad Trujillo, 1953, y el ensayo: Doña Endrina de Calatayud. Impresora “Arte y Cine”, C. T., 1955.
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Sí, el aljibe de la casona estaba maldito, pero era por culpa de los hombres. La casa pertenecía al sacristán Prudencio, que la había heredado de su abuela materna. Pero no la vivía. Y no dejaba de tener sus razones el viejo sacristán. Uno a uno se habían tuberculizado los miembros de la familia en esa casa, y uno a uno habían salido de ella para el cementerio. Tal desgracia les había acaecido a todos por testarudos y apegados a la propiedad; a todos, menos a él, que no era más que un bastardo y vivía al margen de la familia. Una vez segados por la guadaña niveladora los herederos legítimos, la abuela se la donó al nieto de la orilla, fruto de los amores ilícitos de su hija mayor con un beodo despreciable. Mas, no era tan tonto el favorecido, ni tan ávido de bienestar, como para instalarse en el foco infeccioso. Por algo se llamaba Prudencio. Y la vieja murió sola en medio de sus bacilos. Así las cosas, no había que pensar en alquilarla; nadie la quería. La Sanidad habló de quemarla, pero se temió una explosión en el puesto de gasolina contiguo; y en lo que discutían si derribarla o no, falleció el médico de servicio. —Déjenla ahí –dijo entonces el sacristán–, Dios dirá lo que convenga. —¡Maldito lugar! La tuberculosis primero, luego las apariciones y los lamentos, y por último esa historia siniestra del aljibe. Desde entonces la gente le sacaba el cuerpo al callejón “Córdoba”, después de la Oración. En la misma bomba se detenía poca gente; los tres o cuatro choferes de Cueva preferían abastecer sus carros de gasolina a cualquier hora del día, cuando el sol, como un centinela rubicundo, vigilaba sobre los solares que componían el resto de la cuadra. Una rigurosa sequía se había apoderado de Cueva. Dos meses sin lluvia, bajo un cielo de infierno, es casi castigo inquisitorial. Los hombres trabajan mal, y la sed y el hambre diezman el ganado. Los tanques se secaron. La corriente del riachuelo se afiló hasta la ridiculez, y en los recodos bostezaba una lama pestilente. Del cielo no caía ni una gota. En semejante trance pudo más el terror a la inanición que el miedo a la enfermedad. Los pobres recurrieron al aljibe abandonado. Como la cobardía individual suele trocarse en valor colectivo, abordaron el sitio en masa. El primer día casi alcanzaron el agua con las manos. El cántaro sonó en la oquedad como una profanación; mas la sed la mitigaron. Sólo Prudencio, que era algo anormal y muy cobarde, se abstuvo de probar el líquido embrujado. Porque lo estaba; y de ahí el miedo supersticioso de los moradores, además del provocado por el temor al contagio. Del aljibe salían gemidos al filo de la medianoche; unos gemidos muy quedos que erizaban los vellos a los trasnochadores. Pasaron varios días. Una semana, dos, casi tres. Ese viernes amaneció nublado; por fin iba a llover. Pero ya Prudencio no podía más. Necesitaba agua, agua y más agua, para dar de beber a sus poros calenturientos. ¿Y si no llovía? ¿Cuántas veces anunciaron lluvia las nubes y no la dieron? Era indispensable que se bañara; precisamente ponerse en remojo para amortiguar la fiebre que le resecaba la piel. Y vino temprano al aljibe con un baño de zinc a cuestas. El agua andaba escasa, pero cubito a cubito reuniría bastante para refrescarse. El estruendo del cántaro en el fondo; un entrecejo contrariado porque apenas sube mediado, y con retemblores contra el brocal, la burla del agua pajosa y gusaraposa dentro del baño. 55
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Sacaba el cubo por quinta vez. —No es posible –murmuró. Y se inclinó para explorar el fondo. —Sin embargo, eso parece –monologó desfalleciente– ¿Una qué…? Pero… ¡Ave María Purísima! Loco, aullante, con los pelos erizados, se dio a la fuga. Sus compueblanos abrían las puertas en ese momento, unos para atender a sus quehaceres, otros reclamados por la iglesia; y los demás para pendenciar. —Por ahí va Prudencio –voceó el alcalde a su consorte– como alma que lleva el diablo. Metióse el fugitivo en la sacristía, tembloroso, tartajoso, con los ojos desorbitados. El cura se asustó. —¿Qué le ocurre, Prudencio? —¡Una maldición, señor Cura! El Padre lo miró como quien observa a un bicho raro. —En el aljibe hay un muerto. —Un… ¡Bah! –pronunció el venerable sacerdote– ¡Eso nos faltaba, que se rematara el sacristán!… Y a propósito, Bolo acaba de irse con un dolor, ¿quiere subir y dar el tercer toque de misa? Aterrábale la idea de verse solo en el campanario. Pero debía obedecer y se levantó con las piernas de trapo. De repente, las campanas doblaron gravemente. El Padre arqueó las cejas, excesivamente sorprendido. —¿Qué es esto? –sofocó–. ¡Este hombre se ha vuelto loco declarado! ¡Eh, Pedritín, sube a ver lo que pasa! La sotana del monaguillo aleteó en la prisa que requería el suceso. Gravemente tocaban a muerto las campanas, y la misma gravedad se extendía por la cara criolla de Prudencio. Tlan, tin… tin… Había solemnidad tal en el espectáculo que Pedritín, acezoso por la rápida ascensión, se estuvo quieto, como idiotizado. —Prudencio –dijo al fin con recelo– ¿por qué doblas? La voz monaguil se diluyó en el intenso plañido de los toques. —¿Qué por qué doblas? –chilló entonces el muchacho. Oyóle el sacristán esta vez y contestó: —Por el descanso de ese muerto. —¡Qué muerto ni qué vieja tuerta! ¡Toca pronto dejar! En la sacristía el Cura se mesaba los escasos cabellos en medio de las beatas alarmadas y de los curiosos que había congregado la desbocada carrera del sacristán. —No quiere callarse –informó el monaguillo al entrar. —Déjenmelo a mí, que yo lo hago callar –prometió el dueño de la bomba. —Un momento –rogó el Cura, y dirigiéndose al monaguillo–: ¿por qué dobla Prudencio en vez de tocar tercero? El aludido abrió unos ojos entontecidos. —Por el descanso del muerto, dizque. Algunos rieron. Otros, los más, se persignaron. 56
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—Por… por… –tartamudeó el tonsurado– Bueno, esto es inaguantable… Vamos todos al aljibe. —¡Al aljibe! –gritaron varios. En el camino se agregaron muchos, de suerte que cuando llegaron al callejón “Córdoba”, parecía una manifestación obrera. Un silencio impresionante dormía su hastío en todo el patio. Densas nubes ocultaban el sol, y el aire electrizado oprimía los pechos de antemano agarrotados por la aprensión. Por encima de la cisterna vibraba el quejumbroso volteo de las campanas. Tin… tin… tin… Tlan… Inclinóse el religioso sobre el brocal, y con él los más cercanos. —No veo nada –dijo–. Aquí no hay nada, sino agua. —El miedoso de Prudencio vio visiones. —¡Jesús… María y José! –exclamó el monaguillo–. ¡Una calavera! Efectivamente, cuando la vista se acostumbraba a la penumbra del pozo, distinguíase, blanqueando en el fondo, un cráneo luciente con las dos cuencas hambrientas de luz. Importunado por la conversación, un sapo arrugado saltó de su escondite y se posó en la frente pelada. Una mujer del pueblo se deshizo en vómitos; desmayóse una jamona histérica; otras gritaron, y los hombres empalidecidos, sentían el agua estancada en el estómago, y en la boca el sabor putrefacto del cadáver. Cada uno urdió el drama conforme a su idiosincrasia. Suicidio. Homicidio. Muerte accidental. Cruel asesinato. Algo horrible, espeluznante y macabro. Los más simples se representaban el alma del difunto, que venía gimiendo en las tinieblas a calentar su osamenta. Únicamente el Cura le restó importancia al hallazgo. —¡Bah! –dijo– algún bromista tiraría ese cráneo en el aljibe. —De todos modos –argumentó el alcalde– hay que bajar a investigar el caso. Es el deber de la justicia. —Hoy no será –advirtió el Cura, extrañamente regocijado–. El aguacero se nos viene encima. A lo lejos se oía el atropello del chaparrón. Venía galopando como un energúmeno, al viento la bufanda gris, y la mirada puesta en Cueva, jadeante. La gente corrió a guarecerse, la Autoridad a la cabeza. Un ruido ensordecedor lo ahogó todo, hasta la noción del tiempo. Dentro de la cisterna, la virgen de vientre maldito, bramó al caerle encima el chorro de los caños. Y así fue creciendo, hermosa y lujuriosa, hasta salir al patio por la nariz del aljibe. De nuevo, pudorosa y joven, el agua reía para ocultar la repugnancia de sus entrañas. Reía, reía, olvidada de su vergüenza…
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RAFAEL DAMIRÓN (1882-1956)*
Modus vivendi
Ca uno es como ca uno, dice uno de los tres Baturros de la comedia argentina así intitulada. De modo que cuando los insidiosos vecinos de doña Nico no se explicaban cómo siendo tan pobre, primero dejara de comer que de comprar el diario que circulaba a las siete de la mañana, ella murmuraba entre dientes: —Tan entremetidos y tan groseros… Doña Nico tenía por verdadero nombre el de Nicolasa, pero de niña, las hermanitas del Hospicio Santa Clara le decían Nico, apodo que ella aceptaba como testimonio de afecto y simpatía. Doña Nico pasaba muy pocos días del mes en el seno de la pequeña casita que representaba su único haber en el mundo, y era ya muy notorio, que cuando faltaba en su casa, algún enfermo adinerado se encontraba en estado de gravedad. Y no andaban errados sus vecinos al suponer que doña Nico leía con tanta puntualidad el diario de la ciudad porque algo había en él que la interesaba. ¿Qué cosa? ¿Quizá la que luego la hacía ausentarse por semanas enteras de su casa? ¿Quizá algún enfermo grave, naturalmente, miembro de una familia bien? Cuando doña Nico mandaba su precioso Niño Jesús de visita a casa de sus ricas creyentes, era cosa sabida, sin temor de caer en error, que la gente acomodada de la urbe gozaba de la más perfecta salud, y ya entonces, era seguro, que el divino mensajero de la cristiandad traería en las manos el devotísimo tributo que haría sonreír la cara alborozada de su fanática preceptora. Doña Nico, pues, se sabía al dedillo el padecimiento de cada uno de los ricos de la ciudad, y sabía, más que los mismos médicos igualados de las casas, el nombre de las inyecciones que servían para atenuar la neurosis de los viejos, y las que eran infalibles para aplacar el histerismo de las doncellas cuarentonas. Doña Nico hacía ya dos semanas que no regresaba a su casa, es decir, según aseguraban sus vecinos, desde que cayó en cama don Ramón. Sin embargo, cierta inquietud mantenía en expectativa a esos mismos vecinos, porque, por desgracia, una fuerte epidemia de gripe azotaba la ciudad, resultando más alarmante, precisamente, entre la gente pudiente, ya porque sabían pagar mejor sus solicitudes, ya porque los médicos, en estos casos, suelen ver mayores peligros en quienes mejor pueden retribuir sus servicios profesionales. Pero es lo cierto que el vecindario se preguntaba: —¿Dónde está doña Nico? Las telarañas cubrían ya totalmente la cerradura de la puerta de su casa. —¿Dónde estará doña Nico? –murmuraban, y con esto, que ahí viene ella, más gorda y más afanosa que antes, con un maletín en la mano que parecía repleto, más que de buenos consejos, de filosóficas providencias. *Rafael Damirón. Periodista y poeta. Autor de las novelas: Del Cesarismo –1911–, El monólogo de la locura –1914–, ¡Ay de los vencidos! –1925–, La Cacica –1944–. Obras de teatro: Alma Criolla –1916–, Como cae la balanza, Mientras los otros ríen, La trova del recuerdo, Los yanquis en Santo Domingo, Una fiesta en El Castine, Sátiras teatrales. Cuadros de costumbres: La Sombra de Concho –1921–, Estampas –1938–, Pimentones (recopilación de artículos) –1940–, Revolución (cuadros de política) –1940–. Poesías dispersas en periódicos.
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Cierta vecina que se llevaba bien con ella, en cuanto se dio cuenta de su presencia en la casa, llamó desde su ventana: —Doña Nico… doña Nico… dichosos los ojos… —¡Ay, hija de mi alma! ¡Estoy muerta! ¡Veinte noches sin dormir! No sé cómo me tengo en pies con tanto ajetreo como he tenido en estos últimos días; pero tú sabes que yo con don Ramón, no puedo menos. Ya te he contado cómo me trata su mujer, y cómo me quieren sus hijos. —¿Y cómo está él? —Regularcito, se ha visto entre la vida y la muerte; pero hoy ha amanecido un poquito animado. ¡Pero qué lucha!… Que cada hora una cucharada de esto; que cada media hora el gorro de hielo; que la inyección; que el purgante; que los sobos en el bajo vientre; que el termómetro; que las criadas; que las visitas; que el lechero; que el carbón; que, figúrate, ¡algo tremendo, hija!… Si no fuera porque soy mujer fuerte, me hubiera muerto primero que él… —Pero oye, parece que estás más gorda… —¡Ah!, eso sí, tú sabes como es esa gente. —Más buena que el pan. —Dios los conserve. A mí no me falta nada en esa casa: jamón, huevos, chocolate, pan fresco y mantequilla por la mañana; casi un banquete a mediodía; por la tarde, a las cuatro, chocolate, pan y mantequilla; a las siete, otro banquete; a las doce, un tentenpiés riquísimo; por la madrugada, leche con gengibre, galletas de soda, y queso rosqueforte. —¡Qué gusto! –exclama la vecina. —Si yo no fuera de tan poco apetito estaría como una bola, porque a la verdad, esa gente no tiene nada suyo. —¡Qué bueno! ¡Lo que vale ser servicial como tú!… —¡Ay, hija!, yo creo que si hay gloria, para allá voy el día que me muera. —Así mismito, bien te lo mereces. —Bueno, te dejo porque no vine más que a darle un vistazo a la casa. Tengo que irme enseguida. La pobre señora no puede moverse sin mí. ¡Adiós! —Adiós, y que vuelvas pronto, Nico. —Ojalá. Ahora mismo voy a ordenar una misa de salud. —¡Adiós! —¡Adiós!
Doña Nico comenzó a colocar las cosas, ya limpias, en su puesto. Sacó del maletín que había traído, dos trajes casi nuevos, que le regaló la esposa del enfermo; tres cortes de traje, regalo de la hija; algunas cajas de ampolletas sobrantes de suero; otras de cacodilatos; algunas latas de conservas; varios pares de media y un millón de menesteres más con que la habían obsequiado generosamente, por sus valiosos servicios, además de algunos billetitos de banco que ella cambiaría en oro acuñado para enterrarlo al pie del guayabo que crecía en el pequeño patio de su casa. —Ahora –se dijo– déjame volver, que esa pobre gente, tan sufrida y tan buena, no puede moverse sin mí. Ya de regreso en la casa, lo primero que hace es tocarle la frente al enfermo. —Está fresco –exclama–. ¿Se tomó las cucharadas? —Sí, doña Nico –contesta la esposa. 59
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—¿Le pusieron el lavado? —Ah, no; la esperábamos; usted sabe que él no quiere que nadie se los ponga más que usted. —Bueno, entonces, déjenme ir a la cocina a calentar el agua. Y empuja una puerta; cierra otra; cruza por entre las habitaciones; llama a las criadas; ordena, manda, discute, pone a hervir el agua, y entonces, con voz imperativa, pide a los familiares dejarla sola. —Con cuidado, don Ramón; no se apure; póngase así, así, así; no se mueva… ahora… ve usted que bien.
Pero don Ramón de súbito se ha agravado, y también súbitamente se ha ido de la vida. Doña Nico se adueña del muerto; recoge en su corazón las lamentaciones de la esposa inconsolable; los ayes de los hijos; los abrazos condolidos de los amigos; los comentarios generales alrededor de la irreparable desaparición, y entonces, toma posesión de la absoluta dirección de la casa. ¿Cómo va la esposa, en tan duro trance, a atender a nada? ¿Cómo, los hijos y las hijas del difunto? Doña Nico enciende las velas de la ardiente capilla; doña Nico ordena y administra el reparto del café, pan y queso del velorio; doña Nico, en fin, estará al punto de todo, hasta que la cruz llegue por el cadáver. Doña Nico, así luego, fatigada, vencida casi, se iría a buscar el reposo en su casa abandonada desde hace cerca de dos meses; pero, es obligación que se ha impuesto la de estar presente los nueve días subsiguientes para dirigir los rezos en favor del alma del difunto. Durante estos nueve días, doña Nico aún conserva la casi total administración de los asuntos de la casa. —Yo quisiera irme ya –exclama dirigiéndose a la viuda inconsolada. Pero la viuda la dice suplicante: —No me deje, doña Nico. ¿Cómo voy a hacerme ahora sin Ramón? Y doña Nico se queda, asiste a la lectura de la testamentaria, y días después, recibe algún regalo que con pena y con cierta resistencia, al fin acepta, para dedicarse, en la tranquilidad de su casa, a leer las crónicas del diario que no tardarán mucho en hacerla saltar en un conmovido gesto de piedad hacia otro grave don Ramón que esté a punto de pasar a mejor vida. Mientras tanto, doña Nico vestirá lujosamente a su bello Niño Jesús, para que comience sus visitas y retorne de ellas con el tesoro de sus manos llenas de brillantes lentejas.
GUSTAVO A. DÍAZ (N. 1882)*
Dos veces capitán
El Capitán Diego Molina había alcanzado su grado, cuando todavía en las milicias nacionales existían grados subalternos y cada marcial insignia rememoraba una épica *Gustavo A. Díaz. Licenciado en Derecho. Ha sido Encargado de Negocios, Presidente del Senado, Consultor Jurídico en la Presidencia de la República, y, finalmente, miembro de la Corte Suprema de Justicia.
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proeza. Su grado era su honra; y el despacho en que se lo consignaron, la siguiente mañana de la batalla de Santomé, era la única cosa escrita que guardaba, con honores de reliquia. Diego Molina hizo su carrera, desde soldado, a las órdenes del General Santana, su “padrino de sangre”, como él lo llamaba, y a quien se sentía sometido, más que por todo precepto disciplinario, por ese rudo cariño que engendra en el alma de los bravos la comunión de peligros y victorias. Tenía para el viejo Libertador, más que eso, una veneración ciega y fanática, cuya única forma de expresión era un respeto casi trémulo que hacía del héroe un siervo. El Libertador, que lo había visto erguirse, radiante de bélica grandeza, y empinar su coraje por sobre la eminencia de todos los peligros, lo agasajaba con su confianza, que es el severo cariño de los jefes. Lo había visto apoderarse, en un arrebato de acometividad salvaje, de un cañón enemigo; lo había visto, impasible ante la muerte, arreglar el freno de su caballo, que una bala había roto. Cuando volvió el rústico prócer, después de su última ruta, a su descuidada heredad de las orillas del Seybo, llevó al triste bohío: un recóndito orgullo en el alma, una cicatriz profunda en la cabeza y su inmaculado despacho de Capitán de cazadores, que el propio General Santana había firmado. Pero sobrevinieron días de tristeza y de oprobio para la Patria que él también, con su esfuerzo y con su sangre, había creado, y que allá en lo hondo de su pecho siempre tuvo la firmeza y el calor de las pasiones que acendran almas primitivas. La bandera dominicana, que a sus ojos de guerrero fue siempre como la visión radiosa de la propia victoria, y que jamás vio plegarse en derrota ante las acometidas enemigas, ahora caía como un sudario sobre las muertas glorias de la República. La lúgubre tragedia moral de la Anexión se había consumado. El General Santana –pensaba él– se había vuelto loco, o le habían echado algún maleficio. El día que en el Seybo se izó la bandera española, el Capitán Molina no entró a la población, “porque eso él no lo había visto nunca, ni lo quería ver”. Y se quedó, fiero y huraño, en la rebelde soledad de su bohío, ¡que en medio de aquel tremendo naufragio moral fue un leño que no zozobró jamás! Un día le llevaron una carta en que el General Santana lo requería a la Capital. Dispuso en breve tiempo lo necesario para su viaje, y tras rápida jornada compareció ante su antiguo jefe. Se le había llamado para otorgarle una distinción que más le llenó de congoja y de rubor que de alegría. El General Santana, su protector; su “padrino de sangre”, había obtenido que se le reconociera su grado de Capitán, y ya lo había hecho inscribir en la llamada Reserva activa del ejército español. Fue como un viento de desolación lo que agitó su espíritu y aturdió su pensamiento, cuando oyó el severo acento del General: —Ya lo sabes. Desde hoy eres Capitán del ejército de la Reina de España, cuyas banderas defenderás conmigo. Es una alta merced que he alcanzado para ti, porque te creo digno de ella. A sus ojos asomó su alma, hosca y bravía, en una muda protesta. Y se alejó lleno de una callada turbación que parecía de orgullo, ¡que parecía de dolor! Se volvió a su retiro, inconforme y como abrumado por el peso de una tremenda infamación. ¡El General Santana le había perdido! ¡Lo había hecho oficial de los españoles! ¡Y tener 61
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que resignarse! porque lo que era él no tenía voluntad para oponerse a lo que el General resolviera. Callado y taciturno, por confesión suya nadie supo en el Seybo el resultado de aquella entrevista. Un silencio amargo selló sus labios, hasta la hora en que, ante su propia conciencia redimido, los desplegó en un altivo reproche.
La hora se la anunció un día la voz que desde la áspera manigua llamó a los dominicanos a la guerra santa de la Restauración. En su atormentado espíritu renacieron los vigores de otros tiempos; iluminó su pensamiento el albo resplandor de sus altivos ideales, y se aprestó a renovar sus pasadas gallardías de soldado. De un lado lo llamó un absurdo deber, a defender la bandera de España. De otro lado, desde su propia conciencia, desde su pasado, lo reclamó la Patria. Y se fue a la manigua. Se incorporó bizarramente a las tropas revolucionarias, bajo las órdenes del General Antonio Guzmán. Las altas empresas de la intrepidez llegaron pronto, y le brindaron a la gloriosa ambición que ardía en su pecho el anhelado instante. Suya fue la primera victoria que se alcanzó después de su incorporación a las tropas. Se fue como un león sobre el enemigo; se batió desesperadamente, y, cuando se reconcentraron las tropas después de terminada la batalla, trajo entre sus manos trémulas, hecha jirones, una bandera arrebatada a los españoles. La presentó, radiante de altivez, y dijo: —Mi General, si es que esto vale algo, voy a pedir la recompensa que ambiciono. —Para los valientes son las recompensas. —¡Yo quiero mis galones de Capitán! El General Guzmán no comprendió aquella extraña petición, hecha por quien llevaba honrosamente el grado que solicitaba. O estaba aquel hombre trastornado por la emoción, o rechazaba inexplicablemente el ascenso. —Capitán –le dijo– me parece muy extraño lo que le oigo decir. Tengo entendido que es ése precisamente su grado. —No, mi General. Yo era Capitán; pero el General Santana me degradó. Yo quiero volver a ser el Capitán Diego Molina, bajo la bandera dominicana. Aquel mismo día, que inmortalizó el heroísmo, fue proclamado Capitán del Ejército Restaurador, el bizarro Capitán Molina.
VIRGILIO DÍAZ ORDÓÑEZ (Ligio Vizardi) (N. 1895)*
Aquel hospital
Aquel hospital era tan moderno, de fachada tan elegante, que producía la impresión de un paredón de lujo contra el cual la muerte ejecutara una parte de sus habituales *Virgilio Díaz Ordóñez (Ligio Vizardi). Licenciado en Derecho, graduado en la Universidad de Santo Domingo. Poeta: autor de Los Nocturnos del olvido (1925), La sombra iluminada (1929), Figuras de Barro (1930); y de las novelas: Alma Antillana y Archipiélago. Actual Rector de la Universidad de Santo Domingo. Ha representado al país como Embajador en varias naciones y en las Naciones Unidas.
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fusilamientos diarios. Por el lado anterior, una escalinata de cinco gradas impecablemente blancas hacía pensar en un pentagrama sereno en donde el mármol soñara vibrar en melodías de vida y de esperanza. Del lado opuesto, otra escalinata más sencilla presenciaba cómo descendían a veces pequeños ataúdes, tan pequeños que parecían estuches de grandes violines. En el interior todo era nítido. Tabiques de cristal e instrumentos plateados daban la sensación de que se estaba frente a la vitrina de una joyería. Y por todas partes la nota blanca: en las paredes, en los lechos, en los uniformes de médicos y enfermeras. La sala de cirugía, con su lámpara cenital ovalada, imponía su austeridad silenciosa como si fuera una sagrada capilla. Se hubiera dicho que hasta el olor de aquel hospital era blanco, aséptico. Clínicos, especialistas, radiólogos, laboratoristas, cirujanos y enfermeras se deslizaban calladamente, como sombras blancas también, por los pasillos silenciosos. Movimientos precisos y economía de palabras parecía ser la tácita consigna. Pero el hospital era para niños; y los niños sonríen y juegan y cantan cuando el dolor, la fiebre o el delirio no los abaten. Y allí el silencio era ya el único juguete que ellos, elegidos precoces de la enfermedad, podían romper con frecuencia. La disciplina interior era estrictísima. Madres o padres, tutores o familiares, sólo podían visitar a sus niños, allí internados, los días viernes de cada semana, de dos a seis de la tarde, como regla invariable. Y aquel día era un viernes. Un ascensor silencioso, casi lúgubremente silencioso, me llevó en ruta vertical a uno de los pisos altos y me depositó calladamente sobre uno de los amplios corredores. Tanto silencio, tantas personas sin palabras, en marcha muda y rápida, producían un poco de angustia. Se adivinaba que detrás de aquel alineamiento de puertas cerradas bullía un pequeño mundo de niños enfermos, inocentes, que ignoraban la existencia de aquella discreta escalinata posterior por donde con frecuencia descendían las grandes cajas de violín y desde donde partían hacia el misterio los amiguitos que se ausentaban tendidos en un oscuro coche grande. Pasé junto a una de aquellas puertas, que estaba abierta. Pasé sin mirar al interior; pero en mis oídos quedó una voz que sonaba a música triste. Una voz infantil, suplicante, repetía una frasecita que no pude comprender y que era dicha con modulación enternecedora cada vez que alguien cruzaba frente a aquella puerta. Cuando llegué a la dirección todavía resonaba en mi oído la vocecita tenue, frágil, insistente. Las Oficinas de la Administración refulgían de orden y limpieza. Centenares de pequeñas gavetas blancas tapizaban gran parte de las paredes. Esas pequeñas gavetas guardaban millares de fichas, notas, diagnósticos, diagramas de temperatura, análisis: eran el registro, el archivo, la cronología y la historia de las enfermedades que habían pasado por miles de cuerpecitos que acaso ya no existían. Quizás, en forma inédita, aquello era una colección de errores de diagnóstico, de irreparables excesos de ciencia, de inútiles recordatorios del primo non nocere consagrado por el apotegma hipocrático. En aquellas gavetas estaban las enfermedades que habían perdido ya su cuerpo. En aquellos diminutos nichos la experiencia hablaba en estadísticas y tosía números. A la Dirección entraban y salían técnicos y enfermeras, con un rótulo rojo sobre el bolsillo izquierdo de las blancas blusas. Aquellos rótulos parecían escritos con la sangre de alguien. Junto al escritorio principal, masa cúbica y blanca como tope de cristal grueso que, como un 63
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espejo verdoso, se empeñaba en duplicar el rostro y los gestos del ocupadísimo Director, una pobre mujer humilde, con un pequeño bulto sostenido en sus manos chupadas por el hambre y supliciadas por trabajos rudos, esperaba una información que había solicitado. —No encuentro, doctor, a la internada número ciento cuarentitrés, –dijo una enfermera que se acercó al escritorio. —Yo dejé aquí a mi hijita el jueves pasado, –dijo la mujer–. Se llama Carmen, como yo. ¡Por favor, llámela, búsquela usted! Quiero verla hoy que es día en que está permitido visitar los enfermos. No podría resistir otra semana más sin verla. Los registros fueron nuevamente consultados. Carmen, Carmen, Carmen, repetía el Director después de preguntar otra vez por la fecha de ingreso, la edad de la internada, el nombre de los padres. De pronto el Director detuvo el índice de su mano derecha y mostró en una columna del registro algo a la enfermera. Director y enfermera cambiaron una mirada rápida y llena de comprensión. Y yo no sé cuál fue la voz que dijo: —Carmen, de siete años, cama número ciento cuarentitrés, falleció el miércoles y fue sepultada ayer jueves, a las diez de la mañana… Mientras esas palabras caían, como una sentencia misteriosa e injusta, sobre la pobre mujer, yo vi cómo de sus manos resbaló el pequeño bulto envuelto en papel, y cómo, al golpear sobre el suelo, se rasgó la frágil envoltura dejando en libertad un par de manzanas frescas y rosadas que rodaron casi alegremente, con algo de travesura infantil y como buscando las ausentes manecitas para las cuales estuvieron destinadas. Durante una hora estuve en las oficinas de la Administración. Retorné hacia los ascensores por el mismo amplio corredor que me sirvió para llegar hasta la Dirección. Otra vez las batas blancas con los hilillos rojos, las enfermeras y médicos presurosos y callados. Y otra vez algo en que había dejado de pensar: la vocecita suplicante que repetía para mí una frase ininteligible. Pero esta vez contuve un poco la marcha al acercarme al lugar de donde salía aquella súplica triste. Me detuve al fin frente a la puerta abierta y allí, con un paquete de ropitas humildes sobre las rodillas, un niño, con huella de lágrimas en las mejillas, me dijo: —¡Agüita, señor!, ¡agüita, señor! Por fin conocí la letra de la música triste que había escuchado una hora antes. Aquel niño tenía sed y pedía agua. Se encontraba en la sala destinada a los que habían sido dados de alta. Supliqué a una enfermera que ofreciera un poco de agua a aquella criatura sedienta que decía a todos los que pasaban ante la puerta: ¡agüita, señor! La enfermera fue generosa en explicaciones. En aquella pequeña sala deben ser recogidos por sus familiares los enfermos dados de alta. A los interesados se les avisa con suficiente anticipación para que estén allí en determinado día y hora. Para esa sala no hay, como es natural, enfermeras asignadas. El pequeño debió ser reclamado desde hacía tres horas; pero los padres o familiares no acababan de llegar. Quizás hacía tres horas que sentía sed… Pero la disciplina es estricta: para aquella sala no hay asignado ningún servidor especial. Mientras la enfermera monologaba sus explicaciones (que nadie había solicitado), el pequeño se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre el bulto de sus modestas ropitas, acaso soñando felizmente con muchos, muchos vasos inagotables de agua fresca… No sé cuanto tiempo más tardaron en venir a buscarlo. 64
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Y ya en el exterior, bajo un cielo espléndido, teniendo frente a mí la perspectiva alegre del camino y dejando a mis espaldas la masa simétrica y blanca, imponente y elegante del Hospital de Niños quedé sorprendido por mi propia voz cuando, pensando en voz alta, me oí decir: el Hospital es perfecto, moderno, admirable. Lo único que le falta es un poco, sólo un poco más de piedad…
FABIO FEDERICO FIALLO (1866-1942)*
El príncipe del mar
Aquel cuartito de Octavio era un caprichoso museo de exquisitos despojos femeniles. Allí se encontraban trofeos de todas las conquistas, laureles de todos los triunfos. Pero, ni la cajita de palo de rosa, donde alguien había sorprendido el oculto tesoro de la más hermosa y rubia y ondulante cabellera; ni el fino pañuelo de batista que ostentaba una corona de marquesa por blasón; ni el abanico de blonda y nácar, evocador de cierta leyenda sangrienta; ni la blanca liga de desposada…; ni los dos antifaces, negro y rojo el uno, rojo y negro el otro, que aún parecían conservar, frente a frente, la misma actitud hostil que una noche adoptaron al encontrarse en aquella misma alcoba sus respectivas dueñas; ni la sugestiva zapatilla azul que Octavio no tocaba sin besar, digna del breve pie de la Cenicienta; nada, nada mortificaba tanto mi curiosidad como la sarta de lindos caracolitos guardada devotamente en rico estuche de marfil. ¿Acaso este ateo impenitente abrigaba la cándida superstición de los amuletos? Una noche, por fin, interrogué a Octavio: —¿Y esto? —¿Eso?… ¡Ay! Es una historia bien triste la que me pides, la historia de un amor irreal. Miré con extrañeza a mi amigo. —¿Te sorprende la palabra en mis labios? —¿A qué ocultártelo? —Pues, escucha: Todas las tardes ella bajaba a la playa y allí acudía yo tan sólo por verla saltar descalza, de roca en roca, hasta alcanzar el abrupto peñón que se erguía en el mar, casi a la orilla, frontero al viejo torreón del castillo. Y poniendo aquel soberbio pedestal a su temprana hermosura, se hacía contemplar de las ondas, de las ondas a las que ella hablaba con la gracia y la majestad de una reina enamorada. ¿Qué les confiaba? No sé. Sin duda, embajadas de amor que las coquetuelas, modulando su canción de espuma, corrían alegres y presurosas a recibir, y presurosas y alegres se llevaban. Una tarde… ¡Oh!, ¡estaba más bella que nunca! Su flotante cabellera blonda parecía llenar el aire de átomos de oro, y en el azul de sus grandes pupilas se reflejaba algo de la imponente y bravía inmensidad del mar. Traía al cuello esa sarta de caracolitos que ha sido aguijón de tu curiosidad. Vino a mí, se sentó a mi lado sobre el césped, y me dijo: *Fabio Fiallo, poeta y prosista. Autor de Cuentos Frágiles –1908–, La Cita –1924–, Las Manzanas de Mefisto –1934–, Poema de la Niña que está en el Cielo –1935–, El Balcón de Psiquis –1936–, La Comisión Nacionalista Dominicana –1939–, Primavera Sentimental –1902–, Cantaba el Ruiseñor –1910–, Canciones de la Tarde –1920–, Canto a la Bandera –1925–, La Canción de la Vida –1926–.
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—¿Sabes que me llaman loca? —¿Quién? —Ellas, las envidiosas, las que odian mis cabellos porque él los besa, y mis ojos porque él se mira en ellos. —¿Él? —Sí, el Príncipe del mar, mi novio. Y al decir así, sacudió con arrogancia sus cabellos. —Cuéntame tus amores, preciosa niña. Miróme breves instantes en silencio; después, con acento que mi recuerdo doloroso convertía en murmullo, me contó: —Tú sabes que la tarde que enterraron a mi pobre madrecita quedé sola, sola en el mundo. Yo estaba muy triste, y una noche, para llorar con más desahogo, vine a orillas del mar y aquí caí dormida. Súpolo el Príncipe, y en su carro de perlas tirado por cuatro tritones acudió a consolarme. Me rogó que no sufriera y me dijo que yo era muy bonita y que él se casaría conmigo. —¿Cuándo es la boda? —No sé; ¡mucho tarda ya esa hora de suprema ventura! ¡Oh!, ¡esperar!… ¡Qué duro es esperar cuando el tiempo no marcha con la violencia que palpita el corazón! Y mientras exclamaba así, miraba con sus grandes pupilas azules las ondas que alegres murmuraban su canción. —¿Por qué esperar? —Mi palacio aún no está concluido. Un palacio hermosísimo de granito más blanco que el mármol, con galerías de nácar, grutas de perlas y bosques inmensos de coral. Serán mis pajes los delfines y las ondinas mis doncellas. ¡Qué feliz voy a ser! ¿no es verdad? —Sí, muy feliz. —Todas las noches durante mi sueño viene el Príncipe a visitarme. ¿Ves estos caracolitos? Cuentan las veces que nos encontramos. Tengo muchos, muchos; ellos alfombran mi cabaña. Hoy estamos a trece y ya tengo doce. Después prosiguió como en un ensueño: —Mi Príncipe, ¡cuán bello es! Tiene la cabellera negra y ensortijada, la frente pálida y hermosa, los ojos tristes y soñadores, el pecho alto y vigoroso, el talle elegante y fino, el ademán firme y cortés. Cuando cierro los ojos y le contemplo tan bello, siento impulsos de correr a su encuentro y lanzarme al mar… —Te ahogarías. —No. Los tritones me recogerían y en su carro conduciríanme al palacio; pero temo que mi Príncipe se enoje. Y se alejó susurrando dulcemente un canto de amor. Tres días después ocurrió el hecho fatal. Corrí a la playa donde yacía tendida sobre el abrupto peñón que tantas veces había servido de soberbio pedestal a su hermosura. Un hilo de sangre corríale por la sien y manchaba de púrpura el oro de sus cabellos; por sus labios amoratados parecía aún vagar una sonrisa, sonrisa de mujer enamorada que corre al encuentro del amado, y del cándido cuello pendía la sarta de caracolitos que habían marcado las horas felices de aquel mes. Los conté: ¡doce! ¡Eran los mismos que me había enseñado! Desde aquel día no había vuelto el Príncipe y la visionaria se había lanzado al mar en su busca.
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FEDERICO GARCÍA GODOY (1857-1924)*
La cita
Dormía voluptuosamente la siesta en una hamaca el coronel Virico García cuando un ruido de voces en la puerta del rancho en que se alojaba en compañía de dos oficiales de las reservas lo despertó de una manera algo brusca… —Coronel, aquí hay un hombre que quiere verle ahora mismo, –le dijo un fornido negro, especie de Hércules de ébano que le servía de asistente. —Que pase, que pase… La figura de un campesino vestido paupérrimamente, lleno de manchas de lodo, interceptando la luz, destacóse en el estrecho espacio de la puerta de la rudimentaria barraca… Un instante bastó para que el coronel Virico lo reconociese, a pesar de haberse por completo afeitado el bigote y llevar por todo calzado unas rústicas soletas. Caía en aquel momento una lluvia muy tenue. —¡Fonso! Acabas de llegar seguramente. Siéntate, siéntate, –y le señalaba dos sillas serranas desvencijadas que había en el cuarto–. Por dicha estamos solos… No te esperaba tan pronto, a pesar de lo que me dijiste ayer… Como una especie de incesante zumbido de colmena, los mil rumores confusos de un campamento en plena actividad venían de afuera, a veces como tenues susurros, a veces como encrespamiento de oleaje rugiente. Cerca de dos mil hombres allí acampados ponían sobre aquel trozo de llanura como una nota de vida continua e intensa. Empezaba a declinar la tarde, una tarde de cielo plomizo, fría, lluviosa, que esparcía no sé qué tonos de lúgubre opacidad, no sé qué tintes de cadavérica palidez sobre el paisaje circunstante. Cosas y personas parecían como sumergidas en un ambiente gris, de suprema melancolía… En la sabana de Juan Álvarez, conquistada a fuego y sangre al enemigo, hacía ya días que Santana había establecido el campamento de las tropas con que salió de Santo Domingo para aplastar la revolución estallada en el Cibao. Extensa y pintoresca, la sabana se dilataba hasta confundirse con los bosques que como espesa faja de un verde muy oscuro parecían por todas partes servirle de infranqueable límite. El río, el Guanuma, muy encajonado, corría sobre un lecho fangoso, a veces creciendo de manera rápida e imprevista hasta hacer muy difícil el paso. Diversas avanzadas, colocadas en puntos bien escogidos, mantenían a toda hora una cuidadosa vigilancia. El enemigo solía acercarse para desde el borde del bosque disparar a mansalva algunos tiritos… En la Bomba, bien resguardados se situaron el hospital y los almacenes. En desordenada profusión, desparramadas irregularmente, tiendas de campaña, chozas apresuradamente construidas, chicas y grandes, ocupan una vasta porción de la amplia sabana. Cobertizos muy prolongados sirven de alojamiento a la tropa. Aquí y allá, minúsculas cañadas, charcos de agua cenagosa cubiertos de obscura lama contrastan con el verde tierno del césped que se extiende hasta perderse de vista. En la larga y rústica casa que sirve de hospital se amontonan en catres y hamacas los numerosísimos *F.G.G. Obras: Crítica literaria: Recuerdos y Opiniones (1888), Impresiones (1899), Perfiles y Relieves (1907), La hora que pasa (1910), Páginas efímeras (1912), Literatura americana (1915), De aquí y de allá (1916), Americanismo literario (1918), Ensayos: José Martí, Alma Dominicana, Guanuma, El Derrumbe (obra ésta incinerada por el gobierno militar impuesto a la República Dominicana por Estados Unidos de América). Novela corta: Margarita (1888) y Cuentos: Sor Clara (1898). Hizo además labor de periodista; fue diputado al Congreso Nacional.
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enfermos de la tropa española. Por falta de catres o hamacas, algunos yacen tendidos en lechos de serones o de yaguas. Las fiebres palúdicas, las perniciosas, la disentería, se ceban en aquellos soldados peninsulares no acostumbrados al enervante clima de estos países intertropicales. Las deserciones frecuentísimas de las milicias del país y las numerosas enfermedades han reducida considerablemente el número de hombres de aquella fuerte columna… Hacía rato que había escampado, aunque el tiempo no presentaba trazas de serenarse. El crepúsculo, de un gris intenso, se diluía lentamente en las primeras sombras de una triste noche de octubre. Muy salteadas, en escaso número, principiaban a brillar tenues luces en algunas chozas. El coronel Virico y Fonso, el primero con un farolillo en la mano, tan pronto cerró la noche, a guisa de paseo, empezaron a recorrer en todos sentidos el campamento. Con las nuevas explicaciones de su compañero y con lo que había podido observar aquella tarde, creíase ya Fonso en capacidad de poder suministrar al gobierno provisional datos positivos que suponía de bastante importancia… Ambos avanzaban lentamente, desechando los pantanos, salvando las cortaduras del terreno, abriéndose camino al través de obstáculos en realidad insignificantes; pero que la creciente obscuridad revestía de temerosos aspectos. El coronel, acostumbrado a inspecciones de vigilancia nocturna y gran conocedor del terreno, guiaba expertamente. Reinaba sepulcral silencio en algunas chozas, que semejaban como tumbas de una vasta necrópolis. En una de las chozas, la mejor alumbrada, algunos oficiales jugaban al dominó. Agrupados en torno, familiarmente, algunos camaradas siguen con interés las jugadas comentándolas en alta voz… Noche, noche intensamente negra. El cielo obscurísimo, lleno de nubes, descubre, a raros intervalos, el resplandor de una que otra lejana estrella. Ambos, como movidos por la misma fuerza, se detienen repentinamente. De un bohío inmediato, quejumbrosas, sollozantes, se escapan las dolientes notas de una guitarra. Un sargento de Bailén mueve con hábil mano las cuerdas. En la silente noche, en aquel augusto recogimiento de las cosas, bajo el cielo sombrío, esos sonidos impregnados de hondas nostalgias parecen como la evocación plañidera de cosas amadas perdidas en melancólicas lejanías… Tal vez en esos arpegios palpita el recuerdo de la madrecita que reza por él en la iglesia de su aldea; tal vez en ellos flota la imagen de la mujer querida que lo aguarda; acaso palpita en esos sones la visión de alguna casa de Cádiz o de Sevilla, donde en tiempos desvanecidos en tristes realidades apuró sendas copas de manzanilla en compañía de fácil y garrida moza tocada con vistosa mantilla… Siguen, siguen… Ante los dos exploradores nocturnos, álzase ahora una choza más grande y mejor construida que las otras en cuya puerta hace centinela un soldado con bayoneta calada. Cerca del bohío, en un tosco banco, bostezan o dormitan sus compañeros de guardia. En el interior, un hombre corpulento, de rudo aspecto, de imperativo gesto, desde la hamaca en que está sentado dicta algo a un joven que sin levantar la cabeza escribe apresuradamente. El viento hace a cada momento oscilar las luces de las dos velas de un candelabro de metal colocado en la mesa que sirve de escritorio… El coronel Virico toca en un brazo a Fonso, y le dice en voz baja: el general… Como fascinado, Fonso se detiene clavado en el suelo por una fuerza superior. A la distancia, lejanos, óyense los ¡quién vive! de los vigilantes centinelas. Dos tiros lejanos interrumpen el silencio de la noche sin que parezcan llamar la atención del general y del secretario que llena con letra cursiva hoja tras hoja de papel. Fonso Ortiz continúa con la vista fija en el Marqués de las Carreras… 68
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II En las vastas profundidades del bosque tropical, a medida que avanzaban cautelosamente al través del ramaje entrelazado en busca de un paraje bien retirado del camino real donde pudiesen conversar a sus anchas sin el más leve temor de ser oídos, empezaba la tarde a revestirse de tonos grises, a esparcir jirones de tenue sombra sumergiendo los objetos en una semi-obscuridad que se espesaba lentamente… Afuera, en el llano, todavía reinaba bastante claridad. En el fondo de la llanura, en la lejanía, los picos de las primeras estribaciones de la cordillera central se recortaban con perfecta limpidez en el horizonte todavía iluminado por los resplandores de la tarde que caía. Sobre la llanura vasta y silenciosa, corría un vientecillo sutil haciendo oscilar el tostado pajonal en que, aquí y allá, como hundidos en un mar de extraño verdor pastaban sosegadamente algunos animales… Fonso Ortiz y el coronel Virico, uno detrás del otro, continuaban abriéndose paso por entre la maleza cada vez más inextricable. Ante ellos, a sus lados lo mismo que por detrás, surgían con profusión robustos troncos de árboles en cuyas copas frondosas, por entre las ramas estremecidas, penetraban los dardos solares a manera de largas rayas de luz, y a cada paso tropezaban con las raíces desparramadas sobre el suelo como formidables tentáculos de animales pertenecientes a no sé que misteriosa fauna desconocida… Suponiendo ya el lugar bastante resguardado, Fonso Ortiz se detuvo algo cansado de aquella fatigosa caminata. Virico lo estaba también. El coronel era un mulato muy claro, casi blanco, de treinticinco a cuarenta años, corpulento, de fisonomía expresiva siempre iluminada por una sonrisa, verdadero tipo militar que a todo el mundo resultaba extremadamente simpático… Nadie hubiera podido percatarse de la presencia de ambos en aquel oculto rincón del bosque visitado sólo por algunos animales. Era ya hora de que pusiesen en movimiento la lengua… —Y bien –interrogó Fonso– ¿qué ha sido de ti desde que nos separamos en Santiago, te acuerdas, aquella noche de Carnaval en que corrimos juntos tamaña juerga? Estabas alegre, lo que se dice muy alegre… Créelo, chico, con algunos tragos más eras hombre al agua… —Nunca he olvidado esa noche en que me salvaste el pellejo. Después de Dios, a ti te debo el estarlo contando. La culpa la tuvo aquella mascarita del baile a que fuimos en los Chachases. Coqueteó conmigo cuanto le dio la gana pero no pude conseguir nada de ella; nada, créelo, ni pizca… Era una gran hembra… ¡Pero qué hombre aquel tan celoso, Virgen Santísima! Desde que principié a bailar con ella estaba acechándome… Y si tú no le desvías el brazo y lo sujetas en el momento en que me fue encima con un puñal, adiós coronel Virico… Dos días después, sin despedirme de ti, pues me dijeron que estabas en el campo, regresé a Santo Domingo muy satisfecho de mi paseo a Santiago… —Se dijo poco después que te habías retirado del servicio… —Estaba disgustado con lo de la anexión. Me había dedicado al comercio y empezaba a prosperar lo más quitado de bulla cuando al estallar la revolución me llamó el general para que lo acompañase al Cibao. No podía negarme, pues ya sabes que cuanto valgo se lo debo al general. Pero soy dominicano, y cuando ayer en el campamento recibí el papel que me enviaste con el vale Goyo me dio el corazón un vuelco. Inmediatamente resolví acudir a tu llamada y aquí me tienes… —No esperaba menos de ti. Allá todos te consideran como un buen dominicano. Don Benigno me dijo que conocía mucho tu familia. En ella todos son santanistas, pero eso no quita que quieran la libertad de su país. En nombre de él te hablo. No pretendo que traiciones a Santana, pues ya sé que no lo harías. Lo que quiero es que me prestes tu ayuda para 69
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salir con bien de una empresa que me han confiado. Cumple con lo que crees tu deber no abandonando a Santana. No te lo censuro. La gratitud es el primer deber en todo hombre bien nacido. Pero eso no impide que puedas hacer algo por tu patria. La revolución avanza triunfante. En Santiago está ya instalado el gobierno provisional. Los españoles sólo tienen en el Cibao el fuerte de Puerto Plata. Dime con franqueza… ¿Viene o no Santana al Cibao? —Creo que ni aun él mismo lo sabe, amigo Fonso… ¡Pobre General! Él creía otra cosa. Él esperaba que los blancos gobernasen mejor. Si hizo la Anexión, júralo, puedes jurarlo, fue para salvarnos de los haitianos para siempre. —Y quedarse él y su gente con la batuta por los siglos de los siglos… —Entonces no hubiera renunciado el mando como lo hizo de su espontánea voluntad… Pero lo cierto es que el general está enfermo, aburrido, llevándoselo el diablo con las dificultades que para que fracase le pone día por día el Capitán General… —En el Bonao cuentan que los oficiales españoles le faltan el respeto a cada momento… —Embuste, embuste, –replicó presuroso el coronel Virico–. Bueno es el viejo para soportar que nadie le tosa en la cara. El sábado lo probó retebién. Había prohibido que los oficiales llevasen impermeables por “no ser prenda de vestuario”… Llovía que era un diluvio, ¡Virgen de la Altagracia!… El General en su rancho se mecía en una hamaca mirando hacia fuera. Estaba ese día de pésimo genio. De pronto ve a un teniente que pasaba muy bien arrebujado en su impermeable… Rápido, de un salto, se tiró de la hamaca, y sin decir palabra, corrió tras el oficial, lo agarró por el cuello, y después de quitarle la capa lo metió a empujones en el calabozo… —Pero ¿qué se propone actualmente? —No creo que piense ir al Cibao; por lo menos tan pronto como se dice. El general tiene muy buen olfato y no quiere moverse sin dejar muy bien cubierta su espalda. Hay malos síntomas. Las deserciones y las enfermedades aumentan. En la Capital se asegura que de España viene una escuadra con mucha tropa. El general tiene el alma en un hilo temiendo que el Seybo se descomponga. Empieza ya a sospechar de algunos en quienes tenía confianza. Los jefes españoles dicen que con excepción de Suero, Contreras, los Puello y algunos otros, muy pocos, todos los dominicanos que sirven a España están jugando a dos manos. —Y es natural. Cada uno debe estar con los suyos. Si los nuestros llegan a ponerle la mano encima a Santana lo fusilan en lo que canta un gallo. El gobierno ha dado un decreto autorizando al jefe que lo aprese a romperle inmediatamente el pescuezo… —¡Pobre general! Créelo, Fonso, no es tan malo como dicen sus enemigos. Nunca supuso que al quitar la bandera iban a pasar tantas barbaridades. No creyó jamás que al hacernos españoles lloverían sobre su país mayores desgracias que las producidas por las guerras con los haitianos… Mientras conversaban, Fonso Ortiz se había levantado tomando ambos amigos la dirección del sitio en que habían dejado las monturas. Virico le seguía dando noticias pormenorizadas respecto del número y clase de tropa acampada en Guanuma. El general decía públicamente que tan pronto llegasen los refuerzos que había pedido a la Capital, para reponer las bajas sufridas por las deserciones y las enfermedades y pudiera dejar bien cubierta su retaguardia, continuaría su movimiento de avance; pero Virico creía, por muchísimas razones, que tal avance no sería posible por ahora… Con esa celeridad con que acostumbraba tomar sus resoluciones, decidió Fonso, acto continuo, trasladarse en persona al campamento de Guanuma, y de ahí, siempre trajeado como un 70
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campesino, seguir viaje hasta la misma Capital y comunicar algunas instrucciones a la Junta secreta que dirigía allí el cotarro revolucionario. El coronel Virico procuró disuadirlo de tan peligroso empeño. Si por cualquier casualidad se descubría quién era, cuatro tiros lo despacharían incontinente al otro mundo como espía. Y con los pésimos antecedentes que tenía… —Tengo que ir y lo haré aunque pierda la vida. Esta noche escribiré al general Salcedo informándole de todo lo que he podido saber y mañana me presento en el campamento fingiendo ser un peón de la finca del vale Goyo, que quiere colocarse en el servicio de convoyes que se mantiene con Santo Domingo. Lo único que exijo de ti es que pongas lo que puedas de tu parte para que me acepten… No creo eso cosa difícil… El coronel Virico no opuso a esto ninguna objeción seria. Le recomendó únicamente que no llevara sobre sí ningún papel que pudiera comprometerle. Había que prever cualquier endiablado percance… Avanzaban con trabajo por en medio del bosque espeso. Hilos de tenue claridad muy vaga, que iba atenuándose rápidamente, se filtraban aún al través del espeso ramaje. Al salir del bosque se dieron un fuerte apretón de manos. Momentos después ambos se alejaban por distinto rumbo espoleando sus respectivas cabalgaduras. Comenzaban a oírse vagos rumores. La naturaleza se aletargaba en una paz infinita, en un silencio solemne interrumpido solamente por el monótono estridor de los grillos y lejanos relinchos de caballos. Anochecía…
MÁXIMO GÓMEZ (1836-1905) El sueño del guerrero Para Clemencita Gómez Toro
…Desaparecía el sol; apenas doraba con sus últimos rayos las cimas de las altas montañas del Jatibonico: el alborotoso pájaro negro1, escondiéndose en el ramaje de las altísimas palmas y de los corpulentos árboles, puso término a su atormentadora algarabía… ………………………………………………………………………………………………………… Al fin el Corneta de Órdenes tocó silencio; los demás lo repitieron y apenas se extinguió el eco prolongado de esta consigna, cuando quedó todo el campamento sumergido en el más profundo silencio y obscuridad. Y yo me tendí cuan largo soy, en mi hamaca de campaña. Pasado un momento, un hombre, un anciano de aspecto venerable, con blando paso que apenas se siente, se acerca a mi tienda y, como quien no desea ser oído de otro, pide permiso para hablarme, entra y se sienta. Quedéme un tanto sorprendido al apercibirme de aquel extraño desconocido que así se atrevía a faltar a esas horas a la consigna; pero al fin accedí a su súplica, y le permití que hablase, lo que hizo de la manera siguiente: —”Mi nombre poco te importa saberlo; y la mansión de donde vengo, tampoco es del caso que lo sepas; es inútil que me lo preguntes pues no te lo diría; lo que quiero que sepas, y es lo que importa, es mi historia. Nací pobre, mi alumbramiento costó la vida a mi madre; apenas fui amparado por la Fortuna, pronto el Destino me dejó huérfano, y quedé solo vagando entre los hombres como el fragmento, en el espacio, de un planeta muerto. Para Alusión al Cao.
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mi mayor tortura, puso Dios una idea en mi mente que a medida que el tiempo pasaba y los años maduraban mis juicios, quemaba mi cerebro como lava ardiente, comprimida en el fondo de apagado volcán, y me devoraba el corazón, como el apasionado de una belleza ideal que huyese al contacto de su ardiente mirada. ¡Ah! ¡cuánto he sufrido antes, y cuánto he padecido después!… Cuántas veces he maldecido mi existencia, pesándome hasta haber nacido…” Al mismo tiempo que aquel anciano proseguía en su narración, su semblante se iluminaba con una aureola casi divina, y mi espíritu se sentía sobrecogido por una especie de religioso temor. Después de una breve pausa, continuó, y yo escuchaba asombrado. —”Sometido a varias torturas y contrariedades, víctima de infamias y desprecios, por entre peligros y escollos, solo, perdido y desamparado, sin más amparo que Dios, pude al fin realizar mi empresa, y arranqué al Mundo –para el Mundo mismo– un portentoso secreto. Entonces el Universo entero me saludó entusiasmado, y me apellidó El Glorioso. Las naciones todas me rindieron adoración y respeto, y reyes hubo que se sintieron humillados y empequeñecidos ante la majestad y grandeza de mi gloria. Los más pequeños me creyeron un Dios, y besaban de rodillas mis vestiduras. Rodeado de tanto agasajo y ovaciones humanas, colocado de pie encima de pedestal tan alto como el Sol; alumbrando los rayos de mi gloria dos Mundos a la vez, no sintió mi corazón –por fortuna mía– el tormento de la vanidad y la soberbia: antes por el contrario, yo sentía en mi alma un secreto dolor que me consumía sin podérmelo explicar. Sobre mi corazón y mi conciencia pesaba un insoportable remordimiento y en vano trataba de averiguar la causa. Era la tortura del criminal a solas temblando ante la presencia de su interno y severo juez. Inútilmente interrogaba mi pasado, y me detenía a escudriñar mi presente; ningún acto mío acusaba mi alma de maldad. La blanca túnica de mi inocencia no estaba manchada con ningún crimen mundanal; yo no había hecho más que obras de bien; yo no había amado nunca sobre la tierra más que a dos deidades: la Ciencia y la Virtud, que eso es amar a Dios. “Yo no había hecho, en fin, derramar una lágrima, sino más bien provocar sonrisas y alegrías. ¿Por qué, pues, tan tremendo castigo de la inquietud tan acerba y constante que acosaba mi espíritu y que no me dejaba gozar de las delicias que proporcionan la Gloria y la Fama?… Loco me fui adonde el cóndor hace su nido y desde allí –en la soledad del desierto– llamé a los espíritus para que dijeran la causa de mi secreta angustia; y ni el desierto ni los espíritus, me contestaron; tan sólo el silencio y el vacío me circundaban. No pudiendo resistir más mi existencia, pesada como un fardo, en un impulso irresistible de desesperación, quise arrojarme al torrente y una mano invisible me separó del peligro. “Crucé entonces el océano y suplicante interrogué al mar y a la tempestad; y el trueno ahogó mi voz. Desesperado me precipité a los abismos para concluir con el dolor de mi existencia desapareciendo en sus insondables misterios; pero una mano invisible me salvó medio muerto y me arrojó –como el despojo de un naufragio– sobre la arena de la playa. Incorporado apenas, sentí de nuevo en mi pecho el diente que me mordía y me devoraba… ¿por qué, oh cielos, tan cruel tortura? Decídmelo… ¿Cuál ha sido mi gran culpa? Los cielos guardaron silencio. No contento el Destino con el suplicio a que eternamente me había condenado, preparó la Envidia y la Calumnia que armadas me asaltaron en el camino, y los hombres se hicieron mis enemigos y me vejaron y me despreciaron. Largo tiempo –como un mendigo– vagué entre ellos cual un desconocido y apestado. Y cuando creí curarme de mis dolores, porque se cumplió el plazo y abandoné la envoltura que aquí me retenía, me 72
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elevé a la mansión en donde termina el misterio de la vida. Yo aparecí entonces manchado de sangre”. —¿Y tú quién eres, asesino? –exclamé indignado, sin poderme contener y borrándose de improviso en mi ánimo la impresión de compasión y de ternura que aquel ente singular y desconocido me había inspirado, con la narración de sus desdichas. —”Aguarda –me dijo con calma y gravedad aterratoras– aún no he terminado; no me juzgues sin haber antes acabado de oírme. En vez de condenarme, con tu alma grande me tendrás lástima. Demasiado desgraciado he sido, –dijo–, y continuó: Si en la tierra fui un paria desheredado, sin asilo y sin fortuna, en la mansión de los justos me está prohibido entrar sin el perdón de dos razas; porque ha caído sobre mí –como lava ardiente de encendido volcán– la sangre de una raza inocente extinguida; y desde aquella terrible hecatombe quedó marcado sobre mi nombre y mi conciencia, como un hierro candente, el crimen de haber descubierto un mundo y el de haberlo entregado a la barbarie y la usurpación. “Recogieron los hijos de los nuevos pobladores la desgraciada herencia de tormentos y martirios que les legó la raza desaparecida al furor de los conquistadores, bárbaros y estúpidos. Y tú, insigne, ilustre guerrero, que ya estás en víspera de terminar la gran obra de la Redención de esta Tierra, por mí descubierta, vengo aquí –postrado a tus pies– a suplicarte me consigas el perdón de todos los tuyos y quede cumplida la Eterna Sentencia… Soy Colón” –dijo, y calló… Un sonido estridente me sacó de aquel estado: el corneta tocó diana. Era un sueño. Cuartel General de La Demajagua. Junio, 1889.
FEDERICO HENRÍQUEZ Y CARVAJAL (1848-1951)
Humorada trágica
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Sita en la linde oeste de la villa, aislada en su solar urbano, había una casa de madera pintada a dos colores: azul i crema. Circuíala una galería de torneadas columnas. Por ellas subía en espiras la trepadora madreselva. El interior se distribuía en cinco piezas: sala, comedor i tres alcobas. En el patio –un cuadrado con arbustos florales– erguíase un árbol, atalaya i nido de ruiseñores, que convidaba a dormir la siesta bajo el quitasol esmeralda de su tupida fronda. Tres damiselas, no familiares, tenían su morada en ese alegre hogar sin fogones ni estufas. No eran las Gracias del helenismo ni las Marías del cristianismo. Eran cortesanas a la moda, con algunos rasgos de belleza juvenil i no pocos de buen humor, nacidas en andaluces lares, tal vez en cármenes granadinos, i sacadas de pila con sendos nombres de esos que guarda el santoral o que ofrecen las hojas diarias del calendario. Concepción, Susana e Inocencia –respectivamente– eran sus nombres de pila. Con esos fueron inscritas en el registro parroquial del templo católico en que cada una de ellas recibió el agua del bautismo. En el mundo era otra cosa. En el mundo –el suyo– conocíaselas con estos apelativos disílabos: Pura, Casta y Niña. Era evidente que de cada nombre propio fue deducido el que cada una de ellas llevaba i hasta con ufanía. 73
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Las tres estaban en la primavera de la vida i las tres eran hetairas. Hacían la vida en común i como si fuesen hermanas: hermanas en la servidumbre del placer furtivo i efímero. Luego –en el medio día de su vida licenciosa– lo serían por el legado prematuro de su anómala existencia: el dolor, la inopia i el hospicio. ¡Lástima de juventud florida que a diario se mustia i se deshoja al fuego de la lascivia! Dos de ellas –Casta i Pura– lucían el mismo color mate-moreno –suele decirse en el solar hispano– i ambas tenían, como los ojos, negro el pelo de ondulada caída. Las manos, mórbidas, eran pequeñas; los pies, menudos, les cabían en las manos. Coincidían también en gustos i carácter. Hacían, por eso, mui buenas migas. La Niña, por el contrario, era gruesa, casi redonda, cuellicorta. Tenía los ojos garzos y el cabello como oro en ascuas. La piel, mui fina, tenía el color i el brillo del alabastro; encendíasele, a menudo, en el rostro, con oleadas de sangre a flor de cutis. Su grosura no era óbice a su apetito desordenado. La gula había hecho presa en su insaciado organismo físico. —Vas a reventar, chica, como un globo inflado con aire –decíanle a menudo sus dos amigas, delgadas i esbeltas, que eran parcas en el comer i sobrias en el beber. En todo lo demás formaban un trío. Gustábales el canto. Bajo la copa del árbol, en horas de siesta, solían entonar canciones i puntos antillanos. Solían alternarlos con seguidillas i malagueñas o con soleares i cantares de la tierra de Mariasantísima. A veces, en la noche i a guisa de serenata, organizábase el concierto vocal en la galería i bajo la enredadera que ponía en la casa-quinta algo de misterio i algo de poesía. Entonces entraba en juego la guitarra a la par alegre i triste. Leían mui poco. Pero en veces saboreaban, como rara golosina, versos eróticos. Una los leía, o los recitaba, –no sin énfasis declamatorio– i todas los celebraban. El palique, en cambio, constituía para todas la comidilla cuotidiana. ¡Claro! En la charla se habla de todo i aún de todos. “La murmuración –se ha dicho i no de ahora– es un puntal de la vida”. Con él apuntalaban ellas la suya. El tránsito por aquella calle limítrofe era escaso. Entre los transeúntes, aves de paso, a la caída de la tarde, en ocasiones se veía pasar al venerable Cura de almas de la parroquia. Iba siempre, lentamente, sin volver la cara e inclinado bajo el peso de su edad provecta o de su espíritu lleno de virtudes. Era el anciano presbítero don Vicente Villanueva. Padre Vicente le llamaba el vecindario. Seis a siete lustros contaba en aquel curato. Era manso e ingenuo. Era un bueno i teníanle por un santo. El de Paúl le servía de modelo. Era, como él, caritativo i casto. Un aura de respeto i de cariño lo envolvía, como una aureola, dentro i fuera del templo.
Lucía la tarde de un día festivo. La villa estaba de gala. El trío había formado la tertulia en la galería i frente a la calle. Entreteníanse en ver la gente que iba o venía. El buen humor daba sueltas a la lengua i la lengua suelta destilaba acíbar sobre los transeúntes. Las damas salían peor libradas que los caballeros. En eso apareció el párroco. Iba cabizbajo, abstraído, según su costumbre. Tal vez lo llamaba la tierra… Memento homo… —Creí, por la falda, que el Cura era una de tantas… –dijo la Niña. —Anda, chica, deja en paz al señor Cura. —A ese viejo todos le debemos respeto. Es un santo. —¡Bah! Es un hombre i ha sido joven. ¡Quién sabe si todavía!… 74
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—Pues aseguran que nunca ha pecado. —Siempre ha vivido solo. Ni ama de llaves ni sobrino tiene… —¡Oh! cuando se muera, el pobrecito, será canonizado por sus virtudes i el almanaque traerá esta leyenda en su honor: San Vicente de la Aldea, Virgen i mártir. Una risa, clamorosa, coreó la irreverente burla de la atrevida hetaira. Ese mismo día, en la prima noche, hallábanse a la mesa. Era una cena opípara. Costeábanla dos apuestos jóvenes cogidos en la jaula del trío. El uno cortejaba a Pura; a Casta, el otro. La Niña echaba de menos un tercero. En todo era golosa. Se desquitaba comiendo i bebiendo. La conversación, por instantes, adquiría tonos subidos en color i ritmo. El vino se les subía a la cabeza. Entre sorbo i sorbo, como una saeta, volaba el dicho agudo i picante. El beso, a dúo, sellaba los labios agresivos. La Niña protestaba. Había comido i bebido con exceso. Estaba harta i un poco ebria; pero ayuna de caricias. Era un abuso. Hubo un rato de silencio. La Niña cavilaba. La austera figura del levita se dibujó en su imaginación enardecida. Se sonrió con una mueca satánica e hizo, en alta voz, esta afirmación provocativa: —Si el padre Vicente estuviese aquí lo haríamos caer en pecado… —No digas eso, Niña. El es inviolable. Sus canas le sirven de escudo. —El padre Vicente es un santo. —Apuesto –insistió la Niña– a que, si lo hiciésemos venir aquí, esta misma noche, se quemaría en el fuego de todos los besos que arden en mi boca. —¡Vanidosa! Pues yo apuesto a que te haría caer de rodillas i pedirle perdón por tu insolencia. —Eso mismo digo yo i voi en contra tuya. —Santurronas. Eso decís porque estáis acompañadas. Otra cosa diríais, egoístas, si estuviérais en mi caso. Los jóvenes, ajenos a la disputa, no cesaban de reír a mandíbula batiente. La Niña propuso: —Hágase la prueba. Yo me voi a la cama. Estoi enferma i necesito de los auxilios espirituales. Hai que llamar al Cura… —El caso es urgente i de conciencia… ¿Qué os parece? —La broma es pesada… —Pero digna de una tragicomedia –completó uno de los jóvenes. —Sea. Llamemos al párroco –concluyó Casta– antes de que la Niña se arrepienta o se despida en viaje por expreso para el otro barrio. Pura escribió unas líneas i –ya en la puerta de la calle– puso el papel i una moneda en las manos de un adolescente que acertó a pasar por allí en aquel instante. El mandadero, gustoso i listo, echó a correr con dirección a la morada del cura.
Media hora había transcurrido cuando –en ejercicio de su ministerio i llevando consigo el ánfora de los santos óleos– llegaba el padre Vicente a la casa de la enferma fingida. Desde la puerta hizo el saludo ritual del oficiante: —¿El Señor sea con vosotros! Pudo haber dicho “con vosotras”. Los jóvenes se habían refugiado en el lado opuesto de la galería. 75
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—Buenas noches, padre. —Entre. En aquella alcoba está la enferma. I le señalaban el aposento en donde estaba la Niña. La risa les retozaba en el cuerpo. El anciano sacerdote entró solo a la alcoba. Al entrar tuvo la sensación de la penumbra. Bajo una guardabrisa, color de ópalo, atenuaba la luz una lamparita. El anciano miró con su cansada vista. En el lecho había alguien. Una mujer, sin duda. Para confesarla había ido. Miró de nuevo… La joven hetaira, desnuda, parecía una estatua yacente. Oíase en la estancia un ronquido sordo. Allegóse a la cama, como quien mira i no ve; tomó la sábana de blanco lino, con mano trémula, i la subió hasta los hombros de la joven desnuda. Su mano rozó, ligeramente, con un seno de la enferma i lo sintió vibrar al contacto de su mano. No se inmutó por eso. Otro ronquido, sordo, se produjo en la abultada i enrojecida garganta de la Niña. —Hermana: aquí estoi. Vengo a confesarte. Pon tu fe i tu esperanza en el Cordero sin mancilla. Magdalena, la pecadora, fue perdonada por haber amado mucho i por haber creído. La joven hizo un esfuerzo, como si recuperase la conciencia, i se quedó mirando dulcemente al venerable anciano. Luego, casi afónica, como un eco sin palabra, articuló por sílabas esta frase de fe i de esperanza: —El padre Vicente es un santo i con su perdón i sus oraciones me abrirá las puertas del cielo. Se moría. La broma se había convertido en un drama. La Niña era presa de una apoplegía fulminante. ¡La infeliz! Había intentado salir del lecho, había querido gritar, i no pudo. Estaba a dos pasos de sus compañeras e iba a morirse abandonada i sola. ¡Pero ya no! El bondadoso Cura de almas se hallaba a su lado. Este volvió a llamarla. En vano: No contestó. La confesión era ya imposible. Se moría. Apenas había tiempo sino para administrarle la extremaunción. Eso hizo; la moribunda, con los ojos entreabiertos, sonreía… Así, sonreída, entró en el arcano del eterno sueño. El párroco tomó las manos de la muerta i se las puso en cruz encima del pecho. Le cerró los ojos. Oró por ella. E inclinándose, con piedad i ternura, ungió la frente de la pecadora con un ósculo de paz i de misericordia.
—¡La Niña ganó la apuesta! Era una algarada de voces ebrias i de risas locas. Las dos hetairas, seguidas por sus compañeros de orgía, habían creído ver que el anciano sacerdote deshojaba la flor de un beso en los burentes labios de la Niña. Entraban a la alcoba, para ver i celebrar el triunfo del placer i de la vida, harto efímero, i se hallaron con un cuadro de dolor y de muerte. El levita les salió al paso para decirles con voz unciosa: —Callaos. No la despertéis de su último sueño. No pude confesarla. Llegué tarde. Se moría con los ojos del alma fijos en el cielo. Sólo he podido ungirla, in extremi con los santos óleos i con el beso de paz i de amor en Cristo. ¡Dios la acoja en su seno i en su gloria! Casta i Pura –sobrecogidas de espanto i de angustia– cayeron a los pies del lecho mortuorio, musitando a dúo el padre nuestro. Luego, con un gesto fervoroso, cada una de ellas le tomó una de las manos al venerable Cura de almas para besársela. Era la atrición. Era el último dolor, medroso, de haber pecado con su complicidad en tal aventura sacrílega. I siempre de rodillas –como la cortesana de Magdala con el dulce Nazareno– 76
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I
cubrieron de besos i bañaron con sus lagrimas aquellas manos –lirios de castidad i de pureza– que acababan de administrar el último sacramento a la hetaira súbitamente fenecida. El padre Vicente trazó en el aire el signo de la cruz –símbolo de redención i de amor en Cristo– i las bendijo… Santiago de Cuba, 1922.
MAX HENRÍQUEZ UREÑA (N. 1885)
La conga se va…
—¡No sea freco! ¡No te conoco! —¡Deja la muchacha quieta! ¡Sinvergüenza! —¡Adió! ¿Qué se habrá figurao la negra vieja? ¡ni que la chiquita fuera de seluloide! ¿De dónde vendrán a la dos de la mañana? Pa mí que… El impertinente que así hablaba –un mulato vestido de blanco–, no pudo acabar la frase: junto a las dos mujeres apareció de súbito un mocetón de negra tez que le descargó en el rostro un tremendo puñetazo. Perdió el equilibrio el atrevido, que desde el borde de la estrecha acera se inclinaba con alcohólica efusión sobre la chiquilla, y rodó en el polvo. —¡Jesú! –gritó la negra, abrazándose a la niña. —No se asute bieja –exclamó con voz sosegada y firme el inesperado defensor–. Ese salao no se levanta deay en una hora. Si un polisía topa con él, pasará la noche en el bibac. ¿Dónde biben utedes? —Aquí serquita, en San Mateo casi esquina Carbario. —Boy con utedes. Y los tres echaron a andar. —Mucha grasia, joben –dijo la vieja al doblar la esquina. —No la merese. —Si no’e por uté, ese condenao no jecha a perdé la noche. ¿Cómo ‘e su grasia? —Mario Luna, pa serbirle. —¡Qué bonito suena ese nombre! –murmuró la chiquilla, mirándolo con sus grandes ojos expresivos. Pareció vacilar un momento y tras breve pausa inquirió: —¿Y cuántos años tienes? —¿Yo? Ando en diesisei… —¿Na má? Pué parese tener má. Te pasa lo que a mí, que tengo trese y tó er mundo cree que ando en lo quinse. Él la miró a su vez y no dijo nada. Al cabo de un rato preguntó: —¿Y tú cómo te yama? —¿Yo? ¡Tengo un nombre má feo! Juaniquita Lafori… —No hay nombre feo si se sabe yebá bien. —¡Qué grasioso! Parese que ere tan baliente como tan fino… Los dos se miraron y sonrieron. Nuevo silencio, que a los pocos momentos rompió la vieja: —¡Ay! Entoabía me dura er suto. Mira, muchacho, que la jubentú de hoy no sirbe pa na, mejorando lo presente. Tós son uno perdío, como er freco ese que preguntaba aónde íbamo 77
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de madrugá. Beníamo de la tumba fransesa ¿sabe? Dende chiquita aprendí a bailala, pero ya no la bailamo má que lo biejo. ¡Ese si ‘e baile fino! Hay mucha gente de arriba que pasa por ayí pa bela bailá. Un fransé de Fransia tubo a bela una noche y dijo que se paresía a un baile de su tierra, del tiempo de lo reye; desía que la yamaban minué. Yo yebo siempre a mi nieta pa que me acompañe y pa que aprenda. Pero lo jóbene de ahora no tan má que por er son, cuando no tán pensando en que yeguen lo carnabale pa salí en la conga. Y esa conga que salen ahora no son má que un relajo… —¡Ay! ¡Ma Juana, no diga eso, que yo me muero por la conga! ¿No le guta ese cantico que dise:
La conga se bá, Y yo me boy tras eya…?
—Céllate, muchacha, que ni yo ni tu mamá, que en gloria eté, salimo nunca en una conga. Y tú no irá tampoco. —¿Y qué otra dibersión tenemo en lo carnabale de Santiago de Cuba? Mire, agüela, lo blanco jasen su carnabale en febrero, con flore y papelito; pero lo bueno son lo carnabale de nosotro en julio, con mucha conga… El año pasao pasó por casa una conga grande, grande… ¡Cuánta gente!… Cuando la cabesa yegaba a Carbario, la cola pasaba toabía por la otra esquina… —Ahí taba yo –dijo Mario. —¿No lo dije? –interrumpió la abuela–. Si eta jubentú tá perdía. ¿Qué saca un muchacho como tú, que paese buena persona, con andá en ese relajo? Un día saldrá deay con la boca rota y jata con puñalá en er corasón… —¡Ay, agüela, no diga eso, por su madre! Mario soltó la carcajada. —¿Qué quiere usté, bieja? –dijo–. La jubentú ‘e pa dibertirse. Tó er que entra en la conga se siente alegre. En lo periódico se quejan a vese de que la autoridá deja salí las conga. Pero si le quitan eso ar pueblo ¿qué le ban a dejá? —Aquí ‘e –dijo la abuela deteniéndose ante una vetusta casucha que en su reducido frente lucía un amplio portón y una ventana con barrotes de madera–. Ya sabe, Mario, que aquí tiene tu casa. Date tu bueta por acá uno de eto día. Y que Dió te bendiga… —Grasia, bieja. Adiós, Juaniquita. —Adiooós, Mario. II
Mario volvió días después y gradualmente se habituó a frecuentar aquella casa y a oír de labios de Ma Juana el recuento de toda su vida. Ma Juana entretejía sus recuerdos como quien piensa en alta voz. El nombre de su marido, Esteban Lafori –criollo, mitad francés, mitad cubano–, brotaba a cada momento en su charla: Esteban fue en su tiempo el mejor carpintero de Santiago de Cuba; Esteban había torneado los barrotes de madera recia que lucía la ventana, y a él se debía casi toda la obra de carpintería de aquella casa, que era el fruto de sus ahorros. Cuando estalló la guerra de independencia, Esteban se fue al monte, y ella se puso a trabajar como lavandera para ganar su propio sustento y el de la única hija del matrimonio. Después no hubo más noticias de Esteban; parece que murió en la invasión a Occidente, no se sabe si de fiebre o de bala. ¡Qué lástima que Esteban no alcanzara a ver 78
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I
convertida en mujer, y en hermosa mujer, a la hijita que dejó de pocos meses! ¡A Juanita no había otra mulata que le pusiera el pie delante! ¡La pobre! Si Esteban hubiera vivido no pasa lo que pasó… Juanita, que tantos enamorados tuvo, dispuestos a casarse, y fue dejando pasar el tiempo sin decidirse por ninguno, puso un día los ojos en un desconocido que vino de otra provincia, y se dejó seducir por él. Después que la abandonó se supo que era casado. Esos amores fueron fatales para Juanita, que murió al dar a luz una niña… ¡Cómo se parecía Juaniquita a su madre: tenía su misma cara y su mismo cuerpo! Mario escuchaba entretenido, durante horas, esa animada reconstrucción del pasado; pero otras veces, como si esquivara la parlería torrencial de la vieja, daba desde la acera las buenas noches y se detenía en la ventana a hablar con Juaniquita. ¿De qué hablaban? Juaniquita no hilvanaba recuerdos, como su abuela, sino anhelos. Ansiaba romper con la paz de aquella vida que su abuela le había impuesto: soñaba con fiestas populares, suspiraba por ser reina de carnavales, sentía temblar sus pies ágiles con sólo evocar la idea del baile. ¡El baile! Ya en la tumba fransesa le concedían alguna vez un turno. Majestuosa y esbelta, marcaba el paso con gracia, y todo su cuerpo se estremecía con la rítmica ondulación de sus caderas cuando, erguido el busto donde los senos eréctiles parecían horadar el corpiño, daba la vuelta al salón bajo la caricia de cien ojos codiciosos que sentía clavarse en cada uno de sus poros cual ósculos de fuego. En más de una reunión familiar celebrada en el vecindario, Mario la sintió languidecer de deleite entre sus brazos al bailar el danzón: se unía a él con flexibilidad de serpiente, y si se separaban momentáneamente para hacer figuras de capricho, complacíase en marcar el compás a contratiempo para girar después hasta el vértigo sobre sí misma y caer de nuevo en brazos de su galán, en señal de abandono. Al poco tiempo de conocerse eran novios. III
Se acercaban los carnavales de verano. La época de la esclavitud implantó esta costumbre, en armonía con las necesidades de la industria azucarera. Consagrados los meses de invierno y primavera a la molienda de caña, sólo en el verano podían los esclavos libertarse del látigo del mayoral que les laceraba las espaldas y disfrutar de algunos momentos de solaz. Los amos les permitieron celebrar fiestas carnavalescas en los meses de julio y agosto. Después de extinguida la esclavitud, la tradición mantuvo la celebración de esa fiesta como diversión popular. —¡Estos carnabales sí que han a tar bueno! –decía Mario a Juaniquita en los primeros días de julio–. Ba a ber mucho jaleo, mucho baile y mucha recholata. Me han dicho que ban a sacá reina a una muchacha que trabaja en la fábrica de Martíne. ¡Ah! Y me han invitao a salí en una conga que dicen que ba a dejá chirriquiticas a toas las que se han bisto ata ahora. —¡Ay, Mario! ¡Yébame! —Pero muchacha, si tu agüela no te ba a dejá… a eya no hay quién la conbensa… —No importa: yébame. Dende chiquita toy loca por dir a una conga. Quiero dir manque sea una sola ves. ¡Qué gustaso tan grande me boy a dar si tú me yeba! ¡Y contigo, mi negro, eso será la gloria! —No sé cómo te bas a arreglá… Yo no me atrebo, bidita. —¿La conga no sale el benticuatro? —Sí, el día de Santa Cristina, y buelbe a salí al día siguiente, que ‘e Santiago, y al otro día, que ‘e Santa Ana. 79
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—Pué yo me hoy ar Santo de Critinita y de por ayí nos bamo… Ma Juana siempre me deja dir sola temprano y de ayí me traen. Esa noche le digo a Critinita que no pué sé que me quede, y tú me espera por ahí serca. —¿Y despué, si tu agüela lo sabe? —Ya beremo… —¡Jum! ¡No me guta! —¡Ay, Mario! Si tú me quiere de berdá, tú me yeba. —Bueno, prenda. Dios quiera que tó salga bien. —¡Cómo no! Si contigo tó tiene que salí bien… ¡Qué bueno ere! ¡Cómo nos bamo a dibertí!… IV
Llegó el día de Santa Cristina, esperado por Juaniquita con viva ansiedad. Radiante de ilusión y de contento abandonó a temprana hora la fiesta familiar que le sirvió de pretexto para salir de casa con permiso de la abuela y fue a reunirse con Mario en una esquina próxima escogida por ambos como punto de cita. —Ni te ocupe, mi negro. Tú no sabe er gustaso que tú me da… ¿Por aquí biene la conga? —Por aquí tiene que pasá… ¡Ahí biene! ¡Óyela! Juaniquita prestó atención y percibió un vago rumor que por momentos se acrecentaba: ruido de atabal diluido en el viento, ecos confusos de voces humanas, de cantos y gritos… El rumor iba creciendo, y cada vez se hacía más distinto el rítmico tamborileo del bongó junto con el cuchicheo del güiro y el desenfrenado resonar de las maracas… Mil gargantas entonaban a un tiempo el canto popular, repitiendo sin desmayos la frase musical, primitiva y breve como su letra: Bururú, barará, Cómo tá Miguel. Bururú, barará, Bámono con él… La inmensa ola humana llegó, precedida de un grupo de chiquillos desarrapados que hacían cabriolas y marcaban el ritmo con el temblequeo incesante de sus hombros. Algunos portaban largas varas que remataban en farolillos de papel. —Bamos, ahí tán mis amigos –dijo Mario a Juaniquita–, señalando unos muchachones alegres que venían en primera línea. —¡Aquí toy, Panchito! –gritó. —¡Se acabó caña! –contestóle un joven de rostro ancho y regocijado–. ¡Aquí tá Mario! —¡Se acabó caña! –repitieron los demás– ¡Que biba Mario! —¡Bibaa! —Y viene acompañao –observó uno. —Ya lo creo. La muchacha tá pasá –agregó otro–. ¡Qué buena hembra! —Cuidao, señore –advirtió Mario–, que esa buena hembra ‘e mi nobia. —¡Pue que biba la nobia! —¡Que biba la buena hembra! —¡Bibaa!… –vocearon en coro. 80
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El oleaje multánime los arrollaba y los apretujaba unos contra otros. Juaniquita se sintió oprimida contra el joven de cara ancha a quien primero saludó Mario. —¡No arrempujen, caballeros! –gritó Panchito. —¡Y pá qué tamo aquí sino pa arrempujá? –contestó una voz fuerte detrás del grupo. —¡Arroyando, arroyando! –vociferaron algunos. Entre tanto, el canto seguía:
En este mundo infinito, lo juro por San Antonio, la mujer ej’un demonio y el hombre ej’un angelito.
Todos unieron sus voces para repetir en coro el estribillo que seguía a la estrofa:
Bururú, barará, Cómo tá Miguel.
—Con tu permiso, Mario –dijo Panchito. Y agarrando por el talle a Juaniquita la estrechó contra su pencho, marcó en el espacio vacío que precedía a la horda delirante algunos pasos de rumba, y soltando después su pareja, giró en redondo sobre sus pies; mientras Juaniquita, después de dar una vuelta vertiginosa volvía hacia él, pero cada vez que Panchito pretendía de nuevo ceñirle el talle se escurría con donaire.
Bururú, barará…
La ola humana los envolvió y siguieron la marcha juntos. Ya eran el juguete de la multitud gesticulante que los arrastraba entre contorsiones lúbricas y respiraciones jadeantes. —¿Y Mario? –preguntó Juaniquita. —No sé –contestó Panchito. Juaniquita, atemorizada al sentir la presión constante del enorme gentío, se abrazó a Panchito. Y abrazados, apretándose más y más el uno contra el otro hasta sentir adoloridos los músculos, se dejaron llevar por la muchedumbre. ¿Cuánto tiempo transcurrió así? Juaniquita no habría podido decirlo. Las casas y los faroles danzaban ante sus ojos como fantasmas. La conga irrumpió en una de las calles de mayor tráfico, cruzó bajo la catarata de luz de las vidrieras comerciales, y tras de recorrer algunas manzanas torció hacia la parte baja de la ciudad. Juaniquita, siempre enlazada a su compañero, caminaba llevando el ritmo con todo su cuerpo, estremecida y palpitante… De súbito oyó la voz de Mario, seca y enérgica: —Bámono, Juaniquita. La agarró por el brazo y la separó bruscamente de Panchito. Ella se dejó conducir, atontada, mientras Mario se abría paso a empujones. —¡Maldita sea la hora en que te yebé a la conga! Por suerte no son má que las onse y tu agüela no sabrá ná. Esas fueron las únicas palabras que Mario profirió en todo el trayecto hacia la casa de Juaniquita. Ella guardó silencio; pero al llegar frente al viejo portón se detuvo y volviéndose rápidamente besó a Mario con furia en la boca. 81
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—¡Mario! –murmuró suplicante–. Mañana no puedo dir a la conga, pero me tienes que yebá pasao mañana. Como ‘e Santa Ana, yo conseguiré que Ma Juana me deje ir a ber una amiga, y de ahí nos bamo junto. ¡Pero no te desperdigue como eta noche, mi negro! —No me hable más de conga, que pué sé tu desgracia –contestó Mario en tono de disgusto, deshaciéndose de Juaniquita. Y se alejó. V
Cuando al anochecer del día siguiente se acercaba Mario a la casa de su novia, alcanzó a distinguir un hombre que se despedía de ella en la ventana y se retiraba luego con andar presuroso. —¿Era Panchito el que hablaba contigo? –dijo al llegar, como único saludo. Juaniquita sonrió: —Bueno ¿y qué? Si tú no me quiere yebá a la conga, Panchito me yebará. Y al ver el rostro congestionado de Mario, agregó: —¿Jesú! No te ponga tan guapo. Paese que me ba a comé… ¿Tá seloso? —Óyeme –masculló Mario casi entre dientes, tratando de bajar la voz por temor a que la abuela se enterara de lo que pasaba–, ya entre nosotros no hay na, pero ten cuidao… ¡Que no te bea en la conga, porque!… Quiso agregar algo que vagamente se traducía en un gesto amenazador, pero la ira ahogaba las palabras en sus labios trémulos. —¿Qué? –inquirió Juaniquita en tono de desafío. —¡Na! –contestó él. Y echó a andar calle arriba. VI
Al incorporarse con Panchito a la conga del día de Santa Ana no experimentó Juaniquita las mismas emociones del primer día. La muchedumbre ofrecía un aspecto extraño y lúgubre que le infundía temor. Al cabo de tres días consecutivos de euforia carnavalesca, las voces enronquecidas ponían graves notas de miserere en la tonada popular, que el cansancio hacía más pausada:
Bu-ru-rú, ba-ra-rá, Có-mo-tá Mi-guel…
El ritmo lento, los rostros desencajados, los gestos incoherentes, daban a aquella conga, aún más nutrida que la primera, un aspecto de aquelarre. En el aire flotaban, sacudidos por el viento quemante de la canícula, extraños símbolos que aparecían como absurdo remate de pértigas descomunales: un penacho de plumas rojas, a modo de plumero; un estandarte negro en cuyo centro sonreía una calavera… Junto al macabro estandarte Juaniquita vio refulgir un relámpago. Alzó los ojos y vislumbró muy cerca una mano negra que esgrimía un puñal; luego, un rostro sonriente y terrible de un gigante de ébano, iluminado por una doble hilera de blanquísimos dientes, que le parecieron enormes como los de un puerco cimarrón. –Bururú, barará– cantaba con voz de 82
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trueno el negro hercúleo, mientras con la hoja brillante y afilada trazaba rítmicamente en el aire signos cabalísticos. Juaniquita quiso huir, pero Panchito la atrajo hacia sí con violencia, y apretándola con frenesí la besó en la nuca. Un escalofrío de placer sacudió su cuerpo, y su cabeza cayó pesadamente sobre el hombro de Panchito. Poco a poco la conga fue cobrando vida. El calor era asfixiante. El olor acre y capitoso del sudor humano mezclado con el alcohol enardecía a la muchedumbre como un tufo afrodisíaco. A las voces veladas por la afonía se mezclaban alaridos que taladraban el aire como voceros de insania. Por momentos el ritmo de la tonada se hizo más y más vivaz; y el coro inmenso y jadeante, atropellando la frase melódica, sólo acertaba a balbucir las primeras sílabas del estribillo popular, repetidas con exaltación creciente hasta el infinito: Bururú, barará, bururú, barará, bururú, barará… Bongoes, claves, güiros y maracas sonaban de manera incesante, al conjunto de manos febriles. Niños, hombres y mujeres se agitaban con lúbricas contorsiones o saltaban ebrios de locura dionisíaca. La conga, epiléptica de lujuria, se retorcía y vibraba como si tuviera un solo cuerpo y una sola alma… Bururú, barará –repetía junto a Juaniquita el negro horrendo, al compás de su rítmico puñal. De súbito se volvió hacia Panchito, mostrando sus colmillos de jabalí: —No te lo quiera coger tó, que la muchacha tá pulpita… Y ciñendo con el brazo la cintura de Juaniquita, al par que marcaba el compás con los relámpagos del acero que llevaba en la diestra, la levantó casi en vilo y avanzó con ella algunos pasos, siguiendo el vaivén isócrono de la muchedunbre. Con furioso golpe, una mano fuerte separó de la cintura de Juaniquita el brazo fornido que la ceñía. Era Mario. El puñal frustró en el aire su rítmico centelleo y el brazo negro y lustroso se alargó en la altura para descender con ímpetu hacia Mario, trazando una parábola amenazante. —¡Mario, que te matan! –clamó Juaniquita. Mario se irguió como para defenderse y recibió el golpe en mitad del corazón. Mientras su cuerpo se desplomaba en brazos de Juaniquita, la conga siguió, frenética, su camino:
Bururú, barará, bururú, barará…
Desde el balcón vecino, voces infantiles rompieron a cantar:
La conga se va, Y yo me voy tras ella…
1920
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PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA (1884-1946)
La sombra
En la tarde, al llegar a mi nueva casa cerca del mar, sentí la fruición de las cosas bien logradas: el jardín, que recibimos en desorden salvaje, iba definiendo formas; las enredaderas iban subiendo decididas; los rosales habían encogido su exuberancia de ramas dispares; en los naranjos se afianzaban las orquídeas familiares de las Antillas: la mariposa y la flor de lazo, que allí no se siente catleya vanidosa y envanecedora como en climas extraños. Pero en la galería encontré al perro desconocido. Echado en actitud vigilante. Me miró; lo miré; no se inmutó. Mediano de tamaño; afilado de hocico; piel negra con manchas claras. Nada extraño que hubiera atravesado el jardín y se hubiera plantado en la galería: en la feliz confianza de las tierras tropicales no hay verjas cerradas. En otro tiempo ni siquiera puertas cerradas. Pero ahora las puertas se cierran, y yo cerré la mía. Por la noche, a altas horas llamaron en la casa. Abrí una ventana de la galería, y mi cara estuvo a punto de chocar con otra cara, grande, envejecida, de cochero. —Aquí traigo al señor. —¿A qué señor? —Al inglés que vive aquí. —Aquí no vive ningún inglés. —Pero si yo lo he traído muchas veces… —Habrá vivido aquí antes que nosotros. —¿Y no sabe dónde vive ahora? Ha bebido mucho y no le entiendo lo que dice. —No lo conozco y no sé dónde vive. Lo siento mucho. —¡Adónde lo llevaré! Al dormirme, en la flojedad aprensiva de la somnolencia sentí desecha la felicidad de la tarde y envuelta la casa en aura de persecución: perros desconocidos… ingleses ebrios… Al día siguiente, al caer la tarde, el perro estaba de nuevo echado en mi galería. Me miró; lo miré; se levantó del suelo, con los ojos fijos en mí. Entré, cerré la puerta, y no hubo más. A la tercera tarde, el perro estaba allí otra vez. Al verme, se levantó del suelo gruñendo. Lo amenacé con el bastón y huyó. No volvió a echarse en la galería. Pero noches después divisé en la calle la sombra negra con manchas claras. Se lo mostré a mis hijos; salieron a mirarlo, y hablaron de él con niños del vecindario: supieron que había vivido en la casa y que su amo era inglés; al inglés lo pintaban ebrio, rojo, malhumorado. —¿No será que el amo lo trata mal y que quiere venir a vivir aquí? ¿Quieres que lo dejemos? Estará mejor que con el inglés. —Si quisiera… Pero de seguro está enojado porque vivimos en esta casa: él cree que es suya. Si volviera y no nos amenazara… El animal volvió, pero en actitud de amenaza. No entró a la galería delantera, como antes: se escurrió por el camino lateral hacia la cochera, en el fondo del terreno, y se instaló en la cocina, separado del cuerpo principal de la casa. Allí, al caer la tarde, recibió con gruñidos a la cocinera. La excelente Celia (¡qué tortugas!, ¡qué langostas!, ¡qué camiguamas!) no tuvo valor para afrontarlo y me pidió socorro. Afortunadamente, la cocina tenía ventanas, y amenazando al perro desde una de ellas, bastón en manos, pude 84
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hacerlo huir. Se escapó, con ladridos cortos de despecho, de rabia contra los intrusos que le vedaban su hogar. Semanas después, cuando íbamos olvidándonos de él, lo encontramos inesperadamente en una confitería vecina, adonde acompañé a mis hijos en busca de caramelos y piñonates. Me miró fijamente, con ojos de conocido, sin aire de rencor. —Lo conozco bien –me dijo el dueño de la confitería. Sus amos vivían donde viven ustedes ahora. Ahí murió su ama, que era inglesa; el inglés se mudó en seguida. —¡Ah! ¿Pero la señora murió ahí? No sabíamos. —Sí. Se ve que el perro no sabe qué hacerse sin ella: al caer la tarde viene siempre a este barrio y ronda la casa. —Entonces… tendrá ganas de irse con nosotros. Si quiere, nos lo llevaremos. Miré al animal: me devolvió la mirada sin temor y sin ira. Lo llamé y se acercó, manso, amistoso: al fin comprendíamos sus deseos. Le hicimos señas para que nos acompañara y se puso en camino con nosotros. Mis hijos iban delante saltando. —¡Qué bueno! ¿No se peleará con el gatito? —Verás que no: él es grande ya; el gato es muy chico; yo creo que le hará gracias. Apenas abrimos la puerta de la casa, el perro corrió ansioso al aposento principal. Allí observó, olfateó… De cuando en cuando nos miraba: al fin vimos en sus ojos el desconsuelo del vacío. Después, pausadamente, como quien cumple el deber sin la urgencia de la esperanza, recorrió todas las demás habitaciones. Y entonces, cabizbajo, sin mirarnos siquiera, salió de la casa, y nunca lo volvimos a ver. 1935.
TOMÁS HERNÁNDEZ FRANCO (1904-1952)*
Deleite
(Historia de un caballo)
Esto es historia muy antigua, pero alguna vez había que contarla, porque es fácil de hacerlo y porque no tiene mayores complicaciones. Es una simple historia de un paquete de músculos de acero y de un tremendo haz de nervios que se agruparon, por única vez en la historia, en el cuerpo flaco e inverosímil de un caballo de Puerto Rico. A los tres días de haber nacido, ya aquel potro defraudaba completamente las esperanzas y los cálculos del dueño de aquella finca en los alrededores de Humacao. Si la ciencia y la experiencia no fallaran, debió haber nacido de un suave color de oro puro que se iría enrojeciendo después con los años, guardando siempre, para mayor belleza, las crines y la cola mucho mas claras que el resto de la pelambre. Nació de una estupenda yegua andaluza traída para recreo y vanidad por un Capitán General y de un semental inglés con más abuelos que un sumarai. Pero, el potro desmentía todo aquello. Nació con un profuso pelo largo color de peña sucia, magnífico para cualquier burro, pero imposible de admitir en un caballo de raza. Con todo, era mucho más ridículo que feo. Cuando se agarraba a las tetas de su madre importada, tenía una tan horrible manera de poner los ojos en blanco, de estirarse *T. H. R. Publicó: Canciones del litoral Alegre (1936) y Yelidá (1942), obras poéticas. En 1951 publicó un volumen de seis cuentos: Cibao.
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sobre las patas traseras, de escarbar la tierra con las manos, que hacía, desde luego, reír a la peonada, satisfecha de aquel fracaso, y mover lentamente la cabeza al Patrón. Cada día le fueron descubriendo nuevas imperfecciones. Era imposible que empezara alguna de esas cabriolas que todos los potros del mundo y de todas las razas ejecutan con tanta gracia, sin que antes no disparara un par de coces sobre lo que tuviera más a su alcance: animal, cosa o persona. A esto y a que muy pronto dejó ver una irrefrenable voluntad de morderlo todo, se debieron las primeras palizas. Los primeros palos, naturalmente, se los administró la peonada fuera del alcance de la vista del Patrón y los recibía, invariablemente, por allí por donde más pecaba: las patas y la boca. El día en que logró introducirse, no se pudo averiguar mediante qué artes, en el jardín de la casa y tragarse deliberadamente un sembrado de claveles, sin contar las más bellas rosas de un rosal, azucenas, gardenias y lirios, recibió la primera tunda oficial, pública, ordenada con voz frenética por la Doña, la propia mujer del Patrón, que sostenía su histeria, su nostalgia y su aburrimiento, sembrando flores en aquel tropical olor de estiércol fresco y de caballo sudado. Mucho antes de cumplir el año de vida, ya tenía un nombre propio: “EL LOCO”, dado de común acuerdo por todos y cada día se las arregló para hacer algo que justificara más, si ello hubiera sido posible, aquel bautizo calificador. Sus principales y más extraordinarias fantasías fueron, al comienzo, realizadas en lo que se refería a su propia alimentación. Muy pronto dejó andar sola a su madre, la yegua andaluza, y se las arreglaba caminando desperdigado por el potrero, triscando y tragando hojas extrañas al pasto, mascando raíces amargas. Su predilección, sin embargo, fue siempre, entonces y después, la ropa mojada que ponían a secar al sol: le encantaban los pantalones azules y las camisas blancas y los pañuelos rojos ya tenían que ser secados al humo apestoso de la cocina para que “EL LOCO” no los viera. Con todo eso, las palizas aumentaron ya sin órdenes previas, a cualquier hora y por cualquier motivo. De cuando en cuando, también le llovía, de lejos, alguna tremenda pedrada. Así fue como, cuando “EL LOCO” llegó a cumplir dieciocho meses de edad, tenía un aspecto bien poco agradable. Los golpes le habían hinchado las cañas, los manudillos y las cernejas; tenía la testera pelada, roto el belfo, maltratados los ollares, enmarañadas las crines, deformados los cascos, hundidos los sulcos; pero, así y todo, tan lamentable como estaba, los peones no podían acercársele sin llevar algún leño en las manos; pateaba las vacas los terneros y cuando tiraba las orejas hacia atrás y agachaba la cabeza casi a flor de tierra, derrotaba a los perros y era el terror del patio. Como era “EL LOCO”, no supo de esos pacientes mimos que los demás potros de la finca recibían en las largas horas de limpieza, ni de la caricia larga y voluptuosa del cepillo. Cambió el pelo cuando buenamente se le quiso caer aquel ominoso de burro que trajo al mundo y le nació otro desteñido color de caoba sin brillo. Al fin y al cabo, llegó a parecer algo así como un alambre retorcido en forma de caballo y entonces comenzó la época en que debía fijarse su extraordinario destino. El Patrón sabía que “EL LOCO” no podía ser vendido a “nadie que tuviera ojos en la cara”. Felizmente, el mejor mercado para los potros de Puerto Rico había sido, desde siempre, la República Dominicana, situada al otro lado del Canal de la Mona y en donde guerras y distancias mantenían firme el medioeval concepto de “Dios y hombre a caballo”. Había que prepararlo, pues, para la exportación y con esa idea dio comienzo una de las más tremendas épocas en la vida de “EL LOCO”. A fuerza de cuerdas, voces y palos, estirado hasta romperlo 86
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casi, apresado, magullado, lleno de improperios y maldiciones, a pesar de toda su voluntad de no dejarse tocar, le cortaron y limaron los cascos, le cortaron casi regularmente los pelos de la corona, le limpiaron las orejas, le desenmarañaron las crines y cola, le arrancaron unas garrapatas enormes que tenía desde siempre y terminaron por amarrarlo, alto y corto, y molerlo nuevamente a palos. Había que “romperlo” un poco antes de tratar de venderlo. Entonces, “EL LOCO” sacó, en su batalla diaria y directa contra el hombre, todos los recursos de lucha que había espontáneamente aprendido en su existencia libre. No quedó hombre en la finca que no recibiera su golpe. Brazos, costillas y piernas rotas, iban, poca a poco, señalando los progresos de “EL LOCO” en el camino de la civilización. Le hacían tirar de un pesado carromato cargado de piedras durante todo el día y al anochecer un negro le metía el freno entre los dientes sangrantes y se le encaramaba al puro lomo magullado. Todavía entonces, desesperado, verdaderamente loco, encontraba fuerzas para lanzarse contra una pared o para revolcarse en el suelo. Así, muchos meses después, cuando ya casi no era ni siquiera un alambre retorcido, era una simple cosa viva, siempre iracunda, que podía tolerar por algunos minutos que un hombre le oprimiera los flancos y le pasara entre los riñones y la cruz.
El Patrón sabía aquello de que “no hay mejor engaño que la verdad”. Así fue como el pedigree de “EL LOCO” se copió en una larga carta para la República Dominicana, con la advertencia de “potro sin domar” y con el precio absurdo de “mil pesos”. Por aquella carta, “EL LOCO” tuvo una estupenda fama entre los estancieros del Cibao, desde los llanos de Montecristi hasta la Sabana de San Diego y hablaban de él, “del potro que hay en Puerto Rico”, en las largas veladas de las estancias de Higüey y de San Juan de la Maguana. Pero, el precio, realmente incomprensible para “un potro sin domar”, alejaba las proposiciones en firme. Se suspiraba por él como por una mujer imposible, se le discutía, se le comentaba, se le comparaba a otros caballos y se envidiaba ya a quien lograra ser su dueño. Por fin, un hombre del Cibao escribió una carta enviando el dinero y pidiendo que le embarcaran aquella maravilla. El Patrón leyó, regocijado, aquella carta a toda su peonada reunida en el patio, convencida, por una razón más, de la incurable estupidez de los dominicanos y, pocos días después, metido a fuerzas de palos y de gritos en el vientre mal oliente de una goleta, salió “EL LOCO” para el puerto de Santo Domingo de Guzmán.
El hombre del Cibao había hecho el viaje de cientos de kilómetros, con sus peones y sus caballos, atravesando montañas, sorteando precipicios, vadeando ríos, cruzando bosques y sabanas, para estar presente en el puerto, en las orillas sucias del Ozama, a la llegada de la “María Limpia”, Capitán: John. Así fue como pudo ver cómo “el potro de Puerto Rico” manoteaba en el aire sujeto en la primera lingada. Puesto en tierra, entre un gran chillido de paleas, enredado lastimosamente en la red, más magullado todavía por el roleo, “EL LOCO”, cuyo verdadero nombre era ya un misterio, presentaba un aspecto desdichado. Antes de que el hombre tuviera, en su estupor, tiempo de hablar, el Capitán John, bien aleccionado, le puso entre las manos un papel: certificado oficial del Señor Alcalde de Humacao, dando fe de que aquel potro correspondía exactamente al pedigree ya antes comunicado. No había engaño, ni posibilidad de protesta. 87
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
—Agarre “eso” y salgamos ahora mismo otra vez… No diga a nadie que yo he comprado “eso”… ni que “eso” es mío. Así fue saludado “EL LOCO” a su llegada y así, sin que le dejaran tiempo de saber que estaba pisando tierra firme, emprendió el largo y fragoso camino que conduce a esa tierra de maravilla que es el Cibao.
Porque el caballo del hombre empezó a cojear, a las pocas horas de abandonada la ciudad, le vino a la boca la ocurrencia: —Ensillen “eso”, a ver lo que es… Cuando el hombre montó sobre aquel pelado paquete de huesos no tenía otra idea que no fuera la de sacrificarse para dejar descansar unas horas sus caballos; pero, perdido, extasiado, borracho en el ritmo de aquel paso, asombrado por la revelación de aquel poderío inédito que sentía agigantarse bajo sus rodillas, mecido en la firmeza sonora de aquellos cascos golpeando la tierra dura, haciendo volar rotas las piedras del camino, convencido de que estaba presenciando algo sobrenatural, dejó que “eso” se adelantara y así continuó por todas las horas del día y de la noche, estupefacto y feliz de ir descubriendo que se podía jinetear un relámpago o un torrente, sin mover la mano en las riendas, sin cambiar de postura en la silla, dejando que aquella cosa absurda de azogue quisiera detenerse, rota y deshecha en cualquier parte, que reventara en el aire aquel resorte animado por nadie sabe qué impulso. Pero “eso” ni se rompía, ni se gastaba, ni se detenía, apenas si martillaba con más fuerzas el camino y si los ollares, amplios y rojos, hacían silbar un poco el aire. Cuando, en la medianoche, se acercó a besar a su mujer y ésta, entre sueños, le preguntara: ¿Qué tal, el potro?…, solamente pudo contestarle lo que era el fondo de su convicción: “¡No sé… tal vez el Diablo!”
Así estuvo llamándose durante muchos meses: “El Diablo”. No hubo forma de que aumentara en carnes. Apenas lograron sacarle un poco de brillo al pelo, a fuerzas de precauciones y caricias. Cualquier ruido imprevisto le hacía pasar días enteros sin probar bocado y los ejercicios en el picadero le ponían los ojos de un temible color morado de ira. Con todo, el hombre y “El Diablo” se entendían. Se entendían en ese borde mismo que es la tragedia inevitable, pero que tarda en llegar y como aquel caballo era siempre una especie de guerra y de aventura, el hombre le cambió el nombre. Se llamó “Deleite” durante dos años y durante esos dos años llegó a valer mil quinientos, dos mil, dos mil quinientos, tres mil pesos, para todos los estancieros de la comarca. De todos era sabido que era una especie de máquina incansable, un extravagante caso de resistencia atroz, unida a una insólita y firme suavidad de pasos. Sus iras, sus resabios, su increíble malgenio, eran un secreto entre él y su dueño. El tenía su particular criterio sobre un montón de cosas: forrajes, ruidos, arneses, personas, animales, horas del día. De tanto estudiarlo, observarlo, amarlo, llegó a ser un libro abierto para nosotros: el día que descubrimos que le irritaba caminar sobre su propia sombra, anotamos cuidadosamente ese capricho y evitamos sacarlo al sol alto de por el mediodía. Casi todos los días, el patrón nos comunicaba algún nuevo descubrimiento hecho por su cuenta y cada día modificábamos, contentos, nuestras relaciones con “Deleite”. Por el Patrón, sabíamos 88
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que éste, una vez en camino, tenía que estarse quieto en la silla, no mover las manos, no levantar la voz, no hacerlo cruzar agua sucia, no obligarlo a dar vueltas inútiles. En cambio de todo eso, “Deleite” era casi un milagro de docilidad, no variaba nunca el paso, obedecía ciegamente la más disimulada presión de las rodillas y si hacía estallar bajo sus cascos alguna ramilla seca, el Patrón tenía que perdonarle que pasara su buena media hora haciendo tonterías. Pero, un buen día, inesperadamente “Deleite”, nunca supimos exactamente por qué, mató de una coz al peón que le limpiaba la cuadra y, a ruegos de la Señora hubo que venderlo “al primero que pasara”. Para cumplir esa fórmula “Deleite” fue vendido por “cuarenta pesos”. Cuando lo sacaron de la cuadra, todos llorábamos en la finca y todos hicimos el mismo comentario: “Era… el único caballo que había en el mundo”. Después, de tiempo en tiempo, empezaron a llegarnos noticias: don Fulano lo compró en quinientos pesos, pero no lo puede montar… Ahora le dicen “El Bronce” y dizque lo han castrado para quitarle bríos… Le rompió una pierna a don Zutano… Ya lo vendieron en veinte pesos para el Este… Dicen que lo tienen cargando piedras… Lo trajeron otra vez para el Cibao y lo vendieron en mil pesos… Lo tiene el Presidente… Lo tienen tirando una carreta en la finca de doña Mengana… Se nos fueron pasando los años, moteados de noticias de “Deleite”. Sabíamos todas sus terribles aventuras por todo el territorio, tan enorme a pie y tan chico para sus bríos, de nuestro Cibao, de nuestra Patria. “El Loco”, “Deleite”, ‘El Bronce”, no se hacía viejo. Seguía de finca en finca, rompiendo brazos, costillas y piernas, oscilando en precio, de los veinte a los tres mil pesos, tejiéndose una leyenda prodigiosa que era mantenida cada día más fresca en la perenne evocación de nuestro recuerdo. La realidad de su existencia se nos confirmaba por rasgos invariables: sus iras inmotivadas, su tremenda capacidad de recibir golpes, su inaudita facultad de realizar todos los trabajos, su resistencia en el camino, sus bríos inagotables. A veces, de muy lejos, nos llegaban peones cansados que traían consultas: “¿Qué hay que hacer cuando “El Bronce” no quiere beber?”… “¿Qué qué se le hace al caballo cuando no quiere salir de la cuadra?”… “¿Qué qué se le hace cuando se muerde los ijares?”… Por esos mismos mensajeros sabíamos siempre historias nuevas de fracturas o de viajes tremendos realizados “de un tirón” por “Deleite” y nosotros aumentábamos todo eso en la finca, y lo contábamos luego con mejores y más brillantes detalles. A esos que venían a preguntarnos cosas, les inventábamos las fórmulas más pintorescas, pero siempre con la intención y la seguridad de halagar a “Deleite”, estuviera en la condición que tuviera: “que le pongan cerca unos pantalones azules del dueño empapados en agua de azúcar”… “que le den a comer media docena de pañuelos de seda”… “que entierren todas las espuelas”… Como con aquel caballo todo era posible, menos que se declarara vencido por algo, estábamos seguros de que todas nuestras recomendaciones eran, luego, seguidas al pie de la letra. Después, estuvimos mucho tiempo sin noticias. A veces, cuando llovía mucho o cuando el calor era asfixiante, alguno preguntaba: “¿Dónde estará “Deleite”, ahora?” Siempre vivimos en la esperanza de que volviera a la finca, pero se sabía que eso era imposible por no ofender la memoria del peón muerto en el patio. Una noche, un hombre “de por la costa”, que pidió posada en medio del temporal, nos dio la noticia: 89
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—Al “Bronce” lo mató un rayo… Nos cayó encima un silencio enorme. Habíamos vivido muchos años de la historia de ese caballo. El peón más viejo, el que más sabía de “animales”, hizo el único comentario: —Sólo de igual a igual podía perder.
ANTONIO HOEPELMAN (N. 1874)*
Nobleza castellana
Don Nuño Valderrama y don Pedro Alcántara Ríos, eran dos bravos, jóvenes y apuestos cortesanos del Alcázar que alojaba a los Virreyes don Diego Colón y doña María de Toledo. Validos del favor de sus Altezas, gozaban de buenos miramientos y consideraciones en el seno de aquella pequeña corte y eran tenidos ambos por muy correctos y valientes caballeros, mantenedores de estrecha personal amistad. No era secreto que los dos habían puesto ojos interesados en la belleza y gracias miles de doña Consolación Olivo, dama joven en la servidumbre de la Virreyna y la requerían de amores con esperanzas, cada uno, de ser el agraciado y correspondido por la discreta castellana. No era secreto, tampoco, que los galanteos y requiebros de don Pedro eran los recibidos con mayores complacencias por parte de la bella joven, para desesperación de don Nuño, quien comenzó a odiar, agitado por los celos, al importuno rival. Una tarde en que observara que doña Consolación besó una perfumada flor que le obsequiara don Pedro, no pudo resistir la creciente ira que le consumía y tomando papel y pluma, escribió y envió la siguiente esquela: “Señor don Pedro Alcántara Ríos, Sus propias manos.
Tened por cosa sabida que os odio de todo corazón. Vos me estorbais y suprimiros será mi mayor empeño. Ya que presumís de caballero, venid a demostrarlo en el campo del honor. A él os emplazo por estas líneas. Os aguardo en el solar yermo que está detrás de los muros que rodean el Alcázar. Allí estaré antes de la salida del sol. Sed discreto si no sois cobarde. Nuño Valderrama”.
Recibió y leyó don Pedro, con notoria sorpresa, la inesperada misiva, preguntándose en cuál forma hubiese él ofendido a don Nuño, si bien presumió que tal airado reto era producto de los celos o despecho por causa de un amor no correspondido. Envuelto en su capa y con la espada al cinto, encaminóse el madrugador don Pedro al lugar de la cita cuando los celajes de la aurora desaparecían en el horizonte y surgían por el otro los tenues rayos del sol. *Periodista. Autor de un volumen de cuentos y narraciones, inédito. Ha sido diputado al Congreso Nacional, Secretario del Presidente de la República (1924) y Presidente de la Cámara de Cuentas.
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Allí estaba, madrugador también, el caballero retador que al verle llegar le dijo: —”Puntual sois a vuestra cita con la muerte”. —¿Muerte decís? Pues no la veo por parte alguna. No comprendo, don Nuño, ni vuestra misiva ni aquesta vuestra extraña salutación. —¡Pues tened por seguro, don Pedro, que la muerte la tenéis en la punta de mi espada! —Me asustaríais, don Nuño, si no estimara que ha escogido mal representante la pálida y descarnada señora. —Pues tirad de vuestra espada y ya veréis que sé cumplir el encargo que se me confía. —No dudo de vuestra valentía sino de vuestro brazo. Y ya que así lo queréis, me batiré con vos; pero, quiero preveniros antes, que acometéis una temeraria empresa. Tendréis la culpa del para vos, funesto resultado. Vos queréis matarme y yo quiero que viváis; pero sin esperanzas de ver cumplidas vuestras locas ilusiones. Sabed, si no estáis ya por fortuna avisado, que debéis renunciar al amor de doña Consolación, porque ella me ha entregado su corazón y la desposaré en breve con la venia de sus Altezas los Virreyes. —¡Mentis! ¡mentís! –replicó, pálido, tembloroso y enfurecido don Nuño acometiendo a don Pedro. Este, que estaba prevenido, paró el ataque con un quite maestro mientras gritaba al insensato atacante: —No os mataré; pero os arrancaré la lengua que me insulta. Don Nuño, cegado por la cólera tiraba mandobles, se lanzaba a fondo, con bravura pero sin tino, como quien solamente tenía un supremo interés: arrancar la vida a su rival. Don Pedro, en cambio, más sereno y dueño de sí, con más práctica en el uso del acero, paraba las acometidas desafortunadas de su atacante con quites oportunos que le enfurecían más y más. Y como la lucha se prolongaba y el ruido de la pelea podría atraer la atención de algún vecino que acertase a pasar por el lugar, ya alzado el día, determinó acabarla don Pedro quien, aprovechando un descuido de don Nuño, le descargó tremendo cintarazo sobre la diestra mano obligándole a dejar caer la espada. Iba don Nuño a lanzarse para recuperar su arma; pero don Pedro, poniéndole en el pecho la punta de la suya le dijo: –”Teneos, don Nuño, si no queréis que os atraviese de parte a parte”. —Matadme sí, matadme ya que me véis desarmado. Más quiero la muerte que el martirio de vivir sin esperanzas. —No os mataré, don Nuño; que no he de bautizar con sangre asesina la dicha que me posee. Recoged vuestra espada y vuestra capa e id en buen hora a roer vuestra desdicha y vuestro despecho. ¡Os perdono en nombre de aquella noble criatura, Consolación, que no tiene culpa de vuestra desventura! Capa y espada recogió don Nuño y humillado abandonó en silencio el solar. Días después, apadrinados por los Virreyes, se desposaron doña Consolación y don Pedro, con la natural alegría de damas y caballeros que asistieron a los festejos ocurridos en el Alcázar. Don Nuño, algunos días antes, había embarcado con don Diego Velázquez a la conquista de Cuba. Allí iba él a buscar olvido a sus pesares o la muerte en los campos siboneyes. 91
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MIGUEL ÁNGEL JIMÉNEZ (N. 1885)*
Mi traje nuevo
Aconteció en una de las calles principales de la ciudad. A esa hora de la tarde en que los establecimientos comerciales van quedándose sin voces. Los últimos clientes salían con paquetes debajo del brazo. Una luz opalina bañaba los seres y las cosas. En esa luz iba yo de regreso de mi oficina de trabajo. Caminaba despacio, como si paseara. La tarde invitaba a la contemplación y yo vestía mi mejor traje. ¡Mi traje nuevo! Gris perla; paño inglés; confeccionado a la medida. ¡Qué trazos; qué caída! ¡Una obra de arte! Me lo había puesto aquella tarde por necesidad. Los dos restantes estaban en la lavandería; eran de buen paño también, pero con una larga hoja de servicio. Por las aceras iban y venían diversos transeúntes: hombres jóvenes, mozas garridas, ancianos, niños. Un agente de la policía, en la esquina cercana, movía los brazos constantemente. Pare; siga; a la derecha; a la izquierda… Aquel personaje anónimo tenía muchas vidas aseguradas en los hilos invisibles de sus señales. Cada indicación del placa 406 mantenía el equilibrio de aquel río interminable de vehículos. La muerte acechaba sus movimientos, pero no le era posible hacer nada. Con todo, sonó un grito de dolor y se oyó el ruido de unos frenos… El agente levantó las manos en cruz y al instante se pararon todas las máquinas. Yo me detuve al escuchar el grito; como yo, dejaron de caminar muchos transeúntes. —Ese carro ha aplastado a un hombre –gritó una mujer. Con la exclamación viajaron las miradas hacia el vehículo rojo, hacia el verde, hacia el negro… Pero estaba cogido por el automóvil gris. El placa 406 sonó su pito de reglamento y comparecieron dos agentes. —¿Qué ocurre? —Un accidente. El carro gris. —¡Vamos! Antes de llegar la policía, ya los curiosos rodeaban la máquina. Existen los apasionados del accidente. Los agentes ordenaron que se alejaran, pero hubo necesidad de amenazar. A mí me llamaron para que ayudara. No habían reparado en mi traje nuevo. Yo me había olvidado también. Uno de los agentes me indicó: *M. A. J. es autor de La hija de una cualquiera, novela; y de numerosos cuentos, varios galardonados en certámenes.
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—Trate de levantar esa rueda; tiene cogida la ropa del hombre. Obedecí. A mi lado hacía fuerza también el conductor del vehículo, un negro delgado a quien se le había perdido el color. El placa 406 dijo: —Mejor es que nosotros cuatro levantemos las dos ruedas delanteras y que usted hale al hombre. —Está bien, –contesté. —¡Listos! —¡Listos! El chofer aprovechó para decir: —Yo no tuve la culpa, yo no tuve la culpa… —¡Cálmese!; ¡y arriba!; ¡levantemos! Alzaron el carro y yo así al hombre y tiré de él como pude. —Ay, caballero, gracias: estoy casi muerto, –expresó desfalleciente. Era un hombre como de unos cuarenta años; de estatura mediana, gordo y blanco; sus facciones eran correctas, pero estaba sin afeitar. Tenía la ropa sucia. —Debe ser paciente, –le dije e iba a sentarlo, pero el placa 406 me lo impidió. —No lo tuerza, puede tener roto el espinazo. —No; todo ha sido aquí en el pecho, –explicó. —Lo llevaremos en seguida al hospital más cercano. —Sí, pongámoslo dentro del carro, hay uno poco distante. Uno de los agentes tuvo que apartar todavía a los curiosos. El placa 406, sus compañeros, el chofer y yo cargamos al hombre hasta el interior del automóvil. —Pónganme más a la derecha… —Sí. El placa 406 preguntó: —¿Este chófer podrá guiar bien? —Pero él no tuvo la culpa; yo… Al conductor le volvió la sangre a la cara; pero el contuso no pudo seguir hablando. —Este hombre está mal; llévenselo en seguida. —Yo puedo guiar; estoy seguro. —Pues andando; váyanse; yo tengo que continuar mi servicio. —Conforme; nosotros lo llevaremos. Iba a continuar mi camino, pero el desgraciado indicó con su voz desfalleciente: —Venga usted también, caballero. —Si quiere, puede subir. Venga; complázcalo. —Está bien, iré. —Conduce con tino, chofer. —Sí, agente. Nos colocamos como pudimos en el interior del automóvil y el placa 406 se alejó a reanudar el tránsito. El carro gris fue de los primeros en ponerse en marcha; a su interior volaron ahora las miradas de los curiosos. No había vuelto a pensar en mi traje nuevo, pero el contuso dijo: 93
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—El señor bien vestido que me sostenga por el hombro. —Muy bien; sí. Así al desdichado por la parte superior de la espalda mientras uno de los agentes le indicaba al conductor la dirección del hospital. —Me siento mal de todos modos. No estoy herido, no he echado sangre, pero ¡cómo me duele el pecho!… —No hable; puede hacerle daño, –le recomendé–. Pronto llegaremos. —Está bien. El carro continuaba su marcha y ahora entraba en un sector muy tranquilo de la ciudad. —Ya estamos llegando. —Sí, es allí. El carro se detuvo delante de una magnífica construcción. —Entre todos podemos cargarlo, –expresé a uno de los agentes. —No es necesario; iré a avisar para que vengan con una camilla a buscarlo, –me contestó y se dirigió al interior del hospital. —Vendrán en seguida, –expresó el otro agente. El contuso estaba como desmayado; con los ojos cerrados y muy pálidos. Cuando retornó el agente, vino con tres mozos que acostaron al hombre en un pequeño catre y se dispusieron a llevarlo a un cuarto de emergencia. Detrás de la camilla íbamos los miembros de la policía, el chofer y yo. Primero cruzamos una gran puerta de hierro, caminamos por un amplio salón y ascendimos después por una espaciosa escalera. Olía a drogas y un silencio que caía como de los altos paredones, nos envolvía. En una habitación con ventanales de vidrio instalamos al contuso. Unas religiosas con tocas blancas ayudaron a acomodarlo. Los agentes se quedaron después, un momento, a solas con el hombre. Luego se dispusieron a marcharse llevándose al motorista. Yo también me iba, pero al despedirme del desafortunado, todavía me suplicó: —No se vaya, señor del traje nuevo; estoy asustado ¿Dónde está el doctor? —Vendrá en seguida. —Acompáñeme un poco más, señor; no se vaya. —Está bien; no se impaciente; lo acompañaré. Las religiosas salieron de la habitación y permanecí con el contuso. Las luces amarillas del atardecer lo volvían más pálido. —Esta vez me ha salido todo muy mal, caballero… —No desespere; quizás le diga el médico que no es cosa grave. Las monjas fueron a buscarlo, urgentemente. —No me refería al golpe; hablaba de mi trabajo. Se lo expliqué a la policía, porque el chofer no tuvo la culpa. Hizo una pausa y después prosiguió: —En otros tiempos vivía bien, era empleado de comercio y ganaba bastante, pero perdí la cabeza con el juego y la bebida, me retiraron y ahora me dedicaba a ese otro oficio: vivía del accidente. Miré al sujeto con extrañeza y pensé que deliraba, pero él prosiguió: 94
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—Me explico su asombro, pero es la pura verdad: esa era mi profesión, y me producía para vivir. Indiqué al desdichado que guardara silencio, que no se agitara; él estaba empeñado, empero, en continuar su relato. Se trataba de una labor arriesgada, me informó; pero él la dominaba. Era como uno de esos trabajos peligrosos que efectúa muchísima gente. No hacía más de dos semanas que le había producido cuarenta pesos. Aguardó a que pasara en su automóvil un rico de buen corazón, y ¡zas!… Simuló que quería suicidarse tirándose sobre un botafango. Hoy tenía que volver a trabajar y me había escogido a mí para que lo favoreciera; pero le habían fallado los nervios. —Quizás bebí demasiado con aquellos cuarenta pesos, –prosiguió diciéndome, y agregó quejándose y con la frente sudorosa–: ay, me vuelve el dolor, caballero. Me ataca por instante… Es como si quisiera destrozarme. No sabía qué contestar a aquel desgraciado y callé conmovido. El continuó: —Mi nombre es José Luna, pero me dicen Serrucho… Ya el Serrucho no cortará más… Siento otra vez el dolor. ¿Por qué no viene el médico? —Debe venir ya pronto; resista un poco más; usted es un hombre valiente. —¿Valiente?… Bueno, ¡quién sabe!… Se necesita serlo para vivir de lo que yo he vivido. Oiga, señor… —No converse más; le perjudica. —Tal vez; pero piense que pueden ser mis últimas palabras… Quise quedarme callado, pero aquel hombre parecía tan triste, tan solo… —Yo se lo dije porque a lo mejor si se excita… —No crea; estoy tranquilo. Iba a decirle que estoy muy satisfecho de usted. No me ha dado dinero, pero me ha consolado; yo no tengo madre, ni un hermano. —Todos los hombres somos hermanos. —¡Si así fuera realmente! Se llevó las manos al pecho y volvió a quejarse. —¿Le duele otra vez? —Siento que me he hinchado por dentro; siento que me voy. —El médico debe estar al llegar. —¡Maldito dinero; malditos errores! —No le doy algo porque no soy lo que usted ha imaginado, soy pobre también. —No se apure; me parece que el dinero no me molestará más. Tornó a llevarse las manos al pecho y se le humedecieron los ojos. Yo guardé silencio mientras él lloraba. Luego tuvo un sacudimiento y se quedó como dormido. Continué mirándolo con tristeza mientras de los altos paredones seguía cayendo aquel silencio compacto que lo envolvía todo. Cuando el médico llegó, dijo en un tono muy frío, después de levantarle los párpados y tomarle el pulso: —Pero con éste ya no hay nada que hacer. —¿Está muerto? —Sí. ¿Es familiar suyo? —Es mi conocido de esta tarde; un auto lo… El galeno ya no me oía, se mostraba cansado y con un bostezo agregó: 95
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—Avisaré al director para que disponga según los reglamentos. Después salimos de la habitación y yo volví a la calle. Me sentía triste y como avergonzado de mi traje nuevo. Era ya de noche y de las estrellas descendía el polvo de la eternidad.
Honor trinitario —Guata: dile a Pancho que me mande el caballo. El peón que se había quedado medio dormido, cerrada la noche, en el comedor de la casa de tablas de pino, abrió los ojos nerviosamente. —¿Cómo dice el don? —Que vaya a decirle a Pancho que me mande el caballo y que le ponga la silla nueva. Guara se apartó del rincón en donde estaba sentado sobre una mecedora vieja de baítoa. La luz de una lámpara jumiadora tiró su sombra contra la pared. —Está bien, don. El hombrecito moreno, de la Línea Noroeste, rechoncho, con la carne apretada, salió luego del cuarto sin desperezarse. La orden del viejo lo obligaba a salir de pronto porque le había hablado en un tono que empujaba. Ya en el camino, Guata se pasó dos veces las manos sobre los ojos para espantarse el sueño; después monologó: —¿Qué le pasará a mi don?… Me jabló como quien va pa un desafío. Hace dos días que viene preocupao. ¡Quizás es por el encargo que le hicieron al jijo. Pobre hombre! ¡Dios quiera que no pase na malo! Mientras Guata rompía las sombras, en dirección a los potreros, Marcelo se dirigió a la sala, hizo luz en ella encendiendo una lámpara de vidrio que había sobre la mesa, y entró luego al dormitorio. En la soledad de la vivienda, le crecía una resolución. Abrió el baúl grande y sacó de él un machete de pelea; lo miró fijamente, con emoción; después se lo terció pasándose sobre el hombro izquierdo el cinturón de tela que sostenía la vaina. Cuando acabó de colocarse el machete, no dijo una sola palabra, pero estaba pensando muchas. Con el arma puesta se veía bien; era un hombre vigoroso a pesar de sus años, de buena estatura, blanco, encanecido, con los brazos largos y las manos recias. Salió del aposento y volvió a la sala. Allí se sentó cerca de la puerta que daba al camino. La sala tenía un aire singular, con sus muebles severos y un no sé qué de rural señorío. En aquella casa solamente vivían él y Guara. Su mujer hacía tiempo que la habían enterrado debajo de aquella mata de jobo que estaba cerca de la morada, y Chano, su hijo único, ya tenía hogar aparte. —Le voy a dar una lección a ese muchacho que no parece de mi cata, dijo monologando. Volvió a meterse en su silencio por un rato, y luego agregó: —Ca hombre de vergüenza tiene su machete, y tú eres el mío. La noche era cada vez más negra, no se distinguía mi árbol ni nada; parecía que iba a llover, hacía calor y tronaba del lado de los pomares; era un ruido como de rocas que se despeñan; primero surgía una luz y después se escuchaba el estruendo. 96
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El viejo Marcelo no reparaba en nada, no estaba en el mundo exterior, continuaba pensando con profundidad, cegado de soberbia. ¡Cuántas ideas cruzaban por aquella cabeza! Episodios de la juventud y de su vida de hombre maduro. Toda una larga historia de actividades varoniles, que caían como azotes sobre el recuerdo de su hijo. Los pasos del animal que había ido a buscar Guara, lo sacaron de su mundo adentro, se puso en pie y salió de la sala. —Has vuelto pronto –le dijo al peón. —Lo consiguieron con facelidá –contestó éste mientras se apeaba. —¿Estaba en el primer cerceo? —Sí, mi don; en el chiquito. Guara acabó de bajarse del animal y después preguntó: —¿Y usté va a salir de una vez? —Ahora mimo. Si no he vuelto de madrugá, dile a Pancho que atienda a la pulpería y que ponga al compay Lolo a cuidar los animales. —Está bien. Con las dos últimas palabras Marcelo subió con ligereza de joven sobre el caballo alto y brioso; luego agregó: —Y tú, Guara, te quedas aquí, encargao de las gallinas y de las cosas de la muerta. A mi jijo ya lo he borrao; más te estimo a ti, que parece que tienes vergüenza. —¡Mi don!… —En este momento estará él, seguramente, en su bojío, jugando barajas, mientras los compañeros aguardan que cumpla con su encargo. —Perdóneme, mi don; yo sé que no debo meterme, pero óigame: usted no debería intervení en eso; usted no debe eponerse. ¡Si no fuera porque quizás yo no sirvo!… —No, Guara, a mí es a quien le toca. Tú ayudarás en lo que puedas cuando te llamen. ¡Cómo me duele que ese muchacho no haya cumplío!… Guara oyó con respeto y admiración a su amo. A poca distancia se escuchaba el rumor del río… —¡Esas aguas saben quién soy yo! ¡Ellas me vieron al lado de Serapio Reinoso! Las palabras finales del soldado de la Reconquista, ahora trinitario, cayeron sobre el peón como carbones encedidos. Después el guerrero picó el caballo y se fue a escape. Guara lo vio penetrar de pronto en la oscuridad, ágil, impetuoso, decidido, y se quedó pensando en lo que le habían referido de la pelea en La Emboscada. La luz que salía por las puertas y ventanas tenía forma cuadrada; había disminuido la amenaza de lluvia porque ya no relampagueaba, ni se oía el viento correr en el monte. Las pisadas del caballo de Marcelo sonaban ya del otro lado. Guara mordió una ruea de andullo, comenzó a masticar tabaco y luego se sentó sobre una piedra grande que había en la esquina de la vivienda. —El asunto es defici, monologó; yo no quise decirle más na al don; pero a lo mejor con el que debió trabajar Chano, es un vendío, un traidor. Terminó de hablar con una escupidura. La noche lo envolvía como polvo de carbón; recogió los pies descalzos, endurecidos de transitar; cruzó los brazos y se quedó pensando. En la oscuridad parecía otra piedra. 97
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Todos los caminos estaban rebosados de tinieblas, pero Marcelo Figueroa estaba acostumbrado a ver en la noche; su montura conocía bien todos aquellos derrocaderos que llevaban a la vivienda de Chano y el viejo era buen jinete. Primero cruzó el vado del río, después anduvo por un pequeño valle, cortó tres veces más la corriente y luego hizo alto frente a una cerca de palos. Había llegado, se bajó de la silla, amarró el caballo y después echó a caminar por entre unos matojos. En los minutos se agrandaba su inconformidad. Cuando encontró un sitio apropiado, se encaramó sobre dos travesaños y salvó la cerca. Aquel vallado daba al patio de la casa de su hijo; caminó hacia ésta con sigilo y cuando pudo, pegó los oídos a uno de los setos de tablas de palma, pero no oyendo palabras, ni ruido, ni nada, miró entonces por un agujero y vio que la puerta del frente del bohío estaba abierta. Esperó ver a alguna persona, pero como no lo lograba, se apartó, se fue para adelante y llamó a su hijo: —¡Chano!… ¡Chano!… El hombre joven, alto, fornido, el retrato del padre en su mocedad, abandonó su hamaca, vestido como estaba, y salió en el acto. —¿Qué hay, viejo? ¡La bendición! Marcelo no profirió vocablo, pero su silencio quemaba. —Perdóneme, Marcelo; yo no sabía na. A mí tenía que decírmelo Olegario y ése no era puro, ¡ése era un traidor! El soldado miró de hito en hito a su hijo. Los dos rostros podían distinguirse bien ahora; el patio estaba claro; una lunilla de cuarto creciente se había comido las tinieblas. —¿Me sale con eso, después que no has sabido cumplir con tu deber?… —¿Cómo?… —Chano: tú no conoces el honor; ¡tú no tienes vergüenza! ¡Cómo nos estarán maldiciendo los trinitarios! El mancebo sintió que le habían herido el rostro y le costó trabajo contenerse. —Marcelo ¡usted es el primer hombre que me insulta, y si no fuera porque es mi taita!… —Eh, ¡porquería! ¿Tú ves este machete?… —¡No debe ser más cortante que éste! Marcelo clavó los ojos en el arma que el joven había sacado de la vaina que pendía de su correa. —¿Me desafías?… —Le explico que este colín tiene tuavía sangre de gente… —¿Cómo? —Y que Olegario no era trinitario; era un vendío, pero conseguí las armas y hace poco que las escondí en el rancho, debajo de los serones de guatapaná. —¿Y se fue Olegario? —¡A Olegario lo enterré en su propio cercao! Marcelo sonrió satisfecho y vio que su hijo se ponía grande, como un jabillo, como una palma. 98
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RAMÓN EMILIO JIMÉNEZ (N. 1886)*
La escalera inesperada
De los tibios en arreglo de cuentas, que han estado siempre al uso en todo tiempo y en cualquier medio, como azote de comerciantes, había una vez uno en la ciudad de Barahona, conocido generalmente por Perucho. Cogía fiado con facilidad y pagaba con dificultad, lo cual fue causa de que, a la larga, le fiaran con dificultad aunque pagara con facilidad. Perucho era de los que se acogían con el mayor buen humor del mundo a la apertura de crédito y con el peor humor de la tierra a la clausura del débito. Los cobradores éranle sencillamente detestables. Es el peor oficio que pudo haberse inventado, según él, y de tal modo se condujo con éstos, que llegó a inspirarles miedo, menos por la cara infernal que les ponía cuando se le acercaban con recibos, que por el duro trato que les daba. Las cuentas de Perucho eran siempre exigencias de buen apetito. Comía, según suele decirse, “como un desesperado”, bien que los desesperados venían a ser, a la hora del cobro, los que le fiaban los ricos jamones y los buenos quesos que eran su debilidad en un sentido, aunque su fortaleza en otro. Preocupábale, como nada en la vida, la despensa. Su mujer, que hacía mesa moderada, y sus hijos, que habían salido a él en lo goloso, aunque a la madre en lo de bien hablados a la hora del pago, le reprochaban a Perucho las señaladas muestras de disgusto con que recibía a cobradores que, en rigor, no hacían sino cumplir con su deber, cuanto más que no era culpa de ellos el haberles tocado el oficio de cobrar, que, antipático y todo, es tan viejo como el mundo. Pero aquel gastador de buena mesa, que llegó a ser terror de cobradores, porque los insultaba, llegó a serlo también de vendedores, porque no les pagaba, o porque, al menos, era lo que se llama, en boca de acreedores, “ser duro de pagar”. Llegó a faltarle aquella facilidad en girar por cuenta propia, y sufría cuando se hallaba flojo de dinero. Si era de alabar su afición a la buena mesa, era de lamentar su apego a la tacañería, que llegó a comprometer la envidiable serenidad de su despensa. Y para colmo de desdicha sucedióle lo que acontece por lo general en estos casos: a medida que se le cerraba el crédito, se le abría más el apetito. Ya la filosofía vulgar lo ha sentenciado: “mientras más calor, más ropa”. El sueldo de que disfrutaba en la agencia comercial de que era empleado, apenas si le alcanzaba para otro fin que el de la mesa, y su mujer solía desaprobarle esta conducta. Fina de gusto, como la naturaleza la había hecho, cobróle afición a los pájaros, para los que era extremosa, holgándose en cuidarlos en dorada pajarera que su amor, tocado de la magia de lo ingenuo, hizo construir en el patio de la casa para regalo de su oído y maravilla de sus ojos. Mas el temperamento de Perucho no se avenía con esta política de pájaros de su mujer, salvo lo de la crianza de palomas, a las que deseaba ver siempre, no vivas en su expresión de alas y de arrullos, sino muertas y servidas bajo sus manos armadas de cubiertos. Y como le riñera su mujer por esta irreverencia contra lo que fue siempre en ella regalo de buen gusto espiritual, respondióle con otra brutalidad por el estilo de la primera, diciendo que alababa el gusto de los romanos, que contaban entre sus platos favoritos las lenguas de ruiseñores. *R. E. Jiménez, poeta y prosista. Obras: Lirios del trópico –1910–, Espumas en la roca –1917–, El Patriotismo y la escuela –1917–, Diana lírica –1920–, Al amor del Bohío –1927-29–, La Patria en la Canción –1933–, Oración panegírica –1938–, Espigas Sueltas –1938–, Del lenguaje dominicano –1941–, Biografía de Trujillo –1945–, y trabajos dispersos en periódicos y revistas. Periodista, durante varios años director del diario La Nación. Maestro, fue director de la escuela Normal (C. T.) y Secretario de E. de Educación.
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¡Lástima de plato ya en desuso! –decía como para mortificar a la esposa, que tenía, entre las aves que cuidaba, un bello par de ruiseñores–. Y sabía esto acerca de tan original plato, de que hablaban las crónicas antiguas, no precisamente por lujo de conocimientos, sino por erudición culinaria adquirida en los manuales de cocina que no le faltaban cerca de su mesa, únicos libros que leía con devoción. Cierta vez, mientras paseaba por una de las calles de Barahona, divisó, con el brillo particular de cosa nueva, una recién abierta pulpería. Llegóse a ella y quedó boquiabierto ante unas piernas de jamón que pendían, provocadoras, de la parte más alta de los tramos. Inquirió el precio, y se lo dieron; la frescura del artículo, y también se la dieron. Cinco pesos, selecta clase y acabado de recibir; los datos no podían ser más interesantes. Su vista, con impertinencia de garra, se clavó en la flamante envoltura de henequén, y nuestro hombre ordenó al dependiente: “¡Bájeme una pierna de jamón!”; pero éste aparentó no haber escuchado la orden de Perucho, con un periódico en las manos fingiendo que leía, como para dar tiempo a que llegara el dueño del establecimiento, que no se hallaba lejos de aquel sitio. —”¡Bájeme el jamón!” –volvió a ordenar al empleado, que al fin le respondió: —“Será en otro momento, porque ahora me hace falta una escalera”. A lo que respondió Perucho sin demostrar la menor contrariedad y sacando de entre uno de los bolsillos del pantalón un billete de cinco pesos, que extendió al desconfiado dependiente mientras le decía, con dominio de la situación: —”¡Aquí tiene usted la escalera!”
Un duelo comercial Pedro Antonio fue al establecimiento comercial de José Batlle, que era en Santiago de los Caballeros a fines del pasado siglo y principios del actual, el de más negocio en tabaco, pieles y cera, que exportaba a los Estados Unidos de América. Era una atienda mixta, preferida de la servidumbre casera, que allí iba de compras atraída por el cebo de la ñapa. Cromos, almanaques, confites de bolas, de los que se pegaban entre sí y de los frascos, y puñados de azúcar pardo, constituían el acicate de los mandaderos de oficio. Dependencias de la tienda eran el vasto almacén, destinado a tabaco y el pequeño a pieles de chivo que llenaban la calle de groseras emanaciones. Llevaba Pedro Antonio una marqueta de ocho libras con la forma del caldero en que había sido derretida la cera, y el avisado dependiente aplicó a la pesada masa rubia un asador caliente, que empujó hasta perforarla. Repitió la operación en varias direcciones y el agudo instrumento salía sin dificultad por el extremo opuesto al de su entrada en la pasta de oro, hecho lo cual retiró el utensilio y pagó las ocho libras que indicó la balanza, entre el loco volar de las abejas que allí no faltaban en los sacos de azúcar, atraídas por el olor que despedían, al que se agregaba el de la cera. Volvió otro día con nueva cera, y el punzante instrumento de demostración no reveló nada anormal en la masa dorada y aromosa, haciéndole el ambiente de confianza a Pedro Antonio. Otros vendedores de ese producto habían puesto piedras en el interior de la masa logrando mayor peso y burlando al comprador, y a esto se debía el procedimiento del asador sobre un brasero en el patio de la tienda, como aparato de escarmiento contra la industria y la malicia campesinas. No se corrían por esto los labriegos. Agudizaban su imaginación en el ardid para vencer en nuevas trampas, y decían, respecto de aquellos comerciantes: 100
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—Buscan la piedra en lo que les vendemos, y no en el corazón de piedra que ponen cuando compran; semos como ellos son. Como nos toquen el merengue, lo bailamos. Hubo siempre lucha artera entre la astucia urbana y la rural. Comerciante y campesino tratábanse de mala fe. En las compras de tabaco el campesino dejaba, de ordinario, según típica frase: “el cuero en manos del comprador”. Había la romana corriente, que era la de vender, y la “cargada”, que era la de comprar, en la que una arroba venía a parar en treinta libras. Tabaco bien pesado en el campo se aligeraba demasiado en el pueblo. Tela al parecer bien medida en el pueblo, se acortaba mucho de medida en el campo. Solía mezclar el campesino, en la venta de naranjas “de china”, las dulces con las agrias, dando a probar las dulces en desquite de bebidas ligadas y libras incompletas. El del campo decía: —De hombre de pueblo no me fío. Y el del pueblo exclamaba: —¡El más bruto del campo sirve para arzobispo! Claro que todos los comerciantes no procedían de igual modo, y entre éstos debía de hallarse José Batlle; ni todos los agricultores procedían de tal suerte, pues habíalos ejemplares; pero el pecado de muchos en la violación del sexto mandamiento del Decálogo, en perjuicio de los agricultores, reunió la mayoría de éstos en un frente común contra el comercio cibaeño. La imaginación fue bien lejos en refinamientos de común superchería. Cierta vez llegó Pedro Antonio con seis cargas de tabaco a la tienda de don José Batlle. Era un rico tabaco de olor, elástico, penetrante. Rezumaba miel la hoja y se ofrecía a la vista como seda. Capa pura… Don José llamó al Encargado del Almacén. Fue abierto un serón, del que se extrajeron varias sartas. Estornudos… Picazón en los ojos… adherencia en los dedos… ¡Inmejorable! —¿Es de Hato del Yaque? –inquirió don José, interesado en conocer la procedencia del fruto. —No, de piedra adentro, –respondió el astuto vendedor. Se dio la orden de compra y Pedro Antonio salió, sonriente, de la tienda. Al día siguiente fueron vaciados los serones, con alarma de todos los que servían en el almacén. Largas piedras achatadas se hallaron entre las sartas de tabaco. Don José fue llamado en el acto a presenciar el burdo timo, y con asombro de hombres y mujeres ocupados en la faena, que esperaban la indignación del rico comerciante, prorrumpió éste en estrepitosas carcajadas, incomprensibles para los espectadores, que no sabían por qué reía el buen señor, burlado, más que engañado, por el astuto campesino que, barajando con agudeza la idea de lugar con la condición, aseguróle que el tabaco era “de piedra adentro”.
RAMÓN LACAY POLANCO (N. 1925)* La bruja Sola en su rancho que ocultan las bayahondas, sus ojos son duros, y su cuerpo firme adopta, a veces, laxitudes sensuales. Es Nena, la bruja, vestal tenebrosa de las tierras del Sur. Esta mujer tiene las orejas traspasadas por relucientes argollas, y parece gitana. En la mejilla izquierda ostenta tatuajes extraños; gasta pañuelo de cuadros amarillos envuelto en *Ramón Lacay Polanco. Autor de una novela y de cuentos no publicados en volumen.
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la cabeza casi cana. A su manera, ella supo conquistarle a la vida todo lo que quiso. Es de esa estirpe que sabe vivir y morir en pie. Sola, siempre, su tristeza es hermana de la tierra, y de la cruz de Jericó del difunto, que luce a un lado del rancho llena de cascarones de huevos y trinitarias, donde cada día ella clava una oración y eleva un canto de recuerdos rogando a Dios por el descanso de aquella ánima que todavía está penando. Los lugareños le temen. A su paso se santiguan. Es Nena, la bruja, vestal tenebrosa de las tierras del Sur.
Pero antes fue estampa de caminos. Bella, de carnes duras como la sequía de la tierra; de ojos asombrados, como las tórtolas que huyen a la orilla del Yaque. Ella conoció a Lico Bueyón, hombre realengo del Sur, y sin meditarlo se ayuntó con él. Es la suya una historia de tierras enfebrecidas y noches ardientes. No oculta sus aventuras de contrabandista, y habla de sus tiempos cuando era caballo y se montaba con el espíritu de Ogún Balenyó. Entonces cruzaba la raya cuando los cielos de la frontera eran sendas nocturnas de estrellas. Debió bailar en Veladero y Las Caobas y conocer las rutas de Puerto Príncipe. La tambora enfebreció su carne al ritmo del vudú, en la ancestral orgía africana que enciende las noches de Haití. A su regreso, a través de las madrugadas foscas, sus monturas se inclinaban al peso del clerén. Y comenzaba la otra aventura, la venta ilegal. La marcha larga sobre los trillos secretos que cortan las montañas y conducen a los poblados de Barahona, Hondo Valle, San Juan de la Maguana… siempre de noche por zonas de angustia. Cruzando amaneceres en el viaje de vuelta, amparada por los espíritus del agua y de la tierra, llamando a Papá Legbá cuando el peligro la amenazaba o transformándose en piedra, o en tronco, o en perro cada vez que los bandoleros le cruzaban el paso. El calendario de Nena, la bruja, es un calendario de lunas y estrellas, con las distancias medidas por el paso de los ríos y las guardias ocultas, escalas de la novela del alijo haitiano. En sus anécdotas figura el gavillero Rafael Lucas, que asaltaba las recuas en el paso del Naranjal. Fue amante del negro Cinturón, asesino sin rival y vagabundo de rutas. Explica historias del Bagá (espíritu diabólico que se aparece en forma de perro, de jabalí o de pájaro y puebla de miedo los parajes oscuros). Estremece su relato el paso de la tarimba: la parihuela que conduce al muerto va rodeada de gentes vestidas con ropas de chillones colores, que beben, bailan y cantan el rito en patois. Y sus recuerdos del monte la Urca, en el camino de San Juan… Y sus noches de vela, junto a Telésforo, bailando Los Palos del Espíritu Santo, en junio, cuando las lomas, la selva y las sabanas se juntan y confunden en un paisaje gris que tiembla vacilante, ayuno de agua, con perros algebraicos y algodonales amplios, y cañadas sedientas que se duermen al son de los atabales… Pero entre esta mujer que ahora tiene carnes flácidas y el bandolero Lico Bueyón, creció una pasión avasalladora, tan violenta como crece el maíz en la menguante. Ella lo hizo cabecilla. Apegada a su hombre como la yedra al jabillo vigoroso, invocó una tarde a los espíritus del mal y lo preparó para las luchas de guerrillas, el maroteo de siempre, y el contrabando. —Ven –le dijo–. Quiero prepararte. Penetró en la habitación del rancho. Esta era una pieza atiborrada de imágenes de santos, cada una de las cuales poseía un velón encendido. En el fondo estaba un camastro pequeño 102
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cubierto con frazada roja. En el piso, dispersos, podían contemplarse unos cofrecillos oscuros y un baúl amarillento. Nena tomó a Lico por la mano y desnudó su cuerpo de ropajes. Le ordenó que se pusiera boca abajo, sobre la cama. Entonces abrió un maletín, sacó varios objetos de cera, un crucifijo, una esponja y una pluma de ánade incrustada en un frasco alargado que contenía un líquido verdoso. Inmediatamente empezó una extraña oración mezclada con cánticos ininteligibles. Con la pluma de ganso mojada en el líquido trazó diversos signos desde el nacimiento de la cintura hasta la parte alta de los pulmones. Lico sentía una comezón extraña en la piel dibujada. Luego encendió un mechón de aceite que traía consigo y una llama azulada dio perfiles siniestros en la habitación. Lico estaba asombrado. La bruja quedó en éxtasis. Primero sintió un golpe de muerte sacudir todo su cuerpo, y luego, envuelta en sopor enervante, pronunció palabras incoherentes, dio varios gritos espeluznantes y empezó a bailar alrededor del lecho donde estaba tirado su hombre. De sus manos parecían nacer hilos invisibles que alargaba con sus dedos amaestrados. Era un rito donde semejaban flotar duendes y vampiros de alas membranosas que le dejaban al paciente un raro calofrío en el organismo. La bruja invocaba los espíritus del agua y las montañas, y bajo el influjo de su voz profunda la estancia colmábase de corrientes magnéticas, como si un enorme generador de electricidad hubiese descargado toda su potencia. Luego la hechicera, siempre murmurando misteriosas frases, tomó un vaso de agua, echó en él varios paquetitos de polvos de colores y empezó a mirar concentradamente el líquido tornasolado. Sus mandíbulas se movían con inquietud, sus pupilas brillaban con extraño fulgor. Del vaso empezó a salir una espiral de humo perfumado que se extendía sobre las paredes y hacía pensar en los encantamientos. Inmediatamente le lanzó en la espalda a Lico Bueyón aquella poción y lo frotó con un paño negro, lleno de pinturas raras. Sacó de su seno una tibia de algún pobre difunto y volviéndolo de perfil dióle con el hueso tres golpes en la frente. Luego se separó y procuró en uno de los baúles una bolsita de hule, en la cual colocó unas insignias misteriosas, y cosiéndola con una aguja larga le puso un hilo oscuro y la colgó del cuello de su hombre. —Ya está. Lleva esto siempre encima y te acordarás de mí –dijo– sacudiéndose como si tuviese frío, y empezó a tomar sus objetos. —Nadie podrá contigo. Sólo yo, que tengo la contra –agregó la médium. El hombre, sonrió, tranquilamente.
El galope de su caballo, desde entonces, había sido un clarín de guerra en la comarca. Empezó a traficar en Clerén. Con el vudú y sus sortilegios, y el dolor de las recuas, aquel gavillero fornido, amarillento, con el pelo rojizo y la boca grande, de bigotes largos y largas manos de verdugo, empezó a seleccionar su grupo de forajidos, unos hombres duros como la tierra, que le seguían por todas partes y acataban sus órdenes sin recelo. Junto a ellos, a veces, estaba Nena, la mujer del jefe, quien cantaba lamentos y hacía ritos para la largueza de días de su hombre. Pero he aquí que el bandido, ya poderoso, se cansó de ella. Nena, la médium, fue suplantada por Cecilia. Lico Bueyón vivía apegado a la negra, ebrio de clerén y café cargado, y en los cantones donde moraban después de los latrocinios y las incursiones, Cecilia curaba a los heridos con sus ungüentos y pócimas y preparaba sahumerios para ahuyentar a las ánimas 103
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en pena. Pasaba el tiempo y Cecilia conservaba siempre un cuerpo de doncella. Maravilloso cuerpo de ébano que le hizo creer al bandolero en los misterios de la jungla. Cecilia tenía movimientos suaves y delicados, y sus ojos guardaban el poder de mantener encendido el amor de los hombres. Se había bañado en un río secreto en noches de luna llena, y su carne era carne esculpida en brisas, hojas y estrellas. Agüe, el dios de las aguas, de las fuentes misteriosas, le comunicó el hechizo. Fue una noche de humedad y estrellas pequeñas cuando Lico y Cecilia se unieron. Aquella noche se encendió un bongó detrás de las lomas. Allá lejos sus notas caían sobre los campos recién mojados, sobre las hojas que tumbó el viento y los luceros hundidos en las cañadas. Un coro humano, con grito ritual, se expandía en la noche que iba creciendo, creciendo en misterio y en extraña belleza, mientras de la tierra surgía un perfume angustiado de jazmines tronchados en las charcas y de guayabas exprimidas por el paso de los mulos. La cuadrilla avanza sudorosa y cansada. Lico Bueyón ha azotado a Bánica; y la cañada de Juan Felipe y el Cerro de San Francisco, en la distancia, han contemplado sus hazañas. Ahora, con fatiga y sueño, llevan dos heridos, y el jefe, con los ojos semicerrados, se deja guiar por el balsié que estremece la selva. Todo tiembla y vacila en el paisaje inhóspito. Lico lleva el ala del sombrero agachada sobre el rostro. La tropa, en silencio avanza entre los árboles, y parecen legionarios de un mundo fantástico. Pronto el escenario se ofrece ante sus ojos. —¡Alto! La voz del jefe sacude a los hombres. Desenfunda el revólver y se tira de la montura. Sus pasos son anchos y sus botas se clavan pesadas en el suelo. Detrás de los ramajes hay un claro iluminado por fogatas. Varios negros tocan los parches, en éxtasis, mientras en el centro una negra con cuerpo de junco mueve las caderas en el rito. Tirados a ambos lados los otros lugareños se confunden con el lodo, se pasan los calabacines de clerén, y las mujeres, con niños desnudos a horcajadas en las cinturas, se van retirando al caserío. La bailarina, sobre una estera, se ha ofrecido mirando a las estrellas. Brilla su rostro, sacude los hombros en frenesí vehemente, y lanza un grito estridente que hiere la noche: —¡Ohué! ¡Ohué! El sonido de los atabales empieza a adormecerse, y un silencio sobrenatural, pesado, sólo turbado por las gotas de agua que se balancean sobre las hojas y por los sapos que hablan en japonés, envuelve el ofrecimiento. Lico Bueyón, entonces, irrumpe entre los festejantes. Le sigue su cuadrilla. —Bon suá, gran Agüe. Todos se ponen en pie. Le rodean. Los más viejos le abrazan. Hablan en creole y la bailarina le contempla entusiasmada. Cecilia acaricia con sus ojos al bandolero. Este llama al sacerdote y le deja entre las manos un puñado de monedas. Beben clerén. En la alta noche traspasada de estrellas el bandido y su gente se acomodaron en los catres. Quien hubiera contemplado la sombra, descubriría a una figura de mujer deslizarse hasta el lecho de Lico Bueyón, aferrarse a su cuerpo, tibia y anhelante, y ofrecerle sus carnes y su alma. Desde esa noche el bandolero tuvo una concubina negra, con todo el sensualismo de su raza y toda la fiebre endemoniada de su tierra. Cecilia, que había contemplado cómo iba madurando su cuerpo en el espejo del río, por primera vez sintió como se angustiaron sus senos en aquella noche con estrellas grandes clavadas como ángeles de la brisa y del sueño sobre la selva. Ella que era la novia de las supersticiones africanas, se convirtió en la amante del contrabandista, en la hembra bravía del gavillero. 104
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Todo esto lo recuerda Nena mientras prepara el cotidiano ramo de rosas para la tumba que luce a un lado del rancho agujereado. No han importado los soles implacables, las lluvias de mayo, el polvo de septiembre. Cada día, mientras el crepúsculo dora las copas altas de las guásimas, y los burros retozan en la tierra, y las gallinas acezan por el calor y la sequía, esta mujer desgarbada, flaca como cerbatana, eleva su cántico y deja una oración enterrada en el paisaje de La Culata. Ella convive con el muerto. Le habla. Dialoga con la tumba en las noches de luna, y cuida sus despojos con cariño enfermizo, arrancándole los hierbajos de cundeamor o cadillo que rastrean al lado del montículo. Cuando realiza estos menesteres su cara manifiesta regocijo, y sus dientes largos surgen amarillentos, triturando la breva que masca tesoneramente. De lejos, escondidos en las cejas de monte, los muchachos en cuero de los villorrios colindantes la contemplan asombrados, y corren a los ranchos llevando la noticia. Y las viejas atacadas del reuma, y las comadres, y los haraganes maridos, y la parida, y la doncella, se santiguan, temerosos. Y exclaman: —¡Animamea! ¡Jesú Manífica! Mientras los viejos murmuran por lo bajo: —¡Jú! Eto no e cosa de ete mundo. De momento Nena va a salí volando prendía en candela…
Nena no se conformaba con su soledad, con el desprecio de su hombre. Y le trituraba el ánima el saber que Cecilia gozaba de sus favores y sus aventuras y correrías. Y vivía apegada a su recuerdo. Y se tornaba más triste su rostro. Y su cuerpo, antes vigoroso, volvióse flaco en el cambio de una luna, y sus ojos, antaño expresivos, adquirieron un brillo acerado que sorprendía. Ella y su rancho se hermanaron en el infortunio.
Y he aquí que Lico, el bandolero de caminos, fuerte como el odio, tenaz como el dolor, se internó hacia el Norte. Asoló las comarcas de Hato Nuevo y La Piña, y los villorrios desnutridos sintieron en su desmirriada expresión el paso de muerte de aquel emisario del demonio. El miedo creció como fuego en hojarasca. Y la leyenda llenaba de espanto los caminos. Nadie osaba cruzar las rutas, aun en noches de luna. Y los lugareños sentían escalofrío cuando pronunciaban aquel nombre. Porque Lico Bueyón regalaba un pasaporte seguro hacia la muerte. Pero la ley la hicieron los hombres para los hombres. El Comisario Basilio Peña, de San Juan de la Maguana, era duro como róqueda o páramo. Tenía las cejas pobladas, el bigote crecido. Sus largos brazos de simio le rozaban las rodillas, y aunque pequeño, de cuello abotagado, poseía una voluntad de hierro. En su fabla gangosa ponía de manifiesto lo ladino de su espíritu. Para su disciplina la ley era la ley y había que cumplirla, de todos modos. Y hasta su celo llegó la noticia de las correrías de Lico Bueyón. Y sintió que el destino ponía a prueba su eficiencia. 105
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—Eto ya se va a acabá. El Lico Bueyón del diache ya me tiene jarto. Ahora dique va a saqueá a Pedro Corto. ¿Pero e que ese hombre no se quiere? Y llamando a su edecán agregó: —Guelo: organiza a lo muchacho. Hay que traé a Lico Bueyón vivo o muerto. Ese e jel parte de la capital. Y organizó su tropa. Eran hombres avezados en la guerrilla. Doblegadores de rutas y sabanas. Armados hasta los dientes. No importa el sol. Ni la sequía. Todo queda detrás, lejano, cuando los hombres del Comisario sacuden a sus cabalgaduras. La ruta larga y seca, que se recuesta en el Yaque y lo vadea, tiembla de miedo ante los soldados. Esos hombres no conocen la fatiga, ni el sueño. Avanzan y avanzan. Y la corneta grita, sacudiendo las lontananzas. Y a la cabeza de la legión, Basilio Peña, el Comisario: duro, cerrado como nublazón de mayo. Ellos han cruzado a Santomé y queda un naufragio de árboles y matojos. Y el crepúsculo les da de frente. Y cae la noche. Y avanzan, avanzan. Y vuelve el alba temblorosa. Y avanzan. Avanzan hacia Pedro Corto. Y aunque las montañas son interminables, y el calor es sofocante, Basilio Peña y su gente, avanzan. Avanzan.
Nena tuvo un sueño terrible. Soñó con cardosanto, y las hojas del arbusto sufrido se teñían de sangre. Se sobresaltó en la noche. Levantóse rápidamente y contempló la luna. Una luna redonda, colgada en el Este. Y el astro lucía encarnado, con signo de tragedia, como su sueño. El presentimiento le golpeó las sienes. Se amorró el madrás de cuadros amarillos en la cabeza, y tomó su camándula haitiana. Con la noche partió hacia Pedro Corto, el nuevo can de Lico Bueyón. Ella sabía que habría de caminar mucho antes de llegar a su destino. Por el olor del monte y la altura de las estrellas comprendió que estaba al filo de la medianoche. Y apretó el paso. Y salvó veredas, y lomas, y riachos. Y no se fatigaba. Iba rezando, rogando a los santos, con la camándula en la diestra, por la seguridad del cuerpo de su hombre. El amor, a veces, es una obstinación desesperada. No se arredra ante nada. Su sentimiento despierta una fuerza sublime, que llega hasta el sacrificio. Y esto lo experimentaba Nena por su hombre. Y esto lo sentía aquella mujer por el bandolero.
Con la madrugada llegó a Las Charcas. Era el recodo. El cruce. Áspera tierra caliza. Bohíos derrengados, perdidos en la sombra. Nena, la bruja, estaba cansada, pero alegre. Con la fatiga lucía más desmirriada su figura. Y el pecho se expandía con la respiración fatigosa. Y los ojos se le agrandaban en el resuello. Cuentan los lugareños que allí sucedió el encuentro. La mujer se sentó en una piedra, a la orilla del camino, y no se prolongó su espera. En la madrugada clarísima del Sur, por la ruta de Vallejuedo, venían Lico Bueyón y sus hombres. Regresaban de sus latrocinios e iban en pos de Pedro Corto. Marchaban cautelosos. No querían despertar a los del lugar. Ella lo columbró de in promptu. —Lico… Lico… –dijo, en un susurro. El hombre se volvió. Desenfundó el revólver. —¿Quién vive? 106
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La mujer se incorporó, sumisamente. —Soy yo. Nena… La palabra le azotó el rostro. Sintió el odio brotarle de la entraña. —¿Qué quieres? —Que no vayas a Pedro Corto. Vine a avisarte. Yo soñé anoche… —Ja… ja… ja… ja… ¡Lárgate de ahí! ¡No me vengas con boberías! —No vayas, Lico. No vayas. Te tienen una en Pedro Corto. No vayas. Y se aferró a las riendas, suplicante. El hombre, violentamente, encabritó la montura. Nena rodó por el suelo, magullada. Cecilia sonreía. —Yo no quiero saber de ti. Quítate de mi camino. Creyendo en tonterías… —Lico… Lico… El caballo pisoteó a la hembra. El bandolero dejó en el aire su carcaja escalofriante. Y arrancándose la bolsita de cuero que llevaba pendiente del cuello, se la arrojó al rostro. Cecilia tuvo una expresión de triunfo, y sus ojos gozaron con el acontecimiento. Inmediatamente el hombre y su concubina, haciendo sangrar los ijares, se perdieron en el monte. Una nube de polvo cubrió sus siluetas. La voz de Cecilia, con su canto monótono, llenaba la madrugada caliente.
El encuentro fue trágico. Basilio Peña y su gente tocaron a degüello. Los cadáveres se amontonaron. Parecía un naufragio la sabana de Pedro Corto. Los perros alzados y los cerdos consiguieron festín lujoso. Y Lico Bueyón ya estaba enmadrinao. También Cecilia. Y dos forajidos más que se salvaron milagrosamente. El bandolero ya está preso. El toro del Sur había perdido. Las sogas le aprietan la carne. Los nudos son fuertes y le destrozan el pecho. Cuando llegaron a Las Charcas los vecinos quedaron asombrados. El sol fuerte calienta los caminos. Y el piquete ya está preparado. Basilio Peña gritó: —Guelo: Suéltale la mano a la fiera eta pa que jaga su propio hoyo. Vamo a fusilá a ete como ejemplo. Y a los otros lo llevaremo pal pueblo. Eto se pudrirán en la cárcel. La chirona amansa los guapos. La muchedumbre se agolpa. Lico Bueyón empieza a cavar su propia sepultura. Está flojo, triste. La muerte vela sus latidos. La fronda de los aromos, y el aire caliente, se le cuelan por los poros mostrándole la vida. Entre los curiosos se levanta una voz: —Padre nuestro que estás en los cielos… Lico Bueyón experimenta un sacudimiento. La plegaria de Nena lo estremece. Levanta los ojos, temeroso, y la mirada de amor, de la mujer, le llega como una caricia. Bajo el sol sureño, que reseca los árboles y las almas, aquel plañir melancólico anuncia la muerte. El bandolero está callado. Y suda. Ha terminado su faena. El Comisario Basilio Peña da la señal. Lo empujan hacia la guásima. Lo atan al palo. El corneta tocó: ¡Firme! … Y la voz de: ¡Fuego! salió de la garganta del Comisario como un rayo. Los disparos cruzaron el aire. La cabeza de Lico Bueyón se dobló sobre el pecho. Murió sin decir palabra. Inmediatamente se abrió paso entre los asombrados asistentes, una mujer. Lucía magnífica, soberbia. Nena, la bruja, sacó del seno un puñal y cortó las sogas que ataban el cadáver. Aquel hacinamiento de sangre le cayó en los brazos. Y encarándose a Cecilia, le gritó, desafiante: 107
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—¡Quítamelo, ahora! Todos quedaron estupefactos. El Comisario Basilio Peña ordenó la retirada. Nena buscó un yaguacil y colocó los despojos de su hombre. Bajo el sol del Sur que revienta las guazábaras, la bruja quedó sola con su muerto.
á. . . á ó, . í ó, á í á , ño .
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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II
Tomo II ÁNGEL RAFAEL LAMARHE (N. 1900)*
Pero él era así…
Rupert Lowell hacía rato que había regresado a la casa, y aún Catharine, su mujer, no se había atrevido a preguntar. Cuando Rupert llegó estaba anocheciendo, y ella, que lo estuvo esperando con ansiedad, precisamente por eso, todo el día, se dijo: “Aguardaré a que pase la cena”. La cena había terminado, y Catharine tuvo tiempo de ponerlo otra vez todo en orden, sin que de sus labios brotara la pregunta. Ahora, sentados en la sala, frente a frente, por más de una ocasión lo intentó, pero apenas lo pensaba se arrepentía. Al fin logró decidirse: —Rupert… ¿traerán hoy el retrato de Sim? El hombre, redoblando las chupadas a su pipa, habló sin mirarla: —Esta noche… Eustace Addison me lo enviará con un mensajero. Tosió y tras de golpear la pipa en el viejo cenicero de peltre y atacarla nuevamente de tabaco rubio, continuó: —Tienen mucho trabajo… Hizo otra pausa para encender un fósforo. Con uno no le fue suficiente. Encendían mal. Y antes de proseguir, se cercioró de que estaban bien apagados los que tiró en el cenicero. —Trabajan también de noche. Había levantado los ojos grises de un azul acerado, como si realmente le interesaran las volutas de humo que arrojaba con alarde por la boca, y concluyó con voz indiferente en apariencia: —Me ha prometido que la ampliación quedará muy bien… Quiso que lo comprobara… pero yo no podía detenerme, y preferí que tú y yo lo viéramos aquí juntos. Catharine Lowell no pronunció una sola palabra. Se puso en pie, aparentemente para rectificar un pliegue indebido en el tapete de una mesa, y después salió de la sala. Rupert se volvió para verla salir. No ignoraba adonde se dirigía, y movió la cabeza con ese movimiento del que ve confirmada sus previsiones. Murmuró: —Va a ser imposible… *Impresas ya las noticias preliminares de El Cuento en Santo Domingo, hemos tenido la satisfacción de conocer Los Cuentos que New York no sabe, de Ángel Rafael Lamarche. Más que un juicio particular, formulado bajo la sugestión de su inmediata lectura, vale recordar que los cuentos de Lamarche han merecido elogios de los venerables Baldomero Sanín Cano, Federico de Onís y Ricardo Rojas; de críticos renombrados de México, Cuba, Colombia, Ecuador, Puerto Rico, Uruguay, Chile, Argentina; de los catedráticos norteamericanos Frank Tannebaun, Robert G. Mead, Allen W. Phillip, H. R. Werfeld; del crítico español Federico C. Sainz Robles; del célebre profesor florentino Oreste Macri; del novelista francés Francis de Miomandre y del crítico, también francés, George Pillment, quien afirma en su antología de cuentistas que Ángel Rafael Lamarche es “uno de los dos representantes del cuento en la República Dominicana”. Para prestigio del autor de Los Cuentos que New York no sabe, si en el reconocimiento no figurara la aprobación de un Federico de Onís, de B. Sanín Cano y Ricardo Rojas, bastaría el testimonio de tres grandes escritores de hispanoamérica: José María Chacón y Calvo, Enrique Gandía y Martín Luis Guzmán, el autor de El Águila y la Serpiente. Clara idea de la calidad y de la técnica del cuentista que es Ángel Rafael Lamarche, le dará al lector Pero él era así…, cuento psicológico admirablemente escrito, de intenso dramatismo, cuya acción discurre y termina en un momento y perdura en la memoria.
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Como su marido lo había sospechado, ella avanzó por el pasillo hasta el cuarto de Sim. Tuvo que luchar con la cerradura porque la puerta estaba cerrada y por allí no se veía bien. Pero cuando abrió, la ventana de la habitación que caía a la calle amplia y llena de ruido, libre del obstáculo de las cortinas, dejaba penetrar la claridad de un farol próximo. Se acerco. Por esta ventana había visto regresar más de una vez a Sim, o algunos años antes lo vio jugar en la calle con sus compañeros. Levantando el brazo, buscó la bombilla e hizo luz. Todo se hallaba igual que cuando él se fue. La cama con su colcha de raso a franjas blancas y azules. Los cromos de lindas muchachas y el banderín triangular del equipo náutico de su escuela. En un rincón se recostaban, como si esperaran el término de aquellas prolongadas vacaciones, el bastón de esquiar y los puntiagudos esquís. Los libros vueltos de lomo en el pequeño estante, fingían abultarse más para que volviese a tomarlos una mano conocida. Abrió un cajón de la cómoda. Ahí estaban los “pull-overs” de bandas caprichosas, las botas de hule con que chapoteaba por los ríos y pantanos en las partidas de pesca, los calcetines y mitones de grueso estambre para los deportes de invierno… Todo se hallaba como él lo dejó la última noche que pasó aquí… Sí, Catharine lo sabía bien. Rupert y ella lo habían guardado cuidadosamente… Pero esta noche en que iba a ver la ampliación de la última fotografía que Sim se hiciera en Nueva York, sintió como nunca el deseo de visitar este cuarto. Aquella misma mañana lo había hecho. Lo efectuaba diariamente. Con frecuencia, muchas veces al día. Pero se le había ocurrido que, de visitarlo ahora, vería mejor el retrato de Sim, como si realmente necesitara revivir sus recuerdos. Y, sin embargo, no había olvidado la menor cosa… Ni aun era posible olvidar la afición de Sim por el pan de pasas y la sopa verde de guisantes… ¡Oh, no!… No era eso… Simón Lowell fue desde temprano un muchacho estoico. Si sus travesuras le proporcionaban un descalabro, lo ocultaba sin una queja. Ni Catherine ni Rupert tuvieron jamás que sufrir a causa de aquel hijo único… El hijo único. Esto lo medía todo. Actualmente le parecía muy raro que este hijo fuese sólo un hijo muerto. Muerto, y no un hijo como son y se quieren los hijos, para repasarle la ropa y verle todas las mañanas tomando el desayuno, con el libro al lado y metiéndose los dedos en los cabellos, o tocarle la puerta del cuarto de baño y advertirle, entre el estrépito de la ducha y la algazara de una canción: “¡Eh, Sim, que se te va la hora!”… No; aunque le pareciese increíble, ni siquiera Rupert y ella, por las noches desde la cama, le oirían entrar lo mismo que antes, diciéndose el uno al otro, como si fuera posible que pudieran tener dudas respecto de quien entraba: “Es Sim”… Miró el retrato de la muchacha que estaba en la mesilla de noche. Era Louise. Los grandes ojos negros sonreían con extraña expresión de incertidumbre, y sobre el pecho una letra cuadrada, esquinándose, había escrito: “Para que no dejes de pensar en mí constantemente, darling”. Catharine se reprochó casi con encono: “Fue una estupidez que no se casaran antes de que él se fuera”… Pero inmediatamente se arrepintió; debía ser justa: Louise era sólo una muchacha y únicamente hubiera conseguido crearse una serie de complicaciones, en tanto que hoy le quedaría como una pena dulce el recuerdo de Sim, y no tardaría en casarse con otro. Pensó que Louise vendría a ver también, dentro de un momento, la ampliación, pero “Sim se hallaba muerto”. Muerto: una sola palabra y, no obstante, qué resultados tan enormes. Desde que uno nace empieza a oír por dondequiera: la muerte… la muerte. Se dice la muerte, y todos, con los ojos en blanco, creen que comprenden su significación. En la actualidad, Catharine sí sabía lo que era la muerte. Pero su aturdimiento se renovó. La desconcertaba aceptar que Louise no tendría en lo adelante para ella el interés que tuvo anteriormente, y 110
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que cuando la propia Louise tuviese novio o se fuere a casar, sus consultas y su confianza serían para la madre de otro hombre… Y con lo fácil que había resultado todo aquello… Catharine estaba convencida de que las cosas más grandes suceden así, de un segundo a otro, con la mayor sencillez… Aun creía mirar a Sim aquel día: “Estamos en guerra”, dijo, y bajó los ojos, pero los volvió a levantar y sonreír… Sonriendo de esa forma se fue… Entonces vinieron las cartas: “No creo que se preocupen por mí; me molestaría; me siento sano y alegre… Ustedes saben bien que me gustaron siempre las empresas más peligrosas y las aventuras… Además, la guerra vista a distancia es muy distinta a como se ve entre sus “mismas conmociones”… Era un tono idéntico al que empleaba cada vez que Rupert o ella parecían flaquear ante las inevitables cuestiones de la vida: “¡Eh, padre, no olvides que me siento orgulloso de tu valor!”; o con cara muy seria, pero besándola con inocultable ternura, le decía a Catharine: “¡Hum, madre, recuerda que me gustan las mujeres fuertes!… Por Navidad escribió: “Me parece advertir que ustedes quieren saber cómo me va con la nieve. Pero ¡si nací y me crié entre ella!… Bueno, en realidad, ha sido mucha, pero no ignoran cómo me satisface. De modo que en vez de lamentar su abundancia, la he agradecido. Tocándola día y noche a campo raso me convertí un poquito en el héroe de todos los sueños que desde la infancia me despertó y no pude vivir allá, sino por momentos y como un muchacho esclavo de las horas y los libros; en resumen, como un muchacho enfadosamente “civilizado”. En “Christmas eve” fue mucho mejor. Me sirvió para celebrarla. Cubría con su blancura todo el terreno, y como abundan los pinos, y esa noche estaba el cielo muy azul, y la propia noche tenía una especie de oscuridad azulada, yo mismo llegué a creerme una de esas figuritas que aparecen en el paisaje de las lindas tarjetas de “Christmas”. Detrás de mí, mis camaradas, a la sordina, hacían música; yo había avanzado unos pasos, tantos como me lo permitieron el reglamento y la precaución; levanté la vista y parecían recién estrenadas las estrellas, y se me antojó que “eran todas las estrellas de los árboles de las “Christmas” que pasé en compañía de ustedes… ¡Oh! Los recordé, cómo los recordé… y aún los estuve viendo, de la misma manera que me pareció ver a Louise… Y como el viento aullaba con fuerza, imaginé todavía más: que estaba oyendo los hurras de toda la “banda”: de Bob, de Molly, de Sam, de Letty; o que oía cantar a Gail Walker, aquella muchacha de ojos verdiazules que me llamaba “Simón el pendenciero” y fue vecina nuestra y cantaba en Broadway, a quien si la encuentran por ahí, les ruego la saluden de mi parte. Y aun cuando “mother” lo dude, entonces, mirando las estrellas, canté también, con alegría, mi canción… ¿El peligro? Bah… No me importa, ni creo tampoco mucho en el peligro. Ya volveré. Y cuando vuelva, volviese como volviere, ni ustedes ni yo, ¿verdad?, derramaremos una sola lágrima”. Pero no volvió. Un día, ese día que no se parece a ningún otro, porque no es sino ése, vino el aviso intransformable. Desde luego, en eso no había dudas, el informe lo precisaba con claridad: “Murió como un valiente”. Pero no había vuelto… No; Catharine estaba segura que cuando Rupert viera la ampliación no podría resistir e iba a suceder lo que precisamente ni su marido ni ella, sin decírselo, querían que sucediera… Al regresar Catharine a la sala, Rupert pareció no apartar la atención del periódico que leía. Pero la observaba de reojo y no se le escapó que se sentaba lentamente como si en verdad la rindiese la fatiga. Fue un largo timbrazo, uno solo. Catharine, que se había llegado a incorporar, volvió a sentarse como avergonzada de su desconcierto. Rupert lanzó el periódico y echó a andar 111
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precipitadamente, como si temiera no llegar nunca; pero al fijarse en su mujer, caminó paso entre paso. El mensajero se cercioró: —¿El señor Rupert Loweil? Era un muchacho quizá un poco más alto y delgado que Simón. Rupert tuvo la certeza de que cuando Catharine lo viese pensaría lo propio que él había pensado: “Tiene la misma edad de Sim”. Con mano segura firmó el recibo y, ayudado por el mensajero, llevó el bulto hasta ponerlo sobre la inútil chimenea de la sala, en dirección de la puerta. Al entrar allí, el muchacho saludó: —Buenas noches, señora. Los ojos de Catharine, al verlo, brillaron de modo especial, pero permaneció muda. El mensajero bajó los ojos y se devolvió por el pasillo. Rupert lo había seguido y no se limitó en la propina. —Gracias, señor –dijo confuso el muchacho. Lowell sonrió; aparecía perfectamente en calma, pero se olvidó de cerrar la puerta. Cuando volvió, Catharine no se había movido aún y miraba como fascinada el bulto. Era de tamaño considerable y estaba cuidadosamente protegido por un papel castaño fuerte. Rupert, sin vacilar, empezó a romper la envoltura. Fue en ese momento cuando Catharine se aproximó. El papel estallaba como quejándose y resistiéndose. El retrato apareció; no comprendía mucho más del busto; Rupert retrocedió unos pasos. Era Sim, sin objeción el mismo Sim, un Sim vivo y alegre: el cabello casi rubio partido escrupulosamente a un lado; los ojos, de una transparencia infantil, diríase que tras de mirar a los dos, se levantaban un tanto para no perder un solo detalle de lo que ocurriese en la puerta; los labios, al sonreír, se entreabrían como si acabaran de hablar o por el contrario se impacientaran por hacerlo; se veía aún el principio de la chaqueta color de arena a grandes cuadros de un gris azulado; en la solapa rojeaba un tulipán… Catharine y Rupert, inmóviles, parecían impasibles, pero se clavaban fuertemente los dedos contraídos en la palma de la mano. Sí, era la imagen de Sim, de un auténtico Sim; la boca entreabierta quería, sin duda, comunicarles algo; pero tal vez el mejor mensaje se encontraba en ese soplo de vigilancia que sentían Rupert y Catharine bullir entre los dos, y apoyarse igual que una mano cariñosa en el hombro del uno y del otro, y que luego de escudriñarles ansiosamente la cara, ya más tranquilo, sonreía con enternecimiento al mirarles el corazón… Nervioso, Rupert se acercó y enderezó el cuadro un poco más. Catharine le observó con inquietud, y en su mirada apareció visiblemente el miedo, sí, un indecible miedo y gritó: —¡Es que no lo vas a dejar tranquilo! Rupert se volvió estupefacto, pero al mirarla no tardó en responder con agresividad: —No sabes decir más que estupideses. Ella estalló nuevamente: —Es preferible a ser un completo idiota. Las voces se alzaban y las injurias se enardecían. Alguien acabó de empujar la puerta. Era Louise. Deslumbrada al descubrir el retrato de Sim, la sacudió un estremecimiento. Y se detuvo. Estaba escuchando. Tapándose los oídos, retrocedió. Con los ojos húmedos, creía imposible que hubiesen esperado para conducirse de esa manera a que estuviese delante el propio Sim… Tan engolfados se hallaban en la disputa que no parecieron darse cuenta de la presencia de la muchacha. Al fin, Catharine vociferó: 112
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—¿Piensas pasar así toda la noche, imbécil? Rupert contestó con rabia: —Me voy a acostar… pero en el sofá… No puedo dormir junto a una infame de tu clase… Ella recalcó con agrio desdén: —Eso era lo que deseaba, mal hombre. Sin embargo, al separarse en opuestos rumbos, Rupert acertó a volverse en momento que Catharine no lo veía y en sus ojos relampagueó como una pícara ternura; quizá por coincidencia, y en otro instante semejante, a ella le pasó igual. En veinte años de matrimonio era ésta su primera disputa y la primera vez que no dormirían uno al lado del otro. Todo esto era extraño. ¿Sim, que los había unido tanto siempre, terminaba ahora por separarlos? No; hoy se sabían más unidos que nunca y Sim era el broche de esa unión. Pero mañana sería otra cosa… Ambos suspiraron con ese suspiro de los que acaban de pasar victoriosamente, no importa el sacrificio, por una gran prueba. Experimentaban orgullo, inmenso orgullo… Ahí estaba Sim, y que lo dijese él: no habían derramado ni “una sola lágrima”.
JOSÉ RAMÓN LÓPEZ (1886-1922)*
El general Fico
A don Andrés Julio Montolío
Venía cabizbajo de Las Escaleretas a la Palma, siguiendo a lo largo del camino en su caballo rucio avispado, al que soltó las riendas sobre el cuello, por lo que el rocín iba paso entre paso, imprimiendo al jinete un movimiento oscilatorio que le inclinaba tan pronto a uno como a otro lado de la bestia. El jinete era feo. Las piernas encorvadas por el hábito de montar a caballo, encajaban sobre el cuerpo del animal circunvalándolo como una cincha, y estaban envainadas en sendos pantalones, anchos y sobre-cortos, que dejaban en descubierto cuatro dedos de jarrete musculoso y peludo; y después unas medias de a real, caídas sobre los ZAPATOS DE OREJAS salpicados de lodo, con enormes espuelas de cobre bien aseguradas, rechonchos y sin lustre, fundas de los enormes pies que no se calzaban sino los domingos y fiestas de guardar. El tronco era robusto, cuadrado, ordinariote, terrible con su chaquetita corta y mal traída, de gusto y hechura rural, huyéndole a la pretina de los calzones, a dos dedos de ella, con anchos bolsillos donde guardaba el descomunal cachimbo de tape y la vejiga de toro henchida de picado andullo, y dejando ver los pliegues de la camisa listada y la ancha correa de que pendían el sable truculento, el cuchillo COLLIN de luciente y afilada hoja, y su revólver de MITIGÜESO, que así lo llamaba. Y como coronamiento de aquel sagitario tremebundo, de aquel ecuestre Hércules pigmeo, una cabeza sobre cuello apoplético, con la faz cetrina teniendo por frente una pulgada de surcos rugosos entre el cabello apretado y las alborotadas cejas tras las cuales brillaban, emboscados como salteadores, dos ojillos negros de expresión felina, entrecerrados ahora, mirando paralelamente a la nariz de forma cónica, rematada en trompa y como queriendo zamparse en la espaciosa boca de labios gordos y *Autor de: Cuentos Puertoplateños, un v., 1904. Tip. Olga, Santo Domingo (C. T.); Nisia (1898), novela corta; Geografía (1915), Manual de agricultura (1920), La alimentación y las razas (1896), folleto.
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negruzcos, que se abría hasta cerca del remate de las quijadas como agallas de tiburón que, con los pómulos salientes, le cuadraban la cara. De ésta, a manera de velamen, se destacaban una chiva larga y puntiaguda, y dos orejas espantadizas, desconfiadas, adelantándose en acecho para oír mejor. Y por sobre todo ese conjunto abigarrado y monstruoso un breñal de cabellera amoldada al sombrero y al pañuelo que llevaba atado, y afectando las formas de un paraguas o de un hongo. Era el General Fico, cacique el más temido en los alrededores. Machetero brutal y alevoso, holgazán consuetudinario que vivía cobrando el barato de todo en toda la comarca. De súbito se irguió como por resorte, arrendó el caballo, y en todo su ser se reflejó una expresión de fuerza bruta irritada, de tigre hambriento que olfatea la presa y se alista a caer de un brinco sobre ella. Aguzó el oído, y creció la ferocidad innata de su gesto, avivada por la pasión; sus ojos despedían relámpagos, y sus músculos se marcaban con brusquedad sobre la piel, como las venas hinchadas de sangre. Se apeó del caballo, sacó su revólver y se lanzó con paso cauteloso hacia la selva por entre la cual iba el camino. Cinco minutos hacía que andaba así, escudriñando por entre el claro de los troncos y las malezas, cuando vociferó una interjección de rabia, y se quedó parado entre dos ceibas de alto y grueso tronco. —Ei diablo me yebe. ¡Bien sabía yo que era beidá! Y me oyén eso do sinseibires, bagamundo je ofisio, y se han laigao! ¡Si yo cojo ese güele fieta y a esa arratrá! Aquí se contuvo, y volvió a examinar los árboles. —No hay dúa –continuó–. La señai no manca. Aquí taba ei picando el palo con su cuchiyo, sin atrebeise a miraila y eya detrá de lotro palo con lo sojo bajo, ei calabazo de agua en ei suelo y jasiendo un agujero en la tierra con el deo grande dei pié. Eso jueron lo golpe que oí. Pero ai freí será ei reí. No ar plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. Y regresó mascullando tacos y maldiciones al camino, donde volvió a enhorquetarse sobre su caballo, y siguió marcha a la casa del vale Pedro, que se veía sobre un cerrito a distancia de un cuarto de milla, contrastando su techo pajizo y su maderamen de tablas de palma con el verde panorama, ondulado de colinas y vallejuelos, que la rodeaba. Ya no iba cabizbajo. El pensamiento airado no se refleja mansamente en la fisonomía: es el resplandor de un incendio que caldea el rostro y se propaga al ademán. Entre uno y otro parpadeo flameaban sus ojillos como brasas sopladas, y se aventaban sus narices a compás de las crispaduras de sus puños. De cuando en cuando espoleaba maquinalmente el rucio, que en la primera arrancada hacía traquetear el sable encabado, golpeándolo sobre un costado de la silla. Torció a la izquierda y ganó la vereda que conducía a casa del vale Pedro. Ideas salvajes de deseos, venganza y exterminio azotaban el pequeño cerebro del General Fico. Estaba locamente enamorado de Rosa, hija del vale Pedro, la más linda campesina de los alrededores; pero la muchacha se resistía a corresponder esa ferviente pasión carnal de groseras manifestaciones, y desechaba las oportunidades de encontrarse con el fauno que no le perdía pies ni pisadas, en su empeño de conquistarla a todo trance. El había perdido la tranquilidad de bestia saciada con los nuevos apetitos que le aguijoneaban. Su pobre mujer y sus chiquitines andaban ahora temblando cuando él estaba en casa, porque se quedaba horas y más horas meciéndose en la hamaca, con el gesto áspero de mastín en guardia, echando pestes como si para eso y para hartarse solamente tuviera la boca: cuando no les llovía una granizada de puntapiés y garrotazos sin motivo alguno. Recordaba en este momento las facciones de Rosa, dulces como una sonrisa; su lozanía robusta y graciosa, que parecía que iba a estallar como la concha de una granada y a avivar el sonrosado de las mejillas; sus 114
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ojos negros de miradas acariciadoras, su pelo reluciente, que de tan negro se tornasolaba, y aquel cuerpo de ondas firmes, acopio virgen de bellezas tentadoras… Y que un patiporsuelo que iba a las fiestas sin chaqueta le disputara la posesión de ese tesoro, a él, al primer varón de Los Ranchos, al que hacía temblar a hombres y a mujeres y con su nombre se acallaba a los pequeñuelos traviesos… a él, que disponía de todo, que cobraba primicias así de las labranzas como de las muchachas casaderas!… ¡No, no podía ser! Aquello acabaría mal, si esos tercos no entraban en razón. Porque no le cabía duda: las negativas empecatadas de Rosa provenían de que andaba en teje-menejes con ese perdido de Julián, a quien tenía que meter en cintura haciéndole sentir todo el peso de su autoridad. Había visto sus cuchicheos en la fiesta del domingo anterior, y aún recordaba que Rosa se puso como una amapola cuando Julián, con el güiro en la mano, entonó unas décimas cuyo pie forzado era: “La mujei que te parió puede desir en beidá que tiene rosa en su casa sin tenei mata sembrá”. Y ella también estaba esa noche más adornada que de costumbre: estrenaba un trajecito blanco con chambra y falda de arandelas; una mantilla rosada, y un ramito de clavellinas matizadas en el pelo ¡Qué muchacha! Olía a gloria y era de chuparse los dedos. Pero urgía proceder de firme y rápidamente, porque la cosa iba de largo: acababa de ver la señal de que hablaban en el monte, saliendo ella con pretexto de ir por agua al río. Y para ganar tiempo resolvía ponerlo en conocimiento del vale Pedro, cosa de que espantara a Julián y vigilara a Rosa, en lo que él ideaba algo que le asegurara la posesión de la muchacha. Al desembocar a un recodo de la vereda se encontró con aquella. —Bueno día le dé Dio –le dijo Rosa toda asustada. Llevaba su calabazo de agua pendiente, por el agujero, del índice encorvado. Efectivamente había estado conversando en el monte con Julián, tranquilizándole de sus celos de Fico, cuando oyeron los pasos de éste. Se le había adelantado, y la turbó encontrarse con él toda sudorosa, jadeante, temiendo que sospechara algo al verle los colores encandilados y el traje lleno de cadillo. —Bueno día –le contestó Fico acentuando mucho las silabas; y luego añadió: —¿Qué jeso? ¿Hay arguna laguna en ei monte, que no ba ja bucai agua po la berea? —No, jue que… —Sí, ya se lo que e. Agora memo iba a desíselo a tu taita, poique ésa no son cosa de donseya honeta. Qué poibení te quea co nese arrancao que no tiene conuco y anda de fieta en juego y de juego en fieta. Poique yo sor claro: de dai un mai paso se da con quien deje: con hombre que sean batante pa yebai qué comé y qué betí. —Pero, general si yo con ninguno… –tartamudeó Rosa. —No me digaj na que yo lo sé to. Y como tengo que mirai poi tojutede, si o acaban eso, bor a jasei que recluten pa soidao a Julián. —¡Binge santa! ¿qué dise uté, generai? A soidao… ¿Y poiqué? ¿Qué ha jecho ese bendito? Poi Dio… Déjelo quieto… —¡Y te atrebej a intereaite por ei alante mí. Un bagamundo que no tiene má sembrao que tre sepe plátano? Cuaiquiea te coje jata tirria. Mira: si diaquí a trej día no sé con seguridá 115
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que lo haj dejao, ba pai pueblo. Hor é lune, Ei sábado, o me aj dicho que si o buela éi co nala de cabuya, camino e Pueito Plata. La pobre Rosa de deshizo en lágrimas y ruegos: que no lo persiguiera; que se habían visto por casualidad, y ella no podía ponerle mala cara a ese cristiano que se había criado junto con ella; que qué mal le habían hecho ellos para que los tratara como a jíbaros… Pero no alcanzaba nada. Fico al fin la dejó plantada en medio de la trilla, recordándole al volverse su amenaza: ¿Soy o no autoridad?, se preguntaba él. Vamos, Fico, ¿para qué te ha entregado el mando el Gobierno?… ¡No faltaba más: perderle así el respeto!…
El sábado siguiente, muy de mañanita, iba el pobre Julián entre cuatro cívicos, atados los brazos a la espalda, guiado como un marrano a la Fortaleza de Puerto Plata, donde le meterían en el siniestro Cubo con los criminales más atroces, para luego salir a montar la guardia y quedar condenado a envejecer bajo un fusil. En aquella mañana tan hermosa comenzaban sus amarguras. Mientras él ahogaba los sollozos de dolor y rabia, la naturaleza saludaba la dicha de vivir con la alegría de sus cantos aurorales. El inmenso azul se teñía de franjas purpurinas que asomaban como cabellera hirsuta por la cima de los montes negruzcos que se veían al Oriente, despertándolo todo; levantóse una brisita fresca y reposada, mensajera del perfume de la selva; cantando al pasar por entre las añosas ramas, e inclinándose a susurrar secretos a los inmensos pastos de yerba de guinea, esmaltados de rocío, que se inclinaban para oírla. El gorjeo de los ruiseñores se unía a los tiernos arrullos de la paloma, y al suave murmurar del Bajabonico; cantaban los gallos, sultanes de su harem y las vacas con la ubre repleta, mujían tristemente llamando a sus becerros. Y el hombre también comenzaba su labor: hendiendo las nieblas que se disipaban, subían alegres de las rústicas cocinas densas columnas de humo como matinal incienso al Dios que hizo del amor el génesis y el impulso de la vida. Y el infeliz Julián, aquel mozo robusto como una ceiba, de mirada enérgica y facciones agradables, aquel pobre muchacho, bueno y fuerte, amante y laborioso, veía todo eso con los ojos húmedos, y le parecía imposible que a su edad y entre esas lomas, bordes del inmenso tazón de suelo fértil en que había vivido, pudiera el dolor arrancarle lágrimas. Ni se fijaba en los sombríos verdes y olorosos, en los ganados relucientes y gordos que retozaban a distancia, ni en los bohíos encaramados como cabras en lo alto de las colinas y picachos. Solamente cuando pasó frente a casa de Rosa salió del atontamiento en que su repentina desgracia le tenía sumido. ¿Perderla?… ¿y por qué? Por el capricho de un asno satiriaco (sic) y omnipotente. ¿Cómo sería posible? Aquel trozo de alma, aquella hermosura como flor silvestre que se iba derechamente a él para que la recibiera en sus brazos y la trasplantara a su corazón, no había de ser suya? ¿Por qué andaban las cosas tan destartaladas en el mundo? ¿Por qué el Gobierno escogía para representar la autoridad a un truhán como el general Fico? ¿Acaso no había buenos hombres en los Ranchos? ¡Ah! pero los del campo son el ganado humano: les ponen un mayoral, mejor cuanto más malo, para que arree la manada a votar por el candidato oficial, o a tomar las armas y batirse sin saber por qué ni para qué. Nada de prédica, nada de escuelas, nada de caminos, nada de policía. Opresión brutal. Garrote y fandango: corromperlos, pegarles y sacarlos a bailar. Y en cambio de eso, que el mayoral haga lo demás. Que estupre, robe, exaccione, mate… con tal que el día de guerra o de elecciones traiga su gente. 116
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Todo eso le trasteaba confusamente la cabeza a Julián: creía tener derecho a rebelarse contra tamaña iniquidad. ¿Eso era Gobierno?… ¿Si un toro furioso le embestía en el camino, no se defendería? ¿Y qué toro se igualaba al general Fico?… Luego pensó en su madre, en la pobre viejecita que estaría a estas horas hecha un río de lágrimas, sin amparo, sin auxilio, quizá maltratada por ese mala casta… Estiró los brazos como para quebrar las cuerdas, y tomó tal impulso que derribó a los dos que lo sujetaban; pero los otros lo dejaron sin sentido a culatazos, llevándole luego bien seguro y casi a rastras hasta la población.
Pasó una semana más sin que Fico se dejara ver por los alrededores de la casa de Rosa; pero a los ocho días la esperó a la vera del río, y cuando ella asomó pálida y ojerosa, pintado su dolor en el semblante, le preguntó que cuál era su resolución. Y ella volvió a deshacerse en ruegos y protestas: que sacara a Julián de soldado porque no había nada entre los dos; que si estaba desesperada era por la idea de que ella fuese la causa de la desgracia de un prójimo: fuera de ahí nada. En cuanto a lo otro no, no insistiera, porque primero moriría que tener frutos que no fueran de bendición. Él la contemplaba extasiado. Arrobábale su hermosura, ora grave de máter dolorosa, con la delgadez semitransparente arrebolada de ideales, y se arrodilló, suplicante a su vez, implorando un jirón de amor, por el que le ofrecía su poder omnímodo, su brazo omnipotente, su voluntad que dominaba las otras desde Tiburcio hasta Las Hojas Anchas, desde el mar hasta La Cumbre. Satanás enamorado debe tener la hermosura siniestra y tenebrosa que la fiebre del amor creó en Fico. Arrebatado por su pasión vehemente, como que tenía fuertes asideros en la carne, tomó una de las manos de Rosa, y estampó en ella besos de fuego, que resonaron en la soledad confundiéndose con el bullicio argentino de la corriente. —Jesús –gritó Rosa–, retirando con violencia la mano y haciendo un gesto de asco y de desprecio. Miró a todos lados buscando un salvador, pero allí, fuera del monstruo, sólo había pájaros y peces. Entonces echó a correr por el repecho de la hoya, hasta que salió al camino. El se quedó mirándola con los brazos cruzados, torvos los ojos, meciendo la cabeza sobre su cuello toruno. Estaba sentenciada. La miseria y el dolor, como círculo de fuego, no tardarían en rendirla. No transcurrió mucho sin que se esparcieran rumores funestos en toda la comarca que riega el Bajabonico. Rosa y el vale Pedro comenzaron a notar aislamiento, vacío en torno de ellos. Se pasaban los días sin que a su puerta se oyera el ¡Alabado sea Dios! o el ¡Dios sea en esta casa! de una visita. Rosa decía a veces con una sonrisa de enfermo que se le estaba olvidando ya el contestar ¡por siempre! Sospechaba el manejo oculto. Bien se le alcanzaba que todo era obra de Fico, quien los había señalado como objeto de su prevención y de su tirria, espantando a los atemorizados vecinos, que ninguna clase de solidaridad querrían con los amenazados por el tiranuelo. Así había excomulgado a muchos. Pero Rosa tranquilizaba a su padre achacándolo a lo afanados que andaban en todas las casas con la madurez de la cosecha. No sabía nada de Julián, lo que la traía desasosegada e inquieta. A veces se iba al monte para escapar a las miradas de su anciano padre, y allí daba rienda suelta a su llanto. Traía a la memoria las horas de dicha en que bajo los mismos árboles relamía a hurtadillas con 117
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la vista la varonil hermosura de su novio; y ahora se encontraba sola: el quién sabe cómo; ella bajeada y perseguida por el enemigo de su recato, que tal vez a cuáles extremos la conduciría.
Una tarde, al regresar del cercano monte, la encontró siña Nicolasa, y con misteriosos ademanes le indicó que quería hablarle de algo reservado, y la llevó tras una mata de bambú muy ahijada, como enorme mazo de plumas gigantescas. Allí le contó que había sabido lo que el general Fico quería contra ellos, pues lo oyó hablando a la vera del camino con tres de sus hombres, mientras ella recogía leña en el monte. Su plan era reclutar para soldado al vale Pedro; y cuando Rosa quedara sola, acabar poco a poco con cuanto tenían, mientras el viejo se pudriera haciendo guardias; hoy una vaca, mañana un caballo, después otra bestia… así irían llevándoselo todo, hasta dejarlos en la inopia y los tres bribones se encargarían de vender a medias en otra parte lo robado. Rosa, aunque no le sorprendió la noticia, pues ya lo venía temiendo, se aterró: Julián era mozo y podía esperar a que las cosas cambiaran; pero su pobre taita, viejecito que ya miraba al suelo, se le iba a morir en el servicio. Le debía más que la vida, que cualquiera la dá; le debía una consagración idólatra, con ternuras y delicadezas femeniles; había sido para ella, desde el mes de nacida, padre y madre al mismo tiempo: casi ni la había dejado ocasión de notar la falta de la que la echó al mundo. Y ahora que estaba en sus manos el salvarlo, ¿no lo haría? ¡Pero, qué sacrificio era necesario! Entregar su virginidad como flor a un verraco. Encenegarse con aquella fiera, y renunciar a la realidad de sus sueños, a la vida de amor idílico con Julián, que ya consideraba como cosa hecha. Desprenderse de la riqueza, de los goces materiales, es durísimo trance; pero deshacerse de un ideal, arrancarlo después que sus raíces profundizaron en el corazón, es la muerte del alma: sigue existiendo el cuerpo, pero no vive: las piedras crecen también. Y no daba espera la maldad del general Fico. A la mañana siguiente iba a empezar la ejecución de sus planes tenebrosos. Esa noche el vale Pedro notó la aflicción de su hija, y quiso averiguar la causa: ella estuvo tentada a confesárselo todo; pero previó la amargura del buen viejo; y quién sabe si su rectitud en materia de honra pudiera llevarlo hasta a un combate en que de seguro moriría… y quiso economizarle esos dolores: sonrió forzadamente y dijo que estaba indispuesta… poca cosa… ¡Qué noche! ¡Cuánto ir y venir con la imaginación, buscando una salida para todos! Pero no había otro remedio: para salvar a los demás precisaba que ella quedara en prenda. Cuando asomaron los claros del día, ya su resolución era firme: se sacrificaba entregándose a aquel hombre implacable que le causaba horror. Coló el café y salió luego con dos calabazos, más que por buscar agua para aguardar a Fico en el camino y tratar accediendo a sus infamias. No esperó mucho. Desde lejos lo vio venir cabalgando en su rucio, y rodeado de sus cuatro hombres, los brazos de sus maldades, que venían a llevarse al vale Pedro. Le llamó aparte, y la horrible transacción quedó consumada. Ella estaría a media noche en la puerta tranquera, y él perdonaba al vale Pedro. Oíase el segundo canto de los gallos cuando Rosa se deslizó como una sombra y se detuvo en la tranquera, donde se recostó casi desvanecida. Otra sombra avanzó entonces y empezó a hablarle en voz baja; pero cuando se disponía a saltar las varas, sonó una interjección seguida 118
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del relampagueo de un cuchillo que se hundió en las entrañas del general Fico, para salir goteando sangre al caer el cuerpo de este bandido. El matador era Julián. Se había escapado de la Fortaleza, y venía a ver a Rosa para ocultarse en cuanto amaneciera, cuando reconoció en las tinieblas a Fico que entraba en la vereda. Lo siguió andando por el monte sin perderlo de vista, luchando entre los celos y el temor de alguna nueva infamia y, resuelto a saberlo todo, se apostó en acecho cuando Fico se detuvo frente a la tranquera del vale Pedro. Rosa, defendiéndose de las acusaciones que su amante, tentado de matarla, le imputaba, refirióle lo acontecido; y cuando el vale Pedro salió a las voces, tuvo que convenir en que era necesario escapar esa misma noche. Recogieron algunas bestias, y cargando con cuanto les fue posible, se encaminaron hacia los cortes de Jamao, refugio inviolable, saldo de cuentas de los que tienen alguna que arreglar con la justicia. En La Palma, cuidando la propiedad del vale Pedro mientras la vendían, quedó la madre de Julián, aguardando a que su hijo viniera una noche a buscarla. En cuanto al general Fico, hasta el Gobierno abandonó su causa cuando dio las espaldas a este mundo, y al cabo de un mes nadie se acordaba de él sino para bendecir al que libró la comarca de tan perniciosa alimaña.
RAMÓN MARRERO ARISTY (N. 1913)*
Mujeres
Había junta en “El Arroyo”. Ese día se estaba sembrando maíz en las tumbas nuevas que se abrieron en el terreno de las múcaras, al Este. Varios hombres del lugar estaban en la siembra. Unos vinieron solos, otros con muchachos que ya podían tomar parte en el trabajo, echando cinco y seis granos de maíz en los hoyos y luego tapándolos con lo pies; los menos trajeron sus mujeres para que hicieran la comida en el bohío. Desde el rancho de palos parados, tendiendo la vista hacia el lugar de las siembras, por encima de batatales y guandules pequeños, se alcanzaban a ver los hombres como muñequillos bajo el sol; unos inclinados sobre la azada, otros echando el grano en el hoyo. De un lado de la tumba, al borde del monte, salía un tenue humillo de la candela que tenían para conservar brasas y encender los cachimbos. En el centro del batatal que había de por medio, se levantaba un viejo higo retorcido, gigantesco, negro y musculoso, con un sombrerito de hojas en lo alto. Las mujeres eran tres, y estaban en la cocina del bohío. Una era vieja, negra, delgada, con algunos dientes menos. En la cabeza tenía el inseparable pañuelo de madrás que le ocultaba las canas, y en la boca el cachimbo. La otra era de color amarillento, y la piel de su cara harto áspera, no había conocido más que agua del arroyo, agua de cielo y sol. Su cuerpo era lleno y fuerte. La más joven, una mulatita fresca, de diecinueve años, respondía al nombre de Tatica, y tenía bastante belleza. Negro pelo se le enroscaba en dos moños a ambos lados de la cabeza; todavía sus dientes no habían sido ennegrecidos por el cachimbo y su cuerpo tenía toda la belleza de una fruta sana madurada en la mata. *R. M. A. es autor de un volumen de cuentos: Balsié (1938) y de la novela Over (1939). Ha sido Diputado al Congreso Nacional y Secretario de Estado de Trabajo, etc.
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En una barbacoa había un caldero grande, tapado, lleno de locrio de gallina con auyama, despidiendo vapor por los hoyitos de una lata que le servía de tapa. Las mujeres estaban, una sentada en el pilón pelando plátanos; otra en cuclillas, arreglando las brasas y volteando los que estaban allí asándose, y otra, raspando los que ya lo estaban. Yo metía un cuchillo viejo en la candela tratando de mover una batata que pretendía asar. Como sólo tenía unos diez años y era de carácter muy apacible, las mujeres no se cuidaban de hablar en mi presencia. De ahí que charlaran como si estuvieran solas, sobre la parte más delicada de su pasado: aquella que se refería a los amores. —Cuando yo vivía con Julián, –decía la de tez amarillenta–, lo único que gané fueron golpe; ¡ay jija! porque ese hombre na má sabía echale trozo a la mujer como si fuera una puerca, sin acordáse ni an siquiera de comprale un vetío. Dígame que él dende que una miraba a otro, ya se creía que se la diba a pegá… No jija, tá con hombre asina e una verdadera calamidá. Yo me metí con’él porque cuando a una le dentra la gana e tené macho, se vuelve loca… —La falta de iperencia, –dijo la más vieja de todas–; si cuando yo me fui con el difunto Maleno hubiera sabío cómo eran las cosa, hoy pudiera contá algo. Supónganse utede que a mí me querían llevá pal pueblo a la casa e don Luí, ese señor que é dueño de medio mundo e tierra, por loj lao del baoruco; y dipué de tó tá arreglao, antonce, por tá de pendeja, me llevé d’él y me juí… ¡Jesús! Cuando yo veo muchachitaj como eta que se meten en hombre sin calculá… Dijo esto dirigiéndose a la más joven. La aludida, que era la encargada de raspar los plátanos, se arregló la falda que le estaba dejando al descubierto los muslos, y creyéndose obligada a decir algo, murmuró: —Pa laj cosa no hay má que pedile suerte a Dió y confiá e n’El… —¿A Dió? –volvió a decir la más vieja–; é verdá, pero Dió dice: “ayúdate que yo te ayudaré”. Si tú viera pensao bien, a eta s’hora pudiera viví mejor. Una muchacha buena moza siempre jalla un hombre que la pueda poné en condición, mientras que dipué que se mete co n’un fuñío, no le queda má que aguantá. —¿Pero cómo se hace una? –preguntó resignada. —No me vengaj con n’eso. Lo que hay é aguantáse y no echase a perdé nuevecininga. Ya vé tú lo que hicite, que ni an amore teniaj con Julito cuando te fuite co n’él. —Yo no tenía amore, pero me pasó una cosa que me comprometió má… —¿Noj quiere decí que te forzó? –terció la de rostro amarillento– ¡ay, Tatica, por Dió! Toa nosotra semo maj vieja que tú… —Yo no he querío decí eso. Lo que a mí me pasó fue má grande. Y yo creo que a toa la mujer de vergüenza que le pase tiene que hacé lo mimo. —Vamo a vé, qué podría sé… –exigió la vieja. La llamada Tatica comenzó a relatar. —Dende hacía tiempo Julito andaba tirándome puya, pero yo nunca había pensao en meteme en ná co n’el, ni con nadie. En mi casa no lo veían con malo s’ojo, porque a mi pai tó se le diba en alabá lo trabajador que era y qué sé yó y qué sé cuando. Cuando un día se acabó e l’agua e bebé en la casa a eso de media tarde, y yo fuí a bucá un calabazo a l’arroyo, pa llená la tinaja. Me puse en el caño e llená, y como toavía el sol picaba, yo había llegao con mucho calor. Relojié pa toa parte, y como no vide a naiden me fuí por la barranquita del lao allá y me pasé al bañadero e la mujere. Me quité el camisón y una enagua, y con la otra me metí e n’e l’agua… Yo taba lo má quitá de bulla bañándome porque como por’ahí no andaban hombre, cuándo diba yo a creé que naide me tuviera mirando, y asina llena e confianza, dipué 120
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de refrecame bien, salí p’afuera. Me jinqué de epalda pa la chorrera, no fuera cosa que me viera alguno que viniera de l’otro lao, y me quité la enagua mojá. E n’eso me fijé que tenía e n’el pecho una cuanta s’hoja, y de un momento me puse a quitámela… —”¡Ay, señore!, yo taba encuerita en pelota e n’ese momento, cuando de ahí mismo en frente, de atrá e la piedra esa que tá e n’el sitio adonde uno se quita la ropa, casi pegao de mí, se paró Julio… —”¡Anja, Tatica! Ya te vide –me djo “¡Ay, que vergüenzas, Dió mío! Me dentraron gana e gritá, de salí corriendo… ¡de tó! Y lo que atiné fue a echame la ropa embollá en laj pierna y a cojeme lo pecho con la mano, pa que no me viera má de la cuenta. —¡Julio el Diache! –le dije–; ¡vete de ahí, condenao! “Y él me repondió: —”¡Qué voy yo a dí! Jata que no me prometa dite conmigo, no me meneo d’ete sitio. “¡Ay, Dió mío! Yo ni an sé cómo no me decalabré toa, señore. Porque me dentró una cosa que parecía como el prencipio de un insulto, y me largué en la chorrera, embollá en la ropa, pero con casi to el cuerpo afuera. —¿Y qué hizo Julio? –preguntó la más vieja con gran ansiedad. —El condenao, que al prencipio taba demigajao de la risa, al vé que yo me tiré como una loca y casi me tuve al matá, se asutó, y prencipió a vociame: —”¡Pero bueno Tatica!: ¿tú ere loca? “¡Pero bueno, muchacha!: ¿te ha dentrao lo malo? “Y yo le vociaba: —”¡Tú eré un abusador, malvao! “¡Jesú! Yo taba casi fuera e mi juicio. En’el l’agua me había pueto toa la ropa mojá, y entonce taba entripaita, pará en la corriente, con toa la ropa pegá del cuerpo y e l’agua a la rodilla, azorá como un animal cimarrón. Y él, parao en l’orilla, blanquito del suto, diciéndome: —”¡Pero bueno, Tatica!… ¡ofrécome!… Yo no creía que tú era loca… —”¡Quítate de ahí! –le vociaba yo–; quítate de ahí, y si no voy a dejá el condenao calabazo botao y entonce cuando me pregunten tú verá lo que voy a decí… —”¡Pero Tatica, por Dió! –volvía él a decí– ¿qué te ha dentrao, muchacha? ¡Si yo…! ¡bueno… ! ¡yo no sé que…! —”¡Quítate de ahí! –volvía yo a gritá casi llorando. “Al fin se quitó. Yo salí má epantá que el Diache y a toa carrera l’eché mano a mi calabazo y me lo puse a la cabeza. E l’hombre que se había mantenío alejao, ahora vino a acercáseme. Yo prencipié a subí la barranca, y por má que quería apretá el paso, él diba ahí mimo, apariao, diciéndome: —¡Tatica, por Dió!… ¡Tatica!… ”Y se le atrabancaba lo que me quería decí. “¡Señore! Utede han de creé que e n’ese momento tuve al cojele pena… ¡Qué se yo!… Y entonce le dije: —”Mira, Julio: lo que yo quiero e que te vaya, ¡por Dió! Y si tú no te vá, va j’a vé lo que te vá a pasá, porque se lo voy a decí a mi pai… “¡J’Ave María! Yo no sé qué fué lo que le dentró. Parecía que se le habían prendío la j’abipa, o que le habían mentao su mai. Me dió un sangulutión po r’un brazo que el calabazo fué a caé por casa e la porra debaratao en pedazo, y casi echando chipa por lo s’ojo, me gritó: 121
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—”Mira, carajo, mojiganga, ¡mofia! ¡Si tú te cré que tú pai come gente tá equivocá, porque yo me le atrabanco a cualquiera e n’el gañote!… y ahora se lo va já decí, ¡Y bien dicho!… “Y enseguida me cerró a pecozone… —¡Critiana! –interrumpió la de la piel amarillenta–; ¿pero cómo se te pudo ocurrí, decalentale la sangre a u n’hombre? —Sí señóo… –afirmó la otra. —Animalá; animalá; –continuó Tatica–; que yo taba como loca dipué que él me había vito ejnúa, y eso fué tó. —Y dipué que te cayó a pecozone, ¿qué pasó? –preguntó la vieja. —¡Jesúu! Yo me taba volviendo loca, porque no podía darme cuenta de lo que tenía. Primero me había vito encuera, entonces me taba dando pecozone; en vé de otra cosa, lo único que me se ocurría pensá era que él tenía razón… ¡Utede han de cré!… —”¡Ay, Julio! ¡Ay, Julio! –principié a decile, llorando– ¡por Dió! que si viene gente se vá a dá cuenta… —”Cállese, carajo! –me gritaba él. “Yo le quería obedecé, pero no me podía aguantar y le volvía a decí: —”Por Dió, Julio: ¿qué vaj tú a cometé?… ¿Me va j’a matá?… “Ya me había dao como dié pecozone, y al yo decí asina, se paró. Pero casi loco de rabia, y jalándome po r’un brazo, me volvió a decí: —”¡Cállese, le he dicho! ¡Ahora mismo se va uté conmigo! ¡Camine po r’ahí, carajo!… “¡Ay señore! Consideren que yo me taba muriendo del miedo y de yo no sé qué, y lo único que pude fué decile: “¡Tá bien, Julio, tá bien! “Señore: me echó por delante, jipiando del llanto, sin hablá una palabra; ya utede conocen el reto: ¡jata el día de hoy!… —¡Pero esa te la ganate tú! –dijo la vieja, escupiendo. —¡Yo sí creo! –afirmó la otra. —¡Cómo va a sé, señore! –volvió a decir Tatica–; si dipué que un hombre la ha vito a una encuera ya se pué decí que la gobierna… digan su verdá… Esa frase desconcertó a las otras mujeres. Permanecieron un momento en silencio, como quien sabe que ha perdido una discusión y titubea antes de declararse vencido. Ambas se ocuparon, durante un momento, de remover los plátanos en las brasas. Al fin la razón pudo más que todo, y la más vieja comentó… —Bueno… dipué de tó… cuando un hombre le ha vito a uno laj parte… —Juu… –sopló la otra por la nariz. En ese momento se oyeron las voces de los hombres que venían del conuco. Las mujeres entraron súbitamente en gran actividad. —Ahí vienen… –dijo Tatica muy apurada. —¡Señore! –exclamó la más vieja, ya en pie–: si hemo perdío toa la mañana hablando zanganá… A lo que respondió la otra, poniendo en una yagua nueva los plátanos que había raspado Tatica.: —¡Jesú!… Verdá que aonde na má hay mujere… Ya mi batata estaba asada, negra y sucia de ceniza, a la vez. Envolví mi manjar en una hoja de plátano, y me fuí detrás del bohío a comer. 122
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No se movía una hoja. Las gallinas venían del conuco acezando, huyéndose al sol. Silbó una manjuilita que venía en largo y cansado vuelo y se metió en las ramas del gran jobobán. Mujió una vaca bajo la guázuma. Se revolcó el mulo.
El fugitivo El hombre dio media vuelta, se llevó la mano derecha al sobaco izquierdo y, exhalando un grito, cayó con medio cuerpo dentro del cuartel. Al otro se le encabritó el caballo mientras luchaba por dominarlo con una mano. En la otra le humeaba el revólver pavón blanco con que acababa de matar. Y sin perder un segundo que le hubiera sido fatal le hundió las espuelas en los ijares al bruto que saltó sobre un pelotón de cinco individuos armados de carabinas que pretendieron cerrarle el paso. Se desgranaron como una mano de plátanos que cae de lo alto. Dos se estrellaron de espaldas sobre las piedras sueltas. Un tercero, que el caballo pechó de frente, quiso volverse para defender la cara y rodó violentamente raspándose el rostro, el vientre y las manos. El cuarto se enredó en las patas del animal y quedó pisoteado e inservible. El quinto, desorientado, atolondrado, con las manos vacías no atinaba a coger la carabina que se le cayó al recibir el violento choque. El caballo se tendió a galope por la estrecha calle bordeada de bohíos cobijados de cana. El jinete se le acostó en el pescuezo. Al pasar frente a una casa de acera alta le hicieron un disparo. Un cañón que había salido por una ventana, desapareció humeando. Al llegar a la primera esquina, el hombre echó el cuerpo a un lado y tiró de la brida izquierda. Por un momento pareció que el caballo iba a resbalar y caerse. Una vieja que salía de su casa, fue encontrada por el animal y se estrelló contra el pedregal que hacía de acera en su bohío. El jinete no volvió la cara. Clavó otra vez las espuelas en los ijares del animal. Este recobró más velocidad. Parecía que se había estirado, que se iba a romper. Comenzó a oírse un tiroteo que venía por la otra calle. Pero antes de un minuto, caballo y jinete volaban por el camino real como una exhalación. Así corrió diez minutos, veinte, media hora. Los tiros venían detrás, siempre detrás, por el ancho camino que iba entre dos alambradas que cercaban potreros y conucos. El hombre pensaba que no había otro remedio que huir y llegar al paso del río. Allí terminaban los alambres y comenzaba el monte sin cercas. Volaba el caballo. De no ir el jinete ensordecido por el viento y por la fiebre de escapar, hubiera oído su resuello precipitado y recio. La roja tierra del camino que había mojado la llovizna de la noche anterior, impelida por las patas del caballo, se elevaba a sus espaldas. Pasaron otros diez minutos de vértigo. Apareció a la vista la ceja de monte que cubría la ribera del río. El hombre sintió deseos de caer del otro lado. El rojo camino hacía un recodo a la izquierda y comenzaba a bajar. El caballo no aminoró la velocidad. Había perdido el control y corría a precipitarse. El jinete tentó las bridas. Entonces el animal, con la boca abierta, espumajeando, cogió la bajada resbalando, sentándose en las cañas traseras. De cinco o seis resbalones cayó en el cascajal. Allí, ante el agua, quiso titubear. Las espuelas volvieron a herirlo. Enloqueció. Se disparó al cauce y se envolvió en millones de gotas que se elevaron como un surtidor. Tronó el fondo del río. El animal quedó ciego y tropezó. Fue un segundo nada más, pero un segundo que casi fue fatal. Bajaba la cuesta el tiroteo. Rugieron veinte voces que se ahogaron en los tiros: 123
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—¡Párate ahí! —¡Párate ahí! El hombre volvió la cara. Apuñaleó al animal con las espuelas, castañeando los dientes primero y luego lanzando una maldición. El bruto rompió el agua que se volvió a levantar en furioso surtidor. Veinte tiros se zambulleron a sus lados. Saltó el animal a la barranca que se elevaba ahí mismo. Veinte tiros más se enterraron en el barro. El animal se sintió asesinado otra vez por las espuelas y casi pegó el hocico en tierra cuando se tendió a lo largo de la cuesta. Un nuevo recodo a la derecha. Dos espolazos más. Nuevo acopio de bríos del animal. Veinte balas rompieron el monte. El trueno de los perseguidores cruzaba el río, detrás. —¡Hay que cojelo! —¡Hay que cojelo! —¡Párate ahí! —¡Párate ahí! ¡Otra descarga! El fugitivo apretaba los dientes. Se abrazaba más al pescuezo del animal. —¡Vienen ahí! –le dijo al caballo– ¡Vienen ahí! Otro recodo. Una descarga más. —¡Vienen ahí! Espuelas. Casi estallaron los músculos del animal. ¡Tiros detrás! —¡Vienen ahí! Espuelas. El caballo estaba loco. —¡Párate ahí, carajo! —¡Párate ahí! Dentro de un minuto sería blanco de sus perseguidores. Aparecerían en la curva y comenzarían a cazarlo. ¡Espuelas! El caballo no podía dar más. Entonces el hombre rugió: —¡Carajo! ¡Ahora verán! Y tiró frenéticamente de las riendas. El caballo estaba loco. El tirón inesperado, lo hizo saltar de flanco. Se encabritó. El hombre se lanzó a tierra. Siempre aferrado a las bridas se fue hacia la derecha con el caballo en dos patas, parado como un canguro en las cañas de atrás. —¡Quieto que ahí vienen! Se tiró a los matojos en lucha con el animal. Su propio resuello le ahogaba. —¡Sitó! ¡Quieto! El caballo se encabritaba. Ahí venían los tiros. Llegaban los perseguidores. Se precipitaba el tropel. —¡Por ahí va! —¡Por ahí va! Sonó otra descarga. La lucha entre la bestia y el hombre seguía. El caballo ya comenzaba a asentar las patas delanteras en tierra, tembloroso, obedeciendo a la voz. El hombre lo sujetaba con la mano izquierda, en la misma barbada, y en la derecha sostenía el revólver. Cada vez dominaba mejor al animal. Lo hizo evolucionar para que pusiera las ancas hacia el camino y se le metió detrás del pecho cuyos músculos temblaban bañados en sudor. Decía resollando: —¡Sitó! ¡Quieto! ¡Me quedan cinco tiros! Tenía el brazo y el hombro bañado de la espuma y el sudor del animal. Ahí venía el tropel. —¡Párate ahí, carajo! 124
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—¡Párate ahí! Otra descarga. Galope desenfrenado. Humo. El hombre esperaba detrás del caballo, medio oculto en los matojos. Resoplaba: —¡Quieto! ¡Cinco tiros! ¡Cinco hombres! Ahí estaban. Gritos. Voces: —¡Por ahí va, carajo! —¡Por ahí va! Una nube de humo. Veinte caballos desbocados. Otra descarga más. Pasaron frente a los matojos como una exhalación. —¡Cinco tiros! Pero el caballo tiró de la brida. Le bañó el pecho de espuma y sudor. Con la cabeza le golpeó el codo. Era un todo estertor. Se perdió la tropa en un recodo. Siguieron los tiros. Se fue apagando la gritería y a poco no se oyó más.
MIGUEL ÁNGEL MONCLÚS (N. 1893)*
Una campaña del General Pelota
En aquella ocasión era el General José Pelota, Jefe Comunal de La Matraca. Desde joven, fusil al brazo, el General había tomado parte en todas las asonadas que se provocaron en el Este o repercutieron en él y cuando fue jefe, adoptó militarmente una táctica propia, la táctica de los jarretes. Y era prodigiosa su movilidad. Siempre a pie, seguido por los más que podía arrastrar, en una noche, corta o larga, solía tirotear tres pueblos distantes y sin embargo, le salía el sol sobre el pico de una loma en el corazón de la Cordillera. Ya en campaña, cuando le anochecía en Guaza, le iba a amanecer al Jovero. A fuerza de curtido en estas ocurrencias, se hizo un personaje guerrero de proporciones nacionales. Se impuso en su lugar como batuta y su nombre era citado con frecuencia en los corrillos politiqueros de la Capital. Con los días, el José Pelota rústico, se convirtió en ente de mucha prosopopeya. Se pulió en el hablar y consiguió propiedades que eran plantíos que hacía cultivar a los presos y a los dragones, y manadas de reses que le pastoreaban sus compadres los pedáneos. En aquella ocasión, el General José Pelota, Jefe Comunal de La Matraca, tenía la confianza del Gobierno, que por llevar algunos meses en el poder se estaba haciendo irresistible. Una primanoche, a favor de la oscuridad del pueblo, el General recibió un mensajero. Venía de la Capital y era portavoz de la Junta Revolucionaria recién establecida. Se le requería para que se sumara al movimiento que en breve se precipitaría en el Cibao, en el Sur y con seguridad en la parte del Este. Le prometían dinero, carabinas, pertrechos y las copias de los manifiestos al país que se estaban escribiendo. El General trató la cosa con la marrulla consiguiente. Dijo que sí y dijo que no. Que él era el hombre que garantizaba los intereses y la propiedad, pero por fin, y después de muchas *M. A. M. ha publicado: Cosas Criollas (1929), cuentos; y Escenas Criollas, cuentos y novelas cortas (1941); Cachón, novela; Historia de Monte Plata, estudio histórico (1943); El Caudillismo en la República Dominicana, ensayos biográficos; y el examen sociológico: Caleidoscopio de Haití (1953).
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vueltas, convino en que si no había papeles por medio él entraba, si además de lo que le prometían lo nombraban Jefe de Operaciones. En esa inteligencia se fue el mensajero. No transcurrió mucho rato, cuando se le presentó el Ayudante de Plaza. Era un compadre suyo, campesino, agricultor acomodado, buen padre de familia, a disgusto con el cargo que sin paga alguna lo obligaba a permanecer en el pueblo. El Ayudante le informó, que le habían informado, que decían, que había entrado al pueblo un forastero… —Eso puede ser, compadre –replicó el General con aplomo. La paz reina en el país y si tiene sus pasaportes en regla, puede cruzar por donde quiera. Aquí, compadre –agregó– estoy yo para hacer respetar los derechos y la propiedad. Aquí no hay más que un hombre peligroso, como muchas veces se lo he dicho a usted; ese Juan Labraza, de Los Cerritos, que hasta aspira mi puesto y siempre me va a la contraria. Pero la República sabe –y aquí alteró la voz– y lo saben en la Capital, ¡que yo soy el horcón de La Matraca y la garantía y el respeto de la propiedad! El compadre aprobaba moviendo la cabeza. —¿Dice usted, Ayudante, que ha entrado un forastero? —Mis ojos no le han caído arriba, pero dicen que ha dentrao. —Pues haga las pesquizas y si lo encuentra, condúzcalo a la Comandancia. Pero con la idea de hacerle ganar tiempo al mensajero, apagó el tabaco que llevaba encendido y llamó al Ayudante: —Présteme sus fósforos, compadre. Rayó un palillo que se apagó; rayó al paso otro y comenzó a hablar con amplio ademán, y se apagó también. Encendió un tercero, un cuarto y hablando siempre, o bien se apagaban de inmediato o se consumían en idas y vueltas al tabaco, hasta que agotó la caja de fósforos. Entonces ordenó: —Vaya, vaya, Ayudante, con actividad a ver si logra en la plaza al forastero. Desde luego, fueron inútiles las diligencias del Ayudante. Al día siguiente, el telefonista apresurado, sacó al General de la hamaca en que estaba, con el aviso de que el Gobernador lo llamaba al aparato. Fue a la oficina y frente al teléfono, se colocó el auditivo con desconfianza, haciendo salir antes al empleado de la habitación. —¿Qué hay? ¿Cómo estamos?… ¡Anjá! Mire… y aquí ni propagandas. —………… —Juan Labraza, Gobernador, ese de Los Cerritos es el único peligroso; siempre está cabeciando y es muy enemigo de la situación… Pierda el cuidado, pierda el cuidado; se lo voy a remitir amarrado como un andullo; pero asegúrelo bien o disponga de él allá, porque es muy peligroso. —………… —Ah!, bueno, bueno, muchas gracias. Dígale al Gobierno que yo aquí me hago ceniza. Por aquí no habrá quien se menee. Sí, sí; voy a acuartelar las gentes; pero mándeme en seguida los cuartos para las raciones y que sean muchitos. Mándeme de viaje el despacho de Jefe de Operaciones y las carabinas y los pertrechos, que eso aquí está escaso, y descuídense de aquí. Se despidieron. El General volvió a mirar con desconfianza al aparato, y ya en la calle, tocó el pito repetidas veces en señal de alarma. 126
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Acudieron presurosos el Ayudante, los policías y algunos vecinos. Dióles con energía la orden de acuartelarse y mandó a buscar su machete de cabo. A poco la tranquilidad habitual de La Matraca se transformó en un hervidero humano. El Cura y el Presidente del Ayuntamiento, iban y venían azorados y el único pulpero del pueblo, atrancaba presuroso las puertas de la tienda. En las esquinas se formaban corrillos. —Pero bueno, ¿y qué es lo que pasa? —Yo no sé, pero desde ayer se ve que la cosa está mala. —Sí, hombre, si seña Justa me dijo que uyó que poi el alambre decían: p’arriba se tá peliando; p’arriba se tá peliando. —Y el forastero que dentró anoche… —Ese de seguro que venía de casa de Juan Labraza… —Como eso sí que es así. —Eta va a sei goida. —Yo me vuá dí con tiempo. —Y jata yo… Y así por dondequiera. Una nueva revolución: ¿qué traía? Para La Matraca de seguro nada; nada bueno ni nuevo; otras habían acontecido, y el General Pelota, jarreteando o no, manejó las cosas de modo que se había quedado con el puesto, con las onzas recibidas para racionar la tropa y con varias mancornas de becerros de las contribuciones impuestas para mantener el cantón. El era el horcón de La Matraca. Cuando vino a anochecer, el grupo acuartelado se había engrosado considerablemente. Campesinos con fundas y fusiles casi llenaban la barraca que tenía por sede la Comandancia de Armas, bohío que le había costado treinta pesos al General y que cedió al Gobierno a cambio de cuarenta caballerías de los terrenos del Estado. A la luz de un mechero de gas, el General arengó a la tropa. Le dijo que el Gobernador le había comunicado que había un “meneo” contra el Gobierno. Que eso de seguro era la obra de tres o cuatro vagabundos y que el General Tal les daría cuatro patadas. Que a él lo habían nombrado Jefe de Operaciones y que, contando con ellos, respondería de los intereses y de la propiedad. Y como rigurosa consigna, les dio, que no respondieran sino vivas al General José Pelota. Llamó luego aparte al Ayudante y confidencialmente le dijo que como él iría pronto de jefe grande a otro lugar, lo iba a hacer nombrar Jefe Comunal de La Matraca; que contara con eso y no se apurara pensando en sus intereses. La vivienda del General no estaba lejos del cuartel. De una a otro se oía la voz cuando se levantaba. El patio de ambos era un platanal que colindaba con el bosque que rodeaba el pueblo. Muchas veces había usado el General ese escape al sentir movimiento sospechoso en el poblado. Un poco tarde de aquella misma noche, junto a la mesa adosada a un seto, el General se aplicaba a un plato enladrillado de trozos de plátano que coronaba como trofeo una prominente pieza de carne. El General era buen diente. Comía despacio, desplazando metódicamente los trozos de la orilla para acometer por último a la carne. En eso estaba, cuando sonaron en la puerta del patio, cerrada, unos golpecitos discretos. El General detuvo la labor y paró la oreja. Los golpes se sucedían insistentes. —¿Quién vá? 127
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—Yo. —¿Quién es yo? —Yo, primo José. —No atino, no atino… —Soy yo, Juan… —¿Juan? —Sí, primo José. —Pero, ¿y qué Juan? —Juan Labraza, primo José. —¿Eres tú, tú mismo, Juan? —Sí señó… —¿Y qué te pasa, muchacho? —Que quiero verlo, primo José. —¿Tú andas solo? —Sí señó. —¿No anda nadie contigo? —No señó. Se paró cautelosamente y se arrimó a la puerta cuya aldaba presionó con ambas manos y así siguió el diálogo. —Juan ¿quieres pasar? —Sería mejor que conversáramos afuera, primo José. —Muchacho, yo tengo mucha flusión y el frío de los plátanos me hace malo. —Pero, ¿ahí no hay gente, primo José? —No, el bohío está solo. —Po antonce baje la lú, primo José. —Está bajita, Juan. —Es que el negocio de que quiero hablarle… —No tengas cuidado, por todo esto no zumba una mosca. —Pué antonce, pasaré… En puntillas, el General se retiró a un extremo de la habitación y llamó alto: —Jacobo, ¡abre la puerta del patio! Un muchachón surgió de un rincón de la penumbra y abrió la puerta. —Ven a cenar, Juan, ven. —Que le aproveche, primo José –dijo el aludido sin entrar, guardándose de la claridad. —Entra, entra, Juan; aquí no hay nadie. Precisamente y husmeando, Juan Labraza avanzó algunos pasos hacia el interior. —Siéntate, Juan, siéntate, hacía tiempo que no te veía. —Asina mismo, primo José. —Pero asíllate, Juan. —No, primo José, ando de pronto y solamente viene… —Ve diciendo, Juan. —A decirle que el hombre me vido. Hubo una pausa embarazosa. El General avanzó como al descuido un paso hacia la puerta del patio que estaba semi–abierta a la espalda de Labraza. —Que te vió el hombre decía… 128
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—Sí, y me dijo del asunto, pero… —Yo tengo muchos asuntos, Juan, y la memoria se me está poniendo mala con tanta broma que dan las autoridades y el mando y los robos y los vagos, y el fijo y tantas cosas que día a día son más. No tengo tiempo, Juan, ni para rascarme la cabeza. —Yo considero, primo José. —¿Dijiste de un hombre?… —Sí, primo José, que lo vido a usted primero. Ese que vino de la Ciudá. —¿Y qué te dijo, Juan? Mientras hablaba, ya el General tenía en empuñado el canto libre de la puerta. Labraza quiso teminar: —Bueno, me dijo que usted también convenía en entrar, pero… ya yo tenía la cosa lista. —Tú tenías la cosa lista, Juan… Sí. Yo sé todo lo que pasa aquí. ¿Cómo no? Pero tú sabrás Juan, que soy aquí en La Matraca la garantía del orden y de la propiedad. –Iba alzando gradualmente la voz–. Yo soy el respeto y la garantía de la propiedad y eso lo saben aquí y en todas partes. Cuando se llega la hora –y la voz siguió subiendo– soy yo, José Pelota. Yo José Pelota, quien responde como quiera, porque yo me hago cenizas y respondo de la tranquilidad, y del orden; que mientras yo esté vivo… Al llegar a este punto las voces trascendían al extremo del caserío. El resultado no se hizo esperar. Apresuradamente irrumpieron en la sala de la casa el Ayudante seguido por un escuadrón de hombres armados. El General rápidamente apuntaló la puerta con las espaldas, y con voz autoritaria le gritó a los recién llegados: —¡Hagan preso a ese hombre! Cayeron sobre Labraza y lo despojaron del revólver y del puñal que portaba. —¡Ayudante!, ¡enciérrelo con buena custodia! Se lo llevaron en tumulto y tras él, iba la voz del General, remedada por el eco, retumbando en los vecinos cerros: Hor-hor-cón… garan… tíaaa… pro-pie…daddd.
El resto de la noche pasó en calma, pero no la madrugada. Antes de amanecer, sonaron tiros, gritos, y un tropel de gentes corría en todas direcciones. A poco sucedió la calma y surgió el General en el Cuartel. Había pasado que el preso se fugó en complicidad con la guardia, formada en su mayoría por gentes de Los Cerritos, sus parientes y parciales. El General con el machete en la mano, echaba escarabajos por la boca y partía el mundo por la mitad. La emprendió con el Ayudante, hombre flojo que no sabía de nada, poco militar y confiado. Lamentaba que se hubiera llevado algunas carabinas, pero por suerte con pocas cápsulas, gracias a su precaución de racionarlas a no más de cuatro balas. Pero, ¿a dónde se metía ese sarnoso que él no lo cogiera? El era el horcón de La Matraca. Con él no había quién se meneara. En eso estaba cuando volvieron a llamarlo por teléfono. Otra vez era el Gobernador. Las circunstancias –según decía– eran muy apremiantes y el Gobierno quería contar más que nunca con la lealtad y el celo de sus amigos. El General respondió que estaba dispuesto a hacerse ceniza en defensa del gobierno, pero reiteró con urgencia el pedido de parque, el dinero y el nombramiento que le habían ofrecido. —En cuantico lleguen esas cosas, no hay petíguere por aquí que chille, Gobernador. —………… 129
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—Bueno… –y el General miró con disgusto al aparato–. Bueno, pero usted sabe que ese hombre es mi compadre, pero no está civilizado en esas cosas. —………… —Eso sí, puede que acepte; pero a mí me parece… —………… —Oiga, pero es que él nunca ha hablado por este bejuco, Gobernador… —………… —Es que ahora mismo no esta aquí… —………… —Casualmente, y ya que usté lo manda le diré que venga; pero mire, mi compadre el Ayudante, de Ayudante está bien; yo no lo recomiendo para la Jefatura y más cuando yo puedo con las dos cosas… —………… —Bueno, se lo voy a llamar…, espérelo. Y el General se paró, sacó el sable y le cayó a machetazos al aparato, cuyos alambres y pedazos saltaron con estrépito. Entró apresuradamente el telefonista y se quedó pasmado frente a la hecatombe: —¡Por hablador, ese diablo de bejuco? –sentenció el General.
Era la guerra. Los habitantes de La Matraca liaban sus bártulos y las familias salían en cordón en todas direcciones hacia los campos, o se alojaban en la iglesia al amparo de los ruinosos paredones. Rodaban, abultándose de más en más las propagandas. El nombre de Juan Labraza estaba en todas las bocas y se le atribuían palabras y amenazas terribles que cumpliría con toda seguridad, pues contaba con más tropa que hormigas había en La Matraca, y tenía un cañón, dos cañones, tres cañones, cuatro cañones… En esas apretadas circunstancias, el General Pelota reunió el Ayuntamiento y requirió la asistencia del Cura. Frente a los atemorizados regidores, el General desató su conocida oratoria. —Como ustedes saben, yo soy la primera autoridad de la Común, el Jefe nato, y la garantía del orden y el respeto de la propiedad. Eso soy yo, pero hay un “meneo” contra el Gobierno y aquí mismo anoche se ha levantado ese bandolero de Juan Labraza. Yo salgo en operaciones y he pensao descargar la autoridad en ustedes para que no sufra la población. Mis intereses particulares se los dejo encargado al Cura que está presente. Los regidores acataron con un murmullo aprobatorio y el Cura juntó ambas manos con unción. Seguido, el General exigió que se levantara acta de aquello y el Secretario de la Corporación garrapateó en el libro: “En la Común y Pueblo de San Benito de la Matraca, a los…” Después, desfiló la tropa con el General al frente por un callejón que no iba hacia ninguna parte conocida. Sin embargo, a una hora de marcha a monte traviesa el General enderezó la ruta en sentido contrario al rumbo que había tomado a la salida, y llegó a un arroyo. —¡Por aquí muchachos!: arroyo arriba y por el cañón del río; el agua no pinta huellas; para alante, muchachos. La tropa chapoteaba con el agua a la rodilla y el General también; a trechos la arengaba: —¡Jarretes, muchachos!, ¡jarretes!; a fuerza de jarrete botamos a los españoles y botamos a Báez; ¡jarretes, muchachos!… 130
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El cauce del arroyo se iba estrechando y ya trepaban por los barrancones como chivos. —¡Jarretes, muchachos!… –voceaba el General. Por fin el arroyo se extinguió en la falda de una loma; la emprendieron loma arriba y anduvieron hasta que ya oscureciendo divisaron a lo lejos los fundos de Las Palmitas, una de las secciones más lejanas de la Común. Se acercaron al caserío. Los perros ladraron y fue como el aviso para que los vividores se escurrieran como sombras monte adentro. El General tocó muchas veces el pito y dio voces al Pedáneo, que por fin apareció agachándose: —Comandante; ¿ejusté? —Sí, hombre, ¿y quién va a ser? El pedáneo se acercó y hablaron. —¿Cómo está ésto, Anselmo? —Aquí tamos medio epantao, Comandante. —¿Y por qué? —Je… yo toi viendo que lo de uté no há sío ná… —¿El qué? —Po aquí se suena que en ei pueblo había la dei préquete y que tá ei mueito ñango y que a uté lo habían jerío, mai jerío… —¿Y quién es el de esa propaganda, Alcalde? —Esa voce andan asina porei mundo, Comandante, y ya de aquí mesmo parece que se han dío aiguno… —¿Adónde? —Como no va a séi pande Juan Labraza… —¿Y usted sabe de él? —Bueno, po yo lo hacía en ei Pueblo, asigún lo que dijeron… —¿Y qué dijeron? —Po como le iba diciendo, que había dentrao ai Pueblo a sangre y fuego y mire que seña Casiana que etaba en La Loma le pareció que uyó lo tiro… —Lo que pasó, Alcalde, fue que Juan Labraza, que estaba preso en el calabozo, se huyó y la guardia le hizo fuego y por cierto lo cortó, Alcalde; Juan Labraza está cortado y ya la ronda debe haberlo cogido. Hágalo saber así a la Sección. Pero antes consígame una mancorna de las reses que estén a la mano aunque sean de las ánimas, y busque víveres que la tropa no ha comido. Los víveres y la mancorna aparecieron y las pailas empezaron a hervir sobre grandes fogones encendidos en la plazoleta, los cuales incesantemente atizaba el General. Comieron y después de disponer la marcha, a tiempo de partir, el General le dio al Pedáneo sus últimas instrucciones: —Oiga, Alcalde: No haga por verlo, pero si casualmente usted se ve con Juan Labraza, dígale que yo ando con doscientos leones, pero que si no me tira, no le tiro.
El pueblo de La Matraca había quedado bajo la autoridad del Municipio, forma inocua que lo colocaba a merced del elemento de armas que deseara hacerse cargo de él. Al otro día, surgió Juan Labraza a la cabeza de sus parciales y lo ocupó militarmente en nombre de la Revolución. En seguida, reunió el Ayuntamiento e hizo comparecer al Tesorero Municipal y al 131
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Cura. Exigió dinero. En la Caja Comunal no había más que dos pesos con sesenta centavos; cargó con ellos y con nueve pesos más que le reunieron en suscripción abierta en la Sala Capilar. La gente de Labraza eran en su mayoría vecinos de la sección de Los Cerritos, varios de los cuales, dos días antes, formaban en la tropa del General Pelota. Se dieron a la tarea de trastear por las cocinas abandonadas y perseguir las gallinas y lechones que andaban realengos por el pueblo. Juan Labraza, autonombrado General, arrastraba tras de sí un nutrido estado mayor, armado con machetes, y todo el contingente lucía, pendiente de los sombreros o amarradas en las chamarras, tiras de tela roja a manera de divisa. Sacaron de la iglesia un cañón que servía para celebrar las fiestas y lo cargaron imponentemente, hasta la boca; pertrechándolo con grapas, clavos, piedras y plomos rayados en cruz. Lo apuntaron hacia la entrada principal del Pueblo y para el caso de disparar, encendieron, no lejos, un fogón que constantemente atizaban los artilleros. Y sucedió que a media noche, cuando hasta los centinelas dormían, la población se estremeció y siguió un estruendo, tal como si hubiera estallado una bomba… Gritos, voces, carreras, ladridos de perros y escarceo de gallinas y el eco que se alejaba repercutiendo como un trueno. Los escasos vecinos que aún quedaban en el Pueblo, entre ellos el Cura, se tiraron de las barbacoas y de los catres, al suelo, de barriga. La tropa, en un ¡Sálvese quien pueda! Echó a correr cada quien por donde pudo, abandonando los fusiles. Al fin, una voz poderosa gritó obstinadamente: —¡No ha sío ná!… Señores, ei cañón que deplotó!… En Los Cerritos, un viejo veterano, desvelado en su tarima, oyó la explosión y le dijo a su compañera: —Acucha, Magalena, como tá Juan limpiando ei campo.
El General Pelota anduvo con su tropa hacia el norte, viró al sur, tomó nuevos rumbos, deteniéndose únicamente para comer, hasta que al clarear de un día, asomó a la sabaneta del batey La Batea. Las casas estaban situadas en hileras hacia el fondo. Se notó que de ellas se desprendieron jinetes, que en carrera desbocada, huían hacia los bosques. Eran pocos y portaban divisas rojas. El General encargó a la tropa que no disparara y, braceando, trataba de dirigirse a los jinetes: —¡Párense!, ¡párense!… ¡todos somos uno!… ¡párense! Ni oían, ni entendían y desaparecieron a escape. El General las emprendió entonces con el Ayudante. Le dijo improperios. Hombre poco previsor, inútil, que no era militar ni sabía de nada. Si la tropa hubiera llevado su divisa colorada, esas gentes no se hubieran ariscado: —¡Aquí mismo, Ayudante!, consígale a cada uno un trapo colorado; consígale también uno prieto y por lo que pueda suceder, consígale uno blanco. Consígalo, ¡aunque sea del faldón de las mujeres!… El Ayudante se vio negro para cumplir la orden. La tienda del Batey estaba cerrada y pocas mujeres no lo habían abandonado. Consiguió sin embargo los gallardetes y se los repartió a la tropa. 132
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De esa manera estaban cuando surgió sin zapatos, sin sombrero y desgarrado, Liquín Canela, el Jefe de Orden del Batey. Había tenido que salir huyendo, –contó–; cuando llegaron los revoltosos. No tuvo tiempo de coger ni los zapatos, ni el revólver, ni el puñal. Sintió que fueron directamente a su casa con malas intenciones. Eran de la gente de Juan Labraza, echando vivas a la Revolución y abajo el Gobierno. Liquín Canela era sobrino del Gobernador. Se le tenía por muy gobiernista y mandaba a la baqueta La Batea, de donde por derechos de juegos y otras alcabalas, sacaba por semana tajadas apreciables. El General y Liquín entraron en explicaciones. —¿Por qué no le había hecho fuego? –y Liquín reparó a la tropa y le extrañó el empavesamiento: —¿Y esa divisa roja?… El General trató de explicar y el disgusto sospechoso de Liquín crecía a medida que la explicación iba extendiéndose. El General, dijo, andaba en una operación muy importante que le había confiado el Gobierno. Trataba de averiguar los ánimos de la Común y desde hacía tres días caminaba en eso. Si era conveniente, debía hacerse boya frente a los ya declarados enemigos de la situación, para conocerlos bien; con eso, daba tiempo para que llegaran los refuerzos que le había anunciado el Gobernador y, entonces, con dos patadas acabaría con todo. Liquín era ardiente y rebosaba ira contra lo revoltosos. Le parecía que no se debía permitir que los enemigos cogieren alas, y el General debía… Pero ahí fue Troya. Cuando Pelota entendió que se mezclaba en sus atribuciones y pretendía dictarle normas y procedimientos, de seguro prevalido de su parentesco con su inmediato superior, entonces, montó el disco de su decantada autoridad y del horcón y alterando la voz, llegó a los elementos, enfurecido por el porfiado que no arriaba bandera y que alzaba el tono a la medida de él. Llegó un momento en que se volvió al Ayudante y le ordenó colérico: —¡Ajuste preso a este hombre!… ¡Tránquelo en la Ermita! Y se dirigió a la tropa, casi toda reunida en torno. —¡Viva el General José Pelota! —¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! –contestaron. A poco, el General buscó al Ayudante para conferenciar: —Compadre: ¿Qué le parece ésto? —Yo, compadre… —¡Ese es un atrevimiento!, ¡el que manda soy yo!… ¡Yo!, –y se tocaba en el pecho. —Sí, compadre… —¡Yo no permito que se me abra gañote! —Sí, compadre… —De momento voy a fusilar uno para dar un ejemplo. —Sí, compadre… —Nadie sabe en lo que ando y ni el Gobierno tiene que meterse en eso. —Sí, compadre… Y bajando la voz: —¿Qué iba diciendo por el camino? 133
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—Que dique le diba a mandá un propio a su tío, contándole cómo taban la cosa… —Que se lo mande… que se lo mande… —Que dique uté taba a do boca… —¿Le dijo eso, compadre? —Sí, pero guárdeme el secreto. —Usted vé, compadre, usted vé… más le valiera al Diablo no jucharme, porque si yo doy un zapatazo… —Sí, compadre… —A mí me solicitan toditos porque se sabe que yo soy el horcón de La Matraca y si yo doy un zapatazo… Y se dirigió a la Ermita cuya puerta abrió y cerrándola tras sí, penetró en el interior. Aquello estaba oscuro. —¡Liquín!… ¡Liquín!… ¿dónde estás tú? —Aquí –respondió una voz áspera. —Acércate aquí, muchacho. Se oyen pasos involuntarios. —Mira, Liquín, mira; uno tiene sus actos bruscos y más cuando anda con las orejas calientes. Yo he procedido así contigo, por la confianza y para imponerle disciplina a la tropa. Calcula si no fuera así, cómo se pondrían esas gentes… A ti, Liquín, por la confianza yo puedo abrirte mi pecho. Oye, tanto el Gobierno, como el Gobernador, tu tío, me han encargado que antes de nada revise la Común y con toda la malicia estudie la gente. Ya por lo pronto sé en qué pie está parado Juan Labraza. Mira, ese es el único aspavientoso, pero no tiene más que cuatro gatos y le voy a cumplir la palabra que le dí a tu tío, de mandárselo amarrao como un andullo. Cuando yo meta mano, Liquín, y espéralo, ¡todo esto aquí se acabó! Ahora Liquín, de los refuerzos que espero y que hoy mismo voy a alcanzar, sé que me mandan hasta un cañón, te voy a mandar una columna para que defiendas tus intereses y hagas respetar aquí al Gobierno. –Y agregó con tono familiar– Ahora, como tú estás descansado y mi compadre el Ayudante no sirve para nada, vé a ver si de pronto procuras con qué coma la tropa; pero date de pronto porque casi estamos saliendo. La puerta se abrió y ambos salieron. Liquín llevaba otra cara. El Ayudante que no estaba lejos, viendo aquello, pensó en su simplicidad que él a la verdad no sabía de esas cosas. En marcha abigarrada desfiló la tropa sin tomar ninguna vereda, a través del pajonal. Así marchó mucho tiempo a la voz de: ¡Jarretes, muchachos!, hasta encontrar el camino real. Entonces, el General se dirigió a un sitio estratégico. Escalonó la tropa en sucesivos barrancones en el cauce de un arroyo y se situó personalmente a retaguardia, en un alto, poblado de mangos gruesos que dominaba el camino en una distancia considerable. De esta manera interceptaba toda comunicación entre La Matraca, la cabecera de provincia y la Capital. Allí esperó alerta. Con la tarde, asomó un jinete. A lo lejos acusaba ser persona extraña a la Común. El General se adelantó hacia él. Venía de la Capital enviado por la Junta Revolucionaria al General Pelota. Le entregó una talega que contaba veinte onzas y varias comunicaciones. El General las leyó atentamente e impuesto de su contenido le dijo al expreso que no contestaba por escrito porque no tenía papel, pero que como él era carta viva, le dijera a 134
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los Generales de la Junta que él estaba como un trinquete y que nadie le echaría un paso adelante. Que tuvieran confianza en él y le señaló hacia los barrancones en donde se veía hormiguear la tropa, cuyos gallardetes flotaban al aire. —Dígale a los Generales de la Junta, y no se le olvide, que aquí estoy luchando con dos hombres a cual de los dos peor. Uno es enemigo declarado de la Revolución y hombre muy peligroso, sobrino del Gobernador, se llama Liquín Canela y el otro es un “saltiador” que se ha metido para desacreditarnos. No se ocupa sino de granjearnos enemigos y se llama Juan Labraza. Juan Labraza por un lado y Liquín Canela por el otro, son capaces de acabar con nosotros, mi amigo… —General, ¡pero a gente así se le quita de en medio. —Justamente, justamente y me alegro que usted lo diga; se ve que usted es militar; pero quiero poner las cocas en claro y usted es una carta viva. —Descuide, General Pelota. Se despidieron. Cuando ya iba lejos el General le repitió a voces el encargo acerca de Labraza y Liquín Canela. El expreso había caminado media hora cuando se cruzó con dos viajeros a caballo que llevaban una mula del cabestro. Ambos portaban carabinas y el avío de los animales, eran largos serones como para llevar andullos. Unos y otros se lanzaron miradas cargadas de sospechas, y siguieron presurosos, cada cual a su destino. El General Pelota no tardó en divisar la recua y presuroso, se dirigió a su encuentro. Este era un expreso del Gobernador. Lo que parecía andullos eran carabinas, con buena provisión de balas. Aparatosamente y después de saludarlo, el encargado del convoy le entregó al General una funda larga que parecía un calcetín y le pidió que en su presencia contara el contenido. El General se puso en cuclillas, la vació en el suelo y una tras otra, contó veinticuatro morocotas. El expreso era un oficial despierto y el General lo comprendió. Le exigió recibo y contestación a las cartas que portaba. El General adujo que por estar en campaña, no tenía papel de oficio, pero como contraseña le llevara al Gobernador una prenda que aquel conocía y se despojó de un anillo grueso que montaba piedra, y de boca, porque el expreso era una carta viva, que ya Juan Labraza había caído en la trampa, que lo tenía cercado en el Pueblo y que sólo esperaba esos pertrechos para caerle encima y que pronto de Labraza no iban a quedar los ripios. Se despidieron. Menudamente, el Ayudante, de lejos, había observado aquellas cosas; además, notaba los bolsillos del General sobrecargados por el peso de los talegos. El tocino le olía y no encontraba forma cómo abordarle. Entrecortado se le arrimó al fin: —Compadre –dijo rascándose la cabeza– yo quisiera una licencia para dir a casa. —¿A su casa, Ayudante?, ¿a su casa, con la piña tan agria como se está poniendo? —Pero vea que… —Compadre, ¿así es como quiere usted ganar galones y jefaturas? —Compadre, es que yo tengo un compromisito de unos centavos… —No se ocupe, Ayudante; no se ocupe de compromisos ahora… ¡Déjese de eso!… —Pero es que tengo la mujei ai cogei la cama… —Pero de seguro que usted no la va a partiar… —¡Ah!, como eso no… 135
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—Pues entonces… —Pero tengo que jacei la paga porella y pa lo demá preventivo… —Mire compadre, mire; yo he recibido algunos chavitos que mandó el Gobernador; pero usted debe tener paciencia y tenerme confianza como a la Virgen de la Altagracia. Usted tiene su parte, compadre, usted la tiene, júrelo; pero aguántese, cristiano, aguántese. —Ello, así será, Compadre…
Amaneció otro día. Un soldado se le acercó al General, para avisarle que del lado del Pueblo venía un parlamentario con bandera blanca y por el color del bulto parecía ser el Cura. —Vaya, reconózcalo, y si es el Cura déjelo pasar hasta aquí. Era el Cura en efecto y habló al General. Debía evitarse el derramamiento de sangre entre hermanos. La República necesitaba a todos sus hijos para que la honraran con hechos contra sus enemigos y la engrandecieran con su trabajo. —Asimismo pienso yo, Padre; asimismo –repuso el General complacido. —Además, –prosiguió–, la lucha aquí en La Matraca, está demás; ya el Gobierno capituló. —Eso lo sé yo por oficio hace rato, Padre y tengo poderes de la Revolución… —¿Cómo? —Sí, Padre; siempre estoy diciendo que venga como venga el palo, no hay más que José Pelota en La Matraca. Mire, me han nombrado Delegado y ahora voy de Adjunto a la Gobernación… —¿Se va uted, Comandante? —Sí, Padre; en mi puesto queda Juan Labraza. Juan queda como Comandante de Armas. —Lo siento y me alegro al mismo tiempo. Lo mejor es que todo termine así como hermanos, así es lo mejor… —Ahora, Padre, vaya al Pueblo y dígale eso a Juan, si no lo sabe. Dígale que todos somos uno y que tengo una funda de dinero en oro que le han mandado de la Capital; pero que como yo soy hombre puro y delicado, deseo entregársela en presencia de todo el mundo y teniéndolo a usted, Padre, por testigo. ¿Oyó? El Padre había oído y después de esto, abrazó al General y partió foeteando el caballo que montaba. Juan Labraza recibió el parlamento entre inconforme y halagado; sobre todo, la anunciada funda de oro lo mareaba. Malo era eso de recibirla en presencia de todos. Cavilando en esto estuvo mucho rato, hasta que por fin invitó al Cura y ambos tomaron el camino del campamento del General Pelota. A prudente distancia. Labraza se plantó en medio de la sabana y envió al Cura de emisario. Que viniera el General, pero que viniera solo, que en aquel sitio hablarían. El Cura se fue y no tardó en retornar, siguiendo al General que, jarreteando, traía el caballo del Presbítero al trote. El General le dio a Labraza un abrazo efusivo que éste no esperaba y le repitió lo mismo que le había dicho al Cura; pero en cuanto al oro, esperaba la ocasión de entregárselo en el Pueblo, en presencia de todo el mundo, y eso no lo hacía por él, Juan, sino por la gente que era muy mal intencionada. 136
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—Pero mire, primo José –arguyó el interesado–. Mis cosas me gusta manejarla yo… Amá que aquí ta ei Cura de tetigo… —No digo lo contrario, Juan y más que lo ajeno llora por su dueño, pero como soy tan legal… —Por eso no tenga pena, primo José; yo no niego lo que recibo… —Bueno, pues mire Padre, entréguele a Juan, contadas, que yo mismo no sé lo que hay. Así como lo recibí lo entrego. El Cura desató la funda y fue sacando del fondo y depositando en las palmas de las manos de Labraza, onza por onza. Contó hasta nueve y el tintineo era grato. —¿Eran toas, primo José? —Ni una más, ni una menos. El contacto del oro, transformó el talento de Labraza; se hizo amable e invitó al General a que entrara al Pueblo con su tropa, ya que todos eran uno. —Iré con la fresca, después que mi gente coma. Guárdenme media botella… Con la fresca entró al Pueblo el General Pelota, seguido por la tropa. Era medio centenar de hombres, harapientos y derrengados por las marchas. Se refugiaron en el Cuartel, después de saludar jubilosos a los hombres de Juan, no más de veinticinco, pintorescamente armados. Dialogaban los soldados, con chanzas y risotadas; mas por obra de malas artes, no tardó en cundir por todas partes la noticia del dinero recibido por Labraza. —Fue una funda apretada de morocotas… —¡Adió!, pero aguáitenle lo bolsillo; lo tiene que no pué con ello… —Y ese agallú, ¿lo querrá tó parei? —A mí me da de cuaiquiei manera… —Y yo también quió lo mío… En presencia de uno de esos grupos, el General Pelota se hizo el aludido: —Por mis manos lo que hicieron fue pasar. El Cura es testigo de que en su presencia le entregué la talega de morocotas que de la Ciudad le mandaron. La intriga siguió ensanchándose. Cuestionado el Cura afirmó la declaración de Pelota y entonces la conjura tomó forma y se hizo estridente; parecía azuzada por alguien y menudeaban las botellas de ron. En autos, Labraza se refugió en la casa curial y hasta allí fue lo que era ya un tumulto vociferante. Uno de los más atrevidos, penetró en la casa y lo cuestionó sobre el dinero a voces, y manoteándole el rostro. Labraza indignado desenvainó el sable y lo castigó. Aquello fue lo bastante para que el grueso cargara sobre él, y la respetable mansión se convirtiera en un campo de Agramante. Mientras los vidrios saltaban y se estremecían los setos, todo acompañado de una gran algarabía, el levita, en la calzada, daba grandes voces al General Pelota. José Pelota compareció sable en mano, seguido por su tropa. Echando rayos por la boca, maldiciendo al condenado que ni la casa del Cura respetaba, hizo agarrar por sus gentes a Labraza y se lo entregó al Ayudante. —¡Péguele una soga, lléveselo, y entréguelo en la Ciudad, en la misma Fortaleza! –Y agregó: —Ayudante: ¡lleve otra soga para que amarre de camino a ese Liquín Canela y lo mancorne con él! 137
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Y acercándose al Ayudante le dijo, por lo bajo: —Juan lleva las morocotas, son nueve, y oiga: “¡con sus intereses, usted me responde de ellas! Y para dominar el tumulto, se empinó y gritó a todo pulmón: ¡Viva el Gobierno de la Revolución! ¡Viva el General Pelota! —¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! –respondieron a granel.
FRANCISCO E. MOSCOSO PUELLO (N. 1885)*
El regidor Payano
El Comandante Pantaleón Payano había nacido en los barrios altos de la ciudad. Era capitaleño, lo cual le colmaba de orgullo. Muy popular entre los obreros. Había sido carpintero, casi ebanista. Pero la política le había hecho abandonar su oficio. En los Montones, bajo las órdenes del General Cabrera, alcanzó envidiable prestigio. Demostró un valor extraordinario, al decir de sus compañeros. Fue un héroe. Desde aquella época Payano era considerado como uno de los hombres más valientes de la República. Pero no había tomado más las armas. Desempeñó algunos cargos en sucesivas administraciones, cargos de confianza, pero ahora vivía de negocios. Compraba y vendía propiedades, hacía de corredor. Cobraba cuentas comerciales. Hacía hipotecas, préstamos. Tenía sus asociados. Llevaba una lista de las personas que tenían necesidad de dinero y las ponía en relación con los prestamistas. Sostenía muy buenas relaciones con dos o tres notarios de la ciudad. No hacía grandes ganancias; pero vivía. El Comandante Payano tenía tres hijos naturales y dos legítimos. Estaba divorciado hacía años. Sus hijos naturales los tenía su madre, los legítimos vivían con él y Rosaura, una mulatica a quien le había puesto casa, dos años antes de separarse de su esposa. Estaba satisfecho de su nueva mujer, sobre todo, porque le trataba muy bien los hijos. Los quería mucho y estaba dispuesto a darles una buena educación. Aspiraba nada menos a que Pantaleoncito, el mayorcito, que contaba catorce años, fuera médico y José, que apenas tenía diez, fuera abogado. Payano era un hombre de aspiraciones. Continuamente se lamentaba de que no lo hubieran puesto a la escuela. Su padre, el Coronel restaurador Marcos Ledesma, no tuvo empeño en ello. No se lo reprochaba, sin embargo. Entonces no eran las cosas como ahora. Estuvo de aprendiz en una zapatería cuando tenía doce años, después se colocó en una pulpería ganando tres pesos por mes. Luego entró en casa del maestro Cabral a aprender el oficio de carpintería. En aquella época el taller estaba especializado en hacer catres y mesitas de pino barnizadas para salas. Más tarde trabajó con el maestro Cerón y entonces fue cuando aprendió todo lo que sabe. Trabajó mucho en caoba, obras finas, con lustre de puño que gustaban mucho. *F. Moscoso Puello, después de su novela Cañas y Bueyes, publicó Cartas a Evelina, obra que en su género no tiene par en nuestra producción literaria: contiene un caudal de observaciones sobre las costumbres y lacras de la familia dominicana reveladas con fino humor y sin asomo de amargura. Es autor, además, de dos volúmenes de cuentos, aún inéditos, y de una obra monumental relativa a la medicina y a los médicos que han vivido en este país desde los primeros días del descubrimiento de América. Es un estudio de valor imponderable. También inédita conserva la novela Sabanas y Fundos, y un examen sociológico e histórico intitulado La Odisea de la Española. Ha dictado numerosas conferencias de carácter científico. Navarijo, el último de sus libros publicados, abundante en erratas, es narración de motivos que revisten la obra del interés que los franceses califican de petite histoire. F. M. P. es doctor en medicina y cirugía, graduado en la Universidad de Santo Domingo.
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Después, la política; hasta que en los Montones las circunstancias le hicieron desplegar un valor que le prestigió y le permitió cambiar de fortuna. Él mismo no se daba cuenta de la estimación que se le tenía. En San Miguel era casi un ídolo. Había que contar con él para todo empeño. Ninguna iniciativa lograba éxito si no tenía en su favor la influencia del Comandante Payano. Las fiestas en que él no tomaba una gran participación no quedaban lucidas. Las reuniones en las cuales no estaba presente resultaban frías. Sus servicios eran muy estimados. Sus hazañas en la pelea de los Montones eran muy conocidas. Había salvado la vida varias veces al General Cabrera, antes de que fuera herido. Rivalizó con él en valor. —Pero, cuando las cosas van a suceder, –solía decir en tono sentencioso– no hay quien las pueda evitar. Le había llegado su día al General. En diferentes ocasiones, después que Payano se retiró a la vida privada, había sido solicitado su concurso. —Hombres así, –se decían los políticos de San Miguel– son los que se necesitan. Como el Comandante entran pocos en libra. El Comandante mostraba una sonrisa de satisfacción. No pudo resistir a las solicitaciones de sus amigos y en las elecciones del 19… el Comandante Payano fue elegido Regidor de la Común de Santo Domingo. Allí aumentó su prestigio, porque fue un defensor celoso de los intereses de la ciudad y en particular de los obreros, gremio al cual se ufanaba en pertenecer, aún cuando hacía tiempo que no trabajaba la carpintería. Había dado órdenes a Rosaura de que le limpiara el paletó y le tuviera lista toda la ropa necesaria, pues tenía intenciones de asistir al banquete con que obsequiaría al Presidente del Ayuntamiento un grupo de sus amigos, con motivo de haber sido condecorado con la Orden del Libertador Simón Bolívar. Ese paletó lo había mandado a hacer para el 27 de Febrero, día en que lo estrenó con motivo de los actos oficiales a que tenía que asistir. Fue un día feliz éste para el Comandante Payano. A las nueve en punto estaba en el Ayuntamiento. Lucía su elegante paletó de paño negro, su corbata negra y blanca, de las mismas que usaban los diputados. Un pantalón a rayas, oscuro, unos zapatos de charol y su chistera plegadiza. Se encontró muy bien vestido. Marchó en compañía de sus compañeros a la Catedral. El Tedéum quedó solemne. Monseñor habló, elogió al gobierno y lo puso bajo la égida de la Virgen de la Altagracia; luego, en el Cabildo, teniendo a la espalda los retratos de los Padres de la Patria, su emoción llegó a sus límites. Se sentía orgulloso, henchido de patriotismo. Únicamente lamentó ese día no haber sido un orador para poder expresar todo lo que sentía y pensaba en aquellos momentos en que las notas del Himno Nacional le habían hecho poner las carnes de gallina, recordando las historias que tantas veces le había oído repetir a su padre, el Coronel restaurador Marcos Ledesma. Pero, las palabras del Presidente del Cabildo lo dejaron satisfecho. Habló muy bien. El Comandante aplaudió varias veces con entusiasmos. Otros oradores tomaron la palabra, hasta diez, pero ninguno se expresó como el Presidente. Quedó agradecido cuando este funcionario se refirió a la obra del Municipio, y cuando aludió a la buena colaboración que había tenido de sus demás compañeros. Este rasgo de justicia lo dejó satisfecho. Porque él, Payano, se había entregado en cuerpo y alma a los intereses de la Común. Muchos informes y proposiciones había presentado, por los cuales había sido felicitado por personas de valer, por gente de primera, y en una ocasión por el propio Presidente de la República, que le aseguraba que estaba satisfecho de haberlo llevado ahí y de sus actuaciones. 139
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No había tenido ocasión de usar otra vez el paletó. Pero como ahora estaba invitado a ese banquete, Rosaura lo tenía ya al sol, para quitarle el polvo. Payano se disponía a salir, cuando llegó el Síndico. —¿Qué dice el Comandante Payano? —¡Qué va a decir! ¿En qué puedo servirle?, –contestó–. Pase adelante y siéntese. El Síndico se sentó en una mecedora, frente a Payano. Después de preguntarle por los hijos y tocar algunos puntos sin importancia agregó: —Lo he venido a buscar, Comandante, para que demos un paseíto por ahí, para que usted vea algunas obras ya terminadas de las que se me ordenaron ejecutar. Han salido un poco caritas, pero han quedado muy bien hechas. Como usted es Miembro Interino de la Comisión de Fomento, deseo que usted quede bien impresionado. Usted sabe, Comandante, que yo tengo mis enemigos en el Ayuntamiento y no quiero que el pago de estos trabajos se retarde ni que discutan los precios. —No se preocupe, –dijo el Comandante–. Usted sabe que puede contar conmigo en todo tiempo. —Por eso vine donde usted, –agregó el Síndico–. Basta que seamos hermanos masones. Se pusieron de pie y se dirigieron al carro, –un auto Packard con el escudo de la ciudad. Descendieron por la cuesta y se introdujeron en la calle Separación. Payano y el Síndico entraron en intimidades. Se habló de los chismes municipales y el Síndico volvió a repetir a Payano que contaba con él, para que con su voto le allanara dificultades. Hacía días que se decía en la Plaza de Colón que el Síndico Rodríguez sería destituido. Se le acusaba de mala administración. Dos o tres Regidores le habían ya puesto la proa, pero él contaba todavía con el resto y con su hermano Payano y gastaba muchas atenciones con éste. Al cruzar la calle 19 de Marzo alcanzaron a ver al General Pérez, y Rodríguez, tocando a Payano por el codo le dijo: —¿Y este tipo, en qué está? Payano le contestó que en su opinión era un cohete tirado. Toda la vida había vivido explotando su figura, sobre todo sus bigotes, pero ya eso se le acabó. Y añadió: —Según me han informando está haciendo curvasos. Le ha escrito varias cartas al Presidente, ofreciéndole sus servicios, pero no le tiene confianza, porque es muy compinche de los enemigos. Se dirigieron al Hospedaje Municipal y allí inspeccionaron los trabajos de desagüe. Payano le manifestó a su amigo que en realidad aquello hedía mucho antes, que el periódico tenía razón en haberse quejado. Encontró muy bueno el desagüe y mejor colocadas las plumas de agua. De allí siguieron para el Matadero. Payano celebró el trabajo. Lo encontró limpio y felicitó al Síndico. —¡Déjelos que hablen! Que vengan a ver este trabajo para que se convenzan de que el Ayuntamiento se ocupa. Como el nuestro no ha habido otro en la Capital. Y al subir de nuevo al carro exclamó: —¡Yo no sé lo que hacían con tanto dinero! —Eso pienso yo. Y conste que el presupuesto este año es más bajo que el otro. Rodríguez se sentía satisfecho de la aprobación que dio Payano a sus trabajos. Se informó del costo que no podía ser más bajo. 140
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Payano rechazó una copita con la cual el Síndico quiso corresponder a sus cumplimientos. —¿Dónde consiguió esa pintura?, –preguntó Payano volviendo la cara para ver por última vez a través del vidrio del carro el Matadero–. Parece muy buena. Pensaba en esos momentos en que su casa estaba necesitada de una buena mano de pintura para remozarla, y que así presentaría mejor aspecto, ya que constantemente, con motivo de su cargo, recibía visitas hasta de los tutumpotes de Gazcue. —En el “Faro de Colón”. Allí es donde solamente se mandan las órdenes del Ayuntamiento. Por eso se había retrasado ese trabajo, porque no tenía existencia y hubo que esperar el vapor. El Síndico le manifestó enseguida que se podía conseguir una poca, si su trabajo no era muy grande. —Me parece que han sobrado algunos potes, –agregó. Payano levantó el brazo para subrayar un ¡no! seco y terminante. —¡Dios me libre de mal! Aquí las gentes hablan mucho y se fijan en todo. Usted me obsequia con esa pintura sobrante y dicen de una vez que estoy desfalcando al Municipio. Usted sabe que aquí no van muy lejos para menear la lengua. ¡Dios me ampare! El Síndico le advirtió que tampoco había que ser demasiado escrupuloso. Y le recordó el desastre del pasado Ayuntamiento. —¡Esos sí hicieron su agosto, compadre! y, sin embargo, ¿qué les pasó? Si quiere la pinturita me avisa. De regreso Payano encontró algunas personas en su casa. Le aguardaban. Uno le entregó una tarjeta del Diputado Díaz. Había un cargo vacante en la Secretaría y su amigo el Diputado Díaz le recomendaba al portador, que era del partido y persona competente. Otro venía a exponer una queja con motivo de un trabajo del que lo habían despedido. El tercero quería hablar en privado. El Comandante Payano pidió permiso para quitarse alguna ropa y volvió en mangas de camisa. Dirigiéndose al primero, un jovencito flacucho y casi blanco, le dijo: —¿Qué cargo es ése? —Auxiliar de la Secretaría, –le dijo el joven tembloroso. —¡Ah sí!, ¿el que desempeñaba la Señorita Castro? —El mismo. —Bueno, a mí no me gusta comprometer mi voto. Aquí han venido ya varias personas a verme para eso y yo no me he comprometido todavía. ¿Usted vio al Presidente? —Sí, señor. Le llevé otra tarjeta. Usted sabe, Comandante, que yo trabajé mucho en las elecciones. Yo arrastré mucha gente, rompí muchos votos contrarios, yo hablé mucho. ¿Usted recuerda el molote que se armó en Santa Bárbara? Yo estaba ahí y si no es por mí rompen la urna. Usted sabe que yo tengo una hermana muy amiga del Síndico Rodríguez. —¡Ah! ¿Usted es Ricardito Peláez? —El mismo, para servirle. —Bueno, vuelva mañana, que yo hablaré de eso. Y lo despidió amablemente. Y dirigiéndose al otro, morenito presuntuoso: —¿Y usted qué desea? —Me dijeron que viniera donde usted, porque me podía arreglar eso. Resulta que yo vendí mi sueldo a don Remigio y tenía que entregarle un piquito que le debo; pero parece que él se ha entendido con un joven de la Tesorería y no sé por qué no me quieren pagar. —Pero si hay fondos, –exclamó el Comandante. 141
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—Sí, yo sé que hay; pero me ponen inconvenientes. Ese muchacho es el que está encargado de cobrarle a don Remigio los cheques que le corresponden. Y parece que como yo no se lo he vendido esta vez, me ponen inconvenientes. —Bueno, yo le arreglaré eso. Vuelva mañana. El Comandante hizo una señal al tercero y entraron a un departamento que hacía de oficina privada. Un escritorio de caoba, que el propio Comandante había hecho hacía quince años y tres sillas modestas, un retrato de la Tabacalera y un bouquet de flores de papel, dentro de un florero, sobre una mesita de caoba también, eran los objetos que más se destacaban en la habitación. Tomaron asientos. —Yo he venido, Comandante, a informarle de algo que oí en los bajos del Palacio Municipal esta mañana. Como se trata de usted no perdí tiempo. —¿Y de qué se trata? —Bueno, allí decía esta mañana un grupo, que a usted lo iban a sacar del Ayuntamiento. Que le habían dicho al Presidente que usted era un inconveniente. Que usted le negó el voto a Pedro Soto, el que recomendó el Presidente para la oficina de Impuestos Municipales. Hablaron otras cosas, pero yo tuve que retirarme no fueran a sospechar que estaba oyendo. —¿Y quiénes eran? –dijo curioso e impaciente el Comandante. —Bueno. ¡Yo no sé! Había uno alto con un sombrero de pajita, vestido de blanco; un morenito vestido de casimir, y el otro me dijeron que era el Síndico. —¿El Síndico? –exclamó sin poder disimular su asombro el Comandante Payano–. ¡Eso no puede ser! ¿El Síndico? No lo puedo creer. —Yo no se lo aseguro, pero me puedo informar. Si usted tiene interés en asegurarse, yo lo averiguo, porque la cara no se me ha olvidado. —¿De qué color era? —Bueno, indio claro. —¿Tenía bigotes? —No. Estaba afeitado. —¿Bajito o gordo? —Como yo, más o menos. —¿De qué color estaba vestido? —De dril blanco, con un sombrero de fieltro gris. El Comandante se quedó callado un momento. Luego preguntó: —¿Habla fañoso? —Sí, tiene una vocesita rara, –contestó el visitante. —Pues bien, –agregó el Comandante– no repita eso. Quédese callado. Yo no creo que sea el Síndico. El que le dijo eso lo engañó. El Síndico y yo somos de los más unidos en el Ayuntamiento. Pero como la política es política… Hubo otro silencio que el Comandante interrumpió. —Muchas gracias. Todo eso es una invención. Pero si usted oye algo, vuelva por aquí. Esta es su casa. Payano se quedó reflexionando, después que despidió al amigo que le dio esos informes. Así, pensativo, lo encontró Rosaura cuando lo llamó a comer. Durante el almuerzo, Pantaleoncito refirió a su padre lo que había pasado en la escuela. Dos profesores, de los que más enseñaban, el señor Torrez y el señor Domínguez, no volverían más. 142
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—Mira, papá, –decía Pantaleoncito entristecido–, yo no sé cómo me voy a hacer. El señor Torrez es muy buen profesor. Y como el señor Domínguez, nadie para enseñar matemáticas. Ese es un toro en números. —¿Y qué chisme ha pasado? –preguntó el Comandante. —Yo no sé. Dicen que porque no quisieron firmar una hoja. —¡Ah! eso es por el voto de confianza al Presidente, –exclamó el Comandante, y agregó: —Es que estos jovencitos se las dan mucho. Están viviendo del Gobierno y quieren hacer lo que les da la gana. Así no son las cosas. Cuando uno es empleado tiene que estar de buena fe. —Pero, ¿y si nombran otros que no sepan, papá? —¡Cómo no los van a encontrar competentes! Lo que se sobran aquí son profesores. —Pero el señor Torrez y el señor Domínguez saben mucho, papá! —Ni tanto saben, hijo. Ya ves que se han dejado quitar por una tontería. Si hubieran sido tan competentes, como tú dices, sabrían que aquí hay que hacer lo que le mandan. Para mí han sido unos brutos. Rosaura fue al patio a recoger el paletó, porque se había puesto nublado, y el Comandante Payano le echó una mirada a su pieza que le quedaba tan bien y con la cual había recibido tantas satisfacciones.
SÓCRATES NOLASCO (N. 1884)*
Ma Paula se fue al otro mundo Al Dr. Ramón Blanco Isusi
Un alarido de gargantas vigorosas, seguido de uno, dos, tres disparos de carabina, le anunciaban al mundo un grave acontecimiento. Detrás del caobal del cerro, en la planicie vecina, el gafo guardián del colmenar sopló el fotuto de poderosa voz. Y respondiendo a la señal oficialmente pautada, desde el fundo de la Domingona, y más lejos, hicieron tronar otros y otros fotutos que, a mayor distancia, contestaron otros, y otros más, con toques de alerta que sucesivamente pasaban de fundo a fundo, del monte al llano, dilatándose hasta una distancia enorme en un ulular tremendo. El aviso, la señal anunciando el grave acontecimiento, llegó así a todos los conucos, y horas después se acercaban a la aldea, precavidamente armados, los pobladores de las cercanas y las remotas viviendas. Papá Sindo, el comandante del Puesto Cantonal de Petit-Trou, ya a la oración agrupó a los recién llegados bajo el ramaje de una baría frondosa y con agria y autoritaria voz de domador de gente, habló y sus palabras fueron atentamente escuchadas. No se trataba de una de tantas incursiones del ejército de Haití. La noticia, aunque parecía increíble, era hoy tranquilizadora, y si maquinalmente el jefe le apretaba la empuñadura al machete de cabo que le colgaba de una banda roja, blanca y azul, era por la costumbre de arrear hombres en las peleas contra los enemigos de la república. A ese machete le debía el grado de comandante, de que estaba orgulloso, y el prestigio de matón de súbditos del *Ha publicado: Cuentos del Sur –1938–; El Gral. Pedro Florentino y un momento de la Restauración –1938–; Viejas Memorias (1941), Escritores de Puerto Rico (1953); ha dictado conferencias, etc., etc.
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Emperador Faustino Soulouque, de que no se jactaba porque le parecía la cosa más natural del mundo. —Compañeros… –dijo y esperó con calma a que se impusiera el silencio–. Compañeros… ¡Ma Paula se fue del mundo! A su lado el secretario Lorenzo, Lorencito, iba leyendo para sí el discurso que le había enseñado al superior, a ver si éste se equivocaba. Espantados de oír lo increíble, se miraron todos y se dijeron: —¡Se murió Ma Paula! —En ella se ensuelva, profirió un atrevido. —¡Cállese el deslenguao! —regañó Papá Sindo, y la voz se le rajó en la garganta—. Ma Paula se fue del mundo —reiteró–. Cayó con la boca echando espuma y ya al minuto estaba tiesa como si fuera de palo. Los tonto que secretiaban que iba a vivir ciento setenta y siete año en cumplimiento del pacto que ella tenía con Sataná, queden convencido de que si ni tan siquiera el arzobipo puede alargar la vida propia con oracione a Nuestro Señor Jesucrito, meno sabrán los haitiano inmunizarse con la malicia del diablo y la de sus Luase y Papá Bocó. Con nuestros machete, nuestros fusile y sobre todo con la cruz de nuestra bandera, podremo triunfar siempre de los enemigo. Siempre. Siempre que recemo el Creo en Dios Padre defendiendo la república a tiro y a machetazo. Compañeros… –agregó cambiando de tono y mirando de soslayo–. Aquella novilla berrenda, que era de los biene de la difunta, ordeno y mando que la beneficien para pasar el velorio. Mándenme los filete. Y últimamente –dijo empinándose–. Advierto que el aguardiente se hace para beberlo; pero hay que saber beberlo. No quiero gresca. He dicho. Papá Sindo, alto y seco, resultaba tan imponente de cerca como de lejos, y los caprichos y rebeldía de la s le añadían gracia en vez de restarle elocuencia a sus arengas. Tan pronto se alejó el áspero y autoritario jefe empezaron los comentarios y murmuraciones: “El era así, duro y seco, pero no malo. Tenía la lengua tan agria porque estaba del pecho y sabía que no tenía remedio. Pero, aparte de eso, la verdá es la verdá; y sin dizque ni que me dijeron, ¡se murió Ma Paula!” Allí, puesta boca arriba sobre la barbacoa y el colchón de guajaca que le servía de cama, en medio del patio de su vivienda, en donde la habían colocado, estaba tiesa y más seria que cuando vivía. Varios opinaron que en la región no estarían preservados del espíritu de la bruja sino después del novenario. Y así y todo habría que hacerle el hoyo bien hondo y ponerle arriba piedras pesadas, por si acaso intentara salir a hacer de las suyas. —Papá Sindo manda que no crean en brujos; pero al decir que no crean en ellos atestigua que los hay –dijo uno reflexivamente. —De que los hay los hay. Pero si él mismo, que es cofrao de la Virgen de la Altagracia, siempre que se veía en confusión se encerraba con la vieja a consultarla sobre política. ¡Cómo si uno se olvidara de cuando el alazano rompió el lazo y se le etravió! Mediante un cabo e vela encendío al revé, la clara de un huevo crúo en aguardiente alcanforao, y una peseta fuerte pa San Antonio y real y medio pa Pedro Congo, en lo que se presina un Cura loco la vieja hizo aparecé el caballo. A los del vecindario les parecía que el comandante no habló de la difunta con el miramiento debido. Se acercaban al bohío en donde estaba la anciana, de cuerpo presente, con el respeto que a la muerte le rinde todo mortal. En realidad, estaba ahí, boca arriba. No cabía 144
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duda. El hule del rostro le relumbraba con el reflejo de las cuatro velas prendidas en las bocas de cuatro botellas vacías. Así, estirada en su cómodo colchón, la bruja parecía más larga. Sólo tenía un ojo cerrado. El otro se lo cerraban y se volvía a abrir, obstinado en continuar mirando. Larga y ancha bata blanca la tapaba del cuello a los pies. La habían tocado con cofia blanca y con blanco barbiquejo le apretaron la mandíbula floja. En la comisura de los labios le asomaba un hilo de blanca espuma, seguro indicio de lo milagroso de tan larga vida, ya que no se podía pensar en la pureza de su alma. Lo secaron y volvía a filtrar. En el conjunto blanco sólo contrastaba la mancha negra localizada de la frente a la barbilla. Las fosas de la aplastada y ancha nariz eran dos agujeros tan prietos como la piel. Del rostro, así partido por la franja de trapo, trascendía una seriedad tétrica e imponente que acentuaban el ojo obstinado en mirar y el respeto que la hechicera inspiraba aún después de muerta. Sin faltar a la verdad no se podía negar que la vieja era fea. Un olor fuerte emanaba del cuerpo recién bañado con un cocimiento de hojas de salvia, de malagueta, de guayuyo morado y de rompesaragüelles; olor que se mezclaba con el de la gente sudorosa que llegaba de los distintos fundos. En derredor del cadáver seguían gimiendo y lanzando lamentos las hijas, nietas, biznietas y tataranietas de la finada. Era un deber: la vieja dejaba herencia de vacas, puercos, cabras y un bohío cómodo, y nadie quería acabar de llorar primero. Las vecinas, que le temían a la bruja y nunca dejaron de maldecirla, ahora que la veían difunta rezaban por el descanso de su alma; la engalanaron y la adornaban con flores de adelfa colocándole tres pétalos en los labios. Otras fregaban diminutas vasijas de higüerito cimarrón, para brindar el café y el aguardiente, licores imprescindibles en los velorios. Afuera de la enramada los hombres sostenían contrarios pareceres. El cadáver de una persona de más de noventa años (y a Ma Paula le suponían no menos de ciento veinte) ¿debería ser velado con la circunspección requerida por un difunto que no había cumplido ochenta? Igual que si se tratara de un muerto recién nacido, de un trabado, ¿no podrían pasar la noche entretenidos en juegos de prenda y cantando el baquiní y echando décimas y coplas y cantos de plena? El secretario de Papá Sindo, Lorencito, que por ser capitaleño se creía en el deber de saber de todo, decidió el punto: —El cadáver de un ser que vivió cerca de un siglo y hasta más de un siglo, está sujeto a las mismas reglas que un trabado o muerto recién nacido. Este es un angelito que no tuvo culpas que purgar, y aquel ya las ha purgado todas a fuerza de tropezones y padecimientos. Falta saber qué edad tendría la interfecta –subrayó afirmando su argumento–. Yo la deduzco… por lógica que no engaña. Estamos en el año 1858 de Nuestro Señor Jesucristo. El hijo menor de Ma Paula cree tener cincuenta y seis años, aproximadamente. De los tres varones, mayores que él, dos murieron peleando contra los haitianos, sus compañeros de raza, y el otro se pudrió comido de viruelas. —¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? Abrevea… —De las siete hembras ni Dios distingue si alguna es más joven que el varón sobreviviente. A la gente prieta tarde se le ve la edad. Los nietos y demás descendientes se multiplican como marranos… —¿Y qué significa ese lío pa si se cantan o no se cantan décimas en el velorio? Lorencito era un capitaleño de asombrosa locuacidad y le gustaba lucirse y pasar por inteligente aun ante los habitantes de la más remota y aislada aldea de la república. 145
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Se enfrascó en la tarea de explicar cómo el Capitán Musundí, liberto que se distinguió peleando a favor de España, no quiso saber de los franceses cuando los dominicanos pasaron a su bandera. Negros criollos y hasta de Haití vinieron y se le agruparon y, como si él fuera un segundo cacique Enriquillo, otra vez la región del Bahoruco quedó convertida en un baluarte de la libertad. —Ma Paula –continuaba Lorencito con su inmoderada verborrea de sabelotodo– fue una de las barraganas de Musundí, de quien no le quedaron hijos. —Se los comería al momento de parí… –le interrumpieron. —¿Y qué necesidá tenía de comé gente en un sitio en que abundan tanto la vaca y el puerco cimarrón? –comentó otro. —No. Es que todavía Ma Paula no era católica – continuó el orador–. Quería a Musundí y se acostaba con él por el prestigio; pero ni ella era todavía cristiana ni quería tener hijos con uno que no fuera congo o aradá. Sentía un orgullo de tribu superior. —A este Lorencito lo revientan a patás y a garrotazo de un momento a otro, dende que el comandante se descuide. ¡Dizque venile a enseñá a la gente de aquí quién fue Ma Paula! Como si naide supiera que a ella y a otras como ella las cogién en lazo. Que comiera gente o no comiera, que le chupara la sangre a los de teta o no se la chupara, ni quita ni pone cuando se dice a sé bruja. Después de cerrar la noche llegó Baltasar, el hijo sobreviviente de los varones de la difunta. Venía de las monterías, de Mucaral adentro. Y las mujeres, desde que lo alcanzaron a ver, renovaron las lamentaciones con el inicial vigor. Este hijo montaraz tuvo el sentido práctico de dejarles a las hembras de la familia el cuidado de la madre anciana. Compungido ahora, con una pena parida de remordimientos, prorrumpió en clamores que ahogaban a los de las hembras. Aprovechaba la oportunidad para vociferar su amor filial detallando las virtudes de la difunta. Sentía ese imperioso deber de hijo. Pero tan duro así no podía seguir aullando. Para descansar, con disimulo salió al patio a dar órdenes prohibiendo el juego de prendas, el canto de plena, las coplas, y el baquiní. Aprobaba que dijeran décimas por argumento y a lo divino. En el cráneo de huidiza y achatada frente, borrosas y tartamudas ideas le apuntaban que los cantares y el juego de prendas quedarían en la memoria de los concurrentes testimoniando el desprestigio de la familia. —Amigo, siga berreando y no se meta a opinar en cosas que son costumbres aristocráticas… –vociferó Lorencito, sintiendo trasegada en él toda la autoridad del comandante de la región–. El que no se crea decente que cierre su casa y entierre él solo su muerta, –agregó. Al oír pronunciar las palabras mágicas aristocracia y decencia, Baltasar quedó cohibido, perplejo. Tres sobrinos, los más adictos, se le acercaron y en voz baja le hicieron comprender su pifia contra las buenas costumbres. Se lo llevaron, gimiendo él, hacia el gran árbol de caoba a cuya sombra Ma Paula les había domado el ímpetu a hijos y nietos haciéndoles entender los consejos a rebencazos. Allí, ayudado por los tres sobrinos y nueve sobrinas, trazó un círculo, barrió hojarasca, juntó leña, hizo fuego y ahuyentó la sombra. La curiosidad que iba despertando ahora borró el desdén a que se había hecho acreedor minutos antes. Disminuían los rezos abogando por el descanso del alma de la difunta. Y cuando la directora rogó: —”¡Señor! Por la afrenta que sufrites con la cruz a cuesta, y por el martirio que padecites en el madero, apiádate del alma de Ma Paula, tu sierva”… la súplica quedó sin la reiteración coreada. 146
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Cesaron por un momento las lamentaciones y un grupo de auténticos amigos de la familia se acercó a Baltasar. Con un brebaje, mezcla de ginebrón y raíces maceradas que en un calabazo había traído de su fundo del Mucaral, invocó un nombre, roció las primicias hacia los cuatro puntos cardinales, y se tragó el resto. La cantidad ingerida por él hubiera sido bastante para emborrachar a diez hombres. Se estremeció atarazado por el fuego interno, que le ardía en el estómago y en las venas. Dijo otra vez un nombre, ¡el nombre!, lo repitió dos veces más y retrocedió y avanzó, y quedó siendo el centro, lo más importante del velorio. Con las palabras rituales del voudou, invocaba y volvía a invocar al dios de la tribu aradá, que era la suya. Quedó en medio del círculo, abstraído, ausente de todo lo circunstante, vacío de apetencias y pasiones materiales. Con la vista fija en un punto avanzó y retrocedió hasta el centro, ansiando y temiendo el encuentro con el poderoso espíritu, que se le acerba. Un segundo más, y cuando quedó transportado, en la entrega total, alguien comenzó a cantar y aullar en él con lenguaje intraducible las palabras que la madre le enseñó a repetir y cuyo significado exacto ni ella sabía: ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Hen! ¡Hen! ¡Hen! Can ga bafió te. Can ga mun de ye. Can ga do ki la. Can ga li. ¡Can ga li! En derredor del fuego Baltasar giraba ahora con rapidez. Miraba al cielo estrellado, cantaba y mugía y, rodeándole, los tres sobrinos y nueve sobrinas coreaban alternativamente, batiendo con los pies el suelo y mugiendo y rugiendo para convencer al dios de la inmensa aflicción de una familia sumisa y buena. Trataba de callar y se estremecía, mientras de su garganta, superiores a la voluntad de él, seguían saliendo las voces que le hervían en la sangre y los antepasados le cantaban dentro. El funeral lamento, creciendo y volando sobre el terral despertó al Comandante Papá Sindo y lo hizo acudir corriendo, sable en mano, como si temiera que los haitianos estuvieran irrumpiendo por la frontera vecina. Y entonces fue cuando sucedió lo asombroso. Crugió la barbacoa, el camastro de la difunta. Cayeron y se apagaron las cuatro velas que le alumbraban a Ma Paula el sendero definitivo, y ella en persona se enderezó, engalanada, y avanzando hacia la muchedumbre se arrancó el barbiquejo y preguntó autoritariamente: —¿Y qué vagamundería son eta? —¡Detente animal feroz, que antes de tú nacer nació el Hijo de Dios! –gritó Lorencito, tembloroso, y huyó desamparando al jefe. Ese grito, el terror y la fuga, fueron contagiosos, y huyeron y gritaron todos: —Virgen del Amparo, ¡aprotégeno!… —¡No nos disgreguemo! –imploró la directora de rezos–. ¡No me abandone, Miguel! –agregó sujetando al marido. Entonces Papá Sindo, que era un valiente, le apretó la empuñadura al machete y se le oyó vocear: —Si avanzas… te rajo de un machetazo… ¡vieja del diablo! 147
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Ángel Liberata ¡Fueron 820! Diezmados al principio por la infantería enemiga, dispersos por los escuadrones y acosados por el espanto, huyeron silenciosos como sombras. En la noche lóbrega pasaron por Pueblo-Viejo, siguiendo el atrecho de El Curro que los llevara a juntarse con su jefe natural, con el auténtico Jefe. Los demás sobrevivientes, orientados por el otro derrotero, se separaron en Quita-Coraza tomando las rutas de Rincón y de Neiba. Endurecidos por la ruda disciplina que había mantenido él, habituados a dormir a suelo raso, a alimentarse de pie con plátanos y cecina cada veinte y cuatro horas, podían recorrer distancias enormes sin rendirse a la fatiga. Tenían prohibidos el aguardiente y las barajas, porque deshonran, y la hamaca, la música y las faldas, porque inclinan a la molicie, indigna del guerrero. Y ellos, educados así, habían visto con asombro al otro jefe, al que mandaba en todo el Sur, traicionado, ¡vendido! y asesinado. ¡Fueron 820! Pantalones y guerrillera de “fuerte-azul”, soletas dobles, un machete, una carabina, una cartuchera, un concepto de hombría que les impedía recular en la pelea, si no se les ordenaba, y obligaba a morderse la lengua y a morir antes que soltar palabra que menguara el prestigio de la República y favoreciera al enemigo. Así los había forjado él, y así habían pasado de su autoridad a la de Pedro Florentino, de la de Pedro Florentino a la de Gregorio Luperón, y otra vez a la de Pedro Florentino. ¡Fueron 820! ¡Puello! ¡Puello! Regresaban: ocho de Rincón, con el Coronel Cabuya; cinco del Puesto Cantonal de Petit-Trou, con el Sargento Payén; doce de Barahona, con el Capitán Antonio Blas; treinta de Neiba, nueve de Pesquería, dos de La Descubierta. Contaba en silencio y volvía a contar de nuevo. Una arruga perpendicular partía su frente. Las sombrías pupilas escudriñaban con ansias disimuladas las bocas de los caminos y los caminos estériles mantenían las cifras inalteradas: ocho de Rincón, cinco de Petit-Trou, doce de Barahona, treinta de Neiba, nueve de Pesquería, dos de La Descubierta… ¡Fueron 820! Pasó toda la mañana y lo dejaba la tarde bajo la baitoa del patio, sentado en el taburete forrado de cuero crudo. Extraía de los relatos, hechos, nada más que hechos, desnudos de la bazofia de comentarios. La Gándara y Puello (¡Puello! ¡Puello!, ¡dominicano traidor y azote del Sur!), aniquilaron las avanzadas de los patriotas en Haina y en San Cristóbal. En Baní, los banilejos se pasaron al enemigo y contribuyeron al exterminio. Azua está en poder de España. El ejército del Sur –cuatro mil trescientos hombres– destruido. Y el General Pedro Florentino, su compadre de sacramento, asesinado. ¡Este era el cuadro consolador! Ensimismado en un silencio hostil, parecía sordo al lloro desgarrador de las mujeres. A medida que se generalizaban las noticias los crecientes clamores se multiplicaban, subían hacia las lomas de Panzo perdiéndose en las laderas, se derramaban sobre Cerro en Medio, volaban sobre Cambronal y Las Marías. Y Cambronal y Las Marías y Cerro en Medio, gritando también sus muertos, devolvían el lamento funeral. Un inmenso dolor se dilataba sobre el vasto valle de Neiba. Nadie se atrevía a dirigirle la palabra. Pasaría la noche y lo 148
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sorprendería otro sol sentado en el taburete forrado de cuero crudo, con las pupilas enrojecidas y exigentes clavadas en las bocas de los caminos.
A pesar de los lamentos y de un repentino ladrar de los perros, pudo percibir trote de cabalgaduras que avanzaban por el lado de Azua. Un oficial de alto rango, guiado por un práctico y seguido de seis militares –españoles y criollos– se acercó luego preguntando por él, que empezó a acariciarse la descuidada y puntiaguda barba. En la travesía, ellos no habían visto siquiera un hombre de armas, desvaneciéndose las presunciones de Puello y confirmándose el criterio de La Gándara: En Azua fue destruida la resistencia del Sur. Uno del grupo se acercó anunciando título absurdo: —El Marqués de la Concordia. El ojo experto del que anunciaron fiscalizó: —Rústico escenario. Bohío con puertas ausentes, (los vanos miran al norte y al sur). Enramada, sin cerca, sirve de cocina. De las soleras, suspensos en colmillos de cerdos monteses, cuelgan ordinarios aperos de montar, útiles de labranza, y excusabaraja, sin tapa, que amenaza caer sobre apagado fogón. ¿No habrán comido aquí hoy? Patio casi yermo. Pocas gallinas, poca gente… Un hombre, mujer de garbo, muchacha apetitosa, una niña y… miseria… miseria… ¿De qué vivirán en esta aldea? —Muy buenas tardes, General. —Muy buena se la dé Dios. Al responder al saludo se iba incorporando el hombre. Botó en el taburete y pegó en la corva curvo sable pendiente de terciada y galana banda. Prosiguió el ligero examen: Alta, seca estatura. Pobre indumento. Nervios en lugar de carnes. Cara dura. Duras barbas de chivo que rozan el pecho. Duros, rígidos mostachos. Duro mirar que se va suavizando hasta ganar triste dulzura en mi presencia… Este mulato es persona. —General, vengo en misión de mi Gobierno, con plenos poderes, para tratar con usted. —Lo supongo. Haga el favor de sentarse y beba conmigo un cafecito. Dispensará el ajuar: no es aparente y fino como los que se usan allá lejos, en su país. Se dejaba examinar y parecía no interesarse en averiguar cómo era el recién llegado. Había oído decir que era Brigadier y jefe de la artillería realista. Ahora le bastaba advertir que se trataba de hombre de mando, que tenía gracia natural, y deseos disimulados de ser agradable, sin duda para ganárselo. El café humeaba en dos diminutas vasijas de güira silvestre. Estaban solos. Del lado afuera de la cerca se agazapaban sombras armadas de fusiles. —Desde El Seybo hasta la frontera, se ha impuesto la paz –continuó el español. Se restaura en El Cibao, donde los facciosos, carentes de los recursos más elementales y de la más elemental disciplina, se dividen en banderías. Él aprobaba y callaba moviendo afirmativamente la cabeza. —Este pliego fue retirado de los papeles del infortunado General Pedro Florentino. Le suplico que lo lea. Habla del destino deparado al General Gregorio Luperón. 149
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Él extendió el brazo, tomó el pliego y lo abrió y leyó en silencio. La arruga perpendicular se pronunció, doliente como una herida. Los clamores se volvieron con la noche invasora más graves y lastimeros. —El Gobierno admira el heroísmo de la gente del sur y lamenta su derroche innecesario e infructuoso. Se le ofrecen a usted. No… No se trata de garantías, permítame explicar… La jefatura de toda la región de Neiba, el reconocimiento del grado de usted y de sus oficiales y los gastos efectuados por usted y por ellos. Es el ramo de olivo, General: es la concordia. —Perdóneme, mi señor. Se levantó otra vez y, desenvainando el curvo sable, fue hasta la empalizada y cortó una rama de guasábaras. Al regresar traía las espinas empuñadas en la encallecida mano, sin miramientos, y mostrándolas con el brazo estirado dio expresión a la respuesta: —Concordia, esta es mi paz. En seguida le arrancó al pulgar y al mayor un sonido bronco y seco como un latigazo, y dijo al joven que acudió al reclamo: —Pedro, este Señor es Marqués… Acampáñalo hasta el Yaque. Ese río con la oscuridad es muy temeroso. Cuando se retiraban se oyó que el Ayudante del Marqués preguntaba burlonamente: —¿El tío ese de las barbas es General? ¡Causa ganas de reír!… —Te reirás…, le contestaron entre dientes.
El lucero del alba brillaba como lejano faro. A la lumbre del ardiente fogón se preparaban los emisarios que saldrían llevando órdenes en diversas direcciones. Varias mujeres desgarraban sábanas y enaguas volviéndolas hilachas para aplicar a las futuras heridas. —Padrino, dice mamá Lin que venga. Llamaban del aposento. A puerta cerrada trabajaban la esposa y la sobrina. Entró dejando detrás de sí la humareda que soltaba su cachimbo. La niña dormía tranquila sobre una estera extendida en el suelo. —¿Cuántas tienen listas? –preguntó en voz baja. —La madeja encarnada sólo dio doscientas once –respondió la esposa. Es una lana ordinaria y enredosa. De la amarilla llevamos preparadas ciento cinco. En total: trescientas diez y seis… —Faltan más de la mitad, –observó él, disconforme. —Padrino, los tres no me caben ya, –protestó la joven. —Aprieta las letras. —Es que la mano se cansa. Mire cómo van saliendo. Tomó él la diminuta cartulina y leyó: ÁNGEL LIBERATA FÉLIX,
y, tras breve reflexión, ordenó: —Economiza el Félix… Después de todo en la guerra no debe uno pretender vivir siendo feliz. Y cuando te canses suprime el Ángel. Y, cuando no puedas más, en lugar de Liberata escribe Libre. Es lo mejor de mi nombre y lo que vale más de la reliquia. Meditó y agregó dulcificando el tono: —Candelaria Ferrera, perdóname la penosa vida que te doy. Te debiste unir a un hombre manso. 150
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Y, con sabor de picardía: —El hombre es fuerte cuando pone fe en un talismán. Por eso las reliquias nunca dejan de ser útiles. Preservan de las balas cuando el que las tiene se defiende tirando a punto metido. Estas no las fabrican ahora: las hicieron en el extranjero y las “curaron” en Haití… Las conseguí por medio de mi compadre Bucán Ti Pie…, dijo ¿Entienden ustedes? Y salió sin esperar respuesta, oyendo que Pedro había regresado.
La embestida fue violenta y torpe, como de gente bisoña que llegaba enardecida y no podía detenerse, y el triunfo de los españoles facilísimo, a pesar de su desventajosa posición. El Yaque, en creciente, dificultaba el paso de las municiones y la artillería. Las frágiles canoas y las balsas y los bongos improvisados, cruzaban en sesgo de una a la otra orilla, cuando fueron atacados por los nativos que avanzaron hasta la margen occidental, enredándose en las caña-brava. En el caudal de aguas ocres patalearon cuarenta y siete españoles heridos y diez muertos, entremezclándose con las reses aterrorizadas. Chocaron una balsa y tres bongos, los bongos se desprendieron de las amarras y se deslizaron arrastrados por la corriente. En el recodo vecino recuperaron dos y el otro desapareció con dos cañones, hundido, o vomitado río abajo por el remolino. Pero desde que los asaltantes alcanzaron a ver formándose el clásico “cuadro”, se dispersaron dejando una docena de muertos: todos flacos, desarrapados, mulatos, y de mandíbulas apretadas. —El 31 de enero –¡desde hace tres días Mariscal Puello!–, salimos de Azua y todavía se obstinaba usted en una marcha de tortuga para tan mezquina escaramuza; –dijo con sorna La Gándara. Confiese que no era menester tanta cautela. Marqués, deme la razón. El Excelentísimo Señor Don Manuel Pereyra y Abascal, el Marqués de la Concordia, no quería expresar concepto sobre el Liberata ese. Un salvaje que respondía con señales aprobatorias y, cuando se le creía convencido, daba una vuelta y se presentaba con una rama de espinas. Además, para él, veterano de las campañas del Danubio y de Crimea, y animal de raza fina, la espectacular demostración de fuerzas de La Gándara tendía a impresionar más al Ministro de Ultramar que a los campesinos sublevados… Sinceramente creía menos costoso y más cómodo pagar a cualquier precio la adhesión del Liberata que exponer a tres mil hombres a la fiebre amarilla y al vómito negro en tan ingratos andurriales. Se iba aburriendo de una aventura guerrera sin posible honra que abrillantara los laureles que había ganado entre iguales, y de cuando en cuando lo invadía una honda nostalgia de paz. ¡Paz! ¡Retirarse con su familia a un rincón escogido del Cantábrico, o del Mediterráneo!… Eusebio Pueblo tampoco quería responder. Se acostumbraba a las bromas del Capitán General; pero en el fondo le mortificaba la torpeza con que atacaron los dominicanos, en un lugar que les era tan favorable, y el pavor con que huyeron dejando sus muertos. Prefería ver exterminados a sus antiguos compañeros a que se desacreditaran de esa manera. El se iba a ceñir la faja de Mariscal de Campo y, a pesar de eso, sentía un criollismo incurable. Desde antes de salir de Santo Domingo había avanzado su opinión sobre los hombres que tenían que batir. “Luperón es directo, arrogante y noble hasta en el combate. Repugna las estratagemas, cuida al enemigo herido y fraterniza con los prisioneros. Pedro Florentino es de ímpetu inicial arrollador, torrencial, irresistible en la refriega; y en la derrota lo enciende ferocidad 151
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irrefrenable: le incomodan los heridos y los prisioneros. Ángel Liberata Félix es la trampa. Parece genero como Luperón y, sin embargo, es cruel. Embiste como Florentino y se escurre como la culebra”. Eso había dicho. Y al primer encuentro el General Ángel Félix atacaba como un tonto y corría como un cobarde. Estaba casi convencido de su error de apreciación; pero con su testarudez natural insistió en que debían continuar a marcha lenta. El día cinco, al ponerse el sol, oyeron cantar los gallos de Neyba y se disponían a entrar en la aldea cuando en Las Cabezadas de Las Marías atacaron la retaguardia. El empuje fue fragoroso y violento al iniciarse. Varios muertos rodaron por un barranco y asustaron a los caimanes. Durante media hora se mantuvieron a la ofensiva; pero los tiros fueron cediendo en disminución gradual, desde que la artillería realista entró en acción y los invasores formaron el cuadro, hasta reducirse a disparos intermitentes. Lo extraño esta vez fue que no se vio al enemigo y que las bajas que causó fueron en su mayor parte de oficiales: ¡como si los estuvieran seleccionando! Ocuparon Neyba al anochecer y la encontraron vacía de hombres. Los disparos hostiles siguieron sonando toda la noche. Dos días después llegaron a La Salina.
Las mujeres de Cristoba, graciosas, de un trigueño pálido y de ojos lánguidos, llegaron como las de El Naranjo, cargadas de sartas y canastas de viajacas, de lebranches, de quéqueres y de huevas secas de pescado. Las de Lemba y Las Saladillas, de tostado rostro, pelo lacio y vestidos de colores vivos que contrastaban con el luto general, bajaron con rosquetes, quesos de chivas, plátanos, cocos, ristras de cebollín, andullos de tabaco. A la sombra de frondosos mangos y barías se agrupaban formando mercado al aire libre y discutiendo el trueque de los artículos de consumo. Un pesado olor a pescado, a macho cabrío, a miseria pública, trascendía del mercado, de los corrales vecinos, y flotaba como si fuera emanación del pobre río. Los soldados se juntaron con las mujeres piropeándolas y comprando lo que necesitaban y lo que no necesitaban. De improviso las mujeres de Cristoba, con el dorso de la mano izquierda en el cuadril y manoteando con la diestra, comenzaron a insultar a las de Lemba. ¿Quiénes eran las de Lemba? Unas chinchosas y embusteras. Las de Cristoba eran las que habían visto al madrugar ese día a Pedro Inacia y a Angelito Liberata llegar por la laguna “pusando” un bongo nuevo. Lo pasaron del río Yaque por el caño de Rincón cargado de cañones y balas. ¡Mentira!, les respondieron a gritos. Las de Lemba y Las Saladillas fueron las que vieron “al romper el nombre” a Ángel Liberata, a Pedro y a los Florián, que venían de Las Damas en compañía de “El Torito e May Juliana”, con unas cargas grandes de cañones. En el escándalo intervinieron las de El Naranjo. Ellas eran las que habían visto pasar por su sección a Ángel Liberata con los rinconeros y los de Petit Trou cargando muchos cañones. Al General le arañaba la barba el pecho al paso de su caballo. ¡Si conocerían ellas el caballo prieto del General! Para las de Lemba y Las Saladillas, las de Cristoba y El Naranjo eran unas piojosas, pánfilas de comer viajacas con coco. Esas perras se querían lucir delante de la gente. Las de Cristoba y El Naranjo no le iban a hacer caso a esas infelices de Las Saladillas ¡Jesús! (Escupían cuando las mentaban). En cuanto a las de Lemba eran ellas y su barrio 152
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tan fatales que al pasar por allá al río se le salaba el agua. De las de Cristoba y El Naranjo sí “que naide podían dací que les tenían la cola pisá… Lo único que podían decí de ellas era que sabían salir algunas puta… ¡Y eso!” Un soldado le dio aviso a un oficial y el oficial a La Gándara, quien hizo llamar a las mujeres para someterlas a interrogatorio. Cuando llegaron a la presencia del jefe español estaban todas de acuerdo. Todas ellas era mujeres “honrás y de palabra, que nunca hablaban embuste”. Cada grupo corroboraba lo que decían las del otro. Todas habían visto en la madrugada llegar por sus barrios respectivos a Ángel Liberata. El General español podía jurarlo, “por ésta, que son cruce”. (Y formaban cinco cruces con los dedos de las manos). El resultado fue desconsolador. La Gándara acabó riendo con fingido asombro de las sandias salineras que la misma noche a la misma hora vieron llegar por el Este, por el Sur y por el Oeste, a su generar con crecientes cargas de cañones. Las mujeres se retiraron charlando amistosamente, decepcionadas. Una espulgó el pliegue del pañuelo que le aprisionaba la cabellera y extrajo un fósforo de peine, lo frotó reciamente en una chancleta, hizo fuego y encendió un cachimbito de barro. Se juntaron unas a otras y, ladeando los rostros, iban comunicando el fuego de uno a otro cachimbo. Luego se despidieron hasta el sábado siguiente enviando mutuas memorias y riéndose del jefe español. “El sonso ese va a sabé aonde carga el maco la manteca. ¡Como si el hijo de Liberata no pudiera está a la mesma vez en los lugare que que le dé la gana!” Se apretaban las verijas temiendo reventar de risa. El Marqués oía y callaba, deseando que se precipitara el final de los sucesos, aunque fuera aventando al duende a cañonazos, para salir de tan inhóspitas tierras.
Cuando se borró la púrpura del poniente, en los pequeños remansos croaron los batracios. Un silencio profundo bajó de los cerros, se impuso en la aldea y se extendió sobre el lago vecino. Ni un hombre, ni eco alguno de voz varonil, ni huella, ni señal del enemigo percibieron ese día. Sólo allá, cuando cruzaban caldeados de sol los áridos salitrales de La Madre del Muerto, un oficial creyó divisar con sus catalejos, en la linde casi imaginaria, la sombra de un jinete fugitivo. En la mañana siguiente amanecieron degollados los últimos centinelas.
Amanecieron degollados los centinelas y desjarretadas las cabalgaduras. El Capitán General tendría que ir caminando a pie, o cabalgando en un burro hasta Barahona. Enviaron a un pelotón a requisar bestias de carga del lado del sur, a los conucos de los Terrero. A poco oyeron dos, seis, ocho disparos, contados con cerradas descargas. En seguida se trabó la lucha de tal modo que lo oídos atentos apenas diferenciaban el estrépito simultáneo de la fusilería de los regulares, del graneado tiroteo de los nativos. Se afirmó la ofensiva y regresaron, en repliegue, los realistas. Los 3,000 hombres de La Gándara quedaron listos en un instante, esperando órdenes, cuando les abrieron fuego del lado de oriente y cayeron 7, 8, 9 zapadores de la escolta del Capitán General. El combate se generalizó. Entró en acción la artillería. El Marqués cañoneaba troncos de barías, ceibas, mangos, cocoteros, detrás de los cuales salían mortíferas balas. A una mujer, que halaba su asno para librarlo 153
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de riesgo, le explotó en el pecho una metralla, y parte de la mujer y la cabeza del asno quedaron adheridas a una ceiba. Entonces fue cuando, del lado suroeste, desde la cresta de un cerro cercano, rugió la voz formidable: —¡Concordia, esa es la paz! Y un tronido, semejante a un desprendimiento de la altura, bajó con la voz matando a doce hombres, barriendo al Marqués y dejando fuera de combate uno de su cañones. Volvieron a sonar tronido y voz, repercutiendo, irritados, en las espeluncas del Bahoruco y la sagrada cordillera se enarcó, aguaitando, porque Ángel Liberata había vuelto a pelear. Rugían y volvían a rugir los cañones con que el Yaque contribuyó a luchar por la República y, con pretensiones de recuperarlos, el Ayudante del Marqués y un Teniente y muchos españoles, embistieron al cerro. Se deslizaron los cañones del lado opuesto y, en un choque cuerpo a cuerpo, quedaron abatidos el Teniente y dos soldados, y prisionero el Ayudante. —Capitán: me estorba ese hombre… ¡Cójelo!, ordenó la voz terrible: ¡hazlo reír!… Y como el subalterno se apartó con el Ayudante prisionero, ningún ojo vio cuando le alzaron el brazo y le abrieron la herida que hace enloquecer; pero muchos oídos oyeron una macabra carcajada y un cuerpo y una cabeza rodando ladera abajo. Continuaron el tableteo agresivo y las descargas cerradas de la fusilería, y los españoles se fueron, acosados, buscando el mar. En las estrechuras los soldados de la impedimenta se escudaban con los heridos. Cuando pasaron por el caserío de Rincón, los arroyos La Peñuela, El Uvero, La Isabela y Cachón Pipo se deslizaban cantando… porque en aquel lugar le habían cortado el ombligo al Jefe del Sur. La refriega continuó a lo largo del camino. Cuando La Gándara y Puello llegaron a Barahona, el paseo triunfal de los vencedores de Azua, de Baní y de San Cristóbal, había adquirido los caracteres de la derrota.
Se hundieron en occidente Las Tres Marías, Los Tres Reyes, Las Siete que Brillan y se apagaron Los Ojitos de Santa Lucía… Empinado sobre un peñón de Las Balizas, miraba él cómo ardían las casas y miserables bohíos iluminando la orilla del mar por donde se retiraban los invasores. Adusta y sombría se alzaba a sus espaldas la cordillera maternal. Un silencio ancho y hondo bajaba de la eminencia y se extendía cubriendo el valle de Neiba. Con la aurora las luces creaban formas fantásticas a los ojos de Ángel Liberata Félix. Creía ver la aldea de Barahona transformada en una ciudad inmensa que comenzaba a vivir vida futura. Volutas y grumos rojizos se desprendían de las gigantes chimeneas de fábricas donde trabajaban, pacíficamente unidos, españoles y dominicanos, junto a obreros de todas las naciones. Ignoraban e ignorarían los sacrificios y los nombres de él, de los 820, de todos lo anónimos fundadores. La exaltación de la lucha fue cediendo a un sentimiento nuevo, a un deleite que asomaba, impreciso, brumoso, como el hálito que le denunciaba la existencia del Yaque lejano desembocando en la gran bahía de aguas tranquilas. Entonces, pasándose la mano diestra por la cara, ahuyentó las visiones, hizo lumbre en su yesquero, encendió el cachimbo, pisó estribos y tomó la ruta por donde iría a averiguar qué había sido de Candelaria Ferrera. El relincho de su caballo tuvo repercusiones de clarín. Sus barbas de chivo padre, meneadas por el terral, le acariciaban el pecho. 16 de agosto, 1936.
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VIRGINIA ELENA ORTEA (1866-1903)*
Los diamantes de Plutón
Plutón, con un humor más negro que su reino, se paseaba por las galerías de su palacio, gesticulando y hablando, aunque nadie le escuchaba. ¡Cualquiera se habría acercado a calmarle en aquellos momentos, cuando su rostro mostraba el sordo furor que rugía en su pecho! Plutón tenía mal genio de suyo, y como su reino no estaba en condiciones de alegrar a nadie, en sus días malos causaba verdadero pavor verle, como energúmeno, retratadas en sus rudas facciones todas las durezas de su corazón. Proserpina, su cara mitad, había amanecido caprichosa, inconforme, quejándose amargamente de la lobreguez de aquel reino, por ella compartido. Y aunque el rostro del marido habría impuesto respeto al mismo Hércules, ella, una mujercita fina y delicada como una alondra, se había encarado con él para decirle con sobrada impertinencia cuanto a la boca llevó su rebeldía. —Por qué estoy en este sombrío palacio, oh Destino? –gemía sin importarle nada las arrugas que se multiplicaban en la frente de Plutón–. ¡Reniego mil veces de la inmortalidad aquí, que ella me condena a la eterna contemplación de vuestros sombríos dominios! —No te quejes –replicó él con admirable calma. Eres reina, tienes una corte a tus pies. —Valiente corte la tuya –exclamó ella con sorna–. ¡Tener el Vicio, la Crueldad, la Calumnia, la Envidia a mis pies! ¡Ver de continuo los feroces rostros de los hijos del infierno, mis cortesanos, que sólo me causan horror! ¡Oh, mejor quisiera estar en la tierra! ¿Por qué me arrebataste de ella, mi patria? —¡La tierra! –dijo Plutón con sorna también– Pero desdichada, ¿no sabes que la tierra es un infierno, y que si allí fueras reina tendrías a tus pies una corte igual a la mía? —¡Mentira, mentira! Allí no tienen rostros tan feroces como los que aquí me rodean. —¡Tonta! –exclamó él con desdén. Son los mismos, pero disfrazados hábilmente y guiados por aquella, la más vil de mis hijas, la que arrojé de aquí, y allá fijó su residencia: la Hipocresía. Al escuchar el cruel insulto, Proserpina puso el “grito en el cielo”, y como hasta él llegaron sus lamentos y Júpiter se enterara de la desavenencia, no queriendo Plutón desacreditar su alardeado temple de voluntad y su poderío y no viendo que de otro modo pudiese calmar a su mitad, empezó a ceder y aun a tratarla con cierta dulzura desacostumbrada. No hay para qué decir que Proserpina, en vista del terreno ganado, se sostuvo en la ofensiva; no tardando en declarar que abandonaría su triste mansión para volver a la tierra. Ahora bien, Plutón no quería pensar en ello, y tales son los motivos por los cuales le hallamos tan sombrío. Parece que después de meditar detenidamente el asunto, el rey tomó el partido de convencer a la reina de que aún mucho peor que el infierno es nuestro desdichado valle de lágrimas, y dirigiéndose a su habitación empezó una larga perorata llena de elocuencia, exponiendo por primera vez desconocidas dotes de oratoria, explicándose con calor, presentando ejemplos, datos conmovedores; en fin, haciendo verdaderos prodigios de perspicacia y tacto. *V. E. Ortea escribió cuentos, novelas y ensayó piezas de teatro.
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¡Pero cualquiera convence a mujer de cabeza dura, que no entiende de razones! Toda aquella alocución cayó en saco roto, y erre que erre, seguía en sus trece la diosa del Infierno. Verdad que a cada razón del marido opuso ella una réplica más o menos oportuna. No se desanimó él, y continuó demostrando con irrecusables verdades sus razones, y ella, al verse vencida en aquel torneo de palabras, comenzó a llorar amargamente, quejándose… de que en la tierra había “algo” bueno que no tenían en el infierno… flores. Nada tuvo que contestar el rey del Averno a esta verdad abrumadora y bajando la cabeza, furioso, se apretaba las manos una con otra. —Me voy para ese Paraíso que tales adornos produce –chillaba ella sin el menor respeto a su categoría. ¡Desdichada de mí, que con nada puedo realzar aquí mi belleza! —¡Flores dijiste! –gritó el dios, o más bien rugió trémulo de ira–. Yo te daré algo mejor para que te adornes –añadió metiendo la mano en un horno encendido que por allí había y sacando algunas brasas que apagó entre sus nervudos dedos. —Toma, mujer –dijo–, ya tienes las flores que aquí se producen. —Te burlas de mí –clamó ella rechazando la mano de su esposo–. Y volvió a gemir sin consuelo. —No me burlo; abre tus bellos ojos y mira… Ella por curiosidad miró lo que le ofrecía, lanzando un grito de sorpresa y placer al ver los apagados carbones convertidos en piedras que lanzaban cascadas de luz fosforescente de un brillo fantástico, deslumbrador. En tanto él se reía a más y mejor al depositar en la falda de su aturdida mitad los brilladores carbones. Proserpina se dedicó desde ese día por completo a sus nuevas joyas, que en joyas había convertido un diablillo inteligente a las “flores” del infierno. Plutón, mohíno, la contemplaba cada día más vanidosa, más necia, más pegada de su belleza, que sin cesar adornaba con las fosforescentes luces de sus joyas… Llegó el caso de que el desdén de la reina alcanzara a su mismo compañero, con menoscabo de su majestad y exposición de un rompimiento peligroso; pero ello es que la Soberbia y el Orgullo se habían hecho consejeros favoritos de su Alteza, y la cegaban con maña. Sabido es que así sucede… casi siempre. Y no es esto sólo. La Envidia había revuelto a los habitantes del Averno promoviendo una verdadera rebelión. La Perfidia trabajaba activamente en ella, y las delaciones se sucedían ante el trono, de modo que el rey, desde el malhadado asunto de los carbones, no había tenido día tranquilo, y empezaba a juzgarse, por primera vez, el más desdichado. Las cosas llegaron a su colmo el día que Proserpina, radiante de pedrería, quiso subir al Olimpo, para lucir en él sus esplendores. Plutón no pudo resistir su ira, y arrancado los diamantes a la reina, los arrojó con ímpetu al infinito, con tal fuerza, que por nuestra desgracia acertaron a caer en los abismos de la tierra. Proserpina cayó presa del más espantoso ataque nervioso, librándose así de la furia que aún quedaba en el pecho de su rey y marido, furia que desahogó él en las desdichadas joyas. —¡Malditas! –gritó. Seréis causa de crueles ambiciones, de infames crímenes, de viles deshonras, de desdichas sin cuento. Atraeréis a la Envidia hacia vuestro brillo funesto. ¡Seréis fuego de infierno para quien os desee! A estas voces volvió en sí Proserpina, y a su vez habló interpelando a sus perdidos bienes: 156
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—¡Benditas! Ya que no puedo poseeros, ¡llevad al pecho de la mujer que os posea los encantos que el mío ha gozado! ¡Embelleced la garganta, el cabello sobre que os asentéis con fulgores de aureola! Y Plutón, calmado su enojo, añadió burlón: —¡Brillad, deslumbrando, sobre las cabezas que queráis perder!
VIRGINIA DE PEÑA DE BORDAS (1904–1948)*
La eracra de oro1 (Cuento para niños)
En esta tierra quisqueyana, rica en leyendas gloriosas, vivía en tiempos de Cristóbal Colón un indiecito de unos trece años, osado e inteligente, llamado Tamayo. Era hijo de uno de los nitaínos más valientes y había aprendido de su padre a usar el arco y las flechas con maestría sin igual. Pertenecía a la noble raza de los arahuacos, pacíficos pero valientes en grado sumo. Su constitución emotiva demostraba que, como todos los hombres de su estirpe, era soñador y capaz de entregarse a la meditación. Así lo pregonaban el límpido fulgor de sus ojos y la dignidad y sosiego de su continente. Un buen día decidió solicitar el permiso de su padre para ir en excursión a las montañas del Bahoruco, donde imaginaba que moraban aún las Ciguapas de luenga cabellera, y las Opias de sus mágicas leyendas. El nitaíno, anciano de severo semblante y porte altivo, escuchó la petición de su hijo con un destello de comprensión en la mirada y sus labios se comprimieron con gesto apenado. —¿Es posible –preguntó en su sonoro idioma antillano– que te sea indiferente perder la vida? Has de saber que las selvas milenarias están cuajadas de peligros. ¿Acaso lo ignoras? La expresión del chico era el anverso de una decepción. Por eso contestó con presteza: —Por el contrario, padre, lo he oído comentar muchas veces, pero… ya sé que pronto, cuando cumpla los catorce años, me veré precisado a laborar en las plantaciones y en las minas; y como me resta tan poco tiempo de libertad, bien quisiera aprovecharlo. —Comprendo… musitó el padre y sus ojos se nublaron repentinamente, pues no esperaba semejante confesión de su hijo. Pero debo advertirte que la aventura que has soñado es harto peligrosa y otros más denodados que tú han perecido en la demanda. ¿Por qué no desistes? Te asaltarán criaturas extrañas como jamás soñaste conocer. —¡Bah! –contestó despectivamente el chico–. ¿Acaso te encontraste con ellas alguna vez en tus andanzas por los montes? En la mirada del anciano relampagueó el recuerdo. —Aún me parece verlas: pálidas, iracundas, con la cabellera al viento y los ojos desorbitados; ¡pero mis pies fueron bastante ligeros para esquivarlas! Sabía que me esperaba en su compañía una muerte segura entre los despeñaderos. Creen que todos los humanos somos hijos de Maboyá, que todos llevamos en el alma el germen de la *Virginia de Peña de B. publicó Toeya, novela (1949); Atardecer en las Montañas; Sombra de pasión, y Cuentos para Niños. 1 Eracra: –templo. Nitaíno: –cacique subalterno. Opia: –alma de los muertos… Maboyá: demonio. Matunheri: –alteza. Caobay: –el purgatorio. Ciguapa: –mujer legendaria, cuyos pies marcaban huellas en dirección contraria adonde se dirigían. Guabancex: –diosa de los huracanes. Turey: –cielo. Nonum: –luna.
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ambición y el desenfreno… ¡Y quizás estén en lo cierto! No perdonan ni un pensamiento impuro ¿comprendes? —¡Ah, más que nunca anhelo ahora subir al Bahoruco! Padre, ¿me concedes tu permiso y me das tu bendición? El nitaíno no albergaba ya pensamientos de liberación. Aquella había sido la existencia bendita de sus antepasados; pensó entristecido: ¡la libertad! Y deseando que su hijo la disfrutase, a despecho de las duras circunstancias de su vida, dijo blandamente: —Los indios no escatimamos la ocasión de hacer hombres valientes de nuestros varones. Está concedida tu petición. —Gracias, padre –agradeció entusiasmado el adolescente–; me haces el más feliz de los mortales. ¿Me prestas tu piragua y tu hacha de monte? Quizás es mucho pedir… Vencido por su amor paternal, el nitaíno contestó: —Ambas están a tu disposición, aunque mi hacha te serviría de poco: ¡hoy no es más que un símbolo! Trabajada con esmero y tesón durante mucho tiempo, fue confeccionada para procurarnos el sustento y defendernos de nuestros enemigos ancestrales, los Caribes, tan fieros como valientes. Hoy es poco menos que inútil para defendernos de los guerreros de pecho de hierro que nos esclavizan. Por eso te ofrezco la piragua: puede servirte mejor… ¡Ve, hijo mío, y que Luquo, el Ser Supremo, te proteja en el camino! Y arrancando una aromática rama de curía le tocó en el hombro, bendiciéndole. La floresta, henchida de trepidaciones y ruidos apagados, elevaba al cielo la alegría del trópico. El lago de Jaragua era una gema irisada de divinos matices. La piragua, como una sombra, se deslizaba ante el sol. Todo era brillantez y luminosidad cegadoras. El rostro oliváceo del indiecito se tornaba cada vez más jocundo. No le arredraban las enormes iguanas y caimanes que veía deslizarse sobre sus orillas porque sabía esquivarlos. La canoa, de pulida caoba, se deslizaba bajo los árboles de ramas caídas, que moteaban el agua de sombra y sol. Pájaros diversos de vistosos plumajes, saltaban audaces de rama en rama, llamándole la atención. El ruido isócrono de los remos cesó de improviso. Percatóse con asombro de que su piragua se había inmovilizado, como si de repente hubiese echado raíces. ¿Sería la mano de algún Cemí que la retenía? ¿Es que estaba vedado pasar por allí? Algo semejante debía suceder, pues al tocar los remos la superficie lisa y brillante del lago arrancáronle chispas luminosas, como de una gema que hiriese el sol, pero no avanzaba en modo alguno. Estaba perplejo; no sabía qué partido debería de tomar. Hizo un supremo esfuerzo por darle impulso y los remos se quebraron, astillándose. ¡La masa de sus aguas se había petrificado! Alrededor la tierra era toda bermeja, ornada de árboles florecientes. Como sucede a menudo en el trópico, el crepúsculo caía rápidamente y el paisaje entero se envolvía en sombras de misterio. Bajo unas palmeras, que se agrupaban en forma de templo, creyó ver ojos humanos que le atisbaban. Eran criaturas pálidas, hurañas, cuyas cabelleras luengas y sedosas las cubrían enteramente, como un manto. No cabía duda: ¡eran ciguapas!, según los indígenas: abortos de Luzbel, según los frailes hispanos. Tamayo conocía sus implacables y frías decisiones; por tanto debía proceder con cautela. En aquel paraje reinaba un silencio absoluto y se percibía la melodía del viento entre las hojas. La luna en el horizonte era un espectro pálido. Ya estaba allí y era indigno de un taíno volverse atrás, aunque sentía clavados en él sus ojos desafiadores. Sin pensarlo más, arrastró su piragua hasta la orilla y la ató cuidadosamente al tronco de una ceiba con un fuerte bejuco de jagüey, que colgaba de un árbol de la ribera. Acto seguido se encaminó al grupo que le miraba con atención. Notó al acercarse 158
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que no eran como las imaginara, sino criaturas demasiado jóvenes y hermosas para causarle daño a ningún mortal. Por lo menos eso le sugería su mente de niño inocente. Las interpeló, pues, sin sombra de temor: —¿Serían tan amables en decirme qué paraje es éste y por qué motivo se ha encayado mi piragua en el lago? Me ha sido imposible moverla… —Forastero, preguntas muchas cosas a la vez –contestó la que parecía de más edad– y eres demasiado joven para aventurarte por estas soledades. Harías bien en volverte por donde has venido y tratar de olvidar todo lo que has visto… El indiecito vivía la embriaguez de un sueño y repuso sin amilanarse, contemplando los ojos hipnotizantes: —¡Ah, es demasiado hermoso para olvidarlo! Y además, soy hijo de nitaíno, y he aprendido desde la cuna a no temerle a hombres, ni a bestias… —¡Ah, eres tan valiente como testarudo! –amonestó la más joven, cuya voz alada tenía resonancias de cascabeles–. ¿Cómo te llamas, chiquillo? —Yo me llamo Tamayo… Y vosotras, ¿cómo os llamáis? —Somos la Indolencia, la Oscuridad y la Superstición. —¡Qué nombres más extraños! En fin, deseaba conoceros y pensé que quizás me enseñaríais donde se encuentra la felicidad en esta tierra nuestra. Las ciguapas se miraron entre sí, lanzando al chico una mirada perversa. —La felicidad existe en el bosque milenario de las ciguapas, donde todo es belleza y encantamiento –repuso la Indolencia con voz cansina; y añadió bostezando–: Jamás se ha cortado un árbol, ni se ha pescado en nuestros ríos… Las frutas más tentadoras caen maduras al suelo sin que haya necesidad de tumbarlas. Hasta ahora nadie había llegado a nosotras por determinación propia. Si deseas conocer las maravillas que encierra esta tierra de tus antepasados, permanece con nosotras una noche completa y conocerás los secretos de los Cemis: penetrarás en la eracra sagrada que guarda las cenizas de los Tres Behiques sabios que enseñaron las artes de tu tierra natal. Allí existen tesoros incalculables, amuletos que llevaron al cuello los caciques ya desaparecidos. Y cuenta cierta conseja que el valiente que logre ceñir a su garganta esos preciosos ornamentos, logrará vencer al opresor. Tan sólo debes probarnos que eres valiente a toda prueba… ¿No te tienta la aventura? —Sí que me tienta… pero no sé a que llamáis valor. ¿Enfrentarse acaso a las bestias feroces? No existen en esta tierra nuestra animales, ni alimañas que ataquen al hombre… —No, pero hay criaturas que nos ofenden hoy más que las bestias: hombres vestidos que hacen daño a los nuestros… ¡Deben perecer todos! —Cierto; pero no es de indios traicionar y les llamo hermanos desde que aprendí a amar a su Dios. Ya veis que no os sirvo. Los ojos de la ciguapa Oscuridad lanzaron chispas de furor, golpeándose maquinalmente las rodillas con dedos que remataban en afiladas puntas. —¡Ah, ya comprendo! –masculló con sibilante acento–. Serás traidor a los tuyos, como lo fue Guacanagarí, quien creyó encontrar amigos en los maguacochíos y abandonó a los de su propia raza… ¡Infeliz! Ya el chico iba a dar la espalda malhumorado, cuando su interlocutora lanzó una especie de alarido y exclamó exasperada, revelando lo que bullía en su oscuro cerebro: —¡Pues bien, ya no podrás marcharte, mal que te pese! ¡Tus pies se adherirán a la tierra, como tu piragua al lago! Forzosamente pasarás esta noche entre nosotras y harás lo que se 159
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te ordene en todo momento. Estás completamente a nuestra merced; con que comienza a rezar por tu alma. En el silencio que siguió a esta declaración tan inesperada se adivinaba la sorpresa del muchacho, pero su altivo semblante apenas trasuntó una leve emoción. —¡Pues tanto mejor! –dijo con aplomo al cabo de breves instantes–. La suerte está echada… Me consuela que no podéis quitarme más que la vida: he aprendido de los frailes hispanos que el alma es intocable e imperecedera y en cambio la materia es barro vil y deleznable. La ciguapa Superstición lanzó una extraña carcajada, muy semejante a un bufido, y dijo con sorna: —¡Vaya que eres valiente entre las mujeres! Al parecer sólo los hispanos te intimidan… Mira, esta noche la luna tiene dos alas; es la luna roja de las ciguapas, embozada en nubes; propicia para las moradoras del bosque, pero adversa para los mortales. Dentro de unos instantes bajará hasta nosotros y nos servirá de carruaje. —No tienes por qué intimidarte –bisbiseó la ciguapa más joven, llamada Indolencia– preocúpense o no los mortales, a cada cual le llega su fin, con que abandonarse a su sino sería lo más acertado… –y volvió a bostezar como si el sueño la venciese. —Pues yo estoy convencido –aseveró el indiecito con entereza– que sólo Dios puede acelerar nuestros días, con que ya veis que no podéis intimidarme. Es inconcebible, además, que los astros bajen hasta nosotros. ¡Jamás oí decir semejante cosa! –añadió despectivo. —Pues agárrate bien, si no quieres caerte desde las nubes –ordenó la ciguapa mayor– porque aunque no lo creas, ya vamos emprendiendo el vuelo. Tamayo sintió que se erizaba su cabellera porque se elevaban vertiginosamente, agarrados unos a los otros. —¡Aquí no se puede respirar –suspiró el indiecito– y además hace un frío horrible! —Olvídate de tu condición de humano y será como si fueses divino –aconsejó la ciguapa Superstición con voz casi inaudible. Tamayo comprobó que olvidándose de sí mismo sentía un agradable bienestar y aunque volar en compañía de aquellas hijas de Maboya era por lo menos anonadante, experimentó la emoción incomparable de ser mago o cemí al trasladarse con tanta celeridad de un mundo a otro. Volaban por encima de la luna en fantástica procesión y el chico contemplaba a su placer lo que otros hombres imaginaban apenas. Los perfiles de las altas montañas hacíanle sentir una admiración reverente. Todo parecía escarchado y en penumbra, de una belleza deslumbradora y tranquila. Y allá abajo, ¡cuánto ruido! ¡Cuánta gente! Por eso dijo con llaneza infantil: —Mucho me gustaría poder permanecer aquí: ¡es más bello de lo que soñé!… —Desdichadamente tornamos a la tierra. La luna se ha cansado de volar y tú has salido airoso de esta prueba. Por lo menos eres valiente y sereno –comentó con menos aspereza la ciguapa Oscuridad. Descendían, y el descenso era aún más vertiginoso que la ascensión. Cortábale el aire la cara y zumbábanle los oídos, como si le abanicase un huracán. De pronto sintióse sumergido en las aguas de un río y creyó que iba a perecer ahogado, pero recordó las mágicas palabras de la Superstición y olvidó una vez más su condición de humano. Seguro de hacerle frente a las más duras pruebas comenzó a nadar sosegadamente, como lo había hecho mil veces en compañía de sus amigos, buscando escondrijo entre los juncales del río. 160
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Las aguas turbulentas se cerraron sobre su cabeza, pero continuaba nadando rítmicamente, seguido de cerca por sus celosas guardianas. Las sombras que le rodearon bajo las aguas no eran tan sólo las de las ciguapas; parecían las de caciques destronados, quizás largo tiempo desaparecidos. Marchaban unos tras otros, altivos y desafiantes, coronadas de plumas sus cabezas de largas cabelleras, negras como la endrina. Una sombra, la más erguida, se detuvo ante él con el brazo extendido en ademán de reto. De su muñeca pendía el grillete que le permitió reconocer a Caonabo, el más valiente de los quisqueyanos. —Si no eres de los nuestros, que quisimos morir por echar de nuestro suelo al usurpador, partirás con nosotros a la tierra de las sombras, preferible mil veces a vivir avergonzado ante los hombres de tu estirpe. Di, ¿qué eres? El indiecito sintió un tumulto en su corazón al proferir: —Soy indio y siento como indio, Matunhetí. Mi rebeldía está aquí –confesó, oprimiéndose el pecho con orgullo–, pero tengo un padre anciano, quien ha padecido ya bastante y temo por él. Algún día cuando él sea tan sólo espíritu, como lo sois vosotros, empuñaré las armas y haré la guerra contra los invasores a la manera de mis antepasados. ¡Así me escuche Luquo! —¡Ah, creímos que eras cristiano! ¿Acaso es Luquo tu Dios? —Para mí, como para mi padre, Luquo es Jesús, un Ser Omnipotente, todo clemencia y comprensión. No importa lo que le llaméis, siempre vela por nosotros y perdona nuestros yerros. —Está bien orientado, compañeros; –concedió el cacique de la Cibuqueira–. Es de los nuestros… Así podemos marchar en paz a la región del Coaibay. Que Luquo te conceda la mayor de las glorias humanas: ¡luchar por tu patria! Hieráticos y solemnes deslizáronse unos tras otros, cual si fueran arrastrados por el ímpetu de la corriente. Apesadumbrado, Tamayo reconoció entre el grupo a Caribes, Macorixes y Ciguayos, de la raza que dejaba crecer sus cabellos como símbolos de su hidalguía. Mirándoles pasar caían sus lágrimas ocultas como lluvia de fuego sobre su corazón. Entonces las ciguapas, que habían permanecido tranquilas y observantes, le rodearon de nuevo, diciendo: —Por segunda vez te ha salvado tu buena estrella… No tenemos reproche alguno que hacerte y ahora vas a conocer la eracra de oro y los orígenes milagrosos de tu pueblo. En ninguna época ha pisado allí criatura viva y el impío que pasa inadvertidamente por aquel sacro recinto, muere en el acto, como fulminado por el rayo. Tamayo guardó silencio. La bondad inesperada de aquellas hijas de Maboyá le pareció un buen augurio. Por fortuna, había conservado puro su corazón y alimentado su alma con las enseñanzas milenarias de sus mayores. Su rostro volvió a tomar su expresión jocunda. Y emprendieron el camino, que alumbraban a trecho los cocuyos formando cascadas de luz. No había allí claridad ni de noche, ni de día; la planta del hombre jamás había hollado aquella tupida selva, ya que la espesura del bosque era tal que apenas se filtraba la luz de la luna por entre el espeso ramaje y sólo podían avanzar marchando de uno en uno. Como finos encajes, la guajaca colgaba de los árboles y flotaba con la brisa. La vegetación lujuriante, adornada de helechos arborescentes, cortinajes foliáceos y altísimas palmeras era un espectáculo imponente en su grandeza milenaria. Veía por todas partes criaturas semejantes a las que le acompañaban, algunas con aquella expresión intimidante en sus rostros de belleza perturbadora. Había riachuelos y cascadas, en los cuales advirtió grupos que parecían solazarse en las aguas, como niñas traviesas y turbulentas. Para él aquel inmenso bosque 161
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estaba inundado de sombras y misterio. Caminaron durante varias horas en silencio: las ciguapas delante, sin dar jamás la espalda, siempre cautelosas y desconfiadas, sondeando sus ojos a cada instante. Ya sólo faltaba el último picacho, que se le antojaba inaccesible, y avanzaba, con las ropas empapadas todavía, dando traspiés por aquella jungla enmarañada; pero tal era el dominio que ejercían sobre él aquellas mujeres tenebrosas, que con sólo clavarle sus ojos hipnotizantes recobraba de nuevo el equilibrio y proseguía la ascensión. De súbito vislumbró en lo alto un fulgor extraño, como de un sol que alumbrase a medianoche. Ya sentía el frío de la madrugada y un temor reverente invadía su ánimo. ¿Verían de nuevo las opias de los caciques desaparecidos? ¿Podría platicar con el bravo Caonabo, frustrado redentor de los suyos? El paisaje cambiaba. Cesaba la espesura y se convertía en un opulento prado, ornado de arbustos y florecillas olorosas. La luna brillaba intensamente y el cielo estaba cuajado de estrellas. En el fondo de la meseta revelóse a sus ojos la masa deslumbradora de la eracra sagrada, como un gran escudo finamente labrado. Imposible le hubiera sido avanzar un solo paso hacia aquel prodigio, si una de las ciguapas no le hubiese tomado de la mano para conducirle. Vacilaban sus pies y se adherían a la tierra, a pesar de su ávida curiosidad. —¡Avanza! –ordenó imperiosamente la Oscuridad, apuntando hacia la eracra, con un fulgor inusitado en sus pupilas insomnes–. Ahora somos tus ángeles; ¡quizás más tarde seamos tus jueces implacables! Tamayo siguió la ruta indicada. Un soplo compensador de brisa, cargada de aromas, hízole suponer aquel recinto un paraíso. Flamencos de color rosado se alzaban soñolientos, huyendo amedrentados a su paso. Llegó al arqueado portal y los dorados goznes giraron suavemente, como si la mano invisible del genio de la noche se hubiese extendido para darle paso. Fortalecida el alma por lo que juzgaba un milagro, el joven penetró en el sacro recinto y sus ojos le parecieron demasiado pequeños para admirar lo que se ocultaba a la vista de los profanos. Allí estaban colocados en nichos los Cemís adorados por sus antepasados, representados por caprichosas figuras en oro sólido; y sobre pulidas bateas, negras y brillantes como ébano, veíanse amontonadas joyas de complicados adornos, con medallas y amuletos. Como sobre un aparador, en una barbacoa de roja ácana, estaba colocada toda una vajilla del mismo precioso metal. Veíanse frutos exquisitos sobre los cuencos; y pirámides de cazabe, fino y blanco como obleas, del que consumía la gente principal. Tamayo no había ingerido alimento alguno en muchas horas, y el aroma apetitoso de aquellos frutos variadísimos producíale un cosquilleo en el estómago; pero comprendiendo que estaban allí como ofrenda a los Cemís se abstuvo de tocarlos. Contemplábalo todo absorto y maravillado, cuando sintió una terrible conmoción. El templo osciló, como si amenazase un cataclismo; y una voz tenue se dejó oír por entre las reverberaciones: —Nosotros, los que estamos aquí sepultados durante siglos, trillamos la senda para que las generaciones del futuro aprendiesen a ensancharla, ennobleciéndola. Escucha lo que nuestros abuelos dijeron a nuestros padres: estas islas son las cumbres de una tierra portentosa que la ira de Guabancex sepultó en el fondo de los mares… Nuestra raza desaparece y renacerá otra más fuerte. Está escrito en el firmamento ¡pero seguiremos siendo cumbres! Tamayo escuchaba con intensa atención, apretando a sus labios el puño cerrado convulsivamente. Agitaba su hermosa melena, negándose a comprender. En él equivalía a un apostolado la felicidad de los suyos y ante aquella declaración un estremecimiento de rebeldía recorrió 162
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todo su cuerpo. Desorbitados sus ojos en alucinación, contemplaba el techo abovedado, esperando ver allí algún nuevo prodigio. El monólogo se había demorado un breve instante para proseguir con más pujanza; la voz hasta entonces apagada adquiría la claridad de un clarín, estremeciendo de nuevo el templo y algunos ídolos rodaron al suelo con estrépito. —Si pretendes alzarte hasta el turey atiende a la Divinidad, que es más potente que las nuestras; esfuérzate en aprender lo bueno que te enseñan los naguacoquios: cultiva la tierra, que es la fuente de todas las riquezas; aprende su idioma y estudia sus libros, que contienen la sabiduría del universo. ¡No basta morar en las cumbres; es menester alzarse hasta Nonum por nuestros propios merecimientos! Los ojos del indiecito ostentaban un brillo acerado y su rostro tenía una expresión confusa. No pudo menos que arrodillarse y de sus labios brotó espontáneamente esta plegaria: —¡Ah, Señor de los cielos, escúchame y atiéndeme! Estamos exentos de ambiciones bastardas: no queremos oro, ni riquezas, ni civilización siquiera… ¡Todo cuanto te pedimos es la libertad! Vivir nuestra existencia pacífica de antaño, libre de sujeciones y tributos. ¡Permite que cuando sea hombre yo pueda luchar por los míos… aunque en ello pierda la vida! ¡Queremos libertad o muerte! Su voz, henchida de fervor patriótico, pregonaba la rebeldía de su corazón. Las ciguapas habían desaparecido y el joven respiró aliviado, admirando con curiosidad no exenta de veneración los extraños ídolos caídos a sus pies. En su cerebro infantil amalgamábanse perfectamente la realidad y la ficción; las verdades austeras del cristianismo con las poéticas leyendas de su patria. Reverberaba en su pecho el sentimiento inmortal que eleva el alma de los hombres y se persignó a la usanza cristiana, emocionado. Pensaba que al fin le habían abandonado sus exigentes guardianas y que podía marcharse libremente, pero se equivocaba. Ya se alzaba, cuando irrumpieron en la eracra sus tres jueces fortuitos, pero esta vez eran más blandas sus maneras. La frescura y virginidad de su alma habían desarmado a aquellas mujeres implacables. —No venimos a torturarte de nuevo –rió guturalmente la ciguapa Superstición– no somos tan pérfidas como nos suponen…, pero hablemos de ti: has triunfado en las tres pruebas decisivas y ya puedes marcharte en paz adonde los tuyos; pero antes debo concederte el premio que mereces por tu fervor y desinterés de patriota innato. En tu alma no anida el rencor contra los opresores, porque estás exento de soberbia. En cambio, no aceptas el triunfo de otra raza sobre la nuestra… Eres denodado y resuelto y Luquo sabrá premiarte como mereces. Para ti son esos preciosos ornamentos, que algún día ostentarás con orgullo. ¡Llévatelos, y que sea luminosa tu senda! Tamayo escuchaba con un sentimiento indefinible de alivio y quedó como extático ante aquella asombrosa concesión. Solamente podría ostentar aquellos ornamentos como vencedor, y de aquel modo con gusto ofrendaría su vida… Pero… ¿merecería realmente tal gracia? ¿Acaso no eran todos los indios desinteresados y amantes de la libertad? Quizás era ésta una nueva celada, pensó con cierta duda todavía; pero las ciguapas recogieron aquellas riquezas, colocáronlas sobre una de las bateas y añadieron frutas y cazabe al ponerlas en sus manos. Entre esquivo y emocionado el indiecito no acertaba a dar las gracias debidamente. —Ahora márchate a enfrentar la vida… Ya amanece y ningún mortal debe contemplarme a la luz del sol… Así habló la Oscuridad, mientras Tamayo con lágrimas en los ojos, daba fácil salida a sus emociones. Las ciguapas desaparecieron en un remolino de aire, tendidas al viento las 163
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cabelleras e iluminadas sus frágiles siluetas por la luz imprecisa de la aurora. Bandadas de aves revoloteaban mansamente en torno suyo, ensayando trinos armoniosos. Música más dulce no podía ser oída en parte alguna, pensó entusiasmado, porque la tristeza había huido de su corazón. El ambiente era fresco y convidaba al reposo. Sentóse bajo unos mameyes, no lejos de la eracra de oro, para disfrutar de un suculento refrigerio. Luego, sintiendo que el sueño le vencía, tendióse satisfecho, teniendo cuidado de poner a buen recaudo su tesoro. A despertar ya era pleno día y el cielo estaba inundado de luz. Su primer pensamiento fue para la eracra sagrada, preguntándose cómo luciría a la luz brillante del sol. Recordó al mismo tiempo el regalo de las ciguapas y advirtió la batea junto a sí, cargada con sus valiosos dones. Miró con delectación hacia el templo, pero éste había desaparecido. Con los párpados entumecidos aún por el sueño, Tamayo trataba de analizar el prodigio. ¿Es que no estaba ya bajo los mameyes? Miró hacia arriba, sintiéndose bastante desconcertado, y advirtió que le cobijaba la ceiba, a cuyo tronco había amarrado su piragua. Allí estaba tal como la dejó, con los astillados remos echados a un lado. Y el lago de Jaragua resplandecía al sol como una gema viviente, moviéndose sus aguas al impulso de la brisa. Sentía una certidumbre tan profunda de su aventura que no la podía desterrar del pensamiento. Le habían trasladado dormido de un sitio al otro, que no pudiese tornar jamás a aquel refugio o paraíso vedado. Poniéndose lenta y calmosamente en pie, su rostro pareció transfigurarse, pues el extraño e increíble episodio revestía el carácter de divinos augurios.
JOSÉ JOAQUÍN PÉREZ (1845-1900)*
Las tres tumbas misteriosas
La hendida campana de la Puerta del Conde daba las doce de una noche oscura, como las de aquellos tiempos en que los medrosos habitantes de esta ciudad antigua no tenían, casi en su totalidad, sino un miserable candil de aceite de coco o una chorreosa vela de sebo criollo detrás de un velón de papel amarillento para alumbrar sus casas. En el ángulo único que forman los de la plazuela de San Juan de Dios, había el bulto de una persona, confundida con la oscuridad impenetrable. De pronto se abrió la puerta de un balconcete, y de allí descendió algo sujeto a una cuerda, que fue recibido ansiosamente por el misterioso personaje, el cual, con precipitación, se puso en movimiento, deteniéndose de vez en cuando, como para cerciorarse de que nadie venía por las calles. Llegó a una casucha de la calle de la Universidad, y allí entregó lo que traía, a una mujer y a un hombre, diciéndoles: —¡Ya lo saben ustedes! A las cuatro, en marcha. ¡Dios los proteja! Después de dar algunos pasos para salir, volvió y descubriendo el objeto, que era un cesto donde había un niño recién nacido, besó a éste y exclamó: —¡Pobre hijo mío! ¡Adiós! La sociedad te condena; pero Dios te salvará. ¡Yo rogaré a él por ti! *Autor de Fantasías Indígenas - Contornos y Relieves (poesías); Flor de Palma (novela) - Crítica literaria. Ejerció la profesión de Notario. Fue Ministro de Instrucción Pública.
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Quien tal hizo y quien tal dijo era un sacerdote. Los que recibieron el depósito eran unos infelices y honrados esposos. —Juana –dijo el marido–, nada hay como tener buen corazón para encontrar la felicidad. Somos ya padres. Dios nos envía este hijo, y con él los medios de vivir, sólo por hacer un bien al prójimo. —Sí, Martín, el padre José puede estar seguro de que le cuidaremos mucho a su hijo como si fuese nuestro. El Señor, que vela por los inocentes, nos lo premiará algún día. Y ambos acostaron al niño en una humilde cama, mimándolo, mientras la mujer le ponía en los labios un chupón de leche de cabra, que sorbió con avidez. En la madrugada salieron en buenas cabalgaduras los esposos por la Puerta del Conde, llevando al infante. Hicieron viaje rápido hasta Higüero, donde se hospedaron en un bohío nuevo y cómodo, con todos los muebles campestres necesarios y una amplia fresca hamaca de cajón para el niño. Dejemos que esas buenas almas de beatos sigan criando al fruto de los amores del padre José, como cómplices inocentes del suceso que vamos a narrar con la mayor brevedad posible. La casa de don Félix del Prado era una de las más respetables de esta ciudad en aquella época. Familias de buena cepa, con raíces nobiliares, eran las del esposo y de su mujer, doña Cándida Pedrozo. Aquel hogar servía de templo a las virtudes y a la piedad, y la vida de ambos cónyuges y de su única hija Margarita, bellísima y tierna adolescente, se ocupaban sólo en rezar el rosario, ir a misa, confesarse y comulgar a menudo, huyendo del contacto de los hombres como de cosa del diablo. Pero éste iba atizando su fuego en el alma candorosa de Margarita con los deseos naturales de amar a alguien. Y ese alguien único que visitaba constantemente aquella casa y era el árbitro, juez y confidente de todos, se llamaba el padre José de la Calzada, varón preclaro y virtuoso, humilde, caritativo, y joven, de buen porte, voz meliflua, maneras distinguidas y gran ascendiente. No debemos exigir que la seducción de unos ojos de fuego y de una boca modelada para el deleite se combata con ascéticas inclinaciones y prácticas. Carne envuelve el espíritu de cualquier santo, y aquélla es flaca y frágil y se ladea hacia donde se la llama con afán y se la avisa con repetidos contactos. El padre José se dejó llevar y cayó en las tentaciones dulcísimas de un amor sin límites. De aquí al pecado no hubo sino una ocasión propicia para consumarlo. Ya sabemos, pues, que aquel niño fue la encarnación de aquel amor llamado sacrílego por la Iglesia.
Nadie supo en casa de Margarita su estado, porque ella se valió de todos los medios que para tales casos inventa la necesidad de parecer honrada. Sucedió que a los seis meses, el Gobierno confió una comisión importante a don Félix del Prado, y éste hubo de embarcarse para España. De manera, que sólo la madre de Margarita, a los siete meses del embarazo de ésta, recibió de su bija la confesión de su culpabilidad. 165
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Gente de tal copete no hace escándalo ni pone su honra en la boca del pueblo. Ni a su esposo reveló doña Cándida el secreto. Todo se arregló de manera que para no dar qué decir, continuó el padre José visitando la casa como antes, aunque sin ver más a Margarita. A ésta, se le hizo creer que su hijo había muerto. La madre fue la que en aquella noche oscura, arrió el cesto con el nietezuelo, que recibió el padre José. El año 1801, cuando ya de regreso de España don Félix del Prado, hubo la emigración de muchas familias a la América del Sur y a Cuba y Puerto Rico, debido a la cesión de la isla y a la entrada de Toussaint Louverture en la parte española. La familia de don Félix fue de las emigradas, pero sólo iba éste con su hija Margarita, porque su esposa, víctima de la tristeza que le causó el golpe terrible de la deshonra de su hija, había muerto tres meses antes. Fueron a Santiago de Cuba. Al cabo de algunos meses, don Félix, hombre recto, ilustrado y de buenas relaciones, alcanzó alto puesto en la judicatura y Margarita llegó a ser la niña mimada de los salones, la que daba el tono a la moda, la belleza saliente y de más fortuna para atraer cerca de sí a una corte de adoradores. Al fin, un teniente coronel español hizo esfuerzos inauditos para obtener la mano de Margarita; y a pesar de que ella no sentía inclinación hacia el galán, su padre insistió tanto en que se verificase la boda, que ésta se celebró con inusitada pompa. No sabemos cómo Margarita se dio sus trazas para que el teniente coronel Uribe la tuviese por mujer honesta, poseedora de la pureza que había perdido. Lo que sí sabemos es que fue modelo de esposas y que aquel hombre la amaba con locura. Corrieron los tiempos y Felipe Belgrano, el hijo de Margarita, que pasaba por hijo de los esposos Belgrano, ocupaba ya posición distinguida. Aprendió en la Real y Pontificia Universidad, tan en auge entonces en esta llamada Atenas del Nuevo Mundo y de la cual era profundo catedrático en ciencias teológicas el padre José de la Calzada. Recibió su título de Doctor y a los veinte y un años fue ordenado de sacerdote. En esto murió el padre José y el duelo fue general, porque ninguno como él tan virtuoso, tan humilde, tan caritativo. Dejó el padre José la mayor parte de su fortuna –que no era pequeña– a otro sacerdote, quien tuvo encargo secreto de ponerla en manos de los esposos Belgrano. Estos, para justificar tan extraño acontecimiento ante su hijo, que le preguntaba siempre la causa de esa preferencia, le revelaron todas y cada una de las circunstancias de su nacimiento sin poder decirle el nombre de su verdadera madre, porque el padre José tuvo buen cuidado de no comunicar esto a nadie. Llegó el año 1822 y la invasión haitiana hizo también emigrar mucha gente. El padre Felipe Belgrano salió, como otros, yendo a establecerse en la isla de Cuba. Estuvo en la Habana y no hallando allí colocación, vino a Santiago de Cuba, donde el obispo de aquella diócesis le nombró para el curato de la parroquia mayor. Muy estimado fue allí el padre Felipe. En la Congregación de mujeres piadosas que él fundó, llamadas “Hijas de San Vicente de Paul”, figuraba como funcionaria principal doña Margarita del Prado de Uribe, a quien él confesaba y administraba la comunión muy a menudo. 166
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Doña Margarita iba a tener el primer hijo de su matrimonio, cuando llegó el momento de dar a luz, lo perdió. De resultas del alumbramiento, quedó muy enferma, y un día estuvo grave. Opinaron los galenos que moriría, y se la dispuso para la confesión y recibir los auxilios de buena cristiana. Fue el padre Felipe a recibir la confesión general de la enferma. Solos ambos en el amplio aposento, ante la imagen del Redentor, hizo doña Margarita la relación de toda su vida pecadora al padre Felipe, quien, ante la revelación del secreto de su existencia, se arrojó a los brazos de su madre, derramando ambos copiosas lágrimas en medio de la más profunda emoción, mezclada de alegría y de pesar. Al oír el coronel Uribe, desde la pieza contigua, los sollozos y los ayes, abre con cautela la puerta y presencia aquel cuadro que creía de aterradora realidad para la ofensa de su honra. Rápidamente empuña su espada, y se avanza sobre el sacerdote, atravesándole por la espalda el corazón, exclamando: —¡Muere! ¡Infame! ¡Traidor!… Doña Margarita, sobre cuyo rostro saltó la sangre del padre Felipe, hace esfuerzos para levantarse y grita: —¿Qué has hecho? ¡Has matado a mi hijo!… —¿Tu hijo?… exclamó el coronel Uribe. –¿Tú hijo?… Y atónito, aterrado, con los ojos saliéndose de las órbitas, pálido, vacilante, contempla aquel cuadro; ve que su esposa cae también exánime, y algo como el soplo de la locura pasa por su espíritu. Vuelve entonces la punta de la espada hacia su pecho, hiriéndose con furia; y cayendo a los pies del ensangrentado lecho conyugal, murmura, entre los estertores de la agonía —¡Perdón, Dios mío, para mí y para mi pobre Margarita!
Pasó todo aquello rápidamente. Los comentarios diversos y contradictorios fueron el tema de todas las conversaciones durante mucho tiempo. Y el secreto pavoroso quedó sellado con las lápidas misteriosas de tres tumbas en la necrópolis de Santiago de Cuba!1
JOSÉ MARÍA PICHARDO (Nino) (N. 1888)*
El forastero
José Paniagua se levantó de improviso de la mesa de juego musitando algo por cierto no muy agradable. Al mismo tiempo Paco Marmolejo arrojó las barajas al suelo y desenfundando su revólver le hizo un disparo a quema ropa. El proyectil rasguñó el robusto cuello de José, yendo a romper con grande estrépito varias botellas de ron en el aparador de la próxima cantina. Sin pérdida de tiempo Paniagua le hizo fuego a su agresor, hiriéndolo mortalmente. El incidente sobrevino tan rápidamente que nadie pudo intervenir para evitarlo. Pocas personas lo presenciaron, porque ocurrió ya de madrugada, y sólo unos cuantos jugadores Este cuento se consiguió por cortesía del Dr. Vetilio Alfau Durán. *José María Pichardo: Periodista. Autor de un v. de cuentos: Pan de Flor, y Tierra adentro, novela –1917–; De Pura Cepa: narración –1927–. 1
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estaban cerca y ninguno de ellos se movió, ni dijo una palabra, quizá sobrecogidos por lo súbito de la trágica escena. —Ustedes vieron lo que ha ocurrido, amigos –dijo José guardando su revólver–. Recuerden los detalles de este desgraciado suceso, para el caso de que sean llamados a declarar. He matado a Paco en legítima defensa. Y ya lo saben: a mí no se me puede ganar con barajas marcadas. José Paniagua se retiró con serenidad por la puerta del patio, encaminándose donde acostumbraba a dejar su caballo. Nadie lo siguió. Poco después perdíase en las sombras de una callejuela vecina. El cuerpo del muerto fue cubierto con una sábana en el mismo lugar donde cayó, y le colocaron cerca de la cabeza una vela encendida. Las autoridades del lugar –el alcalde pedáneo y un agente de la policía– llegaron como siempre, tardíamente, levantando el acta correspondiente. José Paniagua, hombre belicoso, jugador consuetudinario, aunque no de oficio, había matado a tres hombres en el curso de su vida tempestuosa, y, valiéndose de artimañas, de malas leyes y de algún padrino influyente en la política, nunca visitó la cárcel por más de un mes. Él jugaba, no en busca de ganancias pecuniarias, sino por el placer de hacerlo, porque la emoción del juego, con sus alternativas y azares, lo atraían, lo sojuzgaban. Su personalidad dominante le había granjeado muchos amigos. Locuaz, espléndido, buen bailador, amante de las fiestas, galanteador y buen tipo, tenía gran prestigio entre las mujeres, que eran, según él mismo decía, su debilidad más grande. Después del trágico acontecimiento, José se ocultó en los montes y luego se fue a otro lugar lejano, cansado de vivir escondido, prófugo de la justicia. En su vieja guarida de Los Mameyes no se le volvió a ver. Un año más tarde el poblado de El Carrizal tuvo el honor de ser elegido por José Paniagua como sitio de su residencia, y allí se instaló, llevando una vida cómoda y tranquila, en la casa de la viuda Gonzalito, quien poseía el gran atractivo de tener una hija, todo un primor de juventud y belleza. José se dedicó a la compra de productos agrícolas, especialmente de maíz y habichuelas, y muy pronto el negocio prosperó, proporcionándole medios honestos de subsistencia. Como medida de precaución se alejó de las casas de juego. El Carrizal, ubicado en un pequeño valle, a la falda de una alta loma poblada de pinos, en la remota sección de El Memizo, sólo tiene una calle que la forman dos hileras de casuchas primitivas, construidas de tablas de palmera y techadas de hojas de cana. Presenta un bello panorama, con encantadores paisajes bucólicos. El río Sonador, de aguas claras y rumorosas, corre cerca entre bosques de pomarrosas y gigantes jabillos. En el centro del poblado queda el mercado público, en una extensa enramada con amplio patio. En los días de mercado, una vez a la semana, acuden de las secciones vecinas y de los parajes próximos innúmeros campesinos a vender los productos de sus afanosas labores: café en grano, maíz, arroz, tabaco en rama, habichuela, miel de abeja, raspaduras, distintas clases de frutas, árganas, macutos y serones hechos de hojas de palma cana tejidas, recados de montar, sogas y cuerdas fabricadas de pita. El Carrizal se anima en los días de mercado; ofrece un aspecto pintoresco. Se nota en todas partes un ajetreo de colmena laboriosa. Llegan constantemente recuas de animales de carga. Jinetes en potros briosos corren de un lado a otro. Se ven mujeres vestidas con 168
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sus mejores trajes, llevando algunas pañuelos vistosos en la cabeza, y las más jóvenes lucen ramos de flores silvestres. Abundan las mozas apuestas, de ojos tentadores, alegres y bailadoras. El acordeón y el tambor invitan a bailar el merengue cadencioso, con cantores que entonan coplas populares. En la gallera, que se levanta en una altura donde termina la calle, riñen gallos, y el pregón de las apuestas, las exclamaciones ensordecedoras que lanzan los espectadores cada vez que un gallo pica o mata a su rival, se escuchan desde lejos. El orgullo de El Carrizal es la pequeña y bella iglesia recién construida por contribución popular, con su alto y elegante campanario desde el cual se domina toda la campiña. Se levanta el templo en medio de un prado risueño, detrás de frondosos mangoteros, con jardín primoroso, donde crecen lozanos rosales, gigantescos girasoles, abundan las azucenas y lirios silvestres y gardenias, cuyas suaves fragancias se sienten desde lejos. Contribuye a la prosperidad de El Carrizal y la instalación de un moderno aserradero, situado a un kilómetro de distancia del poblado. Las casas de los trabajadores y empleados, diminutas, hechas de madera de pino y techadas de zinc, forman contraste con las otras viviendas rústicas. El batey, que se extiende en dos alas abiertas, con una alta chimenea, ocupa un gran espacio llano, con depósitos para la madera cortada y secada al aire libre. Se ven montones de aserrín, que se usa como combustible. El olor de los pinos aserrados impregna el ambiente. La bodega del aserradero donde se pueden adquirir mercancías diversas, es el lugar de comercio y atracción más importante de la localidad. Tiene un anexo donde se reúnen los moradores del lugar, en ratos de ocio y a primanoche a jugar naipes y dominó, a beber ron y ginebra, a ventilar asuntos y a concertar negocios. La casa escuela, moderna, con aulas espaciosas y ventiladas, suficientes para alojar con comodidad a la población escolar de El Carrizal y de las secciones cercanas, se alza majestuosa más allá de la iglesia, con grandes extensiones de grama y un gran huerto donde se hacen experimentos agrícolas. Transcurrieron monótonos y largos los días para José Paniagua, obligado a adoptar un nombre falso, a vivir tranquilo y con recato, evitando las discusiones acaloradas y pendencias, temeroso de que cualquier otro incidente o disputa revelara su identidad y se reanudara la persecución de la justicia por el suceso de Los Mameyes y tuviera que escurrir el bulto otra vez. Él no se había preocupado nunca por ningún peligro; pero la idea de que era fugitivo de la ley lo perseguía, lo atormentaba, desde que comenzó a dedicar sus pensamientos y sus atenciones a la hija de la viuda Gonzalito. Alicia ejercía en él una influencia irresistible. Le había hecho modificar su manera de pensar y vivir. Ya no era el hombre que perdía los estribos a la primera provocación, ni malgastaba el tiempo o el producto del trabajo. Y él mismo se asombraba del espíritu de ahorro que lo dominaba, que pudiera perdonar una ofensa, y resistir la tentación de enamorar a una mujer ajena. En la gallera lo engañaron un día con un gallo untado, y no quiso reivindicar su derecho contra el fraude; y en un baile cuando le negaron una pareja ásperamente, se limitó a dar las gracias por la negativa truculenta en vez de armar la camorra acostumbrada por lo que él consideraba un insulto intolerable. —Yo soy una especie de abejón, Alicia, –díjole un día a la muchacha–, y presiento que me estoy enamorando de ti. Así, pues, creo que lo mejor es que conozcas algo acerca de mi permanencia en El Carrizal. La razón por la cual me encuentro en este lugar, no es porque me guste, sino en cuenta de cierto suceso desagradable que ocurrió hace algún tiempo. Yo tuve que matar a un pícaro jugador de barajas en Los Mameyes, y por eso estoy aquí. 169
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—¿Qué te obligó a matarlo? –le preguntó Alicia, mirándolo fijamente en los ojos. —No hubo más remedio, chiquita. Era un guapo de oficio y disparó un segundo antes que yo lo hiciera; pero erró la puntería. —¿Por qué no regresas allá y explicas eso? –sugirió Alicia. —Porque mi nombre luce mal en mis libros. Esa ha sido la tercera vez que me he visto obligado a despachar a un ladrón, y repetir el mismo alegato de defensa propia ya me parece una bagatela. No me creerán. Lo único que deseo saber es si todas esas cosas establecerán alguna diferencia entre nosotros. —Ninguna –afirmó Alicia–. Si todas fueron muertes en buena lid y no hubo asesinato, eso no influirá adversamente en mí. Seré para ti la misma de siempre. —Mi palabra no vale mucho, pero puedes tomarla como oro puro. Te juro, Alicia, que todas fueron peleas rectas. No hice otra cosa sino defenderme. Nunca disparé primero. —Hablemos de otra cosa—, propuso Alicia. —Lo haremos –asintió Paniagua–. Dime, ¿eres libre para permitirme que te enamore? ¿Quieres casarte conmigo? —¡Libre como el viento! –Exclamó Alicia entre risas–. Sólo que una vez hubo un hombre… Bueno, ya eso pasó para nunca volver. En cuanto a matrimonio, tiene que probar que me quieres. José no la dejó continuar y tomándola entre sus brazos vigorosos, la besó en la boca. —Nosotros comenzamos un pliego limpio—, le dijo José–. Tengo parientes en el Este, y el día menos pensado pueden dejarme algo, porque son muy viejos. En lo alto del cerro, desde donde se divisa todo el poblado voy a construir una casa. He comprado doscientas tareas a los Escotos. El porvenir se presenta claro para nosotros, Alicia, ahora que sé que me quieres. En la bodega José escuchó un día una conversación referente al hombre de quien Alicia le había hablado. Él oyó una larga historia acerca de un forastero, cuyo caballo tordillo muchas veces permanecía horas enteras amarrado ante la puerta de la casa de la viuda Gonzalito. El extraño visitante era delgado y alto, bien parecido, con un luengo bigote rizado. Un sábado por la tarde el jinete misterioso montó su caballo, trotando entre nubes de polvo por el camino real y desde entonces más nunca nadie lo había vuelto a ver… Y maliciosamente alguien sugirió que “quizá Alicia podía dar algún informe, si ella deseaba hacerlo”. Esta sugestión, recalcada con perversidad, irritó a Paniagua, quien se puso de pie, puesta la mano en la cacha de su revólver; pero sin desfundarlo, y dijo a los murmuradores: —¡Dejen eso y no lo mencionen otra vez! Quienquiera que lo repita le pesará. Luego él habló a Alicia acerca de tan enojoso asunto, y ella replicó: —Ya te dije que una vez hubo un hombre, y también te dije que todo estaba olvidado. Tienes que creer mi palabra. Lo olvidado, olvidado está. Soy una mujer honrada y eso basta. Besando a Alicia muchas veces y estrechándola entre sus brazos, José le prometió no hablar más de un asunto que pertenecía a un pasado ya muerto y que no había razón para resucitarlo, diciéndole: –Eres mía y sólo mía. No importa lo ocurrido tiempos atrás. Se deslizaron varios meses y el forastero no se mencionó más, ni en la casa de la viuda Gonzalito ni en la bodega. Las pocas veces que José descubrió algún celo irrazonable queriendo echar raíces en su corazón, lo alejó. —¡Soy un tonto! –Se decía a sí mismo–. Alicia me ama, porque ella lo dice así y porque ella lo ha demostrado. 170
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II
Una cálida tarde del mes de agosto regresaba José por el camino real cansado de un largo día de trabajo infructuoso en una cacería. El crepúsculo comenzaba a purpurar las nubes sobre las lomas. Al doblar un recodo, vio de lejos la casa de a viuda Gonzalito, y una sonrisa de inefable ternura asomó a sus labios cuando se encendió en una de las ventanas de la casa una luz como un pálido luminar. —Es Alicia que me espera–, dijo José en voz alta y un íntimo regocijo lo invadió. Ya cerca de la casa, José se detuvo en medio del camino, y entonces notó que un caballo estaba atado junto a la puerta principal de la casa, y el corazón le dio un vuelco. —¡Es él! –Exclamó José–. Es el forastero que vino en busca de Alicia. No hay duda, ese es su potro tordillo. Mientras José permanecía como petrificado en el camino, lleno de confusión y temor, dos figuras humanas aparecieron en el umbral de la puerta de la casa de la viuda Gonzalito. Una era Alicia y la otra un hombre alto y delgado. Ambos reían alegremente. Uno de los brazos del hombre ceñía la cintura de Alicia. Paniagua se deslizó entre los matorrales cercanos, ocultándose en atisbo. Su boca estaba seca y su respiración era anhelante. Alicia y su acompañante vacilaron un momento y luego se encaminaron hacia el sitio donde José acechaba, caminando despacio. Y cuando ellos se acercaron, José notó que el compañero de Alicia era todo un buenmozo, y su bigote luengo y rizado. Lentamente José levantó la escopeta hasta que el cañón reposó sobre una rama próxima, apuntando bacia el hombre que acompañaba a Alicia. José tenía el dedo en el gatillo. La pareja pasó a veinte pasos de distancia del lugar donde José vigilaba. Hablaban en voz baja, con risas ocasionales. El cañón de la escopeta de José describió un amplio círculo, en dirección de la pareja que se alejaba. Repentinamente el forastero se detuvo y atrajo hacia él a Alicia, estrechándola en apretado abrazo, y ella luchó con bríos por escapar, rehuyendo la boca ardorosa que se empeñaba en besarla, hasta que logró desasirse de los tentáculos que la aprisionaban, huyendo en dirección del aserradero. En ese mismo instante el forastero dio media vuelta, trató de mantener el equilibrio y cayó de bruces, echando sangre por la boca. Una columna de humo blanco y ligero fluía de la escopeta de José, dispersándose. El ruido de un disparo de arma de fuego se repitió, retumbando en ecos prolongados por el valle y las lomas. Un momento después José salió de su escondite, encaminándose hacia la casa de la viuda Gonzalito a buscar su montura. En su rostro se podían leer los efectos turbadores de la tragedia acaecida. El caballo del forastero lo saludó con un relincho y él acarició su grupa al pasar. Dentro de la casa reinaba el silencio. Sólo se escuchaba el mecánico tic-tac del reloj de pared y se sentía el grato olor de la cena ya dispuesta. José llamó en voz alta. Nadie le respondió. Entonces su mirada se detuvo en un pedazo de papel blanco clavado con un alfiler sobre el paño de la mesa del comedor. Lo desprendió de un tirón, acercándose a la lámpara para leerlo. Decía: “Querido Pepe: Volveré tan pronto me sea posible. Salí a dar un paseo con un agente de la policía. Él se detuvo para pedir un vaso de agua; pero descubrí quien era y lo que buscaba. Él ha venido a hacerte preso por el hombre aquel que mataste en Los Mameyes. Déjame recado para donde irás, y vete pronto, porque yo 171
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no puedo entretenerlo mucho tiempo”. –Alicia. P. D. –”Llévate su caballo, porque el tuyo está lejos”.
FREDY PRESTOL CASTILLO (N. 1913)*
La cuenta del malo
Marcelina perdió su fundo y su cacaotal y apenas sabe cómo fue. Las tierras las vendió su tío Leonardo, el viejo que se arrastra como rana y anda vestido de estameña, cargado de cruces como templario. Es Leonardo el endemoniado. Un día vendió las tierras de la sobrina. Después vendió las pocas de él. Ahora sólo tiene la tierra del camino y un bordón rústico. Se arrastra de bohío en bohío implorando un pan, los ojos penitentes fijos en la tierra, mientras de lo alto lo castiga un sol fuerte y un cielo impasible lo mira con ojos de desprecio.
Un día, los bueyes de una plantación extranjera sacaron a la vieja de su fundo, porque en el Este, en aquellas épocas los bueyes fungían de diligentes alguaciles. Los bueyes desalojan de la tierra a los que nacieron en ella. Lo pisotean todo y lo destruyen todo. Destruyen los maizales, los campos de yuca, y hasta derriban los cacaotales cuando los acosan los mayorales y los caminos entre las plantaciones son muy estrechos. La tierra queda asolada, sola. Después, la tarde es melancólica, lenta. Sólo quedan árboles aplastados y ranchos quemados. Del fundo, más viejo que el hombre que habitaba en él, porque fue levantado por los abuelos, apenas quedan el calvario donde se evocó siempre el martirio de Cristo, el arbusto de piñón y las cruces caídas. El desalojo es una vorágine. Actúan hombres y bueyes. Todo es grito, sonar de látigos, raíces arrancadas, cercas descuajadas como por obra de un terrible meteoro que asolara a tierras y hombres. Bueyes y mayorales siguen adelante como aguas descauzadas. Cuando llega frente a las cruces, ahí se detiene el negro que arrea y asusta la manada. Se quita el sombrero de anchas alas y, con las manos en el pecho, dice estas palabras: —Perdóneme la Cruz de Mayo… esto es cosa de blancos… Entonces recuerda que es hijo de esa misma tierra. Quizás, hace tiempo, por su fundo también pasó otra manada.
Junio claro, con soles fuertes, propios del verano de San Juan. El cielo era impasible, como rostro de juez; y los bueyes eran grandes “como las lomas”. Así, de ese tamaño, los veían los ojos hundidos de la vieja, acaso por el hambre y las fiebres que tenía. El “piñón” del Calvario que está frente al rancho, desgarrado, rezumaba un líquido rojo, como sangre. Decía Marcelina que era la sangre del Señor Jesús, el que subió a la Cruz por los justos. Pero ahora, en medio del estruendo, las calmas de la fiebre la llevan a desandar el tiempo y recuerda que un día, casi niña, el Leonardo la llevó a la Notaría. Ella está segura de que allí no habló nada. Recuerda la Notaría, boardilla oliente a papel viejo y a posturas de murciélago. Recuerda en la fiebre la casa del Notario, flaco, como se ponen los pericos *Fredy Prestol Castillo: Licenciado en Derecho, graduado en la Universidad de Santo Domingo. Autor de cuentos publicados en periódicos y revistas. Ha sido juez.
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cuando no hay maíz en los conucos. Usaba leontina y chaleco y su cara semejaba un pájaro picudo, de largas zancas y caminar lento y grave. ¿Pero y qué? Ese mismo es el buen señor don Manuel ¡El señor don Manuel es bondadoso y ha bautizado a dos de sus hermanos! ¡No! ¡No pudo ser él! La fiebre lleva al delirio. Y otra vez repite: ¡No! No fue el señor don Manuel. Es castigo del Señor. Pasó la fiebre. No le quedó más que maldecir al Leonardo mientras huía a las reses que colmaban la sabana y que treparon los riscos y altozanos hasta la cúspide de las lomas, como las hormigas sobre un pastel enorme.
La tierra, acaso, es como la yegua que relincha frente al amo que la crió, aunque cambie de dueño. Si tuviera palabra, esta tierra aclamaría a Marcelina, su dueña, la vieja del fundo. Desde el camino la ven los ojos casi apagados de la vieja; donde hubo plantaciones de cacao, ahora son potreros inmensos. El potrero parece una gigantesca hoja de lechuga tendida de loma a loma. Allí los toros son más amables que los capataces. Marcelina levantó su choza pajiza en el camino, a la buena de Dios, y allí se está en espera de su hijo que trabaja en la nueva finca. Cada sábado el mocetón viene al rancho con unos cuartos redondos que le caben en el bolsillo menor. En el rancho no hay ajuar. Y cono siempre, desde los padres, desde los abuelos, de siglo en siglo, las tres cruces y el arbolillo de “piñón” en todos los caminos del Seibo. El pilón tumbado es el único asiento. Pero hay algo más en el rancho: el “quijongo”, con el cual el mocetón, en las tardes, canta cantos melancólicos a la cruz y al Señor, cuando pasan las perdices. A veces la vieja mira sus tierras perdidas, y entonces monologa: —Me las dio el Señor y me la quitan hombres… ¡Alabado sea Dios! El Leonardo anda como rana, ¡y Marcelina todavía pará!…
Una tarde me contó, al venir la noche, la historia del Leonardo, el que le vendió sus tierras a ‘“los blancos”. Recuerdo las gruesas venas que rodeaban su cuello de pájaro como jirones de soga pardusca, donde corre una sangre cansada, lenta como el arroyo del paraje. —Tenía el Leonardo tratos con el Malo. Y tenía la abundancia en su bojío. No había seca, ni verano, ni cuaresma macho pa el Leonardo. Su campo siempre verde y muchas cabras y bestias sueltas. Pero quiso también engañá al Malo y cuando venció la fecha del trato, el Malo vino a buscar su novilla y la rabisa de añojos que le pertenecían. ¡Y he aquí que el Leonardo había vendío el ganao y enterrao las morocotas!… —Desde entonces el Malo le salía por toas partes. No podía dormí, ni comé, ni sieteá… Al Leonardo le sale el Diablo por toas partes: en los conucos, en las lomas, a la entrada de los caminos, a la vera del río… “Tuvo que vendelo to, para pagá la deuda. Acabó vacas y bestias y tierra y too… Y tuvo que poné las onzas donde se había comprometío con el Diablo. “Lo malo es que todavía debe, porque le faltan vacas en la cuenta del Malo. Y se la cobra, y se las cobra… Y ahí anda cargao de cruces… “Nos vendió a toiticos y después vinién los bueyes a desalojarnos como a intrusos…
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Por los caminos de La Candelaria, arrastra su mendicidad, cargado de cruces, Leonardo Catedrá. Vive solo, abandonado al final de la inmensa sabana. Las cruces son la obsesión de su locura. El viejo loco, abandonado por todos, reza, reza, reza, acaso inútilmente. Su ánima apenas tiene reposo. El rancho del endemoniado se columbra desde lejos. La visión es tétrica. Todo un jardín de cruces delante del rancho, y cruces en el patio. Allí fenece lentamente, mascullando rezos inútiles. La conseja afirma que la visión del Demonio le obsede sin cesar.
Cielo del Seybo, claro, sereno, y uno como silencio de tribunales cuando el juez va a dictar sentencia. En la finca próxima, la antigua tierra de Marcelina, las manadas inocentes de los crímenes de los hombres pacían tranquilamente los abundantes forrajes. Ese día yo iba en pos de mi ganado extraviado. Una fila de hombres cabizbajos llamó mi atención. Escuché los saludos al pasar el río. —Ahora vamo a Magarín a enterrá a Leonardo Catedrá… . Amaneció en la sabana bañao de azufre y mordío de perros… Ahora le pagó su cuenta al Malo, pues le robó su novilla…
Volví al fundo de Marcelina cuando retornaba con mis ganados. En la puerta del rancho estaba, raída y serena. Me parecía una Diosa miserable, o algo así como la buena bruja de la noche que ya emborronaba la sabana. Hablando de la tragedia de Leonardo, sólo dijo estas palabras: —Es que Lucifer da la riqueza… pero la dicha, ¡sólo el Señor!
JOSÉ RIJO (N. 1915)*
Floreo
La casa era cada vez más hostil. Todo cuanto hacía estaba mal y ni siquiera se le criticaba en un lenguaje que pudiera entender. No sabiendo cómo corregirse se tiró a las calles. De noche le cerraban la puerta y tenía que dormir a la intemperie porque si se colaba para descansar en algún rincón se le echaba a puntapiés y con palabras que debían tener un significado terrible; pero el hambre, siempre el hambre y un no explicado sentimiento le obligaban al regreso. Volvía después de las comidas. Entonces, entre atisbos y sobresaltos, comía, en total, nada: los desperdicios, lo que sobraba, lo que nadie quería de unos pucheros miserables, a base de salazones y de azúcares. Luego, otra vez la calle. A huir, sin tiempo para beber en las regolas que cruzan el poblado. Aun el agua tenía que beberla a prisa, como si fuera un robo, lejos de donde las mujeres lavan la mugre del fuerteazul, los refajos sudados y los pañales de las paridas y los recién nacidos. Lejos de donde llenan las potizas y las alcarrazas de uso familiar, lejos de todo y de todos, hasta de los muchachos barrigudos y enclenques que en la sequedad del paisaje jugaban con los caños a los ríos crecidos y a los barcos de vela naufragando. Suyo, con libertad de posesión a medias, sólo tenía el monte. Muchas veces se internó en los roñosos guazabarales para buscar un poco de sombra o un camino que lo sacara de aquel *José Rijo: Es autor de cuentos no impresos en volumen. Licenciado en Derecho, graduado en la Universidad de Santo Domingo.
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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II
sitio. Pero ya sabía que tendría que esperar mucho para salir de Pedernales. De un lado estaba el mar sonoramente rugidor, rompiéndose siempre en la amenidad de sus olas bravas que se amansaban luego, hechas espuma y piedras de colores; por otro, la frontera amalgamada de casuchas pajizas y edificios de presuntuosa jerarquía oficial, voces que hablaban aquel lenguaje odioso con que le echaban de la casa cuando quería dormir o robarse un bocado. Sólo había un camino y lo había emprendido muchas veces para volver siempre cansado de no hallar ni casas ni personas ni término posible. Se iba poniendo flaco. Los ojos antes brillantes, se adormilaban en la opacidad de las pupilas que nunca alumbran una sola alegría o la humedad del llanto. La esbeltez de su raza se reabsorbía en la osamenta de su esqueleto casi desnudo, a flor de piel. Su misma agilidad lo abandonó. Lo supo una noche que un grupo de perros sucios y canijos, dejaron de seguir a una perrita renca y preñada para volverse contra él. Como siempre, le gruñeron con malsana intención, luego, uno se le acercó con el respeto humildoso de los perros realengos ante la gente que se baña y viste ropa limpia. Rasando el suelo, dio una vuelta a su alrededor, lo olió, torció el cuello hacia los otros y todos a una se le abalanzaron. El colmillo de uno de esos canes con sarna y pelumbrosos lo había herido. Tuvo miedo y huyó. Detrás corría la jauría hambrienta ladrándole con furia, tenaces, insistentes. El edificio de la Fortaleza estaba cerca. Ahí podría refugiarse, pero la voz de un centinela voceó amenazante: —Otra vez esos malditos perros; cualquiera le pega un tiro al primero que se acerque. Cambió de dirección, y siguió corriendo, corriendo con sus últimas fuerzas hasta dejar atrás el camino en donde nunca había encontrado ni techo, ni personas, ni término posible. Lejos, quizá más allá de la frontera, se oían los tambores de una fiesta de luá, y en el poblado los ladridos que anunciaban lascivas correrías de los perros bajo la luna sencilla y alta del cielo verdeazul que mira a Pedernales. Y se hizo un vagabundo del monte y los caminos, por culpa de las miradas torvas que le negaban un mendrugo, y los perros ociosos que odiaban su limpieza y su raza. Después de todo, ¿qué? El no era más que un perro, pero un perro distinto. Desde muy lejos había llegado a Pedernales. Lo llevó el amo para su compañía. Por entonces su único pesar era la añoranza feliz de la casa lejana, y el patio enorme en donde su presencia era el mejor guardián. Lo demás no le importaba. El tiempo lo adaptaba a este vivir distinto que miraba pasar desde la puerta de su señor ocupado en números y planos. Ya casi ni quería el regreso: era holgada la vida sin nada que guardar ni nadie que robara, sin más verjas que el lindero del campo abierto a cielo y sol. Y así los días y las noches; menos aquella en que cambió su vida. Si lo hubiera tenido que referir, borrosamente habría recordado cómo se le acercó aquel hombre. Debía ser un maestro del gateo y el asalto. Tanto sigilo hubo en su modo de acercarse, que Floreo no supo si gruñir o menear el rabo. Quizás todavía lo estaría pensando si no le hubiera puesto sobre el mismo hocico, un envoltorio de inevitable tentación. Era carne, y comió. Ni los perros ni muchos hombres pueden advertir detrás de cuál placer está el doblar del destino. Así, Floreo no pudo reaccionar al efecto del regalo apetitoso. No dependió de él la docilidad que lo embargó. Al reclamo, un tanto cariñoso, del hombre que le ofreció la cena inesperada, correspondió obediente; y lo siguió hasta no supo dónde; luego sobrevino el sueño. Cuando despertó estaba tirado en un cuartucho miserable, quizá en un campamento de cazadores o ladrones en la mitad del monte. 175
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Fue al querer salir cuando comprendió que en su cuello había una soga, la misma que no le quitaban sino en las horas del nuevo entrenamiento. Era sencillo, pero extraño a sus costumbres. Para complacer al nuevo amo le habría bastado imitar los otros perros: descubrir el pasto de los rebaños y echarlos poco a poco a los lugares de apresamiento fácil. Mucho se prolongaron los días de enseñanza sin que Floreo supiera matar la presa mansa. Educado para saber guardar, nunca aprendió a robar. Y lo dejaron libre por inútil. Y volvió a la casa que se le hizo hostil porque ya el amo de los planos y los números no estaba en Pedernales. Ya era en todas partes el intruso, el dolido, el paciente que va y que viene sin destino. Un día uno le gritó: —Zombí, Zombí— y ése no era su nombre. ¡Cuánto hubiera agradecido que dijeran Floreo!; pero nada. Nada ni nadie a quién brindarle un poco de gratitud, ni siquiera el derecho de manifestarle a alguien la cantada fidelidad en los seres de su raza. Por eso era ahora un perro cimarrón bajo la ley del monte. A veces, el deseo de otro perro o de una mano amiga venía a su recuerdo como a los hombres llega la nostalgia del país natal no visto desde niño; sobre todo cuando el calor arreciaba, era poca el agua o difícil la caza, como en aquella noche en que todavía las piedras quemaban como el sol que ardió sin tregua durante todo el día. Desde su cueva oía el rastrear de las iguanas y el seseo de las culebras mudándose a otros sitios en busca de aire o de rocío. Cayendo la madrugada hubo un momento de humedad. Fue un bostezo de Dios, dando su aliento para que el cactus siguiera verdeando y las bayahondas cuajaran las yemas de sus flores moradas. Después, todo volvió a ser un horno cociendo piedras y tostando espinas. Un paisaje sin cambio que se animó de pronto por un rumor extraño. Las orejas y el instinto oyeron. Había presencia de chivos, olor de hombres y perros. Era un borrego de buena carne perseguido de cerca por una traílla de monteo y le cogió la delantera. Esquivando el testuz del animalejo, escurriéndose allá y mordiendo aquí, logró desjarretarlo; luego, una dentellada al cuello. Y ahí estaba el borrego casi motón aún. Los perros y los hombres en la presa miraban la propiedad ajena. Y surgieron comentarios. —Un perro cimarrón. —Quitémosle el chivo. —Sí, pero hay que matar el perro. —Eso voy a hacer –dijo uno que tenía una escopeta terciada. Y no hubo necesidad de dispararle. Floreo conocía esta vos y a este hombre. Meneó el rabo, le brilló la alegría, era el hombre de la cena. Al verlo manso la gente reanudó el comentario. —Mira, ese perro es de alguno que anda monteando por aquí. —Bueno, ¿y qué? Espanta el perro y llevémonos el chivo. Lo demás, ¿qué importa? Lo echaron hasta los matorrales. Desde ahí miró desollar el animal y tirarle las vísceras a la jauría hambrienta. Era su hora de comer también y le espantaron de nuevo amenazándolo con piedras y con palos. Pronto estuvo el animal descuartizado y metido en un saco, lo mismo que la piel. Al marcharse sólo dejaron la cabeza del chivo, que los perros mondaron hasta dejarle la osamenta inútil aun para otro perro. Sólo eso quedó y el estiércol que regaron los perros al pelearse por las tripas y la panza repleta. Eso y un rastro de sangre sobre la grama pobre. Floreo lamió la yerba y la tierra hasta la última gota de coágulo. Mordisqueó la cabeza y la dejó, desesperado. Tenía hambre y sed. De haber sido un hombre habría llorado como lloran los hombres, pero él era un perro… 176
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II
Quizá lloró mientras gacha la cabeza, husmeó de nuevo tras el rastro de los hombres que se fueron. El calor seguía subiendo. Negras nubes se arremolinaban y un viento de polvo y hojas secas volaba por el inhóspito paisaje. Floreo caminaba arrastrando la lengua. De pronto comenzó a lloviznar, luego la harina de agua se tornó aguacero. Un chubasco de prisa, como algo que se da a disgusto, parte de alguna nube escapada del cielo antes azul y limpio. Y seguía bajo el chaparrón tirado de limosna a la sequedad del mucaral y los cambrones. No pudo más. El agua limpiaba todo rastro y la sed lo maneaba. Quería hartarse con los ojos cerrados en algún hoyo hasta oír su propio estómago desplazando los gases. Luego vendría el sol. La vida del mucaral. De las cuevas salían las iguanas con las sierras dorsales listas a destrozar una presa para el día, y las culebras tentaban el ambiente con sus bífidas lenguas azuladas. Pronto el sol evaporaría el agua. Se detuvo, y al inclinarse a un pozo, retrocedió espantado. En el fondo del agua estaba él, astroso, sin lana, vuelto un perro cualquiera. Ya no era Floreo, el perro de salón que comía helados, dormía en una perrera con abrigo y jugaba en las alfombras con los niños; era un perro cualquiera, desgarbado como los perros que corren tras las perritas rencas y pulgosas en las noches que platea la luna, sencilla y alta, que mira a Pedernales. Ya. Eso era él… Un perro como todos, un perro cualquiera, sin más destino que las rondas nocturnas y un mendrugo tirado. Se lo decía el agua, lo gritaba su sed, su soledad, su hambre. Y se convenció de que debía seguir las huellas de aquellos hombres y esos perros. Iba a beber para seguir el rastro, cuando desde una cueva la sierra de una iguana le asaltó amenazante. Como la gente del viejo Pedernales, también el bicho le negaba la comida y el agua y hubo de defenderse. De entre saltos y embestidas, rumores y gruñidos de fiera, salió la iguana muerta. La azulada barriga vuelta al cielo tiñó de sangre el marfil de Floreo. Harto como las bestias buscó otra vez el agua, y se miró de nuevo temblando ante aquel perro que retrataba el pozo. El no quería ser eso: siempre sería Floreo. Y apretando los músculos de su flácida carne, levantó alto el hocico, dio un aullido distinto a todos sus aullidos y emprendió una carrera sin dirección entre los matorrales husmeando en el viento un nuevo Pedernales.
ML. DE JS. TRONCOSO DE LA CONCHA (1878-1955)*
Una decepción
¡Qué cosas las de Tronquilis! Era de oírle sobre todo cuando en la prima noche, después de la cena, tomaba asiento en su silla rústica, frente al mostrador del ventorrillo, a la luz de una vela de sebo y aspirando un oloroso ambiente de guineos, guayabas, zapotes, piñas y otras frutas de esta zona. Acompañado siempre de la mujer y no pocas veces de algunos vecinos de su calle, la de El Conde, Tronquilis llevaba casi constantemente la palabra. ¿Quién como él para ver claro? Y lo cierto es que en ocasiones empleaba al platicar una lógica asombrosa, contundente, digna de quien, al revés de él, hubiese calentado los bancos de la escuela. *Obras de M. de J. Troncoso de la Concha, Doctor en Derecho: Elementos de Derecho administrativo (1939); Anecdotario Dominicano (1942); Narraciones dominicanas (1946); El Brigadier Juan Sánchez Ramírez –ensayo histórico– (1944). Fue Presidente de la República, del Senado y de la Academia de la Historia.
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Era gallego. Había venido a Santo Domingo en busca de fortuna y poco a poco, a fuerza de economías, llegó a reunir unos realitos. Ya cuarentón, abandonó la vida de célibe, uniendo su suerte a la de una criolla, muchacha más buena que el pan y trabajadora como una abeja. Con la mujer ¿quién lo duda? el viento de bonanza que le había estado soplando arreció, y tanto, que de dos subieron a cuatro las mesitas de frutas y hasta dieron las ganancias para establecer una regular venta de licores, en cuarto reservado, adonde los de la cofradía de saco acudían a saborear el dulce y picante Licor Rosolio, lucidor de los colores del iris y dispuesto en damajuanitas de cuello delgado y ancho fondo, la confortadora ginebra holandesa Mañana Imperial o el bravo aguardiente Cañete, insustituible diluidor de penas. Por varios años estuvieron la nata sobre la leche Tronquilis y su costilla. Habríales augurado cualquiera, para la vuelta de algún tiempo, una riqueza completa. ¿Qué más sino persistir en el trabajo y economizar cuanto se pudiera?
Los tiempos cambian, sin embargo. Un día el gobierno se equivocó ¡quién lo creyera! y para aumentar el numerario hizo llover sobre el país un diluvio de “papeletas”, con lo cual no pocos se ahogaron y algunos quedaron con el agua al cuello. Tronquilis entre éstos. Por grados fue reduciéndose hasta limitarse a una mesa el ventorrillo y la botillería disminuyó considerablemente. ¡Cómo que ya cada copita de Rosolio salía por un ojo de la cara y la caneca de ginebra se había subido hasta las nubes! Y a todas éstas, para colmo de males, el sitio. Porque es de saberse que a modo de irresistible alud, habían irrumpido del Norte, del Sur y del Este los revolucionarios del 7 de julio contra Báez. Tronquilis estaba descorazonado. Gracias que el “cuarto reservado” sostenía aún parte del negocio. A libar en él iban con frecuencia Benito “el gambao”, azuano, que allá en Santomé cortó de sendos tajos la cabeza a dos “mañeses”; Ugenito Lantigua, coplero y soldado, capitán de cívicos; Martín “el brujo”, embaucador de campesinos y gran tocador de “cuatro”; “Gollito” Rodríguez, muchacho de la orilla, más malo que coger lo ajeno y encabezador habitual de cencerradas; “Enemencio” Mártir, seibano machetero, con tres cicatrices enormes que le formaban una N en el rostro; “Toñico” Hernández, por mal nombre “El Caimán”, montecristeño, con más alma que cuerpo y dos hileras de dientes que parecían querer salirse de la boca; el capitán “Apuntinodá”, bravatero de continuo, que no cumplía jamás sus amenazas; “Periquito” Caballero, solicitado “maquiñón”, que saltaba en su corcel, sin sujetarse, las más grandes candeladas de San Juan; el “jefe” Hipólito; el “vale” Toribio; Pepito el Indio; y otros tantos al servicio del gobierno sitiado. A falta de tales parroquianos ¿qué habría sido de Tronquilis? Nueve meses llevaba el asedio, sin que parecieran dispuestos a ceder los de adentro; pero mucho menos los de afuera. El gallero y su mujer comenzaban a desaparecer. ¿Duraría esa situación toda la vida? Por otra parte, el “cuarto reservado” se vaciaba. Veces hubo en que Tronquilis, antes de alcanzar una caneca llena, cogió hasta doce apuradas. A los diez meses llegaron al oído del desventurado negociante rumores de capitulación. Entonces ocurrió algo nuevo: el número de los parroquianos, de la “gente del gobierno”, bajó sensiblemente. ¿Qué es eso? —¡Mujer! ¡mujer! ¡nos acabamos! Esto no puede aguantarse ya, –exclamaba el pobre hombre. 178
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Una mañana, sin embargo, la esperanza sonrió en la casita de Tronquilis. Venía en forma de conspirador urbano. Alguien, que acudió a “tomar la mañana” allí, oyó las cuitas de aquellos consortes, su falta de fe en los días cercanos, su desesperación inmensa. El matutino visitante, luego que el otro desahogó su pecho, pareció reflexionar. Después, a manera de explorador del terreno, salió a la puerta, dirigió escrutadoras miradas al Oriente y al Poniente, y cerciorado ya de que sólo Tronquilis y su mujer habían de oírle, dio rienda suelta a su palabra de revolucionario convencido. Mucho les habló y algo muy bueno debió de ser. Tal al menos habría cualquiera leído en la cara placentera que ambos tenían mientras el visitante peroraba. —¿De suerte y modo –observó Tronquilis a su interlocutor cuando éste hacía un paréntesis para trasegar en el estómago “tres dedos” de ginebra– que pronto cambiarán las cosas? —Pues ya lo creo que sí –repuso el conspirador–; es gente nueva la que viene y con muchísimos cuartos. Cuando le aseguro que ni en el paraíso vamos a estar mejor. —Pero… ¿y eso se dilatará mucho tiempo? —¡Qué va! ahorita mismo; quién sabe si no pasa ni una semana. —Y dice usted que… —Lo que le digo: que son gente nueva y buena y que usted verá cómo del infierno vamos a la gloria con zapatos. A poco el hombre se marchaba. No había pagado la “mañana”; mas ¿qué falta hacía, cuando el alegrón de Tronquilis compensaba con creces el gasto?
Algo extraordinario ocurre en la ciudad. Inusitado movimiento se nota en sus calles principales. En la del Arquillo y más aún en la de El Conde la animación es grande. Filas desordenadas de hombres y muchachos por la acera y variados grupos por en medio de la calle, hablando, gesticulando, levantando a su paso nubes de polvo, se dirigen incesantemente al extremo oeste de la población. Cada vía transversal es uno a modo de tributario de donde afluyen sin interrupción grandes y chicos, que vienen a aumentar aquella continua circulación de gente. Al pie de la Puerta del Conde, a medida que la multitud avanza, va formándose una masa humana, cada vez más grande, cada vez más compacta, un verdadero mar de cabezas, cuyos movimientos producen ondulaciones, unido a ello una gritería confusa, en que todos hablan y casi nadie entiende. —¿Qué pasa? Es que va a entrar, triunfante, la Revolución. Tronquilis y su consorte no son ajenos al bullicio de la urbe. Antes bien ha querido él celebrar el fausto acontecimiento con su ropa dominguera y debido a tal circunstancia se halla todavía en el aposento cuando la avanzada revolucionaria está llegando al Rastrillo y en lo alto de El Conde suena un largo redoble de tambores. Asómase a la puerta la mujer. —Ven Tronquilis –dice–; ya están acercándose. Despáchate pronto que… No puede terminar la frase. Una avalancha de curiosos ha invadido la acera para abrir campo a un caballo que corcovea. Váse ella un tanto atemorizada hacia el interior de la casa, mientras Tronquilis, empaquetado, “como un veintisiete”, viene de adentro para afuera, con cara de jugador afortunado. —Ya sí se cuajó– murmura con visible gozo. 179
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Intenta salir a la calle. La apretada hilera de espectadores se lo impide. Forcejea para abrirse paso. Nada. —Pues señor; no hay fresco de que esta gente me deje el camino franco. Me costará ver desde aquí. Para poner su resolución en práctica, se apodera de su silla rústica, que tiene al alcance de la mano. Trepa en ella. De improviso un jinete de la avanzada, echando medio cuerpo afuera, con un pie en el estribo y el otro al aire, grita estentóreamente, a la vez que agita un pañuelo: —¡Adiós, Tronquilis! ¡Tronquilis, adiós! Entre confuso y afectuoso, Tronquilis corresponde al saludo. Juraría que aquel hombre es “Periquito” Caballero. Para cerciorarse recoge la mirada. Luego profiere entre dientes: —Periquito es. Suenan enseguida en la avanzada otras voces. —¡Abur, Tronquilis! —¡Viva el paisano! —¡Hasta luego, Tronquilis! ¡memorias a la doña! Tronquilis no entiende aquello. Sus ojos no le engañan. Con toda seguridad, quienes le van saludando son Martín “el brujo”, Gollito Rodríguez, el vale Toribio, “Ugenito” Lantigua… Su mente se pierde en un mar de confusiones. Pasó la avanzada. Ahí viene una guerrilla de francotiradores. A su frente marcha un hombre, color mulato oscuro, de grave continente. Es el jefe Hipólito. Cerca de él, el capitán Apuntinodá gesticula. Por encima de la general vocinglería se le oye gritar: —¡Ya si se acabó el mamey! ¡Ahora van a saber lo que es cajeta! En el ánimo de Tronquilis ha prendido la más cruel de las desilusiones. Desmorónase súbitamente, a impulsos de una conmoción interna, el castillo de sus ensueños. ¿Dónde está la “gente nueva”? No vio más. No quiso ver más. Bajó de la silla entontecido con el desencanto pintado en el rostro y casi maquinalmente, huyendo, diríase, de aquel ruido que ya le molestaba, volvió al aposento de donde había momentos antes salido. Al ruido de sus pisadas, la mujer fue a su encuentro. Tronquilis, que la vio, vaciló primero en hacerla partícipe de su negra pena. Después, a tiempo que ella también iba a hablar, díjole en tono amargo y moviendo tristemente la cabeza: —¡Ay mujer, mujer! ¡Son los mesmos!…1
El proceso de Santín Don Bernardo Santín era uno de los comerciantes de mayor arraigo de la vieja ciudad de Santo Domingo. De fortuna más que regular, si se le comparaba con la generalidad de las de aquellos tiempos, dedicábase a los ramos de quincalla y loza. El almacén de sus negocios se hallaba situado en las proximidades de la Atarazana. Natural de Cataluña, había venido a radicarse, siendo muy joven, en la capital de la antigua Española. Primer premio en los juegos florales del 27 de febrero de 1909.
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Creyente sincero, cumplidor de sus obligaciones como cristiano católico militante, amante de las glorias de su rey, exacto siempre en el pago de los tributos con que contribuía a las cargas del gobierno de la colonia, nunca había dado motivos para dudar de su fidelidad a la Iglesia, ni de su lealtad a la persona de su príncipe. Vivía con su familia, compuesta de su mujer y varios hijos, en una casa de la calle del Caño, cerca de la iglesia de Santa Bárbara, lugar de residencia de varias de las más linajudas personas de la ciudad. Casi no había occasion de la arribada de un barco en que don Bernardo no recibiese algún cargamento destinado a mantener en estado floreciente una de las líneas de su comercio. En una de esas llegó al Puerto del Ozama un bujel de matrícula española. Procedía de Portugal. Gran parte de la carga venía destinada a don Bernardo. Todo quincalla y loza, principalmente esto último. Las mercancías dirigidas a Santín fueron llevadas al almacén, mediante un ligero examen del contenido de los bultos. Transcurridos varios días, una noche, poco después de la media, varios toques dados a la puerta de entrada de la casa de Santín despertaron a cuantos dormían dentro. El primero en incorporarse fue Santín. No habló, sin embargo. Minutos después resonaron los mismos toques. Esta vez, con voz entrecortada por la impression que había producido en su ánimo aquella intempestiva llamada, inquirió: —¿Quién va? —En nombre del rey, abra seguido. A la intranquilidad de los primeros momentos, sucedió el miedo. —¿Quién… dice?… –balbuceó. —¡La Santa Inquisición! Estas palabras llegaron a sus oídos con sonido lúgubre. Sus manos frías por el terror que se apoderó de él, se alargaron para tomar de una mesita próxima la palmatoria. No pudiendo sostenerla, a causa del temblor que agitaba ya todo su cuerpo, la palmatoria cayó al suelo. La mujer de Santín, que lo había oído todo; pero que no había podido articular palabra, exclamó entonces: —¡La Virgen de las Mercedes nos valga! Escucháronse de nuevo las voces: —¡Abrid sin tardanza! ¡Paso a la Santa Inquisición! Un tanto repuesto de la primera impresión, don Bernardo Santín, buscando a tientas, recogió la palmatoria del suelo, hizo luz y fue hacia la puerta. Sosteniendo la palmatoria en la siniestra, mientras con la diestra levantaba la aldaba, advirtió: —¡Cuidado con la puerta, que allá vá! Apenas había abierto, penetraron dos hombres: dos alguaciles. Después dos más: un oidor y un amanuense de la Audiencia. —Tenemos denuncia de un sacrilegio –dijo el oidor– y venimos a inquirirlo. Don Bernardo no contestó. Faltábale aliento. Luego de implorar mentalmente el auxilio del cielo, exclamó: —¿Sacrilegio? ¿Quién? ¡Imposible! —Ya lo veremos. ¿Dónde se halla el último cargamento que usted recibió? 181
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—En mi almacén. —¿Está completo? —Tiene que estarlo. —Acabe de vestirse y traiga sus llaves. Vamos allá. A poco, por las lóbregas calles que conducían a la Atarazana, los agentes del rey, llevando a Santín delante, se encaminaron al almacén de éste. Ya adentro, alumbrados por la palmatoria que llevó Santín y un candil que allí había, el oidor extrajo de sus bolsillos varios papeles. Luego de examinarlos detúvose en uno y en seguida examinó igualmente el exterior de los bultos que conteían los objetos recién depositados en el almacén. Con la seguridad de quien sabe lo que hace le ordenó a uno de los alguaciles. —Abra éste. El alguacil tomó de una bolsa de cuero que había llevado consigo dos o tres herramientas y ejecutó la orden. —Saque los orinales que están ahí. Desenvuélvalos. Lo que a la escasa luz de la palmatoria y el candil apareció ante la mirada atónita de los circunstantes fue algo que los ojos de don Bernardo Santín no habrían querido ver jamás: el fondo de algunos orinales mostraba en colores una imagen del Corazón de Jesús y otros la del Corazón de María. —¿Cómo justifica usted esto? –exclamó en tono grave el inquisidor. Don Bernardo Santín, horriblemente empalidecido, buscando maquinalmente apoyo como para no caer, dirigiendo alternativas miradas a los sacrílegos objetos y al magistrado, cuya pregunta, en realidad, no había percibido, decía al mismo tiempo: —¿Qué es esto, Dios mío, qué es esto? ¡Qué profanación! ¡Esto merece un castigo muy grande! —¿Cómo justifica usted la posesión de esas cosas sacrílegas? –volvió a hablar el inquisidor, tomando del brazo a Santín. ¡Conteste! Don Bernardo lo miró con ojos extraviados. Esta vez, desfallecido, respondió: —No sé, no sé… Dio varios pasos con la cabeza cogida entrambas manos, dobló el cuerpo sobre un aparador, apoyándose en los codos, y rompió a llorar como un niño.
Se principió a sustanciar la sumaria. Oyéronse testigos. Se usó bastante papel. Parece, sin embargo, que el proceso fue sobreseído. Al menos, contra don Bernardo Santín no se fulminó sentencia. Tampoco se le descargó. Estuvo encerrado unos días en la Torre del Homenaje; pero por orden de la Real Audiencia, actuando como Tribunal del Santo Oficio, se le excarceló. Nunca se supo si se llegó a poner algo en claro. La voz popular afirmó que todo había quedado reducido al esclarecimiento de una trama formada por rivales de Santín, en quienes había hincado su envenenado diente el áspid de la envidia y los cuales habían querido perderlo, sin remisión posible. Se dijo que el siniestro plan había sido concebido y ejecutado por safardíes establecidos en Portugal, relacionados indirectamente con mercaderes de Santo Domingo cuya identidad no se logró establecer y que la misma nave que trajo las mercaderías destinadas a la proyectada víctima fue portadora de un 182
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escrito anónimo dirigido al Santo Oficio, en el cual se le denunciaba las marcas de los bultos que los contenían. Lo cierto es que el asunto no volvió a tratarse más y don Bernardo Santín no sufrió ninguna nueva molestia.
JULIO A. VEGA BATLLE (N. 1899)*
El tren no expreso
Yo experimentaba la sensación de que la mañana olía a alcoba de enfermo y que estaba invadida por esa inexplicable tristeza que no tiene causa, hecha de incertidumbres, pero sostenida por hondos presentimientos. Era el presentimiento de que estaba cerca de algo insólito, que latía en el ambiente, que venía hecho cosa tangible. A poco me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de un presentimiento, sino más bien de un sentimiento. Sí, de un sentimiento de calor y ruido. Y comprendí que estaba cerca de una locomotora. Hice un ligero esfuerzo de reconcentración sobre mí mismo, recapacité un tanto, y así pude reconstruir los últimos acontecimientos. Yo había llegado de Santiago; estaba en Moca; iba para Santos, y debía hacer el viaje en ferrocarril. Pero, mientras tanto, ¿qué hacía yo en aquel andén, solo, completamente solo? Bastóme otro ligero esfuerzo mental: yo esperaba que llegara la hora de la partida. Sí, así era. Y comprendí que había llegado demasiado temprano. Cuando regresé de la anterior reconcentración, me di con que frente a mí estaba la locomotora, y a mi lado, de pie y silenciosas, me miraban varias personas desconocidas. Comprendí que eran viajeros, igual que yo, y me llevó a tal acierto el hecho, comprobado a priori, de que todos llevaban maletas. No había errado en mis cálculos; los vi subir al carro de pasajeros. A poco subí yo, el último como debía corresponder a mi humildad. Nos sentamos. Desde la ventanilla, me puse a mirar a la mañana. En efecto, tenía el aspecto de cuarto de enfermo. Hasta podría decirse que olía a desinfectante, a ese desinfectante que echan en los cuartos de los enfermos y que flota en el aire como si fuera un cartelón: –¡Peligro de contagio!– y que el enfermo finge no sentir, pero que sabe que le ha de matar. Sí, abstraído, iba a continuar tan mayúsculas filosofías, cuando un afilado estilete perforó mi cabeza, de oído a oído: era el silbato del tren que mataba mis ideas para indicarme que había llegado la hora de no esperar más. Entonces se oyó una voz que dijo: –Los pasajeros que hagan el favor de subir. Nadie se movió en el andén. ¿Hacía, acaso, milenios que ya todos habíamos hecho el favor de subir? Yo continuaba asomado al ventanillo, mirando a la mañana, que ahora se había vestido con el humo blanco del silbato. Tal vez hubo algún empeño de parte del humo para entrar en mis ojos, porque tengo la convicción de que dejé de mirar a la mañana. Inspeccioné el carro. Era grande, como para treinta pasajeros, pero sólo íbamos seis: un matrimonio joven, *Nota: Los cuentos de Vega Batlle no se han publicado en volumen. Él ha sido Rector de la Universidad de Santo Domingo, embajador del país en el extranjero, etc.
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con una niña de brazos que siempre chupaba objetos; un oficial de policía, una señora carente de detalles y yo. El convoy se componía de la locomotora, negra, pequeña, aguda y femenina, como llena de precoz desaliento del que se sabe inútil. Su aspecto era enfermizo; daba la impresión de que sufría un gravísimo complejo de inferioridad: entonces comprendí que ella, y sólo ella, pudo transmitir a la mañana ese ambiente de pesadumbre que llevaba dentro. Después, diez y ocho vagones para la carga, gruesos, hondos, largos pero vacíos, y, por último, el carro de pasajeros, con sus sillones pareados, adulterados por el tiempo y su riente water-closet, como de tienda de juguetería. Hacía muchos, muchos años que rendía servicio. Tantos, que podía echarse el lujo de hacer juegos de palabras, y decir, por ejemplo, décadas, en lugar de años. Su nombre oficial era Ferrocarril de Santana a Santiago. Sin embargo, era notorio que nunca pudo salir de Santana ni llegar a Santiago. Su servicio se limitaba a ir y venir de Moca a Santos, dos estaciones intermedias entre Santana y Santiago, distantes setenta y cuatro millas. En ese pequeño trayecto había diez y nueve diminutas estaciones, y en cada una de ellas el tren debía hacer una parada. Una parada, solamente; vale decir: detenerse, pitar, esperar… pitar, esperar de nuevo el transcurso del tiempo: ese tiempo que siempre está atrasado, con ese fuerte empeño de atrasarse que tiene el tiempo en todas las estaciones de ferrocarril; luego pitar, seguir adelante un poco, apenas un poco, pero siempre adelante hasta llegar a la próxima estación, a la próxima solamente, nunca a la última, porque nunca arribaba a la última… Algo me indicó que el tren se estaba poniendo en marcha. Sí: un leve resoplido salió de lo hondo de la locomotora: un pitido largo, como de viejo detective; más tarde, una campanada; después, el chirriar de todo el convoy. Observé que avanzaba diez metros; luego desanduvo quince; otros diez de avance; treinta de retroceso y, por fin, la marcha definitiva hacia Santos, la meta del viaje. Los primeros pasos fueron leves, tranquilos, acordes. Después, poco a poco, el carro fue tomando un movimiento ondulatorio y desarticulado, de arriba hacia abajo; a los cinco minutos de marcha, ya aquel raro movimiento había alcanzado las proporciones de un trote fuerte como de mula embravecida. Y se detuvo en seco. Todos los pasajeros caímos al suelo. Todos… ¡ay!… menos el oficial de policía. Se había atado fuertemente al pasamanos del sillón. ¡Hombre precavido aquél! ¿Habrá ascendido en los grados de su cuerpo de seguridad pública?… Nos levantamos, ilesos, aunque llenos de profunda vergüenza. Puedo asegurar que la señora sin detalles recibió una pequeña herida en el temporal izquierdo; yo vi su sangre, que ella disimuló rápidamente. El esposo que fue el primero en reponerse, quiso reír, pero sólo un vago gemido salió de su boca: un pequeño gemido, casi microscópico. ¡Pobrecillo! No sabía él las terribles pruebas que el destino le reservaba… Me avergüenza contar cuál fue mi actitud; pero debo hacerlo. Tan pronto comprendí que estaba de bruces en el suelo, calculé lo incorrecto de mi posición y tomé en levantarme. Un abundantísimo rubor debía cubrir mi rostro. Quise sonreír, y cuando comprendí que me era imposible, me puse a mirar hacia afuera, por el ventanillo. ¡Horror! Allí estaba la mañana, fija en mí, con la bravura del enfermo que se siente perturbado en su anhelada y nunca satisfecha soledad; y sus olores, que se me fueron cuerpo adentro, hasta agarrotarme la garganta. Escupí, a través de la ventana. Parece que el choque había hecho caer el cristal del ventanillo, 184
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porque vi aquella pequeña y decente secreción de mis glándulas salivales rodar, lentamente, cristal abajo, hasta perderse en el doble tabique del vagón. Ninguna importancia hubiera tenido aquel fracaso, a no ser porque oí cinco sonrisas a mi alrededor… Cinco sonrisas que patinaban por toda mi epidermis. Entonces comprendí que mi alma lloraba, avergonzada. Habíamos llegado a la primera estación. Bajé. Contemplé de nuevo a la mañana, que ya aparecía más adulta, y fui a sentarme en un banco del solitario andencillo, junto a un señor que parecía dormir. Al sentirme, como que quiso despertar. Por fin abrió los ojos y musitó: —¿Pasajero? —Sí. ¿Y usted? —Soy el conductor–maquinista. Le miré, arrobado. Era flaco y pequeñito. Tenía un copioso bigote de mandarín. En la punta de cada pelo bailaba, arremolinada, la gota de carbón escapada de la túnica del humo de la chimenea. Y sentí por él un gran cariño, una respetuosa admiración. Conversamos. Luego nos dijimos cosas íntimas. —Soy padre de familia y tengo cincuenta años. Toda mi vida fui maestro de escuela. Hace algunos meses clausuraron el plantel, por falta de alumnos. La miseria amenazaba a mi familia, y decidí aceptar este puesto de maquinista. —Pero… ¿tenía usted prácticas anteriores? —No. En dos días aprendí, y… ya ve usted: no vamos tan mal. Saqué el reloj y le advertí la marcha del tiempo. Mas él apoyándose de nuevo en el respaldo del banco, pleno de un viejo y profundo cansancio, me dijo: —¿Qué importa una hora más o menos? Nadie lleva prisa. Después de una pausa, agregó, casi a mi oído: —Me es usted simpático y voy a hacerle una confidencia. Es un secreto de oficio, pero sé que sabrá guardarlo. Oiga: Las estadísticas de la empresa demuestran que la resistencia física y moral del maquinista apenas alcanza para un año de servicio. Si es cierto que hubo uno que estableció un récord de once meses, también es cierto que otro apenas duró ochenta días, al cabo de los cuales tuvo que ser recluido en una casa de salud, acosado por una fuerte y persistente manía persecutoria. Y no es para menos, señor. ¿Ve usted esta casi imperceptible torcedura que llevo en el cuello? Es algo terrible que me arrastrará a la tumba. Su causa obedece a que, mientras el tren marcha, necesito imprimirle a mi cabeza un movimiento semigiratorio, de modo que pueda ir mirando la vía, por delante, para evitar choques con las vacas y otros animales que siempre la obstruyen, y al mismo tiempo ir viendo hacia atrás, para llevar la certeza de que el último carro, el de pasajeros, sigue unido al convoy. —Pero… ¿suele desprenderse? –inquirí atónito. —Con más frecuencia de la que usted pueda imaginar. Hubo maquinista que se vino a percatar de ello al llegar a Santos, después de diez y siete horas de viaje. Hoy, mi mente es incapaz de reconstruir la magnitud de mi asombro. El viaje se reanudó. Esta vez me di cuenta de que llevábamos mayor velocidad y más acopio de ruidos inéditos. Un pitido violento, seguido de otra brusca parada, y como es lógico, todos vinimos al suelo. Media hora de inútil espera… y vuelta a la consabida escena, ahora con una ligera variante: cuando, al incorporarnos por tercera vez levanté la cabeza, díme con la señora sin detalles, que ahora parecía un monumento, de pies ya, los brazos al cielo, los ojos desorbitados, levantarse las ropas hasta más arriba del vientre, rugir como una fiera acosada, dar un salto trascendental y lanzarse por la ventanilla. Había perdido la razón. 185
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Luego, según puede hoy colegir mi vacilante memoria, el tren siguió haciendo breves recorridos interrumpidos por luengas paradas. En una de ellas, la más larga, bajé de nuevo al andén. Ya la mañana no estaba allí. Se había quedado atrás. Debí presumir que caminábamos a gran velocidad. Tal vez… En cambio, había llegado la tarde, sana de cuerpo, como una rapaza de la montaña, llenos los vellos de sus piernas con los cadillos y las zarzas de estrellas y de las nebulosas que eran como un presagio de la noche que venía para poner a la tarde bajo el embozo de la sombra. La noche, sí, con los botones de las estrellas en los ojales de las nebulosas… Al cabo de centurias de minutos, me lancé a preguntar a mi amigo la causa de espera tan larga. Le encontré bajo un árbol, en el límite del bosque. Lloraba. Preguntéle la causa de su pena: —Señor –díjome–, se ha agotado el carbón. El tren no puede caminar. Vinieron lágrimas a mis ojos. Las columbraba, entre los hilos de mis pestañas, saltar, como pequeñas olas de un mar disperso. Cuando pude hablar le dije: —¿Y no es posible idearse algo para que camine? Si lo empujáramos… no cree usted –me aventuré a insinuar. —Imposible. Pesa demasiado. Entonces fue cuando sentí, en la obscuridad de mi cerebro, como que encendían el fósforo del genio, que sólo una vez es genio, y grité: —¿Y si desarmamos uno de los furgones de carga y lo utilizamos como combustible? Sentí el garfio del nervio que no tiene control en el entusiasmo súbito: eran las manos de mi amigo el maquinista que estrechaban las manos de su amigo el viajero. ¡Pobre alma buena! Le vi correr hacia la víctima… hacia la víctima, que era el carro número catorce… El tren caminó. Ya habían traído el paraguas de negro terciopelo de la noche. Eran las nueve. Entonces pude observar un cintillo negro en el brazo izquierdo del joven esposo. ¿Era, por ventura, un jirón de la noche? A mi pregunta respondió: —Es por la niña. La enterramos en la estación anterior. Fue en ese mismo momento cuando observé lleno de pavor, que el carro se deslizaba como en el aire; que luego le entraba un extraño melindre afectado, cual si le hubieran dado un pinchazo: eran las espuelas de la Muere que se clavaban en los ijares del convoy… Me percaté de que íbamos en vilo, por los elementos. Percibí un cambio radicalísimo en los ruidos. Luego un silencio atroz, que duró un instante. En mi cabeza entró el vacío… y perdí el conocimiento. Cuando volví a la razón, estaba en Santos, la dulce y bella pequeña villa, en la honda axila de la bahía… Allí lo supe todo. Yo era el único superviviente. El tren había llegado a Santos sin locomotora ni maquinista. La empresa explicó el hecho diciendo que ambos se fueron por un puente, desapareciendo en el fango, y que el resto del convoy, por impulso y desnivel, siguió corriendo hasta llegar a Santos. El pueblo, sin embargo, tuvo distintas maneras de interpretar aquello… Mas yo creo, francamente, que la máquina abandonó el carril y se fue por la jungla, desesperada, llena de remordimientos, plena de pensamientos suicidas, por la antropofagia cometida con el vagón de carga, que engulló en su vientre de llamas. Tal vez podría 186
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vérsela, corriendo, desaforada y sin rumbo, por bosques y montañas, en noches óquedas y tempestuosas, como un terrible fantasma de hierro y fuego, violador de mañanas enfermizas.
OTILIO VIGIL DÍAZ (N. 1880)*
Cándido Espuela A Elías Brache hijo
En el plácido y pintoresco pueblecito de Jarabacoa –un nido en el corazón de la montaña– Cándido Espuela era el hombre polivalente. Político de fuste, secretario de todas las secretarías, maestro de escuela, agricultor, orador, curandero, boticario, negociante, corresponsal del Listín Diario, literato, hacedor de charadas, maquiñón, prestidigitador y gallero. Todos estos ejercicios eran circunstanciales y transitorios, y los cambiaba dado su temperamento inquieto, aventurero y guerrero, por las armas, que eran su delirio, su vocación permanente, básica, definitiva; por las armas reivindicadoras y vindicadoras, como decía él, seguido que estrellaba el primer cojetazo en uno de los cuatro puntos cardinales de la convulsiva República. No se habían cicatrizado aún las heridas profundas que habían hecho en el crédito político, económico y social, en el mismo corazón de la república, la llamada “Revolución de la Unión”, ese amasijo de felonías y fechorías, de ambiciones y de crímenes, en la que tomó parte activa, activísima y decisiva, el malicioso Cándido Espuela, cuando la llamada Revolución de la “Desunión”, la más cruenta y salvaje de todas las habidas, prendió de nuevo la tea de la guerra civil, cuyas llamas iluminaron, trágicamente, a esta tierra nuestra, la más dulce, la más bella, la más fecunda y desgraciada del mundo. Una de esas mañanas alegres, del precioso y canoro valle de La Vega Real –recargado siempre de perfumes bucólicos– se sintió, de súbito, un tá, tá, tí, tá, un toque de corneta de los lados de la Cigua, por donde un sobrino del polivalente Cándido Espuela, polivalente y bélico, llamado Turín, un muchacho medio civilizado, honrado y trabajador, ajeno por completo a ventajas y canallerías de la malvada política criolla, que tenía una pulpería buenaza, hecha de hombre a hombre, con honradez, con el sudor de su frente, que es como aconsejó Dios que se haga el dinero, para que no envenene el alma, el pensamiento, la vida y la muerte… —Esa tropa –murmuró el joven y honrado comerciante–, segurito que es de tío Cachito, como le decía él cariñosamente, y como si le hubieran tocado un botón eléctrico, saltó hacia la parte afuera del mostrador, en mangas de camisa. Apenas habían desfilado, de uno en fondo, frente al bien surtido establecimiento de Turín, los veinte o treinta infelices campesinos, jocundos y chachareros, regalando saludos y adioses, de boca, de manos y de sombreros, cuando irrumpió en la amplia enramada anexa a la pulpería, el Jefe de la Columna, que venía a lomo de Cañonga, su mula baya, cañas negras, su ñoña, como decía él, que estaba para ese entonces que se le podía jugar dados en las nalgas, redonditas y lustrosas. *O. Vigil Díaz, autor de Góndolas (1912); Miserere Patricio (1915); Galeras de Pafos (1921); Del Sena al Ozama (1922); Orégano (1940); Lilís y Alejandrito (1956), y artículos y juicios críticos (fatamorgana) dispersos en diarios y revistas.
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Cándido Espuela venía armado hasta los dientes. Traía un sable de espejitos, un revólver nuvesiningo, cacha de nácar, con dos correas llenas de cápsulas preciosas. Un puñal pata e venao y un brogocito sobre las ingles. En el sombrero, con el ala levantada alante a lo mambí cubano, que le dejaba al descubierto la cara blanca, pero fuertemente tostada por el sol, un lazo grandísimo de candelón. En bandolera, la porturola, la cartuchera de búfalo, hecha en Santiago, y nuevecita también. —La bendición, tío Cachito. —Dios de bendiga, sobrino, y te haga un santo. —Desmóntese, tío; pa que tome café y se desayune. —Hombre sí, sobrino, te voy a complacei, poique eta milicia endiablá, me tiene, que a eta hora que tú ve, no me he echao ni un trago de jengibre en el buche. El malicioso, práctico y mentiroso Cándido Espuela, echó pie a tierra con dificultad, entorpecido por las armas superabundantemente innecesarias, y poco después de los abrazos, bendiciones y saludos, a familiares y extraños, tío y sobrino, con empalagosa amabilidad foránea, se sentaron a la mesa cibaeña, siempre oportuna, suculenta, nitrogenada, esa mesa digna de la caverna prehistórica, recargada de viandas humeantes, de huevos fritos con los cebollines y la clara achicharrada, de carne y longanizas fritas sin estáticas, sin burruqueos inciviles. Ya en el café, en el paladeo de ese aromático y sabroso café de La Vega, en el preciso momento filosófico en que Espuela encendía un cigarro, el sobrino, que lo quería y que ya tenía su trompo embollado, le rastrilló a boca de jarro: —Tío, perdóneme la pregunta, ¿pero para dónde va uté con esa tropita?… —Para dónde voy a dir, muchacho, parriba, pai sitio de la Capitai. —Dispénseme, tío Cachito, pero dígame, ¿cuándo e que usté va a entrai en juicio?… Uté no sabe que la cosa pallá arriba está que arde. A Eliseo y otro General colúo le han rompío la caja dei pecho de un cañonazo. Si a usté lo malogran en una de esas sabanas grandísimas, se lo comen los perros, ahí no entierran a nadie. Si uté se muere pacá, le llenan la sepultura de clavellina y estefanotas, toitico el mundo lo llora, le hacen un rincón bien gritao, y una misa con música. Cómo se le ocurre, cojei ahora parriba, licencie esa tropita en llegando a Pontón, y vuéivase, que usté es un hombre muy querío, útil, necesario, indispensable, sin uté su pueblo no es pueblo, quédese poi Dió, no vaya a paite. Espuela, con la barba sobre el pecho, afectadamente enternecido y agradecido por las cándidas reflexiones del sobrino, le contestó: —Tropita no, sobrino, tropa y de la buenaza, de la caliente, de esas que dejan el sitio pelaito largando plomo. Pero, después de to, no te preocupe, que yo nunca me adentro mucho en la chispa, yo peleo siempre detrá del jumo, que digamos, –y echándose la porturola, la cartuchera de búfalo, sobre el ombligo– ve, –le dijo, y fue sacando y poniendo sobre la mesa: Un pedacito de corcho, un cabo de vela de cera, tres cajas de fósforo, dos juegos de barajas españolas viboreá, dos dados cargados en tres suertes en la carrera, y una panela de dulce de leche. Sobrino, yo no he matao ni pienso matai a naide. Y hurgando de nuevo hasta el fondo de la porturola de búfalo, sacó y le mostró al sobrino algunas cápsulas, haciéndole notar sus condiciones inofensivas. —Ve, sobrino, son de güebo e chivo y mi carabina es un brogocito; y después de relojear los contornos de la pulpería, por si había moros en la corte, le dijo casi en el estribo del oído: 188
SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II
—En el último sitio, en el de la Unión, yo me gané mil pesos. Déjame jacei, que yo no dentro en eta cosas sino poi negocio na má, yo no creo en nada ni en naide… Y le echó la pierna a Cañonga, que piafaba en la enramada, loca por tragar tierra caliente, tierra de guerra…
CUENTO DE CAMINO Por qué el negro tiene la piel así*
A la sombra de caoba corpulenta reposan Jesucristo y San Pedro, después de andar por el mundo mejorando la suerte de los mortales. El mal se alejaba momentáneamente de la tierra, y el divino Jesús quiso, además de todo el bien realizado, otorgarle un don a cada ejemplar de las razas humanas. Entonces fue cuando San Pedro hizo comparecer al indio, al blanco, al negro, al amarillo y al mulato. Trató de colocar al negro en lugar de preferencia, compadecido de haberlo visto trabajar de seis a seis, tostado por el sol y en ocasiones bajo torrenciales aguaceros. Y su mirada, a la que nada se esconde, notó que el negro se deslizaba, se evadía colocándose en la retaguardia. —Jesús –habló San Pedro– está satisfecho del regular comportamiento de ustedes y, compadecido por los viejos padecimientos de todos, quiere otorgarle un don a cada uno. Pídele tú lo que más deseas, –le ordenó al blanco. —Señor –suplicó el aludido arrodillándose ante el Redentor del mundo– dame una chispa de tu sabiduría. Tengo fe y con tu ayuda sabré descubrir medios para aliviar y mejorar la suerte de mis semejantes. —Otorgada te es: estudia y sabrás… –le dijo el Señor. —Pídele ahora tú, –le ordenó San Pedro al amarillo. —Señor, que una chispa de tu lumbre resplandezca en la hoja de mi espada: quiero ser un conquistador. Por la memoria del llavero eterno pasaron sombras diversas, chorreando sangre… y las pupilas se le nublaron. —Otorgada te es, y conquistarás mientras seas clemente; –díjole Dios. —Pídele tú, –le ordenó San Pedro al indio sin volver a mirar al amarillo. —Quiero una brasa de tu luz, Señor, para encender el tabaco de mi cachimbo, y fumar, y soñar… –suspiró éste. —Otorgada te es: tómala, fuma y… sueña; –le dijo Jesucristo envolviéndole las ideas en la humareda en que se convertía el tabaco de su cachimbo. —Pídele tú, –le ordenó San Pedro al mulato mirándole hasta el fondo de la conciencia y sin pizca de simpatía. —Dame, buen Dios, la chispita necesaria para mantener encendido el fuego de mis apetitos: quiero gozar… ¡Gozar y gozar y no perder el gusto! —Otorgada te es, –suspiró Jesús–. Peca y… arrepentido, reza. Y el negro, receloso, no se acercaba. Un viento manso venía de más allá del mar, voló sobre la llanura y, feliz, acarició durante un rato las sedosas y abundantes barbas del llavero eterno, quien, dulcificando aún más la voz, ordenó con simpatía: *Este cuento de camino, o folklórico, le fue dictado en Enriquillo a Sócrates Nolasco por el señor Numa Pompilio Sánchez, ahora ciego, de setenta años de edad, quien fue Juez Alcalde durante varios años.
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—No seas tan tímido; acércate y pide. Entonces el negro, sospechando como ante un recodo del camino real, se rascó la cabeza y mirando de soslayo, precavidamente dijo: —Mire, Siño Jesucrito, y Uté, don San Pedro… no se preocupen por mí, que yo ando atrá d’esta gente: soy el encargao de llevale las maletas. Y desde aquel lejano día, por haber preferido a una chispita divina la desconfianza, hija de la malicia, anda y andará el negro con la piel a oscuras sabrá Dios hasta cuándo.
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No. 16
J. M. sanz lajara el candado
Prólogo Manuel Valldeperes
prólogo Cuando J. M. Sanz Lajara publicó en 1949, los primeros cuentos de ambiente americano en su libro Cotopaxi, hizo, en las palabras de presentación, una confesión que es válida para toda su obra posterior. “Alguien dijo, hablando de la vida –escribía hace diez años–, que en ella existe toda plasmación. Añadiremos que la fantasía en literatura está desapareciendo, si no ha desaparecido ya. Este libro se formó en la vida, con ella y de ella. Los hombres que voy a presentar cruzaron sus caminos con el mío. Las mujeres pasaron por mi puerta y algunas –¡benditas sean!– dejaron un beso, una caricia y una que otra lágrima, que sin dolor no hay sentido del propio destino”. Refiriéndonos a este libro –cuentos y narraciones ecuatorianos–, dijimos: “Sanz Lajara es un escritor que aspira a la máxima naturalidad y también a la más diáfana claridad descriptiva. Leyendo las páginas de Cotopaxi se siente la sensación del contacto directo con lo que en ellas se describe. El paisaje adquiere extraordinaria grandeza, no porque haya acertado a presentarlo en su natural fisonomía, sino por haber sabido descifrar su misterio y descubrírnoslo con emocionada sinceridad. Y si ha sabido calar hondo en la entraña de la tierra, de una tierra serena y colérica al mismo tiempo, poblada de volcanes, no ha sido menor su acierto al presentarnos a los hombres que la animan con sus cantos y que la riegan con sus lágrimas. Cotopaxi cuenta, pues, con el respaldo de la vida”. “La vida es el hombre –agregábamos–. Por eso Cotopaxi recoge las verdades de la vida, ora alegres ora trágicas, al través de lo cotidiano, de la simplicidad de lo cotidiano. El emético Pedro, el terrible Juan Manuel, la cerril Maruja y la romántica Sheila, para no citar más que algunos de los tipos que desfilan por ese retablo de amor, son seres arrancados de la realidad. Seres a quienes el autor ha visto amorosamente y ha tratado en su diario vivir. Sus huellas están en el libro en la plenitud de su vivencia espiritual. El fervor descriptivo es lo que Sanz Lajara ha puesto en ellos para que el instante de vida que ha captado tenga, además de verismo, impresa la huella de la emoción verdadera. Y esto es lo que hace que Cotopaxi sea, no sólo una biografía con alma, sino la captación amorosa –y por amorosa espiritualizada– del alma de un pueblo”. En Aconcagua, libro de cuentos publicado en 1951, Sanz Lajara sigue las mismas sendas vitales de Cotopaxi. Vitales y luminosas, porque ambos libros se formaron en la vida –con ella y de ella–, para ser vida a su vez: vida animada por un tesoro inapreciable de experiencias. Conocedor de América –hombre y paisaje, acción y ambiente–, Sanz Lajara nos presenta un “Aconcagua”, relatado con la emoción del observador inquieto, lo que su escrutadora mirada ha descubierto, fuera de lo común, por tierras del Perú, de Chile, del Brasil y de la Argentina. Son hombres y mujeres de América, con sus peculiaridades al descubierto, porque nos las presenta con el corazón palpitante, dentro de un ambiente tan real como incitante. En el libro de ahora, en El Candado –veinte cuentos de ambiente continental–, al igual que en Cotopaxi y en Aconcagua, el hombre de América y la América misma, palpitan. El americanismo de este libro –americanismo con anhelos y angustias para y por el hombre universal– no discrimina: presenta los hechos con toda su intrínseca e influyente veracidad. Por eso, precisamente, el hombre de América se reconoce en sus páginas. Se reconoce como colectividad con un destino común y con la sola ambición de este destino. Ha dicho Sanz Lajara, para resumir ese esencial americanismo: “…hay en esta América tanto y tanto de ver y de amar, que no hace falta mirar a otra parte. Bajo sus cielos azules, 193
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conviviendo con sus pueblos y razas, siendo parte de ellos, se acerca uno bastante a la felicidad”. Y a descubrir esta felicidad, después de haber descubierto el hombre y el paisaje americanos –su naturaleza incitante–, tienden las inquietantes y sutiles páginas de El Candado. A descubrir esta felicidad al través de la vida cotidiana, con todo lo que hay en ella de alegre y de bueno y también de angustia y sufrimiento. Las páginas de este libro resuman, como las de Cotopaxi, como las de Aconcagua, una profunda compenetración espiritual con el medio y un hondo conocimiento de la realidad. De esta comprensión y de esta penetración, tanto como de la manera directa y simple de narrar los hechos, no exenta de un dulce hálito poético, surge la impresionante sinceridad de los cuentos de El Candado. Escritor ávido de vida, Sanz Lajara capta lo que trasciende de esta tierra recatada y virgen y la ama. Este amor es lo que ha dejado flotando en el libro para hacer cierta su propia afirmación: para hablar de montañas hay que amar a las montañas, para hablar de hombres hay que amar y comprender a los hombres. Y de amor y comprensión está hecha su obra. Es sorprendente comprobar cómo, en un estilo impresionista, ágil y vigoroso al mismo tiempo, va arrancando Sanz Lajara los secretos a la naturaleza y al hombre para describirlos con precisión y claridad. Y es sorprendente comprobar, también, cómo se va perfilando la biografía de la vida, al través de pinceladas nerviosas, en las páginas emocionadas y emocionantes de El Candado. Esta difícil facilidad es la que acredita a Sanz Lajara como escritor de temple. Como un escritor de temple que sabe descubrir en la actualidad viva lo que hay de legendario en América y que el hombre no ha dejado morir para que perdure su singular contextura psicológica. Los tipos cuyo instante de vida ha captado Sanz Lajara en sus cuentos son diversos, con esa diversidad que hace infinita en matices la biografía del hombre. De esa diversidad ha sacado provecho el autor para ofrecernos una síntesis de la vida del hombre americano. Y si es cierto que nos ha presentado a todos y a cada uno de ellos con amor, también lo es que por ese amor, por su fidelidad a ese amor, no ha dejado de ser fiel a la verdad. De Camilo a Luis y de la joven María a la negra Ángela hay un abismo que vencer; pero flotando por sobre ese abismo de caracteres está la vida, triunfante, con su lastre de angustias y de dolores y también de sanas alegrías: la sana alegría de vivir, que es la gran esperanza y el gran estímulo del hombre. Y esto –el alma de un continente– es lo que late en los cuentos de Sanz Lajara.
Se ha dicho que el cuento literario es la transformación de la verdad verdadera, al través de una mente apasionada, hasta convertirla en una mentira bella. Esto no es el caso de Sanz Lajara, cuya originalidad, que es una transposición de la realidad más íntima, constituye una protección contra interferencias extrañas o, si se quiere, contra la violación, por ajenas sensibilidades, de una intimidad en carne viva. Ya hemos dicho que el autor de Cotopaxi, de Aconcagua y de El Candado aprehende, en sus cuentos, los secretos de la naturaleza y del hombre para describirlos con precisión y claridad, sin quedarse nunca en el interés puramente descriptivo. Por eso se mantiene en ese punto intermedio, vital y emotivo al mismo tiempo, entre el desprecio de los hechos, que conduce a un lirismo estéril, y la supervaloración de éstos, que nos sitúa en el campo estricto del reportaje. 194
J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO
Sanz Lajara es un escritor original, de la estirpe de los grandes de América, porque contempla la vida con afán analítico. La desnuda, la desmonta y la reconstruye con su propia personalidad revelada de adentro hacia afuera; pero no desarma nunca la estructura interna de la realidad para narrar los hechos. Tampoco cae en el boceto costumbrista, porque en sus narraciones hay emoción. Por eso sus cuentos son cauce de una expresión netamente americana. Todos los personajes de los cuentos de El Candado y de sus libros anteriores –Cotopaxi y Aconcagua– son reales, vivos, arrancados de la desnuda y aleccionadora realidad de cada día y el autor no los aparta, al darles vida literaria, de esa realidad, de su realidad. Son seres que no se miran vivir, sino que viven. Sus miradas se vuelven hacia adentro para verse tal como son, para mostrarse, en la plenitud de su vigencia humana, tal como son. En ninguno de los humildes personajes que nos presenta Sanz Lajara, tan llenos de vida, tan sublimes en el dolor, tan esperanzados, hay el más mínimo atisbo de falsedad. Son reales –algunas veces cruelmente reales– y, sin embargo, destilan poesía. La misma poesía con que el autor va creando el ambiente que les circunda. Así son María de La casa grande, tan serena en el amor; Paulo, el de la vida bien vivida, de El sueño; Isaías y Ángela, los negros felices de El milagro; el indio Osvaldo, sumergido en el recuerdo de Shirma… Así son todos los hombres y mujeres a cuya vida nos acerca. Es que Sanz Lajara nos presenta al hombre como parte articulada de la naturaleza, en su esencia humana y vinculado al medio para que su espíritu trascienda y se manifieste ampliamente. Así es como surge el fondo de poesía que hay en sus cuentos y, sobre todo, su calidad pictórica, alucinante y emotiva. Y así es como consigue que sus descripciones posean una emocionante y sugestiva plasticidad. Pero, a pesar de su poder de sugestión, no es la existencia de los personajes –lo real de esa existencia– lo que más nos impresiona en los cuentos de Sanz Lajara, sino su vida espiritual, con todo lo que hay en ella de videncia y de presentimiento, de sugestión de otras vidas. Se trata de un trasunto de lo individual a lo universal y humano al través del cual trata de descubrir el sentido superior del hombre como paso seguro hacia la fijación de su destino. La nacionalidad no es una obligación impuesta al escritor, sino una necesidad intrínseca de su obra y, por consiguiente, un atributo de ésta: la fuerza y la vivencia del origen. Por eso, a pesar del ámbito americano de los cuentos de Sanz Lajara, la presencia del dominicano está latente en todos ellos. Y es desde este espíritu, precisamente, que ve lo americano con claridad y simpatía, con amor y, sobre todo, con esperanza. Su estilo es claro porque ve las cosas con claridad y las dice de manera convincente. Prosa clara, diáfana, dinámica en la que las palabras, imbuidas de aliento poético y de humano temblor, nos dan una idea exacta de su valor: la más adecuada a las ideas y a los sentimientos que expresan. Esta claridad es parte muy importante de la originalidad que se manifiesta en El Candado. Ahora que la pasión creadora de América se ha concentrado, para dar en el cuento lo más peculiar y lo más auténtico de sí misma, J. M. Sanz Lajara ha de ser tenido por uno de los escritores más representativos de nuestro Continente, porque esta pasión creadora –reveladora– está viva en él, con toda su influencia trascendente. Manuel Valldeperes Ciudad Trujillo, mayo de 1959.
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Sanz Lajara recoge en este libro un grupo de cuentos que ha recorrido América y Europa. Mundo Hispánico en Madrid, La Prensa en Lima, Clarín y el Nacional en Buenos Aires, Hablemos en New York, Américas en Washington, Correo da Manha y Tribuna de Imprensa en Río de Janeiro, publicaron oportunamente lo mejor de esta cosecha del escritor dominicano que ya es propiedad del gran público continental. Cuando el autor era embajador en el Brasil, un grupo de intelectuales formó en aquella capital una peña literaria que recibió el nombre de Rui Barbossa. La edición brasileña de estos cuentos dijo entonces: “El Candado, El Charco, El Otro, El Feo, no sólo caracterizan a un escritor, señalándolo definitivamente como uno de los artistas más perfectos, sino que, sobre todo, lo inscriben entre los creadores dotados en igual dosis de la llama del talento y del secreto de la artesanía, pues él es artista y artesano, como lo son pocos cuentistas contemporáneos que, frecuentemente, hacen cuentos perfectos a su manera, despreciando las reglas del género”. (O Cadeado, página 128). “Estos cuentos forman, desde ahora, parte de una antología del cuento americano que ha de ser hecha sin prejuicios y preconceptos. Para que un cuentista pueda ser llamado maestro en el género, para que sus historias se transformen en eso que se acostumbra llamar literatura en vida inmediata, en vida vivida y sufrida, no es necesario otra cosa, no se precisan otros elementos que esos usados por Sanz Lajara con tal fuerza –y firmeza– que después de la primera página de cualquiera de sus trabajos se cautiva al lector y después de la última lo obliga a quitarse el sombrero. Quitemos, pues, el sombrero”.
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J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO
El candado —¡Váyase, compadre! ¿No está viendo que bebió demasiado? —Sírvame otro, otro no me hará mal. Camilo inclinó la cabeza sobre la mesa y se hundió los puños en las mejillas. En la calle un viento frío golpeaba las casas dormidas. En la taberna el humo de los cigarros no podía salir. —Deme, –ordenó Camilo– este último será el mejor. No quería volver a casa. Estaba, de pronto, cansado de luchar contra su corazón que adoraba a Elena y contra su orgullo que deseaba matarla. Eran cosas de hombre y cosas de indio todos los pensamientos de Camilo. Apuró su trago y suspiró. Seguramente que llevaba caminados muchos suspiros aquella noche. Y muchas maldiciones, encerradas en su pecho, como el humo de la taberna que no podía salir. —Voy a cerrar –dijo el tabernero, con una voz sin apelación. Los indios se fueron levantando a regañadientes, como si la muerte les hubiese llegado en la última copa. Camilo quedó sentado, encogido dentro de su dolor. —¡Ándale, Camilo! –le suplicó el tabernero, cuando los dos estuvieron solos en el salón acallado. Se levantó, irguió la cabeza, se echó atrás el pelo, caminó hacia la puerta. Sentía que el piso le golpeaba con su oleaje y que las paredes estaban bailando una danza triste, como la música que los indios entonan en tiempo de sequía. En mitad de la calleja se detuvo y respiró con los brazos abiertos. —No se me pierda, compadre –oyó decir al tabernero–, mire que la Elena luego me echa la culpa. Camilo se movió cuesta arriba, sobre los adoquines que resbalaban en sus alpargatas. Las montañas se inclinaban para recoger, suavemente, a la arcaica ciudad violeta. Una luna de pizarra saltaba de un cerro al otro, borracha de distancias, como Camilo. En las puertas cerradas no había ningún candado. Los indios dormían, o hacían el amor, o sufrían, o rezaban, o estaban quietos, esperando morir en una noche así, de luna de pizarra encima de la ciudad violeta. Camilo sabía que en la puerta de su casa no habría candado. Era esa su ilusión, su gran esperanza, masticada entre tragos, soñada ante la mesa de la taberna, en las horas de sueños y de temores. Y si no había candado, podría tocar con escándalo para que Elena le abriese y en Elena descargar su hambre de besos y su fiebre de mimos. Iba solitario, luchando contra la calle que se alzaba y se caía, como el lecho tormentoso de un río, como las grietas misteriosas de un glaciar. Contó las puertas, contó las casas. En ésta nació un niño que no vería la luz del sol, en aquélla murió un viejo muy viejo, de cara ovejuna y nariz ganchuda, en esa otra presintió silencio, el silencio que dejan los hombres y las mujeres que no son más. Y Camilo estuvo frente a su puerta. Y sintió temblíos, porque en su puerta, colgado como un pezón, estaba el candado. Elena su mujer no había regresado, y Camilo tuvo ganas de llorar. Miró al candado, lo tocó con sus manos, lo acarició. Luego descargó en él una patada, y otras muchas, y en ellas su ira y su encono, sus furias de macho vencido. Se arrodilló, cerró los ojos. —¡Mi Elena! –monologó. ¡Mi Elena del alma! ¿Por qué te has ido? ¿No ves que te quiero, no ves que no puedo vivir sin ti? 197
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
Sus palabras rebotaron en la calle desierta, de casa en casa, de esquina en esquina, desesperadas y calientes, como animalitos acabados de nacer. Después volvieron hasta su boca, abierta en la noche como un pozo insondable. —Un hombre sólo quiere a una mujer, Elena. Yo te quise desde niña, desde que jugábamos en el valle y nos bañábamos en el río. Tú no tienes otro dueño, yo no tengo otra dueña. Nos conocemos como la tierra al agua que baja de las nubes, Elena. ¿Por qué me haces caso? ¿No ves que soy el más bruto de los indios, el más imbécil de los hombres? ¡Mi Elena! Tú cerraste esta puerta, para dejarme en la calle, borracho como estoy, sufriendo como estoy… Se agrandaba el lamento, un lamento que iba perdiendo orgullo a medida que crecía y enjuagaba el candado con saliva. Camilo lloraba con lágrimas grandes. Hipaba, se contorsionaba. La luna se había aquietado sobre un cerro. La ciudad no se movía, a pesar de que los perros ladraban su intranquilidad. —Yo no puedo dejar de quererte, Elena, no podría jamás. ¿No sabías que tú eres la cosecha y la lluvia, la paz y el amor, mis hijos y mis locuras? Perdona mis golpes, perdona mis insultos, perdona a tu Camilo… Sé que he afrentado a tu cuerpo, pero también puse en él todas las ansias que traje de mi padre. ¡Elena…! El nombre de la mujer ausente se elevaba ante la puerta, hendía los maderos y entraba al cuarto oscuro y vacío, donde esa noche Elena no había venido a dormir, ni a esperar la paliza de Camilo. Y el indio siguió llorando, a la callandita, con unos ruidos que parecían de ratón, con unos ruidos que arañaban la puerta o hacían tintinear al candado, siempre colgado como un pezón. —¡Mentira que eres mala! ¿Me oyes? ¡Mentira! Son cosas que me invento para hacerte sufrir, para que sepas que yo soy el macho, que yo mando en mi casa, en mi cama, en tu cuerpo, en tu corazón. ¡Porque soy muy macho! Le parto el pescuezo al que te mire… No lo dudes, Elena. No me importa que los niños te hayan ablandado la barriga, ni que tus pechos no sean los palomos de nuestra juventud. ¡No me importa! Lo que me importa es tu abrazo, es tu llanto, son tus ojos que cuidan mi sueño de borracho, que saben cuando los niños tienen fiebre. Lo que quiero es que te quiero. ¡Y te quiero tanto que ya no tengo orgullo y te lloro, Elena, te lloro como si toditas mis lágrimas no me bastaran, y me fuera preciso irme al río, y allí mojarme los ojos, para llorar más! ¡Qué poco hombre he sido, Elena, qué poco macho que soy para ti! Comenzaba a bajar la niebla de la serranía. Del negro costillar de los volcanes fue cayendo la sábana envolvente, en la que pronto se arropó, llena de frío, la ciudad. Y los indios dormidos la sintieron llegar hasta sus lechos, encogiéndolos como bestias gastadas, como ramas de un árbol que arrancó el huracán. —¡Elena! –mugía Camilo, arrodillado ante el candado que no quería contestarle. Ya le dolían las piernas y las rodillas ante aquel altar solitario–. ¡Mi Elenita buena, mi Elenita mansa, mi Elenita santa, más santa y más buena que todas las santas…! Déjame entrar, Elena, déjame entrar a mi cama y besarte, besarte mucho, como yo sé que a ti te gusta que te besen cuando hace frío. Déjame que durmamos juntos, como siempre hemos dormido. No te he de pegar, Elena, no te he de pegar más. Camilo sintió frío, el frío seco y agudo de los indios que se emborrachan ante las zambas y en los zaguanes, el frío que mata los animales en los páramos o enloquece a los volcanes. Pero su llanto, saliéndole del pecho y corriéndole por las mejillas, le calentaba la boca y las manos, sus manos hechas zarpas sobre el candado. 198
J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO
—Elena, ya me estoy enojando, ya me están cargando tus indiferencias. ¡Abre esta puerta, Elena! Quita este maldito candado que no me deja verte, ni besar tu boca, ni morder tu pelo, ni decirte al oído, bien cerquita, todas las cosas que tanto te gustan… ¿Te recuerdas cuando nació el Emilio, y la Elenita, y los mellizos, y el Josecito, y las mellizas? Nuestro amor es grande, tan grande como los montes… Cayó el borracho sobre la calzada y cerró los ojos. En el principio de su sueño profundo le dio un beso a Elena. Y con el beso aquél, un abrazo apretado, un abrazo amoroso, de vuelta a la vida, de vuelta a su mujer que regresaba. Amaneció. El sol anduvo buscando camino en la cordillera y se coló al fin por el desfiladero, y entró a la ciudad sin premuras, como si su visita fuera cosa manoseada y común. Luego los indios, desperezándose, fueron asomando sus caras en las puertas entreabiertas y uno que otro levantó los ojos, saludando al sol, o persignándose, sin comprender el nuevo amanecer. —Ahí está el Camilo, borracho como siempre; ¡qué hombre, Dios mío! Pobre de la Elena! Aguantarse un marido que no sirve para nada… Tímidas como hormigas, despertadas de un sueño sin descanso, murmuraron las mujeres camino de la ciudad. Y los niños, emponchados, comenzaron a corretear en la calleja. Uno de ellos envió una piedra, que golpeó sonoramente el candado de la puerta de Camilo. Después llegó Elena, con la fila de los inditos detrás. —Sin ruido, hijos, que vuestro padre está mal otra vez. Pasó sobre el cuerpo de Camilo, abrió el candado con una llave grande y pesada y rogó a los hijos: —Ayúdadme… No le despertéis… Cargaron a Camilo, como en un entierro. Le llevaron a su cama y le arroparon cuidadosamente. Después Elena se asomó a la puerta y antes de guardar el candado, se puso a llorar silenciosamente en un rincón. Allí estuvo unos minutos, antes de comenzar a preparar el desayuno, usando de algunas de las lágrimas que tenía guardadas en el pecho, desde que era niña, hasta que fuera vieja.
La casa grande Era una casa con historia. Casi con mil historias. Se alzaba en lo alto de la colina y se subía a ella por un caminito resquebrajado y pedregoso. Tenía ancha balconada y ventanas azules, que eran los ojos de la blanca pared de cal. Hubiera sido una casa más, de no ser por las luces que la abrillaban de noche y las risas que saltaban hasta el valle como cohetes. Además, en la casa grande siempre había hombres y mujeres, muchos hombres y muchas mujeres. Y risas, risas y risotadas y aun carcajadas. Nadie había buscado lágrimas en la casa grande. Cuando trajeron a María a la casa grande, María todavía era niña, un ovillo de carne acremada, con dos ojos profundos y verdes, como agua de mar tropical, y un cuerpito rosado y débil, tan débil que en él los movimientos parecían cansados antes de comenzar. La entregaron de noche y allí se quedó, remota y perdida, envuelta en las luces, el ruido, y el taconeo de las mujeres, desconocida por los hombres que no podían comprenderla. Después, con los años, María fue en la casa grande sólo una cosa, sin sexo, sin palabras, con el hálito de vida indispensable para no ser confundida con las alfombras o con la escupidera. 199
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Luis era del pueblo, como los árboles o las piedras. Y el padre de Luis, y el abuelo de Luis, también eran del pueblo. Y como Luis sabía que el padre suyo y el abuelo suyo conocían la casa grande, en Luis, desde muy niño, latió el deseo de conocer la casa grande. Le atraían las luces y las risas y sobre todo el perfume que un día percibió en una de las mujeres de la casa grande cuando ella pasó por su lado, en una calle del pueblo. Eran muy conocidas las mujeres de la casa grande. Como habían llegado de todos los caminos y sabían de todas las historias, y además amaban en todos los amores, la gente respetaba un poco a las mujeres de la casa grande. No tenían nombres exóticos ni grandes preocupaciones, algunas no sabían leer y la mayoría era holgazana, un rebaño de hembras que vivía de noche. Y esto último estaba muy de acuerdo con la voluntad y los deseos de los hombres del pueblo. Y aun de los hombres de algunos pueblos vecinos. Y hasta de otros pueblos que no eran vecinos. Por eso Luis oyó decir una vez que sin la casa grande toda aquella comarca hubiera sido de lo más aburrida. Los pensamientos de Luis respecto a la casa grande eran muy diversos. Noches hubo en que la comparó con un coche que corría por el bosque; noches en que odió la algazara que de ella salía hasta meterse debajo de su almohada, no dejándole dormir; noches en las que, sin entenderlo bien, deseó que la casa grande fuera un bote de río y él su piloto, para llevársela hasta el mar y dormirse en las olas. Eran pensamientos invertebrados, los pensamientos sin huesos de los niños que todavía no saben amar. Luis creció alto de cuerpo, un mulatón con el arqueo de un gorila y la fuerza de una locomotora, aunque una locomotora a vapor, no eléctrica, porque sería demasiada fuerza en un hombre. Gustaba cosas raras Luis. Gustaba de bañarse bajo la lluvia, de montar caballos al pelo, de comer frutas de ramas altas y luego, cuando la escuela le metió la lectura en el último recoveco del cráneo, gustó Luis de leer a solas libros de cuentos y novelas, imaginándose que él era siempre el héroe, malo o bueno, en derredor de quien la trama era urdida. Un día se encontraron en el río Luis y María. —¿Quién eres? –le preguntó ella. —Soy Luis. A nadie tengo miedo. María deseó reír, pero no se atrevio y dijo: —Yo soy María –y bajando los ojos, agregó–: Vivo en la casa grande. Luis la miró con curiosidad. Las mujeres de la casa grande no eran tan tímidas, ni andaban con los labios secos de pintura, ni hablaban, en el río, con mulatos como él. Luis decidió que aquella mujercita le engañaba y se mostró receloso. —No creo que seas de la casa grande. No estás perfumada –sentenció. —Y sin embargo –afirmó María–, soy de la casa grande. Luis la vio desaparecer en la hojarasca y oyó, minutos más tarde, el golpe aplastado de un cuerpo cayendo en el agua de la poza. Luis quiso ver aquel cuerpo, porque era el cuerpo de una mujer de la casa grande. Y Luis se abrió paso por entre las lianas, hasta encaramarse en la ribera. Y allí se quedó sin aliento, con los ojos y el corazón tumultuosos. Nunca más pudo dormir Luis tranquilamente, ni pensar con orden, ni sentirse héroe, ni comer con apetito. En Luis los sueños siempre llegaban con una moza desnuda que nadaba en aguas translúcidas, los pensamientos eran de una moza desnuda que besaba su frente, la heroicidad era salvar a una moza desnuda de un torrente y el hambre era poner suculentos manjares en la boca de una moza desnuda. En la boca de una moza de la casa grande. En la boca de una moza que él deseaba besar. 200
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En las noches rieladas de otoño, Luis se pasaba las horas en una hamaca, contemplando a la casa grande. Y cuando las risotadas tocaban la puerta de su oído, o cuando la música llegaba en la mecedora del viento, o cuando las luces danzaban un vals en sus ojos, Luis temblaba febrilmente y se sonaba los dedos, como si fueran palillos usados. Y era que en risas, luces y música, Luis cuajaba sus ansias de visitar y conocer la casa grande, y en la casa grande a María, la moza desnuda de la poza en el río. —Ya estás hecho un grandulón –le había dicho su padre–. Habrá que casarte, muchacho. —¿Por qué, mi viejo? Yo no tengo prisa. —No es cuestión de prisa, hijo mío, es cuestión de la vida. Pero Luis no quedaba convencido. Pensar en otra mujer que no fuese María era absurdo; era como bañarse sin estar sucio o comer sin tener hambre. Y Luis siguió contemplando a la casa grande y soñando con la carne acremada y los ojos profundos y verdes de María. —Yo quiero conocer la casa grande –dijo al padre una tarde. Y el viejo le clavó un bofetón en la curva de las mejillas. Y mirándole de hito en hito, le amonestó: —¡Desgraciado! ¡Atrevido! Ahí sólo hay vicio, perdición… Te prohíbo que vuelvas a hablarme de eso. El padre de Luis era un padre sin imaginación. De seguro creía que a los hijos se les educa mejor a palos o que la vida es una cosa y no una vida. Eso, a pesar de que el padre de Luis era un buen hombre y un no muy mal padre. —Madre –le preguntó Luis a la vieja–, ¿qué hay en la casa grande para que yo no pueda visitarla? —Todas las cosas que a tu padre le gustaban cuando mozo –replicó ella, porque ese día estaba enojada con el marido. —Entonces, ¿puedo ir a verla? —No hijo, porque no basta con ver a la casa grande para poder entenderla. —Explícate, madre. —No, hijo. Las madres no podemos hablar de aquello que sabemos mejor que los padres. Y Luis siguió aturdido y confuso, como un árbol azotado por la ventisca. Y pensando en María, como un desierto en la lluvia. En la casa grande, mientras tanto, María era esa cosa que se llama a todas horas y en la que no se piensa, eso que no duerme ni responde ni sufre ni puede ir al baño ni mucho menos reír o llorar. María era un adorno, un mueble, una incomodidad, un adefesio, una sábana, una prenda interior, a veces un insulto, un empellón, una caricia sin objeto. Las mujeres de la casa grande estaban, la mayor parte del tiempo, demás ocupadas para ver a María y los hombres de la casa grande eran hombres enloquecidos, hombres atormentados y hasta hombres avergonzados. Por eso María no fue objeto de sus búsquedas ni de sus desprecios. —Lo más que puedes esperar tú –le había dicho doña Nené, la dueña de la casa–, es engordar un poco, desarrollarte, hija, y ser una de las nuestras. María, como siempre, había asentido con su cabeza gacha, un banderín desgarrado en una batalla. Pero a solas María se había atrevido a pensar y a comparar. Ella no quería gritar cuando el pueblo dormía, ni recibir el aliento de hombres a quienes no conocía, ni llorar cuando, de mañana, los afeites quedaban en la almohada y en la casa grande sólo se veían caras sucias, caras tristes o rostros espantados ante el espejo. Y María comenzó a recordar a Luis, aquel muchachote que en el río le asegurara, muy seriamente, que él no tenía miedo. 201
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¿Miedo de qué? María tenía miedo de los puntapiés de los borrachos, de las blasfemias, de los vasos rotos, del amor, de la cara de un Cristo lleno de espinas que ella conservaba escondido entre sus ropas, como si mirarlo frente a frente pudiera provocar entre ellos un choque inexplicable. Por eso María admiró a Luis. Y lo mejor de su admiración era el saber que Luis nunca había estado en la casa grande. Para María los hombres que iban a la casa grande no eran muy hombres. Como el río era para Luis y María el lugar de un recuerdo, ambos regresaron a la poza y en ella a encontrarse y a hablar. Sorprendidos hallaron que a medida que las palabras se entrelazaban, un respeto mutuo nacía de sus cuerpos y aun de sus pensamientos. No era amor el de ellos todavía, porque ninguno de los dos conocía el amor. —¿Qué hay en la casa grande? –preguntaba Luis. Y como María no respondía, él se quedaba quieto, mirando la imagen de ella en el agua, encontrando que el agua nunca había estado tan linda. —Yo soy tan fuerte –afirmaba él otras veces–, que podría llevarte cargada hasta el horizonte. Ella no lo dudó y al recordarlo, en las noches de la casa grande, María temblaba incoerciblemente. Los encuentros de los muchachos en la poza fueron un día del conocimiento de los padres de Luis. —Te prohibimos –sentenciaron– ver a esa cualquiera. ¿Cómo puedes andar con una mujer de la casa grande? —Ella no es de la casa grande –había asegurado Luis. —Entonces, ¿dónde vive? —No importa. ¡Ella no es de la casa grande! Era el animal acorralado. Luis defendía a María con la misma fuerza con que había prometido cargaría hasta el horizonte. —¡Basta! –terminara el padre–. ¡Si la vuelves a ver te rompo la cabeza! Todas las mujeres de la casa grande son malas. Como Luis no era más que un muchacho, no reparó en la mirada de su madre. Ni en la vacilación del padre al salir del cuarto. Sin embargo, Luis supo allí mismo que desobedecería a los viejos por la primera vez. Indudablemente, Luis era un verdadero héroe. Y a la noche siguiente, Luis subió hasta la casa grande. Era noche vacía de estrellas y de cielo pegajoso. En la neblina de los cañaverales, la casa grande parecía un incendio. O, quizás, una rosa roja clavada en el pecho negro de la muerte. Pero Luis había leído tantos libros que a lo mejor eso era de alguno de los más aburridos. Le parecía mentira subir el camino pedregoso y poder volverse a mirar, atrás, el pueblo desde el cual tanto ansiara conocer la casa grande. Pero no era mentira. La casa grande, de cerca, no era tan grande. Era sólo una casa llena de luces y de ruidos y de música. Y en ella, en algún rincón, estaba María. Y Luis sólo quería conversar con María. Le pareció bien poca cosa la casa grande. Y tocó a una de sus puertas. —¿Qué quieres? –le preguntó una cabeza de colores. A Luis le entraron ganas de correr, porque nunca había visto una cara más fea ni una voz tan desagradable, pero se contuvo y respondió: —Quiero ver a María. —¿A María? –dijo la cabeza de colores, y alzando su voz desagradable, mandó un grito por toda la casa grande–: ¡María!… ¡María!… 202
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Luis experimentó la sensación de que se ahogaba. Le faltaba el aire y la camisa apretaba en su cuello como una soga de buey. El grito seguía caminando por la casa grande, como caminaba la angustia por el pecho de Luis. Pero el grito volvió y con él otra cara muy rara, como la de un cirio que pudiera hablar. —Yo soy María, ¿qué quieres? Luis miró dos veces. Y hasta una tercera vez. —Usted no es María –aseguró. La cara de cirio que hablaba se rió. Y la risa hizo eco en otras risas que salieron de los cuartos de la casa grande. “¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!” Así fue la risa, pero en la cabeza de Luis sonó como el pum, pum, pum de un cañón. —¡Usted no es María! ¡Quiero ver a María! Las dos cabezas de colores se reunieron y echaron humo de cigarrillos sobre Luis. Y nuevamente, la más vieja de ellas, dijo: —¿Conque María? ¿Eh? ¡María…! ¡Ven acá, desgraciada…! Y entonces respondió la María que Luis deseaba ver, porque las risas de la casa grande enmudecieron y hasta las cabezas de colores dejaron de reír. Era curiosa la sensación que tuvo Luis en el pecho, y en los ojos, y hasta en la boca. Pecho, ojos y boca estaban secos. Asomó la cabeza suave y menuda de María, su María, en la puerta de la casa grande. —María –dijo Luis. —Luis –dijo María, y añadió–: ¡Luis! ¿Tú aquí? —Quiero verte, María. ¡Quería verte tanto! —Yo también quería verte, Luis. De las ventanas y de las puertas, por los pasillos, caras de mujeres y de hombres se alzaron silenciosamente. Era una floración de cabezas y de ojos, como un abanico de carne y de humo. Y el abanico rodeó, poco a poco, a María y a Luis. Cesó la música de la casa grande. Y el silencio estuvo de pronto en la balconada, también rodeando a los dos muchachos que se miraban y remiraban. —María –dijo la voz de Luis, encalmadamente–, quiero que vengas conmigo, quiero que dejes la casa grande. —¿Estás seguro, Luis? ¿Estás seguro? —Lo estoy, María, lo estoy. Te cargaré hasta el horizonte. Soy fuerte, más fuerte que nadie, más fuerte que todos los hombres de la casa grande. —Lo eres, Luis. Yo lo sé, Luis. Y en la noche silenciosa de la casa grande, María dijo: —¡Llévame contigo, Luis, llévame contigo! No se volvieron, ni miraron nuevamente las cabezas raras enganchadas en puertas y ventanas, ni oyeron el murmullo, ni repararon en las risas recién nacidas que explotaban en la balconada, ni en la música que de nuevo inundaba la casa grande.
El otro Con las manos enlazadas en la nuca, Jorge cerró los ojos y trató de dormir. Sabía que sería el último sueño en su cama, en su cuartucho, en aquella ciudad. Pero no pudo dormir. Y eso también lo había presentido, porque no se puede dormir con sudor en las manos, hielo en el estómago y pensamientos gastados en el cerebro. 203
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En la calle oyó el rechinar de frenos, luego portezuelas que se cerraban y voces de hombres en el zaguán, haciendo preguntas que él sabía de memoria cómo eran. Pero ya no importaba, porque él era la respuesta y esta vez ni huiría ni lucharía. La huida y la lucha estaban detrás, en algún recodo de la vida. Jorge se quedó quieto y miró al techo, un techo lleno de sombras y vacío, como casi todos los techos de los cuartos por donde había paseado sus remordimientos. Veinte años para pensar no eran mucho tiempo. En un principio no fue fácil vivir con la seguridad de que ella estaba muerta. La cara ensangrentada de su amante no se podía borrar de un manotazo, con sólo recordarla en su impudicia, en su maldad, en su traición. Además, era una muerte suya. Había deseado eliminarla, sacarla de su cuarto, de su cama y de sus noches, echarla a la calle con los perros, o con esas mujerzuelas que se venden en las esquinas oscuras. Como no fue posible, esperó que otro lo hiciera. Y aquella tarde se cumplieron sus deseos y a ella la golpearon hasta la muerte. ¡Matar a una mujer! Cierto que para él no hubo más insomnios ni cansancio, lágrimas ni suspiros. La ausencia de ella era una ausencia cómoda, pero relativa. Le bastaba pensar que el otro la había asesinado y que ella estaba definitivamente muerta, para gozar mejor de su cama y de su cuarto, de la música que salía de la vitrola, de los libros que nadie podía ahora perder, del balcón por donde iban desfilando las nubes silenciosamente. Por todo esto prosiguió siendo amigo del criminal y hasta le cobró cariño. Le parecía que era un hombre valiente aquel hombre que había matado a su amante. En sus conversaciones con él, quiso preguntarle por qué lo había hecho tan sorpresivamente, sin que mediara con la víctima ningún lazo de afecto o de pasión. Pero decidió que no era conveniente, por si descubría que también con el criminal le había engañado su amante. Y así vivió. A la semana del crimen la policía opinó que era un suicidio. A él le dio risa, porque su amante no era mujer de quitarse la vida, sino de amargársela a otros, y mucho menos podía suicidarse una mujer golpeándose la cara con un bastón de acero. Indudablemente, los policías son hombres de poca imaginación. Se mudó del cuarto dónde la habían matado. No porque las paredes marrones ni el cuadrito de Modigliani le recordaran algunas escenas de amor. Ni tampoco porque en la mesita de noche estaba el florero japonés que una vez él le regaló a ella. La razón de la mudanza era porque estaba muy nervioso, había perdido el apetito y no se sentía nada bien de salud. —Usted –le dijo el médico–, es un sentimental. Aceptemos que su amante se ha ido para siempre. ¿Y qué? Perdone la franqueza, amigo mío, pero, no hay mujer que no podamos sustituir. En su caso, Irene era demasiado bella quizás, o demasiado inteligente. ¿Y qué? ¿Y qué? Jorge no había obedecido a un médico tan desconcertante y tan pueril en sus raciocinios. Además, poco se podía esperar de quien preguntaba incesantemente. Aquellos “¿Y qué?” no tenían sentido. Y Jorge no lo volvió a ver más. La ciudad era muy grande, tan grande que nadie sabía dónde terminaba, y Jorge también se fue de la ciudad. Se buscó un poblado chiquitín, tan pequeño que todo el mundo sabía dónde estaba y el número exacto de sus habitantes. Pero como en el poblado no se sintiera feliz, Jorge vivió en el campo, en una cabaña, en lo alto de un monte cubierto de pinares, con un riachuelo que llegaba hasta sus laderas, lo rodeaba y se marchaba bosque abajo, como un niño jugando al escondite. Allí Jorge pasó varios años, con la única compañía de su gran amigo, el asesino de su amante. 204
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La suya fue una amistad interesante. Conversaban en los atardeceres y en las noches, cuando hacía frío y ambos gustaban de beber interminables botellas de cerveza. Escuchaban música de Bach, de discos que llegaron a gastarse. El órgano inundaba la cabaña y chorreaba por el monte, como aguacero estrepitoso, y en mitad de la música Jorge y su amigo callaban, atontados y confusos. Otras veces leían a Goethe, a Cervantes o a Shakespeare. Si se cansaban de tantos pensamientos elevados, recurrían a las revistas norteamericanas y en seguida se les calmaban ánimo y cerebro. Jorge se maravillaba de encontrar tantos puntos de contacto, tantas semejanzas entre él y su amigo. Y aún más le sorprendía, con los años, descubrir que entre el asesino y él sólo existía la diferencia de un único momento de valor, o de audacia. Porque no había la menor duda: Para matar era preciso ser audaz, no como él, que siempre había sido timorato, egocéntrico y sentimental. Hasta que un día, Jorge se cansó de vivir en el campo y así se lo dijo a su amigo. Para su sorpresa, él manifestó la irrevocable voluntad de quedarse allí. —No puede ser –habíale suplicado Jorge–, ¿cómo podríamos separarnos? Debes venir conmigo. —¡Imposible! Me quedo. Habían discutido todas las razones, sin convencerse. Mientras Jorge ansiaba por el bullicio y el ruido, el tráfico y las gentes, su amigo se sentía tan feliz que no pedía más nada. —¿Pero y tus remordimientos? había preguntado Jorge. Nunca debió haberlo hecho. Su amigo permaneció un largo rato callado y luego contestó: —Yo nunca he tenido remordimientos, ni los tendré. ¡Eso es de los débiles! ¡Déjame, te ruego! Y Jorge había liado sus bártulos y se había marchado, sin atreverse a volver la vista, por si se aflojara su ánimo y en la despedida se le aguaran los ojos. Una vez en el tren pudo respirar aliviado y tratar de olvidarlo. Comprendía, al fin, que hasta de las amistades el hombre debe libertarse, si quiere ser dueño de su propio destino. Jorge volvió, de esta forma, a vivir entre el gentío, a los pies de los edificios de hierro y cemento, por las calles de ruidos silenciosos, porque no tienen alma. Pero no fue feliz. Cuando comenzaron a llegarle las cartas de su amigo, las encontró tan semejantes a sus pensamientos que llegó a dudar de si él mismo no las había dictado, alguna vez, en el pasado, cuando estaban juntos en el campo. Raras veces, ahora, pensaba en su amante muerta. Como él sólo había tenido el amor y la traición de Irene, mientras su amigo se había llevado la vida de ella, consideró que al otro le tocaba recordarla y no a él. Sus remordimientos, en cambio, fueron los remordimientos de un hombre que no ha hecho nada útil con su vida. Por lo menos su amigo podía llamarse un asesino. Tuvo otras mujeres. Las encontró en el camino y en el camino las fue dejando, como prendas de vestir gastadas por el uso, sin comprender que ellas le dejaban a él. A una la amó durante un par de años, y eso porque era una extraña muchacha que no hablaba. Por otra sintió una gran pasión y le compuso varios sonetos, que luego rompió disgustado, porque la poesía no tiene lugar en mitad del instinto. Con una tercera se empobreció. Ella coleccionaba perlas y el cáncer de las ostras es bastante codiciado. A partir de ese momento, se decidió por las mujeres a precio. Las compraba por una hora o dos, raras veces pagaba una noche entera. 205
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Un día se vio en el espejo y se encontró viejo. Meditó acerca de tan sorprendente descubrimiento, pero nada sacó en claro, a no ser que se sintió más cerca de la muerte. Como la muerte siempre le pasara lejos, decidió que ser viejo era una sensación manoseada y sin interés. Cultivó entonces la amistad de los niños y los encontró interesantes, lo más parecido a los viejos que existe. Le gustó sostener largas conversaciones con ellos, hallando que el hombre, aun en la infancia, ya tiene maldad en el corazón, ya juega a matarse, a enamorar la mujer del prójimo, a asaltar la propiedad ajena, aunque todas sus acciones sean jubilosas, lanzadas alegremente por los senderos de un parque y vigiladas por los ojos de una niñera amodorrada o de un guarda reumático e indiferente. Recibió una carta. Era de su amigo ausente, pero no la había escrito su amigo. Era una carta impresa. En ella, con muy pocas palabras, se le comunicaba que su amigo se había muerto. No le decían de qué y a Jorge se le ocurrió, en medio de su dolor, que la muerte no necesita explicarse, por lo definitiva que es. Lloró bastante, en memoria de su amigo el asesino. Después de todo, había sido un pobre hombre sin escrúpulos que había matado a una mujer con menos escrúpulos. Y Jorge procedió, con el egoísmo de un viejo, a olvidar a su amigo. Le pareció lo más apropiado, porque si aquel amigo descansaba, en la tumba, de toda angustia y de todo dolor, él no tenía necesidad de complicarse la existencia con su recuerdo. Pero en vez de olvidarlo, lo tuvo presente a toda hora. Su rostro suave y apacible, su conversación reposada, sus manerismos bonachones, estuvieron en el cuarto de Jorge con mayor fuerza que en el pasado. Era como si su amigo no desease abandonarlo o no quisiese dejarlo a solas con el crimen de Irene. Jorge comenzó a languidecer y a preocuparse. Se le aflojaron las carnes y le salieron los pómulos, como si pasara hambre; arrastró los pies y descuidó la ropa; adquirió el hábito de escupir, para limpiarse la boca de todas las blasfemias que había dicho en su vida. Y no amó más mujeres. No porque no le gustaran, sino porque sus amores ya hubiesen sido inútiles. Así cumplió cincuenta años, sintiéndose como de cien, o de mil quizás. Cuando se levantaba, en las mañanas, tenía en las piernas y en el pecho una armazón de hierro que no le dejaba moverse y los ojos, entrecerrados, vacilaban si abrirse al nuevo día o permanecer dormidos, de espaldas a la vida. En su cama, Jorge oyó los pasos de los hombres que subían la escalera. Se acercaban. Faltaba muy poco para tenerlos frente a frente. Jorge miró por la ventana abierta, al cielo que estaba color de noche, a la luna que se había posado sobre una chimenea, curioseando la ciudad. Y tocaron a su puerta. El hombre del impermeable marrón se echó el sombrero sobre la frente y preguntó: —¿Usted es Jorge? —Soy… —¿Vive aquí hace mucho tiempo? —No, poco tiempo. —¿Dónde vivió antes? —En otra casa. Y en otra antes. Y aun en otra mucho antes. —¡Bien! ¡Bien! Nos gusta que coopere. Queremos interrogarle… Era el mismo diálogo, persiguiéndole como la cara ensangrentada de Irene, como la indiferencia del amigo que se muriera en la cabaña. 206
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—¿Acerca de qué me quieren interrogar? —De un crimen…, de una mujer asesinada, hace muchos años. —Bien –respondió, sintiéndose más cansado que nunca–, conozco el crimen. Puedo contarles. Comenzó a vestirse. El hombre del impermeable marrón y el hombre del paraguas le miraban curiosamente. Afuera, en la calle, comenzó a llover. Jorge pensó que la lluvia siempre había llegado, para él, en los momentos más inoportunos de su vida. —¿Cómo era Irene? –le preguntaron los hombres en la puerta. —¡Oh! ¿Irene mi amante? Debió decir muchas tonterías acerca de Irene, porque los hombres se miraron entre sí y sonrieron. Jorge no pudo oír sus propias palabras, porque no era él quien hablaba, sino el otro, su amigo el asesino, vuelto de la tumba para poner en su boca cosas que no debían, ni podían, estar allí. —¿Es decir que usted, Jorge, nada tuvo que ver con su muerte, que a Irene la mató un amigo suyo, que usted ha callado ese secreto, durante veinte años, a la policía de todo el país? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! La risa de los dos hombres salió hasta el balcón, se enredó en las cortinas, en la ropa de Jorge, en los oídos, en la luna. Era una risa cortada y difícil. Era una risa que parecía llanto. Y Jorge no tuvo ganas de reír y comenzó a sollozar. Sus sollozos no pudieron con aquella risa desbordada y se quedaron en el pecho, arqueándolo, como si contra él soplara una ventisca furibunda. —La mató mi amigo, la mató mi amigo, la mató mi amigo. ¡Yo nunca habría matado a Irene! ¡Era tan linda! ¡Era tan mala! —¿Dónde está su amigo? —Mi amigo está muerto. —¡Ah! Sería interesante que descubriéramos ahora un crimen castigable. ¿Quién es su amigo? —Mi amigo es el otro, mi amigo vivía conmigo en la ciudad, en el pueblecito, en la cabaña que juntos alquilamos en la cumbre del cerro. —¿Quién es su amigo? Jorge explicó detalladamente quién era su amigo, su querido e inolvidable amigo el asesino. Y explicó también por qué su amigo, sin razón ni premeditación, había matado a Irene. Y agregó que el crimen de Irene fue un crimen justificado, como se justifica el pisotón que damos a las cucarachas o el puntapié a los perros rabiosos. Jorge ya estaba tan cansado que le dolían los párpados, pero los hombres querían saber más. —¿Quién es su amigo? Lo contó todo. Y a medida que hablaba, Jorge tuvo la sensación de que el otro estaba a su lado, dictándole palabra por palabra, cuidadoso de que no cometiera errores o dijera mentiras. —¿Y dice que su amigo murió en la cabaña? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Volvía la risa a enredarse donde nadie lo hubiese creído. Jorge pensó que si aquella risa terminaba, él se habría sentido muchísimo mejor. Pero la risa seguía, agrandada, sobre los tres hombres y su apretado diálogo. —Usted nunca tuvo tal amigo, Jorge. ¿Oye bien? ¡Nunca! Ni en la ciudad, ni en el pueblo, ni en el campo. ¡Nunca! 207
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—¿Nunca? –preguntó Jorge. Y en seguida, con una voz que no era la suya, rugió–: ¡Mentira! ¡Mentira! Tuve un gran amigo, un inolvidable amigo. No tengo la culpa de que fuera él quien matara a mi amante. —No se excite. Cálmese. Si existió ese amigo suyo, ¿cómo puede probarnos su existencia? —Lo conoció todo el mundo. Nos vieron juntos. Y Jorge refirió que su amigo había sido un hombre esbelto y macizo, de clara mirada y ancha frente, un hombre que seducía con su sola presencia, con sus palabras que eran órdenes y su talento que era luz. Nadie lo sabía mejor que él, un Jorge enclenque y debilucho, un hombrecito que aun saliéndose de la multitud y gritando a voz en cuello que estaba vivo, nadie se hubiese molestado en creerlo. —Y ese amigo memorable, ¿le dio a usted detalles del asesinato de Irene? —Todos… Sé hasta la forma en que ella cayó al suelo, puedo repetir sus últimas palabras. ¡Ni siquiera derramó una lágrima de arrepentimiento! Los dos hombres se remiraron entre sí, pero esta vez no rieron. El del impermeable marrón se acercó a Jorge y le puso una mano en el hombro. Y le dijo, calma y sosegadamente: —Jorge, no lo tome usted a mal. ¿Oye? No lo tome usted a mal… Siempre que piense en su amigo, en la cabaña donde murió, en todas las cosas que hablaron ustedes, en la forma en que mató a Irene, su amante, repítase hasta convencerse: ¡No es cierto! ¡No es cierto! Yo nunca tuve un amigo, yo fui quien mató a Irene. Yo soy un asesino. En el cuarto se produjo un silencio sin risas. Los dos hombres regresaron a la puerta y volviéndose hacia Jorge, se despidieron. —Ni la ley puede, después de veinte años, castigar un crimen. Ni el asesinato de Irene. ¡No lo olvide, Jorge! La puerta se cerró en el cuarto de Jorge. El ruido de los pasos en la escalera se fue apagando. El auto también se marchó por la calle mojada. Y Jorge, de bruces en el piso de su cuarto, quedó gritando: —¡Era tan linda y tan mala! ¡Pero no la maté! ¡No la maté! La mató mi pobre amigo. ¡La mató el otro…!
Hormiguitas El coronel era un hombre metódico y era un hombre valiente. Se levantaba todos los días a la misma hora, en el mismo momento que el sol aparecía sobre las palmeras, tomaba el mismo vaso de agua, hacía las mismas genuflexiones, se afeitaba, se bañaba, se vestía y procedía a realizar la misma minuciosa inspección del cuartel y de la tropa. El coronel tenía la más brillante hoja de servicios y había recibido todas las condecoraciones. El coronel, sin lugar a dudas, era un militar excepcional. El pueblo era limpio y ordenado, un grupito de casas a la orilla del mar, rodeado de palmeras y de cocos. Las casitas eran casi todas blancas y dentro de ellas sus habitantes eran casi todos negros. El cielo era azul las más de las veces, aunque de tarde en tarde se ponía gris y aun bermejo. El mar era también azul, aunque una mañana estuvo color chocolate, pero eso fue en un ciclón. En el pueblo nadie era importante. En las afueras del pueblo, sin embargo, había una casa verde con galería de zinc y ésa era la casa diferente, porque en ella vivía la amante del coronel. 208
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La amante del coronel era una mulata estupenda y muy hermosa, pero eso sólo lo sabía el coronel, que era muy celoso y a nadie permitía hablar con ella. Su amor era algo privado, lleno de besos y suspiros y promesas y aun de discusiones, pero siempre privado y detrás de las puertas cerradas. La amante del coronel no podía mezclarse con la gente del pueblo. La gente del pueblo temía, pero respetaba al coronel. Todos reconocían en él a un verdadero héroe, aunque, la verdad sea dicha, el coronel hablaba tan poco que su verdadero carácter era un misterio. Y la gente dejó de preocuparse del carácter del coronel, por si a él pudiese molestarle. Era muy importante llevarse bien con el coronel. En la carretera que saliendo del pueblo flirteaba con el mar y se perdía perezosamente en el vientre de una montaña muy fea, vivía un idiota. El idiota era un pobre hombre con cara de niño. No había hablado nunca y babeaba como si fueran a salirle los dientes, aunque los dientes le habían salido ya. No se peinaba ni se afeitaba y había que vestirlo todos los días, porque si no el idiota era capaz de salir desnudo y eso hubiera disgustado al coronel. El idiota no hacía absolutamente nada de importancia. Todas las tardes le dejaban sentarse a la vera del camino y allí tomaba tierra en las manos y la colocaba en otro lugar o, con una ramita, trazaba surcos que a nadie interesaban. Indudablemente, el idiota era el hombre menos importante del pueblo. Cuando el coronel se trasladaba, todas las tardes, en su chevrolet, desde el cuartel adonde su amante, debía pasar siempre ante la casa del idiota, pero como iba tan preocupado en que el pueblo estuviese limpio y sus habitantes no tramaran una revolución, el coronel nunca reparó en el idiota. Pero una vez, el chevrolet se descompuso, tosió imperativamente y vino a parar ante la casa del idiota. El coronel, de muy mal humor, hubo de descender y estaba muy aburrido porque tenía ganas de besar los labios hinchados de su amante la mulata. —¿Cómo te llamas? –le preguntó al idiota–, pero el idiota, que no sabía hablar, se rió. Era la primera vez que alguien se reía del coronel. Una mujer muy desgreñada salió de la choza y le dijo al coronel, por cierto muy respetuosamente: —Señor coronel, perdone usted a mi nieto, porque el pobre es idiota de nacimiento. —¡Ah! –exclamó el coronel–. ¿Y qué hace con esa ramita? ¿No ve usted que está sentado encima de un hormiguero? Esas hormigas pican… Efectivamente, el idiota estaba sentado sobre un hormiguero, pero, en contra de lo que decía el coronel, el idiota parecía jugar con las hormigas. Además, si las hormigas le picaban, ¿cómo podría quejarse el idiota si no sabía hablar? —Señor coronel –dijo entonces la vieja–, él juega con las hormiguitas. Son sus únicos juguetes. El coronel se rascó la cabeza y le dio la espalda a la vieja. Indudablemente, el coronel no había conocido a nadie que jugara con hormigas y se puso a observar al idiota con interés. Había muchas filas de hormigas, muchísimas. Salían de la hierba, de los troncos de las palmeras, de los montículos de arena. Eran verdaderos ejércitos –pensó el coronel sorprendido–, que caminaban ordenadamente, trabajaban ordenadamente y rodeaban al idiota por todos lados, también ordenadamente. El coronel nunca se equivocaba y decidió que eran hormigas muy tontas las que perdían el tiempo divirtiendo a un idiota. Cuando el chevrolet estuvo sin tos en el motor, el coronel se marchó donde su amante y el idiota siguió jugando con las hormiguitas. La abuela del idiota respiró tranquila, porque, 209
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verdaderamente, hubiese sido desagradable que el coronel se molestara con su nieto y las hormigas. El coronel siguió divisando al idiota desde su chevrolet, todas las tardes, sin darle mayor importancia. Durante una siesta, sin embargo, el coronel, que nunca tuvo pesadillas, se levantó agitado porque había soñado con el idiota. Como era un sueño muy raro en que el coronel se veía jugando con hormigas y el idiota pasaba, atrevidamente, vestido de coronel en el chevrolet, el coronel no durmió más y comenzó a pasearse de un lado al otro, asustando, como es natural, a los centinelas que no estaban acostumbrados a recibir órdenes a la hora de la siesta. El coronel continuó sin dar importancia al asunto. Pero el sueño se repitió noches más tarde y aun otras noches después. Y a la quinta o sexta vez, el coronel decidió que esas pesadillas eran muy molestas y que había que tomar medidas. El coronel se fue a ver al idiota. –Aunque no sepas hablar, idiota, debes respetar las órdenes que llevo impartidas. ¡Señora! –dijo, llamando a la vieja–, es preciso que lave usted al idiota, que lo peine y que no lo deje jugar con hormigas. La vieja asintió con grandes reverencias y el coronel se hubiese marchado satisfecho, si el idiota no se riera. El coronel pensó que castigar al idiota no era digno de un oficial como él y siguió en su chevrolet para casa de su amante la mulata. Se hicieron el coronel y su amante el amor muchas veces, pero ella le dijo al coronel que lo encontraba preocupado y que no era el mismo. El coronel se rió de buena gana, porque eso era una tontería, como todas las cosas que dicen las amantes en la cama. Un día el coronel debió castigar a un soldado y lo mandó al calabozo. Cuando se llevaban al preso, con la cara muy triste, el coronel dio otra orden y lo perdonó. “Después de todo –se dijo–, la falta cometida no es grave”. Los soldados quedaron muy sorprendidos, porque era la primera vez que el coronel se mostraba débil. Pero como los soldados no gustan de pensar, se fueron a cumplir con sus obligaciones y olvidaron, muy pronto, que el coronel había perdonado a uno de ellos. Un día el coronel pensó en el idiota sin estar soñando y decidió que ya eso era demasiado, y se fue a verlo inmediatamente. Cuando preguntó a la vieja por él, supo que ahora el idiota, cumpliendo las órdenes del coronel, jugaba con sus hormiguitas en la parte trasera de la casa, en vez de hacerlo, como antes, en el frente. –¿Me quiere usted decir –preguntó el coronel– que el idiota ha llevado las hormigas para allá? –No, no, señor coronel. Las hormiguitas se fueron detrás de él. —¡Ah! –exclamó el coronel–. ¡Esto debo verlo! Y efectivamente, el coronel pasó al patio trasero de la casa y vio al idiota, sentado en el suelo, con su ramita, dirigiendo sus filas de hormigas. —Increíble –se dijo el coronel–, increíble—. Y se rascó la cabeza. Se la iba a rascar otra vez, cuando se le ocurrió que el orden de las hormigas del idiota era parecido al que él tenía establecido en el pueblo. Y se sonrió el coronel. Y el idiota, con la cabeza alzada, como una escoba rota, imitó la sonrisa del coronel. Y desde ese día fueron amigos el coronel y el idiota. Es difícil describir o explicar la amistad de un coronel con un idiota, pero así fue. Todas las tardes, antes de llegar a la casa donde vivía su amante la mulata, el coronel detenía su chevrolet, esperaba que el sargento abriera la portezuela y descendía frente a la casa del 210
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idiota. En seguida llegaba al patio y se paraba, muy tranquilamente, a espaldas del idiota. Nadie supo nunca cuáles fueron los pensamientos del coronel. Allí pasaba por lo menos una hora. Le fascinaba contemplar a las hormiguitas en sus correcorres, transportando insectos muertos o partes de insectos, construyendo diques, túneles, tocándose entre ellas las narices, o lo que fuera, y aun haciéndose el amor en la vía pública. Sólo la omnipotente ramita del idiota presidía toda aquella actividad. Y el coronel se rascó tanto y tanto la cabeza que comenzó a encalvecer. Llegó a tener casi un campo de fútbol en lo alto del cráneo. Todos los negros de las casas blancas comenzaron a murmurar acerca de las visitas del coronel al idiota. No, no era posible que un militar tan brillante se complaciera en hormigas y en un tonto. Además, ¿cómo podía el coronel, tan metódico, dejar a su amante la mulata por visitar al idiota? Y con el murmurar de aquella gente, algunos comenzaron a aprovecharse. Los soldados llegaban tarde al cuartel o andaban bebiendo ron en la playa, los pescadores dejaron de pescar y un muchachón de cara chupada, como caramelo abandonado, habló en voz baja de insubordinación. —¡No es posible! –repetía en la plazuela o en las callejas–, este coronel es un tonto. Un día llegó un telegrama para el coronel. Y el coronel se puso todo colorado cuando lo leyó y tomó su chevrolet, esta vez sin el chofer, y se fue a la capital. Lo recibió el Ministro de la Guerra y le dijo: —Señor coronel, esto es imperdonable. Un oficial como usted, orgullo mío, desatiende sus obligaciones, descuida a la tropa y permite que le critiquen los hombres mismos de quienes debe hacerse respetar –y golpeó, sobre su escritorio, un montón de cartas sin firma–. ¡O se pone usted enérgico o lo rebajo a capitán y lo hago mi ayudante! —Señor Ministro… –comenzó a decir el coronel. —No quiero oírle. ¡Fusile a ese idiota y se acabó! Como el coronel era un oficial muy obediente y no quería perder sus condecoraciones, golpeó los talones, saludó marcialmente, dio media vuelta y se marchó, de regreso al pueblo. —¡Tráiganme al idiota! –ordenó al sargento de guardia. Y se lo trajeron, hasta con la ramita en la mano. Y dijo el coronel, sin que le temblara la voz: —Por causar desasosiego, por vagancia, porque en este pueblo debe reinar el orden y nadie, ¡nadie, óiganme bien!, puede andar organizando a hormigas, dispongo que se le fusile. Mañana a las siete de la mañana, ¡que lo ejecuten! El idiota, como no podía hablar, se rió. Y los soldados, muy serios y obedientes, se lo llevaron a un calabozo, donde el idiota pasó la noche sin poder dormir, buscando en vano a sus hormiguitas. En cuanto al coronel, no pegó los ojos esa noche y hasta llegó a decir algunas palabras bastante feas, tan feas que no se pueden repetir, aun siendo palabras de un coronel. A las seis y media de la mañana sacaron al patio al idiota y le preguntaron cuál era su último deseo. El idiota volvió a reír, por lo cual el sargento decidió que alguien tan estúpido estaría muy bien fusilado. A las seis y tres cuartos se formó el pelotón y colocaron al idiota frente a una pared pintada de blanco. A las seis y cincuenta minutos bajó el coronel de sus habitaciones, con la cara bastante arrugada, pero con los zapatos muy lustrados, la chaqueta impecable y la 211
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gorra con su insignia reluciente, como una estrellita inventada por algún poeta para un soneto romántico. —¿Todo en orden? –preguntó el coronel. —Todo en orden –repitió el sargento. —Absolutamente todo –decidió completar el capitán, pues aspiraba a un ascenso. —Veamos –dijo entonces el coronel. Y seguido del capitán y del sargento, se acercó al idiota y se lo quedó mirando. Aunque sabía muy bien que el idiota no podía hablar, como el coronel era un hombre y un oficial muy metódico, le preguntó: —¿Estás en paz con tu sentencia? ¿Tienes algo que decir antes de que te ejecute? El idiota no respondió. El coronel le tomó por el pelo y le alzó la cabeza. Pareció mentira, pero en los ojos del idiota había dos lágrimas grandes, tan grandes que le cubrían las mejillas y le agrandaban la baba en la boca. El coronel no gustó de aquellas lágrimas y con voz estentórea, como la que usaba cuando era teniente, le dijo: —¿Por qué lloras? Hay que morirse alguna vez. Hay que morirse como los hombres, sin lágrimas, de pie. Indudablemente, el coronel era un oficial sin tacha. El idiota, que seguía con la cara alzada, donde se la dejaran las manos del coronel, entreabrió sus labios húmedos y, para asombro del pelotón de fusilamiento, del sargento, del capitán y hasta del coronel, pronunció pesadamente las primeras palabras de su vida: —Hormiguitas… Hormiguitas… El coronel se quedó muy rígido y se quitó la gorra. Miró entonces al idiota con una mirada mansa, como la de una ola que cae en la playa, y sacó su pistola. —Está muy bien –se dijo el sargento–, va a ajusticiarlo él mismo, para ejemplo de la tropa. Pero no sucedió así. Exactamente a las siete de la mañana, el coronel se llevó la pistola a la cabeza y se pegó un tiro. Un tiro seco y perfecto, como que fue disparado por un gran oficial y un mejor tirador. Y el coronel cayó al suelo muerto, de ojos abiertos y sorprendidos, pero infinitamente iluminados. Al idiota se lo llevaron de nuevo al calabozo, sonreído por haber descubierto que podía decir “hormiguitas…” Lo fusilarían más tarde. Ahora había que enterrar al coronel, porque no se podía dejar en el suelo del patio del cuartel al cadáver de un oficial tan metódico y tan brillante como fuera en vida el señor coronel.
El sueño En un principio fue la cerradura. Una cerradura cualquiera, suspendida en un muro blanco. No había duda: La cerradura estaba suspendida, no empotrada en el muro. Después salió el ojo de la cerradura y se puso a bailar, dando unos saltos simétricos por toda la estancia. El ojo era azul, pero a ratos era negro. Era un ojo de mujer, pero parecióle absurdo saber que era de mujer, porque todos los ojos, cuando andan sueltos y bailando, son iguales. Paulo estaba dormido. Estaba absolutamente seguro de haberse dejado caer en el sillón con un cansancio de muchos siglos, como se sienten las piedras en las catedrales o las aguas de algunos ríos silenciosos de la selva. Pero era el suyo un sueño arreglado, con las ideas muy en orden, como ropa en armario de vieja. Paulo gustaba de que sus ideas fuesen 212
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siempre ordenadas a pesar de que alguna vez una idea u otra se le escapaba y andaba luego importunándole. Las ideas de Paulo no estaban del todo civilizadas. El avión en el cual viajaba Paulo era un avión muy grande. Hasta la gente del aeropuerto tenía la duda de que aquel avión volase ordenadamente. Pero los ingenieros que diseñaron el avión eran unos ingenieros muy inteligentes y los mecánicos que prepararon el avión eran unos mecánicos muy preparados y los pilotos que piloteaban el avión eran unos pilotos muy competentes. Por todas estas razones el avión iba volando muy ordenadamente. Paulo viajaba en el avión. No le gustaba ese avión ni ningún otro avión, pero como Paulo era un hombre muy civilizado, tuvo que viajar en el avión. Fue una suerte que su cansancio le diera sueño, porque con el sueño no tenía que viajar en el avión. Lo que no había previsto Paulo era la cerradura y mucho menos, por supuesto, aquel ojo de tantos colores que bailaba de un lado para el otro, como si no tuviese otra cosa que hacer. Paulo quiso aconsejar al ojo que se dedicase a mirar, pero encontró que en su sueño no había voces. Esto lo desagradó. Los sueños debían tener voces y no ser mudos. La vida de Paulo había sido una vida bien vivida. Era como una vida distinguida, sin llegar a ser completamente distinguida, pero Paulo no estaba disgustado con su vida y eso era suficiente. Paulo siempre fue conformista, por lo menos respecto a su vida. Y también con sus sentimientos. Los sentimientos de Paulo no eran tan ordenados como sus ideas, pero la verdad era que los sentimientos no son obedientes y Paulo había leído eso en algún libro. Puede que el libro no dijera todo lo que hay que decir de los sentimientos, pero Paulo tampoco gustaba de leer demasiado. La lectura no pasaba de ser en Paulo como el agua de un chubasco. Y no de un chubasco fuerte, sino de un chubasco pequeño, de esos que caen y el sol no se molesta en meter la cara detrás de las nubes. El ojo del sueño de Paulo no se cansaba de bailar. Estaba visto que era un ojo incansable y Paulo decidió no darle tanta importancia. A lo mejor el ojo decidía entrarse nuevamente en la cerradura y dejar el sueño de Paulo un poco más limpio. Pero no sucedió así y Paulo siguió soñando. El avión era de metal por todas partes. El avión volaba velozmente sobre cielos color chocolate y no se preocupaba con el sueño de Paulo. El avión estaba acostumbrado a que sus pasajeros soñaran como les viniera en gana. Los sueños no eran de la incumbencia del avión. Al avión sólo le interesaba volar y volar bien, porque para eso lo habían construido. Se podía comprender que aquel avión era un avión de los mejores. El ojo del sueño de Paulo decidió quedarse tranquilo unos segundos. Así se clavó en el muro blanco del sueño y se puso a girar para arriba y luego para abajo. Paulo miró al ojo fijamente, pero el ojo, que tenía ahora color violeta, no devolvió la mirada y se enroscó detrás de la cerradura. Paulo pensó en la muerte. No en la muerte suya o de todos los hombres que él conocía, sino en una muerte desconcertante, de brazos verticales como en un cuadro de Guayasamín y de cara vacía, como arenas de desierto. La idea de la muerte no era una idea ordenada y en seguida Paulo mudó a la idea del amor. La idea del amor no estaba muy clara. Quizás porque el amor era también un sentimiento y en Paulo los sentimientos no podían hablar, ni aun despiertos. Paulo recordó un amor diminuto de su infancia y se sonrió. Hacía mucho tiempo que no había pensado en aquel amor. No porque fue un amor pequeño, tan pequeño que sólo tuvo un beso, sino porque a los amores de infancia Paulo los había archivado, como sus primeros cheques y 213
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sus camisas viejas. Sólo en un sueño tan cansado como el suyo podía surgir aquel amor pequeñito de la infancia. Paulo no pudo sonreírse nuevamente y el amor pequeñito se subió al muro, al lado del ojo que había vuelto a danzar. Paulo pensó que su sueño era un sueño bastante desordenado. Del amor de la infancia Paulo pasó a la angustia. En el primer momento fue una angustia controlada, como las angustias de las niñas de buenas familias, pero luego su angustia fue una angustia mayor, como la angustia de los animales que se pierden en un bosque. O como la angustia que Paulo sintió, ya hacía mucho tiempo, frente a su primer cuerpo desnudo de mujer. Entonces tuvo la sensación de caer en un abismo y a pesar de agitar sus brazos desesperadamente, sus brazos no pudieron agarrar nada, porque los sollozos de una virgen no son como las ideas, ni siquiera como los sentimientos. En el muro del sueño de Paulo apareció una boca. Era una boca sin pintura, carnosa y sensual. Indudablemente que Paulo había besado alguna vez aquella boca o dejado en ella gran parte de sus instintos, pero la boca nada le decía ahora, porque era una boca de un sueño y las bocas de los sueños no pueden hablar. Paulo no le dio importancia. En la vida de Paulo muchas bocas habían quedado esperando. Algunas porque Paulo no quiso besarlas más y otras porque Paulo las besó demasiado. Sin embargo, la boca del sueño era una boca diferente, como una boca que va a decir una mala palabra o proferir una maldición. Lo último le pareció más acertado y Paulo miró a la boca. Paulo deseó que la boca se colocase debajo del ojo. Quizás así pudiera formar un rostro y ordenar un poco su sueño, pero la boca comenzó a bailar. Y la cerradura se despegó del ojo y los tres –la cerradura, el ojo y la boca– dieron grandes saltos por el muro blanco del sueño de Paulo. Paulo se estremeció. No porque recordara a aquella hermosa muchacha que él había seducido para abandonar en la esquina triste de una ciudad cualquiera, sino porque el avión había dejado de volar ordenadamente y estaba cayendo por el cielo en una forma tan precipitada que hasta el angustiado sueño de Paulo comenzó a caer junto con el avión. La muchacha seducida no apareció en el muro blanco. Por el contrario, la boca y el ojo y la cerradura y hasta el muro no quisieron caer con el avión y se quedaron arriba, todos encaramados en el cielo color chocolate. En cambio Paulo bajó con el avión. Y con Paulo su sueño, que ya era un sueño desordenado y un sueño angustiado, con la angustia de todos los sueños que no van a terminar. El avión se hizo pedazos sobre una tierra negra, una tierra que lo abrazó con lujuria, porque era una tierra que odiaba a los aviones grandes y rígidos que solían volar sobre ella sin detenerse. Y en el avión se quedó Paulo, con su sueño cansado, que era un sueño que no tenía despertar.
El milagro El morro era chato y negro, pegado al mar que lo lamía con olas cansadas de tanto viajar. En el morro había muchas chozas llenas de negros que cantaban canciones tristes y canciones alegres. Y en lo alto del morro, Isaías había fabricado una casa de tablones, con techo de latón y ventanas simuladas, como heridas sin cicatrizar. Los negros del morro tenían mucha estimación por el negro Isaías. La negra Ángela llegó al morro en una noche estrellada vestida de rojo y con perfume de coco en el grueso cabello irredento. La trajo un camino enredado en la selva, un camino 214
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sin rumbo dormitando entre árboles. Llegó alborotada y alegre porque quería vivir en el morro, a la orilla del mar. Ángela tenía en el pecho un corazón pequeñito, de ambiciones pequeñitas. En sus ojos, también pequeñitos, Ángela lucía algunos sueños y una que otra ilusión, que también era de muy reducido tamaño. Cuando se casaron el negro Isaías y la negra Ángela los negros del morro bebieron cachaza y saltaron como cascabeles en un carnaval. Hubo hasta trompeta irritando al viento y sambas sensuales y gritos sonoros y hojarasca pisada y las ventanas de la casa del negro Isaías parecieron alegres en la noche de bodas. Y el cura, con su sotana negra, se retiró temprano porque no quería prohibir a los negros sus bailes y cánticos. El cura se fue persignando por el morro abajo, como una piedra gastada. Y los niños del morro le dijeron, con mucho respeto, que rezara por ellos y por el negro Isaías y la negra Ángela, y porque Dios trajera agua al morro para que todos se pudieran bañar en las mañanas y nadie oliera mal. Porque el agua era el gran problema del morro. La ciudad llena de autos y tranvías y de gente apresurada, rodeó al morro y no le dio agua. La ciudad necesitaba su agua para lavar las calles y los tranvías y para llenar los baños y los fregaderos de las casas de muchos pisos, construidos de acuerdo a la ley, las casas donde vivía la gente que no baila sambas en los morros y mucho menos pone ventanas simuladas para engañar a los curiosos. La ciudad era muy celosa con su agua, su agua que venía de las chorreras en las montañas o de los ríos en la selva y que la ciudad se había cuidado de ordenar en canales y filtrar en depósitos para que nadie se pudiera quejar de dolores en el vientre después de beberla. Se entendía muy bien que la ciudad no tenía tiempo para darle agua al morro, un morro que, después de todo, nadie deseaba ver enclavado allí, a la misma orilla del mar. Ángela era una negra muy limpia y cuando, a los dos días de casada, adquirió confianza con su esposo Isaías, le dijo: —Me quiero bañar. —No puedes, mi amor; en el morro no hay agua para esos lujos. El agua es para cocinar y beber. No podemos –aclaróle Isaías– malgastarla bañándonos. Para eso tenemos el mar. —¡No! –le dijo ella, rebelde como toda mujer–, el agua salada me pica en el cuerpo. Yo quiero agua dulce. Yo me quiero bañar. El negro Isaías, con su cuerpo tan largo como hilo de teléfono y su cabecita que parecía un alfiler, se sentó en lo alto del morro, preocupado porque no tenía agua para que su mujer, la negra Ángela, se pudiera bañar. El negro Isaías nunca gustó de pensar, porque luego le dolía la cabeza. Las cosas se hacían según se presentaban. Eso de buscar mañana lo que hace falta hoy, no era acertado. Isaías era un negro demasiado simple. Seguramente que sus abuelos debieron ser simples, como agua de lluvia o lágrimas de monja. —No hagas caso a Ángela –le aconsejó Mariano, un amigo suyo que no era tan negro como Isaías–, ya se le pasará. El agua es algo importante y no podemos malgastarla. Mariano era un negro con preocupaciones. No muchas, pero algunas. Mariano se permitió añadir: —Lo que pasa con Ángela es que no es una negra de morro. Ángela debería vivir en las matas. Edúcala, Isaías, edúcala. Isaías asustó sus ojos y se tiró de la oreja. Isaías se tiraba siempre de la oreja cuando algo no le gustaba, y ahora, a pesar de lo que le aconsejaba su amigo Mariano, él sólo deseaba 215
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que su Ángela se pudiera dar un baño. Un baño no era un pecado ni mucho menos algo que debía prohibirse a los negros del morro. Isaías se sintió aturdido con tantos pensamientos complicados y se fue a la orilla del mar, a mirar las olas sin verlas. Esto siempre le calmaba y además le daba apetito. Era preciso tener apetito para comer luego la frijolada y digerirla sin acritud en la boca y sequedad en el paladar. Pero Isaías estaba, indudablemente, en un mal día, porque las olas no le quitaron de la mollera la imagen de su Ángela sin poderse bañar. Isaías regresó al morro y caminó por los trillos, latigazos de polvo entre la verde maraña. El negro Isaías comenzó a sudar un sudor muy desagradable, porque era un sudor que le salía del cráneo pequeñito. —¡Voy a buscar agua! –se dijo resueltamente. Y buscó agua debajo de los árboles y debajo de las rocas. Y la siguió buscando y el agua, que estaba en la ciudad y no en el morro, siguió muy escondida, sin que Isaías la pudiera encontrar. —Si la encuentro –se dijo Isaías–, la regalaré a todos, para que se bañen a gusto. ¡A todos! El negro Isaías, como era un negro bastante distraído, no recuerda todavía el momento exacto en que sintió el pie mojado, pero lo cierto es que allá en lo alto del morro, no muy lejos de su casa con las ventanas simuladas, debajo de un mango muy regordete, como los diputados de la oposición, Isaías vio brotar un hilillo de agua que comenzó a llorar por la vertiente y a salpicar las puertas abiertas de las chozas de los negros. —¡Agua! ¡Agua! –gritó el negro Isaías, con los ojos más asustados que nunca–. ¡Es agua del morro! ¡Agua del morro! Y el grito se agrandó en las orejas de todos los negros y hasta de los negritos y los de una negra muy vieja, tan vieja que nadie hablaba con ella. Y los negros y los negritos corrieron hacia donde estaba el negro Isaías. Y hasta la vieja muy vieja se inclinó en su mecedora y murmuró una plegaria, que de seguro era una plegaria muy vieja también. El agua que salía de debajo del mango era un agua insistente y no paró de manar en una hora, ni en un día ni en un año y sigue manando. Era como el agua de un manantial bastante importante. Los negros del morro cantaron y bailaron muchas sambas y abrazaron al negro Isaías, que seguía de ojos muy asustados. Y el cura, cuando se enteró, mandó a repicar la campana pequeña del campanario de su iglesia pequeña, porque hubiera sido demasiado repicar la campana grande sólo por un manantial que no era un manantial grande. La negra Ángela no pudo bañarse en seguida, porque se puso a bailar las sambas y a cantar con una voz gorjeante bajo el cielo del morro. Pero al otro día, cuando ya todos supieron que el agua y el manantial eran de su marido Isaías, la negra Ángela se dio un baño muy largo, muy largo, con tanta y tanta agua que los negros del morro pensaron que se le iba a gastar la piel. Pero no se le gastó y se le quedó lustradita y reluciente, como moneda en manos de rico. Muchos baños se dio la negra Ángela. Y el negro Isaías aprendió a bañarse. Y los negros del morro aprendieron a bañarse. Cuando las autoridades de la ciudad, celosas de ver aquella agua consumida sin el pago de impuestos, subieron al morro a tomar providencias, los negros pusieron unas caras tan negras que las autoridades dijeron que esa agua podía usarse libremente. Fue entonces que el morro se hizo importante, porque era el único morro con agua en la ciudad. Y los negros fueron los negros más limpios y más importantes. 216
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Isaías y Ángela también fueron importantes y todavía lo son, a pesar de que son viejitos y ya no piensan tanto en bañarse como antes. Gentes hay que le llaman al agua del morro el milagro del negro Isaías. Puede ser. Puede ser que no. El negro Isaías, con su cuerpo largo como hilo de teléfono y sus ojos asustados, ha sido y es un negro feliz. ¡Es natural! Desde que Ángela encontró agua para bañarse, el negro Isaías no tuvo que pensar más, ni tuvo dolores en su cráneo pequeñito, tan pequeñito como aquella primera gota de agua que le mojó el pie, el día en que los negros se pudieron bañar.
Calamidad Una luna mulata se había trepado desde la sonochada en lo alto del cielo. Los cocoteros, clavados en la tierra como puñales de goma, eran mecidos por la brisa. Cinco negros de bronce y ébano empujaron suavemente un bote por la arena. En el campanario del pueblo golpearon las ocho, hora de marineros en cita con el mar Caribe. Calamidad se ajustó los calzones, respiró fuertemente y abandonó la choza de sus padres, también él con rumbo hacia la playa. —No salgas mar afuera –le aconsejó la vieja, arrugada en el umbral como papel con traza. —No, mai. Voy al arrecife, cerca de la Matita. A las cuatro te traigo percao… —Bien, hijo, bien, pero cuídate de la raya. La Diabla no tiene amigos. Calamidad sonrió. Todos en Boca Chica y en Andrés venían hablando de La Diabla desde hacía muchos años. Él sólo la vio una noche, casi a cien metros del arrecife, una sombra monstruosa debajo del agua, que se agitaba velozmente, con los movimientos de una hoja mecida por los vientos. Eran tan grande que por un instante puso a zozobrar su bote. Después, sin hacerle caso, había proseguido su camino, cortando las olas y ondeando la cola, que se asemejaba a un látigo. —Me cuidaré, mai. Uté sabe que La Diabla no gusta de arena. Ella pasea mar afuera… —Hasta un día, muchacho. Los animales no diferencian. Calamidad cruzó la aldehuela, que en esa época era un grupo de bohíos, una docena de casas de madera frente a la playa y una iglesia pequeñita, como avergonzada de poder ella sola albergar a Dios. La luna mulata comenzaba a esconderse en las almohadas del horizonte. Y un viento que llegaba frío de sus rondas vagabundas, estaba golpeando la bahía. El negro llegó hasta su bote, que de ligero era casi canoa. Lo arrastró al agua, empuñó los remos y comenzó a bogar. La playa le vio persignarse y rezar un Padre Nuestro. Después, la noche se lo tragó en su silencio y el mar lo recibió para platicar con él la sempiterna canción del pescador. Era Calamidad un mozalbete aún. No conocía de barba ni de amores, ni tampoco de odios. El hambre no le había tocado y su fe era sencilla como guayaba madura, una creencia en que alguien ordenaba las puestas de sol y las alzas de la marea, un alguien que Calamidad no podía explicar por qué era blanco, siendo él tan negro. Por eso a veces soñaba con un Dios de su color, con quien pudiera conversar más a gusto o pedirle todas las cosas que andaban enrevesadas en su cerebro. Cerca de la Matita, isleta que suele parecerse a un buque sin luces que huye por el mar, Calamidad tiró la red, de la cual extrajo una docena de sardinas, y un erizo. Repetía 217
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la operación cuando oyó chasquear el agua en forma para él no muy común. Pensó en que algún pez grande andaba suelto arrecife adentro y no prestó interés. Al rato, sin embargo, una sombra chata saltó a su diestra. Súbitamente impresionado, Calamidad divisó a La Diabla. Juguetón y nervioso, el monstruo nadaba sobre los bancos de arena, a punto de vararse en aquellos parajes de poca profundidad. —¡Válgame el cielo! –exclamó–: Pues no será bruta… ¿Y qué no sabe que por aquí no hay agua pa ella? La raya se había dado vuelta y cruzado velozmente junto a su bote, que se conmovió. En seguida, dando de latigazos, inició un círculo en derredor de Calamidad. —¡Guaite con la traviesa! ¿Y qué querrá? El negro comenzaba a sentir cosquilleos en el estómago. No lo achacó a miedo. La raya se encontraba en un lugar peligroso de la bahía y Calamidad ni siquiera pensó en trabar duelo con ella. En él lo que más había era curiosidad. No podía explicarse cómo La Diabla, terror de pescadores, andaba esa noche en los alrededores de la Matita. Si era cierto que la marea estaba alta, también lo era que nunca antes se atrevió La Diabla a penetrar la barrera de los arrecifes e irrumpir en las aguas mansas del litoral. Calamidad la buscó con ansiedad, pero el selacio había desaparecido. Sólo pececillos auríferos saltaban, a ratos, en derredor del bote. La bahía había quedado, después de escaparse la luna, llena de una apacible oscuridad. Las estrellas, las palmeras, la brisa y el bramido del mar, chocando contra las rocas del arrecife, continuaban su coloquio sin edad. Calamidad volvió a tirar la red y esperó. Cuando jalaba de ella, percibió que el fondo del mar registraba un tono más oscuro, pero todavía no quiso creer. Pensó en tantas cosas el pobre negro que los brazos se le quedaron fláccidos a ambos lados del pantalón. —Es verdad –se dijo–; La Diabla está aquí, esperando o descansando junto a mí… Y Calamidad sopesó, con esa lucidez de los hombres que viven solitarios, la significación de su aventura: Había pescadores de San Pedro, de La Caleta, de Guayacanes, hasta de la misma capital, para quienes encontrarse con La Diabla hubiese valido más que la vida. ¡Porque aquella era La Diabla! No podía dudarlo. Esa mota negruzca de tres metros de circunferencia, con el rabo ondulante a los costados, era la raya famosa. —Si la toco, me muero –suspiró el negro–; si la dejo ir, no me lo creen. ¡Ayúdame, Santo Dios! Y Calamidad hizo la señal de la cruz sobre su frente húmeda. En seguida agarró la lanza que, a modo de arpón, suelen usar los pescadores de Boca Chica en la pesca y captura de rayas, y la sujetó nerviosamente. —¡Si Dios fuera negro! –murmuró–: ¡Entonces sí que me comprendería! Calamidad volvió a tirar lentamente de la red, para no agitar las aguas. La tenía toda a bordo cuando se le enganchó un pie en ella. Calamidad tropezó, levantó los brazos inútilmente y cayó fuera del bote. En seguida se levantó, paralizado de terror. No podía pensar y rezó una plegaria simple, mientras las olas le lamían suavemente los muslos. La raya se acercó. La mota de furia y de poder vino a su lado y onduló suavemente entre él y el bote. Calamidad se veía frente a la muerte y érale trabajoso, en mitad de sus angustias, comprender cuanto le ocurría. —Si me libro de este trance –se dijo–, nunca volveré a hablar de ti, Diabla. ¡Aunque me coma la lengua! ¡Óyeme Dios de los negros, óyeme, negro que estás en la altura…! 218
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Hirvieron de pronto las aguas con la arrancada de la raya. Chasqueó su cola una última vez y La Diabla nadó furiosamente, perdiéndose de vista. Calamidad permaneció inmovilizado sobre el banco de arena. Minutos u horas más tarde, el negro subió a su bote y remó hacia el poblado. Amanecía, pero él no se daba cuenta. Ya los otros botes estaban descansando en la playa y por detrás de los cocoteros los cangrejos huían de la luz del sol. Atracó, encaramó su embarcación en la arena y caminó lentamente hacia su casa, sin molestarse en recoger las sardinas que trajera. La cabeza le daba vueltas y en los ojos había un brillo nuevo, difícil, como nunca antes tuviera Calamidad. —Mai –dijo a la madre–, averigüé que nosotros los negros tenemos Dios. —¡Y cómo no, muchacho! Siempre tuvimos. ¿Pero qué te pasa? —No pasa na… A mí no me pasa naa… Hubo otras noches de luna en Boca Chica y Calamidad volvió a hurgar en la bahía su triste encomienda de sardinas. Llegó, con los años, a convertirse en pescador de mar afuera, de esos bravos que luchan contra el viento y las olas, de esos hombres para quienes el mar, el agua y la muerte son sólo hermanos. Y cuando era viejo, alguien le oyó decir, a la callandita, esta frase que nadie ha podido explicar: —¿Viste negro, cómo te guardé el secreto? La gente, que no conoce esta historia, debe pensar que Calamidad no fue más que un pobre negro loco.
La piedra El mundo de Ernesto fue siempre un mundo fácil y hermoso: Su casita blanca, sus vacas pardinegras, los mangos frondosos, el algarrobo y el valle estrecho, recortado por los cerros abruptos y afilados. Casabe y plátanos, a veces carne, los domingos sancocho y todos los días arroz con habichuelas. En las noches, bajo el rielar de la luna inflada, una plegaria sin ensayos que Dios recibía sonreído. ¡Hasta aquella mañana en que Ernesto reparó en la piedra! La revelación, por insospechada, le estuvo agria, dejándole alma y voluntad en acecho. Era como si a la bucólica placidez del valle hubiese llegado la tormenta. Durante toda su vida –recordaba Ernesto– la piedra estuvo clavada en la ladera del monte como una nariz. Bruñido por los vientos, el peñasco era aquella parte del paisaje que todos guardaban en la hondura del ojo. Algún cataclismo la movió de la cima, posándola sobre el promontorio, con la seguridad del granito, eterna como el cielo o la envidia de los hombres. Sin embargo, cuando Ernesto realmente comprendió a la piedra, la piedra no era la misma. —Son cosas de la imaginación –había sentenciado su mujer, posada a la vera del arroyo, golpeando la ropa sobre los guijarros–, la veo igualita que anoche, que el año pasado. —No, Mischa, esa piedra nos odia. —¡Alabado sea el Señor, Ernesto! ¿De dónde te sacas semejante entrevero? —Del corazón, negra; el corazón no me miente. Verás. La gente cayó en cuenta de inmediato, porque en Ernesto la alegría, los cantos y silbidos, el sudor cristalino y el andullo se convirtieron en una sola larga mirada triste que de los pastos y el cafetal se enredaba en la piedra y allí se quedaba, como quien ha visto un fantasma y no se atreve a decirlo o siquiera confesarlo. 219
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—¡Ernesto, Ernesto! –le amonestaban las comadres y la mulata Dolores, el guardia Cirilo y el ñato Santiago–, vive tu vida y olvida a la piedra, que ella ni tiene alma ni se mete con nadie. —No puedo –aseguraba Ernesto–, ¡ya pagaría por olvidarme de esa intrusa que nos quiere tan mal! Y la piedra parecía gemir en los atardeceres, cantar bajo el sol de agosto, contemplar en silencio al valle y la casa, a Ernesto, Mischa y los siete negritos con sus siete barrigas y sus siete ombligos. Nunca campesino alguno supo hasta dónde llegó la tortura de Ernesto, porque los hombres que andan sobre la tierra, con los pies encallecidos y las manos duras, son hombres sin lágrimas, sin miedo, sin ruidos. Sólo el corazón, bien cubierto de pecho, adelantó su ritmo cuantas veces Ernesto conversó con la piedra. —Dime, intrusa, ¿quién te cambió la cara? ¿Qué quieres de mí o de los míos? ¿Por qué no te lanzas al barranco y te haces pedazos? ¡Maldita! Yo era feliz. Vivía tranquilo, sin ambiciones, sin dolores, sin duelos, sin hambre. ¡Tú has venido a buscarme y tengo frío en el estómago, pelada del diablo! La piedra jamás contestó sus denuestos. Sólo a ratos el viento, con sus golpetazos sin rumbo, la ponía a ulular. Y Ernesto se estremecía de pavor. Huyó la paz de aquel mundo fácil y hermoso. Las vacas fueron descuidadas, el conuco y el cafetal quedaron sin mimos y las lianas y los yerbajos desfilaron hasta la puerta misma de la casita blanca. —No es posible, no puede ser –suplicaba Mischa– que una piedra venga a desgraciarnos, Ernesto. Anímate, ¡lucha! —Déjame, mujer, ¿qué sabes tú de mi infortunio? Y pasaron los meses. Corroída su alma por el miedo, poseído de sus angustias y enfermo de pesar, Ernesto se convirtió en una sombra dolorosa, un hálito de hombre para quien la vida sólo fue sucesión de temblíos, frontera de locura. Era esperar y esperar, convencido de que la piedra acabaría con él y con los suyos. Pero la piedra no tenía prisas y continuó clavada en lo alto del monte, como si el valle fuese una presa demasiado fácil para tragarla sin suplicios o torturas. En un principio Ernesto, cuando nadie lo veía, trató, apurado y jadeante, de empujar la piedra hacia la otra vertiente, donde, cayendo, fuera a perderse en el lecho del río. En vano. Si los siglos no habían podido conmoverla un ápice, ¿cómo iban los brazos y las manos de Ernesto a trocar la pétrea voluntad del granito? Muchas noches recogió la torrentera el grito de impotencia: “¡Maldita, maldita!” Luego abandonó toda lucha y se refugió en la angustia, angustia de ojos hundidos y brazos en postura de lápices usados, angustia de barba zahareña y piernas vacilantes, como árboles que se han muerto de pie. Nadie pudo redimir a Ernesto. Ni las amenazas del guardia Cirilo, ni los consejos del ñato Santiago, ni los besos calientes de Mischa en las noches de luna llena, ni los vaticinios de la mulata Dolores, para quien el demonio se podía ahuyentar con “un té de yerbabuena, dos velas en el patio y un puerquito matado en viernes, para que la sangre no caiga sobre nadie”. Ernesto envejeció, solitario y misterioso, hablando a solas con los algarrobos y los mangos, comiendo flores y bañándose en el río, un pobre loco triste que sólo hablaba de su piedra y lo mucho que ella le odiaba y malquería. ¡Hasta que la gente dejó de hacerle caso y se rió de él! Los siete negritos con sus siete barrigas y sus siete ombligos –sus hijos– crecieron y se regaron 220
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por los caminos, en busca de más negritos con más barrigas y más ombligos. La Mischa envejeció con él, pero hosca y vacía, desconociendo a este Ernesto que ya no le traía flores del valle ni la trepaba en su potro bayo ni le regalaba amores al oído, cuando el sol se mecía en el ancho trapecio del cielo. Y un día Ernesto el loco se murió tranquilamente, en una tarde bermeja, rodeado de margaritas, con un clavel en la boca, vidriando los ojos en dirección de la piedra y murmurando: “Que Dios te perdone, que yo te perdono, que no hagas más daño…” La Mischa lloró sobre el cuerpo del loco Ernesto y unos días más tarde se murió también. La gente dijo que ella también era loca, aunque la mulata Dolores aseguró que su locura era sólo de amor por Ernesto. Y por último, en una mañana cualquiera, en un aguacero cualquiera de los que vienen sobre la cordillera y se marchan luego arroyos y ríos abajo, la piedra cayó del cerro y arrancó de sus cimientos a la casita blanca donde fueran felices Ernesto, Mischa y los siete negritos con las siete barrigas y los siete ombligos.
El charco Sobre la limpia superficie del asfalto cayó el primer picotazo. El negro sembrado de músculos se pasó una mano por la frente. En la esquina el sereno encendió un cigarrillo, inhaló con la boca abierta y se marchó hacia su casa. Por la orilla del mar pasó un automóvil y en seguida otro. El sol apuntó su nariz colorada en el cielo lleno de bruma. La ciudad se desperezaba. Elsa se apoyó en la ventana y miró al negro que rompía el asfalto. Era su asfalto, el pulido paño gris que llenaba su calle y que ella cruzaba todos los días. Hoy tendría que ir hasta la esquina a tomar el ómnibus. Bostezó. Entró al baño. El ronco reloj de la iglesia anunció que eran las siete. Elsa dejó que el chorro de agua resbalara sobre su cuerpo desnudo. Se estremeció. El agua de la ducha era su único amante. El negro sintió la sangre caliente en sus brazos poderosos. El pico se alzaba y caía rítmicamente. Aquel asfalto era un asfalto blanco y dócil y el pico del negro era un pico lleno de rabias y de odios y de venganza. El asfalto se fue abriendo y en la llaga quedaron a la luz cemento y piedra. La piel de la ciudad era una piel sin resistencia. Elsa saludó al portero, balanceóse coquetonamente y taconeó en la acera. El negro que rompía el asfalto la miró con curiosidad y demoró el ritmo del pico. Elsa se subió al ómnibus y comenzó, desde el asiento, la diaria contemplación de calles y plazas, de parques y gente, de las cosas intestinales de la ciudad. Elsa pensó en que el saludo del portero era la primera palabra dedicada a su oído desde la tarde anterior. Elsa era también una cosa de la ciudad. Cuando Elsa llegó a su oficina, tuvo que pasar ante la mirada vacía del ascensorista, la mirada idiota de las compañeras, las miradas cansadas de algunos hombrecitos, la mirada codiciosa de su jefe y la mirada perdida de la mujer que barría los pisos. Después que Elsa pasó ante todas aquellas miradas, pudo sentarse a su escritorio y comenzar a trabajar. En seguida Elsa guardó sus pensamientos. Los dejó al lado de una novelita intrascendente que quería leer, cuando tuviera tiempo. Fue un día lleno de cartas y de dictados y de calor. Al mediodía tomó café y comió un sandwich con sabor a resina. Un vaso de agua y un cigarrillo y otra tarde de cartas y de 221
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dictados y de miradas que llegaban hasta su rincón, pero que Elsa no sentía. Eran miradas de la ciudad y Elsa no gustaba de la ciudad. Su pueblo era mucho mejor, pero era un pueblo que estaba lejos, encaramado en un cerro, sin asfalto, con un novio que no la quería y aun la engañaba, con un hermano borracho y muchas viejas que la señalaban y la criticaban. Era un pueblo perdido, como la luna cuando huye entre nubes negras. Era preferible vivir en esta ciudad de asfalto, llena de miradas y de calles iguales, de gente que se reía sola, como si sobre el mundo se estuviese oyendo un solo chiste graciosísimo. Elsa regresó a su calle cuando oscurecía. Otros negros llenos de músculos se habían unido al primero y varios picos golpeaban ahora al asfalto. Elsa se detuvo y los miró. Pensó que su asfalto estaba horrible y desfigurado y que aquellos hombres no tenían corazón. Elsa se encaramó en su ventana, sacó sus pensamientos y quedóse quieta, contemplando la muerte del asfalto de su calle. En la noche los negros encendieron luces y cenaron pan y carne sobre los pedazos de asfalto. Elsa había perdido el apetito. Estaba intrigada con la suerte de su calle y de su asfalto. Elsa hubiese querido protegerlos de los picotazos, devolverles su tersa fisonomía, su tranquilidad. Se consoló pensando que quizás el asfalto estaba enfermo y había que sacarle sus males y curarlo. Elsa era una mujercita desolada y solitaria y sufría siempre con los sufrimientos de los demás. Llovió. Las gotas resbalaron sobre las espaldas desnudas de los negros y mojaron el asfalto, pero no interrumpieron el picoteo ni aliviaron el dolor de la calle revuelta. A medianoche, cuando Elsa bostezaba un poco, un negro dio un grito de júbilo y de la herida del asfalto manó un chorro de agua sucia y maloliente. —Es la cañería central… La de las aguas muertas… Sus compañeros dieron asentimiento con las cabezas y uno de ellos, que por su tamaño y su voz disonante debía ser el capataz, ordenó usar los taladros eléctricos para llegar más pronto a la cañería accidentada. Elsa pensó que era una aorta de la ciudad con mala circulación y la fosa que abrían los negros le pareció un cáncer, el cáncer del asfalto. —¡Pobrecito asfalto! –se dijo Elsa, antes de acostarse en su cama sin calor–. ¡Pobrecita mi calle! Ya nunca será igual. Elsa se durmió aquella noche con un sueño agitado y en varias ocasiones despertó, como si fuera en su cabeza que golpearan los taladros y se hundieran los picos de los negros. Recordaba haber salido nuevamente a la ventana, de madrugada, para ver con asombro que los negros habían agrandado la fosa, hasta casi cubrir la calle de acera a acera. Y vio también que la fosa estaba llena de aguas sucias y que los negros, al parecer cansados, comenzaban a marcharse por la ciudad en silencio, dejando al charco de la calle sin amigos y sin consuelo. Elsa soñó una última vez, antes de que llegara la mañana, pero fue un sueño que no pudo recordar después. Seguramente que había vuelto a su pueblo y le había contado a las viejas chismosas que el asfalto estaba roto. Y a su novio le habló del asfalto, pero él se rió y Elsa no gustaba de la risa de su novio, porque era una risa engañosa. Elsa decidió, en su sueño, regresar a la ciudad y ver cómo estaba el asfalto. Apresuró las diligencias del despertar y bajó a la calle. Los hombres y las mujeres y los niños dormían todavía y la ciudad no hablaba. El mar, en cambio, estaba cantando a solas, antes de que el sol viniera con sus luminosidades a llenarle las olas de crestas blancas y la playa de espuma danzarina. El mar era confidente de las preocupaciones de Elsa, pero no en aquel día. Elsa sólo quería ver a su asfalto enfermo. 222
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Caminó lentamente hacia el charco. Experimentaba cierta voluptuosidad en estar a solas con él, en hacerle algunas preguntas, que por supuesto el charco iba a dejar sin contestación. Se llevó una mano a la nariz, evadiendo el olor desagradable. Su calle estaba herida en muy mala forma. Indudablemente, sufría tanto como Elsa. Se oyó música en la calle y junto al charco. Era una canción deprimente, la canción de un hombre que tampoco había dormido. Elsa no pudo tararearla, porque Elsa no sabía cantar. Elsa, en cambio, había aprendido bien lo único que podía darle su pueblo lejano, la desolación. Sobre el charco los negros habían colocado un largo tablón, de orilla a orilla. Era como un puente para cruzarlo, pero en realidad no era un puente necesario, puesto que con bordearlo se podía fácilmente pasar al otro lado de la calle. Elsa deseó encaramarse en él y cruzar el charco. Nadie podía ver su gesto infantil, ni nadie se reiría de ella. Además, era su charco, porque estaba formado de la sangre de su calle y de su asfalto. Elsa dio los primeros pasos. El tablón era firme y sólido. El agua lo lamía con un chapoteo imperceptible. Elsa se sintió inmensamente feliz con su travesura. Se sintió dueña del charco y de la calle y del asfalto y de la ciudad. Elsa pensó que al fin realizaba algo que los hombres y las mujeres de la ciudad no podían hacer libremente. Y Elsa tropezó. Cerró los ojos horrorizada y miró hacia el cielo. Pero se vio en mitad de las aguas pútridas y empezó a hundirse en ellas. Sabía que no podía nadar. En su pueblo, encaramado en el cerro, nunca vio más agua que la del baño. En el mar Elsa sólo había mojado sus muslos y se había enjuagado la cara y el pelo. Por eso ahora las aguas del charco se la tragaban definitivamente. Y Elsa quiso rezar, pero la boca se le llenó de aguas pútridas y el estómago se le arqueó, sin dejar salir el grito de espanto que venía viajando desde su pecho desolado. Y Elsa se ahogó en lo hondo del charco, frente a los mudos pedazos de asfalto que los negros habían arrancado a su calle. El cuerpo de Elsa flotó solitario, junto al tablón que creyó puente para travesuras. El negro musculoso fue el primero en verlo y en pregonar su asombro por la calle que se despertaba. La ciudad poco dijo, porque era una ciudad acostumbrada a encontrar cuerpos de hombres y mujeres sin historia, perdidos en sus calles o durmiendo para siempre en algún parque lleno de frondas y de aromas. El charco lo cerraron después, cuando la cañería fue debidamente reparada. Y los negros se fueron con sus picos en busca de otros charcos.
Los Pacolola El día en que nació Lola, no se sabe si por coincidencia, subió el precio del cacao en los mercados internacionales; el día en que nació Paco, quizás por casualidad, faltó vinagre en todas las tiendas de provisiones de su pueblo. Lola, hija de hacendado y poetisa, pasó su niñez en Cuernavaca, esa ciudad mexicana bordada en la falda de la sierra con casitas de tejas rojas, calles retorcidas y música de mariachis que no duermen nunca. De niña –recuerdan quienes la conocieron bien–. Lola nunca jugó con muñecas ni tuvo momentos de solaz en el jardín de su casa. Fue, desde un principio, una criatura venida al mundo única y exclusivamente para usar el paladar. Y lo usó con tanto deleite que ya a los seis años de edad parecía uno de esos globitos que se venden en las ferias o en los parques y que si los niños sueltan se van volando por los cielos. 223
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Paco, hijo de un militar amargado que jamás pasó de teniente y de una acapulqueña que soñaba con la playa distante, fue confundido al nacer, por su flacura, con un bastón. Esta flacura, en vez de desaparecer, continuó con los años, hasta perfilarlo por todos lados, como una varilla de acero. Las comadres de Cuernavaca refieren que un día de lluvia su madre, colocándole en la cabeza una escoba, lo usó para barrer el patio de las aguas inundantes. Paco y Lola fueron a la misma escuela y mientras Paco se chupaba los dedos, quizás en la creencia de que la saliva era alimento, Lola se relamía con caramelos, indicio de que la niña era precoz. Paco estudió en Ciudad de México y Lola en Guadalajara, pero Paco tuvo que abandonar la universidad porque los profesores tenían dificultad en ver con quién hablaban y Lola regresó de Jalisco porque un alcalde, viejo politicastro marrullero, consideró que aquella gorda desentonaba con las clásicas bellezas de la tierra de María Félix. Y así fue como, jóvenes ambos, Lola y Paco se encontraron en Cuernavaca sin tener dónde ir y con una amargura infinita hacía la vida y la humanidad en general. Eran dos jóvenes deformes, pero con dos corazones de oro. Vivían relativamente tranquilos, Lola engullendo bombones en cantidades astronómicas y Paco chupándose los dedos o tocando una guitarra que le regalara un tío compasivo, por ver si el muchacho se agarraba en algo y el viento no se lo llevaba hasta la cumbre del Popocatepelt. Un día murieron los padres de ambos. Lola puso, con el dinero heredado, una confitería especializada en bombones. Paco, casi en la misma calle, montó una tienda de alfileres, negocio cómodo para él porque podía confundirse con la mercancía cuantas veces algún amigo o acreedor venía a conversarle. Lola siguió engordando hasta convertirse en una curiosidad turística que los norteamericanos retrataban tan pronto llegaban a Cuernavaca y Paco enflaqueció más todavía, acercándose peligrosamente a la invisibilidad. De ahí que los guías comenzaron a llamar a la calle de los dos infortunados como la de los Pacolola. Luego alguien compuso una canción ranchera acerca de un elefante y un puñal y la gente en seguida la denominó el Canto de los Pacolola. –Aquí –le anunciaban a uno en los grandes hoteles de Ciudad de México–, después de ver las pirámides, hay que ver a los Pacolola. —¿Y eso qué ser…? —preguntaban los gringos. —Pues la mujer más gorda del mundo y el hombre más flaco, más requeteflaco de México y del mundo, mano… –solían decir los cicerones de las agencias turísticas. Pasaron los años y con ellos crecieron las hacendillas de Paco y Lola hasta convertirse en verdaderas fortunas, la fama de los dos desgraciados y un sentimiento de mutua comprensión y ayuda entre ambos, cada vez más señalados por el infortunio de la curiosidad populachera. Una noche de diciembre Lola, vestida y acicalada para irse a la iglesia y rezar una salve, tropezó con Paco, que venía de ver en el cine una película de vaqueros. —Lola, ¡está usted rechula! —Vamos, Paco, lo que estoy es muy gorda. —No, Lola, se ve usted esta noche pero que muy bien… —Ándele, Paco, y no sea mentiroso. ¿Está tomado? 224
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Y el diálogo, sin ellos darse cuenta, los llevó por las callejas y los empujó hasta la plaza, donde no repararon en el saludo de amigos y amigas, ni en la luna, chata y pícara, que desde el cielo quería también enterarse de la conversación. Paco y Lola se casaron un mes más tarde, con el beneplácito del síndico, del alcalde y del gobernador. Y del cura y del jefe de los mariachis de Morelos. Y de las palomas, que en bandadas revoltosas, concurrieron al atrio de la iglesia a ver a la gorda y al flaco uniendo sus tristes destinos. Fue un acto conmovedor, pero no hubiese resultado memorable si el señor cura, al pronunciar las palabras bíblicas, no se equivocara, preguntando a Paco: —Paco del Castañedo, ¿toma usted a este globo, digo, a esta mujer, como su legítima esposa…? Pero Paco, inmortalizándose, como Romeo o como Fausto, replicó: —Sí, padre, la tomo, aunque usted la crea un globo. Y volvieron a transcurrir los meses y los años, registrándose un curiosísimo fenómeno: Paco comenzó a engordar y Lola a perder peso. En un principio la gente no se dio cuenta, hasta que un turista señaló con desagrado: —Estos Pacolola son puro cuento… Ninguno excepcional. Y Cuernavaca entera cayó en cuenta de que, en efecto, el amor había transformado en tal forma a los esposos, que ya no eran el hombre más flaco de México ni la mujer más gorda del mundo. Y ni siquiera de Morelos, pues con los tacos y las tortillitas y los huacamoles, mujeres más rechonchitas existían que Lola y hombres más verdes y más flácidos que Paco se consumían en los bancos de la plaza. Perdieron pues los Pacolola su fama internacional y huyeron de su callejuela los turistas, algunos de los cuales, con detrimento del fisco de Cuernavaca, continuaban, sin detenerse, hacia Tasco o Acapulco. Mas en la casita bermeja donde Paco y Lola tenían su nido de amor, una pandilla de mocosos y mocosas atestiguaba que aquel matrimonio era feliz y que el mundo ni las gentes les interesaban un bledo. —Es que, manito –decía un político con ambición de llegar a diputado– no sabemos organizar el turismo en este país. Hemos abandonado a los Pacolola a su suerte, en vez de resguardarlos en jaulas, para la admiración del mundo entero. Claro está que algunas de las hijas de los Pacolola engullen bombones y pastelería que da miedo y unos cuantos de los hijos se chupan el dedo, pero de nada les vale. La posteridad sólo recordará a sus padres, a Paco y a Lola, a él por ser el hombre más flaco de México, cuando era soltero, y a ella por ser la mujer más gorda del mundo, también cuando soltera. Porque la verdad es que el matrimonio, con todas sus ventajas, aplana a hombres y mujeres en un anonimato que da lástima.
Curiosidad En el tejado oscuro el gato se movió con lentitud y miró hacia la ventana donde estaba el hombre fumando el cigarrillo. La ciudad seguía iluminada, llena de ruidos que comenzaban a morirse en la noche calurosa de verano. Un humo pardo y vacío llegaba por el cielo y se desdoblaba sobre los álamos y en los estanques del bosque. El gato se acurrucó en el alero y bostezó. El hombre de la ventana tiró a la calle su cigarrillo y apuró un trago largo de whiskey. 225
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Un taxi se detuvo en la esquina y de él descendió una mujer. Era una mujer apresurada y una mujer nerviosa y tenía, además, la ecuación del miedo en los ojos azules. Si aquella mujer no hubiera sido la amiga del hombre de la ventana, su figura se hubiese quedado tranquilamente en la calle o su taconeo, que ya avanzaba hacia el zaguán, hubiera seguido en la sombra, hasta perderse a la vuelta de la esquina. La mujer apresurada se entró por la puerta y tomó el ascensor. Alguien escuchaba, detrás de una pared, un disco gastado de Bach. Y alguien más, en otro lugar de la casa, se reía con una risa galopante, como el tableteo de una ametralladora. Al cuarto llegó primero su perfume, que el hombre agarró en la nariz y lo guardó en el pecho. En seguida estuvo su cuerpo, un cuerpo mordido de deseos y tembloroso, con el temblor de una tierra movediza. —¡Amado mío! —¡Idolatrada! Los amantes no eran originales y cambiaron en un abrazo su ausencia de palabras. El gato permanecía en el alero. El gato presentía que su enemigo el perro no estaba muy lejos y todo lo relativo al perro tenía suma gravedad. Los amantes se asomaron a la ventana, tomados de las manos. Era una situación a la que el gato estaba absolutamente acostumbrado. La música de Bach era ahora música de Beethoven y la risa de ametralladora fue una blasfemia incontenible que trepidó en el alero donde se acurrucaba el gato. La ciudad comenzaba a apagarse, con bastante sueño. El humo pardo y vacío se tornaba negro, pero eso era porque la ciudad perdía sus luces y no porque el humo hubiese dejado de ser pardo. Los amantes decidieron besarse. Comenzaron con un beso tímido que se desfloró a flor de labios, un beso tranquilo como el agua de los estanques del bosque. La mujer no gustó del beso tranquilo y se sonrió. El hombre comprendió aquella sonrisa y cambió el beso tranquilo por un beso fuerte y húmedo. Duró mucho aquel beso, tanto que los amantes tuvieron tiempo de pensar y aun de recordar. Los pensamientos fueron bastante comunes, los recuerdos bastante cursis, pero los amantes no conocían nada mejor. El hombre estuvo convencido de que al fin lograría la posesión de aquella mujer hermosísima. La mujer achacó a curiosidad el encontrarse allí y en aquella situación de desprendimiento. Era suficiente. Cuando se conocieron, en una fiesta olvidada ya, el hombre tuvo para ella frases galantes que producían cosquillas. Ella había mirado a su esposo y el esposo conversaba con otra mujer, muchísimo menos elegante que ella. Por eso la mujer había decidido escuchar las frases galantes. Días después se encontraron a la salida de un cinema. Tomaron té en un salón muy chic y allí él repitió las frases galantes, mientras tomaba una y otra vez sus manos, que se resistían. Prefirió no decir nada al esposo, porque no hubiese comprendido que tomar las manos no es cosa importante. Continuaron los encuentros y el hombre arreciaba las palabras y hasta llegó a pronunciarlas muy quedamente, como gotas de agua en la misma orilla de sus oídos atentos. Eran palabras, indudablemente, que ella no había escuchado en los labios de su marido. A pesar de que ella se sentía gozosa como una gatita cuando, en las noches, su marido la besaba con rabia y la hacía dormir agotada. 226
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Después el hombre de mundo la llevó a su departamento y oyeron ambos música romántica, música apropiada para sorber menta y fumar cigarrillos rubios, llenos de un humo que subía voluptuosamente hasta el techo y se quedaba tranquilo, como una nube haciendo la siesta. Era la de ellos una amistad de gente complicada, o de gente aburrida, y la mujer comenzó a gozar con aquellos encuentros inocentes. Además, en el matrimonio no había tiempo para pasar las tardes con el marido bebiendo menta y fumando cigarrillos rubios. El marido, al menos el suyo, sólo hablaba de negocios y ella, para desquitarse, sólo hablaba de sus hijitos, que eran hijitos de los dos. La mujer empezó a temblar. Era un temblor muy raro y las rodillas quedaron flojas y en las mejillas se prendió un color de rosa que casi era el sangrante de una puesta de sol. A ella le pareció que era la puesta de un sol de verano, porque el aliento del hombre salía caliente y pesado, como en una garganta que no ha bebido agua en muchos días. —¡Dé jame! –dijo la mujer, arreglándose el desaliño del vestido y yendo a sentarse en el sofá. —¡No! –contestó él, mientras pensaba que aquello era muy aburrido. La entrega no podía demorarse una noche más. Para el hombre la virtud era una prenda incómoda y aquella mujer la había usado. Los besos fueron esta vez más largos y húmedos. Y el abrazo se extendió sobre los dos, arropándoles en una mortaja que no dejaba pasar los ruidos de la ciudad, la música de Beethoven, la risa convertida en blasfemia y el maullar del gato en acecho. La luz de la ventana del cuarto donde el hombre había fumado cigarrillos se apagó y una brisa refrescante movió las cortinas. La mujer cerró los ojos, no obstante haberse apagado la luz. Así, nadie la vio desnuda, arqueada e impúdica, sofocada como una bestiezuela. El hombre la cubrió con sus caricias y ambos corrieron por una selva en llamas, en mitad de las explosiones de un volcán. El hombre volvió primero, porque había perdido el interés unos minutos atrás. La mujer se vio vestida nuevamente, tan cansada que le dolían los párpados, aun estando los párpados humedecidos por una que otra lágrima. Pero como eran lágrimas de la casualidad, el hombre creyó oportuno ofrecerle un coñac. El coñac, para aquel hombre, era la bebida apropiada en todos los finales. —¡Déjame! –repitió ella. Y él no la escuchó, porque era una palabra gastada en su departamento de mundano. Sobre la ciudad la noche envejecía con ruidos muertos sobre los hombres y las mujeres y los niños y unos pocos viejos. Y algunos amantes, como los vecinos del gato, que todavía esperaba la aparición del perro, su enemigo. —No volveremos a vernos –sentenció la mujer, dibujando el rouge en su carita inocente. El hombre no esperó respuesta, porque de memoria sabía que todas las mujeres regresaban, que la caída es una sola. Y sin embargo, tuvo un escalofrío y remiró a su amante. Ella estaba en la puerta, observándole fría e imperturbablemente. —¿Qué te sucede? –le preguntó. Ella siguió en silencio. Del alero del tejado brotó un maullido desconsolador y se pudo ver al gato huyendo por entre las chimeneas, rumbo al abismo. —¿Qué te sucede? –repitió el hombre. La mujer se levantó y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, se volvió hacia él y dijo, antes de salir: —No valía la pena. ¡Prefiero a mi marido! 227
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El hombre no contestó. Regresó al balcón y encendió un cigarrillo. Desde allí vio al taxi doblando la esquina. Y vio también al gato, que volvía del abismo y se disponía a dormir, acurrucado en el alero, como una cuchara de sombra en el festín de la noche. El hombre bostezó.
La sombra en el cerro Mi tierra es una isla, grande y hermosa, clavada en la mitad del Mar Caribe, en el corazón de América. Es tierra roja y tierra verde, alzada en montañas y dormida en playas, es la tierra donde los taínos dieron batalla al conquistador europeo y donde vive hoy un pueblo con su historia, su trabajo, sus amores y sus leyendas. Este relato me lo hizo mi abuela, anciana a quien nunca olvidaré, en una tarde de sol, cuando yo, niño todavía, vacilaba, reía o lloraba ante su rostro arrugado o sus manos que sólo me brindaron amor y sosiego: En el macizo de nuestra cordillera central, donde el trópico se enfría con la altura y los valles se cuajan en pinares, vivió el negro Sebastián. Era un gigante de cráneo oblongo, ojillos tristes y unos brazos tan largos que nunca sabía dónde tenerlos. Era también bueno, de una bondad que no conocía límites y que se prodigó sobre cuantos le trataron o le pidieron alguna vez un favor, que fueron los más. Sebastián nació en los bosques aledaños a Constanza, en bohío de yaguas prendido al monte como una estrella al cielo. Infante aún solía perdérsele a la madre por los barrancos, confundiéndose el azabache de su cuerpo con los troncos de árboles centenarios. El frío de las heladas y el hervor del sol quisqueyano le endurecieron la piel; y los pies, de corrotear por los espinares, se le convirtieron en garras. ¡Era hermoso el negro Sebastián! —Los niños como tú –díjole la madre muchas veces– debían nacer con otro color del que tu padre y yo te dimos. —No, mamá, no diga eso –respondía él– que me gusta ser negrito. Y así, feliz y montaraz, Sebastián vivió sus primeros años en esa cándida existencia del campesino, gozador de la naturaleza sin saber que es el mejor regalo de Dios. La tragedia, sin embargo, matizó su vida en forma imborrable. Vivía Sebastián frente a un cerro en cuya cumbre balanceábanse los pinares en danza continua con el viento. De él lograba su padre el diario sustento, cortando troncos y vendiendo tablones de pino en los villorrios del Cibao. Pero una tarde fría de diciembre trajeron al leñador con una herida en el vientre de la que murió horas más tarde, en mitad del llanto de esposa, familiares y vecinos. Y una anciana pronunció, ante el cadáver, las palabras que nunca olvidaría Sebastián. —Es la sombra del cerro que lo mató. ¡Sombra maldita! –había dicho la vieja persignándose. El niño, días más tarde, preguntó a la madre: —¿Dónde está la sombra que mató a papá? —¡Yo qué sé, déjame en paz! Búscala tú, muchacho. Y en sus horas vacías, encaramado en un montículo o corriendo por los senderillos, Sebastián evitaba pensar en el cerro que dominaba el pueblo con su mole redonda y maciza. En un principio fue un temor leve que le causaba temblores en piernas y brazos; luego, a medida que crecía, fue un odio caliente hacia aquella montaña que, llevándose al padre, robara de su infancia la protección, el afecto, el amor duro y necesario del progenitor. Sebastián trabajó desde los diez años. Había que llevar yuca, arroz y café para el sustento de la madre que se destrozaba las manos lavando en el río, era necesario llenar las barrigas 228
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redondas. Así, Sebastián aprendió a montar en caballejos de estampa esquelética y guiar el hato de ganado de un ricachón con finca en las proximidades del pueblo. Eran diez horas diarias de gritos, sudor y andanzas por el bosque. El niño se hacía hombre, pero sin jamás subir al cerro donde muriera el padre. —Te estás haciendo cobarde –decíale la madre–; a tu padre en el cielo le debes causar náuseas. Y era más que miedo aquella sensación cosquilleante de Sebastián. En su cerebro de lentos movimientos la montaña se había convertido en algo lleno de misterio y aun de espanto. Bastaba, por ejemplo, que tronara en la cordillera para que Sebastián se refugiara en alguna cueva y se tendiera en el suelo, trémulo de sollozos, con lagrimones que le agriaban la boca. La gente, en sus parlerías nocturnas ante las jumiadoras, hizo de sus cuitas una sabrosa historia, un chisme que llegó a los últimos confines de la región. Y Sebastián, a los veinte años, tuvo la denigrante reputación de cobarde, tal y como su madre lo presintiera. Comenzaron unos a abusar de él con palabras y otros con la acción. Fue, desde entonces, un pobre negro a quien nadie dio importancia, al menos la importancia que los hombres, como los animales en un rebaño, prestan siempre a aquél de ellos que se impone por la astucia, el talento o la fuerza todopoderosa de los puños. Sebastián el negro comenzó a languidecer, a mustiarse en su infortunio. La flacura le sacó los huesos al nivel de la piel, le hundió los ojillos y le brotó los pómulos. Sebastián fue un árbol roto en el río del miedo. Así las cosas arribó al villorrio, en noche de luna chata, la mulata Mariela, con sus caderas de mariposa y su cintura de alfanje, con sus desparpajos y su impudicia, con su salerosa actitud de hembra que todo lo puede. Y la Mariela, que conocía muchos bravos, se enamoró del negro Sebastián. Fue el suyo un amor terremótico, una pasión de esas que consumen al ser humano como vela de entierro en brisa mañanera. A la semana de ver pasar a Sebastián camino de los potreros, la Mariela se le acercó y lo trabó en conversación. —¿Conque me dicen que tú eres el que no sube al cerro? –le dijo, a modo de saludo. Sebastián, que ni tiempo había tenido para mirarse en ojos de moza, sintió como si un alfiler le pinchara el pecho. —¿Qué te importa? –contestó, vengativo, sin que el rubor pudiera brotar a su piel de cacao viejo. —¡Ah, negro, me das risa! –y con una mueca le dejó plantado. Ese día Sebastián se cayó del caballo, comió menos que de costumbre, lo que es decir, no comió nada, y al volver a su hamaca, al atardecer, se petrificó frente a la montaña, con unos ojos quemados por las lágrimas. “¡Pobre de mí!” –pensó. “Ayúdame, Dios, que ya no aguanto más”. Serían las tres de la madrugada. Un resplandor argentaba el cerro y las tripadas de sus farallones. Sólo el viento gemía por entre los pinares. Sebastián se levantó y descalzo, de pecho desnudo, cruzó el poblado y caminó. No sabía si rezaba o si maldecía. En sus oídos, como aldabonazos, resonaban las palabras de Mariela: “¡Ay, negro, me das risa!” Sebastián comenzó a trepar el senderillo vagabundo por donde, año atrás, habían bajado el cadáver de su padre. El miedo, sólido ahora, se le entraba por el corazón y le cortaba el aliento en pedacitos, pero siguió adelante. Llegó a un bolinguín natural que la hierba había formado en la ladera siniestra del monte y se detuvo, ya jadeante. Allí oyó el grito que le petrificó. Fue un aullido, una ululación que, débil en un principio, creció luego hasta ensordecerlo. Quiso huir cuando, casi quemándole la nuca, el aliento de Mariela provocóle: 229
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—Estoy contigo, ¡sigue! Sebastián se volvió, incrédulo. La mulata estaba allí, también temblorosa, como él. Se miraron frente a frente y ella le tomó de la mano. Caminaron. El grito salvaje no se había repetido y Sebastián, por la primera vez en su vida, sentía desaparecer de su cuerpo los temblíos. Le pareció, de pronto, que el cerro, aun siendo aterrador, era un poquito menos esa noche. —Llévame a la cumbre, negro –invitó ella–, quiero ver la luna desde lo alto del monte. Y treparon y treparon… La noche agonizaba en el horizonte cuando Sebastián y la mulata Mariela, cansados hasta una eternidad, llegaban al más alto promontorio del cerro. Allí, silenciosos, huérfanos de energía, estuvieron los dos un largo rato sin pronunciar palabra. —¿En qué piensas? –preguntóle ella al fin. —En nada…, en todo. —Sebastián, ¿y la sombra del cerro? —No la vi, Mariela, ¿pero y el grito? —Estaba en tu cabeza, en la mía. La oyó nuestro miedo. —Bésame, negro. ¡Dame un beso en la boca! Ella tuvo que agarrarlo, poniendo sus manos en la espalda dura y desnuda, hasta hacer que los labios se juntaran. Sebastián se estremeció. El beso primero se prolongaba en otros y los ojos de entrambos se cerraban. La mañana comenzaba a explotar en los cielos. Después descendieron lentamente, de vuelta al villorrio, por los trillos dormidos de hojarasca, coreados por ruiseñores, y vigilados por las yaguasas y las palomas. La soledad, en adelante, estaría construida para ellos con un recuerdo; el amor sería, mientras viviesen, un beso húmedo en la cumbre de un cerro sin sombras. Caminaron entre los primeros ranchos, por una angosta callejuela. Mariela le soltó de la mano y antes de entrar a su bohío se despidió: —Hasta luego, Sebastián, mi negro guapo… El se bamboleó indeciso y prosiguió, ahora riéndose solo, entre el asombro de las comadres y el gorjeo de los chiquillos. Luego, a su madre que lo esperaba angustiada, sólo dijo: —Mamá, mamacita del alma, he subido al cerro. ¡Ya no tengo miedo! —¿No te lo decía? –replicóle ella, con alborozo. —Sí, madre, las sombras no matan. El viejo murió trabajando. Los hombres no pueden ser cobardes… Han pasado muchos años desde que Mamá Teresa, mi abuela, me hiciera este cuento. Como yo era niño, ella nunca me dijo que Mariela besara a Sebastián, pero añadió, como en todos los cuentos, que el negro y la mulata vivieron felices. Sin embargo a mí, con Greene, se me ocurre que siempre, dondequiera, hay un hombre que llora en una torre, la torre de la soledad y de la desesperación, hasta que un amor de mujer lo libera de sus angustias o de la sombra en el cerro, como liberó Mariela a Sebastián.
Los muertos quietos Era una bandeja de plata en el rielar de la luna el cayuco de Vale Juan. El bosque se mecía blandamente con los ábregos y allende las torrenteras, donde terminaban los pinares, se abría el valle de la Vega Real como un abanico al que las jumiadoras en los bohíos motearan de lentejuelas. ¡Era la noche grande y definitiva para Vale Juan! 230
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El negro, enroscado en la proa, respiró hondamente, mientras el sudor le bañaba frente y tórax. Los brazos, largos y felinos, se entraron en el agua y bogaron sin ruido, cual si al cayuco le hubiesen salido garras. Los labios, de vez en vez, runrunearon palabras quedas, válvulas en mitad de los salivazos de andullo. Pedrico, en la popa, habló primero: —¡Vuélvase, Vale, que esto no tiene remedio! —Lo tendrá –replicó el otro– porque entonces mejor es no andar vivos. Pedrico no conocía el miedo. Lo había perdido años atrás en mitad de las sabanas, encaramado en los potros, siempre en pos del Vale Juan. Pero lo de esa noche era suicidio y ambos lo sabían. Dos hombres solos, acosados y perseguidos, ¿qué podían hacer? Pedrico recordó lo que entrambos realizaran con la vida. De niños, de adolescentes, de jóvenes, el juego de la guerra los atrajo como una droga. Comenzaron sin darse cuenta, siguiendo un día a un grupo de campesinos que se iba, armado de machetes, a defender sus tierras. Después, dominada esa revuelta, vino otra y otra más, y luego, con los años, la historia sangrienta del país que no se redimía fue la de ellos también, fue polvo y sudor y sangre y hambre; y cansancio de andar a tiros en mitad de sinrazones. Así, volvieron al pueblo. Nada pedían a Dios sino paz, un techo, un pedazo de pan y una hamaca para construir sueños. Los dos casaron tempranamente, formando hogares donde el amor fue dueño de las noches y el trabajo de los días. Vale Juan y Pedrico, sin ser mejores que otros campesinos, fueron, sin embargo, los dos más bravos de la comarca entera. Quizás debióse a eso que los revolucionarios cebaran su saña en ambos. En noche brumosa cayeron sobre el pueblecito, saqueando e incendiando en minutos todo cuanto estuvo en su paso. A Vale Juan y a Pedrico no les quedó más que olor a metralla y la sangre de los suyos en las manos. Sin lágrimas, porque el dolor que ha sido presentido está demasiado hondo para mostrarse en el rostro, los dos compadres se unieron a otros ultrajados y marcharon por los montes tras los asesinos. Cuando al fin se toparon con ellos, los rifles derribaron amigos como a árboles en un ciclón y sólo Vale Juan y Pedrico habían quedado vivos, para agrandar la venganza y no poder dormir. —¡Volvamos! –repitió Pedrico. —Digo que no –susurró Vale Juan–, y le repito que usted puede volverse. A mí tienen que matarme. Quedaron flotando las palabras. Pedrico, sin interrumpir el rítmico movimiento del remo, frunció la frente y rezongó: —No, Vale, o los dos o ninguno. ¡Eche pa adelante! Relampagueó. Un trueno se fue de bruces hasta el horizonte y se encaramó en la luna. Mientras las chicharras gritaban sus nostalgias, llegaron a las torrenteras. De un golpe rápido en el agua, Vale Juan empujó el cayuco hacia la ribera y lo escondió en el matorral. —Allí están –murmuró, señalando con la barbilla a luces débiles que se entreveían a un centenar de metros. A los oídos llegó el tañer de una guitarra y voces de hombres que discutían. Los dos negros, arrastrándose, iniciaron el avance, como raíces que al crecer se van moviendo en la selva. El andullo se amargaba en la boca del Vale Juan y las espinas, al clavársele en el pecho, en los brazos y en el rostro, no dolían ni quemaban, que no puede haber sensación cuando el alma anda empecinada en emociones. Se iban acercando. Los hombres tomaban formas concisas en derredor de una hoguera, las jumiadoras olían a esa distancia y la guitarra resumó lascivias en una canción de burdel. 231
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El campamento de los saqueadores celebraba su último crimen. Y Vale Juan y Pedrico estuvieron, de pronto, en el límite de la espesura, a varios alientos de la venganza. —¿Y ahora? –preguntó Pedrico. —Ahora nos aguantamos y pensamos –contestó el otro–, que Dios es grande… Sentía Vale Juan que la angustia, sólida, arqueante como un vómito, le subía por el esófago y se le prendía en el paladar. Cerró los ojos y pudo ver a su mujer, dormida por los balazos, rumbo a la eternidad, suplicando que perdonara. Y vio a los hijitos, desparramados como muñecos rotos, huérfanos de risas ante la muerte, y Vale Juan tuvo ganas tremendas de llorar. Se palpó el calzón y bajo él el cuchillo y en el cuchillo se le calentó la mano como en una caricia. —¡Malditos! ¡Malditos mil veces! –sollozó–. Os tengo que matar a todos para yo poder vivir. —¿Qué le pasa, compadre? –preguntó Pedrico. El compañero no pudo responder. Las lágrimas de macho salen sin ruido, jamás con prisas. Pedrico tuvo temblíos en su cráneo de coco maduro. Transcurrieron horas interminables. En el campamento crecía la borrachera y con ella la alegría y los desenfrenos. Habían llegado mujeres, negras vestidas de percal, mulatas aceitadas y ampulosas y la guitarra, los timbales y el balsié atacaban los merengues con compases rápidos, llenos de sudor y de ron. La luna, fatigada de tramontar, huyó tras las sierras. Ahora se acercaba la tormenta, queriendo llegar antes que el sol de la mañana. Grandes saetazos de luz ametrallaron el cielo, barridos luego por el bramar de los truenos. —Va a aclarar –advirtió Pedrico–, decidamos, Vale. —Rece, compadre, rece, que en seguida nos tiramos al degüello. —Entonces nos morimos –y en la voz de Pedrico hubo cansancio, hastío de estar vivo, deseo de terminar, sed de sangre, hambre de muerte… —Nos morimos, si la Virgen del Cerro1 así lo quiere –sentenció Vale Juan. Por las fisuras del bosque inicióse el danzar de la lluvia. Gotas flacas primero, rechonchas después, comenzaron a patinar en la hojarasca. Gallos lejanos interrumpieron sus buenos días mientras las sombras emprendían retirada. Los dos negros, aplanados y rígidos, reconocieron a nuevos latidos en los corazones. Vale Juan arqueó las piernas, extendió la mano diestra en la que ya ondeaba el cuchillo y dio de pronto un grito salvaje, agudo, como el de la bestia que va al sacrificio. —¡Ahoraaa! –gritó, mientras corrían hacia el campamento, donde nadie los esperaba. Los dos primeros en volverse hacia los negros no tuvieron tiempo de respirar, cayendo ovillados en la hierba. Vale Juan saltaba como un simio; Pedrico le seguía, asestando puñaladas que todavía la música del merengue no descubría. Pero repentinamente, asaltantes y asaltados quedaron rígidos. Fue una fracción de segundo o un segundo largo como siglo. En los pies la tierra había comenzado a bailar grotescamente y un bramido se levantó de la espesura. —¡Tiembra, tiembla! –gritaron hombres y mujeres. El bosque se alzaba como una bandera, los árboles se reunían y separaban, el río se salía de cauce, grietas oscuras rajaban el monte y succionaban lluvia y hombres, empavorecidos hombres y mujeres, tragados en la mueca de la naturaleza desbocada. La Virgen del Santo Cerro, imagen existente en un santuario de la Cordillera Central de la República Dominicana.
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—Virgencita mía –dijo Pedrico, arrodillándose–, ¡perdónanos! —¡Dios! –rugió Vale Juan–, déjame terminar con ellos… Pero el terremoto continuaba con mayor bastedad, desjarretando la savia de la tierra. Los borrachos caían en las zanjas, chocaban contra los troncos de los árboles, huían en vano. En un minuto sólo quedaron unos pocos, petrificados en el suelo por el terror. Y esos miraban a Vale Juan sin comprender. El cuchillo del negro también temblaba, pero de rabia, de desesperación, de impotencia. Sonó un tiro seco. Vale Juan abrió la boca y vidrió los ojos. En seguida se fue desplomando, como un ceibo abatido por un rayo. Después, el negro quedó muerto, de cara a la lluvia que le agrandaba la sangre sobre la tetilla, un muerto quieto y vencido, como todos los muertos, como todos los hombres que acaban de pronto su angustia y entran por la puerta de la eternidad. Pedrico corrió hacia su amigo, se abrazó al tórax de azabache y gimeteó sollozos que parecían de niño. —Pobre Vale Juan! –lloró–. ¡Pobre Vale Juan! Que Dios te perdone, como a mí… También le abatieron de un balazo. La tierra fatigada tornó a tranquilizarse, y la lluvia, amurallada en catarata, siguió cayendo con su canción aguanosa. A lo lejos, en la serranía, el sol no pudo alumbrar la sangrienta mañana de los muertos quietos.
Shirma Allá encima del nevado, donde el hielo era transparente y las nubes revoloteaban en escuadrones, se clavaban, mañana a mañana, las miradas de Osvaldo el pintor. No podía evitarlo. Cuando, vuelto de sueños donde miles de paisajes celebraban danzas multicolores, Osvaldo abría la ventana y tragaba el aire de la sierra, la montaña siempre le hacía una mueca burlona y le invitaba a vivir. Era desafío y requiebro, intimación y huída. —Alguna vez –se decía– escalaré la cima y traspasaré a mis lienzos el albo resplandor que me enceguece. Pero aquello tenía en su magín la rapidez de un relámpago y Osvaldo, perdido en fiebres, medicándose con ocres, naranjas y verdinegros, viajaba por un cielo donde no había montañas y sólo rostros atormentados, hombres quejumbrosos y niños pidiendo pan. Osvaldo era indio, con cuarenta siglos de orgullo y sesenta mil años de piedad en el alma. Una herencia mágica le vino prendida en los dedos, mariposa creadora de luces y de sombras, madre de las angustias de su raza, más vieja que los volcanes, más hermética que los pedregales o los páramos. —Yo pinto –solía decir– como llueve en la selva o como hay olas en el mar. Si mis ojos se beben la vida, mi corazón siempre anda triste. Y mi tristeza es como el nevado: todos lo ven y nadie lo domina. Así nació en él, poco a poco, el deseo de definirse a sí mismo, de encontrar, de una vez por todas, la razón de sus temores y sus odios, de sus amores y sus ambiciones. Una noche fría de enero Osvaldo decidió hurgar el monte y sacar de los hielos alguno de sus misterios, o al menos aquél de ellos que debía pintar, si es que los misterios tienen color: Después, no recordaba exactamente qué ocurrió. Sabía que la cima no llegó a estar lejos y que el aire estuvo lacerante, un cuchillo que al perforar el pecho dolía con todos los dolores. Pero entre las rocas o la alfombra gris de la lava, vio por primera vez a la niña de 233
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tez aceitunada y cabellera dormida, de ojos fosforescentes y voz como gemido lánguido, confundible con el viento. —Shirma… ¡Shirmaaa! –la saludó en su lengua ancestral. Y cuando quiso besarla, preguntarla si se hallaba perdida, si precisaba de ayuda, la niña se esfumó en el volcán. El artista era hombre de mundo y tenía treinta baúles en la cabeza con treinta pedazos de vida como treinta novelas. Por eso a nadie habló de Shirma. No iban a creerle y todos, de seguro, hubiesen trocado en sarcasmo su cándido cuento. Y Shirma se le prendió en la curva del pecho, donde los pintores mecen su cuna de sueños. Osvaldo se hizo famoso. Su fama rompió la cordillera y paseó por ciudades llenas de luz y de vicio. La gente admiró la originalidad de sus cuadros, donde un rostro de niña aparecía siempre en mitad de otros rostros dolorosos, fuente de agua en mitad de una selva. —¿Quién es? –le decían–. ¿Dónde sacaste esa cara y esos ojos que, siendo dulcísimos, llevan tanta y tanta tristeza? ¿Dónde está, dónde está esta visión tuya que no podemos olvidar? Y Osvaldo sonreía, y aun los críticos que alguna vez le combatieran, declararon que la niña de sus cuadros era indudablemente genial y que el genio, besando la frente del artista, era el único responsable de aquel toque mágico, irreal y fascinante. Pasó mucho tiempo. Osvaldo viajó por el mundo entero y comenzó a envejecer. Su caminar, despacioso y reposado, sus ojos menos brillantes, sus canas prematuras, le dieron al fin un aire de neurótico, un matiz de hombre que conoce todos los caminos, los ha descrito hábilmente y no ha encontrado en ninguno a la felicidad. —Tienes en el rostro –le dijo alguien una vez– un paisaje angustiante, como de seguro es tu alma. Y Osvaldo no respondía jamás. Hubiese sido ridículo confesar que soñaba con la niña del volcán, que buscaba por doquier una cara de mujer que se asemejara a Shirma, la dueña de sus sueños y de sus pesadillas. Y mientras la seguía dibujando en los fondos de sus cuadros, su corazón sollozaba por ella. Un día decidió regresar a su país y no viajar más. Ante la consternación de parásitos y la incredulidad de íntimos, Osvaldo volvió a vivir tranquilamente en su casa de la sierra, nuevamente frente al blanco resplandor del nevado. —Aquí –se dijo el pintor– estoy cerca de Shirma y nadie podrá enturbiar mi amor por ella. Su atelier convirtióse en remanso y torrentera. Allí creaba quimeras y sueños, allí morían las horas en un concierto de pinceles, allí corría, ladeaba la cabeza, sudaba, giraba y se estremecía cuantas veces la imagen de Shirma quedaba presa en los óleos o en las acuarelas. Pero no fue feliz. Shirma, que era suya, se le iba en vagabundas rondas y él seguía vacío, sin una piel caliente en la cual dejar un beso o unos ojos donde posar blanduras y encalmar angustias. ¡Pobre Osvaldo el pintor! Era Dios un segundo y un pobre artista siempre. Fueron pasando los años de pláticas con el volcán, de amores con Shirma, la niña triste del nevado. Y un día llegó al atelier un mendigo que pedía monedas para comprar pan. Tenía una barba mal traída, dos manos largas y huesudas y un bastón nudoso, con el que golpeaba los senderos vacilantemente. —¿Qué quieres, anciano? –le preguntó el pintor. —Hablar contigo de penas. 234
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—Yo no tengo penas, soy alegre como el sol. Pinto cuadros hermosos que la gente compra. Dicen que soy brillante. La fama es mi esposa, el halago de los hombres llega hasta mi puerta. ¿Para qué quiero más? —¿No quieres a Shirma? Osvaldo sintióse temblar y miró al viejo de hito en hito. —¿Quién te dio su nombre? ¿Cómo sabes de ella? —Lo sé todo, pintor. Tu angustia es mi angustia, tu amor uno de los míos. —¿Qué puedo hacer, mendigo? ¿Cómo creer en ti que nada tienes, ni siquiera cuadros que se venden o críticos que te ensalzan? —La vanidad se me perdió en un camino, el dinero nunca me acompañó. —Sigue, mendigo, ¡te suplico! —Ven, Osvaldo, vamos hasta el volcán. Pocos saben el final de esta historia, porque pocos fueron quienes vieron a Osvaldo y al mendigo escalar la montaña. Como era noche cerrada y relampagueaba sobre la cordillera, los indios estaban acurrucados en sus chozas y los callejones de la ciudad sólo reflejaban una que otra luz mortecina, como velón de entierro de fraile. El pintor Osvaldo apareció muerto en el helero, con los ojos vidriados y fijos en alguna visión desconocida. Quienes lo encontraron afirmaron que había en su rostro una dulce y plácida sonrisa de paz. Era como si todas sus angustias y sus dolores hubiesen salido para siempre del pecho, dejándole un sueño final en el que todos los hombres atormentados y quejumbrosos huyeran de su camino y en su lugar dejaran un mundo maravilloso, sin dolores y sin odios, sin ambiciones ni envidias, sin niños pidiendo pan. De esto hace mucho tiempo. Con la muerte, los cuadros de Osvaldo andan por el mundo como gorriones dispersos por el vendaval y mientras su cuerpo descansa a la sombra de un ciprés, su fama ha crecido hasta los últimos confines del globo. Sin embargo, muy pocos, fuera de su pueblo natal, saben que en el atelier se encontró el día en que lo enterraban, un cuadro de niña con tez aceitunada y cabellera dormida, descalcita sobre un nevado blanco, caminando en las nieves con los brazos suplicantes y los ojos fosforescentes. Como es natural, el cuadro pasó a ser propiedad de los indios que tanto le amaran y hoy no se conoce exactamente dónde está. Empero, hay quien asegure que el cuadro viaja de choza en choza, manoseado respetuosamente por hombres y mujeres y que en las noches de luna, cuando el volcán resplandece, los indios le sacan bajo las estrellas y en los campos sólo se oye una plegaria rítmica y alargada: “¡Shirma! ¡Shiiirmaaaa!”
El geófago He viajado bastante en mi vida. Han querido la suerte y mi carrera que mis andanzas fuesen numerosas, pero aún no he podido dominar o controlar civilizadamente la emoción que me causa un viaje en barco o por tren. Muchas veces me he preguntado si entre mis antepasados no hubo algún marinero o, por lo menos, el maquinista de alguna asmática locomotora. El caso es que a mí, cuando el paisaje se mueve, me baila el alma. Y aclaro todo esto para que no se ponga en tela de juicio por qué diablos me metí en aquel trencito, en aquella inolvidable noche de invierno y llegué a conocer a Tomás 235
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y a su mujer, la rubia Gladis. Recuerdo haber estado indeciso, en la tarde, de si tomar un avión o regresar a mi casa en auto. Como ambos medios de transporte son hoy en día de lo más vulgares, a mi se me ocurrió que el tren, aquel renqueante trencito de opereta, valía una mala noche y algunos malos ratos. Me inclino a creer que no hemos perdido todavía, los hombres empequeñecidos por la civilización, el sabroso placer de la aventura. La salida estaba anunciada en los pizarrones para las ocho, pero no fue hasta bien entrada la medianoche cuando tosió el convoy, rechinaron las ruedas y dejamos atrás la estación del balneario. Hacía muchísimo frío. La nieve cubría la comarca entera y se le helaba a uno hasta la digestión. Me parece que fueron dos las copas de coñac que ingerí en el restaurant para calentarme. La sinceridad, sin embargo, me obliga a decir que las tomé porque me gusta el coñac y no en busca de calor. Cuando me echaba al coleto la última, entraron Tomás y Gladis. Ella, alta, con una hermosura relumbrona y con el pelo horriblemente teñido, me desagradó desde un principio. ¡Para que hablen de atracción de los sexos! Además, considero que una mujer puede ser fea en cualquier parte de su anatomía, menos en su nariz, y Gladis tenía la nariz más dura, más grande y más desagradable que he visto hasta la fecha. Para colmo, aquel apéndice le servía de brújula, de norte, pues lo movía siempre segundos antes de hablar. Tomás, por el contrario, era la antítesis de su mujer, lo que en sí no es extraño; era, el infeliz, uno de esos hombres a quien lo del cero a la izquierda se les hizo a medida. Gesticulaba, comía, hasta pensaba, siempre y cuando le diera permiso su mujer… con la nariz. Como yo era el único pasajero que tomaba coñac, o mejor dicho, el único pasajero con inquietud suficiente para beber en esa noche, de inmediato le fui sospechoso a Gladis. Diremos que su nariz olfateó que era mala compañía para su esposo. La casualidad, esa vez en forma de barman deseoso de matar su aburrimiento con cualquier clase de conversación, nos amigó, aun a nuestro pesar. Así, sin ton ni son, una vez que Gladis ordenó para ella un vodka con limón y una limonada, bien dulce, para su Tomás, el Barman consideró que las murallas de Jericó estaban en el suelo y nos aunó a los tres. —Señores, la noche está que da miedo, –dijo. Pensé que lo que menos tenía él era miedo, pero dos coñacs, cuando uno viaja solo, tienen efecto impresionante y me sometí. —Da… –dije, y volviéndome a Tomás, pregunté–: ¿Van ustedes hasta Wilmington o siguen hasta Washington? —Seguimos a Washington –replicó y, en seguida, como un eco, Gladis aseguró–: A Washington… ¿El señor es extranjero? A mí me han espetado la misma pregunta en veinte países, pero nunca me supo a balazo, a trueno, a inquisición, como esa vez. Los ojos de Gladis, clavados en mí, parecían los de un investigador que acaba de descubrir a un microbio insignificante en el fondo de un tubo de laboratorio. Nadie podría criticarme si apuré mi copa de coñac y pedí, con énfasis, una tercera. Por cautela o precaución decidí suspender inmediatamente todo contacto con aquella singular pareja. Así, me volví hacia una ventanilla y me quedé mirando, sin ver, los copos de nieve que chocaban contra los vidrios, desintegrándose. Gladis sorbía lentamente su vodka y Tomás su limonada. El trencito proseguía su marcha. Tomás comenzó a dormitar con los ojos abiertos. 236
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—Es preciso –oí decir a Gladis en voz baja– que aprendas a no familiarizarte con extraños. Un día vas a tener un disgusto. —Pero, mujer, ¿qué de malo hay en hablarle a otro viajero? –Y el hombrecito se llevó los dedos al cuello, como ahogándose. —¡No me discutas! ¡Eres un cándido! Pasaron unos minutos. El barman, convencido de que éramos tres irreconciliables, nos había dado la espalda y puéstose a limpiar, con olímpica elegancia, las copas del vasar. Con los años he descubierto que habría mucha más inteligencia en el mundo si todos los hombres tuviésemos siempre a mano un vasar lleno de copas y vasos vacíos para limpiarlos cuando alguien no nos agrada. O para tirarlos –se me ocurre ahora–, a la cabeza de algunas señoras como Gladis. Me entraron unas ganas tremendas de charlar. Fueron cosquillas incoercibles en la punta de la lengua que no calmaban ni el cigarrillo ni el coñac. Y me metí en honduras. —La marcha de este tren –aventuré–, me recuerda la de uno en el cual viajé hace años, de Quito a Guayaquil, en Ecuador. —¡Muy interesante! ¿Y por qué? –preguntó Tomás, con el rostro iluminado, como un chiquillo a quien le ofrecen un chocolatín que la madre le tiene prohibido. —A mí no parece –intervino, tajante, Gladis–, pues he oído decir que en Sur América hay indios y aquí no. —Señora –afirmé yo, con la misma sensación de quien pincha, en la escuela, con un lápiz, al compañero que menos nos gusta–, los indios, aunque a usted le cueste trabajo creerlo, son de lo más simpáticos. —¡Je, je! –rió Tomás, con una risita que fue un grito de independencia. Gladis se quedó rígida y bermeja, como un tomate al que van a convertir en jugo. —¿De qué ríes, tonto? –dijo–. ¿Cuál es la gracia? Este señor sin duda es medio indio y le encanta hablar de ellos. —Señora, soy indio del todo –respondí, pidiendo mentalmente perdón a mis padrecitos baturros. —Usted, ¡indio! –y Tomás se paralizaba de estupefacción. —No un piel roja, pero en fin, un indio con corbata que bebe coñac –me vi obligado a afirmar. —El señor es un guasón –amonestó Gladis–. ¿Cómo puedes creer tontería semejante? —Le aseguro, señora –insistí yo maliciosamente– que no guaseo. Además de indio, soy geófago y experto en problemas metapsíquicos, mis ojos son estemáticos y cultivo la anaptixis. Gladis se irguió en su banqueta, Tomás sonrió y el barman dejó caer una copa. Tuve la sensación que seguramente experimentó el mariscal Ney en Waterloo. Tomás, con una candidez desconcertante, exclamó: —¡Es! ¿Quiere usted repetir? —Imposible –aseguré–, porque a mi mismo me costaría trabajo. Nosotros los indios expresamos nuestro pensamiento una sola vez. Tomás pidió otra limonada que, no sé por qué, presumí cargada con ginebra por el barman, como para unirnos todos en contra de Gladis. Ella, mientras tanto, habíase quedado mirando hacia las ventanillas, como si la nieve estuviese de pronto, de lo más desconcertante. Así estuvimos un rato largo, ensimismados en nuestros vasos y en nuestros pensamientos. De pronto Tomás dijo: 237
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—¿Sabe usted una cosa? Cuando lleguemos a Washington, voy a querer que nos dé una conferencia en nuestra escuela. —Amigo, los indios no dan conferencias. Las escuchan. —No importa, será usted el primero. ¡Ande!, le pago otro coñac. Después, sé que Gladis abandonó olímpicamente el bar y que Tomás, el barman y yo entablamos una charla caliente y efusiva, como la de tres náufragos abandonados en una isla desierta. Reímos juntos, nos ofrecimos préstamos, casas, autos, medicamentos contra el reuma, teléfonos de chicas lindas, amistad y consuelo eternos. Y decidimos, casi al final, cuando amanecía, que un mundo sin Gladis, sin mujeres con narices grandes y pelo teñido, sería indudablemente un mundo mejor. Tomás, con lágrimas en los ojos, me abrazó, como si yo fuese el libertador de todos los hombres oprimidos. Y yo me lo creí, sin pensar que Tomás había ingerido cinco limonadas con ginebra. Llegamos a Washington cuando clareaba el sol sobre las cúpulas de los edificios gubernamentales y las riberas del Potomac. En el andén de la estación Tomás me abrazó efusivamente, Gladis me estrechó la mano con friura y ambos se fueron en un taxi amarillo. Pasaron unos meses. Una noche, en el fover del Statler, me los volví a encontrar. Tomás caminaba erguido, hasta con desplante, mientras Gladis parecía seguirle humildemente. En un principio no comprendí y me quedé mirando a ambos, abobado. Fue Tomás quien, agarrándome por el brazo, me dijo al oído: —¿Cómo está el indio con corbata que bebe coñac? ¡Cuánto le hemos recordado! —Muchas gracias –repliqué–; yo a ustedes también. —¿Querrá creerme que mi mujer es otra desde que charlamos con usted en el tren? –dijo Tomás. —¿Cómo así? —Esa mañana, cuando llegamos a casa, busqué un diccionario y después de enterarme de lo que es un geófago, decidí convertirme en tal. ¡Gladis casi se muere del susto! Desde entonces ni me contradice ni me vigila. Es una santa. Evité una carcajada, remiré a ambos y le pregunté a Tomás, bajando mi voz: —¿En serio que ha comido usted tierra? —¡No, hombre, no! ¡Pero mi mujer tiene un miedo de que lo haga! Y nos despedimos, sin que Gladis levantara los ojos de la alfombra. Me dio pena, y lástima. Ya ni siquiera su enorme nariz se atrevía a dirigir a Tomás. Y él, orgulloso de su independencia, me lanzó como adiós: —¡Fíjese que hasta entiendo de problemas metapsíquicos…!
Los ojos en el lago Salí del Llao Llao. La noche comenzaba a enfriar y el lago parecía de vidrio, un espejo recortado por los cerros abruptos. El viento me golpeaba en la cara y los grandes árboles parecían invitarme a la caminata nocturna. Tomé el senderillo que bajaba hacia la orilla del lago y muy pronto las luces del hotel y el ruido isócrono de la orquesta que hacia música de baile quedaron atrás. De muy lejos oí el suave bramido de un motor de yate que cruzaba el Nahuel Huapí. Estaba al fin solo frente al Ande, con esa agradable soledad que dan los propios pensamientos. 238
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—¡Eh, patrón! La voz venía del lago, del agua o de la noche, quizás de la montaña misma. Me detuve y hurgué en la oscuridad. —Aquí, patrón, aquí –repitió la voz, cascada y ronca. A pocos pasos de distancia distinguí al fin al vejete, sentado en la grama, con una humeante pipa en la boca, tocado de gorra, vestido con suéter y calzones estrechos. De no haberme hablado pude confundirlo con un tronco más. —Buenas noches –saludé. Muy buenas –me dijo y en seguida, sin sacarse la pipa de la boca, me invitó a sentarme a su lado. —Me aburría –expliqué innecesariamente–, no hemos venido a Bariloche para llevar la misma vida que en Buenos Aires. ¿No le parece? —Me parece, patrón –asintió–, pero muy pocos lo comprenden así. La gente huye en el verano de las ciudades y se viene al campo o se va a la playa a hacer exactamente lo mismo que en las ciudades. Bailan, beben, trasnochan, se fatigan más todavía. —Habla usted –le dije– como si nos criticara. —¿Criticar, patroncito? ¿Quién soy yo para criticarlos a ustedes, los señoritos? Además –y el tono de su voz adquirió de pronto una sorna tenue–, de los patrones vivo yo. Me pagan bien por llevarlos a pescar, por recorrer los lagos, por trepar a los cerros. Callamos un rato largo. De pronto perdí yo todo interés en conversar y la contemplación de las montañas, bajo el luar de febrero, me fue más grata que la charla aguda del vejete de la pipa. Motas de nieve inderretible, prendidas en las cumbres, se enjuagaban con la claridad de la noche indescriptible. Temblé repentinamente con un escalofrío, confundido quizás con la grandeza de aquel paisaje fueguino que jamás olvidaré. —Le conmueve –oí al anciano a mi lado–, a usted, a mí, a todo hombre con alma, con corazón o con recuerdos. Este paisaje lo hizo Dios para recordarnos cuán pequeños nacimos y cuán pequeños moriremos. —Cierto –respondí, sin quererlo–, me conmueve en extremo. Estos cerros tajantes, como cortados con cuchillo, esta luna translúcida, estas aguas sin fondo…, no puedo compararlos con nada… —Por eso, patrón, estoy aquí –dijo el viejo–, y si no le molesta, le cuento. —Cuénteme usted –asentí–, que me interesa. —De mozo, patrón –comenzó el viejo, vaciando la pipa y volviendo a llenarla de tabaco, que había sacado hábilmente de una bolsa– de mozo fui rico, tuve mujeres, todas las que quise… Viajé desde el Plata hasta la India, desde Belgrado a Vladivostock, desde Islandia hasta Borneo. Era yo uno de esos marineros para quien la única felicidad está en el mar y no en tierra, para quien un amor o unos besos saben mejor recordados desde la popa de un buque, cuando la estela, al ensancharse, nos va alejando de tierra más y más, separándonos para siempre de un momento inolvidable. —Buena vida la suya –no pude dejar de decir. —Pues fue, patrón, fue así no más…, durante años, de mocedad y de madurez, sin cansarme de ella nunca. Amé mucho, patrón, hasta que de puro cansado el corazón no era mío. Y siempre quería más, como si en cada playa la mujer fuera más hermosa que en la anterior. El viejo mordía ahora la pipa duramente, pues sentí sus dientes rechinando sobre la madera y el humo, a borbotones, saliendo de la poza y calentándome la cara. Le miré 239
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fijamente. Me parecieron sus ojos, bajo las cejas gruesas, dos ascuas encendidas por un fuego –Mas un día, patrón, llegó una playa y en ella una mujer. ¡Je, je! Como si no hubiera millones de mujeres en el mundo esperándome, me enamoré de una solita, misterioso. Como un borrego, necesitaba sus besos y los de nadie más; como un imbécil, me la enterré aquí –y se golpeó el pecho– y no me la pude sacar. ¡Y traté! Agarré un carguero y me largué a Australia, me bebí mil botellas de whiskey, trasnoché durante meses, me hundí en una orgía que me hiciera olvidar. ¡En vano! El hombre nace, ama y muere una sola vez: es ley, patrón. Quien diga lo contrario, miente. —Sin embargo, todo hombre civilizado se jacta de haber tenido muchas veces el corazón empeñado –me atreví a disentir. —De la boca afuera –contestóme el viejo– somos tenorios; de la boca adentro llevamos todos prendidos a una novia buena y dulce que nos amó de muchachos o a un amor duro y difícil de la madurez; pero convénzase, patrón, sólo se ama una vez. Las palabras roncas y despaciosas del anciano iban cayendo musicalmente en mis oídos, mientras la noche danzaba sus galas con el Ande y los lagos. El zumbido del yate retornaba, vibrando entre los copudos eucaliptos, los olmos y los cedros. —Un día, patrón, me convencí de lo inútiles que eran mis esfuerzos en olvidar a Irmgard y regresé, más viejo en mis canas, más enclenques mis rodillas de alcohólico, todo lleno de parches el corazón resquebrajado. Miré al viejo y no sé por qué presentí dos lágrimas en sus entrecerrados ojos. Evité así su mirada y le alenté a seguir. –La historia ya no se alarga, patroncito –prosiguió–, porque cuando volví por ella, mi Irmgard estaba muerta. ¡Muerta, patrón, muerta como los ruiseñores que mata el frío del invierno! Sólo que a Irmgard la mató mi amor. ¡Y yo de bruto huyendo de ella! ¡De bruto, patrón, de brutísimo…! —Pero entonces, ¿por qué vino usted tan lejos? ¿Qué le hizo buscar a Bariloche y el Nahuel Huapí como refugio? –pregunté. —Porque en las aguas de los mares y de los ríos que he conocido, siempre me imaginé ver reflejados los ojos de las mujeres que me amaron y en las aguas del Nahuel Huapí sólo se reflejan los ojos de mi Irmgard. —¿Únicamente los de ella? —Sólo los de ella, patrón, solitos y tristes, como invitándome a seguirla en la muerte. En lo alto del cielo, por encima de la cordillera gigantesca, explotó un trueno lejano, que fue luego huyendo por el horizonte. La luna, tímidamente, se acostaba en dirección de la pampa. —¿Se llamaba realmente Irmgard la moza de sus amores? –pregunté. —¡Ah, patrón! –aclaró el viejo, alargando interminablemente las palabras, como si le dolieran–, eso es cosa mía, y de mi corazón. El nombre de Irmgard me ha gustado siempre, pero el nombre de mi amada no se lo digo a nadie. —¿Y por qué? —Porque a lo mejor es ésa la condición para que yo vea, noche a noche, sus ojos en el lago. Es nuestro secreto, que me llevaré a la tumba, cuando Dios me pida estos huesos prestados o cuando yo suba detrás de la luna, en el humo de mi pipa. Me levanté y quise dar unas monedas al viejo, que fueron rechazadas. Di las buenas noches y caminé de vuelta al hotel, donde las luces del comedor y del salón de baile se 240
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apagaban. Subí por el jardín y, antes de retirarme, contemplé por última vez el Nahuel Huapí. Los ojos en el lago no quisieron mirarme…
Ñico Yo tenía ocho años de edad cuando mi madre decidió pasar una temporada al lado de mi abuela, en la hidalga ciudad de Santiago de los Caballeros, en el Cibao. Recuerdo que salimos de la capital –entonces Santo Domingo– en una mañana húmeda de enero y arribamos al hogar de mi inolvidable mamá Teresa esa misma tarde. La llegada fue memorable. Ivonne, mi hermana, bufaba de hambre y yo, aun gastándomelas de caballerito, mostré rebeldía a los besos y los mimos con los que me recibieron mis parientes. Nos zambulleron en la cama al toque de oración. Hoy, no obstante los años transcurridos, guardo todavía en mi memoria la imagen de mamá Teresa, paliducha y huesuda, murmurando las palabras del Santo Rosario y sonriendo, de vez en vez, en cuantas ocasiones reparaba en nosotros. Al amanecer me despertó un coro de sonidos para mí inexplicable. Imaginé rugidos de leones, estornudos de elefantes y en las voces que al través de las paredes de madera llegaban a mi oído, creí reconocer las de algún pirata salgarino, de aquellos que ya para esa época conocía yo tan bien. Así, ¡gran decepción la mía al salir luego al patio y no encontrar otra cosa ni otros seres que unos cuantos negros campesinos y una recua de burros y caballejos! Mi tío Miguel Ángel poseía y regenteaba una farmacia, aledaña a la casa. Desde el patio se podían ver los anaqueles, repletos de frascos multicolores y a mi tío, de negro bigote y reposado caminar, hurgando allí y acá, con aires para mí de lo más misteriosos, con ese misterio que el mundo adquiere para los ochoabrileños, como era yo entonces. —Ven, sobrino –me dijo al divisarme–, quiero presentarte a unos amiguitos. Me tomó de una mano, abrió una puertecilla que en el muro del patio había e irrumpimos en el solar colindante. Allí vi más animales y más negros, oí más piafar de bestias y decires campesinos. Tío Miguel Ángel silbó cabalísticamente y surgieron de detrás de un mango un par de chiquillos, con pistolas al cinto y arrogancias de caciques. —Raymundo y Manuel –dijo mi tío–. Son tus vecinos y debes jugar con ellos. Formamos de seguida un conciliábulo, en el cual se decidió que para ser yo un capitaleño no estaba del todo mal. Raymundo me prestó una de sus pistolas y me anunció: —Eres raso, ¿me oyes? Manuel es el capitán y yo el coronel. Tienes que obedecernos. Aquello no fue muy de mi agrado y un rato más tarde le endosamos a mi hermanita Ivonne los deberes de un soldado raso y yo quedé ascendido a teniente. ¡Las cosas no iban tan mal! Sorteamos, entre los dóciles burriquitos presentes, al que sería mi Rocinante. —Ahora –me ordenó Raymundo–, tienes que montarlo. Admitir que no sabía hubiese sido imperdonable de mi parte y así, ante los alaridos de espanto de Ivonne, salté sobre el lomo de la bestia e iluminé mi rostro con destellos de héroe o de conquistador. El burro, que era muy burro, no estuvo de acuerdo y comenzó a lanzar coces. Volé por la primera vez en mi vida, cerrando los ojos en espera de un golpe morrocotudo. ¡Pero no caí! Algo suave y acojinado detuvo mi vuelo y cuando abrí los ojos me encontré en brazos del negro Ñico. —¡Negro Ñico! –exclamaban a coro Manuel y Raymundo. 241
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—¡Muchachitos malos! –dijo él. ¿De quién fue la idea de montar a mi burro Colasín? ¿No saben todavía que es indomable? El negro Ñico me colocó tiernamente en el suelo y me miró. Después a mi hermanita, quien, mujer al fin, lo examinaba con recelo. —¿Cómo os llamáis? Nos presentamos como mejor pudimos y el negro Ñico nos hizo sentar a todos bajo el mango. ¡Negro Ñico! Era muy flaco, de barbilla salida como una aguja, ojillos escondidos y curiosamente verdes, pelo hirsuto y casi del todo blanco, pecho y brazos simiescos. Se movía lentamente, agitaba sus manos a cada palabra y no pasaba un minuto sin que exclamara esta frasecilla, que era como una clave de su humor: ¡Uay ombe! Aquella mañana se inició nuestra amistad, amistad que debía durar todo el tiempo que estuvimos en Santiago. El negro Ñico era, de lo que luego he ido hilvanando, personaje muy discutido en el pueblo y en los campos. No era dominicano, pues hablaba el castellano castizamente; no era campesino, que sus manos sin callos jamás realizaron faena dura. Pero el negro Ñico siempre tenía dinero, lo gastaba a manos llenas y nunca hizo daño a nadie. Y por sobre todo, el negro Ñico, con sus cuentos, entretenía a nuestra pandilla de aventurerillos, para tranquilidad y reposo de mi madre, mi abuela y mi tío. ¡Por eso el negro Ñico podía entrar y salir como le viniera en gana! —Con lo único que no estoy de acuerdo –solía decir mi tío Miguel Ángel– es con las historietas que Ñico le hace a los niños. Eso no está bien. ¡No debes creerlas! –me advertía–. Son una sarta de mentiras. —Déjalo en paz –ordenaba mamá Teresa–. ¡Ya descubrirá José Mariano mentiras peores en la vida! Y así, consentido por mi abuelita, con mi madre haciéndose la sorda y mi tío resignado, el negro Ñico siguió brindándonos ratos inenarrables bajo el frondoso mango del patio. El único inconveniente era Ivonne. A mi hermanita no le interesaban los cuentos del negro Ñico y cuando él comenzaba a hablar, ella tomaba una de sus muñecas y se iba al más lejano rincón del patio. Desde allí, sola y herida, nos miraba con indiferencia olímpica. —Es mujer –comentaba el negro Ñico–. ¡Déjala en paz! ¡El mundo sería tan agradable sin las mujeres! Y Ñico alzaba sus manos y hablaba, hablaba por los codos, por la camisa, por los ojos. Relatábanos correrías por los montes, él en comando de una guerrilla de revolucionarios que siempre ganaba la revolución; de su entrevista con el “Presidente”, cuando Su Excelencia le ofreció un puesto de capitán que Ñico –¡negro astuto!— no aceptó, por no comprometerse con las amistades de los otros partidos. –Yo soy un caso único —decíanos–, yo soy negro de pelo en pecho. —Y eso, ¿qué es? –inquiríamos abobados. —Para ser de pelo en pecho hay que haber peleado mucho y no tenerle miedo a nada ni a nadie, como yo. —¿Tú no le tienes miedo a nada? –preguntaba Raymundo. —¡A nada! –aseguraba Ñico–. Cuando la guerra de Puerto Rico yo solo maté a veinte hombres. —¿Veinte? –y abríamos la boca de a vara. —Creo que treinta, o más. Y en Venezuela fui a pie desde el Orinoco hasta Panamá. ¡Uay ombe! Yo he nadado desde Higüey hasta Ponce. 242
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Luego, con los años, ante el mapa de América, iba yo a descubrir que las hazañas de Ñico superaban las de todos los héroes griegos y romanos. Pero entonces no había estudiado cosas tan complicadas y Ñico fue adquiriendo en mi cerebro las proporciones de un ídolo. Un ídolo tan humano como sólo puede crearlo un niño. —¡Cuántos años tienes, Ñico? –le pregunté un día. —¡Uay ombe! ¡Eso sí que no lo sé! —¿Y por qué, Ñico? Mi vida es muy complicada, muchacho. Gente como yo, que ha vivido en todas las islas del Caribe, no puede pensar exactamente cuándo nació. Madre decía que en el sesenta, padre que en el cincuenta. ¡Uay ombe! Podré tener ochenta años, pero me siento más fuerte que un toro de dos años. —¿Y de dónde sacas tanta plata? –guiso saber Raymundo, quien con sus doce años no creía a pie juntillas a Ñico. —¡Hum! –exclamó el negro–. ¡Esa es historia larga! Pero se las voy a hacer. Eso sí, me guardan el secreto. ¿Entienden? —¡Claro, Ñico! –juramos al unísono. —Bien… –comenzó–, cuando yo era pirata… —¡Pirata! –exclamamos. —¿No se los había dicho? ¡Claro que fui pirata! Me enrolé en una banda de ingleses que vino a Puerto Plata en el ochenta y cinco y en tres asaltos que dimos llegué a capitán. ¡Uay ombe! Si ustedes hubieran visto si negro Ñico con un puñal en la boca, gritando desde proa: “¡Enemiiigo a la vista!” Yo solito decidí una batalla frente a Mayagüez y Juan el Terrible… ¡Ese era mi Jefe…! Pues me dijo: “Ñico, tú eres el más bravo de mis bravos. Quiero regalarte mil pesos oro y nombrarte mi segundo”. Yo me rasqué la cabeza y le dije: “Juan, muchas gracias, pero no puedo aceptarle el nombramiento. Ñico no se puede amarrar con una obligación”. —¿Y qué dijo Juan el Terrible? –interrumpíamos sin aliento. —Juan me miró asombrado, escupió cinco veces, para quitarse la mala suerte de una negativa como la mía, y dijo: “Sabe, Ñico, que a otro lo hubiese hecho colgar del palo mayor, pero a ti debo perdonarte. Puedes irte. ¡Te ragalo dos mil pesos oro en vez de mil…!” Y yo me fui, sí, señores. Agarré un bote de vela y fue cuando me vine para Samaná. Y allí… –añadió, bajando la voz y alzando las manos al cielo–, en un islote que nadie conoce, escondí mis morocotas. ¡Je, je, je! Me puse a trabajar y gané más… y más… y llegué a ser el hombre más rico de Samaná, pero como era negro, un blanco gringo me quiso robar… Y entonces fue cuando yo encabecé la revolución del ochenta y ocho. ¡Que ganamos, uay ombe, que ganamos…! —Entonces, fue cuando me metí a contrabandista, el mejor de todos los contrabandistas desde La Habana a la Martinica. Vendía ron, quinina, piedras preciosas… De todo un poco. Un día me apresaron, en la Florida, pero escapé y trabajé de pescador en el Golfo de México. Adquirí miles de perlas, que luego vendí a precios fabulosos en Nueva Orleans… Y el negro Ñico, flexuoso y elástico, hablaba de todas sus hazañas, hazañas en las que él era el único vencedor. ¡Gran Ñico inolvidable! Una noche nos dijo mamá que regresábamos a casa. Ivonne comenzó a saborear la idea de volver a sus muñecas y sus amiguitas, al parque de la capital, los bombones, los autos, pero yo no pude dormir, febril y preocupado. Irme de Santiago, ¡cuando ya era coronel de 243
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mi pandilla! ¡Dejar a Ñico y sus cuentos! ¡Y lloré sobre mi almohada!, lloré con desconsuelo al comprender que se terminaban los veinte días más felices de mi vida. Por la mañana nos despertaron muy tempranito, mamá Teresa nos acicaló con cuidado y nos atiborró de dulces y golosinas; mi tío Miguel Ángel hasta me regaló un frasquito, lleno de un líquido verde, que siempre ambicioné poseer. Mas nada de eso me consolaba. Cuando llegó el supremo momento de la despedida, se me aguaron los ojos y busqué en mi derredor… ¿Dónde estaba el negro Ñico? ¡Ah! Al arrancar el auto con mi madre, mi hermana y yo, el viejo negro, jinete en su arisco Colasín, apareció a la vuelta de una esquina, alzó su mano diestra en un saludo rítmico y gritó: —¡Adiós, mi comandante, adiós…! Han pasado muchos años. Yo nunca volví a ver a Ñico ni a escuchar sus sabrosas historietas. Cuando la vida me enseñó lo que es verdad y es mentira, hubo en mí cierta rebeldía al pensar en Ñico. ¿Ñico embustero? ¡No! Ese negro bueno, ese negro de gran imaginación, no fue nunca un embustero. Aunque mi tío Miguel Ángel o mi hermana Ivonne ni siquiera lo recuerden, yo sé que el negro Ñico está en el cielo, esperándome impaciente con nuevas historias y quizás… –¿por qué no?– dispuesto a saludarme, a mi llegada, con un estentóreo: —¡Salve, mi comandante José Mariano, salve…!
El feo El mayor enemigo de Cándido era el espejo. Nunca quiso, compasivamente, cambiar su nariz de albóndiga, sus cejas tupidas como bigotes, su mentón prognático, sus ojos tan pequeños que costaba trabajo encontrarlos en la cara repelente. Pero el espejo también había sido, en la vida de Cándido, un enemigo silencioso, con quien se podía conversar de todos los temores y las ansiedades, a quien se podía hacer confidencias, el único que jamás respondió con evasivas o estalló en carcajadas ante su grotesca cara de payaso. Y el espejo, para Cándido, fue el único leal compañero en los años de soledad y de desesperación. Cándido era viejo ya. Sus memorias, pocas y estrechas, podían guardarse en un solo bolsillo del corazón. Su miedo, tu timidez, sus vacilaciones, habían llegado a los cincuenta años como cachorros cansados de jugar a solas. Y su ansia de amar seguía en Cándido como un animal enjaulado, ansioso de salir a la luz del sol. Porque Cándido no conocía el amor. Tenía leídos muchos libros y registrados muchos suspiros, recordaba noches de insomnio y mañanas vacías, mañanas sin besos y sin palabras de mujer, pero el amor siempre estuvo en la mesa de al lado, siempre pasó por la acera de enfrente, o se sentó en la butaca de atrás, o se entró en la puerta de la casa que no era la suya. Por eso la vida de Cándido no era una vida digna de contarse y él no se atrevió jamás a compararla con otras vidas que pasaron a su lado. Era la suya una vida pequeña y apagada, una vida casi dolorosa, casi desesperada. La recibió del vientre de su madre y cuando ella lo dejó huérfano, Cándido quiso encontrar en su padre aquello que no podía definir, aquello que no se reía de su nariz ni de su cara, aquello que abría los brazos o bajaba hasta su frente y suspiraba, aquello que debía ser la bondad. Pero su padre huyó de él avergonzado. Como era hombre, consideró a Cándido un engaño o un castigo, nunca como a un hijo. Y Cándido vivió solo, únicamente acompañado por su fealdad. 244
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Cándido era profesor. En las aulas su talento, un talento construido con el tesón y el tiempo necesarios para derribar al más viejo de los árboles, era respetado y temido. Durante sus clases nadie podía reír del feo, porque el feo sabía más que todos los alumnos hermosos o las alumnas bellas. Y así navegaba Cándido su existencia, un viejo y renqueante remolcador, carcomido por aguas que de seguro terminarían un día en el olvidado puerto de la muerte. Hasta que una tarde, a Cándido se le ocurrió sentarse en un banco del parque que circundaba la universidad y dar de comer a las palomas. Oscurecía. Platos de sombras rellenaban el mantel del cielo y en las casas de la ciudad los hombres se lavaban de sus encuentros con el odio, la ambición o la maledicencia de otros hombres. La mujer que caminaba por el parque era bella, con la misma belleza que Cándido había idealizado, con la belleza de los cuadros que colgaban en las paredes de su casa. Cándido se estremeció cuando la desconocida tomó asiento al lado suyo, en el banco rodeado de palomas hambrientas. Cándido esperó. Sabía que ella, en el reojo de sus ojos zarcos, miraría hacia él y reiría, con la risa que todas las mujeres siempre regalaban al feo. Sabía también que una vez constatada, su fealdad la ahuyentaría y la vería marchar parque abajo, sin comprender que aquel hombrecillo sólo pedía unas palabras de misericordia o un saludo, un simple saludo que abarcara el tiempo, las palomas, el atardecer, un saludo que sin entrar en la amistad tocara siquiera el conocimiento. Pero no ocurrió así. Ella lo miró y lo remiró. Luego le dio las buenas tardes. Cándido, al contestarles temblaba como quien se zambulle en el mar por la primera vez. Y habló con la mujer. Sus palabras tropezaban, llegaban cojeando, pero salieron de su boca como chiquillos en vacaciones. —Me gusta el parque, me gustan los árboles, el rumor de las cascadas, el silbato de los guardas, las niñeras que se besan bajo los cedros, el ciclista que pedalea, el jinete y su arte difícil, hoy desusado… Cándido calló. Aun queriendo continuar, tuvo el valor de cerrar los labios y esperar que ella dijera algo a cambio. Como era su primer diálogo con una mujer en el parque, Cándido se sentía más feo que nunca, como si tal cosa fuese posible. —¿Usted es poeta? –preguntó ella. —No –le dijo Cándido–, no he podido hacer versos. Esa clase de belleza nunca pudo tocarme. Se sentía repentinamente fuerte y desafiador. Si aquella mujer, quizás por equivocación, llegó para romper su círculo de soledad, él podía provocarla, restregándole la amargura en la cara, por si quería irse ya y dejarlo tranquilo, dejarlo con su nariz de albóndiga y sus años cansados. —Sin embargo –contestó la mujer, derribando un poco la altivez de Cándido–, da usted de comer a las palomas. ¡Y las palomas son tan amigas mías! —Y mías –admitió Cándido–, ellas me conocen, ellas no me tienen miedo. La mujer sonrió con una sonrisa gastada y tranquila. Luego metió la mano en su bolso y sacó migas de pan, que regó por el césped. Cándido se agarraba a su paraguas, hacía girar su sombrero hongo en las manos, miraba al cielo, a uno que otro árbol. —¿No será que las palomas han querido reunirnos? –preguntó ella–. ¿No querrán presentarnos en esta tarde? ¡Hace tanto frío! 245
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Cándido y la mujer se acercaban. Les parecía que la ciudad se había alejado y que ellos dos solos presidían un mundo silencioso, donde sólo los cerezos y los sauces podían hablar, donde sólo las palomas gobernaban y los hombres todavía eran desconocidos. —Cuando yo era niña –dijo ella–, mi madre no quería dejarme venir al parque ni dar de comer a las palomas. Por eso, desde que ella murió, las palomas son mis compañeras. ¡Cómo gustaría de llevármelas a casa y darles todo el dinero que mamá me dejó! —Hágalo usted, sería hermoso –admitió Cándido. —No podría, mi casa es pequeña. Además, las palomas gozan más en libertad. En el parque se sienten mejor. Cándido se abrió el sobretodo, sacó un cigarrillo, ofreció uno, que ella no aceptó. Al inhalar la primera bocanada, su pecho se expandió sosegadamente. Todavía estaba lejos la ciudad, con sus hombres apresurados y sus mujeres que reían, con su cielo lleno de hollín y sus autos veloces. Le preguntó a ella cómo se llamaba. —Rosalía –contestó–. ¿Le gusta mi nombre? Cándido gustó de él y sintió que le gustaba su dueña, con los ojos grandes e inquietos, con el pelo recogido en un moño, detrás de la nuca tersa y llena de lunares, con las manos de uñas largas y con venas azules, transparentes. La noche vino a ellos repentinamente y en el parque las farolas perforaron un poco la neblina. Las palomas se habían ido, con sus migas de pan en los picos, rumbo a las ramas de los sauces. El río continuaba corriendo hacia el mar, murmurando en las riberas. El policía examinó su uniforme y continuó su ronda. Los niños y sus niñeras de seguro dormían. —¿Querría cenar conmigo? –invitó Cándido. Su fealdad también se había marchado, en el horizonte, con el día muerto. —No, amigo mío. En otra ocasión. ¡Nos conocemos tan poco! Pero ella no se fue. Cándido y Rosalía conversaron en el banco del parque durante muchas horas, con una conversación tumultuosa, hablándose de cosas que, por intrascendentes, borraban en Cándido todo recuerdo de amarguras. Y el espejo del cuarto de Cándido no podría imaginarse que el feo, en esa noche, era el más feliz de los hombres, que casi era un hombre normal, sin mentón prognático, cejas como bigotes y ojos pequeñitos. —Yo nunca he amado –le confesó Rosalía–. Para mí el amor es un sentimiento que no puede darse a nadie, el amor es una nube que cubre el mundo en que vivimos, que nos arropa, que nos consume. Cándido se sintió egoísta y ambicioso. ¡Un beso! ¿Por qué no conseguir un solo beso de aquella mujer que no amaba a nadie? Él jamás había besado, porque los besos colocados en las mejillas de su madre habían sido regalos. ¡El beso de una mujer! Se estremecía de pensar que con sólo inclinarse, por sorpresa, podía poner sus labios calientes en la cara de Rosalía y conseguir un beso. Aunque ella se volviese y le quemase con un bofetón, aunque ella se levantara y, sin despedirse, se marchara para siempre del banco del parque. Sí, le pediría un beso, pasase lo que pasase. Y mientras ella hablaba, Cándido medía el rostro ovalado, discutía con su corazón el lugar exacto dónde poner sus labios, cerrar los ojos y darle gracias a Dios. —¿En qué piensa usted? –preguntó ella, como adivinara. Todavía no tuvo el coraje ni el valor de confesar. Sus ojos se replegaron, como las fisuras de una pared mal encalada, y su boca, repleta de dientes ennegrecidos, se le quedó apretada, casi mordida en un gesto de impotencia y de desesperación. 246
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—Amigo mío –dijo ella al fin–, debo marcharme. Se hace tarde. Es preciso que nadie me vea en el parque a estas horas. —¿Volverá usted? ¿Verdad que volverá, Rosalía? La voz de Cándido se resquebrajaba y era como el ruido de un trueno en mitad de la jungla. La mujer se levantó en silencio. Él la siguió. Frente a frente, a Cándido las piernas le bailaban temblorosas. Las bocas estuvieron cerca, recamadas con la luz de una farola. —Volveré, amigo mío, volveré al parque, para que conversemos de todas las cosas que usted conoce mejor que yo. Y las palomas, sus amigas y mis amigas, nos verán juntos. ¿No es eso lo que quiere? —Sí –dijo él–, eso es lo único que le pido. Regáleme unos minutos en las tardes. Muéstreme, Rosalía, que no le asusto, que no se empavorece con mi rostro de payaso, que no soy para usted el feo de quien ríen todos los hombres y las mujeres de la ciudad. Rosalía echó atrás su cabeza y le miró de hito en hito. Le puso luego ambas manos en los hombros. No sonrió. Nada dijo. Y acercando lentamente su cara a la de él, depositó en la boca de Cándido un beso, un solo beso suave y tibio, un beso que quemó la boca del feo como un latigazo. —¡Gracias, Rosalía, gracias…! Pero ella se iba rápidamente de su lado, caminando por el parque oscuro. Y a la vuelta del sendero, se la tragó la neblina. Cándido dio un suspiro y se llevó una mano a los labios. Luego, se besó la mano y miró hacia el cielo. Cándido abrochó su sobretodo, alzó sus hombros hasta allí caídos, empuñó su paraguas y caminó también hacia su casa. El aire estaba límpido, el parque cantaba, las palomas parecían regresar a su lado. Así, no pudo ver a un grupo de gente arremolinado en la calle, en derredor de una ambulancia. Ni pudo escuchar a dos novios que, cruzándose con él, comentaban: —¡Al fin la agarraron! ¡Pobre loca! ¿Sabes que cada vez que se escapa vuelve al manicomio diciendo que un hombre la ama…? ¡Es Rosalía, la loca romántica!
El loro En varias ocasiones mi amigo mencionó a Sisebuto, su talento y su tacto prodigioso de mundano. No creo que le prestara mucha atención. Para mí Sisebuto era algún poeta en quiebra o un filósofo aburrido. Un día, sin embargo, mi amigo me llevó a su casa y conocí a Sisebuto. Sisebuto, de verde plumaje, ganchudo y fuerte pico, ojillos traviesos y garras respetables, resultó ser un loro de lo más distinguido. Y no me pregunten ustedes por qué sé yo cuando un loro es distinguido o no. Me agradó Sisebuto. A diferencia de otros loros que he conocido, Sisebuto no se mostró parlanchín, entrometido ni quisquilloso. Por el contrario, Sisebuto asistió a nuestra conversación con bastante decoro, limpiándose de vez en rato sus plumas brillantes, guiñándome un ojo o balanceándose en su pértiga con prosopopeya y ritmo. Sólo en una ocasión, cuando mi amigo levantó la voz para imponerme un juicio suyo, Sisebuto pronunció una frase sonora, alargando las palabras, como si quisiera probarme que él sabía más que yo: —¡Bien, muy bien, muy requetebién…! Miré a Sisebuto, miré a mi amigo. Me rasqué la cabeza. 247
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—¿Se lo enseñaste? –pregunté a mi amigo. —¡De ninguna manera! ¿No te dije que Sisebuto era admirable? Y desde esa tarde, admiré a Sisebuto. Cuantas veces me topaba con mi amigo, le preguntaba por Sisebuto antes de hacerlo por su mujer o sus hijos. Me tranquilizaba saber que Sisebuto vivía en perfecto estado de salud y envejecía con dignidad y sapiencia. Mi amigo progresó espléndidamente con los años. Convirtióse en abogado de fama, luego en millonario. —¿Cuál es el secreto de tu éxito? –inquirí yo de él. —Sisebuto –me dijo–. Antes de ir a estrados, le leo mis defensas; antes de hacer un negocio o comprar un bien raíz, le consulto. Y me basta que Sisebuto diga “Bien, muy bien, muy requetebién…!” para saber que triunfaré. —Y Sisebuto –insistí yo con malicia–, ¿sólo sabe decir eso? ¿No te contradice nunca? —¡Jamás!– ¡Jamás! ¡Sisebuto es un loro inteligentísimo! –terminó mi amigo. Y al parecer lo era, pues mi amigo fue orador político y arrastró con sus párrafos ditirámbicos a las multitudes, especuló en la bolsa y sus pujas y repujas pusieron temblequeante al mercado, escribió novelas y hubo quien lo comparó con Dumas, Balzac o Dostoiesky, tuvo amantes y hacia él acudieron las cortesanas más lindas y famosas de veinte países. Al viajar yo, olvidé un poco a mi amigo y su carrera meteórica. Con el tiempo, él y Sisebuto pasaron, en mi memorial, al rincón de los recuerdos empolvados y telarañosos. ¿Cómo no asombrarme al leer una tarde en el diario que mi famoso amigo se había pegado un tiro? Escribí a mis conocidos y uno de ellos, un muchacho de quien siempre creí que sólo sabía componer sonetos clorofórmicos, me envió esta carta maravillosa: “Fulano se pegó un tiro. ¡Era de esperarse! Llegó a confiar tanto en Sisebuto, loro al fin, podía cambiar de opinión. Cuentan que le sometió a Sisebuto un proyecto para terminar de una vez y por todas con las guerras y Sisebuto, dejándole petrificado, dijo: “Muy mal, muy requetemal, muy requetemalísimo…!” Fulano abandonó su casa, compró una pistola y se la aplicó, por cierto con muy poca originalidad, en la sien derecha…” “¿Y Sisebuto?”, pregunté yo en otra carta. “Lo vendieron esa tarde. ¿O es que tú creías que la familia del difunto iba a conservar a un loro tan bruto?”, me replicó mi amigo poeta a vuelta del correo.
El machazo
Todavía no había salido el sol. Los cañaverales, yermos y muertos por la zafra, llegaban a lamer el bohío de Cirilo. A lo lejos, en el cielo de nácar, unas estrellas holgazanas jugaban a amanecer. Cirilo se alzó del catre y se restregó los ojos. Con el pie descalzo trató de zarandear a Quiterio, su compañero. —Las cinco –le dijo–, hay que cobrar y largarnos. —¿Qué? –preguntó el otro, todavía dormido. —Nos vamos, llegó el momento. Hay mucho que caminar. Quiterio se rascó el cráneo, redondo y brillante, abrió los ojos y miró por la ventana. —No ande de impacientes compadre. Ni amanece… Los dos hombres se vistieron con lentitud. En el patio, con agua del pozo, se enjuagaron las caras y las bocas, haciendo gárgaras sonoras que asustaron a las gallinas de Juana la negra. —¿No le parece mentira? 248
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—A mí, no. Mire, Cirilo, ¿usted cree que mis callos y mi espalda, que no hay día en que no duelan, no saben lo que llevo trabajado cortando caña? Es poca la plata pa tanto sudor… —Boberías, boberías… Ya son nuestros los pesos, ahora sí que no vamos a andar por los bateyes. Cirilo y Quiterio caminaron, rumbo al ingenio. Encima de la sabana quemada podíase divisar la fábrica de azúcar, cuadrada y hosca, con sus narices de hierro llenas de humo, en conversación con las locomotoras pequeñitas que acudían de los cuatro ámbitos del cañaveral. Perfume a melao rondaba por la tierra y en las camisas de los hombres. —Buen día, Cirilo. —Con la gracia de Dios… —¿Conque se va, como los haitianos? —Como ellos no, Toño. Ellos van de camión y bien lejos. Yo me voy hasta mi pueblo na más. —¡Eh, Quiterio! ¿Qué va a hacer con la plata? —No sé entoavía. A lo mejor me la guardo. Otros hombres se echaban al camino y se emparejaban con ellos. Algunos eran negros y no hablaban. Eran los haitianos, para quienes también, con el final de la zafra, había llegado el día de rehacer el largo camino y volver a su tierra, allende la cordillera, por el lago Enriquillo. Iban alegres, tintineándoles en el cerebro la pequeña fortuna que cobrarían dentro de poco. —Paul… ¿Todo listo? —Cirilo, tou é bien, tou é bien. —¿Y no agarró la lengua? A lo mejor el año que viene ya la sabe hablar, ¿no, Paul? —Dificile, muy dificile. Le dominiquén é compliqué. Reían, bromeaban, se saludaban, mientras la polvareda crecía en el camino, como el grupo de hombres. Salió el sol y se trepó en el cielo con prisa, como si él también fuera a cobrar su zafra. Vientos en caracol soplaron de la costa y el salitre se sintió en las narices, envuelto en una que otra astillita de bagazo huida de las trituradoras. Ante las bodegas los hombres hicieron alto. Como las puertas de las oficinas todavía estaban cerradas, Cirilo y Quiterio se acomodaron debajo de una palmera y comenzaron a roer pedazos de pan que habían traído en el bolsillo. —¿No le dije? Mire qué bien hicimos llegando temprano. ¡Va a haber unas colas pa cobrar…! —Aunque las haya, ¿qué importa? ¿No era peor andar por los cañaverales cortando caña? ¿O ya se me olvidó usted del calor y de los alacranes? —No, de eso no me olvidé, Quiterio, de eso no… —¿Qué va a hacer con la plata? Cirilo entrecerró los ojos y enmudeció unos segundos. Cuando habló nuevamente, se le habían hinchado las aletas de la nariz y el pecho se le arqueaba suavemente. —Le haré la casa a la vieja y a los muchachos. ¿No sabía? —Buena obra. Techo pa la familia está bien… —Toa la vida lo pensé, compadre, y nunca pude… Verá… Los pesos que uno se gana no dan… Me llevé a la Petra, luego nos casamos, uté sabe cómo es de religiosa… Vinieron los hijos… Uno, dos, ya andamos por cuatro. —¡Cuatro! 249
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—Ellos llegan con el pan debajo del brazo, dice el refrán. Pero a veces cuesta darles el pan, y a mí me ha dao brega. Gano, trabajo como burro, ¿pa qué? Cuando contamos los pesos, no dan más que pa la comida y los trapos. —¿Y por eso se vino al ingenio? —Por eso. Aquí uno consigue un poco más y todo junto. La Petra lava ropa y por lo menos los muchachos no pasan hambre. Ahora me vuelvo con los trescientos pesos y el bohío se hace, vale. ¡Esta vez se hace! —¡A cobrar…! ¡A cobrar…! El grito jubiloso recorrió el grupo de hombres, levantándole. Se acercaron, caracoleando los pies como potros que quieren dejar los corrales. Y el turno llegó para Cirilo y Quiterio. —Pérez, Cirilo, trescientos con cuarenta –tronó el pagador. —Los cuarenta pa tabaco, ¿eh, ñato? —Está bueno –sonrió el pagador–, veo que no usaste ni un chele. Cirilo contó los billetes cuidadosamente, se echó el fajo al bolsillo y comenzó a silbar un merengue, que los otros corearon. —¿Y usted? –preguntó a Quiterio, quien ya venía detrás, estrallándose los dedos. —Ciento y treinta. Usted sabe cómo le doy al romito… Los dos amigos desandaron el camino hacia la casa de Juana la negra. Ella estaba, con su rechonchez y sus pechos enormes, vigilante en la puerta. —¿Creía que nos íbamos? Le pago… —Ansí me gusta. Quien no paga no vuelve. Zanjaron sus cuentas con Juana. Por lavarles la ropa, por darles camas, por prestarles lo suficiente para la botellita de ron de los sábados, por el tabaco y el andullo, por el arroz con habichuelas, los fritos y la carne, por tenerles de huéspedes durante toda la zafra. Y al viajar el dinero a las manos de la negra, las sonrisas estuvieron con ellos. —Bueno, Juana, hasta luego. Ya nos vamos. —¿Regresan el año próximo? —Dios dirá. —Yo, no –afirmó Cirilo–, la caña cansa. No tengo pies pa andar entre matas. Lo mío es la cal y la pintura. En el pueblo trabajo más a gusto. —Ca hombre piensa como Dios se lo enseña, ¿no, vale? –rezongó Juana. Se estrecharon las manos. Cirilo dio una nalgada cariñosa en la grupa de Juana. Ella rió con su batallón de dientes, temblequeando la montaña de sus carnes como en un terremoto. —¡Ah, Cirilo sinvergüenza! ¿Cómo le gustaría que lo viera su mujer? El camino, estirado entre los bateyes, debajo del sol que ya quemaba, vio a los amigos alejarse de la choza de Juana, rumbo a la carretera. Otros hombres también caminaban. En el cruce, frente a la pulpería enguirnaldada, Quiterio propuso: —Mientras llega la guagua, ¿nos echamos un trago? Cirilo se pasó la lengua por el paladar, que encontró seco y pastoso. Sudando, replicó: —Vaya usted. Yo le espero aquí fuera. —No me diga que tiene miedo, compadre. Cirilo pensó en la casa que sus sueños habían construido y no vaciló. —Pué ser. ¡No entro! Se alzó duramente la mañana en el cielo. Cirilo se abrió la camisa y se limpió con su pañuelo las gotas de sudor que se le enredaban en las tetillas zahareñas. 250
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—¿Y con este calor usté afuera, vale? –le preguntaron los amigos que entraban a mojar el gaznate. No se molestó en contestar. ¿Cómo explicarles que si entraba, la mojazón podía extenderse como un guaraguao y clavársele en todo el cuerpo? ¿Quién mejor que él para saber lo que era beber, él, Cirilo, que podía terminar una botella de añejo sin pestañear? No, mejor era no entrar. Además, la guagua estaba llegando, con sus ruedas amarillas y su techo blanco, llena de hombres y de mujeres, y de niños que sólo sabían llorar. —¡Quiterio! –gritó–. ¡Que nos vamos! El otro salió, limpiándose la espuma de la cerveza, enroscada en la nariz y en el bigote, como algodón. —Estaba buenaza, compadre, buenaza le digo… Se encaramaron en el vehículo, pagaron el pasaje y comenzó el viaje. Era larga la cosa, muchos kilómetros hasta el villorrio donde Cirilo había dejado a su mujer, sus hijos y sus ansias. —Es lindo tó esto… ¿No? Y lo era. La llanura calcinada, con los cuadrados llaneros de maíz y de plátanos; los bohíos blancos, de puertas azules que parecían ojos de gringas; los cocoteros siempre meciéndose, como si hubiesen bebido; la carretera asfaltada donde una que otra mano amiga quedaba levantada en un saludo y voces mansas se alborozaban al pasar la guagua; la serranía reverdecida y húmeda, preñada de ceibos y de mangos, de algarrobos y de pinos, con las margaritas y los claveles, las rosas y las azucenas jugando al escondite en la yerba; los arroyuelos jubilosos bajo puentes que la vegetación parecía estar esperando para cubrir amorosamente… —Es lindo, vale, es la tierra nuestra… Oscurecía cuando se descompuso el motor. —No hay caso –dijo el chofer, después de meter su cráneo en el cráneo lleno de cilindros y de tubos y de bloques–, el condenao falla y lo que es yo, no entiendo. —¡Ah, ñato! –rezongó una mulata llena de hijos–. ¿Va a querer que yo camine? ¿Pa eso paga una los pesos? —Mal, no me culpe. Eta mañana etaba bien. ¿Qué hago? Cirilo sacó la mirada hacia el paisaje y dijo: —Estamos a la vuelta de la pulpería del gallego. ¿Uté cree que podemos esperar allí? —Guaite, vale. ¡Quién sabe! A lo mejor esto no anda más. Mecánico no hay por estos entreveros. Cirilo y Quiterio se echaron a la carretera y dejaron atrás la guagua con los berridos de los niños y las protestas de los pasajeros. Tenían sed. La pulpería, con las dos jumiadoras encendidas detrás de las puertas abiertas, invitaba. El gallego estaba sentado en una mesa con tres hombres. Todos tenían machetes. Bebían. —¡Buenas, Cirilo! ¿A pie? —La guagua no quiso llegar. Ya ve. ¡Y la Petra tan cerca! —¡Y mire usted –dijo el gallego– que su mujer está hecha un pimpollo! —¿La vio últimamente? —Casi todos los días. Como voy al pueblo, la diviso en el río, dale que dale a la ropa. —Pobre –aclaró triunfalmente Cirilo–, ya llego yo con plata pa acabar ciertas cosas. —¿Le entra a la casa de que hablaba? –preguntó uno de los campesinos. 251
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—¡Claro! ¿Pa qué cree que me chupé toa la zafra? —Bueno –cortó el gallego–, ¿qué va a ser? ¿Ron o cerveza? —Pa mí, el romo –dijo Quiterio, relamiéndose. —Pa mí una cerveza –asintió Cirilo. Nuevamente vio la casa, el techo pegadito, la letrina pintada del mismo color, el jardincito para que los niños no salieran a jugar a la carretera. Y al sentirse los billetes, agrupados en su bolsillo como soldados en atención, le subió a los labios una ancha sonrisa. ¡Al fin iba a tener casa propia! A la vera del camino se detuvo un auto grande y charolado. Cuatro hombres vestidos de dril y encorbatados se bajaron de él. —¡Eh, gallego! ¿Tienes whiskey? —Buenas noches, don Carlos. Sí, señor, para usted tengo whiskey, y del bueno. La pulpería no será como le manda Dios, pero surtida lo está. ¿Una botella? —Si, y hielo y soda. Vamos a beber en regla esta noche. —¿Alguna fiesta? —Ujú, en la capital. Hay que calentar el bocao para llegar bien metido. Con las muchachitas de hoy hay que tener coraje. ¡Que si no…! El gallego extrajo una botella del vasar, hielo de la nevera y vasos. Después de abrir la soda, colocó todo en la mesa. Los hombres se sirvieron y comenzaron a beber. Cirilo daba sorbos de su cerveza y pensaba: “¡Si la Petra supiera! ¡Cómo va a gozar ella estos pesos que le traigo! Compraré la madera y el zinc, que la piedra tenemos. También me hacen falta clavos, cal y un poquito de cemento, pa los suelos. No está bien eso de andar en la tierra, por los niños… Esta cerveza sabe sabrosa… Es el calor, la guagua todo el día… Cerveza no hace mal… No es como el romo, que me pone raro… La Petra no debe tener más muchachos… Cuestan, carajo. ¡Qué si cuestan! Y luego me la ponen a Petra gorda, me le ablandan la barriga. ¡No pue sé! Romo no tomo, aunque lo beba Quiterio. Quiterio no tiene familia. El pue bebé lo que quiera. La cerveza llena demasiado…” —Este whiskey es de calidad, gallego –decía en la otra mesa uno de los señores–. Lo que yo digo, los ingleses inventaron una bebida que les dio un imperio. Whiskey es bueno, a cualquier hora, en cualquier parte. —¿Es cierto que ellos lo beben sólo con agua, sin hielo? –preguntó otro. —¡Caro! Pero en este clima, quema si se bebe así. —Oiga, Cirilo, ¡déjeme la cerveza! ¡Bébase un trago de macho! –le dijo Quiterio–. ¿No ve que ya casi está en su casa? —Casa no tengo –replicó Cirilo–, pero la voy a tené. Y no bebo ron, no, compadre. Hoy no bebo. —¿Alguna promesa, vale? –preguntó uno de los señores de corbata, que no pudo dejar de oír a los dos campesinos. —Parecido…, sí, señor. Todos se volvieron sonriendo hacia Cirilo. Y uno de ellos, aquel a quien el gallego llamara don Carlos, invitó con malicia: —¿Aceptaría usted un whiskey, compadre? Cirilo se rascó la cabeza con ostensible indecisión. Nunca habido whiskey en su vida. Tenía oído relatos de algunos amigos y sabía que no existían muchas diferencias con el ron, por lo menos en sus efectos, pero él no pudo jamás gastarse sus pocos pesos en beber cosa tan cara. ¿Por qué no aceptar ahora una copita? Una sola no le haría daño. ¡Claro que no! 252
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—La verdad –contestó–, la verdad, don Carlos, que no lo he probao. —Entonces, ven –le dijeron–. ¡Tú, gallego, ofrece a los muchachos de nuestra botella! El pulpero corrió a complacerles. El whiskey traía buena ganancia. ¡Si todo el mundo bebiera whiskey! ¡Qué ricos serían los pulperos! Cirilo miró su vaso. El gallego lo había llenado hasta la mitad con el líquido amarillo. Y Cirilo lo llevó lentamente hacia los labios. Un sorbo, otro sorbito. Sintió que entraba un río caliente por la garganta y bajaba hasta la última cueva de su vientre. “¡Esto es buenazo!” pensó Cirilo, “¡Buenazo de verdad!” —¿Le gusta? –preguntó don Carlos. —¡Mucho! –y Cirilo se relamió disimuladamente. —Pues beba, compadre, que hoy pago yo. ¡Beba! El segundo vaso aflojó los resortes más íntimos de Cirilo. ¿Qué mal había? Estaba cerca de la Petra, su dinero dormía intacto en la hondura del bolsillo, él llevaba muchos meses sin gozarse unos tragos. Sí, había que darse gustos de hombre. Los sueños de Cirilo, perdidos en el tiempo, comenzaron a clavársele en el corazón. Le agradó aquello. Los sueños no podían dejarse desparramados, o perdidos. No, sus sueños eran suyos y debían estar a su lado, haciéndole compañía. —Don Carlos –se oyó decir a Cirilo con una voz que caminaba firme y segura–, la próxima botella la pago yo. El gallego, los hombres, Quiterio, todos miraron a Cirilo. El campesino tenía en el rostro muchos árboles encrespados. —Hombre –replicó don Carlos–, no es para tanto. El whiskey cuesta mucho… De todos modos, gracias. —Así no –desafió Cirilo–. ¡He dicho que les pago una botella y la pago! Nadie contradijo. El fajo de billetes se replegó sobre la mesa, como una araña dispuesta a luchar. La pulpería quedó silenciosa. El gallego puso ante los bebedores la otra botella. —Cortesía, don Carlos –dijo Cirilo– es ley de esta tierra. Hoy tengo plata… —Muchacho –aclaró el hacendado–, me das un placer y bebo a tu salud. ¿Pero no crees que es mejor guardar tus pesos, que tanto te ha costado ganar? Se acabaron las pautas y las advertencias. Los hombres entraron en la selva de sueños y desgajaron los árboles de la vacilación. La borrachera se les entregaba, como mujer a precio. —¡Guaite con el compadre! ¡Bebe con autoridad! –decía Quiterio. El gallego calculaba en su cabezota las cuatro botellas. Y después las cinco botellas, y dejó de calcular. En la noche llena de jumiadoras y luna, la pulpería brillaba como una luciérnaga y las voces roncas de los borrachos asustaban a los sapos en el río. Alguien cantaba: “General Bimbín, déjese de bullas, ya se está creyendo que toítas son suyas”. —¡Un merengue! –interrumpió Quiterio, en pugna con su baba. —Un merengue, que lo pago yo –ordenó Cirilo. Dentro de la niebla que cubría su cerebro, Cirilo pudo a ratos ver la casa con el techo de zinc, los niños jugando sobre el suelo de cemento, la Petra por el patio, el algarrobo y los mangos. Pero como la niebla alejaba aquella casa y él no podía ver bien las caras de la Petra y de los niños, Cirilo apuró otro trago. Los tragos pasaban ahora como escopetazos, rumbo al mar. 253
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—Bueno, Cirilo –se levantó don Carlos, ayudado por su tambaleo–, nosotros debemos proseguir viaje. Nos vamos. —¿Tiene miedo? –preguntó la arrogancia de Cirilo, llegada desde el bosque de sus sueños. —¿Miedo? ¡No, hijo, no! —Entonces, ¿por qué no bebe con más coraje? —Mira, Cirilo –y el hacendado se rascó la cabeza–, me gusta emborracharme y no me tiembla el pulso para hacer cualquier locura, pero tú deberías irte ya para casa. No está bien que tires el dinero así. ¿Quieres que pague todo esto y te lleve? No me cuesta nada retroceder un poco, antes de seguir viaje. “Me desprecia –pensó Cirilo–, el blanquito no quié bebé conmigo”. —Usted no me lleva, don Carlos –dijo, y los ojos estaban helados–, yo voy a seguí… Los hombres de corbata se iban. El dinero de don Carlos se levantó en las manos de Cirilo y regresó al bolsillo de su dueño. El dinero de Cirilo se hizo un charquito verde ante los ojos del gallego, que se relamía. Don Carlos suspiró y dio las gracias. El auto arrancó, carretera adelante. Cirilo gritaba: —¡Se jueron! Vamo a bebé sin pepillos. Gallego, ¡venga otra! Cuando amaneció, la pulpería estaba callada. El ábrego inclinaba de vez en cuando las palmeras y un puerco cebado husmeaba a la vera del camino. Como era domingo, la carretera no tenía ruidos. Las yaguazas se lavaban bajo los sauces. El cielo estaba color de cofre. Llovería. —¡Cirilo…! Era Quiterio, dormitando sobre sus manos callosas. —¿Qué fue, compadre? —Me duele la cabeza. Como si me picasen las avispas. —Déjese de avispas. ¿Qué hora é? Regresaban vacilantemente del abismo, pero todavía no lograban sujetarse a las raíces cruzadas ante ellos. El sabor en las bocas roía piedras. Los ojos lagañosos se inventaban cucarachas. El piso no se estaba quieto. —Cirilo, ¡qué bebedera! Se irguieron. El gallego roncaba, doblado en su silla como una interrogación. —¡Gallego! ¡Gallego…! El pulpero levantó la cabeza. Los ojos eran dos pozos bermejos, sin luz. —¿Qué pasa, ridiez? —Otra botella. —¡No! Se van a matar. —Mire, o pone la botella aquí –y Cirilo golpeó la mesa– o Dios sabe lo que va a pasá. ¿Me oye? En la cabeza de Cirilo se abrían círculos que llegaban a mojar una casa y un piso y un patio. Pero los círculos volvían, en busca de más whiskey. —Yo no aguanto más –intervino Quiterio–. Me voy, compadre, me voy ahoritica. —¡Pues váyase! Buen viaje… —Cirilo, ¿uté se volvió loco? Ahora resulta que se lo quié bebé todito. ¿Es que no le duele la cabeza? Cirilo no respondió. Con las manos aferradas al vaso, apuraba rápidamente un trago más. Quiterio suspiró, abrió la puerta de la pulpería y se fue tropezando. El gallego había vuelto a roncar en el mostrador. Las mesas se habían vaciado de hombres. Cirilo y la niebla 254
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llenaban la pulpería. En la carretera era domingo. El campaneo de la iglesia del pueblo no llegaba hasta la pulpería. “Haré la casa con piso de cemento. La Petra podrá dormir tranquila, sin alacranes y culebras debajo de la hamaca. Mataré todas las culebras. ¡Soy rico!” Cirilo comenzó a tararear canciones tristes. El dolor de cabeza viviría para siempre en su cráneo. Bebió. Volvió a beber. —¡Gallego! —¡Gallego! La mano de Cirilo salía del bolsillo horrorizada. —¡Mi dinero, gallego del diablo! ¡Mi dinero! —¿Qué dinero, Cirilo? ¿Qué dinero…? El borracho estaba de pie, con un frío que le calaba los huesos. Las culebras se le enredaban en la garganta. —El dinero pa mi casa. ¡El dinero pa mi casa, gallego! —Oiga, Cirilo. Anoche hubo de todo aquí. ¿O es que no se recuerda? —Mi dinero, gallego… ¿Dónde está? El pulpero recibía en la frente la angustia de Cirilo. Y con lástima y desprecio le dijo: —No me venga con lagrimeos. Usted está bebiendo desde hace más de quince horas, como un machazo, que es lo que le gusta ser. Desafió anoche a don Carlos, no le dejó pagar, no dejó pagar a nadie en la pulpería. Consumieron diez botellas de whiskey, mis mejores cigarros, casi todas mis provisiones. Sólo le cobré setenta pesos. El resto, y es bueno que lo recuerde, lo jugó a los dados, lo regaló…, ¡qué sé yo! Y no se me haga el incrédulo, que estoy harto de oírle gritar lo machazo que es… Los dos hombres quedaron silenciosos. Las moscas runruneaban en derredor de ellos. El sol no podía acompañarles. “¡Virgen de la Altagracia! ¿Soy loco? ¿Qué hice?” La cabeza de Cirilo fue bajando lentamente en el tiempo. El corazón de Cirilo ida delante, todavía más abajo. —Uté no me va a engañar –dijo Cirilo. —¿Yo? ¿Cuándo tuve fama de mentiroso? –y el español se erizaba ofendido. Cirilo llevó un último vaso a la boca, que le regó el mentón. En seguida, agarrándose de las sillas, se dirigió hacia la puerta y la abrió. El aire tibio de la serranía le entró en la nariz. El pulpero no había vuelto a hablar y le miraba con sus ojos adormecidos. Cirilo dio un portazo y se paró a la vera de la carretera. Nubes trotonas venían desde muy lejos para observar al borracho. Cirilo miró en dirección del pueblo, oculto detrás de las palmeras y los mangos. A varios centenares de metros, su Petra lo esperaba. Los niños, de seguro jugaban en el río. Como era domingo… —¡Dios! ¡Diooos…! Fue un grito alargado y rabioso, que en el pecho de Cirilo mataba a la resignación. Pero Cirilo dio la espalda a Petra y los hijos y mientras caminaba por la carretera, de regreso al ingenio, a los bateyes y al azúcar, pensaba con dificultad: “Haré la casa. Tendrá piso de cemento, para que las culebras no suban hasta las hamacas. Será toda blanca, de cal en la pared. Sí, haré la casa. ¡Sí que la haré!” No se tocó más el bolsillo, por si en él dormía alguna culebra.
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No. 23
juan bosch
cuentos escritos en el exilio y
apuntes sobre el arte de escribir cuentos
apuntes sobre el arte de escribir cuentos I
El cuento es un género antiquísimo que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas. Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento. “Importancia” no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento; porque no hay nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior. Aprender a discernir dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación; es la “tekné” de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista. A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudios. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista. De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser “hermético” o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura. El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas 259
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
distintas; y es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso. El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, si no como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión y por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil. Fundamentalmente el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir. El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chéjov, que apenas lo usaron. A la deriva, de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio. No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aún siendo de tres palabras que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco. La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”. Esa corta frase tenía –y tiene aún en la gente del pueblo– un valor de conjuro; ella sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no empezaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara de un paisaje descrito con 260
JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS
escasas palabras para justificar la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándolo en actividad. Aún hoy esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse. Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto; despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había una vez” o “érase una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere. Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la “tekné” del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora. Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir. En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de somiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es. La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras –búsqueda y selección– implican lo mismo; buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. El buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir. 261
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, “temas para novelas y cuentos”, que no interesan al escritor porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida. Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. El también puede lograrlo. II
El cuento es un género literario escueto, al extremo de que un cuento no debe construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina. La primera tarea que el cuentista debe imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema. Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la técnica del cuento. Técnica, entendida en el sentido de la “tekné” griega, es esa parte de oficio o artesanado indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho; todos esos sucesos están subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el tema. Aislado el tema, y debidamente estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se dirige hacia ese hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, está fuera de lugar y debe ser aniquilada tan pronto aparezca; toda idea ajena al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe ser arrancada de raíz. Cuando el cuentista esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lo lee, pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha 262
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construido el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más importante que el final de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en ritmo apropiado, se ha producido un buen cuento. Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos. En ese caso la marcha será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra que define el género está en el vocablo latino computus el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuenta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como en las matemáticas, en el cuento no puede haber confusión de valores. El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil desviar la atención del lector haciéndolo creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquiera ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del resto del relato. El cuento debe ser presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las cáscaras, el lector, esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay cortezas y que ha llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De párrafo en párrafo, la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercando el fruto a la boca del goloso. Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular las ideas del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento. En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos infantiles de Anderson como en las parábolas de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspasado los límites de su propia esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor supremo de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos, relatado en términos esencialmente humanos. La selección del tema es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado para un cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el don nato del relatador. Pues sucede que el cuento comienza a formarse en ese acto, en ese instante de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no es en verdad el germen del cuento, pero se convierte en tal germen precisamente en el momento en que el cuentista lo escoge por tema. 263
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Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo, no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un artículo de costumbres o para una página de buen humor. El tema requiere un peso específico que lo haga universal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio, el heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores universales, positivos o negativos, aunque se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no traspasan las lindes de lo local; son universales en el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de los iglús esquimales. Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano o que conmueva a los hombres, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y adonde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas. Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento. A veces el cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede estarlo por su ausencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano, agente de policía, o si la causa del robo es el hambre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supone traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y el mundo de los delincuentes. En los tres casos el hecho-tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres posibles cuentos el tema parece ser la captura del ladronzuelo mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia el corazón del hecho-tema. Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aun dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podrá garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige. 264
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Así como en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y entrañablemente vinculados al tema. Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; en un cuento no debe mencionarse siquiera un cuadro si él no es parte importante en el curso de la acción. El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne no podrá garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre. El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella. Pues sucede que en la oculta trama de ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando también sobre el lector. III
Hay una acepción del vocablo “estilo” que lo identifica con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecución de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra. ¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista –sea cuentista, novelista, poeta, escritor, pintor, músico– las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles. Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad. Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que ese don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio. 265
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Hagamos abstracción también de las reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares. Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento. La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos. La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo –de su generación–, nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de hoy se realizan con la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quedarse sólo con las palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del tema que llevan dentro. Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la música. No se concibe música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que en el Bartok del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo expresa. Esta adecuación de tema y forma se explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros. Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que al autor se expresa. Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es el relato de un hecho, uno solo, y ese hecho –que es el tema– tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo. Antes dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina”. La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso 266
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insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo”. Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página. Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria.* “El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho…” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos –a los que podemos calificar de secundarios– y su entrelazamiento con el suceso principal lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento. El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que acaece un hecho –uno solo, repetimos–, y el uso de ese tiempo en función de caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción. Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chéjov –y sin duda de otros autores–, pero no dejó constancia de que conociera la causa del aliento. La causa está en que la epopeya es el relato de los actos heroicos, y el que los ejecuta –el héroe– es un artista de la acción; así, si mediante la virtud de describir la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron. ¿No es esto un privilegio en el mundo del arte? Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma –en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo– para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia del *Debemos esta aguda observación a Thomas Mann, quien en Ensayo sobre Chéjov, traducción de Aquilino Duque (en Revista Nacional de Cultura, Caracas, Venezuela, marzo-abril de 1960, págs. 52 y siguientes), dice que Chéjov había sido para él “un hombre de la forma pequeña, de la narración breve que no exigía la heroica perseveración de años y decenios, sino que podía ser liquidada en unos días o unas semanas por cualquier frívolo del Arte”. Por todo esto abrigaba yo un cierto menosprecio (por la obra de Chéjov), sin acabar de apercibirme de la dimensión interna, de la fuerza genial que logran lo breve y lo suscinto que en su acaso admirable concisión encierran toda la plenitud de la vida y se elevan decididamente a un nivel épico…
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tema en el género cuento no significa, pues, que la forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros parecidos pero diferentes? A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de relato histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento. Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española –porque no conocemos caso parecido en otros idiomas– se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo? Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional” al cuento “que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan, elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento”.* Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las mismas causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escultura y poesía. Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento –el llamado “cuento abstracto”–, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento. Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento? En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay que se dirigen a relatar una acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter o destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales, colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático; los hay humorísticos, tiernos, de ideas. Y desde luego, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue. Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras. *Alona (Hernán Díaz Arrieta), Crónica Literaria, en El Mercurio, Santiago de Chile, 21 de agosto de 1955.
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Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento. Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian porque el cuento sea dramático trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artistas o peones. La primera ley es la ley de la fluencia constante. La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema –más lento, más vivaz–, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse. Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso. La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción. La palabra puede exponer la acción, pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que dé paso a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico. Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho –y de no ser así no está escribiendo un cuento–, no se halla autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción. Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca. Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro. 269
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Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza activa. En la naturaleza activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos. Caracas, septiembre de 1958.
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CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Los amos Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo. —Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva. Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba. —Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura. —Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno. Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro, le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes. —Ta bien, don Pío –dijo–; que Dio se lo pague. Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos. —Qué animao ta el becerrito –comentó en voz baja. Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente. Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa. Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación. —Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino. —Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia –oyó responder El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses. —Vea, don –dijo–, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga. Don Pío caminó arriba. —¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien. —Arrímese pa aquel lao y la verá. Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal. —Dése una caminadita y me la arrea, Cristino –oyó decir a don Pío. —Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal. —¿La calentura? 271
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—Unjú. Me ta subiendo. —Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela. Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito… —¿Va a traérmela? –insistió la voz. Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo. —¿Va a buscármela, Cristino? Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba. Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino. —Ello sí, don –dijo–; voy a dir. Deje que se me pase el frío. —Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro. Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie. —Sí; ya voy, don –dijo. —Cogió ahora por la vuelta del arroyo –explicó desde la galería don Pío. Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío. —¡Qué día tan bonito, Pío! –comentó con voz cantarina. El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe, como si fuera tropezando. —No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le dí medio peso para el camino. Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación. —Malagradecidos que son, Herminia –dijo–. De nada vale tratarlos bien. Ella asintió con la mirada. Te lo he dicho mil veces, Pío –comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
En un bohío La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de letargo. El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse. Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento, ahí enfrente, el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio detrás del bohío. Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de llorar pero sin lágrimas para hacerlo. 272
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—Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama? Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del niño y la sentía arder. —¿No era taita, mama? —No –negó–. Tu taita viene dispués. El niño cerró los ojos y se puso de lado. Aun en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida. —Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón. La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se pudren por dentro y caen un día de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina. El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació había sido callado. El cuartucho hedía a tela podrida. La madre –flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado– no podía apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría. Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez –justamente dos días antes de entregarse– todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos –la hembrita y los dos niños–, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después llegó el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pudrirse. Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado con media docena de huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad. Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba: alguien, montando caballo, se acercaba. Salió al alero del bohío, con los músculos del cuello tensos y los ojos duros. Miró hacia la subida. Sentía que le faltaba el aire, lo que le obligaba a distender las ventanas de la nariz. De pronto vio un sombrero de cana que ascendía y coligió que un hombre subía la loma. Su primer impulso fue el de entrar; pero algo la sostuvo allí, como clavada. Debajo del sombrero apareció un rostro difuso, después los hombros, el pecho y finalmente el caballo. La mujer vio al hombre acercarse y todavía no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos pasos, ella le miró los ojos y sintió, más que comprendió, que aquel desconocido estaba deseando algo. Había una serie de imágenes vagas pero amargas en la cabeza de la mujer: su hija, los huevos, los niños enfermos, Teo. Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre. —Saludo –había dicho él. 273
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Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la mano y suplicó: —Déme algo, alguito. El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. Era una mujer flaca y sucia, que tenía mirada de loca, que sin duda estaba sola y que sin duda, también, deseaba a un hombre. —Déme alguito –insistía ella. Y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea de que ese hombre volvía de La Vega, y si había ido a vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medicinas. Además, comprendió que era un hombre y que la veía como a mujer. —Bájese –dijo ella, muerta de vergüenza. El hombre se tiró del caballo. —Yo no más tengo medio peso –aventuró él. Serena ya, dueña de sí, ella dijo: —Ta bien; dentre. El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita alegría. Agarró la jáquina del caballo y se puso a amarrarla al pie del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya vencido el peor momento, sintió que se moría, que no podía andar, que Teo llegaba, que los niños no estaban enfermos. Tenía ganas de llorar y de estar muerta. El hombre entró preguntando: —¿Aquí? Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con una angustia que no le cabía en el alma se acercó a la puerta del aposento; asomó la cabeza y vio a los niños dormitar. Entonces dio la cara al extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El hombre vio que los ojos de la mujer brillaban duramente, como los de los muertos. —Unjú, aquí –afirmó ella. El hombre se le acercó, respirando sonoramente, y justamente en ese momento ella sintió sollozos afuera. Se volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a toda prisa, hecha un haz de nervios. La niña estaba allí, arrimada al alero, llorando, con los ojos hinchados. Era pequeña, quemada, huesos y pellejo nada más. —¿Qué te pasó, Minina? –preguntó la madre. La niña sollozaba y no quería hablar. La madre perdió la paciencia. —¡Diga pronto! —En el río –dijo la pequeña–; pasando el río… Se mojó el papel y na más quedó esto. En el puñito tenía todo el arroz que había logrado salvar. Seguía llorando, con la cabeza metida en el pecho, recostada contra las tablas del bohío. La madre sintió que ya no podía más. Entró, y sus ojos no acertaban a fijarse en nada. Había olvidado por completo al hombre, y cuando lo vio tuvo que hacer un esfuerzo para darse cuenta de la situación. —Vino la muchacha, mi muchacha… Váyase –dijo. Se sentía muy cansada y se arrimó a la puerta. Con los ojos turbios vio al hombre pasarle por el lado, desamarrar la jáquima y subir al caballo; después lo siguió mientras él se alejaba. Ardía el sol sobre el caminante y enfrente mugía la brisa. Ella pensaba: “Medio peso, medio peso perdío”. —Mama –llamó el niño adentro– ¿No era taita? ¿No tuvo aquí taita? Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro al sol, ella se quedó respondiendo: —No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde. 274
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Luis Pie A eso de las siete la fiebre aturdía al haitiano Luis Pie. Además de que sentía la pierna endurecida, golpes internos le sacudían la ingle. Medio ciego por el dolor de la cabeza y la debilidad, Luis Pie se sentó en el suelo, sobre las secas hojas de la caña, rayó un fósforo y trató de ver la herida. Allí estaba, en el dedo grueso de su pie derecho. Se trataba de una herida que no alcanzaba la pulgada, pero estaba llena de lodo. Se había cortado el dedo la tarde anterior, al pisar un pedazo de hierro viejo mientras tumbaba caña en la colonia Josefita. Un golpe de aire apagó el fósforo, y el haitiano encendió otro. Quería estar seguro de que el mal le había entrado por la herida y no que se debía a obra de algún desconocido que deseaba hacerle daño. Escudriñó la pequeña cortada, con sus ojos cargados por la fiebre, y no supo qué responderse; después quiso levantarse y andar, pero el dolor había aumentado a tal grado que no podía mover la pierna. Esto ocurría el sábado, al iniciarse la noche. Luis Pie pegó la frente al suelo, buscando el fresco de la tierra, y cuando la alzó de nuevo le pareció que había transcurrido mucho tiempo. Hubiera querido quedarse allí descansando; mas de pronto el instinto le hizo sacudir la cabeza. —Ah… Pití Mishé ta eperán a mué –dijo con amargura. Necesariamente debía salir al camino, donde tal vez alguien le ayudaría a seguir hacia el batey; podría pasar una carreta o un peón montado que fuera a la fiesta de esa noche. Arrastrándose a duras penas, a veces pegando el pecho a la tierra, Luis Pie emprendió el camino. Pero de pronto alzó la cabeza: hacia su espalda sonaba algo como un auto. El haitiano meditó un minuto. Su rostro brillante y sus ojos inteligentes se mostraban angustiados ¿Habría perdido el rumbo debido al dolor o la oscuridad lo confundía? Temía no llegar al camino en toda la noche, y en ese caso los tres hijitos le esperarían junto a la hoguera que Miguel, el mayor, encendía de noche para que el padre pudiera prepararles con rapidez harina de maíz o les salcochara plátanos, a su retorno del trabajo. Si él se perdía, los niños le esperarían hasta que el sueño los aturdiera y se quedarían dormidos allí, junto a la hoguera consumida. Luis Pie sentía a menudo un miedo terrible de que sus hijos no comieran o de que Miguel, que era enfermizo, se le muriera un día, como se le murió la mujer. Para que no les faltara comida Luis Pie cargó con ellos desde Haití, caminando sin cesar, primero a través de las lomas, en el cruce de la frontera dominicana, luego a lo largo de todo el Cibao, después recorriendo las soleadas carreteras del Este, hasta verse en la región de los centrales de azúcar. —Oh Bonyé! –gimió Luis Pie, con la frente sobre el brazo y la pierna sacudida por temblores–, pití Mishé va a ta esperán to la noche a son per. Y entonces sintió ganas de llorar, a lo que se negó porque temía entregarse a la debilidad. Lo que debía hacer era buscar el rumbo y avanzar. Cuando volvió a levantar la cabeza ya no se oía el ruido del motor. —No, no ta sien pallá; ta sien pacá –afirmó resuelto. Y siguió arrastrándose, andando a veces a gatas. Pero sí había pasado a distancia un motor. Luis Pie llegó de su tierra meses antes y se puso a trabajar, primero en la Colonia Carolina, después en la Josefita; e ignoraba que detrás estaba otra colonia, la Gloria, con su trocha medio kilómetro más lejos, y que don Valentín Quintero, el dueño de la Gloria, tenía un viejo Ford en el cual iba al batey a emborracharse y a pegarles a las mujeres que llegaban hasta allí, por la zafra, en busca de unos pesos. Don Valentín acababa de pasar por aquella trocha en su estrepitoso Ford; y como iba muy alegre, 275
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pensando en la fiesta de esa noche, no tomó en cuenta, cuando encendió el tabaco, que el auto pasaba junto al cañaveral. Golpeando en la espalda al chofer, don Valentín dijo: —Esa Lucía es una sinvergüenza, sí señor, ¡pero qué hembra! Y en ese momento lanzó el fósforo, que cayó encendido entre las cañas. Disparando ruidosamente el Ford se perdió en dirección del batey para llegar allá antes de que Luis Pie hubiera avanzado trescientos metros. Tal vez esa distancia había logrado arrastrase el haitiano. Trataba de llegar a la orilla del corte de la caña, porque sabía que el corte empieza siempre junto a una trocha; iba con la esperanza de salir a la trocha cuando notó el resplandor. Al principio no comprendió; jamás había visto él un incendio en el cañaveral. Pero de pronto oyó chasquidos y una llamarada gigantesca se levantó inesperadamente hacia el cielo, iluminando el lugar con un tono rojizo. Luis Pie se quedó inmóvil del asombro. Se puso de rodillas y se preguntaba qué era aquello. Mas el fuego se extendía con demasiada rapidez para que Luis Pie no supiera de qué se trataba. Echándose sobre las cañas, como si tuvieran vida, las llamas avanzaban ávidamente, envueltas en un humo negro que iba cubriendo todo el lugar; los tallos disparaban sin cesar y por momentos el fuego se producía en explosiones y ascendía a golpes hasta perderse en la altura. Se levantó y pretendió correr a saltos sobre una sola pierna. El haitiano temió que iba a quedar cercado. Quiso huir. Pero le pareció que nada podría salvarle. —¡Bonyé, Bonyé! –empezó a aullar, fuera de sí; y más alto aún: —¡Bonyéeee! Gritó de tal manera y llegó a tanto su terror, que por un instante perdió la voz y el conocimiento. Sin embargo siguió moviéndose, tratando de escapar, pero sin saber verdad qué hacía. Quienquiera que fuera, el enemigo que le había echado el mal se valió de fuerzas poderosas. Luis Pie lo reconoció así y se preparó a lo peor. Pegado a la tierra, con sus ojos desorbitados por el pavor, veía crecer el fuego cuando le pareció oír tropel de caballos, voces de mando y tiros. Rápidamente levantó la cabeza. La esperanza le embriagó. —¡Bonyé, Bonyé –clamó casi llorando–, ayuda a mué, gran Bonyé; tú salva a mué de murí quemá! ¡Iba a salvarlo el buen Dios de los desgraciados! Su instinto le hizo agudizar todos los sentidos. Aplicó el oído para saber en qué dirección estaban sus presuntos salvadores; buscó con los ojos la presencia de esos dominicanos generosos que iban a sacarlo del infierno de llamas en que se hallaba. Dando la mayor amplitud posible a su voz, gritó estentóreamente: —¡Dominiquén bon, aquí ta mué, Lui Pié! ¡Salva a mué, dominiquén bon! Entonces oyó que alguien vociferaba desde el otro lado del cañaveral. La voz decía: —¡Por aquí, por aquí! ¡Corran, que está cogío! ¡Corran, que se puede ir! Olvidándose de su fiebre y de su pierna, Luis Pie se incorporó y corrió. Iba cojeando, dando saltos, hasta que tropezó y cayó de bruces. Volvió a pararse al tiempo que miraba hacia el cielo y mascullaba: —Oh Bonyé, gran Bonyé que ta ayudán a mué… En ese mismo instante la alegría le cortó el habla, pues a su frente, irrumpiendo por entre las cañas, acababa de aparecer un hombre a caballo, un salvador. —¡Aquí está, corran! –demandó el hombre dirigiéndose a los que le seguían. Inmediatamente aparecieron diez o doce, muchos de ellos a pie y la mayoría armado de mochas. Todos gritaban insultos y se lanzaban sobre Luis Pie. 276
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—¡Hay que matarlo ahí mismo, y que se achicharre con la candela ese maldito haitiano! –se oyó vociferar. Puesto de rodillas, Luis Pie, que apenas entendía el idioma, rogaba enternecido: —¡Ah dominiquén bon, salva a mué, salva a mué pa llevá manyé a mon pití! Una mocha cayó de plano en su cabeza, y el acero resonó largamente. —¿Qué ta pasán? –preguntó Luis Pie lleno de miedo. ¡No, no! –ordenaba alguien que corría–. ¡Denle golpe, pero no lo maten! ¡Hay que dejarlo vivo para que diga quienes son sus cómplices! ¡Le han pegado fuego también a la Gloria. El que así gritaba era don Valentín Quintero, y él fue el primero en dar el ejemplo. Le pegó al haitiano en la nariz, haciendo saltar la sangre. Después siguieron otros, mientras Luis Pie, gimiendo, alzaba los brazos y pedía perdón por un daño que no había hecho. Le encontraron en los bolsillos una caja con cuatro o cinco fósforos. —¡Canalla, bandolero; confiesa que prendiste candela! —Uí, uí, –afirmaba el haitiano. Pero como no sabía explicarse en español no podía decir que había encendido dos fósforos para verse la herida y que el viento los había apagado. ¿Qué había ocurrido? Luis Pie no lo comprendía. Su poderoso enemigo acabaría con él; le había echado encima a todos los terribles dioses de Haití, y Luis Pie, que temía a esas fuerzas ocultas, no iba a luchar contra ellas porque sabía que era inútil. —¡Levántate, perro! –ordenó un soldado. Con gran asombro suyo, el haitiano se sintió capaz de levantarse. La primera arremetida de la infección había pasado, pero él lo ignoraba. Todavía cojeaba bastante cuando dos soldados lo echaron por delante y lo sacaron al camino; después, a golpes y empujones, debió seguir sin detenerse, aunque a veces le era imposible sufrir el dolor en la ingle. Tardó una hora en llegar al batey, donde la gente se agolpó para verlo pasar. Iba echando sangre por la cabeza, con la ropa desgarrada y una pierna a rastras. Se le veía que no podía ya más, que estaba exhausto y a punto de caer desfallecido. El grupo se acercaba a un miserable bohío de yaguas paradas, en el que apenas cabía un hombre y en cuya puerta, destacados por una hoguera que iluminaba adentro la vivienda, estaban tres niños desnudos que contemplaban la escena sin moverse y sin decir una palabra. Aunque la luz era escasa todo el mundo vio a Luis Pie cuando su rostro pasó de aquella impresión de vencido a la de atención; todo el mundo vio el resplandor del interés en sus ojos. Era tal el momento que nadie habló. Y de pronto la voz de Luis Pie, una voz llena de angustia y de ternura, se alzó en medio del silencio diciendo: —¡Pití Mishé, mon pití Mishé! ¿Tú no ta enferme, mon pití? ¿Tú ta bien? El mayor de los niños, que tendría seis años y que presenciaba la escena llorando amargamente, dijo entre su llanto, sin mover un músculo, hablando bien alto: —¡Sí, per; yo ta bien; to nosotro ta bien, mon per! Y se quedó inmóvil, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Luis Pie, asombrado de que sus hijos no se hallaran bajo el poder de las tenebrosas fuerzas que le perseguían, no pudo contener sus palabras. —¡Oh Bonyé, tú sé gran! –clamó volviendo al cielo una honda mirada de gratitud. Después abatió la cabeza, pegó la barbilla al pecho para que no lo vieran llorar, y empezó a caminar de nuevo, arrastrando su pierna enferma. La gente que se agrupaba alrededor de Luis Pie era ya mucha y pareció dudar entre seguirlo o detenerse para ver a los niños; pero como no tardó en comprender que el espectáculo 277
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que ofrecía Luis Pie era más atrayente, decidió ir tras él. Sólo una muchacha negra de acaso doce años se demoró frente a la casucha. Pareció que iba a dirigirse hacia los niños; pero al fin echó a correr tras la turba, que iba doblando una esquina. Luis Pie había vuelto el rostro, sin duda para ver una vez más a sus hijos, y uno de los soldados pareció llenarse de ira. —¡Ya ta bueno de hablar con la familia! –rugía el soldado. La muchacha llegó al grupo justamente cuando el militar levantaba el puño para pegarle a Luis Pie, y como estaba asustada cerró los ojos para no ver la escena. Durante un segundo esperó el ruido. Pero el chasquido del golpe no llegó a sonar. Pues aunque deseaba pegar, el soldado se contuvo. Tenía la mano demasiado adolorida por el uso que le había dado esa noche, y, además, comprendió que por duro que le pegara Luis Pie no se daría cuenta de ello. No podía darse cuenta porque iba caminando como un borracho, mirando hacia el cielo y hasta ligeramente sonreído.
La Nochebuena de Encarnación Mendoza Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña. A las siete de la mañana los hechos parecían estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. El conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quien se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza; y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano. Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra. Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a 278
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la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao. El caserío donde ellos vivían –del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas– tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba uno “para amamantar a la madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo, corrió hacia la casucha gritando: —¡Doña Ofelia, empréstame a Azabache, que lo voy a llevar allí! Oyéranle o no, ya él había pedido autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza. Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo, él podía ver hasta donde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, no estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por donde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero. El negro cachorrillo correteó, jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a voces, y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no se explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad levantó una mano, fija la mirada en el difunto, temblando, mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al muerto; pegó un salto sobre el cachorrillo, al cual 279
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agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas, cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura: —¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto! A lo que un vozarrón áspero respondió gritando: —¿Qué tá diciendo ese muchacho? Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así como los datos que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el sargento era expeditivo: quince minutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza. El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quema de tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron los hechos que costaron la vida al cabo Pomares. Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con el deseo de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de la lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda. Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Sólo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor. Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando el camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir, caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que 280
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iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir. Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía: —Taba ahí, sargento. —¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá? —En ése –aseguró el niño. “En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése”. La situación era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento: —¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí! Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas. Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela. —¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? –preguntó el sargento. —Sí, aquí era –afirmó Mundito, bastante asustado ya. —Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie –terció el número Arroyo. El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor. —Mire, yo venía por aquí con Azabache –empezó a explicar Mundito– y lo diba corriendo asina –lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo–, y él cogió y se metió ahí. Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de Mundito preguntando: —¿Cómo era el muerto? —Yo no le vide la cara –dijo el niño, temblando de miedo–; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao… —¿De qué color era el pantalón? –inquirió el sargento. —Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro encima de la cara… Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda la vida. De todas maneras, supiéralo o no Mundito, en ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otros más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero 281
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cuando el niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo, con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el dorso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana. —¡Ta aquí, sargento; ta aquí! –gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo–. ¡Dentró ahí! Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en que se había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban, se habían vuelto al oír la voz del chiquillo. —Cosa de muchacho –dijo calmosamente Nemesio Arroyo. Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz: —Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón ni una ve! –gritó. Y así empezó la cacería, sin que los cazadores supieran qué pieza perseguían. Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores –que ignoraban a quién buscaban–, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan. Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón: —¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza! ¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado ¡Encarnación Mendoza! —¡Vengan! –demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón que había visto el prófugo. Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil. —¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número! –ordenó a gritos el sargento. Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un lado a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas. Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido”. 282
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Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la maleza. Se revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana. Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, si bien por entonces no con fuerza. Y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a La Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos y él podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión. —¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera! –dijo dirigiéndose al que tenía más cerca. No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarraron como pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos, a los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia. No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgando bajo el vientre del asno. Este resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, de hojas grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar, la mayor parte del tiempo en silencio aunque de momento la voz de un soldado comentaba: —Vea ese sinvergüenza. O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada. Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo: —Allá se ve una lucecita. —Sí, del caserío –explicó el sargento; y al instante urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho. Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar, ordenó con su áspera voz: —Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo seguir mojándono. Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la puerta de una casucha justo a tiempo para que la mujer que 283
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salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible. La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba: —¡Ay m’shijo, m’shijo; se han quedao guérfano… han matao a Encarnación! Espantados, atropellándose, los niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre. Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían llanto y horror: —¡Mama, mi mama! ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!
El funeral Cuando empezaron a caer las lluvias de mayo el agua fue tanta que se posó en los potreros formando lagunatos. Despeñándose por los flancos de la loma, chorros impetuosos arrastraban piedras y levantaban un estrépito que asustaba a las vacas. Las infelices mugían y se acercaban a las puertas del potrero, con las cabezas altas, como rogando que las sacaran de ese sitio. Los entendidos en ganado, que oían a las reses bramar, decían que pronto se les resblandecerían las pezuñas. Aconsejado por ellos, don Braulio dispuso que llevaran las vacas hacia las cercanías de la casa, pero se negó resueltamente a que Joquito bajara con ellas. Joquito, pues, se quedó solo en el potrero: Estuvo inquieto toda la tarde y pasó la noche bajo un memizo, bramando de cuando en cuando. Bramó también unas cuantas veces al día siguiente; sin embargo no desesperó hasta el atardecer; a la hora de las dos luces, sin duda convencido de que sus compañeras no regresarían, lanzó bramidos tan dolorosos que hicieron ladrar de miedo a todos los perros de la comarca. Al iniciarse la noche se oyó el toro hacia el fundo del potrero, pegado a las lomas; más tarde, cerca del camino real, lo que indicaba que corría el campo sin cesar y de seguir así no tardaría en saltar sobre la alambrada. Poco antes del amanecer don Braulio oyó a los perros que ladraban en forma agitada muy cerca de la casa; a poco oyó un bramido corto y el sordo trote de la bestia, que sin duda correteaba alegremente por el camino real. Suelto en aquel lugarejo, donde no había más reses que las ventanitas de don Braulio, un toro como Joquito era una amenaza para todo el vecindario, de manera que había que encerrarlo en el potrero cuanto antes, y para eso salió don Braulio con sus peones y unos cuantos perros. Don Braulio montaba su potro bayo, verdadera joya entre caballos, y encabezaba el grupo. Llevaban media hora de marcha y los hombres iban charlando alegremente; de pronto una mujer gritó que el toro venía sobre ellos, noticia que produjo alguna confusión. Como en un frenesí, los perros comenzaron a ladrar y a correr hacia el frente, como si hubieran olido a Joquito. Con efecto, Joquito no tardó en dejarse ver. Avanzaba en una carrera de paso parejo, ladeándose con gracia juvenil, y hacía retumbar la tierra bajo sus patas. Al tropezar con los perros se detuvo un momento y miró en semicírculo. Estudiaba la situación, que no le era favorable porque no había salida sino hacia atrás. Joquito no parecía dispuesto a volver por 284
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donde había llegado. De súbito pateó la tierra, bajó la testuz y lanzó un bramido retumbante, que hizo huir a los perros. Los hombres se habían quedado inmóviles. Pero don Braulio era un viejo duro, y diciendo algunas palabras bastantes puercas se adelantó hacia el animal. Joquito no dudó un segundo: con la cabeza baja, arremetió con todo su peso. Los peones vieron esa mole rojiza, de brillante pelamen, cuya nariz iba rozando el suelo, arremeter ciegamente con la cola erecta. Don Braulio ladeó su bayo y eludió el encuentro. Joquito se detuvo en seco. Como los peones gritaban y le tiraban sogas al tiempo que los perros lo atormentaban con sus ladridos, el toro se llenaba de ira y rascaba la tierra con sus patas delanteras. La cola parecía saltarle de un lado a otro, fueteándole las ancas. Don Braulio volvió a pasar frente al animal, y éste, fuera de sí, se lanzó con tanta fuerza sobre la sombra del caballo que fue a dar contra la palizada del conuco de Nando, y del golpe echó abajo un lienzo de tablas. Al ver ante sí un hueco abierto, Joquito pareció llenarse de una diabólica alegría; se metió en el conuco y en menos de un minuto tumbó dos troncos jóvenes de plátano, destrozó la yuca y malogró un paño de maíz tierno. Nando se lamentaba a gritos y don Braulio pensaba cuanto iba a costarle esa tropelía de su toro. Dos veces más se repitió el caso, en el término de media hora: una en el arrozal del viejo Morillo, más allá del arroyo, donde Joquito batió la tierra y confundió las espigas con el lodo; otra en el bohío de Anastasio, en cuyo jardín entró, haciendo llorar de miedo a los niños y asustando a las mujeres. Don Braulio pensó que tendría que matar al toro, y era un milagro que a medio día Joquito siguiera vivo. A las dos de la tarde, sudados, molidos, los peones pedían reposo para comer. Habían recorrido a paso largo todo el sitio, desde la Cortadera hasta el Jagüey, desde la loma hasta el fundo de Morillo. Algunos vecinos se habían unido a la persecución y los perros acezaban, cansados. Plantado en su caballo, don Braulio se sentía humillado. En eso, de un bohío cercano alguien gritó que Joquito llegaba. —¡Ahora veremos si somos hombres o qué! –gritó don Braulio. Apareció el toro, pero no con espíritu agresivo; ramoneaba tranquilamente a lo largo del camino, moviéndose con la mayor naturalidad. Por lo visto Joquito no quería luchar; sólo pedía libertad para correr a su gusto y para comer lo que le pareciera. Pero los perros estaban de caza, y en viendo al toro comenzaron a ladrar de nuevo. Con graves ojos, Joquito se volvió a ellos, y en señal de que los menospreciaba, tornó a ramonear. Los perros se envalentonaron, y uno de ellos llevó su atrevimiento hasta morderle una pata. Joquito giró violentamente y en rápida embestida atacó a sus perseguidores. El animal había perdido otra vez la cabeza. Pero también don Braulio había perdido la suya. El cansancio, la idea de todos los daños que tendría que pagar, la vergüenza de haber fracasado, y quizá hasta el hambre, le encolerizaron a tal punto que espoleó al bayo sin tomar precauciones. Así, el choque fue inevitable. El golpe paralizó a la peonada, que durante unos segundos interminables vio cómo Joquito mantenía en el aire al bayo, mientras don Braulio hacía esfuerzos por sujetarse al pescuezo de su caballo. De súbito el caballo salió disparado y cayó sobre las espinosas mayas que orillaban el camino, y de su vientre salió un chorro de sangre que parecía negra. Desde el suelo, adonde había sido lanzado, don Braulio sacó su revólver y disparó. Entre los gritos de los peones resonaron cinco disparos. Joquito caminó, con pasos cada vez más tardos; después dobló las rodillas, pegó el pescuezo en tierra y pareció ver con indecible tristeza su propia sangre, que le salía por la nariz y se confundía con el lodo del camino. 285
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Hasta los perros callaron, por lo menos durante un rato. Algunos peones corrieron para ayudar a don Braulio a ponerse de pie. Debió sufrir golpes, porque se sujetaba las caderas y tenía la cara descompuesta. Cuando lo conducían hacia la casa, dijo: —Desuéllenlo ahí mismo. Extrayendo los cuchillos de las cinturas, varios hombres se lanzaron sobre Joquito, y una hora más tarde la carne del toro, partida en grandes piezas, era llevada a la cocina de don Braulio. Ahí pareció terminar todo. Tornó a lloviznar, y el agua borró el último rastro de la sangre de Joquito. Los perros se hartaron con los pedazos inservibles de la víctima, y cuando se acercaban las cuatro de la tarde nada parecía haber sucedido y nada indicaba que Joquito había sido muerto y descuartizado en el camino real. Pero de pronto resonó en la vuelta del camino un bramido lleno de tristeza y de ira a la vez. En alocada carrera, los niños llenaron los vanos de las puertas, porque les pareció que el propio Joquito bramaba desde más allá de la vida. Pero no era Joquito. Un toro negro, nunca visto en el lugar, apareció por el recodo, caminó con el pescuezo alargado, venteó, abriendo los hoyos de la nariz, y tornó a bramar como antes. Por los lados de la loma respondió otro bramido, y el toro volvió hacia allá sus desolados ojos. Parecía esperar algo; después caminó más, pegó el hocico en tierra, olió el lodo y revolvió el fango con patas pesadas. Allí, olfateando, buscando, estuvo un momento; al cabo alzó otra vez la cabeza, y con un grito angustioso, impresionante, cargó de pesadumbre los cuatro vientos. Los niños de la casa no se atrevían a moverse; apenas respiraban. De pronto vieron aparecer una vaca gris. Igual que el toro, era desconocida en el lugar e igual que él se acercó, olió y lanzó un doliente quejido. Juntas ya, las dos reses empezaron a patear. Daban vueltas y vueltas y vueltas, como ciegas, como forzadas, y tornaban a quejarse. Inesperadamente reventó cerca otro potente bramido, y de algún lugar no lejano salió otro. Entonces se arrimó a la puerta un viejo campesino y se puso a observar los matorrales. —Horita ta esto cundío de toros –dijo. Seguía cayendo fina y susurrante la llovizna. Una vaca pasó al trote y fue a juntarse con el toro y la vaca que daban vueltas en el lugar donde había caído Joquito. También ella gritó, oliendo el lodo. Y de pronto llegaron por caminos insospechados seis o siete reses más, que hicieron lo mismo que las otras tres. Juntando los cuernos parecían hacerse preguntas sobre lo que había ocurrido allí, y a poco empezaron todas a bramar a un tiempo, a agitarse, a cruzar los pescuezos entre sí, a mover las colas con apenada lentitud. En el aposento de don Braulio, donde las mujeres colocaban cataplasmas en las caderas del amo, resonaban los angustiosos gemidos de las bestias. La gente se asomaba a la puerta a ver qué sucedía. ¿De dónde salían tantas reses? Ya había más de docena y media, y la lluvia, que engrosaba a medida que la tarde caía, no detenía la marcha de otras que se veían llegar a lo largo de los callejones. Aquel lugar no era sitio de ganadería, y con la excepción de las reses de don Braulio, no había vacas ni toros. ¿De dónde salían las que llegaban, pues? El viejo campesino explicó que cuanta res oyera aquellos bramidos iría al sitio, aunque tuviera que caminar horas y horas. Era el velorio de un hermano, y ninguna faltaría a la cita. —Son asina esos animales –dijo. En efecto, así eran. Media hora después, vacas, novillas, bueyes, toretes y becerros se amontonaban en el sitio donde cayó Joquito. Olían la tierra, gemían y se restregaban los 286
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unos a los otros. Hollaban el lodo con sus pezuñas y parecían preguntar llenos de dolor, a los montes, a los cielos y al camino qué habían hecho de su hermano, de su vigoroso y bravo compañero. Los bramidos de los toros, los quejidos de las vacas, los balidos de los pequeños se confundían en una imponente música funeral, y resonaban bajo ella los roncos gemidos de los bueyes viejos. Asustados por aquel concierto lúgubre, los caballos de la vecindad erizaban las orejas y se quedaban temblando, y los perros buscaban abrigo en los rincones de los bohíos. Mientras crecía sin cesar, el grupo seguía mugiendo y cada vez se enardecía y se desesperaba más. Se hacían más roncos sus gritos de dolor. Desde las vueltas distantes de los callejones seguían saliendo compañeros, que nadie sabía para donde iban, y que debían recorrer grandes distancias para llegar a la cita. Atravesando arroyos, toros enormes que sin duda habían roto las alambradas de sus potreros, llegaban para llorar por aquel que no habían conocido. Con su pesado andar, desde las lomas descendían viejos y graves bueyes cargadores de pinos; finas novillas hendían las yerbas de los pastos y se dirigían al lugar de la tragedia. Había pasado ya más de una hora desde que llegó el toro negro, primero en comenzar el funeral de Joquito. Eran, pues, más de las cinco y el día lluvioso iba a ser corto. Cansados de llorar, los toros empezaron a remover la tierra con sombría desesperación; la removían y la olían, como reclamando la sangre de Joquito que ella se había bebido. Iban y venían de una a otra orilla del camino, atropellándose con majestuosa lentitud, y parecían preguntar a la noche, que ya se insinuaba, dónde estaba su hermano, por qué le habían asesinado, qué justicia tan bárbara era la de los hombres. Pareció que la noche iba a hacerse de golpe, por un corte súbito de la escasa luz que todavía quedaba sobre el mundo. Inesperadamente, antes de que se produjera tal golpe, los animales, como si un maestro invisible los hubiera dirigido, rompieron en un impresionante crescendo final, y el imponente lloro ascendió a los cielos y flotó allá arriba, en forma de nube sonora que oprimía los corazones. El crescendo se mantuvo un rato; después fue debilitándose; un minuto más tarde comenzaba a dispersarse todo aquel concierto acongojador, y al cabo de otro minuto más sólo se oía en la distancia el bramido de algún toro que abandonaba el lugar. Los quejidos fueron oyéndose cada vez más y más distantes; cada vez parecía ser menor el número de los que gritaban, y al fin, cuando la oscuridad empezaba a adensarse, se oía uno que otro bramido perdido, más lejano a medida que transcurrían los segundos y a medida que la noche crecía. El viejo campesino pensó que muchos de los bueyes que llegaron allí andarían toda esa noche sin descanso, y tendrían que trepar lomas, echando a rodar las piedras; que muchas vacas y novillas cruzarían arroyos y lodazales en busca de sus querencias; que algunas de esas reses se estropearían con las raíces y los tocones, otras se cortarían con las púas de los alambres, y quién sabía a cuántas les caerían gusanos en las heridas que recibirían esa noche. Pero no importaba lo que pudieran sufrir. Habían cumplido su deber; habían ido al funeral de Joquito. Lo dijo así él. —¿Sin conocerlo? –preguntaron los niños. —Unjú, sin conocerlo. Las reses son asina. Y el viejo campesino pensó con satisfacción en la ventaja de ser hombre. Porque ni él, ni sus amigos, ni nadie en fin perdía su sueño a causa de que en un camino real cayera muerto un señor desconocido. 287
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Rumbo al puerto de origen Habiendo hecho sus cálculos con toda corrección, Juan de la Paz llegó a la altura de Punta del Este a las seis de la tarde, minutos más, minutos menos. El mar había sido un plato y probablemente seguiría siéndolo toda la noche. Así se explica que a Juan de la Paz le resultara fácil ver, a la pálida y agobiante luz de la hora, el aleteo de la paloma sobre el agua. Con la acostumbrada rapidez de toda su vida el solitario navegante pensó que estaría herida y que sería un buen regalo para Emilia; y sin demorar un segundo maniobró para acercarse al ave, favorecido por una suave pero sostenida brisa que soplaba desde el este. Gentilmente, la balandra viró y enderezó hacia la paloma. Con efecto, la paloma debió haber recibido un golpe en el ala izquierda, pues sobre ese lado se debatía sin cesar moviendo con loco impulso la derecha y levantando la pequeña cabeza. El terror de aquel animal de tierra y aire abandonado a su suerte en el mar era de tal naturaleza que cuando advirtió la proximidad de la balandra pretendió saltar para alejarse. Pero Juan de la Paz no se preocupó. Había dispuesto llevarle ese regalo a Emilia y ya nada podía evitar que lo hiciera. En su imaginación veía a la niña echándole los brazos al cuello en prenda de gratitud, y tal vez dándole un beso. Así, visto que el ave lograba avanzar unos pasos hacia estribor, Juan de la Paz maniobró para girar en redondo y situarse de manera que él quedara a babor. La maniobra salió limpia, pero su resultado no pudo ser peor. Pues ocurrió que impulsada por la sostenida brisa del este la balandra se alejó unos palmos de la paloma precisamente en el momento en que Juan de la Paz abandonaba vela y timón para inclinarse sobre el agua en pos del ave; el movimiento de la balandra le llevó a sacar todo el cuerpo fuera del casco, en absoluto ajeno a la idea de que, aprovechada en toda su extensión por la brisa, la vela resultaría batida con inesperada fuerza. Eso pasó, y Juan de la Paz se vio súbitamente lanzado al agua. A Juan de la Paz le habían sucedido muchos y graves contratiempos; y en la costa del Golfo y en la Isla de Pinos todo el mundo sabía que había estado veinte años en presidio. Pero jamás pensó él que en un atardecer tan plácido, estando solo a bordo, le ocurriría caer al mar a causa de estar persiguiendo una paloma, animal que nada tenía de marino. Aunque estaba hecho a pensar con la rapidez del rayo quedó aturdido durante algunos segundos; eso sí, clavó mano en el ave, si bien lo hizo maquinalmente; y fue después de tenerla sujeta cuando volvió atrás los pequeños y pardos ojos. En esos instantes se demudó, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Pues moviéndose a velocidad asombrosa, la balandra se alejaba al favor de la brisa, rumbo noroeste franco, firme y gallarda como si la tripulara el diablo. Un segundo después de haber visto tal cosa Juan de la Paz comprendió que no podría alcanzar su embarcación y que él y la paloma estaban solos en medio del mar, al iniciarse la noche, seis horas alejados de la tierra más cercana. El cambio de luces del atardecer daba al momento una ominosa solemnidad de cementerio. En relampagueante fracción de tiempo el hombre sintió la muerte triturándole el alma y un tumulto de ideas le asaltó de improviso. Podía tratar de nadar hacia Isla de Pinos, en pos de Punta del Este; pero entonces se alejaría más de la balandra, y ésta era su único haber en el mundo. Podía dirigirse hacia la cayería, sin embargo eso significaba exponerse a los tiburones, acaso a los caimanes, y desde luego llegar a las corrientes de los canales completamente agotado. Cuando pensó tomar una decisión se acordó de la paloma; entonces vio, con verdadera indiferencia, que la había 288
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apretado sin darse cuenta con dedos de hierro y que la pobre ave herida agonizaba entre temblores. Y esa fue su última sensación consciente, pues a partir de tal momento comenzó a luchar como un loco para sobreponerse al miedo y para salvar la vida. El miedo, sobre todo, le abrumaba. Por ejemplo, temió que la ropa le estorbara; se la quitó y la fue abandonando tras sí; pero cuando se sintió desnudo le aterrorizó la idea de que en llegando a aguas bajas una barracuda lo dejara inútil como hombre. La luna, que estaba en el horizonte al caerse de la balandra, iluminaba ya la vasta extensión de agua, y pensó que gracias a su luz algún pescador solitario podía verlo y rescatarlo; sin embargo a la vez la luna lo llenaba de pavor porque se decía que la claridad favorecía la posibilidad de que los tiburones le vieran de lejos. Hecho al mar, Juan de la Paz nadaba con economía de esfuerzos; pero no era joven ya, ni cosa parecida, y temía agotarse antes de tocar tierra. Poco a poco –y esto es lo cierto–, a medida que pasaba el tiempo y comprobaba que ninguno de sus temores se cumplían, fue acostumbrándose a su nueva situación; acaso influyera en ello el ejercicio, tal vez la oscura idea de que mientras el mar se mantuviera tranquilo podría nadar sin alterar el lento pero seguro ritmo que había logrado imponerse a sí mismo. Mas a eso de las once, mientras al favor de la posición de la luna mantenía el rumbo hacia Cayo Largo –a sus cálculos, la tierra más cercana–, le pareció ver una luz en el horizonte. De improviso su estado de ánimo cambió. Una especie de oleada de locura, desatada dentro de su atormentada cabeza, le invadió por dentro y trastocó del todo sus ideas. Jadeante, ansioso, quiso levantarse sobre el agua. ¡Sí, allá, a la distancia, había una luz! Fuera de sí cambió el rumbo y empezó a nadar de prisa, cada vez más de prisa, cogido por un salvaje impulso de vida. En ese instante –cosa rara– sintió acumulados todos los miedos que había ido dejando según avanzaba, y otros muchos que no sabía distinguir. De golpe comenzó a gritar, a lanzar estentóreos “¡aquí, aquí, aquí!”, con una voz que chillaba a efectos del terror y que cada vez iba siendo menos audible. Esforzándose a más no poder trataba de dar saltos para dominar más distancia. Pero le era imposible sobreponerse al horizonte y ver casco alguno de barco. Por momentos aquella luz fulgía lejos, tal vez a varias millas; y Juan de la Paz quería reconocerla a cada nueva aparición, distinguir si era de goleta, de vapor o de algún bote pescador. A ratos se acordaba de la paloma, abandonada, muerta ya, sobre el mar; y pensaba que acaso había derivado a favor de la corriente, sin acabar de hundirse. Y era curioso que en esa lucha por salvar la vida, en medio de brincos imposibles, de gritos que se perdían en la tremenda soledad líquida, de mezcla delirante entre esperanza y pavor, surgiera de pronto, una vez y otra vez y otra más, la imagen de la paloma, flotando panza arriba bajo la luna, un ala rota y la otra extendida, las rojas patas encogidas y desordenadas las plumas de la cola. Pero he aquí que de súbito Juan de la Paz se dijo a sí mismo que estaba perdiendo el juicio, y cobró instantáneo reposo. No había tal barco; él estaba solo, del todo solo en la inmensidad del mar, y nadie más que él era responsable de su vida. Sentía el corazón golpeándole desusadamente y resolvió flotar un rato bocarriba, los brazos y las piernas abiertos, para descansar un poco y observar la luna; de esa manera se recuperaría y a la vez recuperaría el rumbo. En la terrible lucha por salvar la vida su instinto animal era capaz de sobreponerse a todo. Así, un cuarto de hora después Juan de la Paz reanudaba su marcha, nadando lenta pero firmemente hacia Cayo Largo. A medianoche alcanzó a ver rojizos y cárdenos reflejos ante sí; a la vez un pesado olor de petróleo se imponía al yodado del mar. Hasta poco antes le había sido fácil ver, con bastante frecuencia, siluetas de peces que saltaban alrededor suyo a cierta distancia; ahora 289
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eso había dejado de ocurrir desde hacía acaso media hora, de donde podía inferirse que había una prolongada mancha de aceite crudo o de petróleo deslizándose en el mar; y de improviso Juan de la Paz recordó que, en ruta hacia Cienfuegos, un barco había encallado días antes en los bajos del Golfo. Si el petróleo era de tal barco lo mejor sería internarse en la extensión que él cubriera y ayudarse de la corriente que lo arrastraba, pues con seguridad esa corriente iba a dar a uno de los cayos que corren en hilera irregular desde la Punta de Zapata hasta la altura de Punta del Este. Juan de la Paz conocía uno por uno todos esos cayos, los canalizos que los esperaban, el que tenía agua dulce y el que no, el que era sólo diente de perro pelado o tenía arena y yerba, el que tenía mangles y cacería, el más frecuentado por los pescadores de Batabanó y el más alejado de las rutas usadas a diario. Como lo pensó lo hizo, lo cual tuvo buenos y malos resultados. Los buenos estuvieron patentes cuando a eso de las dos de la mañana vio a distancia de una milla, o cosa así, la negruzca mancha de una tierra atravesada en medio del mar, lo que le puso al borde de repetir la desenfrenada media hora que había padecido cuando creyó ver la luz de un barco; los malos habían de verse mucho más tarde, tan pronto el calor del sol pegara en el petróleo que se había incrustado en el nacimiento de cada uno de los pelos que le cubrían el cuerpo. Serían las tres, a juicio de Juan de la Paz, cuando en un movimiento de natación sintió que su pie derecho tocaba algo blando. Poco a poco fue dejándose descender. Aquello podía ser lodo, podía ser vegetación marina, podía ser un pulpo o simplemente el revuelo del agua que deja a su paso un pez mayor. Pero no tardó en darse cuenta de que era lodo. ¡Lodo! ¡Había llegado, por fin! Temeroso de algo inesperado fue aplicando un pie, uno solo. Sí, había llegado. Ahora bien, ¿adónde? Cuando pudo responderse a esta pregunta clareaba ya el sol. Había llegado, para su mal, a las marismas de Cayo Azul, y lo que tenía por delante era una marcha agotadora sobre suelo cenagoso y en medio del agua, él, que no tenía fuerzas para otra cosa que para dejarse caer en una sombra y dormir, o para beber, hasta rendirse, agua fresca. Sin embargo había que seguir; y Juan de la Paz siguió, maltratándose los pies con los tallos de los nacientes mangles, cayéndose a ratos y levantándose con mil trabajos, nadando en los cortos canalizos, adoloridos los ojos a causa del esfuerzo hecho para ver si ante su paso pululaban los temibles piojos del mar que se guarecen en la uretra y desgracian al hombre; buscando en la media luz del amanecer el cornudo espinazo del cocodrilo, que a menudo se refugia en esas marismas. Cuando tocó tierra, por fin, a eso de las ocho, anduvo como un ciego algunos pasos y se dejó caer sobre un arenazo. Allí abusaron de él el sol y el petróleo. Despertó varias veces, pero sin recuperar el dominio de sí mismo; se movió cuanto pudo, porque comprendía que se quemaba. Mas no le fue posible sobreponerse al agotamiento. Al mediar la tarde, el cuello, la espalda, los muslos y los hombros estaban cargados de ampollas. En los labios hinchados y adoloridos, secos de sed, su propia respiración pegaba como fuego. Necesitaba agua dulce. Pensó que escarbando en la arena podía hallar alguna. Pero de pronto su atención se volvió hacia la orilla de la marisma que había recorrido para llegar al arenazo, pues allí se veía un madero que flotaba. No, no era uno; eran tres, cuatro, varios! Entonces se levantó y aguzó los pardos ojuelos. La providencia le mandaba esos maderos para que saliera de allí. Donde se hallaba no podía tener esperanza de rescate; rodeado de marismas, y más allá de prolongados bajíos, el arenazo en que había tocado quedaba fuera de las rutas de los pescadores, y desde luego mucho más lejos aun del paso habitual de los barcos. Sin pensarlo, actuando a impulsos de una fuerza ciega, Juan de la Paz echó a andar hacia afuera para recorrer, otra vez bajo la noche que se acercaba, el camino que había hecho entre el 290
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amanecer y el día. Cuando retornó al arenazo iba empujando los maderos y correteando de un lado a otro para no perder ninguno. Casi anochecía ya; a la sed y al ardor de las ampollas se sumaban las picadas de los jejenes, que con la llegada de las primeras sombras se hacían presentes en oleadas. Al borde del desfallecimiento y hostigado por el miedo a los jejenes, Juan de la Paz se echó a dormir con la mayor parte del cuerpo en el agua y la cabeza en la arena de la orilla. Antes de entregarse al sueño estuvo buen rato madurando un plan. Ese plan descansaba, sobre todo, en conservar los maderos –cuatro piezas aserradas, que serían de seis por ocho pulgadas y de cinco pies de largo–; después, en hallar algo cortante, aunque se tratara de una concha de caracol de la que pudiera sacar esquirlas con alguna pesada piedra; por último pensaba que metiéndose de nuevo en la marisma podría cortar ramas de mangle y sacar de ellas fibra con que amarrar los maderos en forma de balsa. La sed no le preocupaba tanto, porque el aire húmedo lo refrescaba. Desde la caída de la tarde habían empezado a formarse nubes hacia el nordeste y el viento estuvo enfriando, con ligera tendencia a soplar desde el norte. Ello quería decir que la lluvia no andaba lejos, y ya bebería cuando cayera. Lo que le hacía sufrir eran las quemaduras y los jejenes, más numerosos y agresivos cada vez. Juan de la Paz despertó, evidentemente con fiebre, bastante pasada la media noche; y al levantarse se asustó, él, que apenas tenía ya fuerzas para sentir miedo. Pues era el caso que se oía el mar, cosa increíble horas antes, cuando la inmensa mole de agua se veía tranquila de un confín al otro; y además de oírse el mar según pudo él notar tan pronto se puso de pie y dejó su húmedo lecho, se oía el viento, que soplaba frío y grueso. Debatiéndose en medio de grises y ventrudas nubes, la luna parecía medio moverse con gran trabajo allá arriba. Pequeño, rojo y negro de ampollas y de petróleo, el reseco pelo pegado a la frente, agotado por el sol, pero también consumido por el sufrimiento, desnudo en medio de la noche y del mar, Juan de la Paz comprendió de pronto cuán inútil había sido todo su esfuerzo y qué duro castigo le había reservado Dios para el final de sus días, a pesar de que había sufrido ya la condena de los hombres. Del fondo de su ser empezó a crecer un amargo sentimiento de lástima consigo mismo, y a medida que tal estado de ánimo se definía metiéndose como una despaciosa invasión de agua por todos los antros de su cuerpo, en alguna oscura parte de su conciencia iban tomando cuerpo la figura de la paloma, derivando corriente abajo, muerta pero no sumergida, y el rostro de Emilia, tan pálido y sin embargo tan sonreído. De súbito Juan de la Paz se derrumbó; cayó de rodillas en la arena, clavó los ojos y las manos al cielo y pidió perdón: —¡Perdóname, Virgen de la Caridad, tú que todo lo puedes! –exclamó. Y a seguidas se echó a llorar, con amargo llanto de infante desvalido, mientras iba doblándose sobre sí mismo hasta quedar con los codos clavados en la arena, como un musulmán en oración. Desnudo, solo bajo la oscurecida luna, rodeado por un mar cuyas olas poco a poco se levantaban más y más, Juan de la Paz era la imagen dolorosa y ridícula, a la vez, del desamparo. Temblando de fiebre y de frío, aguijoneado por los insectos, adolorida la llagada piel, el náufrago sólo acertaba a ver en su imaginación a la paloma y a la niña; y de súbito, llenándole de espanto, comprendió que de las redondas líneas que formaban la carita de Emilia surgía la de Rosalía, mustia y espantada. Nadie puede describir lo que pasó entonces por el alma de Juan de la Paz. Algo estalló en ella en tal momento, algo horrible y bárbaro, que le hizo ponerse de pie y comenzar a correr, con los brazos en alto y las manos crispadas allá arriba, mientras gritaba con un alarido espantoso, que más que el de un ser humano parecía el de una poderosa bestia 291
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alanceada cerca del corazón. Loco, totalmente fuera de sí se lanzó otra vez hacia la marisma; pero cuando hubo dado unos veinte pasos dio vuelta, con tanta velocidad como si hubiera seguido una línea recta; se lanzó sobre los maderos y cogió dos, uno en cada mano. Era increíble que pudiera cargarlos, pues además del tamaño, el agua de que estaban saturados los hacía pesados. Pegando saltos, chapoteando, volviendo a ratos la cabeza con una impresionante mirada de terror, Juan de la Paz se perdió en dirección al mar abierto, donde el viento norte hacía subir las olas a respetable altura. Cogido a los maderos se tiró sobre el agua. Y agarrado como un loco, con manos y pies, fue dejándose llevar por las dos piezas, sin saber adonde iba, interesado ahora oscuramente más en huir que en salvarse. Juan de la Paz fue recogido por un vivero de Batabanó que acertó a dar con él, en medio del mal tiempo, a la altura de Cayo Avalos, según el patrón “por la divina gracia de Dios”, entre cuatro y media y cinco de la tarde. El náufrago fue tendido en la cámara de la tripulación, que estaba bajo cubierta, a popa. Aunque mantenía los ojos abiertos se hallaba inconsciente y por tanto no podía hablar. A las nueve de la noche se le oyó murmurar algo así como “agua”, y se la sirvieron a cucharadas. A las once se le dio un poco de ron y a media noche se le sirvió sopa caliente de pescado. Rodeado de marineros, todos los cuales le conocían bien, Juan de la Paz tomó su sopa con gran esfuerzo, pues tenía los labios destrozados; después suspiró y se quedó mirando hacia el patrón. —Esto es cosa rara, Juan –dijo el patrón–, porque ayer vimos tu balandra navegando con viento de amura. —Iba sola –explicó Juan de la Paz con voz apenas perceptible. Y después, mientras los circunstantes se miraban entre sí, asombrados, agregó: —Me caí. Era imposible pedirle que contara detalles. Se le veía estragado, destruido; sólo los rápidos y desconfiados ojuelos parecían vivir en él, y eso, a ratos. Estaba tendido en el camastro, moviéndose entre quejidos para rehuir el contacto del duro colchón con la quemada piel. Además, por dentro estaba confundido. Hacía esfuerzos por recordar a Emilia, y no podía; ni siquiera su nombre surgía a la memoria, si bien sabía que tenía una hijita y que trataba de pensar en ella. En cambio ahí estaban, como si se hallaran presentes, la paloma y Rosalía. La paloma y Rosalía habían muerto. Ninguna de las dos vivía. Y sin embargo no se iban, aunque nada tenían que ver con lo que estaba pasando. Nada le recordaban, nada le decían. Entonces oyó la voz del patrón: —¿Y cómo te caíste, Juan de la Paz? Si le oían o no, eso no importaba. El caso es que él contestó: —Por coger una paloma. Los que le rodeaban oyeron y les pareció extraño que un pescador se cayera de su barco por coger una paloma. Pero quién sabe. Tal vez eso ocurrió en un canalizo; acaso la paloma volaba de cayo a cayo y tropezó con el barco. De todas maneras quizá valía la pena aclarar las cosas, porque cierta vez, muchos años atrás, Juan de la Paz había cometido un crimen espantoso; y aunque lo pagó con veinte años en Isla de Pinos, a nadie le constaba que no fuera capaz de cometer otro. Así, el patrón insistió: —¿Por coger una paloma? ¿Y pa qué querías tú esa paloma, Juan de la Paz? Juan de la Paz parecía dormitar, acaso a resultas del bien que le produjo la sopa de pescado. Sin embargo se le oyó contestar, con despaciosa y clara voz: 292
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—Pa llevársela de regalo a Rosalía. Un silencio total siguió a estas palabras. El patrón miró a los circunstantes, uno por uno, con impresionante lentitud; después se puso de pie y tomó la escalerilla para salir a cubierta. Sin hablar, los demás le siguieron. Afuera soplaba el norte, cada vez con más vigor. —¿Oí mal o dijo Rosalía, Gallego? –preguntó el patrón a uno de sus hombres. —Sí, dijo Rosalía, y bien claro –aseguró el interpelado. —Eso quiere decir que Juan de la Paz está volviendo al puerto de origen –explicó el patrón. Y nadie más habló. Pues todos conocían bien la historia de Juan de la Paz. Todos ellos sabían que había cumplido veinte años, de una condena de treinta, por haber asesinado, para violarla, a una niña de nueve años llamada Rosalía. Más exactamente, Rosalía de la Paz.
La desgracia El viejo Nicasio no acababa de hallarse a gusto con el aspecto de la mañana. Mala cosa era coger el camino a pie y que le cayera arriba el aguacero y se botara el río y se llenara de lodo la vereda del conuco. Con aspecto de hambrientas, las pocas gallinas del viejo se metían al bohío, persiguiendo cucarachas, o irrumpían en la cocina, aleteando para treparse en las barbacoas en busca de granitos de arroz. Nicasio cogió una mazorca de maíz y se puso a desgranarla. Revoloteando y nerviosas, las gallinas se lanzaban a sus pies. Desde el patio vecino una voz de mujer gritó los buenos días; después asomó su rostro de cuatro líneas y el paño negro sobre la cabeza. Nicasio se fue acercando a la palizada. —¿No le jalla algo raro al día? –preguntó la mujer. Nicasio tardó en responder. Fumaba, mascaba un grano de maíz, y seguía atendiendo a las gallinas, todo a un tiempo. —Ello sí, Magina. Pa mí como que se va a poner un tiempo de agua. —Unq unq –negó ella–. Yo hablo de otra cosa. Me da el corazón que algo malo va a pasar. Anoche sentí un perro llorando. Nicasio espantó las gallinas, que saltaban sobre su mano. Tornó a ver el cielo. El camino del Tireo, rojo como la huella de un golpe, flaqueaba los cerros y se perdía en la distancia; encima se veían nubes cargadas. —Vea Magina –dijo Nicasio al rato–, no ande creyendo zanganá. Lo peor que pué pasar es que llueva. La mujer no entendía bien a Nicasio. Cuando se quedan solos, los viejos se ponen raros y caprichosos. —¿Que llueva? –preguntó ella intrigada. —Sí, que llueva, porque el frijol no se pué secar y se malogra la cosechita. Tengo mucho bejuco cortao. Magina hubiera querido contestar que el bohío de Inés no quedaba muy lejos del conuco de su padre, y que bien podía éste llevar allí los frijoles para que no los dañara la lluvia; pero se quedó callada porque Nicasio parecía no ponerle atención. Estaba empezando el sol a subir; sobre los firmes de la loma la luz se debatía con el peso de las nubes, y Nicasio observaba hacia allá. Magina lo veía con placer. Había algo simpático y viril en aquel 293
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hombre, acaso los negros ojillos llenos de vigor o el blanco bigote hirsuto. Años antes, cuando vivía la mujer de Nicasio, ella se dio cuenta de que le gustaba su vecino; pero él nunca le dijo nada, tal vez porque la difunta andaba muy enferma… Ya no podía ser. Había pasado el tiempo y los dos se habían ido gastando poco a poco… Alzó la voz: —Lleve el bejuco al bohío de su hija. El se volvió repentinamente a la mujer. —¿Cómo voy a trepar esa loma cargao, Magina? Eso dijo; pero en realidad no era por la loma por lo que no llevaba el bejuco a casa de Inés. Lo cierto es que a Nicasio no le gustaba visitar a nadie. Iba a ver a la hija sólo cuando le quedaba en camino de alguna diligencia. Le agradaba ver a los nietos; pero no se hallaba bien en casa ajena. —Ahora le traigo café –oyó decir a Magina. Observando cómo el sol despejaba por completo las nubes, esperó un rato. Llegó la mujer con el café; se lo tomó en dos sorbos; después dijo adiós, y de paso por el bohío cogió el machete y un macuto. Magina le vio tomar el callejón y salir a la sabana con paso rápido, y pensó que el viejo estaba fuerte todavía, a pesar de su pelo cano y de sus dientes gastados y negros. Cuando Nicasio desapareció entre los matorrales frente al pinar, Magina volvió a su cocina. “Ojalá y no llueva”, pensó con cierta ternura. Después se puso a hervir leche y no se acordó más de su vecino. Nicasio empezó a sentir el sol en la subida del Portezuelo. Se dijo que ese sol tan picante era de agua, y lamentó haber salido. Pero era tarde para volver atrás. Chorreaba sudor cuando llegó al conuco. Comenzó a trabajar inmediatamente, porque sabía que iba a llover; podía apostar pesos contra piedras a que llovería, y deseaba tener cortado todo el bejuco de frijol antes de que cayera el agua. No lo logró, sin embargo. Cayeron unas gotas pesadas, gruesas, a seguidas se desató un chaparrón. Nicasio recogió los bejucos que tenía cortados, los llevó a un rincón y pensó buscar hojas de plátanos para cubrirlos; pero no había tiempo. El chaparrón degeneró en aguacero violento, que azotaba árboles y tierra. Nicasio tuvo que meterse bajo un árbol. Vio el agua descender en avenidas, rojiza y más abundante cada vez. En diez minutos toda la loma estaba ahogada entre la lluvia, y no era posible ver a cinco pasos. —Tendré que dirme pa onde Inés –dijo Nicasio en voz alta. Con esas palabras pareció conjurar a los elementos. Se desató el viento; comenzó a oscurecer, como si atardeciera. En un momento el conuco parecía un río. Nicasio cruzó los brazos y echó a andar. Trepar la loma era difícil. Resbalaba, afincaba el machete en tierra, se agarraba a los arbustos. Inés vivía arriba, totalmente arriba. A Nicasio le parecía una locura de Manuel hacer el bohío en lugar tan extraviado. En tiempos de agua, sólo así, para buscar abrigo, podía nadie ir a casa de Manuel. Había pasado la hora de comer cuando el viejo alcanzó el bohío. La puerta que daba al camino estaba cerrada. Del lado del patio comenzó a ladrar un perro. Nicasio se fue corriendo bajo el alero, pues la lluvia seguía cayendo con todo su vigor, y cuando pasó por el aposento que daba al lado del patio sintió ruido y voces, palabras dichas en tono bajo. La puerta de la cocina sí estaba abierta, y el viejo saludó antes de entrar. Junto al fogón se hallaba el nieto, que le pidió la bendición de rodillas. Nicasio le miró. Era triste el niño. Tendría seis años. Se le veía el vientre crecido, el color casi traslúcido, los ojos dolientes. —Dios lo bendiga –dijo el abuelo. 294
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Detrás del fogón estaba la niña. Era más pequeña, y con su trenza oscura repartida a ambos lados del cuello y su expresión inteligente parecía una mujer que no hubiera crecido. Nicasio sonrió al verla. —¿Y tu mama? ¿Y Manuel? –preguntó. —Taita no ta –dijo el niño. A Nicasio le resultó sorprendente la respuesta del niño porque había oído voz de hombre en el aposento. —¿Que no? –preguntó. El nieto le miró con mayor tristeza. Siempre que hablaba parecía que iba a llorar. —No. El salió pa La Vega dende ayer. Entonces Nicasio se volvió violentamente hacia el bohío, como si pretendiera ver a través de las tablas del seto. —¿Y tu mama? ¿No ta aquí tu mama? Se había doblado sobre el niño y esperaba ansiosamente la respuesta. Deseaba que dijera que no. Le ardía el pecho, le temblaban las manos; los ojos quemaban. No se atrevía a seguir pensando en lo que temía. Afuera caía la lluvia a chorros. Con un dedito en la boca, la niña miraba atentamente al abuelo. —Mama sí ta –dijo la niña con voz fina y alegre. —Ella ta mala y Ezequiel vino a curarla –explicó Liquito. La sospecha y el temor de Nicasio se aclararon de golpe. Llevaba todavía el machete en la mano, y con él cruzó el patio lleno de agua. El perro gruñó al ver al viejo. Con andar ligero, Nicasio entró en el bohío, caminó derechamente hacia el aposento y golpeó en la puerta con el cabo del machete. Oyó pasos adentro. —¡Abran! –ordenó. Oyó a la hija decir algo y le pareció que alguien abría una ventana. —¡Que no se vaya ese sinvergüenza! –gritó el viejo. Un impulso irresistible le impedía esperar. Cargó con el cuerpo sobre la puerta y oyó la aldaba caer al piso. Ezequiel, pálido, aturdido, pretendía saltar por la ventana, pero Nicasio corrió hacia allá y le cerró el camino. El viejo sentía la ira arderle en la cabeza, y precisamente por eso no quería precipitarse. Miró a su hija; miró al hombre. Los dos estaban demacrados, con los labios exangües; los dos miraban hacia abajo. Nicasio se dirigió a Inés, y al hablar le parecía que estaba comiéndose sus propios dientes. —¡Perra! –dijo–. ¡En el catre de tu marío, perra! Ezequiel –un garabato en vez de un hombre– se fue corriendo pegado a la pared, hasta que llegó a la puerta; de pronto la cruzó y salió a saltos. Nicasio no se movió. Daba asco ese desgraciado, y a Nicasio le parecía un gusano comparado con Manuel. Inés empezó a llorar. –¡No llore, sinvergüenza! –gritó el viejo–. ¡Si la veo llorar, la mato! La veía y veía a la difunta. Su mayor dolor era que una hija de la difunta hiciera tal cosa. Le tentaba el deseo de levantar el machete y abrirle la cabeza. Sacudió el machete, casi al borde de usarlo. La hija se recogió hacia un rincón, con los ojos llenos de pavor. —¡Váyase antes que la mate! No quiero verla otra vé. No vuelva a ponerse ante mi vista. ¡Váyase! –decía Nicasio. Pegada a la pared, ella iba moviéndose lentamente, en dirección a la puerta. Miraba siempre al padre; le miraba con expresión de miedo. ¡Y era bonita la condenada, con su piel amarilla y su cabello castaño! 295
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Como Nicasio avanzaba sobre ella, Inés pensó que el camino más corto era hacia el patio. Pero el padre le conoció la intención. —¡Por esa puerta no! –dijo. Le parecía inconcebible que la hija viera a sus hijos. Era indigna de verlos después de lo que había hecho. Inés comenzó a temblar y a llorar. —Taita… Perdón, taita –musitaba. El viejo la tomó por un brazo y la condujo hacia la puerta que daba al camino; con la punta del machete levantó la aldaba y al mismo tiempo obligaba a Inés a avanzar. Cuando la hija estuvo en el vano de la puerta, la empujó y la maldijo. —¡Que ni en la muerte tenga reposo tu alma! –gritó. Vio a su hija lanzarse al agua, que corría arrastrando lodo, y a la lluvia que caía a torrentes, y sintió deseos de echarse sobre una silla a descansar, tal vez a dormir. Si hubiera sabido llorar lo hubiera hecho, aunque hubiera sido sólo con una lágrima. Pero se rehizo pronto, cruzó el bohío y salió hacia la cocina. —¡Liquito! –llamó–. Busque el burro y póngase un pantalón que se van pa casa conmigo Inesita y usté. Salieron bajo la lluvia. Nicasio iba detrás, arreando el asno y esforzándose en no pensar. Silenciosos, los niños se dejaban llevar sin preguntar a qué se debía el viaje. Fue al otro día por la mañana, al decir Magina que a pesar de sus prevenciones nada malo había ocurrido, cuando Nicasio se dio cuenta de que había habido desgracia en la familia. —Sí pasó –explicó mientras echaba maíz a las gallinas–. Se murió Inés ayer. —¿Cómo? –preguntó Magina llena de asombro– ¿Y los muchachos? ¿Y Manuel? —Los muchachos vinieron conmigo anoche. Manuel ta pal pueblo en el entierro. La vieja parecía aturdida. Se cogía la cabeza con ambas manos. —¿Pero de qué murió? ¿Usté ha visto qué desgracia? Entonces Nicasio levantó la cara. —Vea Magina –dijo mientras miraba fijamente a la vieja–, morirse no es desgracia. Hay cosas peores que morirse. Y alejó la mirada hacia las nubes que salían por detrás de las lomas, aquellas malditas nubes por las cuales había él llegado a la casa de Inés. —¿Peor que morirse? –preguntó Magina–. Que yo sepa, ninguna. —Sí –respondió lentamente Nicasio. Saber es peor. Magina no entendió. Nicasio la miró un instante, con extraños ojos de loco, y ella pensó que los viejos, cuando se quedan solos en el mundo, se vuelven raros y difíciles de comprender.
El hombre que lloró A la escasa luz del tablero el teniente Ontiveros vio las lágrimas cayendo por el rostro del distinguido Juvenal Gómez, y se asombró de verlas. El distinguido Juvenal Gómez iba supuestamente destinado a San Cristóbal, y el teniente Ontiveros sabía que hasta unas horas antes Juvenal Gómez había sido, según afirmaba su cédula, el ciudadano Alirio Rodríguez, comerciante y natural de Maracaibo, y sabía además que Juvenal Gómez y Alirio 296
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Rodríguez eran en verdad Régulo Llamozas, un hombre de corazón firme y nervios duros, de quien nadie podía esperar reacción tan insólita. El teniente Ontiveros no hizo el menor comentario. Las lágrimas corrían por el rostro cetrino, de pómulos anchos, con tanta abundancia y en forma tan impetuosa que sin duda el distinguido Juvenal Gómez no se daba cuenta de que estaba atravesando Maracay. Las lágrimas, en realidad, habían empezado a acumularse ese día a las cuatro de la tarde, pero ni el propio Régulo Llamozas pudo sospecharlo entonces. A las cuatro de la tarde Régulo Llamozas se había asomado a la veneciana, levantando una de las hojillas metálicas, para distraerse mirando hacia el pedazo de calle en que se hallaba. Esto sucedía en Caracas, Urbanización los Chaguaramos, a dos cuadras del sudeste de la Avenida Facultad. La quinta estaba sola a esa hora. Se oían afuera el canto metálico de algunas chicharras y adentro el discurrir del agua que se escapaba en la taza del servicio. Y ningún otro ruido. La calle, corta, era tranquila como si se hallara en un pueblo abandonado de Los Llamos. Mediaba julio y no llovía. Tampoco había llovido el año anterior. Los araguaneyes, las acacias, los caobos de calles y paseos se veían mustios, velados y sucios por el polvo que la brisa levantaba en los cerros desmontados por urbanizadores y en los tramos de avenidas que iban removiendo cuadrillas de trabajadores. El calor era insufrible; un sol de fuego caía sobre Caracas, tostándola desde Petare hasta Catia. Régulo Llamozas había entreabierto la hojilla de la veneciana a tiempo que de la quinta de enfrente salía un niño en bicicleta; tras él, dando saltos, visiblemente alegre, correteaba un cachorro pardo, sin duda con mezcla de perro pastor alemán. Régulo miró al niño y le sorprendió su expresión de vitalidad. Sus pequeños ojos aindiados, negrísimos y vivaces, brillaban con apasionada alegría cuando comenzó a maniobrar en su bicicleta, huyendo al cachorro que se lanzaba sobre él ladrando. La quinta de la que había salido el niño no era nada del otro mundo; estaba pintada de azul claro y tenía bien destacado en letras metálicas el nombre de Mercedes. “Mercedes”, se dijo Régulo. “La mamá debe llamarse Mercedes”. De pronto cayó en la cuenta de que en toda su familia no había una mujer con ese nombre. Laura sí, y Julia, su propia mujer se llamaba Aurora; la abuela había tenido un nombre muy bonito: Adela. Todo el mundo la llamaba Misia Adela. Pronto no habría quien dijera “misias” a las señoras, por lo menos en Caracas. Caracas crecía por horas; había traspuesto ya el millón de habitantes, se llenaba de edificios altos, tipo Miami, y también de italianos, portugueses, canarios. Una criada salió de la quinta Mercedes. Por el color y por la estampa debía ser de Barlovento. Gritó, dirigiéndose al niño: —¡Pon cuidao a lo carro, que horita llega el dotó pa ve a tu agüelo! Pero el niño ni siquiera levantó la cabeza para oírla. Estaba disfrutando de manera tan intensa su bicicleta y su juego con el cachorro, que no podía haber nada importante para él en ese momento. Pedaleaba con sorprendente rapidez; se inclinaba, giraba en forma vertiginosa “Ese va a ser un campeón”. Pensó Régulo. La muchacha gritó más: —¡Muchacho el carrizo, atiende a lo que te digo! ¡Ten cuiado con el carro el dotó! El pequeño ciclista pasó como una exhalación frente a la ventana de Régulo, pegado a la acera de su lado. Régulo le vio el perfil, un perfil naciente pero expresivo, coronado con un mechón de negro pelo lacio que le caía sobre las cejas. Aun de lado se le notaba la sonrisa que llevaba. Era la estampa de la alegría. 297
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Para Régulo Llamozas, un hombre que se jugaba la vida a conciencia, ver el espectáculo de ese niño entregado con tal pasión a su juego era un deslumbramiento. Por primera vez en tres meses tenía una emoción desligada de su tarea. A través del niño la vida se le presentaba en su aspecto más común y constante, tal como era ella para la generalidad de las gentes; y eso le producía sensaciones extrañas, un tanto perturbadoras. Todavía, sin embargo, no se daba cuenta de la fuerza con que esa imagen iba a remover su alma. La barloventeña volvió a entrar en la Quinta Mercedes. Estaba ella cerrando la puerta tras sí cuando a las espaldas de Régulo sonó el teléfono. No esperaba llamada alguna. Se sorprendió, pues, desgraciadamente, pero acudió al teléfono. —¿Es ahí donde alquilan una habitación? –dijo una voz de hombre tan pronto Régulo había descolgado. —Sí –respondió. En el acto comprendió que ese simple “sí”, tan breve y tan fácil de decir, había sido tembloroso. El era un hombre duro, y además con idea clara de su función y de los peligros que se desprendían de ella. Nadie sabía eso mejor que él mismo. Pero ahora estaba frente a la realidad; había llegado al punto que había estado esperando desde hacía tres meses. —Entonces voy a verla dentro de una hora –dijo la voz. —Está bien; lo espero –contestó Régulo, tratando de dominarse. Colgó, y en ese momento sintió que le faltaba aire. Luego, habían dado con su escondite. Probablemente cuando sus compañeros llegaran ya habrían estado allí los hombres de la Seguridad Nacional. Durante una fracción de minuto hizo esfuerzos por serenarse; después, con movimientos rápidos, se dirigió a la habitación y del cajón de la mesa de noche sacó su pistola. Era una Lüger que le había regalado en Panamá un amigo dominicano. Se metió en el bolsillo izquierdo del pantalón dos peines cargados y se colocó el arma en la cintura, sobre la parte derecha del vientre, sujetándola con el cinturón. A esa altura tuvo la impresión de que su energía se había duplicado; todo su cuerpo se hallaba tenso y la conciencia del peligro lo hacía más receptivo. Oyó con mayor claridad el ruido del agua que caía en la taza del servicio, las chicharras de la calle, los ladridos juguetones del cachorro, que debía estar correteando todavía tras el pequeño ciclista. Pero su atención estaba puesta en los automóviles. Esperaba oír de momento la marcha veloz y el frenazo potente de un auto de la Seguridad Nacional. Si eso sucedía y el niño se hallaba todavía en calle, correría peligro, porque él, Régulo Llamozas, no se dejaría coger fácilmente. La sola idea de que el niño pudiera ser herido le atormentó fieramente y le produjo cólera. Se sintió encolerizado con la negra, que no se llevaba al muchacho y con la señora Mercedes, sin saber quién era ella. De la cintura arriba le subió un golpe de sangre cálida; llegaba en sustitución de la que había huido a los ignorados antros del cuerpo cuando oyó a través del teléfono la pregunta sobre la habitación que se alquilaba. En escasos minutos su organismo había sido sacudido y llevado a extremos opuestos. A causa del niño estaba olvidando cosas importantes. “Guá, las bichas”, se dijo de pronto; y se dirigió al closet; lo abrió y de la tabla de abajo sacó una gran cartera negra. Haló el zíper. Allí estaban “las bichas” –tres granadas de piña, pintadas de amarillo–, los papeles y su única remuda de interiores y medias, todas piezas de nylon. Colocó la cartera sobre la cama, descolgó su paltó y fue a coger su corbata, que estaba en el espaldar de una silla; sin embargo no la cogió, porque alguna fuerza oscura le llevó a sacar de la cartera una 298
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granada, que sopesó cuidadosamente en la mano mientras clavaba la mirada con creciente intensidad en el peligroso artefacto. De ese amarillo y pesado huevo metálico, cuya cáscara estaba formada por cuadros, fue emanando una sensación de seguridad que en escaso tiempo devolvió a Régulo Llamozas el dominio de sus nervios. “Esos vergajos van a saber lo que es un hombre”, pensó. A seguidas volvió a colocar la granada en la cartera; después se puso la corbata y el paltó. Sin duda alguna se sentía mejor. Faltaba casi toda la hora para que llegaran sus amigos, pero nadie podía saber cuánto faltaba para que llegara la Seguridad Nacional. Desconfiado de sus propios oídos, Régulo entreabrió de nuevo una hojilla de la veneciana, pues muy bien podía haber gente a pie vigilándole ya. Enfrente sólo se veía al muchacho felizmente entregado a su incansable pedalear. El cachorro se había rendido, por lo visto; estaba sentado en la acera de la Quinta Mercedes, muy erguido, mirando a su amigo con ojos alegres y húmedos de ternura, la lengua colgándole por un lado de la boca, una oreja enhiesta y la otra caída. Régulo abandonó el sitio y se fue a la sala. La quinta en que se hallaba tenía sólo dos dormitorios. Los inquilinos eran un matrimonio sin hijos, ella maestra y él vendedor de licores; salían temprano y no volvían hasta las siete y media o las ocho de la noche. Régulo había hablado poco con ellos, entre otras razones porque hacía sólo dos días que lo habían llevado a esa nueva “concha”. En la sala había muebles pesados, algunos retratos familiares, un Corazón de Jesús de buen tamaño, un florero con rosas de papel sobre la mesita del centro y dos grupos de loza imitación de porcelana en dos rinconeras. Régulo halló que esa sala se parecía a muchas. “A Aurora le gustarían estos muebles”, se dijo. “Si tengo que defenderme aquí, estos corotos van a quedar inservibles”, pensó. De inmediato se halló recordando otra vez a su mujer. Si lo mataban o si lograba huir, la Seguridad iría a su casa, detendría a Aurora, tal vez la torturarían, y Aurora no podría decir una palabra porque él no había querido ni siquiera enviarle un recado. “La primera sorprendida sería ella si le dijeran que yo estoy en Venezuela”, se dijo. De inmediato, sin saber por qué, recordó que en la casa del pequeño ciclista estaban esperando al doctor para ver al abuelo. “Esos doctores se tardan a veces cuatro y cinco horas”, pensó. Ahora sí sonaba un auto en la calle. Otra vez, de manera súbita, sintió la paralización total de su ser. La impresión fue clara: que todo lo que bullía en su cuerpo se había detenido de golpe. Reaccionó con toda el alma, imponiéndose a sí mismo valor. “La bicha, primero la bicha”, dijo; y en un instante se halló en el dormitorio, con una granada de nuevo en la mano derecha. Cautamente tomó a entreabrir la persiana. Un Buick verde venía pegándose a su acera. Había dos hombres dentro; uno al timón, otro atrás. En una fracción de segundo Régulo reconoció al de atrás. A seguidas metió la granada en la cartera, sujetó ésta, corrió a la sala, salió a la calle, cerró la puerta tras sí y en dos pasos estuvo en el automóvil. —Qué hay, compañero –dijo. El que hacía de chófer puso el carro en movimiento, tal vez un poco más de prisa de lo que convenía. Régulo volvió el rostro. No se veía otro auto en la calle. La negra salía corriendo en pos del niño y el perro saltaba tras ella. —Cayeron Muñoz y Guaramato –dijo el de atrás. —¿Muñoz y Guaramato? –preguntó Régulo. Mala cosa. Los dos habían estado con él en una reunión, tres noches atrás. 299
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—Yo creo que es mejor ir por las Colinas de Bello Monte –opinó el que manejaba. —Sí –aseguró el otro. Régulo Llamozas no pudo opinar. Iban con él y por él, pero él no podía decir qué vía le parecía más segura. Durante tres meses no había podido decir una sola vez que quería ir a tal sitio; otros le llevaban y le traían. Tres meses, desde mediados de abril hasta ese día de julio, había semivivido en Caracas, saliendo sólo de noche; tres meses en las tinieblas metido en el corazón de una ciudad que ya no era su Caracas, una ciudad que estaba dejando de ser lo que había sido sin que nadie supiera decir qué sería en el porvenir; tres meses jugándose la vida, viendo compañeros de paso en reuniones subrepticias, cambiando impresiones a media voz, transmitiendo órdenes que había recibido en Costa Rica, instruyendo a hombres y mujeres de la resistencia. No había podido ver el Avila a la luz del sol ni había podido salir a comerse unas caraotas en el restorán criollo. Todo el mundo podía hacerlo, millones de venezolanos podían hacerlo; él no. “Colinas de Bello Monte”, pensó. De pronto recordó que había estado en esa urbanización dos semanas atrás, en la casa de un ingeniero, y que desde una ventana había estado mirando a sus pies las luces vivas y ordenadas de la Autopista del Este y de la Avenida Miranda, que se perdían hacia Petare, y los huecos iluminados de docenas de altos edificios, que se levantaban en dirección de Sabana Grande y de Chacao con apariencia de cerros cargados de fogatas en cuadro. —Entra por la calle Edison y trata de pegarte al cerro –dijo el de atrás hablando con el que guiaba. —¿Habrán hablado Muñoz y Guaramato? –preguntó Régulo. —Esos compañeros no hablan, vale. Pero ya tú sabes: el tigre come por lo ligero. Esta misma noche estás raspando. Lo que venga que te coja afuera. —¿Por dónde me voy? —Por Colombia, vale. Ya no está ahí Rojas Pinilla. Ese camino está ahora despejado. Por Colombia… Rojas Pinilla había caído hacía dos meses… Desde luego, para ir a Colombia había que pasar por Valencia, y de paso, ¿sería una locura ver a Aurora? Pero claro que sería una locura. Si la Seguridad Nacional sabía que él estaba en Venezuela, la casa de su familia tenía vigilancia día y noche. —Oye, vale, el camino de aquí a la frontera es largo –dijo. —Bueno, pero eso está arreglado. Tú vas a viajar seguro. Figúrate que vas a ser soldado, el distinguido Juvenal Gómez, y que te va a llevar un teniente en su propio auto. Hay que trasladar el retrato de tu cédula a otro papel, nada más. Un automóvil negro pasó rozando el Buick; de los cuatro hombres que iban en él, uno se quedó mirando a Régulo. Durante un instante Régulo temió que el auto negro se atravesaría delante del Buick y que los cuatro hombres saltarían a tierra armados de ametralladoras. No pasó nada, sin embargo. Su compañero comentó: —Pavoso el hombre. Régulo sonrió. De manera que el otro se había dado cuenta… Era gente muy alerta la que le rodeaba. —¿Un teniente? –preguntó, llevando la conversación al punto en que había quedado–. ¿Pero de verdad o como yo? —De verdad vale… El teniente Ontiveros. El teniente Ontiveros llegó manejando una ranchera justo a la hora acordada, y habló poco pero actuó con seguridad. Régulo Llamozas, convertido ahora en el distinguido 300
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Juvenal Gómez –con todo y uniforme— comenzó a sentirse más confiado cuando dejó atrás la alcabala de Los Teques; en la de La Victoria, ni él ni el teniente tuvieron siquiera que bajar del vehículo. Camino hacia Maracay, silenciosos él y el compañero, Régulo Llamozas se dejaba ganar por la extraña sensación de que ahora, en medio de la oscuridad de la carretera, iba consustanciándose con su tierra, volviendo a su ser real, que no terminaba en su piel porque se integraba con Venezuela. Mientras la ranchera rodaba en la noche, él saboreaba lentamente una emoción a la vez intensa y amarga. Esos campos, ese aire, eran Venezuela, y él sabía que eran Venezuela aunque no pudiera verlos. Sin embargo tenía conciencia de otra sensación; la de una grieta que se abría lentamente en su alma, como si la rajara, y la de gotas amargas que destilaban a lo largo de la grieta. En verdad, sólo ahora, cuando se encaminaba de nuevo al destierro, encontraba a su Venezuela. ¿Quién puede dar un corte seco, que separe al hombre de su pasado? Esa patria por la cual estaba jugándose la vida no era un mero hecho geográfico, simple tierra con casas, calles y autopistas encima. Había algo que brotaba de ella, algo que siempre había envuelto a Régulo, antes del exilio y en el exilio mismo; una especie de corriente intensa; cierto tono, un sonido especial que conmovía el corazón. —Vamos a parar en Turmero –dijo de pronto el teniente–. Va a subir ahí un compañero. Creo que usted lo conoce, pero no se haga el enterado mientras no salgamos de Turmero. Cruzaban los valles de Aragua. Serían las once de la noche, más o menos, y la brisa disipaba el calor que el sol sembraba durante doce horas en una tierra sedienta de agua. Régulo no respondió palabra. Cada vez se concentraba más en sí mismo; cada vez más parecía clavado, no en el asiento, sino en las duras sombras que cubrían los campos. Iba pensando que había estado tres meses viviendo en un estado de tensión, con toda el alma puesta en su tarea; que en ese tiempo había sido un extraño para sí mismo, y que solo al final, esa misma tarde, minutos antes de que sonara el teléfono, había dado con una emoción que era personalmente suya, que no procedía de nada ligado a su misión, sino a la simple imagen de un niño que jugaba en bicicleta al sol de la tarde. —Turmero –dijo el teniente cuando las luces del poblado parpadearon por entre ramas de árboles. En un movimiento rápido, el teniente Ontiveros guió la ranchera hacia el centro de la especie de plazoleta que separa a los dos comercios más importantes del lugar. Había a los lados maquinaria de la empleada en la construcción de la autopista, camiones de carga y numerosos hombres chachareando afuera mientras otros se movían dentro de los botiquines. —Quédese aquí. El compañero viene conmigo dentro de un momento –explicó Ontiveros. —Está bien –aceptó Régulo. Trató de no llamar la atención. No debía hacerse el misterioso. Lo mejor era mirar a todos lados. “Hasta Turmero cambia”, pensó. Vio al teniente que bebía algo frente al mostrador y que volvía la cabeza a un sitio y a otro, sin duda tratando de dar con el compañero que viajaría con ellos. “El teniente éste está jugándose la vida por mí. No, por mí no; por Venezuela”, se dijo. En realidad, eso no le causaba asombro; él sabía que había muchos militares dispuestos a sacrificarse. La brisa movía las hojas de un árbol que quedaba cerca, a su izquierda, y de alguna llave que él no podía ver caía agua. Agua, agua como la que sonaba sin cesar en la taza del servicio, 301
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allá en Caracas; sí, en Caracas, en el pedazo de calle de Los Chaguaramos, solitario como la calle de un pueblo abandonado; allí donde el pequeño ciclista pedaleaba sin cesar, seguido por el cachorro. No estando el teniente con él, se sentía intranquilo; de manera que lo mejor era tener una granada en la mano, por lo que pudiera suceder. La sacó de la cartera y empezó a palparla. En ese instante oyó pasos. Alguien se acercaba a la ranchera. Miró de refilón, tratando de no dar el rostro: eran el teniente y el compañero. Hablaban con toda naturalidad, y en una de las voces reconoció a un amigo. Pero se hizo el desinteresado. —Podemos ir los tres delante –dijo el teniente Ontiveros–. Córrase un poco, distinguido Gómez. El distinguido Gómez, todavía con la granada en la mano se corrió hacia el centro; el teniente dio la vuelta y entró por el lado izquierdo al tiempo que el otro tomaba asiento en el extremo derecho. Súbitamente liberado de su reciente inquietud, Régulo Llamozas sentía necesidad de decir un chiste, de saludar con efusión al amigo que le había salido al camino en momento tan difícil. El teniente Ontiveros encendió el motor, puso la luz y la ranchera echó a andar. En un instante Turnero quedó atrás. Régulo Llamozas se volvió al recién llegado y le echó un brazo por el hombro. —¡Vale Luis, qué alegría! Nunca pensé que te vería en este viaje. —Pues ya lo ves, Régulo. Aquí estoy, siempre en la línea. Me dijeron que debía acompañarte hasta Barquisimeto y he venido a hacerlo; de Barquisimeto en adelante te acompañará otro. Hablaron un poco más, de las tareas clandestinas, de los desterrados, de los caídos. —Yo tenía reunión con Leonardo la noche de su muerte –dijo Luis. El teniente mencionó a Omaña, contó cosas suyas. Los faros iban destacando uno por uno los árboles de la carretera; y de pronto hubo silencio, porque estaban llegando a la alcabala de Maracay. Fue después que les dieron paso cuando Luis inició un tema nuevo. Movió el cuerpo hacia su izquierda, como para ver mejor a Régulo, y preguntó de pronto: —¿Cómo está Aurora? ¿Hallaste grande a Regulito? —No los he visto –explicó Régulo–. Yo entré por Puerto la Cruz y todavía no he estado en Valencia. Estoy pensando que si pasamos por Valencia después de la una podría llegar un momento a la casa, pero tengo sospechas de que la Seguridad esté vigilando los alrededores. —¿En Valencia? –preguntó Luis, con acento de sorpresa–. Pero si Aurora no vive en Valencia. Vive en Caracas. Régulo Llamozas sintió que le daban un latigazo en el centro del alma. —¿Cómo en Caracas? ¿Desde cuándo? –inquirió casi a gritos. —Desde que su papá se puso grave. Régulo no pudo hacer otra pregunta. Se sentía castigado por olas de calor que le quemaban el rostro. Comenzó a pasarse una mano por la barbilla y sus negros ojos se endurecían por momentos. —¿Pero tú no lo sabías? –preguntó el amigo. Régulo trató de dominar su voz, temeroso de hacer un papel ridículo. —No, vale –dijo–. Tengo tres meses aquí y hace cuatro que salí de Costa Rica. —Pués sí –explicó Luis–… Ella vive en la calle Madariaga, en Los Chaguaramos, en una quinta que se llama Mercedes. 302
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No se oyeron más palabras. Ya estaban en Maracay. Debía ser media noche, y la brisa de las calles llegaba fresca después de su paso por los samanes de la llanura. El teniente Ontiveros volvió el rostro y a la luz del tablero vio con asombro las lágrimas cayendo por las mejillas del distinguido Juvenal Gómez.
Victoriano Segura Todo lo malo que se había pensado de Victoriano Segura estaba sin duda justificado, pues a las pocas semanas de hallarse viviendo allí se presentaron en su puerta dos policías y se lo llevaron por delante. Aquella vez era bastante avanzada la tarde. Pero en otra ocasión los agentes del orden público llegaron muy de mañana y al parecer con mala sangre, porque cuando –al tomar la esquina– Victoriano Segura se detuvo como para hablar, uno de ellos le empujó, lo amenazó con su palo y le gritó algunas malas palabras. En la primera ocasión su mujer salió a la puerta y estuvo mirando a su marido y a los policías hasta que doblaron; en la segunda ni eso pudieron ver los vecinos, pues él le dijo a voces que no le diera gusto a la gente, que se quedara adentro y no le abriera la puerta a nadie. Victoriano era alto, probablemente de más de seis pies, muy flaco, muy callado, de ojos saltones y manchados de sangre; tenía la piel cobriza, el pelo áspero y la nariz muy fina; y tenía sobre todo un aire extraño, una expresión que no podía definirse. El contraste entre su silencio y su voz producía malísima impresión; pues sólo hablaba de tarde en tarde para llamar a la mujer y pedirle café, y entonces su voz grave y dura se expandía por gran parte de aquella pequeña calle dejando la convicción de que Victoriano era un hombre autoritario y violento. Esa sensación se agravaba debido a que Victoriano Segura jamás se dirigía a nadie en la calle; no sonreía ni contestaba saludos. Además, su propia llegada al lugar tuvo algo de misteriosa. El lugar era una calle todavía en esbozo, en la que tal vez no habría más de veinte casas, y de esas sólo tres podían considerarse de algún valor. Por de pronto, nada más esas tres tenían aceras; las restantes daban directamente a la hierba o al polvo, si no llovía –porque cuando llovía la calle se volvía un lodazal–. Ahora bien, según afirmaba con su graciosa tartamudez el anciano Tancredo Rojas, la gente que vivía allí era “de…cente, de…cente”. Con lo cual aludía a los viajes de Victoriano Segura seguido de esas escoltas policiales. La casa que alquiló Victoriano tenía hacia el este un solar cubierto de matorrales y arbustos, donde el vecindario tiraba latas viejas, papeles y hasta basura; hacia el oeste vivían dos hermanas viejecitas, una de ellas sorda como una tapia y la otra casi ciega. Cuando se corrió la voz de que las dos veces Victoriano había sido llevado a la policía por robo, la gente comenzó a temer que de momento asaltaría a las viejas, de quienes se decía que guardaban algún dinero. En poco tiempo el miedo a ese asalto y la posibilidad de que se produjera –tal vez con asesinato y otros agravantes– dominó en todos los hogares, y en consecuencia, de la alta y seca figura de Victoriano comenzó a emerger un prestigio siniestro, que ponía pavor en el corazón de las mujeres y bastante preocupación en la mente de los hombres. Una noche, a eso de las nueve, se oyeron desgarradores gritos femeninos que salían de la casa de las dos ancianas. Armado de machete, el hijo de don Tancredo corrió para volver a poco diciendo que allí nada ocurría. Interrogada por él, la vieja medio ciega dijo que había oído gritos, pero hacia la casa de Victoriano Segura. La gente comentó durante varios días el valor del hijo de don Tancredo y acabó asegurando que los gritos eran de la mujer de Victoriano, a quien ese malvado maltrataba. 303
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Eso, con una calleja tan pequeña, donde todos se conocían y todos se llevaban bien y se trataban con cariño, aumentó la sensación de malestar que producía el hombre. Él era carretero; guardaba la carreta en el patio y soltaba el mulo en el solar vecino, donde otro mulo descansaba día por medio; salía muy temprano a trabajar y a eso de media tarde se sentaba a la puerta de la calle, con la silla arrimada en el seto de tablas. Alguna que otra tarde se oía su voz; era cuando llamaba a su mujer para pedirle café. Sólo en esas ocasiones, y cuando iba a comprar algo, se veía a la mujer, que era una criatura callada, más oscura que el marido pero muy bonita, de pocas carnes, más bien baja, de cabellos crespos, bellos ojos negros y boca muy bien dibujada. —Pobrecita –comentaban las mujeres cuando la veían–, tener que vivir con un hombre así… La casa en que vivían había estado vacía muchos meses; y nadie vio a Victoriano Segura llegar a verla, a nadie preguntó quién era el dueño ni cuánto cobraban por alquilarla. De buenas a primeras amaneció un día allí. Sin duda se había mudado a medianoche, usando su propia carreta. Ese solo hecho dio lugar a muchas conjeturas; agréguese a él el comportamiento del hombre, sus dos detenciones acusado de robo, según se decía en la calleja, y los gritos nocturnos bajo su techo. Todo lo malo imaginable podía pensarse de Victoriano Segura. Por eso resultó tan sorprendente la conducta del extraño sujeto cuando la desgracia se hizo presente por vez primera en aquel naciente pedazo de calle. La noche de San Silvestre, después que las sirenas de los aserraderos, las campanas de las dos iglesias y millares de cohetes dieron la señal de que había comenzado un año nuevo, se oyeron gritos de socorro. Inmediatamente la gente pensó: “Es José Abud”. Y era José Abud. Su acento libanés no podía confundirse. El viejo Abud no era tan viejo; seguro que no tenía sesenta años. Su casa era la mejor del vecindario, y hablando con toda propiedad, la única de dos plantas. Abajo estaba el comercio y arriba vivía la familia; abajo era de ladrillo, arriba de madera. José Abud se había casado pocos años antes con la hija de un compatriota; tenía tres niños preciosos y, además, a su madre. La vieja Adelina Abud, que había emigrado de su lejana tierra ya de años, apenas hablaba con claridad. Anciana ya, quedó paralítica, según decían en el barrio, debido a castigo de Dios porque no era católica. En medio de la noche se oyeron golpes de puertas que se abrían y voces que resonaban preguntando qué pasaba. De primera intención todo el mundo creyó que había muerto la madre de José Abud. Pero con incontenible estupor la gente que se asomaba a las puertas y a las ventanas vio penetrar en sus casas una extraña claridad rojiza. Entonces de todas las bocas surgió el grito: —¡Fuego! ¡Es fuego en la casa de José Abud! Atropelladamente, vestidos a medias, hombres, mujeres y muchachos comenzaron a corretear por la calleja. Súbitas y violentas llamaradas salían con pasmosa y siniestra agilidad, por debajo del balcón de la gran casa; se oían el chasquido del fuego y el trepidar de las puertas. Agudos lamentos de mujeres y voces de hombres íbanle dando al terrible espectáculo el tono de pavor que merecía. Allá arriba, corriendo por el balcón de un extremo a otro, como enloquecidos, se veía a José, con dos hijos bajo los brazos, y a la mujer con otro en alto. —¡Que bajen por la escalera antes de que se queme; que bajen por la escalera! ¡Baja, José; bajen! –gritaban desde la calle. Pero se notaba que el aturdido libanés y su mujer no entendían. A lo mejor ignoraban que el comercio era pasto del fuego, y por eso creían que la escalera se conservaba todavía 304
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en buen estado. Después se supo que efectivamente era eso lo que pensaban José Abud y su mujer. No podía ser de otra manera, pues cuando la familia se dio cuenta del siniestro fue cuando vieron las llamas reventando, como gigantesca flor viva, por la pared de atrás de la casa, y ya había trepado y consumido en un momento parte de los altos, hacia el fondo; así que ellos ignoraban que el comercio ardía. —¡Hay que abrir esa puerta pronto! –gritó alguien, refiriéndose a la puerta de la escalera. En un instante apareció un hombre con un pico y otro con una barreta; golpearon la puerta e hicieron saltar los cierres. Cálido, picante, con agrio olor, el humo salió por allí. Pero la gente no perdió tiempo, y se vio a varios hombres meterse a toda prisa escaleras arriba. Cuando retornaron llevaban a los niños en brazos y empujaban a José y a su mujer, que estaban aterrorizados. A seguidas se vio el impetuoso río de fuego abrir brecha en el lienzo de manera que dividía la escalera del comercio; se oyó el crepitar de las tables, y tras el crepitar entraron las múltiples llamas ensanchándose y despidiendo chispas. Victoriano Segura se había levantado. Debió vestirse muy de prisa, porque tenía la camisa abierta. Esa noche –¡por fin– no se mantuvo apartado, si bien tampoco se mezcló con la gente. Se paró en la acera de la casa de don Julio Sánchez, que pegaba con la de José Abud y era también de ladrillos, aunque de una sola planta. Allí, los brazos cruzados sobre el pecho, atento al siniestro, callado, podía vérsele enrojeciendo y brillando, como un alto y flaco e inmóvil muñeco de cobre que resultara a ratos iluminado por el aleteo de las llamas. Al parecer no atendía más que al súbito e incesante crecer y decrecer de las llamaradas, cuando oyó a José Abud exclamar, con voz que parecía llegada de otro mundo: —¡Mamá, mamá está arriba! ¡Mamá se quema! Entonces, braceando como si nadara, Victoriano Segura avanzó. La gente sintió su presencia. Aquella extraña mirada se convirtió de pronto en la de una fiera, un brillo imponente le alumbró los ojos, y su voz de piedra, esa voz que aterrorizaba al vecindario, baja, fuerte, dura, se impuso al tumulto, a los gritos y a las quejas. —¿Dónde está la vieja? ¡Dígame dónde está la vieja! –demandó más que preguntó. La gente se quedó muda. “Este quiere entrar para robar”, pensaron muchos. Pero la mujer de José Abud, que era joven y estaba desesperada por la tragedia, no pensó así, y gritó que estaba en su habitación. —¡La última de allá, de allá! –explicaba entre llanto a la vez que indicaba con la mano que el sitio estaba hacia el fondo y hacia el oriente, esto es, donde más fuerte debía ser el fuego en tal momento. Victoriano Segura la miró a fondo durante diez o doce segundos. Las llamas iluminaban su rostro cobrizo y su pelo áspero; y era fácil advertir que los músculos de la cara estaban contrayéndosele. —¡No, no; usté no! –gritó José Abud al tiempo que trataba de agarrarlo para que no fuera, tal vez porque alguien acertó a decirle que ese hombre pretendía aprovechar el desconcierto para ir a robar. Mas ya era tarde para que Victoriano Segura pudiera oírlo. Se metió de un salto por la puerta de la escalera; se le vio saltar todavía más, como un enorme gato flaco y ágil, que podía moverse sin hacer ruido y sin mostrar esfuerzo. —¡Se va a matar ese hombre! –gritó de pronto una mujer. —¡Sí, se va a matar, se va a asfixiar! ¡Salga de ahí Victoriano! –gritaron varias voces a un tiempo. 305
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A esa hora la multitud era ya grande. Gentes de las calles cercanas y hasta del centro del pueblo habían llegado de todas direcciones, atraídos por el resplandor y por el escándalo. Llegaron policías que comenzaron a dar órdenes y a apartar a la multitud. Las señoras del vecindario corrían de nuevo hacia sus casas, recordando que habían dejado las puertas abiertas y que las circunstancias eran propicias para que se metieran por ellas los rateros. Por fin, en grupos dispersos comenzaron a llegar los bomberos, a pesar de que no podrían hacer nada allí debido a que no había de dónde sacar agua. Los policías, los bomberos y todos los recién llegados hacían la misma pregunta: —¿Cómo empezó? Y todos oían las atropelladas noticias de que allá arriba había una vieja paralítica y un hombre que se había metido a salvarla. Por eso los que llegaban se ponían a mirar hacia “allá arriba” con tanta angustia como los vecinos de la calleja. Las conversaciones eran como un mar; un mar en el que de pronto se levanta una ola y a poco vuelve a caer. Sobre el constante abejoneo se alzaba de improviso un clamor, un comentario quejumbroso o una observación que salía del corazón mismo de la multitud. Cinco minutos no son nada; y nadie puede en cinco minutos, por muy de prisa que lo haga todo, subir a una casa, sacar de su lecho a una anciana paralítica y conducirla a la calle, aunque la casa no esté ardiendo. Ahora bien el fuego es un elemento muy veloz; es inclemente, salvaje, y su entraña maligna está fuera del tiempo. De manera que una carrera entre el hombre y el fuego es muy desigual para el hombre; y así, cinco minutos, que no son nada para salvar una vida, resultan un largo tiempo para perderla. Tal vez nadie pensó eso aquella noche de San Silvestre, mientras la casa de José Abud ardía; pero es indudable que todos lo sintieron. Para el expectante vecindario, una vez transcurridos cinco minutos podían darse por muertos a Victoriano Segura y a la vieja Adelina Abud. Es probable, sin embargo, que todavía hubiera alguien pensando que Victoriano no estaba tratando de sacar a la enferma, sino buscando el sitio donde José Abud guardaba su dinero; y para las personas que tenían esa sospecha, de momento aparecería Victoriano en el balcón y daría un salto o haría algo diabólico; desaparecería a los ojos de todos con la fortuna de Abud. Por el extremo este, el balcón comenzó a arder. Una llamarada surgió, con inteligente y demoníaca maldad, sobre el seto del alto, hacia el lado de allá; envolvió y pareció acariciar la balaustrada; la lamió y en un instante la hizo arder. Si el balcón cogía fuego, ¿qué iba a ser de Victoriano y de la vieja? Las voces comenzaron a hacerse más altas, los ayes de las mujeres, más frecuentes. Había llegado ya el momento en que la gente lanzaba maldiciones por la lentitud del hombre en salir, lo cual indicaba que su probable muerte –la horrible muerte por el fuego– comenzaba a ganarle simpatías. Aunque no había dudas de que todos pensaban en la vieja paralítica, podía advertirse que sobre ese pensamiento iba superponiéndose, con rasgos cada vez más fuertes, la imagen de Victoriano Segura. Aquel hombre parecía llamado a promover en torno suyo una atmósfera dramática. Instintivamente la gente volvía la cabeza hacia la casa de Victoriano, en cuya puerta, tal vez muy angustiada pero de todas maneras muy dueña de sí misma, sin gritar y sin moverse, se veía a su mujer, pequeña, bonita, de grandes ojos negros y de cutis oscuro que el fuego enrojecía. Los vecinos de la calleja sentían deseos de acercarse a ella y hablarle sobre su marido. De súbito se la vio abrir la boca. —¡Victoriano! –dijo y corrió hacia el fuego. 306
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El hombre había salido al balcón. Lo hizo durante un instante; asomó hacia la multitud su rostro duro, y entró de nuevo a toda prisa. Ese movimiento acentuó las sospechas de los que las tenían. El hombre había hallado el dinero y andaba buscando por dónde escapar. A seguidas volvió a salir, armado de un palo que seguramente había sido la pata de una mesa; y brutalmente, con una seguridad y una fiereza impresionantes, comenzó a golpear la balaustrada del balcón por el extremo que daba al techo de la casa de don Julio Sánchez. Entre el piso del balcón y ese techo podía haber una diferencia de vara y media, que se convertían en dos varas y media desde el pasamanos; además, podía haber una vara de espacio vacío de una casa a la otra. La multitud comprendió de inmediato que el plan de Victoriano consistía en romper la balaustrada para sacar por ahí a la vieja. —¡Que suban algunos al techo de don Julio! –comenzó a pedir la gente, una voz por aquí, dos por allá, otra más lejos. Fue admirable la prontitud con que apareció una escalera. Tal vez era de los bomberos. Pero nadie ponía atención en los bomberos ni en los policías. Es el caso que apareció una escalera, y tres o cuatro hombres la agarraron al tiempo que otros trepaban hacia el techo. Mientras tanto, allá arriba, indiferente al fuego del balcón que avanzaba hacia sus espaldas, Victoriano Segura iba destrozando la balaustrada. Logró romper el pasamanos y se prendió de él con terrible fuerza; lo haló, lo removió. Cuando lo hizo saltar se detuvo un poco para quitarse la camisa. Al favor de las llamas se vio entonces que a pesar de su delgadez era musculoso y fuerte como un animal joven. Seis o siete hombres que se movían tropezando y estorbándose lograron ganar el techo de la casa de don Julio; alguien les gritó que subieran la escalera para ayudar a Victoriano. A ese tiempo éste había hecho saltar todos los balaustres y había entrado de nuevo en la casa. El humo iba saliendo por las puertas, en violentas bocanadas gris negras que avanzaban como impetuosos remolinos. Parecía imposible librarse de su efecto. La anciana no podía salvarse, cosa que todos aseguraban en voz baja. También estaban seguros, a tal altura, de que Victoriano iba en busca de la vieja. Ya había sido eliminada totalmente la última sospecha. En medio de la angustia los sentimientos iban desplazándose. Mucha gente pensó que la anciana no podría salvarse, pero que el hombre sí, si no seguía arriesgándose. No se daban cuenta de que Victoriano había pasado a ser el objeto de la preocupación general. Inconscientemente, la multitud empezó a moverse hacia el sitio donde se hallaba su mujer. Después de haber gritado el nombre de su marido, ella se había quedado inmóvil, con la boca cubierta por una mano y los ojos fijos en el balcón. A poco un enorme clamoreo subió de todas las bocas y hubo muchos que aplaudieron, aunque de manera dispersa, como con miedo: Victoriano Segura había aparecido en el balcón con la anciana en los brazos. Pero parecía muy tarde, porque, favorecidas por una ligera brisa, las llamas avanzaban y cubrían todo el sitio. El espacio que el hombre tenía que recorrer sería de tres varas solamente; mas en esas tres varas dominaba ya el fuego; y además, no era cosa de salir corriendo y dejar caer a Adelina. Colocarse de espaldas al fuego, con la anciana en brazos, para bajar la escalera, o aún entregársela a alguien de los que estaban sobre el techo de la casa de don Julio, requería mucho esfuerzo y un gasto de tiempo que ya no podía hacerse. La menor dilación, y el balcón podía caerse. Por cierto una parte cayó, precisamente cuando Victoriano se acercaba al extremo que él mismo había roto poco antes. La gente bramó cuando vio ese pedazo de balcón, consumido por el fuego, caer entre chispas y estruendo. 307
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Pero Victoriano no volvió la cabeza. Había llegado al borde del balcón y durante un segundo se le vio dudar. Tal vez pensaba lanzarse con la anciana en brazos, lo cual hubiera sido una locura. Gesticulando y gritando, los seis o siete hombres que estaban en el techo de don Julio le invitaban a algo. Tranquilamente, dándoles la espalda, Victoriano se sentó; después empezó a dar una vuelta, de manera que quedó sentado con las piernas al aire y la vieja Adelina en ellas; luego tomó a la vieja por las axilas y comenzó a bajarla. La enferma se movía igual que un péndulo, inerte, más como una gran muñeca de madera que como un ser vivo. Los de abajo tendían las manos y daban gritos. Por momentos salían huyendo, porque las llamas avanzaban sobre ellos. Era impresionante ver que esas llamas casi envolvían a la paralítica y sin embargo no la conmovían. —¡Déjela caer, déjela caer! –gritaban los hombres agrupados bajo los pies de la anciana. Como todo el mundo, ellos no pensaban tanto en Adelina como en Victoriano, a quien una corta dilación convertiría en víctima. Se concebía ya hasta que la vieja muriera, pero nadie pedía aceptar a esa altura la idea de que muriera Victoriano. Ahora bien, era evidente que a aquel hombre no le importaban gran cosa los demás. Las opiniones pueden cambiar en un minuto, y con ellas los sentimientos a que han dado origen; mas la naturaleza humana no varía tan de prisa. Ese Victoriano Segura que estaba jugándose la vida en el balcón era el mismo que dejaba sin contestar los saludos de sus vecinos. Estaba tan aislado allá arriba como se mantenía en su casa. Por un momento su mujer perdió la serenidad; corrió hacia el fuego y gritó: —¡Victoriano, suéltala y tírate! Y en medio del tumulto, del continuo estallido de las maderas que ardían, de aquel mar de voces, el marido oyó a su mujer. La oyó porque se le vio buscarla con los ojos. Ella dijo entonces: —¡Acuérdate, Victoriano; acuérdate! ¿Que se acordara de qué? ¿Qué significaban esas palabras? ¿Había alguna razón por la cual él no debía dejarse matar o inutilizar por el fuego? La gente se miró entre sí. El misterio seguía rodeando a ese hombre flaco y alto, a ese ser impenetrable, duro y callado. Debía ser muy importante lo que decía la mujer, porque Victoriano se volvió a los hombres que se agrupaban bajo él, en el techo vecino, y dejó oír, por segunda vez en esa doliente noche, su voz metálica e impresionante. —¡Allá va! –dijo estentóreamente. Y soltó a la anciana, a quien los otros recibieron en tumulto. Un segundo después, con la agilidad de un enorme gato, Victoriano se tiró. A seguidas crujió el resto del balcón, y levantando sordo estrépito cayó a la calle envuelto en chorros de fulgurantes chispas. La gente se distrajo viendo esa caída y esas chispas, razón por la cual muy pocos se dieron cuenta de que Victoriano Segura había corrido por el techo de la casa de don Julio y había saltado después a la calle. Ya allí, imponiéndose con su dura mirada y su gran tamaño, pidió paso y se lo dieron. Cuando algunos quisieron buscarlo para hablar con él, era tarde. Confusamente, se había oído el golpe de su puerta. Durante todo el día de Año Nuevo estuvieron humeando los escombros de la que había sido la mejor construcción en la pequeña calle. Hombres y muchachos, y hasta alguna mujer, hacían grupos frente al lugar del siniestro y cambiaban impresiones. De rato en rato un muchacho señalaba hacia la casa de Victoriano Segura y decía: —Mire, él vive ahí. 308
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Pero nadie vio a Victoriano ese día. Y como tampoco se le vio salir al siguiente, unos cuantos vecinos, encabezados por José Abud, fueron a visitarlo. A las llamadas en la puerta salió la mujer, pero no abrió del todo, sino sólo un poco. —¿Qué desean? –preguntó. Con su graciosa tartamudez, don Tancredo Rojas comenzó a tratar de decir que todos ellos querían saludar al “hé… roe, hé… roe, hé… roe de, de, de…” Pero la mujer no deseaba oír más. Se había puesto nerviosa y se agarraba a la hoja de la puerta como si temiera que algún espíritu maligno pudiera abrirla del todo. —Ay, señores… Miren, él no está aquí –dijo–. Mejor váyanse. El no quiere que venga gente a la casa. Perdónenme señores… –Pero váyanse. El grupo cambió miradas. —Pero… pero… pero… –comenzó a decir don Tancredo, mientras hacía moverse de un lado a otro la empuñadura de su bastón, cuya puntera había clavado en tierra. Evidentemente la mujer no sabía que hacer. Entonces intervino don Julio, cuya voz era muy aguda. —Muy bien, señora, muy bien –dijo–. Pero le dice que vinimos a verlo. Queríamos saber si estaba bien y si necesitaba algo. Adiós, señora. El pobre José Abud, abrumado por la desgracia, no abría la boca. Caminaba junto a sus compañeros de comisión como quien marcha tras el entierro de un ser querido. Los días fueron transcurriendo sin que volviera a verse a Victoriano Segura sentado a la puerta de su casa. La gente muy madrugadora alcanzaba a oír el ruido de su carreta. Volvía a media tarde, pero no salía más. Esa conducta, desde luego, llenaba de confusión a todo el mundo, si bien ya no causaba mala impresión. A juicio del vecindario Victoriano era un hombre extraño, en cuya vida había algún misterio. Muy pocos aludían a sus prisiones; la mayoría recordaba los gritos de mujer aquella noche; en cuanto al repetido “¡acuérdate!” que le lanzó la suya la noche del fuego, se pensaba que tenía relación con ese misterio que le rodeaba; por lo demás, debía ser muy celoso, a juzgar por la recepción se les hizo a los señores que estuvieron en su casa después del incendio. Pero el miedo de que pudiera asaltar a las ancianas del lado se había disipado del todo. Sólo persistía esa atmósfera de misterio en torno suyo. Algún día se sabría la verdad. Todavía hoy, al cabo de los años, aquellos a quienes tanto intrigaba su conducta ignoran esa verdad; sólo ahora la sabrán, si es que alguno de ellos lee esta historia. Pues Victoriano Segura se esfumó tan extrañamente como había llegado, si bien de manera mucho más dramática. Ocurrió que una tarde llegó a la calleja con su carreta cargada de tablas. Muchos de los vecinos le vieron meter esas tablas en la casa, y como en los días siguientes se le oyó martillar, se pensó que estaba haciendo arreglos en la vivienda; tal vez hacía una mesa para comer o remendaba una ventana rota. Por entonces el mes de febrero iba muy avanzado, lo cual quiere decir que había brisas cuaresmales y el cielo estaba brillante. El aire iba y venía cargado con los presagios del carnaval y la Semana Santa. Una adorable paz ganaba el corazón de la gente; y en aquella pequeña calle que estaba surgiendo a la orilla misma de los campos, el frecuente canto de los pájaros y el murmullo de los árboles hacían más sensibles esos rasgos de profunda esencia musical con que se embellecen los días sin importancia. En medio de tal ambiente, dulce y limpio, ocurrió la partida de Victoriano Segura. Fue a eso de las nueve de la mañana. Algunas mujeres parloteaban desde sus puertas con las 309
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vecinas; algunos muchachos jugaban dando carreras o empinaban papalotes; algunas gallinas picoteaban las manchas de yerba que se veía aquí y allá. Inesperadamente se abrió el portón que daba al patio donde Victoriano guardaba la carreta y se oyó su dura voz arreando al mulo. Hábilmente conducida, la carreta quedó parada junto a la puerta de la casa. Cachazudamente, Victoriano puso dos piedras junto a una de las ruedas, una para impedir que se moviera hacia adelante, la otra para impedir que se moviera hacia atrás. Después de eso entró en la casa. ¿Quién podía prever lo que sucedió inmediatamente? Algunos minutos más tarde la puerta se abrió de par en par y Victoriano Segura salió de espaldas, cargando con un extremo de ataúd; al otro extremo apareció luego la mujer. Usando toda su fuerza, que debía ser mucha, el hombre colocó la punta del féretro en el borde de la carreta; después tomó la que cargaba la mujer y comenzó a empujar. Se le veía endurecido por la tensión. No era fácil hacer rodar el ataúd. Victoriano lo removía de un lado a otro, y la lúgubre carga iba entrando lentamente en la carreta. Secándose los ojos con la mano, la mujer no cesaba de llorar. Ni siquiera movía la cabeza. Bajo aquel sol límpido era una estampa dura la de esa mujer llorando en silencio mientras su marido luchaba con el impresionante cargamento. El hombre logró al fin llevar el ataúd a donde quería; se le vio entrar en la casa con su mujer, salir a poco, tocado de sombrero negro, y cerrar la puerta. Ella llevaba en la mano una vela encendida y al parecer había comenzado a rezar. Sin subirse en la carreta, dominando el mulo desde afuera, Victoriano Segura dio tres “¡arres!” en voz alta. Tambaleante y despaciosa, la carreta se perdió en la esquina, sin duda camino del cementerio. Tras ella, la cabeza baja, con la mano de la vela mecánicamente alzada, se perdió la mujer. Nunca más volvió la gente de la pequeña calle a verlos. Se presumió que él había vuelto de noche para llevarse los enseres y el otro mulo. Pero yo vi a Victoriano Segura muchos años más tarde. Le reconocí inmediatamente, no sólo porque había cambiado muy poco –si bien algo de su rostro denunciaba el paso del tiempo–, sino porque su estancia en la calleja me había causado mucha impresión y por tanto no lo olvidé. Cuando ocurrieron los sucesos en que él fue protagonista yo era un muchacho; uno de los que oían hablar de él y de la misteriosa atmósfera que le rodeaba, uno de los que despertaron sobresaltados la noche del siniestro en la casa de José Abud. Yo estaba junto a mi madre, viéndole luchar con el ataúd, la mañana en que él se fue. Volvimos a encontrarnos en la cárcel, adonde me habían llevado mis ideas políticas. Estaba en una gran celda, junto con otros presos; labraba un pedazo de madera con una pequeña cuchilla y parecía aislado en medio de sus compañeros. Cuando se puso de pie para ir a su camastro los demás le abrieron paso en silencio. —Usté es Victoriano Segura –le dije atravesándome en su camino. —Sí, ¿por qué? –contestó. Era su misma voz dura de otros tiempos, era su misma mirada metálica, impresionante y reservada. Tenía canas y algunas arrugas, y nada más. —Yo lo conocí a usté –dije–. Vivíamos casi enfrente. Fue cuando se quemó la casa de José Abud. A mi me pareció que algo veló el brillo de su mirada. Pero no dijo una palabra. Se fue a su camastro, y allí estuvo largas horas labrando su pedazo de madera. Retornó a su soledad, a esa áspera soledad en que viviera siempre. Fue una semana más tarde cuando yo me atreví a preguntarle por su mujer. Estuvo largo rato mirándose las manos, dándoles vueltas de las palmas a los dorsos, tocándoselas una con otra. Al fin dijo: 310
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—En el lazareto. A poco recomendó: —Que no lo sepa nadie. Entonces yo tuve un vislumbre, así, relampagueante, de que su antigua soledad se había debido… —Ahora me explico –empecé a decir, mientras él me clavaba su imperiosa mirada—… Aquel ataúd era… —Su mamá –dijo–; la mamá de mi mujer, que murió lázara. Al parecer halló que había hablado demasiado, porque se puso de pie y se fue a un rincón. Se sentó allí y se dedicó a contemplar el patio, donde algunos reclusos charlaban y se movían sin cesar. Ya no volví a dirigirle la palabra sino cuando un mes después se me avisó que recogiera mis pertenencias porque iban a dejarme en libertad ese mismo día. Me le acerqué para preguntarle si quería que visitara a su mujer en el leprocomio. Y he aquí lo que me dijo entonces Victoriano Segura mirándome a los ojos: —No vaya. Su mamá perdió la nariz y tal vez ella la pierda también. Usté la conoció cuando era bonita. Si usté la ve ahora con mi consentimiento, es como si la viera yo. Y me dio la espalda, que a mí me pareció de mármol, como la de una estatua.
La mancha indeleble Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia. La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro. Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos. —Entregue su cabeza –dijo una voz suave. —¿La mía? –pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo. —Claro… ¿Cuál va a ser? A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido. Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté: —¿Y cómo me la quito? 311
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—Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de las quijadas; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa. Si se hubiera tratado de una pesadilla me hubiera explicado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme a algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa. —¿No ha oído o no ha comprendido? –dijo la voz. Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía. Al fin logré hablar. —Sí, he oído y he comprendido –dije–. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Déme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar? La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona. —Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a empezar una vida nueva. —¿Vida sin relación conmigo mismo, sin mis ideas, sin emociones propias? —pregunté. Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta. El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente. Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana: no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento. —Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno –dijo la voz. No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la noche que todavía no ha cerrado. En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o que había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco. Durante una semana no me atreví a salir de la casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la 312
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octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron a ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro: —Ese fue el que huyó después que ya estaba… Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa. Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. He usado jabón, cepillo y un producto químico especial para el caso que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más. Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos: —… Después que ya estaba inscrito… El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.
El indio Manuel Sicuri Manuel Sicuri, indio aimará, era de corazón ingenuo como un niño; y de no haber sido así no se habrían dado los hechos que le llevaron a la cárcel en La Paz. Pero además Manuel Sicuri podía seguir las huellas de un hombre hasta en las pétreas vertientes de los Andes y esa noche hubo luna llena, cosas ambas que contribuyeron al desarrollo de esos hechos. El factor más importante, desde luego, fue que el cholo Jacinto Muñiz tuviera que huir del Perú y entrara en Bolivia por el Desaguadero, lo cual le llevó a irse corriendo, como un animal asustado, por el confín del altiplano, obsedido por la visión de un paisaje que le daba la impresión de no avanzar jamás. El cholo Jacinto Muñiz fue perseguido de manera implacable, primero en el Perú, desde más allá del Cuzco, y después por los carabineros de Bolivia que recibían de tarde en tarde noticias de su paso por las desoladas aldeas de la puna. Jacinto Muñiz no podía liberarse de esa persecución, pues había robado las joyas de una iglesia, y eso no se lo perdonarían ni en el Perú ni en Bolivia; y para fatalidad suya era fácil de identificar porque tenía una cicatriz en la frente, desde el pelo hasta el ojo derecho. Cuando llegó a la choza del indio Manuel Sicuri el cholo Jacinto Muñiz contó que ésa era la huella de una caída, lo cual desde luego era mentira. Manuel Sicuri cuidaba de un rebaño de ovejas y de nueve llamas; las ovejas llevaban prendidas en la lana, a medio lomo, cintas de color azul, lo que servía para identificarlas como de su propiedad. Esa medida sobraba, porque no era fácil que en aquella zona sus ovejas se mezclaran con otras, ya que no había más en millas a la redonda; pero era la costumbre de los aimarás del altiplano y Manuel Sicuri seguía la costumbre. De seguir la costumbre en todo su rigor, sin embargo, quien debía cuidar de los animales era María Sisa, la mujer de Manuel, y además debía sembrar la papa y la quinua y la cañahua –los cereales de la puna–, pues el hombre debía irse a trabajar a La Paz o tal vez a las minas. Pero resultaba que no sucedía así porque Manuel era huérfano de padre y madre y tenía tres hermanitos –dos de ellos hembras– y él quería a esos niños con toda la fuerza de su alma. Además, María estaba embarazada. Propiamente, María tenía siete meses de embarazo. 313
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A medida que se extiende hacia el sudoeste, en dirección a las altas cumbres de la Cordillera Occidental, el altiplano va haciéndose menos fértil. Es una vasta extensión llana como una mesa. El aire transparente y frío es limpio y seco, sin gota de humedad. Cada vez más, son escasas las viviendas, y cada vez más va acentuándose en la tierra el cambio de color; pues hacia el norte es gris y en ocasiones amarilla y verde, mientras que hacia el sur va tomándose pardusca. El grandioso paisaje es de una impresionante hermosura y de aplanadora soledad. Cuando comienzan las primeras estribaciones de la Cordillera hacia el sudoeste –que son sucedidas más tarde por otras eminencias peladas de nevadas cumbres, y después por otras y otras más– comienzan también las enormes arrugas en el lomo de la montaña, sin duda los canales por donde en épocas lejanas corrieron aguas despeñadas. Pero eso es ya cayendo hacia el lado de Chile; y Manuel Sicuri tenía su choza en tierras de Bolivia. El indio podía tender la vista en redondo y durante leguas y leguas no veía vivienda alguna. Su casa estaba hecha de tierra, y su propia madre había ayudado a levantarla. No había ventana para que no entrara el viento helado de la Cordillera, y sólo tenía una puerta que daba al este. De noche se quemaba la boñiga de las llamas y hasta de las ovejas, que Manuel iba recogiendo sistemáticamente día tras día; y su fuego era la única luz y el único calor de la vivienda. No había habitación alguna, sino que todo el cuadro encerrado en las paredes de la choza era usado en común. Los tres niños y el indio Manuel Sicuri y su mujer embarazada dormían juntos, sobre pieles de oveja, en el piso de tierra. En un rincón había un viejo arcón en que se guardaban ropas que habían sido del padre y de la madre de Manuel, cortos calzones de lana y faldas y chales de colores, los zarcillos de oro de María y los trajes de boda de la pareja, alguna loza de desconocido origen y un pequeño sombrerito negro de fieltro que usó María en la peregrinación a Copacabana, a orillas del Titicaca. Encima del arcón se amontonaban las pieles de las ovejas que habían muerto o habían sido sacrificadas el último año. El arcón quedaba en el rincón más lejano de la izquierda, según se entraba; en el primero del mismo lado estaba amontonado el chuño, y entre el chuño y el arcón, la lana, la lana que pacientemente iba hilando María Sisa, la mayor parte de las veces mientras se hallaba sentada a la puerta de la choza. Junto a la lana dormían los perros, dos perros flacos, con los costillares a flor de piel, que no tenían función alguna y se pasaban los días recostados o caminando sin rumbo fijo por el altiplano, a veces corriendo tras las ovejas. En el primer rincón de la derecha, con el hierro contra el piso, estaba el hacha. Esa hacha, en realidad, no tenía uso ni nadie en la familia sabía por qué estaba allí. Tal vez el padre de Manuel Sicuri, que vivió hacia el norte, había sido leñador, aunque no era posible saber dónde ya que en la zona no había bosques; tal vez se la vendió, a cambio de una o dos parejas de llamas, algún cholo que pasó por la región. Pero el hacha era reverentemente guardada porque cierta vez, estando Manuel recién nacido, hubo un invierno muy crudo y los pumas bajaron de la Cordillera en pos de ovejas; y en esa ocasión el hacha fue útil, pues con ella mató el padre a un puma que llegó hasta la puerta misma de su choza. Eso había sucedido, desde luego, más hacia el nordeste; una vez muerto el padre, al mudarse hacia el sur, Manuel Sicuri se llevó el hacha. A menudo Manuel jugaba con ella. Ocurría que en las tardes de buen tiempo él les contaba a los yokallas y a María cómo había sido el combate entre la fiera y su tata; entonces él mismo hacía el papel de puma, y se acercaba rugiendo, en cuatro pies, dando brincos, hasta la misma puerta. Los niños reían alegremente, y Manuel también. De pronto él salía corriendo, cogía el hacha y hacía el papel de su padre; se 314
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plantaba en la puerta, daba gritos de cólera, blandía el arma y la dejaba caer sobre el cráneo del animal; a esa altura, Manuel volvía a hacer el papel del puma, y caía de lado, rugiendo de impotencia, agitando las manos y simulando que eran garras. Cuando el puma estaba ya muerto, tornaba Manuel a ser el padre, sin perjuicio de que hiciera también de oveja y balara y corriera dando los saltos de los corderos, imitando el miedo de los tímidos animales. Toda la familia reía a carcajadas, y Manuel reía más que todos. En realidad, Manuel reía siempre y a toda hora estaba dispuesto a jugar como un niño. Uno de esos atardeceres, cuando la luz de julio en el altiplano era limpia y el aire cortante, los perros comenzaron a ladrar. Ladraban insistentemente, pero no a la manera en que lo hacían cuando corrían tras una oveja o cuando –lo que pasaba muy pocas veces– algún cóndor volaba sobre el lugar dejando su sombra en la tierra, sino que sus ladridos eran a la vez de sorpresa y de cólera. Entonces Manuel fue a ver lo que pasaba. Dio la vuelta a la casa y al corral, que quedaba al oeste de la vivienda y era también de tierra. Allá, a la distancia, hacia la caída del sol, se veía avanzar un hombre. Ese hombre era el cholo Jacinto Muñiz. Cuando se acercaba, una hora después, casi al comenzar la noche, Manuel, la mujer y los pequeños se reunieron tras el corral. Por primera vez en mucho tiempo aparecía por allí un ser humano. Evidentemente el hombre hacía grandes esfuerzos para caminar, lo cual comentaban Manuel y su mujer. Los niños callaban, asustados. De haber sido un conocido, o siquiera un indio como ellos, que usara sus ropas y tuviera su aspecto, Manuel hubiera corrido a darle encuentro y tal vez a ayudarle. Pero era un extraño y nadie sabía qué le llevaba a tan desolado sitio a esa hora. Lo mejor sería esperar. Cuando estuvo a cincuenta pasos, el hombre saludó en aimará, si bien se notaba que no era su lengua. Manuel se le acercó poco a poco. María espantó los perros con pedruscos y pudo oír a los dos hombres hablar; hablaban a distancia, casi a gritos. El forastero explicó que se había perdido y que se sentía muy enfermo; dijo que tenía sed y hambre y que quería dormir. Su ropa estaba cubierta de polvo y su escasa barba muy crecida. Pidió que le dejaran descansar esa noche, y antes de que su marido respondiera María dijo, también a gritos, que en la vivienda no había donde. Aunque hablaba aimará se apreciaba a simple vista que ese hombre no era de su raza ni tenía nada en común con ellos; pero además su instinto de mujer le decía que había algo siniestro y perverso en ese duro rostro que se acercaba. Ella era muy joven y Manuel no llegaba a los veinte años, y ante el extraño, que tenía figura de hombre maduro, ella sentía que ellos eran unos yokallas, unos niños desamparados. Pero Manuel no era como su mujer; Manuel Sicuri era confiado, de corazón ingenuo, y por otra parte sabía que muchas veces Nuestro Señor se disfrazaba de caminante y salía a pedir posada; eso había ocurrido siempre, desde que tata Dios había resucitado, y debido a ello era un gran pecado negar hospitalidad a quien la pidiera. En suma, aquella noche el cholo peruano Jacinto Muñiz, prófugo de la justicia en dos países, durmió sobre pieles de oveja en la choza de Manuel Sicuri. María Sisa se pasó la noche inquieta, sin poder pegar ojo, atenta al menor ruido que proviniera del sitio donde se había echado Jacinto Muñiz. Pero Jacinto Muñiz durmió, y lo hizo pesadamente, con los huesos agobiados de cansancio. Había bebido pito e infusión de coca, que la propia María le había preparado. Ni siquiera se quitó la chaqueta. Estaba durmiendo todavía cuando Manuel Sicuri salió de la vivienda. Al despertar vio a María Sisa agachada ante una vasija de barro que colgaba de tres hierros colocados en trípode, hacia el último rincón derecho de la casucha; abajo de la vasija había fuego de boñiga de llamas. María cocinaba chuño con carne seca de carnero. Los tres niños 315
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estaban sentados junto a la puerta, charlando animadamente. María se levantó y se dobló otra vez hacia el fuego, de manera que se le vieron las corvas. Jacinto Muñiz se sentó de golpe y se pasó la mano por la cara. María Sisa se volvió, tropezó con la cicatriz sobre el ojo y sintió miedo. El párpado estaba encogido a mitad del ojo, y eso le hacía formar un ángulo; la parte interior del párpado resaltaba en el ángulo, rojiza, sanguinolenta, y debajo se veía el blanco del ojo casi hasta donde la órbita se dirigía hacia atrás. Aquello por sí solo impresionaba de manera increíble, pero resultaba además que en medio de ese ojo desnaturalizado había una pupila dura, siniestra, fija y de un brillo perverso. María Sisa se quedó como hechizada. Entonces fue cuando el extraño explicó que se había hecho esa herida al caerse, muchos años atrás. María esperó que el hombre se pusiera de pie, se despidiera y siguiera su camino. Pero él no lo hizo, sino que se quedó sentado y mirándola con una fijeza que helaba la sangre de la mujer en las venas. Ella estaba acostumbrada a los ojos honrados de su marido y a los tímidos y tristes de las ovejas y las llamas o a los humildes y suplicantes de sus perros. Para disimular su miedo se dirigió a los niños diciéndoles trivialidades y su sonora lengua aimará no daba la menor señal de su terror. Pero por dentro el pavor la mataba. En cambio Manuel Sicuri no sintió miedo. Ese día volvió más temprano que otras veces, y al ruido de las ovejas y al ladrido de los perros salió su mujer a decirle, con visible inquietud, que el hombre seguía en la casa y que no había hablado de irse. Manuel Sicuri dijo que ya se iría; entró, charló con Jacinto Muñiz como si se tratara de un viejo conocido y le ofreció coca. Después, sentado en cuclillas, oyó la historia que quiso contarle el peruano. —Vengo huyendo de más allá del Desaguadero, del Perú –explicó señalando vagamente hacia el noroeste– porque el gobierno quería matarme. Un gamonal me quitó la mujer y las tierras y yo protesté y por eso quieren matarme. Eso podía entenderlo muy bien Manuel Sicuri; también en Bolivia, durante siglos, a ellos les habían quitado las tierras y las mujeres, y su padre le había contado que cierta vez, cuando todavía no soñaba casarse con su madre, miles de indios corrieron por la puna, en medio de la noche, armados de piedras y palos, en busca de un Presidente que huía hacia el Perú después de haber estado durante años quitándoles las tierras para dárselas a los ricos de La Paz y Cochabamba. —Si saben que estoy aquí me buscan y me matan. Yo me voy a ir tan pronto me sienta bien otra vez. Además, yo voy a pagarte –dijo en peruano. Manuel Sicuri no respondió palabra. No le gustó oír hablar de que le pagaría, pero se lo calló. ¿Y si resultaba que ese hombre, con su terrible aspecto, era el propio Nuestro Señor que estaba probando si él cumplía los mandatos de Dios? De manera que se puso a hablar de otras cosas; dijo que esa noche seguramente habría helada, porque había cambio de luna, de creciente a llena, y la luna llevaba siempre frío. Con efecto, así ocurrió. Manuel oyó varias veces a las ovejas balar y se imaginaba la puna iluminada en toda su extensión mientras el helado viento la barría. Muy tarde se quejó uno de los yokallas; Manuel se levantó a abrigar al grupo y el peruano preguntó, en las sombras, qué ocurría. A Manuel le inquietó largo rato la idea de que el peruano no estuviera dormido. Pero se abandonó al sueño y ya no despertó hasta el amanecer. El frío era duro, y hasta el horizonte se perdían los reflejos de la escarcha. Había que esperar que el sol estuviera alto para salir; y como se veía que el día iba a ser brumoso, tal vez de poco o ningún sol fuerte, Manuel empezó a llevar afuera las papas de la última cosecha para convertirlas en chuño deshidratándolas en el hielo. 316
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En ese trabajo estaba, a eso de las siete de la mañana, cuando los perros comenzaron a ladrar mirando hacia el norte. También Manuel miró; un hombre se veía avanzar, un hombre como él, de su raza. Manuel entró en su casa. —Viene gente –dijo, dirigiéndose más al cholo peruano que a su mujer. Entonces Manuel Sicuri vio a Jacinto Muñiz perder la cabeza. Su miedo fue súbito; se levantó de golpe, apoyándose en una mano, y sus negros ojos se volvieron, como los de una llama asustada, a todos los rincones de la choza. —¡Tengo que esconderme –dijo–, tengo que esconderme, porque si me cogen me matan! —Aquí no –respondió calmadamente, pero asombrado, Manuel Sicuri—; aquí no es Perú. –¡Sí, yo lo sé, pero es que yo herí al gamonal y parece que murió! ¡Si me cogen me matan! Manuel Sicuri y María Sisa se miraron como interrogándose. A partir de ese momento, María sabía que sus temores eran fundados; y también a ella le dio miedo, tanto miedo como al extraño. Manuel dudó todavía, sin embargo. Con indescriptible rapidez pensó lo que debía hacerse; corrió hacia el arcón, tiró las pieles de ovejas en tierra y separó el arcón de la pared en forma tal que entre el mueble y el rincón podía caber un hombre. —Ven aquí –dijo. El cholo corrió y de un salto se metió allí; con toda premura Manuel fue tirando las pieles sobre él y el arcón. Nadie podía sospechar que allí había un hombre. Luego, volviéndose a los niños, que habían visto todo aquello en silencio, les ordenó que se callaran y que a nadie dijeran nada; a seguidas volvió a su trabajo afuera, como si no hubiera visto al indio que avanzaba por la alta pampa. Resultó que el hombre era un chasquis, esto es, un correo enviado a recorrer las distantes y perdidas viviendas de esa zona para informar que se buscaba a un cholo peruano con una cicatriz en la frente; a juicio del mallcu, es decir del jefe indígena que había mandado al chasquis a ese recorrido, el prófugo buscaba cruzar hacia Chile, pero en vez de dirigirse hacia el sudoeste desde el último sitio en que se le había visto, caminaba en derechura al sur, lo que indicaba que debía pasar por allí. —No, no ha pasado por aquí –explicó Manuel. El chasquis se había sentado en cuclillas y bebía chicha que se guardaba en una vasija de barro. María no hallaba donde poner los ojos, pero Manuel Sicuri se había vuelto impenetrable. Estaba él también en cuclillas y preguntó al visitante de dónde venía y cuánto hacía que se hallaba en camino y cómo estaban en su casa. Hablaba lentamente. Se refirió a la helada y dijo que el invierno iba a ser muy duro. Demoró mucho en esa charla antes de abordar el asunto; pero al fin lo hizo. —¿Por qué buscan a ese peruano? –preguntó. —Robó una iglesia allá en su tierra –dijo el chasquis robó la corona de la Virgen y el cáliz y el manto de tatica Jesús Nazareno, que tenía oro y piedras finas. Manuel estuvo a punto de venderse. Vio a su mujer mirarle con una fijeza de loca y él mismo sintió que la cabeza le daba vueltas. Tuvo que apoyarse en tierra con una mano. ¡De manera que el cholo Jacinto Muñiz había robado a mamita la Virgen! Pero ya él había dicho que no había pasado por ahí, y decir lo contrario era probablemente buscarse un lío con las autoridades. Con el pretexto de seguir regando las papas en la escarcha, María salió. Manuel pensaba: “Si digo ahora que está aquí van a llevarme preso por esconderlo; si no digo nada, tata Dios va a castigarme, se me morirán las ovejas y las llamas y tal vez ni nazca mi 317
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hijo”. No descubría su emoción, no denunciaba su pensamiento, pues seguía con su rostro hermético, sus ojos brillantes, sus rasgos inmóviles, cerrada la boca que era tan propensa a la risa; pero por dentro estaba sufriendo lo indecible. Entonces sucedió lo que más deseaba en tal momento: el chasquis se levantó y dijo que iba a seguir su camino. Y he aquí que sin saber por qué, aunque sin duda llevado a ello por el miedo, Manuel Sicuri se levantó también y explicó que iba a acompañarle, que iría con él hasta una pequeña comunidad de cuatro chozas que quedaba casi en las faldas de la Cordillera Real, cuyas nevadas cumbres se veían en sucesión hacia el este y el sur. Tendría que caminar tres horas de ida y tres de vuelta. Pero Manuel Sicuri lo haría porque necesitaba saber qué pensaba el chasquis. A lo mejor el chasquis había visto algo, sorprendido una huella, un movimiento sospechoso bajo las pieles de oveja, y se iría sin dar señales de que sabía que el cholo Jacinto Muñiz se hallaba escondido en la casa de Manuel Sicuri. Así, pues, dijo que iría con él; y después de haber caminado unos cinco minutos dejó al chasquis solo y volvió al trote. —Cuando estemos lejos, a mediodía, sacas de ahí al peruano y que se vaya. Dile que ande de prisa y derecho hacia la caída del sol; por ahí no hay casas ni va a encontrar gente. Esto fue lo que habló con su mujer, pero como el chasquis podía estar mirando, quiso despistarlo y entró a su choza. Después explicó que había vuelto a la vivienda para coger coca. Y sin más demora emprendió la marcha por la helada puna en cuya amplitud rodaba sin cesar un viento duro y frío. Así fue como actuó Manuel Sicuri durante esa angustiosa mañana. De manera muy distinta sintió y actuó el cholo peruano Jacinto Muñiz. En el primer momento, cuando supo que llegaba un hombre, el miedo le heló las venas y le impidió hasta pensar. En verdad, sólo se le había ocurrido esconderse, sin que atinara a saber dónde; y cuándo Manuel Sicuri eligió el escondite y le llevó allí, él le dejó hacer sin saber claramente lo que estaba ocurriendo. Las pieles le ahogaban, aunque de todas maneras hubiera sentido que se ahogaba aún estando a campo abierto. El oyó al chasquis llegar y en ese momento su miedo aumentó a extremos indescriptibles; le oyó hablar de él mismo y entonces empezó a olvidar su terror y a poner toda su vida en sus oídos. Cuánto tiempo transcurrió así, sintiéndose presa de un pavor que casi le hacía temblar, era algo que él no podía decir. Pero es el caso que cuando Manuel Sicuri dijo que no había pasado por allí sintió que empezaba a entrar en calor y cinco minutos después estaba sereno, otra vez dueño de sí y dispuesto a acometer y a luchar si alguien pretendía cogerle. La conversación entre Manuel y el chasquis debió durar media hora, y antes de que hubiera transcurrido la mitad de ese tiempo el cholo Jacinto Muñiz se sentía seguro. Muchas palabras se le perdían, puesto que él no hablaba aimará como un indio, sino lo necesario para entenderse con ellos; y mientras los dos hombres hablaban y él seguía a saltos la charla, comenzó a pensar en otra cosa; sería más propio decir que comenzó a sentir otra cosa. De súbito, y tal vez como reacción contra su pavor, Jacinto Muñiz recordó a la mujer de Manuel Sicuri tal como la había visto el día anterior, agachada frente al fuego. Ella le daba la espalda y su posición era tal que la ropa se le subía por detrás hasta mostrar las corvas. Jacinto Muñiz había pensado: “Tiene buenas piernas esa india”, idea que le estuvo rondando todo el día y toda la noche, al extremo de que lo tenía despierto cuando Manuel Sicuri se levantó para abrigar a los niños. Ahí, en su escondite, Jacinto Muñiz veía de nuevo las piernas de la mujer e incontenibles oleadas de calor le subían a la cabeza. Al final ya no tenía más que eso en la mente y en el cuerpo. 318
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Pero Jacinto Muñiz no pensaba atacar a la mujer. En el fondo de sí mismo lo que le preocupaba era huir, salvarse, alejarse de allí tan pronto como pudiera, sobre todo después de saber que ya la mujer y su marido estaban enterados de cuál había sido su crimen. La idea de atacarla le vino más tarde, cuando, a poco de haberse ido Manuel Sicuri con el chasquis, la mujer retiró las pieles que lo cubrían y le dijo que saliera. Ella le explicó que debía irse, y por dónde y a qué hora, y cuando él preguntó por Manuel ella cometió el error de decirle que estaba acompañando al chasquis. Con su repelente ojo de párpado cosido, Jacinto Muñiz miró fijamente a María. María tenía el negro pelo partido al medio y anudado en moño sobre la nuca; era de piel cobriza, tirando a rojo, de delgadas cejas rectas y de ojos oscuros y almendrados, de altos pómulos, de nariz arqueada, dura pero fina, y de gran boca saliente. Era una india aimará como tantas otras, como millares de indias aimarás, bajita y robusta, pero tenía la piel limpia en los brazos y las piernas y era joven; estaba embarazada, ¿pero qué le importaba eso a él, un hombre acosado, un hombre en peligro que estaba huyendo hacía casi un mes? Sintiéndose fuera de sí y a punto de perder la razón, Jacinto Muñiz dijo que sí, que se iría, pero que le diera charqui o quinua o cañahua, algo en fin con qué comer en el camino. María Sisa también tenía miedo, como lo había tenido Jacinto Muñiz y como lo había tenido Manuel Sicuri. Pero además María sentía asco de ese hombre. ¡Por la Virgen de Copacabana, ese bandido había robado una iglesia y estaba en su casa! Lo que ella quería era que se fuera inmediatamente. —No hay charqui y tenemos muy poca quinua y muy poca cañahua –dijo secamente mientras vigilaba los movimientos del cholo. —Dame chuño entonces –pidió él. María quería decirle que no. Tata Dios iba a castigarla si le daba comida a su enemigo. Pero tal vez si le negaba el chuño, que estaba a la vista en el rincón, el hombre diría que no se iba. Llena de repulsión se encaminó al rincón y se agachó para recoger el chuño. Para fatalidad suya los niños estaban afuera, regando papas sobre la escarcha. El ataque fue tan súbito y los hechos se produjeron tan de prisa que María no pudo describirlos más tarde. Cuando se agachaba el hombre se lanzó sobre ella y la agarró fuertemente por los hombros, forzando éstos de tal manera, hacia un lado, que María cayó de espaldas. Como era una mujer joven y fuerte se defendió con las piernas, pero al parecer aquello enfureció al peruano o sin duda lo excitó más. María levantó los brazos y no lo dejaba acercarse. No gritó propiamente, porque en ese momento perdió del todo su miedo y se sintió colérica, pero comenzó a decirle al atacante cosas en voz tan alta que los niños corrieron y uno de ellos, el mayor, agarró al hombre por la ropa. Jacinto Muñiz pegó al niño con un codo y lo lanzó a tierra. Había ocurrido que la vasija con la chicha había sido dejada en el suelo, cerca de la puerta, donde la había puesto Manuel Sicuri después de haberle servido al chasquis; el atacante la vio y la tomó en una mano. María quiso evitar el golpe porque pensó: “Va a matar a mi niñito”. “Mi niñito” era, desde luego, el que llevaba en el vientre. Y ese pensamiento la turbó. No tuvo, pues, serenidad bastante para defenderse, y la vasija golpeó sobre su frente, rompiéndose en innúmeros pedazos. María sintió el deslumbramiento del golpe y algo cálido que le corría a los ojos. Debió perder el conocimiento, puesto que a poco comprendió que el peruano estaba violándola. Pero su indignación y su asco eran tan grandes que ellos le dieron fuerzas, y logró, doblando la quijada del hombre, quitárselo de encima. Entonces se puso en pie de un salto y corrió como despavorida a través 319
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de la puna, volviendo el rostro cada quince segundos para asegurarse de que él no la seguía. El hombre salió a la puerta y comenzó a correr tras ella. Pero sucedió que el llanto de los niños, las voces de María y el ruido de la lucha excitaron a los perros, y ambos se lanzaron tras Jacinto Muñiz. Este se agachó varias veces para coger piedras y tirárselas a los animales. Estaba como loco, y el rojizo párpado levantado se le veía como una brasa en medio de la noche. Comprendió al fin que no podría alcanzar a María Sisa; volvió entonces a la choza, recogió su sombrero, se llenó los bolsillos de chuño, sacó de las vasijas en que se guardaban coca y lejía y salió de nuevo. Desde lejos María le vio salir y le vio irse huyendo por detrás del corral; hacia el oeste, a toda carrera, como espantado por algún enemigo invisible. En el día sin sol, pero sin niebla, su figura se fue alejando, tornándose cada vez más pequeña, mientras la mujer lloraba de miedo y de vergüenza sin atreverse a volver a su choza. Todavía le quedaban a María Sisa –y sin duda también a los niños, si bien tal vez ellos no comprendían lo sucedido a pesar de que veían a María sangrando por la frente– unas cinco horas de angustia antes de que volviera Manuel Sicuri. Pero ocurrió que Manuel retornó antes. Llevaba dos horas de marcha junto al chasquis y estaba ya seguro de que éste no tenía sospechas de que el peruano se encontraba en su casa, cuando le dio al propio chasquis por decir que quizás sería bueno que él volviera a su vivienda. —Tu mujer y los niños están solos, y ese mal hombre puede llegar allá. Estuvo preso en su tierra por una muerte, me dijo el mallcu, y a eso se debe que tenga una cicatriz sobre el ojo. ¿Sí? Manuel Sicuri se quedó mirando al chasquis. Este no era capaz de adivinar lo que estaba pasando en tal momento por la cabeza de Manuel Sicuri. Jacinto Muñiz estaba en su casa y seguramente había oído desde su escondite cuanto ellos hablaron. Tal vez le diera miedo a Jacinto Muñiz y por miedo de que le denunciaran matara a María y a los yokallas. Era un hijo del demonio el hombre que había robado la corona de Mamita ¿Qué no sería capaz de hacer? —Sí –dijo Manuel Sicuri–. Hablas bien, chasquis. Yo me devuelvo. Se devolvió, pero no podía caminar a su paso normal; algo le hacía correr a trote corto, algo que él no quería definir. Podía ser temor a tata Dios; quizá tata Dios iba a ponerse bravo con él por haber dado auxilio al cholo. Podía ser un oscuro sentimiento con respecto a María; no le había gustado el extranjero y se lo había dicho. ¿Qué hacía Jacinto Muñiz despierto a medianoche? Por momentos el indio Manuel Sicuri aumentaba la velocidad de su trote. Iba siguiendo sus propias huellas y las del chasquis, a veces desaparecidas donde había muchas piedras, esas menudas y abundantes piedras del altiplano, y a trechos grabadas en el polvo o en las plantitas rastreras que quedaban aplastadas durante largo tiempo después de haber sido pisadas. El día iba aclarando lentamente, de manera que de vez en cuando él podía ver su sombra, una sombra vaga, y calcular la hora. Era bastante más allá del mediodía. El viento seguía fuerte y frío, pero el trote le producía calor. Poco a poco, a fuerza de atender a la regularidad de su paso, Manuel Sicuri fue dejando de pensar. Pasada la primera hora de marcha alcanzó a ver su casa; se veía como de humo, perdida en el horizonte y muy pequeña. No había nadie cerca; no se distinguían ni las llamas ni las ovejas ni a María. Tal vez nada había sucedido. Mantuvo su paso. Lentamente la choza fue destacándose y creciendo y la puna ampliándose, a la vez que la luz iba aumentando y los nacientes colores de la tierra, muy débiles de por sí, iban cobrando seguridad. Oyó los perros ladrar y después los vio correr hacia él. 320
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Cuando llegó a la puerta iba a reírse contento, pues nada había ocurrido; María estaba en cuclillas, de espaldas, y los niños, silenciosos, se agrupaban en un rincón. Pero entonces María volvió el rostro y Manuel Sicuri vio la herida en su frente. —¿Cómo fue? –preguntó. Su mujer empezó a llorar sin hacer gesto alguno. —¿El peruano, fue el peruano? Ella dijo que sí con la cabeza; después, secándose las lágrimas, se puso a relatar el atropello. Los niños la oían sin moverse de su rincón. Al principio Manuel oyó a María sin decir palabra, pero el aspecto que iba cobrando su rostro denunciaba fácilmente lo que sucedía en su interior. Comenzó como si un golpe lo hubiera atontado, después los ojos se le fueron transformando y cobrando un brillo metálico que nunca antes habían tenido; la boca se le endurecía segundo a segundo. María Sisa contaba y contaba, con sus rutilantes y cortantes palabras aimarás, sin alzar la voz, gesticulando a veces, señalando de pronto el rincón de los chuños donde había sido atacada. Llevaba todavía la palabra cuando Manuel Sicuri vio el hacha, aquella hacha con que su padre había dado muerte al puma; y dejó a María Sisa con la palabra en la boca antes de que se acercara al final del relato. De un salto Manuel Sicuri corrió al rincón y cogió el hacha. —¿Por dónde se fue, por dónde se fue? –preguntaba el indio, con la ansiedad del perro de caza que ha olfateado en el aire la presencia de la pieza. Entonces el mayor de los yokallas, que había estado silencioso, intervino para señalar con su bracito mientras decía que hacia allá, hacia la Cordillera Occidental. Manuel se echó el hacha al hombro y corrió; dio la vuelta a la vivienda, pasó tras el corral, se detuvo un momento para reconocer las huellas y emprendió de nuevo el trote. Ya no perdería las huellas ni durante un minuto. De nada valió que María Sisa corriera tras él y le llamara a voces. Animados como si se tratara de un juego, los perros corrieron también, soltando ladridos, pero no tardaron en regresar. Por la alta planicie, a esa hora iluminada en toda su extensión por el sol del invierno, se perdió Manuel Sicuri tras las huellas de Jacinto Muñiz. A la caída de la tarde alcanzó a ver una figura moviéndose en la lejanía. Pronto iba a oscurecer, pero sin duda que ya estaba subiendo, tras las faldas de la Cordillera, la enorme luna llena, la clara, la casi blanca luna llena invernal. Así, aquel hombre que marchaba penosamente hacia el oeste no se le perdería en las sombras. No tenía hacia dónde ir que él no le viera. No había una casa, no había un árbol, no había una cañada en toda la extensión, ni a derecha ni a izquierda, ni hacia atrás ni hacia adelante; no había repliegue de terreno que pudiera ocultarlo; no había piedras grandes ni colinas y ni siquiera pajonales en la dilatada llanura; no había gente que le diera amparo ni animales entre los que ocultarse. Podía huir si le veía; pero acabaría cansándose, y él, Manuel Sicuri, no se cansaría. Un indio aimará no se cansa hora de hacerse justicia; puede esperar días y días, meses y meses, años y años, y no se apresura, no cambia su naturaleza, no da siquiera señales de su cólera. No descansa y no se cansa. Aquel hombre era el cholo Jacinto Muñiz, aquel hijo del demonio había muerto a otros hombres y había robado a mamita la Virgen y a tatica Dios el Nazareno; aquel salvaje había atropellado a María Sisa, su mujer, que esperaba un niño suyo, un varoncito como él. Nadie podría salvar a Jacinto Muñiz. Y a fin de evitar que mientras la luna subía y aclaraba la llanura el cholo peruano aprovechara la oscuridad para cambiar de dirección, Manuel Sicuri apresuró el paso con el propósito de alcanzarle pronto. 321
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En verdad, Jacinto Muñiz se sentía ya a salvo. Su plan era caminar toda esa noche. No se cansaría, porque llevaba buena provisión de coca para mascar, y la coca le evitaría el cansancio. Aprovecharía la luna y marcharía derecho hacia la cordillera. Allí podría haber casas, tal vez algunas comunidades aimarás, y sin duda habrían enviado a ellas también chasquis anunciando su probable llegada; y ahora tenía encima dos delitos: uno en el Perú, el otro en Bolivia. Fue afortunado, porque María Sisa no había muerto; sin embargo la había atacado y ya debía saberlo su marido y probablemente también el chasquis, si había vuelto con él. De haber casas en las cercanías de la cordillera él las alcanzaría a ver con tiempo, antes del amanecer, puesto que la luna alumbraría toda la noche; en ese caso su plan era torcer rumbo al sur, lo más al sur que pudiera, hasta alcanzar un paso hacia Chile. Jacinto Muñiz ignoraba que para bajar a Chile hubiera debido tomar rumbo sudoeste desde el primer momento, y que aún así no era fácil que lograra salir de Bolivia sin ser apresado. No importaba; tenía coca y chuño, luego, podía resistir mucho todavía. Tan seguro estaba de su soledad que no volvía la vista. Tal vez de haberla vuelto otro hubiera sido su destino. Oscureció del todo y la luna no salía. Durante media hora Manuel Sicuri trotó derecho hacia el poniente. Sabía que esa era la dirección que llevaba el peruano y que no iba a cambiarla; se lo decía su instinto, se lo decía el corazón. Arreció el frío; comenzó a arreciar en el momento mismo en que el sol desapareció tras la mole de las montañas, y Manuel Sicuri se dijo que esa noche habría helada otra vez. El frío le quemaba las desnudas piernas, pero él apenas lo sentía; estaba acostumbrado y, además, esa noche no le afectaría nada. Mientras trotaba volvía la mirada hacia la Cordillera Real, que le quedaba a la espalda; sabía que la luna no tardaría en iluminar sus altos picos. Poco a poco la luna fue mostrando su radiante y dulce faz; fue elevándose como una gran ave de luz, apagando en sus cercanías las rutilantes estrellas que habían comenzado a aparecer. En diez minutos más la enorme llanura, la fría, la solitaria puna estaba llena de luz de un confín a otro. Con gran sorpresa, Manuel Sicuri notó que había acortado la mitad, por lo menos, de la distancia entre él y Jacinto Muñiz. Un indio del altiplano como él podía distinguir al otro claramente, con su traje negro destacándose sobre el fondo de la puna. Entonces aquel apresuró su trote, exigió de sus duras piernas mayor velocidad. De rato en rato iba pasándose el hacha del hombro derecho al izquierdo o del izquierdo al derecho. En el mango y en el hierro del hacha destellaba la luna. Manuel Sicuri no habría podido calcular la distancia en términos nuestros, porque no los conocía, pero a eso de las siete y media entre él y el peruano no había dos kilómetros de distancia. La solitaria cacería se aproximaba, pues, a su fin. Él lo sentía; él veía ya el final, y sin embargo su corazón no se apresuraba. Iba natural y resueltamente a convertir su resolución en hechos, y eso no le excitaba porque él sabía que así debía suceder y así tenía que suceder. Pero cuando la distancia se acortó más aún –lo cual era posible porque Jacinto Muñiz iba a paso normal mientras Manuel Sicuri corría al trote– el prófugo oyó las pisadas de se perseguidor; o quizá no las oyó sino que intuyó el peligro. El caso es que se detuvo y miró hacia atrás. Por el momento no debió ver nada, porque estuvo quieto, sin duda recorriendo con la vista la llanura durante algunos minutos. Pero al de un rato algo columbró; una mancha, de la cual salían brillos, marchaba hacia él. ¿Qué era? ¿Se trataba de alguna llama que pastaba a esa hora en la puna? Él no era práctico, no conocía la vida del altiplano. Podía ser una llama o un hombre; podía ser incluso un animal feroz, un perro perdido o un puma. Lo que se movía avanzaba rápidamente y él lo veía sin distinguirlo. Sintió miedo. 322
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—¿Quién es? –gritó en castellano; y al rato preguntó a voces en aimará quién era. Pero no le contestó nadie. Su voz se perdió, desolada, trágicamente sola, en aquel desierto enorme. La hermosa luz lunar hacía más patética esa voz angustiada. —¿Quién es, quién es? –gritó de nuevo. Manuel Sicuri avanzaba, avanzaba sin tregua. El monstruo estaba allí, parado, sin moverse; estaba esperando. Tatica Dios lo tenía esperando, clavado a la tierra. Nadie salvaría a ese animal que había robado a la Virgen y que había atropellado a María Sisa, a su mujer María Sisa, que iba a tener un niñito suyo. Ya estaba a quinientos metros, tal vez a menos. Y Manuel Sicuri, que se sentía seguro de que la presa no se le iría, gritó entonces, sin dejar de correr: —¡Soy yo, Manuel Sicuri, asesino: soy yo que vengo a matarte! Claro, a esa distancia no era posible ver el rostro de Jacinto Muñiz, pero Manuel Sicuri podía adivinar cómo se había descompuesto; pues para que sufriera le había dicho él quién era, para que padeciera sabiendo que le había llegado su hora. Jacinto Muñiz quedó confundido. Pensó que lo que llevaba el indio sobre el hombro era un fusil, y en ese caso, ¿de qué le valía echar a correr? Pero vio que el indio seguía en su trote; distinguía ya su figura, un ente casi fantasmal, azul gracias a la luz de la luna, azul y negro; un ser terrible, una especie de demonio seguro de sí, cuyas piernas brillaban; algo indescriptible y sin embargo espantoso, de marcha igual, inexorable, mortal. —¡No, no me mates, hermano; hermanito, no me mates! Jacinto Muñiz dijo esto en español, y a seguidas se tiró de rodillas, las manos juntas, temblando, empavorecido. Toda esa noche era pavorosa, toda aquella inmensidad solitaria aterrorizaba, toda la dulce luz de la luna era un espanto. Él mismo oyó su voz como saliendo de otra parte. —¡No me mates, hermanito! ¡Te doy la corona, hermanito; toma la corona! Así, de rodillas como estaba, y con Manuel Sicuri ya a veinte metros de distancia, metió la mano en el pecho y sacó de él algo brillante, rutilante. Era la corona de la Virgen, la que había robado. La joya destelló, y cuando Jacinto Muñiz la lanzó fue como un pedazo de luna cayendo, rodando, saltando por la puna. Pero Manuel Sicuri no se detuvo a cogerla. Entonces el peruano se puso de pie y echó a correr. Trazando círculos, unas veces hacia el norte y otras hacia el este, yendo ya al sur, ya de nuevo al poniente, ahogándose, loco de terror, Jacinto Muñiz huía. Pero he aquí que a medida que huía aumentaba su pavor; su propia sombra moviéndose ante él cuando se dirigía al oeste, le llenaba de espanto. El helado viento zumbándole en los oídos contribuía a su miedo. Por encima de ese zumbido oía claramente las regulares y veloces pisadas de Manuel Sicuri, cuyo tremendo silencio era el de una fiera. —¡Hermanito, no me mates! –clamaba él, volviendo el rostro sin dejar de correr, más aterrorizado al percatarse de que el indio no llevaba un fusil, sino una hacha. Pero Manuel Sicuri no contestaba, no decía nada; sólo le seguía, le seguía infatigablemente, convertido por las sombras y la luz de luna en un fantasma tenebroso. Jacinto Muñiz tropezó con algunos pedruscos, resbaló y se cayó. Manuel Sicuri se acercó a diez pasos, tal vez a ocho. Jacinto Muñiz logró incorporarse, y se lanzó hacia el sur, derecho hacia el sur. Él delante y Manuel Sicuri atrás, corrieron en línea recta diez minutos, quince minutos, veinte minutos; y cada vez el indio estaba más cerca, cada vez sus pisadas eran más fuertes. La gran llanura esplendía cargada de luz y de silencio. Manuel Sicuri no tenía por qué preocuparse; esto es, no se sentía preocupado. Era una actitud muy aimará la suya, 323
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aunque no sea fácil de comprender. El indio Manuel Sicuri iba a hacer justicia; estaba seguro de que no tardaría en hacerla. No había, pues, razón para que se excitara. Ese hombre que corría no podría salvarse; huiría cuanto quisiera, tal vez horas y horas, pero ellos dos estaban solos en la solitaria puna, y él, Manuel Sicuri, no se cansaría, no tropezaría con los khulas de la pampa, no caería; y poco a poco iba acercándose al monstruo; pie a pie, pulgada a pulgada, iba llegando a su meta. Jacinto Muñiz podía seguir huyendo. Eso no encolerizaba a Manuel Sicuri. Lo único que tenía él que hacer era mantener su paso, su trote seguro y constante, y no perder de vista al cholo. El cholo volvió a tropezar y cayó de nuevo. Eso le ocurría porque volvía la cara para ver a su perseguidor; le sucedía porque había sido perverso y tenía miedo. Manuel Sicuri se le acercó a tres pasos. De no haber sido él un indio aimará, dueño de sí mismo, le hubiera tirado el hacha y tal vez le hubiera herido. Pero podía también no herirle y entonces el otro ganaría tiempo mientras él volvía a recoger el arma. No; no había por qué adelantarse. Jacinto Muñiz caería en sus manos. Todavía podía esperar; es más, podía esperar toda esa noche y todo el día siguiente y toda una semana, y un mes y un año y una vida; lo que no podía hacer era actuar sin tino y perder su oportunidad. Pero el minuto fatal se acercaba de prisa. Jacinto Muñiz empezaba a sentir que se ahogaba, que perdía fuerzas. ¿Cuánto tiempo llevaba huyendo a locas por el iluminado altiplano? No lo sabía, y sin embargo a él le parecía una eternidad. Por momentos perdía la vista y toda aquella llanura le resultaba pequeña. Siguiendo círculos, dando vueltas, doblando de improviso, volvía a pasar por donde ya había pasado. Alcanzó a ver algo brillante ante sí y reconoció la corona. Pensó agacharse para cogerla, pero si se agachaba el indio iba a alcanzarle. Gritó entonces: —¡La corona, mira la corona; te regalo la corona! Y la señalaba con la mano, en un afán ridículo por distraer a Manuel Sicuri. Manuel Sicuri sí la vio; podía hacer eso, podía distinguir la corona y seguir su carrera con los ojos puestos en ella sin importarle si era una joya o no, propiamente sin pensar en ella. Porque Manuel Sicuri no pensaba en nada, ni siquiera en María; ya había pensado cuando cogió el hacha al salir de su casa. Lo que tenía que hacer ahora no era pensar, sino actuar. De manera inapreciable la luna había ido ascendiendo por un cielo brillante que el aire frío iba limpiando. Subía y subía mientras abajo los dos hombres corrían. Al fin, a eso de las diez, Manuel Sicuri se hallaba a un paso de Jacinto Muñiz. Pero ni aún en tal momento pensó estirar los brazos y usar su hacha. Todavía no. Era necesario estar seguro, golpear firme. Pero como el momento de actuar se acercaba se quitó el hacha del hombro y la sujetó por el hierro con la mano izquierda y por el cabo con la derecha. Jacinto Muñiz volvió una vez más la cabeza, y en ese instante comprendió que no había salvación para él. Entonces retornó a ser, de súbito, el hombre audaz y duro que había causado muertes y robado una iglesia. Lo pensó con toda rapidez, o quizá ni llegó a pensarlo porque lo llevaba en la sangre; se dijo: “Sólo luchar puede salvarme”. Y de golpe paró en seco y dio media vuelta. Pero Manuel Sicuri había pensado que eso podía suceder, o tal vez, como Jacinto Muñiz, no lo había pensado si no que lo llevaba por dentro. Es el caso que cuando el otro se detuvo él saltó de lado, con un brinco dado a dos pies, rápido como el de un bailarín. A tiempo que daba ese brinco blandió el hacha, la revolvió por debajo y la alzó. En tal momento Jacinto Muñiz se lanzó sobre él, y a la luz de la luna Manuel Sicuri vio algo que brillaba en su mano. 324
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Como un relámpago le cruzó por la cabeza la idea de que se trataba de un cuchillo, y como un relámpago también saltó hacia atrás y dejó caer el hacha. El golpe fue seco, en el hueso del antebrazo, y Jacinto Muñiz cayó sobre su costado derecho, aunque no del todo sino doblado, casi de rodillas. A seguidas el peruano avanzó a gatas y con la mano izquierda se agarró al pie derecho de Manuel Sicuri; se sujetó allí con la fuerza de un animal salvaje. Manuel Sicuri temió que iba a caerse, y para librarse de ese peligro volvió a blandir el hacha y la dejó caer en el brazo izquierdo del cholo. Lo hizo con tal fuerza que oyó el chasquido del hueso. —¡Asesino! –gritó Jacinto Muñiz levantando la cabeza. Manuel Sicuri le vio esforzarse por ponerse de pie, apoyándose en los codos. Estaba ahí pegado a él, con los brazos inutilizados, y todavía su siniestro ojo resplandecía y en todo su rostro, iluminado por la luna, podían apreciarse el odio y la maldad. Entonces Manuel Sicuri levantó de nuevo el hacha y golpeó. Esta vez lo hizo más seguro de sí; golpeó en el cuello, cerca de la cabeza, inclinando el hacha con el propósito de que por lo menos una punta penetrara algo en el pescuezo del cholo. La cabeza de Jacinto Muñiz se dobló como la de un muñeco y golpeó la tierra. Manuel Sicuri se retiró un poco y se puso a oír la sonora respiración del herido, los débiles gemidos con que iba saliendo poco a poco de la vida, el barbotar de la sangre en su lento fluir. Tres o cuatro veces el cuerpo de aquel hombre se agitó de arriba abajo; al fin extendió los brazos y se quedó quieto, levemente sacudido por los estertores de la muerte. Al cabo de un cuarto de hora, cuando comprendió que no había peligro de que Jacinto se levantara a luchar de nuevo, Manuel Sicuri se sentó cerca de su cabeza y se puso a oír la cada vez más apagada respiración del moribundo. Puesto que iba a morir ya, Manuel Sicuri no volvería a golpearle, pero no se movería de allí mientras no estuviera seguro de que había expirado. La gran puna se dilataba bajo la luna y el viento frío sacudía la ropa del caído. Pero Manuel Sicuri no se movía; no se movería sino cuando supiera a ciencia cierta que su justicia estaba hecha. Casi a medianoche el ruido de respiración cesó del todo, el cuerpo se movió ligeramente y sus piernas temblaron. Manuel Sicuri puso su mano sobre la parte del rostro de Jacinto Muñiz que daba arriba y advirtió que ese rostro estaba frío como la escarcha. Entonces, a un mismo tiempo, Manuel comenzó a preparar su acullico de coca y ceniza y a pensar en María. En toda esa noche no había pensado en ella. Manuel Sicuri esperó todavía cosa de un cuarto de hora más, al cabo del cual, convencido de que el cholo Jacinto Muñiz jamás volvería a la vida, se levantó, se puso su hacha en el hombro y salió en busca de la corona. “Hay que devolvérsela a Mamita”, pensó. Y con la luna ya casi a medio cielo, el indio emprendió el retorno. Su mal estuvo en que no trotó a la vuelta, porque pensaba que llegaría a su casa a la salida del sol. Cuando fue a cruzar la puerta ya eran las siete y más, y allí estaba acuclillado, tomando pito, el chasquis del día anterior. El chasquis había caminado de noche para aprovechar la luna y arribó a la casa de Manuel Sicuri antes que él. El chasquis vio el hacha ensangrentada y Manuel Sicuri sabía que a un indio aimará de cuarenta años se le podía engañar una vez, pero no dos. Tuvo que contarlo todo, pues; y al terminar sacó del seno la corona. —Hay que llevársela a Mamita –dijo–. Quiero llevársela yo mismo, yo y María. Pero no pudo llevársela, porque así como él no podía engañar al chasquis, el chasquis no podía engañar a su mallcu ni su mallcu a los carabineros ni éstos al juez. El juez, a causa de que la ley lo ordenaba, dijo que Manuel Sicuri debía ir a la cárcel. 325
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En la cárcel de La Paz, un día, Manuel contaba a sus compañeros cómo su padre había muerto un puma a hachazos. Él mismo hacía el papel de puma, y después el de su padre, y los indios presos reían a carcajadas. Viéndoles reír, Manuel Sicuri se puso de pronto serio. Ocurrió que en su cabeza estalló una pregunta, como de una tormenta estalla un rayo; una pregunta para la cual él no hallaba respuesta. Pues sucedía que su padre había muerto un puma a hachazos y nadie le había dicho nada y todo el mundo halló muy bien que lo hubiera hecho y no lo separaron a causa de ello de su yokalla, de él, Manuel Sicuri, que entonces estaba recién nacido. Con la misma hacha él había dado muerte a una fiera peor que aquel puma, y he aquí que el juez lo había hallado mal y lo había separado de su yokalla, tan pequeñito y tan desvalido. ¿Por qué, tatica Dios, sucedían cosas así? Pero Manuel Sicuri no hizo la pregunta en voz alta. Se había quedado súbitamente mudo; se encaminó a una ventana, se sentó allí, junto a las rejas, extrajo de su bolsillo coca y lejía y se puso a preparar su acullico. Sobre los techos de La Paz comenzaba a caer en tal momento una lluvia fina.
Cuento de Navidad CAPÍTULO UNO
MÁS ARRIBA del cielo que ven los hombres había otro cielo; su piso era de nubes, y después, por encima y por los lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía en lo infinito. Allí vivía el Señor Dios. El Señor Dios debía estar disgustado, porque se paseaba de un extremo al otro extremo del cielo. Cada zancada suya era como de cincuenta millas, y a sus pisadas temblaba el gran piso de nubes y se oían ruidos como truenos. Él Señor Dios llevaba las manos a la espalda; unas veces doblaba la cabeza y otras la erguía, y su gran cabeza parecía un sol deslumbrante. Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios. Era que las cosas no iban como Él había pensado. Bajo sus pies tenía la Tierra, uno de los más pequeños de todos los mundos que Él había creado; y en la Tierra los hombres se comportaban de manera absurda; guerreaban, se mataban entre sí, se robaban, incendiaban ciudades; los que tenían poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y poderosos, formaban ejércitos y solían atacarlos. Unos se declaraban reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban las tierras y los ganados ajenos; apresaban a sus enemigos y los vendían como bestias. Las guerras, las invasiones, los incendios y los crímenes comenzaban sin que nadie supiera cómo ni debido a qué causa, y todos los que iniciaban esas atrocidades decían que el Señor Dios les mandaba hacerlas; y sucedía que las víctimas de tantas desgracias le pedían ayuda a Él, que nada tenía que ver con esas locuras. El Señor Dios se quedaba asombrado. El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa; y especialmente había hecho la Tierra y la había poblado de hombres para que éstos vivieran en paz, como si fueran hermanos, disfrutando entre todos de las riquezas y las hermosuras que Él había puesto en las montañas y en los valles, en los ríos y en los bosques. El Señor Dios había dispuesto que todos trabajaran, a fin de que ocuparan su tiempo en algo útil y a fin de que cada quien tuviera lo necesario para vivir; y con la claridad del Sol hizo el día para que se vieran entre sí y vieran sus animales y sus sembrados y sus casas, y vieran a sus hijos y a sus padres y 326
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comprendieran que los otros tenían también sembrados y animales y casas, hijos y padres a quienes querer y cuidar. Pero los hombres no se atuvieron a los deseos del Señor Dios; nadie se conformaba con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras, las bestias, las casas, los vestidos, y hasta los hijos y los padres para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor Dios había hecho la noche con las tinieblas y su idea era que los hombres usaran el tiempo de la oscuridad para dormir. Pero ellos usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos a otros, para matarse y robarse, para llevarse los animales e incendiar las viviendas de sus enemigos y destruir sus siembras. Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de las estrellas y la que despedía de sí el propio Señor Dios, se hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando las tinieblas de la Tierra, y el Señor Dios creó la Luna. La Luna iluminó entonces toda la inmensidad. Su dulce luz verde amarilla llenaba de claridad los espacios, y el Señor Dios podía ver lo que hacían los hombres cuando se ponía el Sol. Con sus manos gigantescas, Él hacía un agujero en las nubes, se acostaba de pechos en el gran piso gris, veía hacia abajo y distinguía nítidamente a los grupos que iban en son de guerra y de pillaje. El Señor Dios se cansó de tanta maldad, acabó disgustándose y un buen día dijo: —Ya no es posible sufrir a los hombres. Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas de los cielos que cayeran en la Tierra y ahogaran a todo bicho viviente, con la excepción de un anciano llamado Noé, que no tomaba parte en los robos, ni en los crímenes ni en los incendios y que predicaba la paz en vez de la guerra. Además de Noé, el Señor Dios pensó que debían salvarse su mujer, sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los animales que el viejo Noé y su familia metieran dentro de un arca de madera que debía flotar sobre las aguas. Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás. Los hijos de Noé tuvieron hijos, y los nietos a su vez tuvieron hijos, y después los bisnietos y los tataranietos. Terminado el diluvio, cuando estuvo seguro que Noé y los suyos se hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir. Siempre había sido Él dormilón, y un sueño del Señor Dios duraba fácilmente varios siglos. Se echaba entre las nubes, se acomodaba un poco, ponía su gran cabeza sobre un brazo y comenzaba a roncar. En la Tierra se oían sus ronquidos y los hombres creían que eran truenos. El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz del diluvio fue largo, más largo quizá de lo que Él mismo había pensado tomarlo. Cuando despertó y miró hacia la Tierra quedó sorprendido. Aquel pequeño globo que rodaba por los espacios estaba otra vez lleno de gente, de enorme cantidad de gente, unos que vivían en grandes ciudades, otros en pequeñas aldeas, muchos en chozas perdidas por los bosques y los desiertos. Y lo mismo que antes, se mataban entre sí, se robaban, se hacían la guerra. Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado; por eso iba de un sitio a otro, dando zancadas de cincuenta millas. El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué cosa debía hacer para que los hombres aprendieran a quererse entre sí, a vivir en paz. El diluvio había probado que era inútil castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no quería acabar otra vez con ellos; al fin y al cabo eran sus hijos, Él los había creado, y no iba Él a exterminarlos porque se portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propósitos, tal vez la culpa no era de ellos, sino del propio Señor Dios, que nunca se los había explicado. —Tengo que buscar un maestro que les enseñe a conducirse –dijo el Señor Dios para sí. Y como el Señor Dios no pierde su tiempo, ni comete la tontería de mantenerse colérico sin buscarles solución a los problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo y se puso 327
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a pensar. Pues ni aún Él mismo, que lo creó todo de la nada, hace algo sin antes pensar en el asunto. Una vez había habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el Señor Dios quiso salvar del diluvio para que su descendencia aprendiera a vivir en paz, y resultó que esos descendientes del buen viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes del tremendo castigo. Había sido mala idea la de esperar que la gente cambiara por miedo o gracias al ejemplo de Noé; por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo castigos ejemplares ni buscando entre los habitantes de la Tierra alguien a quien confiarle la regeneración del género humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse cargo de ese trabajo? El Señor Dios pensó un rato, un rato que podía ser un día, un año o un siglo, pues para Él el tiempo no tiene valor porque Él mismo es el tiempo, lo cual explica que no tenga principio ni fin. Pensó, y de pronto halló la solución: —El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío. ¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil de decir pero muy difícil de lograr. ¿Pues qué mujer podía ser la madre del Hijo de Dios? Sólo una Señora Diosa como Él; y resulta que no la había ni podía haberla. Él era solo, el gran solitario; y sin duda si hubiera estado casado nunca habría podido hacer los mundos, y todo lo que hay en ellos, en la forma que los hizo, porque la mujer del Señor Dios, cualquiera que hubiera sido –aun la más dulce e inteligente– habría intervenido alguna que otra vez en su trabajo, y debido a su intervención las cosas habrían sido distintas; por ejemplo, la mujer hubiera dicho: “¿Pero por qué le pones esa trompa tan fea al pobrecito elefante, cuando le quedaría mejor un ramo de flores?” O quizá habría opinado que la jirafa fuera de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas. Ocurrió siempre que cualquier mujer convence a su marido de que haga algo en esta forma y no en aquella; y así es y tiene que ser porque ella es la compañera que sufre con el marido sus horas malas, y el marido no puede ignorar su derecho a opinar y a intervenir en cuanto él haga. Pero el Señor Dios era solitario, y tal vez por eso puso mayor atención en los animales machos que en las hembras, razón por la cual el león resultó más fuerte que la leona, el gallo más inquieto y con más color que la gallina, el palomo más grande y ruidoso que la paloma. Y la verdad es que como Él no tenía necesidades como la gente, ni sentía la falta de alguien con quien cambiar ideas, no se dio cuenta de que debía casarse. No se casó, y sólo en aquel momento, cuando comprendió que debía tener un hijo, pensó en su eterna soltería. —Caramba, debería casarme –dijo. Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién podía contraer matrimonio? Además, aunque hubiese con quien, Él estaba hecho a sus manías, que no iba a dejar fácilmente; entre otras debilidades le gustaba dormir de un tirón montones de siglos, y a las mujeres no les agradan los maridos dormilones. La situación era seria y había que hallarle una solución. Eso que sucedía en la Tierra no podía seguir así. El Señor Dios necesitaba un hijo que predicara en este mundo de locos la ley del amor, la del perdón, la de la paz. —¡Ya está! –dijo el Señor Dios; pero lo dijo con tal alegría, tan vivamente, que su vozarrón estalló y llenó los espacios, haciendo temblar las estrellas distantes y llenando de miedo a los hombres en la Tierra. Hubo miedo porque los hombres, que van a la guerra como a una fiesta, son, sin embargo, temerosos de lo que no comprenden ni conocen. Y la alegría del Señor Dios fue fulgurante y produjo un resplandor que iluminó los cielos, a la vez que su tremenda voz recorrió los espacios y los puso a ondular. El Señor Dios se había puesto tan contento porque de pronto 328
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comprendió que el maestro de ese hatajo de idiotas que andaban matándose en un mundo lleno de riquezas y de hermosuras tenía que ser en apariencia igual a ellos, es decir, un hombre, y que por tanto la madre de ese maestro debía ser una mujer. Así fue como el Señor Dios decidió que Su Hijo nacería como los hijos de todos los hombres; nacería en la Tierra y su madre sería una mujer. Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger a la que debía llevar a Su Hijo en el vientre. Durante largo rato miró hacia la Tierra; observó las grandes ciudades, una que se llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría, otra Jerusalén, y muchas más que eran pequeñas. Su mirada, que todo lo ve, penetró por los techos de los palacios y recorrió las chozas de los pobres. Vio infinito número de mujeres; mujeres de gran belleza y ricamente ataviadas, o humildes en el vestir; emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios, compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de labriegos y esclavas. Ninguna le agradó. Pues lo que el Señor Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que jamás se hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer tan llena de bondad y de dulzura que Su Hijo pudiera crecer viendo la belleza y la ternura reflejada en los ojos de la madre. El Señor Dios no hallaba mujer así; y de no hallarla toda la humanidad estaría perdida, nadie podría salvar a los hombres. De una mujer dependía entonces el género humano; y sucede que de la mujer depende siempre, porque la mujer está llamada a ser madre, la madre buena da hijos buenos, y son los buenos los que hermosean la vida y la hacen llevadera. Iba el Señor Dios cansándose de su posición, ya que estaba tendido de pechos mirando por el agujero que había abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que llevaba a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arreaba un asno cargado de botijos de agua. Era muy joven y acababa de casarse con un carpintero llamado José. Su voz era dulce y sus movimientos armoniosos. Llevaba sobre la cabeza un paño morado y vestía de azul. El Señor Dios tenía la costumbre de regañar consigo mismo, de manera que en ese momento dijo: —Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando mujeres en las grandes ciudades y en los palacios, si yo sabía que María estaba en Nazaret? Ocurre que el Señor Dios prefería admitir que era tonto antes que aceptar que de tarde en tarde su memoria le fallaba. Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que Él había nacido viejo porque desde el primer momento de su vida había sido como era entonces, y desde ese primer momento lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad de la vida, es decir, la de dar la vida, la de poblar los espacios de mundos y los mundos de seres, de plantas y de piedras, de montañas y de mares y de ríos. Con tantas preocupaciones encima, ¿a quién ha de extrañarle que se olvidara de la existencia de María? La había olvidado, y esa era la verdad aunque Él no quisiera admitirlo. Pero he aquí que acertó a verla y de inmediato la reconoció; en el instante supo que ella debía ser la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo el Señor Dios en ese momento. Los hombres seguían en sus trifulcas, sus guerras y sus rapiñas, y desde allá arriba el Señor Dios oía sus gritos, el tropel de sus caballerías atacándose unas a otras; veía a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes fiestas, a los mercaderes discutiendo a voces y a los sacerdotes de las más variadas religiones dirigiendo los cultos, a los navíos cruzando los mares y a los pastores peleando a pedradas con los leones de los desiertos para defender sus ovejas. Y pensaba Él: “Pronto esos locos van a oír la voz de Mi Hijo”. Para el Señor Dios decir “pronto” era como para nosotros decir “dentro de un momento”, sólo que el tiempo es para Él muy distinto de lo que es para nosotros. Todavía Su Hijo 329
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tenía que nacer, crecer y llegar a hombre. Pero si el Señor Dios había sufrido miles de años las locuras del género humano, ¿qué le importaba esperar unos años más? Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un siglo, lo mejor es empezar a hacerlo ahora mismo; y así es como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, Él no tiene la mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas en sueño. Las mejores ideas son malas si no se convierten en hechos, y el Señor Dios sabía que es preferible equivocarse haciendo algo a quedarse sin hacer nada por miedo a cometer errores. De manera que Él no debía perder tiempo, como no lo había perdido jamás cuando tenía algún quehacer por delante. Y ahora tenía uno muy importante: el de dar un hijo suyo a los hombres para que éstos oyeran por la boca de ese hijo la palabra de Dios. Sucedía que María estaba casada desde hacía poco. Por otra parte, aunque se hallara soltera, el Señor Dios no podía bajar a la Tierra para casarse con ella. Él no era un hombre sino un ser de luz, que ni había nacido como nosotros ni moriría jamás, a pesar de lo cual vivía y sentía y sufría. Era, como si dijéramos, una idea viva. Lo que Su Hijo traería a la vida no sería su rostro; no serían sus ojos ni su nariz, sino parte de su luz, de su propio ser, de su esencia. Pero para que la gente lo viera y lo oyera debería tener figura humana, y para tener figura humana debía nacer de una mujer. Visto todo eso, no hacía falta que Él se casara con María; sólo era necesario que el hijo de María tuviera el espíritu del Señor Dios. Y eso había que hacerlo inmediatamente. De vez en cuando el Señor Dios tiene buen humor; le gusta hacer travesuras allá arriba. Esa vez hizo una. Él pudo haber soplado sobre sus manos y decir: —Soplo, hazte un pajarillo y ve donde está María, la mujer del carpintero José, en la aldea de Nazaret, y dile que va a tener un hijo mío. Pero sucede que ese día Él estaba de buen humor; y sucede además que Él conocía el corazón humano y sabía que nadie iba a creer a un pajarillo. Por eso se arrancó un pelo de su gran barba, se lo puso en la palma de la mano y dijo: —Tú vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto, que no estoy por perder tiempo! Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blanco pelo se transformó; creció, le salieron alas, se le formó una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al abrir los azules ojos el Arcángel se llevó el gran susto. —Buenos días, Señor… –empezó a decir, temblando de arriba abajo. —Señor Dios es mi nombre, joven –aclaró el Señor Dios–, y para lo sucesivo sepa que soy su jefe, de manera que vaya acostumbrándose a obedecerme. —Sí, Señor Dios; se hará como Usted manda. —Empezando por el principio, como en todas las cosas, aprenda buenos modales, salude con cortesía a sus mayores y tenga buena voluntad para cumplir mis órdenes. Atienda bien, porque ustedes los ángeles andan siempre distraídos y olvidan pronto lo que se les dice. No ponga esa cara seria. Es muy importante saber sonreír, sobre todo, en su caso, pues usted va a tener una función bastante delicada, como si dijéramos, una misión diplomática. —No sé qué es eso, Señor Dios; pero en vista de que Usted lo dice, debe ser así. —Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo que vas a ser un arcángel bastante bueno. Ahora, fíjate en esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala bien; es la Tierra, y allá vas a ir sin perder tiempo. 330
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El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un tropel de mundos que pasaba a gran velocidad, y como él acababa de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo atinado cuando señaló a uno de esos mundos mientras preguntaba: —¿Es aquella de color rojizo que va allá? Eso no le gustó al Señor Dios, pues Él nunca había tenido paciencia para enseñar. De haberla tenido no habría pensado en un hijo para que sirviera de maestro a los hombres. —Jovenzuelo –dijo, haga el favor de poner atención cuando se le habla, y no tendrá que oír las cosas dos veces. Le he señalado la otra bola, la que está a la izquierda. El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había tenido tiempo de formarse carácter. Le confundió sobremanera que el Señor Dios le tratara unas veces de “tú” y otras de “usted”, y se puso a temblar de miedo. —¡Eso sí que no –tronó el Señor Dios–. Estás lleno de miedo, y nadie que lo tenga puede hacer obra de importancia. Tampoco hay que tener más valor de la cuenta, como les ocurre a algunos de esos locos que pueblan la Tierra y creen que el valor les ha sido concedido para hacer el mal y abusar de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la serenidad y la confianza en sí mismo son indispensables para vivir conmigo; no quiero ni a los tímidos, porque todo lo echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que van por ahí causando averías, sino a los que son serenos, porque la serenidad es un aspecto de la bondad, y la bondad es una parte de mí mismo. ¿Entiendes? El Arcángel dijo que sí, pero la verdad es que no entendió palabra; se sentía confundo sorprendido de lo que le estaba ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo de barba. Sólo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos y a oír el vozarrón del Señor Dios. —Bueno –prosiguió el Señor Dios–, pues si entendiste ya sabes que ésa que te señalo es la Tierra. Vas a irte allá sin perder tiempo; te dirigirás a una aldea llamada Nazaret, que está cerca de un lago al cual los hombres llaman de Genezaret. Aprende bien el nombre para que no cometas errores. En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada María. Hace un momento la vi llevando agua a su casa y tal vez no haya llegado todavía; vestía de azul claro, llevaba un paño morado sobre la cabeza y arreaba un asno cargado de botijos de agua. Te doy todos esos detalles para que no te confundas. Podrás conocerla además por la voz, pues su voz es melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al llegar tú ya ella se ha metido en su choza, pregunta a cualquiera que veas por María, la mujer del carpintero José; es seguro que te dirán donde vive, porque la gente de la Tierra es curiosa y amiga de novedades, razón por la cual te ayudarán para después pasarse un mes charlando sobre tu visita a la joven señora. ¿Me vas entendiendo? —Sí, Señor Dios. —Entonces queda poco que decirte. Al llegar allá te dirigirás a María, con mucha urbanidad, y le dices que Yo he dispuesto tener un hijo y que ella será la madre; que se prepare, por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es todo. Vete en el acto, que tengo un poco de sueño y antes de dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada. San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar: —¿Y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué nombre habrá de ponerle, qué oficio tendrá? —Le dirás que será como todos los hijos de hombres y mujeres y que sólo ha de distinguirse de los demás por la grandeza y la luminosidad de su espíritu; que será humilde, bondadoso y puro; que le llame Jesús y que su oficio será mostrar a la humanidad el camino del amor 331
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y del perdón. Le dirás también que está llamado a sufrir para que los demás puedan medir el dolor que hay en la Tierra comparándolo con el que Él padecerá y porque sólo sufriendo mucho enseñará a perdonar también mucho. El Arcángel no esperó más. Sentía que las palabras del Señor Dios henchían su alma, la llenaban con fuerza musical, con algo cálido y hermoso. Se le olvidó despedirse, cosa que el Señor Dios no le tomó en cuenta, porque pensó que no podía aprenderlo todo de golpe. Un instante después, San Gabriel veía la Tierra tan cerca que casi podía tocarla. CAPÍTULO II
Viendo las ciudades de la Tierra, los ricos palacios en lo alto de las colinas y a orillas de los mares; admirando el esplendor con que vivían los reyes y sus favoritos, los grandes mercaderes y los jefes de tropas, San Gabriel se preguntó por qué el Señor Dios había resuelto tener un hijo con una mujer pobre, que moraba en choza de barro y arreaba asnos cargados de agua por caminos polvorientos. ¿No era el Señor Dios el verdadero rey de los mundos, el dueño del universo, el padre de todo lo creado? ¿No debía ser Su Hijo, pues, otro rey? Si tenía que nacer de mujer, ¿por qué Él no había escogido para madre suya a una reina, a la hija de un emperador, a la heredera de un príncipe poderoso? A juicio de San Gabriel el Hijo de Dios debía nacer en lecho adornado con cortinas de terciopelo y seda, entre oro y perlas, rodeado por grandes dignatarios y damas deslumbrantes, y a su alrededor debía haber un ejército de esclavos listos a servirle; así, todos los pueblos le rendirían homenaje y veneración desde su nacimiento, y los grandes y los pequeños le obedecerían porque estaban acostumbrados de hacía muchos siglos a respetar y honrar a quienes nacían en cunas de reyes. ¿Había dicho el señor Dios que Su Hijo estaba llamado a mostrar al género humano el camino de la paz, del amor y del perdón, o había él oído mal? De ser así, ¿no le sería más fácil imponer la paz si nacía hijo de rey y por lo mismo obedecido por millares de soldados que harían lo que Él les ordenara? El Arcángel San Gabriel se detuvo un momento a meditar. Pensó que tal vez él estaba equivocado; a lo mejor se había confundido y el Señor Dios no le había hablado de choza ni de mujer pobre ni de asno ni de botijos de agua. Volvería allá arriba a preguntarle al Señor Dios, y hasta de ser posible discutiría con Él el asunto. Pero el hermoso ángel ignoraba que el Señor Dios estaba mirándole; e ignoraba también que el Señor Dios sabía qué cosa estaba pensando él en tal momento. Podemos imaginar, pues, el susto que se llevó cuando oyó la enorme voz del Señor Dios llamándole. He aquí lo que le dijo el Señor Dios: —Gabriel, estás pensando mal. Te dije lo que te dije, no lo que tú crees ahora que debí decirte. Mi Hijo nacerá en casa pobre, porque si no es así, ¿cómo habrá de conocer la miseria y el padecimiento de los que nada tienen, que son más que los poderosos? ¿Cómo quieres tú que Mi Hijo conozca el dolor de los niños con hambre si Él crece harto? Mi Hijo va a ofrecer a la humanidad el ejemplo de su sufrimiento, ¿y quieres tú que se lo ofrezca desde el lujo de los palacios? Gabriel, ¡no me hagas perder la paciencia, caramba! No te metas a enmendar mis ideas. Cumple tu misión y hazlo pronto, que estoy cayéndome de sueño y no me hallo dispuesto a perdonarte si me desvelo por tu culpa. ¡Ya lo sabes! ¿Qué más debía decirse? El pobre Arcángel estuvo a punto de caer de bruces en pleno lago de Genezaret, pues del susto se le olvidó usar las alas. En un segundo se dirigió a la choza del carpintero José; y tan asustado iba que pegó un cabezazo contra la pared. En el acto se le formó un chichón. Para suerte suya la choza no era uno de esos palacios de 332
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mármol donde él creyó que debía nacer el Hijo de Dios, pues de haber sido uno de ellos, el hermoso Arcángel se habría roto un hueso. Frente a la choza había un hombre barbudo, de cara bondosa, que aserraba un madero. “Este debe ser el carpintero José”, pensó San Gabriel. Y era José sin duda, pues cerca había un rústico banco de carpintero y sobre éste, madera cortada e instrumentos del oficio. —¿Qué desea usted? –le preguntó el carpintero, a quien pareció muy raro que el visitante, en vez de tocar a la puerta como lo hace todo el mundo, llamara golpeando con la cabeza en la pared. —Deseo saber dónde vive el carpintero José –explicó el Arcángel. —Aquí mismo, joven; yo soy José. Le advierto que si viene a buscarme para algún trabajo, me halla con muchos compromisos. Esa era una manera de estimular el interés del visitante, pues la verdad es que José estaba por esos días sin trabajo. De ahí que le desconsolara mucho oír al recién llegado, que decía. —No, señor; se trata de otra cosa. Yo vengo a hablar con María, su mujer. —¿María? –dijo José, como un eco–. Fue a la fuente en busca de agua. Tendrá que esperarla un poco. ¿Desea sentarse? —No, prefiero esperarla aquí. José no perdió del todo la esperanza, y se puso a hablarle al visitante de su oficio. —A mí siempre me están buscando para trabajos de carpintería –afirmaba–, porque nadie hace mesas y reclinatorios tan buenos ni tan baratos como yo. Por eso me mantengo ocupado todo el año. José hablaba y San Gabriel pensaba en la rapidez con que habían producido los hechos desde su aparición al conjuro del soplo del Señor Dios. Todo había sucedido tan de prisa que todavía María no había vuelto de la fuente. El Señor Dios la había visto arreando el asno, y antes de que ella retornara a su casa había nacido el arcángel, había oído las recomendaciones del Señor Dios, había viajado a la Tierra, había pensado disparates, se había casi descabezado contra la pared de la choza y había cambiado frases con José. —Caramba –se dijo él lleno de asombro–, la verdad es que mi jefe actúa sin perder tiempo. ¿Sin perder tiempo? ¿Y qué es el tiempo para el Señor Dios, si ocurre que a la vez Él es el tiempo y está más allá del tiempo? El tiempo es algo así como la respiración de los mundos, y el Señor Dios es la vida misma de los mundos, de manera que el tiempo viene a ser la respiración del Señor Dios; ideas muy complicadas, desde luego, para San Gabriel. Desde allá arriba el Señor Dios veía esas ideas en la cabeza de su embajador, y pensaba: “A este Gabriel le valdrá más recordar mis instrucciones y no meterse en honduras, porque ya va llegando María”. Así sucedía, en verdad. Con su alegre y linda cara de muchacha, María iba acercándose a la choza. De sólo verla, el Arcángel la conoció; lo cual no tuvo buenos resultados, porque como estaba pensando en aquello del tiempo, se turbó y olvidó que el Señor le había recomendado usar modales urbanos para dirigirse a la joven señora. También es verdad que él nunca antes había hablado a una mujer; que en un instante había pasado de la nada a la vida y había viajado de los cielos a la Tierra; en fin, que había tenido muchas emociones y muchas experiencias en corto rato, lo cual tal vez podría explicar su turbación. Es el caso que cuando María llegó se le puso delante y sólo atinó a decir esto: 333
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—Si no me equivoco usted es María, la mujer de ese señor que está ahí aserrando madera. Bueno, yo tengo que hablar con usted algo muy importante. Se lo voy a decir en presencia de su marido, porque según me dijo el Señor Dios la gente de esta Tierra es muy dada a charlar sobre todas las cosas, y es mejor que haya testigos. Lo que tengo que decirle es que el Señor Dios va a tener un hijo y usted va a ser la mamá. Con que ya lo sabe. Si tiene algo que preguntar hágalo ahora mismo porque el Señor Dios se siente con sueño y no quiere que yo pierda el tiempo hablando tonterías con usted. La joven María se quedó boquiabierta, más propiamente, muda del asombro. Pero el que se asustó más fue su marido. Tan pronto oyó lo que había dicho San Gabriel soltó la sierra y salió detrás del Arcángel, que ya se iba. —¡Oiga, amigo! ¿Usted sabe lo que ha dicho? ¿No sabe usted que el Hijo de Dios va a tener que sufrir mucho, según dicen las Escrituras, y que van a matarlo en una cruz? San Gabriel atajó aquel torrente de palabras explicando: —Todo lo que usted quiera, señor; pero yo he venido a cumplir una misión que me encomendó el Señor Dios. Yo lo siento mucho, pero lo que suceda al Hijo de Dios no es asunto mío. Lo único que puedo decirle es que su papá quiere que le pongan el nombre de Jesús. Dicho lo cual pegó un salto, extendió las alas y se perdió en el cielo, a tal velocidad que ningún ojo humano podía seguirlo. El bueno de José cayó de rodillas, se agarró una mano con la otra, elevó las dos a lo alto y después se dobló hasta pegar la cabeza con el polvo del camino. —¡Ay María, María –exclamó–. ¿Cómo se te ocurre tener un hijo de Dios? ¿No sabes que todos los profetas han dicho que el Hijo de Dios tendrá que sufrir mucho entre los hombres, que será escarnecido, torturado y muerto en una cruz, como el peor de los criminales? ¿Qué va a ser de nosotros, María? ¿Por qué te has metido en tal compromiso sin hablar antes conmigo? La pobre María oía a su marido sin lograr comprender por qué hablaba así. ¿Pues qué tenía ella que ver con lo que disponía el Señor Dios; qué sabía ella de lo que había hablado San Gabriel, a quien nunca antes había visto y cuyo nombre ignoraba? El Señor Dios veía a la joven señora confundida, a José con el rostro desfigurado por el sufrimiento, y sólo atinó a intervenir diciendo: —¡No seas tonto, José, que María no ha tenido parte en la decisión mía, y el nacimiento de Mi Hijo no es cosa suya ni tuya, sino mía! Lo cual era verdad, pero también es verdad que desde que los hombres comenzaron a poblar la Tierra habían adquirido la costumbre de echar sobre sus mujeres la culpa de cuanto pasaba. El Señor Dios ignoraba esto porque Él nunca había visto de cerca cómo se comportan los matrimonios; debido a que lo ignoraba le habló así a José. De haber estado al tanto de pequeñeces como ésa habría pasado por alto las palabras del marido de María, pues es lo cierto que tenía sueño y quería echar una siesta. Una siesta del Señor Dios puede ser de días, de meses o de años. Pero la de esa ocasión no iba a ser muy larga. Porque he aquí que Él estaba en lo mejor del sueño cuando de pronto despertó diciendo: —Caramba, si ya va a nacer Mi Hijo. Por poco lo olvido. Desde hacía millares de siglos nacían niños en la Tierra. Nacían hijos de reyes, de labriegos, de pastores, de guerreros; nacían niños blancos, amarillos, negros; nacían hembras y varones, 334
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unos robustos, otros débiles; unos chillones y otros casi callados, unos ricos y otros pobres, unos de ojos azules y otros de ojos castaños y de ojos negros; niños de todas clases, de todas las figuras; niños que nacían en medio de las guerras, en los campamentos, entre lanzas y sables y caballos, y niños que nacían en los bosques, rodeados de árboles, de pajarillos y de mariposas; niños que nacían en los caminos, mientras sus padres viajaban, y niños que nacían en las barcas, sobre los ríos y los mares; niños que nacían en grandes casas llenas de alfombras y niños que nacían en las cuevas de los pastores, al pie de las montañas. Lo que jamás se había visto era el nacimiento de un niño que fuera el Hijo del Señor Dios. El Señor Dios no tenía experiencia en casos de nacimientos, lo cual explica que el de Su Hijo le tomara de sorpresa. Así sucedió. El Señor Dios despertó cuando ya Su Hijo estaba a punto de nacer. Ahora bien, Él había resuelto que el niño nacería pobre, y nacer pobre es tanto como nacer desconocido. Si el alumbramiento de María se hubiese dado en Nazaret, alguna gente iría a ayudarla, a ver a la criatura; no faltarían los vecinos, los parientes y los conocidos de María y de José. En ese caso no se cumpliría la voluntad del Señor Dios. El niño, pues, no nacería en la aldea de Nazaret; y a fin de que así fuera el Señor Dios hizo correr la voz de que María y José tenían que hacer un viaje a Belén porque el emperador de Roma, que gobernaba en esos lugares, había ordenado que todo el mundo debía inscribirse en el sitio de donde procedía su familia. La familia de María era de Belén de Judá, un pueblo que estaba al sur de Nazaret. En Belén había nacido, muchos cientos de años antes, un rey llamado David. En Belén debía nacer el Hijo de Dios. Montando el asno que usaba para llevar agua de la fuente a la casa, María iba hacia Belén por caminos llenos de polvo y de piedras rojizas. El sol de los inviernos calentaba toda la llanura; casi hacía hervir el aire. María cubría su rostro con un paño de color rojo, el asno caminaba despacio y detrás iba José agitando una rama seca con la cual pegaba de vez en cuando al paciente borrico. Cada cinco o seis horas se detenían; era cuando llegaban a las cercanías de un pozo, donde debían coger agua para el camino. Pues en las tierras donde nació el Hijo de Dios apenas hay ríos; la sed atormenta a las bestias y a las gentes; en escasos lugares se ven árboles y sólo se hallan con profusión arbustos espinosos; los vientos levantaban nubes de tierras quemadas por la sequía y las ovejas se refugian a la sombra de las montañas, donde el rocío nocturno permite que crezcan los yerbajos que necesitan para sustentarse. Con gran trabajo llegaron María y José a Belén y hallaron el poblado lleno de forasteros, visitantes de las aldeas vecinas que iban allí a inscribirse y aprovechaban el viaje para vender lo poco que tenían. Las pequeñas calles eran muy estrechas y torcidas, de manera que el borrico, cargado con María, apenas podía pasar por entre los montones de quesos, de pieles de carneros, de higos y de botijos que los vendedores extendían sobre las piedras. Mientras pasaba, José iba gritando que pagaría bien a quien le ofreciera una habitación para él y para su mujer, que llegaban de lejos y necesitaban albergue. Pero nadie pudo ofrecerles techo, ni aún por una noche. Las casas, en su mayoría pobres, estaban llenas desde hacía días con los visitantes de los contornos. Nadie ponía atención en los gritos de José, que estaba angustiado porque sabía que su mujer iba a dar a luz y quería que lo hiciera como todas las mujeres, en una habitación. José no sabía que el Señor había dispuesto que Su Hijo debía nacer pobremente, tan pobremente como podría nacer un ternero o un potriquillo. Siguieron, pues, María y José cruzando las callejuelas. Veían pasar ante ellos jóvenes con corderos cruzados sobre los hombros, muchachos que llevaban palomas enjauladas o 335
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racimos de perdices muertas; pasaban ancianas con telas que ellas mismas habían tejido; de vez en cuando cruzaban grupos de asnos cargados con botijos de vino y de aceite. Todo el mundo gritaba ofreciendo algo en venta. Belén estaba lleno de mercaderes. No habiendo hallado albergue para él y para María, José fue a dar a un establo, hacia el camino del sur. En el establo descansaban las bestias de labor de los campesinos que iban a Belén, y se veían allí mulas, bueyes, jumentos y caballos, cabras y ovejas. Como José y María llegaron tarde, casi todas las bestias dormían ya. El sitio era pobre, con el techo en ruinas, las paredes a medio caer, el piso lleno de excremento de los animales. Pero había calor, el calor que despedían las bestias, y un olor fuerte, que resultaba a la vez grato, parecía llenar el aire del lugar. Cuando el Señor Dios despertó, ya estaba naciendo Su Hijo. Nació sin causar trastornos, muy tranquilamente; pero igual que todo niño, gritó al sentir el aire en la piel. Gritó, y un viejo buey que estaba cerca volvió los ojos para mirarle; mugió, acaso queriendo decir algo en su lengua, y su mugido hizo que una mula que estaba a su lado se volviera también para ver al recién nacido. En ese momento fue cuando el Señor Dios abrió allá arriba las nubes y dijo: —¡Pero si ya nació Mi Hijo! De momento el Señor Dios pareció desconcertado. Nunca había Él pasado por un caso igual, pues aunque los mundos y todo lo que en ellos hay habían sido creados por Él, jamás había tenido un hijo directo, nacido de su propia esencia. Lo primero que hizo fue preguntarse qué debía Él hacer para que la gente supiera que Su Hijo había llegado a la Tierra. El punto no era para ser resuelto a la ligera. Pues sucedía que el Señor Dios quería que se supiera que Su Hijo había nacido, pero que sólo lo supieran aquellos escasos seres capaces de comprender lo que ello significaba; más aún, los muy contados que podían conmoverse por el nacimiento de un niño sin tener que estar enterados de que ese niño era el Hijo de Dios. Al Señor Dios le hubiera sido fácil crear de un soplo diez docenas de ángeles y enviarlos a la Tierra armados de trompetas para que fueran por todas partes pregonando que había nacido Su Hijo, que acababa de nacer en el establo de Belén y que el Señor iba a proclamarlo como su heredero. En ese caso grandes multitudes habrían corrido, atropellándose y hasta dándose muerte, cada quien empeñado en llegar antes que los otros, unos cargados de oro, otros de mirra y de perfumes, o llevando rebaños de corderos y de vacas, pajarillos y plantas raras. Porque sucede que el género humano es así, y acostumbra rendir homenaje a los poderosos y a sus hijos, a aquellos de quienes puede esperar algún bien o de quienes teme un castigo. ¿Y quién es más poderoso que el Señor Dios? O pudo Él anunciarlo con anticipación, mediante un cataclismo, secando un gran río o mudando de lugar una montaña, pues que todo eso y mucho más podía hacer. Pudo incluso haberlo dicho con su gran vozarrón, gritando desde allá arriba: —¡Hombres locos, ahora está naciendo Mi Hijo, que va a predicar en mi nombre entre ustedes! Y pueblos enteros, con sus ganados y sus esclavos, habrían salido apresuradamente hacia Belén. Podemos imaginarnos a grandes multitudes trasladándose a través de los desiertos y los lugares poblados, cocinando bajo el sol, durmiendo a campo raso, enfermándose, muriendo, naciendo, dejando los pozos y los estanques sin agua y dando muerte, para alimentarse, a toda clase de animales. 336
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El Señor Dios no aspira a tal movilización. Todo lo que Él quería era que unos cuantos hombres, muy pocos –los que tuvieran el alma limpia y generosa– supieran que ya había nacido Su Hijo. Quería decirlo y que sólo lo entendieran algunos habitantes de la Tierra. Como hacía siempre que se veía en aprietos, el Señor Dios meditó; nunca hizo Él cosa alguna sin antes pensarlo dos veces, y en algunos casos hasta tres veces. Sentado en medio del enorme piso de nubes, el Señor Dios veía los cielos llenos de estrellas que iluminaban la inmensidad. Todas esas estrellas eran soles que Él había hecho millones de años antes. Era de noche ya, pero nunca es de noche allá arriba, donde Él está, porque los espacios están bañados por un resplandor indescriptible. En medio de ese resplandor estaba el Señor Dios, sentado como un rey, cogiéndose las rodillas con las manos y contemplando las estrellas. De pronto llamó a una, un hermoso lucero de color azul claro, casi más blanco que azul. Le dijo: —¡Ven acá, tú! Y aunque el lucero estaba a una distancia fantástica, se le vió salir de golpe, a gran carrera, si bien era difícil apreciar que se movía; se le vio acercarse con su luz cegadora y espléndida, y correr y correr por los cielos en derechura hacia el Señor Dios. —Vete a la Tierra –le dijo Él cuando lo tuvo cerca– y pósate sobre un establo que hay en un pueblo llamado Belén. Hay tres establos allí, uno a la salida del camino que va a Jerusalén, que queda al norte: otro a la salida del camino del oeste y otro a la salida del camino de Hebrón, que queda al sur. En este último acaba de nacer Mi Hijo, y es sobre ese establo donde debes colocarte. Atiende bien, que no quiero equivocaciones. Ustedes los luceros son bastante alocados y no ponen la debida atención en lo que se les dice, de donde provienen luego grandes errores. Lo primero es atender para poder entender. Así es que ya lo sabes: te posas sobre el establo que está hacia el sur. En un instante se vio al lucero alejarse; iba hacia la tierra a tal velocidad que en pocos segundos su tamaño pasó a ser el de una naranja, y después el de una moneda, y después el de un anillo. En un salto se hallaba sobre el establo, aunque bastante alto desde luego. Cuando se situó allí dirigió un rayo hacia el establo. No era muy tarde, y mucha gente estaba despierta; buen número se hallaba en las pequeñas calles; algunos charlaban y en muchos sitios las gentes encendían hogueras para amortiguar el frío, que era fuerte aquella noche. Pues bien, de toda esa gente que todavía estaba despierta en Belén, ninguna vio el lucero. Es costumbre de los hombres no ver aquellas cosas que antes no se les han anunciado, sobre todo si esas cosas son de apariencia humilde o se confunden con las que nos rodean. A pesar de su significación especial, el lucero parecía uno más, una de las tantas estrellas que llenan los cielos, y la gente que había en Belén no se detuvo a verlo. CAPÍTULO III
Pero cuatro personas vieron el lucero y se sintieron atraídas por él, cada una, desde luego, según su manera de ser, pues no todo el mundo es igual. Una de ellas se hallaba a gran distancia, a distancia tan enorme que sólo se explica que viera el lucero porque veía con ojos de bondad, capaces de penetrar hasta lo increíble, y con alma sencilla que adivinaba lo extraordinario por muy oculto que estuviera. Esa persona era un viejito rechoncho, alegre, de constante buen humor, que tenía su vivienda en un lejano 337
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país donde en invierno los campos se cubrían de nieve y los árboles se quedaban sin hojas y los pajarillos tenían que huir a otros climas para no morir de frío. El viejo señor acostumbraba vestir de rojo para que los niños de las cabañas que había por allí le reconocieran en medio de la nieve cuando él iba a visitarlos; usaba adornos blancos en las mangas y en la chaqueta, gran cinturón negro y altas botas también negras; tenía copiosa barba blanca y llevaba gorro rojo con adornos blancos. Era el anciano más simpático que nadie podía ver jamás. Se reía siempre, y tanto, que la risa le había arrugado la cara. El frío del invierno le enrojecía la nariz y el viento le azotaba la barba, pero a él no le importaba. Iba de choza en choza para entretener con sus cuentos a los niños; les llevaba regalos, y todo el mundo lo quería, todos lo recibían con alegría y alborozo, todos se llenaban de animación cuando veían su estampa rechoncha y roja luchando con la ventisca y con la nieve. Tenía varios nombres el buen viejo; unos le llamaban Nicolás y los niños muy pequeños, que no sabían pronunciar su nombre, le llamaban Colás o Claus, pero había otros que le decían Papá Noel. Pues bien, el simpático don Nicolás fue uno de los que vio el lucero. Iba él con un saquito de juguetes de madera, que él mismo hacía en sus ratos de ocio para regalar a los niños, cuando vio a la distancia aquella luz. A don Nicolás todo le parecía hermoso; nada le desagradaba porque pensaba que cuanto hay en la Tierra tiene algún fin, y que la gente que sólo ve el lado feo de las cosas afea la vida de los demás y se amarga la suya. Por eso le agradó ver aquella luz y se quedó con la vista fija en ella. —Me gustaría saber qué quiere decir ese lucero –dijo en voz alta–, pues por alguna razón está alumbrando tanto. Nunca se ha visto que un lucero dé tal cantidad de luz y eso significa algo bueno. Lo que no se imaginaba el viejo era que el Señor Dios estaba allá arriba mirándole a él, y que el Señor Dios oye a las gentes hasta cuando sólo piensan, razón por la cual Él sabe lo que hay en el corazón y en la cabeza de cada quien. Don Nicolás contemplaba la luz y apreciaba la distancia a que se hallaba. —Está muy lejos –se dijo–, pero yo voy a ir allá. Es verdad que no tengo animal que me lleve, mas no importa; iré a pie. El Señor Dios oyó aquello y pensó: “¡Caramba con el viejo! Si sale a pie, cuando llegue Mi Hijo tendrá barbas. Debo ayudarle a hacer ese viaje con la mayor rapidez posible”. Y como a la hora de ayudar el Señor Dios no anda dudando, sino que actúa inmediatamente, se arrancó un pelo de la ceja derecha y le gritó: —¡Conviértete en reno ahora mismo, y además en trineo, y vete a buscar a don Nicolás, un viejo que está allá, en medio de esa llanura blanca que se ve por el norte! Te vas sin perder tiempo y le dices que suba en el trineo, que tú lo vas a llevar a donde se halla el lucero. Fíjate bien en lo que oyes, porque ustedes los renos son muy dados a estar pensando sólo en el pasto de las primaveras y no ponen la debida atención en lo que se les dice. Recoges al viejo don Nicolás y lo llevas hasta donde está el lucero, y ahí lo dejas, a la puerta del establo de Belén, y esperas que él salga para que lo transportes otra vez a su tierra. No quiero equivocaciones; observa que en Belén hay tres establos, uno a la salida de… —Sí –le interrumpió el reno, un hermoso animal todo blanco, con la cornamenta como dos ramas nevadas–, ya oí cuando se lo decías al lucero: uno a la salida para Jerusalén, otro hacia el oeste y otro hacia el sur. El Señor se quedó mudo de asombro. ¿Cómo podía explicarse que ese animal hubiera oído lo que Él le decía al lucero, si no había nacido todavía cuando Él hablaba con el lucero? 338
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Por primera vez el Señor Dios tenía un misterio que resolver. —Es que tú olvidas que yo era ceja tuya hasta hace poco, y por eso oí lo que hablaste con la estrella –explicó el reno como si supiera lo que el Señor Dios se preguntaba en silencio. —¿Qué es eso de tratarme de “tú”, atrevido? El Señor Dios estaba simulando una indignación que en verdad no sentía. Buscaba confundir al reno para que éste no se diera cuenta de la turbación en que lo había dejado la inteligente observación del animal. Pero no consiguió su propósito, porque el reno seguía mirándole con la mayor frescura. Entonces el Señor Dios le gritó que no perdiera el tiempo y que se marchara en seguida, a lo que el precioso animal respondió pegando un brinco de más de cien millas, seguido del blanco trineo que llevaba atado por blancas correas. En cosa de segundos se perdió en la inmensidad. Mientras el reno se lanzaba a los espacios, tres personas discutían sobre el lucero. Se trataba de unos reyes del desierto, cada uno de los cuales reinaba en un oasis, los lugares donde hay agua en medio de las arenas, allí donde crecen las palmeras de dátiles y los pastores se reúnen de noche junto con los peregrinos y los mercaderes y los guerreros para descansar de los trabajos del día. Los tres oasis eran vecinos, y eso explica que los reyes pasaran muchas horas juntos. Acostumbraban contarse historias entre sí, relatarse los acontecimientos de cada uno de los pequeños reinos, explicar cómo cobraban los impuestos y cómo administraban justicia; se entretenían jugando ajedrez, a lo que eran muy aficionados, y mientras jugaban iban comiendo dátiles, que colocaban en una gran bandeja de plata, y discutían durante horas enteras el movimiento de algunas piezas. Entre ellos había uno de muchos años, rostro flaco y barba blanca, llamado Gaspar. Era todo un rey por el porte, la mirada de sus ojos, negros como el carbón y la hermosa nariz aguileña. Se ponía un brillante manto azul lleno de piedras preciosas y un turbante de tela de oro y parecía más que un rey. Pero tenía mal humor y era muy tacaño, casi avaro. Nunca hubo rey que hablara menos que él, ni ninguno que amara más las monedas de oro. Le gustaba contar él mismo sus tesoros y a nadie perdonaba una dilación en pagar los impuestos, por pequeña que fuera la suma que debía pagar. Gastaba lo menos posible, y por eso era flaco, pues hasta para comer era económico. Su gran preocupación era tener más camellos que nadie, y más ovejas y más oro y piedras preciosas. A pesar de lo cual en el fondo era un buen hombre, y huía de los que sufrían porque si veía a alguien sufriendo acababa ablandándose y dándole algunos dátiles o un pedazo de queso. Se contaba que cierta vez ordenó que le dieran a un mendigo un vaso de leche, y a una vieja que ya no podía trabajar le regaló una moneda de plata. Aquello fue un acontecimiento de gran significación, y el propio rey Gaspar se disgustó por su debilidad, al extremo de que prohibió que se hablara de ello en su presencia, tan mal se sentía cada vez que recordaba que por su causa en su tesoro había una moneda menos. Pero eso sí, el rey Gaspar era justo; no admitía que se cometiera ninguna crueldad con sus súbditos, no aceptaba que a nadie se le cobrara de más ni un pelo de camello, y cuando sabía que alguien había procedido mal montaba en cólera y mandaba darle veinte azotes, o cincuenta, o cien, de acuerdo con el delito que hubiera cometido. Otro de los reyes era Melchor, muy distinto de Gaspar en su figura, puesto que no tenía tanta estatura pero sí más carnes, ni tanta edad aunque también llevaba barba negra muy bonita, muy bien arreglada y de no más de una pulgada de largo. Melchor era de rostro redondo y de nariz también redonda; y no tenía la mirada altanera, pues sus ojos castaños 339
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eran dulces y bondadosos; el pelo, menos oscuro que la barba, le caía sobre los hombros. Ese pelo tan largo no le quedaba tan bien como el suyo blanco al rey Gaspar, hay que reconocerlo, pero él se lo mantenía limpio y perfumado con los mejores aceites. El rey Melchor se parecía a Gaspar en una cosa: en que hablaba poco. Pero jamás tenía mal humor. No era parlanchín porque acostumbraba decir sólo aquello que le parecía que era necesario y verdadero, razón por la cual antes de hablar se medía mucho y meditaba una por una las palabras que iba a usar. Era un rey observador y disciplinado, que se levantaba siempre a la misma hora, hacía cada día lo que había hecho el día anterior y estudiaba cuidadosamente todo problema nuevo. No había manera de que entrara en guerra con otros reyes. El vivía en paz con todo el mundo y afirmaba que respetando los derechos de los demás reyes jamás tendría que ir a la guerra. Eso no quiere decir que era tímido o cobarde; de ninguna manera. Cierta vez que unos guerreros atacaron a gente de su tribu y les quitaron unas cuantas ovejas y dos camellos, el rey Melchor montó a caballo –un hermoso caballo blanco que era su favorito– y se fue solo a enfrentarse con los asaltantes. Cuando éstos le vieron llegar sin compañía alguna pensaron que el rey Melchor había dejado sus guerreros ocultos en algún sitio para después exterminarlos por sorpresa, y resolvieron devolverle las ovejas y los camellos. Pero la verdad es que Melchor no se había hecho acompañar de nadie. Desde ese día todas las tribus del desierto le cobraron gran respeto. Como su amigo Gaspar, Melchor era rico, pero no tenía mucha estima por sus riquezas; más que el oro amaba la paz, y más placer que llevar encima piedras preciosas le producía ver a su pueblo alegre y saludable. Cuando el rey Gaspar y el rey Melchor estaban solos resultaba divertido oírles hablar, y sobre todo oírles discutir sobre las jugadas de ajedrez. Pues en sus discusiones no decían más de tres palabras cada uno, y pasaba tanto tiempo entre lo que uno decía y lo que le respondía el otro, que a veces los que estaban cerca no se acordaban de lo que había dicho Gaspar cuando oían lo que contestaba Melchor, o viceversa. Pero esas discusiones se animaban mucho si estaba presente el rey Baltasar. Ese sí que hablaba, y se divertía él solo, y él solo se decía y se respondía, se reía y se ponía serio. Se trataba de un personaje animado, lleno de vitalidad y alegría, que muy difícilmente dejaba a nadie terminar de hablar sin que le interrumpiera para contestarle o hacer un chiste. A un mismo tiempo jugaba ajedrez, comía dátiles y contaba una historia. Era el rey más raro del mundo, porque a la vez que se movía mucho y hablaba más, tenía majestad, sobre todo cuando quería tenerla. Entonces erguía la cabeza, le brillaban los ojos y abría las aletas de la nariz; se ponía altivo y hermoso y parecía crecer. Baltasar era negro. Pero no un negro tosco, como mucha gente imagina que son todos los negros, sino más bien de bella presencia, muy bien proporcionado, más alto que bajo, más delgado que grueso. No tenía el color brillante; su piel era de un negro apagado. Tenía la frente pequeña, las cejas muy dibujadas, los ojos muy grandes, la nariz recta; no achatada como la de muchos negros, ni aguileña como la del rey Gaspar, ni redonda como la del rey Melchor. Sus labios eran gruesos y largos y sus dientes fuertes y blancos. Tenía la cara bien cortada, el cuello poderoso, los hombros llenos de músculos, y también los brazos. Habla a grandes voces, se reía por nada, y por nada se ponía bravo, y entonces imponía temor, porque era agresivo y muy astuto. Probablemente no había en toda la Tierra rey mejor que Baltasar. Si oía llorar a un niño mandaba sus guardias a preguntar qué ocurría; si un anciano se sentía enfermo, él mismo iba a darle las medicinas; si alguien no podía pagar sus impuestos, decía: —No importa, otro día será. 340
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Se contaba que una vez que fue a la guerra venció a su enemigo, el rey que había atacado su oasis, y que sus guerreros le llevaron un niño prisionero y le dijeron: —Mira, rey Baltasar, éste es el hijo de tu enemigo y su heredero. Mátalo para que te quedes con su reino y repartas sus riquezas entre nosotros. Esa era la costumbre de la época; así actuaban todos los reyes y por tanto nadie hubiera tomado a mal que Baltasar decapitara al niño. Pero Baltasar se indignó, dijo que lo que le pedían era un crimen, y tomando su cimitarra gritó a sus guerreros que el primero que volviera a darle consejo parecido iba a quedarse sin cabeza en el acto. —¡En el acto! –gritaba, con los grandes ojos enrojecidos de cólera. Baltasar vestía con lujo; le gustaba usar un blanco turbante que prendía con un rubí del tamaño de un huevo de paloma; se ponía en las muñecas y en los tobillos ajorcas de oro, se colgaba al cuello un gran collar lleno de monedas y se ponía un cinturón cuajado de piedras preciosas. Pero no usaba manto. —El manto no les queda bien a los negros –decía riéndose. Era un hermoso grupo el de los tres reyes; Gaspar con su manto azul tachonado de piedras y su turbante dorado, Melchor con su turbante rojo y su manto amarillo, si bien este último no llevaba piedras u otro, porque al rey no le agradaba el lujo; Baltasar con su turbante blanco y su traje verde, su collar, sus ajorcas y su cinturón. Como los tres eran muy limpios, llevaban todo el tiempo pantalones blancos, de seda brillante, muy pegados a las piernas, y los tres usaban rojas babuchas, que son zapatos de tela de punta larga y hacia arriba. Daba gusto verlos en las noches claras, cuando se sentaban sobre una gran alfombra bajo las palmeras a jugar ajedrez. Como reyes de Oriente, no usaban sillas ni sillones, sino cojines y las propias piernas cruzadas bajo ellos. Una de esas noches fue cuando apareció el lucero. Jugaban Gaspar y Baltasar; junto a ellos, comiendo dátiles en silencio, estaba Melchor. Baltasar iba a mover una pieza, pero se distrajo mirando algo a través de las palmeras. Estuvo un momento deslumbrado, un momento nada más, y de pronto exclamó: —¡Majestades, algo raro está sucediendo en el mundo! ¡Miren ese lucero, vean esa luz! ¡Nunca se ha visto un lucero como ese! Melchor se volvió para ver, pero Gaspar no. Gaspar sólo atendía al tablero y estudiaba la posible jugada de su contrincante. —Juega, Baltasar –dijo. Pero Baltasar no tenía intención de jugar, pues seguía mirando hacia el lucero. —Sí, algo pasa –comentó muy calmadamente Melchor. —Y a nosotros, ¿qué nos importa lo que pase? –preguntó con su habitual aspereza Gaspar–. Lo que tenemos que hacer es seguir jugando. El rey negro no hizo caso; peor aún, se puso de pie y abandonó su puesto frente al tablero. —¡No señor! –dijo–. Tú estás equivocado, rey Gaspar. Lo que anuncia ese lucero debe ser algo muy grande, y yo no me lo pierdo. ¡Hay que ir ahora mismo para allá a ver qué está sucediendo! —¿Ir? Esa pregunta de una sola palabra sonó como un relincho, y quien la hizo fue Gaspar. Del disgusto que le causó la proposición del rey Baltasar tiró el tablero a diez varas de distancia; inmediatamente, como le sucedía cada vez que montaba en cólera, se puso a masticar el aire y la blanca barba iba y venía como el rabo de una paloma. 341
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—Espérate, Gaspar; cálmate y atiende. Creo que vale la pena saber qué pasa. Ese que habló fue el rey Melchor, lo cual indignó más a Gaspar, ¿pues cómo se explica que un hombre sensato, un rey tranquilo y metódico como Melchor hablara de ir a ver qué ocurría? —¿Te has vuelto loco? –respondió Gaspar–. Ve tú, si quieres, y acompaña a este curioso entrometido. Yo no me muevo de aquí. —Pues vas a moverte, sí señor –terció Baltasar gesticulando a diestra y siniestra–. Tienes que ir, porque si se trata de algo bueno nosotros queremos compartirlo contigo. —¿Qué bueno ha de ser? ¿Cuándo has visto tú que ocurra nada bueno en el mundo? Además, yo no voy a dejar mi reino abandonado. ¿Qué sería de mis tesoros? El calmoso rey Melchor puso una mano en el hombro de Gaspar, y habló: —Algo me dice que conviene que vayamos, Gaspar. En cuanto a tus tesoros, llévatelos contigo. Yo voy a ir de todas maneras y me llevaré los míos, porque no sé qué tiempo gastaré en el viaje. —¡No hay más que hablar! ¡Pronto, traigan dos camellos! –gritaba ya Baltasar; y casi antes de terminar, decía: —Te quedarás aquí solo, rey Gaspar. Si te ataca alguna tribu guerrera perderás la vida y los tesoros, porque Melchor y yo vamos a ver qué significa ese lucero. A regañadientes, sin ningún entusiasmo, el rey Gaspar admitió ir él también. Pidió un camello más, el mejor de los suyos; hizo que le colocaran sus tesoros en dos cofres y vigiló atentamente esa operación. Viéndole actuar, Baltasar y Melchor mandaron a buscar sus tesoros y en poco tiempo los tres reyes se hallaban sobre ricos arneses. Los guardias reales quisieron acompañarles, pero ellos dijeron que no, que irían solos. Ya al salir, Baltasar dijo: —Melchor, tú que eres el más juicioso, di hacia dónde alumbra el lucero. —Es hacia Belén. —Bien, ¡pues ya estamos andando hacia Belén! –gritó Baltasar. Y así fue. Sus súbditos se agolparon para verlos partir en la clara noche, y les gritaban adioses. Los reyes notaron que se alejaban muy de prisa, y después observaron que los camellos no trotaban, sino que parecían saltar, y cada vez eran más grandes los saltos, mayores las distancias que recorrían en el aire. Apenas podía afirmarse que ponían las patas en tierra. Aquello era la cosa más rara que jamás le había sucedido a un grupo de reyes. Es oportuno consignar aquí que hasta el propio rey Gaspar se impresionó, y a tal punto que se vio en el caso de confesar: —En verdad, parece que el lucero anuncia algo extraño. Palabras a las que el rey negro respondió con una gran risotada, la cual le hizo tragar mucho aire porque a esa altura volaban a tremenda velocidad. CAPÍTULO IV
Había sucedido que el Señor Dios también se enteró a tiempo de que los tres reyes iban camino de Belén. El Señor Dios estaba esa noche lleno de curiosidad, cosa que no debe causar asombro porque se trataba de que Su Hijo acababa de nacer, y quería saber quiénes estaban dispuestos a honrar a ese niño. El Señor Dios era de esta opinión: “Los hombres son locos y por eso parecen malos, pero uno solo, o dos o tres capaces de ser cuerdos, buenos y puros, justifican todo mi trabajo, y con que haya dos o tres en la Tierra me basta para pensar que 342
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mi obra no ha sido un fracaso”. Esa noche del nacimiento de Su Hijo halló que había cuatro, esto es, el simpático don Nicolás y los tres reyes. A los cuatro los veía Él con gran ternura; y de la misma manera que pensó que don Nicolás no iba a poder hacer el viaje desde sus lejanas tierras nevadas hasta Belén a pie, y le envió el blanco reno y el trineo, asimismo pensó que si los reyes se atenían únicamente al trote de sus camellos llegarían con algunos días de retraso, trasnochados y bastante estropeados. Por eso desde allá arriba Él dijo: —Vamos, camellitos, apuren el paso y vuelen un poco. Ni que decir que los propios camellos no sabían lo que les pasaba, porque a poco ya ni ponían las patas en tierra. Sobre ellos, sus jinetes se llenaban de asombro, tal vez con la excepción de Baltasar a quienes los sucesos extraños le producían alegría. De esa manera, volando en vez de trotar, las hermosas bestias del desierto llegaron como exhalaciones a Belén; y a un tiempo, como si supieran qué hacían, doblaron sus rodillas en la puerta del establo. El primero de los tres reyes que se tiró de su camello fue Baltasar. Al asomarse a la puerta vio a una hermosa y joven mujer que envolvía a un recién nacido en blancas telas, a un hombre de negra barba que le ayudaba en su tarea, a un calmoso buey echado que rumiaba parecía reflexionar sobre lo que estaba a su vista, y a una mula que mordisqueaba pasto seco. Por el roto techo del establo entraba la vivísima luz del lucero, llenaba de resplandor al grupo de la mujer, el hombre y el niño, y daba tal transparencia al cuerpo del niño que éste parecía hecho en el más fino de los cristales. El rey Baltasar, el alegre y bondadoso rey del desierto, tenía un corazón puro, un corazón de esos que reconocen la verdad y no la niegan. En un segundo había observado que a pesar de estar recién nacido, aquel niño tenía los ojos abiertos e iluminados, ojos a la vez claros y profundos, como los de los seres que han visto cuanto hay que ver en la vida. Entonces Baltasar gritó, volviéndose a Gaspar y a Melchor, que todavía estaban sentados sobre sus camellos. —¡Majestades, aquí hay un niño que debe ser el Hijo de Dios! Esas palabras sorprendieron a José, quien no pudo menos que preguntar: —¿Tan pronto le llegó la noticia, señor? Melchor se asomó a la puerta antes que Gaspar. También él miró, sólo que lo hizo con su acostumbrada calma, estudiando la escena con mucho detenimiento. Ya se sabe que Melchor no se aventuraba a dar opiniones si no estaba muy seguro de lo que diría. —¿Es o no es ese niño el Hijo de Dios? –le preguntó, lleno de entusiasmo, el rey Baltasar. Pero Melchor meditó todavía un poco más; alzó los ojos para cerciorarse de que la luz que alumbraba al hermoso grupo era la del lucero; contempló con verdadero interés al niño, y terminó admitiendo: —Sí, ese niño es el Hijo de Dios. Al oír al sereno y juicioso Melchor hablar así, el corazón del rey Baltasar se desbordó de alegría. En verdad, parecía haberse vuelto loco. Corrió hacia la puerta exclamando: —¡Es el Hijo de Dios, rey Gaspar! ¡Tenemos que darle nuestros tesoros! ¡Ha sido una suerte traer los tesoros para que podamos ofrendárselos ahora al niño! Oír Gaspar tales exclamaciones y saltar como si lo hubiese picado un animal venenoso, fue obra de un segundo. —¿Qué dislates son esos, rey Baltasar? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees tú que yo voy a darle mis tesoros al primer niño que encuentre? ¡Señor –agregó, elevando los brazos al cielo y levantando su cabeza, lo cual era un espectáculo bastante cómico, visto que todavía estaba 343
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sobre el camello y éste se hallaba arrodillado–, este desdichado rey negro ha perdido el juicio y quiere que lo pierda yo también! Pero el rey Baltasar no ponía atención en las quejas de su amigo y compañero. Se dirigió a su camello y comenzó a descargar los tesoros. Viéndole actuar, el rey Gaspar casi enloquecía. —¡Melchor, rey Melchor! –gritaba, apelando al buen juicio de su amigo y colega–. ¡Este loco va a darle sus tesoros a ese niño porque dice que es el Hijo de Dios! Con su gran paciencia, Melchor le contestó: –Sí señor, es el Hijo de Dios, y yo también voy a poner mis tesoros a sus pies. A poco más pierde la razón el rey Gaspar. Estaba lívido. Era, en verdad, un rey de mal humor, que necesitaba de muy poca cosa para sentirse colérico, y cuando se ponía así la barba le subía y le bajaba sin cesar, del cuello a la nariz y de la nariz al cuello. Preguntaba ahogándose: —¿Pero cómo es posible que le den a ese niño todos sus tesoros? ¿No comprenden que van a quedarse en la miseria? ¿Y yo, qué va a ser de mí? ¿Creen ustedes que yo voy a arruinarme porque ustedes se empeñen en creer que ese recién nacido es el Hijo de Dios? ¿Quién me lo asegura? —No charles tanto, rey Gaspar –dijo Baltasar–; nos lo asegura el corazón, que nunca se equivoca. Ve tú a verlo y después di lo que quieras. —¡Claro que iré, y ya verán ustedes que ése no es el Hijo de Dios! Ocupado en descargar sus tesoros, Melchor no hablaba. El rey Gaspar se lanzó de su camello, y tanta ira llevaba que se enredó los pies y cayó de narices en el polvo. Pero se levantó de prisa y entró al establo dispuesto a probar que sus dos amigos estaban equivocados. Sin embargo, he aquí que al cruzar la puerta quedó alelado; allí estaba el grupo. El hombre y la mujer se veían en actitud de adoración; el niño sonreía al viejo rey malhumorado; el buey y la mula parecían observarlo, como si dijeran: “Vamos a ver cuál es ahora tu opinión”. Algo sintió el rey en su corazón; como una música, como una luz, como un calor suave y bienhechor. Elevó los ojos hacia el techo y creyó que hasta el lucero esperaba sus palabras. Poco a poco fue acercándose al grupo; cayó de rodillas, tomó una mano del niño y dijo: —El Señor te bendiga, preciosa criatura. Y entonces se puso de pie y caminó hacia su camello. El rey Baltasar y el rey Melchor iban entrando ya con sus tesoros; el primero sonrió con bastante indiscreción, casi burlándose del viejo rey Gaspar. Pues el rey negro del desierto era más franco de lo necesario y con sus ribetes de burlón. Pero Melchor ni siquiera alzó los ojos. Ya afuera, Gaspar sacó de uno de los cofres dos monedas de oro y se las guardó en su cinturón. —El Señor Dios me perdonará si me quedo con éstas –dijo–, pero yo no quiero exponerme a estar completamente arruinado como este par de locos. A lo mejor más tarde hacen falta estas monedas para que ellos mismos no se mueran de hambre. Después cogió sus tesoros y los llevó hasta los pies del niño. Muy silenciosamente, los tres reyes abrieron sus cofres, y la luz del lucero sacaba brillo de los rubíes, las esmeraldas, los brillantes y el oro que había en ellos. Tanto era el brillo que el buey volvió sus pesados ojos hacia la mula, como queriendo decirle: “Fíjate cuántas cosas hermosas han traído estos tres reyes”. Con lo cual pareció estar de acuerdo la mula, porque también ella miró al buey y después fijó la vista en los abiertos cofres. No sólo el buey y la mula, sin embargo, contemplaban aquel montón de riquezas; también el Señor Dios las veía desde arriba. Las veía y sonreía moviendo de un lado a otro la gran 344
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cabeza. Se sentía feliz el Señor Dios, no por los tesoros, sino porque su ofrenda significaba un homenaje a Su Hijo. Y como de vez en cuando al Señor Dios le gustan las travesuras, se reía de que el colérico y viejo Gaspar hubiera guardado dos monedas de oro. —Ese rey es un gran tipo –decía; y por la blanca barba de Gaspar le llegó a la memoria la de don Nicolás, razón por la cual se preguntó–: ¿Pero qué será de ese otro viejo? ¿Por qué no habrá llegado todavía? ¡De seguro que el tonto del reno se ha distraído! Los renos sólo piensan en el pasto. ¿Dónde estará ahora? Buscando con la mirada alcanzó a verlo: volaba a velocidad increíble. El brioso animal partía los aires, con las patas de atrás juntas y extendidas, las delanteras dobladas por las rodillas y también juntas, el poderoso cuello erguido, la linda cabeza derecha y abiertas las ventanas de la nariz. Atrás, en el trineo, muy sonreído y muy tranquilo, iba don Nicolás. Llevaba sobre las piernas el saquito lleno de juguetes de madera, con el cual, echado al hombro, iba de choza en choza cuando cayó del cielo, a su lado, el reno con el trineo. El reno habló para decir: —Me parece que tú eres don Nicolás, ¿no? —Sí, soy yo –oyó que le respondieron. A lo que, sin perder tiempo, replicó el reno: —Entonces súbete aquí, porque el Señor Dios dice que si haces el viaje a pie hasta donde ves la luz, llegarás un poco cansado. Don Nicolás no era hombre de formular muchas preguntas, ni andaba buscándoles dificultades a las cosas, de manera que le pareció lo más natural del mundo aprovechar la oportunidad que le ofrecían, y ni corto ni perezoso se acomodó en el trineo. A poco notó que iban volando, cosa que no le sorprendió porque tampoco tenía él la costumbre de sorprenderse: en esta vida todo puede suceder, hasta lo más inesperado. Pero creyó del caso hacer algún comentario; así es que le preguntó al blanco animal. —¿Tú eres un reno o un avión? A pesar del ruido del aire, que era mucho, el reno le oyó porque volvió la cabeza para responderle: —No hagas preguntas, porque no puedo perder tiempo. El Señor Dios es muy estricto cuando da órdenes y yo recibí la de llevarte cuanto antes a Belén. Por esa razón vamos volando, no porque yo sea avión ni cosa parecida. —Bueno, bueno –explicó don Nicolás–, no es mi intención causarte enojos. Si lo de avión te ha molestado, dalo por no dicho. Lo que sí desearía que me explicaras eso de Belén. ¿Qué es Belén? —Siento no poder decírtelo, pero ni yo mismo lo sé. Agárrate, no vayas a caerte, porque dentro de poco vamos a llegar y en Belén no hay nieve. Si te caes te rompes por lo menos una costilla. —¿De manera que me traes volando tan lejos para que me rompa una costilla? No esperaba eso. Pero en fin, hágase la voluntad de Dios –comentó Nicolás. —Eso mismo digo yo y eso es lo que estoy haciendo –afirmó el reno. Fue exactamente cuando terminó de decir esas palabras cuando el Señor Dios acertó a verlos desde su altura. Cuando el reno y su pasajero se acercaban, el lucero parecía despedir mayor luz. Era una fuente de resplandor una creciente semilla de claridad, el más espléndido espectáculo que podía disfrutarse en la Tierra. Hasta el reno quedó deslumbrado. 345
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—¡Qué luz tan limpia! –dijo. Don Nicolás opinó en alta voz que mejor que ver lucero en ese momento era ver la tierra para saber dónde iban a bajar. Estaba preocupado por la integridad de sus costillas. —Ese es un problema mío que resolveré por mí mismo. Y no me distraigas, que ya estamos llegando –explicó el reno. Así era. Un instante después el hermoso animal ponía sus cuatro patas a la puerta del establo, y el trineo, que había descendido con tanta suavidad como si se hallara sobre montones de algodón, chirriaba ligeramente al sentirse frenado por el suelo. —¿Aquí es? –preguntó don Nicolás. —Aquí –respondió el reno. Don Nicolás descendió, con alguna dificultad porque era grueso y de bastantes años. Súbitamente el reno se deshizo en el aire, con todo y trineo. Don Nicolás lo vio deshacerse, pero tampoco eso le resultó extraño. Era costumbre suya no asombrarse de nada. Con su saco al hombro, se dispuso a entrar en el establo. Pero en ese momento salían de allí tres hombres vestidos lujosamente, con trajes que él jamás había visto ni imaginado. El primero en salir fue un negro de arrogante estampa, vestido de verde con turbante blanco; le seguía un anciano flaco, muy altivo, de manto azul y turbante dorado, en cuyo rostro destacaba una barba blanca; por último, iba un señor de talla mediana, también medianamente grueso, de barba negra y corta y manto amarillo y turbante rojo. Los tres salían con expresión feliz. —¿Quiénes serán estos señores? –se preguntó don Nicolás, y se quedó mirándoles, a la vez que los tres le miraban a él, tal vez sorprendidos por su figura, su ropa tan desusada en esos parajes, su barriga saliente y su semblante alegre. Los reyes comenzaron a hablar entre sí. El negro avanzó hacia su camello y de pronto se puso a gritar: —¡Majestades, vengan a ver; aquí ha sucedido algo raro! ¡Los camellos están cargados de tesoros! Melchor y Gaspar corrieron a comprobar lo que decía su compañero Baltasar, y los dos se quedaron mudos de asombro ante aquellas riquezas. Allí había muchas veces más tesoros de lo que ellos habían dejado a los pies del niño. No podían comprenderlo. Melchor, siempre sensato, estudió la situación en silencio y después dijo: —Aquí debe haber un error, majestades. Propongo que averigüemos quiénes son las personas que olvidaron estas riquezas, y que se las devolvamos cuanto antes. Es posible que haya habido un cambio de camellos y que éstos no sean los nuestros, sino otros. ¿Para qué dijo tal cosa? El rey Gaspar por poco lo fulmina. Saltó con la agilidad de un mono y quería meterle los puños por los ojos. —¿Estás loco? –decía–. ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¿Qué persona con dos dedos de frente va a dejar abandonados tres camellos cargados de riquezas? ¿No ves, además, que éstos son nuestros camellos? ¿Estas tan ciego que no los reconoces? Baltasar terció para decir: —Majestades, puede ser que sea un regalo del Señor Dios en vista de que le hemos dado a Su Hijo cuanto teníamos. El rey Gaspar no necesitaba explicación tan estimulante para estar de acuerdo con su amigo, y olvidando las muchas veces que él había criticado a Baltasar por ligero, afirmó: 346
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—Así es, sin duda alguna. Baltasar siembre acierta porque este negro es muy inteligente. Además, ya es tarde, nosotros estamos cansados, y yo opino que lo más prudente es que volvamos a nuestros reinos y allá hagamos las averiguaciones del caso. Yo, por lo menos, me voy ahora mismo. Dicho y hecho: se trepó en su camello y en el acto salió al trote. Baltasar dijo: —No lo dejemos ir solo, Melchor, porque podría suceder que un grupo de bandoleros le asaltara en el camino. Y como Melchor estuviera de acuerdo, con la salvedad de que al llegar debían investigar el origen de los tesoros, montaron y se fueron. Tuvieron que hacer trotar a las bestias para alcanzar a Gaspar, que iba ya bastante lejos, siempre murmurando: —¡Pero qué cambio el de Melchor! ¡Ha perdido el buen juicio ese pobre rey! ¡Proponer que hiciéramos averiguaciones a esta hora! Mientras ellos se alejaban, el bueno de don Nicolás los veía desde la puerta del establo y el Señor Dios desde su agujero en las nubes. Don Nicolás pensaba: “Son raros, pero simpáticos”. Y el Señor Dios: “La verdad es que Mi Hijo ha sido honrado debidamente por esos reyes”. En su satisfacción, Él no sabía a cuál prefería. Le habían gustado el entusiasmo del negro y la tranquilidad de Melchor, pero le habían hecho sonreír las inquietudes y la picardía de Gaspar. Estaba sonriéndose todavía el Señor Dios cuando don Nicolás decidió entrar al establo. Quería ver qué había en aquel destartalado caserón en cuyo interior entraba a raudales la luz del lucero. Se oían adentro balidos de ovejas y ruidos de animales que se movían. Don Nicolás se asomó a la puerta, ¡y qué conmovedora escena la que vieron sus ojos! Del lucero caía un rayo de luz sobre el niño; éste dormía de la manera más plácida imaginable sobre un montón de heno seco; a su lado, contemplándole con arrobo, estaba una joven y bella mujer en cuyo rostro se adivinaba la dicha maternal; cerca de ambos, un señor de negra barba preparaba pedazos de madera para encender una hoguera, porque la noche era fría. Sin embargo no era en el grupo humano, y en su honda paz, donde estaba la parte conmovedora de la escena; era en su fondo. Pues tras la mujer, el hombre y el niño se hallaban varios de los animales del establo –el buey, una vaca, un asno y una oveja–, y todos miraban fija y dulcemente hacia el niño, con ojos casi humanos, como si comprendieran que esa criatura que dormía sobre el montón de heno no era igual que todos los niños del mundo. En su candor de viejo bondadoso, a don Nicolás no se le escapó la extraña atención de los animales. Pensó: “Los animales sólo se sienten atraídos por las almas puras, y eso quiere decir que este niño ha nacido con un alma excepcional”. Pero no dijo eso nada parecido; sólo dijo: —Buenas noches, señores. José levantó la cabeza y dejó de atender a su hoguera. La figura de don Nicolás le causó verdadera sorpresa ¿De dónde llegaba ese viejo gordo y bonachón? Jamás había visto él a nadie que vistiera así ni que tuviera ese aspecto, ese cutis tan rojizo, esos ojos tan azules, esas cejas tan largas y tan blancas. El rostro del recién llegado tenía un aire fuera de lo común. Por lo demás, hablaba con voz pausada y alegre. —Bienvenido a este lugar –dijo José. —Creo que esto es Belén; por lo menos, eso explicó el reno –expuso don Nicolás por decir algo para empezar la conversación. José pensó: “¿De qué reno hablará? ¿Qué será un reno?” Pero se tranquilizó con la idea de que tal vez “reno” era el nombre de alguna persona a quien él no conocía. 347
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—Sí, esto es Belén –explicó– y esta casa es el establo, mejor dicho, uno de los establos de Belén. —Yo he venido aquí sin saber cómo ni por qué, señor –dijo don Nicolás–, pero lo cierto es que me alegro de haber venido porque en mi vida había visto niño tan bello, tan sano y tan tranquilo. Me parece que si Dios tiene un hijo deberá ser así. José miró entonces a María y ambos sonrieron. —Señor –dijo José—, usted no anda errado, porque ese niño que duerme ahí es el Hijo de Dios. —Ah, claro. Tenía que ser. Eso es lo que me ha traído hasta aquí, el sentimiento de que algo grande había sucedido por estos lados –explicó don Nicolás como si hablara consigo mismo y como si no hubiera más gente allí. José se puso de pie y se acercó a don Nicolás; luego mostrándole los cofres abiertos, dijo: —Mire lo que le han traído los reyes del desierto. Don Nicolás contempló las joyas, las piedras preciosas, el marfil, las monedas; pero lo miró todo sin mayor interés. —Sí, muy hermoso. También yo le traigo algo. No son tesoros porque soy pobre. Se trata de juguetes de madera que yo mismo hago, ovejas y patos y caballitos tallados en pedazos de árbol. Con movimientos muy naturales don Nicolás se descolgó el saco del hombro, lo abrió y comenzó a sacar sus juguetes. María tomó uno de ellos y se lo llevó a la cara. —¡Qué lindos son, señor! –dijo. —Gracias, señora, pero yo sé que no son lindos ni ricos; sólo que se los ofrezco al niño de todo corazón. —¿No quiere calentarse y tomar algo? –preguntó José, que se sentía conmovido y no hallaba qué decir ni qué hacer. —No, porque el reno me espera y tenemos que hacer un viaje muy largo. —Pero debería descansar un rato aquí con nosotros, señor –opinó María. —No, no puedo. Debo irme. Quisiera darle un encargo, señor; quisiera que le dijera al Señor Dios de mi parte que tiene el hijo más bello y más sano del mundo, que me ha dado mucha alegría conocerlo y que si ese niño va alguna vez por mis tierras yo le guardaré muchos juguetes. Y buenas noches, señores. Muy buena suerte para usted, señora. En diciendo esto, don Nicolás dio la espalda y salió. Se sentía feliz; había visto un niño hermoso y una escena delicada, y a él lo bello le hacía dichoso. Además siempre recordaría esa extraordinaria luz que bañaba el establo y hacía transparente el cuerpo del Hijo de Dios. Al salir vio que del aire mismo se formaba el reno. —Vámonos, que se hace tarde y no quiero líos. Por aquí jamás han visto un reno y la gente podría asustarse si me ve –dijo el animal. Don Nicolás trepó en el trineo, con la misma tranquilidad de antes a pesar del mal rato que pasó cuando se acercaban al establo. Instantes después iban volando a centenares de millas por minuto y a alturas que daban vértigo. En medio de su vuelo, el reno pensaba: “Me dan ganas de pasar cerca del Señor Dios para que nos vea y sepa que ya está hecho todo lo que me pidió”. Lo cual era gran tontería del reno, porque pasara lejos o cerca, el Señor Dios estaba mirándole: le seguía a través de los espacios, desde su agujero en las nubes. Al paso del animal, el Señor Dios se puso a pensar así: “Dentro de un momento don Nicolás se hallará de nuevo en sus tierras y quizás piense que ha soñado. Pero no ha soñado. Ha ofrendado 348
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a Mi Hijo sus juguetes, le ha dado el cariño de su corazón. De acuerdo con su carácter y sus medios, ha estado a la altura de los tres reyes. Mi Hijo ha sido debidamente honrado”. En eso bostezó. Tenía sueño el Señor Dios. El Señor Dios era un consumado dormilón, y hay personas que piensan que con ello Él ha dado mal ejemplo a algunos hombres, lo cual es señal de gran ignorancia. Pues sucede que antes, millares de siglos antes, el Señor Dios estuvo millones de años sin dormir un segundo, trabajando día y noche. Fue cuando hizo los mundos. Hay miles de millones de mundos, y Él los hizo uno a uno. Él soplaba y decía: “Tú, soplo, hazte un mundo”. Y ya estaba. Primero hacía un sol, después varios mundos para que rodaran alrededor de ese sol. Creó millones de soles y miles de millones de mundos. Cada vez que hacía uno de éstos lo lanzaba bien lejos, y le decía “Tú girarás en esa dirección y de ahí no te saldrás nunca. Ten cuidado, porque ustedes los mundos son dados a no atender cuando se les habla y después se ponen a hacer disparates, y si tú haces alguno te convierto en cometa para que viajes sin cesar de un extremo a otro del firmamento. O te hago reventar”. Y de sus manos salieron soles, mundos y mundos, todas esas estrellas que se ven de noche e infinito número que no pueden verse. Jamás descansaba. Cada uno de ellos le consumía por lo menos un día y una noche de trabajo, de manera que el Señor Dios estuvo millares de millones de días y de noches sin descansar y sin dormir, lo cual explica que después sintiera sueño constantemente. Era, pues, una gran tontería de algunos hombres echarle en cara que fuera dormilón. Pero además de todas esas razones, el Señor Dios no tenía por qué estar despierto siempre. Pues ocurre que después de haber hecho tantos mundos Él escogió la Tierra y en ella creó los animales, las aves y los peces, los insectos y los microbios, creó las plantas, desde los grandes árboles hasta las rosas y las yerbas, hizo los mares, los lagos y los ríos; y al fin creó al hombre y a la mujer. Cuando éstos estuvieron creados, el Señor les dijo: “Ahí tienen la Tierra para que la pueblen”. Y les dio inteligencia a fin de que la usaran en conquistar la felicidad. Hecho todo eso, ¿de qué más tenía que ocuparse? La verdad es que de nada más, y como se aburría mucho sin compañía alguna allá arriba, lo mejor que podía hacer era dormir. Esa noche del nacimiento de Su Hijo, sin embargo, no se durmió inmediatamente porque estaba pensando en los tres reyes y en don Nicolás. Pensaba Él que algo debía hacerse para que ellos le recordaran siempre a la humanidad el nacimiento de Su Hijo. Y de pronto halló la solución; la halló y la dijo en voz alta, a pesar de que era innecesario puesto que nadie le oía. He aquí lo que dijo: —A partir de este momento los cuatro serán inmortales y cada año irán de casa en casa repartiendo juguetes entre los niños. Acabando de hablar, empezó a acomodarse para dormir. Mas resultó que alguna idea le bulló en la gran cabeza. Pensó: “Pero los pobres reyes van a resfriarse si recorren las tierras de las nieves, y el buen viejo don Nicolás se ahogará de calor si tiene que visitar a los niños de los países cálidos”. Y ese pensamiento le desveló un poco. Tornó a dar vueltas, se arropó con una nube, bostezó de nuevo. —Ah, caramba –dijo de pronto, golpeándose la frente con una mano, y de nuevo en alta voz–, si la solución es tan fácil. Lo mejor es que don Nicolás visite las casas de niños que viven en los países de nieves y los reyes las de los que viven en las tierras calurosas. Así se les evitan a los cuatro enfermedades y contratiempos. El Señor Dios, sin embargo, olvidó que don Nicolás viajaría en trineo y llevado por un reno veloz, mientras los reyes cabalgarían en camellos, animales más lentos, razón por la cual 349
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el primero podría llegar siempre el día de la Navidad mientras que los segundos perderían tiempo y llegarían más tarde, quizá dos semanas después. Pero ese era un detalle casi sin importancia. El Señor Dios tenía demasiado sueño para detenerse en detalles. Se dispuso, pues, a dormir, y en el acto estaba roncando. Allá abajo, en Belén, se oyeron ruidos que procedían del cielo. —¡Va a llover, va a haber tormenta! –decía la gente mientras se apresuraba a recoger sus cosas y buscar abrigo–. ¡Ya está tronando! Pero no había tales truenos. Lo que ellos oían eran los ronquidos del Señor Dios, que duraron toda esa noche. A la salida del sol dejaron de oírse, lo cual no significaba, en manera alguna, que el Señor Dios había despertado; al contrario, dormía más profundamente. Ese sueño duró, por cierto, varios años. CAPÍTULO V
Mientras el Señor Dios dormía Su Hijo crecía en la Tierra, se hacía hombre y salía a predicar la palabra de Su Padre. —Amaos los unos a los otros –decía a las multitudes–, no hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti, y recuerda que serás medido con la vara con que midas a los demás. El Hijo del Señor vestía con humildad, andaba descalzo por los caminos polvorientos de Galilea, visitaba a los pobres y a los enfermos, curaba a los paralíticos y hacía hablar a los mudos; los ciegos recobraban la vista con sólo tocar sus vestiduras. —¡Jesús cura a los enfermos y devuelve la paz a los espíritus, Jesús predica el perdón de los pecadores y la vida eterna! –decían los hombres, las mujeres y los niños, llenos de asombro– ¡Jesús multiplica los panes y los peces; Jesús el Cristo es el Hijo de Dios! Cubierto con sus vestiduras humildes, descalzo y quemado por el sol, el Hijo de Dios parecía, sin embargo, un rey. Pues tenía el porte digno, la mirada benevolente y señorial, los gestos tranquilos, la voz dulce. Predicaba bajo los árboles, rodeado de gente, o a orillas del lago; dormía en las barcas o en las chozas de los pescadores. Les decía a los hombres que abandonaran la crueldad, que no vieran sólo lo feo y malo de los demás, sino lo bello y limpio; que no despojaran a nadie de lo suyo; que todos eran creación de Dios que había hecho la Tierra para la felicidad de todos. Jesús, el niño que había nacido en el establo de Belén aquella noche en que el lucero alumbró la ruta de don Nicolás y de los reyes, hablaba para que los hombres supieran cuál era el deseo del Señor Dios. Él era el maestro que el Señor Dios había elegido para que enseñara a la humanidad a vivir en la paz y en el amor. —En verdad de verdad os digo que aquellos que sean buenos y puros de corazón se sentarán conmigo a la diestra de Mi Padre –aseguraba Jesús. En los atardeceres llegaba de las montañas una brisa que se refrescaba cuando pasaba sobre las aguas del lago; las estrellas comenzaban a parpadear a los lejos, los pajarillos volaban torpemente, aturdidos por el sueño, hacia los nidos donde sus polluelos los esperaban, y Jesús se apartaba entonces de las multitudes, se retiraba un poco, entre las grandes piedras o entre los escasos árboles que de vez en cuando se veían cerca de los caminos, y allí oraba pidiendo a Dios que le diera fuerzas para convencer a los hombres de que cambiaran la cólera por la dulzura, la codicia por la generosidad, la crueldad por la justicia. Pero el Señor Dios sabía que deberían pasar miles de años antes de que los hombres se dejaran guiar por las palabras de Jesús. Muchos las oirían y las seguirían, pero otros muchos 350
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lucharían para que nadie las oyera. Pues en la Tierra había gentes que vivían lujosamente gracias a que eran crueles y atemorizaban a los demás para despojarlos de sus bienes, a que eran codiciosos y querían las riquezas del mundo para ellas solas. Esas gentes tuvieron miedo de las prédicas de Jesús, le hicieron preso y le acusaron de faltar a la ley de Dios. Así como los reyes y don Nicolás, cuando Él nació, creyeron que era el Hijo de Dios sin que necesitaran oírselo decir a nadie –porque ellos eran puros de corazón y no temían a la llegada del Hijo de Dios a la Tierra–, y así como cuando Él fue hombre mucha gente humilde y buena creyó en Él y le siguió por los caminos y le daba albergue y pan; así los grandes señores, que eran coléricos, codiciosos y crueles, le odiaron porque Él predicaba el perdón, la bondad y la justicia, y eso era lo contrario de lo que ellos llevaban en sus almas. Rodeados de hombres con espadas y lanzas, fueron una noche al huerto donde Él oraba y le hicieron preso. Esa noche le abofetearon; al otro día le vistieron de blanco, que era el traje de los locos; le pusieron en la cabeza una corona de espinas y en el hombro una pesada cruz de madera, y a latigazos y pedradas le hicieron subir un cerro. Desfallecido de hambre y agotado por el maltrato, Jesús caía a menudo bajo la cruz, pero a golpes le obligaban a levantarse de nuevo. Cuando llegaron a la cima lo clavaron sobre la cruz, por las manos y los pies, y después metieron la cruz en un hoyo. A ambos lados pusieron en dos cruces a dos ladrones, como para que la gente creyera que Jesús era también un ladrón. En el extremo de una caña de bambú colocaron una esponja llena de hiel y vinagre, y cada vez que Jesús se desmayaba a causa del dolor le hacían beber esa mezcla. Muchos desdichados que ignoraban por qué lo hacían daban gritos de contento al pie de la cruz; otros, asustados, se escondían en las faldas del cerro; otros lloraban en silencio. Al final le dieron una lanzada a Jesús en un costado, y entonces Él dijo, con voz de moribundo: —Padre, padre, ¿por qué me has abandonado? La queja de Su Hijo subió velozmente a los cielos y despertó al Señor Dios. De inmediato miró hacia la Tierra y vio allá abajo, sobre un cerro pelado, a Su Hijo que pendía de una cruz. La indignación le sacudió. ¡Los locos de la Tierra habían crucificado a Su Hijo mientras Él dormía, le habían martirizado, le habían escarnecido y torturado sólo porque predicaba la palabra de Dios! Se indignó tanto que hizo temblar aquel cerro; saltaban las piedras por los aires, cruzaban el aire los relámpagos y en medio del día las tinieblas de la noche descendieron sobre las cabezas de los que habían crucificado a Jesús. En ese momento, Jesús expiraba. El dolor del Señor Dios era indescriptible. Y entonces se le oyó decir: —¡Dentro de tres días resucitarás y vendrás a estar aquí conmigo; y desde aquí juzgarás a hombres y mujeres por los siglos de los siglos! Eso dijo, y a partir de tal momento el llanto o la queja de cualquier niño de la Tierra removerían sus entrañas. Con ellas removidas se hallaba, y en vista de que su indignación era tan grande que de haber seguido despierto habría acabado con el género humano, prefirió dormir de nuevo dos días más. En el tercero estaría despierto para recibir a Su Hijo. Llegó Jesús allá arriba, y le tocó entonces atender a los hombres, juzgar cuál de ellos había procedido mal y cuál bien, cuál cumplía la palabra de Dios y cuál no. El Señor Dios no tenía en qué ocuparse. A veces se ponía a recorrer los cielos, fijaba sus ojos en uno de los mundos, lo observaba, seguía su ruta; otras veces volvía la mirada a la Tierra y tomaba cuenta de cómo iban cambiando las cosas allá abajo. Morían los reyes, los imperios desaparecían, se formaban nuevos pueblos. Poco a poco mucha gente iba sumándose al número de los que creían en las prédicas de Jesús, y en lugares distantes se invocaba el nombre del niño que había nacido en Belén y se le llamaba Hijo de Dios. Año tras año Gaspar, Melchor y Baltasar 351
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recorrían los países cálidos dejando juguetes en las casas donde había niños, y don Nicolás iba a los países fríos para hacer lo mismo. De cuando en cuando, digamos cada doscientos o cada trescientos años, el Señor Dios se sentía cansado y se dedicaba a dormir. Así fueron pasando los siglos. Pasaron quinientos años, pasaron mil, mil quinientos, mil novecientos. Ya estaban pobladas casi todas las tierras; hombres de diversas razas cruzaban los mares en barcos; algunos habían inventado máquinas con las cuales se montaban fábricas de numerosos objetos y era grande el número de ciudades que se veían aquí y allá. Pero los hombres no dejaban de matarse entre sí; construían armas para dar muerte, formaban ejércitos para hacerse la guerra, algunos señores se creían dueños del destino, sometían los pueblos al terror y se hacían adorar como jefes insustituibles. De tarde en tarde –es decir, de siglo en siglo– el Señor Dios despertaba, veía a esos desdichados y sentía pena por ellos, ¿pues a qué conducía que alguien se hiciera emperador o amo de los demás, si lo que debe procurar el hombre no es hacerse poderoso, sino bueno? El poder se acaba cuando se acaba la vida, pero la bondad perdura porque produce felicidad en los demás. Algunas veces los hombres parecían volverse juiciosos; usaban la inteligencia en hacer buenas cosas; cortaban las montañas para ir de una mar a otro, unían las ciudades con caminos de tierra y cemento o por medio de ferrocarriles, levantaban hospitales para curar a los enfermos, inventaban medicinas, hablaban de paz entre los pueblos, de bienestar y felicidad para todos, pero a veces retornaban a sus locuras. En una ocasión el Señor Dios los vio navegando por debajo del agua y en otra oyó ruidos raros, quiso ver y le pareció que pasaban grandes pájaros de metal. Los hombres habían creado el submarino y el avión. Tras una guerra en que murieron millones de hombres el Señor Dios observó, muy complacido, que en todos los países celebraban la paz con grandes muestras de alegría. Pero veinte años después se oyó un gran estruendo; el Señor Dios hizo su agujero en las nubes y se asomó. Su disgusto no tuvo límites, porque la humanidad estaba matándose de nuevo. Las ciudades quedaban destruidas al paso de los aviones, el fondo de los mares se llenaba de barcos hundidos. Gobernantes, filósofos y oradores de uno de los bandos afirmaban que los seres humanos de unos pueblos eran superiores a los restantes habitantes del siglo, que había razas con todos los derechos y otras destinadas a la esclavitud. El señor Dios no cabía en sí de la indignación. ¿Cómo era posible que olvidaran que todas las razas eran obra suya, creación del Señor Dios, único rey verdadero del universo? Su Hijo, su propio Hijo, ¿no había nacido del vientre de una mujer que pertenecía a una de las razas que esos locos llamaban inferiores? Aquella guerra llevaba años cuando se produjo un ruido inconcebible, que llamó la atención del Señor Dios. Fue una explosión que Él sólo había oído cuando algún mundo estallaba. A seguidas de la explosión se alzó a las alturas una columna de humo resplandeciente, que parecía un hongo gigantesco. —Ya hicieron esos locos explotar el átomo –dijo el Señor Dios. Eso le preocupó mucho, pues si los hombres no se apresuraban a dominar el átomo para ponerlo al servicio del bien, podían hacer volar la Tierra entera. A seguidas oyó otra explosión. Entonces se llenó de cólera. —¡Paz!– gritó a toda voz–. ¡Paz en la Tierra o los hago desaparecer a todos ahora mismo! ¿Oyeron esas terribles palabras los que dirigían la matanza en la Tierra, o sin oírlas sintieron que una hecatombe amenazaba al género humano? No se sabe. El caso es que se hizo la paz. De los frentes de guerra volvieron los buques llenos de soldados; las madres 352
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abrazaron a sus hijos, las hermanas a sus hermanos, las mujeres a sus maridos. Muchos millones de jóvenes quedaron enterrados en países lejanos; otros desaparecieron en las arenas de los mares. Pero los cañones ya no tronaban ni se oía el estruendo de las bombas. Ese mismo año, cuando en todas partes se celebraba la Navidad y en los templos se oían los cánticos de Nochebuena, el Señor Dios oyó un llanto. Era el llanto de un niño; subía desde la Tierra y sonaba en el silencio de los cielos en forma desgarradora. “Ese niño sufre”, pensó el Señor Dios lleno de amargura. Recordó el día que su Hijo moría en la cruz, sintió que el corazón se le llenaba de dolor; miró hacia abajo, y he aquí lo que vio: Había en la Tierra un río, y al norte de ese río un país que los hombres llamaban los Estados Unidos de América; y allí caía la nieve. Al sur había otro país; se llamaba México y estaba entre los países cálidos. El Señor Dios nunca se había preguntado por qué los hombres se agrupaban en países, los bautizaban con nombres, establecían fronteras entre ellos. Esas costumbres pertenecían a lo que Él llamaba “pequeñeces humanas” que ningún interés tenían para Él. Ahora bien, como en muchas otras partes del globo donde sucedían cosas parecidas, en esos dos países que estaban juntos los habitantes eran distintos y hablaban lenguas diferentes. El niño que lloraba era de México; no tenía madre y vivía con su abuela y su padre en una choza de barro, cerca de la frontera. Era una criatura de pelo negro, de negros ojos, de linda piel quemada y blancos dientes. Lloraba porque no tenía juguetes con que celebrar la Navidad de Jesús. ¿Cómo y por qué era posible que un niño sufriera por falta de juguetes en un mundo de gentes que habían destruido en la guerra cientos de ciudades y millones de vidas? ¿Cómo podía explicarse que los hombres fabricaran cañones y bombas en vez de juguetes para los niños? ¿Por qué sufría él; qué le impedía ser feliz esa noche, a él, pequeño retoño de vida, ignorante de las maldades humanas? El Señor Dios no podía comprenderlo y se sentía abrumado por aquel llanto. —¡Nicolás, por ahí hay un niño que llora a causa de que no tiene juguetes esta noche! –gritó Él con su gran vozarrón. Don Nicolás, a quien la gente llamaba Santa Claus o Papá Noel, oyó al Señor Dios y juntó las manos sobre la boca para responder, lo más alto que pudo: —¡Lo sé, Señor, pero no está en mis tierras, sino en las de los Reyes! —¿Y a mí qué me importa que esté en tierras de los Reyes? ¡Yo no fijé fronteras como han hecho los hombres, y ese niño está cerca de donde tú te hallas! ¡Ponle remedio a eso antes de que me enoje! Jamás había oído el bueno de Santa Claus lenguaje tan impresionante. Pero comprendió que el Señor Dios tenía razón, puesto que él se hallaba en Tejas, cerca de la frontera con México, y los Reyes Magos andaban lejos, hacia el sur. La conclusión a que llegó Santa Claus fue ésta: “El Señor Dios está de mal humor, y vale más complacerle”. Y como él estaba acostumbrado a hacer las cosas de la mejor manera posible, se metió en una casa donde entendió, por las antenas, que había estación de radioaficionados, y comenzó a llamar a los tres reyes. Al cabo de mucho rato oyó una voz que decía: —QRX, QRX… Baltasar contestando, Baltasar contestando a don Nicolás. Por favor, hagan cadena. ¡Por fin! Parecía que la situación iba a mejorar. Santa Claus no perdió tiempo en informar: 353
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—Hay un niño llorando cerca de aquí, rey Baltasar, en la frontera con México, y el Señor Dios dice que es porque no tiene juguetes. Me pidió que arreglara eso y parece estar de mal humor. A mí se me acabaron ya los juguetes. ¿Crees tú que podríamos hacer algo para complacer al Señor Dios? La voz de Baltasar cruzó en el acto los aires para explicar que también ellos, los Reyes Magos, habían oído al Señor Dios cuando se dirigía a Santa Claus, pero que no podían hacer nada por el momento en favor del niño porque carecían de juguetes suficientes para toda la población infantil y por eso habían dejado a ese niño fuera de las listas. —Tuvimos que racionar las entregas este año a causa de la guerra última –decía Baltasar. El Señor Dios estaba oyendo desde allá arriba, y sin pedir permiso se metió en la conversación. —¡No quiero explicaciones, quiero soluciones! ¡Si ese niño sigue llorando voy a hacer un escarmiento ejemplar con todos ustedes, con los Reyes y con don Nicolás! ¡Ya lo saben! –tronó. Es inútil hablar del mal rato que pasaron Santa Claus y el rey Baltasar. Los dos se quedaron mudos; y al fin se oyó la voz de Santa Claus diciendo: —¿Ya oíste? El Señor Dios pierde la cabeza cuando oye a un niño llorando. Piensen ustedes en alguna manera de resolver el caso, que por mi parte yo haré algo. Para Santa Claus la situación no era fácil. Pues pasaba ya de medianoche y él había repartido todos los juguetes que había tenido. Volvía de retorno a su hogar cuando oyó hablar al Señor Dios; y he aquí que al oír aquel vozarrón el hermoso reno se había asustado. Hacía más de mil novecientos años que no lo oía. A partir de ese momento se puso nervioso, y cuando Santa Claus tomó su trineo, después de haber localizado por radio a Baltasar, estaba también en estado de nervios a causa de que no tenía práctica en el manejo de la estación de radio y la electricidad le asustaba. No ha de producir asombro, pues, que, nervioso el que le guiaba y nervioso el reno, éste se asustara en un momento dado y cayera en una zanja. En ese incidente el hermoso animal se dislocó una pata. De manera que a la hora de tener que resolver el problema del niño mexicano Santa Claus se encontraba con que no tenía juguetes y con que no podía trasladarse a otros sitios para buscarlos, porque su reno se había inutilizado. Hay momentos muy difíciles en toda vida, aun en la vida de un inmortal como Santa Claus; y uno de ellos es cuando debe escogerse entre la forma de hacer algo y el fin con que se hace. Por ejemplo, esa noche, ¿había de pensar en la manera o en el fin? Todas las tiendas estaban cerradas; era inútil, pues, tratar de comprar algo para el niñito mexicano. Sin embargo, algún juguete tenía que aparecer. El fin que perseguía era bueno, sin duda, ¿pero podía él lograrlo con métodos malos? Baltasar le había dicho que los reyes habían dejado al niño fuera de sus listas; además, todo indicaba que estaban muy lejos de la frontera, y por otra parte el Señor Dios había sido muy categórico. “Ponle remedio a eso antes de que me enoje”, había dicho. Ese “ponle” quería decir que le pusiera remedio él, Santa Claus, y nadie más. En verdad, el momento no era agradable. Santa Claus pensaba, con razón: “Yo no puedo meterme a escondidas en la casa de un niño para llevarme alguno de sus juguetes; eso sería robo”. Y en cuanto a solicitarlo como regalo, ¿qué diría un señor a quien Santa Claus llamara, a esa hora de la noche, para decirle que le quitara a uno de sus hijos cualquier juguete y se lo diera a él para llevárselo a un niño mexicano? Santa Claus se exponía 354
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a que ese señor no le creyera, a que llamaría en su auxilio a la policía pensando que se trataba de un farsante que pretendía entrar en su hogar quién sabe con qué propósitos, o en último término que llamara a un manicomio para que cargaran con él. En tantos siglos conviviendo con ellos Santa Claus había aprendido a conocer a los hombres y sabía que muchos no creen en la existencia ni de Santa Claus ni de los Reyes Magos. La única solución que le pareció hacedera fue la de meterse directamente en la habitación de un niño, de uno cualquiera, pues la mayoría de ellos es de alma pura y adivinan la verdad donde la oyen; llegar y decirle: “Vengo a que me des uno de esos juguetes que yo te traje hoy, porque del lado mexicano, cerca de la frontera, hay un niño que no tiene con qué jugar esta noche”. Esa le pareció la solución correcta. Pero he aquí que tratando de ponerla en práctica pasó el risueño Santa Claus malos momentos. Uno de ellos fue en la primera casa donde entró, porque el padre del niño oyó que alguien abría la ventana y comenzó a dar grandes voces. —¡Ladrones, ladrones, socorro! –gritaba. Los gritos eran tan desaforados que Santa Claus tuvo que desistir y buscar otro lugar. Escogió un barrio apartado; y ya estaba abriendo la verja de una de esas graciosas casitas norteamericanas de dos pisos, cuando de buenas a primeras sintió un rugido, oyó a su espalda algo como una exhalación, y se halló a seguidas con tamaño perrazo pegado a sus pantalones. No fue fácil desprenderse de aquel feroz animal. Santa Claus no pudo explicarse nunca, después del episodio, cómo se las arregló él para saltar la verja con todo y perro. Este, muy persistente, creyó que su deber era seguir prendido, por varias cuadras, de los fondillos de Santa Claus. Pero alguna vez tenían que terminar las tribulaciones del bondadoso anciano. Un cuarto de hora después de ese mal rato vio una casa abierta y a un matrimonio de mediana edad charlando adentro. —Buenas noches, señores –dijo Santa Claus con su mejor voz–. Vengo en busca del algún juguete, aunque sea usado, para un niño que se ha quedado sin ellos. La señora fue muy gentil y atendió a Santa Claus graciosamente. —Aquí hay algunos de un sobrino nuestro que no ha venido a buscarlos –dijo–. Están bajo el árbol de Navidad. Escoja usted mismo el que le guste. Santa Claus escogió un pequeño automóvil. Se despidió de prisa y salió más de prisa aún. Debía tratar de llegar a la frontera antes de que se hiciera tarde, y además tenía que dejar al reno en lugar seguro. Puesto que la noche no había sido afortunada, esperaba nuevos contratiempos antes de dar fin a su misión. CAPÍTULO VI
Pero no sólo el viejo Santa Claus pasó apuros esa noche. También los estaban pasando los Reyes Magos, y no hay que tener mucha imaginación para sospechar que las tribulaciones de los Reyes Magos eran mayores que las de Santa Claus, pues el hecho de que fueran tres personas de caracteres tan distintos complicaba siempre los problemas. Los reyes iban saliendo ya de México, en camino hacia La Habana, cuando Baltasar, que estaba dejando un juguete en la casa de un niño cuyo padre tenía estación de radioaficionados, acertó a recibir la llamada de Santa Claus. Salió a saltos en busca de sus compañeros, y dio con Melchor, que disfrutaba, sobre su camello, de un corto sueño. Baltasar le contó en el acto lo que sucedía, a lo que respondió Melchor diciendo: 355
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—Mal se presenta la situación, Baltasar. Yo entregué ya el último de mis juguetes, a ti sólo te quedaba ese que dejaste en la casa de donde vienes; en cuanto a Gaspar, tenía tres niños a quienes visitar. Ojalá demos con él antes de que haya ido donde el último. Baltasar no era rey que se quedara callado; echaba afuera cuanto pensaba y sentía. Por esa causa comenzó a protestar de la costumbre que habían adoptado en los años recientes, la de almacenar con anticipación en cada país los juguetes que iban a repartir en él. —Eso se llama organización, Baltasar –explicaba Melchor–. No podemos ir contra los tiempos. Es absurdo quedarse atrasado. —Por no quedarnos atrasados ahora nos vemos en apuros. Propongo que nos metamos en una tienda y nos llevemos cualquier juguete para ese niño. —Sería un hermoso ejemplo para los niños del mundo que el rey Baltasar amaneciera preso por robo con fractura. —Que yo amanezca preso no importa; lo importante es que ese niño no siga llorando. —A los ojos de alguna gente, puede que tengas razón. Pero hay mucha que vería el asunto por otro lado. —¿Por qué otro lado? —Dirían: “Claro, tenía que ser el negro el que cometiera ese robo”. Baltasar no tardó un segundo en responder: —Es verdad, pero eso tiene solución: métete tú en la tienda así no dirán que fue el rey negro. Melchor miró calmadamente a su compañero al tiempo que decía: —Ni el negro ni Melchor, rey Baltasar. Nosotros tenemos que actuar en forma correcta. Hablemos con Gaspar y veamos entre los tres cómo resolvemos el caso. —¡Allá lo veo!– exclamó Baltasar señalando hacia una hermosa avenida. Y en efecto, allá se veía al rey Gaspar, iluminado por las farolas eléctricas, con su barba blanca agitada por el aire, cabalgando su camello, casi flotando tras él su brillante manto azul. Rey Gaspar, acércate, que tenemos que hablar –gritó Baltasar. —No es hora de hablar, sino de apresurarnos. Se hace tarde y nos esperan en Cuba –respondió Gaspar. —¿De qué se ríe este loco? –preguntó dirigiéndose a Melchor. —De que tenemos que hacer un viaje a la frontera del norte, donde hay un niño que llora porque lo dejamos sin juguetes –explicó Melchor. —¿Cómo? ¿A esta hora y sin tener qué llevarle? —Sí, compañero, a esta hora, y hay que buscar algo que llevarle. Es orden del Señor Dios –dijo, con muchos movimientos de brazos y manos, el rey Baltasar. —¡Esto es un desorden, un verdadero desorden! –clamó el rey Gaspar–. Al Señor Dios le era muy fácil resolver ese asunto sin nuestra intervención. Entonces se oyó el vozarrón del Señor Dios, que venía desde la altura: —¡Son ustedes los que tienen que resolverlo, mentecatos, para que otra vez se guarden mucho de sacar de la lista a un niño, por pobre y olvidado que sea! Al oír esas palabras, hasta los camellos se echaron a temblar. Ni siquiera el rey Gaspar se atrevió a insinuar una protesta. Durante buen rato los tres se quedaron mudos, mirando hacia arriba, donde solo rutilantes estrellas se veían. Una brisa bastante fría pasaba meciendo las copas de los árboles y limpiando el cielo de nubecillas, y se oía, como un zumbido, el rumor de la ciudad. 356
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—Majestades, ya lo han oído. Hay que buscar un juguete, por lo menos uno, y salir en el acto hacia la frontera –afirmó Baltasar. Pero no era fácil hallar el juguete y no era fácil llegar hasta la frontera a tiempo usando los viejos camellos, puntos ambos que fueron materia de discusión entre los reyes. Al fin Baltasar propuso algo práctico: alquilar un avión que los dejara lo más cerca posible del lugar donde vivía el niño que lloraba. —¿Y cómo alquilarlo? ¿Dónde está el dinero? ¿No gastaron ustedes todos los tesoros que nos dio el Señor Dios comprando juguetes? ¿No me hicieron gastar también los míos? Ahora ha llegado el momento de lamentar esas locuras. Como es claro, esto lo dijo el rey Gaspar, por cierto con voz bastante agria. —La única solución es vender los camellos –apuntó calmosamente el rey Melchor. —¿Qué has dicho, rey Melchor? ¿Estás perdiendo la razón? ¿Qué se ha hecho de tu antigua cordura? ¿Vender yo mi camello? Era otra vez el rey Gaspar quien hablaba. La verdad es que al rey Gaspar le ponía fuera de sí oír alguna proposición que significara pérdida. Pero no le sucedió lo mismo al rey Baltasar. Este era expeditivo; lo que le interesaba era resolver el problema del momento y no se detenía en consideraciones sobre lo que sucedería mañana. Baltasar se agarró a la idea de Melchor como uno que va cayéndose al mar se agarraría a un clavo ardiendo; y tanto arguyó, opinó, habló y gritó que un cuarto de hora después salía con los tres camellos en busca de un circo que había visto poco antes. Quería proponerle al dueño que le comprara los tres animales. Ya iba lejos Baltasar, y todavía oía las protestas del viejo rey Gaspar. No se sabe cómo se las arregló el rey negro, pero es el caso que en poco tiempo volvió diciendo que ya estaba todo arreglado y que el avión esperaba por ellos. Sólo una cosa no había podido obtener, el juguete para el niño; pero según le dijeron en el circo, al llegar al aeropuerto de destino podrían hallarlo. En suma, antes de que Gaspar pusiera fin a sus protestas, los tres amigos iban volando, camino de la frontera del norte. Nunca pensaron los tres reyes del desierto, en más de mil novecientos años que tenían repartiendo juguetes, que algún día usarían un pájaro de metal para ir a dar un poco de felicidad a un niño que vivía en choza de barro, a centenares de millas de distancia. Pero las sorpresas que ofrece la vida son muchas y eran incontables las vueltas que había dado el mundo desde la noche en que fueron a Belén; todo había cambiado, todo era distinto. Sólo el Señor Dios seguía siendo igual, y Él velaba por la dicha de los pequeños porque también Él había tenido un hijo y nada agradaba más a su corazón que ver felices a los niños. Los cambios habían sido grandes y los reyes del desierto lo sabían mejor que nadie, porque recorrían año tras año parte de la Tierra y veían cada vez más novedades. El hombre era audaz; usaba su inteligencia en inventar las cosas más raras. No sólo fabricó el avión, el teléfono, la radio, la televisión, máquinas que servían para todos los usos y medicinas que curaban casi todas las enfermedades, sino que además estudiaba los cielos y se preparaba a ir de su planeta a los otros. Todo lo que hacía falta para la comodidad del ser humano se inventaba y se fabricaba y se vendía. Poco a poco, además, iba extendiéndose la idea de que la verdadera comodidad no se lograba nunca si el alma del hombre se mantenía inquieta, y la manera de tranquilizar el alma no era dando al cuerpo los mejores alimentos; la manera más adecuada era buscando la paz por medio de la bondad. Los hombres iban aprendiendo que no era teniendo más poder o más conocimientos solamente como lograrían la felicidad, sino refinando sus sentimientos y haciéndolos cada vez más firmes y puros. Con la ambición 357
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se conquista el poder, con el estudio se conquistan las ciencias; pero sólo con la bondad se conquista la dicha. El Señor Dios persistía en un punto; y he aquí como Él lo decía para sí: “Los hombres tienen que aprender a quererse, porque el amor los hará bondadosos y los salvará de ser codiciosos, crueles e injustos”. El Señor Dios ponía toda su ternura en los niños porque ellos saben querer naturalmente, y se llenaba de ira cada vez que oía a un padre decir a sus hijos que para ganar buen éxito en la vida hay que ser duros de corazón, egoístas y fríos. Pero esos padres, por suerte, eran cada vez menos. El Señor Dios veía con placer que cada día la humanidad avanzaba hacia el amor, que cada día era mayor el número de los que deseaban ser bondadosos. Por ejemplo, el dueño del circo que compró los camellos de los Reyes Magos no necesitaba para nada de esos pobres animales, pero le hizo creer a Baltasar que le hacían falta a fin de que el rey negro y sus compañeros tuvieran dinero para el viaje. El viaje fue rápido, pero no tanto que llegaran a tiempo para hallar gente en el aeropuerto. Era muy poca la que se veía y ya estaban cerradas las pequeñas tiendas. De manera que cuando Baltasar preguntó dónde podría comprar un juguete para un niño que lloraba porque no tenía ninguno, le dijeron que ya no había comercios abiertos. En ese momento se le acercó un hombre humilde, vestido con ropa sencilla de algodón y una especie de cobertor que le cubría los hombros y el pecho. Tenía los pies calzados con pedazos de goma de automóvil. Era pálido, delgado, de pelo muy negro que le caía sobre la frente. Su estampa iba pregonando su pobreza, pero a la vez su rostro reflejaba bondad. Con mucha dulzura en la voz explicó: —Yo fabrico juguetes de madera para venderlos en estos días. ¿Me permite ofrecerle el único que me queda? Es rústico, hecho a cuchillo, y deseo regalárselo. Al terminar de hablar echó al suelo un saco que llevaba a la espalda, y de él extrajo ropa sucia, frutas, un paquete de maíz y algunas otras cosas que llevaba a su casa. Revuelto con todo eso estaba el juguete, un precioso caballito de madera que arrastraba tras sí una diminuta carreta. —Amigo, esto es una belleza. Dios ha de pagarle a usted su bondad –dijo efusivamente el rey Baltasar. Melchor se acercó, miró con su habitual calma el juguete, y comentó: —Está muy bien hecho. Gracias. Pero Gaspar no dijo nada; esto es, no dijo nada acerca del regalo que acababan de recibir, porque habló de otra cosa. Preguntó: —¿Y el niño? ¿Dónde vive el niño ese? El malhumorado rey sabía que el niño vivía en la frontera del norte, pero hacía la pregunta porque deseaba que sus dos amigos terminaran cuanto antes de hablar con el hombre que les había obsequiado el juguete. La acción del desconocido le conmovió como pocas veces, desde que vio al Hijo de Dios en el establo de Belén, se había sentido conmovido. Y al rey Gaspar no le gustaba que le sucediera eso. Recordaba con toda nitidez que por haber experimentado una emoción parecida, casi dos mil años antes, había regalado a una vieja enferma una moneda de plata, y, ¡caramba!, jamás se perdonaría él esa debilidad, aunque viviera mil siglos. Baltasar, que a todo esto se hallaba hablando con otra persona, había oído la pregunta de Gaspar y no tardó en contestarle. —Este señor está explicándome que la frontera queda lejos. Parece que tendremos que alquilar un automóvil para ir allá. Por lo visto, era la noche peor en la vida de Gaspar. No acababan de darle disgustos. 358
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—¿Alquilar un automóvil? –preguntó– ¿Y con qué dinero, rey Baltasar? Y he aquí que de pronto se oyó una gran voz que caía de lo alto y decía: —¡Con las dos monedas de oro que te guardaste la noche en que nació Mi Hijo, rey Gaspar, avaro del demonio! Desde luego, es inútil tratar de describir la escena que se produjo allí. De los presentes, sólo los tres reyes oyeron la voz. Nunca jamás se vio un grupo real más confundido que ése. El primero en reaccionar fue Baltasar. —Conque dos monedas de oro, ¿eh? Tenía un tonillo que era a la vez burlón y colérico. Dejándolo a un lado, se dirigió a Melchor, como un general en jefe que da órdenes en medio de la batalla. —¡Melchor, busca un automóvil, el primero que pase, y contrátalo sin discutir el precio, que Gaspar tiene dinero! En verdad, Gaspar estaba tan apenado que tuvieron que empujarlo para que entrara al automóvil. Tardó mucho en hablar. A su lado, mirándole en silencio, con expresión severa, iba Melchor. Probablemente llevaban ya media hora de camino cuando el rey Gaspar dijo: —¡Ha sido una injusticia lo que el Señor Dios ha hecho conmigo, y ha sido además una tontería obligarme a gastar el último dinero! ¡Yo guardaba esas monedas para un caso de necesidad! —Sí, claro, las guardaste casi veinte siglos –comentó Baltasar. Durante todo el viaje, cada diez, a veces cada ocho y hasta cada cinco minutos, se oía a Gaspar murmurar: —¡Es una injusticia quitarme lo último que me quedaba! Tanto lo dijo y tanto lo repitió, que oyéndole el rey Melchor acabó por dormirse como si lo arrullara una canción de cuna. Mientras tanto, el automóvil iba a toda marcha hacia la frontera y Baltasar, el rey negro, que no usaba manto, se frotaba los brazos con ambas manos porque la noche era fría. El alegre rey echaba de menos el clima de su oasis, cálido en el día y frasco en la noche. Las temperaturas heladas no se habían hecho para él. Sin embargo había una persona que estaba pasando más frío que Baltasar, a pesar de que se hallaba acostumbrada a las nieves. Era Santa Claus. Pues el buen viejo, deseoso de llegar lo más pronto posible a la choza del niño mexicano, e imposibilitado de usar su reno, se fue a pie y decidió lanzarse al río y cruzarlo a nado. Mala idea fue ésa, porque el risueño Santa Claus no tenía edad para andarse dando chapuzones en agua helada, y menos a las dos de la mañana. Y como su ropa era de lana, conservó la humedad y no se calentó a pesar de la caminata que tuvo que hacer entre breñales y cerros pelados. Caminó a campo traviesa, orientándose por el llanto del niño, oyendo a ratos ladridos de perros, buscando afanosamente con la mirada, en medio de la oscuridad, la choza adonde se dirigía. A menudo tropezaba, volvía a levantarse, se caía y gateaba como los niños. Debido a todo ello iba ensuciándose la ropa en forma lamentable. Y no cesaba de sentir frío. En una ocasión estornudó. —Creo que me he resfriado –dijo el buen viejo en alta voz. Y así era. Pero resfriado o no, siguió su marcha. Columbró al fin la choza. Había una ventana mal cerrada, y por ella entró Santa Claus. La vivienda era pobre, aunque limpia; su piso era de tierra y sólo tenía dos habitaciones, una que debía ser la de recibir a la gente, que hacía a la vez el papel de sala, depósito y comedor, y otra en la que estaban el niño que lloraba y su abuela. La anciana, ya muy gastada por los años, dormía sobre una estera de paja. Al oír el ruido, el niño preguntó: 359
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—¿Quién es? ¿Son los Reyes Magos? No tenía miedo, sino esperanza, la esperanza de que a esa hora los Reyes Magos llegaran hasta el apartado lugar donde él vivía y embellecieran su soledad con el juguete que él les había pedido. Por primera vez desde que recorría la Tierra en su oficio de Santa Claus, don Nicolás sintió que el corazón se le contraía. Una lágrima le tembló en cada párpado, se secó la derecha con la manga, pero la izquierda cayó, rodó hasta el blanco bigote y allí se perdió. Y por primera vez también dijo una mentira. —Sí, somos los Reyes Magos –aseguró con voz que casi no se oía. La habitación estaba oscura, pero él adivinó una sonrisa en los labios del niño. —Gracias, Reyes queridos –respondió el niño en tono conmovedor. A seguidas se oyeron conversaciones afuera, algo como una discusión, una voz que murmuraba: —¡Me han hecho gastar mis últimas monedas y ahora no tengo ni con qué pagar el viaje de retorno! Santa Claus recordó esa voz; le pareció la de un viejo barbudo, de manto azul, que subía a un camello frente al establo de Belén en el momento en que él llegaba allí casi dos mil años atrás. Era el mismo tono inconfundible de hombre de mal humor. Santa Claus se asomó a la ventana y en tal momento volvió a estornudar. Oyó a alguien decir: —No discutas más, rey Gaspar, que en la choza están despiertos. ¿No oíste el estornudo? En esa le pareció reconocer la voz del hombre que llevaba manto amarillo, aquel que le decía al rey malhumorado que debía averiguar a quién pertenecían los tesoros que hallaron en sus camellos. Sí, estaba en lo cierto, no cabía duda de que los que hablaban eran los Reyes Magos. Pero podía estar equivocado. Después de todo, habían transcurrido casi veinte siglos. De todas maneras, Santa Claus tenía que irse ya; y cuando iba a saltar de la ventana se dio de manos a bocas con el rey negro. Este le miró en esa posición inesperada, trepado en la ventana, y en el acto gritó: —¡Majestades, déjense de discutir y vean quién está allí! ¡Es Santa Claus, el viejo que estuvo en Belén aquella noche! ¿No se acuerdan de él? —¿Qué me importa a mí quien sea? Lo que yo digo es que el Señor Dios me ha hecho gastar mis únicas dos monedas y ahora estamos en este hoyo sin que sepamos cómo vamos a salir de él. Está de más decir que fue el rey Gaspar quien habló. En cambio, Melchor inclinó la cabeza con mucha cortesía y se dirigió a Santa Claus con estas palabras: —Aunque la ocasión resulte desusada, me complace saludarlo, don Nicolás. El rey negro lo dijo en otra forma. Fue así: —¡Venga un abrazo, compañero, porque a pesar de que hemos estado cerca de dos mil años sin vernos, usted es nuestro compañero! De esa manera, y en tan lejano lugar, volvieron a encontrarse, veinte siglos después, los que la noche del nacimiento de Jesús le rindieron homenaje en su pobre cuna de heno. Mientras Baltasar entraba a la choza para dejar el caballito de madera y la carretita a los pies del niño –que ya en ese momento dormía como un bendito–, Melchor y Santa Claus se fueron andando por una senda llena de piedras. Con los brazos cruzados, sin moverse de allí, Gaspar rezongaba sin descanso: 360
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—¡Ha sido una injusticia del Señor Dios; ha sido una injusticia! Así lo halló Baltasar, que prácticamente lo arrastró tras sí. Poco después los tres reyes y Santa Claus iban bajando y trepando cerros, cayéndose, levantándose, en una marcha sólo amenizada por los estornudos de Santa Claus y las quejas de Gaspar. Desde arriba, el Señor Dios los contemplaba. Los veía irse juntos, apoyándose entre sí, buscando orientación en medio de la oscuridad. —Voy a mandar un lucero para que les señale el camino –dijo. Y a seguidas, como casi dos mil años atrás, llamó a una estrella, una deslumbrante estrella que surcó el firmamento a velocidad increíble para acercarse al Señor Dios, de cuya boca oyó esta orden: —Vete allá abajo, a la Tierra. Allí hay un sitio que es la frontera entre dos países llamados Estados Unidos y México; cerca de esa frontera van buscando rumbo cuatro tunantes amigos míos. Alúmbrales el camino. Pero atiende bien, porque ustedes las estrellas son tontas, no oyen lo que se les dice y después… No quiso seguir hablando; sacudió una mano, como indicando que ya estaba dicho todo lo que tenía que decir, y volvió a colocarse de pechos sobre el piso de nubes, la cara en el agujero desde el cual veía hacia la Tierra. Más he aquí que se durmió un instante nada más. Y al abrir los ojos vio esta escena: Por las llanuras de Tejas, tirando de dos cuerdas amarradas a un trineo, iban el rey Baltasar y el rey Melchor; tras el trineo, empujando, uno alegremente, el otro con cara de disgusto, iban Santa Claus y el rey Gaspar. Echado en el trineo se veía el hermoso reno, una de cuyas patas delanteras estaba hinchada. La luz de un naciente sol de invierno iluminaba con pálidos reflejos el curioso grupo. En toda la extensión, las gentes dormían. —Vaya, vaya, de manera que ahí tenemos juntos a los reyes y a don Nicolás. Se reunieron para hacer feliz a un niño indio y ahora van sudando para aliviar a un reno cojo. No está mal el ejemplo. Ojalá los hombres aprendan la lección y se unan para cosas parecidas. Eso dijo el Señor Dios. Quería hacerse el humorista porque se sentía conmovido y se daba cuenta de que si no tomaba el asunto a chanza iba a llorar de emoción. Y es el caso que si lloraba sus lágrimas iban a inundar la Tierra, caerían en ella como si se desfondaran las fuentes de los cielos, porque las lágrimas del Señor Dios, que jamás había llorado, debían ser infinitas. Si se permitía llorar, hombres y animales, valles y montañas se ahogarían, como en los tiempos del diluvio. No; el Señor Dios no lloraría. Pero como estaba emocionado debía hacer algo. Y se puso a silbar. Silbando se incorporó y comenzó a caminar poco a poco. Sin darse cuenta empezó a danzar. Lo que silbaba era una música celestial, de una finura inconcebible; y su danza era jubilosa y tierna, la danza misma de la felicidad. Abajo, en la Tierra, se oyó aquella música. La oyeron los pajarillos, que entonces despertaban y comenzaron a volar a su ritmo; la oyeron las flores, que en los países fríos se hallaban todavía sin nacer, cubiertas por la nieve, y en los países cálidos estaban mustias. Y las flores no nacidas, y las mustias, comenzaron a cobrar vida y color, a perfumar el aire, que también danzaba y las hacía danzar. La oyeron Santa Claus y los Reyes Magos, que alzaron sus rostros al cielo, sonrieron y dijeron, los cuatro a un tiempo: —Parece que el Señor Dios está contento. Y la oyó aquel hombre humilde que había regalado a los reyes su caballito y su carretita de madera. El había hallado despierta a la anciana madre, una mujer envejecida por los años y por la miseria, de cuerpo mínimo, ligeramente encorvada, cuyos tristes ojos irradiaban bondad. 361
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—Buenos días, mamacita –dijo el hombre. —Dios me lo bendiga, mi hijo. ¿Cómo te fue? —Vendí todos los juguetes, menos uno que regalé, y compré maíz y medicinas. —Falta hacen las dos cosas en esta casa. Dios es bueno. Acuéstate. —Ahora no. Quiero que le dé la medicina al niño. ¿Cómo sigue? —Ha estado más tranquilo que anoche. Debe haber delirado algo, porque le oí hablando anoche. Tal vez estaba soñando con los Reyes Magos, el pobrecito. Clareaba ya, y el hombre entró en la habitación donde dormía su hijo enfermo. Por el tierno rostro moreno se difundía una sonrisa inocente que embellecía en forma indescriptible la miserable covacha de barro. El padre sintió que su corazón aleteaba y se inclinó para besar la pequeña frente. Pero de pronto vio algo junto al niño; algo que le paralizó. Lo veía y no podía creerlo. Allí había un autito, un regalo de reyes para su hijo, y junto al autito la misma carretita que él había dado horas antes a tres hombres estrafalariamente vestidos, de túnicas y turbantes. Sólo que ahora el caballito y la carretita fulguraban, despidiendo reflejos a la naciente luz del día. Asustado, tomó la carretita en sus manos y se encaminó hacia la anciana, que desde la otra habitación le miraba con la serenidad soberana de sus años. Quiso llamar la atención de la madre, decir algo, explicarle que aquel era el juguete que él mismo había hecho, pero que ahora era distinto, macizo, pesado, de un metal que él conocía pero cuyo nombre no se atrevía a pronunciar en ese momento, y que brillaba porque estaba recubierto de piedras de valor incalculable. Pero no se dirigió a la madre, sino que dijo: —¿Qué es esto, Señor? Alzó los ojos a la altura, como esperando una respuesta. No hubo respuesta. Lo único que oyó fue una música que bajaba de los cielos, una música que iba envolviéndolo todo, como si las nubes hubieran estado cargadas de jilgueros y éstos cantaran celebrando el nacimiento del sol. Santa María del Rosario La Habana, Febrero de 1956
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introducción a la SEGUNDA sección Diógenes Céspedes Emilio Rodríguez Demorizi: Cuentos de política criolla a) Visión del presentador
En la selección de textos que hizo Emilio Rodríguez Demorizi para su libro Cuentos de política criolla1 conviven dos teorías diametralmente opuestas acerca de lo que es un cuento2. La del propio Rodríguez Demorizi, quien, para no invalidar su libro, se acoge a esta definición: “usamos el término cuento en su sentido más lato –sin rigurosos encasillamientos que obligarían a enfadosas explicaciones– y acogemos como cuentos lo que una crítica estricta, fuera de lugar en este caso, señalaría como un cuadro de costumbres, un relato, una narración, una anécdota, un episodio, un sucedido.” (p.9) En esta definición de Rodríguez Demorizi cabe cualquier cosa, pero el único criterio de selección radicó en lo siguiente: “Lo esencial es que a la forma indefinida del cuento se añada lo característico en esta Antología: lo político, lo criollo.” (Ibíd.) En este diálogo amable entre amigos, Juan Bosch y Rodríguez Demorizi, cada cual, sin llegar a herirse u ofenderse, plantea sus diferencias teóricas: Rodríguez Demorizi dice que su libro es una antología; Bosch riposta que es una selección. ¿Por qué selección y no antología? Porque una antología exige el rigor valorativo en términos de calidad literaria, lo cual Rodríguez Demorizi rechaza de plano. Ese rigor valorativo está en los “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” de Bosch y que Rodríguez Demorizi cita casi textualmente en su definición lata de cuento cuando el reconocido autor de La Mañosa dice no solamente que el cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia, sino que para que tenga valor literario debe cumplir escrupulosamente las dos leyes que lo fundan: la ley de la fluencia constante, o sea, el ritmo, en el sentido de la poética meschonniciana y el uso de la palabra precisa para describir la acción. Pero Rodríguez Demorizi ha sido honesto al deslindar su concepto de cuento y por su definición el lector o lectora sabe que no encontrará en la selección ningún valor literario, sino un conjunto de textos ideológicos que buscan divertir y entretener y, sobre todo, hacernos reír a costa de satirizar el modo de hacer política desde el siglo XIX y, ¿por qué no? hasta bien entrado el XX si el patrimonialismo y el clientelismo no han sido desterrados de la forma de organización política de la sociedad dominicana. 1 La primera edición de Cuentos de política criolla apareció en Santo Domingo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n.o 28, 1963 y trae únicamente el estudio erudito y largo de Emilio Rodríguez Demorizi. 2 La segunda edición, la cual he usado para este trabajo, vio la luz en Santo Domingo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n.o 28, 1977, trae un prólogo de Juan Bosch y a renglón seguido el mismo estudio de Rodríguez Demorizi incluido en la primera edición. El prólogo de Bosch tiene números romanos del I al VII. La paginación de ambas ediciones es diferente. Las citas en números arábigos remiten al estudio de Rodríguez Demorizi y a los textos de su selección, mientras que los romanos se refieren al prólogo de Bosch.
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b) Visión de cada obra
Bosch, por condescendencia, acepta llamar cuentos a los textos elegidos por Rodríguez Demorizi, para que no se sienta mal. Si Bosch hubiera comenzado su prólogo negándoles la denominación de cuentos, hubiera hecho tabla rasa del libro. Sin embargo, en el interior de la redacción de la breve descripción de cada autor, al lado del o de los textos de la selección, es donde Bosch plantea su opinión de que no son cuentos. Desde que arranca con los textos de José Ramón López (p.11) hasta que termina con el de Agustín Aybar, “Sor de Moca” (p.VI), “todos relatan episodios de política criolla”, “algunos bien escritos”, para el caso de López o en el caso de los textos de Joaquín María Bobea, “el primero… es típicamente pintoresco”, “el segundo… es en realidad un comentario satírico”. Lo mismo sucede con “Una decepción”, de Manuel de Jesús Troncoso, el cual tiene “la factura de un cuento pintoresco; es decir, tiene a la vez gracia y humor.” (Ibíd.) Bosch es más claro todavía: “Cómicos y acróbatas políticos”, “Le côté” y “Cohetes tirados”, de Bobea, son sátiras, no cuentos. (p.III). Y con respecto a “Yo no conozco a nadie”, “es un episodio, bien escrito por cierto, de la acción de la Loma del Cabao” y “su condición de episodio no le impide ser un cuento político muy bueno.” (Ibíd.) Finalmente, el último texto de Bobea, “El que más patea”, según Bosch, “no es cuento; es un apólogo, y bueno.” (Ibíd.) Con respecto a “Contrariado”, único texto de Lorenzo Justiniano Bobea, hermano de Joaquín María, Bosch dice que es “un típico cuento de política criolla.” Y “La huelga”, de Víctor M. de Castro, “es una anécdota de Lilís, asunto en que podríamos decir que De Castro se especializó.” (Ibíd.) Sin decir que los textos de Vigil Díaz son cuadros de costumbres donde se describe al político pequeño burgués ambicioso, sinvergüenza y simulador, es al final, al referirse a “Zaramagullón”3, “una estampa” (p.IV) que Bosch fija su posición. Y concluye de esta guisa: “Pero en ‘El miedo de arriba’, que es una anécdota de Alejandro Woss y Gil, la rica y suntuosa lengua de Vigil Díaz se empobreció de golpe, porque escribir anécdotas es una especialidad que él no conocía.” (Ibíd.) Al evaluar los nueve “trabajos” de Ramón Emilio Jiménez, dice el maestro de la teoría y la práctica del cuento, que “tres son anécdotas de Lilís”, el cuarto es “la conocida anécdota del paso de Orden y Honradez, lema del horacismo, por las tierras de la Línea noroestana; tres son anécdotas de Goyito Polanco.” (Ibíd.) Para Bosch, “Los ladrones de lo suyo”, el último de los trabajos de Jiménez, es el mejor. Al terminar su análisis de la “cola del libro” de Rodríguez Demorizi, el autor de “Luis Pie” nos dice que “Política de amarre”, de Rafael Damirón; “De la guerra”, de Jafet Hernández; “Borrón y cuenta nueva”, de Max Henríquez Ureña, y “Sor de Moca”, de Agustín Aybar, “se basan los dos primeros en dos frases de la picaresca política nacional” (p.V), es decir, que son anécdotas o estampas. Con respecto al de Henríquez Ureña, Bosch señala que “Borrón y cuenta nueva” es un “espejo de la realidad social dominicana, pero un espejo retorcido que nos devuelve una figura irreal formada con materia que existía únicamente en la imaginación de sectores muy reducidos de la alta pequeña burguesía de la Capital y de Santiago.” (Ibíd.) Escrito con S mayúscula en el cuento seleccionado por el compilador.
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INTRODUCCIÓN A LA SEGUNDA SECCIÓN | Diógenes Céspedes
En cuanto a “Sor de Moca”, es una anécdota sacada de una frase posiblemente pronunciado por José Dolores Alfonseca en las tertulias del parque Colón (de la cual era un asiduo junto con Jacinto Peynado, Bienvenido Gimbernard, Copito Mendoza y los políticos de más viso). Bosch conjetura que Gimbernard le dio forma impresa en su revista Cosmopólita al relatar el encuentro de un campesino mocano con su compueblano Alfonseca, el delfín de Horacio Vásquez, a quien el rústico se le presentó con esta frase: “Sor de Moca y vor pa el Serbo.” (p.VI) O sea, “Soy de Moca y voy para El Seibo”. Y Bosch, estudioso de cada categoría de sujeto perteneciente a la sociedad dominicana, aunque la anécdota satiriza el hablar de los cibaeños a oídos de un capitaleño, no celebra la burla, sino que la analiza: “¿Qué significación tenía esa frase? […] Pues es la de destacar el esfuerzo que hacían miembros de la baja pequeña burguesía ignorante para hacerse pasar por componentes de una capa más alta.” (Ibíd.) Es decir, que al igual que los miembros de la baja pequeña burguesía campesina de los “cuentos” de Damirón y Jafet Hernández (o la que emigra a la ciudad) eran vistos como un espejo deformado de la realidad por parte de “sectores muy reducidos de la alta pequeña burguesía” capitaleña o santiaguera. Igualmente, esos mismos sectores, ignorantes en materia de la evolución lingüística de los idiomas, en especial del español dominicano y peninsular, no sabían entrar en contacto con esa realidad sino era a través de una ideología moral de la lengua: la burla a quien infringe la gramática normativa.
c) Visión de hoy
Tal como sinteticé la visión de los presentadores y, a través de Bosch, la visión de lo que son los textos y la selección de Rodríguez Demorizi, ahora corresponde dar la visión de hoy, es decir, cómo son percibidos estos textos en el inicio del siglo XXI. Los encaro como documentos que muestran las vicisitudes del género hasta encontrar su forma definidora en 1933. El hecho de que en ningún libro de cuentos que tenga por objetivo establecer el valor literario se advierta la copia o imitación de los modelos contenidos en la selección de Rodríguez Demorizi, demuestra dos asuntos importantes: 1) que sus textos seleccionados caducaron con la situación política y social que les dio origen; y 2) que el lenguaje y el ritmo escogidos por los cuentistas dominicanos de mitad del siglo XX y principio del siglo XXI para criticar lo político, es totalmente diferente al lenguaje y al ritmo de los textos incluidos en la selección de Rodríguez Demorizi. Esto no significa que los cuentistas de hoy no produzcan los mismos efectos ideológicos y políticos que encontramos en los textos de la selección de Rodríguez Demorizi. Conocer con conciencia la teoría de Bosch acerca de cómo escribir un cuento de valor literario no significa que al aplicarla se obtendrá mecánica o automáticamente una obra de arte. El pasar de la teoría a su aplicación práctica con éxito, exige la presencia de un ángel que no todo el mundo posee. Que se llame vocación, amplitud cultural o conciencia del oficio, da igual. Pero jamás serán la inspiración y la mimesis. La escritura de valor literario es conciencia rítmica y orientación política del sentido en contra de las ideologías de época, sin caer en el denuncismo social. Es trabajo de transformación de la historia, el lenguaje y el sujeto que exige una inteligencia superior en el escritor que atraviesa los mitos, las leyendas y las creencias en que se funda una sociedad. A eso se le llama conciencia del oficio, vocación, alta cultura, estrategia. 365
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
Juan Bosch: Más cuentos escritos en el exilio4
Esta obra de Juan Bosch consta de 17 cuentos5, como el título lo indica, escritos en el exilio. Debe ser analizado el volumen, como la segunda parte del primero, titulado Cuentos escritos en el exilio, cuya presentación, para ambos, son los “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, de los cuales hice un estudio detallado en la primera sección de esta obra. Once cuentos son de ambiente campesino; seis de ambiente urbano; uno, “Fragata” (p.14) es semiurbano, pues traduce el proceso de ambientación que va del campo a un poblado que tiene una o dos callejas propias de los pueblos que nacen; el cuento “Un niño” (p.37) es netamente campesino, pues el protagonista en torno al cual gira la acción es el infante y los personajes que se dirigen en automóvil a la ciudad, al menos uno de ellos, es un testigo de la miseria campesina. El accidente del vehículo (una goma pinchada) es un pretexto del narrador para obligar al personaje ciudadano a dirigirse, al parecer por curiosidad, a visitar un bohío campesino cercano al lugar del percance y que se percibe como sumido en la miseria total. Cuatro cuentos son de animales: “Dos amigos” (p.22), “Poppy” (p.122) y “Capitán” (p.201) son de perro, mientras que “Maravilla” (p.71) trata de un buey como personaje.
a) Visión del presentador
No existe, como ya indiqué. Los “Apuntes…” del primer volumen publicado en 1962 fungen de presentación.
b) Visión de cada obra
Muchos de los textos que integran el libro Más cuentos escritos en el exilio son una transición cultural entre lo que era la República Dominicana que Juan Bosch dejó atrás en enero de 1938 y el Puerto Rico donde llegó para la misma fecha. Esto explica que la mayoría de los cuentos de la citada obra fueran escritos y publicados en las revistas puertorriqueñas de la época (Puerto Rico Ilustrado y Alma Latina) y que casi todos tengan ambientación campesina y semiurbana, puesto que la experiencia previa del autor y la cultura en la que nació, se crió y se formó antes de emigrar a la Capital dominicana en 19256 era netamente rural. A medida que el contacto con las urbes antillanas le borran poco a poco el recuerdo de los campos del Cibao y que las luces de San Juan de Puerto Rico y La Habana le obligan a dirigir sus ojos a lo que pasa en las ciudades, Bosch se centra lentamente en los temas ciudadanos, pero antes pasa por lo semiurbano, como son los textos que plantan en callejas polvorientas a Fragata y a los personajes de “La muerte no se equivoca dos veces”. Más aún, lo reitero, la dicotomía campo/ciudad como tema literario (ideología de época) no decide en nada si un 4 Santo Domingo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n.o 28, 1964, 285pp. Las citas de los cuentos remiten a esta edición. 5 La fecha de publicación de cada uno de estos cuentos, así como los contenidos en Cuentos escritos en el exilio, la encontrará el lector-a en las dos obras de Guillermo Piña Contreras tituladas Juan Bosch: imagen, trayectoria y escritura t. II, pp.89-96, libro ya citado, y en “Presentación”, en Juan Bosch. Obras completas, t. XII. Santo Domingo: Editora Corripio, 2007, pp.7-30. 6 El itinerario de Bosch, luego de su primera llegada a Santo Domingo, fue el siguiente: 1926-27 vuelve a La Vega y luego a Constanza; 1927-28 trabaja en la casa comercial de Font Gamundi en la Capital; 1929-30 está en Barcelona, donde funda una pequeña compañía de Variedades; y, 1930, la familia Bosch-Gaviño se traslada desde La Vega a la Capital. Con su familia vivirá cuando regrese desde Martinica en agosto de 1931 hasta que se case con Isabel García en 1935. Luego saldrá a Puerto Rico en enero de 1938. Para más detalles biográficos, véase a Guillermo Piña Contreras, en Juan Bosch. Obras completas, t. I. Santo Domingo: Editora Corripio, 1989, pp.10-11.
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cuento tiene o no valor literario. Son la orientación política del sentido en contra de las ideologías de época, la ley de la fluencia constante (=ritmo) y la ley ineludible de la palabra precisa para describir la acción (=ritmo, también) las que deciden si un cuento tiene calidad literaria o valor poético. Tampoco tiene relevancia la oposición ideológica de lo nacional y lo extranjero y mucho menos la ideología espacial o geográfica como tema o ambientación de un cuento. La prueba de que esas dicotomías no tienen pertinencia es que, incluso todavía en La Habana, Caracas, Santiago de Chile o La Paz, Bosch sigue su escritura de cuentos con temas campesinos o semiurbanos, como, para no citar otros, lo testimonian “El indio Manuel Sicuri”, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El Socio”, “La muerte no se equivoca dos veces”, “El difunto estaba vivo”, “El río y su enemigo” y “Fragata”, los cuales conviven con cuentos ambientados en las ciudades, como es el caso de “El hombre que lloró” (Caracas), “La muchacha de La Guaira” (Caracas) y “La mancha indeleble” (Caracas). Desde el punto de vista de la valoración, los grandes textos –seis en total– integraron el primer volumen (“Los amos”, “Luis Pie”, “La Nochebuena…”, “El hombre que lloró”, “La mancha indeleble” y “El indio Manuel Sicuri”) y dejaron en la orfandad al segundo volumen. Si bien en este último existen textos que siguen al pie de la letra la fórmula de los “Apuntes…”, también es verdad que su jerarquía política de los sentidos en cuanto al combate en contra de las ideologías de época no tiene la misma importancia estratégica. El propio autor se dio cuenta de esto y a partir de la edición de Más cuentos escritos en el exilio de 1974, Bosch suprimió para siempre de las ediciones siguientes a “Poppy” y “La muerte no se equivoca dos veces.”7 Pero pudo haber suprimido también “El funeral”, no así a “Victoriano Segura”, un cuento que simboliza al apestado político durante la era de Trujillo. El ritmo o fluencia constante y la palabra precisa para describir la acción, así como el hecho-tema único de los textos de Más cuentos escritos en el exilio no tenían una orientación política del sentido en contra de las grandes ideologías de época: el poder del Estado, el Ejército y la Iglesia, sino que dirigían su combate en contra de la rudeza de un finquero (“El difunto estaba vivo”); un abusador (“Todo un hombre”); un avaro (“La bella alma de don Damián”); un fanático religioso (“Un hombre virtuoso”); un campesino extremadamente libre y egoísta (“Rosa”); un Fausto criollo como lo es don Anselmo (“El Socio”), el presentimiento de la muerte en los animales y algunos seres humanos (“Capitán”); la locura sufrida por un campesino pobre a causa de un desastre natural (“El río y su enemigo”); fábulas que reproducen los relatos de animales humanizados cuyos instintos y deseos desconocen los seres humanos (“Capitán”, “Maravilla”, “El funeral”, “Poppy” y “Dos amigos”); la prostitución femenina en una aldea (“Fragata”), tema escabroso como el origen del hombre y el lenguaje (“Los últimos monstruos”); lo absurdo o falta de lógica de la vida (“La muchacha de La Guaira”), la dureza o temple acerado del campesino dominicano de aquella época vivida por el autor (“Mal tiempo”); la lealtad a la palabra empeñada entre campesinos (“El difunto estaba vivo”) y, finalmente, la pobreza extrema que se vive en el campo (“Un niño”) y la percepción distante e indiferente que de esta tiene el ser humano que vive en la ciudad. 7 Guillermo Piña Contreras, “Presentación”, t. XII, p.13, ya citada. Para el prologuista, la exclusión de esos dos cuentos es inexplicable. Si esto obedeció en Bosch a una lógica editorial de corregir lo antes publicado, siempre que el tiempo y la política se lo permitieran, creo que esta decisión se debió a la conciencia del oficio adquirida a partir de “El río y su enemigo” (Puerto Rico Ilustrado n.o 1515, 15/6/1940). Pero si los textos de Camino real (1933) no tenían la jerarquía de “El río y su enemigo” y de los grandes cuentos que vinieron después, es poco lo que puede mejorarse porque las imágenes encerradas en los textos de Camino real pertenecen a un mundo que ya había sido clausurado con los cuentos de Virgilio Díaz Grullón y que no era el de la novela de la tierra.
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Como se ve, en estos cuentos el combate se orienta a la desestructuración de las pequeñas ideologías que forman parte inseparable de la sicopatología de la vida cotidiana y que dificultan, en quienes la llevan a extremos peligrosos, la convivencia social entre los seres humanos. Como minucias al fin, pero que no carecen de su apuesta social, estos cuentos centrados en sujetos que la literatura tradicional excluía por completo, surgen a la vida gracias a la fijación del ojo crítico de Juan Bosch que vio lo que en su época los otros no vieron o no quisieron ver.
c) Visión de hoy
El mundo que dejó atrás la cuentística de Bosch no es, como el agua del río heraclitiano, el mismo de hoy. Otros son los temas, pero los hechos-únicos y las leyes del ritmo y de la palabra precisa para describir la acción, son las mismas en la poética de hoy. Atraviesan las ideologías de época aquellos cuentos de Bosch que he señalado como representativos de la orientación política del sentido en contra de las grandes creencias y verdades que tienen una jerarquía suprema en el seno de nuestra sociedad. Me refiero a los cuentos “Los amos”, “Luis Pie”, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El hombre que lloró”, “La mancha indeleble”, “El indio Manuel Sicuri” y, en cierto modo, “Cuento de Navidad”. Todo lo otro es accesorio, incluso si “El río y su enemigo” explica la teoría de su propia escritura: “Con buenas dotes de narrador, con descripciones sobrias y acertadas que llenaban su relato de interés, hablaba de una cacería en la que había tomado parte el año anterior y yo seguía el hilo de su historia sin mover un músculo, cuando vi a Balbino ponerse de pie, dar las buenas noches y tomar la puerta.” (Más cuentos… p.44) El dominio del género por parte de Bosch se centra en el cuento, pero todavía la corrección conveniente del idioma adolece de defectos, menores por supuesto, sobre todo en el uso del plural para lo poseído cuando el poseedor está en plural. No siempre lo poseído va en plural si el poseedor está en plural. La lógica cultural, social y jurídica del sentido del discurso es la única que prevalece en este caso para acertar con el uso correcto del idioma. Pero este defecto, del cual no se han podido librar hasta hoy los escritores de lengua española y de otros idiomas, es común a todos los escritores dominicanos. Lo cual no significa que esté justificado: “Al rato la mujer de Justo hizo una señal a su hija, ésta pidió permiso, dio las buenas noches y madre e hija tomaron el camino de sus habitaciones. Nos quedamos solos mi huésped y yo.” (Ibíd., p.45) Claro que no puede ser “sus habitaciones”, sino su habitación. Ni juntas ni separadas poseen madre e hija, habitaciones. Cada una posee solamente una habitación. Es la lógica cultural, social y jurídica del discurso y su sentido la que nos asegura empíricamente que madre e hija solo poseen una habitación o dormitorio. Otro asunto diferente es si se dijera: Las habitaciones de madre e hija… donde el artículo definido exige siempre concordancia de género y número. Pero en la especie que nos ocupa, a lo poseído (por la madre y la hija, que son las poseedoras) no les corresponde lo poseído en plural. Culturalmente, lo social y lo histórico me dicen que ningún campesino pobre puede poseer dos habitaciones para dormir. Hay casos en que este plural es posible para un poseedor singular o plural (reyes, sultanes y potentados). Este pequeño defecto ensombrece el dominio que todo escritor debe tener del idioma, más que cualquier otro miembro de la sociedad. La lógica del sentido del discurso implica que la madre tenía dos o más habitaciones, al igual que la hija. Y lo empírico indica que la 368
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madre tiene solamente una habitación donde dormir, al igual que la hija. Por lo tanto, no poseen, ni juntas ni separadas, habitaciones. En este oficio de escribir, cualquier titán tiene una debilidad.
Virgilio Díaz Grullón: Crónicas de Altocerro. Cuentos Nota aclaratoria
Si el especialista literario quisiera establecer la cronología de los cuentos publicados por Virgilio Díaz Grullón, se tropezaría con un obstáculo insalvable si no dispusiera de los tres volúmenes dados a la luz en vida del escritor8. Este aserto se explica porque el cuarto y último volumen publicado y revisado por el propio autor, titulado De niños, hombres y fantasmas9, mezcla en tres secciones los cuentos contenidos en los tres libros anteriores, “de acuerdo a la condición de los héroes (o antihéroes) de sus narraciones. De ahí el título del volumen.”, según dice la presentación de la primera edición, insertada también en la segunda.
a) Visión del presentador
Carlos Curiel explica las razones por las cuales el autor le escogió para escribir el prólogo de Crónicas de Altocerro: “…motivos sentimentales, habida cuenta de los nexos de compañerismo y de afinidad intelectual que nos ligan desde los años de la adolescencia; y por otra, en razón de que antes de darse a la imprenta su primer libro Un día cualquiera, me tocó la delicada misión de fungir de ‘lector de sondeo’ frente a las dubitaciones del autor, nacidas de su acendrada honestidad intelectual.” (p.5) No existen otras razones de peso que las señaladas por el prologuista. De ahí que deseche cualquier consideración de tipo literario y se contente con la de un simple lector con derecho a opinión: “Lejos de mí la pretensión de hacer obra de enjuiciamiento crítico en estas breves líneas.” (Ibíd.) Curiel dice que le aterra “la labor de crítica literaria” al estilo Sherlock Holmes (“vivisección de la obra objeto de enjuiciamiento, rastrear sus antecedentes, determinar su mayor o mejor ajustamiento a las llamadas ‘reglas del género’, indagar posibles simbolismos en los personajes y descubrir recónditas conexiones entre las motivaciones de éstos y la propia psique de su creador”). Naturalmente, todos estos requisitos expuestos por el prologuista forman parte del arsenal conceptual de la crítica tradicional de corte estilístico ya en desuso debido a su escaso poder de conocimiento con respecto al objeto de estudio. La lingüística y la teoría antimetafísica del ritmo cambiaron para siempre los estudios puramente estilísticos de un texto literario. Sin embargo, a causa de un anacronismo y a una relación con la metafísica del signo que la vuelve inofensiva y agradable al Poder y sus instancias, la crítica estilística es el tipo de análisis de las obras literarias que la sociedad está dispuesta a tolerar. Es, entonces, bien vista por este tipo de crítica la repetición de lo ya establecido y aceptado. Por eso Curiel repite, tomando la idea de Bosch sin decirlo, que el cuento es “un género calificado con frecuencia como uno de los más difíciles”. (p.6) Eso está ya dicho en 8 Me refiero al primero: Un día cualquiera. Ciudad Trujillo: Editorial Librería Dominicana, 1958; al segundo, Crónicas de Altocerro. Santo Domingo: Editora del Caribe, 1966 y, al tercero, Más allá del espejo. Santo Domingo: Editora Taller, 1975. 9 Santo Domingo: Colección Montesinos, 1ª edición, 1981, 2ª edición, Santo Domingo: Editora Taller, 1982.
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los “Apuntes…”, incluidos en la edición de 1962 de Cuentos escritos en el exilio, que Curiel leyó. Bosch la toma de otro autor, a quien tampoco cita. Por eso el prologuista señala: “…ante las expresiones artísticas mi actitud suele ser la del gozador receptivo dispuesto a ser arrastrado al orbe mágico que recrea la obra de arte; claro está, cuando la misma posea la virtud de suscitar ese milagro, siempre maravilloso, de identificación entre el creador y el gozador.” (Ibíd.) Esta identificación le permite a Curiel, al recomendar a Díaz Grullón la publicación del libro para “enriquecimiento de nuestra moderna literatura” (pp.5-6), rechazar en cualquier obra artística (cuadro, poema, sinfonía, pieza de teatro), “el hermetismo, la incomunicación” porque “constituyen pecados mortales”. (p.6) Para Curiel, con la publicación de Crónicas de Altocerro “surge en nuestro ámbito literario un auténtico cuentista dominicano.” (Ibíd.) Luego sigue a esta afirmación un largo exordio acerca del cuento latinoamericano con el “redescubrimiento del hombre americano que vive en medio de la agresividad de su ‘hábitat’, arrastrado por la vorágine de fuerzas sociales que le prestan estatura heroica a su doliente humanidad”. (pp.6-7) En este contexto se inscribe el cuento dominicano, el cual entra de lleno, con Bosch a la cabeza, en esa corriente hispanoamericana con su libro Camino real (1933), el cual constituyó “una revelación” que deslumbró a Curiel y a los jóvenes que aspiraban, en aquella época, a ser escritores. Pero habían transcurrido 33 años entre la aparición de Camino real y Crónicas de Altocerro, incluso menos tiempo si la referencia es 1958, año de publicación de Un día cualquiera, donde la preocupación temática no es ya ese 70 por ciento de la población campesina dominicana, protagonista de los cuentos de Bosch, sino que ahora la preocupación de Díaz Grullón es esa pequeña burguesía de la ciudad, la cual vino, en parte, del campo, acumuló o accedió a los puestos burocráticos disponibles en la Capital, los municipios y los distritos municipales a partir del golpe de Estado de Trujillo. Pero sea en el campo o sea en la ciudad, es el tema, en esa concepción estilística, lo que parece distinguir el valor literario del cuento o de los otros “géneros literarios”. El prologuista, que no desea ejercer de crítico, es sin embargo, muy agudo: “Con el paso de los años, la obra primeriza de Bosch […] se reduce, con sus altos méritos literarios, a un testimonio.” (p.8) Es el tema, y no otra consideración específica al valor literario, lo que distingue los cuentos de Bosch de los de Díaz Grullón, según Curiel: “Los cuentos de Díaz Grullón responden a las inquietudes de una generación posterior. El campo, el agro y sus problemas, siguen siendo la clave del destino nacional. Pero en ese lapso se ha producido también entre nosotros –como en otros pueblos latinoamericanos– el fenómeno del crecimiento extraordinario de los centros urbanos a expensas de la población rural.” (Ibíd.) Los personajes de la cuentística de Díaz Grullón son el recién llegado del campo a la ciudad compuesto por “obreros en las incipientes industrias, los pequeños empleados del tren burocrático –de primordial importancia en el equilibrio presupuestario de nuestros pueblos– los modestos dependientes de pulperías, artesanos, buhoneros, pregoneros de billetes de la lotería nacional, et al.” (p.9) Dice Curiel que ese es “el nuevo tipo humano que sirve de material a los cuentos de Díaz Grullón, tan auténticamente dominicano como el de extracción rural.” (Ibíd.) El juicio 370
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del prologuista habla de su inteligencia para percibir que no es el tema ni el personaje y su entorno o ambiente lo que le da valor al cuento. Todavía más se muestra la inteligencia de Curiel cuando percibe certeramente que “el drama del hombre dominicano reviste en este joven autor un acento menos epopéyico –en el sentido de enfrentamiento a la fuerza externa– que en sus antecesores.” (Ibíd.) Certísimo, y en este enfrentamiento rítmico-semántico es donde reside el valor literario de los cuentos más significativos de Bosch: la orientación política del sentido de sus cuentos más perfectos en contra de las estructuras del sistema social que trituran a campesinos y habitantes urbanos (“La mancha…”, “La Nochebuena…”, “El indio…”, “Luis Pie”, “Los amos”, “La muchacha de La Guaira” y “El hombre que lloró”. Es en contra de las instancias de Poder y en contra del Poder mismo que se inscribe el sentido de estos cuentos de Bosch (Estado, Ejército, Justicia, terratenientes, Iglesia, etc.). En cambio, Curiel da en el blanco cuando dice, refiriéndose a los cuentos de Díaz Grullón, que “el drama del dominicano de la ciudad es de interioridad. Ya no es la inclemencia de la naturaleza, ni la fuerza coactiva del cacique de turno, ni la esterilidad del suelo, ni la incomunicación física […]. Se trata esta vez del hombre de ciudad o del hombre que vegeta en estas poblaciones que no alcanzan la categoría de ciudad pero que han perdido el encanto parroquial y eglógico de las aldeas tradicionales.” (Ibíd.) Altocerro es, como dice Curiel, el poblacho creado por la imaginación de Díaz Grullón para plantar a ese nuevo tipo humano compuesto de hombres, mujeres, ancianos y niños en medio de las contradicciones más espantosas y los delirios más desbordantes: “Hay también en estos cuentos un amargo sentido de frustración, pero en esa medida constituyen un retrato de un gran sector de nuestro pueblo.” (Ibíd.) Por esta razón el autor ha calificado a sus personajes de héroes o más bien de antihéroes. La escritura es problemática. No puede existir en esta el optimismo o la felicidad, pero tampoco el pesimismo. Los tres son ideologías en contra de las cuales deben orientarse políticamente los sentidos de un texto. Y no son solamente los cuentos de Crónicas de Altocerro, sino también los de Un día cualquiera y Más allá del espejo los que nos ofrecen, a través de sus personajes, “un amargo sentido de frustración”. (Ibíd.) No es frustración, sino fracaso de los proyectos enarbolados por los personajes. El país está simbolizado por estos antihéroes. El país es el que ha fracasado desde 1844 hasta hoy. Pero más que el país, que es una abstracción, son los dirigentes los fracasados y, como consecuencia, han arrastrado, con la práctica política patrimonialista y clientelista, al pueblo que les ha apoyado siempre, a ese mismo fracaso debido a la falta de cultura política, sin la cual esos personajes no pueden simbolizar la conciencia nacional. El prólogo de Curiel termina con una afirmación contundente de lo que es la escritura: “El autor no plantea soluciones a estas vidas frustradas.” (p.10) Claro, si los cuentos plantearan soluciones por boca y acción de los personajes, no del autor, semejantes textos serían ideología. Pero con sus palabras, el prologuista no se engaña: “No es esa su misión.” (Ibíd.) ¿Y de quién es, entonces, tal misión? ¡Oh, de los políticos que surjan como novedad!; no de los que han hundido el país con la práctica del patrimonialismo y el clientelismo. Culmina Curiel su prólogo con estas palabras llenas de inteligencia y captación de que la literatura cuando se concreta en la escritura no es receta, sino simbolización y relación con lo real, pero comprende que la vida no tiene lógica, es decir, que fuera de los intereses que cada sujeto tiene en ella, esta no conduce a ningún fin: “Pero, sin decirlo explícitamente, hay 371
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compasión y profunda simpatía, por esos seres y el anhelo latente de que alguna vez, al término de su ruta –aparentemente sin sentido– brille una luz de redención definitiva.” (Ibíd.) Final conclusivo y discurso de deseo que plantean la vieja tesis de que el autor y la obra son idénticos. Pero quizá la ideología del autor y la de la obra no son idénticas, como ha dicho Meschonnic. El autor no es, como el narrador o los personajes, una estructura del sistema de la obra.
b) Visión de cada obra
En “Círculo”, cuento que abre el volumen, como en los demás textos que forman parte de Crónicas de Altocerro, se observan frases simbólicas que aluden a textos de Bosch. En este, particularmente, a “La mancha indeleble”, pero la forma narrativa –un discurso directo del personaje que narra– difiere en esto de “La mancha…”, donde se alterna la narración con la introspección. Pero, por supuesto, el sentido orientado en ambos cuentos es diferente: en Bosch, en contra de la noción de partido único; en día Grullón, en contra de la enajenación que produce la disfuncionalidad social en los seres humanos. Ya lo dijo Curiel: los textos de Crónicas de Altocerro no se enfrentan a la fuerza externa al sujeto, es decir, al sistema social: en el lenguaje del prologuista, esa es su manera de decir al sistema social que semejante sistema es el responsable de la enajenación del ser humano simbolizado por los personajes. En “El corcho sobre el río” se resume la frase de la novela policial de que el crimen no paga. Los protagonistas o antihéroes del poblacho son dos maestros de escuela. El hombre, antihéroe fracasado, casi misántropo y sin firmeza de carácter, entra en relación sexual sin amor con la profesora jamona de la tanda vespertina. Planea el personaje masculino, cual obra de relojería, el asesinato de la mujer cuando esta le anuncia, si no antes, que está embarazada. La moraleja con moral rígida es el apresamiento del homicida. El castigo es la ideología del cuento. En “El pequeño culpable” el antihéroe es un niño cuya madre ha muerto, sin que el texto explique esa defunción. Pero lo importante no es el duelo del marido, sino la relación padre-hijo, fruto de la disfuncionalidad de los hogares que pueblan el mundo de Altocerro. Son vidas rotas en cada texto. Ni el padre ni nadie en el entorno hogareño explica al niño la muerte de su madre y es posible que este recurra, para saber lo sucedido, al lechero o al repartidor de periódicos: “Y a mí me gusta saber las cosas, sobre todo cuando no quieren decírmelas.” (p.31) Este pequeño antihéroe está en intensidad y ritmo por debajo “La enemiga”10. El título de “Dos pesos para Cirilo” recuerda en parte a “Dos pesos de agua”, pero el tratamiento es distinto. Sin embargo, Díaz Grullón, quien siempre reconoció que la influencia de Bosch la tenía hasta en el inconsciente, acopia retazos de varios cuentos de su maestro, sobre todo de “La pulpería”, por lo del juego de dominó, pero también por el resultado, existe un eco de Sanz Lajara y su cuento “El machazo”11, donde hasta los personajes tienen el mismo nombre: Cirilo, dos jugadores empedernidos, adictos, que dejan sin comer a la familia por el vicio, para el cual siempre tienen una justificación psicológica. En el texto de 10 Publicado, al parecer, por primera vez en De niños, hombres y fantasmas, obra ya citada, ediciones de 1981 y 1982. En esta última, figura en las pp.59-62. No figura en los tres libros de cuentos anteriores a De niños… 11 Antología de cuentos. Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1994, pp.89-99.
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Sanz Lajara, Cirilo es el jugador; en el de Díaz Grullón, José Cambronal, cuyos dos pesos van a parar al tramposo de Cirilo Villamán. En “Más allá del espejo” el antihéroe es don Álvaro Torralba, loco que niega serlo, como es habitual en este tipo de enfermo. Sabemos el final del personaje gracias a la carta que puso en las manos del narrador la esposa del enfermo antes de morir ella misma. Si no es así, no hay cuento. Este es, en el linaje de arquetipos de Altocerro, el que simboliza la locura y trata de vendérsela a su propia esposa y luego a los lectores. No hay enfrentamiento de don Álvaro en contra de las estructuras del sistema social. Su negación del diagnóstico ni siquiera pone en jaque al psiquiatra, sino que es descalificación y denuncia: “Por eso me mantuve absolutamente mudo e inconmovible, tanto frente a tu amoroso requerimiento, como ante la astucia infernal de los psiquiatras… Pero no hablemos del triste episodio de los médicos.” (p.46) Infernal y triste son los calificativos de la denuncia, no el cuestionamiento a la capacidad médico-psiquiátrica que determinó la locura del paciente. En “Un epitafio para don Justo” y “Su amigo Arcadio” existe un paralogismo: la afición a la elocuencia y sus artificios. El destino final de los dos personajes, antihéroes por excelencia, es el destierro de la sociedad, ambos condenados por vivir de la apariencia y, el último, Carlos Zamorán, además por adicción al alcohol. Simbolizan ambos personajes la chatura a que reduce la vida provinciana a los sujetos. Estos casos de don Justo y don Carlos Zamorán se dieron perfectamente en la era de Trujillo, ya que la mayoría de la pequeña burocracia se nutría, en los municipios y distritos municipales, de los forasteros que lograban un nombramiento gracias a sus enllaves en el Partido Dominicano, el cual estaba muchas veces por encima de los ministros del ramo. Puesto que estos forasteros desplazaban a los militantes trujillistas locales que aspiraban a los mismos cargos, muchas veces se generaban odios y antipatías en contra de esos pequeños burócratas, aunque por lo general nadie quería disgustarse con ellos, pues todos comulgaban con la rueda de molino del trujillismo y las disidencias terminaban en los bares del pueblo, tal como describe Díaz Grullón la última reunión de la tertulia o peña que animaba don Carlos Zamorán, Administrador de Correos de Altocerro. El tipo de don Justo de la Barca y Téllez es el del impostor, seudo intelectual que vive de la apariencia, provisto de informaciones culturales generales que arroja, como prueba de inteligencia, en tertulias y saraos y pasa, en provincia, por un genio, o en la Capital, por docto, como fueron los casos de don Bienvenido García Gautier, Caballero del Santo Sepulcro de Jerusalén, o Alejandrito Woss y Gil, diletante empedernido, arquetipo del parlanchín, del “causeur” o diletante de los salones capitaleños. Los apellidos de dos grandes escritores del Siglo de Oro español que don Justo calza a su nombre de pila, también falso, muestra cómo la apariencia es moneda de curso legal en la sociedad dominicana. En “Retorno”, aunque es aventurada y riesgosa la ecuación vida del autor igual a sentido del texto, debe el lector o lectora tomar como una coincidencia que el narrador sufra de pérdida de memoria o Alzheimer y el autor haya experimentado, al final de su vida, esa enfermedad. Un texto como “Retorno”, tan temprano como 1966, no puede ser tomado como vida del autor, sino como anticipación y coincidencia entre biografía y obra. El cuento “A través del muro” puede ser la historia de los antihéroes de 1949 y 1959, pero se adapta más a lo sucedido a los guerrilleros de Constanza, Maimón y Estero Hondo, algunos de los cuales fueron rematados por los campesinos. La mano de pilón o el propio fusil del guerrillero hambriento simbolizan este fracaso de los desembarcos venidos del 373
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extranjero a redimir la patria, desde la entrada de Sánchez por Haití hasta la de Caamaño por Playa Caracoles. Ninguno ha triunfado nunca porque sus jefes no conocían la historia y la psicología del campesino y de la pequeña burguesía dominicanas, los jefes de las repatriaciones se erigieron en Mesías sin conocer cabalmente nuestra historia, lo cual revela perfectamente la conclusión a que llega el guerrillero, incapaz de comunicar su proyecto político a la campesina que acaba de saciarle la sed, pero que también le remata con el fusil por estúpido, porque no la conoce y no sabe que lo único que ella desea es que su marido vuelva al hogar y asuma su responsabilidad y no ella, como la ha tenido que asumir en cada trance histórico de su vida. También en el sainete titulado Cero invasión don Paco Escribano pone a una pareja campesina a matar a un guerrillero con una mano de pilón, si no yerro, mientras otros campesinos lo hicieron con machete, metáfora del bate o del instrumento agrícola, obrilla estrenada en el cine-teatro Julia en 1959. El título de la obra es una metáfora deportiva extraída del béisbol, cero carreras. “Crónica policial” lleva y trae el tan manido punto de vista o perspectiva que se enseña en las escuelas de periodismo y que consiste en que hay tantas opiniones disímiles sobre un hecho real como observadores, ya que estos, situados en distintos ángulos, verán de diferente manera el suceso. Es lo que ocurre en este cuento, cuyo personaje central, el comerciante Arquímedes Sandoval, aparece asesinado en su casa. Ni Mario el Fiscal ni el periodista que cubre el suceso son capaces de determinar quién es el asesino o la asesina. La esposa, la suegra, la hermana o el tío de la víctima se acusan mutuamente de ser el responsable del homicidio. Tampoco pueden determinar si la víctima se suicidó. Los puntos de vista o perspectivas diferentes sobre el suceso radican en los intereses de cada personaje. Al final, el periodista renuncia a su cargo en el diario porque se siente incapaz de escribir el reportaje sobre el suceso. En “La campana rota” un estudiante vuelve a su colegio luego de 15 años de haberse graduado y en un banco del patio rememora cómo fue la vida allí y trae al lector la vida de un personaje del cual se burlaban todos los alumnos porque era el responsable de tocar una campana cuando terminaba el recreo. El texto, con su moraleja sin moral rígida, muestra cómo una persona odiada puede ser evocada, con el paso del tiempo, sin pasión una vez el sujeto que juzga se ha adentrado en la intrahistoria del campanero, quien al final del relato se enferma y se vuelve loco debido a la muerte de su hija, quizá la única persona que le ataba al mundo. Este cuento se empalma con “Más allá del espejo”, “Un epitafio para don Justo” y con “Su amigo Arcadio”, por el significante de la locura que encarnan. “Matar un ratón” se asemeja, por el título, a todas las obras artísticas que comienzan con “Matar un/a…”, sea un ave, insecto, animal o ser humano, calcado a partir de la conocida novela: Matar un ruiseñor, llevada a la pantalla con Gregory Peck. La sintaxis en español es calco de la inglesa. To kill a mockinbeg, ya que este vaciado verbal debe ir precedido en nuestro idioma por el artículo definido “el” o por el sintagma “La muerte de”. “Matar un ratón” empalma con “El pequeño culpable” (p.28), ya que los temas o hechosúnicos son la incomunicación entre padre e hijo, esposo y esposa, madre e hijo, del protagonista ya adulto y padre de familia, con su hijo, debido a la disfuncionalidad del hogar original. La madre domina al hijo, quien casado ya, es dominado por la esposa en virtud de una conducta aprendida, y el hijo, niño todavía, va camino a ese abismo debido a la experiencia 374
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que vive en el presente: “¿Por qué –piensa el padre– no lo hago…? ¿Por qué no salgo de esta habitación, lo alcanzo en el pasillo, lo tomo de la mano y le hablo con suavidad…? Yo quiero ser amigo de mi hijo… Quiero ayudarlo… Explicar lo que quiere saber… ¿Hasta dónde he llegado, Dios mío…?” (p.101) Ha llegado a un callejón sin salida: su falta de firmeza de carácter le lleva, como se lo ha ordenado la esposa, a echar de la casa a su propia madre anciana y desvalida; y le impedirá esta debilidad el entablar una relación de amistad con su hijo o, en el peor de los casos, se rebelará con violencia en contra de su pareja. Este cuento es el símbolo de las relaciones familiares disfuncionales y fracasadas de Altocerro, es decir, de nuestra sociedad. Otro tanto sucede en “Edipo” (ibíd.) con el personaje de Eduardo, castrado por su todopoderoso y dominante padre, quien es una figura simbólica que no necesita nombre ni apellido para funcionar en lugar de la sociedad dominicana fracasada. Eduardo cree que con la muerte de su padre todo ha acabado: castración, dominación y violencia. No es Eduardo quien ha matado al padre. Nada se dice en el texto de las causas del deceso. Si nada se dice, la gente se muere de muerte natural. Lo opuesto, muerte violenta, hay que especificarlo por ser el término marcado en cualquier relato. A Eduardo, artista sensible, vapuleado por el padre desde su niñez, hay que decirle, “vamos a esperar que pase el período del duelo”. “El reloj” es otro cuento infantil que se relaciona con los anteriores de igual tema. Son símbolos de la educación hogareña y, a la vez, de lo inviable en nuestra sociedad. En particular, en “El reloj” se muestra la dificultad que tienen los adultos para informarles a los niños, y que lo entiendan, la significación material de la muerte de uno de los miembros de la pareja –en este caso, la madre del niño– y cómo esa pequeña criatura reaccionará al llegar a la casa y no encontrar, como todos los días, a su madre, la que se lo ha enseñado todo, comenzado por el habla y el amor. La ausencia del padre del niño para cumplir esa tarea –encargada al abuelo materno por el organizador de la ficción– simboliza la misma incapacidad paterna de interactuar con los hijos que ya analicé en los otros cuentos. Es la incomunicación total, símbolo del fracaso de la sociedad, particularizada en los padres y los hijos. El abuelo ha empleado una metáfora didáctica y un objeto que, por su misterioso funcionamiento, jugarán en el niño el papel de sustituto de la madre, junto al discurso anestésico del adulto, con quien el niño entablará de ahora en adelante una relación de complicidad: compartirán el secreto de cómo el abuelo consiguió el reloj. La valiosa pieza ejercerá un rol mágico en el niño hasta la adolescencia: la metáfora del tiempo.
c) Visión de hoy
Al tomar en cuenta lo dicho por Carlos Curiel en el prólogo a Crónicas de Altocerro en el sentido de que los cuentos de Díaz Grullón, si bien se adentran en la interioridad de los antihéroes que pueblan el mundo creado por la imaginación del autor, estos no se enfrentan en realidad “a la fuerza externa” simbolizada por el sistema social y sus instancias, como en el caso de Bosch. ¿A qué se debe esto y en qué debilita la orientación política de los cuentos de Díaz Grullón? 375
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Creo que se debe a que los personajes de la pequeña burguesía que ha emigrado a las ciudades carece de una conciencia de clase que les obliga a conciliar, en el plano real simbolizado por Altocerro, con las demás clases –el proletariado y la burguesía– pues necesita de ambas para convertirse en sujeto, es decir, para distanciarse de los obreros debido al terror de proletarizarse y desclasarse, al tiempo que aspira a desplazar a los burgueses a través de la acumulación de riquezas y la corrupción–. El medio de esa acumulación es el Estado a través de la práctica patrimonialista y clientelista. La burguesía también necesita conciliar con la pequeña burguesía para que le mantenga en jaque a la clase obrera. El fracaso de esos antihéroes de Crónicas de Altocerro viene de esa conciencia de no poder escalar, pues la burguesía les mantiene a raya y mide con una vara el acceso de los pequeños burgueses a las riquezas. Pero de vez en cuando se dan casos individuales de pequeños burgueses osados y atrevidos a quienes la fortuna sonríe y logran ser aceptados, con ciertas condiciones y reticencia, a la mesa de los negocios burgueses, pero no a su intimidad. De ahí el fracaso de casi todos los personajes que pueblan el mundo creado por Díaz Grullón. Los cuentos son un revulsivo que saca a flote las excrecencias de la pequeña burguesía: el chisme y la violencia cuando el primero no puede imponerse. A mi juicio, solo sobrevivirán a la obra de Díaz Grullón los cuentos “Círculo”, “Más allá del espejo”, “A través del muro” y “El reloj”, junto con otro texto titulado “La enemiga”12. En términos generales, los cuentos de Crónicas de Altocerro están bien escritos y muestran, con las excepciones que voy a dejar en este apartado, un dominio del idioma y un seguimiento a los postulados de los “Apuntes…” de Bosch. El mismo defecto que encontré en Bosch –común a todos nuestros intelectuales y escritores– aparece en Díaz Grullón una sola vez, si no yerro. Se trata de la incorrecta pluralización de lo poseído cuando el poseedor o los poseedores están en plural. No siempre esta regla es así, por lógica gramatical y lógica del sentido del discurso: “nuestras cabezas inclinadas” (“Su amigo Arcadio”, p.71) cuando debe ser “nuestra cabeza inclinada” o al menos “nuestra respectiva cabeza inclinada”. Ni junto ni por separado, las personas o los sujetos poseen más de una cabeza. Otro error gramatical, de léxico esta vez, se halla en “Crónica policial” (p.88) en la expresión: “–¡Ah, caramba, lo siento mucho!” cuando debe decirse y escribirse: “Ah, caramba, lo lamento mucho”. Dos frases con los verbos ilógicos “pedir excusas” y “sentir”, de uso muy común incluso en todas las clases sociales dominicanas, en lugar de “ofrecer o dar excusas” y “lamentar” figuran con su contexto en “Su amigo Arcadio” (pp.69 y 88). Al igual que el adverbio “mayormente”, en “El corcho en el río” (pp.21 y 75) en vez de “principalmente”, un italianismo13 muy usado en el Cibao, lugar de procedencia materna del escritor Díaz 12 Incluido en Diógenes Céspedes. Antología del cuento dominicano. Santo Domingo: Editora Manatí, 2000, pp.51-54. La 1a edición data de 1996, en Editora de Colores. Sobre este cuento “La enemiga” y sobre las cualidades de cuentista de Díaz Grullón, véase el prólogo de Juan Bosch a la segunda edición del libro De niños, hombres y fantasmas, ya citado, y compárense los juicios de Bosch en torno al amigo y los resultados a que me ha llevado esta indagación. “La enemiga” no figura en ninguno de los tres libros de cuentos de Díaz Grullón publicados en 1958, 1966 y 1975. Es probable que sea inédito o que haya sido publicado en el suplemento cultural Isla Abierta, del periódico Hoy, como lo fue el cuento “Matum”. 13 Aunque “mayormente” no figura en la décima “De coloni italiani”, de Juan Antonio Alix, lo que importa es llamar la atención acerca de la importancia de la colonia italiana en Santiago a finales del siglo XIX y cómo el Cantor del Yaque traduce en idioma macarrónico, con gracia, los sentimientos de aquellos inmigrantes. Véase del referido autor, Décimas. Ciudad Trujillo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n.o 8, t. I, 1961, pp.59-62.
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Grullón, quien también vivió en su infancia y juventud en Santiago, aunque nació en San Pedro de Macorís, de donde era oriundo su padre. También encontré el uso de dos comas (,) separadoras de sujeto y atributo, o como se dice hoy en lingüística, no se separa con coma el sintagma nominal del sintagma verbal. Solo en caso excepcional se permite esto a escritores que tienen cabal dominio del idioma y el ritmo, y a condición de que la frase u oración contenga determinadas cláusulas. La primera frase dice: “Tan bien lo recuerdo, que podría repetir incluso las mismas palabras y frases rebuscadas y ampulosas con que nos contó la historia.” (“Su amigo Arcadio”, p.59) La frase siguiente dice: El Administrador de Correos de Altocerro, volvió hacia mí una mirada cargada de tristeza.” (Ibíd., p.71) No debe ir esa coma separadora del sujeto y el atributo a causa de lo ya apuntado. En el primer caso, la conjunción que es un conector o relacionante, su separación con una coma rompe el ritmo de la frase con una caída o pausa brusca, lo cual es fatal para el sentido del discurso. La tercera frase separada por coma reza así: “Esta breve sensación de ira concentrada, es también parte del ritual sagrado de cada mañana.” (“Círculo”, p.12) Otros defectos menores aparecen en la página 61: “si ustedes se hubiesen preguntado alguna vez el por qué de esta invariable actitud…” (“Su amigo Arcadio”) en vez de “el porqué”. Un uso venial demasiado cercano de la preposición “ante”, lo cual produce cacofonía, pobreza léxica y flojera sintáctica: “cada vez que me asomaba ante aquella ventana abierta ante el misterio.” (“Más allá del espejo”, p.45) O la repetición de la dirección del comerciante Arquímedes Sandoval, asesinado misteriosamente: “—Hay un muerto en la calle La Cruz n.º 104” (“Crónica policial”, p.87) y más abajo: “Como Guillermo fue el primer fotógrafo disponible que encontré, me lo llevé y tomamos juntos un taxi que nos llevó en pocos minutos al n.o 104 de la calle La Cruz.” (Ibíd.) La ley de la palabra precisa para describir la acción no autoriza ese “llevé” y “llevó”, ni tampoco la dirección del muerto, pues ya el lector la conoce. Sobra pues la última dirección y una palabra que la sustituye puede ser “nos llevó en pocos minutos al lugar”. Hay también un uso masivo del empleo de “lo” en vez de “le” cuando se trata del sustituto, anterior o posterior, del pronombre personal “él”. “Lo” se emplea para objetos, animales y conceptos, mientras que “le” se emplea, por razones de lógica semántica, para personas. Pero esta confusión de uso es común en las obras de los escritores de lengua española. En la página 97 (“Matar un ratón”), el cuentista Díaz Grullón eludió magistralmente el uso de un vocablo técnico que hubiese obligado al lector a buscarlo en el diccionario. El autor prefirió el largo sintagma “el aparato de medir la presión arterial” al poco común tensiómetro o el inescribible esfigmomanómetro, término científico que ni los médicos utilizan. Y de lo que se trata en la obra literaria es de usar el lenguaje común y cargarlo de significados simbólicos que no aparecen en los diccionarios. En varios pasajes faltaron comas, según mi apreciación del ritmo. Por ejemplo, en “Matar un ratón” (p.100) donde dice: “Magnífica elección llegarás muy lejos casado con una mujer así.” El ritmo exige coma en “Magnífica elección, llegarás…” Pero en De niños, hombres y fantasmas, el autor corrigió el yerro y puso punto y coma (;) entre elección y llegarás, lo cual es un error porque la pausa no puede ser tan larga en frase tan breve. Existen en Crónicas de Altocerro errores tipográficos como “mítido” (p.78) por “nítido”, también corregido en De niños… (p.279). Al igual que “magestuosos” (p.78) rectificado con j en De niños… (p.280) 377
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Las siguientes correcciones indican que Díaz Grullón vigiló la edición de sus obras completas, aunque en otros lugares dejó igual lo que había escrito defectuosamente en Crónicas de Altocerro. Veamos: 1) En “Círculo” (p.234) dejó la coma que sobra en Crónicas… (p.12): “Esta breve sensación de ira concentrada, es también parte del ritual sagrado de cada mañana.” 2) En “Su amigo Arcadio” (p.247) corrigió “el por qué” separado por “el porqué” unido de Crónicas… (p.61). 3) En “Más allá del espejo” (p.286) dejó los dos “ante” de Crónicas… (“Círculo”, p.45). 4) En “Crónica policial” (p.179) dejó igual la repetición de la dirección dada en Crónicas… (p.97). 5) En “Su amigo Arcadio” (p.259) dejó igual “nuestras cabezas inclinadas” de Crónicas… (p.71). Igualmente, en este mismo cuento (De niños… p.257) dejó igual el incorrecto “pedir excusas” de Crónicas… (p.69), cuando en realidad lo correcto es escribir “ofrecer o dar excusas” por ser lógico, gramatical y semántico, pues cómo le pide usted excusa a alguien si es usted quien está en falta. 6) En “El corcho sobre el río” (p.276) dejó igual a “mayormente”. Lo mismo ocurrió con el mismo adverbio en “Retorno” (p.276), los cuales aparecen en Crónicas… (p.21 y 75). Para no abrumar al lector, detengo aquí las minucias y dejo a los críticos o estudiosos el asunto.
Emilio Rodríguez Demorizi: Tradiciones y cuentos dominicanos a) Visión del presentador
La antología titulada Tradiciones y cuentos dominicanos14 contiene textos de dieciséis intelectuales dominicanos y dos apéndices, el primero de Antonio del Monte y Tejada, titulado “La fiesta de los cangrejos”; y el segundo, de Francisco Mota, hijo, titulado “El negro incógnito o El Comegente”, así como una presentación del autor de la recopilación. En la referida introducción, Rodríguez Demorizi esbozó su concepción de la literatura en oposición a la historia, ya que su oficio principal como intelectual era el de historiador. La labor del historiador es carga pesada y abrumadora que consiste en recabar documentos, colocar citas y entrevistar a los testigos de los hechos, y de paso saber pensar o ser crítico, que es lo más difícil. El hacer un alto en el trabajo de historiador y dedicarse a componer un libro de literatura es como gozar “de unas placenteras vacaciones en que toda enojosa labor ha sido dejada atrás.” (p.7) Es “pasar a los floridos cármenes de la fantasía, de la leyenda, de la tradición, del cuento.” (Ibíd.) Esta es la antiquísima concepción de la literatura y el arte como diversión y entretenimiento, practicada en los momentos de ocio cuando el hombre público o privado (oficio masculino que excluye a la mujer), cargado de inmensas responsabilidades, halla un remanso de paz y de desconexión con el mundo. En estos momentos, la literatura y el sexo llenan su cometido. Esta idea tradicional de la literatura margina la escritura al ámbito de las frivolidades, mientras se sacraliza el oficio de investigador literario: “en toda larga faena de investigación, 14 Julio D. Postigo e hijos Editores. Colección Pensamiento Dominicano n.o 42, 1969. Solo daré, para las citas, el número de la página.
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se requiere de esas gratas treguas; mudar de ajuares, darle a la mente trabajos menos pesados que los habituales, más poéticos –se diría– que por lo mismo es parte trabajo y parte fecunda ociosidad, apenas lindante con el dolce far niente.” (Ibíd.) Esta es la visión de Rodríguez Demorizi acerca de la literatura, la poesía y, por ende, del arte. Es la conocida teoría del arte por el arte. Alguna influencia ha debido ejercer el trabajo de fray Cipriano de Utrera al limpiar de contaminación de tradiciones y leyendas algunos acontecimientos coloniales de la historia dominicana, pero mayor influencia ha debido ejercer en Rodríguez Demorizi la lectura de los “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” de Bosch publicados en el país por primera vez en 1962 porque su libro Cuentos de política criolla15, en su segunda edición, lleva un prólogo de Bosch, como ya apunté más arriba. Digo esto de la influencia porque el antólogo se limita casi exclusivamente a “la valoración de nuestros costumbristas del pasado.” (p.8) En efecto, Rodríguez Demorizi cita y valora a Utrera en cuanto este limpió de escorias todo lo que no era histórico en los estudios coloniales. Pero desde la publicación de los “Apuntes…” de Bosch, no existe ya excusa para que un escritor o intelectual no sepa deslindar un cuento auténtico de una tradición, un cuadro de costumbres, una estampa o un cuento de camino. No obstante la claridad conceptual de Bosch, Rodríguez Demorizi, contemporáneo y amigo del célebre cuentista, permanece atado a la tradición decimonónica y tiene dificultad en deslindar la tradición de lo que es el cuento. Y se sirve de dos autoridades: Menéndez y Pelayo, para quien “el cuento es un desecho de la historia” (p.8) y de Américo Lugo, quien decía que “la poesía es la cantidad de mentira que el hombre añade a la verdad para volverla agradable”. (p.9) Nuestro erudito dice que “es complejo el deslinde en la prosa narrativa, por lo que el título de esta obra, Tradiciones y cuentos dominicanos, no ha de tomarse en su sentido estricto, sino en toda la amplitud de sus términos.” (Ibíd.) De todas maneras, para Rodríguez Demorizi la dificultad de deslinde se mantiene, pese a la matización que hace: “Las tradiciones deben leerse, en cierto modo, como los cuentos, en que lo irreal no es sino un modo de presentar lo real, pero que no es real. Por más desorbitada que sea, la fantasía se asienta siempre en la verdad. Desentrañarla es uno de las grandes goces de la lectura.” (pp.8-9) La perspectiva de los textos –y en esto Tradiciones y cuentos dominicanos es una antología– radica en que cada uno es una ideología, una creencia que cristalizó en un cuadro de costumbres que encontró en autores de cierta cultura la gracia y el humor que hoy son material de acarreo imprescindible para una antropología cultural del pueblo dominicano. En este sentido, la obra de Rodríguez Demorizi es una antología, pero no de cuentos, sino de documentos elaborados por cada autor atendiendo a ciertos criterios literarios, ya que al no ser ni historia ni literatura, sino un híbrido, vienen a recalar al puerto de la antropología cultural o casi al dominio del mito o leyenda como discursos de cohesión y justificación del mantenimiento del sistema colonial o republicano, tal como funcionan en Pané, Oviedo, Las Casas, Pedro de Córdoba, Pedro Mártir de Anglería y otros conquistadores que escribieron memorias sobre sus hazañas de matar o catequizar indios para mayor gloria de Dios y del Imperio español. 15 Santo Domingo; Julio D. Postigo e hijos Editores. Colección Pensamiento Dominicano, 1ª edición, 1963. Segunda edición, 1977.
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A esta visión del autor-presentador de la antología se opone la perspectiva de hoy, la cual considera que la obra literaria de valor no es ni verdad ni mentira, sino producción de sentidos múltiples, al infinito, que están orientados políticamente a cambiar las ideologías de época y las creencias que el escritor encuentra en la sociedad.
b) Visión de cada obra
Las tradiciones y las leyendas son obras narrativas. El Diccionario de la Real Academia Española en su edición de 1992 define la tradición así: “Transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación.” (p.1421) El ser ideología es lo propio de la tradición como obra narrativa. En cambio, la leyenda es menos ideología que la tradición, puesto que exige mayor elaboración al ser cabalmente producto de la imaginación. Pero lo que le impide a la leyenda cristalizar como escritura es que su ritmo-sentido no orienta su política en contra de las ideologías de época. Más bien se orienta a perpetuarlas, pero con una estrategia que no se propone constituirse en obra artística con valor literario. Un autor muy tradicional como Ángel Lacalle –y es a propósito que le cito aquí– define las obras narrativas de la siguiente manera: “La acción referida puede haber ocurrido realmente (historia) o puede ser simplemente producto de la imaginación (poema épico, novela, cuento, leyendas, etc.). Cuando se trata de obras de imaginación, el interés que despiertan no nace de los elementos subjetivos que contenga, sino de la existencia real y exterior que el autor le atribuye y que los demás admiten.”16 A renglón seguido, Lacalle traza la diferencia entre la Historia y las demás obras de tipo narrativo: “…está en la verdad de aquélla y la verosimilitud (verdad poética) de las demás.” (p.105) En la actualidad, a ningún historiador que escriba un libro o un manual sobre un suceso o un gran acontecimiento particular se le deja de reconocer, si va a historiar nuestra Independencia, la Restauración o las intervenciones militares norteamericanas, que tales hechos ocurrieron en la República Dominicana el 27 de febrero de 1844, de 1863 a 1865, de 1916 a 1924 la primera y en 1965 la última (verdad histórica, dato verdadero). Ahora bien, las múltiples perspectivas o puntos de vista en torno a estos hechos verídicos es lo que impide la coagulación o cristalización de una sola verdad en torno a esos acontecimientos. En cambio, desde que se habla de leyendas (las cuales son producto de la imaginación), la verosimilitud no es del mismo orden que la verdad en historia, sino que en las obras literarias se trata, solamente, de verdades poéticas. Un ejemplo de verdad poética es que el ritmo determina el valor literario o que la ley de la fluencia constante de Bosch es una verdad poética porque una vez colocada la primera palabra en la escritura de un cuento, el relato no puede detenerse jamás y ha de despertar de inmediato el interés del lector hasta el final. O una verdad poética es que Rolando es el héroe épico de la Canción de Rolando, aunque este personaje no existió en la vida real. Como no existieron en Alemania los personajes del ciclo de los Nibelungos ni en Inglaterra o Bretaña el rey Arturo y sus pares en el reino de Camelot, y mucho menos la corte que le rodeó. 16
Teoría literaria y breve historia del español. Barcelona: Bosch, Casa Editorial, 2ª edición, 1951, pp.104-105.
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De la misma manera como leemos estas obras épicas, debemos leer las tradiciones contenidas en la obra de Rodríguez Demorizi que ya analicé.
c) Visión de hoy
Son 29 textos, de los cuales solamente se acercan al género cuento “La campana del Higo” y “La ciguapa”, ambas de Francisco Xavier Angulo Guridi, así como “Honor campesino”, de Rafael Justino Castillo, “La boca del indio”, también leyenda de Alejandro Llenas y “El encargo difícil”, de Rafael Deligne. Los demás textos son tradiciones en el sentido en que han sido definidas más arriba. Son documentos que contribuyen a reforzar ideologías ancestrales o a hacerles creer a los lectores que los hechos que sucedieron en la vida real (historia dominicana) tienen que ver con el deseo de quienes los compusieron (de padres a hijos) de justificar un orden político-social y religioso, de combatir la dominación haitiana o la herencia africana a través del racismo, la descalificación y los estereotipos del darwinismo social y a revalorizar el sistema colonial o republicano, como lo muestran cabalmente “La profecía”, de José Antonio Bonilla y España; “La fiesta de los cangrejos”, de Del Monte y Tejada; “El negro incógnito o El Comegente”, de Francisco Mota, hijo; y, finalmente, de Casimiro de Moya, “Historia del Comegente”. Son, como documentos, discursos que ayudan al lector crítico y agudo a desentrañar los efectos ideológicos y políticos que fundan la historia de la cultura y la mentalidad del pueblo dominicano. Y los textos más cercanos al cuento o los que son francamente leyendas, aparte de contribuir a fundar los mismos efectos ideológicos y políticos, se deslizan por otra pendiente que consiste en echar los pilares de lo que luego constituirá la imaginación poética dominicana.
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No. 28
emilio rodríguez demorizi
cuentos de política criolla Prólogo Juan Bosch
prólogo Un libro de cuentos políticos Una vez dijimos, y a menudo lo hemos repetido en conversaciones, que la historia dominicana no podría escribirse tal como está escribiéndose de cierto tiempo a esta parte si Emilio Rodríguez Demorizi no se hubiera dedicado durante toda su vida adulta a recoger y publicar materiales que estaban diseminados en papeles sueltos y en archivos del país y del extranjero. Los datos que él ha aportado al conocimiento del pasado nacional han hecho posible, por lo menos en gran medida, que algunos historiadores pudieran analizar detalladamente muchos aspectos de ese pasado, y sin análisis pormenorizado de los sucesos no podemos ver la historia con claridad. Para Rodríguez Demorizi no hay actividad social que carezca de sentido a la hora de escribir la historia. Buena muestra de lo que decimos es su libro Cuentos de política criolla, publicado por Librería Dominicana en octubre de 1963, edición que a esta altura debe haberse agotado. En la introducción de esa colección figura Un cuento, que Rodríguez Demorizi copia del periódico El Eco del Pueblo, de fines de 1856; y lo hace para darle base a su tesis de que el género de cuento que el autor llama de política criolla “Nació sin dudas con las contiendas políticas entre santanistas y baecistas”. La tesis no nos parece aventurada. La publicación en un periódico nacional hacia mediados del siglo pasado de ése que se titula Un cuento indica que no teníamos tradición en el género y que por no tenerla, para hacer burla de los enemigos o adversarios políticos, echábamos mano del cuento humorístico aunque viniera de otra lengua. Por ejemplo, el tema de Un cuento y las palabras con que fue realizado deben haber sido tomados del inglés, puesto que desde el siglo pasado ese tema y esas palabras se le atribuyen a Abraham Lincoln, quien al parecer los usó para defender un cliente cuando era abogado rural y por tanto años antes de alcanzar la categoría a que llegó como presidente de su país. El libro de Rodríguez Demorizi comienza con diez cuentos de José Ramón López. Todos relatan episodios de la política criolla; algunos bien escritos, como Siéntate, no corras; algunos con partes excelentes, como la descripción del general en el cuento titulado El general Fico; en unos brota de súbito un humor insospechado, como en Moralidad social. José Ramón López tenía madera de escritor, como puede verse en las escasas líneas con que describe la aniquilación de La Vega Real que tuvo lugar el 2 de diciembre de 1562 a causa de un terremoto: “Y se oscureció el cielo y la tierra se desquició de sus cimientos y toda la ciudad desapareció con estrépito quedando en su lugar una laguna cenagosa”. De Joaquín María Bobea hay en la colección de Rodríguez Demorizi siete cuentos. El primero, La opinión de la marmota, es típicamente pintoresco; el segundo, Los gobiernistas, es en realidad un comentario satírico, cuya última parte es el tema del cuento Una decepción, de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, que aparece en la página 127. Una decepción está mejor escrito que La opinión de la marmota y tiene la factura de un cuento pintoresco; es decir, tiene a la vez gracia y humor. Cómicos y acróbatas políticos, Le coté y Cohetes tirados, de Bobea, son sátiras, no cuentos; Yo no conozco a nadie, del mismo autor, es un episodio, bien escrito por cierto, de la acción de la Loma de Cabao, en la que Ulises Heureaux, que figura en Cohetes tirados con el nombre de general Troncoso, derrotó a Cesáreo Guillermo. 385
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Sin embargo, su condición de episodio no le impide ser un cuento político muy bueno. El que más patea, último de los de Joaquín María Bobea, no es cuento; es un apólogo, y bueno. De Lorenzo Justiniano Bobea, hermano de Joaquín María, hay en el libro de Rodríguez Demorizi un típico “cuento de política criolla” en el cual el actor es a la vez, como solían serlo en el siglo pasado y a principios de éste todos los “generales” dominicanos, un “militar” y un político; y de ñapa, como dice el pueblo, ese “general” era un arquetipo de sinvergüenzas. La huelga, de Víctor M. de Castro, es una anécdota de Lilís, asunto en que podríamos decir que De Castro se especializó. Lilís es la fuente más rica de anécdotas políticas que tenemos en nuestro país, y De Castro escribió muchas de ellas. Lástima que en Cuentos de política criolla aparezca sólo La huelga, que es muy buena. De Vigil Díaz, a quien Rodríguez Demorizi hace figurar con un resonante Otilio antes de su conocido nombre de Vigil, hay en la colección seis cuentos encabezados por El delegado, descripción de una acción de armas hecha en una lengua rica, suntuosa; la misma lengua que se desborda en Carvajal en párrafos como éste: “Una noche, mientras se derramaba el toque de ánima del campanario de la iglesia de Santa Bárbara, la patrona de los artilleros, y el terral fresco y arrullador batía los velámenes de los balandros listos para zarpar y las linternas sangraban y rutilaban en los mástiles; con un cielo alto y tachonado de estrellas, y con cartuchera congestionada de recomendaciones ejecutivas, Carvajal puso proa franca al Este, en el Mario Emilio, que era un balandro raudo como una gaviota”. La descripción de la forma en que vestía Carvajal, que “estaba de comérselo con cucharita” (página 441), es simplemente deliciosa y muy a lo Vigil Díaz. En Cándido Espuela Vigil Díaz nos presenta el tipo clásico del dominicano de principios de este siglo, pequeño burgués malicioso que simulaba ser lo que no era; en El secretario, a otro tipo de pequeño burgués que simulaba también ser lo que no era, pero en sentido apuesto a Cándido Espuela, nombre que resume a quien lo llevaba, que parecía ser cándido y sin embargo tenía tamaña espuela escondida en el jardín de su inocencia. En Saramagullón, Vigil Díaz nos da la estampa de otro malicioso, pero despreciable, espía de los soldados yanquis que recorrían la zona del Este buscando “gavilleros” que matar. Pero en El miedo de arriba, que es una anécdota de Alejandro Woss y Gil, la rica y suntuosa lengua de Vigil Díaz se empobreció de golpe, porque escribir anécdotas es una especialidad que él no conocía. De Ramón Emilio Jiménez hay nueve trabajos. Tres son anécdotas de Lilís, de las que se hicieron más populares, mejoradas por el buen decir de Jiménez, que era un escritor cuidadoso; otro es la conocida anécdota del paso de Orden y Honradez, lema del horacismo, por las tierras de la Línea noroestana; tres son anécdotas de Goyito Polanco, que en el terreno de lo anecdótico, muerto Lilís, superó a todos los dominicanos de su tiempo; otra es la también conocida de la respuesta que le dio un general cimarrón a Lilís al echarle éste en cara el uso indebido que le había dado a un dinero que le había enviado: “General, cuando usted moja el tronco las ramas se refrescan”. El último de los nueve trabajos de Ramón Emilio Jiménez es Los ladrones de lo suyo, el mejor de los nueve y de los mejores del libro. La cola del libro de Rodríguez Demorizi está ocupada por Rafael Damirón (Política de amarre), Jafet D. Hernández (De la guerra), Max Henríquez Ureña (Borrón y cuenta nueva) y Agustín Aybar (Sor de Moca). Los cuentos de Damirón y Hernández se basan en dos frases de la picaresca política nacional, y las dos, como otras muchas que se leen en la colección, reflejan nítidamente la realidad social dominicana de principios de este siglo, pues un hombre 386
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como el “general” Niño Camilo, que en el cuento de Damirón es el autor de la frase que le da razón de ser al cuento, no es un cualquiera puesto que se hallaba en el número de los veinte a quienes estaba consultando el gobernador de Santiago acerca del posible sucesor del presidente Ramón Cáceres, y precisamente porque no era un cualquiera debía tener intereses que defender, y sin embargo su apodo y su malicia señalan hacia su origen social, que estaba en la baja pequeña burguesía campesina; así como en el cuento de Jafet D. Hernández, casi con seguridad creación anónima mejorada por el pueblo, así como el rodaje en los ríos pule las piedras pequeñas que se llevan las aguas, lo que dice el soldado desconocido de la “revolución” que se acerca a la Capital resume y rezuma a la vez la necesidad y la ignorancia del campesino pobre de esa región de tierras ricas llamada Cibao. El cuento de Max Henríquez Ureña es también un espejo de la realidad social dominicana, pero un espejo torcido que nos devuelve una figura irreal formada con materia que existía únicamente en la imaginación de sectores muy reducidos de la alta pequeña burguesía de la Capital y de Santiago. En cuanto a Sor de Moca, de Agustín Aybar, es posible que el primero que le dio categoría de letra impresa a la frase con que está titulado fuera Bienvenido Gimbernard, en su revista Cosmopolita, quizá por el año 1928. Si la memoria no nos falla, Gimbernard caricaturizó a un campesino mocano que le decía al doctor José Dolores Alfonseca, mocano él y especie de primer ministro del gobierno de don Horacio Vásquez: “Sor de Moca y vor pa el Serbo”. ¿Qué significación social tenía esa frase? Pues la de destacar el esfuerzo que hacían miembros de la baja pequeña burguesía ignorante para hacerse pasar por componentes de una capa más alta. Al decir sor en vez de soy, y rotado en vez de roto, como lo oímos muchas veces en esos tiempos, esos dominicanos del pueblo pensaban que estaban dando demostraciones de un dominio de la lengua que sólo podían tener los miembros de sectores sociales privilegiados. Y naturalmente, el esfuerzo que se hace para parecer lo que no se es conduce a menudo al ridículo, y lo ridículo provoca risa en aquéllos que pueden distinguir entre lo que es ridículo y lo que es sensato. Por eso los que se ríen de frases o actitudes ridículas de gentes del pueblo están con frecuencia en las filas de los privilegiados, y a menudo no se dan cuenta de ello. Cuentos de política criolla no es una antología sino una colección en la que figuran once autores con treintinueve cuentos. En la mayoría de esos trabajos la política queda descrita como una actividad de sinvergüenzas, abusadores y ladrones; y era así como la veían los altos pequeños burgueses dominicanos y los comerciantes españoles, alemanes, holandeses, árabes, que se relacionaban con los funcionarios públicos mediante el pago de impuestos, especialmente en las ciudades como Santo Domingo, Puerto Plata y San Pedro de Macorís, donde se hallaban establecidos los importadores. ¿Qué base real había para acusar a los políticos de ser sinvergüenzas, abusadores y ladrones? El hecho de que sólo ejerciendo el poder en alguno de sus muchos niveles podía ascender social y económicamente el bloque compuesto por la baja pequeña burguesía pobre, la pobre, la baja propiamente dicha y algunos sectores de la mediana; y de manera muy especial, las capas muy pobre y pobre de la baja pequeña burguesía no disimulaban sus apetitos y trataban de satisfacerlos sin la menor consideración para nadie ni para nada. En una escala muchas veces mayor y en el más alto de los niveles, en el sistema en que ha vivido hasta ahora el pueblo dominicano no se conoce otra manera de conquistar posiciones públicas y 387
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honores o de acumular riquezas; y en los años cubiertos por los cuentos del libro de Emilio Rodríguez Demorizi la única industria que les abría sus puertas a los osados que procedían de las capas más bajas de la sociedad dominicana era el poder, y al poder se llega ejerciendo la actividad política. ¡En realidad, lo que se hacía al acusar de sinvergüenzas, abusadores y ladrones a los “generales” y políticos de la época de esos cuentos era llevar adelante, mediante la palabra injuriosa, una lucha de clases que se manifestaba en combates, escaramuzas, tiroteos y ejercicio violento del poder, pero también en la literatura, aunque los escritores de esos años no alcanzaran a darse cuenta de las causas que los llevaban a decir lo que decían. Juan Bosch
Santo Domingo, 28 de diciembre, 1976.
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introducción ¡Entusiasma pensar en los cuentos de toda especie que llevaron a España los compañeros de Colón al retorno del viaje del Descubrimiento! ¡Cómo deformarían la verdad, como buenos andaluces, amigos de la hipérbole, muchos de estos marinos que de inmediato se juzgaron paladines de la más grande hazaña de los siglos! Podría decirse, pues, que los primeros cuentos del Nuevo Mundo –en propiedad de la Isla Española– hay que buscarlos en las Crónicas de Indias, particularmente en Pedro Mártir de Anglería, quien se dio a la desenfadada tarea de recoger de la marinería colombina relatos de viajes y cuanta noticia de toda laya utilizó en sus Décadas. “Así me lo cuentan, así te lo digo”, decía en su primera Década. Lo mismo puede afirmarse de las obras de Las Casas, de Fernández de Oviedo, de Juan de Castellanos, de Bernal Díaz del Castillo, del Inca Garcilaso y aún del Diario de Colón, donde podríamos rastrear no pocos cuentos, base de mitos y de patrañas que la rigorosa historiografía moderna desplaza de continuo, tales como la Fuente de la Eterna Juventud, Los Caribes, la Sierra de Plata, El Dorado, el Origen del Hombre. Al cuento del Becerrillo, de ámbito borinqueño, por ejemplo, y a otros del mismo estilo que aparecen en las Crónicas de Oviedo, que nos tocan tan de cerca, se agregan sus breves relatos de las Quinquagenas acerca de casos de la Española: del codicioso Pylo, que se ahorcó en Santo Domingo, y del valor báquico del carcelero del Homenaje, Cristóbal Pérez, que, bebiendo por siete, no se emborrachaba.1 Los cuentos, las leyendas, las tradiciones, el relato, espigas del mismo haz, nacen aquí desde temprano: de la contienda entre indios y españoles, apenas dos años después del Descubrimiento, surge la tradición de la Aparición de Las Mercedes, en el Santo Cerro, y poco más tarde la de La Altagracia; de las penurias y del abandono de La Isabela se forja la espantable conseja de los hambreados hidalgos que al saludar con el chambergo empenachado aparecían descabezados; de la constante amenaza de las invasiones germinan las leyendas de los entierros de oro, de las llamadas botijas y de los anhelosos buscadores de botijas; y así nacen también las fantasías del Tesoro de la Familia Álvarez y del fabuloso Tesoro de Cofresí, que ya campea bizarramente por todos los géneros literarios, la historia, la poesía, la novela, el cuento.2 1 Podría formarse una muy interesante antología, Cuentos del Descubrimiento y la Conquista, extractando de las Crónicas de Indias todo lo que en sí constituye un cuento. Colón, es claro, ocuparía las primeras páginas: nadie tuvo más desorbitados ojos para contemplar las cosas de la Isla, ni imaginación más rica en las letras de su tiempo. Sus aptitudes de cuentista, valgan los términos, eran insuperables. También sería digno de recogerse el Anecdotario de los tiempos coloniales, labor iniciada entre nosotros por el inolvidable Fray Cipriano de Utrera. De época posterior, ya de fines de la Colonia, es el curioso libro Anecdotes de la revolution de Saint Domingue racontées par Guillaume Mauviel, 1799-1804. Saint Lo, 1885, 151 págs. Trata de Haití y de diversos lugares de la República Dominicana. 2 No se pretende aquí realizar un estudio cabal de la evolución del cuento en Santo Domingo, ya doctamente estudiado por don Sócrates Nolasco en su Antología y por el Dr. Max Henríquez Ureña en su Panorama histórico de la literatura dominicana (Río Janeiro, 1945), sino de ofrecer una nueva aportación en tan apasionante asunto. Además de las dos obras citadas véase Juan Bosch, Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, en la revista Espiral, de Bogotá, n.o 80, de julio de 1961, reproducidos en su reciente libro Cuentos escritos en el exilio…, 1962. Quizás el primer juicio crítico, acerca de un libro de cuentos, publicado en la prensa dominicana, fue el de José Joaquín Pérez, “Bibliografía, Cuentos de hoy y de mañana. Cuadros políticos y sociales por Rafael de Castro Palomino. Con un Prólogo de José Martí”, en la Revista científica, literaria…, S. D., n.o 18, 12 de octubre de 1883.
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Hasta en los documentos oficiales de la Colonia aparecía el cuento. Las frecuentes y copiosas Informaciones de entonces están plenas de cuentos creados por la astucia y la fantasía de los litigantes y de los peticionarios que inventaban proezas y servicios suyos o de sus antepasados, algunos no más que presidiarios que el azar convirtió en descubridores o en conquistadores, presuntuosamente alzados a émulos de Ojeda.3 Oviedo, en sus Crónicas, recogía toda la chismografía de su tiempo, desde su celda del Homenaje, vilipendiando al indio, mientras que Las Casas, por el contrario, adoptaba o inventaba los más fantásticos cuentos en su apasionada defensa de los aborígenes, tal en su Destrucción de las Indias, creando desde entonces la famosa leyenda negra, la detracción de España, cuya vindicación es obra secular aún inconclusa. Nacen así mil y mil cuentos, muchos de los cuales no llegan a tomar forma literaria; que no pasan de la tradición oral; que se transforman o se pierden en las simas del olvido. Las primeras referencias, impresas, relativas al cuento en Santo Domingo, las hallamos algo lejanas, en El Duende, de 1821, periódico del doctor José Núñez de Cáceres. Es, pues, el ilustre prócer de nuestra primera Independencia el primero en aludir al cuento y al cuentista: a sus propias fábulas las llama “cuentecillos, que aunque en boca y cabeza de los animales, como que en cierto modo y a manera de quien no quiere la cosa, pueden aplicarse a los hombres… Como el Señor cuentista vivía en la Corte de Tiberio, ¡ay, que no es nada!… No sería excesivo señalar que el primer cuento aparecido en nuestra prensa, en El Duende, del 29 de abril de 1821, obra de Núñez de Cáceres, fue el siguiente, que no por breve deja de ser cuento, y que por tal lo tuvo su autor: Vaya de cuento… Un padre para consolar a su hija de cierta pena que la consumía, le ofreció casarla con un joven bien hecho y garboso. La niña con esto se despeja, ya come, se adorna y restableció su salud: el padre, con pasatiempos quería eludir la promesa; mas la niña que no olvidaba lo esencial, le dijo un día: Ou donc est le jeune mari. que vous m’avez promis…4 Tal eran, siglos atrás, los cuentos de El Sobremesa y alivio de caminantes, de Timoneda, y los de Esteban de Garibay. Es claro que durante la ominosa dominación haitiana, de 1822 a 1844, hubo un apagamiento casi absoluto de la actividad cultural; que no puede haberla donde no hay periódicos, donde ya eran nostálgico recuerdo El Duende y El Telégrafo Constitucional de Santo Domingo. Con el resurgimiento de la prensa, en 1845, apareció el cuento, no en sus condiciones retóricas, pero sí en embrión. Eran los cuentos, los relatos burlescos contra los haitianos, de Manuel María Valencia, de Félix María del Monte, de José María Serra, de Nicolás Ureña de Mendoza, que circulaban en El Dominicano y demás voceros de la época. 3 Usamos el término cuento en su sentido más lato –sin rigurosos encasillamientos retóricos que obligarían a enfadosas explicaciones– y acogemos como cuentos lo que una crítica estricta, fuera de lugar en este caso, señalaría como un cuadro de costumbres, un relato, una narración, una anécdota, un episodio, un sucedido. Lo esencial es que a la forma indefinida del cuento se añada lo característico en esta antología: lo político, lo criollo. La propia definición de Bosch, maestro en la materia, “un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia”, ya revela de por sí lo difícil que será, en muchos casos, señalar los límites del cuento y el relato. Con razón dice Barba Salinas que “al escribir cuentos se corre el riesgo de caer en la narración o en el cuadro de costumbres”. 4 El cuento breve, como se sabe, estuvo en boga, nuevamente, a fines del siglo pasado. En la revista El Lápiz, (S. D., edición del 18 de enero de 1891), tan dada a esta clase de publicaciones, se reprodujo uno de los Cuentos cortos de Enrique Fontanills, de apenas 13 líneas.
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En ese trascendental período, que va de 1844 a 1865, lo antihaitiano constituye la nota autóctona predominante, pero sin exclusión de otros temas y de otras formas, más cerca del costumbrismo en boga en toda Hispanoamérica. En El Dominicano, aparecido a fines de 1845, se publicaron –además de los festivos relatos contra el haitiano– La Torre Negra, leyenda exótica, y una serie de anécdotas; en La Española libre, de 1852, A los gorrones, por Un Gorrero arrepentido; en El Progreso, de 1853, Un cuento burlesco, por Un Festañador, y se inició, en el mismo excelente periódico de Nicolás Ureña, la publicación de traducciones del francés: El premio de los pichones, de Alejandro Dumas; Un misterio, M. Brown o el Posadero de Albany, Un vals de Strauss, por Jules Lecomte. En El Dominicano, de 1855, otra versión del francés, Diálogo de los árboles, de Bernardino de Saint Pierre, y asimismo, influidos por Larra, los artículos de costumbres Manía de la época, sobre “el continuo lamentarse” y Fisiología del miope. En 1856, en El Oasis, periódico de la juventud estudiosa, vio la luz la novela Elvira y Manfredo –a imitación de El Conde de Monte Cristo, de Dumas– que su autor definía: “Protesto seriamente que esta novelita no es más que pura invención; que el objeto que en ella me he propuesto es censurar el crédito ciego que aquí se acuerda a cualquier aventurero…” No faltaron entonces los cuentos versificados –al estilo de Fernán Caballero– como Las dos vecinas, Cuento en verso, publicado en El Dominicano en 1855. Un lustro más tarde Federico Limas dio a conocer, en El Correo de Santo Domingo, su Alinoe, leyenda del Siglo XV, acerca del célebre fortín de La Navidad.5 Las lecturas de novelas y cuentos se hicieron más amplias y comunes desde 1845. Se leía a los Hermanos Grimm; los Cuentos de hadas de Andersen; Las mil y una noches; los cuentos de Perrault; los Cuentos fantásticos, de Hoffmann, en su edición madrileña de 1839; los Cuentos y poesías folklóricas de Fernán Caballero y los Cuentos de mamá, tradiciones granadinas, en 1853; las celebradas Tradiciones peruanas, de Palma, después de 1872, que tanto influirían en toda la América, y entre nosotros en César Nicolás Penson; las Escenas fantásticas de José Selgas, de 1876, que han sido puestas junto a los cuentos de Hoffmann y de Poe; y posteriormente las Cosas que fueron, cuadros de costumbres, de Pedro de Alarcón, cuyo título reapareció en obra del hostosiano Emilio C. Joubert. Los Cuentos de Fernán Caballero, Tío Curro de la Parra y La oreja de Lucifer, podrían señalarse como antecedentes de algunos cuentos criollos. Los cuentos de Catulle Mendes se conocían en Santo Domingo por lo menos desde 1888: en el periódico El Orden, del 21 de enero de ese año, se publicó una versión española de su cuento Miss Carlino. El cuento dominicano propiamente dicho, retóricamente puro, se diría, no aparecía aún sino mediatizado por el cuadro de costumbres y por la anécdota. En 1865, al término de la Restauración, nuestra guerra con España, se inicia en la literatura dominicana el período indigenista, que alcanza hasta fines del siglo. En pugna con lo español se acude a lo indígena, tanto en la poesía como en la novela, la narración y el cuento, dando lugar a obras tan notables como las Fantasías indígenas, de José Joaquín Pérez; como el Enriquillo, de Galván; y otras obras menores lindantes con el cuento, como La bella Catalina, de Apolinar Tejera, y La boca del Indio, de Alejandro Llenas. El tema indígena, por un 5 Por entonces estuvo en Santo Domingo, como representante diplomático de España, don Antonio María Segovia (El Estudiante), de quien se recuerda, en la Historia del romanticismo español, de Allison Pears, la lectura, en el Liceo de Madrid, de Cuento romántico. Segovia publicó un Diálogo en el periódico dominicano El Eco del Pueblo, del 8 de marzo de 1857.
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tiempo olvidado, resurge luego en Toeya, de Virginia de Peña de Bordas, y particularmente en Indios, de Juan Bosch. El proceso histórico del cuento se halla en nuestras revistas literarias de fines del siglo pasado y principios del presente, de las que basta examinar las principales, aún sea ligeramente, en cada una de las etapas de ese período de nuestras letras, sin dudas el más brillante. La primera revista dominicana exclusivamente literaria fue Flores del Ozama, de 1859, de la admirable generación de los Meriño, García, Galván y Rodríguez Objío; pero no fue sino años más tarde cuando el cuento empezó a aparecer regularmente en una revista dominicana: en El Lápiz, dirigida por José C. Pérez, cuya primera edición circuló en Santo Domingo el 18 de enero de 1891. En sus páginas, profusamente ilustradas, se publicaron extensos extractos de las Memorias de la vida literaria, de los Goncourt; uno de los Cuentos cortos de Enrique Fontanills; Antonio Ruiz, Inmigrante útil y Tinglado Mártir, las pseudo biografías-burlescas de Gastón F. Deligne, que pueden tomarse como cuentos; el capítulo V de la novela Dolores, de José Ramón López, por entonces en Venezuela, en el exilio, pero ya con ánimo de volver a su Patria. En la edición de enero de 1892, de El Lápiz, figura su cuento No hay, que incluiría en Cuentos puertoplateños. Pero el periódico El Porvenir, de Puerto Plata, se le adelantó a El Lápiz. Fue el primero en publicar los cuentos de López: en su edición del 25 de abril de 1891 apareció el cuento Muertos y duendes –tomado de La Opinión Nacional, de Caracas, del 10 de marzo de 1891– y en la del 14 de mayo de 1892, En el cielo, también escrito en Caracas. Con ambos se inicia su obra Cuentos puertoplateños. En el glorioso periódico de Isabel de Torres de vez en vez aparecía el cuento, entre ellos Cuento persa, anónimo, en la edición del 22 de agosto de 1875; Los cinco dedos de la mano, cuento árabe, por Florián Pharaon, en la del 27 de agosto del mismo año; El cazador de elefantes, cuento persa, anónimo, en la del 3 de junio de 1877. En febrero de 1892 desapareció El Lápiz y al siguiente mes nació la excelente revista Letras y Ciencias, de los ilustres hermanos Federico y Francisco Henríquez y Carvajal. No fue la ejemplar revista, de vida relativamente larga, rica en el cuento y la novela. En su etapa de 1892 a 1898 fueron escasas sus muestras de literatura narrativa. Valga al menos señalar que el primer cuento aparecido en Letras y Ciencias, en abril de 1893, después de un año de existencia, fue Toñín, de Virginia Elena Ortea, que tanto se distinguiría como cuentista. Otro escritor que podría incluirse entre los cuentistas dominicanos más fecundos, fue Rafael Justino Castillo, quien publicó en Letras y Ciencias algunos de sus olvidados cuentos, entre ellos, La casita verde, Su carta, Monólogo, Los tres amores. Asimismo aparecieron en la revista Un Rey destronado, de Federico Henríquez y Carvajal; Coincidencia y Vieja historieta, de Rafael Abreu Licairac; Angelina, de Fabio Fiallo; El Prisionero, de José Ramón López, no incluido en Cuentos puertoplateños; Suicidio, de Manuel Eudoro Aybar; y La primera derrota, el celebrado cuento criollista de Carlota Salado de Peña, uno de los primeros en que se usó el lenguaje campesino.6 Las traducciones insertas en Letras y Ciencias fueron también escasas: Las naranjas, de Alfonso Daudet, versión de C. N. Penson; El fin de una bandera, de Octavio Feuillet; y El Proletario de la pluma, novela corta de Arthur Zapp, versión castellana de Enrique Velez. 6 A la introducción del lenguaje campesino en la literatura dominicana (1821) se refiere nuestro artículo Del habla dominicana, en el Boletín del folklore dominicano, S. D., n.o 1, 1946.
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Muestra de las simpatías de que gozaban en Santo Domingo los grandes cuentistas franceses son las notas necrológicas de la revista acerca de la muerte de Guy de Maupassant, en 1893, y de Alfonso Daudet, en 1897. El Hogar (1894-1895), de Fabio Fiallo, fue la revista que publicó en su época mayor número de cuentos exóticos, algunos de ellos traducidos por José Isaac Pou y por C. N. Penson: El Espejo, de Daudet; La Cantadora, de Manuel Reina; Alegrías lejanas, de René Maizeroy, traducción de Pou; El velo de la Reina Mab, de Rubén Darío; Después del duelo, Dulce dolor, Las apuestas, Los dos amantes, El Hada mentirosa, de Catulle Mendes, traducción de Pou; Mal por bien, de Nicanor Bolet Peraza. El único amor, de Maupassant; La batida, de Georges Ohnet, traducción de Penson; Pitoche, de Julio Dondon; Cuento, de Jules Lemoine; Las dos palomas, de Ivan Turgueneff. Y es de advertirse que ninguno de los cuentos publicados en El Hogar aparece en la antología de mayor boga entonces a pesar de ser anterior a la revista: Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos, Introducción y noticias literarias de Enrique Gómez Carrillo, París, Garnier Hermanos, 1893, que contiene cuentos de Alejandro Dumas hijo, Daudet, Federico Mistral, Emile Zola, Jean Richepin, Judith Gautier, Paul Margueritte, Jules Lemaitre, G. Courtelines, F. Champsaur, A. Silvestre, Marcel Prevost, C. Mauclair, A. Scholl, R. Maizeroy, B. Bonnetain, Ch. Maurras, L. Hennique, M. Barres, L. Claudel, P. Arene, J. Reibrach, H. Rebell, G. Sarrazin y H. Le Roux. En agosto de 1896 fue fundada en Santo Domingo la bella revista Ciencias, Artes y Letras, de Rafael Justino Castillo, Luis A. Weber y Andrés Julio Montolío, en la que apareció frecuentemente el cuento, entre ellos El perdón y Un drama entre joyas, de Coppee; Poncio Pilatos, de Anatole France; Drama en un acto, de Catulle Mendes; Mesa redonda, de Maupassant, traducción de Castillo; El ayuno, de Zolá; La partida de Billar; Cuento soñado, por Emilia Pardo Bazán; Una venganza, de Jacinto Octavio Picón. Castillo traducía también a Tolstoi. Por entonces se leía al celebrado Eça de Queiroz, como lo revela el ensayo crítico de Castillo, El Primo Basilio, inserto en una de las últimas ediciones de la revista, en 1897. En el siempre recordado Listín Diario, el periódico de mayor prestigio en la República durante más de medio siglo, se publicaron no pocos cuentos, entre ellos, en 1896, de Rafael Justino Castillo, Rafael A. Deligne, Rosa Smester, Eugenio Polanco y Velásquez, J. M. Rodríguez Arresón. En agosto de 1898 vio la luz en Santo Domingo la magnífica Revista ilustrada, dirigida por M. A. Garrido y animada por el joven Tulio Manuel Cestero, luego autor de La Sangre, que le dio generosa cabida a la literatura narrativa, tanto de autores nacionales como de extranjeros. En sus bellas páginas encontramos ¡Salvó su honor!, de Francois Coppee; tres cuentos criollos de Andrés Freites, Cuento histórico, ¿Es soluble? y Un puesto de frutas; Una página de amor, de Federico Henríquez y Carvajal; La leyenda de Santa Hilda, de Contes a Madame, de Jacques Normand; Los diamantes, cuento mitológico, de Virginia E. Ortea; La pesca maravillosa y Emancipación, de Catulle Mendes; ¡Adiós!, de Maupassant; Julito, cuento sencillo, de R. Octavio Galván; El fin de la novela, de Ulises Heureaux hijo; Honor campesino, El sueño de una novia y Querella doméstica, de R. J. Castillo.7 La aparición de una revista como La Cuna de América, fundada en 1903, había de constituir poderoso estímulo literario. La espléndida presentación de La Cuna fue incentivo para que los cuentistas aparecieran asiduamente en sus bellas páginas, espejo de la vida literaria y La Revista Ilustrada vivió hasta 1900. Véanse los cuentos citados en las ediciones 1, 4-6, 10, 12-15, 19-21.
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galante de la época. Por ellas pasaron Freites Roques, Jesusa Alfáu, Amiama Gómez, C. N. Penson, Joaquín Ulises Alfáu, Renato de Soto, Ulises Heureaux hijo, y de modo especial José Ramón López, cuyos cuentos vieron la luz en La Cuna antes de ser recogidos en su celebrado libro Cuentos puertoplateños. La magnífica revista Blanco y Negro, aparecida en Santo Domingo en 1908, fue entonces la publicación dominicana que llevó a sus páginas mayor cantidad de cuentos y de escritos exóticos diversos, traducciones admirables del Lic. C. Armando Rodríguez y de otros. Entre los escritores extranjeros aludidos se contaron Teodoro de Banville, Catulle Mendes, Jacques Normand, Georges de Porto Riche, Alfonso Daudet, Máximo Gorki, Roberto Bracco, Oscar Wilde. La tendencia a lo francés que asoma en las versiones de Dumas, de Saint Pierre y de otros autores galos aparecidas en los primeros periódicos dominicanos, tenía, además del motivo literario, una razón histórica: en nuestros intelectuales del siglo XIX, particularmente en los de la primera mitad, predominaba la cultura francesa como consecuencia lógica de la dominación de Francia en Santo Domingo de 1801 a 1809, período en que las actividades del espíritu recibieron el renovador impulso de la autoridad francesa, y luego de la dominación haitiana, de 1822 a 1844, que de nuevo nos impuso la lengua francesa. Y a esto se agrega la circunstancia de que nuestro derecho se nutrió del derecho francés, de los Códigos napoleónicos, de la jurisprudencia francesa, que obligó a nuestros intelectuales al uso del francés como lengua científica; y no sólo para los abogados sino también para los médicos, muchos de los cuales hicieron su profesión o la perfeccionaron junto al Sena, como Alejandro Llenas, Juan F. Alfonseca, Francisco Henríquez y Carvajal y tantos otros. Pero todavía podría agregarse otra razón de nuestras simpatías por la Patria de Hugo: ya está dicho que Francia dominó toda la Isla, a dominicanos y haitianos, pero diferenciándonos, juzgándonos de otra raza más civilizada y tratando de evitarnos la perjudicial confusión entre ambos pueblos. El francés, nuestra lengua científica, fue, pues, en cierto modo, nuestra lengua literaria. Nuestro romanticismo fue francés, incluso en el aspecto político, y tan sólo español en parte del aspecto literario. La lengua, el espíritu de Francia, lo teníamos por todas partes, pero sin menoscabo de nuestra entrañable hispanidad. El cuento francés, desde los de Voltaire hasta los de Catulle Mendes, tuvo gran boga en Santo Domingo, y asimismo los del norteamericano Edgard Poe: el nombre de uno de sus cuentos, Ligeia, es el de una encantadora mujer criolla. Graciela, la novela de Lamartine, popularizó entre nosotros ese bello nombre. Así se originaron otros tantos nombres de nuestra onomástica romántica, particularmente inspirados en los libros que nos llegaban de Francia, Patria del cuento, como la llama Gómez Carrillo. Ya bien entrado el siglo presente, en 1914, en su artículo Gustavo Adolfo Mejía y Mi libro de Cuentos, Vigil Díaz señalaba las influencias extrañas prevalecientes en los cuentistas dominicanos de la época: “Su arte sobre todas las cosas –decía– tiene la claridad ateniense y el simbolismo embrujador del itálico D’Annunzio y de los inolvidables galos Flaubert y Alfonso Daudet. El procedimiento nuevo y pictórico de sus cuentos es el mismo del exquisito mago Mendes, mezclado con el descriptivo de Zola, Balzac y el psicológico Díaz Rodríguez, Maupassant y el viejo león siberiano Tolstoi”. Y agregaba otros nombres: Hoffman, Poe, Anatole France, Verlaine, Lorrain, Pierre Louys, Ibsen. Pero la influencia francesa en nuestras letras no nos era privativa sino de toda la América. Los sucesos regionales, las guerras, las revoluciones y demás incidencias de la vida americana 394
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suministraron a los novelistas –y cuentistas– como señala Mariano La Torre, “episodios y tipos ajenos a la influencia europea y han hecho del cuento o novela corta de América un género evidentemente autóctono”. Pero si Europa dio la técnica –agrega– América dio el motivo desarrollado con esa técnica. Al margen de las influencias exóticas, en la literatura narrativa se da el caso frecuente de la reelaboración de temas. Así, por ejemplo, el cuento De gato y gallina, de Luis A. Bermúdez, publicado en 1895, no es más que la reelaboración del cuento Marrero, aparecido en El Dominicano, de Santo Domingo, del 15 de febrero de 1846; la narración Una decepción, de Manuel de Js. Troncoso de la Concha, es amplificación de Los gobiernistas, de Joaquín M. Bobea; y la anécdota Mentalidad guerrillera, también de Troncoso de la Concha, apareció antes en una de las Serpentinas de José Ramón López. A su vez en los cuentos de López hay claras reminiscencias de los de Luis de Taboada. El delicioso cuento Las cerezas, de Fabio Fiallo, es trasunto de La Oropéndola, de Andre Theuriet. José Ramón López, además, se contó entre los numerosos usufructuarios de la maravillosa cantera de El Conde Lucanor: el cuento de lo que le contesció a un hombre bueno con su fijo y un asno, aprovechado nada menos que por Lafontaine, lo utilizó López en su cuento La opinión pública. Los divertidos cuentos del portentoso Tomás Carite, publicados por Bermúdez en 1895, se inspiraron en las Aventuras del Barón Munchhausen o Aventuras del Barón de la Castaña, de popularidad universal. El cuento que se le atribuye al dominicano Amable Nadal, de pies irregulares; que al serle robados sus zapatos exclamó ¡Ea Dios, que le sirvan!, no es más que una adaptación o repetición del siguiente cuento de Timoneda, del Siglo XVI: “Hurtando a un capitán en Flandes de su aposento unos borceguíes hechos de molde para sus pies, porque los tenía lisiados y tuertos, hallándolos menos, dijo: ¡Plega a Dios que le vengan bien a quien me los hurtó!” Esa licencia de la reelaboración literaria, que a veces degenera en imitación servil y en plagio, es bien antigua: sabido es que Tirso de Molina, vecino de Santo Domingo por el 1618, tomó del Bocaccio, para Los cigarrales de Toledo, “argumentos y situaciones de sus cuentos”. Durante largos años el ámbito de nuestras letras fue semejante al de Venezuela. La política, que influye poderosamente en lo literario, que en las Patrias de Duarte y de Bolívar tiene notorio parentesco, creó, propiamente, la modalidad prevaleciente en el cuento criollo, lo político, tanto en los que nacieron en Venezuela bajo la dictadura de Guzmán Blanco como en los que surgieron en Santo Domingo en tiempos de la dictadura de Ulises Heureaux. En todo el Siglo XIX las relaciones intelectuales entre Santo Domingo y Venezuela fueron bien intensas: en sus comienzos residió aquí, junto a sus parientes dominicanos, Rafael María Baralt –que también fue costumbrista– y al finalizar la Centuria y a principios de la siguiente, sus compatriotas Eduardo Scanlan, Rufino Blanco Fombona, Andrés A. Mata, Manuel María Bermúdez Ávila, Juan Antonio Pérez Bonalde, Manuel Flores Cabrera. Y a su vez los dominicanos, atraídos por el ambiente cultural de Caracas, o empujados por el oleaje político, se radicaban allí y terciaban en las lides literarias, entre ellos José Ramón López, que se distinguiría como cuentista en sus Cuentos puertoplateños; Tulio Manuel Cestero, en su novela La Sangre, Una vida bajo la tiranía; Víctor M. de Castro, en el relato anecdótico, en Cosas de Lilís; el poeta y cuentista Fabio Fiallo, quien publicó en Casacas, en 1902, su Primavera sentimental, con prólogo del celebrado estilista venezolano Manuel Díaz 395
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Rodríguez; Manuel Eudoro Aybar, que desde allá enviaba sus cuentos y poesías. A su regreso de Venezuela, Víctor M. de Castro abrió el camino a la inagotable cantera de anécdotas políticas del Presidente Ulises Heureaux, la figura de mayor atracción en el anecdotario dominicano. A sus Cosas de Lilís (1919) siguieron Otras cosas de Lilís (1921), de Gustavo E. Bergés Bordas; en 1943 apareció, enriquecida por nuevos testimonios de personas que conocieron a Lilís, la obra del venezolano-dominicano Horacio Blanco Fombona, El tirano Ulises Heureaux; en 1955 circuló la segunda edición de Anédoctas de Ulises Heureaux, por su compueblano Augusto Vega; y al siguiente año Lilís y Alejandrito, de Vigil Díaz. A estas obras puede agregarse nuestro reciente libro Cancionero de Lilís, poesía, dictadura y libertad, que incluye no pocas anécdotas de Heureaux. Los escritores venezolanos, cuentistas y costumbristas, predominaban, junto con los franceses, en las revistas y periódicos dominicanos, a través de sus grandes revistas, El Cojo Ilustrado y Cosmópolis. Así hallamos en la prensa dominicana a Urbaneja Achelpohl y Pedro C. Dominici, en Letras y Ciencias, en 1894 y 1895; y asimismo a Nicanor Bolet Peraza, a Andrés A. Mata, a Zumeta, cuyo cuento, Una cicatriz, fue muy alabado por Andrés Julio Montolío en su encomiástico artículo César Zumeta. Quien lea los cuentos de política, de Venezuela y de Santo Domingo, comparativamente, advertirá la estrecha identidad que hay en ellos; la misma raíz les une con escasas diferencias de nombres, de lugares y de estilo. Bastará para comprobarlo la lectura de Andanzas de un guerrillero, de Carlos Paz García; de Revolucionarios urbanos, de Miguel Mármol; de La Delpinada, crónica del ocaso de Guzmán Blanco, de Pedro Emilio Coll, todos de la época de El Cojo Ilustrado, de 1892, y de Cosmópolis, de 1894 en la que colaboraban los dominicanos José Ramón López y Manuel Eudoro Aybar. Los Cuentos de acero, de Jorge Borges, publicados en 1924, que son como parte viva de la siniestra biografía del tirano Juan Vicente Gómez, corren parejos con estos Cuentos de política criolla.8 Claro que las influencias literarias se producen en cada escritor según su temperamento: en Fabio Fiallo, el poeta y cuentista, prevalece la influencia francesa directamente o a través de sus amigos de Venezuela; en José Ramón López, el cuentista, predomina la influencia venezolana, la contaminación literaria de sus gratos días caraqueños, hasta su retorno a su Patria, en 1896, época precisamente en que, en boga el cuento en Venezuela, también está en boga en Santo Domingo. El proceso histórico del cuento dominicano había de tener –parecerá increíble– colapso lamentable: tras su última floración, particularmente en la recordada revista Bahoruco, de Horacio Blanco Fombona, el cuento perdió vitalidad, y quedó disperso, esporádico, aventado por la tormenta política para darle paso al discurso político, al artículo político, a las excrecencias políticas que eran precio de la vida del hombre de letras. Juan Bosch, cuyo surgimiento como cuentista constituyó un acontecimiento literario –saludado proféticamente por Pedro Henríquez Ureña, entonces en su Patria– dejó el país para brillar y triunfar rotundamente en otras playas. Tomás Hernández Franco perdió lo mejor de su edad y de su talento prodigioso en la vana escribanía política. Ramón Marrero Aristy, el sorprendente autor de Balsié y de Over, fue absorbido por la infanda política que le costó la vida, y así 8 Algunos de estos Cuentos de política criolla se asemejan, por su factura e intención, a La baja, del uruguayo Javier de Viana. Los que reflejan nuestras luchas revolucionarias se relacionan, asimismo, con los Cuentos militares del chileno Olegario Lazo y con los Cuentos de la guerra de Secesión, del norteamericano Ambrosio Bierce.
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tantos otros que se desviaron de las bellas letras arrastrados por las contingencias sociales del país en las últimas tres décadas. Huelga tratar aquí de los cuentistas dominicanos ya consagrados por don Sócrates Nolasco en su admirable Antología del cuento dominicano, en cuya jugosa y atildada introducción se encarecen los méritos de cada uno: de Julio Acosta hijo, Manuel del Cabral, Néstor Caro, Hilma Contreras, Rafael Damirón, G. A. Díaz, Virgilio Díaz Ordóñez, Fabio Fiallo, Federico García Godoy, Máximo Gómez, Federico Henríquez y Carvajal, Max Henríquez Ureña, Pedro Henríquez Ureña, Tomás Hernández Franco, Antonio Hoepelman, Miguel A. Jiménez, Ramón Emilio Jiménez, Ramón Lacay Polanco, Angel Rafael Lamarche, José Ramón López, Ramón Marrero Aristy, Miguel Angel Monclús, Francisco E. Moscoso Puello, Virginia Elena Ortea, Virginia de Peña de Bordas, José Joaquín Pérez, José María Pichardo, Freddy Prestol Castillo, José Rijo, Manuel de J. Troncoso de la Concha, Julio Vega Batlle y Otilio Vigil Díaz. También figura en la obra el propio antologista, sin disputa uno de los mejores cuentistas dominicanos. Es de imaginarse la desazón cívica que se producía ante la imposibilidad material de incluir a Juan Bosch en una Antología, ya que su nombre era de los prohibidos en las dos últimas décadas. Bosch, de estilo y maestría paralelos a Horacio Quiroga –cuyo famoso cuento A la deriva no supera a algunos del dominicano– acaba de reintegrarse honrosamente a su Patria. Y ya empieza a enriquecer su bibliografía con sus magistrales Cuentos escritos en el exilio y Apuntes sobre el arte de escribir cuentos. A la calidad egregia de estos Cuentos se añade el valor e importancia del ensayo que les precede, básico en la materia. El cuento tuvo gran boga e importancia en la vida dominicana, tanto en la urbana como en la rural, en el pasado. El cuento es hijo mimado del Ocio, y en el pueblo dominicano de antaño el Ocio era el fruto cotidiano de la haraganería y la pobreza. Donde hay gente ociosa ahí está el cuento, chisporroteando contra los hielos del aburrimiento. En las tertulias de la vieja Ciudad Romántica nacieron, por el 1890, las Cosas añejas de Penson, y en las veladas campesinas se renovaron los inacabables repertorios de Juan Bobo y Pedro Animales.9 El cuento, pues, sinónimo de mentira, de invención, aparece repetidamente en esa modalidad del idioma que podría llamarse la jerga picaresca. Cada expresión se explica por sí misma: Vivir del cuento, No me vengas con cuentos, Va de cuento, El cuento del Tío, Déjate de cuentos, ¿No me cuentes?, A cuento, Está en el cuento, Como me lo contaron te lo cuento, Es un cuento muy largo, Como se lo cuento, Ese es un cuentista, Esos son cuentos, No estoy para cuentos, Ahí está el cuento, Esos son cuentos de camino, Ese hombre es un cuento, Del cuento la mitad, Cosa de no contar, Vaya con el cuento, Ese es un cuento, Embustes y cuentos de uno nacen ciento, El cuento para que sea cuento es preciso que venga a cuento, Me salió con un cuento, Aplícate el cuento, Hacer un cuento a lo vivo, Adornar un cuento, Cuentan y no acaban, Te voy a contar un cuento, Cuéntame, Colorín colorado este cuento se ha acabado… Cada momento, cada situación, cada ambiente, tiene su clase de cuento, ya que su diversidad es infinita. Hay, así, los cuentos de aparecidos, de viejas, de muertos, de velorios, de misterios, de magia, de brujerías, fantásticos, maravillosos, prodigiosos, moralizantes, 9 Los cuentos de Juan Bobo y Pedro Animales fueron recogidos por Manuel José Andrade en su valiosa obra Folklore de la República Dominicana, Santo Domingo, 1948, 2 vols., 622 págs. La edición original, en inglés, se publicó en Nueva York en 1930: Folk-lore from the Dominican Republic. Véase, además, Terrence Leslie Hansen, The types of the Folktale in Cuba, Puerto Rico, the Dominican Republic and Spanish South America. University of California Press, Los Ángeles, 1597, 202 págs. (Folklore Studies, 8).
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sacro-profanos, cómicos, de camino,10 de política, militares, de revoluciones, históricos, galantes, poéticos, viejos, idealistas, románticos, sentimentales, de salón, campesinos, típicos, criollos, indígenas, picarescos, rurales, urbanos, provincianos, psicológicos, legendarios, alegóricos, novelescos, anecdóticos, sociales, costumbristas, tradicionistas, literarios, populares, folklóricos, de adivinanzas, de encantamientos, de madrastras, del diablo, humanos, de animales, infantiles, de suegras, espirituales, realistas, filosóficos, sucios, colorados, color de rosa, color de cielo, de todos colores, de frases versificadas y cantadas, encadenados, acumulativos, de nunca acabar… El cuento, la anécdota, el apólogo, la fábula, se confunden a veces. Con apariencia de cuento se hace el más verídico relato; con apariencia de anécdota se inventa no más que un cuento. Pero lo que interesa en este libro no es propiamente el hecho en sí, real o fantástico, sino la obra literaria, por una parte, y por la otra lo psicológico, la manifestación de la psicología criolla en el escabroso terreno de la política. Lo picaresco de la política es la gran sementera del cuento criollo. Y, es claro, el cuento es la mejor expresión de ese sustancial aspecto de nuestra sociología. Podría decirse que el verdadero cuento dominicano, autóctono, es el de las revoluciones, porque es el que, hasta ahora, ha revelado mejor el ambiente, lo típico, la psicología dominicana en uno de los aspectos más dramáticos de su historia: las contiendas civiles 10 El cuento de camino –que se remonta a El sobremesa y alivio de caminantes, de Juan de Timoneda– merece mención particular, lo que justificará la reproducción de este extenso párrafo del discurso pronunciado por el Dr. Federico Henríquez y Carvajal en su ingreso en la Academia Dominicana de la Lengua, publicado en Clío en mayo de 1933: “Hay un cuento corto y a veces recortado, no de difícil cultivo y apenas cultivado, que permanece aún al margen de la literatura vernácula, el cual procede de un hecho –un sucedido– casi siempre imaginario. Cuento de camino se le llama y tuvo su origen, sin duda, en el relato con que un viandante, o un romero, entretiene a la caravana en las horas largas de un viaje a pie o en asno cansino. “El cuento de camino, hecho, episodio, paso o incidente, es una breve parcela en la ruta de la vida. Carece de descripciones. Campestre, rara vez urbano, es su ambiente y su escenario. Lo sucedido es siempre cómico; por excepción, dramático; nunca trágico. La escena se llena, en la mayoría de los casos, con un solo personaje. En ocasiones actúa en el cuento una pareja. Esta ha solido ser un dúo amartelado: él y ella. “Diéronle pasto y auge algunos hechos, hiperbolizados por la fantasía tropical, que provenían de la lucha armada entre los bandos políticos, en la segunda mitad de la decimonona centuria. Pero ha caído en desuso y va cayendo en olvido. Son gajes del progreso. El automóvil y la carretera resultan incompatibles con el cuento de camino… “Coetáneos fueron –por una extraña coincidencia– los más distinguidos cuentistas de los celebrados y a veces repetidos cuentos de camino. Eran tres, no más, y habían visto la primera luz de la vida, al amor del dulce hogar, cuando corría el segundo lustro de la segunda mitad del siglo XIX. Dato curioso: meciéronse sus respectivas cunas –como para complacer, al mismo tiempo, a las tres regiones que integran el territorio dominicano– en sendos puntos cardinales de la rosa de los vientos: Este, Sur y Norte. “Con efecto: Alejandro Woss y Gil oyó su canción de cuna en concierto con los dos ríos que cruzan la llanura en donde se posa, como un ave, la villa de la Santa Cruz del Seibo; Francisco Leonte Vásquez oyó la suya, no menos pastoril, en Moca, la villa heroica y jardín de Ceres, ubicada en el gran valle de La Vega Real; y Deogracias Martí, a su turno, en la urbe trinitaria y capitolina, Santo Domingo de Guzmán, que ha sido y es la Ciudad Primada de las Indias y acaso torne a ser la Atenas del Nuevo Mundo. “El ingenio floreció a menudo en cada uno de los tres destacados cuentistas. Pero el ingenio, florecido en cada uno de ellos, en cada cual se distinguió por una cualidad característica. El humorismo fue la nota dominante en el cuento regocijado del cuentista mocano. El tono agridulce, burlesco, a veces satírico e intencionado siempre, predominaba en el cuento o sucedido del agudo cuentista capitaleño. El cuentista seibano –el cual podría ser considerado también como santiagués pues en Santiago vivió de niño y de adolescente– con un ingenio de más intensa filosofía de la vida y de más extensa cultura literaria, había logrado armonizar la ironía sajona, fina hoja de un estilete, con la gracia andaluza, hecha de sal, de miel y de vino. “El cuento de camino, breve o comprimido, ha sido de referencia, jamás de lectura. Solía surgir, como un relámpago o una exhalación en el cruce de dos calles, o en el encuentro sobre la misma ruta campestre, y ponía a veces una gota de miel, un grano de sal o un rayo de sol, en el insípido y en el nebuloso palique de la tertulia nocturna. “Pero –¡y es lástima grande!– el cuento de camino ha caído en desuso y va cayendo en olvido. Ya lo dije: con ese cuento son incompatibles los automóviles y las carreteras. Ello no es óbice, claro es, para recoger –como dádiva de la memoria que los antiguos oyentes de los citados cuentistas le hagan al folklore dominicano– algunos de los mejores para ser conservados, en un florilegio, como flores espirituales del ingenio de los tres cuentistas de los cuentos de camino”.
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que se inician en 1844 y que llegan muy cerca del presente. De lo prevaleciente en cada país nace lo mejor de su literatura. La Sangre, que corresponde a su subtítulo, Una vida bajo la tiranía, que es una de las mejores novelas dominicanas, recoge el eco de las revoluciones anteriores a la muerte del Presidente Cáceres. Y aún antes, la obra de Galván, proclamada como la más notable de la literatura dominicana, no es sino la novela de la revolución de Enriquillo. Al mismo género revolucionario pertenecen La Mañosa, novela de las revoluciones, de Juan Bosch, y asimismo los galdosianos episodios del Dr. Max Henríquez Ureña, La Independencia Efímera y La Conspiración de Los Alcarrizos, de las más bellas y mejor logradas obras dominicanas. El cuento dominicano por excelencia, el de más jugo, ha sido el de las revoluciones, que empieza a florecer por el 1895. En los anteriores predominaba el costumbrismo: más que cuentos eran cuadros de costumbres. Luego, tras el cuento influido por franceses y venezolanos, llegó a su más brillante período, al predominio del cuento campesino, por obra, de modo particular, de Juan Bosch, de vivo acento dramático.11 Del examen de las antologías del cuento en la América hispana se llega a la conclusión de que la política prevalece en ellas, más que en toda otra parte, en Santo Domingo, Venezuela y México, que es donde la lucha política, revolucionaria, ha sido más intensa.12 ¿Pero cómo y cuándo apareció nuestro cuento de política criolla? Nació sin dudas con las contiendas políticas entre santanistas y baecistas, como en este cuento publicado en el valiente periódico El Eco del Pueblo, de Santo Domingo, en diciembre de 1856, días de enconada persecución del baecismo contra el santanismo, y que parecería tomado del Sobremesa y alivio de caminantes.
Un cuento Había en cierta ciudad un loco a quien mordió cierto día un perro. El pobre hombre no dio queja alguna al dueño del fiero animal, aunque formó proyecto de vengarse cuando se le presentase la ocasión oportuna: a este fin echó mano de una lanza con la que anduvo armado de ese día en adelante, hasta que halló la ocasión oportuna de ejercer una venganza. Una fuerte herida puso fin a los días del animal mordedor. El dueño del perro elevó inmediatamente la queja ante el Alcalde, y este Magistrado hizo comparecer al loco. 11 El tema campesino, lo campesino, puesto de moda en los últimos años –particularmente por Bosch– combatido por el celebrado crítico Pedro R. Contín Aybar, ha sido defendido por Julio Acosta hijo (Julín Varona) en su artículo Lo campesino en la tendencia del cuento dominicano, en el periódico La Opinión, S. D., 7 de junio de 1938. 12 El cuento dominicano, picante, anecdótico, agudo, chispeante, a veces más travesura que cuento, campeó casi como única preocupación intelectual en el formidable grupo de políticos y de hombres de armas, habitualmente ociosos, que formaban en La Vega, tres décadas atrás, Quero Saviñón, Manuel Sánchez, Moreno Piña Zenón de los Santos, a los que se unían el Doctor Morillo, José Manuel Lara –Pochón–, Manolito Fernández, Pepe Álvarez –Cometón, que vivían inventando cuentos, de los que ellos mismos eran, tantas veces, los protagonistas. No quedaban atrás, en Santiago, César Perozo, Vicente y Cesar Tolentino, Panchito Pereyra –enlazado a la familia del genial Juan Antonio Alix– quien fue el más extraordinario cuentista oral de su tiempo en el Cibao, cuyos cuentos se confundían con sus propias anécdotas. Perozo, como un García Sanchiz criollo llegó a ir de Teatro en Teatro, por el Cibao, haciendo cuentos, muchos de su propia cosecha, a veces bien divertidos. Tomás Hernández Franco merece mención aparte: era el cuentista nato, de imaginación desorbitada, que no sólo escribió cuentos y relatos apasionantes, como Deleite, la extraordinaria historia de un caballo, sino que, además, en su chispeante conversación lo convertía todo en un cuento. Otro hacedor de cuentos, en San Francisco de Macorís, fue el abogado Manuel R. Castellanos –Nonón– cuya especialidad era lo pornográfico. En Santo Domingo debemos recordar, entre los vivos, al poeta y abogado don Porfirio Herrera, quien posee un gran caudal de cuentos que sabe decir con gracia y donosura.
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Impasible y silencioso oyó el pobre hombre las reconvenciones del Juez, hasta que entre otras observaciones, le hizo la pregunta de que por qué en vez de darle tan fuerte herida no le había dado un golpe con el asta de su lanza. El loco entonces rompiendo el silencio contestó: yo no le di con el asta, porque él no me mordió con el rabo. Los que dicen hoy que se ataca demasiado a los hombres del pasado, los que nos critican que agucemos la lanza contra tanto perro mordedor, respondemos: ¿Nos mordieron ellos con el rabo? Cuentos y relatos de política criolla, o Antología de costumbristas dominicanos, serían títulos quizás más apropiados para este libro, pero su limitación nos hace preferir el de Cuentos de política criolla. Por esa estricta limitación figuran aquí tan solo algunos de los cuentistas que abrevaron en el agitado manantial de la política criolla: José Ramón López, los olvidados Joaquín María y Lorenzo Justiniano Bobea, Víctor M. de Castro, Manuel de Js. Troncoso de la Concha, Otilio Vigil Díaz, Ramón Emilio Jiménez, Rafael Damirón, Jafet D. Hernández, Max Henríquez Ureña y Agustín Aybar, de quienes se habla en otras páginas. Quizás huelgue explicar la ausencia, en esta antología, de cuentistas de la última generación: basta apuntar que en las últimas décadas no era fácil que ningún escritor se expusiera a las torcidas interpretaciones a que podía prestarse un cuento político. Y al callar llaman Sancho.13 Se trata, en fin, de cuentos escritos a la manera antigua –todavía lejos del cuento moderno, sujeto a las leyes esbozadas por Undurraga– más bien como un relato en que la preocupación mayor es el rasgo final, la salida ingeniosa, que es paradójicamente el punto de partida del cuento, su motivo inspirador. La Sociología podría extraer de cada uno de estos cuentos un prototipo, un arquetipo criollo: el de la malicia –en sus diversas modalidades: el marrullero, el socarrón, el conservador, el oportunista o vividor–; el de la incivilidad, el de la ignorancia, el de la fanfarronería, el del valor, el de la hombría de bien, el del desinterés, el del civismo; lacras y virtudes de nuestro pueblo. El cuento de política criolla, pues, es el mejor espejo de nuestra barbarie civil, de la peste revolucionaria que una y otra vez, casi de modo permanente, agostó la República. Si alguno de estos cuentos, por contener demasiada verdad, nos causa asombro o espanto o sonrojo, valdrá seguramente como incentivo para que el cuento no se repita. No se justificaría la publicación de 13 Al margen de los cuentistas cabría mencionar a los que fueron y son aún objeto de la mayor cantidad de cuentos, de atribuciones, de acumulos, como dice el pueblo: Lilís, el valiente e ingenioso Presidente Ulises Heureaux y varios de sus más leales amigos, Alejandro Woss y Gil, el todopoderoso Gobernador de Samaná General Alejandro Anderson y el General Eugenio Miches, que inspiraron sendos libros, Lilís y Alejandrito, por Vigil Díaz, Macabón, por Luis Bourget, y Cosas viejas, por Francisco Elpidio Beras. Lilís, a su vez, era un maravilloso hacedor de cuentos, recargados de malicia y de intención. Con un cuento, y nada más, amonestaba en muchos casos o resolvía algún problema político. A los que publicaran contra él una copla subversiva les hacía un cuento; a los que le aconsejaban que ya debía abandonar el Poder, les hacía uno de sus más divertidos cuentos, en los que ponía su simulado acento campesino, blando y pausado, incomparable en la persuasión. Como había sido hombre de pelea desde la mocedad, en los días de la Restauración, había atesorado ese inmenso caudal de cuentos que surgen en los campamentos, en las largas horas de tregua. De ahí nacía, en los militares dominicanos, esa viva afición al cuento. De ahí que muchas hazañas militares no fueran sino cuentos del vivac. Lástima que no se hayan recogido algunos anecdotarios ya en trances de desaparición: el del Cantor del Yaque, Juan Antonio Alix, y el del matrero Gollito Polanco, en Santiago; el de los dones, en La Vega; el del Parque Colón, en Santo Domingo, sin dudas el más rico de todos y de mayor interés político. En su reciente ensayo, Contribución de Latinoamérica al cuento de Occidente, publicado en la ya afamada revista Espiral, del admirable Clemente Airó (Bogotá, 86, 1963), Antonio Undurraga hace esta honradora mención, tras de hablar de T. M. Cestero y de Bosch: “Otro cuentista dominicano singular es Virgilio Alejandro Díaz Grullón”.
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este libro si no contuviera alguna intención social, de reforma, de la enmienda en todos los órdenes de que está menesterosa la sociedad dominicana. Como el destino del cuento es deleitar, que el lector disfrute aquí de algún deleite: al menos el de las emociones de nuestra tragicomedia cotidiana de antaño. Y a la vez aprenderá no pocas cosas divertidas o graves o desconcertantes de nuestra Sociología. Contribuir a su conocimiento es también objeto de este libro, quizás bien oportuno en esta hora de la vida dominicana en que lo político satura sus más hondos estratos y en que pugna, como siempre, pero quizás inútilmente, por prevalecer sobre el desinterés, sobre la civilidad y el patriotismo, que a la postre habrán de imponerse en la República.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
JOSÉ RAMÓN LÓPEZ Nació en Montecristi el 3 de febrero de 1866, hijo de José María López Escarfulleri y de Juana Lora. Habiéndose trasladado a Puerto Plata en los primeros años de la infancia, se consideró siempre puertoplateño. Perteneció a la viril juventud adversa a la dictadura de Ulises Heureaux. El 29 de julio de 1885 se evadió de la cárcel de Puerto Plata, junto con Agustín Morales y Juan Vicente Flores, yéndose luego a Venezuela, donde se dedicó al periodismo. A su regreso al país por el 1896, fue Secretario particular del Presidente Heureaux, Lilís, maestro en el arte de ganarse a sus más enconados adversarios, gran hacedor de cuentos: podría decirse que en el subconsciente de José Ramón López había un Lilís, picaresco y parabólico, psicólogo y sociólogo consumado, como lo demostró en su importante ensayo La alimentación y las razas, en sus cuentos y en los innumerables artículos políticos que publicó en la prensa dominicana hasta vísperas de su muerte. Fue uno de nuestros más sagaces periodistas. Intervino activamente en la política, llegando a ocupar una curul de Senador. Murió en la ciudad de Santo Domingo el 2 de agosto de 1922. Obras: La alimentación y las razas (1898), reproducida en Revista dominicana de cultura, n.o 1, 1955; La paz en la República Dominicana, 1915; Cuentos puertoplateños, 1904; Nisia, novela, 1898; Manual de Agricultura, 1920; Geografía de Santo Domingo, 1915; Dolores, novela, Capítulo V en la revista El Lápiz, Santo Domingo, de julio de 1891; La República Dominicana, 1906; Censo y catastro de la común de Santo Domingo, 1919. Los cuentos de López reproducidos aquí proceden de Cuentos puertoplateños, salvo La política cimarrona y Moralidad social, tomados de la revista La Cuna de América, S. D., 1904, pp.358 y 534.
Al pobre no lo llaman para cosa buena El vale Juan era mendigo habitual y vivía en la sección de los Mameyes. Una mañana lo encontré en la población mejor ataviado que de costumbre. Llevaba una camisa de listado muy aplanchada, un pantalón de fuerte azul bien limpio, y montaba un buey de silla, con aparejo nuevo y una jáquima muy blanca pasada por el narigón. —Vale Juan –le dije, empuñando su única mano– ¿cómo va? —Ahí entreverado –me contestó. —Pues, ni tan mal es, a juzgar por las apariencias. Hoy parece usted un potentado rural. —Es que ya yo estoy muy escamado y sé lo que les espera a los pobres. Me mandó a buscar don Francisco y me dije: pues me pongo los trapitos de cristianar y arreglo a Bonito que parezca el buey de un Presidente. Y así me he puesto. —Hombre, qué idea tiene usted de los pobres… —Es que la gente no sabe distinguir, y yo no quiero que me confundan. Hay dos clases de pobres. Pobres a nativitate y pobres de mala fortuna. Los primeros, aunque hayan de heredar riquezas, nacen pobres. Un individuo haragán, estúpido o sinservir, siempre es pobre a nativitate, y aunque ría por primera vez entre plumas y bordados, acabará llorando. —¿Y los otros, cómo son; vale Juan? —¡Los otros son como yo, caramba! que nada me ha valido para salvarme. ¿Quién salva a uno de que lo metan a soldado y en una pelea lo dejen manco? Porque yo, si hubiera podido desertar sin peligro lo hubiera hecho; pero si desertaba, me cogían, me amarraban y por primera providencia mandaban a fusilarme; y lo esencial que uno necesita para hacer 402
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las cosas es estar vivo. Así fue que tuve que quedarme en las filas hasta que me quebraron un brazo. Y supóngase, un agricultor pobre con un ala menos… —¿De manera que los pobres de la segunda clase son los que van a la guerra? —Ellos solos no. En el mundo hay dos clases de circunstancias. Las que un hombre de talento puede prever y las que ningún talento en el mundo puede calcular. Al hombre de fortuna todas las circunstancias incalculables le favorecen. Al desgraciado todas le son adversas, y nunca puede salir de pobre. —La desgracia lo ha hecho a usted pesimista, vale Juan. —Ello no; es que las cosas son así, y no tengo culpa. No fui yo quien hizo el mundo con tantas jorobas y torceduras. Insisto en que al pobre no lo llaman para cosa buena, y voy a contarle un cuento que lo prueba. Cuando gobernaba en Puerto Plata el General Lovera, que era malo con colmo, convocó para un día señalado a todos los pobres del Distrito, a que se reunieran en la plaza del pueblo arriba. Cada quien calculaba sacar la tripa de mal año. “Que nos va a dar ropa”, decía uno. “No, que lo que va a dar es dinero, que recibió muchísimo por un vapor que llegó de la Capital”. Y así cada uno echaba alegremente sus cuentas… Llegó el día de la reunión y la plaza parecía una Corte de los Milagros. Cojos, mancos, tullidos, ciegos, tuertos, llagosos… era aquello una florescencia de cementerio, como si cada tumba se hubiese abierto y echado al exterior su tétrico contenido. Momentos después llegó el General Lovera seguido de mil hombres de tropa que cercaron la plaza. Avanzó el jefe, con su cara de estrafalario furibundo y con ronca voz comenzó a interrogar a los pobres uno a uno. —Usted, ¿de qué vive? —Yo, de la caridad pública. Ya ve que me falta un brazo y no puedo trabajar. —Pues pase a aquel lado –le contestaba él señalándole el flanco izquierdo de la plaza. Ya sólo faltaba un pobre por ser interrogado, y el General Lovera le hizo la pregunta consabida. —Yo –le contestó aquél, que era un hombrecillo flaco y desmedrado, con cara de gato, —yo vivo de lo mío. No me falta nada. Y se sonó los bolsillos del pantalón que produjeron un ruido argentino. Pues váyase a su casa, que con usted no es la cosa, –le contestó con su voz atronadora el General Lovera. Entonces, dirigiéndose al Comandante de la fuerza, le gritó: —Cumpla la orden. ¡Fusíleme a todos estos sinserviles!– Y se fue. Se armó una gritería de lamentos entre la multitud de pobres. Todos gemían y lloriqueaban su desgracia, y anatematizaban el nombre de su sacrificador Lovera. El que se las dio de rico se acercó entonces al grupo de los condenados a muerte, y un compadre suyo llamado Juan José, que se encontraba allí, le increpó diciéndole: —Hombre, compadre Toño, sólo usted es malo. Si usted sabía esto, ¿cómo no me dijo algo, en vez de dejar que me sacrifiquen así, como un marrano? —Compadre, –le contestó el falso rico: —Yo no sabía nada. Lo único que yo sé es que ai probe no lo yaman pa na güeno. Por eso me preparé, llenándome los bolsillos de tiestos de platos. Así terminó su cuento el vale Juan, y yo, pensativo, le dije: —Demontre, con usted y el general Lovera, cualquiera teme ser pobre. 403
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—Cójale el peso al cuento –me contestó él. —Lo que soy yo, no me arrepiento de haberme vestido de limpio y de engalanar a Bonito para ir a ver a don Francisco. Quizás así me haga una buena proposición. De otra manera, lo contrario.
Nepotismo —¡Ay Maruca! ¡abrázame! Aquí lo tengo. Y don Fausto, al decir esto, se dirigía hacia su mujer, con la cara congestionada, ambos brazos en alto, en la mano derecha un pliego de papel. —¿Y qué es? –le contesta Maruca, estrechándole. —¿Qué es, mi querido Faustico? —¿No lo has adivinado todavía? ¿Nada te dicen mi emoción, mi alegría, mi… es el nombramiento. Estoy nombrado Ministro de Hacienda, y es muy consolador que quien no tiene una suya pueda manejar la de la República. La hacienda grande, ¡Maruca! —Ya se acabaron nuestros apuros, Faustico, y los de la familia, también. Porque tú, ¡lo juraría! no has de ser un mal pariente. —Ah, por supuesto. Lo que yo tengo está a disposición de la patria, digo, de la familia. —Bueno, pues comencemos por los hijos. Emestico y Luisito necesitan dos interventorías de Aduana, y es preciso buscárselas de las mejores. ¡Les daremos, o les darás tú, la de Puerto Plata y la de la Capital! —Pero son muy jóvenes —Bah! No seas tonto. En Europa han hecho oficiales de ejército, oficiales militares, a niños recién nacidos, y ya los nuestros pasan de los quince años. Además, los Papas han hecho, de sus sobrinos, Cardenales infantiles… —Bueno, pues concedido. —Ahora, siquiera sea para que compensen las edades, me les darás otras dos aduanas a papá y a mi abuelo don Pepito. Entre los cuatro suman ciento setentiocho años, de manera que la parte alícuota de cada uno será de cuarenticuatro y un pico. Con eso se les cierra el idem a los envidiosos. —Ya tienes lo que querías. Ahora déjame acordarme de los amigos y de las personas útiles. Tú sabes que en política los hombres valen más por lo que pueden servir que por lo que han servido. Ese es un axioma indiscutible. —Eso es una paparrucha. Lo que yo sé es lo que decía un político venezolano: “Quien no gobierna con los suyos se suicida,” y los suyos son la familia de uno. —¡Maruca! ¡Maruca, que me pierdes! Bien lo dijo San Nepomuceno: “Si tu mujer quiere que te tires por una ventana, ruégale a Dios que no esté lejos del suelo”. —Mira Fausto. Los santos no saben gran cosa de mujeres, porque ellos no las lidiaron jamás. Si una mujer le pide a su amado que se arroje por una ventana, ten por seguro que no es alta, y que debajo de ella ha puesto un colchón, para por si acaso. Conque, déjate convencer. —Pues sigue pidiendo. —Oh, ya no será mayor cosa. Sólo necesito quince empleos importantes más para todos nuestros primos, nuestros tíos, nuestros hermanos. Déjame ver… (Los enumera y los cuenta con los dedos). —Sí, quince nada más. —¿Estás contenta ya Maruquita? Te he concedido los diecinueve empleos mejor retribuidos de mi ramo. 404
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¿No quieres algún otro? (Maruca se queda pensativa un rato, como repasando todo su árbol genealógico. Al fin se da una palmada en la frente y exclama:) —¡Ya! ¿Dónde tendría yo la cabeza? Falta uno; pero no vayas a alarmarte: una bicoca, el empleo más humilde. —¿Cuál? —La portería del Ministerio. (El marido asombrado:) —¿Cómo? ¿Para un pariente la portería?… —No, no es pariente, que la familia es corta; pero es de la casa. Es Nerón. El pobre Nerón a quien olvidábamos. —¿Qué Nerón? —Hombre, nuestro mastín. Tan fiel, tan ladrador, tan bueno… —¿Maruca… un perro? —Sí, Fausto. Y no te creas, hay antecedentes clásicos. Un emperador romano nombró cónsul a su caballo… Y habrías tú de ser menos? —Es verdad, Maruca. El nepotismo comprende a todos los seres vivientes que duermen bajo nuestro techo.
Hacerla a tiempo Algunos años ha volvía yo del destierro, con hambre de ver gentes y cosas de Puerto Plata. Era tal mi ansia a ese respecto, que lo primero que encontré al salir del muelle fue un buey uncido a una carreta, y a no haber sido por la mala cara que me puso ese paisano cornúpeto, le doy un abrazo. En la calle del Comercio encontré a Toribio, vestido de policía. Yo lo había dejado, doce años antes, ocupando buena posición social y económica. Había sido contrario mío: pero debo hacerle la justicia de confesar que era persona completamente decente y acreditada. El asombro se me pintó en la cara de tal manera, al verlo en aquella facha, que él me dijo: —Lo extrañas, ¿no es verdad? Pues ha sido por no haberla hecho a tiempo. —¡Cómo! —Pues, si no te avergüenza andar conmigo, vamos a un banco de la plaza, que la cosa es para contarse con detalles. Quizás te aproveche. Cuando llegamos y tomamos asiento, Toribio comenzó así: —Yo tenía buena posición, y era bueno. Tú lo sabes. Pocos meses después de tu expulsión hubo un cambio en la política del Distrito. Quitaron al Gobernador, que era muy amigo mío, y nombraron otro. Ese otro era un caballero, un hombre de valor y correcto que cumplía lo mejor que le era posible sus obligaciones. Pero, yo era amigo del anterior y creí que era deber mío serle fiel como un perro. No hice caso de la pobre Jacinta, mi mujer, que me decía siempre: “Toribio el que no hace oportunamente una pequeña vagabundería, tiene que hacer treinta grandes al día siguiente”. La primera vez que encontré al nuevo Gobernador en la calle, le vi intenciones de saludarme, y como yo me había jurado no quitarme el sombrero para él, finjí que miraba con mucho interés hacia el interior del almacén de Ginebra, mientras pasaba la primera autoridad por la otra acera. 405
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La cosa se volvió un sport para mí. Tan pronto doblaba una esquina, como me metía en una tienda, como hacía una visita intempestiva por evitar el saludo del Gobernador. Cuando yo salía a la calle era una ocupación seria la de estar atento para evitar al Gobernador. Y, sin embargo, yo no lo odiaba, yo no lo juzgaba un mal hombre. No era más sino que el exceso de orgullo me hacía creer que debía darle esas pruebas al Gobernador cesante. En eso hubo un bochinche revolucionario, y me mandó a buscar la autoridad, para que asistiera a la Fortaleza de San Felipe. Yo creía que era para mandarme a campaña, o encargarme de cualquier servicio importante. Llego, y al momento me intiman la orden de prisión y me encierran en el Cubo. Desde el primer día mandé a decir a casa que no hicieran deligencia ni súplica alguna por mi libertad, y que pusieran en la puerta a un tal Fellé, pretendiente de mi hija Titica, pues sabía que ese joven trataba al Gobernador. Así pasaron algunos meses, hasta que Jacinta me informó que ya no tenía un medio, ni qué vender, para el sostenimiento de la casa. Mi dolor fue muy grande; pero empecé a transigir con mi conciencia; y resolví escribirle una cartita muy zalamera al amigo X, pidiéndole cinco pesos prestados. A los cinco días se había concluido el dinero, y tuve que recurrir al amigo H, y así sucesivamente recorrí todo el alfabeto, encontrando unas veces y recibiendo otras rotundas negativas. Por supuesto, yo no comprendía cómo era que de casa me mandaban con regularidad la comida, hasta que Jacinta me informó de que un amigo anónimo, a quien no había podido descubrir, le mandaba diariamente un peso. Hace el necio al fin lo que el sabio hace al principio. Por donde debí comenzar acabé. Un día escribí al Gobernador diciéndole “que hasta cuándo estaba yo en el Cubo; que era su amigo y me sentía dispuesto a probárselo como él quisiera”. Mandó a buscarme, y yo me fui de bruces en ofertas. Le prometí que publicaría en los periódicos una manifestación diciendo que no había Gobierno mejor que el existente, el cual superaba a todos los pasados y los futuros. Salió el esperpento ese en El Porvenir, y yo quedé libre de persecuciones. Entonces apareció aquello: lo del peso diario. Fellé había abusado en mi ausencia. Enviaba secretamente el dinero; pero mi pobre Titica estaba encinta, ya en meses mayores. Mi hijito varón iba y venía infructuosamente con mis papelitos. Nada ¡Nadie me prestaba un medio, nadie me socorría! Un día de hambre fui a la Gobernación y le dije al Gobernador: “¡Déme un empleo, o métame otra vez en la cárcel, o fusíleme!” —Lo siento mucho –me contestó;– pero no puedo complacerle. Ahora no hay ninguna vacante propia de su categoría. —¡Qué categoría, ni categoría! –respondí yo–. Déme lo que haya, que el hambre no tiene rango. —Pues sólo hay disponible una plaza de policía. —Vengan el uniforme y la ración. Pero desde ahora mismo le repliqué. Salí de allí vestido de peje con unos centavos en el bolsillo, para que comieran mis hijos. No recuerdo si estaba triste o alegre; pero aquello era un clavo ardiendo de que podía agarrarme en mi derrumbamiento, y no sé si considerarle como ascua o como apoyo. —Pobre Toribio –exclamé con verdadera pena. —Tú tienes razón en compadecerme, –me contestó él levantándose– pero reflexiona, aprende a hacer las cosas a tiempo. Quien no hace oportunamente una pequeña vagabundería, 406
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tiene que hacer treinta grandes al día siguiente. Yo he hecho ya centenares y aún no he acabado, todo porque no realicé a tiempo la primera.
Siéntate, no corras Cuando Jerónimo entraba en su yola y remaba hacia el recodo del excelente puerto de Blanco, donde echaba su cordel para pescar, se le iba el espíritu en peregrinación hacia el pasado, contemplando ese panorama, poético y majestuoso a la vez, que ofrecen las aguas mansas y encajonadas como un río, mientras que en las orillas, como apretada muchedumbre salvaje, crecen los árboles disputándose el aire y el terreno y descendiendo hasta las aguas los enmarañados mangles, patriotas útiles, porque todos los días agrandan el territorio nacional robándoles espacio a los mares convirtiendo en suelo dominicano los sedimentos minerales y sus propios detritus orgánicos. Jerónimo, a fuerza de pensar, se había hecho una filosofía rara que le servía de programa político. A Dios rogando y con el mazo dando era su primera consigna; pero al mismo tiempo había resuelto abandonar el campo del luchador y no correr detrás de las cosas, sino acecharlas y empuñarlas cuando le pasasen cerca. Un día su compadre Pancho quiso acompañarle en la pesca, y así que estuvieron lejos del embarcadero le habló así: —Compadre, el Gobierno es de los malos, de los peores. Ya no se puede aguantarlo. —¿Usted cree, compadre? contestó Jerónimo. —Hombre, ¿cómo dudarlo? ¿No se está viendo? Si hasta la cosecha de tabaco ha sido mala este año. —Pues a mí no me ha ido mal en la pesca. —Porque el Gobierno no se mete todavía con los peces. Pero usted verá como al fin se lo vende a algún musié y se queda mi compadre pescando sabandijas… —Y yo, ¿qué puedo hacer compadre? —¿Y usted me lo pregunta? Ya se está peleando en Santiago. Metámonos en la revolución. Pronunciemos a Blanco y, lo menos, lo menos que usted saca es la Jefatura Comunal. —Compadre yo, ya que no puedo hacer otra cosa, me reservo para después del triunfo. Usted conoce mis principios: “a Dios rogando y con el mazo dando”. He aprendido a leer y escribir, y vivo honorablemente de mi trabajo. No corro detrás de las cosas como hice en mi juventud. Me siento tranquilamente en el camino por donde tienen que pasar y, cuando están a mi alcance, les salto encima y las empuño por el cocote. Mire, compadre. Las cosas corren más que un tren de ferrocarril, y si usted las persigue, a poco rato lo dejan con la lengua afuera, y ellas en el confín del horizonte. —De manera, compadre, que usted no entra… –contestó Pancho. —No compadre. Me reservan para después del triunfo, si me creen útil. Pancho no insistió. Regresaron a la aldea, terminada la pesca, y en la noche, acompañado de treinta individuos, el revolucionario pronunció el lugar en favor de su partido. Inmediatamente reclutó algunos más, y marchó sobre Bajabonico. Se apoderó de la población y en seguida atacó a Altamira, donde el combate fue más reñido y le quebraron una pierna de un balazo. La revolución había estallado también por el Este. En Sosúa había un fuerte destacamento de insurgentes y, como la bola de nieve, ambas fuerzas marcharon sobre la ciudad 407
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de Puerto Plata engrosándose de manera que cuando llegaron eran ya un poderoso ejército al cual se rindió la guarnición. Pancho, entre tanto, había sido conducido a Blanco, donde se curaba lentamente, sin médico y con pocas medicinas. En su lecho supo todas las noticias de la guerra, del triunfo de los suyos, de la constitución del nuevo Gobierno, y cuando se trató de nombrar Jefe Comunal en propiedad de Blanco, todavía sólo podía andar apoyado en una muleta en su aposento. El Gobierno pidió entonces informes sobre candidatos y todos estuvieron contestes en que Jerónimo era el hombre, y en su favor fue expedido el nombramiento. Una tarde estaba Pancho sentado a la puerta de su casa, contemplando la plaza de un verde suave que reposaba los ojos, cubierta de cabras, vacas y cerdos que pastaban tranquilamente, mientras por el lado del monte, en el camino que llega a Bajabonico, aparecían de tarde en tarde aldeanas que venían de la laguna con una lata o una damesana de agua en la cabeza, cuando llegó Jerónimo a visitarlo. —¿Cómo le va, compadre? –preguntó. —Aquí, cada vez más convencido de la verdad que usted me dijo en la yola. No vuelvo a correr más nunca. Y no porque esté cojo, sino porque creo que más se alcanza cuando uno sabe dónde debe sentarse.
¡Pa’ la caise! No ha mucho se encontraban en el café El Túnel, de Puerto Plata, algunos jóvenes tertuliando en la galería, gozando del fresco terral que soplaba y de la poesía del paisaje formado por el jardín bellísimo del parque, en el cual hacía maravillas la potente luz de las lámparas Kitson deshaciéndose como rayos de sol sobre los chorros de agua atomizada de las fuentes, el enorme ramaje de los laureles, y los rosales en flor que parecían el alma de la juventud femenina: piras de rosado tinte como el amor ferviente y entusiasta; lampos de alba nieve como esas conciencias impolutas; ramilletes amarillos, color de la decepción y el desengaño que aniquilan en flor los corazones. Hablaban los mozos de amor, de fiestas, de las manifestaciones de la vida inquieta y vivaracha de la juventud, cuando uno de ellos ladeó la charla hacia la mal llamada política, y se habló de las últimas prisiones, discutiendo unos en pro y otros en contra de su justicia. Como siempre, la tertulia se hizo anecdótica. Cada uno refirió un caso afirmador de la opinión que sustentaba. —Pues yo –dijo Luis, un joven moreno, de grandes ojos oscuros y bigote más negro que el café tostado– voy a referirles mi caso auténtico que presencié en Santiago. Había un joven de la honorable familia Pujol, el cual tenía la costumbre de restregarse las manos con frecuencia. Un día las tropas del Gobierno fueron derrotadas en Puñal, y el Gobernador, apenas amaneció, salió a la calle. En la acera de enfrente vio a Pujol restregándose las manos, y al instante supuso que el joven conocía la noticia y la estaba celebrando con ese movimiento. Se devolvió a la Gobernación, y dirigiéndose al Comisario de Policía, le dijo: —¡Mándeme a meter en la cárcel a ese conspirador de Pujol! La orden fue trasmitida a dos agentes, y cinco minutos después la víctima sentía dos bocas de carabina en las espaldas, mientras una voz aguardentosa le gritaba: —¡Pa’ la caise! Entonces Eudoro, un joven de la Capital, que oía a Luis, dijo: 408
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—Eso es poca cosa, en comparación a lo que sucedió en la ciudad. El Gobierno esperaba de Europa una suma, de un cuantioso empréstito. El dinero no venía y eso daba lugar a muchísimas conversaciones. Una tarde se paseaba el Gobernador por una calle del barrio cuando oyó a un honrado artesano que cantaba el estribillo de una danza a la moda:
Y dicen que viene y no viene ná…
El Gobernador se enfureció, llamó a un policía y mandando a la cárcel al artesano, le increpó: —Conque no viene ná, ¿eh? —Yo que sé. Eso lo dice la danza. —¿Danza? ¡Buena la vas tú a tener en el Homenaje, para que te metas en asuntos de Estado!… Pues eso no es nada –dijo Alberto– El uno padeció por restregarse las manos, el otro por cantar. Ya eso es algo. Yo conozco otro que fue a la cárcel por mirar. —Eso es imposible –contestó Luis. —Cuéntalo –replicó el capitaleño. El interpelado refirió entonces: Aquí, en Puerto Plata, había un Gobernador algo amigo de Venus. Tenía queridas cuantas podía, y una vez logró la fortuna de encandilar a una mujer de buena familia. Un noche, a eso de las nueve, quiso entrar a verla. Pero frente a la casa vivía un barbero, y el artista en pelos estaba a la puerta, mirándola fijamente. El Gobernador siguió de largo, murmurando pestes y maldiciones, y volvió una hora más tarde. Pero el empecatado barbero, que sospechaba algo, estaba todavía en la puerta, clavado ahí como un poste de farol. Cinco minutos después vinieron dos agentes de policía, y apuntándole al barbero con las armas, le gritaron: —¡Pa’ la caise! Quince días estuvo en el Cubo el infeliz barbero, y cuando le pusieron en libertad se dirigió a la Gobernación a inquirir la causa de habérsele recluido. —Le doy las gracias, señor Gobernador, por haberme puesto en libertad; pero quisiera saber el motivo de la prisión, para no volver a incurrir en él. Tardó en contestarle el Gobernador; pero al fin, levantando la cabeza, con aire de Júpiter tonante, le gritó: —¡¡Por mirón, por mirón y por mirón!! Ya iban a retirarse los jóvenes, después de haber comentado la última anécdota carceril, cuando un grupo de policías salidos de la Gobernación contigua, les rodeó, gritándoles: —¡Pa’ la caise, pa’ la caise! ¡No se premite contai cuento!
La política no tiene entrañas Por instinto era maquiavélico el general Leoncio. No había leído El Príncipe, ni cosa parecida; porque desde que se emancipó de la férula del maestrescuela no se fijaba en otra escritura que su correspondencia disoluta y una parte de la que sostenía su secretario con 409
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los amigos de la causa; pero su alma era un muladar de pasiones mal aconsejadas que le tenían el corazón vacío y estéril y le llevaban de la mano a hartarlas por vías de perdición. “La política no tiene entrañas” –decía sacando a relucir todo el mobiliario de su cabeza– y se lanzaba a inmoralidades e inconsecuencias inauditas. Todo por él y para él. Patria… convicciones… amigos… progreso… a su entender nada eran; cuando más, medios de llegar a su fin que era mandar siempre, tener mucho dinero, corromper muchas mujeres. Después de cada iniquidad, con repetir su estribillo se creía justificado. Y lo que son las cosas… Esto era muy repugnante; pero había en Puerto Plata grupos que celebraban las fechorías del cacique, pancistas con el cerebro y el corazón en el estómago, que decían amén a todo, con tal de recoger algunos desperdicios de la orgía.
El pueblo comienza por insultar a la oposición honrada, llamando virtud la indiferencia; pero los buenos burgueses, sí miran de reojo al que por independiente amenaza su quietud, llegan hasta a exponer el pellejo cuando la autoridad se permite bromas con sus faltriqueras. Quien hiere a un conservador en el bolsillo le transforma en radical, y el general Leoncio se permitía hacerlo cuando estuvieron exhaustas las cajas del Estado. Y luego la añadidura de que no dejaba honra sana con la lengua o con los hechos. Principió a alborotarse la colmena, y la juventud encontró apoyo.
Cuando le hablaban de descontento popular el general Leoncio se enfurecía con los oposicionistas. Si estaba de buen humor contaba el apólogo del buey, el águila y los mosquitos, que había aprendido para el caso. “Este era un buey –decía– que estaba en la sabana, muy tranquilo rumiando pajón. Una nube de mosquitos le cubría de arriba a abajo; pero él no se inquietaba: seguía rumia que rumia, sin dar un mugido. Un águila que andaba de caballero volante por esas tierras se acercó y le dijo: —Amigo buey, los mosquitos te tienen flaco: ¿quieres que los espante? —No –le contestó él–. Déjalos que ya esos están llenos y si vuelan los reemplazan los hambrientos”. El pueblo es el buey –añadía el general Leoncio–. Está contento. Ese zumbido es de los mosquitos flacos.
El cielo encapotado, oscura la noche; por los patios y galerías de la casa del gobernador trajinaban los esbirros; recibían órdenes secretas y partían. Al pasar, los rayos de luz escapados por las puertas hacían brillar las armas como ojos de tigre en las tinieblas. Hacia el fondo de la casa, en retirado aposento, arrodillada ante sagradas imágenes, oraba la esposa del tirano: “Dios omnipotente, Virgen misericordiosa, traeme a mi hijo. He oído palabras de muerte, lazos tendidos a esa pobre juventud patriota. Mi hijo es joven y bueno como ellos. ¿Por qué tarda?… Dios omnipotente, Virgen misericordiosa, traedme a mi hijo. Esta es noche de peligros y de duelo. Que mi hijo no esté en nada. Que se salven todos; que se salve mi hijo!”
Suena la media noche. Rayos como espadas de fuego atraviesan las pavorosas tinieblas. Présagos coléricos de la arrebatada tempestad pintan con la palidez de la muerte lo que va a ser objeto de sus iras. 410
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El furor de los elementos se desencadena con estrépito horroroso; pero le asorda y domina el furor de los hombres apasionados. Las descargas rasgan la oscuridad alumbrando el exterminio; estallan los bronces vomitando metralla asoladora, y el agua del cielo se enrojece con la lluvia de sangre de los patriotas generosos, víctimas del engaño. El general Leoncio preside la matanza. La destrucción le excita. Como un genio satánico, a medida que diezma las filas de imberbes crece su ansia de matar. —Ahí traen un prisionero –le dicen. —¡Que no se haga prisioneros! –contesta–. ¡Que lo acaben! Y se oyó el ¡cha! ¡cha! de las bayonetas al enterrarse en el cuerpo de aquel joven. Acabado el degüello, avanza el general Leoncio y da un grito de desesperación cuando un relámpago le permite ver el rostro del bayoneteado. Amanece. Todavía sólo entra por las ventanas luz muy tenue de la aurora. La sangre que empapa las calles se confunde todavía con el oscuro apisonado. En la alcoba de la esposa del tirano, sobre las blancas telas del lecho, yace agujereado, con encajes de sangre las heridas, el cadáver del hijo, que alumbran cuatro cirios. La madre arrodillada, con un brazo bajo el cuello del adolescente, apoya sus labios sobre la fría boca del muerto, como si quisiera inyectarle nueva vida. Lívida, como el cadáver, no llora, no se queja, no articula una palabra. Entró el general Leoncio y se quedó inmóvil, contemplando su obra filicida. Sintió horror, y quiso retirarse; pero la madre, volviéndose a él y señalándole el muerto, le dijo: —Míralo. Tenías razón: “La política no tiene entrañas”.
Las mujeres políticas
El mundo estaba malo. Los hombres le hacían a la Divinidad cada perrada que temblaba la tierra. Ya se metían a filibusteros, ya a piratas, ya a contrabandistas; y los pocos indios que quedaban en la Isla estaban dados al diablo, porque indias… ni esperanza! Todas eran para los españoles. El Padre Las Casas y otros buenos frailes, como representantes del Poder divino, tronaban desde el púlpito contra esas herejías y recomendaban una práctica más cristiana; pero todo era inútil: la plebe de Europa y el salvajismo de Africa seguían haciendo tremendidades en esta Isla. Un día hicieron una atrocidad en La Vega, y Dios bajó a la sabana, miró con ojos encendidos como fulgurantes soles a los pobladores impíos, y lanzó una maldición: —¡Qué se hunda la ciudad y quede cubierta por el fango! Y se oscureció el cielo y la tierra se desquició de sus cimientos y toda la ciudad desapareció con estrépito quedando en su lugar una laguna cenagosa. Pero los del resto de la Isla no escarmentaron ante esa hecatombe realizada por la cólera divina. Siguieron pecando y el Señor castigando: ya es una plaga de hormigas que obliga a abandonar la Capital y trasladarla a la margen derecha del río; ya un terremoto hunde a Azua, ya otro se traga a Santiago, hasta que el Señor que no castiga por placer, sino para provocar la enmienda, se dijo: Estos dominicanos son unos infieles tremendos, en quienes no hacen mella las grandes catástrofes. ¿Con qué les castigaré de manera que lo sientan? Pensó un rato, y luego, dirigiéndose a un gran arcón que cerca tenía, empezó a sacar puñados de polvo y a arrojarlos sobre la Isla. —¡Ahí tienen, por desordenadores! ¡Ahí tienen, por fratricidas! ¡Ahí tienen, por impíos! ¡Allá les va la mujer política! 411
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Y desde entonces los más grandes pecadores, los infieles más tenaces tienen un cáncer que les roe las entrañas, en vez de tener hogar, porque la dulce y suave esposa, la tierna e inocente hija, la hermana cariñosa y buena, se les han convertido en arpías políticas, en soldados con faldas que no disparan carabinas; pero echan maldiciones, y con la faz congestionada por el odio desean la muerte a todo aquel que no sea partidario de un hombre que no es el marido, ni el padre ni el hermano de ellas.
El general Fico Venía cabizbajo de Las Escaleretas a la Palma, siguiendo a lo largo del camino en su caballo rucio avispado, al que soltó las riendas sobre el cuello, por lo que el rocín iba paso entre paso, imprimiendo al jinete un movimiento oscilatorio que le inclinaba tan pronto a uno como a otro lado de la bestia. El jinete era feo. Las piernas encorvadas por el hábito de montar a caballo, encajaban sobre el cuerpo del animal circunvalándolo como una cincha, y estaban envainadas en sendos pantalones, anchos y sobre-cortos, que dejaban en descubierto cuatro dedos de jarrete musculoso y peludo; y después unas medias de a real, caídas sobre los zapatos de orejas salpicados de lodo, con enormes espuelas de cobre bien aseguradas, rechonchos y sin lustre, fundas de los enormes pies que no se calzaban sino los domingos y fiestas de guardar. El tronco era robusto, cuadrado, ordinariote, terrible con su chaquetita corta y mal traída, de gusto y hechura rural, huyéndole a la pretina de los calzones, a dos dedos de ella, con anchos bolsillos donde guardaba el descomunal cachimbo de tape y la vejiga de toro henchida de picado andullo, y dejando ver los pliegues de la camisa listada y la ancha correa de que pendían el sable truculento, el cuchillo Colin de luciente y afilada hoja, y su revólver de Mitigüeso, que así lo llamaba. Y como coronamiento de aquel sagitario tremebundo, de aquel ecuestre Hércules pigmeo, una cabeza sobre cuello apoplético, con la faz cetrina teniendo por frente una pulgada de surcos rugosos entre el cabello apretado y las alborotadas ceja tras las cuales brillaban, emboscados como salteadores, dos ojillos negros de expresión felina, entrecerrados ahora, mirando paralelamente a la nariz de forma cónica, rematada en trompa y como queriendo zamparse en la espaciosa boca de labios gordos y negruzcos, que se abría hasta cerca del remate de las quijadas como agallas de tiburón que, con los pómulos salientes, le cuadraban la cara. De ésta, a manera de velamen, se destacaban una chiva larga y puntiaguda, y dos orejas espantadizas, desconfiadas, adelantándose en acecho para oír mejor. Y por sobre todo ese conjunto abigarrado y monstruoso un breñal de cabellera amoldada al sombrero y al pañuelo que llevaba atado, y afectando las formas de un paraguas o de un hongo. Era el general Fico, cacique el más temido en los alrededores. Machetero brutal y alevoso, holgazán consuetudinario que vivía cobrando el barato de todo en toda la comarca. De súbito se irguió como por resorte, arrendó el caballo, y en todo su ser se reflejó una expresión de fuerza bruta irritada, de tigre hambriento que olfatea la presa y se alista a caer de un brinco sobre ella. Aguzó el oído, y creció la ferocidad innata de su gesto, avivada por la pasión; sus ojos despedían relámpagos, y sus músculos se marcaban con brusquedad sobre la piel, como las venas hinchadas de sangre. Se apeó del caballo, sacó su revólver y se lanzó con paso cauteloso hacia la selva por entre la cual iba el camino. Cinco minutos hacía que andaba así, escudriñando por entre el claro de los troncos y las malezas, cuando vociferó una interjección de rabia, y se quedó parado entre dos ceibas de alto y grueso tronco. 412
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—Ei diablo me yebe. ¡Bien sabía yo que era beidá! Y me oyén eso do sinseibires, bagamundo je ofisio, y se han 1aigao! ¡Si yo cojo ese güele fieta y a esa arratrá! Aquí se contuvo, y volvió a examinar los árboles. —No hay dúa –continuó–. La señai no manca. Aquí taba ei picando el palo con su cuchiyo, sin atrebeise a miraila y eya detrá de lotro palo con lo sojo bajo, ei calabazo de agua en ei suelo y jasiendo un agujero en la tierra con el deo grande dei pie. Eso jueron lo golpe que oí. Pero ai freí será ei reí. No ar plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. Y regresó mascullando tacos y maldiciones al camino, donde volvió a enhorquetarse sobre su caballo, y siguió marcha a la casa del vale Pedro, que se veía sobre un cerrito a distancia de un cuarto de milla, contrastando su techo pajizo y su maderamen de tablas de palma con el verde panorama, ondulado de colinas y vallejuelos, que la rodeaba. Ya no iba cabizbajo. El pensamiento airado no se refleja mansamente en la fisonomía: es el resplandor de un incendio que caldea el rostro y se propaga al ademán. Entre uno y otro parpadeo flameaban sus ojillos como brasas sopladas, y se aventaban sus narices a compás de las crispaduras de sus puños. De cuando en cuando espoleaba maquinalmente el rucio, que en la primera arrancada hacía traquetear el sable encabado, golpeándolo sobre un costado de la silla. Torció a la izquierda y ganó la vereda que conducía a casa del vale Pedro. Ideas salvajes de deseos, venganza y exterminio azotaban el pequeño cerebro del general Fico. Estaba locamente enamorado de Rosa, hija del vale Pedro, la más linda campesina de los alrededores; pero la muchacha se resistía a corresponder esa ferviente pasión carnal de groseras manifestaciones, y desechaba las oportunidades de encontrarse con el fauno que no le perdía pies ni pisadas, en su empeño de conquistarla a todo trance. El había perdido la tranquilidad de bestia saciada con los nuevos apetitos que le aguijoneaban. Su pobre mujer y sus chiquitines andaban ahora temblando cuando él estaba en casa, porque se quedaba horas y más horas meciéndose en la hamaca, con el gesto áspero de mastín en guardia, echando pestes como si para eso y para hartarse solamente tuviera la boca: cuando no les llovía una granizada de puntapiés y garrotazos sin motivo alguno. Recordaba en este momento las facciones de Rosa, dulces como una sonrisa; su lozanía robusta y graciosa, que parecía que iba a estallar como la concha de una granada y a avivar el sonrosado de las mejillas; sus ojos negros de miradas acariciadoras, su pelo reluciente, que de tan negro de tornasolaba, y aquel cuerpo de ondas firmes, acopio virgen de bellezas tentadoras… Y que un patiporsuelo que iba a las fiestas sin chaqueta le disputara la posesión de ese tesoro, a él, al primer varón de Los Ranchos, al que hacía temblar a hombres y a mujeres y con su nombre se acallaba a los pequeñuelos traviesos… a él, que disponía de todo, que cobraba primicias así de las labranzas como de las muchachas casaderas!… ¡No, no podía ser! Aquello acabaría mal, si esos tercos no entraban en razón. Porque no le cabía duda: las negativas empecatadas de Rosa provenían de que andaba en teje-menejes con ese perdido de Julián, a quien tenía que meter en cintura haciéndole sentir todo el peso de su autoridad. Había visto sus cuchicheos en la fiesta del domingo anterior, y aún recordaba que Rosa se puso como una amapola cuando Julián, con el güiro en la mano, entonó unas décimas cuyo pie forzado era: La mujei que te parió puede desir en beidá que tiene rosa en su casa sin tenei mata sembrá. 413
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Y ella también estaba esa noche más adornada que de costumbre: estrenaba un trajecito blanco con chambra y falda de arandelas; una mantilla rosada, y un ramito de clavellinas matizadas en el pelo ¡Qué muchacha! Olía a gloria y era de chuparse los dedos. Pero urgía proceder de firme y rápidamente, porque la cosa iba de largo: acababa de ver la señal de que hablaban en el monte, saliendo ella con pretexto de ir por agua al río. Y para ganar tiempo resolvía ponerlo en conocimiento del vale Pedro, cosa de que espantara a Julián y vigilara a Rosa, en lo que él ideaba algo que le asegurara la posesión de la muchacha. Al desembocar a un recodo de la vereda se encontró con aquella. —Bueno día le dé Dio –le dijo Rosa toda asustada. Llevaba su calabazo de agua pendiente, por el agujero, del índice encorvado. Efectivamente había estado conversando en el monte con Julián, tranquilizándole de sus celos de Fico, cuando oyeron los pasos de éste. Se le había adelantado, y la turbó encontrarse con él toda sudorosa, jadeante, temiendo que sospechara algo al verle los colores encandilados y el traje lleno de cadillo. —Bueno día –le contestó Fico acentuando mucho las silabas; y luego añadió: —¿Qué jeso? ¿Hay arguna laguna en ei monte, que no ba ja bucai agua po la berea? —No, jue que… —Si, ya se lo que e. Agora memo iba a desíselo a tu taita, poique ésa no son cosa de donseya honeta. Qué poibení te quea co nese arrancao que no tiene conuco y anda de fieta en juego y de juego en fieta. Poique yo sor claro: de dai un mai paso se da con quien deje: con hombre que sean batante pa yebai qué comé y qué betí. —Pero, general si yo con ninguno… tartamudeó Rosa. —No me digaj na que yo lo sé to. Y como tengo que mirai poi tojutede, si no acaban eso, bor a jasei que recluten pa soidao a Julián. —¡Binge santa! ¿qué dise uté, generai? A soidao… ¿Y poique? ¿Qué ha jecho ese bendito? Poi Dio… Déjelo quieto… Y te atrebej a intereaite por ei alante mí. Un bagamundo que no tiene má sembrao que tre sepe plátano? Cuaiquiea te coje jata tirria. Mira: si diaquí a trej día no sé con seguridá que lo haj dejao, ba pai pueblo. Hor é lune. Ei sábado, o me aj dicho que sí o buela éi co nala de cabuya, camino e Pueito Plata. La pobre Rosa de deshizo en lágrimas y ruegos: que no lo persiguiera; que se habían visto por casualidad, y ella no podía ponerle mala cara a ese cristiano que se había criado junto con ella; que qué mal le habían hecho ellos para que los tratara como a jíbaros… Pero no alcanzaba nada. Fico al fin la dejó plantada en medio de la trilla, recordándole al volverse su amenaza: ¿Soy o nó autoridad? se preguntaba él. Vamos, Fico, ¿para qué te ha entregado el mando el Gobierno?… ¡No faltaba más: perderle así el respeto!…
El sábado siguiente, muy de mañanita, iba el pobre Julián entre cuatro cívicos, atados los brazos a la espalda, guiado como un marrano a la Fortaleza de Puerto Plata, donde le meterían en el siniestro Cubo con los criminales más atroces, para luego salir a montar la guardia y quedar condenado a envejecer bajo un fusil. En aquella mañana tan hermosa comenzaban sus amarguras. Mientras él ahogaba los sollozos de dolor y rabia, la naturaleza saludaba la dicha de vivir con la alegría de sus cantos aurorales. El inmenso azul se teñía de franjas purpurinas que asomaban como cabellera 414
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hirsuta por la cima de los montes negruzcos que se veían al Oriente, despertándolo todo; levantóse una brisita fresca y reposada, mensajera del perfume de la selva; cantando al pasar por entre las añosas ramas, e inclinándose a susurrar secretos a los inmensos pastos de yerba de guinea, esmaltados de rocío, que se inclinaban para oírla. El gorjeo de los ruiseñores se unía a los tiernos arrullos de la paloma, y al suave murmurar del Bajabonico; cantaban los gallos, sultanes de su harem y las vacas con la ubre repleta, mujían tristemente llamando a sus becerros. Y el hombre también comenzaba su labor: hendiendo las nieblas que se disipaban, subían alegres de las rústicas cocinas densas columnas de humo como matinal incienso al Dios que hizo del amor el génesis y el impulso de la vida. Y el infeliz Julián, aquel mozo robusto como una ceiba, de mirada enérgica y facciones agradables, aquel pobre muchacho, bueno y fuerte, amante y laborioso, veía todo eso con los ojos húmedos, y le parecía imposible que a su edad y entre esas lomas, bordes del inmenso tazón de suelo fértil en que había vivido, pudiera el dolor arrancarle lágrimas. Ni se fijaba en los sombríos verdes y olorosos, en los ganados relucientes y gordos que retozaban a distancia, ni en los bohíos encaramados como cabras en lo alto de las colinas y picachos. Solamente cuando pasó frente a casa de Rosa salió del atontamiento en que su repentina desgracia le tenía sumido. ¿Perderla?… ¿y por qué? Por el capricho de un asno satiriaco y omnipotente. ¿Cómo sería posible? Aquel trozo de alma, aquella hermosura como flor silvestre que se iba derechamente a él para que la recibiera en sus brazos y la trasplantara a su corazón, no había de ser suya? ¿Por qué andaban las cosas tan destartaladas en el mundo? ¿Por qué el Gobierno escogía para representar la autoridad a un truhán como el general Fico? ¿Acaso no había buenos hombres en los Ranchos? Ah! pero los del campo son el ganado humano: les ponen un mayoral, mejor cuanto más malo, para que arree la manada a votar por el candidato oficial, o a tomar las armas y batirse sin saber por qué ni para qué. Nada de prédica, nada de escuelas, nada de caminos, nada de policía. Opresión brutal. Garrote y fandango: corromperlos, pegarles y sacarlos a bailar. Y en cambio de eso, que el mayoral haga lo demás. Qué estupre, robe, exaccione, mate… con tal que el día de guerra o de elecciones traiga su gente. Todo eso le trasteaba confusamente la cabeza a Julián: creía tener derecho a rebelarse contra tamaña iniquidad. ¿Eso era Gobierno?… ¿Si un toro furioso le embestía en el camino, no se defendería? ¿Y qué toro se igualaba al general Fico?… Luego pensó en su madre, en la pobre viejecita que estaría a estas horas hecha un río de lágrimas, sin amparo, sin auxilio, quiza maltratada por ese malacasta… Estiró los brazos como para quebrar las cuerdas, y tomó tal impulso que derribó a los dos que lo sujetaban; pero los otros lo dejaron sin sentido a culatazos, llevándole luego bien seguro y casi a rastras hasta la población.
Pasó una semana más sin que Fico se dejara ver por los alrededores de la casa de Rosa; pero a los ocho días la esperó a la vera del río, y cuando ella asomó pálida y ojerosa, pintado su dolor en el semblante, le preguntó que cuál era su resolución. Y ella volvió a deshacerse en ruegos y protestas: que sacara a Julián de soldado porque no había nada entre los dos; que si estaba desesperada era por la idea de que ella fuese la causa de la desgracia de un prójimo: fuera de ahí nada. En cuanto a lo otro no, no insistiera, porque primero moriría que tener frutos que no fueran de bendición. 415
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Él la contemplaba extasiado. Arrobábale su hermosura, ora grave de mater dolorosa, con la delgadez semitransparente arrebolada de ideales, y se arrodilló, suplicante a su vez, implorando un jirón de amor, por el que le ofrecía su poder omnímodo, su brazo omnipotente, su voluntad que dominaba las otras desde Tiburcio hasta Las Hojas Anchas, desde el mar hasta La Cumbre. Satanás enamorado debe tener la hermosura siniestra y tenebrosa que la fiebre del amor creó en Fico. Arrebatado por su pasión vehemente, como que tenía fuertes asideros en la carne, tomó una de las manos de Rosa, y estampó en ella besos de fuego, que resonaron en la soledad confundiéndose con el bullicio argentino de la corriente. —Jesús –gritó Rosa–, retirando con violencia la mano y haciendo un gesto de asco y de desprecio. Miró a todos lados buscando un salvador, pero allí, fuera del monstruo, sólo había pájaros y peces. Entonces echó a correr por el repecho de la hoya, hasta que salió al camino. El se quedó mirándola con los brazos cruzados, torvos los ojos, meciendo la cabeza sobre su cuello toruno. Estaba sentenciada. La miseria y el dolor, como círculo de fuego, no tardarían en rendirla. No transcurrió mucho sin que se esparcieran rumores funestos en toda la comarca que riega el Bajabonico. Rosa y el vale Pedro comenzaron a notar aislamiento, vacío en torno de ellos. Se pasaban los días sin que a su puerta se oyera el ¡Alabado sea Dios! o el ¡Dios sea en esta casa! de una visita. Rosa decía a veces con una sonrisa de enfermo que se le estaba olvidando ya el contestar ¡por siempre! Sospechaba el manejo oculto. Bien se le alcanzaba que todo era obra de Fico, quien los había señalado como objeto de su prevención y de su tirria, espantando a los atemorizados vecinos, que ninguna clase de solidaridad querrían con los amenazados por el tiranuelo. Así había excomulgado a muchos. Pero Rosa tranquilizaba a su padre achacándole a lo afanados que andaban en todas las casas con la madurez de la cosecha. No sabía nada de Julián, lo que la traía desasosegada e inquieta. A veces se iba al monte para escapar a las miradas de su anciano padre, y allí daba rienda suelta a su llanto. Traía a la memoria las horas de dicha en que bajo los mismos árboles relamía a hurtadillas con la vista la varonil hermosura de su novio; y ahora se encontraba sola: él quién sabe cómo; ella bajeada y perseguida por el enemigo de su recato, que tal vez a cuáles extremos la conduciría.
Una tarde, al regresar del cercano monte, la encontró siña Nicolasa, y con misteriosos ademanes le indicó que quería hablarle de algo reservado, y la llevó tras una mata de bambú muy ahijada, como enorme mazo de plumas gigantescas. Allí le contó que había sabido lo que el general Fico quería contra ellos, pues lo oyó hablando a la vera del camino con tres de sus hombres, mientras ella recogía leña en el monte. Su plan era reclutar para soldado al vale Pedro; y cuando Rosa quedara sola, acabar poco a poco con cuanto tenían, mientras el viejo se pudriera haciendo guardias; hoy una vaca, mañana un caballo, después otra bestia… así irían llevándoselo todo, hasta dejarlos en la inopia y los tres bribones se encargarían de vender a medias en otra parte lo robado. Rosa, aunque no le sorprendió la noticia, pues ya lo venía temiendo, se aterró: Julián era mozo y podía esperar a que las cosas cambiaran; pero su pobre taita, viejecito que ya miraba al suelo, se le iba a morir en el servicio. Le debía más que la vida, que cualquiera la da; le 416
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debía una consagración idólatra, con ternuras y delicadezas femeniles; había sido para ella, desde el mes de nacida, padre y madre al mismo tiempo: casi ni la había dejado ocasión de notar la falta de la que la echó al mundo. Y ahora que estaba en sus manos el salvarlo, ¿no lo haría? ¡Pero, qué sacrificio era necesario! Entregar su virginidad como flor a un verraco. Encenegarse con aquella fiera, y renunciar a la realidad de sus sueños, a la vida de amor idílico con Julián, que ya consideraba como cosa hecha. Desprenderse de la riqueza, de los goces materiales, es durísimo trance; pero deshacerse de un ideal, arrancarlo después que sus raíces profundizaron en el corazón, es la muerte del alma: sigue existiendo el cuerpo, pero no vive: las piedras crecen también. Y no daba espera la maldad del general Fico. A la mañana siguiente iba a empezar la ejecución de sus planes tenebrosos. Esa noche el vale Pedro notó la aflicción de su hija, y quiso averiguar la causa: ella estuvo tentada a confesárselo todo; pero previó la amargura del buen viejo: y quién sabe si su rectitud en materia de honra pudiera llevarlo hasta a un combate en que de seguro moriría… y quiso economizarle esos dolores: sonrió forzadamente y dijo que estaba indispuesta… poca cosa… ¡Qué noche! ¡Cuánto ir y venir con la imaginación, buscando una salida para todos! Pero no había otro remedio: para salvar a los demás precisaba que ella quedara en prenda. Cuando asomaron los claros del día, ya su resolución era firme: se sacrificaba entregándose a aquel hombre implacable que le causaba horror. Coló el café y salió luego con dos calabazos, más que por buscar agua para aguardar a Fico en el camino y tratar accediendo a sus infamias. No esperó mucho. Desde lejos lo vio venir cabalgando en su rucio, y rodeado de sus cuatro hombres, los brazos de sus maldades, que venían a llevarse al vale Pedro. Le llamó aparte, y la horrible transacción quedó consumada. Ella estaría a media noche en la puerta tranquera, y él perdonaba al vale Pedro. Oíase el segundo canto de los gallos cuando Rosa se deslizó como una sombra y se detuvo en la tranquera, donde se recostó casi desvanecida. Otra sombra avanzó entonces y empezó a hablarle en voz baja; pero cuando se disponía a saltar las varas, sonó una interjección seguida del relampagueo de un cuchillo que se hundió en las entrañas del general Fico, para salir goteando sangre al caer el cuerpo de este bandido. El matador era Julián. Se había escapado de la Fortaleza, y venía a ver a Rosa para ocultarse en cuanto amaneciera, cuando reconoció en las tinieblas a Fico que entraba en la vereda. Lo siguió andando por el monte sin perderlo de vista, luchando entre los celos y el temor de alguna nueva infamia y, resuelto a saberlo todo, se apostó en acecho cuando Fico se detuvo frente a la tranquera del vale Pedro. Rosa, defendiéndose de las acusaciones que su amante, tentado de matarla, le imputaba, refirióle lo acontecido; y cuando el vale Pedro salió a las voces, tuvo que convenir en que era necesario escapar esa misma noche. Recogieron algunas bestias, y cargando con cuanto les fue posible, se encaminaron hacia los cortes de Jamao, refugio inviolable, saldo de cuentas de los que tienen alguna que arreglar con la justicia. En La Palma, cuidando la propiedad del vale Pedro mientras la vendían, quedó la madre de Julián, aguardando a que su hijo viniera una noche a buscarla. En cuanto al general Fico, hasta el Gobierno abandonó su causa cuando dio las espaldas a este mundo, y al cabo de un mes nadie se acordaba de él sino para bendecir al que libró la comarca de tan perniciosa alimaña. 417
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Moralidad social
Entré a casa con la dignidad de la dicha orgullosa. Todas mis aspiraciones quedaban satisfechas. No tan solo tendría dinero, mucho dinero ganado honrosamente, para todas mis necesidades, sino que ese dinero era una prueba de la confianza que inspiraba a la patria mi honradez nunca desmentida. Acababan de nombrarme Interventor de Aduana, sin que yo hiciera, por obtener ese empleo, más diligencia que aceptarlo. Nada dije a mi familia. Quería un poco de comedia, sana y poética: esperar hasta el día siguiente para que cuando mi mujer me preguntara, con su dulce voz de contralto: —¿Dónde vas tan temprano? Responderle yo en tono de bajo profundo: —¡A la ofiiciiina! ¡A la aduaaanaaa!!! Y ahí las explicaciones, y la cara de Pascua Florida que pondría ella, y sus risas y sus lágrimas de purísima alegría, mientras el entendimiento dividíasele entre mí y el ejército de necesidades urgentes que había que satisfacer para ella y todos los de la casa. Pero el elemento oficial me lo echó a perder todo. De pronto empezaron a entrar en casa todos los amigos, todos los conocidos, todos los comerciantes, todos los aspirantes, todos los pobretes, todos los pedigüeños, haciéndome madrigales al revés: la felicitación delante y en las ancas el fajazo. Mi mujer acechando tras la celosía del aposento, se enteró, y en un paréntesis de visitas salióme al encuentro, entre alegre y enfadada: —¡Hola! –me dijo ¿Conque eso te tenías guardado? —Es que no estaba seguro –contesté por disculparme. —¿No estabas seguro? De lo que no estás seguro es de tu programa. De cierto que estás pensando en continuar con le tontería de siempre: honradez, honradez, y quedar como un pícaro, sin poder pagarle a los acreedores, mientras los ladrones de marca son apreciados por la sociedad, porque le roban a uno solo y a todos los demás les pagan religiosamente. —Ay, ¡Julieta de mi vida! –le respondí–. No me acibares la dicha. Mi deber… —¡Sí, a eso te condenas y nos condenas toda la vida: a deber y no pagar sino lo que nos quitamos de la boca! Mi madre, mi santa madre, tan honrada toda la vida, se enteró también de mi nombramiento y vino a felicitarme. —Aprovéchate, hijo, –exclamó con la voz velada por el llanto– Aprovéchate. Dios presenta muy pocas ocasiones en la vida. —Mamá, no tema usted. El sueldo… —¡Qué sueldo, muchacho! El sueldo es nada en comparación… —Ah, no. Ni un centavo más ni un centavo menos. —Hijo –replicó mi madre con dolorosa angustia–. Hijo, que vas a volver a los días sin pan y a las noches sin luz. Piensa en el porvenir, piensa en tus hijos… Aquello me desgarraba las entrañas. La esposa era joven y tenía otra sangre en las venas. Pero mi madre, la matrona de honor vidrioso y extremado, el modelo de la ciudad, que tenía a punto de orgullo contarla entre sus vecinas, aconsejarme que me ensuciara las manos con los dineros del Estado… Al menos contaría yo con la aristocracia, con las honorabilidades de la ciudad que apoyarían mis propósitos caballerescos. 418
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A poco rato llegó don Sisenando, el más acaudalado de los comerciantes de Puerto Plata, célebre por el desprendimiento de haber donado tres camas para un hospital donde iban a parar centenares de clientes suyos arruinados, y me dijo: —Don Alberto, la discreción antes que todo. Es preciso parecer más bien que ser. Con mi casa usted puede hacer todo género de negocios sin temor de que el público se entere. Deme la preferencia. —Gracias, don Sisenando; pero no sería delicado que yo me dedicara al comercio siendo Interventor. Así es que aplazo para más tarde la aceptación de su oferta. —Pero, don Alberto, si yo no le hablo de comercio, sino de los negocitos naturales que usted puede hacer en la Interventoría. Yo pagaría lujosamente la exclusiva. —Don Sisenando, yo considero los negocitos como los hijos. No los quiero naturales. Los quiero legítimos. Don Sisenando abrió como una O la boca, enarcó las cejas y manifestó tanto asombro como si se encontrara ante el ave Fénix. En seguida se marchó. Yo pasé el resto del día en la más amarga de las mortificaciones. Todos los amigos que venían a verme me pedían algo y, más o menos veladamente, me aconsejaban que robara. Pero eso era poca cosa en comparación al efecto que me causaron la opinión de mi madre y la de mi esposa, de los dos seres llamados en todo el mundo a aconsejar moralidad y honradez. Ellas también, ¡oh, bochorno!, me aconsejaron que metiera manos criminales en las arcas del Estado!
Pasaron meses. Unas veces cobraba mi sueldo, otras no alcanzaban los ingresos para ese detalle del presupuesto, y un día cambió la política y quedé cesante. La fila de visitantes, u otra fila de igual longitud a la del día en que fui nombrado Interventor, se situó a la puerta de mi casa. Pero los individuos de aquella tenían o ponían cara alegre, como quien oculta un cañón tras un jardín, mientras que los de ésta traían el cañón a vanguardia. Caras hoscas, caras feroces, de cobradores sin piedad, me presentaban la cuenta y si no pagaba, como sucedía, hacían un gesto feo y algunas veces soltaban una palabra descompuesta. Y yo no tenía la culpa. Mientras creyeron que robaba me metían los efectos hasta por los ojos, me atosigaban, me perseguían para que tomara a crédito. Como si yo fuera una muchacha bonita los vendedores se ponían celosos por cualquiera preferencia involuntaria que concediera a uno de ellos. —Ah! usted le tomó a Tontico una docena de corbatas. A mí tiene que tomarme una docena de camisas de crea, que son excelentes. Voy a mandarlas a casa de usted. Y ahora no había consideración, no había piedad. Pícaro, estafador, maula decían de mí todos aquellos a quienes no había aceptado ni el diez por ciento de lo que me rogaron que llevara. ¡Sea todo por Dios! Mi mujer, que ha tenido la amorosa delicadeza de no hacerme reconvenciones después que he palpado la inmoralidad social, a la cual provoqué y desafié con la protesta muda de mi honradez, no ha podido contenerse hoy, y me dice: —Mira, las Fulánez, las Mengánez, las Perencejo y las Sutanejo que vivían metidas aquí, que me cargaban los muchachos y les celebraban tanto las impertinencias, no me han pagado la última visita y viven ahora metidas en casa del último Interventor. Yo que llegué a creer que Conchita estaba enamorada de ti… 419
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
Los vecinos no nos perdonan la más mínima infracción. Hasta se quejaron a la policía de que mis chicos arrojan cáscaras de guineos a la calle. Noté también la frialdad de todos los amigos. Gente que antes si me dolía una muela se aparecían con remedios y dentistas, que querían hasta quedarse a velar en casa por esa bobería, apenas se tocan el sombrero con la diestra para saludarme con la cara muy seria. Y los mismos, ¡quién lo creyera! le sacuden el polvo, le dan palmaditas en el hombro y le hacen arrumacos y zalemas a don Patricio, que se ha robado cien mil pesos en la Aduana. Eso me llamó a reflexión y un día, después que conversamos en casa sobre el estado miserable de la moralidad social no pude menos que decir a mi mujer: —Los mismos que lamentan tener una cabeza porque con el sombrero que la cubre tienen que saludarme, sienten no tener doce cabezas para saludar con doce sombreros a don Patricio, cada vez que lo encuentran en la calle.
La política cimarrona Juan Nepomuceno era campesino y vivía con su mujer en la sección de los Domínguez, en Puerto Plata Su estancia era una prueba de la laboriosidad de los padres de Juan, y una demostración de la haraganería de actual poseedor. Árboles frutales viejos había muchos. Los mangos, los caimitos, los nísperos, los aguacates abundaban; pero del platanal sólo se veían escuálidos ejemplares, y no se encontraban ni para remedio batatas, maíz, ahuyamas y víveres de cualquiera clase. —Hombre, compadre –le decía su vecino Marte–. ¿Por qué no hace usted una tumba a la orilla de arroyo y la siembra de frijoles? Ahí se darían excelentes. —Compadre… Usted no me conoce. Yo soy hombre justo y no le hago daño a quien no me provoca. ¿Qué perjuicio me han hecho esos palos para que yo les caiga a hachazos? ¿Qué la tierra y la yerba para que yo empuñe un machete o una azada y emplee mis fuerzas contra ellos? —Pero, compadre, no veo entonces de dónde puede usted sacar el pan nuestro cotidiano. —No se apure por eso, que días habrá flacos y malos; pero yo tengo mi hacienda. Para eso está la política. Cuando empuño el brogó y suben los míos, lo menos que pesco es una ración de un peso oro diario, y entonces ve usted a su comadre Toñica estrenando un túnico cada quince días. —Y mientras tanto? —Ah, unas van de cal y otras de arena. Los días malos abre el apetito para los buenos. Si uno se la pasara siempre rollizo y mantecoso, ¿cree usted, compadre, que habría valientes en la tierra? Eso se querrían los tiranos, para durar hasta el fin del mundo.
Juan Nepomuceno se mezclaba en todas las cuestiones suscitadas por el choque entre los intereses agrícolas y los pecuarios. Si un cerdo se metía en el cercado de un amigo del héroe y le comía la batatas, y el dueño de ellas cogía un arma, acababa con la vida del invasor, Juan Nepomuceno se ponía de parte del agricultor, y era de oírlo razonando y gesticulando. —La propiedad –gritaba– necesita garantías. Las batatas, los plátanos, la yuca no tienen patas. Se están quietecitos dentro del conuco. ¿Cómo es posible que en una zona agrícola, 420
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se deje en libertad a sus naturales enemigos los cerdos, para que acaben con una riqueza pública no agresiva? No. Que amarren los puercos, que son los que tienen patas! En cambio, si el caso era contrario, es decir, si su amigo era el amo del puerco, entonces se desataba contra los vegetales. —Miren –decía– que matar un pobre puerco porque, satisfaciendo una necesidad, se come unas tristes hojas de yerba. No hay respeto para el derecho de vida ¡Es preciso sostener el derecho de la inviolabilidad de la vida del cerdo! Es un ser viviente y hay que respetar su existencia. De lo que sucede a la supresión de la vida humana por simples hurtos no hay más que un paso! ¡Viva la libertad! ¡Viva el derecho! como gritaba Napoleón, encaramado en las pirámides.
Pasaron meses, unos pocos, durante los cuales, Juan sufrió muchas miserias y formó una cuenta más larga que un rosario en las pulperías del Camino real La misma Toñica, quien era la resignación en pasta, estaba ya furiosa. —¿Qué hará esa gente? –se preguntaba a dúo el matrimonio. Por fin, una tarde llegó Juan a la casa con la cara de Pascua. —Alégrate y prepárame una buena cena de arenques –dijo a Toñica–. Esta noche es la cosa y ponemos un cantón en Los Mameyes. Cenó, abrazó a su consorte y se fue para el cantón. En la madrugada se oyó un nutrido tiroteo, y a eso de las ocho de la mañana se aparecieron cuatro hombres en casa de Toñica, conduciendo el cadáver de Juan. A los gritos de la viuda llegó el vecino Marte y, contemplando el cadáver de su compadre, exclamó: —Eso da la política cimarrona. Bien se lo decía yo al pobre de mi compadre!
JOAQUÍN MARÍA BOBEA Nació el 22 de mayo de 1865 en Cumarebo, Venezuela, donde se había refugiado su padre, el político y escritor Pedro A. Bobea. Murió en San Pedro de Macorís el 26 de abril de 1959. Como medio de vida publicaba esporádicamente la revista Noche Buena, en la que aparecían sus cuentos y epigramas. Como epigramista quizás no fue superado en el país: sus Lechugas, como él llamaba a sus celebrados epigramas, fueron recogidas en el folleto La Hortaliza de don Joaquín, Lechugas recopiladas por Carlos M. Bobea en 1942. Publicó: Perdigones, 1904, y Caza menuda, 1912, Cuarto Centenario colombino, 1892; y Homenaje a los hombres del 44 en el Centenario de la República, 1944. De su libro en preparación, Charamusca, publicó algunas estampas en la revista Pluma y Espada, S. D., abril de 1921. Los cuentos de Bobea, reproducidos, han sido tomados los tres primeros de Perdigones y los otros cuatro de Caza menuda.
La opinión de Marmota La familia Pérez celebraba muy agradables veladas a las cuales asistían el señor cura de la Parroquia, el médico, el maestro de escuela, el Alcalde del lugar y otras personas de más o menos vuelo intelectual. 421
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En las reuniones se trataba de diversos asuntos: soluciones de charadas, acertijos y otros rompecabezas: se leían trabajos literarios, en prosa y en verso, propios y ajenos, y cuando no concurría el Ministro del Señor, se jugaba a las prendas. Las muchachas de la casa eran prodigiosas en todas estas cuestiones de pasatiempo: buenas recitadoras, descifradoras de alta escuela, y salerosas en toda clase de juegos de salón; eran, como dice un amigo mío, casi unas bachilleras. Entre las personas que frecuentaban la casa, olvidaba mencionar al general Marmota, toda una seriedad de la época. Siempre estaba callado, sobre todo cuando se trataba de dar solución a una charada; pero tan pronto como alguien atinaba, afectando grave postura y con ronca voz, decía: ya había pensado yo en algo parecido. Para la época a que me refiero, tenía lugar la guerra franco-alemana, y como es innata en nuestro pueblo la parcialidad en política, aún cuando ésta no sea criolla, unos de los tertulianos estaban con la verdadera dueña de la Alsacia y la Lorena y otros con la señora madre patria de Bismark. De lo cual resultaban acaloradas discusiones que duraban hasta las once de la noche, y casi siempre tenía que oficiar de Juez de Paz el que lo era de verdad, el señor Alcalde. Es de oportunidad advertir, por lo que pueda colegirse al finalizar esta anécdota, que era entonces Presidente de la República el General Buenaventura Báez y que a los de su partido se les llamaba rojos, pansobados o baecistas. Una noche que se discutía con más calor que nunca; que el cura, corso rancio, se desbordaba en favor de los franceses; que el boticario, cuyo principal era hamburgués, encomiaba la buena táctica y la superioridad alemana; que unos decían lo contrario, y que apenas se entendía la barahúnda en la cual las muchachas no iban en zaga, propuso el maestro de escuela someter el asunto a la mayoría. Así se aceptó. Todos dieron su opinión, menos el general Marmota que estaba pensativo y serio. Se hizo cómputo y resultaron dieciséis opiniones del modo siguiente: Por los franceses, ocho. Por los alemanes, ocho. Entonces habló el señor cura de esta manera: —Tenemos igualdad de votos. —Falta uno –gritó el boticario–. —Sí, sí –respondió otro– falta el general Marmota. —Cierto –dijo el Alcalde. —Usted, general Marmota, es quien va a decidir la cuestión –agregó una de las muchachas de la casa. —Tiene la palabra el general Marmota –dijo el médico– y al efecto, esperamos de su recto criterio, de su ilustrada manera de pensar y de su integridad militar, que desapasionadamente nos dé su opinión, favorable a los alemanes o favorable a los franceses. Marmota tosió dos veces y poniéndose de pie y rojo como un camarón, habló del siguiente modo: —Señores ustedes saben que yo no soy más que baecista. Esa fue la opinión, la célebre opinión de Marmota. Por desdicha abundan los Marmota en esta tierra que Dios guarde…
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Los gobiernistas
Los que entienden mejor la política moderna son los gobiernistas. Su escuela es no caer, o lo que es lo mismo estar siempre arriba. Con los azules fueron azulísimos, durante el gobierno de los rojos puro vermelloni, cuando los verdes estuvieron arriba, el color del mar y el de las hojas de los árboles, fue su color de partido. En tiempos de los coludos, llevan más cola que un cometa y en la época de los bolos no tuvieron rabadilla. No tienen otras convicciones que las convicciones del que se constituye en Gobierno, sea bueno o sea malo, el caso es que sea Gobierno. Braman los gobiernistas contra la revolución; pero cuando ésta suele derrocar al Gobierno, entonces braman contra el Gobierno caído y al que antes llamaron fuerte, luego denominaron maula. Ayer era su Dios y estaba como un trinquete, hoy es un cualquiera y estuvieron a su lado por necesidades políticas y no por afecto. El empleo es para los gobiernistas lo principal, y para conservarlo en la transición de una causa política a otra, se valen del espionaje, la adulación y cuantos medios rastreros y arrastrados pueda idear la mente humana. ¡Cuántas veces he oído de los propios labios de un gobiernista decir “ese hombre” al que antes y a pesar de sus ejecutorias de tirano llamaban Papá, El Viejo, y con otros cariñosos distintivos! ¡Ah! es que antes eran pintores de Su Excelencia, Médico del Pacificador, Zapateros del Presidente, Intérpretes particulares del Padre de la Patria, y ahora son víctimas del pasado régimen. Para los gobiernistas ya lo he dicho, no hay caída. Ellos dan un salto mortal de una situación a otra y se cuelan como Pedro por su casa. Que no se les emplee de momento, pues ya se les empleará; bien conocidas les son las entradas y salidas palaciegas; las frases usables en los cafés; lo que debe decirse a cada un Ministro, en fin, lo que puede hacerse para obtener tal o cual empleo. Mientras los soñadores, los liberales, los verdaderos liberales, los que velan por la Patria, se entregan a sanas luchas de principios, los gobiernistas están en la suya, trabajando con la lima y la escorfina en los corrillos, en el Palacio, en la calle, en todas partes, hasta en la misma Iglesia. Hay gobiernistas criollos y extranjeros; la historia nos enseña que no son desechables estos últimos. Para demostrar hasta qué grado llega la temperatura de esta gente que mariposea alrededor de los Gobiernos, nada más que porque son Gobiernos, voy a estampar una historieta que tuvo lugar en la Primada de las Indias. En los días en que tomó posesión de la Presidencia de la República, el mejor de los Presidentes hasta ahora, el repúblico don Ulises Espaillat, unos cuantos gobiernistas se lanzaron a la calle estandartes en ristre, música y triquitraques previos desgañitándose con vivas a don Ulises, al magnánimo, al liberal. Pocos días después, nuevos estandartes, música y triquitraques recorrían las calles, en medio de atronadores hurras al nuevo Gobierno y de escandalosas frases por este tenor: ¡abajo Espaillat! ¡abajo el Gobierno caído! Un español residente en la Capital, para la época a que me refiero, tuvo la curiosidad de asomarse a la puerta y al reconocer a los de la callejera fiesta y que echaban vivas al nuevo Gobierno, dio tamaños gritos a su consorte, expresando así: 423
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—¡Teresa! ¡Teresa! ¡son los mismos!… Y efectivamente, eran los mismos, eran los gobiernistas que abandonaban al caído para levantarse a la sombra del sustituto. Por eso he dicho al principio, que los gobiernistas no caen nunca y que siempre están arriba. Por lo demás a ellos les importa poco la censura pública. Su fuerte es estar con el Gobierno, incondicionalmente con el Gobierno. Hoy con el de hoy y mañana con el de mañana.
Cómicos y acróbatas políticos No hay duda de que el campo de la política nacional presenta a la vista del observador un teatro donde trabajan cómicos de la legua y un famoso circo de maromeros. Todas las piezas de representación tienen cabida, desde el juguete cómico hasta la tragedia y para todos se sobra competente personal. Barbas, barbudos y lampiños; galanes a escoger, y superiores característicos. Hay excelentes apuntadores y muy buenos traspuntadores, quienes, respectivamente parapetados dentro de su concha y detrás de bastidores responden del éxito de la comedia. En cuanto al servicio interior del escenario no se carece de utilero ni de buenos tramoyistas. ¿Quién se atreve a probarme que el general Merengue no es un excelente tramoyista, ni que Potala ha dejado de cumplir, en alguna ocasión, su delicado encargo de proveer todos los objetos necesarios para las funciones? Que luego aparezcan a la escena una mesa coja o una silla despajillada, eso no empece, que el utilero ha cumplido y para el teatro de la política cualquier cosa es buena. En lo que atañe a las funciones acrobáticas, esos son otros López; que el que no sea buen planchista –y hay quien quiera vivir en eterna plancha– que no suba al trapecio ni a las peligrosas argollas; y el que quiera dar un salto mortal, que tenga sueltas las coyunturas y mucha agilidad, y ¡zas!, de portero a Comisario o a Comandante de Armas y hasta a Interventor; –la mayor y más lucrativa distancia hacia donde se puede dar una voltereta. Y nada de quedarse vacilando, que tras de un salto, otro, y otro más. No tienen la misma suerte que los volteadores los señores equilibristas, porque en política todos los bailadores de cuerda floja fracasan, como es seguro el éxito de los payasos, género de empeculados y melosos artistas que no sufren contusiones y hacen reír a los vulgares espectadores con su grotesca charla y sus ocurrencias, algunas veces de un color de rosa subido. Los acróbatas que se ejercitan en las escaleras, los que se desgonzan como buenos maniquíes o que trepan con habilidad de monos al elevado trapecio, son los artistas de moda en el circo de la política dominicana, en el cual hay caballos blancos y manchados, muy bonitos y adiestrados, que saben contar, saltar las barras y los arcos, bailar y hasta firmar de orden un pasaporte y hacer una planilla. En cuanto a fieras, tenemos panteras, tigres, lobos y leones y sobre todo gran abundancia de gatos de Angora. Completísimo está el personal del circo y del teatro de la política nacional, abundante en mascavidrios, pues como dice un amigo mío aquí y con perdón de la generalidad de los generales, lo que sobra son tarugos. 424
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Le coté
En el arte, en la ciencia del saber vivir (modus vivendi de los pegajosos) es archiperita, entendida, docta, sapientísima esta gente que no trilla otro camino ni estima por otro buen lugar sino la vía por donde caminan los que brillan por su dinero o por su mando y el lugar frecuentado por los mismos encumbrados del poder o la riqueza y de aquí que no se apartan de su lado a manera de ostras de dos pies. ¡Le coté y siempre le coté! El Gobernador, traigo por caso, está en el teatro: pues hay que estar al lado del Gobernador, y vuelan como serpentinas hasta colocarse a su diestra en el palco de la Gobernación, y ya alcanzando le coté aprueban con la palabra y la más cortés y hasta reverente inclinación de cabeza cuanto dice la autoridad; a veces anticipan un “sí”, “precisamente”, “claro”, “justo”, “tiene razón el Gobernador”, a pensamientos no externados, pero bullentes en el cerebro de la primera autoridad cuyo lado se ganó a fuego y sangre, cosechando tal vez tropiezos y empellones y no reparando si se ha volcado la bandeja de refrescos llevada por un sirviente al palco vecino o si se le han humedecido con cerveza los faldines del frac. Realizado el propósito, lo demás les importa un comino a estos ladinos, derivado con el cual se me ocurre designar a los que buscan el lado de los grandes, o de otro modo, dicho a lo parisiense, le coté. En paseos, entierros y procesiones se abren paso por entre la multitud para estar al lado del Gobernador, del ricacho o de cualquiera persona de significación. Porque le coté es relativo y hasta el empresario de carretas que coloca sus realitos a interés leonino, tiene sus lados comprometidos, que si se sobran colaterales para los encumbradísimos, no han de faltar adláteres para las medianías. Que se cosechan en ocasiones un buen par de coces de estos burros con bombo cuyo coté se persigue, no hay para qué dudarlo ni es cosa que les preocupa: jamás se ha tomado buena salsa sin tener que apartar las espinas y casi todos los caminos que conducen a la dicha son escabrosos. No se va a la gloria así como así, ni se obtiene le coté a título gratuito: es contrato oneroso que pactan los ladinos, dando en pago de una derecha o de una izquierda sus convicciones y hasta su vergüenza, si la tienen, los que quieren y persiguen le coté. Cuando se adelantan unos a otros los ladinos, han de conformarse los que se quedan detrás con ir rozando su abdomen con las posaderas de la autoridad o del ricacho que va en paseo o gira, personalidad que, en fuerza a interrogaciones y zalamerías tiene que distribuir su atención entre sus colaterales y el que le va detrás. No en vano un antiguo repartidor de pan de la ciudad Capital, gritaba a más y mejor en las frías mañanas de su laboriosa ocupación: “¿Quién me dará un ladito?” Ciertamente que el citado no solicitaba le coté masculino. Él sabía lo que se pensaba y lo que decía. Le coté es un triunfo para los zalameros y aduladores a tal grado, que luego se busca el lado en segundo, tercero y cuarto rango, cuando el primero está comprometido u ocupado, y tenemos le coté del amigo del Secretario, que va al lado de éste y éste a su vez a la derecha de don Perejil, quien tiene el jus abutendi de la primera Autoridad o de la digna y rica persona que funje de principal de estos truchimanescos accesorios. No hace mucho decíale un sujeto a su consorte: —Carmencita mía, estamos de plácemes, creo que nos hemos salvado. En el entierro de don Senáforo hube de adquirir a cambio de codazos y hasta de la lujación de un pie, el lado derecho del Prefecto Municipal, y ya es algo, Carmencita mía. 425
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Después supe que llegó a ser el sujeto en cuestión agente de la Policía Municipal, y orondamente andaba por esas calles de Dios con su macana de nisperillo y un paquete de bolas para matar perros. Prueba contundente: por medio de le coté se acerca uno a los grandes, a los perros, a éstos aunque sea para envenenarlos.
Cohetes tirados Para algo había de servir este maravilloso invento de los chinos; para algo, además del papel que desempeñan en el comercio y en la industria estos estruendosos triquitraques, animadores de alboradas, parrandas cívicas, comités eleccionarios y otras fiestas callejeras, porque dicho está de viejo, fiesta sin cohetes, es fiesta que no resulta. Jamás soñaron los habitantes del Celeste Imperio que su invento vendría a servir de mote a los hombres de este país, dado a los apodos burlescos como no hay otro, ni hay otro que le aventaje en eso de sacar tajada de la política, la cual forma uno de los arbitrios principales de que se vale un celemín de generales y generalitos, los más de ellos, remembradores de un millón de aventuras en la guerra, en las cuales aventuras, la onomatopeya de los tiros, el tropel de la caballería y el estampido del cañón, acompaña con gestos más o menos patéticos y frases plenas de énfasis, historias de hazañas en que el semillero de cadáveres es muy grande y los heridos son tantos que la Cruz Roja no da abasto con sus camillas. Dije cohetes y dije bien, porque para merecer el otro epíteto, el de cohetes tirados, deben los motejados, lógicamente, principiar por tener el primer calificativo. Y es que hay cohetes tirados de todos los tamaños; hailos pequeñitos de los que entran cien y más en un mazo, los hay medianos y los hay grandísimos, como si dijéramos, los tres tamaños en política corriente, con sus clases intermedias; pero todos ellos pertenecientes a uno de los tres principales tipos designados, desde la portería del Palacio hasta las mismas poltronas ministeriales. No es necesario estar cesante para ser cohete tirado, lo que se requiere para caracterizarse con este papel, es ser uno de tantos, un desprestigiado de esos a quienes falta la sombra de los poderosos (derivado de poder) o si la tienen es una menguada sombra que apenas favorece gente que valga la pena. Fueron acaso prestigiosos, prestigiados y valientes, enérgicos y activos, y ahora, viviendo del grato recuerdo de un pesado glorioso, tienen un empleo inferior a su categoría o están dedicados a la crianza de gallinas. En el campo del periodismo fueron polemistas radicales que cosecharon aplausos de la oposición; ahora reciben ruin asignación y son a lo sumo, diablos cojuelos, correvediles de los grandes figurones del partido de arriba, o dicho mejor, de los arribistas, quienes, con su gran personalidad y todo, son a veces cohetes muy grandes que atruenan el espacio con su estallido; pero que son tirados también. Se me ha ocurrido que el origen de la frase cohetes tirados, se debe a que a los triquitraques, después de estallar y volar en distintas direcciones, atrayendo la multitud de muchachos callejeros, apenas si se les percibe el olor de la pólvora y sí una pestecita a algo así como sulfureto. Ya lo creo, qué van a saber los tales lo que es olor de pólvora; éste es para que lo olfateen los que se mueren una y mil veces de cara al sol, dignamente, con valor y con vergüenza. Yo que conocí personalmente al general Culebro, que sé de sus hazañas pretéritas y de su cohetismo posterior; que lo vi figurar con buenos sueldos y luego ser relegado al olvido; yo que le conocí Ministro y le vi más tarde siendo un sacristán de aldea, caigo en cuenta, de 426
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que por ser un cohete tirado, se mereció todo el homenaje rendido en el momento de conducirlo al campo santo un numeroso cortejo. La verdad sea dicha, fue obra de la casualidad el rendido homenaje militar en la forma que se hizo. Había que tributarle respetuosamente, prestigiosamente, los honores militares al general Culebro, pues éste, que aunque en las postrimerías de su vida era un cohete tirado, fue ni más ni menos uno de los próceres de nuestras gloriosas epopeyas nacionales. Pero es el caso que el día del sepelio no había elementos suficientes en el bohío-comandancia del pueblecito, donde rindió la jornada de la vida el general Culebro, y para salvar el conflicto, un hábil pirotécnico fabricó unos cuantos cohetes de los más grandes, y con cohetes a la salida de la Iglesia, en el primero y segundo descansos, y al colocar el ataúd en la cripta, se sustituyeron las merecidas descargas militares al prestigioso general que concluyó por ser un cohete tirado.
Yo no conozco a nadie La corneta dejó oír sus belicosos puntos de guerrilla, ejecutados diestramente por uno de los españoles expedicionarios que habían desembarcado por las costas de Higüey bajo las órdenes del general Guillermo. Hizo firme la vanguardia de la gente del Gobierno, y allá en la empinada loma, tocó marcha de frente la retaguardia. El plan del general Troncoso, como buen conocedor del terreno, era envolver a los expedicionarios en una red sin salida, y al efecto les tenía ocupados los puntos más estratégicos del lugar. Los puertorriqueños que acompañaban al general Guillermo temblaron al oír los toques del clarín por diferentes lugares y hubieron de arrepentirse del compromiso pactado en Mayagüez. Ellos no estaban acostumbrados a esta clase de giras campestres y se ofrecían a Nuestra Señora de Monserrate sin fijarse en las burlas de los criollos ni en las sazonadas palabrotas de los españoles. Por los cuatro puntos cardinales sonaron los primeros tiros y fue nutriéndose el fuego hasta imitar uno como prolongado y rugiente trueno. El humo ennegrecía las hojas de los árboles y el filo de los sables brillaba en el aire describiendo líneas ondulosas. La pelea fue ensañándose hasta que llegó el momento decisivo; casi se fueron al arma blanca y los guillermistas, cuyo campamento de retaguardia estaba compuesto de puertorriqueños, dispersáronse como pudieron por entre breñas y zanjones. El número de bajas de ambos combatientes fue considerable y muchos de los expedicionarios cayeron prisioneros. Aquí recibe uno de éstos un culatazo, allá es aplaneado otro y más allá hay algunos cruelmente amarrados a los troncos de los árboles. Quien se ofrece con armas y bagajes, quien jura no ser jamás hostil al Gobierno, todos tiemblan ante el peligro común de la muerte. Al pie de una copuda ceiba está atrincado un mozo de ojos azules, rubio como la espiga del arroz y pálido como un cadáver. A cuantos pasan por su lado los llama y les dice que lo perdonen, que no lo maten, que él es nacido y criado en el pueblo de Higüey y que se llama Panchito Fernández, que él ofrece por la Virgen de su pueblo, la Altagracia, no meterse en nada y que en lo sucesivo, si se lo exigían, sería lilisista neto. —Mentira –le grita un soldado– tú eres español, cacharro, ¡patasucias! —Muera –dice otro. 427
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—¡Muera! ¡Muera! ¡Muera el español!, repercutieron cien voces. —Yo soy dominicano, yo soy higüeyano replicó trémulo el prisionero. En Higüey viven mi madre y mi novia, seres a quienes quiero en el alma, en Higüey tengo mi fundo y mis gallinas. ¡Perdón señores! Perdón general Troncoso… Usted que me conoce, dígales a sus soldados que no me maten. Dígales si soy o no higüeyano. El general Troncoso se desmontó del caballo ceboruno en que jineteaba y desenvainando su machete encabado dióle unos cuantos planazos a Panchito diciéndole estas palabras: —Yo no conozco a nadie y a revolucionarios menos.
El que más patea
La diplomacia entre los irracionales, no es menos importante que entre los bípedos humanos, y he aquí la razón por la cual un hermoso alazán, padrote de gran hatajo, un burro aguatero y un mulo cosquilloso y respingón juntáronse en la sabana bajo la fresca sombra de una copuda cabirma para solucionar asuntos de la alta política caballar comentada por jumentos y arrenquines del lugar. Ya se hablaba en los irracionales corrillos de invasión de jurisdicción, atropellos al derecho de gentes y de otras tantas vilezas cometidas por algunos pollinos y arrenquines que no tenían la más ligera noción de lo que es libertad bien entendida. Los del colegio, o mejor dicho, los tres individuos constituyentes de la Junta, personajes sabios y discretos en quienes habían puesto toda su confianza los demás de su raza, para que llegaran a la mejor organización de los asomados, no asistieron al lugar de la cita, así como así, que el que más y el que menos, no tocó la malojilla ni el maíz en más de una noche, en meditativo estudio acerca de los puntos de derecho, abarcados por la alta misión que se les confiara. El alazán fue el primero en tomar la palabra y después de una larga peroración sobre el trote y pasitrote, terminó pidiendo a sus compañeros designaran a la raza caballar como la que debía constituir los Tribunales bajos, los supremos Estrados y los de Cesación, porque el caballo, según la bestia que llevaba la palabra: por su estilo artístico, por sus bellas formas, por la superioridad de su raza, por su origen y por la nobleza de su carácter, era el llamado a juzgar todos los actos de los solípedos, premiándolos y castigándolos cuando el caso lo requiera. Los ojazos negros del burro se abrieron desmesuradamente, como si estuviese bajo la presión narcótica de la atropina, sacudió sus enormes orejas, se peyó estruendosamente y replicó al caballo con palabra fácil y estilo correcto, argumentando en favor de los jumentos, y pidiendo para éstos la dirección de los poderes. Según él la historia le favorecía, pues el asno fue el primer animal que habló, allá en los tiempos de Balaam, y acaso en la actualidad su silencio sea más elocuente, que el discurso de algunos racionales señalados como sabios. —La raza paciente, tranquila, calculadora y grave, es mi raza –continuó el burro– y por su sumisión al hombre, por su sobriedad típica debe constituir los tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial; los dos primeros para dar leyes perfectas y el último para aplicarlas sabiamente. Seguía discurriendo elocuentemente el pollino; ya hablaba de su paciencia, ora de su utilidad y a veces de su ardoroso amor, hasta que el caballo Presidente de la Junta llamó su atención, advirtiéndole que ya iba a oscurecer y que el mulo aún no había dicho “esta boca es mía”, y que era justo oírlo opinar para conocer todo lo bueno que se tendría en el majín. A tal interpelación contestó el burro con una cortés inclinación de cabeza y cedió la palabra al señor mulo. 428
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Este no se hizo esperar mucho y dijo así: Compañeros; yo soy un híbrido resultante de las razas de vosotros. Soy por naturaleza fuerte y casi indómito; he estudiado poco; mas tengo muy buen sentido práctico. Seré lacónico, pero muy expresivo. Yo he creído y sigo creyendo –repitió el mulo– que en esta tierra deben gobernar los mulos, porque aquí manda el que más patea. Y para patear los mulos.
LORENZO JUSTINIANO BOBEA Nació en Santo Domingo por el año de 1856 y murió en San Pedro de Macorís el 13 de enero de 1929. De su obra Cuentos criollos, inédita, perdida, apenas hemos logrado hallar uno, Contrariado, publicado con las iniciales J. L. en la revista Prosa y Verso, de San Pedro de Macorís, en julio de 1895. En la misma revista, en junio, publicó Don Palmerín, pseudo biografía burlesca. Fue periodista y maestro de escuela de largo ejercicio, Presidente del Tribunal de Primera Instancia de San Pedro de Macorís, Procurador Fiscal en la misma Villa en 1903, Conjuez en El Seibo por el 1898 y Procurador Fiscal, allí mismo, en 1904-1905. También fue Defensor Público. Usaba en sus escritos literarios el anagrama Sin Jota ni U. Escribió el breve prólogo de la obra de su hermano Joaquín María Bobea, Caza Menuda. En esas páginas y en el cuento que se reproduce en este libro se advierte la identidad de estilo entre él y su hermano, tanto en la forma como en la vis cómica. Publicó el opúsculo 200 charadas, 1921, con una caricatura suya trazada por el genial Capito Mendoza.
Contrariado
Él era general, y no porque para tal jerarquía tuviese títulos conocidos ni méritos conquistados, ni probado talento, sino por ser abeja del ejambre y nada más. Verdad es que don Jerónimo fue de los que, algo joven aún, combatió bizarramente en favor de la restauración política de esta nuestra República, cuando el patriotismo en masa protestó armado contra los hechos vergonzosos de la Guángara, como ellos decían, de Buceta el tirano célebre, de Campillo el desfachatado e inmoral coronel y hasta del aristócrata y relamido Arzobispo Bienvenido Monzón. Él se distinguió, así como se distinguieron todos en la lid restauradora. Don Jerónimo no tenía ni aún figura de general, pues era bajetón y rechoncho con el abdomen muy sobresaliente, coloradote y sobre todo muy hablador. Así y todo, allá en las comarcas donde nació y a cuyos cándidos habitantes dominaba por ser, entre ellos, el más rico y talentoso, tenía gran prestigio y una popularidad asombrosa, circunstancias que no olvidaron los Gobiernos para tenerlo siempre de Comandante de Armas; y digo todos los Gobiernos, porque don Jerónimo era un famoso equilibrista político; jamás descendió, siempre firme como la roca se mantuvo en el puesto que le señalaron sus méritos. Era, en resumen, ostra política que vivió por siempre pegada al mangle del empleo. Pasaron algunos años y mi general, siempre al frente de sus comandados, conservó su prestigio y buen tacto político. En una de esas grandes marejadas formadas por el revuelto mar de las ambiciones, de esas que llevan al fondo lo que encuentran sobre la superficie, para después hacer resaca de abajo arriba y volver a ponerlo todo en peor situación, un político de significación, por entonces, levantóse en armas en las regiones cibaeñas para desconocer al Gobierno constituido. 429
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El Gobierno tomó la defensiva y la lucha principió. Don Jerónimo estaba en guardia, sus muchachos acuartelados y él siempre dispuesto a morir o vencer, eso sí, sin poner pie fuera del poblado. En tal situación, y en una mañana en que él pensaba en los acontecimientos que tenían lugar en el país, recibió por expreso una comunicación que le dirigía el general en Jefe de las tropas del Gobierno y que decía así: “Señor general Jerónimo de Aza. Con placer comunico a Ud. que ya la victoria nos sonríe. Mañana será la decisiva, cuento con un buen número de tropas y oficiales muy adictos al orden y al Gobierno. La revolución es impotente y espero que el general se rinda por falta de elementos. En tal virtud, general, espero de su conocida lealtad y buenos antecedentes sea siempre fiel a nuestra causa. Además, le ordeno levante Ud. la tropa a su mando y pase esta misma noche a ocupar el camino de… para de ese modo tener cubierta la restaguardia. Le saluda con Dios y Libertad…”. —Todo está bien, dijo; pero abandonar el pueblo, para… el general no ha pensado bien… en fin, esperemos. Cuando así decía, presentóse, algo espantado, un campesino, sin armas, el cual puso en sus manos un oficio que decía: “Estimado general J. de Aza. Amigo mío: Mañana será la decisiva, el Gobierno ilegal que combatimos no tiene ya elementos con que hacerme frente. Siempre conté con Ud.; así, pues, mañana pronuncie Ud. el pueblo para que quede en su puesto, o de lo contrario, lo tomo a fuego y sangre. Queda de Ud. buen amigo… —¡Buen compromiso! Corneta, toque Ud. firme; Ayudante, forme el cuadro en la plaza; Tambor toque Ud. orden de oficiales. Cuando todo estaba listo según sus mandatos, montó a caballo, ciñóse el sable a la dominicana, se acercó frente a la tropa, le dio lectura a las dos comunicaciones y sin tomar consejos dijo: Pues bien, oficiales y soldados: ya lo habéis oído; ahora yo, entre dos órdenes contradictorias, opto por la fuga. Y así diciendo, tomó el monte mi general.
VÍCTOR M. de CASTRO Víctor Manuel de Castro nació en Santo Domingo el 12 de abril de 1872 y murió en Caracas en septiembre de 1924. Su celebrado opúsculo Cosas de Lilís, de 1919, abrió el camino a la explotación de la abundosa cantera del anecdotario del Presidente Heureaux, Lilís. Tras él surgieron otros: Bergés Bordas, Augusto Vega, Horacio Blanco Fombona, Vigil Díaz. Fue periodista, Juez, diplomático, maestro de escuela, Miembro Correspondiente de la Academia de Historia de Venezuela, y del Ateneo Puertorriqueño. Su restos fueron traídos a su patria en 1934. Fue político militante, como lo revelan sus libros Marcha del general Miguel Febles desde el Duey hasta el Ozama, 1899, Del ostracismo 1904; y Por la Verdad y por la Patria, 1911. La anécdota reproducida procede de Cosas de Lilís.
La huelga Un murmullo, inarmónico y sordo, como de mar que quiere encresparse, penetraba por puertas y ventanas, aumentando en proporciones, y llegaba al despacho de Lilís en el Palacio Nacional. —¿Qué es eso? –preguntó. 430
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—Los panaderos, zapateros y albañiles que se han declarado en huelga –contestóle uno de sus Secretarios– y se están reuniendo ahí, en el parque Colón, para protestar. —¿Protestar?, ¿y de quién y de qué? —De los dueños de panaderías y de sus principales. —¡Labor de mis enemigos, que quieren descomponerme el cotarro! –murmuró. Vaya uno donde don José Gabriel García, y me le dice que tenga la bonda de venir acá. No se hizo esperar don José Gabriel y en el término de la distancia se puso en presencia del Presidente. —Perdone que lo haya distraído de sus meritísimas ocupaciones, don José Gabriel; pero tengo dudas al respecto de estas cosas y deseo que Ud. me explique lo que es una huelga. —Una huelga es, general, la lícita expresión de inconformidad del obrero, cuando advierte o se persuade de que está siendo víctima de expoliaciones; que se le trata mal; que no se le paga lo que gana, o que no gana lo suficiente para llenar sus más perentorias necesidades. Las huelgas son ordinariamente justas. El obrero es la mula que da vueltas todo el día y todo el mes a la noria, y a fin de año, lo comido por lo servido. —¿Y qué tiene que ver mi Gobierno con eso? —Su Gobierno y todos los Gobiernos, entiendo yo, tienen que ver, o deben tener que ver, con eso y con todo lo que sea bienestar del pueblo y equidad y razón y justicia. No sentaron bien a Lilís tales palabras y reafirmó el prejuicio de que don José Gabriel García era su enemigo. Con exquisito disimulo, empero, fingió haber quedado satisfecho: —No sabe Ud. cuánto le agradezco esas saludables enseñanzas, don José Gabriel, y crea que las aprovecharé y pondré en práctica en tanto cuanto me fuere hacedero y posible. La colmena humana se nutría cada vez más y el abejoneo aumentaba; a tal grado, que Lilís se vio en el caso de requerir la asistencia del Gobernador. Asomáronse ambos, el Gobernador y Lilís al balcón del Palacio, y se produjo entonces una especie de silencio en la multitud. Y fue cuando éste, dirigiéndose a aquel díjole, en tono que pudiera ser oído: —General Loló, tómeme nota de los solteros. ¡Que tome nota de los solteros!, repitió la muchedumbre. —Para meternos a soldados, dijo uno. —Para pegarnos el chopo, dijo otro. —Conmigo no se juntan, agregó, deslizándose, un tercero. —Ni conmigo. —Ni conmigo. Y a medida que una y otra frase pasaba de una a otra oreja, el murmullo iba apagándose… apagándose, y el oleaje disolviéndose… disolviéndose… En forma tal, que cuando vino a bajar del palacio el General Loló, no quedaban en el parque más que los maestros de pala. ¡Conjurada la huelga!
MANUEL DE JS. TRONCOSO DE LA CONCHA Nació en Santo Domingo el 3 de abril de 1878 y murió aquí mismo el 30 de mayo de 1955. Fue, en su tiempo, el posesor del más rico anecdotario dominicano. Siguiendo las huellas de César Nicolás 431
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Penson se dio a la tarea de recoger las tradiciones que figuran en su libro Narraciones, cuya edición nos confió en 1946. A su muerte era Presidente de la Academia Dominicana de la Historia. Obras: Elementos de derecho administrativo, 1939; La ocupación de Santo Domingo por Haití, 1942; El Brigadier don Juan Sánchez Ramírez, 1944, Narraciones dominicanas, 1946, La génesis de la Convención dominico-americana, 1946; Sucre, 1951; y Antología (Colección Pensamiento Dominicano, de la Librería Dominicana, dirigida por don Julio D. Postigo). El cuento reproducido procede de Narraciones dominicanas.
Una decepción
¡Qué cosas las de Tronquilis! Era de oírle sobre todo cuando en la prima noche, después de la cena, tomaba asiento en su silla rústica, frente al mostrador del ventorrillo, a la luz de una vela de sebo y aspirando un oloroso ambiente de guineos, guayabas, zapotes, piñas y otras frutas de esta zona. Acompañado siempre de la mujer y no pocas veces de algunos vecinos de su calle, la de El Conde, Tronquilis llevaba casi constantemente la palabra. ¿Quién como él para ver claro? Y lo cierto es que en ocasiones empleaba al platicar una lógica asombrosa, contundente, digna de quien, al revés de él, hubiese calentado los bancos de la escuela. Era gallego. Había venido a Santo Domingo en busca de fortuna y poco a poco, a fuerza de economías, llegó a reunir unos realitos. Ya cuarentón, abandonó la vida de célibe, uniendo su suerte a la de una criolla, muchacha más buena que el pan y trabajadora como una abeja. Con la mujer ¿quién lo duda? el viento de bonanza que le había estado soplando arreció, y tanto, que de dos subieron a cuatro las mesitas de frutas y hasta dieron las ganancias para establecer una regular venta de licores, en cuarto reservado, adonde los de la cofradía de saco acudían a saborear el dulce y picante Licor Rosolio, lucidor de los colores del iris y dispuesto en damajuanitas de cuello delgado y ancho fondo, la confortadora ginebra holandesa Mañana Imperial o el bravo aguardiente Cañete, insustituible diluidor de penas. Por varios años estuvieron la nata sobre la leche Tronquilis y su costilla. Habríales augurado cualquiera, para la vuelta de algún tiempo, una riqueza completa. ¿Qué más sino persistir en el trabajo y economizar cuanto se pudiera? II
Los tiempos cambian, sin embargo. Un día el gobierno se equivocó ¡quién lo creyera! y para aumentar el numerario hizo llover sobre el país un diluvio de “papeletas”, con lo cual no pocos se ahogaron y algunos quedaron con el agua al cuello. Tronquilis entre éstos. Por grados fue reduciéndose hasta limitarse a una mesa el ventorrillo y la botillería disminuyó considerablemente. ¡Como que ya cada copete de Rosolio salía por un ojo de la cara y la caneca de ginebra se había subido hasta las nubes! Y a todas éstas, para colmo de males, el sitio. Porque es de saberse que a modo de irresistible alud, habían irruido del Norte, del Sur y del Este los revolucionarios del 7 de julio contra Báez. Tronquilis estaba descorazonado. Gracias que el “cuarto reservado” sostenía aún parte del negocio. A libar en él iban con frecuencia Benito “el gambao”, azuano, que allá en Santomé cortó de sendos tajos la cabeza a dos “mañeses”; Ugenito Lantigua, coplero y soldado, capitán de cívicos; Martín “el brujo”, embaucador de campesinos y gran tocador de “cuatro”; “Gollito” Rodríguez, muchacho de la orilla, más malo que coger lo ajeno y encabezador habitual de 432
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cencerradas; “Enemencio” Mártir, seibano machetero, con tres cicatrices enormes que le formaban una N en el rostro; “Toñico” Hernández, por mal nombre “El Caimán”, montecristeño, con más alma que cuerpo y dos hileras de dientes que parecían querer salirse de la boca; el capitán “Apuntinodá”, bravatero de continuo, que no cumplía jamás sus amenazas; “Periquito” Caballero, solicitado “maquiñón”, que saltaba en su corcel, sin sujetarse, las más grandes candeladas de San Juan; el “Jefe” Hipólito; el “vale” Turibio; Pepito el Indio; y otros tantos al servicio del gobierno sitiado. A falta de tales parroquianos ¿qué habría sido de Tronquilis? Nueve meses llevaba el asedio, sin que parecieran dispuestos a ceder los de adentro; pero mucho menos los de afuera. El gallero y su mujer comenzaban a desaparecer. ¿Duraría esa situación toda la vida? Por otra parte, el “cuarto reservado” se vaciaba. Veces hubo en que Tronquilis, antes de alcanzar una caneca llena, cogió hasta doce apuradas. A los diez meses llegaron al oído del desventurado negociante rumores de capitulación. Entonces ocurrió algo nuevo: el número de los parroquianos, de la “gente del gobierno”, bajó sensiblemente. ¿Qué es eso? —¡Mujer! mujer! nos acabamos! Esto no puede aguantarse ya, exclamaba el pobre hombre. Una mañana, sin embargo, la esperanza sonrió en la casita de Tronquilis. Venía en forma de conspirador urbano. Alguien, que acudió a “tomar la mañana” allí, oyó las cuitas de aquellos consortes, su falta de fe en los días cercanos, su desesperación inmensa. El matutino visitante, luego que el otro desahogó su pecho, pareció reflexionar. Después, a manera de explorador del terreno, salió a la puerta, dirigió escrutadoras miradas al Oriente y al Poniente, y cerciorado ya de que sólo Tronquilis y su mujer habían de oírle, dio rienda suelta a su palabra de revolucionario convencido. Mucho les habló y algo muy bueno debió de ser. Tal al menos habría cualquiera leído en la cara placentera que ambos tenían mientras el visitante peroraba. —De suerte y modo –observó Tronquilis a su interlocutor cuando éste hacía un paréntesis para trasegar en el estómago “tres dedos” de ginebra– que pronto cambiarán las cosas? —Pues ya lo creo que sí –repuso el conspirador–; es gente nueva la que viene y con muchísimos cuartos. Cuando le aseguro que ni en el paraíso vamos a estar mejor. —Pero… ¡y eso se dilatará mucho tiempo! —¡Qué va! ahorita mismo; quién sabe si no pasa ni una semana. —Y dice usted que… —Lo que le digo: que son gente nueva y buena y que usted verá cómo del infierno vamos a la gloria con zapatos. A poco el hombre se marchaba. No había pagado la “nañana”; mas ¿qué falta hacía, cuando el alegrón de Tronquilis compensaba con creces el gasto? III
Algo extraordinario ocurre en la ciudad. Inusitado movimiento se nota en sus calles principales. En la del Arquillo y más aún en la de El Conde la animación es grande. Filas desordenadas de hombres y muchachos por la acera y variados grupos por en medio de la calle, hablando, gesticulando, levantando a su paso nubes de polvo, se dirigen incesantemente al extremo oeste de la población. Cada vía transversal es uno a modo de tributario de donde afluyen sin interrupción grandes y chicos, que vienen a aumentar aquella continua circulación de gente. Al pie de la Puerta de El Conde, a medida que la multitud avanza, va formándose una masa humana, cada vez más grande, cada vez más compacta, un verdadero mar de 433
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cabezas, cuyos movimientos producen ondulaciones, unido a ello una gritería confusa, en que todos hablan y casi nadie entiende. ¿Qué pasa? Es que va a entrar, triunfante, la Revolución. Tronquilis y su consorte no son ajenos al bullicio de la urbe. Antes bien ha querido él celebrar el fausto acontecimiento con su ropa dominguera y debido a tal circunstancia se halla todavía en el aposento cuando la avanzada revolucionaria está llegando al Rastrillo y en lo alto de El Conde suena un largo redoble de tambores. Asómase a la puerta la mujer. —Ven Tronquilis –dice–; ya están acercándose. Despáchate pronto que… No puede terminar la frase. Una avalancha de curiosos ha invadido la acera para abrir campo a un caballo que corcovea. Vase ella un tanto atemorizada hacia el interior de la casa, mientras Tronquilis, empaquetado, “como un veintisiete”, viene de adentro para afuera, con cara de jugador afortunado. —Ya sí se cuajó –murmura con visible gozo. Intenta salir a la calle. La apretada hilera de espectadores se lo impide. Forcejea para abrirse paso. Nada. —Pues señor; no hay fresco de que esta gente me deje el camino franco. Me costará ver desde aquí. Para poner su resolución en práctica, se apodera de su silla rústica, que tiene al alcance de la mano. Trepa en ella. De improviso un jinete de la avanzada, echando medio cuerpo afuera, con un pie en el estribo y el otro al aire, grita estentóreamente, a la vez que agita un pañuelo: —¡Adiós, Tronquilis! ¡Tronquilis, adiós! Entre confuso y afectuoso, Tronquilis corresponde al saludo. Juraría que aquel hombre es Periquito Caballero. Para cerciorarse recoge la mirada. Luego profiere entre dientes: —Periquito es. Suenan enseguida en la avanzada otras voces. —¡Abur, Tronquilis! —¡Viva el paisano! —¡Hasta luego, Tronquilis! ¡memorias a la doña! Tronquilis no entiende aquello. Sus ojos no le engañan. Con toda seguridad, quienes le van saludando son Martín “el brujo”, Gollito Rodríguez, el vale Turibio, Ugenito Lantigua… Su mente se pierde en un mar de confusiones. Pasó la avanzada. Ahí viene una guerrilla de francotiradores. A su frente marcha un hombre, color mulato oscuro, de grave continente. Es el jefe Hipólito. Cerca de él, el capitán Apuntinodá gesticula. Por encima de la general vocinglería se le oye gritar: —¡Ya si se acabó el mamey! ¡Ahora van a saber lo que es cajeta! En el ánimo de Tronquilis ha prendido la más cruel de las desilusiones. Desmorónase súbitamente, a impulsos de una conmoción interna, el castillo de sus ensueños. ¿Dónde está la “gente nueva”?
No vio más. No quiso ver más. Bajó de la silla entontecido, con el desencanto pintado en el rostro y casi maquinalmente, huyendo, diríase, de aquel ruido que ya le molestaba, volvió al aposento de donde había momentos antes salido. Al ruido de sus pisadas, la mujer fue a su encuentro. 434
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Tronquilis, que la vio, vaciló primero en hacerla partícipe de su negra pena. Después, a tiempo que ella también iba a hablar, díjola en tono amargo y moviendo tristemente la cabeza: —¡Ay mujer, mujer! ¡Son los mesmos!…
OTILIO VIGIL DÍAZ El desconcertante Otilio Andrés Marcelino Vigil Díaz nació el 6 de octubre de 1880 y murió en su amada villa de Santo Domingo el 20 de enero de 1961. “Artífice de la imagen arbitraria y de la frase sonora”, le llama el Dr. Max Henríquez Ureña. Es, sin dudas, el más pintoresco de los narradores dominicanos. Por encima de todo era un conteur: en su conversación, en sus escritos, hasta en su poesía asoma la gracia del ameno charlista. Vivo, chispeante, hiperbólico, da la impresión de que escribía con la risa en los labios, como en uno de sus habituales cuentos orales, plenos de caricaturas mentales. Murió sin haber producido la obra que se esperaba de sus brillantes aptitudes, no sólo como prosista sino también como poeta. Publicó Góndolas, 1913; Miserere patricio, 1915; Galeras de Pafos, 1921; Del Sena al Ozama, 1922; Lilís y Alejandrito, 1956; y Orégano, 1949. Los cuentos de Vigil, insertos, proceden de su libro Orégano, salvo El miedo de arriba, tomado de su obra Lilís y Alejandrito.
El delegado El titulado general Cirilo Campusano, alias el Verraco, como le llamaban sus adulones y secuaces, era un producto fidelísimo de nuestra vida política y de nuestro caos social. Campusano tenía para ese entonces la Delegación Especial en el Este, del Poder Ejecutivo, cavernario y feroz, que se enseñoreaba en el Pretorio lombrosiano de la República. Campusano era un mulato rechoncho, con unos ojos verdosos, de un verde pútrido, sanguinario como un tigre, ladrón como un gato, lujurioso como un chango, abusador, ultrajante, soez, inmisericorde y crapuloso. Los revolucionarios estaban bien municionados. Habían recibido un convoy de la Línea Noroeste. Después de haber cortado la barca de Zorra Buena, se reconcentraron y atrincheraron, estratégicamente, en el batey del Ingenio Quisqueya. En la Comandancia de Armas, y en la Gobernación de San Pedro de Macorís hubo un movimiento inesperado y fuerte de a verdad. Al pie del Guaraguao, el corneta, Bejuco, estaba casi al reventarse tocando llamada general. El Jefe de la Revolución le había hablado al Delegado por teléfono, motejándolo de negro entusiasmo, de machín y sinvergüenza, invitándole a venir al pleito, para darle una pela de a calzón quitao. Indignado y ensoberbecido el Delegado, propúsose castigar semejante insolencia, y al efecto, organizó, inmediatamente, lo que nosotros llamábamos una columna, abriendo operaciones fuertes y decisivas sobre los lados de “Quisqueya”, tomando el comando personal de las fuerzas, pues a la culebra había que darle duro en la cabeza, de lo contrario, era como untarle jamergo a un muerto o echarle melao a un río. El Verraco quería darle el palo de la gata a esos salteadores de camino. Echarle una manga, y romperle el pescuezo en dos cantos uno a uno. Con ese pleito, según decía él, diva a dejai la República como él quería, que se pudiera pasear con un fulá perfumado en una mano y una 435
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varita en la otra, tratando de reivindicarse, así, de sus carnicerías humanas, de sus incendios, forzamientos, violaciones y depredaciones. Tres veces intentaron las fuerzas legales, las del Gobierno –que son siempre las legales– desalojar a los revolucionarios de sus ventajosas posiciones, y otras tantas fueron rechazadas con considerables pérdidas. Una terquedad del Coronel Cachaenaca el segundo Jefe de Operaciones, un hombrecito pánfilo, de los lados de Cevico, con el pescuezo lleno de escapularios, unos bigotazos color de cuaba, bravo como abeja de piedra, pero brutísimo e impulsivo como una bestida, el hombre de confianza del Delegado. Pero, por poquito le proporciona un desmandingue completo, definitivo, a la columna, ya que los quería coger a todos con la mano. El último estrujón fue de chemba con chemba, casi dentro de la misma casa de calera. Fue lo que se dice pleito de a vagón, como no se había dado otro itual después del Cabao, donde Lilís derrotó al heroico general Cesáreo. La Cacata y sus muchachos estuvieron de olor. El Pato, Medio Mundo, Muñingo y Juan Chiquito, cortadores y dichosos. Al primero, le agujerrearon dos veces el salakof, el casco colonial que él había quitado a un jefe de cultivo, a un blanco que volteaba, inspeccionando, los campos de caña del ingenio. Al segundo, a Medio Mundo, le chamusquearon la tusa, de un fogonazo a boca de jarro y le arrancaron, sin él saber cómo ni cuándo, su guarda, un alicornio curao con la regla, que había conseguido en el “Príncipe”. Pero, el que se portó como un héroe, como un verdadero Napoleón, fue Tribilín el Búcaro, un muchacho nacido y criado en los Montones, un pituitario, largo y flaco hasta más no poder, con el hígado y el bazo lleno de paludismo, amarillo como una auyama, espantao como pollo de guinea, pero guapo como el ají tití. Cuando Tribilín el Búcaro supo que la gente del Gobierno venía marchando sobre ellos, decididos a tomar a fuego y sangre el batey del ingenio donde estaban atrincherados, gritó de voz en cuello pa que toitico lo ecucharan, en la misma puerta de la bodega, mientras hacía cabriolas el fogoso caballo puertorriqueño del Administrador que había requisado, violentamente, a la brava: —A ese choncho de pascua, ladronazo, abusador y pendejo, le voy a degollar con éte- y le acarició el mango peludo a un puñal cacha de chivo, lindísimo, que llevaba prendido a la cintura inverosímilmente delgada y flexible. Y por poquito se sale con la suya, pues el Delegado pudo zafarlo de la tabla del pescuezo de su mula Recumina, de un maquinazo certero, cuando Tribilín, enloquecido con el bajo de la pólvora se le fue a la upa, entre el humo. En la retirada, rota la disciplina, casi sin control la tropa, hambreada, irritada por la batida, desmantelado su prestigio de invencible, esa diablera enfurecida dejaba a su paso por aquella zona laboriosa, pacífica, desarmada y sufrida, una estela de sangre, de llamas, de ignominia y de depredaciones. Aniquilaba campesinos inocentes, quemaba ranchos, violaba vírgenes, le daba pelas de sable a las mujeres después de forzarlas. Pescozadas y patadas a los niños. Se pecharon de manos a boca con un anciano, blanco en canas, un pobre viejo anquilosado por la buba, que pedía limosna, casi sin poderse sostener en el aparejo de su montura desmedrada, flaquísima. —Párese viejo –le gritó un oficial espigao–, ¿Uté de dónde viene? —¿Yo? De allí mesmito, Jefe –le contestó trémulo de miedo– cerquininca de aquí, de la mesma laguna de Mangantillo. —Entonces, apéese papá, que usté es enemigo del Gobierno- y paralelo a una frase soez y a una carcajada estrepitosa, le partió el cráneo de un maquinazo. 436
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Se oyeron las últimas campanadas del toque de oración en el pueblecito de San José de los Llanos, cuando un toque de corneta, un punto de guerrilla, reventó inesperadamente, del lado atrás del cementerio, seguido de los hurras de rigor: —¡Viva el general Campusano! —¡Qué vivaaa! —¡Qué viva el Verraco! —¡Qué vivaaa! —¡Qué viva el Gobierno! —¡Qué vivaaa! Toque y algarabía que prendió súbitamente el pánico y el cierrapuertas consecuencial. ¡Y cómo no!, si ya tenían noticias detalladas de lo que había pasado en el batey del ingenio. Si ya sabían que el Verraco le habían cortado la retirada a Macorís y con las navajas melladas y la faja a rastro, venía derechito a entablonarse en el pueblo, a conseguir muchachitas, a ultrajar ciudadanos inocentes y decentes, a levantar empréstitos forzados, a pasar a saco las pulperías, el Ayuntamiento y la botica. En verbo de hombre toitico el mundo se escondió. Al único que se veía era al honorable Juez Alcalde, que solo, esparante, como un símbolo de virtud y de inocencia, parado en la puerta de su destartalado Tribunal, mesándose las barbas de plata torrenciales como las de un profeta, contemplaba con filosófica resignación a aquella horda salvaje, asesina y ladrona, respondiéndole sin poderlos oir -porque era profunda y definitivamente sordo- los saludos, las burlas y las rechiflas de aquella soldadesca depravada y soez. El espectáculo era pintoresco y doloroso, daba ganas de reir y de llorar. Soldados grandísimos, montados en burro, a la mujeriega. Un buey viejo y rabón, tirando, a palos, una piececita de montaña salvada milagrosamente. Amarrada por los cuernos, guindando de una vara, una chiva con enaguas daba berridos al compás de un acordeón. Los heridos eran muchos, unos cubiertos con yaguas, frisas y cobijas de cuero de puerco sin curtir, apoyados en varejones o de los hombros de los compañeros. Los más graves e importantes en literas de hamacas, que chorreaban sangre. Otros, a la grupa de la caballería. Uno venía haciéndole contrapeso a unas bandas de cecinas, tocinos y otros cachivaches, maroteados en la derrota. Hundido en un lado de las árganas, con un brazo desflecado y la panza aventada como la de un mero, por la peritonitis progresiva y fulminante, partía el alma con sus lamentos y súplicas de: —Agua, demen agua, mucha agua, poi vía suya, que me mata el padrejón… Ya entrada la prima noche, con el revólver sobre el ombligo y el sable de cabo desenvainado, dando disposiciones y planazos, el Delegado volteaba el pueblo, sin sombrero, porque lo había perdido en el pleito, envuelta la cabeza braquicéfala, lanuda y canosa, en un pañuelo de Madrás color de sangre, cuyas puntas, chorreándole por el cogote apoplético y las orejitas de mono, medio que le cubría un costurón de más de a cuarta, que le chorreaba por una de las mejillas, como un tatuaje salvaje y trágico. Cuando el Delegado llegó, seguido de sus muchachos, de su Estado Mayor, de sus perros de presa, un hatajo de facinerosos, de delincuentes, de asesinos, de forzadores y ladrones, escogidos en el presidio de Santiago, de Macorís y de la Capital; cuando llegó, decimos, frente a la casa curial, le salió uno que hacía de jefe de un grupito de a caballo, que conducían a un preso, y después de un ridículo saludo militar, díjole: —Jefe, a eta porquería lo pechamos y lo escapiamo cerquininga de aquí, estaba espiándonos. —Que lo fusilen, pero ya mesmito, ordenó el Delegado, con voz aguardentosa. 437
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El Cura, que cerca del preso le suplicaba a los custodios, que le aflojasen la soga con la que le tenían atrincados los brazos, al oir esta orden siniestra y fulminante, en un impulso, mezcla de misericordia cristiana y de instinto de conservación, allegóse hasta la fiera ejecutiva y casi de rodillas, asido a la estribera y a la crin de la mula, suplicóle: —Perdónelo, general. ¿Usted no ve que es casi un muerto? —Quítese de alante, Padrecito, que es de la pinta y no lo salva ni el mesmo Papa… Y avanzando la aguardentosa barriga sobre los furoles acharolados de la silla, clavó a Recumina y la arrendó por los lados de la Comandancia de Armas. …Sonó una descarga, luego un grito desgarrador. Al resplandor de las fogatas que la tropa había hecho para los gervíos, se veían los surtidores de sangre que el plomo fratricida había hecho en el pecho huesudo del heroico, del terco y desmendrado Tribilín el Búcaro, atrincado como un jús, en uno de los postes que sostenían el destartalado campanario de la Iglesia de San José de Los Llanos. En la Casa-Escuela, Cuartel General del Delegado del Poder Ejecutivo, en campaña, junto a la misma hamaca donde roncaba estruendosamente, el Verraco, borracho y hediondo como un perro sarnoso, sobre una frisa salpicada de sangre y de lodo, que servía de tapete verde, en cuclillas unos, echados boca abajo otros, en lamentable y repugnante promiscuidad, jugaban al dao corrío, el coronel Cachaenaca, el maestro, un normalista, un discípulo del señor Hostos, el comandante de Armas, el alcalde, el sacristán y algunos oficiales y soldados. En el silencio trágico de la noche, de una oscuridad espesa, se oía una vocecita andrógina, la del coronel Cachaenaca, que decía: —Paro. —Pinto. Topo. Boyobán en una y media. Y en las afueras del pueblo, las de los centinelas que gritaban espantados y nerviosos: —¡Te veo!… —¿Quién vive? —¡Del puesto! —¡A tu puesto!…
Carvajal Quién no conoció en la Capital a aquel carretero laborioso, honradísimo y pacífico, la máxima confianza del comercio al por mayor y al detalle. Quién no lo vio domingo, después de medio día, con su pantalón blanco muy aplanchado, su camisa de fuerte azul, limpísima, su cuchillo cinco clavos, sobre el ombligo, y la siniestra apoyada en la cacha picada, ya completamente jalao, con la cabeza baja, parado en la esquina de Madan Ciné, en la esquina de Musié Felipó, en la esquina de “El Gallo” o en la de “Samuel Curiel”, en este delicioso soliloquio, preguntándose y contestándose: —¿Dónde nació Napoleón? —¡En Neiba!… —¿Y los doce pares de Francia, qué eran? —Doce tigres del Cambronal, como yo! –Y se golpeaba el pecho fuertemente. Queremos dejar sentado con este introito, que el valor de nuestro héroe no podía ponerse en tela de juicio ni mucho menos discutirlo. Carvajal, como el valiente y honrado carretero, había nacido en el Cambronal, junto a la guarida del trágico Pablo Mamá. 438
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Carvajal fue bautizado en la iglesia de la Cabecera de la Común de Neiba, a la sombra viril, vengativa y trágica del colín de San Bartolo. Allí pasó su infancia y su adolescencia. En su juventud leyó varias veces Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas; La Vida y Hazañas de Rocambole, El Mártir del Gólgota y Las Aventuras de Telémaco. Convencido de la teoría de que uno e lo que e según donde eté, como decía él, se le alojó en el cerebro una ansia loca de aventuras dignas de Simbad el Marino, el famoso viajero que recorrió todos los mares del mundo. El Listín Diario –que en paz descanse–, le estereotipó en el subconsciente el fatal espejismo de la Capital; un anhelo migratorio irresistible. Estimulado por estos venenos intelectuales, solía decir, enfáticamente, que él no era hombre de pascuas, de mangulinas ni de galleras; y en la Capital fue, precisamente, donde a Carvajal se le esfumaron casi todas las virtudes básicas y nobles que caracterizan al hombre del Sur: valeroso, leal, serio y trabajador. Carvajal se inició en la carrera de las armas, donde tuvo un éxito rotundo. Por su valor y disciplina llegó a cabo de la Policía Municipal. El arte refinado de la política y de la diplomacia lo aprendió a fondo, cuando Carvajal renunció de la Policía Municipal, y por recomendación de una de las queridas del Presidente de la República, en ese entonces, pasó a ser mensajero del Ministerio de Interior y Policía. A la sombra, alternativa, de los bolos y los colúos que ocupaban esa Cartera, llegó Carvajal a conseguir los resortes mágicos, la adaptación, la simulación, la mentira, y el cinismo indispensable en aquella época, para llegar a ser Ministro de lo Interior. Pero el discípulo de Fouché, era un hombre de acción y de gran ambición. Quería y necesitaba hacer carrera, rápidamente, y ninguna provincia más propicia para realizar su deseo, para colmar su justa aspiración, que la de San Pedro de Macorís. Una noche, mientras se derramaba el toque de ánima del campanario de la iglesia de Santa Bárbara, la patrona de los artilleros, y el terral fresco y arrullador batía los velámenes de los balandros listos a zarpar y las linternas sangraban y rutilaban en los mástiles; con un cielo alto y tachonado de estrellas, y con la cartuchera congestionada de recomendaciones ejecutivas, Carvajal puso proa franca al Este, en el Mario Emilio, que era un balandro raudo como una gaviota. El cocinero, un viejo lobo de Petitrú, colaba el primer café, el de la boca, cuyo aroma zahumaba deliciosamente la cubierta del balandro, fundiéndose con el son dulce y elegíaco de una mangulina que prendió una fuerte, pero pasajera tristeza evocativa, en el alma de nuestro futuro héroe. Cuando la sangrienta Revolución de la Desunión reventó en el Cibao, ocupaba Carvajal la jefatura de orden de la desordenada y trágica “Colonia del Jaguar”, adonde lo había llevado la recomendación especial del Comandante de Armas de la Plaza de San Pedro de Macorís, quien lo llamó inmediatamente a su lado, como una de sus carabinas de confianza, ya que él sabía que se iba a guayar duro de a verdad. Para Carvajal, la única gente, gente eran los capitaleños, los otros, decía él, parecen gentes, pero no son gentes; de aquí, que hiciera tanta liga con nosotros, que para ese entonces redactábamos el diario más importante de la provincia. Todas las mañanas Carvajal y yo tomábamos café donde la bondadosa e inolvidable Manuela, donde evocábamos, con sincera tristeza, las delicias del Parque de Colón, con el que deliraba el paisano Carvajal. En la tarde, no faltaba en la Redacción a coger su número, a leer las noticias del mundo, y a darnos sus noticias, las que él sabía de las batallas que se estaban librando en los cuatro 439
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puntos cardinales de la República, batallas en las que siempre derrotaba el Gobierno a la Revolución, desde luego!… —Señores, ¿qué es del paisano Carvajal que hace muchos días que no lo veo?… —Ni lo verá más, me contestó Yubí, un negrito medio cocolo, vendedor al pregón, más revolucionario que Pablo Reyes y Perico Lazala. —¿Cómo, mataron a Carvajal? —Qué va que están acuartelaos y no los dejan salir ni a mear. Parece que uté no sabe cómo e que etá la cosa, hum… ¡Dios quiera!… Escribíamos esa noche un editorial intitulado El peligro de la demagogia, para el próximo número de El Diario, en el cuartucho de bohemio donde vivíamos, junto a las oficinas del periódico, cuando sentimos unos golpes en la puerta del patio, que daba a un callejón estrecho, húmedo y hediondo a amoníaco y a sulfatos intestinales. —¡Pan!… —¡Pan, pan!… —¿Quién va?… —Yo, su paisano Carvajal, ábrame. Y le abrimos, y realmente, era el paisano Carvajal. —Tenga, guárdeme eso… paisano. Y nos entregó un lío grandísimo, hediondo a monte, a verraco de ciénaga y a grajo, recomendándonos, con sumo interés, que no saliéramos esa noche, porque corríamos un peligro grandísimo, ya que el Gobierno, al que él defendería hasta la muerte, estaba con una mano alante y otra atrás; en el hueso… Obsedidos por el editorial, no le pusimos atención a la noticia de Carvajal, y seguimos redactando El Peligro de la demagogia. Cuando terminamos, el reloj de la torre del Cuerpo de Bomberos, partió la noche en dos. El conticinio era profundo. Una lechuza graznó, fatídicamente, en una mata de coco. De pronto, en un traspatio, un perro latió y luego aulló lúgubremente, como viendo muertos. El silencio se acentuó más, se hizo más espeso, augural y trágico. De los lados de la Comandancia de Armas sonó un tiro seco, de máuser, que aulló en el aire como un gato en celo. Tras este tiro, vinieron las descargas cerradas, el pleito se generalizó en toda la cortina, que no estaba bien defendida. Los tabicazos de los lados de la Gobernación los sentíamos dentro del cuartucho. Una hora después todo había entrado en calma, la Revolución Reivindicadora había ocupado la plaza, a fuego y sangre. —¡Pan!… —¡Pan, pan!… —¡Pan, pan! —¿Quién va?… —Yo, su paisano Carvajal, ábrame pronto y apague la luz. Le abrimos y Carvajal entró precipitamente, tenía los ojos como una fiera, cargados de electricidad. Hedía a pólvora. Su carabina humeaba y estaba caliente como un fogón, se le podía freír un par de huevos en la recámara. Carvajal había peleado, como pelea el hombre del Sur, como un macho, hasta quemar el último cartucho. —Deme el lío que le dejé a prima noche: ¿yo no se lo dije, paisano?… —¡Viva la Revolución, C…!, gritó un grupo frente a la puerta donde Carvajal se había transformado con rapidez maravillosa. La noche estaba que no se veía ni la palma 440
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de la mano. Carvajal se puso a gatas, con la carabina en bandolera, y se tiró a la calle, detrás del grupo revolucionario. Al verlo perderse entre las sombras espesas y trágicas, pensamos que el pobre paisano Carvajal se había vuelto loco; pero, qué va, el antiguo discípulo de Fouché y del Ministerio de lo Interior y Policía, tenía un juicio a prueba de manicomio. El pueblo amaneció revolucionariamente engalanado. El triunfo de los bolos había sido completo. De los valientes y leales colúos no había qué hablar, el que no estaba muerto, estaba preso, escondido o huyendo. El panorama de los sucesos políticos y bélicos de la hora centelleante y dolorosamente trágica que vivimos, ha cambiado rotundamente. Anule el editorial que teníamos para hoy intitulado El Peligro de la demagogia, y tenga la bondad de escribirse uno sobre los grandes e inconcusos beneficios de las Revoluciones, cuando éstas están arquitectonadas a base de una mística democrática y evangélicamente cristianos nos ordenó el Director, que era capitaleño, con una prosopopeya y un tono solemnemente cínico. Estábamos inclinados sobre nuestro escritorio, con la cabeza entre las manos, sudando la gota gorda, al tratar de instrumentar y pulir las mentiras socialmente criminales, que me había ordenado el Director, que era capitaleño, cuando irrumpió en la Redacción un grupo de revolucionarios armados hasta los dientes y enlodados como carretas en tiempos de zafra. El corazón se nos fue a la boca, ya que pensamos que venían a hacernos presos y a culatiar la Marinoni, como era costumbre en esos tiempos. Nada de eso. El grupo de libertadores era todo compuesto de muchachos capitaleños cien por cien, y venían capitaneados por el paisano Carvajal; por poco me ahogan abrazándome. Carvajal estaba de comérselo con cucharita, con un atuendo revolucionario genialmente pintoresco, pero incoherente y sospechoso. Calzaba soletas con medias escocesas a grandes cuadros. Chamarra y pantalón de fuerte azul, enlodados y ripiados, amarrados con unos curricanes de barriga de yaguas, más arriba de las batatas de las piernas, pero la camisa limpísima y una corbata nueva. Un sombrero de canas, con una cinta azul turquí, símbolo del partido, en el doblez, que le cubría la cabeza de pelo muy bueno, bien peinado y perfumado, con pomada de nardos y aceite de coco. Para celebrar el triunfo de la Revolución Libertadora, el Director, que era capitaleño, sinceramente emocionado, mandó a buscar a la pulpería de la esquina, con cargo al periódico, porque su crédito personal estaba agotado y cancelado, definitivamente, una botella, grande, de ron, del mejor, del más viejo. Mientras se preparaba el brindis, Carvajal nos hizo un relato espectacular de la marcha accidentada, forzada y estratégica de la columna, desde la Línea Noroeste a Punta de Garza. Nosotros escuchábamos el tumultuoso, rimbombante y onomatopéyico desfile, las pintorescas y bélicas mentiras, el prodigio de aquella heroica campaña, con cínico deleite, con una meliflua y automática atención. Usté paisano, nos dijo Carvajal, con tono imperativo, usté, paisano, se ha pasado la vida como ciertos jugadores, pasando, pero esta vez, tiene que aceptarnos man que sea el Consulado de Turquilán, ya que usté es blanco y sabe inglés, que no es una pendejá… Yubí, el negrito medio cocolo y revolucionario empedernido, convencido de que las armas son siempre superiores a las letras, por lo menos entre nosotros, con la bemba coloradísima e inundada de una sonrisa maliciosa, avanzó con una bandeja de vasos espesos y labrados, 441
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medios de ron la “Tusa”, que era el que estaba de moda, ofreciéndoselo a Carvajal, al héroe de la revolución reivindicadora y a sus muchachos capitaleños, cien por cien charlatanes y refinadamente sinvergüenzas y cínicos…
Cándido Espuela En el plácido y pintoresco pueblecito de Jarabacoa –un nido en el corazón de la montaña– Cándido Espuela era el hombre, polivalente. Político de fuste, secretario de todas las secretarías, maestro de escuela, agricultor, orador, curandero, boticario, negociante, corresponsal del Listín Diario, literato, hacedor de charadas, maquiñón, prestidigitador y gallero. Todos estos ejercicios eran circunstanciales y transitorios, y los cambiaba dado su temperamento inquieto, aventurero y guerrero, por las armas, que eran su delirio, su vocación permanente, básica, definitiva; por las armas reivindicadoras y vindicadoras, como decía él, seguido que estrellaba el primer cojetazo en uno de los cuatro puntos cardinales de la convulsiva República. No se habían cicatrizado aún las heridas profundas que habían hecho en el crédito político, económico y social, en el mismo corazón de la República, la llamada “Revolución de la Unión”, ese amasijo de felonías y fechorías, de ambiciones y de crímenes, en la que tomó parte activa, activísima y decisiva, el malicioso Cándido Espuela, cuando la llamada Revolución de la Desunión, la más cruenta y salvaje de todas las habidas, prendió de nuevo la tea de la guerra civil, cuyas llamas iluminaron, trágicamente, a esta tierra nuestra, la más dulce, la más bella, la más fecunda y desgraciada del mundo. Una de estas mañanas alegres, del precioso y canoro valle de La Vega Real –recargado siempre de perfumes bucó1icos– se sintió, de súbito, un tá, tá, tí, tá, un toque de corneta de los lados de la Cigua, por donde un sobrino del polivalente Cándido Espuela, polivalente y bélico, llamado Turín, un muchacho medio civilizado, honrado y trabajador, ajeno por completo a ventajas y canallerías de la malvada política criolla, que tenía una pulpería buenaza, hecha de hombre a hombre, con honradez, con el sudor de su frente, que es como aconsejó Dios que se haga el dinero, para que no envenene el alma, el pensamiento, la vida y la muerte… —Esa tropa, murmuró el joven y honrado comerciante, segurito que es de tío Cachito, como le decía él cariñosamente, y como si le hubieran tocado un botón eléctrico, saltó de la parte afuera del mostrador, en mangas de camisa. Apenas habían desfilado, de uno en fondo, frente al bien surtido establecimiento de Turín, los veinte o treinta infelices campesinos, jocundos y chachareros, regalando saludos y adioses, de boca, de manos y de sombreros, cuando irrumpió en la amplia enramada anexa a la pulpería, el Jefe de la Columna, que venía a lomo de Cañonga, su mula baya, cañas negras, su ñoña, como decía él, que estaba para ese entonces que se le podía jugar dados en las nalgas, redonditas y lustrosas. Cándido Espuela, venía armado hasta los dientes. Traía un sable de espejitos, un revólver nuvesiningo, cacha de nácar, con dos correas llenas de cápsulas preciosas. Un puñal pata e venao y un brogocito sobre las ingles. En el sombrero, con el ala levantada alante a lo mambí cubano, que le dejaba al descubierto la cara blanca, pero fuertemente tostada por el sol, un lazo grandísimo de candelón. En bandolera, la porturola, la cartuchera de búfalo, hecha en Santiago, y nuevecita también. —La bendición, tío Cachito. 442
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—Dios de bendiga, sobrino, y te haga un santo. —Desmóntese, tío; pa que tome café y se desayune. —Hombre sí, sobrino, te voy a complacei, poique eta milicia endiablá, me tiene, que a eta hora que tú ve, no me he echao ni un trago de jengibre en el buche. El malicioso, práctico y mentiroso Cándido Espuela, echó pie a tierra con dificultad, entorpecido por las armas superabundantemente innecesarias, y poco después de los abrazos, bendiciones y saludos, a familiares y extraños, tío y sobrino, con empalagosa amabilidad foránea, se sentaron a la mesa cibaeña, siempre oportuna, suculenta, nitrogenada, esa mesa digna de la caverna prehistórica, recargada de viandas humeantes, de huevos fritos con los cebollines y la clara achicharrada, de carne y longanizas fritas sin estáticas, sin burruqueos inciviles. Ya en el café, en el paladeo de ese aromático y sabroso café de La Vega, en el preciso momento filosófico en que Espuela encendía un cigarro, el sobrino, que lo quería y que ya tenía su trompo embollado, le rastrilló a boca de jarro: —Tío, perdóneme la pregunta, ¿pero para dónde va uté con esa tropita?… —Para dónde voy a dir, muchacho, parriba, pai sitio de la Capitai. —Dispénseme, tío Cachito, pero dígame, ¿cuándo e que usté va a entrai en juicio?… Uté no sabe que la cosa pallá arriba está que arde. A Eliseo y otro General colúo le han rompío la caja dei pecho de un cañonazo. Si a usté lo malogran en una de esas sabanas grandísimas, se lo comen los perros, ahí no entierran a nadie. Si uté se muere pacá, le llenan la sepultura de clavellina y estefanotas, toitico el mundo lo llora, le hacen un rincón bien gritao, y una misa con música. Cómo se le ocurre, cojei ahora parriba, licencie esa tropita en llegando a Pontón, y vuéivase, que usté es un hombre muy querío, útil, necesario, indispensable, sin uté su pueblo no es pueblo, quédese poi Dió, no vaya a paite. Espuela, con la barba sobre el pecho, afectadamente enternecido y agradecido por las cándidas reflexiones del sobrino, le contestó: —Tropita no, sobrino, tropa y de la buenaza, de la caliente, de esas que dejan el sitio pelaito largando plomo. Pero, después de to, no te preocupe, que yo nunca me adentro mucho en la chispa, yo peleo siempre detrá del jumo, que digamos, y echándose la porturola, la cartuchera de búfalo sobre el ombligo –ve, le dijo– y fue sacando y poniendo sobre la mesa: Un pedacito de corcho, un cabo de vela de cera, tres cajas de fósforo, dos juegos de barajas españolas viboreá, dos dados cargados en tres suertes en la carrera, y una panela de dulce de leche. Sobrino, yo no he matao ni pienso matai a naide. Y hurgando de nuevo hasta el fondo de la porturola de búfalo, sacó y le mostró al sobrino algunas cápsulas, haciéndole notar sus condiciones inofensivas. —Ve, sobrino, son de güebo e chivo y mi carabina es un brogocito; y después de relojear los contornos de la pulpería, por si había moros en la Corte, le dijo casi en el estribo del oído: …En el último sitio, en el de la Unión, yo me gané mil pesos. Déjame jacei, que yo no dentro en eta cosas sino poi negocio na má, yo no creo en nada ni en naide… Y le echó la pierna a Cañonga, que piafaba en la enramada, loca por tragar tierra caliente, tierra de guerra…
El secretario Al cantón general de la revolución libertadora, que estaba en la margen oriental del río Higuamo, en el mismo paso del Salto, dominando el camino real que va de la Pringamosa a Hato Mayor del Rey, llegó a eso de media noche abajo, un dragón reventando cinchas. Ese 443
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dragón traía la noticia, grave por cierto, de que una fuerza del Gobierno, a prima noche, había atacado y ocupado por asalto al pueblo de Los Llanos, recuperando así el centro de operaciones del Gobierno. El Comandante de Armas, el Síndico y el Cura estaban en cepo. El maestro de escuela, un viejito cibaeño llamado don Chucho, buena gente por cierto, pero demasiado metafísico, muy filorio, muy chacharero y boca dura, que se pasaba el tiempo discursiando sobre las ventajas de la democracia y el peligro de las tiranías, en el billar de don Natividad, que era espía y delator temperamental, más amigo del Gobierno que sus armas, ése estaba casi derrengao, de una pela de sable que le dieron. El Secretario del Jefe de Operaciones, un pepillito de los lados de San Pedro de Macorís, entripado de necedad y embadurnado de la literatura de los “Girondinos”, autoritario, jactancioso, berrinchoso, malcriado, el odio del cantón, nadie lo podía ver por sangrúo y parejero, como él sólo, dormía esa noche en el fondo de una hamaca, cuando fue despertado, bruscamente, por Botajumo, su plantón, que le batió los jicos de la hamaca tres veces. —¡Jefecito!… —Jefecito!… El Jefe grande lo ñama, levántese seguido que dei lao de Los Llanos ha bido la dei diablo y yo credo que vamo a salí, pero ya, de a volío. —Quiero –le dijo el Jefe de Operaciones, que no era uno de esos generales, nuestros, completamente incultos, de sellos de goma o de firme aquí, más bien algo leído, blanco y rubio, de pocas palabras, muy reposado y muy serio, un hombre de mando– quiero, Secretario, que usted acompañe al Coronel La Choncha, que va con todas las fuerzas de caballería y mi Estado Mayor, a una operación rápida, muy delicada, delicadísima, y le repitió lo de delicadísima tres veces. No quiero que se malogre la operación, ni el Coronel, que es un hombre demasiado impulsivo, arrojado y atrabiliario. No se le quite del lado, pie a pie con él, haciéndole las reflexiones necesarias. Procure que no tome un solo trago de ron en el camino. Una vez recuperado el pueblo, al arma blanca sería mejor, porque usted sabe como andamos de municiones, y cogido el convoy que está escondido en el billar del vagabundo de don Natividad, evite violencias, atropellos y fusilamientos, porque esta es una revolución completamente distinta a las otras que se han hecho hasta ahora. Desde ese momento sintió el Secretario un tiin muy largo, largo y repetido en los oídos, que él consideró que era un aviso del Ángel de su Guarda, que le indicaba no ir a ese pleito, que en verdad no era otra cosa que la presión arterial del berrinchoso y jaquetón Secretario, presión que tenía la violenta gradación de un termómetro en el fondo de un caldero de agua hirviendo. El Secretario tenía una absoluta seguridad de que algo muy gordo le esperaba, gordo y trágico, y maldijo la hora en que al Jefe se le ocurrió ponerle de asesor de un hombre de tanto ácido, tan brutal e irreflexivo como el Coronel La Choncha, que no era un ser humano, sino una fiera y un cerdo, en una sola pieza. La fuerza, como hemos dicho, era toda de caballería, ni un solo hombre a pie, porque la delicada operación de tomar el pueblo de Los Llanos, al arma blanca, tenía que ser rápida, en la madrugada, antes de que rompiera el día. …La mejor montura de todas –y las había buenazas, porque los muchachos cuando se fueron al monte arrasaron con las cuadras de las fincas–, era la del Secretario. Un caballo hermoso, lindísimo, de siete cuartas de alzada, fino de a verdad, color alazano tostado, con dos patas blancas, las crines blancas también, y un lucero en la frente del mismo color: era una bestia de hombre. El Secretario la había cogido a la brava en el “Batey de Los Platanitos”, 444
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era nada menos que “Príncipe”, el padrote puertorriqueño de la crianza de don Nicolás Santoni, quien ordenó entregárselo, indignado, porque el Secretario no quiso aceptar otro, buenazo también, entregárselo con su silla inglesa, su freno y sus espuelas de pata, para que se perdiera todo junto; así es don Nicolás Santoni. Las órdenes que recibió el truculento, impulsivo y sanguinario Coronel La Choncha, fueron breves y definitivas, no tenían municiones y había que quitárselas al Gobierno. El Secretario ya montado y estribado, haciendo figuras, con su rifle plateado, apoyado en el muslo derecho, las oyó claras y completas: —Coronel, de usted depende la suerte de la revolución libertadora. Ya usted sabe, una sola carrera, un tiro, y al arma blanca, filo con ellos; pero, después, cuidado, mucho cuidado, no se olvide que éste es un movimiento civilista, progresista y democrático, y le estrechó la mano encomendándolo a la Virgen de las Mercedes, patrona de la República y del pueblo de Hato Mayor del Rey. El miedo, que es el genitor de todas las debilidades y canallerías humanas y olímpicas, había cambiado como por arte de magia, al fantoche y boconísimo, al grosero, abusador y berrinchoso Secretario, en el hombre más amable y cariñoso del mundo, cambio que notó el Corneta, que era de la Capital, que no lo podía pasar, ni en melao, que es lo más dulce, haciéndoselo notar al Capitán Ledesma, que tampoco lo podía pasar, y que trasnochado venía durmiéndose pierna con pierna con el Corneta: —Capitán. —Capitán, ¿usté se ha fijao en el Secretario? Tiene culillo, tiene culillo… Las sombras de aquella fatídica y memorable madrugada de a fines del lúgubre mes de noviembre, del mes de las Ánimas del Purgatorio, se retenían tercas y espesas sobre el dilatado lomo de la dilatada sabana del Guabatico, animada, intermitentemente, por la escala mística y doliente de los búcaros noctívagos, que ya principiaban a esconderse en el fondo de los secos y amarillos pajonales, fatigados de sus nocturnas correrías, cuando hizo alto, bruscamente, la fuerza de caballería que al mando del Coronel La Choncha, debía tomar, al arma blanca, el pueblo de San José de Los Llanos, que ya principiaba a desperezarse. El Coronel La Choncha, que había venido durante la travesía, forzando bodeguitas en el Monte Tabila, dándose tabicazos de romo, ya chupao, de a verdad, cerrando y abriendo, intermitentemente, el ojo izquierdo, que era su tic báquico, la señal lombrosianamente criminal de que ya no se le podía hablar, y mucho menos objetarle nada, porque era un peligro inmenso, echó pie a tierra, se pasó el dorso de la mano izquierda por los bigotazos ríspidos, y las pupilas le brillaron tenebrosas y felinas. Se desmontó con dificultad e impartió la orden de ataque, una orden breve, precisa y fulminante, ya con el sable de cabo en la diestra y el revólver sobre el ombligo: —Los de silla –gritó con voz ronca y aguardentosa– a la vanguardia conmigo y con el Secretario. Los de aparejo a la retaguardia. Este es un pleito de intilectuales y de gente de coibata –y agregó–: Yo no creo en gente del campo manque tenga zapatos. Ya lo saben, muchachos, una sola carrera, una descarga, y adentro, filo con ellos, y el que baraje o se padée, lo rajo de un machetazo, carajo… y miró agresivamente al Secretario, abriendo y cerrando tres veces de seguido el ojo izquierdo, que era su tic criminal, francamente lombrosiano… El malcriado, el berrinchazo y boconazo Secretario, al oír esa arenga tan truculenta del Coronel La Choncha, más breve y peligrosa que la de Aníbal en el paso de los Alpes y la de Perico Pepín en Moca, cuando fue a buscar el cadáver del general Lilís, casi derrengao de 445
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miedo, cayó en brazos de Botajumo, su sufrido plantón, y con voz trémula y entripado de un fuerte sudor cardíaco, le dijo: —¿Qué te parece, Bota –y le apocopó el nombre con insólita ternura–, qué te parece, dizque los de silla en la vanguardia y los de aparejo en la retaguardia. ¿Ese hombre está loco?… Por tu madre, Bota, búscame una burra al pelo, aunque esté preñada, que yo la negoceo por mi caballo puertorriqueño con silla, freno y espuelas, de lo contrario, dame por muerto… y fue precipitado, húmedo y maloliente, a aplastarse detrás de unos matojos de yagrumo… ¡Así son por lo regular, los guapos nuestros!…
Saramagullón Su nombre verdadero, porque no tenía patronímico, era Higinio el de Cunda, ya que era hijo de Seña Cunda, una vieja Capellana y plañidera, por más de tres cuartos de siglo, en las salidas de los rincones. Le decían Saramagullón, por remoquete, y más bien se sentía halagado, por esa recóndita y sincera voluptuosidad de los cínicos, cuando le descubren la manquera. Saramagullón era el producto quintaesenciado de la rata política de sabana, del sinvergüenza político del campo, que es mil veces más sinvergüenza y más peligroso que la rata política de la ciudad. Durante la paz, vivía de hacer fullerías en los jueguitos y galleras, vendiendo animales ajenos. En las guerras civiles, cuando “Concho Primo” se volvió loco tirando tiros, pillando y matando, se metía en el pueblo, ahí con el Comandante de Armas, buscándole muchachitas, contándole cuentos indecentes. Siempre dormía fuera de la zona militar, o donde una u otra comadre de sacramento. Nunca se le vio hacer una guardia, y mucho menos salir a una operación, pero eso sí, él era el primero que cogía su ración, su mamana, como decía él. Con los americanos estaba lo que se dice a su gusto, delatando a todo el vivo, vendiéndole bestias y novillos mostrencos, y recogiendo las sobras suculentas de las cocinas asiáticas en sus campamentos, sobras que él se las vendía al Síndico y al Cura, que nunca le faltaban uno o dos marranos en pocilga, en ceba. Una mañana, ya con los arreboles de la Aurora sobre la testa de la loma de Fiofió, nosotros, que íbamos para adentro, y él que venía arreando duro para llegar tempranito al pueblo, a jartarse de noticias y a cumplir su desdorosa función de espía del Ejército de Ocupación, a llevar a la horca, a la candelada o al patíbulo a algún campesino laborioso y honrado, enemigo personal de él, por pícaro, por mañoso y vagabundo. —Ofrécome, don, ¿a uté cómo le ha amanecido? Yo sí que jacía tiempo que no lo vido. ¿Uté no etaba qui veidá? Segurito que jandaba por los jestranjeros, dígame una cosa, ¿poi qué no ha dío a casa? ¿Uté ve esa loma azulininga, en esa no, en la que etá atrá, e en la que vivo agora yo. Vaye pa que venga caigao. Cuando yo llegué a ese lugai, don, llegué lo que se dice inactuai, pelaíto, lo que dice ai pelo. Pero me enamoré de una muchacha lo que se dice buena de a veidá. El taita me jacía la guerra, pero lo agarré cacho y quijá, y a lo último, pa no cansailo, el taita era el que etaba enamoraíto de mí, y me casé, si don, me casé. Saramagullón apoyó el dedo gordo en la agarradera y descansando en el muslo derecho todo el cuerpo, en la cabeza del aparejo, listo para echar una plática tendida, dispuesto a comerse un barril de sal de Neiba, de hombre a hombre, como decía Lilís, me interrogó así: 446
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—Dígame, don, ¿y qué se dice de política puayá? Hábleme franco, que uté sabe que yo soy un hombre que lo que me dicen, no se me sale dei pecho man que me fusilen. don tenga confianza en mí, que uté sabe muy bien que yo soy un hombre dei Gobieino, amigo de la paz y dei oiden. Queriendo nosotros ponderar la canallería política hasta dónde era capaz de llegar, en la zambullía Saramagullón, la cínica y práctica rata política de sabana que teníamos por delante, le contestamos: —Higinio, la cosa por la Capital está complicada e indescifrable, muy indecisa. —Muy ocia y metura ¿veidá don?… —Sí, Higinio. Sin embargo, yo creo que el que se tercia la Mulata es don Horacio, primero, y si no es don Horacio es don Juan, uno de los dos. —Yo le diré, don, esos viejos bueyes son los que más jalan, y nosotros los dei campo y hasta los mesmos de la ciudad estamos con ellos. Son hombres baibúos, hombres de peso para podei trabajai, y por eso toiticos etamos con ellos en cueipo y aima. Y que más se dice, don? —Se dice, Higinio y es bueno que tú lo sepas, que los americanos, los blancos, blancos, a quien van a poner es a don Pancho Peynado. —Le diré, don, si las cosas son jechas a coidei, y ése es al que debían trepai en la silla, ya que ei fue el que nos sacó casi ajogao dei chaico en que etábamos metío. Sí, fue ei que jizo ei documento, y si lo trepan, mejoi pa nojotros los hombres del campo que necesitamos trabajai, ¿Y qué otra cosa se dice, don? —Bueno, Higinio, aseguran los intelectuales, los sabios, los que quieren orden, cordura, administración, que el blanco que ha venido está decidido por Chicho Vicini. —Don, ese sí es el hombrecito que me guta de a veidá, poi apretao, ése los mide a toiticos con la mesma vara, para él no hay blancos ni prietos, pobres ni ricos, y ademá tiene la muñeca dura, y eso es lo que necesitamos los hombres dei campo, para trabajai. ¿Y qué má se dice, don? —La política, amigo Higinio, tiene sorpresas inesperadas, y te digo esto, porque algunos interesados aseguran que el que se terciará la Mulata, es don Federico Velázquez, porque es uña y carne del Ministro americano. ¿Qué te parece, Higinio? —Si ese flaco coge la jáquima, poi mano dei diblo, se acabaron los mañosos y los jaraganes, yo se lo aseguro, don, que toiticos etaríarnos con ei, poique lo que necesita la República es un hombre recio y oiganizao de a veidá. —Te puedo decir algo más, Higinio. Hoy hacen precisamente ocho días, cuando pasé por el batey del Ingenio Quisqueya, le oí decir al sereno de la Casa de Calderas, uno que dizque fue Coronel del Estado Mayor del General Desiderio, que él daba papeletas a cabos de túbanos a que el que se terciaba la Mulata era Desiderio. Yo me sonreí de esta monstruosidad, y por poquito, si no me disculpo, y si no ando a tiempo, me da un maquinazo. —Le diré, don, si los que lo ponen son los blancos, no les falta razón, poique pa que ese pollo de guinea de La Línea esté de sabana en sabana y de monte en monte, jeringando día y noche, que se la dén, y así se acabarán las malditas revoluciones, y toiticos podemos trabajai, que es lo que necesitan los hombres dei campo. Higinio, abatido por la marrulla, el cinismo y el utilitarismo, inclinado sobre el aparejo, apoyado en la aguantadera, miraba para el suelo trazando signos desordenados en la tierra blanda y fresca, humedecida por el rocío, con el varejón de azotar su bestia, aspirando con granujienta voluptuosidad, la onda de mariguana que le poníamos en las narices. 447
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—Bueno, mi estimado Higinio, ya te hemos dicho muchas, pero muchísimas cosas, ahora, yo quiero que tú me digas a mí, solito, si las cosas se aclaran y se enderazan, ¿con quién estarás tú? Súbito, como si los fatídicos jinetes del Apocalipsis, hechos instintos, picardía política, sentido práctico, le hubieran pasado por la médula y el cerebro, se reajustó en el aparejo, se afianzó en la agarradera, embridó bruscamente la bestia, relojeó de nuevo la dilatada y solitaria sabana, y casi dentro del oído, con el brazo sobre mi hombro, díjome: —Don, si regla vale, mientras eto se aclara de a veídá, yo etoi con la plaza, con los blancos, en cueipo y aima. No deje de pasai poi casa, cristiano, que nosotros lo queremos lo mesmo que familia. Clavó espuelas, y se perdió, como por ensalmo, detrás de una mata fresca y verdecita como una esmeralda. El negro Martín Fulgencio, mi leal, noble e instintivo escudero, que se había parado a mi grupa, y que había oído nuestra plática, rompió bruscamente su silencio, y exclamó en un arranque de indignación: —Ese sí es un hombrecito tupío, yo lo conozco, es más sinvergüenza y adulón que un perro sato, más ladrón, que un gato barcino. El sol como un payaso obeso, hipertensivo, rojo, irradiaba, sonreído, trepado sobre los picachos de la loma Fiofió, su luz matinal, tibia, acariciando los aljófares de la sabana.
El miedo de arriba Llegamos al año memorable de 1930. Alejandrito ya no es Alejandrito, sino don Alejandro. La fe de bautismo y un quebranto mortal, le retienen definitivamente en su hogar. Por cariño y admiración a su talento, preguntaba yo por él todos los días y el domingo permanecía junto a su silla de extensión, desde las nueve de la mañana hasta la hora meridiana. Todos sabemos que don Alejandro tenía un tacto como el filósofo Demócrito y un escepticismo digno de Pirrón. Él nunca sabía nada, siempre decía, al informársele de algo: “Primera noticia”. Conmigo siempre guardaba menos recelo. Esa mañana al yo entrar me preguntó: —¿Hay algo de nuevo? —Bueno se dice que Tiberio y su corte tienen un culillo tremendo. —El miedo, me contestó, es amplificador como una lupa y contagioso como la viruela alfombrilla. El miedo es el genitor de todas las grandezas y miserias humanas. —Bueno, sí, pero yo entiendo que un hombre de su valor nunca debe de haber sentido miedo? —Sin embargo, me contestó, te voy a contar una especie: en el año de 1882, era yo Gobernador Civil y Militar de la Provincia de Santo Domingo y estaba una noche de juerga en compañía de varios amigos azules, gobiernistas, y algunas muchachas alegres, esperando un sancocho, cuando llegó un expreso y me dijo a sotovoce: General, de parte del Comandante de Armas, que vaya inmediatamente, en el término de la distancia, que tenemos a Braulio aquí dentro. —¿Cómo? exclamé. —Sí, se metió por Santa Bárbara. —Vete y espérame en la esquina, que yo voy a salir por el patio. 448
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Cinco minutos después de llegar yo a la Gobernación, casi todos los presentes se pusieron a mis órdenes, pidiéndome que les armase, les había picado el “mieo de arriba”, que es el más terrible de todos los miedos políticos.
RAMÓN EMILIO JIMÉNEZ Nació en Santiago el 17 de septiembre de 1886. Desde muy joven se distinguió como poeta y luego como prosista. Autor de la más celebrada obra folklórica dominicana, Al amor del bohío. Es el poeta de la escuela nacional, en sus cantos escolares de La Patria en la Canción, con música del Maestro Revelo y de otros. Ha sido educador, periodista, político. Vida verdaderamente consagrada a las letras, con éxito notable, como lo atestiguan sus obras y su alto prestigio literario. En sus cuentos –prosa bellamente acicalada– hay no poco de malicia y de festiva ironía. En el magisterio fue de lo más humilde a lo más alto, de Profesor de Enseñanza Primaria a la Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes, 1933-1936. En el periodismo ha alcanzado también las más elevadas cimas: Director de La Información, de Santiago, y de La Nación, en Santo Domingo. Pertenece a las Academias de la Historia y de la Lengua. Obras, poesía: Lirios del Trópico, 1910; Espumas en la roca, 1914; El monólogo de un Rey, 1915; El Rey del cielo y de la tierra, 1924; El patriotismo y la escuela, 1916; Diana lírica, 1918; La Patria en la Canción, 1932; y prosa: Al amor del bohío, 2 vols., 1922 y 1924; Espigas sueltas, 1938; Panegírico de Juárez, 1948; Oración panegírica, 1938; Del lenguaje dominicano, 1941; Savia dominicana, 1948, de la que han sido tomados los cuentos reproducidos en este libro.
Un baecista con Lilís General Matías era llamado comúnmente uno de los más audaces guerrilleros dominicanos. Había sido siempre, en política, contrario al general Lilís, quien había hecho no pocos esfuerzos por tenerlo a su lado, sin lograr conseguirlo. Cierta vez el general Matías pasaba por la pena de tener en peligro de muerte a su mujer, bella señora con quien se había casado hacía dos años, tan notable de bondad como de hermosura, cualidades que heredaba de sus padres, un distinguido español y una dominicana procedente de una de las mejores familias del Cibao. Grande era su preocupación junto al lecho de la enferma que, según él, era tan “buena como el pan”. Un médico de los más acreditados de su tiempo fue llamado con urgencia a la casa de aquel hombre de armas. Enteróse Lilís de la gravedad de la gentil señora y de los desesperados esfuerzos de su marido para devolverle la salud, y le escribió una carta cuya entrega confió a uno de los oficiales de su Estado Mayor. El pliego iba escrito de puño y letra del Presidente, y le fue entregado en propias manos por el oficial. La bella caligrafía de Lilís hirió los ojos del atribulado general apenas abrió el sobre de elegante papel de hilo. Antes de rasgarlo pensó hallar dentro de él terminante orden de arresto o cosa aún más grave; pero se rehizo apenas comenzó a leer: “Estimado general: Me he enterado con profunda pena de la gravedad de la madana y cumplo un deseo que no puedo ocultarle, cual es el de su pronto y cabal restablecimiento, seguro, como estoy, de que su vida le es tan cara como la propia de usted, por las nobles 449
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prendas personales de que está ella adornada, y, como puedo facilitarle cuantos medios concurran a la rápida conducción de médicos a su casa o el traslado de ella a la ciudad, si necesitara la intervención de cirujano, no me justificaría si pudiendo serle útil en todo esto, dejara de hacerlo por la circunstancia de ser usted mi contrario en política, que nada tiene que ver con mi leal empeño en la salvación de su digna consorte, ya que esto es cosa aparte de lo que nos tiene divididos en opinión, y no es justo que haya siempre de servirse por un interés. Mientras aguardo su respuesta quedo de usted, General, atto. amigo y S. S. Ulises Heureaux”. Al general Matías le brillaron los ojos de emoción al terminar la lectura de la carta. No esperaba este rasgo de hidalguía y, aunque no necesitó utilizar tan generosos servicios, por no haber sido necesario, los agradeció sinceramente en carta que dirigió días después al Presidente. Una vez restablecida, la buena señora tuvo por conveniente que su marido cambiara de actitud para con el general Lilís, por aquel acto de gentileza y generosidad que, aún inspirado en la habilidad política del dictador, no carecía de importancia para ellos. Lilís, por su parte, sacó partido de aquella estudiada cortesía, logrando al fin, y por gestiones de uno de sus mejores allegados, que el general Matías se decidiera a ser su amigo político; pero en la duda respecto de si la adhesión de aquel valiente general era sincera, juzgó prudente utilizar sus servicios tan pronto como se presentara una oportunidad. Un año más tarde sobrevino la revolución del año 1886, conocida por revolución de Moya a causa de tener como caudillo del movimiento insurgente al general Casimiro N. de Moya. Salió Lilís con destino al Cibao, al frente de sus tropas, llevando a su lado al general Matías, cuya fidelidad deseaba poner a pruebas, y lo envió como segundo jefe de las fuerzas que debían franquear el camino entre La Vega y Santiago. A los pocos días las fuerzas del Gobierno tuvieron un encuentro con las de la revolución, que derrotaron causándoles algunos muertos y heridos. En la acción distinguióse por su arrojo el general Matías. Súpolo Lilís y preguntó al jefe de las fuerzas qué opinión se había formado de ese general. “Muy valiente”, respondió el interpelado. “Es un león en figura de hombre, sólo que tiene un defecto que me ha llenado de disgusto”. “¿Cuál?” –preguntó muy intrigado Lilís.– ”Que en lo crudo del combate, mientras los demás compañeros gritaban entusiasmados ‘¡Viva el general Lilís!’, a él, tan acostumbrado a exclamar en otro tiempo ‘¡Viva Báez!’, nadie en esta ocasión le oyó lanzar un solo viva, como si hubiera enmudecido en la pelea”. A lo que respondió Lilís de buen humor: “No se apure, mi amigo, que el gallo no mata con el pico, sino con las espuelas!”
Sabiduría inútil Cierta vez el general Lilís necesitaba estudiar a fondo algo de trascendencia política y celebró con tal motivo un Consejo de Gobierno, interesado en ponderar las opiniones que se exteriorizaran en él antes de preparar un proyecto de ley que oportunamente enviaría el Congreso Nacional. Celebróse el Consejo y parecióle a uno de los Ministros que el Presidente no había quedado del todo satisfecho de su resultado, por lo cual ocurriósele hacerle privadamente la siguiente insinuación: “General Lilís, –díjole– no es que yo abrigue dudas respecto de su capacidad para dar con la anhelada solución del problema que le ocupa, ni de la de sus Ministros, de los cuales soy yo el menos autorizado. Creo que está demás decírselo, y así lo ha de entender Ud. seguramente; pero considero, salvo su más elevado parecer, que 450
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se le presenta una buena ocasión de consultar las opiniones de tantos hombres aquí tenidos por ilustres, que le censuran actos de gobierno, a quienes llamaría Ud. a palacio para oírlos en consejo acerca de este importante asunto, dándoles así oportunidad de probarle la fama de discretos y prudentes de que gozan, con lo cual aprovecharía Ud. sus opiniones cuando ellas le fueran aceptables”. A lo que repuso el general, después de breve pausa: “Está bien, mi amigo, así será”. Y ordenó la invitación, dando la lista de notables. Entre los invitados había abogados de notoriedad, profesores de economía y de derecho y peritos en el ramo comercial, sin que faltara, además, uno que otro tenido por versado en doctrinas filosóficas. Se les ofrecía una buena oportunidad para el consejo sabio y la serena consideración. Podrían expresarse libremente sin previo conocimiento de las ideas del gobernante para acomodar a ellas su criterio, a lo que suelen llamar algunos de los eternos vividores que gastan casaca y buena mesa, tener sentido práctico. Por su parte, Lilís quería franqueza, aplomo y decisión en los juicios que se exteriorizaran, cualidades que admiraba en los hombres colocados dentro de las circunstancias que los obligan a opinar sobre asuntos de bien público, y con acento responsable afirmó su propósito de respetar la libertad de ideas. Acompañaba al general Lilís el Ministro de Fomento y Obras Públicas, don Teófilo Cordero y Bidó, conocido generalmente por don Telo. A las ceremonias de cortesanía, de que tanto se cuidaba Lilís, siguieron las frases ponderativas del fin que motivaba la reunión, que el propio general expuso con sabia mezcla de gravedad y sencillez, fue sometiendo uno por uno los diversos aspectos del problema, interesado en escuchar los doctos pareceres de sus invitados. Hubo derroche de opiniones, profusión de doctrinas y lujo de erudición, sin que faltasen encastillamientos de algunos en sus torres de amor propio. Lilís a todo esto movía con reposado ademán la cabeza, mirando de vez en cuando a don Telo, que aparentaba hallarse algo nervioso y trataba de disimular su inquietud fijando la turbada vista en un elegante reloj de pared cuya matemática revelación pasaba inadvertida para los ilustres señores de la dialéctica de su tiempo. La reunión se prolongaba sin visible fruto, en el curso de la cual don Telo intervino con la venia del general para hacer una aclaración necesarias. Lilís necesitó también hacer otra; pero la discusión invadía ya las fronteras de la especulación y fue forzoso suspenderla. Lilís ocultó mejor que el Ministro su impaciencia, y dio las gracias, gentilmente, a los ilustres invitados, abrumado por la disparidad de criterios y el afán de cada uno en sostener el suyo, que a él le pareció empeño vano en revelar más las dotes del discurso que las del buen sentido, y exclamó con ironía después que se marcharon: “¡Saben mucho, don Telo, pero no entienden nada!”
Una comisión de notables ante Lilís La gente distinguida de Santiago estimaba que la histórica Ciudad de los 30 Caballeros debía estar gobernada por un político de mejores prendas que Perico Pepín. Deseaba un hombre con la necesaria preparación para la vida pública y de mejores condiciones que poner al servicio de los intereses sociales de la comunidad. Veía con cierto prejuicio a su Gobernador, el cual, por su parte retraíase de los centros sociales a cuyas fiestas solía ser invitado en atención a su carácter oficial. No le interesaba a Perico aquello por lo que tanto 451
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se desvivían muchos amigos. Le interesaba más su estancia llena del encanto sugestivo de la siembra y del hechizo primoroso de la crianza. Su familia hacía igual vida de retraimiento social, con claro sentido de la realidad de su medio y de su tiempo. La vida de aquel hombre discurría entre labores ordinarias de oficina y tareas regulares de labranza. Nada comparable, para él, a su amor a la tierra y a su pasión a las espigas. Y en los días feriados, la gallera era su favorita diversión. ¡Después de las mujeres, los gallos! Su oro lo arrojaba a una mano de mujer y a una pata de gallo. Muerto Perico Pepín, y transcurrido los años, un mejor concepto del hombre como fruto de una cabal comprensión de su vida en estrechez de lazo con su medio y con su época, ha hecho interesante, para todo Santiago, la memoria de Perico Pepín. Entonces distaba mucho de ser considerado digno de dirigir esa provincia, de lo cual fue testimonio un hecho singular que constituye uno de los episodios más interesantes de la vida política del Gral. Lilís. Cierta vez visitaron a Lilís varios notables de Santiago. Pertenecían al alto comercio de aquella plaza y pasaban por personas de relieve social. Realizaron un largo viaje de tres días, a lomo de bestia, por el viejo camino polvoriento entre aquella ciudad y la de Santo Domingo. Asumían el carácter de comisionados para hacer a Lilís una petición en beneficio de Santiago, por cuyo progreso lo suponían interesado, agregando que todo cuanto él hiciera por la prosperidad de la región, le sería devuelto en ratificaciones de simpatía a su ilustre persona y a su régimen. El Presidente agradeció los cumplidos y permitió a la comisión exponer el anhelo común de Santiago, dispuesto de antemano a la satisfacción de las necesidades de bien público reclamadas por sus laboriosos habitantes, entre los que contaba numerosos amigos. Añadió que Santiago érale en extremo estimado, tanto por el puesto de honor en que estuvo siempre en las lides redentoras, cuanto por el no menos honroso de pueblo trabajador y civilista, nobles frases que movieron a los comisionados a renovar sus protestas de estimación al valiente general. Hubo una pausa en que a la elocuencia de la voz sucedió la de las sonrisas, sello obligado de todas las frases de buena inteligencia y compenetración entre los hombres, que aprovechó Lilís para decir a los comisionados: “Expongan mis amigos el motivo de tan agradable comisión”. Uno de ellos alargó al general un blanco pliego. Quince asuntos encerraba el mensaje petitorio: un puente, un camino, el desvío de una aguada y otras necesidades que el hábil político iba subrayando en señal de aceptación. Pero llegó a un punto en que levantó la pluma manteniéndola en suspenso unos instantes. Le brillaron con extraña luz sus vivos ojos retadores, y serenándose al punto, se dirigió a los comisionados en estos o parecidos términos: ”¿Por qué no quieren a Perico de Gobernador?” Hubo una breve pausa en el curso de la cual cruzáronse miradas de inteligencia entre los peticionarios, como en busca de forma para responder a la pregunta, y al fin exclamó uno de ellos: “General, creemos que Santiago necesita un hombre de mejores condiciones para dirigirlo”. “Señores –respondio Lilís con agudeza– del palo no hay que fijarse mucho en la cáscara, sino en el corazón”. “Permítanos, general, ser francos con Ud. y usar de esta gráfica expresión que recogimos de labios de un distinguido santiagués: “Santiago tiene ya a Perico más arriba de la cabeza”. Lilís entonces sonrió irónicamente, y saltando varias líneas del pliego que tenía por delante, concluyó subrayando con ademán aprobatorio los asuntos restantes hasta agotar 452
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la nota. Entonces, dirigiéndose a los comisionados, que habían estado observando con inquietud sus movimientos, díjoles amablemente: —De los quince puntos he aceptado catorce. No puedo complacerlos en uno, y ustedes van a dispensarme, porque es algo que me toca en lo más íntimo. Me piden que quite a Perico de Gobernador de Santiago, hombre unido a mi suerte por una larga consagración a mi persona y a mi política, y de cuya lealtad tengo pruebas inequívocas. Convengo en que tenga defectos, hijos, quien sabe, de desventajas que no provengan de él, sino del medio en que se formó. Defectuoso y todo, es un hombre bueno y ha tenido siempre respeto para la sociedad de Santiago. Me declaran ustedes que lo tienen más arriba de la cabeza, y con la sinceridad que me es propia véome en el caso de decirles que si ustedes tienen a Perico más arriba de la cabeza, yo lo tengo colgado del corazón.
Orden y honradez En ninguna otra región de la República, como en la “Línea Noroeste” cuyos campos pasaban por teatros de desesperadas escenas de valor temerario, en los cuales perdieron la vida muchos hombres, fueron más porfiadas y sangrientas las luchas entre el partido político de don Juan Isidro Jimenes, denominado bolo, y el de don Horacio Vásquez, denominado rabú. La Línea, como todos decían, era de pura cepa bola, y encarnaba la pertinacia del bolismo ciego y pasional una distinguida mujer, madre de dos valientes jóvenes muertos trágicamente al servicio de su viejo caudillo y a quien todos conocían por Siña Juanica. Desde la muerte de sus hijos la altiva señora no hacía otra cosa que estimular, en los bravos linieros, el odio implacable a sus contrarios. Divisa del partido rabú, que la adoptó como lema, fue la histórica frase “Orden y Honradez”, que se leyó en casi todos los manifiestos políticos del Gral Horacio Vásquez y en numerosos artículos de loa a este viejo caudillo, así como en décimas de subido matiz criollo, destinadas a la labor preelectoral, en las que no faltaba aquella socorrida sentencia tan malsonante en el ámbito liniero, y de las cuales es muestra original la que copiamos:
Dichoso del campesino si va al poder don Horacio, desde que llegue a palacio otro será su destino. Habrá entonces buen camino tendrá el fruto validez, el ganado de una vez alcanzará más valor, y todo será mejor habiendo Orden y Honradez.
Siña Juanica quemaba, sin leerlas, todas las décimas rabudas que los chicos del vecindario le llevaban, práctica que hacía extensiva a los retratos del caudillo contrario y a todas las etiquetas con gallos de abundante cola que ostentaban en botellas y cajas malos rones y productos similares procedentes de diversas poblaciones del país. El gallo rabudo era el símbolo del partido horacista, al paso que el rabón lo era del jimenista. 453
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Aunque el Gral. Cáceres, que gobernaba el país con el partido de su antiguo jefe político el general Horacio Vásquez, adoptó en 1906 medios violentos para la pacificación de la Línea, es fama que inició más tarde una política de atracción de sus contrarios, empeñado en la extinción de aquel salvaje odio que distanciaba hombres y familias enteras, y en la consolidación de la paz pública, noble interés que culminó en la designación de distinguidos bolos para importantes cargos en aquella Administración. Como acontecía en aquellos tiempos de continuas revueltas, algunos de los encargados de poner en práctica el severo plan ideado para la pacificación de La Línea, exageraron los medios adoptados para ese fin incendiando fincas y matando animales pertenecientes a los principales hombres de armas mal avenidos en aquella región con el gobierno de sus implacables adversarios. Aires de tragedia soplaban sobre la llanura noroestana y la gente cruzaba, llena de espanto, los caminos. A la sazón retornaba de Haití el señor Bernardo Rodríguez, padre del intrépido Gral. Demetrio Rodríguez y uno de los más ricos hacendados de la Línea, que había ido al vecino Estado a realizar la venta de unas reses y desconocía los últimos sucesos políticos desarrollados en el país. No bien comienza a percatarse de la tragedia, pregunta con asombro lo ocurrido ante el lúgubre cuadro que contempla; pero la amedrentada gente no responde. “¿Qué ha pasado por aquí?” –profiere don Bernardo a la vista de una casa destruida, que fue antigua morada de un viejo amigo. Grave silencio siguió a la nerviosa exclamación. “¿Qué ha pasado por aquí?”, hubo de repetir ante una finca calcinada que viera meses antes magnífica de pasto, donde hombres y bestias parecían unir su suerte al favor de la abundancia de la misma manera que mezclaban el sudor bajo la misma fiebre de trabajo. Pero el odio templado en el crisol de la pasión política, odio de muchos linieros con el bolismo entre las venas, explotó en los labios de Siña Juanica, que al oír a don Bernardo exclamar con nueva angustia: “¿Qué es lo que ha pasado por aquí?, se atrevió a responder con ironía: “¡No se espante, don Bernardo: por aquí lo que ha pasado es Orden y Honradez”.
Un sancocho santiagués En el año 1903, en que presidía don Alejandro Woos y Gil el gobierno dominicano, había en la ciudad de Santiago de los Caballeros una conspiración contra aquel régimen y se concertaba un plan para tomar por asalto la fortaleza de “San Luis”. Este plan consistía en la simulación de una fiesta típica en honra de un antiguo general de la Restauración, con el pretexto de celebrar su cumpleaños. Debía ejecutarse un día señalado y a una señal convenida. La fiesta consistía en un sancocho nocturno. Habíase escogido para el sancocho una casa, antigua residencia del Gral. Miguel Andrés Pichardo, conocido generalmente por Guelito. Desde la víspera se hablaba del sancocho y no faltaron flores destinadas al viejo militar, las cuales servirían para dar apariencia de agasajo al artificio. Llegaron a la casa bateas con revólveres, coronadas de lechugas, y macutos de cápsulas disimuladas bajo la complicidad de los mapueyes. De tal modo se le dio a la reunión el carácter que exigían las circunstancias del momento político, que uno de los conspiradores, maestro de las armas, apodado Yiyí, envolvió con un periódico su sable y partió, con él debajo del brazo, a la casa del sancocho; pero faltaba el criollo guiso democrático, y alguien, que quiso ver la comilona, advirtió por una de las rejas de la casa que sobre una mesa en deplorable ausencia de manteles daban su brillo 454
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metálico, a la escasa luz de una linterna, no los cubiertos, armas al servicio de la paz, sino sables y revólveres junto a la botella de Tavares, –viejo ron popular ya célebre en la historia del sancocho cibaeño,– y del paquete de cigarros abierto sobre la mesa como una parda flor de vicio. La visión del fiero cuadro llegó, como un relámpago, a conocimiento del Gobernador, que sin pérdida de tiempo envió guardias con instrucciones muy secretas. A poco, disparos de fusilería alarmaron la ciudad, a tiempo en que los conspiradores huían precipitadamente abandonando el campo y dejando en poder de las autoridades un muerto y cinco heridos. Al día siguiente una vieja censuraba con dureza la actitud del Gobierno por haber acabado a tiros el sancocho; pero un osado gobiernista que sabía lo del sable llevado entre periódicos, al oír las duras recriminaciones de la vieja, cuya lengua fue siempre azote implacable de aquel régimen, apresuróse a contestarle: “Sí, vieja, era un sancocho, porque yo vi pasar al general Yiyi con un tenedor debajo del brazo”.
Una mala partida y una buena salida El general Basilio fue uno de los más distinguidos ases del lilisismo en la provincia de Santiago de los Caballeros. Vivía en Sabana Iglesia, de donde procedían los célebres andulleros del 30 de Marzo que a1 mando del general Fernando Valerio sobresalieron en la memorable batalla que en esa fecha histórica reafirmó la Independencia Nacional. Estaba hecho a la rudeza de las armas y no carecía de dotes para el mando. De él dependían unos veinte jóvenes de probada temeridad en los combates tenidos por sus oficiales, y sobre quienes ejercía paternal autoridad. Estos oficiales le eran fieles con largueza. Agricultura, política y faldas eran su trína ocupación. Le interesaba la agricultura, le subyugaba la política y le enloquecían las faldas. Para hallarlo fuera del hogar, solían decir los suyos: “Búsquenlo en casa de Chicha, y si no está, en la de Lula; si tampoco, en la de Margarita”, y así sucesivamente. Valiente, era hombre de pantalones; mujeriego, era hombre de faldas. De lo primero respondían sus rojos calzones de general de Brigada y sus presillas; de lo segundo, sus setenta y más hijos y los pleitos gordos que se armaban entre guapas mujeres, que lo eran menos de cara que de puños. Se vio en muchas peleas sin que lo pellizcara bala alguna, y como él solía decir, cuando iba al combate más de cien velas encendidas le cubrían la retaguardia. Así que, siendo todo fortaleza para la política, era todo debilidad para las mujeres. Y no es para extrañarlo si se piensa que lo uno suele ser, por lo general, causa de lo otro. Valor y amor suelen ser buenos amigos. Por su parte, la buena de Cecilia, que tal era el nombre de su mujer, no le reñía por estas cosas, antes bien le ayudaba a desenvolverse con las obligaciones creadas por el desfogue pasional de Basilio fuera del ambiente doméstico. Desprendida en este punto, transigía con el expansionismo de camino real de su marido. Sabía que ella era la mujer, y que las otras eran las mujeres, frases que, en el aldeanismo de su jerga, querían decir bastante. Y se complacía en repartir diariamente leche y víveres entre las mancebas de su esposo. Hacíalo por humanidad. Cargadas de hijos, esas pobres mujeres necesitaban protección. No temían ellas recibir el menor daño de Cecilia, y buenamente se comían cuanto aquélla les enviaba. Increíble parecerá 455
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no hallar romanticismo, loma adentro, en el corazón de una mujer, sin haber penetrado en aquellos sitios distantes la moderna liberalidad del amor. Claro que el general Basilio, con esta vida que llevaba, necesitara de una estratagema para sacarle a la política recursos que pudieran aliviarle del peso de sus treinta cruces voluntarias, ya que, Salomón en este punto, media cosecha de tabaco se le iba en llevarse muchachas, en aprestos de viviendas y en avíos de partos. Escribió una larga carta al general Lilís, insinuándole la conveniencia de un buen regalo en sonante moneda mexicana, que entonces era plata corriente en el país, a unos veinte muchachos “más guapos que las balas”, que le acompañaban en todo y a quienes tenía bajo su mando. Este regalo servía para aumentar en aquella ardorosa juventud su profunda afición al Presidente. Acogió Lilís con simpatía la sugestión del general Basilio, a quien envió ochocientos pesos para sus aguerridos oficiales; pero el general Basilio, que estaba para mudar otra muchacha en esos días, se apoderó de buena parte de la suma. Súpolo Lilís y tuvo por necesario un correctivo, lo que haría tan pronto como fuera a Santiago. Ya en aquella ciudad hizo llamar a palacio al general Basilio y en presencia del Gobernador, general Perico Pepín, y del Adjunto a la Gobernación, general Rosendo Negrete, se dirigió a Basilio en estos términos: “general, tengo que reprocharle que no se repartieran los ochocientos pesos entre sus oficiales, sino doscientos, y que se apropiara Ud. la mayor parte. ¿Cree Ud. que ha hecho bien?” El general Basilio, hombre acostumbrado a las situaciones difíciles, confió su defensa a la aventura de esta frase, que fue su salvación: “General –dijo encarándose a Lilís– cuando Ud. moja el tronco, las ramas se refrescan”.
Un medio de tumbar gobiernos Desde el trágico 23 de marzo de 1903, en que tuvo efecto en la Fuerza de la antigua ciudad de Santo Domingo el pronunciamiento de los presos políticos contra el régimen provisional de Horacio Vásquez, hasta el mes de octubre del mismo año, gobernó el país con el partido jimenista don Alejandro Woss y Gil. Quería don Alejandro hacer política de buena voluntad con una parte de sus adversarios, e ideó escribirles y tenerlos contentos al amparo del Fisco. La vieja consigna del honor político era, para cada partido, no servirle a otro partido. A tal grado llegaba el espíritu de parcialidad en este punto, que por inconsecuencia se tenía que un miembro cualquiera de una bandería le aceptase, sin haber antes renunciado de la suya, un empleo público al jefe de la bandería contraria que se hallara en el poder. No era sino osadía que el Gral. Gollito Polanco, tenido por un buen horacista, se allanara a aceptarle protección a aquel gobierno. Conocida en casi todo el país es la fama de que gozaba como gracioso este viejo general cuya conversación era un vivo derroche de humorada. Residía en Pontezuela, campo próximo a Santiago, y su vida fue siempre mezcla de agricultor y de político. Gollito Polanco recibió el primer sueldo con una atenta carta llena de cariñosas expresiones. No lo había solicitado. Le llegaba en momentos de crisis para sus negocios, y filosofaba a su manera: “No lo he bucao: se me ha aparecío. Es suya la botija que un hombre se jalla, poi casualidá, como si Dio se la pusiera en ei camino”. Estaba, además, en apuros de dinero, y éste le venía como cigarrillo después del café. Esta filosofía tenía par en la casa. La buena de su mujer, un dechado de virtudes, no comulgaba con aquella rígida moral partidista, basada más en el injusto odio que separa los 456
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bandos, que en sentimientos de dignidad personal. Era un convencionalismo atrabiliario, de consecuencias hostiles a la paz, difícil de mantenerla con pasiones poco nobles, y el viejo general, ahogando sus escrúpulos, se avino a recibir el primer “sueldo” y los que le sucedieron. La familia, satisfecha, dijo: amén!; y alguien, alarmado: ¡transacción! La noticia llegó a oídos del grupo horacista que en Santiago acostumbraba tomar el aperitivo en el café de Laíto Guerrero, frente al Parque Duarte. Reuníanse en este café, entre otros intransigentes horacistas, los señores Gral. Chago Díaz, Gral. Simón Díaz, Santiago Guzmán Espaillat, Vicente Tolentino R., Francisco Antonio Bordas, José Eduvigis Rodríguez y Ramón Negrete. El aperitivo lo era más para el bocado político del día que para la comida verdadera. Aquel trago corto de las doce, de rigurosa necesidad en esos días, era disimulo de cita, pretexto de reunión, adobo de comentarios. Había que interrogar a Gollito para poner en claro su conducta, y se le invitó al café tan pronto como se supo que estaba en la ciudad. Montaba Gollito un moro avispao de mucha sangre, que clavaba, figurero, a pesar de su vejez, y lo detuvo frente al café de don Laíto. Ya le esperaban los amigos, que salieron a recibirle con un apretón de manos junto al bruto cuyo sudor espumeaba sobre los ijares castigados. Bajó de la montura y avanzó hacia la mesa dispuesta para el diario aperitivo. Un pobre chico de la calle quedó al cuidado de la bestia. Apenas le tuvieron frente a ellos, como a quien se le dispara el primer tiro a boca e jarro, le enderezó esta zumba Vicentico: “Sólo hemos invitado al amigo, porque, al correligionario, lo damos por perdido”. Otro de los del grupo, alzando el rubio vaso en cuyo fondo rodaba una aceituna, gritó: “¡Brindo por el gallo embotado!”. Y un tercero, más florentino aún en la agudeza: “¡Por el novillo de Pontezuela!” Gollito, con más de astuto que de simple, vio tras el embozo de las frases, el aguijón de la invectiva, y dijo: “La muchacha que poi no sei maicriá recibe una caitita y un regalo, no ta obligá a querei ai que la enamora. No soy gallo embotao sino de epuela limpia; y novillo mucho meno, poique toi enterito”. Una explosión de risas llenó todo el café, y hasta el mozo que servía mezcló su risa gorda al coro de humoradas. ¿Y por quién debes brindar, por don Alejandro o por don Horacio? –profirió Chago Díaz. —“¡Poi don Horacio! –contestó resueltamente Gollito. Soy tan horacita como ante”. “Entonces, ¿para qué coges dinero del Gobierno?” fue la última embestida, que devolvió Gollito con esta frase de Sancho campesino, con que creyó justificarse: “¡precisamente, pa debilitailo!”
La paz interesada El general Gallito Polanco fue uno de los invitados por el Gral. Ramón Cáceres a la célebre reunión de generales que éste celebró en Estancia Nueva a principios de su segunda Administración pública. Viejo amigo de Mon, como era llamado en intimidad el Presidente mocano, no podía faltar en ella Gollito, ya que se consideraba uno “de los de aposento”, con que suele indicarse en nuestro medio el grado de relación que une un hombre a otro, así en amistad como en política. Gollito no era sólo amigo de los de aposento por la importancia que como hombre de armas pudiera tener, sino por el buen humor, en él característico, de que se aprovechaba el 457
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Presidente Cáceres para compensar la diaria seriedad de los asuntos administrativos. Otra cualidad, menos estimada, acaso, que las anteriores, distinguíale, y era, precisamente, la de hombre observador, de la que se ufanaba el mismo Gallito, según su propio testimonio, al decir que tenía “buen olfato” para la política a causa de lo cual complacíale al Presidente consultarlo, acerca de hombres y sucesos, antes de formarse opiniones sobre muchas cosas juzgadas a través de la filosofía práctica y vulgar de aquel hombre, producto crudo de su medio, con más malicia que años y más seso que prosodia. Tales motivos hacían necesaria la presencia de Gollito Polanco en la reunión política promovida por el Presidente Cáceres en su cómoda posesión de Estancia Nueva. La bella finca, fronteriza del camino real y la vía férrea, se animaba de cabalgaduras provistas de elegantes guarniciones. Parecía una exhibición de finas bestias y arreos proporcionados a la clase de animales según la importancia de sus dueños. La botonadura dorada con las armas de la República en relieve, a lo largo de la americana de fino paño azul, con que vestían algunos de aquellos hombres hechos a los rigores de su dura carrera, daba que hacer al sol, y otro tanto podía decirse de la plata, abundante en rendajes y espuelas brilladoras El fin de la reunión no era otro que promover una reacción saludable contra el rancio sistema según el cual se tenía por acto de infidelidad al caudillo y a la agrupación a que se pertenecía, la aceptación de favores, especialmente de empleos, al partido contrario que se hallara en el poder. Los partidos gobernaban solos sin la menor intervención de sus contrarios, al menos en lo administrativo, norma mantenida como ética política hasta que el Gral. Cáceres tuvo por necesario substituir aquella ideología, estrecha y egoísta, por otra que, al permitir la cooperación de otros partidos en las actividades del gobierno, humanizara la política quitándole el sello tradicional que conservó durante largo tiempo. La práctica de este nuevo sistema exigía, naturalmente, sacrificios. Para utilizar en el desempeño de cargos públicos a miembros del partido contrario, había que dejar sin empleos a varios “amigos de la situación”, lo que fue, para la mayor parte de ellos, causa de disgustos, al extremo de que algunos se dieran, por lo bajo, a censurar a su jefe por esta liberalidad que tenían por transacción. Ya en reuniones privadas venía hablándose de este socorrido tema. En una pulpería rural frecuentada por líderes locales amigos del Gobierno, apelóse al linaje de autoridad que suelen dar las cicatrices. “Esta pierna, decía uno –me la pasaron, fiel a mi partido, en la toma de La Vega”. “Esta costilla rota, –argüía otro– se la debo a alguno de los que pretenden beneficiarse a costa de un poder que no les pertenece”. Y una nueva intransigencia se apoyaba en el conocido proverbio: “De fuera vendrán que de casa nos echarán”. Gollito fue a la reunión de Estancia Nueva con esta dolorosa impresión. Ocupó su asiento sin decir palabra, esperando la oportunidad de revelar su parecer al mismo jefe, a quien tuteaba y nombraba por su apodo. Explicó el Presidente Cáceres el sentido de la cooperación que recibía de los bolos en el Gobierno y la causa de no poder emplear a todos sus amigos políticos; pero la tesis presidencial no cayó muy bien en el ambiente, aunque nadie protestaba, salvo un aguerrido general de Santiago, que roncaba a media voz: “¡Mire uté el diablo!” amén de otro que en buen lenguaje de gallero profería: “Mala pluma, mala pluma”. Con firme entonación acentuó el Gral. Cáceres la necesidad de la paz, empeñado en hacer ver a todos que sin paz no podía haber trabajo ni progreso en el país. Perseguía el Presidente 458
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un interés de paz; pero sus amigos perseguían una paz con interés, o el interés mismo sin la paz, que para muchos es mejor negocio, ya que no los mueve estímulo alguno de ideales. Dio el Gral. Cáceres por agotado su turno y ofreció la palabra a todos los que desearan hacer uso de ella en relación con lo que acababa de exponer, y no bien hubo terminado se incorporó Gollito de su asiento y, como si quisiera expresar, más que su propio parecer, el de todos sus compañeros, dejó caer en la reunión, pesadas como piedras, estas célebres palabras: “Sí, Mon, e muy buena la pa, pero con sueido”.
Los ladrones de lo suyo General Masú solían llamar en el Cibao a uno de nuestros más pertinaces revoltosos, para quien la vida carecía de interés si había de llevarse sin tropiezos en medio de una paz consentidora, las más de las veces, de los irritantes desdenes a la consideración social y al respeto público, muy de la índole de mandatarios carentes de sentido político y de amor a la libertad. Era un hombre cuarentón, bronceado, de ojos negros y audaces, musculoso, de mediana estatura, acomodado, gastador, mujeriego, buen gallero y mejor tercio. De su valor hablaban con elocuencia singular sus cicatrices. No tenía el general Masú un ideal en política, ni sus escasos medios de cultura le permitían entrar en razonamientos acerca de la necesidad de sanear el ambiente político y social de su tiempo. Sin embargo, simpatizaba con los políticos a quienes la opinión pública señalaba como los mejores, y era frecuente oírlo gastar frases encarecedoras en favor de Espaillat, derribado, según él, por haberse pasado de bueno. “Es necesario –decía– que al jefe se le tema, porque si no, se lo beben como agua. Yo no estoy con lo suave. No me gusta que el sable esté siempre en la vaina”. Así hablaba a sus amigos en horas de tertulia dominguera, y como era gallero de temperamento, por haber bebido la afición a los gallos en la leche de su madre, que fue hija única del mejor gallero de la comarca, le oí exclamar un día frente a uno de los mejores ases de su cuadra: “Canta bonito, pero tiene buenas espuelas”, frase que lo caracterizaba como un filósofo de la guerra. Cierto día recibió el general Masú, estando en Puerto Plata, orden expresa de pasar a Santiago con toda la gente que le acompañaba. Urgía su presencia en aquella ciudad y el general salió a caballo al frente de cincuenta hombres ordenando a los de a pie hacerse de monturas donde las encontraran y continuar la marcha hasta La Cumbre, en donde había resuelto pernoctar. Su gente, desde las duras lomas, oteaba los llanos persiguiendo monturas, y a las puertas de las viviendas inquiría con imperiosa entonación si las había, hasta que daba con ellas, llevándoselas sin miramientos a la vista de sus dueños, que no sabían cómo impedirlo. Agricultores con solo un animal pasaron por la pena de verle salir, sin que bastaran razonables explicaciones acerca de que era el único de que disponían para sus diarias faenas. Sabían los pobres dueños que aquello no era sino un robo, puesto que rara vez se recuperaban los animales cogidos por la tropa en tiempo de revuelta. Sin embargo, decidieron seguir detrás de sus bestias, esperanzados en su devolución cuando pudieran ver en La Cumbre al propio general y suplicárselo. Una vez en La Cumbre, huésped de un viejo amigo suyo, que le brindó posada, el general dio a su gente la orden de recogerse hasta la madrugada. La previsión, que fue siempre recurso de los verdaderos hombres de armas, se manifestó bien pronto ante la posibilidad de que los 459
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dueños de los caballos quitados en el camino, que seguían detrás de la tropa, sacaran los animales de la cerca a donde habían sido llevados. Un centinela vigilaría durante toda la noche. Los dueños de las bestias llegaron a La Cumbre a las 12. La tropa dormía en una típica enramada. Uno de ellos, el más osado y astuto al propio tiempo, discurrió de esta manera: “El general ya estará durmiendo y no hay que pensar en despertarlo. Además no ha de ser hombre tan bobo que nos devuelva los caballos, en perjuicio de su tropa. Lo que hay que hacer es entrar sin hacer ruido en la cerca, y coger nuestros caballos”. Hubo cierto temor; pero el interés lo hizo el diablo, como suele decirse, y el plan se puso en práctica. Propicio era el ambiente: el silencio parecía secundar el designio de los pobres agricultores. La sombra dábales confianza. Ni un perro delator en aquella hora. Hasta los cocuyos presentáronles sus lámparas errantes, émulos de los ojos, llenos de inquietud, de los caballos. Confiados ganaron la tranquila cerca; pero el celoso guardián, prevenido de lo que podía suceder, advirtió ruido de pasos y el crujir de la madera de la puerta de trancas con el peso de los cuerpos humanos. Aguzó el oído y pensó de repente: “¡Son ellos!” El cañón del fusil se elevó, vibró el gatillo macabro y salió el tiro, multiplicado por el eco en las montañas. Las gallinas lanzaron agudas estridencias; cundió la alarma en medio de la tropa, y cuando el general Masú, sable en mano y en paños indiscretos, inquirió al centinela: “¿El enemigo?, el centinela, con la ironía de la conciencia, que suele manifestarse en muchos casos sin que haya la intención de ser irónico, respondió en alta voz: ¡General, son los dueños, que se están robando los caballos!
RAFAEL DAMIRÓN Nació en Barahona el 9 de junio de 1882 y murió en Santo Domingo el 6 de enero de 1956. Fue una vida intensa, plena de alternativas: poeta, periodista, militar, político, diplomático, novelista, cuentista, comediógrafo, costumbrista. Pero se distinguió particularmente en la novela y en el cuadro de costumbres. Gran parte de su obra podría considerarse como autobiográfica, ya que fue actor o testigo en la mayoría de sus relatos. Obras: Del cesarismo, novela, 1911; El monólogo de la locura, novela, 1914; Alma criolla, teatro, 1916; La sonrisa de Concho, cuadro de costumbre, 1921; ¡Ay de los vencidos!, novela, 1925; Estampas, cuadro de costumbre, 1938; De nuestro Sur remoto, conferencia, 1947; Pimentones, artículos de humor y sátira política, 1938; La Cacica, novela, 1944; Hello, Jimmy, 1945; Revolución, novela, 1940; De soslayo, cuadro de costumbre, 1948; Memorias y comentarios, 1953; Huerto Remoto (s. a.); Cronicones de antaño, 1949; y Nosotros, 1955. El cuento reproducido procede de La sonrisa de Concho.
Política de amarre A la muerte del general Ramón Cáceres, la República quedó suspensa, como bajo un narcótico que no la dejaba enderezar los verdaderos rumbos políticos que convenían a una solución pacífica y satisfactoria para todos los intereses de la Nación. La ciudad de Santiago, presa de la natural conmoción que producen los sucesos cuando son conocidos a grandes rasgos, y deformados por la habitual impaciencia de la distancia, esperaba la clave de las futuras combinaciones políticas para ver de escoger aquellas que estuvieran en mejor armonía con las premuras de la hora. 460
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Como se notaran barruntos de rebelión en la atmósfera, el Gobernador Luna pensó en el apoyo de los más prestigiosos y leales amigos de la situación, y quiso para conocer el pensamiento de ellos, celebrar una reunión de veteranos de las armas, pasando una circular entre los tenientes del finado Presidente Cáceres, y muy especialmente entre aquellos que habían gozado de la gran estimación del ya extinto Jefe del Estado. Nuestro hombre de campo, trabajador, político y filósofo, tiene como norma ante los grandes acontecimientos, optar por una discreción que a más llegar, no pasa de una evasiva inviolable. Jamás emite una opinión sobre cuestiones que no entienda, y si las entiende y quiere ocultar sus particulares apreciaciones, encontrará con elocuencia y astucia, segura manera de salir de la más embarazosa situación. Así es nuestro hombre: malicioso y discreto. De modo, pues, que cuando el Gobernador Luna vio reunidos en el salón principal de la Gobernación, al más representativo grupo de generales, después de ofrecerles el testimonio de su agradecimiento, y su pesar por el triste motivo que originaba tal requerimiento de su autoridad, confiado en la lealtad de aquellos prestantes brazos de la buena causa de la paz de la República, pasó a lo que integraba el tópico más importante de la hora. —Señores –dijo– el país necesita del mayor desinterés personal en este deplorable instante de la historia nacional. Cada uno de nosotros está en el deber, por sobre todas las cosas, de ver la necesidad de una franca armonía entre todos los dominicanos. La anarquía sería la muerte de las instituciones. De modo, que debemos ponernos de acuerdo sobre esta especialísima cuestión: ¿Quién debe ocupar la Presidencia de la República? Y acerca de esto, es que quiero oír la más franca y sincera opinión de ustedes. —En la Capital –continuó– han surgido los nombres de don Eladio Victoria, de don Federico Velázquez Hernández, del general Horacio Vásquez y de Juan Isidro Jimenes. ¿Cuál de éstos hombres les parece a ustedes que debemos sustentar? Un silencio de piedra tapió las veinte bocas de los veinte generales allí presentes. Gollito Polanco, gruñó, se rascó la barba, y se puso a cazar una mosca que parecía revolotearle encima de la nariz. Unos miraron hacia el patio; otros se enjugaron el copioso sudor; los más, bostezaron. El Gobernador Luna aguardaba impaciente, pero al notar que el viejo Juan Anico le tocaba con el codo al ladino Niño Camilo, se dirigió a este último: —Vamos a ver, general Camilo, cuál es su parecer, usted que es hombre de experiencia en estas cosas? El general Camilo, con un despejo admirable, se puso de pie, abrió los brazos, cerró los ojos, y dijo: —Señores, yo estoy doimío y con los brazos abieitos, el que me caiga en ellos; le daré un abrazo…
JAFET D. HERNÁNDEZ Nació en Santiago en 1882 y murió en Santo Domingo el 24 de junio de 1950. Aunque figuró más como abogado que como escritor, con alguna frecuencia llegaba al campo de las letras, dedicándose a los estudios sociológicos, a la gramática castellana, a la narración, algunas de ellas leídas por él en actos culturales. 461
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Publicó una Sintaxis de la lengua española, 1951; y Consideraciones jurídicas sobre el artículo 113 del Código de Comercio, 1909. Militó en nuestras contiendas civiles y figuró con relieve en la llamada Revolución desunionista, en el ataque a San Pedro de Macorís. Fue Secretario de Estado y luego Juez del Tribunal de Tierras. El cuento reproducido se publicó en la valiosa revista Sangre Nueva, de La Vega, edición 5, del 15 de diciembre de 1922.
De la guerra El ideal, en nuestras cruentas luchas intestinas, puede decirse que casi fue letra muerta. Se mataba, se pillaba, se incendiaba, se llevaban a cabo estupendos hechos de guerra que demostraban valor y arrojo en alto grado, se cometían, en una palabra, todos los horrores que lleva consigo la guerra, así como todas las heroicidades, sin que al final de la contienda un cambio en lo político y en lo económico viniera a tender uno como manto de felicidad y de bienestar por el cielo oscuro de nuestra República. Salvo un reducido número de personas que militaban en las filas de los partidos que se discutían el poder y que luchaban por conquistarlo con la noble ambición de un mejoramiento en todos los ramos de la administración pública, el resto sólo se debatía a brazo partido, puestas sus miras en sacar provecho de su labor, si la suerte favorecía con el triunfo al bando de sus simpatías. Y así veíamos a don Fabriciano Sabelotodo desgañitándose en manifestaciones públicas y en acaloradas sesiones con el único desinteresado propósito de conquistar con sus grandes ejecutorias una curul de Senador. A Sisebuto Paniaguado dando en las elecciones, con pitos y tambores, algunos puñados de pesos nacionales para resarcir sus dádivas, en triunfando los suyos, con una cartera de Ministro de Hacienda. Al joven Ramiro Chifladura, cuya única hoja de servicio consiste en su grande ignorancia y no menos grande ambición, aparentando saberlo todo, idearlo todo, hacerlo todo y zanjarlo todo, con tal de que al fin de la campaña se le invistiera con los arreos de una Diputación. El general Raimundo Bravo se comprometía a colaborar con el éxito de la causa, si se le aseguraba el Ministerio de la Guerra o una Comandancia de Armas. El coronel Fuego al Centro, gesticulando y hablando por los codos, ponía al servicio de la gente honrada todo el arsenal de su prestigio, siempre que se le diera la Jefatura de una Comandancia aunque fuera imaginaria. Este humildísimo personaje, Benito Tarragosa, modesto como ninguno, se contentaba con poca cosa: Director de Rentas Alcohólicas de San Pedro de Macorís. Esotro, se metía de lleno en el asunto, si se le aseguraba el nombramiento de Administrador de Hacienda. Quien, con más ínfulas que un mariscal de los tiempos napoleónicos, daba su gente, si le prometían, bajo palabra de honor, la Gobernación de tal o cual Provincia. El otro, admirador ferviente de las bocamangas y de los entorchados, se transaba por una Comandancia de Puerto. Y así, sucesivamente, daba gusto ver a cualquier advenedizo desarrollar a plena luz meridiana la potencia de sus facultades y ambiciones, vinculadas en un prestigio de cartón y puestas en evidencia en diferentes ocasiones. Daba gusto también y hasta cierta compasión risible observar como, regularmente, esos personajes iban poco a poco descendiendo de la torre de sus gigantescas ambiciones, a medida que la realidad los iba poniendo sobre la línea de sus irrealizables pretensiones. Entonces era de ver con la facilidad con que el individuo tal, que soñaba con una Gobernación, venía a conformarse con ser teniente de la Guardia Republicana; al general cual, que pensaba y 462
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ansiaba grandes cosas, resignarse a la postre con una simple Inspectoría de Estampillas o con ser Alcaide de la Cárcel, etc., etc. Ese era, con poquísimas excepciones, el proceso evolutivo de nuestro ideal en la serie de revoluciones que asolaron el país. Lo que acaso no me sea a mí posible conseguir con la pluma y que pone de manifiesto la verdad de lo que vengo relatando, lo dirá al lector con grandiosa elocuencia, el diálogo que se desarrolla al final de este cuento. Eran los días subsiguientes al 26 de abril de 1902. Después de grandes preparativos y no menos grandes afanes, logró la revolución reunir un buen contingente de tropa para enviarla a la Capital, único baluarte que quedaba del Gobierno del Presidente Jimenes. Para poder reunir ese contingente de tropas, tuvieron los jefes del movimiento que echar mano de toda clase de gente: individuos aspirantes a altos y mantecosos empleos, muchos de los cuales no iban a exponer su vida al capricho de una bala, sino sólo a formar número y a ejercer presión moral en el ánimo de la tropa; y pobres infelices que, aparte de la insignificante diaria ración, se conformaban, al fin de la inútil y desastrosa lucha, con una muda y una frazada, como premio a su cooperación en el triunfo, cuando no, tenían que irse para sus respectivas casas limpios de polvo y paja, sin volverle a ver la cara a los jefes del movimiento. Infelices, repito, que cual manada de ovejas, eran llevados al sacrificio sin importarles un ardite las causas y concausas que motivaban las revoluciones ni tratar mucho menos de averiguarlas. Con las peripecias propias de esa clase de jornadas habían llegado las tropas a las cercanías de la Capital. Mientras acampaban en un lugar que no recuerdo se suscitó entre dos de los revolucionarios el siguiente diálogo: En cuantico lleguemo a la capitai le vua pedí al viejo un pai de zapato. —¿Qué es lo que estás diciendo? —Adió, eso que oite: que en cuantico lleguemos a la Capitai le vua pedí un pai de zapato ai viejo. El otro, de seguro sospechando algo y que parecía menos carne de cañón, le pregunta: —¿A qué viejo? —Unjú, a cuai va sei: ai viejo Jimene. —Pero si es a ese a quien vamos a tumbar. —¿Cómo, a ese viejo e que vamo a tumbai?… Po se fuñó Jimene.
MAX HENRÍQUEZ UREÑA Nació en Santo Domingo el 1 de noviembre de 1885. Hijo de dos grandes figuras intelectuales de la América, del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal y de la poetisa Salomé Ureña de Henríquez, y hermano del humanista Pedro Henríquez Ureña. No se atuvo a esa gloria y él mismo forjó la suya, en el cultivo de su brillante inteligencia. Su obra abarca, pasmosamente, multitud de campos: la poesía, la novela, el cuento, la historia, el derecho, la oratoria, la crítica literaria, la crítica de arte –música–, el magisterio, y, además, la diplomacia y la política. En la literatura narrativa ocupa entre nosotros sitial privilegiado, como lo atestiguan sus Episodios dominicanos: La Independencia Efímera, 1938; La Conspiración de los Alcarrizos, 1941; El Arzobispo Valera, 1941; El Ideal de los Trinitarios, 1951; y sus Cuentos insulares, publicados en 1947, que resumen 463
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el proceso histórico-político de Cuba, uno de los cuales se incluye en la Antología de Sócrates Nolasco, La Conga se va, que éste considera “cuento cumbre del realismo por la vitalidad, el colorido y movimiento de muchedumbres”. De su extensa bibliografía, enriqueciéndose cada día más, baste apuntar aquí, además, Rodó y Rubén Darío, 1919; El retorno de los galeones, 1930; Los yanquis en Santo Domingo, 1929; Panorama histórico de la literatura dominicana, 1945; y Breve historia del modernismo, 1954. El cuento reproducido pertenece al segundo volumen de Cuentos insulares, inédito, y corresponde a lo que podríamos llamar Cuentos del Parque Colón, que gozó de tanta fama como mentidero de la política dominicana del pasado.
Borrón y cuenta nueva —Ya dieron las ocho… ¡Ahí va don Melitón! Todas las noches, con precisión cronométrica, lo veían pasar a la misma hora los habituales usufructuarios de aquel banco situado al centro del Parque Colón, en la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán, frente a la estatua que perpetúa la figura del Descubridor del Nuevo Mundo, que con el brazo extendido y el índice recto señala el advenimiento de la tierra prometida. Don Melitón cruzaba a pasos lentos por una de las avenidas que forman el marco cuadrangular del parque. Noche a noche recorría ese cuadrilátero unas cuantas veces, y al cabo de media hora, cumplido ese rito higiénico, se retiraba por una de las esquinas del parque. Don Melitón iba siempre solo, callado, como quien obedece a internas cavilaciones. No era el único paseante que se consagraba a ese ejercicio, pero sí el más puntual y exacto, pues los demás no hacían gala de igual regularidad, ni llegaban a hora fija, ni eran paseantes solitarios. Con alguna frecuencia aparecían don Julián y don Fermín; apareados, daban alguna que otra vuelta al cuadrilátero, y como don Julián era alto y delgado y don Fermín era grueso y ventrudo, el humorismo criollo los había equiparado al más popular anuncio de la Emulsión de Scott: antes de usarla y después de usarla. Pero don Julián y don Fermín solían interrumpir su recorrido para conversar con algún transeúnte. don Melitón, no: cuando más, aminoraba su marcha si alguien voceaba: —¡Adiós, don Melitón! —¡Buenas noches!, –contestaba él, volviendo la vista, sin detenerse, hacia el lado de donde partía el saludo; y seguía su recorrido hasta cumplir la media hora de ejercicio. El nombre de ese paseante solitario de todas las noches se había ido rodeando de misterioso prestigio. Algunos lo consideraban como un excéntrico; pero, para los más, era un hombre de superior capacidad e inteligencia, que no gustaba de perder el tiempo en charlas insustanciales: la talla mental de ese transeúnte ensimismado adquirió de ese modo categoría excepcional. La curiosa personalidad de don Melitón era tema frecuente, casi obligado, en todos los ámbitos del Parque Colón, que a lo largo del tiempo se mantenía como sabroso mentidero a cuyo influjo se hacían y deshacían reputaciones, se derribaban gobiernos y se fraguaban juegos florales. —¿En qué irá pensando don Melitón?, –preguntaba Toño, uno de los concurrentes invariables del banco situado frente a la estatua de Colón. 464
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—Eso es lo que muchos querrían saber, –apuntaba Gasparito– ¡Qué hombre más raro! —Nada tiene de raro, –terció don Patricio, que en razón de sus años solía hablar en tono de oráculo ante la que él mismo condescendía en llamar “juventud dorada” —Don Melitón es un cerebro bien equilibrado, sabio en economía política, experto en los negocios… En algo serio irá pensando… —Bueno… Es un agente de negocios… como hay otros; pero nunca he oído decir que esté metido en grandes empresas… —Es que él sólo busca negocios seguros y limpios, porque detesta las combinaciones turbias… No ha hecho gran fortuna, aunque disfruta de cierto bienestar, pero de que sabe, sabe… —Mi papá dice que es un verdadero economista, y que ojalá hubiera aquí muchos hombres como él, –apuntó Fello, otro de los jóvenes para quienes aquel banco era un club. —Pero no habla con nadie, y siempre va solo… —¡Claro! –ripostó don Patricio– ¿Con quién va a hablar, si nadie se dedica, como él a profundos estudios económicos? Recibe las mejores revistas de la materia, tanto de Europa como de los Estados Unidos, y esas son sus lecturas. ¿Con quién las va a comentar?… Yo apenas lo conozco, porque él es hombre retraído, pero sé lo que vale. Sería un gran Ministro de Hacienda, pero estoy seguro de que, si le ofrecieran ese cargo, no lo aceptaría, porque no transige con las indecencias de nuestra política, que están llevando el país a la ruina. Y si aceptara, tendría que soltar la cartera a las pocas semanas, porque no lo dejarían desarrollar un plan científico y serio para enderezar nuestras finanzas… Al retirarse Toño esa noche, acompañado de Gasparito, que tenía que seguir el mismo rumbo, se mostró contagiado con el entusiasmo de don Patricio: —La verdad es, Gasparito, que si tenemos un hombre de esa talla, es una lástima que no haya un gobierno sensato que lo llame al Ministerio de Hacienda… Gasparito soltó la carcajada: —Pamplinas, Toño, pamplinas. Yo no creo en sabios que guardan actitudes de esfinge. don Patricio lo admira, pero nunca ha cambiado con él más que el saludo; y nadie, que yo sepa, le ha oído dar una opinión que valga la pena. Le conozco sólo una virtud: saber callar; pero yo siempre he pensado que los que callan no tienen nada que decir. Ese hombre está vacío por dentro, no hay quien me quite eso de la cabeza. —Pero ya oíste que el papá de Fello dice que don Melitón es todo un economista… —El papá de Fello está cortado con la misma tijera que don Patricio, y no serán pocos los que estén en su caso. Somos muy impresionables: nos seducen las apariencias; y calificamos de sabio a un hombre como ése, a quien no es posible atribuir ninguna tontería, porque, como se calla, no tiene ocasión de decirla. A la noche siguiente, cuando iban para el parque, Toño propuso a Gasparito: —No está de más que hagamos un sondeo, a ver qué piensa de don Melitón la gente que viene por aquí todas las noches… —No es necesario, Toño. Como don Patricio hay muchos. Empezaron los dos su indagatoria, yendo de grupo en grupo y de banco en banco. Sin discrepancias, sólo oyeron elogios para don Melitón. —¿Qué tal sería como Ministro de Hacienda? –preguntó Gasparito. —Estupendo; pero no hay gobierno que lo consiga. don Melitón está muy por encima de nuestra política…, –decía uno. 465
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—Es un hombre superior. Este medio le resulta chiquito…, –afirmaba otro. —Nadie como él para enderezar esto, si lo dejaran…, – reconocían los más. —Ahora mismo, –saltó el de más allá– si ese hombre se decidiera, podría arreglar en un santiamén la desastrosa situación de nuestras finanzas… En eso, dadas las ocho, se aproximaba don Melitón, que iniciaba sus vueltas al parque. Gasparito, acuciado por su espíritu travieso, se decidió a abordarlo, marchando a compás con él! —Perdóneme la libertad que me tomo, don Melitón, pero ¿ve usted una solución a la situación actual de nuestras finanzas? —¡Ah! ¿Pero es que nosotros tenemos finanzas? –contestó don Melitón sin detenerse–. Y con una sonrisa escéptica cortó en seco la cuestión. La pregunta que don Melitón formuló como respuesta a Gasparito circuló rápidamente por todo el parque y provocó cálidas expresiones de admiración. —No. Si la verdad es que en cuatro palabras ha dicho más que otros con cien discursos… —¡Qué seguridad y qué aplomo! Y don Patricio, atrincherado en su banco predilecto frente a la estatua, no pudo menos que reincidir, en su perorata de la víspera en loor de don Melitón: no había otro hombre como ése. Gasparito no pudo contenerse: —Dispénseme, don Patricio, pero por más vueltas que doy a lo que dijo, no le encuentro sentido. —¿Quieres más? —Sí, porque eso de que somos un país sin finanzas, que es lo que, en resumen, quiso apuntar don Melitón, me parece una mentecatada… —¡Mentecatada! Si esa es la disección más severa que puede hacerse del momento actual… ¡Qué fina ironía! —Bueno, don Patricio, pero convengamos en que esa ironía es una forma cómoda de evadir la cuestión que yo planteaba… II
Pasó el tiempo. Don Melitón seguía dando sus paseos higiénicos, noche a noche. Todos lo veían pasar con respeto. Su frase: “¿pero es que nosotros tenemos finanzas?” corrió fortuna y se hizo popular. Y un día ocurrió lo que tanto se había predicho: a don Melitón le fue ofrecida la cartera de Hacienda por un gobierno en bancarrota, y don Melitón la rechazó. El coro de alabanzas fue unánime: ¿Cómo iba a aceptar eso don Melitón? ¡Un hombre de su saber y su prestigio! ¿Qué se había creído la gente del gobiernito ése? ¡Este don Melitón era mucho Melitón! Estalló la revolución que venía incubándose hacía rato, y se impuso un cambio de decoraciones en la administración pública: caído el “gobierno bancarrotero”, como se dio en llamarlo, se estableció un gobierno provisional que en vano quiso equilibrar el lamentable estado de la Hacienda. La voz pública proclamaba que el único hombre que podía sanear el tesoro nacional era don Melitón. —¡Y esta vez sí que no debe negarse a servir, porque la revolución se ha hecho para salvar el país! –vociferaban muchos partidarios de la nueva situación política. —¡Hay que exigirle ese sacrificio! –gritaban otros. 466
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—¡No le harán caso ni lo dejarán poner en planta sus ideas! –sostenían los del otro bando político, defensores del gobierno recién caído. En igual forma estaba dividida la opinión de los llamados “neutrales”, pues, como de costumbre, había neutrales de un bando y del otro bando, pero, en sustancia, la personalidad de don Melitón resultaba enaltecida por todos esos comentarios. Al fin, cediendo a la presión de la opinión pública, el gobierno provisional ofreció a don Melitón la cartera de Hacienda. Y en medio de la expectación general, don Melitón aceptó. Cuando, prestado el juramento de rigor, se encaminaba don Melitón a tomar posesión de su elevado cargo, no faltaron aplausos y vivas a su paso por las calles; y a la entrada del Ministerio, donde abigarrado gentío esperaba verlo llegar, un hombre del pueblo se cuadró frente a él y lanzó un estruendoso “¡Viva el salvador de la Hacienda Nacional!”, que fue coreado en forma delirante por la muchedumbre allí aglomerada. Don Melitón subió la escalera principal del edificio, guiado diligentemente por el subsecretario del ramo, e hizo su entrada en el salón que desde aquel momento iba a ser su despacho ministerial. De pie frente al escritorio que le estaba reservado, ordenó a los conserjes que hicieran pasar el personal del Ministerio. Y cuando el salón se vio repleto de funcionarios y empleados, mientras en los pasillos inmediatos se apretujaba compacta muchedumbre de curiosos, dijo secamente: —Las palabras sobran. Desde este momento empezamos a trabajar, que es lo que hace falta; pero antes quiero que el Contador general de Hacienda me resuma brevemente cuál es el estado del tesoro público. El Contador, veterano en esas lides, avezado a situaciones semejantes, pues había servido en el mismo puesto a doce gobiernos en continuo déficit, insinuó: —Señor Ministro, nuestro déficit es ya proverbial. El Estado debe… Don Melitón no lo dejó continuar: —¿El Estado debe? ¡Malo! Y si el mal es endémico, peor. ¡El Estado no debe deber! Un trueno de aplausos coronó esas palabras. Del público amontonado en los pasillos brotaron voces exaltadas: —¡Este sí que es un gallo de pelea! ¡El Estado no debe deber! ¡Qué elocuencia! Esa frase es un monumento!… ¡El Estado no debe deber! ¡Qué turpén!… ¡El Estado no debe deber! Y la categórica sentencia de don Melitón seguía repitiéndose de boca en boca. Calmada esa tumultuaria demostración de entusiasmo, don Melitón agregó: —¡El Estado no debe deber! he dicho y lo repito. Y para conjurar la situación reinante, desde hoy pagaremos al día los gastos presupuestales, y lo atrasado lo arreglaremos más adelante. Queda terminada la reunión. Gasparito, que estaba en los pasillos en unión de don Patricio y Toño, no pudo menos que exclamar en alta voz: —¡Este es un Ministro de borrón y cuenta nueva! —Cállate, muchacho! le recomendó don Patricio; pero, merced a la veleidad característica del público callejero, la frase de Gasparito encontró, como antes la de don Melitón, quienes la repitieran con fruición, mientras el gentío abandonaba el edificio. —¡Borrón y cuenta nueva! ¡valiente panacea! ¡Borrón y cuenta nueva! Esa noche, don Patricio creyó de su deber echar en cara a Gasparito su actitud de burla y sarcasmo para con el gran economista que había de salvar el país de la bancarrota. 467
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—Si es así, don Patricio, –contestó Gasparito,– esperamos el resultado de la política económica que él anuncia. Pero yo no veo salvación ninguna en el hecho de convertir en deuda flotante el déficit existente, porque eso y no otra cosa es lo que anunció don Melitón como medida salvadora. don Melitón va derechamente al fracaso. Al segundo mes no podrá pagar al día los sueldos y gastos del presupuesto. El déficit continuará y aumentará. —¿Cómo te atreves a sostener eso? —Porque el déficit no podrá desaparecer si no se suprimen las causas y concausas que lo han provocado. Se impone una revisión integral de nuestro sistema tributario y de nuestras erogaciones presupuestales… —¿Y tú crees que don Melitón no tiene en cuenta todo eso en el plan regenerador que anuncia para nuestra Hacienda? —No lo creo. don Melitón gozará de un triunfo ilusorio cuando, a últimos de este mes, pague con puntualidad los sueldos, pero no podrá cubrir totalmente los gastos y a la vuelta de un par de semanas un nuevo déficit se habrá acumulado. No creo en la política simplista de don Melitón, que pasará a la historia como el Ministro del borrón y cuenta nueva, y no me arrepiento de haber sido el que lo bautizó así. III
Dos meses después presentó su renuncia don Melitón. —Se va Borrón y cuenta nueva, y deja un déficit mayor que el que encontró. ¡Qué fracaso! –tal era el comentario callejero. Pero esas críticas fueron ateniéndose a poco. Las fuerzas de oposición tomaron pie en la renuncia de don Melitón para atacar al régimen existente. —¡No lo han dejado desarrollar su plan de regeneración económica! Sólo estorbos encontró en su camino. Con un gobierno así cualquier hombre superior tenía que fracasar. Don Melitón seguía dando vueltas al parque, con la cabeza más erguida que nunca. En el andar de los días, su personalidad crecía en estatura, en vez de disminuir. La reacción a su favor ganaba terreno. Era un incomprendido a quien las malas artes de la política habían empujado al fracaso. Lo que se ha hecho con este hombre es inicuo, –aseguraba don Patricio,– y tu, Gasparito, has contribuido a ello asignándole el mote de “Borrón y cuenta nueva”. Le exigen el sacrificio de su tranquilidad, y no lo dejan hacer nada. Porque eso de “Borrón y cuenta nueva” no es más que una irreverencia tuya, Gasparito. don Melitón tenía y tiene miras muy elevadas, y sabía lo que había que hacer. Ahí están sus proyectos de decreto, que no aceptó el Consejo de Ministros, porque a toda idea suya le ponían reparos. Pero el hombre está ahí, y no podrá negarse mañana a un nuevo sacrificio en aras de la patria… Hay derrotas que son triunfos… Gasparito optó por callar. Comprendía que don Patricio era el eco del sentir popular, y que toda objeción era inútil. Por singular paradoja, el hombre de los paseos solitarios alrededor del Parque Colón se agigantaba con el tiempo. don Melitón era ya el símbolo de una aspiración nunca satisfecha. El pueblo no se resignaba a dar por fallidas sus esperanzas de buen gobierno. Equivocado muchas veces con otros hombres a lo largo de la historia, se aferraba a esta nueva ilusión como un náufrago que cree encontrar en un débil madero su tabla de salvación. Días después comentaron los periódicos, con grandes elogios, unas declaraciones que un reportero arrancó a don Melitón en uno de sus paseos por el parque: 468
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—Confieso que me equivoqué, –dijo don Melitón–. No basta con llevar a cabo una reforma en nuestra Hacienda. El país lo que necesita es una reorganización integral. Sí, esa es la palabra: in-te-gral… Así como suena… —¿Sabes lo que quiere decir eso? –preguntó Gasparito a Toño–. Que don Melitón trueca su papel de economista por el de estadista. Las aspiraciones que ha venido rumiando para sus adentros en tantos años de dar vueltas al Parque Colón, son ahora más altas. Y como el pueblo se ha dejado embaucar por ese hombre que sabe cultivar el arte de no hablar o de hablar poco, ya lo veremos, uno de estos días, en la Presidencia de la República…
AGUSTÍN AYBAR El celebrado cronista santiagués Agustín Aybar nació en Sabaneta el 3 de abril de 1902 y murió en Santiago el 24 de mayo de 1959. Hijo de Francisco Aybar y de Mercedes Diez. Desde temprano aficionado al cuento, publicó en 1922 Gotas de tragedia, en que recogió ocho breves cuentos de relativo mérito. Más tarde, en 1932, publicó su obra Pencas de palma, episodios de la intervención norteamericana, cuentos criollos y charlas políticas, a las que pertenece la charla que se reproduce en este libro. También dio a la luz Minutos, Ensayos humorísticos, en Santiago, sin indicación de año. Aybar usaba, en la prensa de Santiago, el seudónimo de Parlero.
Sor de Moca… Dice un adagio que “a cada puerco le llega su San Martín” o que “a cada santo le toca su día”. Y así es en todos los órdenes. Nadie debe reírse de la desgracia de nadie, porque nadie sabe cuándo le toca al otro reírse del que de él se ríe ahora. Lo mismo: Nadie en la desgracia se desespere por la felicidad de otro, porque no se sabe cuándo el feliz de ahora, debatiéndose en medio de la desgracia tendrá que envidiar al que por desgraciado despreció ayer. Eso no es más que filosofía, impepinable. Porque así ha sido, es y sigue siendo. En la política ocurre lo mismo que ocurre en todo los órdenes de la vida. Al que ayer vimos orondamente pasear en la cima del bienestar político, hoy lo vemos, cabizbajo, astroso, lacrimoso y acobardado, caminando de prisa y como quien teme a las miradas de los demás. Y viceversa: El que ayer fue un derrotado en todos los órdenes, el que ayer no tenía que comer, ni qué vestir, y que tenía que ir por las calles pidiendo cigarrillos, con el calzado muriéndose de risa y enseñando como lengua el dedo grande del pie, ahora lo vemos en carro “pescuezo largo”, y teniendo en sus manos, aún flácidas y temblorosas por las miserias pasadas, todos los medios del buen vivir. Por eso es que se dice, en medio de todas las desgracias, la gran frase del optimismo: “No hay que apurarse” agregando aquella gran exclamación: ¡quién sabe!… 469
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Los pueblos, por ejemplo, se quejan muchas veces de los gobiernos que los han tenido en completo abandono mientras otros han sido objeto de todas las atenciones oficiales. Por ejemplo, en el gobierno de Horacio Vásquez, Moca y San José de las Matas fueron pueblos favoritos. Para Moca y para San José de las Matas hubo de todo. El tren de empleados públicos era en su mayoría mocano y para San José de las Matas hubo todo el adelanto apetecible para una aldea de su categoría. Los mocanos llenaban todas las oficinas públicas de la Capital y gran parte de las otras ciudades. De ahí que no había mejor recomendación para adquirir un destino público, que repetir la célebre frase: Sor de Moca. Nos recordamos de que una vez desembarcó en Santo Domingo un vegano que había pasado más de seis años en el extranjero. Al llegar y encontrarse con tantos mocanos, en el muelle, en el hotel, en el restorán, en el parque Colón, en el teatro, y como todos eran viejos conocidos suyos, y como el recién llegado ignoraba que se trataba de un gobierno favorable a los mocanos, llegó un momento en que dudaba de encontrarse en la Capital, y para salir de su duda le preguntó a uno: —”Oye viejo, y perdona, pero como tú sabes, uno se va al extranjero y cuando vuelve lo halla todo cambiado, así es que tú me vas a hacer el favor de decirme si la Capital la mudaron a Moca”. Y el preguntado fue más ocurrente porque contestó: —”No, lo que pasa es que a Moca la mudaron para la Capital”. Y así las cosas, hasta que cayó Horacio Vásquez. Con la ida de Fellito Estrella Ureña al poder, le llegó a Santiago su San Martín, o sea, le tocó su día. Ahora los santiagueros están en alza. La Capital fue desalojada por los mocanos para dejarles el puesto a los santiagueros y por todos los confines de la República está la semilla del santiaguerismo regada. “Sor de Santiago” es ahora la frase victoriosa. Pero como los navarreteros no son ningunos tontos, y como ellos también son santiagueses, puesto que también ellos son de Santiago, tienen perfecto derecho a reclamar su parte. Y a ellos les ha tocado la Policía Municipal y el Cuerpo de Serenos de esta ciudad. Para ser policía o para ser sereno, no hay nada más efectivo que decir: —”Yo taba con la revolución, poique como yo no soy má que Fellito Etrella, y ademá, como yo sor de Navarrete”… —¿Usted es de Navarrete? —¡Qué si soy… Mi papá e de Barrancón, mi mamá e de Pontón, yo nací en Elaguacate y mi padrino son del mismo pueblo e Navarrete… Adió, si usted quié sabei má detalle, pregúnteselo a Juan Caridá y a Cholo, que son mismamente como familia mía… —No hay que hablar más; Secretario, anote a éste para sereno… porque es del campo, si hubiera nacido en el pueblo, fuera policía. Uno que oyó ese detalle, alegó: yo nací frente a frente a la iglesia y me crié, como quien dice, en la tienda de don Ricaido Canaida y na meno don Elía, que en pa descanse, jue mi padrino, por eso era que mi papá y él eran compadre e sacramento… 470
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—No hable más… ¿Cómo se llama usted? —Yo …¿yo mismo?… —Sí, usted mismo… —Yo me ñamo Cayetano e la Cruz, pero a mí como me conocen en to Navarrete e como Tano… Pué preguntáiselo a Juan Caridá… —Secretario, anote a ese hombre como sargento primero…
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No. 32
juan bosch
más cuentos escritos en el exilio
MÁS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Todo un hombre Yeyo va a explicar su caso. Tiene gestos parcos y voz sin importancia. La gente se asombra de verle tan humilde. Es de cuerpo mediano, de manos gruesas y cortas, de ojos dulces. La verdad es que parece avergonzado de la importancia que le da el público. El juez le mira con fijeza y la gente se agolpa y se pone de pie. Yeyo está contando su caso con una tranquilidad desconcertante. Él había oído hablar de Vicente Rosa, claro. En la región nadie ignoraba su fama; además, lo había visto con frecuencia. Vicente Rosa era lo que muchos llaman un hombre de sangre pesada. ¿Antipático? No; a él, Yeyo, no le caían los hombres ni mal ni bien; cada uno es como es y eso no tiene remedio. Pero si le preguntaran qué clase de hombre le parecía ser Vicente Rosa diría que un abusador. Cuando estaban construyendo la carretera de Jima le dieron a Vicente un cargo de capataz y estableció una casa de juego. Los peones, campesinos ignorantes, muchos de ellos haitianos, perdían allí el escaso jornal; después caían desfallecidos de hambre sobre el camino que construían, y Vicente los arreaba a planazos. Un día los infelices se negaron a seguir siendo explotados. ¡Mala idea! Vicente montó en cólera y empezó a repartir machetazos. Algunos quisieron defenderse, pero aquel hombre era un torbellino. Abrió cráneos, tumbó brazos, seguido de los seis o siete amigos que les salen siempre a tales fieras, y entre alaridos de mujeres y de niños echaba por tierra los bohíos y les prendía fuego. Hasta los montes vecinos persiguió a los aterrorizados peones, y después se las arregló tan bien con la gente del pueblo que hasta presos fueron algunos de los perseguidos. Siempre sucede igual, claro, y también le parecía a Yeyo que tal cosa no tiene remedio. Lo malo estuvo en que Vicente Rosa abusó de su fama de guapo. En la gallera nadie se atrevía a cobrarle si perdía, y cuando entraba en una pulpería el pulpero rogaba a Dios que se fuera pronto. Lo mismo si estaba una hora que si estaba diez bebiendo, decía tranquilamente que le apuntaran lo que fuera y nunca se acordaba de la deuda. En las fiestas les quitaba a los hombres las parejas sin decir palabra… Un hombre sangrudo, lo que se dice sangrudo. El caso con Yeyo ocurrió así: Por las vueltas de Pino Arriba vivía Eleodora. Toda la gente que llenaba la sala del tribunal vio a Eleodora. Bajo el pelo de brillante negrura mostraba la frente trigueña; después, las cejas finas, los ojos pequeños, y la nariz y la boca. ¡Qué boca, Dios! Sonrió dos veces y la gente se moría porque lo hiciera de nuevo. Era menuda, de labios carnosos y dientes macizos. Cuando el juez le ordenó levantarse para jurar, muchos hombres la miraron alelados. ¡Eso sí era mujer! Eleodora miraba a Yeyo con simpatía y la gente no quería admitir que hubiera algo entre dos seres tan distintos. Yeyo era muy firme hablando. El juez preguntó: —¿Estaba usted enamorado de la joven? —Me gustaba –dijo resueltamente. —Yo le pregunto a usted si estaba enamorado. —Eso de enamorarse no es asina, señor. A uno le gusta lo bonito, pero enamorarse viene de adentro y asigún las condiciones de la mujer. Tal ve andaba por enamorarme… No se lo 475
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puedo asegurar, pero si el señor me lo permite le diré que lo que pasó hubiera pasao manque ella hubiera sido vieja y fea. Descontando todos los circunloquios de la tramoya judicial, el caso puede sintetizarse así: Vicente Rosa, con su fama de guapo y sus ojos atravesados, estaba un día dándose tragos en la pulpería de Apolunio Torres, y allí mismo, sentado sobre una pila de aparejos, fumaba pacíficamente su cachimbo Yeyo Ramírez. Por dos veces estuvo Vicente mirándole con sorna. Yeyo, tranquilo, indiferente, le devolvía las miradas. Parece que Vicente perdió los estribos. Ordenó un trago de cuatro dedos y se dirigió con él hacia Yeyo. —¡Beba, decolorío! –ordenó. El joven no movió un músculo. Simplemente respondió: —No bebo, amigo. —¡Beba, le digo! –tronó el guapo. —Le he dicho que no bebo. —¡Beba! ¿O no sabe quién le habla? —Sí, yo lo sé; usté es Vicente Rosa, pero yo no bebo. Los tres o cuatro hombres que estaban en la pulpería se apresuraron a intervenir. Un viejo negro explicó: —No puede, amigo; ta enfermo. Yeyo rectificó fríamente: —Unq unq, no toy enfermo na. Lo que pasa es que no me da la gana de complacer al amigo. Vicente Rosa hizo ademán de irle arriba, pero se le echaron encima los demás y lo contuvieron. Tenía los ojos fulgurantes como candelas y soplaba como animal. —Váyase, Yeyo –rogaba el viejo negro. —No puedo –explicaba Yeyo–, porque ta al caer una jarina y si me mojo me da catarro. Hecho un ciclón, Vicente Rosa luchaba por desasirse de los otros, y hacía temblar toda la pulpería. —Aquiétese, Vicente, aquiétese –suplicaba el pulpero. Sólo Yeyo estaba tranquilo allí. Seguía fumando con escalofriante serenidad y sus ojos dulces parecían ver el tumulto desde lejos. Por segundos volvía la mirada hacia el camino real, como si no tuviera que ver nada con lo que sucedía. Las lejanas lomas presagiaban agua. —Vea que viene gente, Vicente –dijo el pulpero. Y en efecto, llegó gente. Al ver la brega Eleodora se detuvo un instante, pero en seguida alzó la voz para pedir media libra de azúcar y un centavo de jabón, y esa voz, que parecía un canto de ruiseñor, aplacó la reyerta. Fue un toque mágico. Vicente Rosa abrió la boca y desendureció los ojos. La muchacha, cortada, se volvió a Yeyo. Había percibido el ambiente de violenta admiración que había estallado a su presencia y parecía avergonzada. Yeyo se levantó y se dirigió a ella. —¿Ha visto? Ya empezó la jarina. La muchacha se lamentó: —Anda la porra, dique llover agora–. Y miró hacia el camino. El que no queso ver la llovizna fue Vicente Rosa. Ni se movía ni hablaba ni parecía recordar su reciente furia. Eleodora se puso de espaldas al mostrador. En el inicio de sonrisa que le llenaba el rostro de gracia se le veía el placer que le daba tanta admiración, aunque pareciera estar solamente interesada en el leve caer de la llovizna que iba haciendo brillar las 476
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yerbas y que empezaba a engrosar imperceptiblemente, cubriendo en la distancia la masa negruzca de las lomas. De súbito aquella calma se rompió con unos pasos felinos de Vicente Rosa. Sus ojos volvieron a tener el brillo de antes y su boca volvió a mostrar el mismo gesto desdeñoso. Echó el cuerpo sobre el mostrador, mientras Eleodora simulaba estar tranquila. Vicente Rosa se le acercó más. Eleodora hizo un movimiento inapreciable, rehuyendo al hombre, y cruzó los brazos. Poco a poco su cara iba haciéndose pálida y dura. Con una insultante sonrisa de media cara, Vicente Rosa preguntó: —¿Cómo te llamas, lindura? —Eleodora –contestó ella secamente. —Tú vas a ser mujer mía –aseguró él. Ella le cortó de arriba abajo con una mirada relampagueante y se apartó más. Entonces Vicente Rosa levantó una mano y la asió por la muñera. La muchacha se revolvió y empezó a injuriarle. Yeyo Ramírez puso el cachimbo en el mostrador. —Suéltela, amigo –dijo con voz serena. Vicente soltó una palabra gruesa y se le fue encima a Yeyo. Pero Yeyo no esperó el ataque. Del mostrador, sin que nadie supiera cuándo, tomó la botella de ron con que el pulpero servía a Vicente. Los hombres corrieron, dando voces, a meterse entre los dos, y Eleodora lanzó un grito al ver la botella hecha pedazos y la sangre salir a chorros. Vicente Rosa quiso levantarse y sacar el cuchillo que llevaba a la cintura, pero Yeyo le sujetó el brazo, se lo torció hasta hacerle soltar el arma y después le pegó con el pie en la cara. El pulpero se llevaba las manos a la cabeza. Yeyo se volvió a la muchacha. Estaba un poco pálido, pero la voz no se le había alterado. —Venga, que la voy a llevar a su casa –dijo. La sentía temblar a su lado y veía gente correr hacia la pulpería. Cuando llegaba a la puerta del bohío de Eleodora, dijo: —Anda… Se me quedó el cachimbo en la pulpería. Déjame dir a buscarlo. Eleodora estaba tan asustada que no trató de impedirlo. Cuando los pocos amigos de Yeyo se enteraron de lo que había pasado, se presentaron en su casa. Yeyo vivía solo. Tenía un conuquito bien cuidado que desde el mismo bohío iba en suave pendiente hasta las orillas del arroyo. Aislado en aquel campo de viviendas desperdigadas, forjaba su vivir pacientemente, sin meterse con nadie. Un compadre suyo quiso dormir con él esa noche. —No me ofenda, compadre –dijo secamente. El compadre se fue cuando ya la noche confundía los árboles y las piedras, las alambradas y el camino. Yeyo no se durmió en seguida. Apagó la luz y estuvo fumando su cachimbo y pensando en lo ocurrido. Recordaba fijamente cada movimiento de Vicente Rosa, y recordaba también, no sabía por qué, el caballito que tenía estampado la etiqueta del ron. Percibió un aire fresco. —Qué calamidá –se dijo–, presentarse tiempo de agua con el arroz madurando. El aire indicaba que la lluvia seguiría. Había llovido hasta medio día, pero después paró de llover y el agua caída apenas reblandeció los caminos. No le daba sueño a Yeyo. ¿Le gustaba Eleodora? Sí, le gustaba. Ahora, que para casarse… eso había que verlo. El sospechaba que a la muchacha le agradaba más de la cuenta que los hombres la galantearan. 477
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Los amigos decían que Vicente Rosa iba a cobrarse la herida. Bueno, que lo hiciera. A él no le preocupaba eso gran cosa. Le molestó un poco darse cuenta de que estaba atento a los rumores de afuera. El silencio del campo, sostenido bajo el pausado ronronear de la brisa, hacía que la noche fuera grande e impresionante. Acaso tremolaban las hojas de un mango, tal vez una yagua vieja del techo se levantaba y tornaba a caer. El oído de Yeyo sabía distinguir cada ruido. Dejó de fumar, golpeó el cachimbo contra la palma de una mano, se puso de lado y se cubrió lo mejor que pudo. El sueño empezó a llegar lentamente. Al principio era como una remota sordera que apagaba los rumores más fuertes al tiempo que hacía perder la noción de ciertas partes del cuerpo; después el mundo fue reduciéndose, haciéndose más pequeño, más diminuto, hasta que llegó el momento en que los ruidos de afuera, el frío, la aspereza del catre, se esfumaron del todo. Pero todavía quedaba un punto imperceptible, una línea inapreciable, que duraría menos que todo lo que puede medirse. Iba a pasar ya al sueño completo. Y ahí fue cuando Yeyo alzó de golpe la cabeza. Había oído pasos. Sonaban apagados y lentos, pero eran pasos. Yeyo aguzó su atención. Se oían unas voces casi no dichas. Le pareció que alguien recomendaba irse por detrás del bohío. Creyó oír que decían: —Yo me quedo aquí. —Vicente Rosa –dijo Yeyo, en un susurro. Con extraordinario sigilo, cuidándose de que el catre no hiciera ruido, se fue echando afuera y le parecía que nunca iba a lograrlo. De la silla cogió la ropa y sujetó el cinturón por la hebilla, para que no sonara; después se puso la camisa, pero sin abotonarse. Todavía tuvo tiempo de llevarse el sombrero a la cabeza, pues se preparaba como si fuera a salir. Andaba buscando a tientas el cuchillo sobre la silla cuando llamó una voz desconocida: —¡Yeyo, Yeyo, alevántese! No respondió. Aún no daba con el cuchillo. La voz sonaba por un lado del bohío. ¿Quién sería ese perro? Algún amigote de Vicente Rosa. Y Vicente Rosa debía estar en la puerta, acechando que él saliera para asesinarlo. —¡Yeyo, Yeyo, alevántese! Buscaba aún. Iba a ponerse nervioso. Lo mejor era desentenderse de todo y hacer luz, qué caray. De todas maneras iban a matarlo. Le había llegado su hora; eso era todo. Pero en ese momento, cuando ya estaba buscando en el bolsillo del pantalón la caja de fósforos, recordó que había puesto el cuchillo en el catre, bajo la almohada. La voz llamó de nuevo. ¿Quién sería el condenado ése? Yeyo se pegó a la pared, y con pasos cuidadosos se arrimó a la puerta; después, empleando la mano izquierda, fue levantando la aldaba sin que se produjera el menor sonido; y de golpe abrió la puerta y avanzó. —Vide una sombra –explica– y le metí el cuchillo. Asina fue el asunto. La gente alza la cabeza para ver el rostro de Yeyo. Él no dice una palabra más y el silencio de la sala se hace palpable. El juez levanta la mirada. —Dígame, acusado: ¿por qué sabiendo usted que quien estaba en la puerta era Vicente Rosa, y que iba a matarlo, no se quedó en su catre, con lo cual hubiera podido evitarse la tragedia? Yeyo pone cara de persona que no entiende, y mira en redondo hacia el público, como buscando que alguien le explique tan extraña pregunta. 478
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—Le he preguntado –insiste el juez– ¿por qué no se quedó acostado, con lo cual se hubiera evitado la tragedia? Yeyo parece comprender entonces. Tranquilo, con su voz dulce y sus ojos inocentes, se vuelve hacia el magistrado y dice: —Porque cuando a uno van a llamarlo a su casa, manque uno sepa que es pa matarlo, su deber ta en atender al que lo llama.
Fragata La resolución de Fragata fue tan sorprendente que hasta doña Ana se sintió conmovida. Doña Ana no dijo media palabra, pero se mantuvo en la puerta, pálida e inmóvil, hasta que Fragata desapareció por la esquina balanceando su enorme cuerpo. La muchacha había llegado hacía un mes. Mucha gente la vio entrar en la callecita, caminando junto a una carreta que llevaba muebles y litografías de imágenes religiosas, pero a ninguna se le ocurrió pensar que iba a vivir allí. Era una criatura tan extraña, tan gorda, tan fea, y llevaba la cara tan pintarrajeada, que la gente pensó –vaya usted a saber por qué– que iba a seguir de largo, buscando el camino de Pontón. Por esa causa fue mayúsculo el asombro cuando a una voz suya el carretero detuvo el mulo frente a doña Ana, en la puerta de una casucha vacía que estaba desalquilada desde mucho tiempo atrás. Algunos vecinos se detuvieron a observar. La muchacha buscó en su cartera una llave y abrió el candado. Durante unos minutos pareció registrar adentro; después salió y empezó a dar órdenes al carretero. Jamás, desde que existía aquella callecita, se había oído por allí una voz tan estentórea. El lugar era pobre. Excepto la de doña Ana, la de don Pedrito y alguna más, las casas eran bohíos. La calle nunca había sido arreglada. Se acumulaban allí, confundidas, tierra, yerba y piedras, y cuando llovía se formaban lodazales. Pero esa misma miseria daba al sitio un aspecto austero, al que contribuía la falta de pintura en los frentes de las viviendas. La gente no se sentía a disgusto, porque, como decían a menudo los vecinos, aunque la calle no era vistosa, las personas eran decentes. Siempre había sido así, hasta que llegó Fragata. Al escándalo que hacía ésta dando órdenes al carretero, se asomó doña Ana a la puerta. Quedó confundida y en el acto se sintió molesta. Don Pedrito, un viejo comerciante retirado, de esos que llevan siempre las manos a la espalda, se acercó con ánimo de comentar. —Tiene todo el aspecto de una fragata, ¿verdad, señora? –dijo don Pedrito. Doña Ana, que no encontraba en quién descargar su disgusto, le dio por toda respuesta una mirada fulminante y no puso atención en el símil; ello no fue obstáculo para que éste tuviera éxito, pues a poco la muchacha gorda fue conocida de chicos y grandes por Fragata. Fragata era enorme, y lo parecía más porque vestía trajes transparentes de colores claros, que la hacían ridícula. Tenía una cara de facciones groseras y causaba malestar vérsela tanto y tan mal pintada. A veces se ponía en la cabeza lazos de cintas, como si hubiera sido una niña de pocos años. Caminaba abriendo las piernas y balanceando dos brazos cortos, pero gruesos hasta lo increíble. Desde el día de su llegada empezaron a visitarla los tipos más raros y a la segunda noche hubo escándalo en su casa. La pequeña calle dormía ya cuando se oyeron gritos, maldiciones y carreras. A la mañana siguiente, acompañada de un policía al que hacía reír con lo que le iba diciendo, Fragata apareció en la esquina con la cabeza vendada. A un 479
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hombre que pasaba se le ocurrió hacer un chiste a costa de ella, y sin respetar la presencia del policía, Fragata empezó a insultarlo a grito pelado. A partir de ese día doña Ana inició la ofensiva sobre su marido. —Esto es insoportable –le decía–. Mira lo que hemos ganado por venir a vivir a semejante barrio. ¡Bonito ejemplo para los niños! Los niños, sin embargo, no comprendían nada. Fragata era una diversión para todos los de la calle. Así, grande y gorda como era, se ponía a jugar con los pequeños, a perseguirlos y gritarles palabras extrañas, que parecían sucias, pero que estaban matizadas de una ternura conmovedora. Corría tras los muchachos, llamándolos por los nombres más raros y tirándoles piedras. Se reía a carcajadas con ellos y cuando alcanzaba a alguno se ponía a estrujarlo, a besarlo, tirada en pleno polvo de la calle aun cuando su traje estuviera acabado de planchar. Esto ocurría sobre todo de tarde, cuando el silencio era tal que la risa de Fragata podía oírse en los dos extremos de la calleja. De noche empezaban a llegar a la casa de Fragata hombres que iban de otros barrios, mandaban buscar ron a la pulpería de doña Negra y armaban escándalos. Muchas veces la muchacha se emborrachaba y salía a la puerta gritando obscenidades. Una de esas noches insultó a don Ojito, venerable de una logia, que vivía tres casas más abajo de la de doña Ana. Los sábados en la tarde Fragata se ponía su mejor ropa, algún traje lleno de arandelas y cintajos, y sacaba una silla a la acera y se sentaba allí muy circunspecta. Al mismo tiempo, nadie sabía por qué, las tardes de los sábados era cuando Fragata resultaba más agresiva, pues a la menor provocación respondía con sus peores insultos. Ocurrió muchas veces que estando en un cambio de palabrotas, la muchacha saliera corriendo después de haber cambiado súbitamente su cara feroz en un rostro lleno de alegría. Era que Fragata había visto a un niño y se había olvidado de todo. Entonces parecía diferente; sus ojos brillaban con una luz resplandeciente y se le advertía una especie de ausencia por todo lo que no fuera el niño. A veces recorría la callecita jugando como si no hubiera tenido más de siete años. En muchas ocasiones, tras haber perseguido a un muchacho, volvía a su casa y hallaba algún amigo esperándola; entonces se metía con él en sus habitaciones, volvía para cerrar la puerta de la calle y se quedaba adentro hasta que se la veía de nuevo despidiendo al visitante. Los vecinos vivían escandalizados. Iban a comentar el asunto con doña Ana y aseguraban, muy serios, que eso no podía seguir. Doña Ana comentaba: —Le dije muchas veces a Pepe que no me trajera a vivir en un barrio como éste. —Pues mire, doña, que este lugar fue siempre muy pobre, pero muy decente –explicaba alguna vecina. —No lo digo por ustedes –enmendaba doña Ana– sino porque a las orillas se lanza gente de mal vivir. Miren el ejemplo ahí. “Ahí” era Fragata. En ocasiones doña Ana quedaba mal al señalarla, porque muchas veces la muchacha parecía transformada, convertida de súbito en un ser angustiado y digno de compasión. Se la veía caminar por la acera de su casucha, con las manos enlazadas en la espalda y la cabeza baja, y durante horas enteras permanecía silenciosa, sin responder siquiera a las provocaciones de los hombres que pasaban. En ocasiones entraba y se lanzaba sobre su cama a sollozar; otras veces cerraba la puerta y se iba, nadie sabía adónde, para retornar al día siguiente o dos días después. Una tarde don Pedrito le contó a don Pepe algo extraño. Dijo que cierto conocido suyo había dormido en la casa de Fragata y a media noche la muchacha se levantó y empezó a 480
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pegarle y a insultarle. “¡Vete de aquí, condenado, maldito; vete o te voy a matar!”, gritaba Fragata. El hombre, que se había asustado, se asustó más cuando la muchacha pasó de los insultos al llanto y se le acercó, arrastrándose sobre el piso, para agarrarse a sus piernas, gimiendo desconsoladamente, quejándose de que ni él ni nadie pudiera darle un hijo. El hombre se vistió y huyó mientras Fragata, de rodillas en medio de la habitación, hablaba amargamente con sus imágenes litografiadas. Don Pedrito y don Pepe comentaron ese episodio de muchas maneras y convinieron en que Fragata estaba loca y era un peligro para todos; al final acordaron hacer algo para poner remedio a ese estado de cosas. Tal vez, sin embargo, no hubieran pasado de las palabras si al día siguiente no hubiera ocurrido lo que ocurrió. Ese día siguiente fue domingo. En la noche acudió a la casa de Fragata más gente que nunca. Los viajes a la pulpería, en pos de ron, fueron incontables. A eso de las doce se oyeron voces airadas e insultos. En varios hogares de la callecita los vecinos despertaron y algunos llegaron a abrir sus puertas. Había un escándalo infernal, como si muchas personas hubieran estado pegándose entre sí, y se oía la voz estentórea de Fragata gritar: —¡No me da la gana! ¡Mi cuerpo es mío y nadie manda en él! Agregó varias rotundas aseveraciones, por las que el vecindario dedujo que Fragata estaba rechazando alguna insinuación que le había desagradado; después se la oyó amenazar con muertes. El tumulto fue de tal naturaleza que don Pepe tuvo que salir a la acera y reclamar silencio. En las primeras horas del lunes don Pepe se fue a ver a don Pedrito y luego, acompañado de éste, se dirigió a la casa de don Ojito. A eso de las ocho estaban los tres reunidos con doña Ana en la sala de ésta. —Lo que va a hacer es insultarlos, provocar otro escándalo y dejarlos en ridículo –dijo doña Ana cuando le explicaron lo que los tres señores habían acordado. —No crea que pensamos distinto, señora –admitió don Ojito. —Entonces, ¿para qué se molestan? ¿Por qué mejor no hablar con la policía? —Lo haremos después que hayamos agotado los medios pacíficos, Ana –explicó su marido. Serían las ocho y media cuando Fragata abrió la puerta y asomó por ella la cara, que –cosa rara– estaba desnuda de pinturas. Inmediatamente volvió a cerrar. Los hombres se cambiaron señales como diciéndose “ahora”; y atravesaron la calle. Muy circunspecto, don Ojito llamó con los nudillos. Cuando Fragata abrió, los señores entraron con solemnidad, como si cumplieran una visita de duelo. Desde la ventana de su habitación, doña Ana los vio entrar. —En la que nos vemos, Señor, por vivir en este barrio. Dios quiera que esa mujer no empiece ahora a insultarlos –exclamó doña Ana, volviendo la mirada hacia sus santos. Pero, cosa extraña, no oyó la voz de Fragata. Pasó un minuto, pasaron dos, tres, cinco, que a doña Ana le parecieron una hora. Fue adentro, limpió algunos muebles; después sintió rumor de pisadas y volvió a ver hacia la calle. En ese momento, silenciosos y al parecer impresionados, los hombres se dirigían hacia ella. Doña Ana corrió a abrir la puerta. —¿Los insultó? ¿Qué dijo? –inquirió. El que habló fue don Ojito. —No señora. Nos oyó y se echó a llorar. —¿A llorar? —Sí, y dijo que si ella hubiera sabido que les estaba dando malos ejemplos a los niños de por aquí, se hubiera mudado hacía tiempo. Preguntó por qué no se lo habíamos dicho antes. 481
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Doña Ana parecía negada a comprender. —¿Preguntó eso? –articuló vagamente. Y de pronto buscó con la mirada a su marido–. ¿Dónde está Pepe? –inquirió volviendo la cara a todos lados, como si tuviera miedo de que Fragata lo hubiese fascinado. Pero en eso oyó la voz de su marido que sonaba en el patio ordenando a un sirviente que buscara una carreta o, en su falta, algo que sirviera para una mudanza pequeña. —Ella dijo que quería irse hoy mismo, ahora mismo –explicó don Pedrito. Doña Ana salió a la puerta. Estaba pálida y silenciosa. Durante más de media hora, mientras llegaba la carreta y la cargaban, esperó allí, sin moverse y sin hacer un comentario. Vio a Fragata salir, tan pintarrajeada como siempre, con un traje azul claro y vaporoso que la hacía ver más gorda aún. El sol ardía en la pequeña calle, llena de polvo, yerbajos y piedras, orillada de casuchas miserables. La carreta iba despacio, bailoteando. Fragata marchaba a su lado. Al llegar a la esquina la muchacha se detuvo un instante y volvió la cara. Desde su puerta, doña Ana estaba observándola. Durante unos segundos Fragata contempló la calleja, triste y sucia, y los árboles que ocultaban a lo lejos el camino de Pontón; después giró y echó a andar de nuevo. La carreta empezaba a doblar la esquina. En el silencio de la mañana se oían distintamente sus crujidos, los golpes de sus ruedas contra las piedras. No tardó en desaparecer, con su marcha bamboleante. Tras ella desapareció también Fragata. Mujer al fin, doña Ana pensó un momento en aquella mujer que se iba así, sola, nadie sabía adónde. Le pareció que la vida era dura con Fragata. Pero reaccionó de pronto. —Se lo merece, por sinvergüenza –dijo en alta voz. Y antes de entrar contempló la callecita, que volvería a ser apacible a partir de ese momento. —Por vivir en este barrio miserable –aseguró como si hablara con alguien. Y cerró la puerta con un golpe rotundo.
Dos amigos Duck oyó decir varias veces que un viaje cambia siempre algún aspecto de la vida del viajero. Así, pues, cuando la familia decidió el traslado a un pueblo de la costa con el propósito de pasar el verano, él se llenó de aprensión y se puso nervioso. Sin duda que tal manera de sentir indicaba timidez, lo cual no podía enorgullecer a Duck. Pero el mal no tenía remedio. Acaso no hubiera sido tímido si hubiera vivido con más libertad. Metido día y noche en la casa, sin haber hecho una locura en lo que tenía de existencia, siempre sujeto a órdenes, a paseos limitados por las cercanías del hogar, siempre atemorizado a la sola idea de disgustar a la señora, a la niña, a los sirvientes, al chófer, se acostumbró tanto a no atreverse a nada, que hasta el pensamiento de cambiar de casa le asustaba. Todas esas cosas iba pensando Duck mientras el automóvil se deslizaba en rauda marcha por la carretera. Sombras fugaces de casas pequeñas, de árboles y de vehículos pasaban junto al coche. Se cansó de ver y se durmió. Cuando abrió los ojos estaba en un poblacho de aspecto extraño, con casas bajitas, calles sucias, niños desnudos, gente extravagantemente vestida –o desvestida–, una playa donde se veían mujeres con escasa ropa, y un mar azul. Observando ese mar estaba Duck cuando oyó que le llamaban. Bajó del automóvil de un salto y se puso a ver la casa. Sin duda que en nada se parecía a la hermosa construcción donde él había vivido hasta ese día. ¿Empezarían los cambios por ahí? No muy seguro de sí, Duck entró, recorrió las habitaciones, estudiándolas con detenimiento, y al fin escogió 482
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una del fondo para echar sus habituales siestas; después le intrigó la agitación que notaba en torno suyo, y cuando supo que todo se debía al vaciado de las maletas se fue al patio y se puso a estudiar las cercanías de su provisional vivienda. Extraño lugar aquel. Había mucha luz y a lo lejos se alcanzaba a ver el mar. Algunos niños hablaban a grito pelado. Duck observó que no se parecían a los niños de la ciudad, tan cuidadosos de sus ropas. Estos eran de mala presencia, sin duda clásicos tiradores de piedras y perseguidores de perros. ¡Desagradable encuentro sería el suyo con uno de esos arrapiezos! De sólo pensarlo se sintió él a disgusto, y, tratando de evitar que tal cosa pudiera convertirse en realidad, se fue a una esquina de la casa. Allí estaba el bueno, el correcto, el tímido Duck, sentado sobre sus patas traseras, oliendo con delectación el aire, cuando vio acercarse un extraño perro cuya raza no conocía. Era alto, flaco, de orejas caídas y rojizos ojos, de pelo amarillento y trote vulgar. Duck se asustó y –como ocurría siempre que tenía miedo– se echó a ladrar. Sin dejar su trote, el grandullón volvió a Duck los ojos y siguió su camino. —¡Diablos! –se dijo Duck confuso y lleno de admiración–, ¿habrá tenido miedo de mí ese armatoste con figura de perro? Al imaginarse tal cosa el tímido Duck se llenó de vanidad, pero de inmediato comprendió que con un solo mordisco el otro podía dar cuenta de él. En el conflicto de sentimientos que se apoderó de su almita, Duck se sintió sin autoridad sobre sí mismo; así se explica que sin saber lo que estaba haciendo, se pusiera a ladrar, esa vez mientras corría hacia el desconocido y amenazaba morderle una pata. De pronto se sintió morir porque el grandullón se detuvo en seco, volvió a mirarle con frialdad, y al fin le dijo: —¡Hola! ¡Ah, eso sí que era extraordinario! De manera que aquel extraño perro no sólo parecía ignorarlo sino que al cabo respondía a sus ladridos con un saludo afectuoso. ¿Qué costumbres eran ésas? Duck no atinaba a explicárselo, porque, asustado todavía, se dejó llevar del miedo y respondió ahogándose: —¡Hola! El otro movió ligeramente la cabeza, como aprobando el saludo, y después ordenó con voz autoritaria: —Acércate a que te huela. Duck se quedó paralizado. ¿Por qué acercarse? ¿No sería una treta para hacerle pagar su altanería? ¡Qué segundo pasó Duck! Pero aquel grandullón le tenía como hechizado. —¿No oyes? –preguntó. Muy despacio, receloso, él se acercó y el otro empezó a olerle. —¡Demonios! –dijo–. Hueles como una señorita. —Es que me bañan con jabón fino –explicó Duck. El otro arrugó el entrecejo. —¡Miserable! –rezongó de pronto–. ¿Jabón de olor mientras miles de hermanos tuyos pasan hambre? Duck se quedó mudo, sin hallar qué responder. El desconocido hizo una mueca despreciativa, parecida a la de un hombre que escupe con desdén, y diciendo algo en que se oían la palabra “aristócrata” y otras de ese jaez, echó a andar gravemente, con la seriedad y el aplomo de un perro habituado a pensar en problemas intrincados. Duck le vio irse con su trote poco distinguido, y, cuando sin dignarse volver la cabeza el extraño dobló la esquina, 483
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Duck se quedó ajeno a lo que le rodeaba, pensando por primera vez en su vida en el vasto, en el numeroso género de los perros, y al fin se dijo, con cierto dejo amargo, que aquel extraño hermano debía andar triste. —Verdaderamente –pensaba mientras se dirigía a su nueva morada– que acaso haya por ahí perros hambrientos. Nunca lo había advertido. Muy absorto en tales ideas, cayó en darse cuenta de que un gato se erizaba cerca de él sólo cuando oyó a su lado el bufido del minino. Cogido de sorpresa, Duck sintió un miedo violento, y con los ojos desorbitados de pavor se lanzó en una carrera de increíble velocidad que terminó en la habitación más apartada de la casa después de varios tropezones con muebles y con personas. Allí, ahogándose y nervioso, dejó pasar el tiempo y dormitó. A ratos despertaba asustado. Cada vez más confundido, preguntándose a qué se debían los sucesos del día –nada importantes, es verdad, pero muy raros–, se sumió en cavilaciones que hasta entonces no le habían mortificado. Llegó la noche, la triste noche de ese apartado lugar, y Duck soñó que andaba por las callejuelas acompañado del grandullón. Así, cuando abrió los ojos a la luz del amanecer, su primer pensamiento fue para el ignorado compañero del día anterior, y mientras desayunaba se decía con pesadumbre que acaso aquel otro andaría buscando qué comer. Se prometió guardarle algo, pero no pudo porque tenía hambre y le pareció poco lo que comía. Tras el desayuno se dirigió al sitio donde la tarde pasada vio al otro, y allí se sentó a observar el distante mar, los chillones colores de las casas y el brillo del sol sobre las aguas, y a percibir los mil olores que le llevaba el aire. Iba pasando la mañana sin novedad alguna, y el correcto Duck se aburría en su esquina cuando en un momento en que miraba hacia la playa le pareció ver la figura del grandullón cruzando la calle al trote. Duck se alborotó y ladró a todo pulmón; incluso corrió algo. Pero el otro –si era él– siguió su marcha sin volver la cabeza. Duck se molestó. —Lo mejor sería ir a aquella esquina –pensó. A seguidas se asustó. ¿A la esquina? Si en la casa se enteraban de que él era capaz de albergar ideas tan descabelladas, le amarrarían inmediatamente. Sólo pensarlo era arriesgado. —En verdad –se dijo Duck– que los viajes hacen cambiar. Pensando eso estaba, totalmente abstraído, cuando sintió olor de perro. Rápidamente levantó la cabeza. ¡Ah, diablos, si ahí estaba el otro! —Buen día –saludó, alegre, el joven Duck. —Ah, ¿eres tú, señorita? –respondió con visible desprecio el grandullón. Duck se sintió herido en lo más hondo de su alma. —No soy señorita. Me llamo Duck –dijo. —¿Duck? ¿Has dicho Duck? ¡Oh, oh, oh! —Sí, Duck –explicó. El otro se sentó, a decir verdad, con movimientos nada elegantes. —Jovenzuelo –rezongó de pronto–, ¿cómo permite usted que le llamen con un nombre tan cursi? ¿Cursi? ¿Qué quería decir tal palabra? Duck no entendía. —Es que así me han llamado siempre. ¿Y usted, qué nombre tiene? —¿Para qué quiere usted saberlo, joven? Duck hubiera querido gemir. Lo despreciaban, acaso por su tamaño, tal vez por su timidez. —Es que me gustaría ser su amigo –explicó. 484
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—¿Amigo? ¿Amigo mío un perro que huele tan, tan femeninamente? Nada más dijo. Lo que le quedara por dentro –y sin duda que no era poco– pretendió expresarlo con la actitud que tomó al empezar a trotar de nuevo. Duck le vio partir y se sintió tan humillado que se le revolvió el ánimo. Se llenó de ira. El bueno, el correcto, el tímido Duck rompió en un segundo todos los frenos de la educación, y encendido de vergüenza se lanzó tras el grandullón. Gruñía mil cosas a medida que corría, y cuando se halló junto a las patas del desconocido gritó un estentóreo “¡oiga!” que hizo volver la cabeza al otro. —¿Cómo? ¿Qué significa esto? –inquirió el trotón. —Significa –empezó Duck–, significa, significa… Pero de ahí no podía pasar. Todo su valor se había esfumado de golpe, como un poco de algodón que arde. —¡Significa qué? Diga, jovenzuelo insolente, ¡diga! –ladró el grandote. Eso era demasiado. Duck no pudo resistir. Se echó a temblar, temeroso de que aquel bárbaro le diera un mordisco por su audacia. Pero cuando temía tal cosa vio Duck con sorpresa que el grandullón despejaba el entrecejo y se sentaba plácidamente. ¿Qué había ocurrido? Misterio. Por lo visto aquel prójimo era maestro en esos cambios inesperados. También Duck se sentó. No sabía qué iba a salir de allí, pero sus emociones habían sido tan fuertes y tan dispares, que ya ni miedo podía sentir. El otro empezó a hablar y a Duck le pareció que su voz cobraba un tono benévolo, paternal, que entró como oleada de calor ligero y confortante en las venas de Duck y llenó de aliento su pobrecito corazón. Había vuelto a tutearle. Has dicho –oía Duck– que quieres ser mi amigo. Ignoro si tienes las condiciones de lealtad, de generosidad, de discreción, de valor, y en general todas aquellas virtudes necesarias para que la amistad, don sagrado, pueda embellecer tu inútil vida. Me temo que no. Sin embargo, estoy cansado de la fama de altivo con que seres inferiores bautizan mi amor a la soledad. Duck alzó los ojos y le pareció ver una mancha de tristeza nublando el rostro del desconocido. Había callado un momento y parecía recordar o meditar. —Sí, estoy cansado –siguió–; no de la soledad, que es el estado perfecto de los fuertes, sino de la calumnia de mis compañeros. Pues bien, serás mi amigo; es decir, haré lo posible para que seas mi amigo, porque no creo que tú, criatura pervertida por tus amos, sirvas para ser eso tan alto y tan sublime que se llama un amigo. ¿Entiendes? —Sí entiendo –aseguró Duck, aunque la verdad era que no entendía nada ni sentía otra cosa que una confusa alegría por la esperanza de amistad que le brindaban. —Bien, pues prepárate. Mañana vendré a buscarte. Esto dicho, el singular perro echó a andar y se perdió en el fondo de la calle, mientras Duck le contemplaba con orgullo, alborozado, sintiendo que la alegría le hacía temblar el corazón. Al otro día temprano, removiendo el rabo, Duck recibió a su nuevo amigo; pero el otro no se detuvo sino que dijo secamente: —¡Andando! —Pero, ¿ahora? –interrogó Duck. —Desde luego, joven. —Es que ahora… —¿Cómo? ¿Esas tenemos? ¿Empiezas con la pretensión de imponerme tu voluntad? —No, no… –pretendió explicar Duck, asustado por la luz que temblaba en las pupilas del otro. 485
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Pero comprendió que lo mejor en ese momento era no hablar sino actuar, y empezó a caminar con la cabeza gacha. El grande trotaba a su lado y Duck no tardó en hacerse cargo de que al paso que llevaban no podría él resistir mucho, porque aquel trote le exigía una carrera a cuyo ritmo no estaba acostumbrado el bueno, el correcto, el tímido Duck. A buen paso, pues, iban ambos, y Duck abría los ojos para ver cuánto había en torno suyo. Bajaron hasta la playa y después tomaron de nuevo hacia arriba, por una calle desconocida. Duck halló que casi todas las que debían ser viviendas tenían aspecto miserable; eran pequeñas, de madera, sucias y viejas. En las puertas se veían mujeres mal vestidas y niños desnudos. —¿También ésas son casas? –preguntó Duck sin dejar su rápido andar. —Sí –aseguró el otro–. ¿No lo sabes? Son casas y por desdicha abundan más que las que tú conoces. La calle aparecía ahora enyerbada, con una especie de barranco al final y lodo rojizo en algunos lugares. —¿Y cómo viven adentro? –preguntó Duck. —¿Vivir? No viven, hijo mío; padecen la vida. Duck no contestó. Se quedó pensando en las palabras de su compañero, tratando de penetrar su misterioso significado; pero no pudo detenerse mucho en su cavilación porque un penetrante mal olor le cortó las ideas. A cada paso aumentaba la fetidez. Duck arrugaba la nariz, queriendo rehuir el aire podrido que le mareaba. —¡Puaf, qué mal olor! –comentó. El otro volvió la cabeza con aire amargado y digno. —¿Ha dicho usted mal olor, joven? ¿Sí? Pues sepa que tras él ando. Lo que así le mortifica es mi desayuno. —¿Qué? ¿Qué ha dicho? —He dicho, joven, que lo que le huele tan mal es mi desayuno. Duck quiso comentar algo, pero el otro no estaba para oír comentarios. Con precisión de soldado torció hacia la derecha, y Duck le vio irse sin que pudiera seguirle. Aquella fetidez no le dejaba dar un paso. Era cada vez más fuerte, más dominante, y ya maleaba todo el aire. Duck sentía en todo el cuerpo el hedor y empezaba a nublársele la vista cuando vio acercarse a su amigo; llegaba a carrera desenfrenada, con las orejas pegadas al pescuezo y el rabo entre las piernas. Apenas le oyó Duck decir, cuando pasaba por su lado: —¡Huya, jovencito! Empavorecido de súbito, también él se dio a correr. Parecían dos sombras en fuga. Duck se ahogaba. Quería preguntar algo y no podía. Unas cuadras más allá el otro volvió la cabeza y al ver que no les seguían dobló una esquina y acortó el paso. —¿Qué… qué… qué su… ce… sucedió? –preguntó Duck. Aun en fuga, el grande no perdía su aire digno. —Que me perseguían por comer aquella basura –dijo altivamente. —¿Aquello tan hediondo? —Sí, joven; hasta la basura se nos niega a los que tenemos la desventura de no ser objetos de lujo. Con aire molesto, el perseguido cerró la boca, y Duck comprendió que a partir de esas palabras su amigo no hablaría más sobre el incidente. Se había sentado y con sus ojos serios observaba las afueras del pueblo. A lo lejos estaba el mar. El sol arrancaba reflejos de las aguas. Sobre una altura, a espalda de ambos amigos, un viejo árbol extendía sus ramas 486
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poderosas. El grande se quedó mirando aquel árbol y Duck hubiera jurado que por sus ojos vagaba un aire triste y conmovedor. Al cabo de cierto tiempo se levantó, señaló aquel lugar con el hocico, y dijo, como ordenando: —Vamos a dormir un poco ahí. Anduvieron lentamente y se acomodaron entre las raíces. Desde donde estaba Duck podía ver los techos de las casas, rojos y envejecidos, las calles, llenas de arena y de toda suerte de objetos inservibles, la gente llenando la playa y, recortándose sobre el cielo, la vela de una embarcación. Con la cabeza entre las piernas, el amigo de Duck dormía plácidamente. Duck le miraba y sentía que una admiración extraordinaria por ese compañero llenaba sus venas de alegría. ¡Qué raro, qué fuerte, qué atrayente perro era su amigo! Vivía como le daba la gana, sin amos, libre. El se hallaba orgulloso de esa amistad. Su corazón cantaba como si en él se hubieran alojado jilgueros. De vez en cuando una hoja arrancada por la brisa caía lentamente, dando vueltas, en la sombra donde los dos perros descansaban. Duck sentía deseos de jugar con ellas, de corretear y ladrar persiguiéndolas, pero temía despertar a su compañero. Se quedó, pues, tranquilo mientras la brisa acariciaba sus ojos y se los cerraba poco a poco. Era tarde ya cuando oyó al grande gruñir algunas interjecciones. Al levantar la cabeza, Duck se asombró de la hora. Pronto iba a oscurecer. A las calles empezaban a caer las sombras del crepúsculo y el cielo, allá lejos –donde se juntaba con el mar–, se llenaba de reflejos cárdenos. —Me voy, me voy a casa. Se ha hecho muy tarde –dijo Duck asustado. El otro le miró con sorna. —Joven –aseguró–, mi experiencia me ha enseñado esto que voy a decirle: si usted va a su casa hoy, le pegarán; pero si no va hoy ni mañana, sino pasado mañana, le recibirán alegremente, casi con una fiesta, le mirarán como a un resucitado y para usted serán las mejores caricias y los tratos más finos. Ahora, usted escoja entre esas dos perspectivas. Duck pensó un momento. Acaso no le faltaba razón al amigo, y en verdad su deseo era seguir con él, aprendiendo a su lado, conociendo ese misterio que es la vida; pero tenía tanto miedo de hacer algo que no fuera aprobado por sus amos… —Es que siento hambre –explicó. —¿Hambre? ¿Has dicho hambre? A Duck le desconcertaban los cambios inesperados de su compañero; tan pronto le trataba de usted como le tuteaba. Parecía despreciarle. Clavaba en él sus ojos sangrientos y Duck sentía que aquella mirada le enfriaba el alma. —Hambre… –seguía con tono irónico–. Miles y miles y miles de hermanos nuestros padecen miseria en este mundo; tú has comido regaladamente hasta ahora y hoy dices que tienes hambre. Decididamente, joven Duck, no tienes condiciones para ser mi amigo. Vamos, te acompañaré hasta tu casa. Duck se detuvo y se puso a estudiar a su compañero. ¿Qué había querido decirle? ¿Iba a abandonarle? —Veo en tus ojos la duda –aseguró el grande–. Quieres seguir conmigo, pero quieres también disfrutar del bienestar que tienes en tu casa. Tu corazón desea dos cosas distintas, y entre ellas vacilas. Se explica, porque eres joven. A paso mesurado, el compañero caminaba, con su torpe manera de hacerlo, sin dejar de hablar. Duck no era tan ignorante que no supiera apreciar el dolor que dejaba ver el tono de su amigo. A él le llegaba ese dolor y le hacía sufrir. Oía: 487
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—En la vida –y atiende a este consejo que te da un viejo a quien el porvenir no le reserva nada nuevo– no hay mayor fuente de angustia que la duda. Quien duda no vive. Escoge siempre, lo mejor o lo peor, no importa, pero escoge. Y ahora –dijo cambiando de voz– anda con cuidado, que estamos pasando frente a una casa donde hay un compañero bastante colérico y mal educado. Duck tembló cuando observó que desde la puerta de la casa, un bull-terrier de aspecto malhumorado le clavaba los ojos con mala intención. Sigilosamente cambió de lado y dejó el flanco peligroso a su compañero. Una cuadra más allá volvía aún la cabeza, receloso, y mientras no se sintió seguro de ataques por la retaguardia no pensó en lo que había dicho su amigo. Este iba calmosamente, como quien rumia una preocupación. Duck observaba que su paso no le parecía ya tan atropellado. Viéndole de perfil podía apreciar la gravedad y la decisión en sus líneas, en su boca seria, en sus orejas caídas. De todo él surgía un aire altivo y modesto a la vez. —Te voy a llevar hasta tu casa –le oyó decir de nuevo–, pero antes deseo que conozcas cierto lugar. Había oscurecido ya. Del lado del mar salían estrellas. En la distancia, negras, las aguas brillaban. Anduvieron más. Iban orillando el pueblo y de pronto Duck notó que su amigo se hacía cauteloso, como si temiera algo; notó que todo su rostro tomaba un aspecto emocionado, que casi le hacía parecer un cachorro. Llevaba alta la cabeza y sin duda olía con delectación el aire. Se detuvo. Cerca había una casa de amplio portal. —Allí, allí –dijo su amigo. Duck quiso ver, pero no lo consiguió. Señalando con la cabeza, su amigo insistía: —Allí, mírala. Ahora se levanta, fíjate. Una perrita no más grande que Duck, blanca y lanuda, se asomó al portal y estuvo inmóvil algunos segundos. Parecía pensar en algo distante, soñar acaso. —¿Ella? –preguntó Duck. —Sí, ella –respondió su amigo sentándose–. Ella… ¡Qué simple es decirlo! La conocí recién nacida, hace menos de un año; ahora su presencia renueva mi vida y mi viejo corazón tiembla a su solo recuerdo. Duck se volvió, extrañado. ¿Era idea suya o estaba conmovido su amigo? Duck se apesadumbraba oyéndole. Notó que por el lado opuesto de la calle se asomaban otros perros, tres, acaso cuatro. Venían alegres. —Ella prefiere a ésos –oyó Duck decir–. Son jóvenes. No hay que culparla. A Duck le pareció que su amigo había suspirado y él no entendía por qué lo había hecho. ¿Acaso sufría? Él, Duck, sólo sentía hambre; hambre y miedo de dar disgustos en la casa o de que se los dieran a él. Esperó largo rato, mientras su amigo parecía abismarse en sus ideas. —¿Nos vamos? –preguntó al fin. —Sí, nos vamos –respondió el otro. Dieron la vuelta y anduvieron a buen paso. Al final de una calleja se veía la casa de Duck. Se acercaban. Su compañero iba como quien ignora la presencia de cuanto le rodea. De pronto Duck le vio plantarse en seco, alzar la cabeza, mirarle despectivamente, y, cuando azorado e impresionado, fue a preguntar qué le pasaba, oyó una voz sorda y colérica que preguntaba: —¿Es usted capaz de creer lo que le he dicho de aquella jovencita? Se trata de una comedia ¡de una comedia! ¿O tuvo usted la ilusión de que yo le abriera mi intimidad a un ser despreciable como usted, que huele a señorita y que se llama Duck? ¿La tuvo? ¡Diga si la tuvo! 488
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Empavorecido, Duck vio cómo el otro avanzaba hacia él, le mostraba los dientes, le descubría una fiereza no sospechada. De golpe, con los ojos llenos de un brillo infernal, el grande pegó un salto y se abalanzó sobre él. Con esguince rápido, preguntándose a qué se debía tal actitud, Duck hurtó el cuerpo y echó a correr. Se sentía morir. Era, huyendo, una bola de carne y pelos con ojos desorbitados. En la casa le vieron subir los escalones a toda velocidad y alguien gritó que había vuelto. El grande se quedó plantado en la calle. No se movió de allí sino después que Duck desapareció de su vista. Después dio lentamente la vuelta. —Ahora –dijo– estoy tranquilo. Él no perderá su bienestar porque tendrá un mal recuerdo de su primera aventura y yo no corro el peligro de encariñarme con él. Porque es lo cierto que iba tomándole afecto. Pero nadie oyó esas palabras, porque aunque las dijo en voz alta, sólo un hombre pasaba cerca cuando las decía, y los hombres son incapaces de entender el noble lenguaje de los perros.
Un niño A poco más de media hora, cuando se deja la ciudad, la carretera empieza a jadear por unos cerros pardos, de vegetación raquítica, que aparecen llenos de piedras filosas. En las hondonadas hay manchas de arbustos y al fondo del paisaje se diluyen las cumbres azules de la Cordillera. Es triste el ambiente. Se ve arder el aire y sólo de hora en hora pasa algún ser vivo, una res descarnada, una mujer o un viejo. El lugar se llama Matahambre. Por lo menos, eso dijo el conductor, y dijo también que había sido fortuna suya o de los pasajeros el hecho de reventarse la goma allí, frente a la única vivienda. El bohío estaba justamente en el más alto de aquellos chatos cerros. Pintado desde hacía mucho tiempo con cal, hacía daño a la vista y se iba de lado, doblegándose sobre el Oeste. Sí, es triste el sitio. Sentados a la escasa sombra del bohío, los pasajeros veían al chofer trabajar y fumaban con desgano. Uno de ellos corrió la vista hacia las remotas manchas verdes que se esparcían por los declives de los cerros. —Allá –señaló– está la ciudad. Cuando cae la noche desde aquí se advierte el resplandor de las luces eléctricas. En efecto, allá debía estar la ciudad. Podían verse masas blancas vibrando al sol, y atrás, como un fondo, la vaga línea donde el mar y el cielo se juntaban. Pasó un automóvil con horrible estrépito y levantando nubes de polvo. El conductor del averiado vehículo sudaba y se mordía los labios. De los tres viajeros, jóvenes todos, uno, pálido y delicado, arrugó la cara. —No veo la hora de llegar –dijo—. Odio esta soledad. El de líneas más severas se echó de espaldas en la tierra. —¿Por qué? –preguntó. Quedaba el otro de ojos aturdidos. Fumaba un cigarrillo americano. —¿Y lo preguntas? Pareces tonto. ¿Crees que alguien pueda no odiar esto, tan solo, tan abatido, sin alegría, sin música, sin mujeres? —No –explicó el pálido–; no es por eso por lo que no podría aguantar un día aquí. ¿Sabes? Allá, en la ciudad, hay civilización, cines, autos, radio, luz eléctrica, comodidad. Además, está mi novia. 489
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Nadie dijo nada más. Seguía el conductor quemándose al sol, golpeando en la goma, y parecía que todo el paisaje se hallaba a disgusto con la presencia de los cuatro hombres y el auto averiado. Nadie podía vivir en aquel sitio dejado de la mano de Dios. Con las viejas puertas cerradas, el bohío medio caído era algo muerto, igual que una piedra. Pero sonó una tos, una tos débil. El de ojos aturdidos preguntó, incrédulo: —¿Habrá gente ahí? El que estaba tirado de espaldas en la tierra se levantó. Tenía el rostro severo y triste a un tiempo. No dijo nada, sino que anduvo alrededor del bohío y abrió una puerta. La choza estaba dividida en dos habitaciones. El piso de tierra, disparejo y cuarteado, daba impresión de miseria aguda. Había suciedad, papeles, telarañas y una mugrosa mesa en un rincón, con un viejo sombrero de fibras encima. El lugar era claro a pedazos: el sol entraba por los agujeros del techo, y sin embargo había humedad. Aquel aire no podía respirarse. El hombre anduvo más. En la única portezuela de la otra habitación se detuvo y vio un bulto en un rincón. Sobre sacos viejos, cubierto hasta los hombros un niño temblaba. Era negro, con la piel fina, los dientes blancos, los ojos grandes, y su escasa carne dejaba adivinar los huesos. Miró atentamente al hombre y se movió de lado, sobre los codos, como si hubiera querido levantarse —¿Qué se le ofrece? –preguntó con dulzura. —No, nada –explicó el visitante–; que oí toser y vine a ver quién era. El niño sonrió. —Ah –dijo. Durante un minuto el hombre estuvo recorriendo el sitio con los ojos. No se veía nada que no fuera miserable. —¿Estás enfermo? –inquirió al rato. El niño movió la cabeza. Después explicó: —Calentura. Por aquí hay mucha. El hombre tocó su bracito. Ardía, y le dejó la mano caliente. —¿Y tu mamá? —No tengo. Se murió cuando yo era chiquito. —¿Pero tienes papá? —Sí. Anda por el conuco. El niño se arrebujó en su saco de pita. Había en su cara una dulzura contagiosa, una simpatía muy viva. Al hombre le gustaba ese niño. Se oían los golpes que daba el conductor afuera. —¿Qué pasó? –preguntó la criatura. —Una goma que se reventó, pero están arreglándola. Así hay que arreglarte a ti también. Hay que curarte. ¿Qué te parece si te llevo a la Capital para que te sanes? ¿Dónde está tu papá? ¿Lejos? —Unjú… Viene de noche y se va amaneciendo. —¿Y tú pasas el día aquí solito? ¿Quién te da la comida? —Él, cuando viene. Sancocha yuca o batata. Al hombre se le hacía difícil respirar. Algo amargo y pesado le estaba recorriendo el fondo del pecho. Pensó en la noche: llegaría con sus sombras, y ese niño enfermo, con fiebre, tal vez señalado ya por la muerte, estaría ahí solo, esperando al padre, sin hablar palabra, sin oír música, sin ver gentes. Acaso un día cuando el padre llegara lo encontraría cadáver. 490
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¿Cómo resistía esa criatura la vida? Y su amigo, que había afirmado momentos antes que no soportaba ni un día de soledad… —Te vas conmigo –dijo–. Hay que curarte. El niño movió la cabeza para decir que no. —¿Cómo que no? Le dejaremos un papelito a tu papá, diciéndoselo, y dos pesos para que vaya a verte. ¿No sabe leer tu papá? El niño no entendía. ¿Qué sería eso de leer? Miraba con tristeza. El hombre estaba cada vez más confundido, como quien se ahoga. —Te vas a curar pronto, tú verás. Te va a gustar mucho la ciudad. Mira, hay parques, cines, luz, y un río, y el mar con vapores. Te gustará. El niño hizo amago de sonreír. —Unq unq, yo la vide ya y no vuelvo. Horita me curo y me alevanto. Al hombre le parecía imposible que alguien prefiriera esa soledad. Pero los niños no saben lo que quieren. Afuera estaban sus amigos, deseando salir ya, hallarse en la ciudad, vivir plenamente. Anduvo y se acercó más al niño. Lo cogió por las axilas, y quemaban. —Mira –empezó–… allá… Estaba levantando al enfermito y le sorprendió sentirlo tan liviano, como si fuera un muñeco de paja. El niño le miró con ojos de terror, que se abrían más, mucho más de lo posible. Entonces cayó al suelo el saco de pita que lo cubría. El hombre se heló, materialmente se heló. Iba a decir algo, y se le hizo un nudo en la garganta. No hubiera podido decir qué sentía ni por qué sus dedos se clavaron en el pecho y en la espalda del niño con tanta violencia. —¿Y eso, cómo fue eso? –atinó a preguntar. —Allá –explicó la criatura mientras señalaba con un gesto hacia la distante ciudad–. Allá… un auto. Justamente en ese momento sonó la bocina. Alguien llamaba al hombre y él puso al niño de nuevo en el suelo, sobre los sacos que le servían de cama, y salió como un autómata, aturdido. No supo cuándo se metió en el automóvil ni cuándo comenzó éste a rodar. Su amigo el pálido iba charlando: —¿Te das cuenta? Es la civilización, compañero… Cine, luz, periódicos, autos… Todavía podía verse el viejo bohío refulgiendo al sol. El hombre volvió el rostro. —La civilización es dolor también; no lo olvides –dijo. Y se miraba las manos, en las que le parecía tener todavía aquel niño trunco, aquel triste niño con sus míseros muñoncitos en lugar de piernas.
El río y su enemigo Sucedió lo que cuento en un lugar que está más abajo de Villa Riva, en las riberas del Yuna. Cuando pasa por allí el Yuna ha recorrido ya muchos kilómetros y ha fecundado las tierras más diversas. Nacido en las fragosidades de la Cordillera, descendiendo en paciente y prolongada marcha docenas de lomas, el gran río llega al sitio de que hablo hecho un poderoso, aunque sereno mundo de aguas. Yo estaba pasándome unas vacaciones donde mi viejo amigo Justo Félix. Debía retornar el día siguiente a la Capital y pasaba la última noche en la sala de la casa –un vasto caserón 491
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de madera fabricado sobre altos pivotes para que el río no se metiera en las habitaciones cuando se desbordaba–. Nos hallábamos esa noche reunidos mi huésped, cómodamente sentado en una mecedora; su mujer, señora de pocas carnes y pelo blanco, que cosía en silencio; la hija menor de Justo, muchacha de cutis rosado y abundante pelo castaño, muy atrayente; dos nietos de Justo, Balbino Coronado y yo. La lámpara alumbraba pobremente y los rincones de la sala se conservaban en penumbras. Balbino se había sentado en una silla serrana. Yo había entrado desde el comedor y tuve que fijarme en él porque me quedaba justamente delante. Nunca le había visto, y aquella noche, tan pronto mis ojos tropezaron con él, sentí que me hallaba frente a un hombre de difícil personalidad. Él no levantaba los ojos. Muy seco, muy tieso en su silla, sólo se movía para escupir, cosa que hacía con frecuencia, tirando la saliva en el piso. De momento, tan rápidamente como un relámpago, sus ojos fulguraban despidiendo reflejos; era cuando miraba a la hija de mi huésped, la cual parecía sentirse molesta y no osaba levantar la cabeza. Yo pensé que eran novios disgustados o estaban a punto de serlo. Justo empezó a hablar de cosas interesantes, a contar cómo había él aprendido a cazar con machete los cerdos cimarrones que frecuentan los bosques y las faldas de la vecina Cordillera, y al conjuro de su voz le parecía a uno ver las escenas, vivir la misteriosa y profunda fuerza del monte que cubre ambas orillas del Yuna. Con buenas dotes de narrador, con descripciones sobrias y acertadas que llenaban su relato de interés, hablaba de una cacería en la que había tomado parte el año anterior y yo seguía el hilo de su historia sin mover un músculo, cuando vi a Balbino ponerse de pie, dar las buenas noches y tomar la puerta. Justo dejó de hablar, miró hacia el que se iba, después a su mujer y a su hija, y haciendo una mueca que lo mismo podía querer decir “¿qué ha pasado?” o “ya se fue ése”, se quedó silencioso y como preocupado. —Un hombre extraño –comenté para animar el momento. Justo movió la cabeza de arriba abajo. —Bastante –dijo por toda respuesta. La mujer de mi amigo hizo alguna pregunta sobre la administración de la finca y se enredó con su marido en una conversación doméstica. La muchacha alzó la cabeza, me miró y sonrió. Me pareció atrayente. Tenía los ojos limpios y aire saludable y vivaz. Hasta ese momento no lo había notado. Como creía que había algo entre ella y Balbino, hallé lógico que, si estaban disgustados, él se fuera con la cara de pocos amigos que llevaba, pues la muchacha bien valía un disgusto. Le dije algo, empezamos a hablar, y ya pasó Balbino a segundo plano. Por desdicha aquello duró poco. Los nietos de mi amigo no tardaron en irse a dormir; al rato la mujer de Justo hizo una señal a su hija, ésta pidió permiso, dio las buenas noches y madre e hija tomaron el camino de sus habitaciones. Nos quedamos solos mi huésped y yo. Hora llena de impresionante calma, aquella en que estábamos me infundía sentimientos de bienestar. Se oía el vago rumor del bosque y del río; la brisa de la noche pasaba por la arboleda vecina; desde la sala se veían cruzar los cocuyos iluminando la oscuridad y un coro de grillos parecía hacer germinar sobre la tierra una rara música de encantamiento. Esa era mi última noche en el lugar y quería disfrutarla. Sentía el deseo de hablar de Balbino Coronado, de saber algo de su vida, porque la verdad era que el hombre me había interesado; pero sentía también una especie de holganza espiritual que me impedía alzar la voz. Me levanté y me fui a la puerta. 492
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—Esta noche sale la luna temprano –dijo mi huésped a mi espalda. —Me gustaría verla en el río –dije. Entonces Justo me invitó a seguirle; bajamos los escalones y fuimos por una vereda estrecha hasta llegar a los guijarros que marcaban la orilla del Yuna. Una poderosa masa de árboles cubría del todo el agua y aquel sitio tenía un olor penetrante y suave a la vez. No hablábamos. Acaso Justo me llamaba la atención sobre alguna piedra o alguna rama que podía hacerme daño, pero yo apenas le oía. Me había entregado a disfrutar de la noche. La fuerza del mundo se sentía allí. Cantaba alegre y dulcemente el río, chillaban algunos insectos y las incontables hojas de los árboles resonaban con acento apagado. De pronto por entre las ramas enlazadas apareció una luz verde, pálida, delicada luz de hechicería, y vimos las ondas del río tomar relieve, agitarse, moverse como vivas. Todo el sitio empezó a cobrar un prestigio de mundo irreal. Los juegos de luz y sombra animaban a los troncos y a los guijarros y parecía que se iniciaba una imperceptible pero armónica danza, como si al son de la brisa hubieran empezado a bailar dulcemente el agua, los árboles y las piedras. Absorto ante la tranquila y maravillosa escena, estuve sin moverme hasta que Justo dijo que la luna se apagaba. Unas nubes oscuras que vagaban por el cielo la cubrieron lentamente. Mi amigo y yo dejamos el lugar, pero yo me sentía tan emocionado que no pude callarlo. Hablé del paisaje, del Yuna majestuoso, de la dicha que se gozaba viviendo allí. Justo me oía en silencio, igual que si jamás hubiera oído hablar así. Caminábamos muy despacio. Por momentos un rayo de luz atravesaba las masas de nubes y llenaba el sitio de claridad. Tomándome por un brazo, mi amigo empezó a hablar. —Al hombre –dijo– no se le puede entender. ¡Qué gran refrán es ése de que cada cabeza es un mundo! Me quedé esperando que dijera algo más, porque aquellas palabras no tenían aparente relación con lo que yo había dicho. El debió leerme la duda en la actitud. —Sí, amigo; sé lo que digo –siguió–. Aquí mismo tiene usted un caso. ¿Vio a Balbino Coronado, ese joven que estaba hace una hora con nosotros? ¿Sabe usted por qué tenía esa cara tan extraña? —Supongo –respondí– que andará enamorado de su hija y le molestó que ella no le pusiera atención. Mi amigo sonrió con suficiencia. —No, no es eso. Estaba así porque él siente las avenidas del Yuna. —¿Qué las siente? —O las presiente, si halla usté más justa esta palabra. Yo no pude evitar la mirada de asombro con que me fijé en Justo. Él pareció no darle importancia a ese gesto mío. —Usted –dijo– me ha hablado hace poco de la emoción que le ha producido el río, ¿no es así? Yo, en cambio, conozco a otra persona –Balbino Coronado– que siente por el Yuna un odio mortal, un odio que no puede tenerse sino por un hombre que nos ha hecho mucho daño. Me intrigaron las palabras de mi amigo. —Explíquese mejor –le pedí. En medio del patio había un tronco tirado. La tierra, los ranchos, las piedras del lugar adquirían un color grisáceo con la luz que llegaba a ratos del cielo. Todo parecía allí detenido. El lento vaivén de las masas de árboles que orillaban el río producía la impresión de que el patio iba deslizándose pausadamente por una pendiente fantasmal. Sobre las masas 493
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negras se veía el firmamento plomizo, y yo sentía que sólo la vida vegetal tenía razón de ser allí. El hombre estaba de más en el corazón silencioso de la noche. Tal vez influidos por ese sentimiento, mi amigo y yo habíamos hablado en voz baja, como si hubiéramos temido ser considerados intrusos en aquel sitio. —¿Quiere que nos sentemos en ese tronco? –preguntó Justo. Dije que sí con la cabeza. Mi amigo se sentó a mi lado, encendió un cigarro y empezó a hablar. Yo oía sus palabras, que sonaban apagadas. Explicaba él que dos veces por año, y una cuando menos, el Yuna recibe agua en las cabezadas y empieza a crecer. Poco a poco va descendiendo de la Cordillera más veloz, más ancho, y acaba bajando con un caudal imponente. En esas épocas el río llega a las llanuras tan cargado de agua que se sale del cauce; los vividores de esos parajes no hacen nada que no sea ver cómo el Yuna va adueñándose lentamente de toda la extensión, metiéndose por las tierras sembradas, inundando las sabanas y los sitios más bajos. En ocasiones las avenidas son violentas y entonces se oye el río rugir día y noche y se ven las masas de agua que descienden iracundas, negras, y asaltan los barrancos más altos y ganan en marchas impetuosas los altozanos donde la gente fabrica sus bohíos. Cuando ocurre eso el desborde arranca árboles de cuajo, arrastra viviendas y animales, se lleva pedazos enteros de conucos, porque el agua cava la tierra y la deshace. Las familias que viven en las márgenes suben a los lugares altos llevándose consigo los cerdos, las gallinas y las vacas. Desde su casa, Justo había visto en alguna de esas inundaciones kilómetros y kilómetros de agua esparcida sobre la tierra y en una ocasión su familia había estado días enteros sin poder salir de la vivienda porque el río se había metido hasta allí mismo y golpeaba sin cesar los pivotes de ojancho que sostenían la casa. —Conozco el Yuna –aseguraba mi amigo– como si fuera una persona, y siento por él gran cariño porque sé que esas avenidas fecundan toda la región. En cambio, Balbino Coronado lo odia a muerte. Mi amigo calló. Yo seguí un momento imaginando cómo sería aquel sitio ocupado por las aguas desbordadas. —¿Y por qué lo odia? –pregunté al cabo. —Mire, hasta hace tres años Balbino Coronado era dueño de tierras, bien pocas por cierto, unas quince tareas, pero él las aprovechaba como nadie; las tenía sembradas de cuanto puede dar un conuco pequeño. Al parecer le había costado mucho trabajo adquirir esa pequeña propiedad. Estaba situada a la orilla del río, cerca de aquí, detrás de ese monte que se ve a nuestra espalda, vino el Yuna crecido por este tiempo, dos años atrás y le comió la tierra en una noche. Al otro día el conuco de Balbino Coronado era cauce del río y todavía pasa por ahí. El muchacho casi se volvió loco y para mí que desde entonces no anda bien de la cabeza. La historia era curiosa. Quise saber más, y mi amigo me dijo que muchas veces había hallado a Balbino en el sitio donde había estado su conuco mirando con ojos desorbitados el majestuoso e indolente río. —Hace un rato –explicó– cuando lo vi a usté quedarse extasiado a la orilla del Yuna, yo pensaba en Balbino, para quien el río no tiene nada de bello. Por eso le dije que cada cabeza es un mundo. —Es raro –terminé yo por todo comentario. Mi amigo chupó dos o tres veces su cigarro, miró hacia el cielo y habló algo de posibles lluvias; después se puso de pie. —Vamos a dormir –dijo–. Mañana tiene usté que irse y debemos madrugar para arreglar el viaje. 494
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Detrás suyo tomé el camino de la casa, y todavía desde la puerta contemplé un momento el dormido paisaje. Cruzando a toda marcha enormes nubes oscuras, la luna se entreveía en la altura. Antes de dormirme pensé un poco en Balbino Coronado. Extraña historia la suya. Lamenté no haberlo conocido antes; hubiera tratado de intimar con él, de estudiarlo; pero no lo pensé mucho porque me fui durmiendo rápidamente. Muy temprano sentí voces cerca de mi habitación. Me levanté a toda prisa pensando que tal vez era tarde, y al abrir la puerta vi a Balbino gesticular airadamente al tiempo que decía cosas ininteligibles. Justo estaba frente a él y le miraba fijamente. —Cálmate, Balbino –dijo. Me acerqué a ellos. Con las manos clavadas en los hombros de Justo, el otro tenía los ojos desorbitados, luminosos e impresionantes; su faz era agresiva y al parecer, Balbino padecía de angustia. —¡Vuelve, le digo yo que vuelve! –aseguraba Se comprendía que estaba desesperado, pero yo no sabía debido a qué. Entre su aspecto y el de un loco no había diferencia alguna. Mi amigo lo tomó por la cintura y se lo fue llevando de allí. Iban a salir ya del comedor cuando llegó la hija de Justo. Súbitamente, Balbino se detuvo y bajó la cabeza. Con una voz dulcísima ella le increpó: —¿Cómo es eso? ¿Es que no vas a hacerme caso? Balbino no se movía. Yo me hallaba confundido y hubiera jurado que aquel hombre se había ruborizado. —Vete a la cocina –ordenó con suavidad la hija de mi amigo– y que te den desayuno. Silencioso y como humillado, Balbino se alejó sin alzar la cabeza. La muchacha le miró, después volvió los ojos al padre y movió las manos como quien lamenta algo. —Sólo le hace caso a ella cuando está así –pretendió explicarme Justo. —¿Así? ¿Qué quiere decir? —Es la avenida. Cree que el Yuna va a crecer hoy. —¿Crecer hoy? No me parece. Justo sonrió. —Usté no se va, amigo. Balbino nunca ha fallado en eso. —¿Y qué tiene que ver mi viaje con el Yuna? —¿Pero no se lo expliqué anoche? ¿Cómo va usté a cruzar ese río si se bota? Hablando nos sentamos a desayunar. Los nietos de mi amigo charlaban y contaban episodios de los desbordes. A poco empezó a llover y no me fue posible poner un pie fuera de la casa. A través de la ventana vi el patio lleno de agua. La hija de Justo se adormecía con el canto de la lluvia. —El pobre Balbino se vuelve loco de ésta –aseguró. Molesto con el fracaso de mis planes, me fui a la habitación y estuve acostado hasta mediodía. A esa hora la lluvia parecía menos fuerte. Debajo del piso gruñían los perros y cacareaban las gallinas. Ráfagas de viento sacudían los árboles cercanos. Todo el mundo en la casa demostraba cansancio y sólo el más pequeño de los nietos de Justo parecía contento por la proximidad de la inundación. Los peones que entraban de rato en rato no decían palabra y el ambiente estaba cargado de preocupación. A la caída de la tarde la lluvia había cesado del todo. Yo estaba en la galería, viendo cómo unos patos se solazaban en las charcas, cuando vi a Balbino entrar a saltos y cruzar ante mí sin darse cuenta de mi presencia. Con todo el pelo caído sobre la frente, más 495
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nervioso que por la mañana, con los ojos más fúlgidos, Balbino tomó a Justo por un brazo y le dijo: —¿No oye como viene roncando ese maldito? Justo le miró con seriedad. —Deja eso ya –ordenó secamente–. Yo no oigo nada. Son cuentos tuyos. Además, Lucía está ahí y te va a regañar. Balbino pareció impresionado; empezó a irse, pero de pronto se volvió. —¡Y lo mato; si crece lo mato! ¡Le juro por mi madre que lo voy a matar! La voz de Lucía se oyó en la sala y como si lo hubieran conjurado, Balbino echó a correr hacia los escalones, los bajó a saltos y se perdió en el patio. Yo pensé que estaba al borde de un ataque de locura. La noche cayó rápidamente. Pasamos las primeras horas en la sala, hablando de temas variados. Cuando la familia se fue a dormir quise ver desde la galería el espectáculo de la naturaleza triste. Un cielo plomizo, como lleno de humo, clareado por la luna –a la que ocultaban nubes pesadas– se extendía agobiador sobre todo cuanto los ojos dominaban. En el patio brillaba a trechos el agua aposada. —¿Quiere que bajemos a ver cómo está el río? –preguntó Justo. Yo no tenía interés en ir, pero me sentía dispuesto a dejarme llevar. Tomamos un atajo que no era el mismo por el cual habíamos pasado la noche anterior; caminamos un rato largo, orillando la masa de árboles, y de pronto, en un recodo, nos sorprendió el horizonte amplio. Estábamos en un sitio sin vegetación, una especie de vasta playa guijarrosa. Allí curvaba violentamente el río, yéndose hacia el oriente, y desde nuestro lugar podíamos ver una llanura pelada que se extendía sobre la margen opuesta y que parecía terminar en lo que debían ser las primeras estribaciones de la Cordillera. Del Yuna se elevaba un rumor sordo, que agobiaba como una amenaza. Aparentemente el río era tranquilo en ese sitio. Desde donde estábamos la playa iba en descenso y dos metros hacia abajo el agua golpeaba con vago murmullo. La luz confusa de aquella noche se tendía sobre el paisaje. Los árboles que se alcanzaban a ver hacia la izquierda y la derecha lucían mustios, inmóviles, y despedían un brillo apagado. Silencioso y serio, Justo parecía vigilar la amplia masa líquida que susurraba a nuestros pies. De pronto me tomó un brazo y señaló hacia el recodo de donde surgía el río. —¡Mire, mire! –dijo. Yo traté de ver y no acerté a dar con lo que inquietaba a mi amigo. —¡Mire, mire cómo viene el condenado! Temblorosa de emoción o de miedo, su mano señalaba con mayor vigor al tiempo que la otra se clavaba en mi brazo. Entonces observé con detenimiento. De súbito creí oír un murmullo creciente, que iba haciéndose más fuerte por segundos. Atendí con toda la atención de que soy capaz. De golpe vi un lomo de agua parda que rodaba sobre el río y se lanzaba rugiendo en la que parecía plácida superficie; lo vi avanzar, descender y tornar a levantarse; lo vi hirviendo, arrojando espumas rojizas; lo vi rascar con furia las márgenes; lo vi agitarse, sacudirse, encresparse como una persona poseída de un frenesí. Troncos y animales llegaban coronando una ola, y tras esa llegó otra y después otra y a poco otra más. Ya el agua estaba a un metro de nosotros. Aquel líquido vivo empezó a esparcirse en la llanura que teníamos enfrente y a los pocos minutos todo el recodo donde se agitaban los pendones que crecen en las playas era lecho del río, y los pendones iban desapareciendo rápidamente bajo el seguro avance. 496
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Yo estaba asustado, lo confieso. Veía salir el agua del recodo y la veía adueñarse del lugar. Pensaba en la noche anterior, tan dulce, tan hechicera, y pensaba también en los campesinos a quienes la inundación arrebataría cerdos y reses y arrojaría de sus casas. Sin decir palabra, Justo observaba, tan atento como yo. Ignoro cuánto tiempo estuvimos allí. Mi amigo debió cansarse porque me pidió que nos fuéramos. Yo hubiera deseado contemplar un rato más aquel turbio paisaje que a mi juicio debía tener mucho parecido con los de los primeros días de la creación. La vaga luz lunar sobre la extensión ahogada, el sordo rugido del río y su golpear incesante en el barranco, y el triste aspecto de la vegetación daban la impresión de que toda la naturaleza estaba empavorecida, así como la noche anterior me había parecido que hasta las piedras transpiraban paz. Nos fuimos de allí oyendo el rumor amenazante. Justo iba hablando de lo que esperaba a la gente de las cercanías y nos aproximábamos a la casa eludiendo las charcas cuando de repente surgió de las sombras una figura humana que pareció confundida al vernos. Pero su confusión duró apenas segundos. En brusca arrancada, el que fuera echó a correr y los perros se lanzaron tras él, ladrando con vehemencia. Durante un momento no supimos qué hacer. De pronto Justo se volvió, me sujetó por una manga de la camisa y gritó: —¡Corra! A seguidas emprendió una carrera loca tras la sombra que huía. Mi impresión fue grande. No acertaba a darme cuenta de lo que estaba pasando. —¡Corra! –tornó a gritar Justo. ¿Qué sentí? No fue valor ni deseo de luchar; lo sé, y no me engaño ni trato de engañar a nadie. Lo que tuve fue vergüenza de que a mi amigo le sucediera algo estando yo allí, y acaso miedo de verme solo en aquel lugar y en aquella noche fantasmal. Corrí también, corrí como quien huye de alguna amenaza; vi a Justo meterse en la oscuridad de la masa de árboles y le seguí sin saber por qué. Sentía el viento en mis oídos y los tenaces gritos de los perros me torturaban y me angustiaban. La sombra que perseguíamos cruzó por una pequeña zona de luz que dejaba un claro entre los árboles. Con increíble rapidez yo pensaba que el que fuera podía esconderse entre el bosque y esperar el paso de Justo para herirle a mansalva. —¡Justo, Justo! –grité con la pretensión de advertirle que se cuidara. Pero no me oía. Calculé que estábamos cerca del río, acaso a veinte metros. Se distinguía ya el rumor del agua, aquel sordo murmullo que levantaban las olas; y de súbito vi el Yuna a través de los troncos, y vi la borrosa figura lanzarse al cauce blandiendo en la mano derecha un hierro que en la confusa claridad despedía reflejos siniestros. —Justo, Justo! –torné a gritar. Pero ya era imposible que me oyera. La voz apenas me salía. Me ahogaba y el corazón quería salírseme del pecho. Los condenados perros se acercaban al agua y aumentaban su furioso ladrar. Otros perros contestaban desde los sitios cercanos. A pique de llegar a la orilla oí a Justo lanzar voces coléricas. Y cuando, frío por el esfuerzo, agotado, casi a punto de caerme, desemboqué en el pequeño claro donde pensé que estaba Justo, vi en medio del agua a un hombre que se debatía entre las oleadas y que lanzaba machetazos a la superficie del río. Lo que se distinguía de su rostro –la mirada brillante y el gesto duro de la boca– daba la impresión de que era agitado 497
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por una cólera que ningún hombre corriente podía sentir. Por encima del rugido del agua oía su voz. —¡Maldito, río maldito! –exclamaba. Desde la orilla, yo llamaba a Justo a gritos. Otro lomo de agua se acercaba rugiendo a aquel hombre que se retorcía y se agitaba en medio del Yuna. Vi el agua acercarse a él hirviendo, espumeando, enrollándose, mordiéndose a sí misma. Aquella mole pardusca avanzaba de una orilla a la otra, y las piedras de las orillas saltaban como hojas y el barro se deshacía al contacto con aquella fuerza ciega. Vi el agua acercarse y vi el gesto de ira que endureció por última vez las facciones del hombre. Todavía alzó el machete una vez más, y un tronco que rodaba llevado por la corriente se interpuso entre él y mis ojos. Justo Félix, que había legado a mi lado, gritó, haciendo rebotar el grito de orilla en orilla. —¡Balbinoooo… Sal, Balbinooooo! Pero Balbino no salió. Cinco días después, cuando bajó la crecida, se vio que el cauce del río había cambiado y las quince tareas de Balbino Coronado habían quedado libres de agua y listas para levantar un buen conuco. Sin embargo, hasta donde me informaron, se quedarían sin dar fruto porque Balbino Coronado no tenía quien lo heredara.
La bella alma de don Damián Don Damián entró en la inconsciencia rápidamente, a compás con la fiebre que iba subiendo por encima de treinta y nueve grados. Su alma se sentía muy incómoda, casi a punto de calcinarse, razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el corazón. El alma tenía infinita cantidad de tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada uno metido en una vena y algunos sumamente delgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y a medida que eso iba haciendo don Damián perdía calor y empalidecía. Se le enfriaron primero las manos, luego las piernas y los brazos; la cara comenzó a ponerse atrozmente pálida, cosa que observaron las personas que rodeaban el lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo que era tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas palabras y pensó: “Hay que apresurarse, o viene ese señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me queme la fiebre”. Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas entraba una luz lívida, que anunciaba el próximo nacimiento del día. Asomándose a la boca de don Damián –que se conservaba semiabierta para dar paso a un poco de aire– el alma notó la claridad y se dijo que si no actuaba pronto no podría hacerlo más tarde debido a que la gente la vería salir y le impediría abandonar el cuerpo de su dueño. El alma de don Damián era ignorante en ciertas cosas; por ejemplo, no sabía que una vez libre resultaba totalmente invisible. Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la soberbia cama donde yacía el enfermo, y se dijeron frases atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada como estaba en escapar de su prisión. La enfermera entró con una jeringa hipodérmica en la mano. —¡Ay, Dios mío, Dios mío, que no sea tarde! –clamó la voz de la vieja criada. Pero era tarde. A un mismo tiempo la aguja penetraba en un antebrazo de don Damián y el alma sacaba de la boca del moribundo sus últimos tentáculos. El alma pensó que la inyección había sido un gasto inútil. En un instante se oyeron gritos diversos y pasos apresurados, y mientras alguien –de seguro la criada, porque era imposible que se tratara de la suegra o de la mujer de don Damián– se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se 498
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lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía del centro del techo. Allí se agarró con suprema fuerza y miró hacia abajo: don Damián era ya un despojo amarillo, de facciones casi transparentes y duras como el cristal; los huesos del rostro parecían haberle crecido y la piel tenía un brillo repelente. Junto a él se movían la suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en el lecho sollozaba la anciana criada. El alma sabía a ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero no quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía ser vista allí donde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con indescriptible miedo. De pronto vio a la suegra de don Damián tomar a su hija de un brazo y llevarla al pasillo; allí le habló, con acento muy bajo. Y he aquí las palabras que oyó el alma: —No vayas a comportarte ahora como una desvergonzada. Tienes que demostrar dolor. —Cuando llegue gente, mamá –susurró la hija. —No, desde ahora. Acuérdate que la enfermera puede contar luego. En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama como una loca diciendo: —¡Damián, Damián mío; ay mi Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti, Damián de mi vida? Otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la de don Damián, trepada en su lámpara, admiró la buena ejecución del papel. El propio don Damián procedía así en ciertas ocasiones, sobre todo cuanto le tocaba actuar en lo que él llamaba “la defensa de mis intereses”. La mujer estaba ahora “defendiendo sus intereses”. Era bastante joven y agraciada; en cambio don Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando él la conoció, y el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de los celos de su ex dueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por cierto pocos meses, en la que la mujer dijo: —¡No puedes prohibirme que le hable! ¡Tú sabes que me casé contigo por tu dinero! A lo que don Damián había contestado que con ese dinero él había comprado el derecho a no ser puesto en ridículo. La escena fue muy desagradable, con intervención de la suegra y amenazas de divorcio. En suma, un mal momento, empeorado por la circunstancia de que la discusión fue cortada en seco debido a la llegada de unos muy distinguidos visitantes a quienes marido y mujer atendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo ella, el alma de don Damián, apreciaba en todo su real valor. Estaba el alma allá arriba, en la lámpara, recordando tales cosas, cuando llegó a toda prisa un sacerdote. Nadie sabía por qué se presentaba tan a tiempo, puesto que todavía no acababa de salir el sol del todo y el sacerdote había sido visita durante la noche. —Vine porque tenía el presentimiento; vine porque temía que don Damián diera su alma sin confesar –trató de explicar. A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza, preguntó: —¿Pero no confesó anoche, padre? Aludía a que durante cerca de una hora el ministro del Señor había estado encerrado a solas con don Damián, y todos creían que el enfermo había confesado. Pero no había sucedido eso. Trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y sabía también por qué había llegado el cura. Aquella larga entrevista solitaria había tenido un tema más bien árido; pues el sacerdote proponía a don Damián que testara dejando una importante suma para el nuevo templo que se construía en la ciudad, y don Damián quería dejar más dinero del que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. No se entendieron, y al llegar a su casa el padre notó que no llevaba consigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía al alma, una 499
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vez libre, eso de poder saber cosas que no habían ocurrido en su presencia, así como adivinar lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabía que el cura se había dicho: “Recuerdo haber sacado el reloj en casa de don Damián para ver qué hora era; seguramente lo he dejado allá”. De manera que esa visita a hora tan extraordinaria nada tenía que ver con el reino de Dios. —No, no confesó –explicó el sacerdote mirando fijamente a la suegra de don Damián–. No llegó a confesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora para confesar y tal vez comulgar. He llegado tarde, y es gran lástima –dijo mientras movía el rostro hacia los rincones y las doradas mesillas, sin duda con la esperanza de ver el reloj en una de ellas. La vieja criada, que tenía más de cuarenta años atendiendo a don Damián, levantó la cabeza y mostró dos ojos enrojecidos por el llanto. —Después de todo no le hacía falta –aseguró–, y que Dios me perdone. No necesitaba confesar porque tenía una bella alma, una alma muy bella tenía don Damián. ¡Diablos, eso sí era interesante! Jamás había pensado el alma de don Damián que fuera bella. Su amo hacía ciertas cosas raras, y como era un hermoso ejemplar de hombre rico y vestía a la perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta de banco, el alma no había tenido tiempo de pensar en algunos aspectos que podían relacionarse con su propia belleza o con su posible fealdad. Por ejemplo, recordaba que su amo le ordenaba sentirse bien cuando tras laboriosas entrevistas con el abogado don Damián hallaba la manera de quedarse con la casa de algún deudor –y a menudo ese deudor no tenía dónde ir a vivir después– o cuando a fuerza de piedras preciosas y de ayuda en metálico –para estudios, o para la salud de la madre enferma– una linda joven de los barrios obreros accedía a visitar cierto lujoso departamento que tenía don Damián. ¿Pero era ella bella o era fea? Desde que logró desasirse de las venas de su amo hasta que fue objeto de esa alusión por parte de la criada, había pasado, según cálculo del alma, muy corto tiempo; y probablemente era mucho menos todavía de lo que ella pensaba. Todo sucedió muy de prisa y además de manera muy confusa. Ella sintió que se cocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió que la fiebre seguiría subiendo. Antes de retirarse, mucho más allá de la medianoche, el médico lo había anunciado. Había dicho: —Puede ser que la fiebre suba al amanecer; en ese caso hay que tener cuidado. Si ocurre algo, llámenme. ¿Iba ella a permitir que se le horneara? Se hallaba con lo que podría denominarse su centro vital muy cerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos despedían fuego. Parecería como los animales horneados, lo cual no era de su agrado. Pero en realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que dejó el cuerpo de don Damián? Muy poco, puesto que todavía no se sentía libre del calor a pesar del ligero fresco que el día naciente esparcía y lanzaba sobre los cristales de Bohemia de que se hallaba sujeta. Pensaba que no había sido violento el cambio de clima entre las entrañas de su ex dueño y la cristalería de la lámpara, gracias a lo cual no se había resfriado. Pero con o sin cambio violento, ¿qué había de las palabras de la criada? “Bella”, habia dicho la anciana servidora. La vieja sirvienta era una mujer veraz, que quería a su amo porque lo quería, no por su distinguida estampa ni porque él le hiciera regalos. Al alma no le pareció tan sincero lo que oyó a continuación: —¡Claro que era una bella alma la suya! –corroboraba el cura. —Bella era poco, señor –aseguró la suegra. El alma se volvió a mirar y vio cómo, mientras hablaba, la señora se dirigía a su hija con los ojos. En tales ojos había a la vez una orden y una imprecación. Parecían decir: “Rompe a 500
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llorar ahora mismo, idiota, no vaya a ser que el señor cura se dé cuenta de que te ha alegrado la muerte de este miserable”. La hija comprendió en el acto el mudo y colérico lenguaje, pues a seguidas prorrumpió en dolorosas lamentaciones: —¡Jamás, jamás hubo alma más bella que la suya! ¡Ay, Damián mío, Damián mío, luz de mi vida! El alma no pudo más; estaba sacudida por la curiosidad y por el asco; quería asegurarse sin perder un segundo de que era bella y quería alejarse de un lugar donde cada quien trataba de engañar a los demás. Curiosa y asqueada, pues, se lanzó desde la lámpara en dirección hacia el baño, cuyas paredes estaban cubiertas por grandes espejos. Calculó bien la distancia para caer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido. Además de ignorar que la gente no podía verla, el alma ignoraba que ella no tenía peso. Sintió gran alivio cuando advirtió que pasaba inadvertida, y corrió, desolada, a colocarse frente a los espejos. ¿Pero qué estaba sucediendo, gran Dios? En primer lugar, ella se había acostumbrado durante más de sesenta años a mirar a través de los ojos de don Damián; y esos ojos estaban altos, a casi un metro y setenta centímetros sobre el suelo; estaba acostumbrada, además, al rostro vivaz de su amo, a sus ojos claros, a su pelo brillante de tonos grises, a la arrogancia con que alzaba el pecho y levantaba la cabeza, a las costosas telas con que se vestía. Y lo que veía ahora ante sí no era nada de eso, sino una extraña figura de acaso un pie de altura, blanduzca, parda, sin contornos definidos. En primer lugar, no se parecía a nada conocido. Pues lo que debían ser dos pies y dos piernas, según fue siempre cuando se hallaba en el cuerpo de don Damián, era un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de tentáculos, como los de pulpo, pero sin regularidad, unos más cortos que otros, unos más delgados que los demás, y todos ellos como hechos de humo sucio, de un indescriptible lodo impalpable, como si fueran transparentes y no lo fueran, sin fuerza, rastreros, que se doblaban con repugnante fealdad. El alma de don Damián se sintió perdida. Sin embargo sacó coraje para mirar más hacia arriba. No tenía cintura. En realidad, no tenía cuerpo ni cuello ni nada, sino que de donde se reunían los tentáculos salía por un lado una especie de oreja caída, algo así como una corteza rugosa y purulenta, y del otro un montón de pelos sin color, ásperos, unos retorcidos, otros derechos. Pero no era eso lo peor, y ni siquiera la extraña luz grisácea y amarillenta que la envolvía, sino que su boca era un agujero informe, a la vez como de ratón y de hoyo irregular en una fruta podrida, algo horrible, nauseabundo, verdaderamente asqueroso, ¡y en el fondo de ese hoyo brillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y expresión de terror y perfidia! ¿Cómo explicarse que todavía siguieran esas mujeres y el cura asegurando allí, en la habitación de al lado, junto al lecho donde yacía don Damián, que la suya había sido una alma bella? —Salir, salir a la calle yo así, con este aspecto, para que me vea la gente? –se preguntaba en lo que ella creía toda su voz, ignorante aún de que era invisible e inaudible, perdida en un negro túnel de confusión. ¿Qué haría, qué destino tomaría? Sonó el timbre. A seguidas la enfermera dijo: —Es el médico, señora. Voy a abrirle. A tales palabras la esposa de don Damián comenzó a aullar de nuevo, invocando a su muerto marido y quejándose de la soledad en que la dejaba. Paralizada ante su propia imagen el alma comprendió que estaba perdida. Se había acostumbrado a su refugio, al alto cuerpo de don Damián; se había acostumbrado incluso al insufrible olor de sus intestinos, al ardor de su estómago, a las molestias de sus resfriados. Entonces oyó el saludo del médico y la voz de la suegra, que declamaba: 501
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—¡Ay, doctor, qué desgracia, doctor, qué desgracia! —Cálmese, señora, cálmese –respondía el médico. El alma se asomó a la habitación del difunto. Allí, alrededor de la cama, se amontonaban las mujeres; de pie en el extremo opuesto a la cabecera, con un libro abierto, el cura comenzaba a rezar. El alma midió la distancia y saltó. Saltó con facilidad que ella misma no creía, como si hubiera sido de aire o un extraño animal capaz de moverse sin hacer ruido y sin ser visto. don Damián conservaba todavía la boca ligeramente abierta. La boca estaba como hielo, pero no importaba. Por ella entró raudamente el alma y a seguidas se coló laringe abajo y comenzó a meter sus tentáculos en el cuerpo, atravesando las paredes interiores sin dificultad alguna. Estaba acomodándose cuando oyó hablar al médico. —Un momento, señora, por favor –dijo. El alma podía ver al doctor, aunque de manera muy imprecisa. El médico se acercó al cuerpo de don Damián, le tomó una muñeca, pareció azorarse, pegó el rostro al pecho y lo dejó descansar ahí un momento. Después, despaciosamente, abrió su maletín y sacó un estetoscopio: con todo cuidado se lo colocó en ambas orejas y luego pegó el extremo suelto sobre el lugar donde debía estar el corazón. Volvió a poner expresión azorada; removió el maletín y extrajo de él una jeringa hipodérmica. Con aspecto de prestidigitador que prepara un número sensacional, dijo a la enfermera que llenara la jeringa mientras él iba amarrando un pequeño tubo de goma sobre el codo de don Damián. Al parecer, tantos preparativos alarmaron a la vieja criada. —¿Pero para qué va a hacerle eso, si ya está muerto el pobre? –preguntó. El médico la miró de hito en hito con aire de gran señor; y he aquí lo que dijo, si bien no para que le oyera ella, sino para que le oyeran sobre todo la esposa y la suegra de don Damián: —Señora, la ciencia es la ciencia, y mi deber es hacer cuanto esté a mi alcance para volver a la vida a don Damián. Almas tan bellas como la suya no se ven a diario y no es posible dejarle morir sin probar hasta la última posibilidad. Este breve discurso, dicho con noble calma, alarmó a la esposa. Fue fácil notar en sus ojos un brillo duro, y en su voz cierto extraño temblor. —¿Pero no está muerto? –preguntó. El alma estaba ya metida del todo y sólo tres tentáculos buscaban todavía, al tacto, las antiguas venas en que habían estado años y años. La atención que ponía en situar esos tentáculos donde debían estar no le impidió, sin embargo, advertir el acento de intriga con que la mujer hizo la pregunta. El médico no respondió. Tomó el antebrazo de don Damián y comenzó a pasar una mano por él. A ese tiempo el alma iba sintiendo que el calor de la vida iba rodeándola, penetrándola, llenando las viejas arterias que ella había abandonado para no calcinarse. Entonces, casi simultáneamente con el nacimiento de ese calor, el médico metió la aguja en la vena del brazo, soltó el ligamento de encima del codo y comenzó a empujar el émbolo de la jeringuilla. Poco a poco, en diminutas oleadas, el calor de la vida fue ascendiendo a la piel de don Damián. —¡Milagro, Señor, milagro! –barbotó el cura. Súbitamente, presenciando aquella resurrección, el sacerdote palideció y dio rienda suelta a su imaginación. La contribución para el templo estaba segura, ¿pues cómo podría don Damián negarle su ayuda una vez que él le refiriera, en los días de convalecencia, cómo 502
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le había visto volver a la vida segundos después de haber rogado pidiendo por ese milagro? “El Señor atendió a mis ruegos y lo sacó de la tumba, don Damián”, diría él. Súbitamente también la esposa sintió que su cerebro quedaba en blanco. Miraba con ansiedad el rostro de su marido y se volvía hacia la madre. Una y otra se hallaban desconcertadas, mudas, casi aterradas. Pero el médico sonreía. Se hallaba muy satisfecho, aunque trataba de no dejarlo ver. —¡Ay, si se ha salvado, gracias a Dios y a usted! –gritó de pronto la criada, cargada de lágrimas de emoción, tomando las manos del médico–. ¡Se ha salvado, está resucitado! ¡Ay, don Damián no va a tener con qué pagarle, señor! –aseguraba. Y cabalmente, en eso estaba pensando el médico, en que don Damián tenía de sobra con qué pagarle. Pero dijo otra cosa. Dijo: —Aunque no tuviera con qué pagarme lo hubiera hecho, porque era mi deber salvar para la sociedad un alma tan bella como la suya. Estaba contestándole a la criada, pero en realidad hablaba para que le oyeran los demás; sobre todo, para que le repitieran esas palabras al enfermo, unos días más tarde, cuando estuviera en condiciones de firmar. Cansada de oír tantas mentiras el alma de don Damián resolvió dormir. Un segundo después don Damián se quejó, aunque muy débilmente, y movió la cabeza en la almohada. —Ahora dormirá varias horas –explicó el médico– y nadie debe molestarlo. Diciendo lo cual dio el ejemplo, y salió de la habitación en puntillas.
Maravilla La baja de la carne –por los días aquellos en que un toro de veinticinco arrobas valía veinticinco pesos– salvó a Maravilla del puñal del matarife, pero no pudo torcer su destino. El dueño llegó, le dio la vuelta estudiándolo detenidamente, le golpeó las ancas y dijo, mientras chupaba su cigarro, que era un crimen vender tan hermoso animal a ese precio; después se fue, cambiando opiniones con el viejo Uribe, y Maravilla empezó a mordisquear la grama con su calma habitual. Cuando el viejo Uribe volvió se plantó frente a la bestia y sin quitarle el ojo de encima se pasó largo rato con los brazos clavados en la cintura, la boca cerrada y la cara ensombrecida. Allí estuvo Uribe con sus piernas torcidas y sus hombros estrechos hasta que llegó el boyero Eusebio, a quien dijo, con cierta pesadumbre, que había que abrirle la nariz a Maravilla y que el dueño había dispuesto mandarlo a la loma. —¡Pal arrastre? –preguntó Eusebio. —Unjú –respondió Uribe. Algo murmuró el boyero. Uribe se fue sin ponerle mayor caso. Ya había él pensado eso mismo y estaba de acuerdo con lo que dijera Eusebio sobre la belleza del animal y la pena de enviarlo al trabajo. Al cabo, ¿no era igual matarlo? Eusebio salió a la amanecida de un lunes, arreando a Maravilla. Eusebio temía que la gordura le hiciera daño y lo ahogara en la subida de la loma. Con su piel rojiza y blanca, sus cuernos cortos, sus ancas potentes y su hermoso cuello, Maravilla se veía fuerte y poderoso. Su conductor y él iban flanqueando el primer repecho de la Cordillera por el lado de San José; abajo, hacia el sur, flotaban manchas de humo mecidas por el viento y entre las arboledas se extendía rápidamente un tono oscuro. Eusebio se detuvo un instante para contemplar la llanura y pensó que había escogido mal día. “De las doce pa bajo llueve”, se dijo. 503
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El boyero Eusebio era muy viejo en esas andanzas para no saber con exactitud qué decían las señales del tiempo. Con toda seguridad llovería. El aserradero estaba bien distante y si le cogía el agua con Maravilla cansado iba a tener que encomendarse a todos los santos para llegar antes de la noche. Dispuso, pues, apurar al animal. Al principio Maravilla rompía en trote cuando oía la voz potente de Eusebio ordenándole más prisa, pero al cabo empezó a sentir cansancio y un golpe fuerte en el pecho, algo así como si el corazón le hubiera estado creciendo. El calor era agobiante y el poco sol que llegaba quemaba como una llama. Fatigado y respirando sonoramente, Maravilla logró ganar el firme de la loma. En aquellos sitios sólo había pinos. Las negras raíces se extendían cruzando el camino, y los enormes troncos, cubiertos de cáscara rugosa, se sucedían en desorden. Al pie de uno de ellos, babeando y cansado, se detuvo Maravilla. Las manchas oscuras iban ganando las primeras estribaciones de la loma; a lo lejos se podía columbrar algún techo pardo y entre la confusión de las arboledas se distinguían los tonos claros de los potreros. Expandiendo las costillas a resoplidos, Maravilla quiso descansar mientras contemplaba el paisaje con ojos inexpresivos. Pero Eusebio veía acercarse la lluvia y opinó que debían seguir. Gritó dos o tres veces, y aunque Maravilla quiso complacerlo, no pudo. Estaba ahogándose; sentía el corazón pesado como una piedra y apenas podía batir la cola. Eusebio perdió la paciencia, y con una larga vara que no había utilizado en toda la mañana, aguijoneó al animal pinchándole las ancas. Maravilla saltó como si lo hubieran picado con una punta de fuego. El boyero volvió a clavarlo. Fuera de sí por el dolor, Maravilla echó a correr y su enorme cuerpo se balanceaba mientras sus pisadas resonaban sordamente. Profiriendo gritos, Eusebio le siguió. La sospecha de que el hombre pudiera alcanzarlo y volver a causarle dolor enfriaba en sus venas la sangre del animal. Se sentía cada vez más asustado y sus propios pasos le causaban angustia. Favorecido por los desniveles del firme de la loma, anduvo a toda carrera hasta que el sol desapareció entre las nubes y el viento empezó a presagiar la cercanía de la lluvia. El boyero había dejado de gritar. Arremolinándose en las copas de los pinos, la brisa arrancaba hojuelas. El lugar iba tomándose oscuro y desagradable. Maravilla sintió de golpe la soledad. Ese sentimiento no era nuevo; él había sido siempre muy sensible a la tristeza de la lluvia. Pero entonces, en aquel sitio apartado, sin compañeros y con el recuerdo de los pinchazos, la tristeza le pareció mayor. Se detuvo y volvió los ojos en redondo buscando la presencia de algún toro o de alguna vaca. El viento tomaba fuerzas por momentos. Los pinos jóvenes se doblaban y gemían como seres vivos; el batir de las hojuelas llenaba el paraje de un rumor entristecedor. Maravilla perdió su calma habitual. El mismo Eusebio se había detenido y observaba aquellas señales de mal tiempo con evidente preocupación. Repentinamente asustado, Maravilla lanzó un mugido largo y doloroso. —¡Cállate condenao! –gritó el boyero. A seguidas, como si el animal le hubiera insultado, se puso a dar voces ordenando que siguiera y el desdichado Maravilla pudo notar en el brillo de sus ojos que se había puesto fuera de sí. Temeroso de algo malo, Maravilla echó a andar. Sólo el miedo podía hacerle caminar. Estaba agobiado, con el pecho como lleno de aire, las ancas adoloridas y las rodillas duras. La furia del viento aumentó de golpe y el grito de los pinos azotados se hizo más fuerte. Y de pronto comenzó a llover. De los Pinos caían gotas gruesas y al sentirlas el animal perdió hasta el miedo que tenía; sólo le quedó su sentimiento de soledad y desamparo y empezó a mugir tristemente. Eusebio buscó el cobijo de un tronco, y se dobló y se cubrió como pudo 504
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mientras Maravilla batiendo la cola, mugía con acento doliente, Al fin, también Maravilla buscó abrigo al pie de un pino. El y el hombre podían verse por entre el agua. Desde su lugar, Eusebio contempló la bestia, tan poderosa, tan fuerte, y volvió a sentir pena por el destino que le esperaba. Cuando la lluvia cesó había caído tanta agua que durante horas estaría bajando por los flancos de la loma y llenando el camino. El barro era pegajoso y en algunos sitios las patas de Maravilla se metían casi hasta las rodillas en aquella pasta rojiza. Sin duda Eusebio quería ganar el tiempo perdido y por eso gritaba como un endemoniado. Hostigado por aquella voz Maravilla apuraba el paso, cuidándose de clavar bien las pezuñas. Antes de una hora se sentía cansado; le dolían las ancas y respiraba con dificultad. —¡Echa, que horita llegamos! –gritaba Eusebio. Y él “echó”. Todavía caían algunas gotas de agua rezagadas y los pinos se revolvían, llevados y traídos por el viento. De pronto Maravilla percibió un rumor sordo, como de río despeñándose. —¡Para, para! –ordenó el hombre. Al tiempo de decirlo se le puso delante y le pegó la garrocha en la frente. Con las patas y el vientre llenos de barro, molido, cansado, el animal se detuvo y miró en redondo. Eusebio señaló un camino que descendía a la derecha de Maravilla, y éste vio que abajo, casi como si estuvieran a sus patas, había algunos bohíos y un rancho largo, cubierto de zinc, del cual salía humo. —¡Echa! –tornó a gritar el boyero. Empezaba a oscurecer. Con sus lentos ojos, Maravilla vio la bajada del camino, por el cual rodaba agua, y sintió miedo. El descenso era difícil, mucho más que la peor de las subidas, porque como él tenía las patas delanteras más cortas que las de atrás, sentía que todo el peso del cuerpo se le iba a la cruz y tiraba de él hacia adelante, como queriendo derriscarle de cabeza. Lleno de hoyos, de piedras, de lodo y de raíces, aquel sendero le parecía a Maravilla la peor prueba de su vida. Por momentos volvía los ojos al boyero pidiéndole que lo dejara allí, que no lo mortificara más con sus gritos. Quería descansar, echarse a rumiar, dormitar un poco. Oscurecía rápidamente. Maravilla adelantaba con suma cautela, afirmando cada pezuña en terreno sólido. Correteando arriba, sin tirarse a las profundas zanjas del camino, sujetándose a los troncos y gritando sin cesar, Eusebio blandía su garrocha sobre los ojos del animal. Enloquecido por el tormento, Maravilla se puso a mugir, y su mugido era casi un grito de angustia. No podía más. Veía los bohíos y distinguía ya algunos hombres que saltaban sobre los pinos cortados; los veía y pensaba que jamás podría él llegar allá abajo. Desde el fondo del hoyo subieron ladridos de perros y voces agudas. —¡Echa! –gritaba Eusebio sin cesar. Pero Maravilla resolvió no “echar” más. Volvió los ojos a Eusebio, le miró largamente y decidido a soportar lo que le llegara, dobló las patas delanteras y se recostó en el lodo; pareció recobrar de golpe su acostumbrada placidez y se puso a ver, por entre los pinos, las lomas más cercanas. El boyero lanzó un grito agudo. —¡Condenao! –rugió–. ¡Arriba, maldecío! La bestia hizo como si no lo oyera, lo cual llenó al hombre de cólera. Blandiendo la garrocha le asestó varios golpes en el espinazo y después empezó a clavarle la punta en las ancas. El animal sentía aquel clavo como un punto de fuego, pero prefería ese tormento al de seguir andando. Eusebio perdió completamente la cabeza; los ojos le enrojecieron como 505
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brasas, saltó al camino y comenzó a golpear a Maravilla en las costillas, dándole con el mango de la garrocha; después le pegó con pies y manos. Los gritos del boyero eran insufribles. Estaba como loco y llegó a pensar en saltarle un ojo a aquella bestia inconmovible, pero al fin decidió hacer algo más práctico: le tomó la cola, se la dobló por la mitad y apretó con todas sus fuerzas. Maravilla sintió de pronto un dolor tan agudo que perdió la vista y creyó que iba a morir. Mecánicamente se paró. De poder hacerlo, hubiera gritado como los seres humanos. Aquel dolor insoportable le había dejado sin fuerzas. Eusebio volvió a tomarle la cola, y temeroso de que repitiera su crueldad, Maravilla echó a andar. No tenía ya voluntad. Sólo el miedo lo empujaba y se movía como un madero arrastrado por la corriente de un río. Fue bajando la pendiente poco a poco, mugiendo con tristeza. El ruido de la brisa entre los pinos, el del agua que rodaba y el que subía del fondo le atontaban más. Pensaba en el potrero y recordaba los días en que fue castrado. Llegó, al fin, metida ya la noche y levantando un vuelo de ladridos. Eusebio le hizo entrar en un corralejo y vio perros acercársele con los dientes desnudos; se echó en un aserrín caluroso y al mismo tiempo húmedo, y su cansancio era tal que durmió hasta la madrugada. Por la mañana hubo sol y la bestia pudo darse cuenta, observando lo que le rodeaba, de que estaba en un aserradero. Había por todas partes troncos de pinos; algunos hombres sacaban parejas de bueyes enyugados y se iban con ellos. Del lado opuesto a aquel por donde había llegado Maravilla, corría un río. Justamente encima del río, acaso a quinientos metros de distancia, la loma estaba calva, sin un árbol, y mostraba su entraña rojiza. Maravilla vio que algunas parejas de bueyes llegaban al calvero y que dos hombres golpeaban los troncos que arrastraban los bueyes; los troncos se desprendían, resbalaban por una zanja profunda que caía a tajo sobre el río, y, formando un estrépito infernal rodaban, haciendo saltar piedras y barro, y pegaban en el agua, de la cual se elevaban columnas de espuma. El río se remansaba en ese punto, pero inmediatamente volvía a correr llevándose los troncos. Varios hombres, armados de varas terminadas en hierros curvos, saltaban de tronco en tronco y los iban empujando y ordenando para que no se amontonaran. Los cantos de aquellos hombres y los gritos de los boyeros que desde allá arriba pedían atención, se confundían con el rumor del agua, el ruido de la tierra y los ladridos de los perros. Un humo oloroso a madera se elevaba continuamente de una chimenea. Algunos mulos esperaban que acabaran de cargarlos; les amarraban tablas en los lados y salían a trote ligero, arreados por los recueros, que gritaban y hacían restallar sus foetes. Maravilla trató de dormitar, pero el ruido no lo dejaba. No se movió, sin embargo. Estuvo allí toda la mañana, y los chicos –también algunos que no lo eran– se acercaban a mirarle y a decir su nombre en alta voz. Con su mirada noble, Maravilla los observaba mientras rumiaba con lentitud. Bien entrada la tarde lo sacaron del corralejo y lo llevaron junto a un viejo buey negro, de ancas peladas y cuernos rugosos, que estaba en mitad de una explanada y que tenía aspecto penoso. Aquel huesudo compañero parecía agobiado por los años. Excepto la quijada, nada se movía en su cuerpo, ni siquiera la cola, por mucho que las moscas se posaban en las llagas que le había formado la garrocha. No se movió tampoco cuando pusieron a su lado a Maravilla. Maravilla se impresionó cuando trajeron un yugo que colocaron en su cabeza y en la del viejo buey. Sintió que amarraban el yugo a sus cuernos, pero no intentó impedir la operación. Se quedó quieto un rato y no comprendió de qué se trataba sino más tarde, cuando quiso moverse y observó que no podía hacerlo ni podía mover la cabeza. Así, en ese estado, le hicieron andar. Todo el resto de la tarde tuvo que pasarlo aprendiendo a soportar 506
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el yugo, a parar en seco, a recular. Le dolía el pescuezo y debía estar atento a la menor presión de su compañero o a la voz del boyero. Dar la vuelta, lo cual se hacía girando sobre las patas delanteras, le parecía un tormento infernal. Aquello duró varios días, pero al fin se acostumbró al yugo, al ruido de la sierra, a los silbidos de las máquinas, al estrépito de los troncos que caían, a las voces de mando. Y un día –una clara mañana de junio– Maravilla fue sacado con su viejo compañero y llevado a la loma. Le hicieron caminar horas y horas por entre pinos, por bajadas y subidas, por lugares donde las hojas caídas hacían el suelo resbaloso y por otras donde las piedras golpeaban sus patas. El sol penetraba en todas partes y la brisa hacía sonar dulcemente la loma. Sin duda el día era bello, pero Maravilla no podía apreciarlo porque iba sometido al yugo, con la cabeza baja, sin poder moverla. A su lado, calmoso y triste, iba caminando lentamente el viejo buey negro, ducho en sufrimientos. Anduvieron larga distancia y al fin llegaron a un claro donde reposaban troncos enormes de pino a los cuales habían quitado la corteza para que resbalaran fácilmente sobre el camino. Cuando Maravilla y su compañero llegaron allí oyeron a dos hombres saludar alegremente al boyero que los conducía. —Vamos a ponerle este tronco, que es de buen tamaño –dijeron. —No –opinó el boyero–, Maravilla es nuevo y hay que ponerle carga liviana. Los otros protestaron que nada importaba eso y al cabo de una ligera discusión se acordó que yendo con el Negro, no había miedo de que Maravilla no pudiera cargar pesado. Mientras los hombres discutían los animales reposaban a la sombra de los pinos. El sitio era plácido. La brisa danzaba suavemente y alguna avecilla –muy raras en esos parajes– saltaba y piaba arriba. Pero el descanso no fue largo. Los hombres escogieron un tronco enorme y en el extremo más grueso, justamente en el corazón, le clavaron una especie de gran púa. Utilizaban una mandarria y sus golpes resonaban multiplicándose de árbol en árbol hasta perderse a lo lejos. Una vez terminada esa faena llevaron a los bueyes junto a la cabeza donde habían clavado la púa, pusieron en ésta una cadena y colgaron la otra punta de la cadena en una argolla que llevaba colgando el yugo. Maravilla oyó el tintineo de los hierros y temió que iba a empezar de nuevo algo desagradable. Así fue, por desdicha. El boyero gritó hasta cansarse, le clavó la garrocha y le hizo andar. A su lado, como una sombra, con paso seguro, iba el Negro. Maravilla procuraba mantener la cabeza baja porque el peso del tronco tiraba de él hacia atrás. Le ardían los nacimientos de los cuernos, quemados por las sogas. Lentamente, con mucho trabajo, los animales fueron saliendo a un camino formado por huellas de pinos arrastrados. El tronco se rodaba hacia alante en los desniveles y golpeaba en las patas de Maravilla. Delante, dando gritos, saltaba el boyero. Molesto, acalorado, resoplando, Maravilla veía que el camino se alargaba dos horas, tres horas, hasta que le pareció oír el ruido de las sierras. Por otros caminos descendían parejas de bueyes que, igual que ellos, llevaban troncos. Faltaba poco para la caída de la tarde y el sitio iba cobrando un aire amable. El sol no tardaría en hundirse en la llanura distante. Arreados por su boyero, Maravilla y el Negro se acercaban al calvero. Otra pareja estaba ya allí. Con las patas afincadas en la tierra, inmóviles, los dos bueyes esperaban que soltaran la cadena. Maravilla vio cómo lo hacían, y vio de pronto levantarse la punta del tronco como si este estuviera manejado por un brazo gigantesco; oyó el estrépito que hacía el pino pegando contra el declive y luego el golpe en el agua seguido por gritos 507
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de hombres. La pareja de bueyes quedó allí todavía medio minuto, como clavada, acaso asustada. Al fragor de la caída, los dos bueyes abrieron los ojos y después empezaron a caminar con lentitud. Lleno de recelo, Maravilla oyó la voz del boyero animándoles a él y al Negro a acercarse. De su lado –el derecho– no había nada entre sus patas y el abismo. Un ligero movimiento, un descuido fugaz, y sus pezuñas resbalarían. Al ver allá abajo hombres y troncos confundidos con el agua, Maravilla empezó a temblar. Con la mirada vidriosa, con las patas vacilantes, frío de miedo, fue andando pulgada a pulgada. La voz del boyero le enloquecía. Sentía a su lado al compañero, confiado, tranquilo, hecho desde hacía años a ese peligro, y no se explicaba por qué tenía una respiración normal cuando la suya le hacía estallar las costillas. De pronto sintió que su pata trasera derecha resbalaba, que la tierra se deshacía bajo ella. El boyero gritó con un alarido agudo y torturante. Maravilla quiso saltar y sintió que no podía. Durante un segundo su corazón se detuvo y su sangre se heló. Tembló más. Inesperadamente, el pito de la sirena estalló abajo, penetró en el bosque, sacudió los pinos y paralizó la vida de Maravilla. Fue un segundo, un solo segundo mortal. Enloquecido, el animal quiso huir, escapar al yugo, al terrible instante. Su pata batió el aire y, abierto de ancas, la sintió rodar por el abismo hasta que él pegó con el vientre en la tierra. Mugió, lleno de pavor y de dolor. El pesado tronco se fue cargando de lado, moviéndose con cruel lentitud, y Maravilla sentía ese movimiento y comprendía a qué conducía. Pero luchó; clavó las tres pezuñas restantes, las afincó furiosamente, restregó el hocico contra la tierra. Una fuerza descomunal tiraba de su cabeza hacia arriba y él sabía que si le daba a esa fuerza la menor ventaja, quedaría desnucado. Hizo un esfuerzo desesperado y sus ojos se llenaron de sangre, se le hinchó el pescuezo, se le crecieron las venas del vientre y los músculos de las ancas y de los muslos le quedaron en relieve. A su lado, silencioso y obstinado, el Negro se mantenía firme, con una de las patas traseras apoyada en una raíz, tirando también su cabeza hacia abajo. Asustado hasta la palidez, el boyero corría de un lado a otro dando voces. Allá abajo alguien llamó la atención y la gente empezó a murmurar. Corrían de todos lados y se agrupaban a ver la escena. Los perros ladraban y esos ladridos atormentaban a Maravilla. Este luchaba con su destino en aquel calvero y desde abajo se le veía librando la batalla por su vida. Poco a poco, con lentitud espeluznante, el pino iba rodando y saliéndose hacia el abismo. Maravilla sintió que perdía la vista, que entre él y la tierra se interponía una mancha de sangre. No podía respirar; le faltaba el aire y su corazón debía estar creciéndole por segundos. Crujieron las sogas del yugo y la cadena. Maravilla oyó resoplar al Negro y le pareció que también pateaba, que también iba cediendo. La fuerza que tiraba de su cabeza era cada vez más poderosa. Un poco más y aquello iba a decidirse. —¡Suban para aguantar el tronco; que suban para aguantar el tronco! –gritaban de abajo. El tronco se movió, se hizo más pesado, se agitó como un péndulo, y la cadena quedó tan templada que chirrió. La pezuña de la pata trasera izquierda de Maravilla, que hasta entonces había estado fija, comenzó a rodar, a resbalar, a deshacer la tierra. El peso aumentó hasta lo indecible. La bestia perdió la vista durante unos segundos y su corazón pareció estallar. De abajo vieron cómo un ligero movimiento decidió la lucha en favor del tronco. En un instante las cabezas de ambos bueyes se movieron, se alzaron; sus patas delanteras batieron el aire y se vio a las dos bestias resbalar, empujadas por el tronco, que saltó pegando con 508
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un extremo en un saliente del declive y se lanzó luego, en una mecida gigantesca, al vacío. Golpeando contra las piedras y las raíces, Maravilla y el Negro rebotaron, ensangrentando la zanja, y cayeron con estrépito. Los hombres vociferaron. Allá arriba, pálido, el boyero buscaba un sendero para bajar. De pronto un hombre de ojos autoritarios corrió desde el aserradero y hendió el grupo de gente con los brazos. —¿Corran –ordenó con voz estentórea– y saquen esos bueyes, que su carne sirve todavía! Los de varas largas corrieron en dirección de Maravilla y del Negro saltando sobre los troncos que iba arrastrando el agua y otros fueron en busca de machetes y cuchillos mientras los perros aullaban de alegría pensando en un próximo festín. Al caer la noche la carne de Maravilla estaba lista para ser enviada a las carnicerías de la comarca. Fue así como se cumplió su destino, a pesar del bajo precio de la carne, que por esos días era una miseria.
Un hombre virtuoso Con voz premiosa, don Juan Ramón llamó a su mujer. Tenía ya largo rato sentado a la puerta de su casa, observando hacia la de enfrente. Parecía un gato en acecho. La mujer llegó secándose las manos con el delantal. —Siéntate aquí, porque yo tengo que ir al patio. Atiende a lo que hace Quin. En media hora ha ido dos veces a la pulpería, y eso da que pensar. La mujer, respetuosa de las manías del marido, obedeció con resignado gesto, y cuando su cónyuge volvió rindió cuentas de su misión: nada había sucedido. Él la miró fijamente, y ella advirtió la desconfianza en sus ojos. —Te digo que no, Juan Ramón. Bien, no era cosa de discutir. Su mujer había sido siempre así, medio burlona, y a su edad no podría cambiar. Aceptó, pues, el resultado, pero se propuso aumentar la vigilancia para no darle después a la mujer el gusto de pensar que él no había tenido razón. Pasado un rato, Quin dejó el martillo sobre un parador, se detuvo en la puerta, como persona que no sabe a punto fijo qué debe hacer, se atusó los enormes bigotes grises y se quedó viendo hacia la calle. ¿Qué pensaba Quin? Eso era lo que hubiera querido saber don Juan Ramón. Tenía allí, a su frente, a ese hombre de pocas carnes, de abultada y ancha frente, de mirada vaga y sonrisa un tanto maligna; estaba parado a pocos metros de él y sin embargo no le veía. ¿Por qué Quin no le veía? don Juan Ramón miraba sus viejos y arrugados pantalones de dril, su saco de paño negro, sucio y raído. Volvió Quin a pasarse la mano por el bigote y a poco adelantó un pie. Rompería a andar, seguro que empezaría a caminar Pero de pronto Quin dio la vuelta, tomó otra vez su martillo y se puso a clavar. Don Juan Ramón se desilusionó. Una tristeza indefinible bajó a los aposentos de su alma y amargó sus rincones más apartados. Si la mujer hubiera estado allí hubiera visto cómo los redondos y tenaces ojos de su marido habían perdido brillo. Don Juan Ramón se sintió desilusionado y hasta pensó levantarse e irse al patio. Pero no podía moverse de allí. Esperaba que algo sucedería y, además gozaba un poco del sol que entraba por la puerta y calentaba sus viejos pies friolentos. 509
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Pasaron los minutos uno tras otro, sin descanso y sin prisa; pasó un cuarto de hora. Don Juan Ramón temía que le entrara sueño y buscaba en la calle algo en que poner su atención, un papel que volara llevado por la brisa o una mariposa que pasara con su alocado trajinar. Y de pronto advirtió que Quin había salido y con su lento andar iba camino de la pulpería. Don Juan Ramón se sintió traicionado. Aquella endiablada piedra brillante que le llamó la atención había sido la causa de su descuido. Quin iba subiendo ya la acera de la pulpería. Don Juan Ramón se puso a dar un paseo frente a su casa. Con las manos a la espalda y los ojos clavados en la pulpería, trataba de ver qué hacía Quin en ella, y no podía. Sus viejos ojos no alcanzaban ya tan lejos. ¿Y qué haría Quin en la pulpería; qué buscaba con tantos viajes a la pulpería? Quin salió y volvía con la cara más animada. Don Juan Ramón oyó su voz, ronca y gastada, saludándole, y hasta le pareció que había levantado una mano en gesto afectuoso. Pero don Juan Ramón no se dejaba engañar por saludos. Se sentía disgustado. ¡Esa maldita piedra! Su mujer también era culpable, porque si en vez de estar por allá adentro berreando con la cocinera se hubiera quedado en la puerta, hubiera visto algo. Es que no se puede hallar gente que ligue realmente con uno. Mordiéndose los labios, don Juan Ramón entró y cruzó hasta el patio. No quería seguir vigilando; sabía que era inútil. Hasta el patio llegaban los rítmicos golpes del martillo de Quin. Don Juan Ramón esperaría un rato, media hora más. Pero no pudo esperar tanto. Pues los golpes habían cesado y él se dirigió a su observatorio, aunque ya sin el interés de antes. Se sentó, un poco a disgusto, y desde su silla podía ver la sombra de Quin removiendo baúles y tomando medidas. Quin trabajaba con animación porque se sentía estimulado. Cada vez que perdía el ánimo –lo cual le sucedía varias veces en la jornada– iba a la pulpería, y el pulpero, que conocía su timidez, le servía un vasito de ron antes de que llegara. Quin se escondía tras una estiba de sal, levantaba el codo, alzaba la cabeza, abría su enorme boca y se echaba en ella el ron. Se humedecía siempre los bigotes, cosa que le agradaba porque después iba remojando los labios con las gotas que pendían de los gruesos pelos, y la ilusión de que estaba bebiendo le duraba un rato largo. Pero si había gente, Quin se hacía el desentendido, hablaba con el pulpero de alguna cosa; en ocasiones hasta compraba algo que no necesitaba, y no se atrevía a echar los ojos sobre el vasito. Cuando notaba que los presentes no pensaban irse, se marchaba haciendo al pulpero una seña con la cual indicaba que volvería pronto. Ese miedo de que la gente supiera que él bebía evitaba que Quin se emborrachara. Nadie le vio borracho nunca, y don Juan Ramón no había sospechado de él hasta el día anterior, cuando notó que había hecho cinco viajes a la pulpería en pocas horas. Don Juan Ramón había hablado varias veces con Quin, y si era verdad que lo había hallado un poco raro, a veces muy tímido y a veces más alegre de lo justo, no sospechó de él. Allá en el taller de Quin se alzó una voz tarareando una vieja canción. Don Juan Ramón oyó y le pareció estar soñando ¿Cantando Quin, Quin cantando? No; no era posible. —¡Ana, Ana! ¿Oyes a alguien cantar? ¿Te parece que alguien canta? La mujer se acercó y dijo que sí, que a su juicio Quin cantaba; estaba segura de que ésa era su voz. Don Juan Ramón no quería creerlo; se levantó, decidido a averiguarlo todo, y con las manos en la espalda cruzó la calle. Quin tarareaba acompañándose del martillo. Don Juan Ramón estuvo un rato en la puerta, observándole, hasta que Quin se volvió y le miró. 510
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Algo raro halló don Juan Ramón en los ojos del baulero. Quin se cortó, dejó de cantar y se puso a buscar clavos en una cajita. Avisado ya, don Juan Ramón se hizo el distraído. Para él, lo más importante en ese momento era oler. Toda la vida se le fue a la nariz. Empezó a hablar, a elogiar los grandes baúles forrados de lata multicolor que estaban amontonados junto a una pared. Pero en realidad, lo que hacía era acercarse a Quin para percibir el olor, para cogerle el rastro de su vicio. Sin embargo no podía. Allí hedía a todo, y el mismo Quin despedía un tufo a ropa vieja y a cola que mareaba a don Juan Ramón. Además, Quín rehuía al visitante. Habla que habla, pasaba el tiempo y don Juan Ramón no daba señales de irse. Quin debía tener algo por dentro, porque volvía angustiado los ojos a la calle y parecía mortificado. Don Juan Ramón observaba esa inquietud de Quin y disfrutaba el inefable contento de andar tras una buena pista. Pasó media hora. Quin estaba sintiendo la necesidad de un poco de ron; perdía el sosiego, buscaba baúles que arreglar, y entre todos los que había allí no encontraba por cuál empezar. Subió el sol, y sólo cuando de enfrente llamó la voz de doña Ana, diciendo que era hora de comer, decidió don Juan Ramón dejar a su víctima. Quin respiró como quien sale de un peligro y se fue derecho a la pulpería. Quin creía que a un hombre como don Juan Ramón se le engaña fácilmente. Si al entrar en la pulpería hubiera vuelto la cara, habría visto que la puerta de don Juan Ramón no estaba cerrada: allí detrás, acechando, ardían los ojos del vecino, y cuando Quin salió a comer, don Juan Ramón se fue a ver al pulpero, a quien con fingida inocencia le sacó el secreto de los viajes de Quin. Pasada la hora de la siesta, Quin iba a salir en busca de su primer vasito de la tarde cuando oyó que le llamaban. Su vecino cruzó la calle, esa vez con pasos enérgicos, y cuando estuvo a su lado le preguntó de buenas a primeras, con voz tan grave que impresionó a Quin de mala manera: —Dígame, ¿va usted a beber otra vez? El baulero no supo qué contestar. Era tímido y no se atrevía a negar ni se atrevía a decir la verdad. Se quedó perplejo, con los ojos turbios. Don Juan Ramón le tomó por un brazo y le empujó hacia adentro. De súbito lo dejó libre, se echó hacia atrás y empezó a hablar. Lo que le salía de la boca era un chorro de palabras. Quin estaba alelado. Peroraba el otro sobre los efectos del alcohol en la naturaleza humana, y el baulero se llenaba de susto. —…Los espíritus alcohólicos alojados en el estómago ascienden a través de las paredes estomacales, se introducen en las venas, se confunden con la sangre, destruyen las válvulas del corazón, y un día, quizá hoy mismo, acaso esta noche, mientras usted duerme se queda bonitamente muerto, sin saber por qué. Y en cuanto al cerebro… Quin abría la boca y se quedaba inmóvil y frío. El otro veía su labio caído debajo del gran bigote y sus ojos incoloros. ¿Y era eso así, Señor? ¿Estaba él realmente en peligro de morir en ese mismo instante? El miedo empezaba a adueñarse de todo su ser y sentía la columna vertebral blanda, los pulmones agarrotados y la garganta seca. Abría los ojos cada vez más. Don Juan Ramón seguía hablando. Hablaba de Dios, de la virtud de la moral, de fisiología, de economía… Era un torrente de palabras que ahogaba a Quin. Mientras su víctima se acongojaba y se hundía por segundos en un mar de tribulaciones, don Juan Ramón paladeaba el delicado placer de sentir que estaba salvando a una criatura caída en los horrendos antros del vicio. Veía a Quin asustado y a medida que aumentaba el 511
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miedo del vecino crecía la sensación de seguridad y de alegría que iba ganando el alma suya, su atormentada alma de hombre virtuoso. Don Juan Ramón ignoraba de dónde le salían tantos conceptos. Él mismo se asombraba de lo mucho que sabía, y entusiasmado por su irresistible elocuencia hablaba y hablaba sin descanso, con los ojos metidos en los despavoridos ojos de Quin. Este, al fin, no pudo resistir más de pie y se dejó caer sobre un baúl, y desde allí alzaba la cabeza hacia su vecino con atribulado gesto de súplica. Pero aquello no ablandaba a don Juan Ramón, que volvió a martillar sobre lo de las paredes estomacales, las venas y el corazón. Quin apenas podía pensar ya. Sin duda esa misma noche le tocaría morir. Sus gruesos bigotes temblaban y sentía frío en los huesos. Nunca hubiera podido decir Quin cuánto tiempo duró aquello. A él le pareció una eternidad. Su miedo llegó a nublarle la vista, a hacerle perder la noción de todo. Sobre él, incansable, don Juan Ramón suplicaba: —Dígame que no va a beber más; por la salvación de su alma, por el bien del género humano, dígame que no va a beber más. Quin no sabía qué responder, y tan pronto aseguraba que sí como que no. Pensaba en la noche, la horrible noche solitaria y oscura, y él muerto sobre su catre, muerto, ¡muerto! Ah, Dios, ¿por qué bebía, por qué había cogido ese maldito vicio? Y tal vez no sería en la noche, si no en la tarde; quizá sería una hora después, mientras martillaba sobre un baúl. ¿Cómo iba él a beber más; cómo? No. Juraba que no; lo juraba por sus recuerdos más sagrados. ¡Oh, morir en la soledad a media noche! Era escalofriante. No podía pensarlo. Sentía el vientre helado y le golpeaban las sienes. Y la voz de ese señor, esa voz. Paralizado de miedo, Quin no fue esa tarde a la pulpería y en la noche no pudo dormir. En la oscuridad veía su cuerpo, con todo y ropa, con sus viejos pantalones y su saco raído, metido en un ataúd, bajo tierra. Los gusanos –millones y millones de malignos gusanos– entraban por las cuencas de sus ojos, trepaban por sus bigotes, destruían en un segundo sus flacas mejillas. Su corazón recibía de golpe una carga de alcohol y dejaba de funcionar. Lo espíritus alcohólicos –¿cómo eran esos espíritus, Señor?– subían en rauda ascensión a su cerebro y allí se metían por cuevas y hendeduras hasta envenenarlo todo y revolver la masa encefálica tal como él revolvía la cola. Quin sentía sueño, un sueño pesado que le salía de los huesos, y hubiera querido poder abandonarse a ese sueño. Empezaba a dormirse y de pronto abría los ojos, despavorido. ¡No, no! ¿Cómo dormir, mientras la muerte acechaba? Se le helaría la sangre sin él darse cuenta, se quedaría ahí sin vida… Era insufrible; él no podía sufrir más. Los ruidos de la noche crecían desmesuradamente. Las cucarachas se movían dentro de los baúles y parecían un ejército de gusanos que llegaba lentamente, en busca de su víctima. El tiempo se retardaba hasta lo imposible. Allí estaba el pulpero sirviendo un vasito. Quin iba a cogerlo, a echárselo en la boca, pero surgían los terribles espíritus, aquellos infernales espíritus, y Quin caía desmayado. La noche era interminable; no tenía fin; jamás acabaría. Ahí, en su catre, Quin se ahogaba. De golpe despertó lleno de terror. Se había dormido, y ya las luces del día clareaban el aposento. ¿Estaba realmente vivo? ¿Y si era su alma la que había despertado, mientras su cuerpo yacía sin vida? La angustia de la duda roía el corazón del baulero. Se movió un poco; se llevó las manos al bigote y lo encontró en su lugar, lacio y abundante. Luego, estaba vivo, porque un alma no tiene bigote; aunque él había oído decir que el ánima de ciertos difuntos 512
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no quiere admitir, al principio, que no pertenece ya al mundo de los hombres y siente como si en realidad no lo hubiera dejado. ¡Qué tormento tan difícil de explicar! ¿Pero estaba él vestido? Pues sí, estaba vestido. Por lo visto no se quitó la ropa para acostarse. ¿Y vivía? ¿Eran verdaderos esos ruidos que llegaban de la calle? Todavía incrédulo, Quin anduvo por su habitación, llenándose de susto cuando alguna sombra entraba por las rendijas agrandándose en el aposento. Al abrir la puerta vio a don Juan Ramón sentado enfrente, con los ojos fijos en el taller. Quin se puso a trabajar. Estaba pálido, nervioso, y no acertaba a meter un clavo derecho. A cada momento se sorprendía disponiéndose a tomar el camino de la pulpería, pero se detenía a pensar un instante en la fuerza de los hábitos y en las paredes estomacales y los espíritus alcohólicos. ¡Y qué fuerte era eso de la costumbre! El cuerpo le pedía un vasito, uno nada más; se lo reclamaba la garganta. Una hora después llegó don Juan Ramón le preguntó cómo había pasado la noche y volvió a hablar de los estragos del alcohol. Pero Quin no le oía. Le ardía el estómago, le temblaban las manos, le faltaba aire; le parecía que estaba perdiendo la vista. ¡Oh, qué falta le hacía un vasito, uno solo! Aguantó una hora. Don Juan Ramón se fue, pero se sentó en la acera, a vigilarle. Cuando el sol llegó a mitad del cielo, Quin empezó a sudar y a sentir náuseas. ¡Un vasito, uno solo! Sabía que si tomaba, aunque sólo fueran dos dedos, se entonaría y se le pasaría aquel vértigo que le aturdía. Pero don Juan Ramón estaba enfrente vigilando y dentro de su alma estaba el miedo que le paralizaba. Martilló todavía en un cuadro de madera destinado a un baúl pequeño. De pronto un frío de hielo subió desde sus pies hasta su frente, y, cayéndose aturdido, sin vista, se dirigió al catre y se echó en él. Ya no supo más de sí ni se enteró de que los vecinos –las vecinas, para decirlo con más propiedad– entraron, arreglaron el aposento, le quitaron la ropa y se hicieron cargo de él. Cuando volvió en sí, dos días más tarde; entrada la noche, vio resplandores de luces a sus lados y oyó algo así como una confusa voz lejana que hablaba de la gracia divina. Después alguien le tomó la muñeca y le abrió la boca. Enseguida todo volvió a ser vago, distante. Por la mañana, al otro día –¿o era el mismo día, con otra luz?–, creyó oír decir, con bastante claridad: —Fue por dejar de beber. Sobrevino una depresión… La voz pasó a ser murmullo, y ese mismo murmullo se alejaba más, cada vez más y más y más. En el fondo de su pecho comenzó a formarse una sensación agradable de tranquilidad, de honda paz. De pronto sintió que no podía respirar. Una señora dijo que sonreía, y así debía ser, sólo que bajo sus enormes bigotes nadie podía ver si movía o no los labios. Lo que sucedía era que Quin buscaba gotas de ron en los pelos; las buscaba como en un sueño. Fue su último deseo. Don Juan Ramón estaba sentado a la cabecera del moribundo. Muy serio, vigilaba atentamente la faz de su vecino. De pronto levantó una mano, indicando que todo había acabado, y dijo solamente: —Ya. Sobre el rostro de Quin se había extendido velozmente un tinte lívido, y a seguidas empezaron los huesos a brotar, a crecer, a querer salirse de la piel. Don Juan Ramón se volvió y escudriñó con ávida mirada la cara del médico. ¿Había dicho que fue por dejar de beber, o había él oído mal? Fingió indiferencia al preguntarlo. —Sí –respondió el médico–. No siempre pueden dejarse las costumbres de golpe. 513
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Don Juan Ramón se quedó mudo de asombro. ¿Era posible que un médico afirmara tal cosa? ¿Por qué? ¿Por qué? Súbitamente don Juan Ramón creyó ver algo raro en los ojos del joven galeno, y de pronto, relampagueante, iluminando los rincones más oscuros de su alma, sintió la sospecha. Se puso de pie, casi de un salto, y se acercó al médico. Otra vez volvió a agitarse todo su ser, a sentir la vida entera alojada en la nariz. El instinto le decía que había dado con una buena pista, y temblaba de emoción. Porque sin duda alguna, el médico había hablado así para calmar su propia conciencia. También el debía ser, como Quin, un desgraciado vicioso.
El difunto estaba vivo La atmósfera del juicio se cargó más cuando Jesús Oquendo, peón de obras públicas y testigo presencial, dijo con toda seriedad: —Lo que pasa es que el difunto taba vivo. —¿Cómo? –preguntó el juez, intrigado y al parecer de mal humor. —Sí, yo lo vide y él fue el matador. Entonces en la concurrencia empezó alguien a reírse. El propio fiscal soltó una carcajada, y cuando el juez alargó el brazo para coger la campanilla, en medio de las risas que se extendían por toda la sala resonó una voz enérgica, de tono angustiado, asegurando a gritos: —¡Sí, estaba vivo; yo puedo asegurar que estaba vivo! La sala –público, funcionarios, jueces– se llenó de estupor. El juez se quitó los lentes y miró con detenimiento y disgusto al que había gritado; igual que los del juez, todos los ojos se clavaron en él. “Él” era un hombre joven, bien parecido, arrogante y sin embargo de aspecto triste; se hallaba en medio del público y todo el mundo sabía que había sido el ingeniero jefe de las obras. El asombro era completo, ¿pues cómo podía nadie explicarse que un ingeniero asegurara tal cosa? Además, desde que empezó la instrucción del sumario el ingeniero había negado conocer las causas de los hechos, a pesar de que fue él quien recogió el cuerpo herido de Felicio. A eso se refería el juez cuando preguntó despaciosamente: —¿Y cómo se explica que ahora –y recalcó esta palabra– sepa usted tanto? —Porque sólo ahora he comprendido la causa oculta de cuanto ocurrió –respondió sin titubear el ingeniero. El juez se volvió al secretario; los dos cambiaron palabras en voz baja y luego consultaron al fiscal. El abogado acusador se había quedado mudo e inmóvil. Al cabo de largo rato de confusión, de movimientos y cuchicheos, el juez hizo sonar la campanilla y pidió al ingeniero que dijera cuanto supiera. La expectación en el público era tal que nadie se quedaba tranquilo en su asiento. El ingeniero empezó con este extraño exordio: —El honorable señor juez tiene que ser benévolo y permitir todas mis disquisiciones, por alejadas que parezcan del asunto, pues cuanto voy a decir aquí es importante para conocer la verdad. Al principio creía que el culpable era yo por haber cedido a las peticiones del sargento. Yo pude haber trazado la carretera por otro sitio; el terreno es llano, de igual grado de humedad en todo el valle, hasta llegar al poblado, y las dificultades de desagüe son las mismas en el centro que en cualquiera de sus orillas. Además, la gente del lugar, que no está enterada ni 514
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de estos particulares ni de la petición que me hizo el sargento, ha estado considerándome responsable de la tragedia e incluso un degenerado incapaz de respetar el reposo de un muerto. Esta circunstancia dificultó mucho mi situación y me impidió conocer el origen de los hechos, pues lo que yo me preguntaba, hasta atormentarme, era por qué el viejo Felicio reaccionó de tal manera si el difunto don Pablo no era de su sangre. Pero cuando habló el testigo Jesús Oquendo comprendí toda la verdad: es que don Pablo no había muerto. —¿No puede el testigo ceñirse a la exposición de los hechos que presenció? –interrumpió el juez. —Sí y no; pues los hechos que presencié carecen de valor si se desconocen otros, y debo hablar de esos otros. Esta historia, señor juez, tiene dos inicios, uno reciente y otro lejano. El reciente empezó cuando el sargento Felipe fue a verme para pedirme que desviara la carretera haciéndola cruzar por el cementerio; el lejano, cuando llegó al lugar por vez primera don Pablo de la Mota. Si no puedo referirme a ambos, es mejor que no hable, señor juez. La sensación de intriga que había en la sala del juicio al terminar el ingeniero estas palabras era tan densa que el propio juez se había dejado ganar por ella. Así, el ingeniero pudo explicarse sin límites. He aquí un resumen de cuanto dijo: Resulta que el sargento Felipe tenía un poco de tierra más allá del cementerio; propiamente, entre éste y el pueblo. Dos veces ya había pedido al ingeniero que desviara la carretera a fin de que pasara por esa tierra. Para complacer al sargento era forzoso cruzar el cementerio, pues no podía, sin exponerse a investigaciones y reprimendas de sus superiores, trazar una curva innecesaria y, además, cerrada. Y si la carretera cruzaba el cementerio, era inevitable que la cuneta derecha pasara a todo lo largo de la fosa de don Pablo de la Mota. —Habrá que quitar esa cruz y sacar de ahí los huesos, si todavía duran –dijo el ingeniero a unos peones. Ahora bien, la mayor parte de los peones era del lugar; de ahí que poco tiempo después el viejo Felicio estaba enterado de todo. Esa misma tarde el ingeniero recibió su visita. Era un anciano casi ciego, bajito, de piel oscura, encanecido, tardo para hablar. Sentado en la silla del acusado, frente al juez, permanecía tranquilo y la gente se movía para verle. Según explicó el ingeniero, al visitarle fue muy respetuoso, pero firme. Estaba temblando, y aunque el ingeniero creyó que eso se debía a sus años, supo después que era a causa de la ira. Explicó que remover los huesos de don Pablo de la Mota lloraría ante la presencia de Dios; que el difunto descansaba ahí con todo derecho, porque él mismo había dedicado esas tierras a cementerio; y que mientras él, Felicio, estuviera vivo, no consentiría que lo dejaran sin sepultura. A todas las explicaciones que le dio el ingeniero contestó obstinadamente con las mismas razones que había expuesto en el primer momento. El ingeniero creyó que iba a perder la cabeza. —Pero señor –dijo–, ¿a mí qué me importa lo que usted siente o deja de sentir? —¿Qué no le importa? ¿Usté se atreve a decir que no le importa lo que siente un hombre? ¿Y no le importa tampoco el reposo de un difunto? –preguntó Felicio, con el acento de una persona que está a punto de perder la razón. —¡No, no me importa! –gritó el ingeniero, fuera ya de sí. —¡Antonce máteme, máteme agora; quiero morirme antes que ver los güesos del difunto don Pablo sin reposo! A todo esto los obreros de la obra habían dejado de trabajar; oían y miraban, y el ingeniero comprendió que no tardarían en sentirse irritados. Casi toda era gente del lugar y 515
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quién sabe lo que empezarían a pensar. ¿No habría en ese cementerio familiares de esos hombres enterrados? —¡Llévense a este viejo de aquí, pronto! –ordenó a voces; y después se fue a pasos largos, disgustado consigo mismo. Ya en el pueblo cometió un error: se puso a beber y lo hizo con exceso. Estaba borracho cuando el sargento entró en la pulpería, y aunque lo razonable hubiera sido que los tragos le dieran por pelearse con el sargento –pues a él se debían sus trastornos morales–, se sometió al ron, que no acata razones, y acabó abrazado al militar. A eso de las nueve de la noche el ingeniero y el sargento reían a carcajadas, eran los amigos más grandes en todo el país y hablaban horrores del difunto y de Felicio. —Desenterramos los güesos y los enterramos otra vez junto con el viejito ése –decía tartamudeando el sargento. De pronto empezó a apostrofar al dependiente, a pesar de que el muchacho no respondía ni una sílaba. —¡Sinvergüenza! ¿Usté se atreve a decir que mi propiedá no vale más que los güesos del difunto, eh? ¡Manque no lo diga lo ta pensando! ¡Dígalo pa que vea cómo se muere un hombre, pedazo e sinvergüenza! ¡Atrévase a decir que esos güesos valen más de trescientos pesos! Eso era verdad, pues los restos de don Pablo de la Mota no valían trescientos pesos; no valían nada en dinero. Ahora bien, también era verdad –aunque eso no podía saberlo el dependiente– que si los huesos no hubieran estado allí nadie hubiera dado veinte pesos por la tierra que el sargento le había quitado a doña Masú Pérez. El sargento había obtenido esa propiedad a cambio de dejar tranquilo al hijo de la señora, un muchachón medio loco que tenía deudas con la justicia por cuenta de cierto lío de faldas. Si la carretera lo cruzaba, el terreno subiría de valor. —… Y como yo necesito ese dinero, que boten al viejo de ahí –explicaba el militar entre eructos, mientras abrazaba al ingeniero. —Si todavía está ahí –añadió éste–, pues es probable que ya no haya ni huesos. El terreno es muy húmedo –añadió a manera de explicación. Pero como pudieron ver todos el día siguiente, la osamenta de don Pablo estaba entera. El viejo era tan duro bajo la tierra como había sido sobre ella. —Al ver aquel esqueleto en el fondo de la tumba sentí lo degradante que había sido mi conducta. No debí haber accedido a la petición del sargento, aunque eso me hubiera costado el cargo; no debí haber bebido la noche anterior; no debí haber tratado tan groseramente a Felicio, pues el anciano respetaba la memoria del muerto como debí yo respetar su descanso eterno. Así habló el ingeniero ante el juez; e inmediatamente empezó a explicar por qué Felicio, que se hallaba en la obra junto con los peones cuando abrieron la vieja fosa, estaba tan vinculado al recuerdo del difunto. Esa era una historia antigua, pues Felicio había entrado a trabajar con don Pablo cuando apenas tenía veinte años. Don Pablo era ya hombre de más de cuarenta y reinaba como dueño absoluto en todas aquellas tierras. En esa época había pocos bohíos; ahora hay un pueblo, y para comunicarlo con Jarabacoa y La Vega se hizo la carretera; pero según pudo averiguar el ingeniero, cuando don Pablo lo vio por vez primera, toda la llanura, desde las lomas de Río Grande hasta las del Tireo –un valle triangular entre montañas– era monte salvaje, donde no entraba el sol. Don Pablo llegó acompañado de un peón, contempló el hermoso y agreste panorama y volvió a irse 516
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por la ruta del Sur, abriendo él mismo lo que años más tarde iba a ser el camino de San Juan. Regresó meses después, con tres peones y una negra cocinera llamada María. Nadie supo jamás de dónde había salido don Pablo. Se estableció allí y con el tiempo era dueño de potreros, siembras de tabaco y caña, de varios conucos, reses, caballos y mulos. Durante mucho tiempo vivió aislado, sin trato con personas que no fueran sus peones y la cocinera. Al cabo de largos años de vivir entregado al cuidado del desmonte y a levantar sus potreros, bajó un día a Tireo, conoció una muchacha y se la llevó. Antes del año empezó a tener hijos, y todos fueron varones. Para los días de la guerra con los españoles el hombre estaba metido en familia, lo que no le impidió asegurar cierta noche, asombrando a quienes le oían, que tal vez se fuera a soltarles sus tiros a los extranjeros. No lo hizo, y esa fue la única cosa que dejó sin hacer después de haberla anunciado. A raíz de la paz murió la mujer de don Pablo. Él no la lloró ni lamentó su falta con una sola palabra; pero desde entonces se hizo más esquivo y silencioso. Poco después murió también la negra María. Los hijos y los peones esperaban que alguna otra mujer reemplazaría por lo menos a la cocinera; pero don Pablo ni siquiera mencionó la posibilidad de hacerlo. Los hijos tuvieron que atenderse solos y acostumbrarse a asar ellos mismos los cerdos cimarrones o los becerros que mataban. Don Pablo comía con ellos. Desde lo alto del caballo señalaba el pedazo que debían asarle; sin apearse del caballo se lo llevaba a la boca y con él en la mano se iba tras la peonada a vigilar el trabajo. Criados como salvajes, los hijos de don Pablo se dieron agresivos. Era frecuente que algún vecino del Tireo se acercara al viejo para darle quejas de los hijos. —Ezequiel se metió en la propiedá y me mató un puerquito, don. —Don Pablo, meta a sus muchachos en cintura, que ayer me tumbaron una palizá. Aunque casi nunca respondía a quienes le iban con esas acusaciones, don Pablo sentía disgusto por el comportamiento de sus herederos; los llamaba, se quedaba mirándolos y les daba un bofetón o les echaba un “ajo”. Un día se cansó de oír quejas. Al que le fue a dar una le respondió: —Los hombres son para entenderse con los hombres. Si el muchacho lo embroma, mátelo y tíreselo a los perros. La gente del Tireo le tenía respeto a don Pablo y murmuraba que un señor que decía esas cosas debía andar mal de la cabeza. La verdad era que aquel personaje resultaba impenetrable. Jinete en un caballo flaco, se pasaba los días de sol a sol, atendiendo a la siembra, a la producción del melado, a las reses o al remiendo de palizadas. De tanto andar al sol tenía la piel oscura y sus bigotes y su pelo blancos resaltaban sobre el color pardo de la cara, aumentando la energía que denunciaban sus facciones. De año en año don Pablo bajaba a San Juan a vender andullos, cueros de reses o melado. Cuando volvía de uno de esos viajes, al cabo de diez o doce días de andar por lomas y caminos infernales, llegaba tan silencioso como si no hubiera ido a parte alguna; respondía a los saludos de los peones con un movimiento seco de la mano; muchas veces seguía en el mismo caballo dirigiendo los trabajos y sólo en la noche pisaba la puerta de la casa. Cuando llegó al lugar la noticia de la guerra de los seis años empezaron los hijos a cuchichear entre sí y a formar grupos con los peones. Don Pablo notaba la rara actitud de sus hijos y callaba. Un día desaparecieron los tres mayores con cinco de los trabajadores y ocho animales 517
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de silla y dejaron dicho que se iban a la frontera del Sur. A partir de entonces se agrió el carácter de don Pablo. Cuando algún caminante contaba en la noche relatos de la guerra o cuando algún peón de los que bajaban al Tireo llegaba con noticias de la frontera, don Pablo se ponía a escuchar, pero haciéndose el que atendía a otra cosa. No nombraba nunca a sus hijos. Otro día desaparecieron dos más. Se llevaron cuatro caballos y dos peones. El viejo no salió de su casa, pretextando que llovía. Empezaba a notarse en su rostro el paso de los años, y al tiempo que se le descarnaban las mejillas y las sienes, el pelo del bigote se le hacía más blanco, más erizado el de las cejas y más escaso el de la cabeza. El día de la fuga de los muchachos, el viejo estuvo, por primera vez en su vida, una hora sin moverse de una silla; ese día, también por primera vez en su vida, posó su mano en la cabeza de uno de los dos herederos que le quedaban. Fue en la de Remí, el menor, que tendría entonces quince o dieciséis años, y el joven Remí pudo ver cómo una leve sombra de ternura apagó durante un instante el fulgor de los ojos de su padre. Meses más tarde ocurrió una tragedia: un toro cimarrón le mató al mayor de los dos hijos que le quedaban. El peón que le llevó la noticia llegó ahogándose y lívido. —Sí, don Pablo; yo taba con él y lo vide. Por esa loma anda el maldito con las tripas de Merardo entre los chifles. El viejo se levantó de golpe y pareció que los huesos de la cara querían salírsele de la piel. —¿Cómo? –preguntó. Sin esperar respuesta entró en su aposento, se amarró un pesado sable, tomó una antigua tercerola que nunca usaba y ordenó al peón que entramojara los perros. Se le podían oír las lágrimas por dentro. —¡Vamos! –mandó. Silenciosos y llenos de respeto, los hombres le vieron coger el camino de la loma y durante cuatro días no supieron palabra ni de él ni de su peón. Al cuarto día de ausencia, ya metida la noche, les vieron volver. Don Pablo entró mudo, y se le podía ver en el rostro la enorme fatiga moral que padecía. Ante el silencio de todos, su peón contaba en la enramada: —Pasaba un animal cerca y lo dejaba seguir. No más me preguntaba: “¿Ese?” Pero yo conocía bien al maldito. Era joco en negro y tenía una oreja gacha. El viejo y yo sube repecho, baja barranco, busca aquí, busca allí. Veníamos a comer en la noche, como quien dice, con algún puerquito que se arrimaba; pero el viejo ni an tentaba la comida. Ayer, casi al caer el sol, asunto yo a los perros orejones y cantando. Jum… Me malicié que era el condenao; me lo dio el corazón. ¿Y pueden creer que era él? El viejo ni an resollaba. Soltamos los perros y al rato asomó el toro los chifles por un claro. “¡Aguáitelo ahí, don Pablo; ése es el maldito!”, grité yo. El viejo parecía como descuidao; pero se viró en un repente y… ¡tuá! ¡Le partió una pata de un tiro! El animal pegó un grito y bregó por alevantarse, pero llegó el viejo, que taba como tembloroso: ¡tuá!; el otro tiro en la otra pata. Yo no sabía que don Pablo tenía tanto pulso. No más se veía ese toro dando vuelta y vuelta sobre las patas partías. En eso yo me le fui arriba al animal, y don Pablo me atajó y me dijo que me quitara, que no me atreviera a acercarme. Echaba candela por los ojos, créanmelo. Ahí mesmo salió en carrera, le agarró un chifle al animal y le cayó a machetazos por la cara. El toro fuetiaba la tierra con el rabo y pegaba unos gritos que partían el corazón. El peón arrugaba la cara y los otros le oían en silencio, mientras arriba, batidas por la brisa, iban y volvían sin descanso las llamas de un pedazo de pino encendido que habían amarrado a un espeque. 518
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—Asina –seguía la voz– tuvo el viejo un rato largo; dispués parece que se cansó, cogió el sable y se lo metió entero al animal. El pobre toro boquiaba entre tanto tormento, y todavía boquiaba cuando el viejo lo dejó. Don Pablo taba embarrao en sangre de arriba abajo y me dijo que cogiera el camino. Dende que salimos no ha dicho ni jota. Tá como si se le hubiera cáido la lengua. Así, como si se le hubiera caído la lengua, crecía Remí, el último de los hijos, llamado a morir en brazos de Felicio. Hablaba poco, como el padre, pero era más afectuoso. Aunque nunca el viejo y él cambiaban una prueba de cariño, se sentía el afecto que los ligaba, y algunos peones sorprendieron más de una vez a don Pablo con los ojos puestos en las últimas vueltas del camino cuando Remí hacía un viaje y se demoraba más de lo normal. Un día Remí abrazó a dos de sus hermanos que volvían de la frontera. Tuvo un alegrón tan grande que no pudo disimularlo; el viejo, en cambio, apenas los saludó. Los hermanos mostraban cicatrices y barbas, y durante muchas noches los peones se reunieron en la enramada para oírles relatos de la guerra. De los otros hermanos no sabían palabra y ni siquiera los mencionaban. En cierto momento don Pablo fue a llamar a uno de ellos y el nombre que le salió a los labios fue el del mayor, que acaso a tal hora estaba enterrado allá en el Sur. Cuando Remí se volvió notó una vaga palidez en las mejillas de su padre y un brillo doloroso en sus ojos. Los hermanos volvieron a trabajar y su vida se deslizaba en el sitio como si nunca hubieran abandonado aquel paraje. Pasaron seis meses, ocho, diez… Un día, por fin, llegó alguien con una queja, y poco a poco, igual que antes, empezaron las querellas con los vecinos distantes. Con sus ojos inyectados en sangre, sus barbas negras y crespas, jinetes en buenos caballos, los dos endiablados hijos de don Pablo recorrían los confines del sitio buscando pelea, y como la gente de los contornos sabía de lo que eran capaces, los dejaban hacer, temerosa. Uno de ellos anduvo enamorando a una joven del Tireo y ella no le dio oídos. El galán decidió ver al padre de la muchacha, y allá se fue con su hermano. El padre trató de esquivar el problema diciendo que él no podía obligar a su hija a ser la mujer de un hombre que no le gustaba, y los hermanos contestaron con un ultimátum en regla: o les daban la prenda de ahí en tres días o ellos irían a buscarla como hombres, se la llevarían y después darían candela al bohío. Así lo hicieron. Una noche se presentaron en la casa, cada uno armado de sable y carabina. El padre de la muchacha había preparado a sus familiares y peones, y cuando los asaltantes, sin apearse de los caballos, con las cabezas de los animales metidas en la casa, dijeron que iban a buscar “lo suyo” recibieron en respuesta el ataque de los asaltados. Los hijos de don Pablo no eludieron la pelea. El menor de ellos resultó herido en una pierna; pero cuando los hermanos se alejaron de allí dejaban el bohío en llamas, un peón muerto, a la muchacha herida y al padre agonizante. El vecindario oyó la precipitada carrera de las dos bestias que montaban los hijos de don Pablo; en cuanto a éstos, nadie más volvió a verlos. Muchos años después llegó al sitio un hombre que dijo haberlos conocido y contó que el mayor se había dedicado a robar reses y que el otro murió peleando en el Este. La bárbara agresión de aquellos demonios distanció a la gente del Tireo de don Pablo. La misma noche del suceso se supo en la casa del viejo, pero a él no le dijeron palabra hasta el otro día. Le tembló el bigote y le ardieron los ojos al oír lo que le contaban; después se levantó, dio algunos paseos lentos por la sala, y al fin hizo llamar a casi todos sus peones. Cuando estuvieron reunidos dijo con voz pausada: —Tienen dos días para buscarme a esos bandidos. Si no los pueden traer vivos, tráiganlos muertos. 519
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Sin detenerse a pensarlo mucho, uno de los peones se adelantó. —Para nosotros no son bandidos, don, sino sus hijos, y ni yo ni ninguno de nosotros va a hacer preso a un hijo suyo, contimás tirarle. —¡Tienen dos días para buscarlos! –remachó don Pablo lleno de cólera. Los peones se miraron entre sí. Otro explicó: —Mire, don Pablo, una noche y casi un día nos llevan por delante. Ellos conocen bien los cubujones de la loma y no los vamos a encontrar, contimás que van bien montaos. Ante ese razonamiento don Pablo pareció dudar. Miró fijamente al que había hablado, se llevó las manos a la espalda y se puso a dar paseos. Remí temió que él mismo se lanzara a perseguir a los muchachos. Por cuenta de ese suceso Remí no quiso seguir cortejando a una muchacha del Tireo que le gustaba y como ya estaba en edad de tener mujer, el disgusto lo desmejoraba. El viejo comprendía lo que le ocurría al hijo y un día lo llamó: —Vístase de limpio y ensille su caballo –le ordenó Sin hablar y sin tratar de averiguar qué se proponía el viejo, Remí le obedeció. Tomaron el camino del Tireo y ambos iban mudos. Don Pablo no levantó la cabeza sino cuando llegaron a los primeros ranchos del lugar. A la vera del arroyo, entre amagos de selva, pardeaba un bohío. Una muchacha blanca, tierna todavía y ágil y tímida como una paloma, se metió huyendo en la casa. Don Pablo le gritó que se cambiara de ropa, entró tras ella y sin preámbulo alguno le soltó al hombre que salió a recibirlo: —Aliste a su muchacha, que Remí está enamorado de ella y se la lleva hoy mismo. Oyendo hablar al hombre de sus cosechas, siempre mudo y grave, don Pablo esperó el café; después salió, dijo que iba a la pulpería, donde ordenó que le despacharan dos cajas de ron en una mula, y volvió para decir a Remí que lo esperaba con la pareja en su casa. Cuando los enamorados llegaron encontraron a los peones asando dos lechones. En la enramada comieron y bebieron, alumbrados por los hachones de cuaba. Don Pablo estuvo levantado hasta muy tarde, cosa que jamás había hecho, y alguna vez se le vio sonreír, con una sonrisa torpe, a la que no estaba acostumbrado. Esa noche, sentado a su lado, estaba el todavía muchachón Felicio Rojas, que poco antes había entrado a formar fila entre los peones de don Pablo. Una vez Felicio tuvo que ir a la loma en busca de Grano de Oro, novilla cebada que debía ser llevada al corral; pero en el camino olvidó la orden y esa misma tarde llegó a la casa arreando a Pinto, un buey viejo que había sido echado a la sabana para que se hartara de pasto. Los peones se rieron de él y todavía hay quien diga en el lugar, a lo mejor ignorando el origen del dicho: “Cuidao si en ve de Grano de Oro trai a Pinto”. Así de distraído era Felicio en su juventud; con el andar de los años aquel mal pareció agravarse en vez de mejorar, y al mismo tiempo aumentaba su extraña sensibilidad moral. Había muchas cosas que Felicio reputaba por mal hechas y que a otros le parecían corrientes, y había muchas que otros juzgaban decentes y él no. —Don Pablo mata a un hombre y no lo hace por mal, sino por autoridá; pero esos muchachos suyos que se jueron dispué de lo del Tireo eran malos manque hicieran el bien –decía; y sentenciosamente agregaba: —El hombre bueno lo merece todo; el malo lo que hace es malgastar lo que se come. De haber sido por don Pablo el sitio no se hubiera poblado, porque él no consentía tener cerca gente que no estuviera bajo su mando. No le dolía dar tierras, repartirlas o arrendarlas, 520
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siempre que fuera a personas que reconocieran su jefatura moral y se abstuvieran de querer penetrar su intimidad. Cierta vez llegó al lugar un hombre de las vueltas de La Vega, y como en realidad aquellos terrenos no habían sido legalmente adjudicados a nadie, se creyó autorizado a tomar su parte y empezó a tender una palizada. El viejo lo supo, montó a caballo, llamó a unos cuantos peones entre los que iba Felicio, y tumbó la palizada. Cuatro o cinco días más tarde volvió el desconocido a pararla; alguien se lo dijo a don Pablo, quien, sin decir una palabra, montó a caballo y salió hacia allá. En el camino pechó al hombre. —Óigame, amigo –tronó–, si usté quiere sembrar o criar aquí, hágalo sin cuidado; pero si usté quiere seguir vivo, tumbe esa palizada ahora mismo. A espaldas del papá, Remí aconsejaba lo contrario. Los años pasaban también por aquel rincón del mundo, y el viejo iba perdiendo bríos. Un bohío hoy, otro más tarde; un rancho allá y alguno a la vera del río, entre el tupido monte de negros y copudos árboles fue apareciendo gente y en la tierra cubierta de maleza y de yerba fueron naciendo, como ligeras cicatrices, veredas que llevaban de una puerta a otra. Llegó el día en que la férrea mano de don Pablo dejó de gobernar los destinos de aquel triángulo de tierra metido entre lomas. Seguía siendo el amo, pero sus ojos perdían luz entre los largos pelos de las cejas y los huesos de su rostro se pronunciaban cada vez más. Algunas veces hacía alusiones a la poca hombría del hijo que no daba descendencia. La nuera enfermaba mucho y se quejaba de cólicos. Uno de esos terribles dolores acabó con ella y la enterraron cerca de Merardo y de dos peones que habían muerto años atrás, en el mismo sitio donde don Pablo pidió que sepultaran a su mujer y a la negra María. Jinete en un hermoso potro negro acompañó el ataúd de su nuera, y desde su montura siguió con fría mirada la operación del enterramiento. Felicio estaba allí y siempre recordó aquel grave y silencioso instante. Oyendo el golpe de los picos que cavaban la zanja de la carretera, oía Felicio el de la tierra cayendo sobre la madera que albergaba el cuerpo de la difunta, desde muchísimos años atrás. Como si el tiempo no hubiera pasado, le parecía ver al viejo, callado, de mirada fija, inmóvil, y le parecía oír su voz diciendo, al emprender el camino de regreso, que ahí quería tener él su última morada. Sí, esas habían sido sus palabras, y una vez dichas se había vuelto lentamente hacia el valle, en cuyo césped brillaba el sol. Al final, hacia el Tireo, se veían los negros penachos de los pinos y sobre ellos el cielo radiante. Según creyó siempre Felicio, ésa fue la única vez, en lo que él recordaba, que don Pablo se detuvo a contemplar el paisaje. Antes del año Remí tenía otra mujer, con la cual fue padre. Cuando ocurrió esto don Pablo estaba ya más que viejo. Había enflaquecido tanto que sólo le quedaba la piel sobre los huesos; con la flacura parecía haber aumentado su natural solitario y a veces se pasaba días enteros sin abrir la boca. Al nacer el muchacho don Pablo se animó un poco. Acechaba que no hubiera gente en la casa y se acercaba silencioso a la hamaca de cuadro en que dormía el nieto y le hacía caricias en la mejilla con la punta de sus duros y temblorosos dedos. Desde recién nacido exigió que le pusieran Antonio, en recuerdo de su mujer, que se llamó María Antonia. Aquel hombre enigmático debió guardar veneración por la difunta, con quien ni siquiera se había casado, ya que en tan remotos tiempos no había habido en toda la comarca ni cura ni juez civil. No pareció sino que don Pablo sólo esperaba la satisfacción de tener un nieto para abandonarse a las manías que le apuntaban. Agravada su naturaleza solitaria con la vejez, 521
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se disgustaba profundamente cada vez que alguien iba a verle. Llegó día en que se negó a ponerse su ropa y andaba por las cercanías de la casa vestido con un batón de tela que le llegaba a media pierna; cuando llegaban mujeres de visita se echaba maíz en la falda, se levantaba el ruedo de ésta hasta la altura del pecho y salía a echarles el maíz a las gallinas. Era ridículo y triste verle en tal facha, y Felicio sufría como nadie tales espectáculos, pues en tan largo tiempo a su lado había aprendido a quererle como a un padre. Cerca de los noventa debía andar don Pablo cuando se le conoció el primer quebranto. Jamás se había quedado un día en la cama y no podía admitir que tenía que mantenerse acostado. Comprendiendo que no tardaría en morir, los vecinos empezaron a visitar la casa. Don Pablo no tardó en darse cuenta de la realidad, y cuando adivinó que la cercanía de su muerte era causa de esas visitas, pidió la ropa que había dejado de usar en los últimos tiempos y, ya anochecido, tomó la puerta y se fue, sin hacer caso de la nuera que se esforzaba en convencerle de que no saliera. Cuando pasaron dos horas salieron en su busca. Una luna radiante metalizaba los matorrales y los árboles. La vecindad se erizaba de miedo, llena de aullidos de perros y mugidos de toros. Fue Felicio quien dio con él cuando se levantaban las primeras luces del día. Yacía en el fondo de un barranco, descalabrado, con los brazos y las piernas tendidos y los ojos abiertos. El antiguo peón se ahogaba cuando le daba la noticia a Remí, y lloraba horas más tarde, al abrir la fosa que iban a profanar años después los picadores de obras públicas. Al andar del tiempo, Remí, su mujer y su hijo Antonio iban a morir a causa de la influenza, y serían enterrados cerca de don Pablo. Al llegar a este punto el ingeniero pidió tomar agua. Nadie se movía en la sala. Con toda suavidad, como si temiera hacer ruido, el fiscal se rascaba la cabeza o limpiaba sus lentes con el pañuelo. —A partir de ahora debo contar las cosas, no como las vimos nosotros sino como con toda seguridad las vio y las sintió Felicio. Él está aquí y hasta ahora se ha negado a hablar, pero estoy seguro de que al final declarará y repetirá mis palabras. Es un viejo respetuoso, que no miente; yo diría que espiritualmente, Felicio es un hijo de don Pablo de la Mota. Al llegar ahí el ingeniero, Felicio se puso de pie. Estaba temblando y por las mejillas le rodaban lágrimas que se secaba con el dorso de una mano. El público vio eso y se conmovió. Parece que Felicio quiso hablar, lo cual causó expectación, porque era la primera vez que iba a hacerlo; no pudo, sin embargo, y lo que hizo fue mover la cabeza de arriba abajo, aprobando lo que acababa de oír. Lentamente volvió a sentarse, mientras seguía estrujándose los ojos con la mano. El ingeniero había callado y el juez y los asistentes miraban hacia Felicio. —Yo había visto a Felicio allí, sentado sobre una tumba, oyendo el golpe de los picos y tratando de ver lo que se hacía –explicó el ingeniero. Sí, allí estaba. No quería creer lo que veía y esperaba que a última hora se ordenaría la suspensión del trabajo. Siempre había sido él así: no se avenía a aceptar que la gente procediera mal sino cuando ya era evidente que lo había hecho. En ese momento, por ejemplo, Felicio no pensaba en que estaban abriendo la tumba, sino que pensaba en don Pablo y lo veía ante él tal como había sido antes de volverse maniático; lo veía con su estampa alta, flaca, su piel quemada, sus bigotes blancos, su mirada fría; lo veía moverse, observándolo todo y siempre tan callado. De pronto oyó voces. Felicio hizo un esfuerzo, se puso de pie y caminó. Los hombres rodeaban el hoyo y señalaban algo. Felicio quiso ver. 522
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—¡Sigue picando, tú! –gritó alguien. Dos peones se tiraron al hoyo mientras el resto hacía gestos de repulsión y algunos se persignaban. Con sus cansados brazos, Felicio se abrió camino y se acercó al hoyo. Lo que había en el fondo era borroso para sus ojos, y cuando empezaba a distinguir oyó una exclamación. —¡Concho, ta enterito todavía! –dijo una voz. Entonces Felicio volvió el rostro a los que le rodeaban. Sí, debía ser que habían dado con la osamenta de don Pablo. Estaba ahí, en ese lugar, y él lo sabía mejor que nadie; pero se negaba a admitir que no hubieran respetado al difunto. Miró de nuevo hacia el hoyo; al principio todo le pareció barro revuelto con madera, pero después distinguió el esqueleto, del cual, debido a un golpe de pico, se había desprendido un brazo. En ese momento todo se confabuló para que las cosas ocurrieran como sucedieron. Serían las once del día, más o menos, y un sol radiante iluminaba el valle. Por el camino de Tireo, que estaba al oriente, se acercaban dos hombres a caballo y uno de ellos montaba un hermoso animal negro cuya crin se batía al paso de la bestia. El grupo que rodeaba el hoyo atrajo a esos hombres y el del caballo negro se tiró de él para ver qué estaba pasando. Al mismo tiempo, a cosa de cien varas y procedentes del pueblo, se acercaban a pie el sargento Felipe y el ingeniero. Así estaban distribuidos los personajes en el momento en que los picadores dieron con la osamenta de don Pablo de la Mota. Además de todos esos detalles, hay que agregar éste: a la espalda de los trabajadores que estaban junto a Felicio, hacia la mano derecha del viejo, había un pequeño montón de herramientas, mandarrias y martillos entre ellas. —Ahí ta el difunto. Usté que lo conoció, diga si es él… Felicio se volvió hacia el que hablaba y después hacia el hoyo. Allá abajo estaba el esqueleto, grande, sucio, con el brazo izquierdo separado. Súbitamente, Felicio reculó, con toda la cara contraída. Ahí, dentro del pecho, sintió que algo le estallaba y al mismo tiempo se le fijó en la espalda un terror que lo ahogaba y lo mataría. La idea que tuvo fue la de que don Pablo iba a salir de la tumba, montado a caballo, más colérico que jamás lo había estado en vida, y que iba a preguntarle por qué estaba allí y por qué había consentido que profanaran su último sueño. Aquello fue tan vivamente sentido que Felicio gimió y se llevó las manos a los ojos. Asustados, los que le rodeaban quisieron sujetarle. Entonces Felicio miró en torno suyo y vio a seis pasos del hoyo el caballo negro del recién llegado. Al dar con el animal palideció y gritó, con una voz llena de miedo: —¡Su caballo; el caballo de don Pablo! Si, aquella era la bestia en que don Pablo había estado ahí, en ese mismo sitio, mientras enterraban a la nuera, muchísimos años atrás. Violentando las manos que le sujetaban, Felicio corrió y vociferó, dirigiéndose al hoyo: —¡Ahí ta su caballo, don Pablo! Y entonces él vio a don Pablo, que apoyaba una mano en el fondo del hoyo; la derecha, porque no tenía mano izquierda; lo vio levantarse y sujetarse a la pared del hoyo. —¡Dame la mano! –ordenó el muerto con la misma voz autoritaria de otros tiempos. Todo sucedió tan de prisa que Felicio no comprendía por qué los demás no hacían algo para evitar lo que estaba sucediendo. Él no podía hacer nada; él estaba paralizado por el miedo, con los ojos vidriados, sudando frío en la frente. 523
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—¡Acompáñame y toma esto! ¡Hay que matar, Felicio! ¡Monta conmigo! –dijo la voz, fría y precisa. ¿Qué le había dado aquel difunto que de pronto volvía a la vida? Ah, sí; el hueso de su brazo izquierdo. Felicio lo tomó y notó que estaba húmedo, sin duda por haber estado tanto tiempo bajo la tierra. Felicio temblaba y quería llorar. Don Pablo de la Mota se veía más viejo que cuando vivía y estaba amarillo y sucio del barro. Su aspecto era el de un hombre salido de las profundidades de una cueva. Firmemente, con su brazo a faltar, caminó y montó el caballo negro. Al poner el pie en el estribo se volvió y miró a Felicio con ojos glaciales. —¡Tú aquí atrás! –dijo; y nada más. Felicio corrió y montó en las ancas. Don Pablo llevaba las riendas. Felicio se dio cuenta de que el animal galopaba y oyó gritos; volvió la cara y vio que entre los hombres que rodeaban el hoyo se producía un tumulto. De súbito él se sintió lleno de ternura por don Pablo y pegó su pecho en la espalda del difunto. —Don Pablo, ¿se acuerda que se descalabró, la noche que se tiró por el barranco? El muerto dijo: —Sí; todavía tengo la marca en la frente. Pero de pronto su voz cambió, y gritó, como cuando ordenaba atajar un toro: —¡Ahora, Felicio! Felicio se ladeó y vio ante el caballo al sargento Felipe, que enarbolaba un revólver. El ingeniero corría hacia un matorral vecino. —¿Ta loco, viejo condenao? –gritó el sargento a todo pulmón. Se le veía que estaba asustado; se había puesto pálido y resultaba grotesco, pegando saltos con sus piernas torcidas. —¡Ahora, Felicio, duro! –ordenó el difunto con voz estentórea. El caballo pasaba velozmente junto al sargento. Felicio alzó el brazo y descargó el golpe. Él no podía pensar que aquel hueso sucio, descarnado y húmedo, pudiera ser tan fuerte. Oyó el chasquido del golpe y vio al sargento caer haciendo un círculo y manando sangre por la cabeza. Entonces sonó un disparo. —Ay… –dijo don Pablo. Felicio se asustó. —¿Lo hirieron, don? –preguntó solícito. —Sí, aquí –masculló el difunto llevándose la mano al vientre. Pero a Felicio le resultó curioso comprobar que la mano que tocaba aquel vientre no era la de don Pablo sino la suya. Tal vez era porque el difunto no tenía mano izquierda. Cada vez más asustado, Felicio notó que tocaba un líquido caliente y espeso. De golpe el caballo se detuvo. Por encima de la cabeza de don Pablo, Felicio vio el cielo y observó que las lomas iban girando allá arriba, todas deslizándose, una tras otra. Dobló la frente, golpeó la silla con el rostro; luego, con todo el cuerpo, la tierra negra y feraz del valle. A su lado, temblando, espantado y sudoroso, estaba el caballo negro. La gente corrió, dividiéndose en dos grupos, uno que se precipitaba hacia el sargento y otro hacia Felicio. —Yo mismo recogí a Felicio –explicó el ingeniero–; después noté el odio de la gente y me sentí mal. Me acusaban de ser el culpable de la tragedia, y aunque tenían razón hasta cierto punto, el que le dio a Felicio la orden de matar fue el difunto, pues aunque nadie quiera creerlo, el difunto estaba vivo. Sólo ahora lo comprendo. 524
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Lentamente, Felicio volvió a ponerse de pie. Parecía trabado de la espalda por algún dolor. De nuevo empezó a temblar y señalaba con un brazo hacia el ingeniero. —Sí, sí, sí –comenzó a decir, casi babeando–. El difunto taba vivo y seguirá vivo mientras yo no me muera, porque naiden se muere de a verdá si queda en el mundo quien repete su memoria. Y aquel viejo casi ciego tenía una figura y una voz tan patéticas, que a pesar de que estaba haciéndolo sin autorización, el juez le dejó hablar sin interrumpirle. El juez evocó la sombra de su padre, tan presente siempre en él, y comprendió al ingeniero y a Felicio. De todo esto surgía, sin embargo, una dificultad: él no podía condenar a un difunto, aunque estuviera vivo. Y como no quería cavilar mucho, porque se sentía cansado, se puso de pie, sonó la campanilla y dijo: —El juicio queda declarado suspenso para proceder a las deliberaciones. Con sus cansados ojos, Felicio vio la sombra de la toga levantarse y alejarse. —¿Qué hará aquí el cura? –pensó. Y siguió sentado, mientras el público abandonaba la sala con las caras vueltas para verle.
Poppy Aunque la poca gente que conoció a Poppy parezca consternada –hace una semana que no hablan de otra cosa–, sería de tontos explicarles que lo que sucedió no fue un incidente vulgar, porque esa gente, como la gran mayoría del infatuado género humano, no aceptaría la explicación. Poppy, a la verdad, se precipitó un poco. Era demasiado sensible, y acaso hurgando en su “pedigree” se hallarían antecedentes, porque es lo cierto que nada se hereda tanto como la anormalidad. Pero las incontables parejas de quienes Poppy vino al mundo –padres, abuelos, bisabuelos– no se conocen. Excepto la madre, fox-terrier pura, nada más se sabe de sus antepasados. A juzgar por ciertos detalles físicos el padre debió ser un sato corriente; incluso en lo psíquico se le conocía, pues el pobre Poppy tenía una ternura casi humana, y la vivacidad y la gracia contagiosa del sato. Sin embargo era también grave, en ocasiones demasiado. Por lo visto, nunca pusieron atención en ese contraste. Todo en Poppy era extremado. Por ejemplo, sería difícil hallar un perro tan sumiso. Jamás tuvo la menor rebeldía ni trató en momento alguno de escaparse ni se lanzó, como muchos compañeros a quienes él conocía, a morder la pierna de un visitante. ¿No era eso extraño, tratándose de un perro nada cobarde? Pues bien, nadie se fijó en ello, nadie se preguntó la causa de tal sumisión; ni siquiera Josefina, a pesar de que a ella se debía. En conjunto, Poppy sentía que su vida era muy feliz. Para él todo lo bello y agradable de este mundo tan extravagante estaba en Josefina. Desde el instante en que la luz del sol, colándose a través de los cristales, le hacía abrir los ojos, él se emocionaba pensando que Josefina no tardaría en despertar. Con su fina cabeza levantada acechaba los menores movimientos de su ama. A veces ella se levantaba tarde y Poppy sentía miedo de que se hallara enferma, y cuando al fin ella se movía, él empezaba a gemir de contento. En ocasiones, Josefina extendía el brazo desde la cama y acariciaba la cabeza de Poppy. En tales momentos él desfallecía de felicidad, se le iluminaban los pardos ojos, se le llenaban de un resplandor 525
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extraño, de una claridad infantil. Otras veces, muy pocas por cierto, ella no lo miraba ni parecía notar su presencia. Poppy veía entonces el entrecejo de su dueña; observaba cómo una sombra vagaba por todo el rostro de Josefina, y, herido en lo más sensible de su ser, bajaba la cabeza y se iba lentamente, con el rabo colgante, lleno de una amargura que nadie sospechaba. En verdad, esos momentos de dolor eran escasos en la vida de Poppy; incluso podía recordarlos todos, aunque a él no le gustaba hacerlo. Sólo cuando temía que algo le sucediera a su ama, volvían tales instantes a amargar sus días. Además, la tristeza no le duraba mucho. Un gesto ínfimo, un amago de ternura de Josefina le hacían olvidarlo todo. La alegría era en Poppy un sentimiento desbordante, que inundaba todo su ser y le enloquecía de dicha. Pero un día –abominable día en su historia– Poppy sintió que la risa de Josefina era secundada por otra más seca y que las pisadas de su ama –leves y rápidas, tan conocidas por él– eran seguidas por otras lentas y sordas. Además, le llegaba un olor nuevo. Una sensación desconocida confundió sus sentimientos. Vio llegar a un hombre al lado de su ama, y vio la mano de él sujetar el brazo de Josefina. Aquello le llenó de asombro. ¿Cómo era posible que alguien tocara ese brazo? Para Poppy tal cosa era inexplicable, y se quedó sentado, con los ojos fijos en el visitante, deseoso de hacer algo no muy correcto. Sin duda su ama comprendió las intenciones de Poppy porque le dijo que se fuera. Ella le miró con dureza y a Poppy le dolió mucho esa mirada. Con la cabeza baja y la cola caída, avergonzado y triste, se fue de allí rezongando algo sobre la intromisión del hombre en la vida de los demás animales. Al echarse bajo la cama se dijo que aquel desconocido y él no podrían ser amigos. Poppy no sabía debido a qué, pero lo cierto es que el extraño no le había sido simpático. Estaba Poppy cavilando sobre esas cosas cuando sintió entrar a Josefina. —¡Poppy, Poppy mío! –cantaba ella alegremente. Señor, ¿qué había ocurrido? Poppy hubiera querido tener más voluntad, ser menos emotivo, lo cual le hubiera permitido quedarse bajo la cama sin poner oídos en las voces de su ama. Pero él no podía. A la segunda llamada se lanzó, con el corazón ahogándosele de felicidad, y fue a dar en los pies de su ama. Ella lo tomó entre sus brazos, lo cargó y le dijo mil lindezas. Hablaba un idioma especial, en el cual abundaban frases cariñosas que Poppy sospechaba dirigidas a alguien que no era él. En ese estado de ánimo duró Josefina varios días. Se arreglaba con entusiasmo; peinaba de quince maneras su bronceado pelo; se ponía en las pestañas una pasta azul que daba a sus ojos un brillo y un tono deliciosos; se perfumaba, se cuidaba las uñas. Poppy se maravillaba de lo que veía y –¿para qué esconderlo?– disfrutaba también de una dicha loca, porque antes de tantos arreglos él hallaba a Josefina lo más bello de la creación; admiraba sus manos largas, pausadas, distinguidas; su pelo dorado, sus ojos azules, su nariz fina y audaz; lo admiraba todo en ella, y él observaba que con el cuidado todos los encantos de su dueña aumentaban sensiblemente. Lo único desagradable era la presencia del hombre. Iba a menudo. Cuando él llegaba Josefina se quedaba un instante como dormida, un solo instante; pero Poppy comprendía –a pesar de que él no tenía una noción clara del tiempo– que en la vida de su dueña esas fracciones de minuto duraban una eternidad. Después Josefina y el hombre se iban. ¿Adónde iban? Metido bajo la cama, entristecido por la soledad en que lo dejaban, Poppy se hacía esa pregunta muchas veces. ¿Sería a la orilla del mar, frente a la casa, en el sitio donde ella solía 526
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llevarlo a pasear? ¿Sería al jardín, en el rincón de las buganvillas, donde antes se pasaba ella las tardes con la mirada perdida en el cielo y donde él cazaba lagartijas? Con su fino oído –herencia de su madre– atento al menor roce, Poppy trataba de percibir los ruidos provenientes del jardín; acechaba, se volvía todo atención. Al cabo de unos días notó que la llegada de Josefina era precedida siempre por el rumor de un automóvil que se detenía frente a la casa. “Pasea en esos feos aparatos que ruedan y hieden”, pensó. Y como a él no le era dado saber por dónde solía ir el automóvil, se acostumbró a no cavilar más sobre las salidas de su dueña. Lo único que le interesaba era que retornara pronto. Algunas veces el hombre subía con ella y aunque Poppy no hallara al sujeto muy de su agrado, tuvo que aceptar que le pasara la mano por la frente. Bien sabía él, sin embargo, que tales caricias las hacía el hombre sólo por hacer creer a Josefina que lo quería un poco. Nunca se hizo ilusiones al respecto. Ni aquel extraño llegaría a tenerle estimación ni él se la tendría jamás. Una noche oyó decir al visitante: —Poppy se vería mejor si le cortáramos la cola. —Imposible; le dolería mucho replicó Josefina. —¿Dolerle? ¿Y por qué? ¿Acaso sienten dolor mis pacientes cuando los opero? Estupefacto, asombrado de lo que oía, Poppy salió del escondite donde se hallaba –un rincón bajo el librero– y se acercó a Josefina. ¿Qué iba ella a responder? Poppy la miró fijamente y la notó indecisa. En sus bellos ojos azules le vio la duda. Pero aquel hombre debía ejercer una mala influencia en su ama. —¿Crees que no le dolerá? –preguntó ella cediendo terreno. Con una sonrisa que a Poppy le pareció la más odiosa mueca nunca vista, él respondió: —Te aseguro que no. Poppy se quedó perplejo. ¿Cómo hablaban así de esas cosas? ¿Era posible que se atrevieran a cortarle su cola, única parte del cuerpo con la cual podía él expresar su alegría y su gratitud cuando su ama le hacía mimos? No; jamás podría un ser humano hacer algo semejante. ¿De dónde había sacado el amigo de su ama ideas tan crueles y extravagantes? ¡Y todavía iba a hablar más el bárbaro! Sin duda estaba empeñado en convencer a Josefina. Poppy temblaba de miedo. ¿Qué diría; qué iba a decir? Pero el hombre no habló de él, sino de algo así como un paseo. Se levantó, y Josefina no tardó en hacerlo. Sumido en la más amarga de las dudas, presintiendo algo muy malo, Poppy se quedó tan acobardado que no se atrevía ni a seguir pensando. Dos días después ocurrió algo inusitado. Con sus propias manos adorables Josefina bañó a Poppy; después se arregló ella misma. Era muy temprano, tanto que el sol no había caminado aún un cuarto de cielo. Mientras se arreglaba, Josefina cantaba. ¿Qué iba a pasar? ¿A qué tales cuidados? Poppy no quería pensar en nada; ¡se sentía tan feliz! Advirtió que se preparaba una salida. Hacía tiempo que Poppy no veía la calle de mañana. Pasando por el jardín, Poppy sentía la nariz envuelta en perfumes capitosos. Su ama se detuvo en la puerta y tendió los ojos hacia el mar. El mar aparecía al frente, azul, límpido y brillante como una pintura. Poppy miró a su dueña vestida de blanco, fina, dorada y celeste, con las manos puestas en la reja, con el pelo y el traje batidos por la brisa de la mañana, a Poppy le parecía ella algo delicado, bello y tierno; una flor de líneas serenas, esa flor que los hombres llaman lirio. Era aquella una gloriosa mañana de abril. El aire olía deliciosamente y toda la creación temblaba de alegría. Poppy gimió de dicha; se arrastró a los pies de su ama, correteó lleno de 527
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júbilo. La felicidad le ahogaba. Por la acera, bajo los árboles, empezó a perseguir lagartijas y a dar veloces vueltas. Se embriagaba; le embriagaban el sol, el mar, el cielo distante, la sombra de los árboles, la presencia de Josefina. Pero de pronto –¡oh fugacidad de las cosas!– oyó a su espalda un ruido que le disgustó: ahí estaba el automóvil del hombre. Súbitamente sintió ira y empezó a ladrar como un desesperado. Su ama pareció más disgustada que él. —¡Poppy! ¿Qué es eso, Poppy? –preguntó. Y por primera vez –cosa extraordinaria– él no sintió dolor por haberla disgustado. Pero Poppy no tardó en arrepentirse de la dureza de su corazón. Llenándole de asombro, su dueña lo tomó en brazos y entró con él en el automóvil; incluso lo pegó contra su pecho y juntó su cara con la suya. ¡Qué inolvidable momento! Pronto llegaron adonde iban. Poppy vio a una joven graciosa vestida de blanco que le hizo caricias y a un mozo de espejuelos, muy serio, que le estuvo tocando la cola. Josefina se cubría el rostro con un pañuelo y parecía apenada. Eso entristeció a Poppy, pero no pudo detenerse mucho en ello porque sintió un ligero pinchazo en la cola. A poco ésta empezó a ponérsele pesada. ¿Qué sucedía? Miró a su dueña con ánimos de pedirle que lo ayudara, que no lo dejara en manos de aquellos desconocidos. El amigo de Josefina anduvo buscando hierros en una especie de librero blanco que no tenía libros. Poppy lo veía sonreír y lo oía hablar con desparpajo. La joven vestida de blanco y el mozo de espejuelos lo sujetaron fuertemente. Le pareció que alguien lo golpeaba en la cola y quiso volverse a ver qué le hacían, pero no lo dejaron. Aquellos momentos fueron confusos. Poppy tuvo miedo, un extraño miedo a no sabía qué. ¿Maquinaban los desconocidos apartarlo de Josefina? ¡Quién podía saberlo! A él le parecía que los hombres eran capaces de las mayores atrocidades. Pero no sucedió lo que temía. Josefina volvió a cargarlo, a decirle palabras cariñosas; después entraron de nuevo en el automóvil y en todo el trayecto fue acariciándolo con mayor intimidad que nunca. Aparentemente, todo volvió a ser igual. Pasó el resto de la mañana y empezó a caer el día. Poco a poco, con progreso lento, Poppy fue sintiendo dolor en la cola. Trató de morderse, de pasarse la lengua, pero no lo dejaron. A media tarde ya no pudo más. Quiso mover la cola, porque Josefina había entrado en la habitación y él sintió alegría, como siempre que ella se presentaba a sus ojos, y el dolor fue tan agudo que lo inmovilizó. Entonces fue cuando, mediante un brusco esguince, logró ver. Al principio no comprendía. ¿Qué era aquello? ¿Estaba él perdiendo el juicio? Empezó a girar sobre sí mismo, como un loco. Sentía que se le salían los ojos, que se le iba la cabeza. Tuvo miedo, un miedo agarrotador. Alzó la mirada, y fue tanta la compasión que halló en la cara de Josefina que temió más todavía, y reculó, impresionado. Al acercarse al armario se vio en el espejo. ¿Cómo? ¿Qué pasaba; qué había sucedido? ¿Era él o era otro Poppy el que se reflejaba en el cristal? Se quedó un momento fijo ante su imagen; después se volvió a Josefina, con la mirada suplicante, y oyó que ella decía: —Pobrecito Poppy mío… Y al querer agradecerle su ternura él comprendió que ya nunca más podría demostrar su gratitud, porque lo habían dejado sin cola. Su primera reacción, un impulso que no pudo dominar, fue de cólera. ¡Había sido aquel antipático amigo de su dueña el que lo había mutilado! Fuera de sí, se lanzó sobre Josefina y le enseñó los dientes. Ella gritó reconviniéndole. Molesto, aunque no avergonzado, Poppy se metió bajo la cama, de donde se negó a salir en el resto del día. Con los ojos cargados de 528
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sangre y el disgusto agriándole la vida, se pasó las horas amargado, pensando con verdadero dolor en su triste destino. En la noche sintió el ruido del automóvil; al oír las pisadas del hombre y distinguir su olor, quiso salir de su escondite y morderle una pierna. A duras penas lograba contenerse. El nombre de su ama le golpeaba la cabeza por dentro, y sólo así pudo resistir sus malos instintos. Después, cuando en las altas horas de la noche su dueña dormía, sintió de pronto un miedo atroz. Fue una idea loca, que le nació sin que supiera por qué. Tanto le impresionó que pegó un salto. ¿Y si al visitante se le ocurría cortarle una mano a Josefina? ¿Por qué no? ¿No le había cortado a él su cola? La sola sospecha le dolió hasta dejarlo sin respiración. Se volvía loco. Estaba seguro de que iban a mutilar los hermosos brazos de su dueña; podía jurar que lo harían. El vehemente deseo de morir, si no podía impedir tal atropello, acabó por hacerle sentirse todo él un dolor vivo. Gimió en tono bajo, para no despertar a Josefina, y buscó algo con que hacerse daño, algo que le hiriera. Empezó a arrastrarse lentamente. Se sentía solo en el mundo, agobiado por la soledad y el sufrimiento. Durante tres días las cosas no cambiaron para Poppy. En la casa aseguraban que nunca había estado de tal humor. Cuando llegaba el amigo de Josefina él no podía contenerse. Ladraba, nervioso y erizado; gruñía, enseñaba los dientes. Sentía necesidad de vengarse. Pero volvía de nuevo aquella impresión de orfandad, aquella sensación de que lo habían humillado, de que lo habían despojado de parte de su vida. La tercera noche Poppy puso oído en unas palabras cuyo sentido no alcanzó a entender. —Este perro está muy majadero –dijo el hombre–. Yo te voy a dar una sorpresa. Poppy retrocedió poco a poco. ¿Sorpresa; había dicho sorpresa? ¿Qué diablos maquinaba el odioso visitante? Con la cabeza entre las piernas, preocupado, queriendo desentrañar el misterio de esas palabras, Poppy sufrió más que nunca, hasta que el sueño lo libertó de esa tortura. Al día siguiente Poppy esperó ansiosamente la llegada de la noche. Disimulando su impaciencia se sentó junto a la puerta, cerró los ojos y esperó. Tuvo que hacer un esfuerzo para no denunciarse cuando llegó el hombre. Le oyó hablar de muchas cosas; le oyó reír y hacer chistes. Muy tarde ya dijo: —Mañana viene Bonzo. Ese sí es de raza pura, no como este malcriado. Poppy aguzó el oído. ¿Bonzo? ¿Qué sería eso? ¿Qué significaba tal palabra? Jamás la había oído. Ah, sí; una vez que su dueña disfrazó a un niño de chino. ¿Pero fue “bonzo” propiamente lo que dijo? Una pregunta tras otra, docenas y docenas de ellas se fueron encadenando en la atormentada cabeza de Poppy hasta que llegó el momento en que creyó que la cabeza se le quedaba hueca. Francamente, no podía ya más. En efecto, llegó Bonzo al otro día. Poppy estaba dormitando, tratando de recobrar parte del sueño que había derrochado en la noche; iba sumiéndose en la suavidad nebulosa cuando lo despertó un grito alegre de su ama. La sintió correr a toda prisa y la oyó murmurar en voz alta palabras de emoción. —¡Qué lindo, qué preciosidad! –decía ella. A Poppy le pareció que sentía olor a perro y también que oía besos. ¿Besos? ¿A quién besaba su dueña? Poppy no era curioso –costumbre de perras y de cachorros–, pero se intrigó tanto que salió de su escondite habitual. De pronto Josefina entró corriendo y él la vio reír, y vio su dorado pelo agitarse como dos alas pardas. Llevaba algo en los brazos. Era un bulto 529
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oscuro, peludo. ¿Sería un abrigo? Tal vez; pero a Poppy le pareció que por un abrigo no debía ponerse así, y además, aquello olía demasiado familiarmente. Ella se tiró en un sillón, pálida de alegría, con los párpados caídos, y Poppy notó que el placer ponía en su rostro un aire apasionado. Ella estuvo así un minuto y él empezaba a sentirse confuso y avergonzado ante tanta dicha. Pero inesperadamente ella se incorporó, tomó aquel bulto lanudo y lo puso en sus piernas. Poppy no pudo reprimir un temblor de asombro y de ira. ¿Cómo? ¿Qué quería decir eso? ¡Era un perro, Dios; un perro lo que tanto había emocionado a su dueña! Incapaz de contenerse ya, Poppy saltó, con los dientes desnudos y la cólera en los ojos. Josefina lo miró un segundo; lo miró un segundo como nunca lo había hecho y le gritó algo horrible, algo que Poppy hubiera dado la vida por no oír; y a seguidas le pegó, ¡le pegó con el pie! Verdaderamente, ya no era posible soportar más. Humillado hasta lo más profundo de su ser, Poppy bajó la cabeza y con la nariz rozando el suelo se fue de allí paso a paso. Estuvo debajo de la cama todo el día, negado en absoluto a salir. Durante la tarde aquello fue una fiesta. Subieron y bajaron las niñas de la casa, la vieja sirvienta, el hijito del jardinero, y cada uno le hizo gracias a Bonzo. ¡Bonzo! ¿Había habido alguna vez un nombre más feo que ése? Decían de él cosas admirables, tantas que Poppy, sin salir de debajo de la cama, aprovechó un momento en que tenían al intruso en el suelo y abrió un ojo para echarle una mirada. ¿Bonito; bonita esa bola de lana parda? Sintió asco de la gente, exagerada en todo. Vio las manos –las queridas manos de su ama– tomar al animalito y levantarlo, y aquel solo gesto rebosó el atribulado corazón de Poppy. Fue ahí, en tal instante, cuando resolvió lo que haría después. No pudo esperar. Era demasiado sensible –herencia de quién sabe cuál de sus abuelos– y además no tenía noción clara del tiempo e ignoraba que éste cura todas las heridas y hace viejas todas las novedades. Lo ignoraba todo en ese momento, excepto que ya no sería el favorito, que las frases tiernas de su ama no serían para él y que aquellas amadas manos acariciarían en lo adelante a otro perro. El era un pobre animal mutilado que no podía demostrar amor ni alegría. No se movió ese día; ni siquiera se levantó a comer. ¿Para qué? ¿Valía la pena? Tampoco quiso moverse el día siguiente. Vio y oyó entrar gente que olía de mil maneras, oyó celebrar a Bonzo y se quedó quieto, sin fuerzas ni aun para indignarse. A la hora del paseo, tal como había resuelto, se levantó y dejó su rincón de abajo de la cama. Lentamente, sin ánimo alguno, fue emergiendo del escondite. Josefina no lo miró. Con gesto desdeñoso le dijo que saliera. El vio al intruso en los brazos de su dueña. ¿Le dolió? No, pero sintió tristeza. Con paso tardo descendió por la escalera. Al salir al jardín se detuvo un momento y contempló el viejo escenario de su felicidad, tan lleno de olores que él conocía y distinguía. Allá estaba el rincón de las bungavillas, y allí estaba el estanque de verdes aguas. Había sol, un sol que brillaba en las hojas de los árboles y en el lejano mar. Amargado y enternecido recordó sus días infantiles, las horas de correteo por entre los pinitos australianos, cuando, perseguido por Josefina, iba y venía loco de contento. En lo hondo de sus venas aquella amargura hirvió rápidamente y sintió nacerle de golpe un odio enorme por cuanto lo obligaba a abandonar aquel sitio. Volvió los ojos y vio al intruso en los brazos de su ama. Durante un segundo pensó saltar, apretar entre sus dientes el pescuezo de aquel animalito lanudo. Fue un ímpetu que iluminó con reflejos diabólicos sus ojos pardos. Hasta llegó a calcular la distancia para el salto. Pero de pronto sintió que podía hacer sufrir a Josefina y eso no valía la pena. Para lo que faltaba… 530
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Y estaba bella su ama. La brisa de la tarde agitaba su falda. ¡Lindo trajecito! Alguien dijo que la hacía juvenil como una estudiante. ¿Qué era eso de estudiante? Poppy no lo sabía; lo que sí sabía era que su dueña era muy bella, que los ojos azules le brillaban dulcemente y que el aire levantaba con suavidad su fino pelo dorado. ¡Qué tristeza no volver a verla! Poppy sintió dolor por todo lo que iba a abandonar. Lentamente, como sin darse cuenta, bajó la acera. Le pareció que entre las pardas hojas jugaban algunos lagartos. Sí, debía ser así. En lo adelante serían para el otro. Anduvo más. Vio acercase el automóvil y oyó el grito de Josefina, un agudo grito que lo traspasó como una flecha. Inmediatamente, un estrépito loco, la impresión de que el mundo estallaba. De pronto, luz, mucha luz, un deslumbramiento. Después súbita oscuridad. Y nada más. Acaso sólo la sensación de que se dormía velozmente.
Mal tiempo El viento arreció a medianoche de tal manera que Eloísa empezó a temblar. Tenía miedo de que el huracán destruyera el bohío y éste los aplastara, miedo de lo que pudiera sucederle a su hijo en la soledad de la loma y miedo de que el viejo Venancio despertara y la sorprendiera sentada en el catre, llena de pavor. Así pues, estuvo a punto de gritar asustada cuando oyó la voz de Venancio: —Tranquilícese, que no es na. Los troncos e mangos le quitan juerza al viento. Pero los mangos nada significaban para Eloísa. Toda la vida había sido miedosa. A pesar de sus treinta años viviendo en el lugar no había podido evitar el terror que sentía ante el mar, que estaba bien cerca; y aunque no lo decía, porque hablaba poco y porque su marido no admitía debilidades, se pasaba los días creyendo que desde que Venancio la llevó a ese lugar se hallaba sin amparo alguno en la vida. Además, su hijo andaba por la loma, solo del todo, y quién sabe lo que estaba haciendo ese viento por allá. Súbitamente el bohío crujió, movido por una racha que pasaba haciendo mugir las copas de los mangos; y Eloísa no pudo seguir callada. —¡Virgen de la Altagracia, ampáranos! –gritó. El viejo Venancio levantó entonces medio cuerpo en el catre y sujetó a su mujer por un brazo. —¿Pero usté no oyó lo que le dije? ¡Acuéstese di una vé y si le parece póngase a rezar, pero no lloriquee a esta hora! Sumisamente ella se acostó. Con los ojos cerrados podía hacerse la imagen del lugar, y ver tras el bohío los doce troncos de mango que el propio marido había sembrado mucho antes de que naciera el primer hijo. Pensar en que esos mangos servían para desviar el viento le producía cierto alivio, a pesar de que tal idea era falsa, porque lo que seguramente la tranquilizaba algo era saber que Venancio no se sentía inquieto en lo más mínimo. Por otra parte tal vez ni eso, ya que en verdad su mayor miedo no era al viento, sino a que el mar se desbordara. Siempre había sentido pavor ante esa posibilidad. El mar estaba tres millas hacia atrás, y por allí la costa caía a pico. Era muy improbable que algún día su tremenda carga de agua subiera; pero Eloísa se había asustado cuando lo vio por vez primera, y jamás se había librado de la impresión recibida entonces, que fue de soledad ante una fuerza gigantesca y ciega. A partir del momento en que empezó a tener hijos vivía segura, sin que pudiera explicarse la razón, de que alguna vez ese mar le mataría a uno de ellos. De pronto pensó 531
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en el único que le quedaba; lo vio bajo la lluvia y el viento, guarecido al pie de un árbol, solito en la compacta oscuridad del monte; y empezó a sollozar tratando de que Venancio no la oyera. Pero Venancio sí la oyó, y en tal ocasión de lo profundo de sí mismo le salió la cólera a estallidos. ¡Esa mujer, con su lloradera y sus temblores, no iba a dejarlo dormir! La agarró por un hombro, y Eloísa podía sentir, en medio de la oscuridad, los llameantes ojos del marido clavados en ella. —¿Se va a tar tranquila, sí o no? –preguntó él. Tratando de dominar su miedo, ella explicó: —Es que vea… Julián ta solo con este tiempo. —Julián ta seguro en la loma –sentenció él–. Lo que usté tiene que hacer es dejarse de lagrimeo y dormirse ya mesmo. Y él se durmió al cabo de un rato, aunque no Eloísa. Ni Julián. Julián iba a esa hora río abajo, luchando con las sombras de la noche para que la corriente no le llevara el tronco de caoba con que había resuelto sorprender al viejo. Eso era algo que se salía de lo habitual, pues el muchacho tenía su tarea concreta, que consistía en cortar madera para que el padre hiciera carbón; echaba los palos al suelo, los partía en trozos manejables, los conducía poco a poco hasta la orilla del río y los tiraba al agua; luego iba hacia abajo escoltándolos en su cayuco, hasta salir al prolongado arenal que el río y el mar formaban cuando el primero desembocaba en el segundo. Desde la boca hasta su casa, que quedaba a cinco o seis millas hacia el oeste, había un largo trecho desarbolado, a pesar de que al principio hubo ahí manglares que en una época sirvieron para hacer carbón. En tal trecho, unas veces más cerca del río, otras más lejos, se hacían las carboneras; y todo el lugar parecía un antiguo cementerio abandonado. Cruzando los palos debidamente astillados, y colocándolos en hoyos que después cubrían de tierra, en tal forma que a distancia semejaban túmulos, el padre y el hijo carbonizaban la madera y vigilaban el hilo de negruzco humo que día tras día salía por los respiraderos. Unos años atrás el viejo iba al monte con Julián, cada vez más lejos porque a medida que pasaba el tiempo eran menos accesibles los sitios arbolados; mas cuando Venancio empezó a quedarse corto de vista, como ya Julián era bastante fuerte, el padre resolvió que fuera él solo a los cortes. En los primeros meses Venancio se quejaba: —Vea, Eloísa, si no se hubieran muerto tos los muchachos que tuvimos aquí no faltaría madera pa’l carbón. —Asina sería –aprobaba Eloísa. De tarde en tarde Venancio preguntaba de pronto: ¿Cuántos años tendría agora Rafael, Eloísa? —Veintiocho –respondía la mujer. —¿Y Justino? —Veintisiete. El marido seguía pasando revista a los muertos, a lo mejor calculando cuánto carbón hubiera podido producir con todos vivos. No podía ser de otra manera porque Venancio no se gastaba en accesos sentimentales. Lo que a Eloísa le parecía muy raro era que recordara uno por uno los nombres de los ocho. Al final, indefectiblemente, Venancio comentaba. —Antonce Julián tiene. —Agora tiene casi diecinueve –le había dicho Eloísa, exactamente un mes antes de esa noche de mal tiempo. 532
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Con efecto, ésos tenía; pero desde muchacho de once o doce se comportaba como un adulto. Ya en esa época, cuando llegaba con el padre a la loma y daban con un macizo de árboles apropiados, no consultaba al viejo ni le decía una palabra; cogía su pequeño machete y trepaba silencioso a los troncos para empezar a desramarlos; y una vez terminado el desrame, tan pronto Venancio comenzaba a hachar, él se ponía a abrir trocha hacia el río, para que fuera más fácil la conducción de los maderos hasta la vía de agua. Estaba hecho a actuar por su cuenta. A lo sumo, alguna vez el viejo le decía: —Aquí no, muchacho. Vamos a ver si jallamos llana por ese rumbo. Entonces Julián bajaba del tronco en que se hallaba, siempre sin hablar, y se ponía a tumbar bejucos haciendo camino hacia el corazón del monte. Como no estaba acostumbrado a consultar, tres días antes de esa mala noche había resuelto tumbar el tronco de caoba con que de buenas a primeras se había dado. De inmediato comprendió que tal palo iba a exigirle varias jornadas de trabajo y que debía bregar duro para bajarlo hasta el río, pues si quería sacarle todo su valor tendría que llevarlo sin cortarlo en pedazos. Venancio se molestaría al verlo llegar sin más madera, y como ya estaba casi ciego de tanto meterse en las carboneras, no podría distinguir de pronto la calidad del tronco. Quizá hasta dijera que era ojancho; y a Julián le parecía oírlo: —Muchacho, ¿cómo cortaste ese palo tan duro en vé de traer llana? Entonces él le diría: —Usté ta medio ciego, taita. Eso no es ojancho; eso es un tronco de caoba que vale como cien pesos. A lo que sin duda alguna el padre contestaría alzando la cabeza, esforzándose en mirarle la cara, y diciendo al cabo de un rato, esquivando discutir sobre su error: —Antonce busque como venderlo di una vé, y si va al pueblo tréigase algo de comida y cómprele un túnico a Eloísa. Eso tendría que suceder así y no de otra manera. Además si el padre no mencionaba el túnico de la madre, él iba a comprarlo de todos modos. La vieja tenía ya tal vez más de cincuenta años; era chiquita, delgada, canosa, sufrida, y aunque el hijo no mencionaba tal detalle, entre otras razones porque él no tenía el hábito de hacer comentarios, él notaba que a la hora de servir la comida en la cocina el primer plato era siempre el suyo. Una vez hasta sintió a la madre, tarde en la noche, tirándole arriba un saco vacío. Durante tres días el muchacho batalló sin descanso. Tumbar el caobo fue lo más fácil; lo difícil fue conducirlo hasta el río. En ocasiones lo hacía rodar al favor de los desniveles del terreno, tras haber limpiado a machete él trayecto que debía seguir el madero: pero en otras tenía que vencer los obstáculos levantando el enorme tronco por el extremo menos pesado. Cuando la tarde caía, y el bosque se poblaba de pajarillos que llegaban aturdidos por el sueño a llenar las altas ramas de los árboles, Julián se encaminaba hacia el río para dormir en su cayuco, amarrado en la orilla. El tercer día amaneció con amagos de lluvia, y desde media mañana, una vez comenzó a llover, el muchacho tuvo que luchar con ese nuevo inconveniente, lo que aumentó mucho sus dificultades. Fueron siete u ocho terribles horas las que pasó, con el tronco resbalándole a causa del lodo y del agua, yéndosele de las manos, atajándosele en cualquier pequeño matojo de yerbas. Aun bajo la lluvia Julián sentía el sudor corriéndole por la frente. La ropa se le había endurecido a efectos del agua. Pero no cejó un minuto. A eso de las seis vio el río a escasos metros de distancia; y cuando oscureció del todo sintió que su decisión de echar sin demoras el tronco a la corriente crecía a compás con 533
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la oscuridad y con la lluvia, que iban engrosando cada vez más. Era septiembre, el temido septiembre de las islas, y no había esperanzas de que el mal tiempo se debiera a cambios de la luna. Julián sabía, pues, que no debía parar un instante. A eso de las ocho el caobo cayó al agua. Se le oyó chasquear blandamente; y sin perder tiempo el muchacho deshizo el nudo de la cuerda que sujetaba el cayuco y se metió en él. Con gran trabajo, canaleteando con una mano y con la otra empujando el caobo, logró situarse en medio del río. A partir de ahí la tarea sería menos agobiadora, sobre todo cuando llegara la luz del día; pues mantenerse atento a que el tronco no se le atravesara frente al cayuco o a que no se le embarrancara no era cosa fácil en la compacta oscuridad de la noche. Durante largas horas pudo manejarse relativamente bien, a pesar de la fuerte lluvia. Pero de pronto, a mitad de trecho entre la medianoche y el amanecer, notó que el cayuco se mecía de atrás alante, como si el agua del río estuviera creciendo en oleadas. Por sí solo ese hecho daba que pensar; cuánto más lo daría media hora después, al comenzar el viento a dejarse sentir soplando con creciente vigor, encajonado entre los árboles de las orillas. Julián, sin embargo, no sintió temor. Sabía bien qué indicaban esos síntomas; pero él había resuelto llevar hasta la playa de la boca el tronco de caoba, y lo llevaría sin duda alguna, pasara lo que pasara. Endurecido por la sorda lucha que libraban dentro de él el sueño y la atención, Julián se quedó sorprendido de súbito cuando, ya al amanecer, movido inesperadamente por una fuerza de agua, el tronco giró a toda velocidad y se atravesó frente al cayuco. El muchacho corrió, haciendo tambalear la primitiva embarcación. Después que logró evitar el choque alzó la cabeza y vio cómo el viento doblaba las copas de los árboles que orillaban el río. —Si el tiempo ta malo pa’bajo, los viejos ni haberán dormío –dijo en voz bastante alta. Y acertaba, porque Eloísa, por lo menos, no pudo dormir. Durante más de cinco horas estuvo con los ojos abiertos, oyendo el paso cada vez más violento de las ráfagas y el caer incesante de la lluvia, que hacía sonar de manera sorda las yaguas del techo. El viento empezó a amainar después de amanecer, pero la lluvia fue haciéndose más fuerte, y a eso de las doce era un diluvio lo que se sentía sobre la tierra. Llovió menos en la tarde, para arreciar otra vez al entrar la noche. Solos y silenciosos, dando vueltas en los pequeños límites del bohío, fumando de vez en cuando sus cachimbos, Eloísa y Venancio veían caer el agua, la veían rodar por los pequeños desniveles e ir llenando el patio de lagunatos. En dos ocasiones, una en la mañana y otra bien entrada la tarde, Eloísa comentó como para sí que tal vez su hijo Julián estaría mojándose más de la cuenta en el monte. La última vez Venancio se puso de pie al oírla, y respondió de mal modo, mirándola a los ojos: —Usté déjese de tar llamando desgracia. El muchacho se pue mojar lo que quiera, que no es de azúcar pa derretirse. En lo cual estaba acertado. Julián no era de azúcar; y de todos modos estaba de más hablar de él. Pues había ocurrido que a eso de las diez de la mañana, quizá entre las nueve y media y las diez, el río había empezado a bajar cada vez más cargado. Por momentos unas turbias oleadas cubrían las orillas e iban doblegando los yerbazales. Sin duda el viento que había cruzado hacia las lomas durante la noche había empujado las nubes hasta la cabecera. Y debió ser así, porque de improviso, tal vez un poco pasadas las diez, se oyó el pavoroso ronquido de la masa de agua que bajaba dominándolo todo. Julián se puso de pie en medio del cayuco, y miró hacia atrás. Él no sabía lo que era eso, pero muchas veces oyó a Venancio contar historias de violentas crecidas. En medio de la lluvia podían distinguirse los ruidos de 534
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los bejucos que se doblaban chasqueando, el golpear del agua en los troncos de los árboles más cercanos y el impresionante fondo del ruido que hacía la propia agua al rodar sobre sí misma, creciéndose en oleadas de un pie de altura. Durante una fracción de minuto Julián quedó confundido, sin saber qué hacer. Al tratar de ver el caobo advirtió que iba meciéndose, hundiendo en el río ya una punta, ya la otra, y en ocasiones girando como un rehilete. Sentándose otra vez, para no perder el equilibrio, metió el canalete en la turbia masa líquida y pretendió avanzar lo más aprisa que pudiera, porque era necesario pegarse al palo y dominarlo, a fin de que no embarrancara o no se le atravesara. Si el río estaba arrastrando árboles descuajados, lo cual era posible, y el caobo se le enredaba en uno de ellos, no iba a poder sacarlo en medio de la corriente; le cogería la noche, y como llevaba ya una sin dormir se le haría muy difícil dominar el sueño. Así pues, avanzó cuanto pudo y se arrimó al tronco. Pero sucedió que en tal momento el caobo comenzó a girar sobre su eje longitudinal, y Julián cometió el error de querer atraparlo con un pie precisamente cuando otra ola de la crecida venía mugiendo tras él, imponiéndose en el recodo que acababa de dejar tras su espalda. Dos veces el tronco fue y volvió, pegando contra el cayuco; y eso ocurrió con movimientos tan rápidos que Julián no nudo evitar que su pierna, caída al agua cuando perdió la sustentación del tronco, quedara atrapada entre éste y el cayuco. El primer golpe casi le hizo perder el conocimiento tal fue el dolor que le produjo; el segundo lo aturdió largo rato, sobre todo porque había sentido el sonido del hueso al quebrarse, y de inmediato algo parecido a la feroz mordedura de un perro en lo recóndito del vientre. Llevado por el instinto el muchacho quiso acudir a cubrirse la pierna con las manos; y entonces el cayuco, atravesado ya en medio del río, se ladeó, soltó su carga, brincó un poco sobre el agua y comenzó a derivar, dando bandazos, corriente abajo. Sobre su fondo de liviana madera la lluvia sonaba con sordo golpear. Todo aquello duró tal vez lo que un relámpago y aunque las circunstancias eran aflictivas Julián ni siquiera las apreció. Perdido el cayuco nadaría otra vez hasta alcanzarlo; y si no podía, porque era demasiado ligero de peso y el agua acaso lo arrastraría con velocidad, nada evitaría que él se arrimara al caobo. De ser así se abrazaría al tronco y se dejaría ir con él, aunque se embarrancara o se enredara en un árbol desarraigado por el río. El muchacho estaba hecho a cejar, y no lo haría. No le importaba tener que pasar sujeto al caobo un día, una noche más, dos días, dos noches. Ahora ya no se trataba, como minutos antes, de calcular las dificultades que podían proporcionarle la oscuridad, el río crecido y el trasnoche; ahora se trataba de salvarse y llegar a la playa de la desembocadura con el caobo. De manera firme y poderosa Julián sentía que el caobo y él, no él sin el caobo o el caobo sin él, tenían necesariamente que correr la suerte juntos, hasta arribar adonde el viejo pudiera dar con ellos. Ese sentimiento le comunicaba fuerzas, a despecho de la pierna, que tiraba de él hacia el fondo. En verdad, pocos minutos después no podía con ella; un rato más tarde ni siquiera le era dable mover el muslo, y la cadera se le estaba partiendo del dolor. Llovía, estaba metido en el agua, y sin embargo sentía que algo frío, surgido de sí mismo, le empapaba el cuerpo y el rostro. Vio con toda claridad alejarse el cayuco, que discurría rápidamente al favor de la corriente; y vio al caobo moviéndose a saltos, como si alguien lo empujara desde abajo. Pensó gritarle que lo esperara, que él iba para allá. Sin parar mientes en lo que sentía, braceó enérgicamente, una, tres, cinco veces. ¡Ya tenía el tronco ahí, a su alcance! ¡Ah!, si hubiera podido detenerlo un instante, un solo instante. 535
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—¡Párate, maldito! –gritó. Pero en tal momento un extremo del caobo saltó, como un pez que huye, y cuando pegó de nuevo en el agua había sido arrastrado casi dos varas más allá. Julián quiso bracear otra vez; mas de súbito, con un impulso brutal y despiadado, el dolor de la cadera estalló, enfriándole el vientre, y sintió los brazos paralizados. El muchacho abrió la boca, ya con la nariz y la cuenca de los ojos afilados por el color amarillo que iba transfigurando sus facciones. Ciego y sordo; trató de salir adelante, luchando por no hundirse, seguro de que iba a vencer. Hasta que no pudo más. A pesar de que no veía cuando por última vez sacó la cara a la superficie, tuvo, sin embargo, la fugaz impresión de que la lluvia pegaba duramente en el río; lo cual –aunque ya para él estaban desapareciendo la mentira y la verdad– era absolutamente cierto. No sólo llovía allí, sobre el río, sobre el cayuco que había derivado y girado cien veces hasta quedar varado entre los matorrales de la orilla izquierda, y sobre el tronco de caoba que tan pronto se cruzaba en medio de la corriente como se dejaba arrastrar por el ímpetu de las aguas; sino que con igual intensidad estaba lloviendo en la costa, sobre el bohío donde Eloísa y Venancio, encerrados en los setos de tablas de palma, esperaban no sabían qué. La lluvia duró todavía dos días y dos noches más. Al tercer día el sol fue surgiendo lentamente. Había lodo y toda la naturaleza se veía cansada; pero Venancio no parecía afligido. En verdad, jamás había cambiado su manera de ser. Mientras tomaba café, bien temprano, se dirigió a la mujer. —Usté ha estao haciendo mucha zoquetá en estos días –dijo–. Ajuera lloviendo y usté adentro mortificándome… —Era que estaba pensando en Julián, íngrimo y solo en esa loma con un tiempo tan malo –explicó ella. —Bueno; pero ya el tiempo pasó. Déjese de tar pensando en el muchacho, que a él no le hace falta. El muchacho sabe cuidarse. Y nada más habló de eso el viejo. Unos minutos más tarde con los ojos iluminados por alguna idea que le daba cierto aspecto de picardía juvenil, dijo de pie en el umbral de la puerta: —Vea, este tiempo debe haber hecho crecer el río, y tal vé el agua haiga arrastrao algún tronco de provecho. Me voy pa allá. Y salió inmediatamente, rehuyendo los pozos de agua y los lodazales que cubrían el camino. Eloísa lo vio irse, triste sin saber por qué. El temporal había pasado y con él cualquier peligro. Pero lo cierto era que aquel sol que estaba sucediendo a las lluvias tenía un acento parecido al del hogar donde por primera vez plañe un niño cuya madre ha muerto al darlo a luz. Sin embargo, todo ese cúmulo de sentimientos debía ser causado por sus cincuenta años. Las cosas no andaban mal, como lo probó la vuelta de Venancio, quien retornó a la caída de la tarde con la noticia de que algo bueno había ocurrido. —Figúrese, Eloísa –dijo– que jallé en la playa un tronco de ojancho, y como tiene buen tamaño va a dar algunos sacos de carbón. Cuando el muchacho vuelva va a encontrar que su taita le tiene una sorpresa. —Qué bueno –comentó ella, confusamente alegre de que su marido demostrara tal interés por el hijo–. Él se la merece, porque mire que Julián es buen hijo, ¿no le parece, Venancio? Pero Venancio no la oyó bien. Estaba pensando en otras cosas; y he aquí que, sin darse 536
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cuenta, y para confundir más a su mujer, que nunca le había oído expresarse en tal forma, dijo en alta voz lo que pensaba. Que fue esto: —Dió no le falta al pobre, Eloísa ¡Vea que traer este temporal pa ayudarnos! Y se quedó con la mirada perdida en el cuadro de cielo que se veía a través de la puerta, quizá esperanzado en que viniera otro mal tiempo tan generoso como el que acababa de pasar.
El Socio Justamente a una misma hora, tres hombres que estaban a distancia pensaban igual cosa. En su rancho del Sabanal, Negro Manzueta maquinaba vengarse de don Anselmo y calculaba cómo hacerlo sin que el Socio se diera cuenta de lo que planeaba; en la cárcel del pueblo Dionisio Rojas cavilaba cómo matarlo, tan pronto saliera de allí, y de qué manera se las arreglaría para que el Socio no saliera en defensa de aquel odiado hombre; en su bohío de la Gina, sentado en un catre, el viejo Adán Matías apretaba el puño lleno de ira porque no hallaba el medio de matar a don Anselmo sin que el condenado Socio se enterara y pretendiera evitarlo. Boca arriba en su barbacoa, el Negro Manzueta fumaba su cachimbo y meditaba. No veía cómo recobrar sus tierras. Los agrimensores llegaron con polainas y pantalones amarillos, con sombreros de fieltro y espejuelos; cargaban palos de colores y un aparato pequeño sobre tres patas; estuvieron chapeando, y aunque él sospechó que en nada bueno andaban, se quedó tranquilo para no tener líos con la autoridad. Además, ¿qué miedo iba a tener? Esas tierras eran suyas; el viejo Manzueta las había comprado a peso de título, las heredó el hijo del viejo –su taita–, y luego él. Don Anselmo estuvo un día a ver el trabajo de los agrimensores y llegó hasta el rancho. —Andamos aclarando esto de los lindes, Manzueta –dijo. Y el Negro Manzueta no respondió palabra. Estaba contento de que lo visitara don Anselmo, el dueño de medio mundo de tierras. Estuvo observándole la mulita, inquieta como mariposa. —¿Esa fue la que trajo en camión de San Juan? –preguntó. Don Anselmo no debió oírlo; miraba gravemente el trabajo. —Bájese pa que tome café, don –invitó el Negro. El visitante no quiso bajarse porque andaba apurado. Apurado… Lo que pasaba era que le remordía la conciencia. Le quitó sus tierras, así como si tal cosa. Los agrimensores hablaron hasta decir “ya”, y el Negro Manzueta se negó a entender explicaciones. Él sólo sabía que desde la quebrada del Hacho para arriba todo era suyo, y lo demás no le importaba. Tuvo que importarle, sin embargo. Un día llegaron los peones –ocho, armados de colines, y el capataz de revólver– y tiraron la palizada a la brava. Bueno… Para algo un hombre es un hombre, y fuera de esas tierras que le habían quitado el Negro Manzueta no tenía casi qué perder. Pegado de su cachimbo, cavilando, veía entrar las sombras en su mísero rancho. En la puerta, flaco y torvo, el perro cazaba moscas; afuera la brisa hacía sonar las hojas de los plátanos. Un tórtola cantó, sin duda en el roble de la vereda. —Hay que arreglar primero lo del Socio –se decía Manzueta mientras, rehuyendo las durezas de los varejones, daba vueltas en la barbacoa. 537
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Vueltas estaba dando también en su camastro Dionisio Rojas. El pueblo se hallaba a decenas de kilómetros del Sabanal, hacia el sur, y la cárcel quedaba en una orilla del pueblo. A dos días de su libertad, Dionisio Rojas no dejaba de pensar en la maldad que le habían hecho. No se trataba de la res, y él lo sabía bien como lo sabía don Anselmo; se trataba de la vereda que pasaba por su conuco. Don Anselmo tenía necesidad de esa vereda porque le acortaba la distancia de sus tierras a la carretera. Su hermano estaba dispuesto a entrar en arreglos, pero él no, y por eso inventaron lo de la res. ¿Cómo lo hicieron, que ni los perros se dieron cuenta? Dionisio llegó a pensar si su hermano no había estado en la combinación. Dijeron que la res se había perdido, llegaron al bohío y se pusieron a investigar. Hallaron la cabeza y las patas enterradas en el patio, y más adentro, en pleno conuco, el cuero. ¿Por qué los perros no desenterraron esas cosas para comérselas? Dionisio no lograba averiguarlo. Era para morirse de tristeza. ¡Lo habían hecho pasar por ladrón, a él, Dionisio Rojas, un hombre criado tan en la ley, un hombre de su trabajo! don Anselmo tenía que pagar su “acumulo”. La tarde caía velozmente y desde su camastro podía el preso ver el río, que rodeaba la cárcel por el oeste. En chorro impetuoso, las sombras iban metiéndose en las aguas, ennegreciéndolas. Así ennegrecían esas mismas sombras las aguas del arroyo en la Gina. El lugar –tres docenas de bohíos desperdigados bajo los palos de lana o en los riscos del arroyo– estaba al oeste del pueblo, a un día de camino en buen caballo. Allí, sobre el catre, pasándose la mano por la cabeza, casi arrancándose los pelos, estaba el viejo Adán Matías. Era bajito, flaco y rojo. Su bigote cano temblaba cada vez que él batía la quijada. Por momentos se ponía de pie, recorría el cuartucho a grandes pasos y volvía a sentarse. Su hija Lucinda se asomaba a la puerta. —Tranquilícese, taita. Dispués con calma se arregla eso. Pero también Lucinda estaba triste y lloraba a escondidas. El viejo, que lo sabía, se llenaba de cólera. —Ella tiene la culpa, taita –pretendía alegar Lucinda. —¿Culpa ella, una criaturita sin edá pa saber lo malo? Cuanto más se le hablaba, peor se ponía el viejo. Iba y volvía por el cuartucho, se sentaba, se paraba, agarraba el machete. Al fin pareció haber resuelto algo. —¡Lucinda! –llamó a la hora en que la noche cerraba sobre el monte– ¿usté cree en eso del Socio? Con los ojos hinchados de llorar, la hija habló desde la puerta: —¿Y cómo no voy a creer, taita? Si no fuera asina, ¿cómo le diban a salir bien las cosas a ese hombre? El viejo no le quitaba la mirada de arriba. —¡Po conmigo se le acaban el retozo a él y al Socio! –tronó; y volvió a sentarse, a pasarse la mano por la cabeza, a batir la quijada. Aunque hiciera preguntas, también Adán Matías creía como su hija, y nadie ponía en duda lo que se decía de don Anselmo. Quince años antes ni Anselmo le llamaban, sino Chemo. Era feo y antipático, con su perfil rapaz, de nariz corva y mentón duro, con su frente pequeña y sus ojos de hierro. Andaba siempre de prisa, con un gran tabaco en una esquina de la boca y levantándose los pantalones a cada paso. A los que dependían de él no les hablaba sino que les daba órdenes. Consiguió unas tierras en La Rosa, a precio de nada, y sin que se supiera cómo ni cuando empezó a echar palizadas hacia afuera. Fue por esos días cuando hizo su trato con el Socio. Eso ocurrió en la Loma del Puerco, y aunque el acuerdo se llevó a cabo en secreto, al poco tiempo todo el mundo conocía el trato. La sospecha comenzó cuando en 538
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el sitio observaron que don Anselmo no perdía cosecha ni por sequía ni por lluvia, que los hombres más hombres no le pedían cuenta por llevarles las hijas, que la viruela respetaba sus gallinas y el dandí no les daba a sus puercos, que sus gallos ganaban las peleas peor casadas, que las vacas le parían hembras todos los años, que a ninguno de sus caballos le daba la jaba o la cucaracha. Pero con todo, la verdad absoluta no podía saberse porque don Anselmo tenía su malicia para hacer las cosas. Y el don sabía darse gusto. Levantó en La Rosa una casa enorme, de dos pisos y con galería amplia. Abajo se fueron arrimando bohíos de peones y encargados, y entre las muchachas de esa gente iba él escogiendo. —Dentro de dos años me guardan ésta –decía. Usaba automóvil y tenía luz eléctrica, nevera y fonógrafo. Vivía a sus anchas. Todo le salía bien. Igual que si fueran hombres, las palizadas se mantenían anda que anda, siempre hacia afuera, ampliando la propiedad. Una tropa de peones se encargaba de sembrar los postes y tirar el alambre, y durante el año entero aquello tropa vivía ocupada. Llegó el día en que sin salir de las tierras de don Anselmo podía irse de Hincha a Rincón, flanqueando la cordillera y sin tener que repechar una loma. Entre las cercas había leguas de potreros, plátanos y cacaotales, extensiones enormes de maíz y de piñas. Hubo años en que el don agotó la cosecha de muchachas de La Rosa, y entonces se iba a otros lugares y las pagaba en lo que pidieran. Las admitía de cualquier color, siempre que fueran tiernas; pero las prefería trigueñas, como la nieta de Adán Matías. Le gustaban trigueñas como le gustaba la tierra con aguadas, igual a la del Negro Manzueta. Y estaba acostumbrado a que todo el mundo cediera ante él, por las buenas –con su dinero– o por las malas, como tuvo que ceder Dionisio Rojas. Y al hablar del Negro Manzueta, conviene decir que se había despertado muy contento. —¡El gusto que me voy a dar! –dijo en alta voz al echarse de la barbacoa. Con las costillas casi fuera del cuerpo y las ancas puntudas, el perro aguardaba órdenes. —¡Ajila por ái, Tiburón, que hoy arreglamos eso de la palizá! –gritó Manzueta. Salió al claro y se entretuvo en ver cómo de los árboles cercanos se levantaban bandadas de ciguas y cómo el sol vidriaba las pencas de las palmas; después se puso a recoger chamariscos, y al rato, ya sudado, se dio una palmada en la frente. —¡Anda la porra! –dijo asombrado–… Si la cuaba arresulta mejor. Diciendo y haciendo. Se metió en el bohío, cogió una hacha y un machete y seguido por el perro tomó el camino de la loma. Llegó pasado el mediodía. El sol era candela. El Negro Manzueta subió sin fatigarse y allá arriba empezó a darle hacha a un pino mediano. Estuvo hasta media tarde sacando astillas de cuaba, después gastó media hora buscando bejucos, amarró las astillas y bajó, con ellas al hombro y el perro pegado al pie. Sin darle descanso al cuerpo y muy contento por lo que iba a hacer, Manzueta se entregó a una curiosa faena: al lado de cada poste fue colocando una astilla, y a veces dos, clavadas en la tierra. Al caer la noche había andado no sabía cuánto; luego empezó el camino al revés, dándoles candela a las astillas. Así, a la hora en que allá en el pueblo el sacristán tocaba las Ánimas, en El Sabanal podía verse una hilera de postes ardiendo y a Manzueta corriendo de poste en poste, con una tea en la mano. Aquella móvil y alegre línea de fuego subía cerros, bajaba hondonadas, atravesaba pajonales. Todo el monte se iluminaba con la demoníaca siembra de Manzueta. El perro ladraba mientras, crepitando y crispándose, se chamuscaban las hojas de los árboles cercanos. 539
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Nadie veía aquello; nadie, por tanto, sabría nunca la verdad. Las llamas iluminaban la sonrisa del Negro Manzueta; los ladridos de Tiburón atronaban, contestados a la distancia por otros; el alambre caía a trechos, enrojecido por las llamas, y la cerca levantada por los peones de don Anselmo no tardaría en irse al suelo. Mientras tanto el fuego seguía extendiéndose, creciendo cada vez más, y los platanales y los ranchos de tabaco se dañarían o arderían. El Negro Manzueta se hallaba contento. —¡Que venga a salvarlo el Socio! –gritaba lleno de orgullo al tiempo que seguía sembrando fuego. Pero el Socio sí fue. Sopló de pronto un viento inesperado que subía del arroyo, y arrancó chispas a las llamaradas. El Negro Manzueta vio las chispas volar en dirección de su conuco y pensó en sus plátanos y en su rancho. Mas se rehizo pronto y volvió a sentirse alegre. Sin duda también el viento estaba contento. Sopló más fuerte, mucho más, y de súbito la candela se extendió sobre un pajonal; caminó como viva, a toda marcha, hacia el conuco de Manzueta; anduvo de prisa, y en pocos segundos hizo una trocha roja, cárdena, coronada de humo negro. Manzueta la vio y subió a su rancho. El perro ladraba. El hombre vio la llama henchirse de pronto, alzarse y caer de golpe, llevada por la brisa, sobre las yaguas de la vivienda. El Negro corrió más. —¡Ah candela maldita! –rugía. Con el machete en la mano, revolviéndose airado, cruzó y se metió en el rancho. Estaba como ciego de la cólera. Golpeaba con el arma. Allá iba la candela metiéndose entre el tabaco! Golpeó más y más. Fue entonces, sin duda, cuando sin saber qué hacía dio con el machete en el varejón de arriba. Inesperadamente se derrumbó el techo, y las yaguas encendidas y los maderos echando llamas le cayeron encima sin que él pudiera defenderse. Saltó y quiso huir cuando notó que la camisa le llameaba. Debió tropezar con algo, y cayó. El perro gritaba y él hubiera querido que se callara. El ardor en la cara y en el vientre era insoportable. ¡Y la candela metiéndose en el conuco! Ahí, en tal momento, pegado a la tierra, impotente, el Negro Manzueta creyó ver el origen de aquella desgracia. Alzó la cabeza, aterrorizado y frío de miedo. —¡El, él! –barbotó. La idea sacudió al hombre de arriba abajo. Su miedo se hizo súbitamente tan grande que le impedía moverse. Suplicante, casi llorando, logró decir: —¡Fue él! ¡En el nombre de la Virgen, fue el Socio! Voraz e implacable, el fuego consumió en poco tiempo la propiedad de Manzueta; pero afuera, en las tierras de don Anselmo, nada habría de pasar. Mientras las llamas se entretenían con lo del Negro, arriba, en el cielo, se presentaron nubes inesperadas que encapotaron la noche y a poco empezó a caer un chaparrón violento que hacía chirriar los postes carbonizados al apagar los troncos encendidos. Por la mañana encontraron al Negro Manzueta lejos de su rancho. Había ido arrastrándose hasta el camino de La Jagua, seguido por el perro, que se adelantaba en carreras múltiples y veloces y ladraba sin cesar. Mirando al hombre, una vieja chiquita, flaca y de rasgos duros dijo: —¿No ven? Eso ha sío el Socio. Con ojos de asustado, un negro manco que tenía una cicatriz en la frente murmuró: —Sí, fue el Socio. —¡Fue el Socio, el Socio! –aseguró la voz de centenares y centenares de personas, mientras en toda la región se comentaba el suceso. 540
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Exactamente a la hora en que entraban al pueblo al quemado Negro Manzueta, ponían en libertad a Dionisio Rojas. Con un paquetito de ropa al hombro, sin un centavo encima, Dionisio se detuvo a mirar la inmensidad del cielo. —Bueno, al fin llegó mi hora –dijo. Y echó a andar. Dando pie, se halló en el lugar a medianoche. Había luna. La tierra negra, desnuda y bien barrida hacía resaltar el color blanco de la vivienda. Dionisio contempló con cierta amargura el paisaje familiar y se puso a pensar. ¿Dormirían su hermano y su cuñada? Los perros alborotaron, pero al reconocerlo se tiraron contra el suelo, blandiendo los rabos. Viendo el bohío, la rabia endureció todo el cuerpo de Dionisio. En seis meses ni su hermano ni su cuñada fueron a verle. ¡Daban ganas de escupirlos a los dos! ¿Llamar? ¡No! Se fue a dormir en la enramada, sobre unas esterillas viejas. Despertó bien temprano y se dirigió al portón. Vio el conuco desperezarse a la brisa del amanecer, vio las calandrias cruzar en dirección del monte, vio las gallinas bajar de los palos. Nada le alegraba. De pronto oyó ruido a su espalda y se volvió. El hermano estaba en la penumbra del bohío, mirándole con ojos duros. Dionisio se tiró de las trancas, donde se había sentado, y caminó hacia el bohío. El otro ni se movió. —Como que se azora de verme –dijo Dionisio. —Ello sí. No sé a qué viene. Sujeto a la puerta, su hermano parecía su enemigo. Oyó a la mujer exclamar desde adentro: —¿Adió…? ¿Y es Dionisio? Él hubiera preferido no hablar, pero tenía que hacerlo. —Vengo porque ésta es mi casa y porque quiero averiguar lo de la verea –dijo. —La vendí; vendí la tierra de la verea –explicó secamente el otro. Dionisio sintió que la cólera le hacía crujir los huesos. Con un brazo apartó a su hermano y entró en el bohío. Allá, por lo hondo, pensó que su hermano estaba flaco; flaco y descolorido. Dionisio buscaba con la mirada donde sentarse. —Vea –dijo–, usté no podía hacer eso. La herencia no ta dividía. —Pero me dio la gana –rezongó el otro–. Me dio la gana, contimás que si taita tuviera vivo lo desheredaba a usté. Dionisio casi no podía seguir oyendo. ¡Virgen Purísima, las cosas que estaba aguantando desde hacía meses! Pero hizo esfuerzos por mantenerse sereno. —Asunte –dijo–, don Anselmo me ha deshonrao. Me deshonró pa cogerse la tierra de la verea, y usté, que es mi hermano, se la dio; pero don Anselmo no pasa de hoy vivo. Lo que me ta doliendo es que usté crea lo que dijo de mí ese ladrón. —Usté dijo la palabra –escupió el hermano–. Usté la dijo. Si quiere hacemos el reparto ya mesmo, pero aquí, en mi casa, no dentra más. Con la garganta seca y casi ciego de ira, Dionisio se levantó. —¡Me ta insultando, Demetrio! –gritó. El otro le señaló la puerta. —Su sitio ta ajuera –dijo. —¡Me ta insultando! –tornó él a gritar, fuera de sí. Y como Demetrio seguía mirándole con tanta dureza y señalando el camino, Dionisio perdió el último resto de serenidad y se fue sobre el hermano. Levantó la mano y pegó. Su hermano era 541
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bravo, y el fondo de su alma, aun en aquel momento, Dionisio se sentía orgulloso de que fuera así. Pero cuando sintió que el otro le golpeaba en la boca, hasta sacarle sangre, perdió la noción de que era su hermano y sólo le quedó en el cuerpo una cólera sorda. Quiso prenderse con los dientes de un hombro del hermano y hasta pensó apretarle el cuello hasta ahogarlo. Como no veía ni sentía no se dio cuenta de que Demetrio le estaba echando una zancadilla. Oía a la mujer gritar. A toda velocidad, el bohío se clareaba por las rendijas y los perros ladraban y gemían. Su hermano le clavó un codo en la frente y lo fue doblando poco a poco. Dionisio perdía el equilibrio. De súbito, con un movimiento centelleante, el otro lo soltó y lo empujó. Lanzado como una bala, Dionisio cayó sobre una silla y sintió que la espalda le estallaba. Con la mano sobre la boca, la mujer gritó más fuerte. Dionisio quiso levantarse y no pudo. Las cosas empezaban a borrársele, a írsele de la vista, y una palidez semejante a de la muerte se extendía a toda carrera por su rostro. —¡Lo mataste, Demetrio! –oyó decir a la cuñada. Con gran trabajo, Dionisio pudo articular dos palabras: —Es-pi-na-zo -ro-to… A seguidas se desmayó. A la gente del contorno que se apareció allí en el acto, su cuñada le explicaba que Dionisio había vuelto con ánimos de matar a don Anselmo, pero que se enredó en discusión con su hermano. —… y ya ven el resultado –terminaba ella. Tras oírla y meditar un momento, Jacinto Flores comentó, atreviéndose apenas a levantar la voz: —¿Y en este lío no andará metío el Socio? Anastasio Rosado abrió los ojos, muy asustado. —Jum… Pa mí que asina es. —¡Sí, fue el Socio, como en lo del Negro Manzueta! –exclamó una mujer. —¡El Socio, fue el Socio! –repitió, de bohío en bohío, la voz del campo. De bohío en bohío esa voz corrió como el viento hasta llegar a La Gina. Ahogándose de miedo, Lucinda entró en el aposento de su padre. —¿Usté lo ve, taita; usté ve que lo del Socio no es juego? El viejo Adán Matías lanzó un bufido y clavó la mirada en su hija. —¿Y qué me importa a mí, concho? ¡Lo que tenga otro hombre lo puedo tener yo! La hija se escabulló y estaba en la cocina encomendándole a los santos la vida de su padre, cuando entró éste. —¿Me dijo usté que fue en la Loma del Puerco donde se vio con el Socio? —Ello sí, taita; asina me lo dijeron. —Bueno, ta bueno. ¡Pero no me hable lloriqueando! Alevante la cabeza y dígame: ¿fue la vieja Terencia, dijo usté, la que arregló el asunto? —Sí, taita, la vieja Terencia, pero ella dique se murió cuando la virgüela. —Mejor que se haiga muerto pa que sean menos los sinvergüenzas. Pero alguno de su familia debe saber del asunto, ¿no le parece? —Dicen que dique una hija; yo no puedo asegurarlo. —Bueno, si no puede asegurarlo, no hable. Acabe ese sancocho y cállese. Me tiene jarto usté con su lloriqueo. El viejo Adán Matías volvió a meterse en el cuarto, a dar paseos y a querer tumbarse el pelo a manotazos. Flaco, rojo, incansable, la hija lo veía ir y volver y sentía tristeza. El 542
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viejo se tomó su caldo soplando, pero todavía no había acabado cuando se puso de pie, entró en su habitación y salió con su machete mediacinta en la cintura. Al verle los ojos, Lucinda se asustó. —¿Qué va usté a hacer, taita? —Usté espéreme y no pregunte –ordenó él. Estuvo en el patio bregando con un caballo, lo aparejó, y diciendo a la hija que si no volvía antes del amanecer no se apurara, encaminó la bestia por detrás de la casa y le sacó todo el paso de que era capaz. A la caída de la tarde estaba el viejo Adán frente a la Loma del Puerco. Preguntó en un bohío y le señalaron la vereda que lo llevaría a la casa que buscaba. Llegó oscurecido ya. Al cabo de dos horas de estar repechando loma, al caballo se le sentía el corazón a flor de pecho. A través de la puerta del único bohío que había por allí, Adán vio un hombre, media docena de muchachos y una mujer. El hombre se levantó, salió y se pegó a la bestia. —¿Vive aquí la hija de una tal Terencia? –le preguntó Adán Matías. —Ello sí. ¿Quiere verla? De años, oscura, de piel grasienta, con los sucios cabellos echados sobre las mejillas, con los ojos torcidos hacia abajo y la boca desdeñosa y la nariz larga y un túnico lleno de tierra, a la hija de Terencia sólo le faltaba la escoba entre las piernas para ser una bruja. Al principio la mujer rehuyó explicar lo que sabía, pero el viejo andaba dispuesto a todo y no se quedó chiquito al ofrecer. Se habían metido en un cuartucho alumbrado por una vela y llevaban más de media hora hablando en voz baja cuando ella aceptó. —Bueno, máma me dejó el secreto. Ella vio cómo le brillaban los ojos al viejo y cómo batió la quijada, pero tal vez no se dio cuenta de todo lo que eso significaba para él. Sin embargo empezó a responder las preguntas de Adán. —No, ni yo ni naide sabe la fecha. Él sólo se deja ver del que tenga negocio con él. El único que lo conoce bien es don Anselmo, pero ni an máma lo vido nunca. —Ta bien –cortó Adán–. No se entretenga tanto, y siga. —Bueno, como le diba diciendo: se prende el azufre, pero no en crú, y usté dice la oración; cuando termina coge y pega tres gritos llamándolo, pero han de ser gritos de hombre, porque él no dentra en negocio con gente que se ablande dispué; asina que como él ta en acecho, tiene que andar con cuidao, porque si le tiembla la vo, ni an se asoma. Y to eso, tal como le digo, sólo al pie del amacey, el que ta arriba mismito, y al punto de la medianoche, ni pa trás ni pa lante. —Bueno –dijo Adán–, lo que ta malo es lo del azufre. Tendré que dir al pueblo a buscarlo. Por lo de los gritos no se apure, que a mí no me tiembla na. Con las manos cruzadas por delante de las rodillas, sentado sobre sus talones, veía el rostro de la mujer envuelto en reflejos mientras la luz de la vela que ardía entre ambos se retorcía a los golpes del viento que entraba por las rendijas. La mujer y el viejo estuvieron un rato callados; después Adán Matías se levantó, puso algunas monedas en la mano de la mujer, salió del cuarto, saludó al hombre y se fue. Al choque de las patas de su caballo rodaban piedras por los flancos de la loma. Casi amaneciendo, la hija, que no había dormido, sintió las pisadas de la bestia. Se le aplacó el corazón, que no había dejado de saltarle en el pecho toda la noche. El viejo entró, hizo como que no oía las preguntas de Lucinda, se metió en el catre y a poco empezó a roncar. 543
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—¡Qué bueno que ta durmiendo, dispués de tanto tiempo desvelao! –comentó ella. Y también ella se durmió. Pero el sueño no fue largo, porque antes de las ocho Adán Matías estaba aparejando de nuevo el caballo para ir al pueblo en busca de azufre. Y a esa misma hora, don Anselmo recibía a un amigo de la ciudad. Los dos hombres cambiaron frases de amistad, se echaron los cuerpos en los brazos y sobre los pechos, se palmotearon las espaldas y se metieron juntos por la sala y las habitaciones de la hermosa vivienda. —Anselmo –comentó el visitante–, esto es un encanto. Aquí me paso yo quince días de maravilla. Se detuvieron frente a unas litografías que colgaban de una pared y vieron la radio y el fonógrafo, bastante viejo, con su colección de discos. —Esto lo tengo para ustedes, los del pueblo –explicó don Anselmo–, porque yo me aburro con esa música; pero Atilio se empeñó en que le comprara el aparato con los discos, y lo complací. Salieron al jardín; vieron la pequeña planta eléctrica, el garaje, y después don Anselmo se puso a señalar los muchachos que pasaban y a decir cuáles eran suyos. —Ese, y aquél que va allí. Fíjate en ese otro, el blanquito; mi misma cara, ¿verdad? —Pero es un ejército, Anselmo. ¿Y cómo mantienes tantos hijos? —Yo no; los mantienen las mamás. Viven aquí y cogen lo que quieren. —Diablos… y ahora, ¿cómo está el harén ahora? Rascándose el pescuezo, con el tabaco metido en una esquina de la boca, don Anselmo explicó: —Ahora no anda muy bien. Tengo una muchachita que me traje de La Gina, trigueña de ojos claros. ¡Bonita y mansa la muchacha! De pronto los ojos de don Anselmo cobraron un tono apagado. Al parecer estaban fijos en un limonero que florecía al fondo del patio. —Ya estoy envejeciendo –dijo con lentitud– y eso me hace sufrir. Me gusta tanto la vida que preferiría morirme ahora. —No hables tonterías, Anselmo –desdeñó el amigo. Anselmo le cogió un brazo. —Mira, hasta hoy he tenido cuanto he deseado. No quiero envejecer. El otro no supo qué contestar. Desde los lejanos sembradíos llegaba una suave brisa doblando hojas. Con ella viajaban trinos de pájaros y voces de hombres que cantaban. —Todo lo que has deseado –comentó, al rato, el visitante–… La gente dice que tú tienes un arreglo con, con… Don Anselmo sonreía con cierta amargura. —Dilo –pidió–; puedes decirlo, que no me molesta. —Bueno, ya tú sabes –terminó el otro. A su lado, cogido a su brazo, don Anselmo dijo: —Yo voy a enseñarte ahora cuál es mi socio; lo vas a ver. Entre curioso y asustado, deseando decir que no y sin atreverse a hacerlo, su amigo lo miraba extrañamente mientras subían las escaleras. Se encaminaron al dormitorio. Allí había una caja de hierro. Don Anselmo la abrió y mostró a su amigo una pila de billetes de banco y una funda con monedas de oro. —Ese es mi socio –dijo con serenidad. 544
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Todavía estaba el índice de don Anselmo señalando el dinero cuando sonó el bufido. Fue una especie de bufido de cólera. El visitante lo oyó y le pareció que había salido de los labios de su amigo, pero al volverse para mirarlo se impresionó enormemente: con los ojos desorbitados, pálido y tembloroso, el dueño de la casa miraba a través de la ventana y su rostro se veía desfigurado por una mueca de terror. Unas horas más tarde –a las doce en punto de la noche–, el viejo Adán Matías quemó el azufre, rezó la oración y pegó los tres gritos. Su voz resonó en todo el sitio, y no había en ella la más ligera huella de miedo. A la luz del azufre quemado brillaban los ojos de Adán Matías y parecían más crespos sus canos bigotes. Aun no se había apagado el eco del último grito cuando se oyó un tronar impetuoso, bárbaro, como si la loma hubiera estado derrumbándose o como si un ciclón llegara descuajando árboles. El viejo no sintió ni frío. De súbito vio una luz verdosa reventar ante él, comenzó a envolverle un humo azul y brillante, y por entre el humo advirtió un rabo que se agitaba con violencia. “Bueno, ya ta aquí”, pensó Adán Matías; y se dispuso a hacer su trabajo con la mayor serenidad. El recién llegado habló con voz estentórea. Dijo que había ido a oírle, pero que no podía perder tiempo. —Así que diga rápidamente lo que quiere. Adán Matías se molestó. No estaba acostumbrado a esas maneras y ya era muy viejo para cambiar. —Si anda tan apurao puede dirse. A mí no me saca naiden de mi paso ni tolero que se me grite –rezongó. Su oyente pareció asombrado. Era la primera vez que le hablaban en tal forma. Dijo algo en tono más bajo, suavizándose. Medio calmado, Adán Matías se sentó en una piedra, invitó a su interlocutor a que hiciera lo mismo y empezó a explicar qué deseaba. La negra noche temblaba, llena de grillos y de brisa. Arriba resonaban las hojas del amacey y algunos cocuyos rayaban el monte. Las palabras de Adán Matías eran claras y precisas: —Dicen que usté le ayuda a cambio de su alma. Bueno, pues yo le ofrezco la mía, la de mi hija y la de la muchacha, y lo único que le pido es que quite su apoyo a ese condenao. —No –oyó decir–, la de su hija y la de se nieta no; nadie puede negociar con almas ajenas; sólo puede hacerlo con la suya. En cuanto al apoyo se lo iba a retirar de todas maneras, porque esta mañana, sin respetar mi presencia, negó su sociedad conmigo. —Lo raro ta en que no lo negara antes. ¿No ve que es un sinvergüenza? —En presencia mía –lamentó la voz–… No estaba obligado a decir la verdad, pero… —Pero tampoco tenía que hablar embuste –agregó Adán. —Así es. No tenía que hablar mentiras. —Bueno –atajó Adán, molesto por estar oyendo quejas que nada tenían que ver con lo que él buscaba–, ya lo sabe; cuento con que le niegue su apoyo. —Sí. Mañana puede ir. Yo estaré allí para ayudarle. Así aprovecho y me llevo el alma. Durante medio minuto, los dos estuvieron callados. Sentado en la piedra, Adán Matías se agarraba las rodillas con ambas manos. De pronto oyó preguntar: —¿Y usted? ¿Cuándo me da la suya? —Jum –comentó él–, usté como que anda apurao. Cumpla conmigo, que yo no lo engaño. ¿No ve que ya soy viejo? 545
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—Trato hecho –aseguró la voz. —Bueno, trato hecho. Inmediatamente, la Loma del Puerco volvió a resonar. ¡Qué ruido, señor! De seguro iban cayéndose los troncos y los pedregones. Adán Matías se levantó, alzó una mano, abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas: —¡Y cuidao con jugarme sucio, que de mí no ríe naiden! Acabando de decirlo saltó evitando las piedras, palmoteó el pescuezo de su caballo, montó de un salto y echó la bestia cuesta abajo. —A ver si llegamos a La Rosa con la fresca de mañana –le dijo en alta voz al animal. Como si hubiera entendido, éste apuró el paso. Con la fresca de la mañana llegó a las orillas de La Rosa, pero la casa le quedaba distante todavía. Había pasado ya la hora del ordeño, porque a lo lejos, camino de los potreros, se veían unos muchachos arreando vacas. Contemplando la diversidad de siembras y el buen cuido de cada una, el viejo Adán Matías pensaba con tristeza en su conuquito de la Gina. Pasaban de las ocho cuando llegó a la casa. En el patio trajinaban algunos peones y se oían cantos de mujeres que pilaban café, y por entre los cantos el golpe de los mazos en los pilones. Adán Matías notó de entrada la ayuda ofrecida porque nadie salió a preguntarle qué buscaba. Se tiró del caballo y echó escaleras arriba. Antes de llegar a la puerta del alto probó su machete para saber si salía con ligereza de la vaina. Sí salía. Todo empezaba bien. Un poco fatigado, se detuvo a estudiar el sitio. Entró en una habitación bien amoblada que debía ser la sala; al fondo se veía el comedor, y a la mesa, dos hombres ¿Cuál de ellos sería don Anselmo? Ambos se reían. Seguro que el condenado estaba haciendo cuentos. Adán Matías se detuvo en el vano de la puerta. —Las tierras –decía uno de ellos– las fui consiguiendo poco a poco. Compraba frutos a la flor, con la propiedad de garantía. Lo demás era fácil. Con dinero se arregla todo, créelo. Adán Matías tosió. El que hablaba alzó la cara. —¿Qué desea, amigo? –preguntó, sin duda asombrado de que alguien hubiera entrado hasta allí sin su permiso. El viejo se acercó con paso seguro. —¿Quién es aquí don Anselmo? –inquirió. El hombre tenía en ese momento un cuchillo untado de mantequilla en una mano y un pan en la otra, y se quedó como alelado, sin mover ninguna de las dos manos. Ignoraba debido a qué, pero sentía algo raro. Quiso saber por qué aquel viejo le preguntaba por don Anselmo. —Tengo que verlo –explicó el viejo Adán Matías–. Yo soy el agüelo de la Chinita. —Ah… ¿De la Chinita? Y de pronto, llevado quién sabe por qué impulso, don Anselmo señaló a su amigo, que estaba sentado frente a él. —Este es don Anselmo –dijo. Adán Matías pensó: “Ahora sí se arregló esto”. Y con paso firme se arrimó al supuesto don Anselmo. —Ah –empezó–. Yo quería verlo, amigo, porque ese asunto de la Chinita… Pero le pareció que ya había hablado mucho. Haciéndose el distraído, no había despegado la mano del cabo del machete; y de pronto, con velocidad de relámpago, alzó la vaina y sacó el hierro. Al ver aquello, el hombre a quien Adán Matías tomaba por don Anselmo trató 546
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de esquivar el golpe, se enredó en la silla y cayó de bruces en el piso. Silbando en el aire, el machete había cruzado por encima de su cabeza y tropezó, chasqueando, con el pescuezo del verdadero don Anselmo. Al golpe, como de una fuente, saltó la sangre. Durante unos segundos Adán Matías pareció perplejo. —¡Cónfiro –dijo en alta voz–, me han jugado sucio! Mientras don Anselmo trataba de escapar a cuatro pies, el amigo se metía bajo la mesa, y ahí, lleno de cólera, fue a buscarlo el viejo. —¡No soy yo, no soy yo! –gritaba el desdichado–. ¡Es él, él es don Anselmo! Confundido y verdaderamente disgustado, Adán Matías pensó que el Socio le había jugado sucio; pero su confusión duró muy poco porque inmediatamente tomó una resolución: “Por si acaso, los arreglo a los dos”, pensó. Iba a hacerlo ya, y en eso vio a una vieja que se asomaba por la puerta del aposento. Al ver la escena, la vieja se llevó las manos al pelo y empezó a gritar: —¡Han herío a Anselmo; corran, que matan a Anselmo! Con la ancha falda revuelta y moviéndose como una loca, la vieja fue a tirarse sobre el herido. —Ah, conque éste es el don –exclamó Adán Matías, entre colérico y sardónico. Y sin pensarlo más se lanzó hacia el herido y le dejó caer el machete en la nuca. Vio la cabeza doblarse de golpe y vio también al Socio, que entró por la ventana con un saco de pita abierto, como quien llega a buscar una carga de yuca. Visto que todo había terminado bien, Adán Matías se volvió y huyó, blandiendo el arma, seguido por la vieja, por el otro hombre y por incontables ladridos. A través de todas las puertas comenzó a salir gente. Al llegar a la galería brincó y cayó al pie de su caballo. Adán veía peones que corrían con machetes y palos y docenas de mujeres y de niños que se atropellaban en dirección hacia la casa, y mientras tanto, él iba rompiendo las costillas de su caballo a talonazos. —¡Cójanlo, cójanlo, cójanlo! –gritaban a su espalda cien voces. Apuró cuanto pudo y tomó un callejón. Vio la yerba de los potreros agitada por la gente que corría hacia la casa. El viento le zumbaba en los oídos y él vigilaba la vuelta distante del camino. Por allá iba a doblar, por allá, por allá. ¿Y si no se moría el mentado don Anselmo? Jum… Si no se moría… Por allá iba a doblar, por allá. Se oían los pasos de sus perseguidores. Por allá… Adán Matías oyó por encima de él un bufido extraño, un bufido endemoniadamente alegre, y alzó la cabeza. Hendiendo el aire, con su frente de chivo y su rabo peludo, el Socio iba cruzando por el cielo. Una risa fina y maléfica le cortaba el rostro, y llevaba al hombro el saco de pita. —¡Aquí lo llevo! –gritó señalando el saco. Adán Matías sintió un contento que ni el mejor ron le había dado nunca. ¡Eso sí era cumplir los compromisos! —¡Ande con cuidao! –recomendó a toda voz–. ¡Asujételo bien, ése es capaz de dírsele todavía! Ya el Socio era del tamaño de un gato allá arriba. Adán Matías casi no podía oírlo cuando respondió: —¡No tenga miedo, que yo soy como usté: a mí no hay quien me juegue sucio! Adán Matías detuvo el caballo y revolvió una mano. 547
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—¡Que le vaya bien, amigo! –gritó a todo pulmón. Al verle hablar al aire, los dos perseguidores que le andaban más cerca se miraron entre sí. —Como que ta loco el viejo ése –dijo uno, con la voz ahogada por la carrera que iba dando. Y el otro, sin dejar de correr, aseguró: —Sí, ése ta loco; segurito que ta loco. Y por loco lo tuvieron cuando se dejó echar mano sin hacer resistencia. Había detenido el caballo; seguía mirando hacia el cielo con el rostro iluminado por una ligera sonrisa, y pensaba, complacido, que aunque el mundo había cambiado mucho, todavía quedaba alguien capaz de cumplir sus compromisos. Y como estaba seguro de que los hijos de don Anselmo le darían muerte ese mismo día, él, Adán Matías, cristiano viejo, no se alarmaba al pensar que tardaría muy poco en entregarle su alma al Diablo. Trato es trato, y el Diablo se había portado lealmente. “Como un hombre serio”, se decía Adán Matías al tiempo de entregarse.
La muchacha de La Guaira El primer oficial tuvo razón al pensar que un asunto de tal naturaleza debía ser comunicado al capitán, pero el capitán no la tuvo cuando dijo las estúpidas palabras con que más o menos dejó cerrado el episodio. Esas palabras no tenían sentido. Veamos los hechos tal como se produjeron, y eso nos permitirá apreciar el caso en todos sus aspectos. El “Trondheim”, de bandera panameña, aunque en verdad era un barco noruego, entró en La Guaira ese día a las diez de la mañana; a las ocho de la noche había cuatro hombres de la tripulación perdidamente borrachos en los cafetines del puerto, uno detenido por riña y varios más bebiendo. Los venezolanos llaman “botiquines” a los bares; en uno de esos botiquines, prácticamente echada sobre una pequeña mesa, con la barbilla en los antebrazos y los oscuros ojos muy abiertos, había una joven de negro pelo, de nariz muy fina y tez dorada. Por entre las patas de la mesa podía apreciarse que tenía piernas bien hechas, pero Hans Sandhurst, segundo oficial del “Trondheim”, no estaba en condiciones de demostrar que le interesaba la dueña de esas piernas. Contó tres hombres de su barco bebiendo en ese botiquín, y él sabía que no tardaría en haber escándalo; y era a él a quien le tocaría después entenderse con el capitán del puerto, ver a los agentes de los armadores, al cónsul de Panamá y a quién sabe cuánta gente más para obtener órdenes de libertad, pagar multas o enrolar nuevos tripulantes, si era del caso, todas las cuales podían ser consecuencias de esas bebentinas desaforadas. Hans Sandhurst, pues, prefería no fijarse en la muchacha de las bellas piernas. Desde la ventana junto a la cual estaba sentado podía volver la vista hacia el puerto y ver allá abajo su barco, a la luz de la luna, casi perdido entre muchos más, con los amarillos mástiles brillando y la blanca línea en lo alto de las chimeneas. Enclavada entre el mar y los Andes, La Guaira apenas tendrá unos veinte metros de tierra plana natural, y desde el mar la ciudad se ve como un hacinamiento de pequeñas casas blancas trepadas una sobre la otra, destacándose sobre el fondo rojo de la montaña. El Caribe espejeaba bajo la luna, hasta perderse en una lejana línea de verde azul tan claro como el cielo de esa noche. Hans Sandhurst, que de sus cuarenta años había pasado casi diez, intermitentemente, viviendo entre Cartagena, Panamá y Jamaica, amaba ese mar, tan inestable y, sin embargo, tan cargado de 548
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vitalidad. Tres veces había fracasado en negocios y otras tantas había tenido que volver a su antigua carrera. Pero no sería extraño que probara de nuevo, quizá para dedicarse al corte de cedro en Costa Rica, o a la pesca del camarón en Honduras, en cuyas costas abundaba ese crustáceo según le asegurara en Hamburgo hacía poco el capitán de un barco italiano. Se embebió Hans Sandhurst durante un rato en la contemplación de la pulida y brillante superficie de agua, en sus tonos verde azules y cuando alzó su vaso de ron lo halló vacío. Se volvió, pues, para pedir más, y ya no estaban allí los tripulantes del “Trondheim”. El segundo oficial los buscó con los ojos, moviendo la cabeza en todas direcciones. Entonces fue cuando la muchacha le sonrió. Eso sucedió probablemente pasadas las nueve de la noche; a las once no había mesas vacías en el botiquín. Entre voces, gritos, música y chocar de cristales y bandejas, el lugar era la imagen misma de la atolondrada vida nocturna de un puerto en el Caribe. Muchos hombres y mujeres estaban de pie junto al mostrador. A menudo sonaba una risa aguda o se oía alguna frase obscena. Cosa extraña, la muchacha de las bellas piernas no las oía, o si las oía las ignoraba. Parecía colgar sólo de las palabras de Hans Sandhurst, y de vez en cuando comentaba: —Me gusta como hablas el español; hablas bonito, oficial. O si no: —Me gustan tus ojos; tienes ojos honrados, Hans. Pero lo decía en voz baja, dulce y en cierto sentido triste. Había aceptado bailar algunas piezas, y era casi tan alta como Hans Sandhurst, de hombros bien hechos, de pecho alto, de cintura fina. Vestía un traje vaporoso, de brillante color naranja. Era realmente bonita y parecía muy joven. El segundo oficial del “Trondheim” advertía que casi todos los hombres y muchas de las mujeres se volvían para mirarla cuando bailaba. Con movimiento natural, ella dejaba descansar su cabeza sobre la de él mientras duraba el baile. Probablemente era debido a lo que había dicho una hora después de haberse sentado él a su mesa: —Es raro, oficial; me siento bien contigo, me siento descansada. Sin duda que resultaba muy grata compañera esa muchacha de La Guaira, de voz tan poco usual, de gestos tan armónicos, a la vez dulce y triste. Hans Sandhurst no podía sospechar que bajo esa tierna apariencia hubiera un volcán bullendo. De haberlo sospechado se hubiera ido antes de las doce; con mayor precisión, cuando vio su reloj de muñeca a las once y tres cuartos. A esa hora había acabado su sexto ron y prefería no beber más. Dijo: —Tarde ya. Voy a irme porque me espera mucho trabajo mañana. Entonces en los ojos de la muchacha apareció de pronto el brillo muerto de la desolación. Sujetó al oficial por un brazo y puso frente a él un rostro desatinado, del cual había huido de golpe la luz de la vida. En todo ese rostro, sin explicarse debido a qué, él vio un aire de terror. La muchacha habló, pero no ya con aquella voz baja y tierna. Esa voz se había trocado en metálica, dura sin ser aguda. —¡No, no; no te vayas! –dijo. No agregó nada más, pero Hans Sandhurst comprendió que no necesitaba agregar palabra y, además, que él no debía irse. Sustituyó, pues, su anunciada ausencia con una petición de ron. Vio al sirviente en otra mesa, le hizo señas con un dedo en alto, y mientras le observaba correr hacia el mostrador oyó que la muchacha musitaba: —Muchas gracias, oficial. Dicho lo cual tomó amorosamente un brazo del hombre y recostó en él su cabeza. Hans vio parejas pasar bailando y también vio que en los labios de su compañera se esbozaba 549
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una suave sonrisa. Pero en verdad no analizó la causa de cambios tan rápidos. En esas vertiginosas noches de puerto ocurría a menudo que una mujer joven se sintiera bien junto a un desconocido. Así iban los acontecimientos, produciéndose sin importancia alguna, cuando el sirviente retornó. Traía un ron y un vaso de agua; pero traía además –cosa que él ignoraba, por supuesto– la semilla de la tragedia. Dijo, con sonrisa melosa, lo que impedía una respuesta negativa: —No hay mesas vacías, señor, ni asientos desocupados en otras mesas. Allí están dos señores que necesitan sentarse. Yo los conozco; son gente buena. Me preguntaron si usted podría dejarlos sentarse aquí. Son personas decentes, señor. ¿Por qué no? Era habitual que en esos países del Caribe que él conocía los desconocidos se trataran con naturalidad, como compañeros de tripulación. Iba a preguntarle a la muchacha, pero ella había oído al sirviente y ni siquiera movió la cabeza; seguía recostada en su brazo, como perdida, como soñando, lo cual podía entenderse como una aprobación. —Muy bien –dijo él–, que vengan. Eran dos hombres de edad muy dispareja, de cerca de cincuenta años, tal vez, el mayor, y de acaso veinticinco el más joven. El primero tenía la piel muy quemada; y esto, junto con el brillante pelo negro y lacio, con los ojos, también negros y ligeramente asiáticos, y con algo duro y misterioso en sus facciones, denunciaba la presencia del indio en su ancestro. No era alto, pero tampoco bajo. Saludó con notable cortesía y tomó asiento. Hans Sandhurst comprendió de inmediato que el hombre había bebido en exceso, a pesar de lo cual le oyó ordenar al sirviente: —Dos whiskies con soda. Después observó el vaso de Hans, todavía lleno. —Ah, ron –comentó–. Acépteme desde ahora el próximo trago. El joven no había tomado asiento aún. Parecía estudiar el ambiente con mirada profunda y a la vez perspicaz. Tenía probablemente tanta estatura como Hans, si bien era mucho más delgado, y de su piel pálida, de sus ojos ligeramente claros, tal vez también de las líneas alargadas de su rostro y de su cuello –con notable nuez de Adán–, o acaso de la forma vehemente en que parecía aspirar el aire cargado de humo, se desprendía una especie de visible ansiedad, quizá una honda preocupación o esa avidez emocional que caracteriza a los temperamentos creadores. De todas maneras la pareja resultaba interesante. Hans Sandhurst observaba a ambos hombres sin que se le ocurriera relacionarlos con él ni con la muchacha que se apoyaba en su brazo. Pero como sabría más tarde, esos dos hombres llevaban consigo una mecha encendida. Cuando el joven se sentaba, el mayor estaba preguntando: —¿Americano? Con lo cual en realidad quería saber si Hans Sandhurst era estadounidense. —No, noruego, aunque casi tan latino como ustedes –respondió. Hubo cierto cambio de frases, con más propiedad, de cumplimientos entre él y los dos hombres. Pero la joven parecía no haberse enterado de que ahora había dos extraños sentados a la mesa. Seguía recostada en el brazo, y de pronto, como si hubiera estado acostumbrada a hacerlo desde hacía años, besó con exquisita suavidad el brazo del oficial. Seguía el bullicio, resonaba la música de los discos en el pequeño salón, se alzaban voces y risas y los tres hombres hablaban cortésmente, presentándose entre sí, y ella actuaba como si se hallara a solas con Hans en una remota playa iluminada por la luna o en la intimidad de una pequeña casa donde no viviera nadie más. Por vez primera en esa noche Hans se sintió algo intrigado y se 550
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volvió a mirarla. ¿Le gustaba él tanto a ella, o era que tenía una naturaleza de por sí amorosa? Cuando levantó los ojos halló que el joven tenía la cabeza caída como quien se siente muy cansado o como quien está meditando con sobrehumana fuerza mental. —La función del hombre, ¿cuál es? Eso es lo que no has podido explicarme. Te has perdido en un bosque de palabras, pero has eludido responder –dijo de pronto, dirigiéndose al mayor. Hans observó que, al hablar, la mirada de ese joven relampagueaba; y observó cuán pacientemente el otro, el mayor, parecía salir de un profundo sueño mientras daba vueltas a su vaso de whisky con soda. Empezó a hablar. —Perdone, señor… ¿Cómo dijo? Ah, sí, Trondheim; no, Sandhurst, señor Sandhurst. Mi amigo está interesado en algunas cosas que tal vez le aburran a usted. Lamento mucho que la escasez de mesas, en este hórrido lugar, le obligue a oír cosas abstractas. Pero es el caso… Un hombrón de gran cabeza, que había estado bebiendo en la mesa contigua, fue a ponerse de pie en tal instante y cayó de bruces, golpeando el suelo con la violencia de un pilar de cemento. Al parecer se hallaba totalmente ebrio. La muchacha alargó su fino cuello para verlo. Eso, sin duda, le interesaba más que la presencia de los dos extraños en su mesa. El que hablaba calló durante un momento y volvió hacia el caído un rostro desdeñoso. —Mi amigo –prosiguió– requiere una explicación, o mejor aun, necesita una explicación. Él quiere averiguar cuál es la función del hombre sobre la tierra, lo cual desde luego implica saber cuál es la de la tierra en el universo. ¿No le parece a usted muy peregrina, y muy fuera de lugar, esa pretensión de mi amigo? —¿Por qué ha de estar fuera de lugar? –inquirió, repentinamente apasionado, el segundo oficial del “Trondheim”–. Yo creo muy justo que él quiera saberlo. De súbito comprendió que el joven iba a serle simpático y que la manera de expresarse del mayor no le estaba gustando. Comprendió además que en esa noche casi vacía, que él esperaba malgastar al lado de una muchacha bonita de cortos alcances, había aparecido de golpe algo lleno de interés. Podría oír cosas tal vez importantes, y acaso cambiar ideas que siempre le habían preocupado. Pidió, pues, otro ron, y libertó su brazo, que la muchacha había vuelto a usar como una especie de almohada. El de más edad sonrió y se volvió al joven. —Miguel, ¿no es esto inesperado? Aquí tienes tú al señor Trondheim, digo Sandhurst, oficial de marina noruego, buscando la respuesta que tú buscas. ¡Señor Sandhurst –dijo alzando su vaso–, bebamos un trago por la búsqueda de la función del hombre! Esto habló, y a seguidas tumbó la cabeza sobre sus brazos, como poseído de un súbito sueño incontrolable. No cabía duda de que había bebido en exceso. ¿O era que él sí sabía cuál era esa función del hombre y jugaba con la ansiedad de su joven amigo como el ágil y seguro gato juega con el indefenso y aterrorizado ratón? Ese abandono con que se tumbaba sobre la mesa y ese léxico que parecía manejar con especial delectación, ¿no denunciaban en él al hombre profunda y sutilmente cruel, que usaba su sabiduría como una arma peligrosa para herir a los más inexpertos? —¡No! –clamó duramente el joven–. Es inapropiado venir aquí a brindar con whisky adulterado y ron barato por un tema tan cargado de sufrimientos. No es cosa de alzar un vaso de alcohol por ello, en un lugar como éste, antro de prostitución. ¡Me voy! –aseguró levantándose. Entonces la muchacha pareció cobrar vida y miró a ese joven. Hans advirtió el interés en todo su rostro y notó el brillo de sus ojos, del todo nuevo, por lo menos para él; no visto antes en esa noche. Comenzaba a sentirse mucho más intrigado. 551
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—Siéntese, por favor, joven –pidió. Era evidente que también el joven había tomado más de lo debido, porque si no, ¿a qué tanta excitación? ¿Era acaso sagrado el tema que se había planteado, o había en el alma de ese muchacho una desconocida reserva de sentimiento religioso? —Siéntese, por favor –repitió cogido ya en los engranajes de la tragedia, todavía no sospechada por él ni por la muchacha ni por los dos recién llegados–. Hablemos del asunto. En realidad, me preocupa tanto como a usted el destino final de la humanidad. —¿Por qué es necesario hablar de eso, por qué? Era la muchacha quien hacía la pregunta. ¿Qué ocurría, qué le había llamado la atención hacía un instante, pues; el tema, la palabra “prostitución” dicha por el joven, o el joven mismo? La muchacha estaba resultando rara. Lo mejor sería ignorar su presencia. De todas maneras media hora después, una hora a lo sumo, el segundo oficial del “Trondheim” volvería a su barco. Pero en eso el mayor de los extraños irguió el rostro. —Ella es quien tiene la razón. ¿Por qué hablar de eso? Millones de seres viven y mueren sin hacerse la terrible pregunta. Vivir la función de la humanidad es más sabio que tratar de conocerla. ¡Hans Trondheim brindemos por la vida, que lleva en sí misma su ignorado destino! En eso se hizo el silencio en todo el salón; es decir, silencio de seres humanos, porque la pesada máquina que daba música seguía trabajando en su rincón y se oía el vivaz ritmo de un joropo invitando a bailar. Una pareja de policías estaba de pie en el salón, y uno junto al otro, ambos recorrieron con la vista todo el ámbito, llevando la mirada de mesa en mesa como si buscaran a alguien. Pero un parroquiano alzó su mano alegremente y los llamó; los policías sonrieron y caminaron hacia allá. Se les vio entrar en animada charla, negar uno, alegar el otro, y al fin, sin sentarse, tomaron sendos tragos y se fueron de nuevo. Uno de ellos era negro y tenía risa hermosa y natural. Hans Sandhurst pensó: “He aquí un hombre que vive la vida como lo desea este señor”. Pero no lo dijo. Temía a la susceptibilidad de esa gente, que a menudo en palabras sin intención descubría una ofensa al país. Hablar de un policía podía resultar peligroso. —En primer lugar –dijo el joven–, seamos corteses. El señor nos ha aceptado en su mesa y tú sabes que él no se llama Trondheim. Tu error es deliberado y ofensivo. —Oh, no importa –atajó Hans–, pueden llamarme como deseen. Probablemente ninguno de los que estamos sentados a esta mesa volveremos a vernos pasada esta noche. La muchacha saltó como sorprendida por un ataque alevoso. —¿Qué has dicho; por qué has dicho que no volveremos a vernos, Hans? Mientras hablaba le sujetaba fuertemente el brazo, y en tal momento Sandhurst anotó en su mente este simple detalle: no recordaba cómo se llamaba ella. “Quizá espera que me quede con ella esta noche y le pague bien por la mañana”, pensó. Pero la ansiedad que había en sus ojos, mientras hablaba, no podía estar originada sólo en la esperanza de que él le pagara bien. Había algo más, algo que por momento él no podía determinar. Trató, sin embargo, de pasar por alto cuanto se refiriera a esa muchacha, sobre todo en tal momento, porque el mayor estaba hablando. —La función del hombre, bah… Miguel, infinito número de sabios ha pretendido conocerla. Y yo digo que por el camino que estás queriendo transitar llegarás a un solo lugar, que es el refugio de todos los débiles; llegarás a admitir un Dios, cualquier Dios. —No –respondió el joven–. ¿Por qué he de refugiarme en la religión. Yo no temo a la verdad. Pero mire, señor… Sandhurst, mi tesis es ésta: mi tesis es que la humanidad que 552
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puebla este planeta forma parte de un todo mayor. No sé si me hago entender. Yo creo que en esos otros mundos que nos rodean hay también humanidad. No sé qué apariencia tendrán, pero son seres pensantes. Nosotros, pues, somos sólo una parte de esa humanidad universal. Siendo una parte, ignoramos qué piensa o qué siente el resto. Sólo estando todos reunidos podremos aclarar qué fin buscamos. El joven iba alzando la voz. En el barullo del botiquín no se daba cuenta de que para hacerse oír en su propia mesa estaba hablando muy alto. En la mesa contigua alguien le oía. Había allí dos hombres y dos mujeres, a simple vista muy bebidos también. Y he aquí que uno de esos hombres se puso trabajosamente de pie y se encaminó a ellos. A buen ojo no pasaba de los treinta y cinco años, y tenía aspecto de empleado, acaso de pequeño comerciante. Era muy oscuro, rechoncho, de espejuelos y nariz muy abierta. Usaba sombrero de fieltro. Se inclinó sobre el joven y apoyó un codo en la mesa. —¿Por qué le preocupa a usted la humanidad? –preguntó–. Yo soy venezolano, latinoamericano, y lo que deseo saber es cuál es el destino nuestro, adónde vamos. El hombre eructó. Hablaba con esfuerzo, aunque sin disparatar. Tenía los ojos turbios debido al alcohol, pero sin duda estaba dando salida a lo que llevaba en el corazón y por eso se expresaba claramente. Hans Sandhurst tenía una vaga idea de lo que estaba ocurriendo en Venezuela, pero no lo sabía a fondo; por eso no pudo advertir cuánta crueldad había en las palabras con que el mayor de sus dos recientes amigos se dirigió al intruso. —Dígame, señor, ¿cuál es a su juicio el destino de nuestro pueblo? ¿Cree usted que Rómulo Betancourt lo sabe mejor que uno de nosotros? El borracho miró torvamente y pareció haber recibido un golpe en la nuca. —Señor, yo no sé si usted es un espía de la dictadura; no sé si es un sirviente de estos militares que están asesinando a lo mejor de Venezuela. Pero me ha preguntado y yo le contesto: Sí, Rómulo Betancourt lo sabe. Y ahora, si le parece, denúncieme. No dijo nada más, sino que, a su juicio muy dignamente –aunque apenas podía tenerse en pie–, retornó a su mesa y se dejó caer en su silla, como bulto. Hans Sandhurst notó que de sus dos compañeros, el más joven se había quedado mudo; el otro sonreía. La muchacha parecía no hallarse allí; con un codo en la mesa y la cabeza en la mano, miraba dulcemente al segundo oficial del “Trondheim”. —No hay derecho –dijo el joven dirigiéndose al mayor–. Si alguien ha oído, se ha desgraciado. Fue una provocación tuya. Por toda respuesta el de más edad sonreía. Pero en esa sonrisa había un resplandor siniestro, cosa que notó ciertamente Hans Sandhurst. Ahora bien, Sandhurst no estaba al tanto de lo que el extraño incidente significaba. Seguía pensando en la función de la humanidad y en lo que sobre ello había dicho el joven. De ahí que hablara como si nada hubiera sucedido. Argumentó: —Yo creo que el fin del hombre es ser feliz; la humanidad busca inconscientemente la felicidad. Entonces la muchacha saltó. Se hubiera dicho que nada oía, que no tenía interés en el tema. Y he aquí que al oír esas palabras irrumpió diciendo: —¡Sí, sí, la gente quiere ser feliz! Yo quiero ser feliz. Tú has dicho lo que yo siento, Hans. En ese expresivo rostro suyo, que el segundo oficial del “Trondheim” había visto cambiar tantas veces en pocas horas, parecía haberse producido de pronto una explosión de luz; sus ojos resplandecían, gozosos, y la dulce sonrisa había dejado de ser triste. Los tres hombres 553
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se fijaron en ella. Era como si en ese instante hubieran descubierto que ella estaba allí, con ellos. Pero un observador sagaz –y Hans Sandhurst lo era– podía notar matices muy diferentes entre ellos; por ejemplo, el joven era tolerante, acaso complaciente, como si pensara: “Es muy femenina la reacción de esa muchacha, y por lo demás nunca podrá entender por qué nos preocupa este tema”. En cambio el otro tenía una actitud a la vez de sorpresa y de cálculo; parecía decirse: “Ah, conque te interesa ser feliz, ¿no? Pero ahora voy a matar esa alegría en germen; ahora voy a demostrarte que no eres más que un simple gusano de polvo llamado a desaparecer, mísera vendedora de tu cuerpo”. En cuanto a él mismo, Hans Sandhurst, segundo oficial del “Trondheim” metido en esa discusión con dos desconocidos sobrecargados de whisky y soda, ¿qué pensaba de la mujer? Pues pensaba: “No es una muchacha común; se trata de una alma amorosa, que de pronto, sin saber por qué, ha sentido que hay una filosofía que justifica su vida, su natural sensualidad, sus aciertos y sus errores. Si dispusiera de tiempo me gustaría saber quién es ella y por qué está aquí”. Y a seguidas, por un fenómeno de traslación mental muy frecuente en él, se encontró pensando en que debía escribirle a aquel capitán italiano para que le diera más detalles sobre los camarones de Honduras; sabía el nombre de su buque y le escribiría al cuidado de los armadores. A ese punto miró su reloj; marcaba la una y cuarenta y cinco minutos, más propiamente, la una y cuarenta y dos minutos. Pero no sentía deseos de irse. El de más edad estaba empezando a hablar de nuevo. —Bien, bien; aquí tenemos a Miguel, el preocupado Miguel, elaborando una tesis de amplitud universal. ¡Hum! Yo supongo que tienes la esperanza, mi joven amigo, de que los platillos voladores sean realidad y de que en ellos esté acercándose a la tierra una humanidad más avanzada que la nuestra, ¿no? —Sí, puede ser, ¿por qué no puede ser? –respondió Miguel–. Ocurrió ya, sucedió cuando los españoles llegaron a América; para los indios americanos las carabelas de los conquistadores eran tan inconcebibles como para nosotros los platillos, y sus tripulantes tan extraños como habitantes de Marte hoy. El otro sonreía. —Miguel –dijo tornándose súbitamente serio y sujetando al joven por un hombro–, no desbarres; una tesis filosófica no se defiende con argumentos absurdos. Estás hablando de lo que desearías que sucediera, no de nada que está sucediendo o que pueda, científicamente, suceder mañana. A este punto ya la muchacha no estaba recostada en el brazo de Hans, soñando o simplemente descansando; atendía a lo que se hablaba, oía con todo su ser. No besaba, no sonreía; vivía la discusión. Sus ojos se hallaban fijos en el hombre que hablaba; y así le vio volver su atención rápidamente hacia el oficial. —En cuanto a usted, ¿sabe qué propugna? Propugna el caos, porque ¿qué es la felicidad? ¿Es o no la satisfacción de cada uno? La felicidad de los coroneles y los generales de Venezuela y de nuestra América, ¿en qué consiste si no es en derrocar gobiernos legítimos, esclavizar a sus pueblos, asesinar a sus mejores hijos, enriquecerse y tener amantes? La felicidad de un criminal está en matar, la de un comerciante, en acumular dinero. El llamado Miguel miró hacia la mesa vecina, pero ya allí no había nadie. Aquel borracho que se había acercado a hablarles hacía un rato, y al que sin duda le hubiera agradado oír a su compañero, no estaba, ni estaban las mujeres y el señor que bebían con él. 554
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—Señor, yo no comprendo su punto de vista tan local ni tan actual –atajó Sandhurst– y no debo juzgarlos a ustedes como pueblo. Yo creo que hay una norma de conducta general y que todos podemos llegar a conocerla y a ejercerla. —Sí, ¿pero cuándo? Porque es el caso que ya hay en Estados Unidos una bomba de hidrógeno y, sin embargo, todavía viven indios salvajes en nuestras selvas. La felicidad es un estado distinto para los sabios que fabricaron esa bomba y para los salvajes del Orinoco. Su punto de vista no nos sirve, como no nos sirve el de Miguel. La función del hombre es menos compleja. Eso dijo, y Hans Sandhurst comprendió que se hallaba frente a una persona inteligente y de muchos conocimientos, pero tuvo también la sensación de que no se había equivocado cuando pensó que el alma cruel. Algo en él denotaba su delectación de destruir la idea de Miguel y la suya; la suya, que era también la de esa muchacha. —Debemos seguir hablando –dijo el hombre–, sobre todo porque sería innoble dejar a esta joven en un error. Pero por el momento yo pido que repitamos el trago. Con efecto, los vasos estaban vacíos. Entonces la muchacha intervino: —Yo quiero beber también –dijo. Lo cual aumentó la intriga del segundo oficial del “Trondheim”, porque hasta ese momento ella había rechazado toda invitación; había bebido sólo dos coca-colas en las largas horas que llevaban juntos. Ahora parecía haber despertado a la vida. Miguel pidió bebida; ella prefirió ron, como Hans. Se veían ya algunas mesas vacías, pero todavía sonaba la música y tres o cuatro parejas bailaban. Con su silla arrimada a la pared, un jovenzuelo dormía. Llegó el sirviente. —Señorita –dijo el hombre de ancestro indígena, con el aire de un cumplido caballero que honrara a una gran dama–, brindo por usted y por su deseo de ser feliz. Usted y el señor Trondheim, digo Sandhurst, tienen ideas afines. Los felicito por ello. Pero entienda usted que no hay tal cosa; no es la felicidad lo que busca la humanidad. La función de la humanidad, señorita, es simplemente vivir, dar satisfacción a su instinto vital. Nacemos, nos desarrollamos y morimos, y nada más, bella joven. Vivimos porque tenemos que vivir; para vivir matamos animales y engullimos sus cuerpos, sembramos árboles y nos comemos sus frutos, pescamos peces y los guisamos. Buscando el placer de vivir escribimos y oímos música, pintamos y admiramos cuadros. No hay en absoluto nada más que eso. Luego nos toca morir y desaparecemos completamente. Nosotros, los seres humanos, nos perdemos todos en la muerte, en la nada. Eso es todo. El hombre había hablado con gozosa saña; al final de sus palabras sonreía desde bien adentro; con morbosa alegría muy mal disimulada. La muchacha se quedó absorta, mirándole. Tenía en la mano su vaso de ron. Y de súbito gritó, poniéndose de pie: —¡Mentira, mentira; usted sólo está diciendo mentiras! Miguel y el segundo oficial del “Trondheim” no hablaron; ambos habían comprendido que ese hombre se negaba a sí mismo, pues él también buscaba la felicidad, y su felicidad en ese momento consistía en hacer sufrir, en negar que en la tierra hubiera lugar para una concepción generosa de la vida. Hans Sandhurst vio a la muchacha beberse su ron de un solo trago; la dorada piel se le había enrojecido y respiraba con fuerza. Estaba como poseída por una sagrada cólera. Llamó a voces y pidió más ron. El hombre que había hablado seguía sonriendo. Hans no había tocado su bebida. 555
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Pero Miguel sí bebió, y al terminar su trago empezó a palidecer, a ponerse lívido, casi verde. Pidió permiso y se paró. No pudo llegar, sin embargo, adonde iba, porque a unos pasos de la mesa se agarro a una silla y comenzó a vomitar; después trató de sentarse, se apoyó más en la silla y se dobló sobre sí mismo. —Su amigo está enfermo –dijo Sandhurst. A lo que el otro respondió: —Demasiada bebida eso es todo. A Hans le repugnó ese comentario tan ligero. No quería seguir allí. —Me voy –dijo al tiempo de levantarse. Pero la muchacha le sujetó de un brazo. —No, no puedes irte ahora. Yo he pedido un trago. Además, yo quiero beber, necesito beber. —Muy bien, pero no aquí –explicó Hans. —No, aquí no, en otro sitio –aceptó ella. Y fue así como a las dos y media de la mañana, todavía con una luna resplandeciente que permitía ver uno por uno los techos de La Guaira bajo ellos, Hans Sandhurst y la muchacha salieron al aire de la noche, en pos de un lugar donde no vieran la dura sonrisa de aquel hombre que había proclamado, entre grumos de alcohol, el triunfo del instinto vital sobre la tierra. Con la cabeza entre las rodillas, el joven seguía vomitando. Todavía a esa hora nada realmente importante había sucedido, de manera que si Hans Sandhurst se hubiera ido a dormir entonces, o la tragedia no se habría producido o él la hubiera ignorado. Pero no tuvo voluntad para recogerse. Ya se hallaba atraído por la intrigante personalidad de la muchacha, por su cambiante naturaleza, que había ido revelándose tan lentamente y que, sin embargo, podía entreverse como en verdad atractiva. Eso explica que una hora más tarde estuvieran sentados a una tosca mesa en otro botiquín, un mísero saloncito situado en el camino del aeropuerto, atendido por una mestiza gorda y entrada en años, de cara adusta y perpetuo cigarrillo en la boca. Había allí tres o cuatro hombres del pueblo bebiendo cerveza, sin duda trasnochadores habituales, que miraban a la muchacha con ojos lascivos y hablaban entre risotadas. La muchacha había bebido sin parar. Hans Sandhurst temía que se emborrachara. Pues en la mente de esta compañera de una noche estaba produciéndose una obsesión, acaso algo parecido a los huracanes tropicales que cruzaban devastadores, de tarde en tarde, por ese mismo mar Caribe que golpeaba sin cesar las orillas rocosas de La Guaira. El hombre aquel había dicho: “Nosotros, los seres humanos, nos perdemos en la muerte, en la nada”, y esas palabras giraban sin tregua en el cerebro de la muchacha, e iban formando allí un núcleo que arrastraba poco a poco todas sus ideas y sus emociones, como el núcleo del huracán arrastra los vientos y los pone a girar en torno suyo. Y era así, según lo entendía Hans, porque a menudo –con mayor frecuencia a medida que aumentaba el número de tragos que ingería– ella le sujetaba un brazo y mirándole con angustia, y hasta con cierta expresión de terror en los ojos, preguntaba: —¿Es verdad que nos perdemos en la muerte, Hans; que nos perdemos en la nada? El hecho de que él respondiera negativamente no parecía hacerle efecto; volvía al tema con obstinación creciente. —Yo tengo un lindo recuerdo, un solo recuerdo bonito en mi vida, Hans, pero va a perderse, va a desaparecer cuando me muera. ¡Mi recuerdo va a morir, Hans, va a volverse nada también! 556
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Él comenzaba a sentirse cansado. El terrible calor del Caribe había sido durante todo el día más fuerte que nunca; refrescó algo durante la noche, cuando estaban allá arriba, en el otro botiquín, pero ahora parecía haber vuelto y en verdad le abrumaba. La idea de ese recuerdo muriendo, desapareciendo en la nada, iba por momentos convirtiéndose, en cabeza de la muchacha, en una especie de cantinela de borracho, lo cual desagradaba a Hans. Las caras de aquellos hombres que tenían ojos tan lascivos, y sus risotadas y sus palabrotas, le causaban disgusto, como le disgustaba la torva faz de la gruesa dueña. —¡Vámonos! –dijo angustiado. La muchacha no le contradijo. Le miró con humildad, más propiamente, con amorosa humildad. Él se había puesto de pie y ella se paró también. Era alta, de piel juvenil, bonita, de linda boca, de nariz fina, de ojos oscuros, de brillante pelo corto y negro. Sin embargo, en tal momento parecía muy desamparada y Hans estaba seguro de que inesperadamente se pondría a llorar. Salieron. Hasta la puerta se asomaron dos de aquellos hombres para verlos, y cuando doblaron la esquina Hans volvió el rostro; la gorda mestiza les seguía con los ojos. Las míseras callejas se veían solitarias. Uno que otro perro ladraba, tal vez al paso de ellos, y a la luz de un farol había una pareja de policías. Caminaban en silencio. Y de pronto sucedió lo que él temía: ella se agarró a su hombro derecho y comenzó a sollozar. Sufría con toda el alma, de eso no cabía duda; su cuerpo entero se conmovía a los sollozos. —¡Hans, mi único recuerdo bonito va a perderse! –dijo. El segundo oficial del “Trondheim” había aprendido que en el Caribe hay dos maneras de ejercer la autoridad; una muy amplia, cuando se vive democráticamente, y otra muy exigente, cuando se vive bajo dictaduras. Pensaba que si aquellos dos policías les veían y creían que ellos estaban besándose o acariciándose en plena vía, en las calles de La Guaira, considerarían que estaban burlándose de su autoridad y nadie sabía lo que podría ocurrir. Por eso se impacientó: —Eso es tonto –dijo–; es tonto estar llorando por un recuerdo que no ha desaparecido aún. Creo que esto debe acabarse ya. Vamos. Entonces ella levantó la cabeza y dejó de llorar. Todavía le corrían lágrimas por las mejillas, pero no lloraba ya; al contrario, la ira y el asombro, o si se prefiere, el disgusto y la sorpresa se mezclaban en su expresión. —¡Vete tú! –dijo. Y se plantó en la calle. La noche comenzaba a desvanecerse. Sin duda era bastante más tarde de las cuatro y Hans sabía que a las cinco sería día claro ya. De la luna sólo quedaba un resplandor; las estrellas perdían brillo y su vívido color amarillo iba cediendo con bastante rapidez. Hans Sandhurst debía llegar a su barco. Por lo demás, esa muchacha se había embriagado. Así que aceptó su orden y rompió a andar. Caminó cincuenta pasos, tal vez sesenta, y de pronto sintió que ella corría tras él, que se le acercaba en carrera desenfrenada, llamándole casi a gritos: —¡Hans, Hans, Hans! El se detuvo. Se oían con toda limpieza los pasos de la joven en el pavimento, y resonaban en la bóveda silenciosa de la noche. Al llegar donde él se hallaba ella se tiró a su pecho, otra vez llorando, sacudida por el llanto. En ese momento él pensó preguntarle dónde vivía para llevarla a dormir, o decirle que lo dejara tranquilo porque él se encaminaba a su barco. Pero no hizo ninguna de esas dos cosas; lo que hizo fue pasarle la mano por la cabeza, alisándole su corto pelo negro, y dejarla desahogarse en lágrimas. Así pasaron tal vez diez minutos, al cabo de los cuales ella dijo: 557
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—Hans, el hombre tenía razón; él era el que tenía razón. Maquinalmente echaron ambos a andar; lo hacían despaciosamente y en silencio. Ya empezaba a notarse el próximo nacimiento del día, a pesar de lo cual las callejas seguían solitarias. Iban hacia los muelles. Se oía el mar, retumbando en su ir y venir, como una lejana artillería en acción. Y de pronto, al paso de la pareja se levantó una corta bandada de palomas que picoteaban en la calle. Eran seis, tal vez siete, quizá ocho. Ambos alzaron los ojos para verlas. Y una de las palomas, totalmente blanca como un ave de mármol, dejó seguir a la bandada y se posó en el alambre del alumbrado. Fue una desdichada casualidad que acertara a poner sus rojas patitas en un alambre pelado. Pero ocurrió, y de golpe, igual que abatida por un rayo, la linda ave aleteó, como si no hubiera podido desprenderse, y cayó pesadamente a tierra. Fue un pequeño pero extraño suceso. El cielo tenía ese tinte verde amarillo de los amaneceres en el trópico, y las casas, los postes de luz, todo lo que sobresalía se veía recortado contra él. Así también se vio la paloma cuando estuvo en el alambre. Pero abajo, al caer, era posible distinguirla en detalle, con sus párpados grises, su pico de coral, sus blancas plumas tan limpias. En el paroxismo de la muerte tembló durante unos segundos. La muchacha había corrido y la había levantado. Expiró en sus manos. De rodillas, con la paloma en las palmas, como quien ofrenda a un Dios colérico, ella estaba frente a Hans y su rostro expresaba el enorme terror de quien está frente a un verdugo. —¡Hans, Hans, aquí está; mírala, Hans, muerta, muerta como me moriré yo, muerta como decía el hombre! Así dijo la muchacha; y en tal momento lloraba. Hans iba a cogerla de un brazo y a decirle que caminara, que eso no tenía importancia. Pero en tal momento ella volvió los ojos hacia el mar. La calle iba en descenso, bordeada de aceras desiguales, y al final, ya dando al mar, se veía un perro que hurgaba en un latón de basura. Todo eso lo vio Hans antes de que ella actuara. Y de pronto la muchacha se incorporó, miró con ojos de loca, con ojos de un miedo cerval, irresistible, al hombre que estaba allí, frente a ella; y sin soltar la paloma, con evidente frenesí, se echó a correr en dirección al mar. A la naciente claridad del día se veía el color naranja de su traje batido por la brisa del amanecer. El segundo oficial del “Trondheim” pensó: “Se va a su casa”. De ahí el asombro con que vio a la muchacha seguir en línea recta por el muelle, y saltar. Cuando él llegó, algunos hombres y un policía daban carreras y voces, y era inútil ya tratar de lanzarse tras ella. Una sola vez vieron algo de la suicida: sus dos manos al pie de una ola. Todavía sujetaba en ellas la paloma muerta. Hans Sandhurst se quedó allí, oyendo comentar, atolondrado. Mucho después que salió el sol se encaminó a un bar y pidió cerveza. No tenía hambre ni sueño ni sed, pero debió tomarse seis cervezas. Tardó tiempo en pensar que el asunto podía tener complicaciones, pues en dos lugares la muchacha había sido vista con él. Por eso cuando llegó al “Trondheim”, casi a las nueve de la mañana, llamó al primer oficial y habló largamente con él. El primer oficial no le interrumpió ni una sola vez; oyó todo el relato y al final dijo: —Será mejor que veamos al capitán, Sandhurst. El capitán usaba lentes y su rostro aguzado, pálido no dio señal de emoción alguna mientras oía la historia. Sólo cuando su segundo oficial terminó de hablar hizo un comentario, que en su lengua nativa sonó extrañamente a los oídos de Sandhurst. Dijo: —No veo razón para preocuparse, Sandhurst. Y en cuanto al móvil del suicidio entiendo que no fueron las palabras de aquel hombre lo que la trastornaron. Seguramente había 558
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otros motivos que usted desconoce. Para su buen gobierno debo decirle que las gentes de estos pueblos mestizos no tienen tan alta sensibilidad ante las ideas como nosotros. Vaya a hacerse cargo de su trabajo. Sí, eso fue lo que dijo, y para Hans Sandhurst no podían ser más estúpidas esas palabras. Por eso cuando se fue a su camarote buscó entre sus papeles la tarjeta del capitán italiano y se puso a escribirle. No tenía nada de improbable que el destinatario de la carta se asombrara cuando leyera la frase final. Decía así: “Si en verdad hay camarones y usted desea participar en el negocio, hágamelo saber. Es preferible vivir en estos países, donde todavía hay gente capaz de vivir la vida hasta la muerte, aunque sean mestizas”. Cuando salió a la cubierta los lingadores hablaban a gritos del suceso. Uno preguntaba: —¿Y quién era? Otro respondía: —No se sabe; dicen que era de Caracas. Pero para Hans Sandhurst ella sería siempre “la muchacha de La Guaira”.
Capitán A las siete de la tarde, el viernes día 3, Capitán despertó con el espinazo helado. Inmediatamente supo que se trataba de Ella y empezó a ladrar furiosamente. Se sentía lleno de ira, frenético, igual que cuando se enfrentaba a un perro enemigo. —¡Juau, juau, juau! –gritaba Capitán al tiempo que sacudía la soga a que estaba amarrado. Tal vez debido a su ira Capitán no lograba ver nada. De todas maneras era igual: viera o no, Ella debía andar por allí, y eso quería decir… Pero de pronto Capitán la vio. Doblando la esquina del bohío, pegada a las tablas, Ella iba arrastrándose en dirección a la puerta del patio. Una cosa extraña sucedía, y era que el perro podía ver el seto del bohío aun a través de la sombra y del manto que Ella llevaba puesto. Durante un segundo Capitán se sintió impresionado, pero reaccionó ladrando con más fuerza. Y entonces sucedió lo que todo perro teme que le pase algún día, por mucho que no haya uno entre ellos que pueda escapar más tarde o más temprano a la terrible prueba. Moviéndose lentamente, con evidente disgusto, Ella volvió el frente y plantó en Capitán sus poderosos ojos vacíos. El perro sintió que le habían partido el espinazo de un golpe seco; se abrió de patas, pegó el vientre a la tierra y un frío de muerte fue helando poco a poco todo su cuerpo y erizando los pelos de su espina dorsal. El miedo había hecho presa en él, en el temido Capitán. Como una sombra recordó a la vieja perra que lo echó al mundo, cuando en las oscuras noches le advertía cómo era Ella y cómo todo animal de su raza debe estar preparado para el día que la vea. Con la garganta seca, ahogándose y sin poder abrir la boca, Capitán se sintió morir. Desde la distancia a que se hallaba, Ella seguía espantándole con su mirada vacía. Entonces él quiso sobreponerse, luchar contra aquello, y pretendió ladrar para asustarla; pero lo que salió de su garganta fue un quejido largo de miedo, un aullido tembloroso y humillante. Convencido de que era inútil luchar, sintió lástima de sí mismo; se echó por completo al suelo, alzó el hocico en dirección de las contadas estrellas que nacían a esa hora, y siguió lanzando su penoso y lúgubre aullido, que se esparcía por todo el lugar llenando de pavor a los niños y a los viejos supersticiosos. 559
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A tres cosas dio lugar ese prolongado gemir de Capitán: una, que Ella se encolerizara, lo cual podía apreciar el perro porque la vio apretar las quijadas y oyó el crujido de los largos dientes descarnados; otra, que don Gaspar saliera al patio a ver qué le pasaba a su animal; y la última, que Tiburón hiriera el orgullo de Capitán soltando indecorosos e inoportunos ladridos en el patio contiguo, sin duda queriendo decir al aterrorizado can que no armara tal escándalo. A causa de lo primero, Ella fue sorprendida por la presencia de don Gaspar; no lo esperaba y no supo qué hacer al verlo. Capitán observó que Ella recogió su manto, miró fijamente a su amo y entonces reculó despacio, perdiéndose otra vez en la oscuridad del callejón. A causa de lo segundo, Capitán sintió que su miedo cedía, que con la presencia de don Gaspar la confianza volvía a nacer en él. A causa de lo tercero, una sorda ira empezó a trabajarle las venas y se juró que en la primera oportunidad Tiburón iba a saber con qué hay que contar para atreverse a llamarle la atención a un perro del genio y de los bríos suyos. Cuando don Gaspar llegó hasta el rincón donde amarraba a Capitán, vio a su perro ponerse en cuatro patas, mirarlo al principio con seriedad y después con afecto, y notó cómo al contacto con su mano los pelos del animal volvían a pegarse a la piel. —¿Qué te pasaba, mi buen Capitán? –preguntó el viejo con dulce voz al tiempo que golpeaba las costillas del animal–. ¿Qué te pasaba? ¿Por qué tabas llorando asina? ¿No ves que eso trae desgracia? Capitán hubiera querido decirle que a partir de ese momento no se descuidara, que se mantuviera alerta. Pero él no sabía hablar y lo único que podía hacer era dar a entender que se sentía contento con la presencia de don Gaspar. Lo dejó dicho blandiendo el rabo y pegando con él en tierra; luego se acostó de vientre y estuvo así, con los ojos entrecerrados, hasta que el viejo volvió a meterse en el bohío. El sábado temprano don Gaspar abrió la puerta y se puso a limpiar el patio. Capitán estuvo observándole y le preocupó hallar que su amo tenía aspecto de cansado; le pareció más flaco que de costumbre, con un aire de enfermedad que le adormecía los ojos. Por encima de su camisa sobresalían sus hombros y las manos mostraban docenas de huesos. Aquello entristeció a Capitán. Don Gaspar iba amontonando las piedras, los aros de barril, la yerba arrancada. El sol no era excesivo, y tal vez a ello se debiera que don Gaspar no pareciera ver las cosas con precisión. ¿O se trataba de que los años iban nublando sus ojos? Por el patio vecino cruzó el negro Inés, echando humo de su cachimbo. —Buenos días, vale Gaspar –cantó Inés. —Buenos días… Aquí, dándole una limpiadita a esto –explicó el amo. —Anoche –empezó Inés con mucha seriedad– anduvo su perro llorando, y eso es cosa mala, Gaspar… Anuncia desgracia. —Ello… Pa mí que lo que le pasó a Capitán es que sintió miedo. —Porque algo vido, amigo; algo vido. Capitán oía la conversación y se paró, extendiendo las patas. Miró de reojo a Inés. No le gustaba que hablara de eso. De pronto Capitán creyó morirse: Ella iba deslizándose en dirección a la puerta del bohío. Casi flotando, con su manto gris transparente y una expresión criminal en la cara, parecía vigilar a los hombres y al perro. —¡Juau! –ladró Capitán lleno de ira. —¡Fíjese –exclamó Inés–, fíjese en los ojos de ese animal, Gaspar! Pa mí que tiene la peste. Gaspar se acercó al perro dando la espalda a la puerta del bohío, y entonces Capitán advirtió que Ella corría para entrar. ¡Eso no podía él permitirlo! Lleno de ira dio un estirón a 560
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la soga que lo sujetaba y parecía que iba a romperla; erizó los pelos del espinazo, ladró con ira cada vez mayor, empezó a pegar saltos. Por fin logró romper la soga y se lanzó como un bólido hacia el bohío. —¡Ahí lo tiene! ¡Mire lo que le decía! –gritó el viejo Inés. Don Gaspar corrió detrás de su perro, llamándole a voces. Pero no tuvo que llegar lejos, porque a cuatro varas del bohío Capitán se detuvo, clavó las patas en la tierra, bajó la cabeza y comenzó a aullar. Ella había vuelto a dirigirle su vacía y espantable mirada y el animal sentía el frío del miedo paralizándole hasta la voz. Claramente, el perro oyó la advertencia que Ella le hizo: —Vas a pagar caro tu atrevimiento, animalucho indecente. El viejo Gaspar se acercaba, y Capitán, que sentía su olor cerca, quería decirle que se detuviera, que no diera un paso más, que se mantuviera quieto, sin respirar siquiera; que Ella estaba allí, a tres pasos, y que era la segunda vez que llegaba a buscarlo a él, a don Gaspar. Estaba helado, sin dominio sobre sus músculos. El miedo acababa con él. Vio como Ella empezaba a retroceder, a desvanecerse, a irse alejando, y cuando por fin dobló el callejón perdiéndose en dirección de la calle, Capitán, libre de aquella cosa que le tapaba la garganta, alzó la cabeza y se puso a aullar lastimeramente, con un largo, tembloroso aullido que espantó a Inés. Lo mismo que la noche anterior, Tiburón empezó a protestar a ladridos. —¡Me está ordenando que no haga escándalo! –se dijo Capitán indignado. Por la cerca de alambre, en el solar opuesto al de Inés, Tiburón asomó el hocico. Era un enorme perro negro, de cara antipática y ojos pesados. Miró fijamente a Capitán y le lanzó un último ladrido. Pero Capitán había perdido ya su miedo, porque Ella se había desvanecido, y a la insultante intervención de Tiburón sintió su sangre hervir. De un salto se puso de pie, gruñó, furioso, y se lanzó a toda carrera sobre los alambres. —¡Capitán! ¿Qué es eso? –gritó don Gaspar. —Le digo que a su perro le ta pasando algo, amigo –remachó Inés. Ninguno de los hombres observó la terrible y asesina mirada que lanzó Tiburón desde su sitio; sólo Capitán comprendió lo que ella quería decir. Significaba: “Esto lo arreglaremos hoy mismo”. Capitán contestó volviéndole la espalda, lo cual quería decir: “Para hacerte huir me basta con el rabo”. Y se dirigió lentamente hacia su rincón habitual, donde su amo volvió a amarrarlo anudando los dos pedazos de la soga que había reventado poco antes. A eso de las tres de la tarde, el mismo día sábado, el viejo Gaspar fue en busca de Capitán para llevarlo al río. Inés le había aconsejado que lo bañara, porque la rabia venía, según él, del calor que les hacía doler las muelas a los perros. Sujetándolo por la soga, el viejo lo sacó a la callecita, a esa hora agobiada por el sol. Estaban en un extremo del pueblo, donde algunos bohíos desvencijados daban albergue a familias que vivían de milagro, cosechando maíz y batatas en los patios o haciendo trabajitos de tarde en tarde. Capitán, con su pelo rojizo y sus costillas pronunciadas, caminaba seriamente junto al viejo. Dos o tres perrillos corrieron a ladrarle, metiéndose entre sus piernas; pero Capitán no les hizo caso. Tampoco don Gaspar parecía atender a la gente ni a los animales; iba erguido, caminando a grandes pasos, y ya se dirigía hacia la vereda que llevaba al río cuando una tromba de carne y pelos salió rugiendo de un bohío y se lanzó en dirección suya a toda velocidad. En un instante Capitán comprendió que Tiburón había adelantado la cita. Abusador y perverso como era, Tiburón procedió violando todas las reglas del código de los perros. En vez de atacar a Capitán saltó furiosamente sobre don Gaspar. El viejo quedó 561
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tan sorprendido que se enredó los pies, uno con otro. Pero Capitán no perdió la cabeza. Durante un segundo su ira fue tan grande que apenas pudo mostrarla enseñando los dientes; pero en el acto calculó qué debía hacer y dando un brinco bien medido clavó sus dientes en el espinazo de Tiburón. Este se dobló, arrugó el hocico, volvió la cabeza y, buscando evadir aquella tenaza candente se pegó a tierra mientras encima de él, gruñendo de rabia y moviéndose sin cesar, Capitán buscaba herirlo con las uñas a la vez que lo mordía. La cólera de Capitán no se saciaba con nada. Soltó por una fracción de segundo, pero fue para coger un poco más arriba. Se le veía erizado y fuera de sí. —¡Déjalo ya, Capitán! –ordenó don Gaspar. Los niños se agruparon en las puertas y los perros del vecindario empezaron a ladrar de lejos. —¡Déjalo ya, déjalo ya, Capitán! –insistía el viejo. Cada vez más colérico, Capitán se negaba a cumplir la orden, cuando un hombrecito amarillo y flaco salió de su casa corriendo. —¡Hay que matar a ese condenao! –gritaba muy resuelto–. ¡Hay que matarlo, porque ya no se puede con él! —¡Vino a morderme sin que yo le hiciera na! –se quejó don Gaspar. El hombrecito dijo algo más, entró de nuevo en su bohío y salió armado de machete, todo en menos de un minuto. —¡Condenao, te llegó tu hora! –vociferaba. Una mujer gritó que no hiciera tal cosa, pero el hombrecito no la oyó y descargó su machete dos veces sobre el animal. La brillante sangre de Tiburón salió a chorros, esparciéndose por la calle. Capitán no quería soltar aún. —¡Capitán, ven, Capitán! –ordenó don Gaspar. Entonces Capitán, con los dientes descubiertos todavía, reculó con los ojos fijos en su enemigo, que se debatía en el polvo. —No te hizo na, perro mío; no te hizo ni un aruñazo –decía el viejo al tiempo que acariciaba con sus huesudas manos el espinazo del animal. Pero sí le había hecho. En el calor de la pelea el propio Capitán no se había dado cuenta de ello; sin embargo, es el caso que en una pierna, hacia la parte de adentro, Tiburón le había clavado los colmillos. Cierto que era una herida apenas visible, sin importancia alguna, sobre todo si se tenía en cuenta la ferocidad de Tiburón. La gente no quería creer que Capitán había salido casi ileso. —Era una fiera –explicó el hombrecillo–. Había que matarlo. ¿No se acuerdan de lo del otro día? “Lo del otro día” fue un crimen de Tiburón, ocurrido dos semanas atrás. Tiburón salía de la casa y por la calle iba al trote un sato blanco que apenas alzaba un pie del suelo, flaco, jadeante, que debía ir cansado porque llevaba la lengua afuera. Cualquier perro lo hubiera dejado en paz, pero Tiburón era abusador y al verlo se lanzó sobre él, rugiendo de ira y sin razón para sentirla. El pobre sato aulló de miedo. Tiburón le clavó los colmillos en el pescuezo y lo sacudió en el aire, enloquecido por su instinto criminal. El perrito quiso defenderse y mordió a Tiburón en una oreja. Todos vieron esa mordida y todos vieron cómo eso le pareció a Tiburón la peor de las afrentas. En un instante echó el sato a tierra y allí lo destrozó a dentelladas y desgarraduras. El animalito se alejó aullando de dolor. 562
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—Bien muerto ta, sí señor –aseguró una mujer contemplando los restos de Tiburón. Don Gaspar siguió hacia el río mientras los muchachos y algunas personas mayores seguían haciendo comentarios. Capitán se refrescó con el agua y parecía no tener memoria de lo que había pasado poco antes. Amaneció un domingo radioso sobre el barrio. Inés se asomó por la cerca, bastante temprano, y estuvo hablando con don Gaspar sobre el incidente del día anterior. —Por lo que vi, si Tato no mata a su perro lo hubiera matao Capitán –dijo. Los dos viejos volvieron los ojos hacia el animal. Echado en su rincón, bajo dos yaguas viejas, Capitán parecía atender lo que se hablaba. Con el pescuezo y la cabeza pegados a la tierra, miraba fijamente a los dos viejos. —Jum… Capitán usa poco juego –comentó don Gaspar. —Por eso me extrañó el lloro de anoche –explicó Inés. Al oír referencias a aquello, Capitán cerró los ojos; pero los abrió a seguidas para ver cómo iba don Gaspar. Estaba parado, agarrado al alambre, y se veía flaco, con los pómulos muy pronunciados, la piel quemada, las manos huesudas. “No parece enfermo”, se dijo seriamente el perro, al tiempo que acomodaba la cabeza entre las piernas para dormitar. Otra vez, de golpe, levantó el hocico. “No parece enfermo, pero Ella vino a buscarlo”. —Tal vé taba llorando la muerte de Tiburón –explicó don Gaspar. —Yo no sé qué lloraba, pero lo que sí le digo es que algo vido. Los perros asuntan cosas que los cristianos ni an se imaginan, compadre –aseguró muy serio Inés; y después se puso a contar una historia de un perro que tenía cierto amigo suyo. Cuando acabó, invitó: —Fíjese si esta noche llora. Yo por mi parte taré atento. Diciendo “adiós” se fue Inés a través del patio de su bohío, y el sol comenzó a correr arriba. Llegó la tarde, cayó la noche y Capitán no aulló; pero tampoco aulló el lunes, ni el martes, ni en toda la semana. —¿Ve, compadre, que lo que lloraba era la muerte de Tiburón? –afirmaba riendo don Gaspar. —Pa mí era eso –comentaba Inés, mientras miraba con seriedad al perro y fumaba su cachimbo a grandes bocanadas. Los viejos parecían muy contentos de que las cosas resultaran así, pero Capitán no compartía su optimismo. “Ella vino; yo la vi venir”, se decía a menudo. Ella había ido, y todo perro sabe que Ella jamás visita un hogar en vano. Capitán estaba seguro de que una de esas noches la vería entrar de nuevo. Pero todavía pasó una semana más, y aun otra y algunos días, hasta llegar a la tarde del miércoles 22. Capitán se había levantado ese día ligeramente triste y después estuvo inquieto. Sentía necesidad de arañar las viejas yaguas, de moverse, de levantarse y acostarse. Algo le molestaba. La parecía que hacía más calor que de ordinario, sobre todo dentro de su cuerpo, y acezaba largamente, con su roja lengua caída por entre los dientes. En la pata derecha, hacia la parte de adentro, algo le producía escozor, y se lamía y mordía el sitio, justamente el lugar donde aquel sábado día 4 había clavado sus colmillos Tiburón. Los olores que le traía el aire eran secos e irritantes. Ya en la tarde, mientras olfateaba pedazos de madera, vio a don Gaspar cruzar el patio. Fue en ese momento cuando sucedió aquello. Tal vez porque no veía bien, el viejo no se dio cuenta de que iba a pisar un aro de barrica; lo pisó y el aro saltó, pegó en las piernas del viejo y éste perdió el equilibrio. Capitán lo vio caer de bruces y vio cómo su mano izquierda dio contra un casco de botella. En el acto saltó la sangre, y Capitán, asustado, comenzó a ladrar. 563
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—¡Juau, juau, juau! –exclamaba. Pero el viejo don Gaspar no hizo mayor caso al incidente y ni siquiera notó la herida en el acto. Se puso de pie, siguió caminando, y el perro siguió observándole y ladrando. Al notar que le salía sangre de la mano, don Gaspar sólo comentó: —Qué cosa, una herida. —¡Juau, juau! –insistía el perro. —Eso no es na, Capitán –aseguró el viejo; y cuando llegó a su lado extendió la mano, la puso bajo el hocico de Capitán y dejó que éste lamiera. —Pa que se pierda mi sangre, mejor te la comes tú –decía el viejo sonriendo. Capitán lamió, agradecido de ese gesto de confianza, pero a poco se sintió molesto, sin que supiera debido a qué, y se echó en un rincón, mirando a su amo con gravedad. Al rato el viejo se fue, y nada más pasó ese día. Al día siguiente sí pasó algo. Serían las nueve de la mañana cuando unas moscas transparentes empezaron a volar ante los ojos del perro. Capitán estuvo observándolas un momento; de súbito sintió una ira loca y se lanzó sobre ellas, pero las moscas desaparecieron sin que él las viera irse a parte alguna. Capitán quedó sorprendido y caviloso. Haciendo un esfuerzo, se mantuvo inmóvil y en acecho, porque las moscas debían volver; pero entonces sucedió algo increíble: Tiburón estaba allí, frente a él, erizado y mostrándole los dientes. Es difícil de explicar lo que sintió Capitán. Un fuego de llama ardió de golpe en sus venas. Jamás había tenido tanta ira. Se lanzó en un brinco sobre aquel odiado enemigo y cerró su boca en el pescuezo de Tiburón, pero los colmillos golpearon en el vacío. Allí donde segundos antes estaba su enemigo, no había nada más que aire. Capitán ladró, lleno de cólera, y notó que su voz no era igual a la de antes; y entonces, sin saber por qué, lloró con un corto, pero escalofriante aullido muy agudo. De súbito, aterrorizado, Capitán perdió la cabeza, y a seguidas volvió a sentir ira. Le acometió una violenta necesidad de correr, y aunque trató de hacerlo no podía porque la soga no lo dejaba libre. En menos de un minuto se sintió cansado y comenzó a castigarle un súbito deseo de tomar agua, mucha agua. Media hora después toda la voluntad de Capitán estaba fija en una sola cosa: entrar en el bohío de don Gaspar y meter la cabeza en la pequeña tinaja del viejo hasta dejarla vacía. Toda su ambición era beber, calmar con agua el fuego que tenía en la garganta. Después de haber tirado de la soga hasta rendirse, sólo tenía ojos para ver la puerta por la que acaso saliera don Gaspar a llevarle agua. Pero don Gaspar no salía y Capitán, que necesitaba calmar ese ardor, empezó a comer yagua. Cerca había una tusa de maíz. Pensó que su cuerpo áspero le rascaría la garganta, y se la comió; después encontró un pedazo de madera podrida y se lo engulló en el acto. A esa hora se levantaba una tenue brisa y Capitán pensó que si la brisa le llevaba un papel que había en medio del patio, o siquiera hojas secas, el papel y las hojas le ayudarían a calmarle aquel ardor. Como si hubiera decidido complacerle, la brisa metió bajo el papel sus impalpables dedos, lo alzó, lo meció, lo arrastró. Con la lengua seca y colgante, los ojos hundidos adornados por un brillo metálico, lleno de avidez, Capitán esperó. Cada movimiento del papel le hería los nervios. Lentamente, rasando el suelo, el papel se acercó, y de pronto la mano invisible de la brisa lo sacudió alejándolo. Capitán sintió ira. Otra vez vio al condenado papel acercarse y otra vez se alejó en un esguince burlón. Capitán se levantó y anduvo tanto como se lo permitía la soga. Notó que no le era fácil caminar. Se hallaba liviano y tenía la 564
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sensación de andar por el aire; además, su paso era vacilante. Quiso batir el rabo, sin causa que lo justificara, y de golpe sintió en el tronco de la cola un dolor agudo, y algo indefinible, parecido a una fuerte sacudida, le recorrió todo el espinazo hasta la misma cabeza. Cayó sentado y empezó a acezar. Inesperadamente le ardió de nuevo la pata en el sitio donde lo había mordido Tiburón. Lo que sentía allí era una brasa encendida. Desesperado, empezó a morderse y a lamerse; y a poco sintió que ya no podía abrir la boca y que unos puntos de fuego le herían el anca derecha, haciéndola temblar y endureciéndosela al mismo tiempo. ¿Qué diablos le estaba pasando? ¿Y don Gaspar, y el viejo Inés; dónde estaban? Los tonos pardos de los bohíos empezaban a confundirse con los del cielo. Y en ese momento volvió a suceder aquello: En medio de las sombras nacientes, temblando, traslúcido, con las formas oscilantes, surgió Tiburón; miraba con sus odiosos ojos pesados y caminaba lentamente hacia Capitán. —¡Ah, maldito, ahora verás! –dijo éste. Pero al ir a saltar, gruñendo de ira, notó con asombro que Tiburón se deshacía en el oscuro aire. Ahogándose de cólera y asombrado a la vez, Capitán cayó sentado. A seguidas notó que apenas podía respirar. Se asfixiaba, ¡se asfixiaba! ¡Oh, si en ese momento hubiera salido don Gaspar! La presencia de su amo le hubiera ayudado a vencer esa obstinada pesadez del aire que lo ahogaba. Doblado como un arco, Capitán quiso respirar por la boca; pero su lengua ardía, ardía su paladar, y el solo contacto del aire le hacía sufrir y le daba cólera. Con los ojos agrandados por el desconcierto y no queriendo rendirse, el perro se esforzaba en usar la última gota de oxígeno que tuviera en el fondo de los pulmones. El vientre se le movía a saltos, como una vejiga que se infla y se desinfla rítmicamente. Pasado un rato comprendió que cada vez perdía más movilidad en la boca, que apenas podía sentir ya otra cosa que un progresivo endurecimiento en la quijada. Cayó la noche del todo. Por alguna causa baladí, los perros del vecindario empezaron a ladrar alborotando el barrio. Capitán quiso sentarse, pero no pudo; y entonces sintió miedo, un miedo único, que enfrió su sangre; un miedo que no había sentido ni siquiera cuando Ella estuvo mirándole. En ese momento –pequeño instante de lucidez– Capitán quiso ver hacia el callejón y vio la sombra. En el acto la reconoció. Un calor cosquilleante le recorrió la piel; sus rojizos pelos se pararon; el espinazo se le alzó como un arco. ¡Allá estaba Ella misma, riendo con sus largos dientes descarnados! —¿No te lo avisé? –dijo con una voz llena de sarcasmo, una voz que nadie podía escuchar, porque excepto los perros, nadie la oye. —¡Maldita! –rugió Capitán–. ¡Vienes a buscarlo, yo lo sé; vienes a buscarlo maldita! Entonces Ella lanzó una carcajada larga y seca que enloqueció de pavor a Capitán; la lanzó y salió corriendo, con su transparente manto gris batido por el aire, con sus huesos pelados y blancos, con los brazos y las costillas sonando lúgubremente. Capitán hubiera querido gritarle a don Gaspar que Ella iba a meterse en el bohío, pero no podía. Durante un segundo, al tremendo miedo siguió la ira, una ira que le hizo ver fuego en torno suyo. Quiso ladrar, pero de su garganta no salió sino un ronquido seco. Loco, frenético, saltó; rascó el aire con las patas, se sacudió, fuera de sí; y entonces, de golpe, cayó al suelo, como fulminado por un rayo. Todavía pataleó algo, pero comprendió que todo esfuerzo era inútil porque el frío de la muerte endurecía ya sus músculos. Expandió el pecho una vez más, sólo una vez más; y todo desapareció súbitamente. 565
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Don Gaspar estaba en su catre, mirando hacia las yaguas del techo que dejaban caer trizas negras. No sospechó nada. La puerta del patio se abrió y tornó a cerrarse. El viejo sintió que por allí se había colado un frío diferente a todos los fríos. Pero él era hombre y no podía ver que Ella había llegado ni pudo oír el ruido de sus huesos secos cuando Ella tomó asiento en un pequeño banco de madera que estaba a los pies del catre. No pudo darse cuenta porque sólo los perros tienen ojos para verla y oídos para oírla. Claro que don Gaspar llegaría a saberlo, pero sería al día siguiente, cuando el viejo Inés entró como a las nueve de la mañana para decir, con acento de preocupación: —¿No ve? ¿No le dije que algo raro le pasaba a su perro? Tiburón tenía la rabia. Aquel perrito blanco que Tiburón maltrató era de mi comadre Luisa, y ella me dijo que murió con la peste. Don Gaspar alzó los ojos y miró fijamente a Inés. —Usté ta equivocao –dijo; y la voz le temblaba. —Capitán no ladró anoche, compadre; vamo a verlo –respondió Inés. Inés corría, pero don Gaspar iba cruzando el patio despacio, y cada vez que avanzaba un paso sentía un frío de hielo ascendiendo por su sangre. —¿Ta muerto, muerto de la rabia! –gritó Inés, con ojos despavoridos. —¡No! –gimió don Gaspar, con voz ronca, el pescuezo rígido, el cuerpo endurecido. —¿Pero qué le pasa, amigo? –preguntó asustado Inés. Entonces vio la mano herida que le enseñaba Gaspar; la vio y comprendió. —¡Me lambió la cortá ayer! –gritó don Gaspar; y se veía tieso, como un muñeco de madera plantado en el patio. Lleno de terror, aullando de miedo, Inés huía por el callejón y a lo lejos se oía su voz: —¡Don Gaspar tiene la rabia; don Gaspar tiene la rabia! Desde la puerta del bohío, Ella había visto toda la escena con sus ojos vacíos; después entró, se sentó de nuevo al pie del catre y no se movió más de allí hasta dos meses después, cuando sacaron al viejo en un tosco ataúd. Pero Capitán no supo que Ella había alcanzado su propósito, porque ya él estaba bien podrido, una vara bajo tierra, en la misma esquina del patio donde había vivido amarrado más de cuatro años.
Lo últimos monstruos Del gran cataclismo escaparon sólo tres hombres, dos mujeres y cinco niños. Todos eran desconocidos entre sí. Subieron angustiados las laderas de las montañas mientras masas de tierra y de piedras, con árboles y seres vivos, caían formando un estrépito infernal. En la inmensa hoya donde caían esos pedazos del mundo, entraba en olas negras el mar; entraba rugiendo, hirviendo, batiéndose con furia salvaje contra las masas de tierra que caían. Locos de pavor, los fugitivos huían agarrándose a las raíces. A sus pies se deshacía el suelo. Caminaron en la oscuridad, sin descanso, sin tregua. Uno de los niños, cayó en un derrisco. Debió deshacerse allá abajo, demasiado hondo porque ni siquiera se oyó el golpe. No importaba. Uno de los hombres volvió la cara, y nada más. El mundo se mantenía en tinieblas. Estallaban ruidos subterráneos. Los fugitivos se miraban y hacían muecas con los rostros. De rato en rato, alguno emitía un grito torpe y señalaba hacia el centro de la tierra. Al cabo de un tiempo interminable empezaron a dejar 566
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de oírse los ruidos y los nueve supervivientes se hallaron en una cordillera helada. Cerca de ellos se movían luces extrañas. Una de las mujeres fue a ver de qué se trataba y al apartarse del grupo la oyeron gritar salvajemente. El más viejo de los hombres salió hacia el lugar del grito. Se supo que luchaba porque se oía un estertor. Agobiados de cansancio, los demás se habían echado en el suelo. Al cabo de rato el hombre volvió arrastrándose y llevaba con él una bestia grande, peluda, jamás vista por los que formaban el grupo. Con sus ojos hechos a la oscuridad vieron que el hombre sangraba y perdía fuerzas; después agonizó trabajosamente, pero nadie le hizo caso porque los restantes se lanzaron sobre la bestia. Uno de los hombres sacó una piedra afilada que llevaba en una tira de cuero amarrada a la cintura, y con ella empezó a cortar la piel. Los demás chillaron en señal de que entendían: hacía frío y era necesario algo con que cubrirse, y nada mejor que esa piel; después todos se abalanzaron sobre la carne y cada uno arrancó un pedazo con uñas y dientes. Durmieron allí, y ya eran sólo siete; dos hombres, una mujer y cuatro niños. Al cabo de un tiempo empezó a esparcirse por el sitio una luz vaga, incolora y fantasmal. A esa claridad recortada contra el cielo, podían verse mejor las figuras. Los hombres eran bajitos, anchos, de espaldas grandes, de frentes cortas, ojillos inquietos, quijadas sobresalientes y pelo duro y abundante; sus narices eran dos hoyos en mitad de la cara y sus bocas hendiduras por las que se veían dientes grandes y blancos. No hablaban, sino que emitían gruñidos, rugidos y algunos sonidos guturales. Tenían las piernas torcidas, los brazos largos y las manos enormes; caminaban balanceándose y sólo llevaban cinturones de cuero en las cinturas. El que parecía de más edad despertó a la hembra clavándole las uñas en el cuello. La hembra tenía el pelo largo, pero no se le veían vellos en la cara. Apenas había espacio entre su pelo y sus cejas y también tenía la boca grande; sus ojos eran de expresión torpe. Señalando las laderas de las montañas, el hombre pareció indicar que era forzoso seguir. La hembra se levantó y sacudió a los pequeños. Anduvieron bajo aquella luz fantasmal y debieron caminar una distancia muy larga porque llegaron a un lugar donde había un sitio pelado, granítico, que en nada se parecía a la montaña y que debía ser ya la llanura. Allí rugieron los dos hombres y mientras la hembra y los pequeños se sentaban se fueron ellos a unos pilares de roca y arrancaron dos pedazos; después se pusieron a batirlos con piedras más pequeñas. Estaban haciendo dos mazas para tener con qué hacerles frente a los enemigos que les salieran en el camino. En toda la tierra, llena de montañas peladas, de selvas abrumadoras, de volcanes, torrentes y grandes pantanos hirvientes, no había ya más seres humanos que ésos. Habían vivido hacia abajo, donde el clima benigno y la extinción de las fieras les había permitido salir de las cuevas, fabricar habitaciones en los cerros, usar el fuego, hacer armas y útiles de trabajo y empezar a organizarse en grupos. Pero de súbito se sacudió el eje del globo y se hundió una extensión enorme y las cordilleras se derrumbaron y entró el mar. Hombres, fieras, árboles, piedras: todo cayo abajo, bien abajo, mientras del fondo de aquel hoyo gigantesco se elevaba un humo denso y salían ruidos aterradores. Sólo pudieron salvarse aquellos que escalaron a tiempo las montañas, y de ellos nada más quedaban, al cabo de largo andar, esos dos machos, la hembra y los cuatro niños. Los hombres terminaron sus mazas y las dejaron llenas de asperezas para que fueran más útiles. Uno de ellos labró también hachas pequeñas para armarlas cuando encontraran árboles. Después de terminar el trabajo se durmieron y al despertar indicaron a gruñidos que era tiempo de seguir. 567
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Después de mucho andar llegaron a la zona de los bosques. Árboles altísimos, helechos de grandes ramas por las que andaban lagartos extraños, lianas de hojas gigantes, flores de olores penetrantes, ríos torrentosos; todo eso vieron, asombrados, a la confusa luz. Estaban en medio de selvas nutridas para cruzar las cuales debían ir los dos hombres haciendo camino con las mazas. Con el pelo sobre los ojos, ellos, las hembras y los pequeños acechaban por todos lados la selva, temerosos de que surgiera a su lado algún animal desconocido que pudiera atacarlos. Comían reptiles y hojas. Durmieron varias veces en aquella marcha, y al fin llegaron a un sitio que parecía reunir condiciones para establecerse. Buscando sin cesar, los hombres hallaron una cueva amplia que estaba en la falda de una colina. Al tomar el flanco del cerro surgió de pronto a su vista un pantano enorme, de aguas fangosas que hervían continuamente. Allí, en la orilla, se detuvieron. Uno de los hombres, el más viejo, metió la mano en aquel fango cálido, y de pronto asomó a su lado la cabeza de un animal que ellos nunca habían visto. El animal abrió la boca, y cuando el hombre quiso huir lanzó un coletazo que destrozó el cuerpo del intruso. Aterrorizados, los demás huyeron; iban huyendo cuando sintieron un chapoteo a sus espaldas, y cuando el último de los hombres volvió la cara alcanzó a ver que el animal atrapaba a uno de los niños. Se oyó un grito agudo y angustioso, y el chapoteo de nuevo. Al llegar a la entrada de la puerta el macho empujo a la mujer y a los niños y cayó de bruces, falto de aire. Tardó en levantarse, y cuando lo hizo se asomó con cautela a la hendidura, bajó con movimientos cuidadosos, aplicó sus fuerzas a una gran piedra y fue empujándola hacia arriba hasta que tapó con ella la boca de la cueva. Temblando de miedo, los niños yacían amontonados en el fondo y la mujer golpeaba dos pedernales para hacer fuego. Al hacerse la llama, la mujer miró al macho, y éste tenía la mirada brillante bajo los pelos que le caían de la cabeza y hasta los dientes le refulgían. Ella esperó el asalto, pero cuando él iba a acercársele sonó afuera un bramido largo y potente que hizo temblar la piedra que el hombre acababa de colocar en la boca de la cueva. El macho giró violentamente y empujando la piedra quiso ver qué sucedía. Lo que vio debió ser grandioso porque se arrastró hasta la mujer, la tomó con fuerza de un brazo y la llevó a la boca de la cueva. Del fondo del pantano había salido un monstruo cuya cabeza aplastada llegaba a lo más alto de los árboles más altos. La luz se había vuelto amarillenta y a esa luz brillaban los ojos de la bestia, grandes y siniestros. Tenía el pescuezo cubierto con escamas que despedían reflejos, batió la cola y el hombre y la mujer vieron caer docenas de árboles que se derrumbaban como si los hubiera tronchado una fuerza descomunal. Se hizo un claro en el bosque e infinidad de aves extrañas escaparon graznando. El monstruo volvió la cabeza a todos lados, como oliendo, y lanzó de nuevo su bramido, un bramido tan potente que sacudió los cogollos de los árboles y removió la piedra de la boca de la cueva. El hombre y la mujer se miraron entre sí y gruñeron de miedo. El macho clavó sus uñas en el brazo de la mujer y apretó los dientes. Estaba de rodillas, con una mano en la maza; sentía terror, pero estaba listo a lo que sobreviniera. Tal vez aquella bestia gigantesca andaba persiguiéndoles, y si se acercaba a la cueva, él lucharía, aunque no sabía cómo habría de hacerlo. Pero de pronto se oyó un chillido, tan hondo y tan escalofriante como el bramido de la bestia, y a seguidas golpes secos, como de árboles o de piedras que chocaban. La mujer volvió a mirar al macho y éste le apretó más el brazo. Súbitamente, la gran fiera que había salido del pantano sacudió el pescuezo y se echó hacia atrás, y a seguidas la pareja humana vio aparecer un pico de tamaño increíble que despedía brillo al toque de la luz. El pico se 568
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abrió y se cerró, produciendo el mismo ruido que acababan de oír, y de él salió de nuevo aquel chillido; tras el pico se vio un cuerpo que tenía de ave y de reptil, un cuerpo que se arrastraba por entre los árboles caídos y tenía dos alas cortas y duras. Los dos monstruos quedaron cerca, el uno frente al otro, ambos meciendo las cabezas. Millares de pájaros revoloteaban y graznaban alrededor de ellos. Del pantano empezó a elevarse un humo fétido y se oía bullir el hirviente lodo. A la espalda del hombre y de la mujer se sentía el ronquido de los pequeños que dormían; el fuego iba apagándose y el corazón de la mujer golpeaba bajo su seno. De súbito la bestia que había aparecido en último lugar, la enorme bestia de pico, se alzó sobre su cola, batió las alas y se lanzó sobre la otra. Esta la eludió con un esguince del cuello, pero debió recibir algún daño porque su bramido, más hondo y más espeluznante, tuvo un tono doloroso. A seguidas levantó la cola y hendió el aire. Se veía la sombra agitarse. Así empezó la descomunal batalla. Mordiéndose, arrastrándose, chillando y bramando, cambiando golpes que retumbaban en la cueva, los dos monstruos luchaban. Al golpe de las colas, los árboles caían tronchados y sus chasquidos sonaban dolientes. La luz se fue haciendo más clara y ya era un resplandor amarillento que se colaba a través de nubes pesadas y oscuras. Los combatientes llegaron al pie del cerro. Estimulado por su instinto de pelea, el hombre empujaba la piedra que tapaba la boca de la cueva porque así podía ver mejor, y a través de los árboles que caían trataba de mirar hacia abajo. Más y más asombrado cada vez, contemplaba cómo se prolongaba la fantástica lucha y a los penetrantes chillidos de la bestia alada oía responder los bramidos llenos de ira de la otra. El tiempo empezó a hacerse largo. Mordiéndose, pegándose coletazos, desgarrándose con las patas, alzándose hasta el mismo cielo con los pescuezos envueltos entre sí, los dos monstruos rodaban y se levantaban, moliendo la tierra y los troncos por donde pasaban. La mujer estaba cansada, fría, agotada, y gemía. Con su maza en la mano, el hombre trató de salir a gatas porque el humo que salía del pantano no le permitía ver, y él quería ver. Aquella gran batalla parecía no terminar jamás. Tan pronto se oía caer y rebotar hacia la orilla del pantano como volver al pie del cerro. La brisa que rompía ramas en el bosque y las aves que graznaban formaban el fondo de la lucha. El hombre salió y la mujer le vio descender con cautela, pero a poco volvió, sin duda porque las bestias se acercaban; entró con los ojillos inquietos, como de animal perseguido. Ya apenas quedaban brasas encendidas. El hombre y la mujer estuvieron así tanto tiempo que parecían acostumbrados ya a aquel estrépito que conmovía el lugar. Se hallaban cansados, hostigados, con los cuerpos doloridos de tanta tensión. En eso se oyó un chillido que fue como una larga queja, un chillido que fue debilitándose poco a poco y haciéndose poco a poco lejano; y conmovía oírlo porque era como un canto fúnebre, una bestial elegía fúnebre. Después, el monstruo que había salido del agua lanzó un bramido apagado y doloroso como el chillido, alzó el pescuezo, meció la cabeza en la altura y la dejó caer. El golpe se oyó retumbando entre los árboles. El hombre se pegó a la tierra y puso toda su atención en escuchar. Estaba nervioso, con los ojos fijos, los pelos revueltos. Alguna vez se oía un movimiento que daba idea de un estertor mortal. Los graznidos de las aves iban apagándose y a ratos sonaba el chasquido de un árbol. Al cabo de larga espera empezó a dejarse ver de nuevo la luz amarillenta y después fue haciéndose gris y blancuzca hasta que se hizo una claridad que recordaba la de las tierras hundidas. La calma parecía haber renacido con esa luz. El hombre y la mujer siguieron 569
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esperando sin moverse, y esperaron tanto que los niños despertaron y gruñeron, acaso de hambre. Entonces el macho empujó la piedra, tomó la maza y salió. Abajo estaba el bosque deshecho. Dos montones de carne, informes y gigantescos, se veían junto al pantano. Eran tan grandes que hubiera dado trabajo subir a ellos. El hombre fue acercándose con cautela. Las bestias no se movían. Entrelazados y revueltos con las lianas, los árboles caídos tenían las hojas batidas por la brisa. El hombre anduvo a gatas, sin soltar la maza, y se acercó tanto a los monstruos que podía ver los enormes desgarrones que se habían hecho en la pelea. El hombre tomó una piedra y la tiró. La piedra cayó sobre una de las bestias y ésta no se movió. El hombre se arrastró más. Poco a poco fue levantando la mano, hasta tocar las escamas de uno de los animales. Estaba frío y muerto. ¡Muerto! El hombre no dudó más; se puso de pie y corrió. Saltando sobre los árboles caídos, fue dando la vuelta alrededor de aquellas masas de carne y a medida que comprobaba que ya no vivían su cara se iluminaba con una alegría salvaje, daba gruñidos, saltaba y manoteaba y pegaba con la maza en los cuerpos muertos. Al fin se cansó y decidió irse; pero de súbito se volvió, sacó la piedra afilada que llevaba al cinto y empezó a cortar aquella carne blanca, repelente. Cortó un pedazo enorme y con él a la espalda comenzó a subir por el cerro mientras la luz iba haciéndose más fuerte. Quiso trepar el cerro corriendo, tanta era su alegría, y llegó a la boca de la cueva cansado. Entonces dejó caer la carne, entró dando gritos y tiró de la mujer, casi arrastrándola, clavando en su brazo las fuertes uñas. Desde la boca de la cueva señaló hacia abajo y emitió unos sonidos guturales que sonaban alegres. La hembra miró y saltó también, pegando con una mano sobre la otra. A seguidas el macho cogió a la hembra por la cintura y la apretó hasta hacer crujir sus huesos; y entonces, mientras la luz esplendía y llenaba todo aquel extraño paisaje, él, con un brazo extendido hacia los monstruos, gritó con un grito bárbaro y jubiloso que flotó largamente en el aire. Traducido al lenguaje que usamos hoy, aquel grito quería decir: “Han muerto los últimos monstruos que nos amenazaban; se han acabado luchando entre sí. Ahora nos queda la eternidad por delante para poblar el globo con nuestra descendencia e iniciar una gran época en la que los hombres sean felices”. Después de esto, el hombre bajó a buscar piedras para fabricar con ellas una vivienda que estuviera a la luz, porque ya no era necesario seguir escondiéndose en cuevas.
La muerte no se equivoca dos veces
Al ingeniero le molestó el tono que usaba el cabo para interrogarle, pues aunque dijera cosas que el cabo no podía comprender –y que el propio ingeniero no podía explicar–, mal que bien él era persona conocida en la zona, y más conocidos todavía eran Manuel Sierra y Angel Pascual, que daban fe de su conducta. Las miradas cortantes, las preguntas capciosas, los gestos altaneros y las rápidas sonrisitas del cabo iban llenándole de cólera; y esa cólera llegó al colmo cuando comprendió que el cabo estaba tratando de conjeturar –aunque no lo dijera– la existencia de algún plan criminal entre él y Pantaleón González. ¡Señor, pero si Pantaleón González era un alma de Dios, y no había en toda la región quien lo dudara! Vivía junto a la boca del río, del lado oeste, en una choza destartalada que ese año había construido con ramas de palma; y si el ingeniero lo ponía por testigo de sus asertos era porque sólo él estaba en la playa el desventurado amanecer en que se presentó aquel hombre a contar su caso y a pedir ayuda. 570
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El ingeniero había pasado la noche anterior en Hershey, velando a la hija de Manuel Sierra. Todos los que estaban allí esperaban lo peor, y como sucediera que a eso de las dos de la mañana el tiempo comenzara a ponerse bastante pesado, se habló de que sin duda iba a presentarse un Norte de los que a menudo soliviantan el mar de la isla y lo lanzan sobre las escarpas y las playas con ímpetu salvaje. Tales vientos son frecuentes desde octubre hasta febrero, y a veces desde septiembre hasta marzo. Ahora bien, es precisamente entonces, cuando la playa se queda sola y ni una sombra humana transita por ella, cuando al ingeniero le gusta el lugar. El sitio se llama Jibacoa; estará a cinco, tal vez a seis kilómetros de Santa Cruz del Norte, por la línea de la costa, y tal vez a doce del Central Hershey. En Santa Cruz vive su amigo Angel Pascual y en Hershey, Manuel Sierra. Excepto la pequeña rada de Santa Cruz, por allí no hay abrigo para barcos pesqueros. El río que desemboca al costado izquierdo de la misma playa de Jibacoa tiene la boca ciega, debido a que el mar acumula allí arena. Por todas esas razones pensó que si se presentaba un nortazo su pequeño barco iba a correr peligro en Jibacoa; así pues decidió irse y llevarlo hasta la rada de Santa Cruz para amarrarlo en el muellecito que tiene allí Angel Pascual. A esa hora no había ni en casa de Manuel Sierra ni en todo el central nadie que pudiera llevarle en automóvil; de manera que resolvió irse a pie. La hija de Manuel estaba de muerte. Podía vivir algunas horas más, pero era difícil que pasara del mediodía siguiente. Eso estaba a la vista. Un pesado silencio gravitaba sobre los amigos que se habían quedado a velar esa noche. Sentado junto a la cabecera de la muchacha, el padre tenía las manos caídas entre las piernas, estrujándoselas una con otra; se veía demacrado, casi verde, tumbada la cabeza, filosos los rasgos. Daba dolor verlo así, a él, hombre tan afectuoso y dicharachero. Tendida en la cama, la joven respiraba lentamente, todo el rostro socavado por la traslúcida palidez que en los enfermos graves anuncia la proximidad del final. Tendría dieciocho, tal vez diecinueve años, y poco antes había sido de una belleza impresionante, pues siendo rubia, de piel muy blanca, de ojos garzos, tenía la gracia y la dulzura de la mujer del país; una gracia que comunicaba cierto hechizo singular a cada movimiento suyo, ya al caminar, ya al saludar, ya al bailar, y una dulzura que iluminaba su rostro con resplandores de ternura cuando hablaba o cuando sonreía. Verdaderamente, causaba dolor pensar que tal muchacha iba a morir pronto. Para no hacer patente ese sentimiento, el ingeniero no quiso despedirse de nadie. Salió quedamente, poco a poco, y se fue hacia Jibacoa. Serían las dos y media cuando abandonó la casa de Manuel Sierra y casi las cuatro cuando los perros del poblado de Jibacoa comenzaron a ladrar en hilera, al eco de sus pasos. La fuerte brisa del norte iba engrosando, haciéndose más pastosa por momentos. Tuvo que apretar duro para no llegar tarde a la playa. La playa es un lugar indescriptible, y el ingeniero estaba seguro de que Dios ensayó varias veces, por otros rincones del mundo, antes de resolverse a crear algo tan sorprendente. Es un paisaje minúsculo y, sin embargo, de belleza total y perfecta. Desde más allá de Santa Cruz, que queda al oeste, corre junto a la orilla del mar una loma pétrea, y esa loma queda abruptamente cortada por el río. Ahí, a la orilla del río, comienza la playa, primero, en un tramo de acaso trescientos metros, de norte a sur, y después, inclinándose ligeramente hacia el norte de nuevo, en el largo de casi un kilómetro, se dirige de oeste a este. Ahora bien, el lecho del río debió ser en otros tiempos de casi medio kilómetro, pues pasada esa distancia, en dirección hacia el este, torna a levantarse, casi abruptamente también, la misma loma de piedras que con el auxilio de los siglos fue cortada por la 571
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vena de agua. Y desde el empinado firme que reempieza a la derecha del lugar se domina a la luz del amanecer o al sol de los atardeceres un panorama sin igual. Allá abajo, entre el paredón y el mar, la playa se estrecha, sombreada por uvas de caleta; al lado opuesto del río, hacia Santa Cruz, la erosión dejó en pie unos pedregones gigantes, llamados El Fraile. El río Ciego apenas corre, y brilla enrojecido, como un cristal fino al resplandor del crepúsculo, como brilla, agitándose, hasta perderse en el infinito, el vasto mar del Golfo. Ochenta o cien casas, totalmente deshabitadas por esos días, todas hermosas, fuertes, de piedras, ocupan aquí y allá los bordes de las rocas o las faldas del cerro. Efectivamente, el norte estaba ya allí. Sujeto a sólo una potala, el barquito empezaba a bailar desesperadamente, al escaso abrigo de la punta de piedra en que terminaba el arenazo que ciega el río. Ese desgraciado de Pantaleón estaba en la puerta de su choza, tan tranquilo, tejiendo una red, como hacía siempre, aunque apenas pudiera ver a la poca claridad de la hora. Tuvo que gritarle tres veces por lo menos para que levantara la cabeza; entonces entró en su choza, agachándose, pues así como era él de alto era ella de pequeña; y como lo conocía bien sabía que primero doblaría con especial cuidado la red, que después se arrodillaría frente a una piedra extraña, que él había encontrado tiempo atrás en Canasí, unos kilómetros al este de Jibacoa; que mascullaría sus rezos, según él calificaba el lenguaje de su invención con que antes de emprender cualquier tarea se dirigía a los espíritus que a su juicio lo protegían; y sabía sobre todo que Pantaleón podía salir de la choza, plantarse cuan alto era frente a la portezuela, mirarle de lejos con ojos de ídolo oriental, muy echada hacia atrás la frente, y mover los dos brazos como aspas, lo cual en su costumbre quería decir que no, que no saldría, que no podía complacerle porque sus espíritus protectores no lo autorizaban a hacer nada ese día. Si así sucedía el ingeniero tendría que gobernar el bote hasta Santa Cruz, porque nada ni nadie obtendría que Pantaleón diera un paso y ni siquiera que dijera una palabra. Aquel extraño tipo de loco, flaco, altísimo, con ojos iluminados bajo una enorme frente toda hueso, calvo hasta la coronilla y con largos pelos en las sienes y sobre el pescuezo, siempre medio desnudo y tan quemado por el sol que su color era el de un madero abandonado, no tenía más ley que la voluntad de esos espíritus, que por otra parte sólo él interpretaba mediante hechos que nunca explicaba. Así, esperó pacientemente. Valía la pena esperar, pues a pesar de su locura, Pantaleón era un marino completo. Él y el mar se entendían a las mil maravillas. La situación no resultaba agradable. El ingeniero, hombre ya de cincuenta años, sin familia alguna en el mundo, necesitaba salvar el barco. Si lo perdía, ¿cómo iba a reponerlo? Y sin él se le caía el cielo sobre la cabeza. No era hombre de mar y, sin embargo, no podía vivir sin él. Durante los meses de invierno buscaba acomodo en las playas hermosas y solitarias, como esa de Jibacoa; y durante el verano, cuando las playas se llenaban de gente, se iba a las cayerías, armado de escopeta, cordeles y anzuelos y con la sola compañía de Pantaleón, cuyas manías conocía al dedillo toda la gente de la costa, desde Cojímar hasta Varadero. En cada lugar Pantaleón ponía “casa aparte”, y a menudo tal “casa” era un antiguo bote deshecho por el maltrato de los años o simplemente un hoyo grande en la arena cubierto por ramas de uvas caleta. La piedra mágica, a la que Pantaleón dirigía sus ruegos y oraciones, ocupaba siempre un lugar privilegiado en su “vivienda”, y cuando viajaban la envolvía con sumo cuidado en restos de velas y la colocaba a proa, bajo la pequeña escotilla, “para que hubiera camino”, según su propia expresión. Ese sucio y tempestuoso amanecer, el ingeniero se imaginaba al loco de rodillas ante la piedra, preguntando si debía o no hacer caso a la 572
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llamada. Realmente era para angustiarse. Una hora más, tal vez menos, y sería difícil, si no casi imposible, sacar el barquito mar afuera. Pero Pantaleón salió y no hizo señal alguna. Con su largo andar de flamenco avanzó hacia la orilla y se metió en un pequeño bote. ¡Por fin! Dándole la espalda, Pantaleón comenzó a avanzar, con un solo remo que había fijado a popa. En eso, suaves pero rápidos, el ingeniero oyó tras sí los pasos. El drama comenzaba a producirse, y aunque él lo ignoraba presintió algo; por lo menos, tuvo miedo. No había persona alguna viviendo en la playa. ¿Quién, pues, caminaba hacia él con tal rapidez, a esa hora y en momentos tan impresionantes? Súbitamente se volvió. ¡Nadie a la vista! Durante un segundo se sintió como herido por un rayo, pero a seguidas pensó que el viento debía estar haciendo golpear entre sí dos ramas de algún uvero cercano. Con esa idea se hubiera quedado si no es porque al mover la cabeza hacia Pantaleón vio a éste parado en la popa del bote, inmóvil, gacha la cabeza y brillantes los ojos, toda su figura en actitud de quien va a lanzarse hacia un enemigo terriblemente odiado. La quilla del bote descansaba en la arena, del lado este ya; Pantalón debió, pues, haber saltado a la playa. Y no lo había hecho ni por lo visto pensaba hacerlo. Se mantenía tenso, no como un loco, sino como un perro de caza. De golpe, igual que si acabara de despertar de un mal sueño, el viejo pareció volver en sí y se estrujó la cara con la mano derecha. —Ahora sí estoy seguro del color de la muerte –dijo al tiempo que saltaba a la arena. —¿La muerte? –preguntó el ingeniero, más asustado cada vez, sintiendo que se le enfriaban las entrañas. —Rubia, rubia –dijo Pantaleón con la cabeza baja. Y al rato repitió y explicó–: Rubia como la hija de Manuel Sierra. Se parece a la hija de Manuel Sierra. Igualita a la hija de Manuel Sierra. Entonces el ingeniero se alivió. La gente afirma que algunas veces, en el momento de morir, muchas personas se desdoblan, hacen acto de presencia a larga distancia. Jamás había tenido él manifestaciones de eso. Pero tal vez sí; tal vez la hija de Manuel Sierra acababa de morir y había ido a despedirse de él; quizás los pasos eran suyos y él no pudo verla porque no tenía aptitudes; en cambio, la vio Pantaleón. Todo resultaba muy extraño y muy confuso, pero sólo admitiendo esas creencias podían explicarse las palabras de Pantaleón y el ruido de los pasos. Y en eso ¡los pasos volvieron a sonar en la arena! El ingeniero no se atrevió a moverse, tanto fue su terror, sobre todo porque en la mirada de Pantaleón, que parecía horadarlo, advirtió que alguien se acercaba a sus espaldas. Pantaleón avanzó, pero no sobre él, sino encaminándose más allá, dirigiéndose a alguna persona que debía venir hacia ellos. Cuando el loco hubo pasado a su lado, recuperando de golpe el dominio sobre sí, el ingeniero viró en redondo esperando hallar allí el fantasma de la hija de Manuel Sierra. Pero lo que vio no fue un fantasma, sino una persona de carne y hueso; un hombre raro, extranjero, sin duda, que sobresalía por entre los pequeños arbustos de uva caleta. El ingeniero se sentía todavía confundido y le hubiera sido muy difícil hablar; sin embargo, Pantaleón parecía no haber sentido nada, puesto que avanzó para encontrarse con el hombre y le dio los buenos días. El extranjero dijo algo que Pantaleón no entendió. El hombre hablaba en francés. Era pelirrojo, de ojos amarillos, de piel muy pálida y duros pelos rojos en el rostro; usaba pantalones cortos y al extremo de las desnudas piernas llevaba zapatos gruesos, altos, unos extraños zapatos sujetos encima por dos lengüetas con hebillas. Antes que nada, el ingeniero observó ese detalle pues sin duda esas piezas eran de soldado, tal 573
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vez de paracaidista, no para transitar en las arenas de una playa. El extranjero tenía una expresión sumamente triste y aunque no se le entendía no era difícil llegar a la conclusión de que pedía ayuda. ¿Qué le había pasado? Señalaba hacia las casas de la playa, como indicando que allá estaba sucediendo algo. Habiendo entrado para entonces en calma, el ingeniero se le acercó y le habló en inglés. Súbitamente el otro se volvió hacia él. —Oh –dijo. Y pausadamente, para que su interlocutor pudiera entenderlo, empezó a explicar su caso. Se expresaba en inglés con bastante corrección, si bien se veía que no era su lengua. He aquí, resumido, lo que dijo: Había llegado a Cuba tres días antes; le acompañaba su mujer. Ambos eran holandeses y se habían casado en Curazao. Habían volado a Cuba en viaje de novios. Querían un lugar solitario, tranquilo y hermoso, y le recomendaron Jibacoa. En el propio hotel de La Habana le consiguieron que alquilara, por un mes, una casa en la playa; y el dueño de la casa los había llevado allí. Llegaron tarde, acaso a eso de las nueve de la noche. El casero estuvo con ellos hasta las once, más o menos, ayudándoles a distribuir las ropas y a poner en el refrigerador lo que habían comprado para los primeros días. La noche era calurosa, razón por la cual no se acostaron inmediatamente, sino que salieron a dar un paseo en la oscuridad. Más tarde comenzó a soplar el viento; se le oía ulular entre las rendijas, engrosar y fortalecerse cuando buscaba paso entre dos casas. Eso asustó a la mujer, sin duda. No había podido dormir y a esa hora estaba enferma. Él no conocía a nadie. Había llamado en algunas puertas sin que le respondieran, y muy adolorido y preocupado había esperado la luz del amanecer, a cuyo amparo pudo ver de lejos el barquito que se movía en un extremo de la playa; y pensando que en ese barco hubiera gente, se encaminó hacia allá. Lo que pedía era ayuda. Su mujer, muy joven, estaba bastante enferma. ¿Podían ayudarle los señores? Claro que iban a ayudarle. El extranjero delante, el ingeniero siguiéndole y Pantaleón atrás, se encaminaron a la casa. Desde la puerta apreciaron la tragedia; y el holandés estuvo a punto de enloquecer. Pues la mujer se veía caída de lado, con la palidez de la muerte y una herida en la frente. Se había levantado sin duda angustiada por su mal, y cuando éste le atacó a matarla cayó sobre un enorme macetero de bronce en que había plantada una palmita de fantasía. Dos sillas estaban tiradas en el piso. Esas sillas y la herida en la frente eran la causa de la suspicacia con que el cabo interrogara al ingeniero. Pero había algo mucho más extraño que las sillas caídas y la herida, y desgraciadamente eso era lo que no podía él explicar al cabo: aquella muchacha holandesa tenía la figura de la hija de Manuel Sierra; tenía su color, su pelo, ¡y exactamente igual la cara! La confusión del ingeniero y de Pantaleón González fue tal que se quedaron sin poder hablar, mientras el extranjero corría sobre el cadáver, silencioso y pálido. ¿Cómo era posible que la hija de Manuel Sierra, que estaba de muerte horas antes en Hershey, se hallara allí, con un desconocido? Pantaleón miró al ingeniero con sus profundos ojos de loco, miró después al extranjero, que removía a la muerta y prorrumpía en exclamaciones, seguramente en holandés. —Vete pronto al pueblo, Pantaleón –ordenó el ingeniero– ¡y llama al cabo para que venga! ¡Telefonea al central y que venga también Manuel Sierra! ¡Dile que su hija está aquí muerta! ¿Qué podía hacerse mientras tanto? Pantaleón salió a toda prisa. El viento seguía ululando, y en lo que Pantaleón tardara en ir al poblado de Jibacoa y volver, el mar desharía el barco. No había, sin embargo, remedio. Pues aquel desconocido estaba allí, con el cadáver 574
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de la hija de su amigo, y él no debía moverse hasta tanto no llegara la autoridad y aclarara la situación. —Señor, no la toque –dijo en inglés al extraño–. Es muy delicado eso aquí. Hay que esperar que venga el cabo de la guardia rural. Absolutamente fuera de sí, el otro dijo que nada le importaba, que era su mujer y que se le había muerto; que él no podía explicarse aquello y que odiaba a Cuba y esa playa y todo lo demás. “Psicosis de guerra”, pensó el ingeniero. Y de pronto, en medio de barullo que tenía en la cabeza, sospechó que el holandés estaba loco. Quizás era un loco que había llevado allí el cadáver de la hija de Manuel Sierra. Ahora bien, ¿cómo lo había sustraído de la casa de su padre? Para calmarse encendió un cigarrillo y le brindó otro al holandés. Este tomó asiento. En completo silencio, los dos hombres esperaron. ¿Cuánto tiempo? Difícil de decir. Junto con el cabo, que llegó con aire insolente, llegaron algunos hombres más; y desde luego, Pantaleón. Pero Pantaleón dijo algo inexplicable: —No es la hija de Manuel Sierra, ingeniero. Hablé con él, con él mismo, por teléfono, y la muchacha tá allá, en su casa, mejorando mucho. —¿Pero cómo puede ser señor? –preguntó, a punto de perder la razón, el ingeniero–. ¿Usté no ve cabo, que ésta es la hija de Manuel Sierra? Dígame, ¿no es ella misma? El cabo estaba mirando hacia la muerta, y uno de los que llegó con él aseguró que sí, que era ella. Pero al cabo, como a toda la gente de armas, se le había enseñado durante muchos años a no perder el tiempo en disquisiciones; a actuar rápido y a desconfiar de todo el mundo. —Bueno, esto es muy confuso. Domingo va a quedarse aquí, cuidando mientras llegan el juez y el médico; y ustedes, el resto, se van conmigo al cuartel ahora mismo. —Pero Pantaleón no puede irse con nosotros, cabo –adujo el ingeniero–; el tiempo está poniéndose muy feo y si él no saca el barco ahora para llevarlo a Santa Cruz, voy a perderlo. El cabo volvió sus sagaces ojos hacia Pantaleón y se quedó estudiándolo. —No, señor –dijo–; Pantaleón también va al cuartel. Esto hay que aclararlo ya mismo. Iban camino del poblado cuando comenzó a llover. El ingeniero estaba seguro de que el mar le destrozaría su querido barco. Ese pensamiento, trabajando sin cesar por debajo de todas sus ideas y sensaciones, ayudaba a irritar al ingeniero y le hacía abultar ante sus ojos cualquier gesto del cabo, confiriéndole categoría especial de fines perversos contra él. Por eso el interrogatorio estaba poniéndolo fuera de sí. Y el interrogatorio continuaría hasta que no fueran de Santa Cruz el juez y el médico a levantar el cadáver. Mientras tanto, afuera llovía y Manuel Sierra no hacía acto de presencia. A eso de las once el ingeniero empezó a sentir frío; poco después estornudada. A la una, la cabeza estaba partiéndosele en dos de dolor. Y afuera seguía la lluvia, tremenda lluvia de los días de temporal, del seno de la cual surgían ráfagas de viento cada vez más fuertes. Poco a poco la fiebre empezó a subir desde el pecho del ingeniero, ganándole el rostro; y a tal extremo subió que cuando llegaron el médico, el juez y el secretario, él no se dio cuenta. El cabo le había ordenado echarse en una de las camas del cuartelillo, y allí deliraba a eso de las cinco, cuando entró Manuel Sierra. Pero tampoco se dio cuenta. Al fin, retornaron el médico y el juez y el secretario; dijeron que la muchacha había muerto de sincope cardíaco y se había herido al caer, pues al parecer al momento de morir se levantó y trató de ganar la puerta. Manuel explicó que su hija estaba en su casa, que la 575
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había dejado allí, y el cabo aseguró que iría a verla esa noche, pues quería cerciorarse de que en efecto vivía. Se buscó un automóvil para ir a recoger el cadáver y llevarlo a Santa Cruz; en ese automóvil se fue Pantaleón. Pero el ingeniero no se dio cuenta de nada. El médico le tomó el pulso, puso un termómetro en las axilas, dijo que se hallaba bastante mal probablemente de un ataque gripal, y le dejó al cabo un frasquito de sulfas para que le administraran dos pastillas cada cuatro horas. Por lo demás, los que actuaron en el caso y los que fueron espectadores cercanos se dispersaron murmurando acerca del extraño parecido entre la extranjera muerta y la hija de Manuel Sierra. La terrible noche cayó sobre el lugar; ululaba el viento, se desgranaba la lluvia, y Pantaleón González, metido en su covacha, alumbrado apenas por un viejo farol de marino, contemplaba en silencio su sagrada piedra, cuya superficie oscura brillaba a la pobre luz del farol. La contemplaba y a la vez pensaba y no pensaba. Pues en su anormal mente había dos ideas; la primera pasaba a veces a ser la segunda, la segunda pasaba a veces a ser la primera; en ocasiones las dos estaban juntas. Y en verdad no eran ideas, sino imágenes. Él las veía como dos figuras. Una era la Muerte. Pantaleón González conocía ya a la Muerte. Sabía que era rubia, y parecida a la hija de Manuel Sierra. Él la había visto por la mañana, cuando llegó en busca de la extranjera. La otra imagen era el barco: el barco del ingeniero iba a perderse a menos que él lo sacara de allí y se lo llevara a Santa Cruz, a la pequeña rada donde tenía un muellecito Ángel Pascual. Afuera reinaban la lluvia y el viento; adentro estaba Pantaleón González, doblado en su covacha, enrojecido por la luz, calvo, con largos pelos en las sienes y en el pescuezo, todo frente y ojos, extraños ojos de loco. Y de pronto levantó la cabeza, pues había comprendido. Sí, había comprendido, él, Pantaleón González. ¡No había tal misterio, no había nada! Simplemente, la Muerte se había equivocado. Era muy de mañana, tan temprano que apenas se veía bien; él mismo, de aguda mirada de marino, casi no podía remendar sus redes a esa hora, porque el mal tiempo cubría el naciente sol y todo el aire era turbio; y esa falta de luz favoreció el error de la Muerte. Es claro; ella había pasado por allí en busca de la hija de Manuel Sierra, y a lo mejor estaba cansada de trabajar toda la noche quién sabe en qué partes del mundo. Y como la extranjera se parecía tanto a la hija de Manuel Sierra… —No era rubia; no se parece a la hija de Manuel Sierra. Lo que pasa es que se parece a la persona a quien va a matar –dijo en alta voz Pantaleón González; e instintivamente miró hacia los lados, no sabía por qué. Del techo de la covacha comenzaron a caer gotas. Cuidadosamente, Pantaleón envolvió su sagrada piedra en un pedazo de lona, lo puso luego bajo su almohada y se estiró. Pensó que aunque el tiempo siguiera malo sacaría el barco bien temprano; alzó el farol, levantó el tubo y sopló. La terrible noche estaba poblada de rugidos. Pero él se durmió como un bendito. Meditaba el día siguiente cuando Pantaleón llegó al poblado de Jibacoa. Iba desde Santa Cruz, pasando por Hershey, medio vestido gracias a Ángel Pascual. Destocado, con su frente casi negra por el sol del mar, penetró en el cuartelillo como en su casa. El cabo estaba sentado a un pequeño escritorio tomando sorbo a sorbo una taza de café. —¿El ingeniero? –preguntó el cabo, como si supiera a qué iba el viejo–. Ahí está acostado. Pasó mala noche. Todavía tiene fiebre alta. Si no se mejora voy a mandarlo al hospital de Hershey. Entonces Pantaleón González se metió por la puerta que le había señalado el cabo y vio allá, en la penumbra, al ingeniero en cama. El ingeniero tenía los ojos abiertos. 576
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—Hola, Pantaleón –dijo. —El barco ta en Santa Cruz –explicó él sin preámbulo–. El viento va a amainar desde esta tarde. Dígame si necesita algo. A seguidas se sentó en la propia camita del enfermo y comenzó a sacar muy pausadamente cigarrillos y fósforos de un bolsillo del pantalón. —Dice el cabo que no fue la hija de Manuel Sierra –empezó a decir el ingeniero. —No, señor. Pero la Muerte venía por ella. Lo que pasa es que se equivocó. —¿Quién se equivocó, Pantaleón? —Ella, la Muerte. ¿No ve que esa muchacha y la hija de Manuel Sierra eran igualitas? —No te entiendo, Pantaleón. —Bueno; no importa. Yo sé lo que digo. Si no mejora lo van a mandar a Hershey. Yo me voy. El barco ta en Santa Cruz. A tal momento, era mucho lo que había hablado Pantaleón, razón por la que se puso de pie y se fue sin despedirse ni del ingeniero ni del cabo. Maquinalmente se encaminó hacia el norte, para irse a la playa; pero recordó de pronto que llevaba puesta una camisa que no era suya y decidió retornar a Santa Cruz para devolvérsela a Ángel Pascual. Dio media vuelta, pues, y tomó el camino hacia Hershey. Iría a Santa Cruz y de ahí, por la costa, se iría a la playa. Mas he aquí que la lluvia empezó a arreciar, en esa forma desconsiderada en que se acrece cuando el mal tiempo va a comenzar su última etapa, y cuando llegó a Santa Cruz, caminando trabajosamente, anochecía ya. Como se había hecho tarde pensó que mejor dormía en el barco. No le gustaba la idea de llevar la piedra en la mano desde Santa Cruz hasta la playa bajo la lluvia; no quería que se le mojara, y se le podía mojar aunque la llevara envuelta en lona embreada. Al entrar en la cámara del barco corrió a ver su piedra. Sí, estaba allí, bajo el asiento de estribor, tal como la había dejado. Pantaleón salió a la toldilla y se puso a ver caer la lluvia en el agua de la rada. Poco a poco las luces del pueblo iban encendiéndose y algunas de ellas se reflejaban, despedazadas, en el agua. En el hotelito de Ángel Pascual se oía una música de radio. Pantaleón se metió en la pequeña cámara y se tendió en el suelo. Siempre que dormía a bordo un brazo le servía de almohada. Esa noche fue el derecho. A la hora en que Pantaleón se dormía hablaba el cabo con el ingeniero. La fiebre iba cediendo. —Si sigue con esa maleza mañana lo mando al hospital de Hershey –dijo. El ingeniero no estaba muy seguro de sus propios sentimientos. La enfermedad lo aturdió cuando más colérico iba sintiéndose con el cabo. Pero ahora resultaba que el hombre le había atendido, le había estado dando pastillas de sulfa cada cuatro horas, de día y de noche, y además quería enviarlo al hospital. —Siento que voy mejorando, cabo. Si despierto mejor mañana me voy a Santa Cruz. —Bueno. De todas maneras seguiré dándole la medicina esta noche. Y así fue como a las seis de la mañana el ingeniero se sintió libre de dolores y de fiebre. Estaba saliendo el sol. Pantaleón había dicho que iba a amainar, y era cierto. Bastante débil, el ingeniero se puso de pie. —Voy a mandarle un cafecito –dijo el cabo a eso de las siete. El café le tonificó mucho; y más o menos a las ocho pidió al cabo que llamara a su amigo Ángel Pascual en Santa Cruz para que fuera a buscarlo en su automóvil. Ángel Pascual había madrugado también. Tras dos días infames retornaba la claridad, la estimuladora claridad del cielo cubano. En los árboles de los patios piaban los gorriones y 577
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el sol iba poco a poco evaporando el agua depositada en las charcas. Pegando rítmicamente contra los acantilados, el mar se batía con dulce son. Muy de tarde en tarde reventaba una ola llenando de espumas las rocas. Pantaleón había despertado antes que el ingeniero, que el cabo y que Ángel Pascual. Él, viejo, feo, flaco, calvo, era el hijo del mar. Él y el mar se bastaban. Nadie mediaba entre ellos ni nadie más hacía falta al uno o al otro. De manera que Pantaleón González despertó oscuro todavía, cuando aún el cielo se conservaba encapotado, y supo que iba a salir el sol. ¿Para qué irse, entonces, a pie hasta Jibacoa, si podía pedirle su bote a algún pescador? A él no le gustaba caminar, sino navegar. Así, pues, decidió esperar; y mientras esperaba se puso a hacer café, a baldear, a recoger cordeles, a ordenar la cámara y a limpiar la toldilla. Sin saber cómo se le fue el tiempo a Pantaleón. Vino a darse cuenta de que el sol estaba alto cuando llegó Ángel Pascual para decirle: —Pantaleón, espera aquí al ingeniero. Yo voy a buscarlo. Me habló por teléfono y ya está bien. Pantaleón no contestó nada, sino que se puso a ver las cuberas y los aguijones que jugueteaban al costado del pequeño barco, deslumbrados ellos también, y llenos de alegría, por el brillante sol que penetraba hasta el fondo mismo de la rada. Allí estaba él, mirando sin pensar, absolutamente en blanco su extraña mente, cuando vio venir por encima de las aguas al ingeniero. Era transparente y caminaba de prisa. Instantáneamente comprendió; comprendió mejor cuando el ingeniero quiso mirarle con unos ojos cristalinos, sin superficie y sin profundidad. En eso oyó el automóvil y las voces. Él quería al ingeniero. No lo había dicho nunca y ni siquiera se había detenido a pensarlo. Pero en tal momento comprendió que lo quería, tal vez porque el ingeniero quería al mar. Entonces salió corriendo, saltó al pequeño muelle y trepó la escalerilla que unía al muelle con la terraza del hotel de Ángel Pascual. Era una terraza pequeña, abierta junto a la rada, desde la cual se dominaba el paisaje de cerros que se extendían entre Santa Cruz y Hershey; un precioso lugarejo en que se volcaba el sol, con un fondo de viejas casas hacia el sur y enfrente la mole de hierro galvanizado y la chimenea de una gigantesca destilería. Allí, sentados a una mesita blanca y roja, estaban Ángel Pascual y el ingeniero, y Ángel decía, con una botella de ron en la mano: —Sí, hombre, sí, te va a caer muy bien. Esto te entona –entonces sirvió ron en dos vasos, uno para él, otro para el ingeniero, y proclamó–: ¡Salud! Por última vez Pantaleón vio al ingeniero caminar sobre las aguas, y gritó: —¡Ingeniero, cuidao! ¡Ahora viene por usté! ¡Cuídese! Pero el ingeniero estaba bebiendo ya; de manera que tuvo que esperar que el primer trago le cruzara el gaznate para preguntar: —¿Quién, Pantaleón? —¡Ella, la Muerte! ¡Ahora tiene su figura! —¿La mía? –el ingeniero palideció; mas en seguida se repuso y argumentó–: No le hagas caso, Pantaleón. Seguro que va a equivocarse también, como anteayer. —¡No! –respondió Pantaleón–. ¡No, ingeniero; la Muerte no se equivoca dos veces! El ingeniero sonrió a Ángel Pascual. —Este Pantaleón… –comenzó a decir. Y no terminó porque cayó de bruces, volcando el vaso y la botella sobre la mesita a que se hallaba sentado. 578
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El propio médico que le había recetado la sulfa comentó después, cuando lo llamaron para certificar la defunción: —Pero qué locura. Se había tomado las dos últimas pastillas de sulfa a las ocho y a las nueve estaba bebiendo ron. —Se las di yo mismo, doctor –explicó el cabo–. Quería atenderlo bien, porque yo tuve la culpa de que se pusiera malo. Figúrese, a un hombre de su edad lo hice ir al cuartel bajo la lluvia. Pantaleón se había ido. Estaba en la cámara del barco, con la piedra desnuda en la mano, pidiéndole que protegiera el alma del muerto. —Era un buen hombre –le explicaba a la piedra– y le gustaba el mar. Así que ahí te lo dejo. Y vámonos que se hace tarde. La envolvió; la cargó junto al pecho, con el brazo izquierdo, y se encaminó hacia su covacha, en la orilla del río ciego. Caminaba paralelamente a la costa. En dos o tres bohíos salieron los niños a decirle adiós. Pero él no levantaba los ojos. Tenía miedo de volver a verla, sobre todo después de haber aprendido ese día que ella no se equivoca dos veces.
Rosa
La sequía de los nueve meses acabó con el Cibao. Los viejos no recordaban castigo igual. La tierra tostada crujía bajo el pie, los caminos ardían como zanjas de fuego, los potreros se quedaron pelados. Las familias se acostaban sin haber comido y los animales que habían sobrevivido no tenían fuerzas ni para espantar las moscas. Sufrí mucho en ese tiempo. Anduve buscando trabajo desde las orillas del Yaque, por Taveras, hasta las del Yuna, por Almacén de Yuna. Estaba dispuesto a todo, y lo mismo me hubiera metido en los Haitises a cazar cerdos cimarrones que me hubiera ido a pescar a Samaná. Al tratar de recordar aquellos días no logro saber cómo pude mantenerme. Iba y venía lleno de polvo, enloquecido por el calor y el hambre. Muchas noches llegué a pedir posada en algún bohío y me devolví de la puerta. La gente no se quejaba; apenas lamentaba aquella desgracia diciendo, mientras miraba el cielo: —Todavía no se acuerda Dios de nosotros. Pero yo veía los rostros afilados, los ojos ardientes, a los niños flacos y callados; veía a la mujer silenciosa, el bohío sucio. Sabía que en toda la noche no oiría palabra y me iba sin decir nada. Pensaba: “Con un conuco propio, con un bohío aunque fuera destartalado, estaría penando menos”. Poco a poco fue tomando cuerpo la idea de ser dueño de mi destino. Llegó día en que lamenté haber perdido mis mejores años trabajando para otros. Sentía que me nacía adentro un hombre nuevo, un ser distinto que iba desalojando en mí los restos de mi vida anterior. La soledad me parecía dura e injustificable. Repasaba con la mente mis años perdidos y no encontraba recuerdo de amigos ni huellas en los demás de mi paso por el mundo. Estaba cansado de pensar tales cosas cuando llegó octubre y con él las aguas. El primer aguacero, pesado y rápido, cayó de tarde. Media hora antes el cielo era transparente y limpio; una hora después de la lluvia comprendí que no padeceríamos más. Las nubes grises empezaron a seguir de atrás de las lomas y escalaban la altura con solemne gravedad. 579
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Yo estaba en despoblado, más allá de Almacén de Yuna. Seguro de que me mojaría si no encontraba cobijo, apuré el paso cuanto pude. Al anochecer columbré un bohío. Los niños correteaban en el camino, con expresión alegre, dirigiendo palabras cariñosas a las nubes. Apenas había pasado el umbral cayeron las primeras gotas. Todo el mundo salió a verlas. La lluvia hizo muy largo el camino a Cenobí. Aprovechaba las escampadas, que eran escasas y cortas, para hacer una ruta trabajosa, entre lodo y agua. Iba a ver al viejo Amézquita. El viejo Amézquita me cobró cariño en el corto tiempo que pasé con él. Tenía una hija vistosa, saludable y despreocupada, cuyo rostro se iluminaba con la gracia de una malicia incipiente. A mí me gustaba la hija del viejo Amézquita, y cuando volvía, al atardecer, de los potreros o de los cacaotales, me ponía a charlar con ella, sumido en una especie de alegría que me hacía sentirme bien. Muchas veces vi en los ojos del viejo la esperanza de que su hija y yo llegáramos a entendernos. No sé; a lo mejor eran ilusiones mías. Él nunca dijo nada, pero sonreía con reserva cuando nos veía juntos, y a mí me dio su sonrisa qué pensar. Yo era nuevo por esa época y adoraba mi libertad, la propiedad de mi cuerpo y de mi tiempo. Un día me cansé del viejo Amézquita y de Rosa, como me cansaba de todo. Sentí el cansancio una tarde; en la noche dormí mal y al otro día amanecí con el machete al cinto y la hamaca en el hombro, fija la vista en la vuelta distante del camino, sobre el que empezaba a levantarse un sol bermejo. Esas cosas las recordaba en Cenobí, adonde había llegado al cabo de una semana de marcha trabajosa. Había tendido la hamaca en la enramada de un bohío bastante pobre y me sentía cansado de andar entre lodazales y raíces resbalosas. Era temprano. La gente de la casa hacía cuentos en la cocina; la alegre candela metía por las rendijas su vivo color rojo y en los árboles vecinos zumbaba la brisa. Pensando en el sitio hacia donde iba me preguntaba por qué quería volver a Penda, si el Cibao era tan grande y tantas las fincas donde un hombre de trabajo podía hallar quehacer. La respuesta surgió como empujada desde la sangre: era Rosa; sí, la causa era Rosa. Iba hacia ella llevado por el instinto de la carne y por el miedo a la soledad. Rosa estaba en mis venas. Me sonreía, mostrando sus dientes parejos; se movía con su gracia un poco ruda; veía, como en la realidad, su cuello grueso, sus hombros redondos, su pecho alto, su piel bronceada. Y en aquel instante –uno de esos segundos tan intensos como toda una vida– me di cuenta de que quería ser el marido de Rosa. Vi claramente mi porvenir: vivíamos en un bohío nuevo, rodeado de yucas; desde la puerta se dominaba un paisaje de plátanos llenando una hondonada; en el patio escarbaban docenas de gallinas. Hasta vi los perros, y uno de ellos era blanco y negro. Colmado de una extraña alegría, empecé a dormirme. Todavía charlaban en la cocina y mi sangre iba apagándose lentamente, llena de Rosa. Bien temprano, sin hacer caso de las señales del cielo ni de los ruegos de mis huéspedes, dejé Cenobí. Tardé dos días en llegar a Penda, y era ya noche cerrada cuando alcancé el lugar. El viento daba vueltas entre los troncos de los cacaoteros y del cielo caía una lluvia menuda que anunciaba más aguaceros. Había pasado la oración cuando vi las luces de la casa. El hogar de los Amézquita era un caserón de madera. Se entraba por un portón amplio; detrás había unos ranchos e inmediatamente después un pequeño patio lleno de yerbajos casi lleno por la cocina –grande como una casa–, y a seguidas empezaban las plantaciones de cacao, café y plátanos. No se conocían las tareas que tenía el viejo Amézquita. Mucho más de la mitad de sus tierras estaban abandonadas. A medida que avanzaba pensaba yo en lo grande que era su 580
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propiedad y trataba de ver las alambradas de enfrente, que guardaban los potreros. El viento tiraba sobre mi cara rachas de agua fina y yo me esforzaba por alcanzar con la vista la sala de la casa. Vi una sombra de mujer que se movía. Tuve la impresión de que era Rosa. Me pareció que la sangre se me paralizaba en las venas y que hasta la voz se me hundía en lo más escondido del ser. Después alguien que me pareció ser el viejo cruzó la puerta trasera, hacia el comedor. Yo me acercaba al portón. La luz de la casa espejeaba en los pozos que la lluvia formaba en el camino. Los perros, que tanto me conocieron en otro tiempo, rompieron en ladridos vehementes. Nadie salió a recibirme. Dos peones jugaban barajas bajo la luz de la lámpara y contestaron a mi saludo con voces indiferentes. Una vieja negra rezaba en un rincón. Era Marta, la cocinera. La vieja alzó la cabeza y trató de verme, pero los años habían enturbiado sus ojos. —Dentre y asíllese –dijo. Yo murmuré: —Soy yo, Juan, Marta. Ella se incorporó con relativa agilidad. Parecía dudosa. —¿Usté, Juan? ¡Válgame Dios, cristiano! Los peones dejaron de jugar para verme. En una de las habitaciones sonó la voz del viejo. Preguntó: —¿Es Juan, Marta? —Sí, hijo; el mismo, el mismito. Yo sonreía. En la puerta estaban los perros ladrando todavía. Los llamé: —¡Rabonegro, Rabonegro, Mariposa! Los animales empezaron a mover las colas. De pronto oí en el comedor la voz vibrante de Rosa. —¡Juan! La vi. Procuraba hacerse la desinteresada, pero su rostro estaba lleno de luz y todos sus gestos eran torpes, como los de un niño sorprendido en delito. Me acerqué para saludarla. Sentía los labios fríos y el corazón me daba golpes. —Hola, Rosa –dije. No sabía qué hacer de mi sombrero mojado, pero Rosa no sabía qué hacer de sus ojos negros. Aunque en aquel caserón de Penda había siempre catres puestos para los visitantes y para los que pidieran posada, yo no quise dormir sino en mi hamaca. La tendí en la sala. Sentía que esa noche necesitaba estar cerca de algo mío, de algo que tuviera para mí cierta familiaridad. Mientras cavilaba oía roncar el viento en el cacaotal vecino y desplomarse sobre el techo de zinc un aguacero pesado. Era todavía de madrugada cuando sentí al viejo chancletear en el piso del comedor. Me levanté. La vieja Marta hacía arder en la cocina una leña húmeda. Desde la puerta de la cocina podía apreciar el ambiente de fecundidad que me rodeaba. Parecía que todo el campo acopiaba energía bajo la lluvia del amanecer. El viento sacudía las yaguas de la letrina y mecía la puerta del comedor. Los troncos y los colores se perdían en el gris de la lluvia. El viejo empezó a hablar. Sus palabras estaban cargadas de una honda y a la vez suave ironía. Se notaba que hacía esfuerzos por demostrarme que hice mal en dejarlo, y que procuraba conseguirlo sin herirme. —Dicen que Malhaya volvio en caballo cansao –dijo 581
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—Sí, don; cansado y cojo –afirmé. —¿Y por qué? ¿Malas las cosas? —De vicio, viejo. La sequía acabó con el mundo. —Anjá. ¿Y por dónde andabas? —Vengo de las vueltas de Macorís. —Dicen que por allá se da bueno el cacao. —El cacao y todo, pero el sol achicharraba. —¿Y no dique hay mar? —Su poco de mar, don; pero mucho más allá. El viejo se pasó una mano por la cara. —Ya ni an me acuerdo del mar. Lo vide en Puerto Plata, estando chiquito. Ni más agua, cristiano. Miraba sin malicia. Marta soplaba desesperada. —¡Ande el diablo con esta leña tan enchumbada! –lamentó. El viejo Amézquita se puso de pie. —Hoy va a ser día perdío, como el de ayer. Dio algunos pasos y volvió a sentarse. Yo me encogía. El viento frío no desperdiciaba rendija. El viejo preguntó: —¿Y a dónde vas agora? —¿Yo? Tengo idea de quedarme aquí. —Jum… Pa dirte cuando nos estemos acostumbrando a ti. —No, don; ahora no estoy por andar más mundo. Me he cansado de bregar con la gente. —Bueno, pues aquí te quedas. Trabajo no falta. —Sí, ya lo sé; pero lo que quisiera es trabajar con más comodidad. —Si es por comodidá… Yo no apuro a mi gente; tú lo sabes. —No, don; ni usté apura ni a mí me duele doblar el lomo. Es que cogí este rumbo pensando en otra cosa. —Ah, jijo; lo que se piensa y no se dice, como si no se hubiera pensado. Si nosotros fuéramos adivinos… —Lo mío no hay que adivinarlo. Es que quería encontrar quién me diera una tierrita a medias. —Pero por tierra no tienes que apurarte; ahí las tengo yo perdías. —Pues si usté me las da, no hay más que hablar, don. Marta nos tendía ya las tazas. Terció: —Sí, Juan; quédese aquí. El viejo Amézquita vaciaba su café en el platillo y luego lo sorbía con gran ruido. Entre sorbos hablaba: —Yo supongo que tú vendrás arrancao. Si necesitas algo para peones, yo tengo ahí unos centavos. Hubiera empezado el mismo día a buscar lugar para mí, pero durante una semana apenas pude salir de la casa. El viejo se quejaba de su reumatismo y yo aprovechaba las escampadas para echar una mirada por afuera. Al atardecer me tiraba un saco de pita en los hombros y me iba a encaminar los becerros hasta el chiquero. Algunas veces hablaba con Rosa. Una graciosa timidez, mezclada con cierta dosis de coquetería, la mantenía a distancia de mí. Yo esperaba que esa situación se prolongaría hasta 582
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que volviera la confianza de otros tiempos. La encontraba más hecha, de formas más definidas. De sus gestos trascendía un aire de mujer en sazón, y a veces sus ojos se incendiaban con luces relampagueantes. Era una típica muchacha de campo, con sus malicias a la vista y su cortedad, terreno de pugna perpetua entre la naturaleza fuerte y el pudor. Un día le pregunté si no pensaba casarse. —Me falta lo principal –dijo. Por su expresión me pareció que mentía, pero me hice el desinteresado y seguí tejiendo unas cinchas de cabulla para el uso de los asnos lecheros. Días más tarde estaba enterado de todo lo que deseaba saber. Mientras echaba la brisca con Pancholo y con Remigio, mientras descascaraba el arroz y atendía a los gallos de calidad que el viejo criaba para regalar a los amigos del pueblo, fui sabiendo cosas. En la pulpería me dijeron que Inocencio el del viejo Vinicio no dejaba sestear a la muchacha; de la ciudad iban de domingo en domingo dos enamorados, y hasta don Rogelio el del Palmar aprovechaba toda ocasión para cantarle bonito. Rosa no se decidía por ninguno. Decía que no podía dejar al padre con la única atención de Marta, que ya estaba vieja y pesada para cuidarlo. A lo que parece, Amézquita no era muy exigente en cuestión de marido para la hija; le bastaba con que se la quisieran y se la trataran bien. En todo era él así, discreto y amplio. Contaban que en su juventud fue muy corrido, amigo de enamorar muchachas y dejarlas después que le daban un hijo. Parece que tenía varios regados por esos mundos de Dios, y que a cada uno le había dado un pedazo de tierra y dos o tres onzas para que trabajaran. Con la mujer sólo tuvo a Rosa. La mujer se le murió en el parto, y desde entonces se recogió y se dio a trabajar sus tierras. Se contaba que el padre había sido muy rico y que fue hombre de juntar cincuenta onzas para jugárselas al dado o a los gallos. Decían que había sido muy sangrudo, que tenía la mano recia y pronta. Murió ahogado cierta vez que metido en tragos se empeñó en cruzar a caballo el río, que bajaba crecido y arrastraba troncos y animales muertos. Uno de esos troncos le hirió el animal cuando estaba en medio del cauce; la bestia se ladeó, tragó agua, y la corriente impetuosa se llevó el caballo y al jinete entre remolinos y espumas. Tres días después encontraron los cadáveres medio descompuestos, entre las piedras de una playa alejada. La gente recordaba al difunto para decir, refiriéndose al hijo: —Del taita na más sacó la cara. Y así debió ser, porque el “taita”, por ejemplo, no me hubiera dado tierras a escoger, como hizo Amézquita. Cuando le dije que había seleccionado un sitio cerca de la casa, en la misma orilla del camino real, me respondió que lo que yo hiciera estaba bien para él. Trabajé duro y con entusiasmo. Cerqué con palizada de estacas recortadas; talé, quemé, desyerbé y sembré maíz, para ir acostumbrando la tierra. No pude hacer bohío, pero como no lo necesitaba me conformé con un rancho. Esperaba ir haciéndome poco a poco de lo necesario para levantar un bohío bueno, y con esa intención limpié y dejé sin sembrar un altillo que dominaba el lugar, cerca del camino. Allí no se estancaba el agua y la grama compacta afirmaba la tierra; estaba coronado por un guanábano que esparcía por el sitio su grato olor y por un naranjo agrio que algún día se utilizaría en las exigencias del guiso. Yo soñaba con hacer de aquel punto un retiro amable, y ya creía ver las laderas de pendientes imperceptibles cubiertas por un jardín en el que reventaban las dalias rojas y blancas y en que se balanceaban pausadamente las gallardas azucenas. 583
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De tarde en tarde le hablaba de mis propósitos al viejo Amézquita. —Aquí va el bohío –le explicaba–, aquí la cocina, y por ahí bajará un caminito de piedras. Allí voy a poner el portón. Él sonreía con mezcla de escepticismo y ternura. Cierto día me dijo, como al descuido: —Lo malo es que te vuelvas a dir. Era difícil saber si en sus palabras había reproche o aprobación. Servían para las dos cosas. Si hacía el bohío, sería uno más en Penda, donde podría haber, a buen contar, ciento cincuenta. Desde las orillas del arroyo, hacia el Norte, hasta las del Camú, por el Sur, y desde La Mara hasta el Rancho, Penda se extendía en distancias tan largas que a un hombre se le hacía difícil caminarlas. Había potreros y conucos, pero lo más abundante eran los cacaotales y el monte. Las hojas se cerraban en un amasijo alto; se cruzaban las ramas de cien clases de árboles diferentes y la tierra se pudría en las lluvias, bajo la gruesa capa de hojas caídas. Las veredas serpenteaban de bohío en bohío y de paraje en paraje. El único camino real era el que pasaba por la casa del viejo Amézquita. En mal tiempo era un lodazal hediondo, amasado por los cascos de caballos, mulos y asnos. Por ese camino, hacia la salida del sol, estaba la pulpería de Antonio Rosado. Antonio era cojo, picado de viruelas, trigueño y mal hablado. Había levantado una gallera en el patio de su negocio y los domingos no le alcanzaban las manos para despachar ron. En días de jugadas se oía desde lejos el griterío de las gentes del Rancho de Penda y de La Mara, que acudían a los desafíos. Temprano los veía pasar; llevaban fundas con gallos y las monturas inquietas batían el lodo con su rápido casquear; cruzaban mujeres con bandejas de empanadas y dulces, cruzaban hombres descalzos, que desechaban las pozas y se tiraban contra la alambrada para llegar limpios. Yo iba a menudo a la pulpería porque me agradaba la amistad de Antonio Rosario. Su conversación era tajante, como machete afilado. Llegaba allá algunas tardes en busca de jabón para la casa, de gas o de azúcar, y aprovechaba la ocasión para hablar con el pulpero de la cosecha, del tiempo, de los negocios y hasta de política. Antonio llenaba las conversaciones de palabras puercas, pero las decía con naturalidad. Los domingos no me aparecía por allí porque aunque los gallos me entusiasmaban, los galleros borrachos me daban asco. Armaban una bulla infernal y a veces, si se acaloraban en una discusión, acababan echando mano a los cuchillos y clavándoselos en el vientre. Desde luego, comprendía que ellos habían nacido, crecían y morían en un ambiente que no les proporcionaba facilidades para que cambiaran su manera de ser; y en cambio yo había rodado, dado tropezones, visto mucha gente diferente, y había aprendido algo que me hizo distinto de ellos: había aprendido a juzgarme a mí mismo y a tratar de ser algo más que un peón de campo. Personas ilustradas a las que conocí en mis andanzas me dijeron más de una vez que esa superación se conseguía cambiando de vida, procurando otro ambiente, rodeándome de artefactos que podía comprar con dinero si decidía dejar de ser peón para ser amo en el campo o en una ciudad. Pero yo quería progresar por dentro, no por fuera, y no me animaba a dejar el campo. Amaba aquello con devoción. Las raíces de mi vida estaban allí, en el árbol, en el hombre, en el río, en aquel escenario de trabajo incesante donde se fraguaba el porvenir. No era culpa del campo ser arena de tragedias ni semillero de hombres que se desconocían a sí mismos. Esa era culpa de otros, de los que sacaban de nuestro sudor la parte que usaban en rodearse de comodidades o simplemente en envilecerse, y ni siquiera nos devolvían en escuelas lo que nos quitaban todos los días. Rodando por el mundo conocí 584
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a muchos de esos culpables y me percaté de que gran parte de ellos ignoraba que vivían a costa nuestra. A los que me decían que con lo que yo sabía podía hacerme rico en la capital o en alguna ciudad, les respondía que yo sabía que era un explotado, pero que prefería eso a ser un explotador. Pero estaba hablando de Antonio Rosario. Pues bien, Antonio Rosario me recibió un día con la cara seria. No me saludó, y cuando yo estaba a pique de preguntar qué sucedía, me sorprendió con estas palabras: —Usté sabe que yo no soy chismoso, y que lo que le digo a cualquiera se lo pruebo cuando le parezca. Me pregunté a qué vendría aquello. Él siguió envolviendo una azúcar que estaba despachando y ni siquiera me miró. Pero yo me sentía preocupado. Así, le dije: —Le agradecería que me explicara por qué me dice usté eso. —Por nada. Es que aquí andan diciendo cosas que lo perjudican, y como yo soy su amigo quiero que usté las sepa. —¿De mí? –pregunté. —Sí, de usté. Yo no entiendo de líos y por eso me pongo alante, pa que no vayan a creer que ando con chismes. La mujer a quien despachaba hacía esfuerzos por sonreír, incómoda con la situación que se avecinaba. —La gente siempre habla caballás, Antonio –dije. —Sí, pero no como ahora. Inocencio el del viejo Vinicio anda regando que usté enamora a la muchacha por los cuartos de Amézquita. No esperaba eso y temblé de arriba abajo, como a efectos de un mazazo en la cabeza. —Oiga, Antonio, usté sabe que no cuento más que con mis brazos para ganarme lo que como. Callé, porque la indignación no me permitía seguir hablando. Veía los objetos de la pulpería temblando ante mí. Mi voz sonaba en mis propios oídos con timbre metálico. —Además, –agregué–, yo nunca he enamorado a Rosa. —Pero dende que usté asoma la muchacha le pierde el gusto a to el mundo. Yo no sé por qué será. —No es por mí, Antonio; créalo. —Bueno, eso a mí no me importa. Ojalá yo que cayera en su mano y no en la de algún vagabundo. Lo que le dije es pa que usté no se descuide. Claro que no podía descuidarme. En el campo, si un hombre dice algo que pueda denigrar a otro, hay que tomar en cuenta, no lo que dice, sino la intención. Desde ese día no me quité de arriba el mediacinta ni un momento. El mediacinta estuvo al costarme la vida; pues un día encontré una mata de guao en lo que llamaba para mis adentros “mi tierra”. El guao es venenoso y su sombra encona. Me puse a cortarlo, pero como tenía que hacerlo con cuidado para que no me cayera encima alguna gota de la savia, tiré un machetazo loco que me alcanzó un pie. Cuando bajé los ojos vi la sangre fluir y cubrirme todo el pie. Traté de estancarla, y al agacharme sentí que todo lo que veía huía de mí. Me pareció que el campo, con sus árboles y sus veredas, con sus potreros y sus cacaotales, con su cielo y sus lomas lejanas, se alejaba y se acercaba formando un conjunto de borrachera; después todo fue haciéndose amarillo, blanco, más blanco. Luchaba por sostener la cabeza clara, por ordenar otra vez el paisaje. Creo que traté de llamar, 585
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pero no pude, y si lo hice fue en voz tan baja que nadie me oyó. Casi sin darme cuenta sentí un sueño pesado y a la vez agradable, y luego me pareció que descendía muy de prisa por declives de pendiente suave. Desperté poco a poco, con el sol ya alto. Empecé a recordar vagamente lo que me había sucedido. Tenía la pierna pesada, y cuando quise ponerme de pie, no pude. Entonces me arrastré hacia el camino y no tardé en ver las alambradas. De pronto sentí deseos de dormir, de quedarme allí boca abajo y recibir en todo el cuerpo la sensación de la tierra, su frescura y su pulso. No tenía ganas de ver más caras humanas sino de dormir ahí, en ese punto, un sueño muy largo. Me sentía como un niño echado en el regazo de una madre dulce. Dormir, dormir y no trabajar más, no luchar más, no sufrir ni ambicionar más; eso era lo que me pedía el cuerpo. Quedarme en ese sitio y no caminar otra vez; quedarme dormido a la sombra del naranjo o a la del guanábano, mientras en las lomas de Macorís, en los Higos lejanos, en la pulpería de Antonio, en la Línea de tierra quemada –cerca y muy lejos–, la vida siguiera sembrando dolores y esperanzas, insensible a lo bueno y a lo malo. Pero Remigio pasó por el camino real. Algo debió decir ese hombrecillo débil que vive en mí y en toda persona; algo debió decir, porque Remigio saltó la alambrada, gritó, llamó, y entre él y Pancholo me llevaron a la casa, donde los ojos de Rosa se agrandaron con la noticia y los viejos y gastados de Marta se esforzarían en ver la herida. En las horas lentas de la enfermedad, comencé a dudar. Aquello comenzó por una ligera inconformidad conmigo mismo. Nunca, cuando soñé que Rosa fuera mi mujer, me acordé de que el padre tenía dinero; pero debí haber previsto que otros pensarían en eso. Así, de lo que Inocencio había dicho en la pulpería, el culpable era yo, sólo yo y nadie más que yo. Yo tenía la culpa de que Inocencio estuviera hablando. A ser sincero, yo no me preocupaba por lo que la gente dijera; lo que me preocupaba era mi conciencia. Y la conciencia me echaba en cara haber puesto los ojos en la hija de un hombre como Amézquita, a quien todo el mundo en el sitio consideraba rico. Analizaba la situación y me decía que en verdad yo no había enamorado todavía a Rosa, aunque tal vez la muchacha sospechaba mis intenciones; me decía que al viejo Amézquita le hubiera gustado verme casado con la hija, porque me había dejado entrever en alguna conversación que quería para su hija un marido que no la maltratara. Luego, yo debía sentirme libre de mis propias sospechas. Pero no estaba conforme, y yo había deseado siempre, de manera ardiente, vivir de acuerdo conmigo mismo. En mis relaciones con Rosa y con Amézquita había algo que no me satisfacía y no podía saber qué era, y con las murmuraciones de Inocencio aquello, lo que fuera, se hacía presente. ¿Era la nostalgia de mi vida anterior? En algunos momentos, la idea de perder la libertad de ir y venir sin compromisos me causaba cierto malestar. De pronto me asaltaba el recuerdo de paisajes, de caras, de voces, y sentía el deseo de verlos y oírlas otra vez. ¿Qué era, en realidad, lo que había ido a buscar a la casa de Amézquita? ¿Había sido a Rosa o algo diferente? Amézquita era bondadoso como un padre. ¿Estaba yo buscando la bondad de Amézquita, sin saberlo? Si Rosa era necesaria para mí, ¿por qué no la enamoraba? Rosa me cuidaba; entraba en mi cuarto a preguntarme cómo me sentía y qué necesitaba. Yo notaba que antes de entrar se pasaba el peine por los negros cabellos. Como en los primeros días tenía fiebre, una inflamación en la ingle y el pie y la pierna hinchados, ella me llevaba tisanas y me decía que había estado delirando y hablando disparates o que había dormido tres horas corridas. 586
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Los peones de la casa me recomendaban cosas tan peregrinas como cera derretida en la herida. Marta, y alguna que otra vieja de la vecindad, me ponían cataplasmas de tuna. El primer día me habían lavado el pie con gas, y después, como no apareciera yodo, me echaron creolina. Según Pancholo, me habían confundido con un becerro. De tarde en tarde llegaba alguien a visitarme y también gente que iba a otra cosa. Don Rogelio, el del Palmar, estuvo dos veces, pero sus visitas eran para Rosa. Hombre maduro, con barriguita, rico, era el tipo clásico del hacendado comodón. Llegaba en una mula bien enjaezada y vistosa, y yo pensaba que él era el marido ideal para Rosa. Me molestaba pensarlo, pero lo pensaba. Rosa debía ser la mujer de otro, no la mía. No debía ser mi mujer. Es verdad que me gustaba verla y que a veces me embriagaba de sólo pensar que tenía sus cabellos en mis manos y que los peinaba con los dedos. Pero esa atracción no podía justificar que me casara con ella, y por otra parte el comportamiento del viejo Amézquita me impedía llevármela y dejarla luego. Rosa no debía ser mi mujer. En algunos momentos casi me gritaba a mí mismo esas palabras, sobre todo cuando la medianoche me hallaba pensando en Rosa o cuando la imagen de su cuerpo me hacía despertar antes del amanecer. Uno de los muchachos del pueblo estuvo a verla. Tenía cara lamida y ojos falsos, y no me gustó el mozo aquel. Hablaba con demasiada suficiencia, seguro de que estaba deslumbrando a los campesinos, lo cual me disgustó tanto que lo traté con visible desdén. Otro que fue una tarde fue Inocencio el de Vinicio. Era joven, de cuerpo enorme y rasgos gruesos. Tenía una mirada de animal y torva. Se le veía que no utilizaba la cabeza sino para ponerse sombrero. Habló con mucha reticencia, casi sin mirarme, con los ojos puestos en Rosa. (Por cierto que cuando me sané Antonio el pulpero me contó que el lengualarga andaba regando por los callejones que en la casa de Amézquita la poca vergüenza había llegado al extremo de meter bajo el propio techo al novio de la hija, lo cual sin duda dijo porque la tarde de su visita Rosa estuvo particularmente simpática conmigo). Yo no había recuperado el movimiento del pie, pero no me acostaba y pasaba el día en la sala, en el comedor y hasta en el patio, haciendo algún ejercicio. Cuando llegó la época de recoger el cacao me tiré a trabajar porque hacían falta brazos. Me ayudaba con manteca de culebra, que afloja las coyunturas, y trajinaba el día entero, empeñándome en olvidar los restos del mal. Iba y venía por los cortes, cuidaba del desgrane, atendía a los secaderos, y no cargaba yaguaciles con cacao verde porque no podía hacerlo. Una tarde el viejo me siguió por una tira de cacao, y cuando estuvo separado de los peones, apoyándose en el tronco de una guama, me dijo: —Mire, Juan, usté debía quedarse aquí conmigo. Sembramos esa tierrita que a usté le gusta y no se ocupe más de ella. Yo me toy sintiendo cansao. —Pero yo estoy tullido, don. —Eso es asunto de días, y yo no le hablo pa de una vez. —Es que, mire, a la verdad, yo me cansé de trabajar para otros. Ahorita me caen los años encima y voy a llegar a viejo sin un bohío. Amézquita sonrió con pena. —Así quisiera yo que me cayeran a mí. Con esos bríos suyos, me tragaba el mundo. Me recogí en mí mismo. No sé por qué me pareció ver en lo que decía una alusión a mi aparente indiferencia por Rosa. El viejo creía que yo estaba desperdiciando la mejor oportunidad de mi vida, y no podía él darse cuenta de que si Rosa no hubiera sido hija suya, hubiera cargado con ella y hecho renuncia de lo que él pudiera dejarle. Dije: 587
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—No lo piense, don. Mucha agua sucia he tenido que beber en el rato que he vivido. —Tal vé. Hay gente asina, que envejece pronto. Dicen que cada uno tiene cara de cada uno. —Sí, viejo. El corazón de la auyama sólo lo conoce el cuchillo. Él estuvo un rato callado; después lamentó: —Si Dios me hubiera dado un hijo como usté… Esa simpleza me causó un efecto desgarrador. Me dejé dominar por la lástima y le dije: —Pues hágase de cuenta que lo tiene y tráteme como hijo. Pero el viejo entendió mal. Los ojos se le llenaron de luz y sonrió como nunca antes lo había visto sonreír. —¿De forma que usté y Rosa…? –comenzó a preguntar. —No, viejo; como amigos –atajé yo. La expresión del viejo Amézquita cambió en segundos. Se quedó mirándome con ojos profundos y después le vi en la cara todas las gamas del desconsuelo hasta que en el fondo de sus pupilas quedó fijo el vago resplandor de la tristeza. Aquello me apenó en tal forma que sólo podría explicarlo diciéndome que había causado un desengaño a mi propio padre. ¿O era que yo quería a Amézquita como si fuera mi padre? De ese mal rato me salvó el viejo Vinicio, que llegaba a tratar un negocio con el viejo. Me pareció muy joven para ser el papá de Inocencio y hasta más simpático de lo que merecía el animal de su hijo. A partir de esa conversación la vida se me fue amargando. De noche, sobre todo, me ponía a calcular el alcance oculto de los silencios y los gestos de Amézquita, el valor que les daba a sus palabras cada vez que se dirigía a mí. Trataba de adivinar el desarrollo de los acontecimientos y sufría de antemano por el dolor que podría causar en aquella familia. Notaba con disgusto que Rosa se esforzaba en agradarme, y en la difícil situación en que me había colocado mi propia duda, eso me llenaba de indignación. Me sentía objeto de acechanzas, de una cacería. A menudo culpaba a Rosa por lo que Inocencio había dicho en la pulpería, como si la pobre muchacha hubiera sido la instigadora de tales habladurías. Llegué a pensar que ella coqueteaba con Inocencio, le daba esperanzas con algunos gestos y luego lo mortificaba haciéndole creer que su preferido era yo. Me decía que Rosa era una de esas mujeres a las que les gusta sentirse celadas y centro de tragedias. La duda trabajaba con rapidez en mi pecho y poco a poco fui sintiendo que todo se me hacía extraño, que repelía a las gentes y las cosas, que había a mi alrededor una inexplicable hostilidad que al principio surgía de mí e iba hacia los demás y después rebotaba de nuevo en mi alma, llenándome de inquietud y malestar. Empecé a echar de menos mi vida de antes, mi vagabundear sin rumbo, aquella posesión de mí mismo que tan feliz me hizo en una época. “Antes –pensaba– alquilaba mis brazos y los recuperaba cuando quería”. Me decía: “Ahora estaría por las vueltas de Bonao cortando madera”. O simplemente me veía a mí mismo en un camino, sin pasado y sin futuro, gozando de un presente corto pero mío, de un presente maravilloso, lleno de todo aquello que admiraba y quería en mi tierra –el paisaje, la honda esencia propia, el sentido viril, el infatigable espíritu de producción– y eludía lo que me hacía sufrir, la miseria y la ignorancia de los demás. Ese movimiento de repulsa se hacía cada día más fuerte, ganaba cada vez más terreno en mi alma. Llegué hasta a reaccionar con disgusto a las frases agradables de Amézquita y a las coqueterías de Rosa. Sólo me encontraba bien con Pancholo, con Remigio, con los otros 588
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peones. Les oía charlar, los veía trabajar sin descanso y me sentía ajeno a las asechanzas contra mi libertad. Pero el diablo no duerme, según dicen, y si lo hace es caminando. El diablo arregló las cosas de tal manera que me resultó imposible abandonar la casa: el viejo Amézquita enfermó y se fue agravando poco a poco, al punto que nos vimos metidos en el mal trance sin que ninguno lo viera llegar. Y yo no podía dejar al viejo Amézquita cuando él no servía para nada, porque hubiera sido cobardía y deslealtad. La enfermedad se presentó con dolores en el pecho, al amanecer de un lunes; en la noche Amézquita respiraba con dificultad y yo no arreglé la hamaca porque amanecí sentado, en espera de que me necesitaran. El martes el enfermo estuvo débil, con algo de fiebre; el miércoles deliraba y la fiebre lo sacudía en temblores, le hacía sudar y le hundía los ojos y las sienes. El viejo se quejaba de dolor en el lado derecho, apretaba los labios y dejaba caer los párpados. Ese día, en la noche sobre todo, fue gente de toda la vecindad e innumerables mujeres a quienes yo no conocía estuvieron entrando y saliendo, murmurando sin cansarse, preparando tisanas y rezando. El jueves temprano Amézquita me llamó. Hablaba con voz profunda e insegura. —Ya falta poco pa que esto se acabe, Juan. Si por mí fuera, le pediría que me consiguiera el cura en el pueblo pa morir en confesión. Yo me hice el sordo y no le contesté. Trataba de mirar hacia cualquier sitio donde no estuvieran los ojos de Amézquita. Él me sujetó una mano por la muñeca. —Vea, Juan, y tanto que me hubiera gustao verlo junto con Rosa. No pude evitar el impulso y le clavé la mirada, una mirada que estoy seguro de que era fría y dura. El viejo tenía los ojos puestos en el vacío y por eso no notó nada. De pronto se llevo ambas manos al pecho y gimió. Trataba de hundirse los dedos, oscuros y flacos, en el esternón. Parecía querer desgarrarse. Tosió y quiso hablar. —Juan… Por la puerta cruzó la sombra de Rosa. Sentí que de golpe el mundo pesaba sobre mí; el mundo todo, con sus arenillas y sus yerbas, pero también con sus montañas y sus ceibas. No podía resistir la angustia. Rosa, Rosa, Rosa… En lo profundo de mi pensamiento estaban ella y el viejo y Penda. Y cientos de caminos pardos que se cruzaban unos sobre otros. Me acudían a la mente recuerdos de la niñez, retazos de episodios que yo creía olvidados. Amézquita estaba ahí, junto a mí, muriéndose, y yo no podía retornar a mí. Rápidos, veloces, a galope tendido, desfilaron días y días por mi memoria; unos eran oscuros, otros eran claros, otros confusos. —Juan… Allí estaba Amézquita, una línea oscura y huesuda, de la que salía una voz pobre. Las mujeres de las cercanías hablaban y se oían voces de hombres. Amézquita acezaba, como si se asfixiara. —Juan… Pero yo no podía responderle. ¿Por qué había de responderle? ¿Por qué había de consentir que me lanzara en aquel pozo que se abría a mis pies? Rosa estaba en el fondo del pozo, llena de sonrisas maliciosas. Era agraciada, sí, y joven y saludable. Pero yo no podía, ¡no podía admitir que el moribundo me dejara amarrado! Comprendía que no debía hablar; que si decía lo que estaba sintiendo, iba a matar al viejo, iba a precipitar su muerte, y no quería ser responsable de su muerte. Era para volverse loco. 589
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Tal vez lo que estoy contando duró menos de un minuto, pero yo sentía que el tiempo se había detenido, que todo lo que se mueve en el mundo había dejado de moverse. Me volvía loco. Y de pronto, en aquella angustia, una idea surgió del caos, una idea no buscada, no solicitada, una idea que fue como una luz en la noche cerrada. —A usté le hace falta un poco de berrón –dije. A seguidas, como un autómata, me puse de pie y eché a andar. Me había agarrado de aquel pretexto sin darme cuenta cómo ni por qué. Crucé a toda prisa por entre la gente, aparejé un caballejo que hallé en el patio y tomé al trote el rumbo de la pulpería. Todavía a la vuelta me sentía como sin voluntad de llegar, y confieso que no me daba cuenta de por qué retardaba la marcha del animal. Me daba asco reconocer, con miedo de mí mismo, que tenía la esperanza de que el viejo muriera antes de que yo llegara a la casa. Desde lejos, tratando de ver él movimiento de la gente, quise adivinar si había pasado algo. Pero todo parecía igual que antes. Y como si el destino escondiera una burla en la curva de cada minuto, el berrón que fui a buscar para no estar presente en el momento de iniciarse la agonía de Amézquita, sirvió para volver en sí al enfermo. Rato después de habérselo untado en la cara y en el pecho, el viejo dormía como un niño. Yo también tenía ganas de dormir. Busqué la sombra de un alero y eché una siesta corta. Pasamos aquella noche en calma relativa. A lo lejos ladraban los perros mientras adentro rodaba el murmullo de las conversaciones sostenidas en voz baja. Algunos hombres galanteaban a las muchachas; el humo de los cachimbos y los cigarros llenaba las habitaciones; en la cocina hervían tisanas y hacían café. Rosa aprovechaba cualquiera ocasión para acercárseme. Iba a preguntarme futilezas, se acercaba como si fuera a sentarse en mi silla, y hasta me sujetó una mano, en una ocasión. Con los labios lívidos y los ojos fosforescentes, su descuido y su palidez le daban un marcado aspecto de mujer sensual que no era corriente en ella. Yo procuraba mantenerme alejado. En un grupo distinguí el rostro duro de Inocencio. Sus ojos me seguían como perros hambrientos. No le vi mover la boca una sola vez. Estuvo en el patio, entre mozos de su edad, y la luz de la cocina le enrojecía las facciones, dándoles mayor repulsión de las que tenían. Temprano, cuando me convencí de que el viejo no daría sustos, me fui a dormir. Antes de sumergirme en el sueño oí la voz de Rosa, apagada y con un timbre extraño: —Juan, Juan… ¿Adónde estará Juan, Marta? No quise responder. En toda la mañana del viernes nos sentíamos animados: el viejo parecía mejorar. Para mí aquello era la solución de mi tormento, porque la salud o la muerte eran puntos extremos, y en ninguno de ellos cabía la duda, origen de mi angustia. Nos envolvía un cielo nítido y el sol se mostraba jocundo, propicio a pensamientos de esperanza. Yo sentía que una felicidad suprema flotaba en el ambiente, pero sentía también que a mi no me tocaba parte en esa felicidad. La quietud de la mañana, sin embargo, me fascinaba. En la misma casa había paz. Había ido poca gente y Amézquita dormía tranquilamente, tal vez sólo molesto por el desacompasado subir y bajar del pecho. ¿Por qué veía yo aquella tranquilidad como cosa superficial? Me dije que debía estar nervioso por el mal dormir, el trajinar, el pensar, y me lo repetí varias veces, empeñado en convencerme. Pero no lo lograba. Veía aquel cielo alto y claro, aquel armónico y gentil movimiento de toda hoja, aquel fluir lento del día como algo lejano, casi de sueño, que sólo lograba adormecerme la piel. Para ponerme a tono con el día cogí maíz y estuve echándoselo poco 590
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a poco a las gallinas; recorrí el jardincito deteniéndome en cada flor, y jugué con los perros como en mi olvidada niñez. Y de pronto, cuando correteaba entreteniendo a Rabonegro, oía a Rosa gritar mi nombre y llamarme. Corrí. Ella estaba en la puerta, con un paño sobre la boca. La empujé y entré. Marta rezaba al pie del catre. Al viejo se le había llenado el rostro de huesos. —¿El berrón, el berrón! –grité. Toda alocada, en un revuelo de brazos, de faldas y de pelo, Rosa registró un rincón, y se volvió desolada, mostrando la botella vacía. No perdí un segundo y corrí al patio. —¡Pancholo, Remigio! Nadie contestó. En una sombra de yerba que había junto a la cocina, mordisqueaba un potro. Me dirigí a él corriendo y en medio de la carrera iba pensando: “Ya no lo salva nadie”. Mientras le echaba el bozal a la bestia tuve tiempo de decir algo que le devolviera a Rosa la confianza. Salté sobre el animal sin aparejarlo y empecé a maltratar a talonazos sus costillas. Llegué rápidamente. Desde el camino grité: —¡Antonio, pronto, berrón, que el viejo se muere! Veía la pulpería en sombras y repetía ahogándome. —¡Berrón que se muere! —Dios le guarde la suerte –rezongó una voz. Al tiempo que me volvía, pregunté: —¿Suerte? ¿A quién? Todavía no lograba distinguir al que hablaba. Antonio Rosario destapaba la botella para que yo perdiera menos tiempo. De pronto le oí decir: —No hable caballá, Inocencio. Pero Inocencio no quiso callarse. —A usté –dijo señalándome. Mientras corría a montar, sin comprender claramente qué quería decir, insistí: —¿Y por qué a mí? Pero súbitamente vi claro. No esperé la respuesta. Como si la sangre se me hubiera vuelto llamas de pronto, me sentí arder por dentro. —¡Hijo de mala madre! –grité al tiempo de atacar. Él estaba armado de cuchillo, pero no lo había sacado. Al golpe, le vi la cara echando sangre y los ojos enrojecidos por la ira. El piso resonaba bajo nuestros pies. Antonio Rosario maldecía a grito pelado. En un relámpago de tiempo eché el ojo sobre el cabo de un machete que descansaba en el mostrador. Tiré la mano, pero ya él había logrado sacar su cuchillo. Mostraba los dientes ensangrentados y soplaba como bestia. Sentí la punta del cuchillo en el hueso, sobre el omoplato izquierdo, y, ya loco, como quien tala matorrales, lancé el primer golpe. El hombre se ladeó. Di otra vez, y otra más. La voz de Antonio resonaba en mis oídos: —¡Lo va a matar, Juan; lo va a matar! Entonces vi a Inocencio doblarse, cubrirse el rostro y caer. Me asomé a la puerta. Los objetos se me confundían. El cielo, los árboles, el camino: para mí todo se movía en una danza vertiginosa. Corrí. No recordé que andaba a caballo y me fui a pie. Antonio Rosario daba gritos: —¡Corran, que malograron a Inocencio! Caminé hora tras hora, dando rodeos, y cuando el sol clareaba, antes de que reventara la mañana, había alcanzado el fundo de Nisio Santos. El trillo terminaba ahí y a nadie iba 591
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a ocurrírsele buscarme donde el viejo Nisio Santos. Era un negro serio, silencioso, muy estimado por sus amigos. Lo llamé desde la tranca. Tardó en salir. Un perro blanco empezó a alborotar. —Muchacho, soñando contigo tuve anoche. Quién me lo diba a decir. —Corté a Inocencio, el del viejo Vinicio –dije a manera de explicación. —Dentra y siéntate. Eso le pasa a cualquier hombre, no te apures. La mujer de Nisio Santos no podía levantarse. Ellos eran solos, porque los dos hijos se les habían ido al pueblo. La vieja tenía medio cuerpo paralizado. —Ay jijo –comentó al verme–. Dichosos los ojos. Mira que hacía tiempo que no sabíamos de ti. Hablamos de su enfermedad, mientras Nisio bregaba con astillas de cuaba en la cocina. El bohío era pequeño, sucio. No comprendía uno cómo podía resistir las inclemencias del tiempo. Una gallina estaba echada en un rincón. Afuera se mecían los plátanos al aire de la mañana. El viejo hablaba con voz monótona, respondiendo a una petición mía: —Yo casi no resisto camino largo, y menos hoy, con este anuncio de agua; pero un servicio no se le niega a naiden, muchacho. Horitica salgo yo pa Penda. Asina no haberá lugar a que piensen que tú andas por aquí. Yo le oía y veía sus desnudos pies, grandes, de talones cuarteados. Ya estaba abrumado por los años. Se movía con lentitud y chupaba su cachimbo como adormeciéndose. Me pidió que le hiciera su sopa a la vieja y que le terminara un desyerbo en el platanal, si no llovía. El perro le acompañó buen trecho, moviendo alegremente el rabo. El fundo estaba metido en pleno monte. Se oía el susurro del viento entre los troncos cubiertos de bejucos. Las hojas de plátanos resonaban con la brisa como puertas que se abrían y se cerraban de golpe. Silenciosa, la vieja dejaba pasar las horas prendida de su cachimbo de barro. Cansado como me hallaba, quise esperar un rato antes de ponerme a desyerbar. Me tendí sobre un banco estrecho, frente al fogón, y cerré los ojos. Sin explicarme por qué tenía una sensación de seguridad que me hacía mucho bien. Echado en la puerta de la cocina, el perro blanco se adormilaba para sorprender las moscas que se le posaran encima. Poco a poco fui sintiendo los ojos duros y empecé a perder el dominio de los sentidos. De pronto vi a Inocencio tendido a mis pies con la cabeza machacada, sin rasgos humanos. Yo caminaba, y adonde iba, iba aquel cuerpo de cabeza deshecha. No se movía, pero no me abandonaba. Yo cruzaba el potrero de Amézquita. La noche era oscura y llovía a cántaros. De todo terrón, de todo tronco salía una mano. Yo lograba escapar por pulgadas de ventaja. Llenando el potrero, resonaba la voz de Antonio Rosario: “¡Él fue, él fue, él fue!” Rosa se hincaba frente a un soldado de rostro repugnante y lloraba hablando: “Le doy lo que usté me pida si lo perdona”. Yo no podía con mi terror. Gritaba desesperado, corría ladeándome, huyéndoles a tantas manos. Blandiendo un machete afilado, el viejo Nisio Santos clamaba: “¡No le pongan la mano, no le pongan la mano, sinvergüenzas!” Seguía la noche negra, tan negra como si hubiera sido sólida. Vi una mujer cruzar el potrero, apartando la yerba con unas manos blancas y gentiles. De pronto aparecí a la puerta de Amézquita. Había mucha gente, un catre en la sala, y alrededor, cuatro velas en sillas, y Rosa tendida sobre el catre, llorando. El viejo Amézquita surgía de entre las sábanas blancas, me miraba con ojos hundidos y horrorizados, y me decía: “¡Tú fuiste, tú, yo lo sé!” Yo empecé a gritar: “¡Yo no, yo no, yo 592
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no!” Entonces Pancholo y Remigio rompían en una risa a la vez sonora y tenebrosa, una risa tan estrambótica que ahogaba todos los ruidos. No sé por qué me hallaba con ellos jugando brisca al tronco de un caimito. Hacía mucho sol y a la vez era noche cerrada. Jugábamos, y al volver los ojos tropezaba con Inocencio a mis pies. Allí estaba, con la cabeza hecha trizas. Encolerizado por su injusta persecución, yo le escupía el vientre y el muerto lloraba lleno de amargura. Eso me causaba terror. “¡Juan, ahí vienen; huye, Juan, que ahí vienen!” –gritaba Marta–. Yo no podía huir. Quería moverme y estaba clavado en el suelo; deseaba dar voces y había enmudecido. Rabonegro empezó a ladrar en forma desesperada. Alcé la cabeza. El perro blanco de Nisio perseguía un hurón, llenando el patio de ladridos. Tardé en recobrarme, lleno de miedo cerval. De pronto no comprendí dónde estaba, y veía la cocinita negra, el bohiucho pobre; vigilaba los alrededores y me parecía estar acechando el silencio. La vieja tosió en su habitación. Entonces me hice cargo de dónde estaba y me apresuré a reavivar la candela, que ya se consumía. Después me puse a buscar los ingredientes de la sopa; registré macutos viejos, rincones y barbacoas; en parte alguna hallé con qué hacerla. Había unos granos de sal en una higüerita, pero ni manteca ni ajos ni otra cosa para condimentar. Salí al patio, recogí unas mazorcas de maíz y en un plantón raquítico encontré unos rabos de yuca. Más que sopa, lo que hice fue un caldo pobre, que a nada sabía; sin embargo la vieja estuvo tomándoselo con placer y cuando terminó dijo que hacía tiempo que no comía sopa tan sabrosa. Yo estuve un rato mortificado, mientras ella tornaba a chupar su cachimbo, con los ojos perdidos en el techo. No sabía si sus palabras eran sinceras o si las dijo para no echarme en cara mi ignorancia. Lo primero me impresionaba por la miseria que hacía sospechar; lo segundo, por su generosidad. Esperando a Nisio, que anduvo ligero, entró la tarde. El viejo llegó silencioso, preguntó por su mujer, fue a saludarla y después se metió en la cocina. No se había quitado el sombrero. Estuvo un rato acariciando al perro. Yo trataba de adivinar qué iba a decir. Sus gestos pausados y nada extraordinarios podían encubrir una noticia mala o una buena. Al cabo habló. —Eso del muchacho de Vinicio es caballá. La gente creía que diba a salir guapo, pero yo sabía que no. A la verdad, yo no estaba nervioso, o creía no estarlo; pues si no lo estaba, ¿por qué había soñado lo que soñé unas horas antes? Pero si tenía una falta de acomodo interior, creía que la causa no era que hubiera herido a Inocencio sino haber sido violento con él: que él me hubiera sacado de mi decisión de no ser violento. Me producía rabia pensar que él me había obligado a herirle. Era bruto el condenado, bruto y odioso. Rosa no tenía nada que ver en eso; ni siquiera pensaba en ella. Era sólo Inocencio, sólo él; él y yo. —Le diste sus buenos golpes, pero de plan, no de filo. Agora, que cuando te sintió hombre, se aflojó. Y como tú le sacaste sangre… una cortaíta; cosa de na. Me dijeron, y te lo digo como me lo contaron, que el taita le dio su pela por blandito. —¿No está grave, entonces? —¿Grave? Esos porquerías ni an se mueren, muchacho. Y yo no sé, porque pa la falta que hacen en el mundo. —Yo creí que… Usté no sabe la alegría que siento. —Caballá, muchacho… ni an herido… Tú puedes dirte a Penda, si te da la gana; pero si quieres llevarte de mi consejo, no vayas. El Inocencio ése no saldrá guapo, pero alevoso 593
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sí. Lo mejor es evitar. Cuando no hay más remedio, se para uno a pelear. Yo creo que tú no tienes qué buscar en Penda, asina que… —Sí, tengo que ir donde el viejo Amézquita. —¿Amézquita? Enterrao ta ya. Hoy mesmo lo enterraron. “Hoy mesmo lo enterraron, hoy mesmo lo enterraron”. He oído esas cuatro palabras mil veces, más de mil veces, y ahora mismo estoy oyéndolas. La noche anula las líneas del camino y borra los perfiles del monte. Cantan las ranas y algunos cocuyos se encienden; los perros ladran en hileras; uno aquí, otro más lejos, otro perdido en la distancia. Camino. Arriba asoma una que otra estrella entre nubes densas y lentas. He dejado atrás el trillo que lleva al fundo de Nisio Santos; he dejado atrás los primeros bohíos de Penda; y camino, camino. Como en la noche de mi vuelta a la casa de Amézquita, pienso en Rosa. Ahora es huérfana. Estará con Marta. El caserón le parecerá grimoso y oscuro. También pienso en Amézquita. Lo veo huesudo, con los ojos agrandados, agarrándose el pecho. “Hoy mesmo lo enterraron, hoy mesmo lo enterraron”. Imagino la hora del desenlace. Ocurriría cuando yo estaba luchando con Inocencio en la pulpería. Rosa gritaría desolada y las viejas del lugar debieron llegar a toda prisa. La noche del velorio –anoche– Rosa se pasaría el tiempo preguntando al sesgo por mí; le contarían lo de Inocencio y lloraría la desgracia a la vez que la muerte del viejo. Me parece verla con su negro pelo descuidado, los ojos hinchados y la nariz roja de llorar. En el velorio habría gente de todos los lugares vecinos; los hombres contarían cuentos y las viejas cabecearían sueños entre los rezos. Camino, camino… Arriba siguen amontonándose nubes negras. Si no estoy equivocado debe faltarme poco para llegar a la pulpería. Llamaré a Antonio Rosario y le preguntaré. Aunque no; es mejor que nadie sepa mi paradero. A lo mejor es una trampa lo que le han contado al viejo Nisio Santos. Bueno, no puede ser trampa porque nadie sabía que yo estaba en su casa. Me gustaría hablar con Antonio, oírle decir algo. Es buen amigo y con seguridad no me delatará. Decía: “¡Corran, que desgraciaron a Inocencio!”; pero no decía quién lo había cortado. Quizá hasta esté un poco alegre por lo que le haya pasado a Inocencio. Camino, camino… ¿Cuándo se desplomarán esas nubes que ya cubren el cielo? Creo reconocer el sitio por donde voy. De ser éstos los cacaotales de don Vinicio, estoy al alcanzar la pulpería. Sí, son ellos. Ese árbol, aquí, a mi izquierda, es un roble desramado. Ahí está la pulpería; es ese bulto cuadrado. Llamaré a Antonio. Pero, ¿y si hay gente con él? ¿Quién? Tal vez una mujer; nadie sabe. El perro ladra furiosamente; parece que va a reventar ladrando. Acorto el paso. ¿Llamo? Ya estoy frente a la pulpería. Debería detenerme y llamar. Pero no lo haré. Ahora no quiero devolverme. Antonio estará durmiendo. ¿Serán las doce? No, quizá sea un poco más tarde. Es imposible saber la hora exacta. De noche se camina más despacio porque apenas se ve por dónde se anda. Además, esta vez no hay estrellas. Las nubes crecen y se confunden allá arriba. Camino, camino… A ratos no pienso; sólo me esfuerzo en mirar. ¿Alambres? Los tiento y digo: “Tierra de Amézquita”. Tierras de Amézquita. ¿Por qué no me conmueve pensarlo? Toda la que tenía la ha cambiado ahora por un hoyo estrecho. ¿Cuándo comenzará a pudrirse?” Dicen que alguna gente no se pudre; depende del terreno y quizá hasta de la causa de la muerte. Pero Amézquita… Amézquita se pudrirá pronto. Murió flaco. Quería dejarme atado a su hija. ¡Ah, el viejo Amézquita! Era buen hombre, no cabe duda; pero quería atarme a su hija. 594
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Rosa debe estar pensando en mí. ¿Llorará? Su vida ha quedado dislocada de golpe. ¿Quién iba a decirle que sucedería todo esto? La vieja Marta rogaba: “Quédese aquí con nosotros, Juan”. Bien: ni el viejo ni yo. Nadie puede prever el futuro, y a veces llega lo que menos esperamos. Camino, camino… La brisa ha cambiado y es ahora viento de agua. Voltijea entre las copas de los árboles; zumba, gira, arranca hojas. No tardará en llover. Toda la noche suena, canta. Del mismo corazón de la tierra parece levantarse un rumor de vida. Veo los arbustos doblarse, mecerse; ojeo hasta que me duelen los ojos; extiendo el brazo para evitar tropiezos. “Amézquita no está; ha muerto” –pienso–. Se lo llevaron esta mañana por este mismo camino. Todos los campesinos de por aquí se pondrían ropa limpia –”su muda limpia”, como dicen ellos–, y sin duda vino don Rogelio el del Palmar en su mulita. Buen paso el de la mulita. Camino, camino… Oigo a mi espalda el ronroneo de la lluvia; distingo el ruido peculiar de las gotas sueltas que caen en las hojas. Apuro el paso. Ahí está la casa. Aprecio el perfil de los árboles que la rodean, inesperadamente el corazón me salta. Sí, ahí está la casa. Siento que las manos se me enfrían. El aguacero viene cantando a mi espalda. Corro. Rabonegro ladra, se enfurece, estruja su cabeza con mis piernas. Busco el alero. Me siento frío y lucho contra la impresión. La lluvia está lavando ya el techo de la casa. El perro se echa a mis pies. Yo me doblo y acaricio su cabeza. Llueve intensamente. Me siento mojado en un brazo, en un hombro. Me pego más. Silencio. Ahora, al conjuro de la lluvia, me va invadiendo una tristeza inexplicable. Debe ser mucho más de medianoche. Quizá en algún lugar distante estén celebrando una fiesta. Esta lluvia se irá filtrando poco a poco hasta mojar el ataúd de Amézquita. Los bohíos, pobres y miserables, están cerrados. Yo tendré que trabajar mañana, como ayer, como siempre; y no yo solo: también los miles y miles de seres humanos que viven en esos bohíos miserables. A esta hora hay mucha gente cobijada por un techo de zinc, de yaguas o de cemento; unos estarán durmiendo junto a sus mujeres, otros junto a sus hijos, otros con sus padres y sus hermanos. Yo estoy aquí, bajo un alero, acariciando la cabeza de Rabonegro. ¿Estará Rosa pensando en mí? La lluvia arrecia. Las ideas tristes, los pensamientos dolorosos nacen en tropel no sé dónde, y me angustian. Oigo el viento pasar por entre los árboles. ¡Solo, solo! ¿De qué me sirve mi libertad ahora? Tal vez enferme, quizá caiga herido un día, golpeado por un tronco o macheteado por cualquier Inocencio. Rosa está aquí, y acaso no duerma. Su catre estará caliente. ¿Por qué no llamar, por qué, si ello asegura mi porvenir y calma mi soledad de hoy? Voy a llamar. Bastará con que dé un golpe en la puerta y diga su nombre. Ella estará despierta, quizá esperando esto mismo, que yo la llame. La vieja Marta se alegrará de que vuelva; estoy seguro de que se alegrará. Rabonegro gime entre mis pies. La lluvia decrece por un momento; es menos ronco su canto en el techo. La brisa pasa ahora menos sonora, más suavemente. Oigo una tos. Estoy seguro de que es ella. Me presiente y no duerme. A seguidas, una voz: —Marta, Marta… Me llega el murmullo de la respuesta, pero no distingo las palabras. A poco, otra vez Rosa: —No es el perro, Marta; es gente. ¿Gente? Ha querido decir “Juan”. Levanto la mano. Fugazmente, la imagen de Amézquita pasa por algún lugar de mi cerebro. Lucho. Tengo la mano levantada, pero lucho. Su catre 595
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
estará caliente. ¿Y mi libertad, mi libertad? No puedo más, ¡no puedo más con mi duda! La lluvia torna a arreciar. Es un golpe de agua y viento el que se acerca. El camino estará parido de charcas y lodazales, y aquí hay cama, casa, afecto. Creo que voy a ahogarme. La voz se me aprieta sin haber salido; me ahoga como piedra metida en la garganta. Decididamente, no puedo más, ¡no puedo más! Y me lanzo al camino, por cuyos desniveles corre raudamente el agua sucia.
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No. 38
virgilio díaz grullón crónicas de altocerro cuentos
Prólogo Carlos Curiel
prólogo La circunstancia de que el autor de estos cuentos, que la Colección Pensamiento Dominicano recoge en una primera antología –prosiguiendo así una ejemplarísima labor de allegamiento de las más representativas obras del quehacer literario de nuestro pueblo– me haya escogido para pergeñar estas palabras de presentación, obedece, por una parte, a motivos sentimentales, habida cuenta de los nexos de compañerismo y de afinidad intelectual que nos ligan desde los años de la adolescencia; y por otra, en razón de que antes de darse a la imprenta su primer libro Un día cualquiera*, me tocó la delicada misión de fungir de “lector de sondeo” frente a las dubitaciones del autor, nacidas de su acendrada honestidad intelectual, antes de aventurarse, nuevo Jasón, en el oleaje de opiniones encontradas que agita ese proceloso mar que forma el público de los lectores. Lejos de mí la pretensión de hacer obra de enjuiciamiento crítico en estas breves líneas. Estimo justificada mi misión con señalar el hecho de que tan pronto concluí la lectura de aquellos primeros cuentos, encarecí a Virgilio Díaz Grullón desechar todo escrúpulo y apresurarse a publicarlos para enriquecimiento de nuestra moderna literatura en un género calificado con frecuencia como uno de los más difíciles. La acogida altamente favorable que obtuvo ese primer volumen de cuentos –no sólo en los círculos literarios del país, sino del Hemisferio, incluso entre lectores de habla inglesa a través de traducciones– justificaron con creces mis recomendaciones y ratificaron mi fe en el talento y la capacidad creadora de su autor. Insisto en que la labor de crítica literaria me aterra. Particularmente si ésta reviste las características del “Sherlockholmismo” crítico, en el sentido de practicar la vivisección de la obra objeto de enjuiciamiento, rastrear sus antecedentes, determinar su mayor o menor ajustamiento a las llamadas “reglas del género”, indagar posibles simbolismos en los personajes y descubrir recónditas conexiones entre las motivaciones de éstos y la propia psique de su creador. Ante las expresiones artísticas mi actitud suele ser la del gozador receptivo dispuesto a ser arrastrado al orbe mágico que recrea la obra de arte; claro está, cuando la misma posea la virtud de suscitar ese milagro, siempre maravilloso, de identificación entre el creador y el gozador. Frente a un cuadro, un poema, una sinfonía, una pieza de teatro, una novela o un cuento, persigo de inmediato esa sensación de plenitud, de entrega total, de deleitosa incursión en una “terra incógnita”. En suma, a mi entender, el hermetismo, la incomunicación, constituyen pecados mortales en toda obra de arte. Con la obra de Díaz Grullón surge en nuestro ámbito literario un auténtico cuentista dominicano. La yuxtaposición de estos dos conceptos –cuentista y dominicano– ofrece la oportunidad para reiterar consideraciones –que en modo alguno pretenden ser originales– acerca del llamado cuento dominicano. A partir del florecimiento de las literaturas regionalistas en Hispanoamérica –ese formidable re-descubrimiento del hombre americano que vive su drama en medio de la agresividad de su “hábitat”, arrastrado por la vorágine de fuerzas sociales que le prestan estatura heroica a su doliente humanidad– los escritores dominicanos se suman a la corriente y se habla, cada vez con más insistencia, del cuento dominicano. *Un día cualquiera, editado por la Librería Dominicana en 1958.
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Se asoma a nuestra literatura el medio rural cual trasfondo o escenario para la actuación como protagonista, agonista o antagonista de la figura del campesino, tanto como vale, peón, gavillero, cacique de facciones, capataz, hacendado, general de horca y cuchillo; esto es, como ingredientes de recio colorido para arrojar ese precipitado que es la expresión literaria de la más bronca esencia de la dominicanidad. Esto se explica por el hecho de que en nuestro país más del 70% de su población vive en el medio rural, en condiciones poco menos que infrahumanas, y su vinculación a la tierra, en una forma u otra, constituye el drama de su vida y, por tanto, el más inmediato y rico material para una elaboración cuentística o novelística de esencia nacional. Dentro del género del cuento, esta tendencia dominicanista y rural alcanza su culminación en la formidable obra de Juan Bosch, que por sus múltiples méritos ha prestado una dimensión continental –si no universal– al obscuro drama del hombre dominicano. Bosch es el gran cuentista dominicano. Y lo es porque en su talento se ligan indisolublemente una honda vivencia del escenario y una vital identificación con la psicología del hombre del agro. La aparición de su primer libro de cuentos Camino Real constituyó una revelación. Para los que entonces éramos muchachos, fervorosamente asomados a las nuevas corrientes literarias americanistas, la obra de Bosch sencillamente nos deslumbró. Allí estaba el hombre dominicano luchando a brazo partido frente a las adversidades. EL héroe surgido de la gleba arrastrado ya por las fuerzas incontrolables de la naturaleza –inundaciones, sequías, epidemias– ya que por la vorágine de las luchas fratricidas o estrujado por el férreo puño del latifundismo feudal. Obra amarga y cargada de profunda compasión. Con el paso de los años, la obra primeriza de Bosch –desgarrada y palpitante– mantiene su vigencia como elocuente testimonio de una realidad social. Desgraciadamente –y esto es un juicio personalísimo– se reduce, con todos sus altos méritos literarios, a un testimonio. Vivimos en ella el drama desgarrador del hombre de nuestra tierra. Pero hay en esos cuentos un amargo acento de pesimismo. Su lectura deja, en estas alturas de los tiempos, un regusto de frustración. De antemano, se adivina que esa lucha, esa dura agonía en el sentido unamuniano, desembocará en una interrogante, cargada de sugerencias, cierto, pero también de un vago y anhelante sentimiento de insatisfacción como en aquel film de Chaplin cuando el héroe, cumplida su frustrada epopeya, se aleja, con su andar ridículamente patético, a lo largo de un desolado camino hasta perderse en un remoto punto de fuga que se esfuma para dar paso a la palabra “fin”. Los cuentos de Díaz Grullón responden a las inquietudes de una generación posterior. El campo, el agro y sus problemas, siguen siendo la clave del destino nacional. Pero en ese lapso se ha producido también entre nosotros –como en otros pueblos latinoamericanos– el fenómeno del crecimiento extraordinario de los centros urbanos a expensas de la población rural. Junto al hombre de ciudad, ha aparecido el hombre que se desplaza del campo en busca de mejores condiciones de vida y aporta así una inédita nota de calor, no menos auténtica, en el paisaje humano de la ciudad. De este núcleo recién llegado, apenas sacudido de su agreste relente, se nutre la nueva clase obrera en las incipientes industrias, los pequeños empleados del tren burocrático –de primordial importancia en el equilibrio presupuestario de nuestros pueblos–, los modestos dependientes de pulperías, artesanos, buhoneros, pregoneros de billetes de la lotería nacional, et al. 600
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN | CRÓNICAS DE ALTOCERRO
He aquí el nuevo tipo humano que sirve de material a los cuentos de Díaz Grullón, tan auténticamente dominicano como el de la extracción rural. Ahora bien, el drama del hombre dominicano reviste en este joven autor un acento menos epopéyico –en el sentido de enfrentamiento a la fuerza externa– que en sus antecesores. El drama del dominicano de la ciudad es de interioridad. Ya no es la inclemencia de la naturaleza, ni la fuerza coactiva del cacique de turno, ni la esterilidad del suelo, ni la incomunicación física. Se trata esta vez del trauma psíquico del hombre de ciudad o del hombre que vegeta en estas poblaciones que no alcanzan la categoría de ciudad, pero que han perdido el encanto parroquial y eglógico de las aldeas tradicionales. Varios de los cuentos de Díaz Grullón se desarrollan en un poblacho creado por su imaginación –Altocerro– pero en el que se descubren elementos tomados de la realidad de nuestro medio, de pura extracción vivencial. Se trata del escenario para el drama de ese nuevo tipo de dominicano, también frustrado, malogrado en su destino, anhelante de una nueva oportunidad, de un cauce a su vida que siente, en lo íntimo, llamada a un más alto destino. Hay también en estos cuentos un amargo sentido de frustración, pero en esa medida constituyen un retrato de un gran sector de nuestro pueblo. El autor no plantea soluciones a esas vidas frustradas. No es esa su misión. Pero, sin decirlo explícitamente, hay compasión y profunda simpatía, por esos seres y el anhelo latente de que alguna vez, al término de su ruta –aparentemente sin sentido– brille una luz de redención definitiva. Carlos Curiel
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Círculo
Soy un hombre ordenado. Extremadamente ordenado y cuidadoso. Tan pronto abro los ojos a las cinco en punto de cada mañana, inicio un sagrado ritual de movimientos precisos –siempre los mismos– que transportan mi cuerpo, desde la estrecha cama arrimada a la pared, hasta el oscuro cuarto de baño anexo a mi habitación, donde completo mi prolijo aseo personal. Veamos: emerjo suavemente del sueño y me encuentro a mí mismo acostado de espaldas, en el centro exacto del lecho, con las piernas juntas y estiradas y los brazos reposando en ambos lados del cuerpo, formando un ligero ángulo con el torso, pero absolutamente rectos, sin flexión alguna en el codo. Las manos, apoyadas por el dorso, mantienen los dedos ligeramente curvados hacia las palmas, en una suerte de crispación natural, desfallecida y estática. Mi cabeza se apoya en el medio de la almohada, y yo adivino junto a mis sienes los simétricos pliegues que provoca su peso en la tela blanca y tersa que la envuelve. Más allá del suave género de mi pijama de pálidos colores, observo mis pies sobresalir de la sábana cuidadosamente doblada que me envuelve tan sólo las piernas y el vientre. Están allí, erguidos, gemelos, escrupulosamente limpios y cuidados. Los veo como si no me pertenecieran y alguien los hubiera puesto allí aprovechando mi sueño. Durante unos segundos, juego con esta idea absurda que se quiebra bruscamente –como estalla una pompa de jabón– cuando, con movimiento ininterrumpido y certero, me incorporo, aparto la sábana con la mano izquierda, y giro sobre el coxis hasta sentarme en el lecho. Entonces los pies –prodigiosamente reconquistados por mi cuerpo– descansan suavemente en el suelo, junto a las pantuflas de cuero colocadas simétricamente delante de la cama. Sucede a ese instante preciso, un momento breve, pero intenso, de meditación y ensimismamiento. Coloco los codos sobre las rodillas y reposo la cabeza entre las manos. Me concentro, me absorbo en mi propio yo, y ahuyento de ese modo las postreras nieblas del sueño. Después de algunos segundos, ya estoy listo. Sacudo la cabeza, me calzo las pantuflas (sin ponerles las manos, con sólo un doble movimiento de los pies) y doy los cinco pasos que me separan del cuarto de baño. Es ésta una habitación estrecha, asfixiante, mal ventilada y peor iluminada. Me he quejado sin éxito… He protestado de eso y de otras cosas que ahora no recuerdo. Cada vez que entro aquí me subleva y me irrita el recuerdo del poco caso que han hecho siempre a mis justas reclamaciones. Esta breve sensación de ira concentrada, es también parte del ritual sagrado de cada mañana. La desecho, no obstante, casi de inmediato, enciendo la bombilla y me dedico a la observación del rostro que me devuelve el espejo incrustado en la pared sobre el lavabo. Frente amplia de pensador. Ojos negros, profundos, penetrantes. (Hay que cuidar, sin embargo, de ese atisbo de desconfianza que se trasluce en el girar nervioso de la pupila, y en esa tendencia a mirar de soslayo). Frunzo el ceño y me pongo a ensayar frente al espejo una mirada recta, fija y limpia sobre mí mismo. Me hago el propósito de repetir este ejercicio cinco veces por día, cinco minutos cada vez. Abro la boca y me examino detenidamente la lengua, extendida sobre el labio inferior. Bien. La escondo y recojo los labios, dejando al descubierto los dientes blancos, cuidados, sanos. Tomo el vaso metálico del pequeño escaparate y lo lleno de agua hasta tres cuartos de su capacidad. Lo coloco sobre el lavabo. Cojo el cepillo de dientes con la mano izquierda y el tubo de pasta dentrífica con la derecha, los reúno frente a mi rostro y vigilo atentamente que la presión de los dedos sea la justa para extraer un centímetro de pasta. Arrastro el tubo sobre las cerdas del cepillo y allí queda la familiar sustancia blanquecina, prolijamente distribuida en la superficie raspante. Retiro un poco las manos de mi rostro y admiro por un buen tiempo 602
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN | CRÓNICAS DE ALTOCERRO
la perfección de la obra (digna de un anuncio a todo color de una revista americana). Entonces inicio la operación de limpieza, con movimientos rítmicos, de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo. (Es preciso seguir las estrías naturales de los dientes… lavárselos tres veces por día… el cepillo no debe humedecerse… Son cinco pesos la consulta…). De arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. Lentamente, lentamente… Una, dos, tres veces, hasta contar quince. Al principio el brazo se me cansaba extraordinariamente. Ya no. Ahora resulta algo más bien divertido… (Cuatro, cinco, seis, siete)… Aunque a veces siente uno la tentación de cambiar la dirección y mover el cepillo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha… (ocho, nueve, diez, once)… O hacerlo girar en círculos, cada vez más estrechos y rápidos… (Doce, trece, catorce y quince…) La boca tiene ahora un agradable frescor, pero es preciso enjuagarla, y ello también procura un goce especial. Abro la llave de agua y sumerjo en el chorro la punta del cepillo. Con el pulgar barro hasta el último vestigio de pasta sobrante, y luego observo las cerdas al trasluz de la pequeña ventana enrejada. No quedan trazas. Tomo el vaso de agua y bebo cuatro buches sucesivos arrojándolos cada vez sobre el lavabo. Coloco nuevamente vaso y cepillo en su lugar respectivo y realizo un nuevo examen de mi dentadura frente al espejo. Al bajar la vista, distingo junto al grifo, una mancha blancuzca, pequeña, pero deprimente, afrentosa, sobre la límpida superficie esmaltada. No quiero tocarla con las manos. Produzco nuevamente el chorro de agua, tomo un poco en el hueco de las manos juntas y lo dejo caer poco a poco sobre la pequeña mancha. No desaparece totalmente, aún cuando queda borrosa, invisible tal vez para otra mirada menos perspicaz. Vuelvo a insistir con el agua derramada desde arriba, aún sin tocar la desagradable mancha, pero ésta no disminuye, más bien parece ahora crecer y tornarse más oscura. Miro a mi alrededor. Allá, doblada en dos sobre la pequeña mesita niquelada de medicinas, hay una toalla. Corro hacia ella, la tomo, vuelvo al lavabo y froto desesperadamente, una, dos, tres, más de cien veces. Sudo copiosamente, pero no me atrevo a mirar los resultados de mi labor. Al fin, el cansancio me paraliza los brazos y me obliga a detener la faena. Tiemblo. Dejo caer lentamente la toalla… ¡Está horriblemente sucia! La arrojo con asco lejos de mí y miro con horror la mancha del lavabo agrandándose cada vez más. Ya no es blanca, sino roja y mana como una herida abierta… ¡Es sangre, Dios mío!… No necesito más, huyo hacia mi habitación y cierro con violencia la puerta tras de mí. Me apoyo jadeante sobre ella. Presiento que aquella sustancia sanguinolenta que mana sin cesar del lavabo terminará por inundar el cuarto de baño e invadir después mi propia habitación. Me aseguro de que la puerta está herméticamente cerrada. Luego me separo de ella y busco ansiosamente algo con qué tapar los intersticios. ¡Dios mío! ¿Qué veo?… Toda mi precisa y ordenada personalidad parece estallar de repente. (Me habré equivocado de puerta otra vez?)… No estoy en mi habitación, sino en el centro de una llanura inmensa que se comba en el horizonte infinitamente lejano, en una parodia absurda de la curvatura de la Tierra. Después de un primer momento de horrorizado estupor, comprendo que es preciso escapar de aquella espantosa soledad y refugiarme de nuevo en la seguridad de mi habitación que debe estar en alguna parte detrás de este páramo infinito. Elijo al azar la dirección que debo imprimir a mis pasos, e inicio la penosa marcha hacia el confín del mundo. Camino con rapidez. Corro casi, durante horas interminables, jadeante, conteniendo la respiración, con los ojos fijos en el horizonte desierto. El suelo es viscoso, resbaladizo, pero me mantengo en prodigioso equilibrio. De repente, un temor súbito me asalta. Estoy en el mismo lugar, y a pesar de mi sobrehumano esfuerzo no he logrado avanzar una sola pulgada. Sin dejar de mover las piernas, bajo la vista y compruebo, azorado, 603
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que el terreno se mueve hacia atrás a medida que voy mudando pasos, como si mi loca carrera siguiera la dirección inversa de una de esas escaleras automáticas de las tiendas de lujo. Comprendo que debo caminar en dirección contraria para aprovechar el movimiento del terreno. Doy vuelta e intento desandar el inexistente trayecto que creí haber recorrido. Mas, tan pronto lo hago, el gigantesco mecanismo subterráneo modifica a su vez la dirección con un ruido atronador de sus engranajes invisibles y el terreno vuelve a correr en contra de mi marcha. Cambio dos veces más el curso de la ruta, y otras tantas vuelvo a ser víctima de la trágica jugarreta. En el último de mis bruscos virajes, doy un traspiés y caigo de bruces en el suelo. Compruebo que mientras permanezco inmóvil, la tierra tampoco se mueve. Después de un corto respiro de alivio, me incorporo lentamente, pero al intentar el primer paso, el ominoso estruendo me anuncia lo que sucedería de llevar a cabo mi propósito. Opto por permanecer inmóvil, acostado sobre el pecho, con la mirada prendida al horizonte inaccesible y el oído atento a los ruidos que podrán producirse bajo la tierra. El silencio es total, espantoso. Por un largo rato nada parece suceder, hasta que noto, con una súbita sensación de inmenso júbilo, que el final del mundo ha venido paso a paso acercándose hacia mí, y trayéndome en su confín mi anhelada habitación. Por unos segundos disfruto de ese engañoso espejismo. Luego, un inesperado ramalazo de angustia: soy yo quien se hunde inexorablemente en la materia viscosa que me rodea, súbitamente reblandecida y absorbente. Aterrorizado, miro mis piernas, desaparecidas ya bajo la tierra, y al ver sus muñones desolados, me siento de pronto víctima de la más espantosa de las mutilaciones. Puedo, sin embargo, con un supremo esfuerzo, rescatar mis miembros de la trágica trampa y rodarme a un lado en busca de algún apoyo más firme. Todo inútil: en el nuevo refugio, va hundiéndose mi brazo derecho y parte del pecho y la cadera. Agito brazos y piernas en una infeliz tentativa de nadar, pero cada nuevo intento ahonda más la fosa que me devora. En ese momento sobreviene la desesperación. Lloro amargamente, me agito con furia, profiero espantosos alaridos. Tengo ya totalmente paralizados piernas y torso, comprimidos hasta la desesperación por la masa asfixiante que los aprieta cada vez más. Sobre la superficie, tan solo los antebrazos y manos, los hombros y la cabeza, a punto de estallar de temor y desesperación, pero lúcida aún, con su precioso bagaje de facultades visuales y auditivas en angustiosa expectativa de alguna ayuda providencial. Y justamente en este preciso instante, la planta de mi pie izquierdo, de la que había perdido ya toda consciencia, parece renacer de pronto: algo sólido –¡maravillosamente sólido!– permite que se asiente en un milagroso soporte. Afirmo todo el peso del cuerpo sobre este sostén salvador, y asumo la postura ridícula de una estatua de Mercurio, con sólo un punto de apoyo para su alado pie. Me aferro desesperadamente a una nueva esperanza: mi lenta absorción por aquella materia repugnante ha detenido su inexorable curso… Pero ahora el cielo se oscurece. Una mancha inmensa cubre el firmamento y me sumerge en la penumbra. Miro hacia arriba y veo un ave gigantesca cuyo tamaño inverosímil llena toda la comba celeste. El ave monstruosa agita sus negras alas en un veloz descenso sobre mi cabeza. Viene hacia mí directamente, mas, a medida que se acerca, por alguna razón absurda imposible de explicar, su tamaño se reduce cada vez más, y al posarse sobre mi frente no es ya más que una mosca pequeñita de nerviosas patas y alas inquietas y vivaces. El insecto recorre mi cabeza con carreritas cortas, produciéndome una desagradable picazón que se convierte al poco rato en escozor insoportable. La posición de los brazos, atrapados hasta el codo, me impide espantarla de un manotazo. Mi única posibilidad es alejarla con bruscos movimientos de la cabeza. Al intentarlo, 604
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN | CRÓNICAS DE ALTOCERRO
compruebo que la materia en que estoy hundido ha fraguado y tiene ya la solidez del cemento. Esta nueva desventura trueca una vez más mi angustia en desesperación. Muevo la cabeza de uno a otro lado con ímpetu extraordinario, pero el maldito insecto no se aparta de mi frente. Después de un largo batallar, ceso de esforzarme para comprobar, horrorizado, que no puedo ya detener el movimiento y la cabeza continúa por sí sola el incesante bamboleo. Ahora mi cuello comienza ya a sufrir las consecuencias del prolongado esfuerzo, sobre todo cuando el cabeceo se transforma en un girar apresurado sobre el propio eje. Siento que mi cráneo gira como una pelota de goma a la que se hubiera impreso un movimiento de rotación con la punta de los dedos. Entonces oigo un leve crujido seguido de un fuerte dolor en la garganta. Después, una sensación de asfixia y la convicción de que el cuello se me retuerce como una tela húmeda escurrida por manos vigorosas. Por fin, un último desgarramiento definitivo, y mi pobre cabeza salta como un corcho y cae a mi lado después de producir el sonido característico de una botella de champagne que se destapa… Está ahí, frente a mí, apoyada sobre la sien izquierda, con su frente pálida, sus mejillas sin afeitar, cubiertas de retorcidos pelos rojizos, sus cejas hirsutas y los ojos de córnea amarillenta ribeteada de rojo. Pero también están allí, junto a ella, mis manos crispadas, sobresaliendo apenas de la tierra endurecida en la que parecen sembradas, como dos plantas malditas. Y más allá aún mis hombros raquíticos, con la llaga purulenta, el círculo de carne y sangre, nervios y arterias cercenados donde una vez reposó mi cabeza. Están todos ahí, y yo los miro (¿desde dónde?) como si no me pertenecieran, y se tratara de objetos extraños encontrados al azar durante un paseo por el campo… Ahora comienzo a oír de nuevo el crujido de los goznes subterráneos. Los siento crecer bajo la tierra, y observo que el suelo se convierte poco a poco en un plano inclinado. Mi cabeza comienza a rodar sobre sí misma. El terreno que aprisiona mi cuerpo se agrieta súbitamente y mi tronco, con sus extremidades agitándose a su alrededor como tentáculos, se ve de pronto liberado, y principia a rodar en pos de mi cabeza, en una carrera que va acelerándose paulatinamente. Yo (pero, ¿dónde estoy yo, Dios mío?…) corro desesperadamente detrás de mis miembros. Tropiezo, caigo. Me levanto. Vuelvo a caer. La inclinación cada vez mayor del terreno me arrastra en vertiginoso descenso. Pierdo todo dominio de mis movimientos. Me siento en el vértice de una vorágine de objetos y ruidos girando a mi alrededor. Ahora voy acercándome a mi cuerpo decapitado. Lo alcanzo. Me posesiono de él. Me sumerjo más bien en su tibia armazón de huesos y tejidos. Sigo rodando hacia el abismo. Presiento que el final está cerca. Mi cabeza rueda un poco más adelante. Extiendo los brazos. Logro tocarla con la punta de los dedos, pero no puedo asirla. De pronto vislumbro una puerta cerrada. Contra ella choca mi cabeza y se detiene. La tomo cuidadosamente entre las manos. Me pongo en pie. La examino: está prodigiosamente intacta. Limpio sus mejillas, le arreglo un poco el pelo y la coloco sobre mis hombros. La hago girar a derecha e izquierda: bien. Abro la puerta. Penetro en el cuarto de baño. Me miro al espejo: perfecto. Salgo por la otra puerta. Llego al fin a mi habitación… Necesito descansar. Mi confortable lecho me espera acogedoramente. Me arrojo sobre él y cierro los ojos. (¿Durante cuánto tiempo?…) Los abro de nuevo. Son las cinco en punto de la mañana y yo soy un hombre extremadamente ordenado y cuidadoso. Junto a mi cabeza, en la tela suave y fresca de la almohada, simétricos pliegues rodean mi amplia frente de pensador. En el extremo de la cama, mis dos pies gemelos sobresalen de la sábana que abraza amorosamente mis piernas y mi vientre. Un ligero movimiento de rotación, con el coxis de punto de apoyo, y mis pies descansan sobre el suelo junto a las pantuflas de cuero. Allí, a sólo cinco pasos de distancia, 605
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
la puerta entreabierta de la pequeña y oscura estancia contigua, me promete deliciosas y refrescantes abluciones matinales. Me concentro en mí mismo, ahuyento los postreros vestigios del sueño, me calzo las pantuflas y marcho, lentamente hacia el cuarto de baño, optimista y sin memoria, ajeno por completo a la espantosa amenaza que me acecha tras su aspecto inocente y pueril.
El corcho sobre el río Apenas transcurrió ese espacio de tiempo –sin medida ni definición posibles–, que sucede al instante preciso de despertar, y durante el cual parece que recogemos los trozos dispersos de nuestra mente y los unimos con rapidez mágica para formar de golpe el rompecabezas de nuestro mundo consciente; tan pronto se sintió vivo una vez más, y recordó que se llamaba Luis Almovar, y se le reveló que justamente amanecía el día doce de julio, saltó de la cama y caminó con decisión hacia el lavabo que se levantaba en un rincón de la estancia. No fue sino después de haberse salpicado la cara con agua fresca, y mientras buscaba a tientas la toalla colgada a su lado, cuando reparó, al través de los ojos entrecerrados, en el sobre blanco que reposaba en el suelo, junto a la puerta cerrada de la habitación. Con el rostro húmedo todavía y la toalla entre las manos, se acercó a la carta, mirándola fijamente, como hipnotizado. Aún antes de levantarla del suelo y de que sus ojos de miope pudieran recorrer las letras menudas que se apiñaban en el sobre, supo que la carta era de Laura. Se arrodilló a su lado y, sin tocarla todavía, leyó su propio nombre en aquellos rasgos firmes y apretados que tanto conocía. Permaneció un rato inmóvil, y luego se sentó lentamente en el suelo, abrazadas las rodillas, con el mentón descansando sobre ellas. La carta debía estar allí desde la tarde del día anterior, pero como él llegó después de anochecer y se acostó a oscuras, no la había notado. Un escalofrío le recorrió la espalda y lo forzó a apretar maquinalmente los brazos contra el cuerpo. Sintió que una breve lucha se libraba en su interior. De un lado, sentía el deseo casi irresistible de enterarse del contenido de la carta; pero, de otro, sabía que esto sería un error. Que no podía permitirse el lujo de enfrentarse una vez más con las mismas quejas y recriminaciones. Que debía evitar un nuevo encuentro con expresiones de dolor demasiado conocidas. En el fondo, tenía la certeza de que cuando se toma una decisión como la que él había adoptado, era preciso defenderla de toda contingencia, ampararla contra toda debilidad. Y allí, dentro de aquel sobre cerrado, se adivinaba la presencia de una trampa, de un llamado a la blandura y a la conmiseración… No, no iba a leerla. Por nada del mundo cometería esa equivocación… Y, además, había otra cosa: la carta era una prueba de una relación personal que él pretendía borrar sin dejar rastro. Las otras, las que había conservado hasta poco antes encerradas en el armario, habían sido cuidadosa y totalmente destruidas. Era preciso hacer lo mismo con aquel postrer vestigio del pasado. Sin vacilar un instante más, tomó el sobre cerrado, se incorporó, fue hasta el lavabo y lo rompió en trocitos menudos, dejándolos caer en el recipiente de loza. Luego abrió la llave del agua y observó atento hasta que el último pedazo de papel desapareció por el desagüe en un remolino vertiginoso de agua, papel y tinta emborronada. Su brusca decisión después de aquellos momentos de duda, pareció darle nuevos bríos. Se abalanzó casi sobre la ropa que permanecía doblada en la silla junto a la cama, y comenzó a vestirse rápidamente. No estaba asustado ni sentía temor alguno. Por el contrario, lo embargaba una grande, fría y decidida determinación. Había resuelto hacerlo y lo haría. Cuanto 606
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antes, mejor. El hecho de que aquel mismo día iba a preparar el escenario para asesinar, calculada y alevosamente, a un ser humano, no parecía afectarle mayormente. Si a Luis le hubieran preguntado en qué momento preciso había decidido matar a Laura Vindaya, no hubiera sabido responder. Pero, como es natural, nadie le había hecho aquella pregunta, ni siquiera él se la había formulado a sí mismo. Hay cosas que no tienen fecha de nacimiento. Ideas cuyo origen es imposible determinar. Son algo vago, confuso, nebuloso, que de repente adquiere una naturaleza clara y definitiva. Pero cuando uno viene a tener conciencia de ello, ya la metamorfosis se ha consumado totalmente, y parece que siempre hemos pensado así; que desde el primer momento habíamos adoptado aquella determinación irrevocable. Conoció a Laura el mismo día de su llegada a Altocerro. Había aceptado el cargo de director de la escuelita rural a raíz de completar sus estudios de bachillerato, y se trasladó a aquella aldea enclavada en la Sierra como había realizado siempre todo acto de su existencia: dejándose arrastrar por la corriente de la vida, sin resistirse a los acontecimientos, como flota un corcho en la corriente del río. Alquiló un cuarto en el único hotel del pueblo y se entregó sin entusiasmo a la rutina diaria de la labor escolar. Su vida se impregnó de monotonía. Todas las mañanas se levantaba con el alba, desayunaba frugalmente y hacía a pie el recorrido hasta la escuela, distante tres kilómetros del poblado. A las ocho menos diez minutos, invariablemente, abría las puertas de madera y se sentaba en la silla de guano, tras de la mesa, en espera de los niños. Eran cuarentiséis, de edades que oscilaban entre siete y doce años y ni siquiera conocía sus nombres: les atribuyó un número a cada uno y con eso le bastaba. Las horas se extendían, elásticas, interminables, mientras repetía, sin mirar a su infantil auditorio, las mismas nociones elementales, primitivas, que vagamente recordaba haber oído muchos años antes en una voz apagada que sonaba como la suya y que, como ella, parecía rodar, sin tocarlas, por encima de las pequeñas cabezas que se amontonaban frente a la mesa, hasta perderse suavemente en la nada y el olvido. Laura era la única persona que compartía sus tareas. Oriunda de Altocerro, vivía a pocos pasos de la escuela y estaba encargada de la tanda vespertina. Al principio, no se sintió particularmente atraído hacia ella. Era una mujer madura, seca, que debía llevarle diez años cuando menos. Durante las primeras semanas sus relaciones se limitaron al intercambio de un trivial “buenos días”, cuando, al punto de las doce, ella entraba a la escuela para hacerse cargo del turno que le correspondía. Aún antes de que terminaran de llegar los nuevos alumnos, Luis partía de nuevo hacia el pueblo, desentendiéndose de todo hasta el día siguiente. Pero una vez volvio por la tarde, y la encontró cerrando la escuela, a la hora del crepúsculo. No se había propuesto llegar allí; había salido a pasear por la carretera para romper el aburrimiento de la tarde pueblerina, y sin quererlo expresamente, sus pasos lo condujeron maquinalmente hasta la escuela. Laura lo invitó a su casa a tomar una taza de café y él aceptó. Fue una visita corriente, durante ella sólo hablaron de la escuela y de los niños y Luis partió al poco rato, sin sospechar las consecuencias futuras de aquel primer contacto inocente. Como se sentía solo en el hotel y nadie le interesaba especialmente en el pueblo, poco a poco adquirió la costumbre de visitar a Laura por las tardes, y fue adentrándose sin notarlo en aquella vida aislada que se mustiaba sin quejas. Sus padres habían muerto cuando ella era aún niña y vivía desde entonces con su hermana mayor, solas las dos a partir del día en que su hermano más joven abandonó Altocerro en busca de más propicios horizontes. Laura no se había casado nunca y parecía no haber conocido jamás el amor. 607
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Y no fue precisamente amor lo que Luis pudo darle. La tomó por vez primera junto al río, una tarde triste de noviembre, sobre el lodo negruzco que bordeaba la orilla. Lo hizo sin pasión y casi sin deseo, como se realiza algo sólo porque es inevitable. Y aunque después de aquel día sus citas fueron frecuentes, jamás le abandonaron el desgano y la indiferencia, y se limitó siempre a dejarse llevar, como siempre, por los acontecimientos. Ella, en cambio, pareció desarrollar una nueva personalidad. Su sensualidad dormida despertó con voracidad extraordinaria, como si quisiese recuperar con creces todo el tiempo perdido. No obstante desplegar la más sutil astucia para ocultar de todos su secreto, fue apoderándose de él, absorbiéndolo con requerimientos constantes y cada vez más apremiantes. Frente a la naturaleza pasiva, inerte, de Luis, su propia personalidad fue creciendo e imponiéndose cada vez más sobre la debilidad apática del hombre. Fue una batalla ganada desde el principio, en la que el perdedor se sintió desde el primer momento como un insecto preso en una telaraña. Por acuerdo mutuo, habían decidido mantener en secreto sus amores, y cuando, durante las horas de trabajo, se encontraban en la escuela, se trataban con indiferente y lejana cortesía, sin dejar jamás traslucir frente a ojos extraños que sus relaciones fueran otras que aquel seco y frío intercambio de saludos y recomendaciones oficiales. De aquel modo transcurrieron los primeros meses y, para Luis, asimismo hubiese transcurrido la vida entera, de tal modo se recostó él en la muelle costumbre de la sensualidad satisfecha sin riesgos ni problemas. Pero un día, junto al río, en el lugar que se había convertido en habitual para sus encuentros, ella le dijo, después de un silencio, y sin mirarlo a los ojos: “Voy a tener un hijo”. Al principio él no pareció entender lo que oía, pero cuando, segundos más tarde, aquello se abrió paso en su cerebro y pudo medir en toda su magnitud el sentido de aquella frase, sintió una profunda y violenta sacudida. Fue como despertar de un largo sueño. Una especie de rebeldía, de furia violenta contra sí mismo y aberración hacia la mujer, lo invadieron de súbito. Permaneció en silencio, reconcentrado, anonadado por la íntima convicción de que aquel juego placentero y fácil al que se había entregado ciegamente hasta ese momento, se trocaba de repente en algo peligroso, complicado, extraño a su propia naturaleza y a su personal filosofía de la vida. No expresó inconformidad alguna ni alteró en lo más mínimo su actitud reconcentrada y huraña, pero allí, en lo más recóndito, sintió nacer un odio profundo, desorbitado, inhumano, hacia aquella mujer y la extraña criatura que comenzaba a vivir dentro de su vientre. Ni el más ligero sentimiento, ni el más leve asomo de piedad fueron capaces de aminorar el odio feroz y el afán de destrucción que lo poseyeron desde aquel día. Sabía que era inútil proponerle a Laura la eliminación del hijo, porque presentía la irrevocable decisión de la madre de conservarlo a toda costa. Una sola idea centraba, pues, sus pensamientos: Laura tenía que morir. La debilidad del hombre, su incapacidad de luchar, fueron –por paradójica razón–, el irresistible impulso que lo empujara a decidir y planear la muerte de su amante. Aceptar el nacimiento de aquel niño era aceptar además la permanencia de sus relaciones con la madre. Significaba asumir una responsabilidad perdurable, definitiva. Es decir, algo inconcebible, absurdo. “Antes de aquello, todo, incluso el crimen”, se dijo desde el primer momento. La decisión fue informe y oscura, pero los detalles fueron completándose con el tiempo, durante sus largas horas de insomnio por las noches o, a veces, junto a la misma Laura, y mientras ella formulaba en voz alta planes para el futuro en los cuales él tenía irremisible 608
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participación. Porque seguían encontrándose, como antes, y sólo cuando ya se acercaba la fecha escogida para actuar, dejó Luis de acudir a las citas junto al río. Lo hizo sin previo aviso y sin dar ninguna explicación… Entonces comenzaron las cartas. Las traía al hotel uno de los muchachos de la escuela. A veces llegaban tres el mismo día. Él las leía a solas en su habitación con rabia y desprecio que cada vez se hacían más intensos. En las dos semanas que duró la ofensiva epistolar, Luis estuvo a punto de adelantar la ejecución de sus planes, temiendo alguna imprudencia mayor. Pero ella no la cometió. No se presentó nunca en persona en el hotel, y las cartas, encerradas en los largos sobres de uso en la escuela, podían pasar como correspondencia oficial. Cuando, al fin, las cartas cesaron, Luis las quemó todas juntas, arrojando sus cenizas por el desagüe del lavabo, aliviado de no enfrentarse con la necesidad de actuar antes del 12 de julio, último día de clases. Y, precisamente el día 12, había encontrado aquella última carta que destruyó sin leer, con impulsivo instinto de preservar contra todo la ejecución exacta de su plan. Porque había dispuesto las cosas en sus menores detalles: cerraría la escuela, abandonaría el hotel diciendo que se iba de vacaciones, y partiría a caballo del pueblo, a la vista de todos. Por un atajo, y dando un rodeo, regresaría al día siguiente a casa de Laura, aprovechando la hora en que sabía que la encontraría sola. Fingiría una reconciliación y la llevaría al río, como de costumbre. Tendría buen cuidado de tomar de la casa alguna cuerda. Tal vez un cinturón de Laura; quizás el de la bata que usaba entre casa. Parecía suficientemente fuerte… Igual que el mamón que crecía en la explanada cercana del río. Las ramas eran resistentes, sobre todo una, la más baja… El lo sabía muy bien, porque había tenido el cuidado de comprobarlo personalmente…
Ya completamente vestido, Luis se detuvo frente al almanaque de propaganda comercial que constituía la única decoración de la estancia. Puso el dedo sobre el número doce, sonrió levemente, y caminó hacia la puerta. El agente de policía estaba justamente en el marco, llenando con su corpachón fornido casi todo el espacio entre el umbral y el dintel. Luis sintió que la sorpresa y el miedo lo paralizaban de súbito, y apenas escuchó la voz que le decía fríamente: —Acompáñeme, profesor. —¿Qué pasa?… –Sólo atinó a balbucir, poniéndose mortalmente pálido. —Está usted preso, bajo sospecha de asesinato… Vamos pronto, que el sargento está esperándolo… Luis se apoyó en el marco de la puerta. –¿Asesinato?…–, exclamó mientras le parecía que todo se hundía a su alrededor. —La maestra apareció ahorcada esta mañana a la orilla del río… Descartamos el suicidio, porque no apareció ninguna carta… Lo tomó con firmeza del brazo, forzándolo a iniciar la marcha por el estrecho corredor. Mientras caminaba como un autómata, Luis revivio mentalmente su acción de destruir sin leer aquella última carta de Laura… A su lado, el policía continuaba hablando sin parar: —…el forense del Distrito no ha llegado todavía, pero estamos seguros de que la mujer estaba encinta… El sargento supo desde el primer momento que a quien había que buscar era el hombre que la deshonró… 609
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Llegaban ya a la puerta de la calle, y justamente allí, Luis tuvo su último gesto de rebeldía: —Pero, ¿por qué yo?… –preguntó parándose en seco y mirando a los ojos el rostro ceñudo del otro. Su acompañante era realmente locuaz: —Hay testigos de que ustedes se encontraban por las tardes junto al río. Además –y esto es lo más grave–, alguien lo vio hace unos días colgándose con las manos de una rama del mamón que está en la orilla, como si probara su resistencia… De la misma rama, por cierto… No creo que se salve de ésta, profesor… Al oírlo, con la cabeza baja y reiniciando lentamente la marcha, Luis sintió de repente que volvía a ser el mismo de antes: el que se dejaba arrastrar por los acontecimientos sin oponer resistencia, como un corcho que flota sobre el río. Y esa convicción le llegó junto con la visión confusa de innumerables trocitos de papel que resbalaban entre inmundicias por la corriente de agua de una cañería subterránea, que conducía inexorablemente hacia la nada la confesión de suicidio de Laura Vindaya.
El pequeño culpable Hoy me dijo tía Clara que yo cumplía cuatro años. Ni Chacha ni papá me habían dicho nada. En casa nadie habla nunca de mi cumpleaños. A veces me llevan a algunas fiestas donde se reparten bizcochos y helados, pero siempre se trata de cumpleaños de otros niños, nunca del mío… Pasé casi toda la tarde en casa de tía Clara. Me gusta estar allí. Hay un patio grande con árboles muy altos. Sobre todo uno, con ramas fuertes y un tronco grueso, fácil de trepar. Me encaramé hasta casi la mitad. Había dos ramas cruzadas y me senté en ellas, como en una silla. Con la uña abrí una zanjita en la rama más gorda y salió una cosa blanca que parecía leche. Se me pusieron las manos pegajosas. Me las limpié con las hojas que arranqué de la otra rama. Eran verdes, del mismo color que la alfombra que está en la sala de casa. Sacándoles pedacitos a cada lado me fabriqué unas plumas y me las puse en la cabeza, como los indios… Pasé mucho rato subido en el árbol, y cuando Chacha salió al patio a buscarme, yo me quedé quietecito hasta que, después de dar algunas vueltas, alzó la cabeza y me vio… Chacha es difícil de engañar. Uno puede esconderse de ella, pero no por mucho tiempo. Me agrada estar con Chacha. Sabe contar cuentos e inventar juegos. Cuando salimos a pasear, me lleva de la mano. A mí no me importa que me coja de la mano dentro de la casa o en el patio de tía Clara, pero no me gusta que lo haga en la calle. A veces yo halo la mano hacia abajo para soltarme, pero ella entonces me aprieta más fuerte. Una vez tropezó y cayó al suelo, pero yo no me reí. Se quedó en medio de la acera, con los ojos cerrados, sin hablar, y yo me senté a su lado y lloré mucho, como si hubiera sido yo quien se hubiera caído. Después se levantó y me apretó contra su pecho. Entonces fue ella quien lloró… Volvimos a casa despacito, porque caminaba cojeando… Chacha es quien viene cada mañana a sacarme de la cama. Mi cama es chiquita, con rejas de madera que en uno de los lados se bajan y suben. En cambio, la de papá no tiene rejas y es muy grande, tanto que él duerme en la mitad de ella solamente… Cuando Chacha llega por las mañanas yo estoy ya siempre despierto, pero me quedo tranquilito, sin llamar, porque me gusta estar bajo el calorcito de las sábanas y esperar hasta oír los pasos de Chacha por el pasillo. Cuando ella entra a la habitación, baja las rejas de la cama y me carga en sus brazos, y yo mantengo los ojos cerrados para hacerle creer que todavía estoy dormido y poder tener 610
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la cabeza recostada en su hombro… Chacha entonces me lleva al baño. El baño está junto a mi cuarto. Tiene mosaicos azules en el piso y las paredes. A mí me gusta tocarlos con las manos porque son suaves. Chacha me pone en el suelo y yo entonces abro los ojos y, como estoy descalzo, siento el frío del piso. Ella me lava los dientes con un cepillito que siempre está colgado de la pared, al lado de otro, más grande, que es el de papá… No me gusta que me laven los dientes, porque me hacen daño los pelitos del cepillo. Es como cuando viene abuelito del campo y me besa. Me gusta cuando llega abuelito, pero cada vez que me besa me pincha la cara… Abuelito tiene un bigote blanco. Se ríe fuerte y mucho. Me sienta sobre sus rodillas y me alborota los cabellos. Sé que le gusta estar conmigo, porque pasa en casa todo el tiempo que duran sus visitas a la ciudad. Tan pronto llega con su maleta negra, Chacha le cuelga una hamaca en la galería que sólo se usa cuando él está en la casa. Allí se acuesta después de cada comida y me lleva con él. Extiende un brazo para que yo apoye la cabeza y comienza a hacerme preguntas y a reírse de lo que le respondo. Después se pone serio y me hace historias de reyes y guerreros. Por eso sé ya quiénes fueron Alejandro el Grande, Napoleón y Luis Catorce. También me habla de otras cosas, pero yo prefiero que me cuente historias de guerras que pasaron hace mucho tiempo, como la de Troya, en la que había un caballo grande de madera con muchos soldados dentro… Cuando abuelito se va de nuevo al campo, yo me quedo muy solo y me siento triste, porque papá casi nunca está conmigo. Pasa todo el día fuera de casa y viene sólo por las noches, a la hora en que Chacha me ha puesto ya el pijama y me está preparando para dormir. Entonces papá entra en mi cuarto y me besa en la frente, sin mirarme, y se va enseguida, sin decirme nada. Sólo algunos domingos, por las tardes, me lleva a pasear y siempre vamos al mismo sitio. Es un lugar bonito, pero triste. Tiene unas paredes muy altas y adentro hay una especie de jardín con muchos árboles y flores. Aunque es más grande que el patio de tía Clara, a mí no me gusta estar allí, porque me asusta el silencio que hay, y las pocas personas que van hablan siempre en voz baja y están muy serias. Papá es el más serio de todos y pone una cara que me da miedo mirarla de tan triste que es… No estoy seguro, pero me parece que una vez lo vi llorar. Puede ser que me equivoque porque papá es muy grande para eso; pero una tarde estábamos frente a una cosa cuadrada de cemento del tamaño de una cama, que se levantaba de la tierra y tenía unas flores encima. Papá la miraba y la miraba, sin cansarse, hasta que al fin volvio la cara y se pasó la mano por los ojos. Después se dio vuelta y, sin hablar, se fue alejando. Yo le seguí detrás, pero él no me miró ni una sola vez hasta que llegamos a la casa… Esta tarde, después que volvimos de donde tía Clara, llegaron unas visitas. Al principio creí que habían venido por mi cumpleaños. Pero no era eso: todos eran grandes y estaban muy tristes. Abrazaban a papá y se sentaban en la sala muy serios, sin hablar… Chacha me sacó al patio y se quedó allí conmigo mientras duraron las visitas. Nos sentamos en la grama del jardincito que hay frente a la casa y jugamos con los soldaditos de plomo. Por la ventana oía a la gente en la sala hablar en voz baja. No entendía bien lo que decían, pero oí dos veces una palabra rara que no conocía. Creo que era aniversario, pero no estoy muy seguro. También oí la palabra parto y la palabra muerte. Yo sé lo que es la muerte; fue lo que le pasó al perrito aquel cuando lo pisó un camión frente a la casa; pero nunca había oído aquello de muerte de parto. Cuando le pregunté a Chacha lo que quería decir, no quiso expirármelo… Y a mí me gusta saber las cosas, sobre todo cuando no quieren decírmelas. Es igual que cuando Chacha me esconde una cosa porque no quiere que juegue con ella. Entonces me dan más 611
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ganas de tenerla y la busco por toda la casa hasta encontrarla. Y mientras no la he encontrado me siento triste, y pienso siempre en eso y, por las noches, no puedo dormirme… Así haré con estas palabras. Le preguntaré a abuelito cuando vuelva y, sí no me lo dice, se lo preguntaré a tía Clara. Y, si tampoco ella quiere explicármelo, se lo preguntaré al hombre que trae la leche por las mañanas y al que deja el periódico… Y así seguiré hasta averiguarlo, porque no hay nada en el mundo que yo quisiera saber más que eso… A quien no se lo preguntaré es a papá… No, a papá no… Quizás porque le tengo un poco de miedo, o quizás piense que se pondría más triste todavía… No, a él no se lo voy a preguntar; pero alguno de los otros me lo dirá y entonces yo me sentiré mejor, y volveré a jugar sin estar pensando siempre en eso, y estaré contento y, sobre todo, podré dormir tranquilo por las noches…
Dos pesos para Cirilo Pedro Valbuena se detuvo frente a la ventanilla de la oficina de pagos y observó atento a través del enrejado cómo manipulaba el cajero los billetes crujientes, recién estrenados. Sin apartar la mirada un sólo instante de las hábiles manos del hombre, admiró una vez más la destreza con que rompían el cintillo de papel y contaban con rapidez increíble los billetes amontonados, levantando los extremos con movimientos impecables de los dedos, nerviosos y ágiles. Como siempre, intentó seguir mentalmente el conteo vertiginoso, pero quedó rezagado ante la pericia del otro. Las manos prodigiosas ejecutaron dos movimientos casi simultáneos, y el fajo de billetes quedó aprisionado dentro de una cinta elástica que sonó ruidosamente al chocar contra el paquete. Un nuevo movimiento, y el resto de los billetes quedó al alcance de Pedro, en el espacio abierto que dejaba en su parte inferior la rejilla metálica. Con una leve sonrisa, lo retiró haciendo un impreciso gesto de conformidad: por nada del mundo habría confesado su incapacidad para realizar tan velozmente como el otro el conteo, y esperaría hasta desaparecer de su vista para comprobar si su sueldo estaba completo. Se retiró cuatro pasos y, protegido tras una columna, contó lentamente los billetes abriéndolos en abanico entre el pulgar y el índice… “Cinco de a Veinte, cuatro de a Diez y doce de a Uno”… Seguramente había contado mal y volvio a hacerlo “Cinco de a Veinte, cuatro de a Diez y doce de a Uno… Doce de a Uno”… Sí. Le habían pagado dos pesos de más. Con movimiento impulsivo giró a su derecha y dio dos pasos hacia la ventanilla del pagador, pero se detuvo en seco antes de alcanzarla. Nadie le vio realizar aquel movimiento: el cajero conservaba la cabeza baja mientras ejecutaba sus manipulaciones habituales, y la larga fila de hombres por cobrar avanzaba lentamente, sin hacer caso de su presencia. Tras un breve instante de vacilación, Pedro se dirigió a la puerta de la fábrica con la mano derecha dentro del bolsillo del pantalón, cerrada con fuerza alrededor del pequeño fajo de billetes…
José Cambronal se despojó de la camisa y la colgó de uno de los postes que sostenían la alambrada de púas. Echó una ojeada sobre el terreno que debía desbrozar y calculó que habría trabajo para tres horas cuando menos. Se colocó las manos frente a la cara y escupió con fuerza sobre las palmas encallecidas; las frotó entre sí y empuñó el machete que recogió del suelo. Con las piernas bien abiertas y el torso inclinado hacia adelante inició el golpear rítmico del brazo armado sobre la maleza tupida que se entrelazaba a sus pies. El machete se 612
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alzaba y descendía en movimientos regulares y precisos. Uno desde la izquierda, otro desde la derecha… Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos…. “Dos pesos”, le había dicho a la mujer y, para evitar todo regateo, reafirmó: “Ni un centavo menos”. Pero ella dijo, simplemente: “Está bien”, y le volvió la espalda. Dos pesos era un buen precio por aquel trabajo. Aunque era preciso desmontar primero, desyerbar después, y, finalmente, amontonar el desbrozo para facilitar su quema cuando se secara, no le tomaría más de tres horas realizarlo todo. Podría estar llegando al rancho alrededor de las tres. Aquel día se comería tarde, pero se comería… La culpa no sería de él esta vez. Había salido casi de madrugada, dejando atrás los gritos de los niños. Con el machete en la mano fue ofreciendo su trabajo de casa en casa a lo largo de la carretera, pero hasta las doce no había encontrado nada que hacer. Valió la pena, sin embargo, esperar hasta entonces: dos pesos en tres horas estaban más que bien, sobre todo en esta época de paro. En tiempos de zafra siempre había el recurso de ofrecerse a última hora a los blancos del Ingenio, pero en este tiempo muerto se necesitaba mucha suerte para ganarse dos pesos tan fácilmente… Y la mujer no había regateado. Tal vez hubiera podido pedirle un poco más…
Cirilo Villamán mordió la colilla apagada del cigarro y lo trasladó de uno a otro extremo de la boca con un movimiento lateral de los labios fruncidos. Estaba sentado en un cajón, ocupando uno de los cuatro lados de la improvisada mesa de dominó. Sobre la tosca tabla colocada horizontalmente sobre un barril, las fichas formaban una letra L negra, punteada de blanco. Mientras chupaba maquinalmente el cigarro sin lumbre, Cirilo colocó ruidosamente –casi con rabia– una pieza en el extremo de la hilera que se extendía sobre la mesa… “Cuadré a cinco”, se dijo. “Hay cuatro cincos en juego. Yo tengo el doble, pero mi frente salió a cinco y dio después otro: debe tener por lo menos uno más. Aunque me maten el doble, le doy un pase a éste de mi derecha y le abro juego al frente…” Estaban en el patio de la bodega, protegidos del sol por el ramaje tupido del mango que extendía su follaje sobre las cuatro cabezas inclinadas hacia la mesa de juego. Las tardes de los lunes eran de poco movimiento en el negocio y para Cirilo constituía ya una costumbre llenar aquellas horas muertas organizando la mesa de dominó. Aparte del hecho de que tres de los tercios eran siempre los mismos, otra circunstancia jamás variaba en aquellas sesiones: el bodeguero y su frente ganaban siempre, porque Cirilo Villamán no era hombre que dejara las cosas al azar…
“Es la primera vez que se equivoca”, pensaba Pedro Valbuena en tanto se dirigía a la parada de autobuses. Tres años recibiendo su sueldo cada mes a través de aquella rejilla, y era hoy cuando comprobaba el primer error… Pero, ¿por qué no había devuelto los dos pesos, como fue su primera intención? A Pedro le gustaba analizar sus propios actos y sentimientos, y ninguna ocasión más indicada para hacerlo que aquellos largos recorridos en al autobús que lo transportaba diariamente desde la fábrica hasta su casa de las afueras de la ciudad… Aunque su primer impulso había sido devolver el dinero, algo le impidió llevar a cabo su propósito. Fue como si una fuerza extraña hubiese detenido su ademán. Pero él sabía que ningún acto humano se produce por sí sólo; que aún los que aparentan ser más impulsivos, tienen una causa oculta que puede siempre descubrirse. Y nada le placía más 613
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a Pedro que hallar esa razón de ser escondida y misteriosa… Evidentemente, ni el cajero ni ningún otro de los presentes se había percatado de lo sucedido. Nadie tampoco observó su gesto trunco al acercarse de nuevo a la ventanilla. Ninguna persona podía pues acusarlo de haber dispuesto de aquellos dos pesos… Pedro se sonrió imperceptiblemente: aquella impunidad le proporcionaba una sensación de íntimo bienestar… Cuando se comprobara la falta del dinero, se movilizaría todo el departamento de contabilidad de la fábrica. Se revisarían una y otra vez las nóminas. Se contaría y recontaría el efectivo en caja. Tal vez fuera necesario trabajar hasta de noche… Cerró los ojos y se acomodó mejor en el asiento del autobús, ampliando la sonrisa que jugueteaba en su rostro. Le pareció ver encendidas las bombillas de la oficina y a los empleados en camisa, sudorosos, inclinados sobre los libros y las máquinas de sumar, tratando inútilmente de descubrir el destino de aquellos dos pesos…
José Cambronal, en cuclillas bajo el sol inclemente que castigaba su espalda desnuda, se ensañaba contra la yerba crecida. Después de una hora de trabajo, había logrado avanzar hasta casi la mitad del terreno. Probablemente acabaría antes del término que se había fijado. El secreto era no parar ni un momento. Si lo hacía, el cansancio llegaba de golpe y le llenaba de dolores la espalda y la cintura, agarrotándole los brazos. Pero mientras siguiera así, golpeando sin cesar con el machete, no sentía la fatiga, y le parecía que su brazo no era parte de su cuerpo, sino algo independiente que se movía por sí sólo, como dotado de vida propia. Él mismo se sentía en este instante como una máquina movida por un impulso extraño a su voluntad, aunque a veces creía estar oyendo los gritos de los niños… Sus hijos tenían varias formas de llorar y José sabía distinguirlas muy bien unas de otras. Había los gritos de rabia, que eran agudos y largos como la sirena del Ingenio. Había los de dolor, más cortos y graves. Y había los otros, roncos, profundos, interminables: los gritos de hambre. José no podía oír estos últimos. Simplemente no podía. Esa madrugada lo habían despertado aquellos gritos. Comenzaron suavemente, como murmullos, se hincharon luego hasta ser como aullidos, y luego bajaron de nuevo hasta convertirse en una especie de estertor… No soportó mucho tiempo: se tiró del catre, se puso a oscuras el pantalón y la camisa, afiló brevemente el machete en la piedra de amolar, y salió a la carretera sin tomar siquiera un jarro de agua…
Con las manos abiertas y las palmas boca abajo sobre la mesa, Cirilo entremezclaba las fichas para iniciar una nueva partida. Habían ya jugado cinco y seguramente aquella sería la última para el infeliz que estaba sentado a su izquierda: ya no daba para más… A veinticinco centavos por partida, las ganancias sumarían un peso y medio. Claro que había que reducirlas a la mitad, porque la parte de Pepe había que reembolsársela después que el otro se fuera. Pero así y todo quedaban setenticinco centavos, que repartidos entre los tres tocarían a veinticinco por cabeza. No había estado mal la tarde. Cirilo se asombraba de que nadie hubiera ni siquiera sospechado del truco que empleaba en el juego. Y sin embargo lo hacía frente a las narices de todos. El sistema en sí era sencillísimo. Lo único necesario era cierta habilidad manual y mucha práctica. Él necesitó meses para dominarlo a la perfección. Todo estaba en la forma de voltear y colocar las fichas después de cada partida. Agrupándolas por pintas y mezclándolas con cuidado, sin separar los grupos uno de otro. Cirilo sabía, al comenzar el juego, cómo estaba compuesta la mano de cada uno de los jugadores con un 614
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ochenta por ciento de exactitud. Con eso y una serie de señales secretas, cuidadosamente ensayadas, no se podía perder. Había practicado el sistema con su compadre Pepe y el muchacho que le ayudaba en la bodega, y para los tres aquella ya constituía una fuente regular de ganancias seguras. Cirilo clasificaba a los clientes en diferentes categorías, pero prefería trabajar al vicioso. Esta especie no le costaba esfuerzo alguno: ellos mismos se colocaban voluntariamente dentro de la trampa. Bastaba que se sentaran los tres a la mesa de juego. El tipo se acerca, se detiene tras uno de ellos y comienza por obenquear. Luego pide un lugar, y una vez allí, nada ni nadie es capaz de desprenderlo de la mesa hasta haberse dejado desplumar el último centavo. Cuando las cosas sucedían de ese modo, Cirilo se sentía como un pescador que ha cogido un pez sin usar carnada. Claro que a veces surgían problemas, porque este tipo de individuos suele pedir crédito. En este punto era necesario parar, y en ocasiones esto costaba trabajo y alguna violencia. A Cirilo no le gustaba la violencia. En los casos en que las circunstancias la hacían indispensable, intervenía Pepe. Pero estas situaciones críticas no eran frecuentes. Lo corriente era ver al hombre registrarse una vez más los bolsillos, ponerse en pie tranquilamente y largarse sin decir nada…
Cuando Pedro Valbuena había ya abandonado el autobús y se acercaba con paso rápido a su casa, vio la espalda desnuda del hombre oscuro agachado en el jardín. Sintió un súbito desagrado y reprimió un gesto de impaciencia. “Otra vez Adela tirando los cuartos”, se dijo. En este punto su mujer era completamente irresponsable. Parecía no haber conocido jamás el valor del dinero y lo malgastaba en una forma que lo indignaba. Pedro no podía soportar su hábito de comportarse como si fueran ricos. Pasó junto a José sin mirarlo, y tan pronto la puerta giró sobre sus goznes, interpeló a la mujer que venía a su encuentro: “¿Qué hace ese hombre en el patio?” Ella se detuvo bruscamente: “La yerba estaba muy alta. A pesar de que me has estado prometiendo ocuparte de eso cada semana, nunca lo has hecho. No podía esperar más. Sabes muy bien que no puedo tolerar el abandono y el descuido”. “¿Cuánto?”, le interrumpió él. “Lo contraté por dos pesos…” dijo ella, con un hilo de voz. Era, sin duda, realmente curioso: dos pesos, precisamente… Se asomó a la ventana y preguntó en voz alta: “¿Dos pesos nada más que por cortar esa yerba?”…
José Cambronal estaba dándole los toques finales a su labor. Junto a la alambrada en que remataba el patio, amontonaba la yerba recién cortada para facilitar su quema. Después de preparar el último montón, se puso la camisa y se dirigió hacia la casa. Sentía los riñones destrozados y las manos hinchadas apenas podían sostener el machete. “Ya terminé, doña”, dijo mientras subía lentamente los escalones que conducían del patio a la cocina. Adela se dirigió a su marido: “Anda, Pedro, dale dos pesos a este hombre”. Sin mirarla, Pedro se asomó de nuevo a la ventana. Hubiera deseado que algo estuviese mal; que el trabajo adoleciera de algún defecto que pudiera echarle en cara a aquel hombre. Pero todo parecía estar bien. La yerba había desaparecido por completo y en el fondo del patio se alzaban cinco montones de desbrozo perfectamente alineados y de igual tamaño. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó el fajo de billetes. No era precisamente éste el destino que él hubiese deseado darle a aquellos dos pesos, pero no había 615
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otra alternativa. Separó dos billetes del resto y se los pasó al hombre que lo observaba en silencio…
Aquel resultó ser un caso normal: no hubo contratiempo alguno. Una vez finalizada la partida, el hombre se puso en pie, se despidió con una frase ininteligible y se marchó tranquilamente. Cirilo sabía que las cosas iban a suceder así. Él conocía la gente. A veces le bastaba una mirada para saber de antemano cómo reaccionaría una persona. ¿Dónde habría llegado si hubiese estudiado? Pero él no tuvo tiempo de ir a la escuela. Siempre hubo otras cosas más importantes que hacer desde que era niño. Por ejemplo, trabajar como un burro, de sol a sol, mientras el viejo se emborrachaba tranquilamente en la casa… Pero, después de todo, no le pesaba. El contacto directo con la vida y las dificultades que tuvo que vencer, le enseñaron desde muy temprano más de lo que hubiera aprendido en cualquier escuela. Sobre todo en lo que se refiere a conocer a la gente. En ese aspecto, Cirilo se consideraba el mejor. No sólo no conocía a nadie capaz de engañarle, sino que se consideraba a sí mismo capaz de enredar a cualquiera. Había encendido de nuevo la colilla del cigarro y estaba en aquel instante apoyado en el mostrador de la bodega, mirando hacia la carretera por la puerta entreabierta. Un hombre venía acercándose rápidamente por la orilla. Aún antes de distinguir sus facciones, lo conoció por la forma de caminar. Era José Cambronal, el negro que vivía con Caridad. Entrecerrando los ojos y expulsando una nube de humo por la boca, Cirilo se entregó con fruición a su manía de adivinar los actos y pensamientos de la gente… Viene con el machete y son ya las dos y media de la tarde. Debe haber encontrado algún trabajo hoy, porque de lo contrario habría vuelto antes a comerle la comida a Caridad. Estuvo chapeando, porque tiene las rodilleras del pantalón sucias y húmedas. Viene cansado, sin duda, porque cojea un poco al andar y camina sin mover casi los brazos. Probablemente está loco por beberse un trago de ron: por eso apuró el paso tan pronto vio la bodega abierta… Y debe tener en el bolsillo algo así como un peso y medio… Tal vez dos… Sólo tendrá que dejarlo beber un trago, y, con una pequeña insinuación, lo haré sentarse a la mesa de juego… “Una manito nada más, mientras te lo bebes tranquilamente, José…”. Una vez más Cirilo tuvo razón. Media hora más tarde, exactamente a las tres, cuando Pedro Valbuena repetía en la casa una vez más a su mujer que “a pesar de todo, aquel trabajo no valía dos pesos”, José Cambronal abandonaba con paso lento la bodega, presa de un cansancio infinito. Cirilo, con una sonrisa en los labios, cerraba el cajón de madera del mostrador donde quedaban, bien acondicionados con los demás, dos billetes crujientes de a peso. Y trescientos metros más abajo, al borde de la carretera, en un rancho de yaguas y cana, el grito ronco de dos niños desnudos crecía interminablemente bajo el cielo indiferente y gris de Altocerro que se tiende por igual sobre la casa de Pedro Valbuena, la bodega de Cirilo Villamán y el rancho de José Cambronal.
Más allá del espejo De las diversas desapariciones personales que afectaron la pacífica existencia de Altocerro, ninguna dejó de tener tarde o temprano, alguna explicación más o menos lógica. Es decir, todas menos una: la súbita partida de don Alvaro Torralba. Su desaparición fue de tal modo inesperada y su paradero permaneció de tal forma desconocido, que aún hoy 616
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es corriente oír decir en el pueblo que a don Alvaro se lo tragó la tierra. Probablemente hubiese sido yo uno de los que continuasen utilizando esa expresión común para explicar la desaparición de nuestro ilustre compueblano, de no ser por la revelación que obtuve al respecto en un momento de debilidad de la esposa de don Alvaro. No creo que sea conveniente entrar en detalles sobre los motivos de la señora Torralba para hacerme partícipe de su secreto. La discreción es una de las pocas virtudes de que puedo envanecerme, y esa virtud ha sido, justamente, la que ha sellado mis labios hasta el día de hoy. A partir de ahora, no obstante, no me siento ya obligado a mantenerme en silencio porque ayer acompañé al cementerio de Altocerro los despojos mortales de mi confidente y esta mañana he recibido de manos de su albacea el sobre lacrado que ella me ha legado por expresa disposición testamentaria. Dentro de ese sobre hay una carta, amarillenta ya por efecto del tiempo, mediante la cual don Alvaro explica su desaparición. No me cabe duda de su autenticidad porque está escrita de su puño y letra y me limitaré a transcribirla textualmente. No formularé ningún comentario, pero deseo dejar bien claro que no me solidarizo con su contenido. Afirmo sí, que la carta es auténtica y para comprobarlo, conservo su original, el cual está a disposición de cualquier persona interesada. El texto de la carta es el siguiente: Querida esposa: Creo que esta es la primera vez que te escribo. Para bien o para mal, nunca nos hemos separado durante los largos años de nuestra vida en común y jamás se nos presentó a ninguno de los dos la ocasión de dirigir al otro una carta. Esta es, sin duda, la razón de que me sienta un poco extraño, tímido tal vez, al comenzar a escribirte. Acostumbrado a mirarte mientras te hablo y adivinar tus reacciones a través de las mil pequeñas inflexiones que matizan tu rostro mientras escuchas mis palabras, me encuentro un poco a ciegas, algo inseguro y vacilante, al relatarte en esta forma el más extraordinario acontecimiento de mi vida… Sí, querida mía, precisamente el más extraordinario. Y no sólo ha sido asombroso por contraste frente a la uniforme gris condición que ha caracterizado toda mi existencia, sino porque, en sí mismo, el increíble suceso no tiene, que yo sepa, precedente alguno en la historia de la humanidad… No te asustes: no he perdido el juicio, aunque a veces yo mismo he llegado a pensarlo. Me conoces demasiado bien y sabes que soy escéptico por naturaleza y modesto por convicción. Jamás me dejaría arrastrar por supercherías ni osaría nunca considerarme superior a mis semejantes, a menos que tuviese una razón valedera para ello. Sin esa razón, no hubiera llegado a creerme dotado de poderes sobrenaturales otorgados por un misterioso más allá. Y sin embargo, ¿cómo explicar sino dentro de leyes de otro mundo, desconocidas por completo en el plano donde se ha desarrollado durante siglos la vida de la humanidad, la experiencia extraordinaria que he vivido en estos últimos meses?… Sé que habrá de mortificarte esta última afirmación, porque significa que durante meses he guardado un secreto sin compartirlo contigo. ¿Podrás perdonarme alguna vez?… Pero no. No es tu perdón lo que necesito, sino tu comprensión. Tu aceptación de que las cosas han sucedido tal como voy a contártelas. Con esto sólo me basta, porque nadie que acepte la realidad de mi experiencia podría demandar de mí una actitud diferente a la que he asumido: callar primero, hasta estar absolutamente seguro de que las circunstancias no tienen explicación lógica posible, y adoptar luego, sin vacilación ninguna, la decisión irremisible que he tomado… Pero vayamos por partes y no adelantemos los acontecimientos. 617
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Todo comenzó aquella tarde lluviosa de noviembre pasado, cuando visitamos la pequeña tienda de antigüedades cerca del puerto en ocasión de nuestro último viaje a la capital. ¿Recuerdas? Mientras tú curioseabas unas miniaturas renacentistas y regateabas su precio con el dueño, yo pasé a la trastienda y me dediqué a observar varios espejos que estaban en el suelo, recostados de la pared. Uno entre todos llamó poderosamente mi atención. Era un espejo ovalado, de mediano tamaño, con marco dorado de madera labrada en estilo rococó, en el cual pequeños querubines semidesnudos, de caritas sonrientes, enmarcaban una luna que apenas se adivinaba bajo una espesa capa de polvo. Me incliné para limpiarla con el pañuelo y allí mismo, en cuclillas frente a aquel curioso objeto, sentí el primer escalofrío de los que habrían de sacudirme a lo largo de los últimos meses. El rincón en que me hallaba estaba sumido en la semioscuridad y mi visión no podía ser clara. Sin embargo, tuve la indiscutible sensación de que el espejo no había reflejado mi cara. Desde la borrosa superficie en penumbras me miraba otra faz que no era la mía. Aquella sensación duró tan sólo un breve instante. Me acerqué más al espejo, limpié mejor su superficie, y la sangre que había sentido paralizarse en mis venas reinició su fluir normal: estaba ya contemplando mi propia imagen. Con los ojos desorbitados y la tez un poco pálida, pero indiscutiblemente la mía. Me incorporé, tomé el espejo con manos todavía temblorosas y con él bajo del brazo me reuní contigo. Aún recuerdo tu extrañeza al verme decidido a comprar aquella “horrorosa cosa de mal gusto”, como la calificaste entonces. Opusiste una resistencia impotente ante mi obstinada determinación de conservarlo a toda costa, y durante el trayecto a nuestra casa, me recriminaste amargamente por haber pagado un costo exorbitante por algo completamente inútil. ¡Qué irónico fue que calificaras al espejo de aquel modo cuando, precisamente con él, se iniciaba una revolución total de mi existencia! Para ti el incidente terminó aquella misma noche cuando guardamos el espejo en el desván, junto al montón de cosas en desuso que mantenemos en esta estrecha y oscura habitación en donde ahora te escribo esta carta. Para mí, en cambio, se inició una nueva vida de extraordinario contenido. Desde aquel día, cada vez que salías de la casa subía yo al desván y me colocaba frente al espejo, mirando fijamente durante horas, mi rostro reflejado. Durante la primera semana no ocurrió nada extraordinario y llegué a temer que aquella primera experiencia en la trastienda sólo había sido una ilusión de mis sentidos. Mas, al fin, mi constancia fue premiada. Recuerdo perfectamente lo que llamó inicialmente mi atención al cabo de aquella dura semana de prueba. En los primeros días solía quedarme pasivamente aquí, frente al espejo, esperando una revelación que no llegaba nunca. A partir del cuarto día, comencé a hablarle. Al principio mis palabras no producían resultado visible alguno, y la imagen del espejo se limitaba a reproducir fielmente el movimiento de mis labios. Pero luego observé que, aunque yo hablase continuamente, la imagen mantenía a veces los labios fruncidos e inmóviles. Cada vez que esto sucedía, mi faz entera dentro del espejo asumía una expresión de infinita tristeza. De ese modo se inició el escalofriante proceso del desdoblamiento. Lentamente, tan imperceptiblemente que sería imposible fijar gradaciones a aquella paulatina transformación, fueron modificándose los rasgos de la imagen que producía mi presencia frente al espejo. (Me resisto ya a hablar a estas alturas de imagen “reflejada”). El proceso se produjo en su primera etapa mediante un desdibujamiento de las facciones, que llegaron a adquirir, al final de la primera fase, la apariencia de esas viejas fotografías desvaídas por el efecto del tiempo. (Cierto parecido conmigo, muy leve ya en aquellos días, acentuaba la semejanza 618
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de la imagen con el antiguo retrato de un remoto antepasado). A esta esfumación de las facciones siguió un período inverso de acentuación de los rasgos, y me fue dado presenciar como, día a día, nacía asombrosamente frente a mí un ser desconocido que nada tenía ya en común con mi propia apariencia. Al mismo tiempo, como si estuviese siendo dibujado por una mano misteriosa, el fondo del espejo iba adquiriendo contornos propios, independientes del desván polvoriento donde se producía aquél acontecimiento extraordinario. ¿De qué modo podría comunicarte la extraña sensación, mezcla de fascinación y de temor, que me embargaba cada vez que me asomaba ante aquella ventana abierta ante el misterio? Intentarlo sería inútil. Sólo podría decirte que, a medida que pasaban los días, de aquel conjunto de sensaciones contradictorias fue surgiendo poderosamente un sentimiento único de solidaridad y ternura, a la vez, hacia aquel ser que palpitaba ya con vida propia más allá del espejo… ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué me había seleccionado a mí como punto de contacto entre el mundo común y corriente y el misterioso mundo de donde procedía? Estas preguntas sin respuesta torturaban todos los instantes de mis días y mis noches. Fue entonces, pobre querida mía, cuando comenzaron a preocuparte los estragos visibles que sobre mi organismo venía produciendo la increíble experiencia por la que atravesaba. Mis insomnios, mi irritabilidad, mi permanente desasosiego… ¡Qué lejos estabas de sospechar entonces la verdadera causa de mi estado, y qué impotente me sentía yo para comunicarte la verdad increíble que se ocultaba tras la aparente sintomatología del trastorno mental! Porque yo sabía que el secreto sólo a mí pertenecía, y tenía conciencia plena de que divulgarlo hubiera sido una traición a la confianza que se había depositado en mí. Por eso me mantuve absolutamente mudo e inconmovible, tanto frente a tu amoroso requerimiento, como ante la astucia infernal de los siquiatras… Pero no hablemos del triste episodio de los médicos. De sus indagaciones atrevidas y sus elucubraciones estúpidas. Hablemos, sí, del maravilloso mundo que yo sentía palpitar al alcance de la mano, más allá del espejo, y que reservaba para mí solo toda su asombrosa y enigmática estructura. Me refería anteriormente al sentimiento de solidaridad que me inspiraba el misterioso ser con quien me comunicaba a través del espejo. Sentía que un poderoso lazo se iba anudando cada vez más estrechamente alrededor de ambos, y esa sensación progresiva culminó precisamente el día que escuché por primera vez el llamado. Un apremiante llamado, sin voz, pero perfectamente audible para mí. No podría decirte de dónde venía, aunque sospecho que nacía en aquellos ojos que me miraban a través del espejo. ¿Cómo definirte la infinita tristeza de aquella mirada? La sentía, casi físicamente, depositar sobre mi pecho su muda desesperación. Jamás en toda mi vida había sido acudido tan poderosamente por un pedido de ayuda como entonces lo fui… “¿Qué quieres?”, le grité casi, lleno de profunda compasión. “¿Qué puedo hacer para borrar esa tristeza de tus ojos?” Y la imagen continuaba mirándome, muda y sin esperanza, con mayor pesar todavía, como si mi incapacidad de comprenderla la entristeciese aún más. Pero fue ayer cuando sucedió lo más extraordinario de todo. Había permanecido por largo tiempo absorto frente al espejo, tratando inútilmente de descifrar su incomprensible mensaje, cuando observé que la imagen se cubría los ojos con la mano y que cierto desfallecimiento en su actitud presagiaba una inminente caída. Actuando bajo un impulso reflejo, extendí la mano hacia la imagen como si intentase brindarle apoyo y sostenerla. No alcancé a completar el ademán porque, antes de tocar el cuerpo vacilante y al propio instante en que 619
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comenzaba a recriminarme mentalmente por lo absurdo de mi gesto, me detuvo horrorizado una circunstancia increíble: mi mano había traspasado la superficie del espejo… Sí, querida mía, he escrito traspasado. No podría emplear otra palabra para describirlo. Más allá del espejo, mis dedos se movían dentro de una masa gelatinosa, perfectamente sensible al contacto estremecido de mi piel. No puedo describirte la horrible sensación que experimenté. Aunque fue algo parecido a sumergir y mover la mano bajo el agua, la resistencia al movimiento era mucho mayor que la que normalmente ejerce la presión de una masa líquida. Aunque yo diría que, más bien que resistencia, lo que se produjo fue una combinación de atracción y resistencia, de la cual resultaba una tercera fuerza desconocida, fuera de todas las leyes de la física, que tiraba poderosamente de mi mano desde el fondo del espejo. No sé cuánto tiempo duró aquel extraordinario fenómeno. De igual modo que los conceptos corrientes del espacio, las reglas y medidas ordinarias del tiempo habían ya perdido toda significación para mí. Sólo sé que, después de un gran esfuerzo desesperado, logré vencer la fuerza que intentaba arrastrarme y caí en el suelo del desván, temblando de pavor, nublada toda facultad de raciocinio, absolutamente perdido dentro de la intrincada red que lo absurdo había ido tejiendo a mi alrededor. Y sin embargo, a pesar de la aterradora experiencia que significó para mí, este episodio me ha ofrecido la oportunidad de hallar el verdadero camino. El único camino posible a seguir. Esta misma noche se me ocurrió la solución, mientras tú dormías dulcemente a mi lado, ajena al drama que se estaba desarrollando junto a ti. Fue como un inesperado relámpago que iluminara en un segundo fugaz la senda extraviada en mitad de la noche. Tan pronto vi todo claro me arrojé de la cama, subí al desván y me puse a escribirte esta carta. Comprenderás que no tengo más que una alternativa. Por alguna razón incomprensible he sido elegido para protagonizar un acontecimiento extraordinario. Tal vez un experimento que revolucionará todo el edificio científico que ha levantado trabajosamente la humanidad durante siglos. Tengo plena conciencia de que no debo ni puedo rehuir esa responsabilidad. No sé quién me ha seleccionado ni para qué, pero estoy convencido de que el reclamo es auténtico y voy a aceptarlo. No sé dónde iré ni por cuánto tiempo, pero tengo que ir. Sé que mi ausencia te producirá pesar y te pido resignación. Espero que me comprendas, pero aunque así no fuese, nada que hagas o que digas podría alterar mi decisión, porque ella es irrevocable. Tan pronto termine esta carta, daré el paso definitivo, el final: atravesaré el espejo y me enfrentaré con mi destino. Adiós.
Un epitafio para don Justo Hoy tuve una verdadera sorpresa en la peluquería. Estaba ya sentado en el confortable sillón, con el blanco paño anudado al cuello, en espera inmóvil de la eficiente intervención de mi barbero, cuando alcancé a ver a través del espejo una figura extraña junto a la puerta de la calle. Aunque a raíz de la primera ojeada me pareció desconocido aquel hombrecillo enteco y encorvado, había en él algo familiar que pugnaba por despertar en mi memoria algún recuerdo inasible y dormido. Permanecí un largo rato observándolo, intrigado, hasta que una súbita luz pareció iluminar de pronto mi cerebro. A medias gozoso, a medias incrédulo, me incorporé bruscamente en el sillón, volvi la cabeza, y comprobé directamente que la imagen que me ofrecía la superficie azogada del espejo no era una visión desconocida, sino que correspondía real y exactamente a la humana presencia de don Justo de la Barca y Téllez. 620
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Hacía más de quince años que no veía a don Justo y no creo que en ese lapso haya pensado en él más de dos veces. Mas, tan pronto como identifiqué su familiar figura, todo un tropel de recuerdos perdidos me asaltó de inmediato. Durante el corte de pelo, y mientras el metálico aleteo de las tijeras revoloteaba sobre mi cabeza, permanecí con los ojos fijos en la imagen del espejo, sumergido en una tibia ola de evocaciones que me arrastró suavemente hacia mi lejano pueblecito natal de Altocerro, poderosamente revivido por aquel encuentro inesperado. Y es que don Justo fue sin duda el más singular de los habitantes de Altocerro. Parecía escapado de otra época, incrustado por error en un siglo al que evidentemente no pertenecía, ni física ni espiritualmente. Muchas veces me pregunté al pensar en su desaparición súbita del minúsculo escenario pueblerino, si acaso la Suprema Voluntad, al percatarse al fin de su equivocación, lo había sustraído del presente y transportado a través del tiempo hasta la época caballeresca y lejana a la que realmente correspondía. Don Justo era de baja estatura y delgado, pero enhiesto hasta donde se lo permitían las evidentes limitaciones de su conformación ósea. Se dejaba crecer el cabello, suavemente ondulado, hasta mucho más allá de lo consentido por la moda, y los mechones grisáceos que sobresalían por debajo de las alas de su sombrero fueron siempre la delicia de la muchachería regocijada y burlona que lo encontraba por las calles. Usaba lentes de presión sujetos con un negro cordón de seda que descendía en armoniosa parábola sobre el pecho enjuto hasta perderse en el bolsillo superior del chaleco. El soporte de aquellos lentes, la curvada nariz de corte clásico era lo único agresivo del conjunto, todo él discreto y severo, opacado y tímido. Su indumentaria, concebida dentro de los más estrictos cánones de la sastrería de finales del siglo pasado, era la digna y adecuada envoltura de don Justo. Se componía exteriormente de una anticuada casaca negra y unos pantalones oscuros, de rayas los días festivos y sin ellas los demás de la semana. El inevitable chaleco, atravesado a lo ancho por la gruesa leontina de oro, permitía una visión reducida de la blanca camisa, siempre recién planchada, sobre la cual derramaba su romántica cinta la corbata floja, anudada con calculado descuido en redor del duro cuello de celuloide, inflexible y brillante. Don Justo fue siempre la más acabada personificación del formulismo y la etiqueta. De una impoluta corrección, sin haber alzado la voz en su vida más allá de lo conveniente, ni agitado los brazos más de lo que permiten los buenos modales, parecía deslizarse más que caminar por las calles del pueblo, en un continuo quitar y colocarse el sombrero al encuentro de las personas que su estricto concepto de las jerarquías sociales consideraba de su misma condición, adoptando en cada caso el grado de cortés inclinación del torso a la exacta ubicación del objeto de su reverencia en la escala –rebosante de categorías– que utilizaba para calificar a los sencillos habitantes de Altocerro. No tenía edad. O, por lo menos, habría sido imposible calculársela partiendo de su aspecto y de las transformaciones que hubiesen debido afectarlo a lo largo del tiempo. Siempre fue el mismo en todas las épocas, y la evocación que de él hacía el más viejo lugareño, parecía coincidir con la figura parsimoniosa y diminuta que se movía entre nosotros repartiendo saludos y prodigando reverencias. Mi memoria lo recordaba desde los días en que iba yo a la escuela, con mi pila de libros bajo el brazo, y lo veía cruzar fugazmente alguna calle, inclinado a veces para apartar una piedra del camino con la puntera del bastón, encerrado siempre en su irreprochable y severa 621
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parsimonia. Era muy madrugador, y en muchas ocasiones, cuando la señorita Amparo organizaba en días de asueto excursiones escolares, lo encontrábamos en las afueras del pueblo, con su invariable atuendo dominguero, tomando el solecito reconfortante y discreto de las primeras horas de la mañana. Tan pronto nos veía, aumentaba la rigidez de su enteca figurilla y se inclinaba, destocado y reverente, al paso de la profesora, beneficiaria sin duda de alguno de los más encumbrados escalafones de la jerarquía social que había estructurado don Justo para su uso particular. Y cada vez, la señorita Amparo, desde la cumbre de sus cuarenticinco años de jamonería recatada y cursi, enrojecía de turbación y apuraba ostensiblemente la marcha del pequeño ejército bajo su mando hasta perder de vista, atolondrada y ruborosa, la causa inocente de su desconcierto. Indudablemente, era un devoto amante de la naturaleza. Así lo atestiguaban sus largas caminatas por las afueras del pueblo, interrumpidas de trecho en trecho para permitir que su curiosidad se inclinase absorta sobre alguna planta rara o algún extraño insecto; como también sus paseos nocturnos, en los que parecía estar más en el cielo que en la tierra, absorto como quedaba mirando las estrellas y descifrando su mensaje profundo y misterioso. Vivía solo, en una casita humilde de madera, recostada en el flanco del cerro que se levantaba a la salida del pueblo. Descolorida, agobiada, la sencilla vivienda refulgía sin embargo de puro limpia y cuidada. Francisca, la mujer del sacristán, acudía dos veces por semana a realizar las labores de limpieza general y de lavado, pero las comidas se las preparaba el propio don Justo, y él mismo compraba los simples ingredientes que componían su frugal alimento cotidiano. ¡Cuántas veces le vi regresar del mercado, con su estrafalaria vestimenta, llevando ensartado en el brazo el modesto canasto de mimbre, regando a su paso una estela invisible en que se mezclaba el fresco aroma de las legumbres con el desagradable olor de la carne cruda y sangrante! ¡Y cómo intuía yo entonces, a despecho de mis escasos años, que aquella figura desconcertante y ridícula era todo un símbolo de valor y dignidad humanos, enhiestos como un mástil por encima de algún naufragio desolador e inexorable! Nadie supo en el pueblo de dónde procedía don Justo. Muchos pensaban que era español, y varios le añadían la condición de noble venido a menos, inducidos a ello por la sonoridad de sus apellidos y por sus maneras ampulosas y aristocráticas. Pero estas suposiciones quedaron siempre en el terreno de las hipótesis, porque don Justo guardó siempre respecto de su origen el más inabordable mutismo. En realidad, no tuvo amigos en el verdadero sentido de la palabra, y sus relaciones con los lugareños se limitaban al intercambio de protocolares fórmulas de cortesía que al principio desconcertaron a los sencillos habitantes del pueblo y a las que al final se acostumbraron, considerándolas como singularidades propias de un excéntrico. Después de su primer año en Altocerro, por gracia de la rutina, don Justo pasó a ser algo todavía inexplicable y extraño, pero cotidiano y habitual, como la salida del sol, las fases de la luna o el arcoiris que cruzaba el cielo pueblerino las tardes de lluvia. No trabajaba, y parecía vivir exclusivamente de una pequeña remesa mensual que recibía por correo el día quince de cada mes, procedente de la capital. Con ella pagaba escrupulosamente el reducido alquiler de la vivienda y sus cuentas pendientes con Francisca y las vendedoras del mercado. No fumaba, ni bebía, ni se permitía otra diversión, y el sobrante de su modesta pensión, religiosamente separado mes por mes, engrosaba en algún rincón oculto de la casita, la suma destinada a remozar cada cierto tiempo sus extravagantes prendas de vestir. 622
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No parecía tener familia en parte alguna porque, descontando el remitente anónimo de las mensualidades, nadie escribió nunca una carta a don Justo, ni nadie vino tampoco a visitarlo en el lejano rincón provinciano que había escogido para exprimir gota a gota, con resignada paciencia, el jugo espeso de su existencia monótona y oscura. Así había vivido entre nosotros, a lo largo de diez años, don Justo de La Barca y Téllez, hasta que un día quince de mes, pagado hasta el último centavo de sus humildes deudas pendientes, tan misteriosamente como vino, desapareció para siempre de Altocerro, sin dejar tras de sí amigos ni enemigos, sin que nadie derramara una sola lágrima por su partida ni se regocijara de su ausencia, y sin que su recuerdo dejara otra huella que alguna sonrisa burlona o un leve encogimiento de hombros cuando alguien, por acaso, mencionaba su nombre en la tertulia cotidiana. Y sólo tal vez la señorita Amparo se hizo más seca, más callada, más intransigente, y aunque nunca la oí pronunciar el nombre de don Justo, la sorprendí más de una vez desde aquel día mirando silenciosamente, a través de la ventana abierta del salón de clases, hacia el caminito sinuoso y polvoriento cuyo curso, en algún ignorado y lejano lugar, enlazaba nuestro pueblito con grandes ciudades modernas, ruidosas y añoradas.
Dos golpes suaves de cepillo en el cuello y los hombros; y una espesa nube de polvo de talco barato flotando a mi alrededor, me sustrajeron del mundo mágico de evocación en que me hallaba inmerso. El corte de pelo había terminado. Don Justo permanecía en la misma postura, parado en la acera, ofreciendo con humildad su modesta mercancía a transeúntes presurosos e indiferentes. Me acerqué a él. Lo saludé efusivamente, y, aunque no me reconoció de primera intención, al poco rato pareció identificar el niño solitario de Altocerro con el hombre que lo estrechaba entre sus brazos. Pasada la primera impresión, lo arrastré hasta el restaurante más próximo y allí nos sentamos, en medio del salón desierto, frente a dos tazas humeantes de café. Me quedé observándolo fijamente mientras se acomodaba frente a mí, con movimientos lentos y cansados y la mirada sin brillo fija en sus propias manos entrelazadas. De su porte señorial, de su prestancia, de su erguida hidalguía, no quedaba el más ligero rastro. Vestía prendas raídas y de dudosa limpieza. Sobre sus rodillas, ocultos por el mantel a mis miradas curiosas, había escondido los billetes de lotería que pregonaba un momento antes en la acera, y se adivinaba, bajo la aparente resignación sumisa, el hondo disgusto que mi súbita aparición le provocara. Un resabio de su antigua compostura pareció revivir en el gesto con que trató de esconder a mi vista el puño deshilachado y sucio de la camisa, pero el ademán quedó trunco, disolviéndose en una desfallecida renunciación, como si sólo entonces se percatara de que ya era inútil todo fingimiento. —¡Quién lo hubiera dicho! Don Justo, –dije rompiendo el silencio–. Después de tantos años… —Por favor, nada de don Justo… Perico, Perico Pérez Martínez… —¿Perico Pérez Martínez?… –repuse asombrado–. Pero, ¿ha cambiado usted de nombre?… —Sí, lo cambié, pero no ahora… Antes fue cuando lo hice… Justamente cuando me fui a vivir a Altocerro. —¿De manera que nunca se llamó usted don Justo de La Barca y Téllez?… ¡Qué lástima! Tan sonoro como resultaba ese nombre. 623
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—¿Verdad que sí?… –y lo repitió con verdadera fruición: —Don Justo de La Barca y Téllez… Fue sin duda un verdadero acierto… Me sentía realmente orgulloso de él. Para encontrarlo me ayudaron mucho mis conocimientos de Literatura Clásica española… Usted recuerda, ¿verdad?… Calderón de La Barca, Fray Gabriel Téllez…– Yo, claro, recordaba, pero la verdad era que jamás se me habría ocurrido aquello. —Nací aquí, en la capital… –La válvula de las confidencias parecía haberse ya abierto de par en par. En el más miserable de los barrios pobres de la ciudad. Nunca conocí a mi padre, y mi madre murió en la cárcel pública, poco después de haber nacido yo… Desde esa época tuve que averiguármelas solo… Conocí por dentro el reformatorio de menores desde muy temprano… Cuando me enderecé, me fui a trabajar de mandadero en una escuela. Allí aprendí a leer… Después que me despidieron, me las arreglé para conseguir libros… Mí vida fue azarosa y llena de tumbos, pero siempre tuve tiempo y ocasión de ilustrarme… Tal vez eso me ayudó a no meterme en líos con la justicia: no he vuelto jamás a visitar una cárcel…. –Alzó la mano provista del fajo de billetes de lotería y la agitó frente a mí.– Con esto me he defendido en todo momento. Hace más de treinta años que estoy en el negocio. De día pregonaba los boletos, y de noche asistía a la biblioteca pública, donde vivía algunas horas de irrealidad y fantasía… Era como vivir dos vidas en una sola, ¿usted me entiende?… Yo asentí, sin proferir palabras, mientras él pareció concentrarse y olvidarse de mi presencia al añadir: —Y un día, al fin, se abrió inesperadamente la puerta de la más fantástica de las posibilidades… Un billete cuyo número acostumbraba a reservar para un cliente, fue rechazado a última hora por éste sin darme tiempo a devolverlo a la Administración… Resultó el tercer premio. No tuve la más mínima vacilación acerca de cómo emplear aquel regalo del cielo. Calculé que la suma bastaba para proporcionarme la existencia con la que había soñado siempre, exactamente durante diez años y cuatro meses. Escogí en un mapa de la isla el lugar apropiado para trasladarme, deposité el dinero en un banco con instrucciones de remitirlo en sumas mensuales en favor del nombre que había escogido en un momento de feliz inspiración, y me marché a Altocerro… No pude menos que interrumpirle: —Pero, ¿y después?… ¿no pensó en lo que pasaría cuando se le agotase el dinero?… —¡Claro que lo pensé! Pero valía la pena, y no me arrepiento de lo que hice… Además, ¿sabe usted?, siempre tuve la secreta esperanza de que la muerte me sorprendiera allí, mientras gozaba del respeto de los demás… Soñaba con unos funerales dignos, con asistencia del cura y las autoridades y todo eso… No sucedió así, claro, pero pudo haber sucedido, ¿no es cierto?… Que hubiera una tumba ahora en Altocerro, con una inscripción que dijera algo así como “Aquí yacen los restos mortales del señor don Justo de La Barca y Téllez”, y algún recuerdo amable más abajo… ¿Verdad que hubiera podido ser así? ¿Verdad?… –Y me miró con ojos por primera vez luminosos y vivos. —Naturalmente que sí, naturalmente que sí… –le respondí apresuradamente mientras calculaba en secreto el costo aproximado del traslado de un cuerpo desde la capital a Altocerro, y el valor de una lápida de mármol digna de conservar para la posteridad el epitafio de don Justo de La Barca y Téllez. Una vez convencido de que podía permitirme el gasto, me puse en pie y ayudé a incorporarse al tembloroso anciano. Lo miré marcharse lentamente, con la cabeza baja y arrastrando los pies hacia la puerta. Ya en el umbral, se volvió y me dijo: 624
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—Y, por favor, no diga a nadie de allá… –Pero yo le interrumpí con voz algo más ronca que lo normal: –No se preocupe en lo más mínimo, don Justo: eso, la lápida y todo lo demás corren por mi cuenta…
Su amigo Arcadio Don Carlos Zamorán era el Administrador de Correos de Altocerro. Sin embargo, a pesar de la desproporcionada pompa de este título en relación a la modestia de la destartalada casucha de madera que le servía de oficina, no era esta calidad la que confería mayor prestigio entre nosotros a don Carlos. Y es que el señor Administrador de Correos era, además, el orador oficial de Altocerro, y su elocuencia, ampulosa y estirada, presidía invariablemente los entierros, bodas, bautizos y demás acontecimientos significativos que sacudían de tiempo en tiempo la habitual modorra pueblerina. Era ésta sin duda, y a mucha honra de su parte, la función principal y la verdadera vocación de don Carlos Zamorán. Las tertulias de los domingos en el café de Las Brisas, que reunían alrededor de la gran mesa central a la mayor parte de la élite lugareña, se convirtieron muchas veces, por obra y gracia de la verborrea de don Carlos, en largos monólogos durante los cuales nuestro Administrador de Correos hacía uso desmedido de sus facultades oratorias contra nuestra pasiva, deslumbrada y silenciosa ignorancia. Siempre retrasaba un poco su llegada, y no hacía su entrada en el café hasta que todos estábamos ya sentados a la mesa, como aguarda un actor que su público colme la platea antes de salir al escenario. Llegaba en silencio, colocaba el sombrero en la única tosca percha que sobresalía de la pared –sobre la cual parecía tener exclusivo derecho– y se sentaba en una de las cabeceras de la mesa, especialmente reservada para él. Durante los primeros minutos, seguía con atención la conversación general, hasta que, en el momento oportuno, como si cazase una mosca con un movimiento brusco de la mano, asía con vigor una frase, una palabra, que alguien hubiere dicho al azar, y por allí, sin soltarla, tiraba de la conversación, atrayéndola hacia sí, dominándola, apoderándose completamente de ella, y sin soltarla ya más hasta el final de la reunión. Su parloteo incesante no tenía competencia entre los modestos contertulios, y nadie entre nosotros intentaba oponer resistencia al caudaloso torrente de su oratoria. Pero don Carlos era instruido, había viajado mucho, y sin duda alguna sus intervenciones constituían lo más interesante de aquellas pláticas domingueras del café de Las Brisas. Un día la sesión fue particularmente interesante. Aunque don Carlos hacía muchos años que vivía entre nosotros, no era oriundo de Altocerro y no hablaba nunca de su vida anterior. Sin embargo, aquella vez nos relató un episodio de su pasada existencia que se me grabó para siempre en la memoria. Tan bien lo recuerdo, que podría repetir incluso las mismas palabras y frases rebuscadas y ampulosas con que nos contó la historia. Estaba lloviendo fuertemente aquella mañana, pero ninguno de los habituales había faltado a la tertulia. don Carlos, que había permanecido en silencio por un rato más largo de lo corriente absorto en sus propios pensamientos, rompió de pronto su mutismo y, como de costumbre, sin dirigirse a nadie en particular, nos habló del siguiente modo: —Hace mucho tiempo que debí contarles la historia de Arcadio, pero es ahora, después de tantos años, cuando me decido a hacerlo. Supongo que esto les parecerá extraño a ustedes, que tan bien me conocen y tantas pruebas tienen de mi locuacidad y de mi incapacidad de 625
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guardar secretos. Por eso deseo comenzar explicando la razón por la que callé hasta el día de hoy una historia que me retozaba en la lengua y cuyos pormenores bullían en mi memoria como gotitas saltarinas sobre la superficie del agua hirviente. La razón de mi silencio no podía ser más poderosa: para contarles mi aventura con Arcadio, era preciso revelarles una etapa de mi vida que hasta ahora he mantenido oculta para todos. El tiempo de mi primer contacto con Arcadio se remonta a una época turbia de mi existencia sobre la cual no me gusta hablar. Creo, sin embargo, que ya puedo depositar mi confianza en ustedes y que cualquier cosa desagradable de mi pasado que yo les revelara no cambiaría el buen concepto que tienen de mí, formado y robustecido a través de los largos años que he convivido con ustedes. Cualquier descarrío de mi juventud, cualquier tropiezo de mi vida anterior, no va a privarme de su amistad, ni va a cerrarme las puertas de sus reuniones, ni a afectar en lo más mínimo las inmejorables relaciones que nos unen. Pero, amigos míos, esa fe que les tengo no podía nacer de la noche a la mañana ni formarse de un día para otro. Fue necesario esperar hasta hoy para que yo sintiera que esa confianza existía plenamente y que, por tanto, yo podía contarles sin temor la historia de Arcadio. Hizo una breve pausa y prosiguió después, con igual ímpetu: —Para ustedes, que me han visto por espacio de quince años ir y regresar cada día a las mismas horas de mi trabajo en la oficina de Correos (a la cual no he faltado ni un solo día laborable); que me observan transitar por la misma calle hasta el modesto hotel donde como todos los días idénticos platos y duermo en la misma cama durante el mismo tiempo diariamente; que saben que cada domingo abandono el lecho una hora más tarde que de costumbre, me visto con un traje recién planchado y asisto a esta tertulia habitual en el Café donde los mismos amigos se reúnen en torno de la misma mesa para reírse de los mismos chistes; que comprueban –por múltiples circunstancias– que cada día de mi vida es exactamente igual a los demás, y que mi existencia entera se asemeja a un mecanismo de relojería, a tal punto están sincronizados y se repiten una y otra vez en la misma forma todos mis movimientos; ustedes, amigos míos, se asombrarán cuando sepan que mi juventud fue desquiciada como un bote al garete y turbulenta como un ciclón tropical. Esperó unos instantes para comprobar a su alrededor el efecto producido, y continuó luego: —Tal vez alguno de ustedes, sugestionados por la imagen de mí mismo que les ofrece mi formal y metódica vida presente, juzguen exagerada esta declaración, o la consideren como una broma increíble dicha para pasar el rato. Nada estaría más alejado de lo justo que hacerse una suposición semejante. Lo que voy a relatarles les convencerá de que no exagero nada ni me burlo de nadie. Aspiró profundamente y se acomodó mejor en su asiento. —Ustedes habrán notado (necesariamente lo han hecho, porque en este pueblo suceden tan pocas cosas, que cualquier detalle o circunstancia se observa detenidamente y se convierte en objeto de comentarios y discusiones sin fin). Ustedes habrán notado, decía, que cuando nos sentamos en torno a esta mesa y se sirven bebidas alcohólicas, yo jamás pruebo una gota. Al principio, algunos de ustedes insistían en que les acompañase a escanciar un vaso de cerveza o una copa de ron, encontrándose siempre con mi negativa cortés, pero firme. Ya nadie pretende obligarme a tomar alcohol y mi condición de abstemio empedernido se acepta como algo perfectamente natural. Y, sin embargo, si ustedes se hubiesen preguntado alguna vez el porqué de esta invariable actitud, si hubiesen profundizado un poco respecto 626
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de tal circunstancia, habrían adivinado probablemente su escondida causa, descubriendo el secreto de mi vida. Porque, yo amigos míos, –y sé que esto les parecerá increíble– he sido un alcohólico en último grado. La pausa fue entonces más larga. don Carlos nos miró por turno a todos, pero nadie pronunció una palabra. Como si estuviese decepcionado, agregó: —Esto, dicho en frase sencilla y corriente, pierde una gran parte de su horrible significado, y tal vez a la mayoría de ustedes se les escape la horrorosa condición que se esconde tras esas simples palabras. Pero yo, desgraciadamente, la conozco por triste experiencia hasta sus más crueles detalles, porque durante cinco largos años de mi vida yo me debatí sin esperanzas en las aguas cenagosas y turbias del alcoholismo… Ustedes deberían saber que, para un religioso, los hombres se dividen en creyentes y ateos; para un aristócrata, en nobles y plebeyos; para algunos, en blancos y negros; para otros, en buenos y malos. Para nosotros los que formamos la clase de los alcohólicos, los hombres se dividen en los que pueden beber y los que no pueden beber. Para mí, y para todos los que son como yo, esa es la única clasificación que de veras importa. Estamos obligados a respetarla reverentemente, y si alguna vez –aunque fuere una sola vez–, trasponemos la sagrada línea que las separa, pagamos muy cara nuestra transgresión… La pagamos con todo lo que poseemos, incluso nuestra propia alma, como en las antiguas consejas de pactos con el diablo… Bajó la cabeza y prosiguió amargamente: —Yo violé una vez esa línea divisoria. Un poco por irresponsabilidad juvenil, otro poco por soledad y aburrimiento… Pero las razones no vienen al caso. Lo que importa es mi caída vertiginosa en el abismo sin fondo de la desesperación. Abandoné hogar, trabajo, amigos, y me convertí en un paria burlado por los niños, perseguido por los perros y despreciado por todos… Esto sucedió hace mucho tiempo. Tanto, que a veces pienso que no fue más que una pesadilla, sin otra realidad que la huella que nos deja en la memoria un sueño maldito cuyos detalles se olvidan y del que sólo se recuerda el horror que nos produjo, revivido ocasionalmente por reminiscencias dispersas… Levantó la frente, y haciendo un gesto con la mano, pareció barrer la tristeza que se mezclaba con sus palabras. —No quiero insistir en la descripción de aquellos años: no es de interés para la historia que voy a contarles, y revive viejas heridas que el tiempo ha restañado. Pero es necesario que les hable del doctor Jordán. El doctor Jordán fue mi Ángel Bueno. Si hoy puedo estar aquí con ustedes, rodeado de afectos y viviendo una existencia normal, lo debo exclusivamente a su bondad y al interés paternal que se tomó por mí en aquella época negra de mi vida. Había sido amigo íntimo de mi padre y me conoció desde niño. Cuando se enteró de mi desesperada situación, fue personalmente a buscarme al pequeño pueblo de la costa norte de la isla donde a la sazón me hallaba yo viviendo de la caridad pública… Es decir, invirtiendo en alcohol el producto de las limosnas que recibía cada mañana a la puerta de la iglesia. Como el doctor me encontró en un estado de inconsciencia total, me trasladó como un fardo a la capital, y cuando surgí de mi sueño alcohólico, me hallé internado en una clínica que poseía mi protector en las afueras de la ciudad… —Allí permanecí diez meses, sometido a un tratamiento de rehabilitación que el propio doctor Jordán se encargaba de dirigir personalmente… Naturalmente, los primeros meses fueron horrorosos. El ansia de beber despertaba en mí cada cierto tiempo, y siempre que su garra me apretaba las entrañas, intentaba evadirme de la clínica por todos los medios 627
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imaginables. Afortunadamente nunca logré mis propósitos y cada tentativa de fuga se estrelló contra los pechos robustos y entre los brazos vigorosos de los enfermeros, rigurosamente adiestrados y aptos para evitar toda alteración de la férrea disciplina de la institución. Lentamente fui adaptándome a la vida de internamiento y aprendiendo a considerar impracticable todo intento de evasión. Como en el fondo de mí mismo vivía el profundo anhelo de sanar de mi horrible mal, y ese deseo crecía y se robustecía a medida que iba desintoxicándose mi organismo, paulatinamente fue avanzando el proceso de mi recuperación. Un sólo síntoma de mi enfermedad persistía tenazmente a través del transcurso de los meses: las alucinaciones. Nos recorrió a todos de nuevo con su mirada cargada de experiencia, y continuó: —Sin haber pasado por ello, ustedes no podrían jamás hacerse una idea de lo que son las alucinaciones de un alcohólico. Imagino que la debilidad de la mente o tal vez la necesidad de escape del subconsciente, interrumpido por la cesación brusca del suministro de la droga, crean las condiciones propicias para que nazca en torno al enfermo un mundo de fantasías, entremezclado hasta tal punto con la realidad circundante, que uno no es capaz de distinguir dónde termina ésta y dónde comienza el delirio… —De este modo, viví durante meses experimentando las más extraordinarias aventuras. En ocasiones, fui califa árabe, reclinado en mullidos almohadones, servido por esclavos abisinios y deleitado por hermosas huríes complacientes y exquisitas. Otras veces, poderoso monarca de un reino milenario, triunfador de intrigas palaciegas. Otras, corsario pirata, vencedor de tempestades y ducho en abordajes. Otras… Pero no voy a cansarles con la relación de las existencias fantásticas que creí vivir en aquella época. Lo que sí deseo dejar bien claro es que cada vez que despertaba de esas ensoñaciones, la impresión de realidad que su recuerdo me dejaba era tan profunda que tenía que hacer un esfuerzo de razonamiento para comprender cuál era mi verdadera personalidad y adaptarme de nuevo a mi yo y a mi ambiente verdadero. A medida que progresaba mi curación, aquellos delirios se espaciaban cada vez más y, cuando aparecían, esa impresión de realidad de que les he hablado se manifestaba con menos intensidad. Al final del sexto mes de internamiento desaparecieron por completo, y yo tuve entonces la certeza de haber retornado definitivamente al mundo de los seres normales… Pero justamente entonces, apareció Arcadio. Sonrió levemente, y su relato cobró animación: —Mi primer encuentro con Arcadio sucedió una fresca noche de diciembre. Había dormido ya algunas horas y desperté en la madrugada, probablemente a causa del frío. Me envolvía una agradable sensación de bienestar cuando, después de subirme la frazada hasta la barbilla, me puse a pensar con optimismo en mi curación inminente. Tenía los ojos cerrados y comenzaba ya a adormecerme en el instante en que una voz, profunda y suave a la vez, me sustrajo bruscamente de la modorra. —Carlos, Carlos, –me dijo– ¿Estás despierto? Me causó extrañeza que me llamaran por mi nombre de pila, porque en la clínica siempre lo hacían por mi apellido. Me incorporé a medias y respondí: —Sí… ¿Quién es? La voz me habló en un susurro: —No creo que conozcas mi nombre, ni ganarías nada con saberlo. He venido a hacerte compañía y a conversar un rato. Busqué con la mirada a mi interlocutor, pero no vi a nadie en la habitación. 628
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—¿Dónde está usted? –pregunté alzando la voz, algo asustado. La puerta de la estancia se abrió de golpe y una enfermera, rígida dentro de su planchado uniforme blanco, inquirió solícita: —¿Desea algo, señor? —¿Yo?… No nada. Muchas gracias… ¿Hablaba usted con alguien allí afuera, en el pasillo? —No, señor, con nadie. Estaba sola, haciendo la guardia, y me pareció oírle hablar… Usted dispense. Y salió cerrando la puerta sin ruido. Permanecí tenso bajo la colcha, con la frente inundada de sudor y un escalofrío intermitente recorriéndome la espina dorsal. En la habitación no había nadie, excepto yo, y la voz que me llamó había surgido junto a mi cama. Haciendo un esfuerzo de voluntad, me rodé hacia la izquierda y asomé con prudencia la cabeza debajo del lecho. —No seas tonto: estoy aquí en la cabecera; pero no podrás verme por más que trates. La voz nacía ahora exactamente a mi espalda y continuaba hablándome en susurros. Me senté en la cama, bañado en un sudor frío, y miré con ojos desorbitados por encima del hombro. Mi línea visual se extendía hasta la pared blanca y desnuda, y nada ni nadie interrumpía su curso. Mientras tanto, la voz continuaba: —No te asustes. No te haré ningún daño. Sólo quiero charlar un rato y pasar el tiempo. Y, después de una corta pausa: —¿Por qué será que ya a nadie le gusta recibir visitas? ¡Cómo han cambiado las cosas! En mis tiempos la gente era sociable y trataba a sus semejantes con amabilidad y cortesía. En cambio, ahora… A medida que hablaba la voz misteriosa, fui comprendiendo poco a poco la verdad. Con profundo abatimiento iba convenciéndome de que había pecado de excesivo optimismo. Yo no estaba todavía curado, ni mucho menos. Las alucinaciones no habían desaparecido, –como lo pensé–, y la prueba de ello estaba ahí, en aquel susurro que dejaba oír su acento grave y monótono a mi lado. Bajé la cabeza y hundí los hombros mientras mis manos colgaron entre las piernas entreabiertas. Debí encarnar en aquel instante la propia imagen de la desolación, porque la voz cambió de pronto el objeto y el tono de su discurso. —¿Por qué te pones así? –me dijo con suavidad acercándose a mi oído. —Crees que no existo y te imaginas que soy otra alucinación, ¿no es cierto?… Pero, ¡hombre de Dios! –añadió subiendo de tono–, ¿eres acaso sordo o torpe? ¿No notas diferencia alguna entre tus delirios absurdos y mi ser real, existente que te habla y que sientes a tu lado? Adquirió un tono amargo al continuar: Pero, después de todo, ¿qué puede esperarse de la ignorancia y la vanidad de la humanidad de hoy? Ustedes, los “vivos” –e imprimió un dejo irónico a esa palabra–, han llegado a creerse que son los únicos que existen. Que el universo todo, con sus leyes eternas y sus misterios insondables, está donde está, exclusivamente para que ustedes puedan comerse tranquilamente sus huevos pasados por agua cada mañana, trabajar como estúpidos y amontonar dinero durante el día, y dormir o fabricar hijos cada noche… La voz pareció ahogarse de indignación y desde lo más profundo de mi terror y mi aflicción, surgió la mía, temblorosa, aprovechando la pequeña pausa: —¿Quieres decir que existes realmente? ¿Qué no eres alucinación? ¿Qué has muerto, y sin embargo estás aquí, a mi lado, diciéndome todas estas cosas?… —¡Claro que estoy aquí! No puedes verme ni tocarme porque existo en una dimensión que no pueden captar todos tus sentidos, sino los que yo he escogido expresamente para manifestarme ante ti. Pero no te engañas cuando oyes mi voz, aunque seas el único en oírla. —Pero, –balbucí–, ¿Por qué yo?, ¿por qué me has escogido precisamente a mí? 629
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—Las razones son muchas, pero no entenderías la mayoría de ellas… Basta que sepas que fui en vida el mejor amigo de tu abuelo y que, desde mi plano, seguí siempre con interés y compasión todas tus desgracias. —De manera que cuando existías… Es decir, cuando existías de la otra manera, viviste en este país, y… ¿Cuál era tu nombre? —Arcadio. Arcadio Zaldívar, Caballero de la Orden del Santo Sepulcro, farmacéutico y comerciante, –y la voz adquirió un tono solemne y engolado. —Mucho gusto –murmuré sin que se me ocurriera decir otra cosa. —Me parece que es suficiente por esta vez –dijo Arcadio–. Volveré a menudo para cambiar impresiones contigo. Te recomiendo guardar el secreto de mi existencia, pues podrías encontrar inconvenientes si te pones a pregonarla. ¡Hasta pronto! –Y el silencio reinó de nuevo en la estancia. Como es natural, aquella noche no pude conciliar de nuevo el sueño. Di vueltas sin cesar de un lado a otro de la cama, sumido en un mar de conjeturas cuyo examen me mantuvo en vela hasta la mañana siguiente. Y, en realidad, el caso era para preocuparse. Por un lado, me sentía inclinado a aceptar la realidad de la existencia de Arcadio. Por otro, padecía el íntimo temor de que se trataba de una nueva alucinación, quizás con más visos de realidad que las anteriores, pero producto también de mi imaginación febril. Ya bien entrada la mañana, logré al fin dormir, después de haber adoptado una firme decisión: Arcadio no existía, y por lo tanto ya debía olvidar para siempre aquella absurda intromisión en mi vida rutinaria de interno en una clínica. Pero Arcadio no tardó más de tres días en reaparecer. Yo no había confesado aún al doctor Jordán aquel nuevo desvarío de mi mente, y había resuelto hacerlo precisamente esa misma mañana. Estaba tomando el sol en la galería posterior de la clínica, alejado de todos, cuando la voz inconfundible de Arcadio pronunció a mi lado un “buenos días” que me obligó a brincar de sorpresa en la silla, pero que también, en el fondo, me hizo vibrar de felicidad. Me explicó brevemente que la causa de su ausencia obedeció a compromisos previos con otras personas desgraciadas a las que se sentía en el deber de ayudar, pero que había decidido consagrarse a mí por el momento y se había ya despedido formalmente de aquéllas. Por mi parte, le expuse mis dudas y vacilaciones, y le supliqué que las desvaneciera ofreciéndome alguna prueba tangible de su existencia… Llegué a insinuarle que me daría por satisfecho si me anunciaba el billete ganador en el próximo sorteo de la lotería… ¡Oh! Sí, lo comprendo: fue algo indigno y vulgar. Pero, por favor, comprendan ustedes qué confusión padecía mi mente en aquellos momentos… Arcadio permaneció un largo rato en silencio y yo adiviné la mirada de reconvención que debió destinarme. Mas, si estaba colérico, no lo dejó entrever. Me explicó con suavidad –como se hace con un niño– que ese tipo de revelaciones le estaba terminantemente prohibido y que además, le parecían muy poco serias. Avergonzado, le pedí excusas que él aceptó con hidalguía, diciéndome en tono paternal: —No te preocupes. No es la primera vez que me sucede, ni será tampoco la última. El escepticismo parece ser la consigna de la juventud de hoy en día. Pero tengo la seguridad de que, a medida que vayas conociéndome mejor, aumentará tu confianza en mí y que terminaremos siendo buenos amigos… No trates de forzar tu inteligencia para convencerla de que me acepte. Deja pasar el tiempo y la convicción llegará por sí misma. 630
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Y efectivamente, Arcadio tenía toda la razón. A partir de aquella entrevista, y cada vez más durante las subsiguientes, mi fe en él se robustecía y fui adaptándome a la idea de la existencia de aquel ser extraordinario que me había escogido a mí entre todos para ofrecerme su amistad y protección. A tal punto llegué a habituarme a su presencia, que no vivía ya sino para gozar de sus visitas periódicas, y me parecían interminables las horas de espera que mediaban entre ellas. Naturalmente, oculté a todos la existencia de Arcadio, y mi amigo y yo nos citábamos de noche, en la galería posterior de la clínica, desierta siempre a aquellas horas… ¡Cómo describirles aquellas veladas extraordinarias! Rodeados de un profundo silencio y alumbrados sólo por la luz de las estrellas, analizábamos y discutíamos los más variados temas: los misterios de la filosofía, los secretos de la ciencia… Viví entonces los días más apasionantes e intensos de mi vida. La sabiduría de Arcadio era infinita, y su poderosa personalidad iba influyendo en mi conducta y transformándola por completo. Me sometí estrictamente a las normas de la institución. Dejé de fumar a escondidas en el cuarto de baño. Acepté sin protestas la aplicación de inyecciones y medicinas. Jamás volví a discutir con las enfermeras y el personal doméstico. Fui amable, dócil y servicial con todos, y mantenía gustosamente aquella actitud pensando en la amistad de Arcadio y en lo que, a consecuencia de ella, podía reservarme el futuro. Mi conducta ejemplar apresuró mi salida de la clínica, y el Dr. Jordán me llamó una mañana para anunciarme que me daría de alta al día siguiente. Me sentía intensamente feliz al comunicarle aquella noche a Arcadio la gran noticia. Sin embargo, él no pareció compartir mi alegría. Me expresó con voz entristecida que tenía algo penoso que anunciarme. Era su propia partida. Se le había encomendado una lejana misión que cumplir. No sabía por cuánto tiempo. No podía decirme su destino. Debíamos despedirnos y resignarnos a una larga separación. El golpe inesperado me aturdió por completo. Le supliqué, le imploré, lloré como una criatura, pero todo fue inútil. Nada podía variar aquella suprema y misteriosa decisión cuya fuente ignorada ni siquiera me era dado conocer. Arcadio me recomendó resignación y paciencia, y el único rayo de esperanza que me dejó entrever, alumbró tímidamente a través de las últimas palabras que pronunció antes de marcharse: Algún día volveremos a encontrarnos. Ten la absoluta confianza de que, no importa cuántos años pasen, seremos amigos de nuevo. —Pero, ¿dónde?, ¿dónde podré hallarte? –le grité casi, sumido en la desesperación. Y con voz que ya se hacía lejana y comenzaba a perderse en el espacio, Arcadio me respondió: —Cuando llegue el momento, tú sabrás dónde encontrarme…
Y don Carlos Zamorán se quedó callado, mientras las últimas palabras de Arcadio parecían revolotear sobre nuestras cabezas inclinadas por la curiosidad a su alrededor. Fui yo quien rompió el hechizo del silencio total que había descendido sobre el grupo. —¿Y nunca ha vuelto a saber de Arcadio, don Carlos? El Administrador de correos de Altocerro, volvió hacia mí una mirada cargada de tristeza. —Nunca más…, –me respondió. Al principio, a pesar del primer momento de desesperación, no me importó tanto. Era entonces joven. Tenía toda la vida por delante, y salí de la clínica lleno de bríos y proyectos optimistas… Pero, después, a medida que fue pasando el 631
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tiempo, y fui sintiéndome viejo y solo, comencé a echar de menos a mi amigo… Como ustedes saben, no me he casado nunca, vivo solo y no tengo familia… Muchas veces siento la irresistible nostalgia de Arcadio, pero jamás en todos estos años, he vislumbrado el menor vestigio de su presencia, y ya hace tiempo que perdí la esperanza de encontrarlo de nuevo… Ninguno de los presentes dijo nada más, y así terminó aquella tertulia del café de Las Brisas de Altocerro, dejándonos a todos un poco más tristes y haciéndonos sentir mucho más indulgentes con don Carlos Zamorán, el entrañable amigo de Arcadio. La noticia de la desaparición del administrador de correos sacudió todo el pueblo de Altocerro. Ocurrió a la semana siguiente de relatarnos su historia. Aquel lunes, por primera vez en quince años, no abrió sus puertas la oficina postal. Se le buscó en el hotel y se comprobó que faltaba desde la noche anterior. Habían desaparecido también sus escasas pertenencias, pero nadie se había percatado de su misteriosa partida. Por mucho tiempo no volvimos a saber de don Carlos, hasta que un día, en medio de una conversación casual con un viajante de comercio de tránsito en el pueblo, algún lugareño se enteró de la extraordinaria nueva: nuestro antiguo Administrador de Correos se había entregado de nuevo a la bebida, y arrastraba una penosa existencia de beodo por los bares de la capital. La noticia recorrió todos los rincones del pueblo y fue el tópico central de la próxima sesión del café de Las Brisas. Todos lamentaron la inesperada recaída de don Carlos, menos yo que, mudo en mi rincón, me alegré secretamente de aquel desenlace porque, en lo íntimo de mi ser, comprendía que don Carlos Zamorán al fin había descubierto el único camino para encontrar de nuevo a su amigo Arcadio.
Retorno No soy lo que corrientemente se llama un hombre de buena memoria. Desde muy joven he sido distraído y poco dado a recordar detalles. Mas como esta condición pareció siempre formar parte de mi propia naturaleza, mis padres primero, mis amigos después –incluso yo mismo–, nos hemos adaptado a ese mi modo de ser y, así, mis distracciones, mis breves raptos de amnesia, han venido a ser cosa corriente y aceptable para el estrecho círculo de personas entre las cuales se desenvuelven mis modestas actividades de pueblerino agente de seguros.
Y lo más curioso de todo es que mi memoria –o lo que de ella funciona– es caprichosa en extremo. Tomemos el ejemplo de mis padres. Ambos murieron cuando yo apenas contaba cuatro años de edad. De mi padre no recuerdo nada. Ni sus rasgos físicos, ni el metal de su voz. Ni siquiera algún suceso cualquiera de mi vida en que él participara. En cambio, la imagen de mi madre vive persistentemente en mi recuerdo. Con sólo cerrar los ojos puedo evocar su rostro pálido, su frente surcada por leves arrugas que se acentúan sobre las sienes. Sus ojos claros y siempre tristes… Siento aún el dulce peso de su mano cerrándose protectoramente en la mía durante el paseo dominical hasta la iglesia. Puedo asimismo –como antes– aspirar el aroma de su piel, oír el tono ligeramente ronco de su voz. Como consecuencia de esos caprichos de la memoria, me sucede a veces que no recuerdo lo acaecido hace apenas un momento y sin embargo soy capaz de reconstruir en sus menores 632
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detalles sucesos sin importancia acontecidos en los lejanos días de mi infancia. ¿Será que la memoria, como el organismo humano, envejece con los años? ¿O será éste un mecanismo defensivo del subconsciente que tiende a arrojar en el olvido lo desagradable para conservar en su lugar lo que nos relaciona con una existencia más feliz? Algo de eso he leído alguna vez y lo cierto es que, en mi caso, ésta parecería ser la teoría valedera, porque mi vida presente no tiene nada de agradable, y sí mucho de frustración y de vacío. En realidad, mi existencia podría representarse con una línea recta, pero dibujada de arriba hacia abajo, con inexorable trazo… Provisto de una buena educación, heredero a la mayoría de edad de una regular fortuna, vegeto ahora, al término de los cincuenta años de una vida uniforme y gris, en este rincón pueblerino de Altocerro, ganando apenas el dinero que demanda cada fin de mes la exigente propietaria de la casa de pensión en que habito. Los afanes de mi negocio de seguros –aunque ya convertidos en rutina– colman mi diaria jornada y así, mientras el ardiente sol de Altocerro se ensaña contra el poblado, deambulo aturdidamente por las calles, visitando clientes, y añorando secretamente el instante en que, cada atardecer, habré de encerrarme en mi modesta habitación. Aquí, de codos en la tosca mesa que me sirve de escritorio o de bruces en el lecho, me dedico a esperar el sueño cotidiano mientras mi mente vaga, dispersa, recorriendo caminos que a veces me resultan desconocidos y llenos de sorpresas… Rodeado de oscuridad y de silencio, me siento fuerte y seguro. Es como si ellos me protegiesen de todos los peligros. Como si sólo entre ellos me sintiera ser yo mismo. Porque, en realidad, la luz y el ruido me aturden, me espantan. Por eso, durante las horas del día, aguardo con impaciencia el momento de llegar a mi oscura habitación y sumergirme en la protectora intimidad de su silencio. ¿Qué me atrae en este claustro donde me siento como si flotara en el centro de una espesa masa, a la vez muelle y protectora? ¿Será un sentimiento de anticipación a la muerte –secretamente anhelada– lo que me hace preterir esta oscuridad y este silencio que mucho tienen de tumba? No lo creo. Le temo a la muerte desde que tengo uso de razón. Me aterra su naturaleza irrevocable, su carácter de viaje sin retorno. Pero, ¡por Dios!, no es para relatar las locas digresiones nocturnas de mi mente que escribo estas líneas. Tampoco para contar lo que ha sido hasta hace muy poco tiempo mi pobre y triste vida sin interés. Escribo para hacer conocer de otros los singulares acontecimientos que se han precipitado a mi encuentro durante las últimas tres semanas. Porque hace apenas ese lapso sucedió algo que ahora, desde la perspectiva que me ofrecen –vistas en conjunto– las circunstancias producidas durante los últimos veinte días, reconozco como el punto de partida de un brusco viraje de mi existencia. A mediados del mes pasado había concertado una entrevista con un comerciante de importancia del poblado. Mi cliente potencial, con poco tiempo disponible para atender agentes de seguros, me había citado en su oficina a las tres de la tarde del sábado siguiente. La mañana del día señalado transcurrió sin novedad. Almorcé frugalmente al mediodía y, a las dos y media, me dirigí al lugar de la cita. Hasta ese instante todo había sucedido normalmente y es justamente a partir de entonces cuando comenzó a acontecer lo extraordinario. Y lo peor de todo es que este calificativo no lo empleo para definir lo que mi memoria guarda de aquella tarde, sino para describir precisamente lo contrario: el impenetrable vacío, la absoluta falta de contenido del tiempo transcurrido a partir de la salida de mi casa hasta que me hallé, a las seis y media del mismo día, sentado en un banco de la plaza central del 633
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pueblo, absolutamente ajeno a lo que hacía allí y sin tener la más remota idea de lo que había hecho durante las cuatro horas anteriores. Naturalmente, perdí la oportunidad de realizar el negocio, pero esto no me importó mayormente porque toda mi capacidad de preocuparme se concentró en tratar de descifrar el misterio de aquellas horas perdidas cuyo contenido me era imposible descubrir por más que torturara mi memoria. ¿Existe acaso un suplicio mayor que la búsqueda inútil de una porción de la propia vida, perdida para siempre? Traté de conformarme a la idea de que, después de todo, lo que me había sucedido no era más que lo que todos experimentamos cada noche durante las horas del sueño cotidiano. No obstante, me respondía a mí mismo, el sueño nos mantiene en un lugar fijo que reencontramos en el instante de despertar, garantizándonos que, no importa cuánto tiempo hayamos dormido, hemos permanecido silenciosos, inmóviles, protegidos –precisamente por la inmovilidad y el silencio– de toda contingencia externa, de toda posible actitud comprometedora sobre la cual no hubiésemos podido ejercer ningún dominio. Y lo que me aterraba era precisamente eso: la conciencia de haber efectuado movimientos, proferido palabras, contraído quien sabe qué responsabilidades de las cuales no quedaba en mi recuerdo ni el más ligero vestigio. Durante los primeros días que sucedieron a esa experiencia permanecí en casa, sin atreverme a salir a la calle, temeroso de encontrarme con alguien que hubiese sido testigo de mi conducta durante aquellas horas perdidas y que, por tal razón, tuviese motivos para recriminarme alguna ofensa o para reclamarme el cumplimiento de algún compromiso inconscientemente contraído. Pero, por otra parte, sentía una irrefrenable curiosidad de saber lo que había hecho en las horas de amnesia. Fue, pues, una curiosa lucha la que se libró en mi interior entre este último sentimiento y el temor de enterarme de alguna acción comprometedora de la que hubiese sido protagonista. Triunfó al fin la curiosidad y me armé del valor necesario para trasponer el umbral de mi casa. Salí a la calle e hice mi recorrido habitual por la zona comercial del pueblo. Visité clientes, me encontré con amigos y estuve en el café que acostumbro frecuentar. Nadie me hizo la menor alusión. Todos mostraron frente a mí una actitud normal y mi preocupación disminuyó en parte. Digo en parte porque lo que de veras me importaba seguía constituyendo un misterio indescifrable: no podía recordar nada de lo sucedido aquella tarde de sábado y esta idea me sacudía el cuerpo de escalofríos cada vez que me asaltaba. Tal vez me hubiese acostumbrado con el tiempo a vivir con esa obsesión –al fin y al cabo el hombre es capaz de habituarse a todo– de no haber sido por la repetición, en este segundo caso con características aún más graves, de la dolorosa experiencia pasada. Esta vez el tiempo perdido abarcó casi un día completo. Una semana después del primer ataque de amnesia, salí de mañana rumbo a mi oficina, situada en la calle principal del pueblo, a unas seis cuadras de mi casa. A mitad del camino, me detuve un instante frente a las vidrieras de una tienda de juguetes. Distraídamente miré los escaparates del establecimiento y en el mismo instante, es decir, después de haberlos recorrido con la vista durante apenas un segundo, me hallé de súbito en un lugar despoblado, rodeado de las densas sombras de una noche sin luna débilmente combatida por las luces lejanas de Altocerro, cuya silueta se perfilaba difusamente en el horizonte. Me sobrecogió un intenso pavor y corrí desesperado, enloquecido hasta la casa, refugiándome en mi habitación, no sin antes haber echado una mirada aterrorizada al reloj de la sala y comprobado que eran exactamente las cinco y diez minutos de la madrugada. ¡Había estado veinte horas consecutivas sin conciencia alguna de mí mismo! 634
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Desde ese día no he vuelto a salir de mi cuarto. Por nada del mundo hubiese sido capaz de enfrentarme con la realidad exterior. Permanezco en cama todo el tiempo, con las manos cruzadas debajo de la nuca y los ojos fijos en las arietas del techo. La criada me trae las comidas a horas regulares y en consumirlas tres veces por día y escribir estas notas se ha concretado prácticamente toda mi actividad durante la última semana. No tengo libros que leer. Apenas un viejo álbum de fotografías familiares con las hojas semidesprendidas por efecto del uso. Paso el tiempo hojeándolo maquinalmente y me quedo durante horas absorto ante la imagen de un niño –yo mismo– jugando con objetos de los cuales mi memoria guarda un recuerdo borroso que siento volverse más nítido cada día… Un oso de peluda piel rojiza, un tren de latón con vagones multicolores desvencijados, unos mutilados soldaditos de plomo…
Ayer sobrevino el tercer ataque y hoy apenas convalezco de sus efectos. Sin embargo, algo ha cambiado, porque ya no me asombra ni desconcierta la experiencia por la que atravieso. Y esto obedece a que ya sé… El último rapto me ha servido para descifrar el enigma. No es que recuerdo con precisión lo que sucedió, pero guardo, sí, una vaga reminiscencia, una especie de dulce nostalgia, como se siente después de un sueño cuyo contenido –aunque no podamos reconstruir– nos deja en el espíritu la sensación de que hemos tenido una hermosa experiencia mientras dormíamos… Ya no sufro. Ahora más bien espero con impaciencia que se produzca el nuevo rapto. Sé que toda transformación es dolorosa y que, por ello, los primeros síntomas me produjeron sufrimiento. En cambio, ahora, la certeza de conocer el final del viaje, de adivinar que retorno al punto de partida, me colma de una serena felicidad.
Y no me equivocaba. El último rapto me ha transportado definitivamente –esta vez con plena conciencia– al lugar que me corresponde, al destino que ya presentía. Estoy en un patio enorme, con árboles infinitamente altos que dan sombra a una casa gigantesca. Comienzo a subir trabajosamente unos majestuosos escalones de piedra, pero, no obstante la seguridad y confianza con que me aprestaba al tránsito, tardo algún tiempo en comprender que lo que me rodea no tiene proporciones mayores de lo normal y soy yo quien todo lo observa –desde una perspectiva distinta– ¡al fin recuperada!: la altura de los ojos del niño que sube gateando por los altos escalones mientras arrastra tras de sí un oso de juguete de hirsutos pelos rojizos. He logrado alcanzar el nivel de la amplia galería bordeada de blancos balaustres. En un rincón, tirados unos sobre otros, veo los soldaditos de plomo. Más allá, el pequeño tren de vagones destartalados. Me arrastro lentamente hacia ellos pero, a mitad del camino, me siento de pronto cansado. Todavía no es la hora de la merienda y tardarán todavía algún rato en traerme la leche. Hay tiempo, pues, para echar un sueñito sobre los mosaicos frescos. Cierro los ojos, mas, en el instante preciso en que voy a abandonarme, un temor me asalta de repente: inconscientemente he recogido las piernas flexionándolas en las rodillas y he colocado entre ellas la cabeza abarcándolas con los brazos. Así parezco un feto, lo que me convence de que sólo estoy de paso en esta estación, y que mi largo viaje de retorno apenas comienza. 635
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A través del muro
Está tirado en el suelo, aplastado contra la negruzca tierra ardiente. Apoya la barbilla en el vértice que forma su brazo izquierdo doblado en ángulo. Con la mano derecha empuña, firmemente aún, el fusil que descansa a su lado. Hace mucho tiempo que está allí, inmóvil, tenso, con los ojos fijos en la estrecha abertura que forman más abajo dos rocas gemelas, enormes y peladas. Sabe que si ellos vienen pasarían forzosamente a través de aquella especie de pórtico natural que él está dispuesto a convertir en trampa mortífera. Aunque le parece que ha transcurrido ya una eternidad desde el último disparo, se aferra a esta posibilidad y esperará todavía algún tiempo antes de abandonar este perfecto lugar de observación. Siente la boca ardida y seca y la lengua, enorme, pesada y torpe, se revuelca contra las paredes del paladar como un perro hidrófobo moribundo. (Tibia evocación de suaves aguas en remanso y un niño –él mismo– zambullendo desnudo hasta el fondo cenagoso de una laguna). La lengua se estruja ahora, dolorosamente, contra los dientes en busca de un poco de saliva. La imagen del agua lo obsesiona. Piensa fijamente en un sorbo de agua. Un sorbo tan sólo. Mantenerlo avariciosamente en la boca y moverlo de uno a otro lado del paladar y dejarlo descender después sin precipitación ninguna, y sentir su frescor y su dulzura bañarle la garganta. (El filtro de loza blanca arrinconado en un lugar familiar del comedor hogareño. La añorada cursilería de sus florecitas azules danzando acompasadamente frente a sus ojos afiebrados). ¿Cuánto tiempo puede permanecer un hombre sin tomar agua? ¿Dos, tres días? No recuerda bien. En la escuela aprendió algo de eso, pero aquellos tiempos estaban tan lejanos… Además, no puede uno fiarse: también le enseñaron que podía permanecerse durante tres minutos sin respirar y él jamás soportó bajo el agua más de un minuto… Aunque tal vez ahora podría estar mucho más. Sumergido en un río fresco, de suave corriente… Sentarse sobre las piedras pulidas y sentir la caricia del agua rozarle amorosamente el costado… Extender los brazos y dejarlos flotar desfallecidamente… O, con los dedos juntos, agitar dentro del agua las manos y sentir la resistencia de la masa líquida y vencerla lentamente… La sensación de la realidad circundante le sacude bruscamente, como un escalofrío: Ahora no estoy en el agua sino en la tierra. Mi tierra. La que he venido a liberar… “Tenemos que limpiar nuestra tierra”, había dicho el instructor en el lejano campo de adiestramiento, siguiendo su costumbre de mezclar frases altisonantes con la instrucción militar. “Hay que ir allá y limpiarle la cara sucia”… Bueno, aquí estoy yo tratando de hacerlo. Sólo que ahora no puedo verlo de la misma manera que desde allá… No, no es lo mismo. No se trata ahora de un paseo triunfal, ni de “la jornada gloriosa de los héroes de la libertad”, ni de cantar himnos ni discutir de política… Esto es sentirse uno barrido, llevado y traído en el viento. Sin poder utilizar el propio timón… Sin tener tiempo siquiera para pensar que debía haber un timón en alguna parte. “Hay que limpiar la tierra”, pero la única tierra de que ha podido tener conciencia es el trozo minúsculo sobre el que se aplasta su propio cuerpo con un salvaje anhelo de no ser visto. Y lo único que podría limpiar de ella es la yerba rala que crece bajo sus miembros… Además, éste no es el momento de pensar en limpiar nada ni de arrancar la mala yerba. Este es el momento de pensar en salvar la vida y escapar de esta trampa… ¡Dios mío, un poco de agua!… No debo pensar en el agua. El agua es lo de menos. La sed es un estado mental. La sed es un estado mental. La sed es… El filtro de loza blanca tenía una llavecita pequeña y el agua salía de ella tan lentamente que era preciso inclinar el aparato para apresurar su caída. Una vez se le cayó el filtro al suelo durante aquella maniobra. Se 636
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dio un susto tremendo, pero no se rompió y nadie se enteró siquiera… Tengo la boca seca. Tan seca que siento la lengua agrietada y la garganta me duele al tragar… ¿Tragar qué? Tal vez aire porque lo que es saliva ya no tengo… Debería aliviarme tragar aire porque el aire es fresco y eso es precisamente lo que necesito: refrescarme por dentro… Debo tener fiebre. Siento el cuerpo ardiente. Si me pusiera el termómetro marcaría 39 grados por lo menos… Pero, ¿quién piensa ahora en termómetros? Este no es un problema a resolver con termómetros. Es algo mucho más serio este lío en que me he metido… ¡Maldita sed! ¿Cuánto tiempo más podré resistir? ¿Cuánto más?…
La mujer, alta y huesuda, erguida frente al pilón de madera, maja los granos de café recién tostados con movimientos rítmicos de los brazos secos y fuertes. Manejado con destreza, el pesado mazo sube y cae acompasadamente, golpeando sin cesar los granos oscuros apretujados en el fondo del pilón. Por encima del ruido sordo, la mirada sin brillo de la mujer se pierde en la llanura lejana, pasando a través de la puerta abierta del rancho, anchándose cuando llega al campo raso y a la falda pelada de la loma donde se quiebran los últimos rayos del sol de la tarde… Hace ya mucho tiempo que machaca los granos. Un poco más y acabaría… Cuando vinieron los guardias, hace ya más de dos horas, la encontraron en plena labor y, durante el registro, no la suspendió ni un sólo momento. Ni cuando le preguntaron si había visto pasar unos hombres huyendo. Ni siquiera cuando el que más hablaba y parecía el jefe se paró delante de ella, empuñando el mazo y deteniendo en seco sus movimientos, le gritó: “Oiga, vieja del diantre, si usted esconde alguno de esos bandidos la voy a cortar en dos con esta bayoneta”… No le respondió ni una palabra. Zafó la mano con un movimiento brusco y continuó su trabajo sin mirar siquiera al hombre… Y Toño, como siempre, no estaba allí. Cada vez que pasaba algo, Toño estaba afuera. Era como si adivinara cuándo iba a haber líos. Así fue con las calenturas del niño, que se le murió en los brazos mientras ella, parada frente al rancho, miraba hacia el camino en espera de su hombre… Y cuando el río subió, dos años atrás, y tuvo ella sola que sacar todos los trastos del rancho y subirlos a la loma y pasar allá toda la noche porque el agua cubrió por completo el llano, y Toño no se dejó ver sino cuando el agua ya había vuelto al río… Siempre era ella quien tenía que resolver las cosas. Suerte que no perdía nunca la cabeza. Lo que había que hacer lo hacía. Sin pensarlo: sólo dejando que algo que tenía adentro saliese afuera y obrase por ella… Y ahora todo este nuevo lío. Primero los tiros detrás de la loma, y después la guardia metiéndose en el rancho, revolviéndolo todo y preguntándole por su marido… Y los ojos colorados del oficial amenazándola… No, Toño no volvería ahora. Era inútil esperarlo. Algo debía haberse olido ya. Desde hacía un tiempo vivía como espantado. Estaba metido en algo de lo que no hablaba. Ella no le preguntaba nada, pero sospechaba de sus salidas por las noches y sus reuniones con gente extraña de las que volvía hosco y callado, con un brillo raro en los ojos… No, Toño no volvería por ahora. Llegaría al día siguiente, cuando todo hubiera pasado. Traería cara de perro y vendría hablando pestes del gobierno. Y era ella quien tendría que resolver los problemas, como siempre…
Se afinca sobre los codos, se arrastra un poco hacia adelante y, levantando con precaución el torso, recorre con la mirada las rocas peladas que se extienden allá abajo, examinando 637
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atentamente los escasos matorrales, asegurándose de que no hay peligro alguno. Es entonces cuando nota por vez primera el rancho de tablas de palma, techado de yaguas, que se levanta a la izquierda del claro. Clava fijamente los ojos en la destartalada estructura y contiene la respiración. En algún lugar tras aquellas rústicas paredes, sobre cualquier tosco soporte, despreciada tal vez, disminuída sin duda su importancia suprema, una rojiza tinaja de agua fresca aguarda indiferente con su gordo vientre henchido como un Buda… La prudencia le abandona de repente. Se incorpora de un todo y corre velozmente hacia abajo, desprendiendo a su paso las piedras del camino. A medias erguido, a medias rodando y deslizándose, con el fusil maquinalmente empuñado, alcanza la llanura abierta y se lanza a toda carrera hacia el rancho que se ofrece, impasible y gris, a su muda desesperación… Lo ha visto mientras se acerca corriendo a través del claro, pero no interrumpe su labor. Todavía deja caer el mazo dos veces más sobre el grano ya pulverizado después de oír las palabras entrecortadas del hombre que se apoya desfallecidamente en el umbral: “Agua, doña… Por favor, un poco de agua”… Sin que un sólo músculo de su cara se mueva, habiendo apenas posado un instante los ojos sobre la figura implorante, la mujer cruza lentamente la estancia y, tomando el jarro de lata que pende de la pared opuesta, lo llena en la tinaja y se lo ofrece al hombre, sin mirarlo aún mientras éste bebe con desesperada ansiedad. Él mismo vuelve a llenar el jarro y apura de nuevo su contenido de un tirón, hasta que se siente casi reventar por dentro. Se seca, luego, la boca húmeda con el dorso de la mano y observa entonces a la mujer que ha vuelto junto al pilón y machaca de nuevo los granos, indiferente por completo a su presencia. Vuelve ya a sentirse él mismo. Es como si sólo ahora, luego de haber saciado su sed, adquiriese conciencia de quién es y qué hace allí. Mira el fusil y se asombra de haberlo conservado. Le parece que ha sido otro, no él, quien ha corrido como un loco por el llano descubierto exponiéndose a los tiros… “Gracias, doña”, dice con voz entrecortada. Se siente absurdo, incongruente, allí parado, con el arma en la mano, frente a aquella callada mujer que golpea sin cesar con el pesado mazo el fondo oculto del pilón… “¿Puedo descansar aquí un momento?… Me estaré sólo un rato, junto a la puerta”. No hay respuesta y se deja caer, deslizándose, por la áspera pared hasta quedar sentado en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda recostada al fin contra algo sólido, seguro. El fusil, momentáneamente olvidado, reposa a su lado. Quiere hablar, pero no encuentra las palabras. Sabe que existen y que son términos sencillos, claros y precisos, pero no puede dar con ellos. Sabe que ha de explicarle a aquella mujer quién es y a qué viene. Es la primera persona que ha encontrado después del azaroso desembarco, porque a los soldados ni siquiera los vio: sólo oyó sus voces en la noche, entremezcladas con los disparos… Sí, debe hablarle, pero no puede hallar la fórmula para pasar a través del muro que siente crecer entre ambos. Es absurdo, piensa. Estoy a dos escasos metros de un campesino. “El noble fruto de la tierra”, habría dicho el instructor. Me ha dado agua. Me ha ofrecido un lugar para descansar. Y, sin embargo, ella no sabe quién soy. Qué busco. Por qué estoy aquí. ¿Podría yo explicárselo? ¿Podría decirle todo lo que llevo dentro en una forma que entienda? ¿Para que me mire con otros ojos, más compasivos, más humanos?… No, no podría. Nunca podré… Y siempre fue así. Jamás logré poner en palabras inteligibles todo lo que, desde niño, se estremeció dentro de mí. Esta rebeldía y este amor que me ha arrastrado siempre junto a los débiles, los pobres, los de abajo quienes quiera que fuesen… Todo iba muy bien mientras permanecía en el terreno de la elucubración general, de la teoría política más o menos abstracta. ¡Qué difícil, en cambio, expresarla y dirigirla hacia un objeto 638
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concreto! ¡Qué imposible me ha resultado siempre trasmitir ese calor, ese fuego interno directamente a un ser humano!… Y he aquí de nuevo la misma historia: aquí está ella, al alcance de la mano, aguardando mansamente mis palabras, con una resignación callada, inmersa en su infinito desamparo, en espera inconsciente de una salvación oscuramente presentida. Y no soy capaz ni siquiera de explicarle lo que represento. Por qué he vuelto a mi tierra. Decirle todo lo que voy a hacer por ella y por todos los que son como ella… ¡Dios mío!, ¿dónde está el mal? ¿Es ella o soy yo el culpable de este muro infranqueable? ¿He sido yo quien lo ha levantado con estas mismas manos con que pretendo curar las heridas del pueblo? ¿Es porque en realidad no sé nada de ella por lo que se frustra todo intento de recíproca comunicación? Ignorancia de sus verdaderos problemas. No de los que representa como símbolo, como mera abstracción, sino de los que ella vive y padece cada día. Los que durante siglos han ido absorbiéndole la sangre y los jugos del cuerpo… ¿Por qué me siento tan y tan lejos de ti, hermana mía?… Poco a poco sus ideas van tornándose más vagas: Este maldito mazo golpeando sin cesar sobre el pilón eternamente, como el tic tac de un reloj que no se detiene nunca… Y este cansancio infinito que se me va metiendo en el cuerpo… No debo dormir ahora: sería una estúpida imprudencia… ¡Pero hace tanto tiempo que no duermo… ¿Treintiséis horas? ¿Cuarentiocho?… ¿Qué será de los compañeros? ¿Habrán escapado algunos de la emboscada?… “Reunirse bajo el puente”, fue la consigna… Pero el puente estaba tan lejano… Todo está tan lejano… Y el aire es aquí tan fresco… Y ese maldito mazo cayendo y cayendo… La gorra se desliza suavemente de su cabeza al apoyarla, ya vencido por el sueño, en el quicio de la puerta. La mujer golpea aún un poco más. Luego, sin abandonar el mazo, camina lentamente hasta el cuerpo tendido. Se inclina sobre él y recoge la gorra de tela verde mientras mira la frente que se ofrece rendida a sus pies. Al contemplarla tan serenamente abandonada murmura quedamente para sí misma: “pero si es un niño”… Entonces, un impulso terrible, con raíces perdidas en la profundidad del tiempo, le desorbita los ojos, le pone tensos los secos brazos nervudos, le cierra ferozmente las manos de venas hinchadas en torno a la tosca madera del mazo. Después, todo el horrendo conjunto se alza sobre la dulce frente abandonada y luego desciende con furia increíble en el instante en que, súbita, cruel, ensordecedora y brutal, como si surgiese de todas partes al unísono, de las paredes, de las ventanas, de la puerta, del piso, del techo, la ráfaga atruena el rancho con su rugido infernal. El cuerpo inerte ha saltado cien veces sobre sí mismo y las suaves facciones, un momento antes distendidas por el sueño, se transforman bajo sus ojos en un amasijo trágico de carne y sangre y huesos triturados… Un silencio profundo lo invade todo. De todas partes han surgido guardias, como un enjambre de avispas amarillas, que se mueve en todas direcciones y hablan entre sí sin que ella los oiga. Dejando atrás todo, sale lentamente del rancho y se para en el claro, con los brazos cruzados en el pecho, impasible, en espera de su hombre, que nunca estaba en casa cuando había que resolver un problema.
Crónica policial Tan pronto llegué a la redacción del periódico aquella mañana lluviosa de junio, el director me llamó a su despacho y, sin levantar la vista de las pruebas de imprenta que tenía sobre el escritorio, me dijo: 639
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—Hay un muerto en la calle de La Cruz No. 104. Ve con un fotógrafo y prepara el reportaje para la edición de esta tarde. —Bien, –respondí, y salí de inmediato a cumplir sus instrucciones, porque mi jefe es hombre de acción y no le gusta que nadie desperdicie el tiempo que paga religiosamente cada fin de mes. Como Guillermo fue el primer fotógrafo disponible que encontré, me lo llevé y tomamos juntos un taxi que nos llevó en pocos minutos al No. 104 de la calle de La Cruz. La casa era modesta, de una sola planta, construida de madera y con una galería estrecha en el frente que rebosaba de curiosos, empujados por ese instinto que nos impulsa a acercarnos morbosamente a la tragedia. Guillermo y yo nos abrimos paso gracias un poco a nuestra credencial de periodistas y otro a base de empellones y codazos. A través de la marejada humana, pasamos por la sala, el comedor y una pequeña terraza posterior, y desembocamos en el patio. En el centro, tirado de espaldas en el suelo, con las piernas separadas en actitud inverosímil y los brazos en cruz, estaba el muerto, rodeado por algunos agentes de la policía y dos hombres vestidos de civil que se inclinaban sobre el cuerpo yacente. Eché una ligera ojeada sin acercarme demasiado, porque no me gusta contemplar cadáveres, y reparé que el muerto era de edad madura y corpulento, y que vestía pantalón y camisa blanca que la lluvia de la mañana había pegado a su cuerpo y salpicado de manchas de fango rojizo. Mientras Guillermo buscaba el ángulo más apropiado para fotografiar el cadáver y las personas que lo rodeaban adoptaban las posturas más convenientes, me dirigí a una señora entrada en años que observaba impasible la escena desde la terraza. —¿Es usted de la casa? –le pregunté. —Sí, señor… Por lo menos lo fui hace algún tiempo. —¿Pariente del difunto? —Su hermana. —Ah, ¡caramba! lo siento mucho… Soy periodista, ¿sabe?… ¿Puede informarme algo de interés para la prensa? Me miró con un atisbo de desconfianza en los ojos, pero se le notaba que no le disgustaría ver su nombre en las columnas de un periódico. —¿Qué quiere saber? —Todo. Acabo de llegar y no estoy enterado de nada… ¿Cómo se llamaba su hermano, a qué ocupación se dedicaba, cuál fue la causa de su muerte?… Me interrumpió diciendo fríamente: —Su nombre era Arquímedes, Arquímedes Sandoval Guerra. Era comerciante y murió asesinado. —¿Asesinado? —Sí, asesinado. Cobardemente asesinado por esa mujer. —¿Qué mujer? —La malvada con quien se casó. —¿La esposa? ¿Y ya ha sido detenida? —No, todavía no. No sé qué espera la policía para llevársela. La tienen en su habitación, bajo custodia. —¿Y por qué lo mató? 640
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—Es una historia larga… Mi pobre hermano siempre fue una víctima de esa mujer. Todos nosotros le aconsejamos que no se casara con ella: él le llevaba más de veinte años. Pero siempre fue terco como una mula. La mujer lo dominó desde el primer momento, y sólo veía por sus ojos. Ya en el primer mes de matrimonio comenzó a engañarlo descaradamente. Yo se lo advertí entonces porque en aquel tiempo vivía con ellos y me daba cuenta de todo… ¿Sabe lo que hizo mi hermano?… Como yo realmente no lo sabía, se lo confesé abiertamente y entonces ella prosiguió: —Me echó de la casa. ¿Se da cuenta? –se golpeó el pecho–. A mí, a su propia hermana. No creyó una sola palabra de cuanto le dije y me llenó de insultos. Desde aquel día no había vuelto a poner los pies en esta casa hasta hoy… y ya es demasiado tarde: Arquímedes murió sin abrir los ojos. Esa malvada lo asesinó antes de que él pudiera convencerse de que era yo quien tenía la razón… Le di las gracias a la buena mujer y me separé de ella porque alcancé a ver en aquel momento a mi amigo Mario, el ayudante del Fiscal, saliendo hacia el patio desde una habitación de la casa. —¡Hola! Mario, ¿confesó la asesina? —Que quién confesó qué –Mi amigo no parecía estar de muy buen humor. —La esposa del muerto –repuse. —No estabas interrogándola hace un momento? —Sí, en efecto, estaba haciéndole algunas preguntas. Pero, ¿de dónde sacas que ella mató a su marido? —Pues… eso oí decir hace un momento. ¿Puedo verla? —No hay inconveniente. Está allí, en aquella habitación. Seguí la dirección que me indicaba con la mano, y después de tocar suavemente con los nudillos en la puerta, la abrí y entré en la habitación. Había allí dos mujeres. La más joven, sentada en una mecedora con la frente apoyada en la mano, se dejaba consolar por una señora mayor que le acariciaba el pelo. —Perdón soy periodista, ¿puedo conversar un momento con usted, señora? –expliqué mirando a la que me parecía más afligida de las dos. Ella asintió con un movimiento de cabeza, pero la otra dijo, poniendo cara de disgusto: —Periodista, ¿eh? De los que les gusta meterse en vidas ajenas y averiguar cosas que no le importan, ¿no? Y volviéndose a la joven: —No le digas nada. Son todos unos enredadores y unos embusteros. ¡Sabe Dios qué mentiras va a publicar después en el periódico!… —Pero, mamá. Déjalo que me pregunte. Yo no tengo nada que ocultar y, además, cuando sucede una desgracia como esta, no se puede evitar la publicidad. Y volviéndose a mí agregó: —Por favor, tome asiento. ¿Qué desea saber? Me senté en un extremo de la cama, frente a ella, pensando que era preferible iniciar el interrogatorio de manera indirecta. —Ante todo, señora: ¿Cuánto tiempo hacía que estaba casada con el señor Sandoval? —Dos años y tres meses. —¿Y fue usted feliz durante su matrimonio? —Perfectamente feliz. Arquímedes fue siempre un modelo de esposo: gentil, complaciente, bondadoso… Jamás tuve motivos de queja contra él. —¿Y se amaban mucho ustedes? —Éramos una pareja perfecta. Jamás tuvimos disgustos y nos queríamos profundamente. No alcanzo a imaginarme… 641
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—¿Y a qué atribuye usted la muerte de su esposo? —¡Ah! ¿Pero no lo sabe?… Arquímedes se suicidó. —¿Se suicidó?… ¿Por qué motivo? —Los negocios… Últimamente había tenido mala suerte y estaba al borde de la quiebra. Él, que había vivido siempre, si no con lujos, por lo menos acomodadamente, no pudo resistir la perspectiva de una estrechez económica… La joven bajó la cabeza y se enjugó de la mejilla algo que me pareció una lágrima. Me puse en pie, le expresé correctamente mis condolencias y me despedí. En el umbral me alcanzó la madre y salió conmigo hacia la terraza. Tomándome de un brazo me llevó a un rincón y me dijo: —No quería hablar delante de ella… En su estado, la pobrecita no debe enterarse bruscamente, sino más tarde y poco a poco… Pero es necesario que usted lo sepa: mi yerno no se suicidó… —¡Ah! ¿No? —No, Arquímedes no hubiera sido capaz de abandonar de esta manera a su mujer… Mi pobre yerno fue asesinado. —¿Asesinado? ¿Y por quién? La mujer bajó la voz y señaló con disimulo: —La culpable está allí, mírela usted: es aquélla, vestida de negro. Volví la cara y eché, un vistazo hacia mi primer informante, que nos miraba, ceñuda, desde la terraza. —¿La hermana del difunto? –pregunté asombrado. —Sí. Ella misma. Ya la he denunciado al Fiscal. Está loca y siempre tuvo unos celos enfermizos de mi pobre hija… Estaba enamorada de su propio hermano… Incesto, ¿sabe?… Una mujer completamente anormal y peligrosa, muy peligrosa… Quedé mudo, mirando sucesivamente a ambas mujeres. Por suerte en aquel preciso instante pasó por mi lado Mario, y excusándome con la señora, me emparejé con el representante del Ministerio Público y entré en el interior de la casa en busca de la salida hacia la calle. —Caso complicado este, ¿verdad? –comenté. El ayudante del fiscal se volvió hacia mí con ojos abiertos de asombro. —¿Complicado? ¡No, hombre! Ya tenemos al culpable casi desenmascarado. —¿No me digas? –repuse, ya algo escéptico. —¿Y quién es? —La suegra de la víctima. Es una mujer capaz de todo. No hice más que mirarla y me di cuenta de que era la única culpable. ¿No te has fijado en sus ojos? No respondí. Me hice la decisión de no pronunciar una sola palabra más dentro de aquella casa. Guillermo me esperaba afuera, con la cámara fotográfica al hombro. Al tomar el taxi que nos conduciría de regreso a la redacción, me hundí en el asiento y me eché el sombrero en la cara mientras mi compañero me informaba: —Parece que ya cogieron al hombre. —¿A quién? –Tenía un miedo horrible de oír la respuesta, pero no pude evitar percibirla claramente: —¿A quién va a ser…? Al asesino: un tío de la víctima… Naturalmente, no escribí el reportaje y esa misma tarde renuncié del periódico. 642
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La campana rota
Al pasar junto a la vetusta pared de mampostería, Alberto detuvo la marcha y dio una rápida mirada a su reloj de pulsera. Eran las cinco y veinte minutos de una tarde nublada y fría de noviembre, y pensó que disponía de tiempo suficiente para echar un vistazo al patio del colegio. Era algo que se proponía hacer en cada uno de sus viajes al pueblo, y hasta hoy un obstáculo de última hora le había impedido siempre realizarlo. Avanzó hasta la puerta pintada de un verde desvaído y acarició las maderas carcomidas con la palma de la mano. Para sorpresa suya, comprobó que cedían a su presión y que la enorme hoja se movía lentamente hacia adentro con un quejido agudo de sus goznes herrumbrosos. Avanzó un paso, traspuso el umbral y apareció de súbito a su vista el amplio patio de tierra, rematado en el fondo por el antiguo edificio de dos plantas que alojó las aulas. Recorrió con la mirada todo el recinto, bordeado por los altos muros grises donde el tiempo había grabado numerosas grietas oscuras. A su izquierda, el viejo cobertizo en que se celebraban los actos de graduación, apenas se sostenía en pie. Muchas de las planchas de zinc que lo techaban habían desaparecido, y el resto –semidesprendidas y oxidadas–, parecían sólo sostenerse por milagro. El pequeño jardín que separaba el patio del edificio de las aulas no existía ya, y el terreno dedicado a la huerta estaba cubierto totalmente por la yerba crecida y descuidada. Alberto se sintió profundamente triste de repente. Dio dos pasos a su derecha y se dejó caer sobre el rústico banco de hierro desde el que tantas veces vio pasar –huraño y abstraído– las ruidosas horas del recreo. A su lado, prodigiosamente sostenida aún por el tosco maderamen de donde pendía, la pequeña campana de bronce parecía ser la única sobreviviente de tiempos antiguos y perdidos. Cerró los ojos y sintió de pronto la extraña sensación de sumergirse en el pasado, como si una fuerza irresistible lo empujara hacia atrás, vertiginosamente, rumbo a los años lejanos de la infancia. Sin oponer resistencia, se dejó arrastrar cada vez más lejos, hasta que el aire se llenó de ruidos y el espacio que lo rodeaba se pobló de niños que corrían detrás de una pelota de goma. Junto a Alberto, el profesor “Campana”, con el reloj en una mano y la otra alzada sobre su cabeza empuñando la cuerda, esperó con paciencia hasta que las agujas ocuparon el lugar indicado y, en el instante preciso, hizo sonar con fuerza los tres toques que ponían fin al recreo. Las carreras y los gritos cesaron de repente y un silencio total, macizo, se fue extendiendo como una ola por todo el inmenso patio. La pelota de goma, abandonada, cayó al suelo y rodó lentamente hacia el banco de hierro. Alberto se levantó, pasó junto a ella sin prestarle atención y fue a ocupar su lugar en las filas. Los niños se alineaban, juiciosos, en tres largas hileras perpendiculares al pequeño muro de cemento que separaba el jardín del resto del terreno abierto. El profesor “Campana”, con el silbato en los labios, observó con ojos agudos, vigilantes, mientras cada uno ocupaba el sitio que le correspondía. Un silbido, y las filas se tornaron rígidas, uniformes. Los hombros se encuadraron militarmente. Las espaldas, sudorosas, se irguieron y las frentes se alzaron. El profesor revisó la formación una vez más antes de volver a silbar. Al unísono, las piernas se levantaron y marcaron el paso con ruido sordo sobre la tierra. La primera fila de la derecha inició la marcha hacia el interior del colegio. La siguió la segunda. Luego la tercera… Alberto se sentaba en el último banco de la clase y desde su asiento observaba siempre con igual sensación de lástima cómo el profesor “Campana” subía trabajosamente a la tarima. Todo el cansancio y el peso del mundo parecían gravitar sobre aquellas espaldas 643
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encorvadas, y vista al nivel desde donde la observaba Alberto –casi a ras del piso cubierto de polvo de la tarima–, la pobre figura que se movía frente a él justificaba por sí sola el mote burlón que los muchachos le aplicaban. Más que por su misión de suspender los recesos con el toque agudo de la campana, eran aquellos hombros caídos, aquel vientre abultado –en cruel desproporción con el pecho escuálido–, aquella chaqueta pasada de moda que le llegaba casi a las rodillas, aquel color grisáceo de toda la figura, los que habían bautizado con el mote ridículo al triste personaje… Un día Julito trajo la noticia a la hora del receso: “El profesor Campana no viene hoy”. En derredor del portador de la increíble nueva, se arremolinaron las preguntas y las respuestas: “¿Estás seguro? Sería la primera vez”… “¿Estará enfermo?”… “Si es así, ojalá que tarde mucho en sanarse”… “No, no es él quien está enfermo, sino su hijita”… “¿Quién? ¿La rubita de las trenzas?” Era del propio Alberto que había brotado esta pregunta, casi sin saberlo. “¿Cuál va a ser?: es la única que tiene”… “¿Crees que nos despacharán?… ¡Claro! ¿Qué otra cosa pueden hacer?…” “Vamos todos a la Dirección…” “Sí, vamos. ¡Vamos!”… Pero Alberto no fue con los demás, y permaneció mucho tiempo inmóvil y en silencio en el banco de hierro… El profesor sólo volvió una vez más al colegio. Estuvo ausente dos semanas, durante las cuales la campana permaneció muda. Fue una novedad: el director hizo instalar un timbre eléctrico. El decimoquinto día el profesor reapareció. Parecía más pequeñito que nunca y traía una cinta negra en el brazo izquierdo. Cuando entró en el patio a la hora del recreo, se hizo un silencio profundo entre la muchachería alborotada, y todo el mundo se detuvo a mirarlo mientras se dirigía con paso lento hacia la campana. Se detuvo a su lado, alzó la mano y empuñó la cuerda, pero se quedó allí, inmóvil, sin hacer un solo gesto. Asombrados, mudos, los muchachos se agruparon a su alrededor. En el centro de la escena, el profesor parecía una estatua de piedra, impasible, con la mirada lejana y perdida y todo el cuerpo detenido en aquella actitud incomprensible y absurda. Los minutos pasaron con lentitud infinita y a todos les pareció que aquella escena duraba horas. Al fin llegaron el Director y otras personas y se llevaron al profesor “Campana”. Se dejó conducir mansamente y nadie en el colegio volvió a saber de él, hasta que alguien dijo un día: “Está en el manicomio”. Y eso fue todo… Alberto tuvo un sobresalto. De repente el patio se vació de niños y de ruidos, y él volvió a sentirse solo, viejo y triste. Sacudió la cabeza y se levantó del banco. Miró el reloj: las seis y media. Se acercó a la campana y, sin pensar en lo que hacía, empuñó la cuerda y tiró de ella. Ningún sonido respondió a su ademán: la campana estaba muda. Le dio vuelta y la examinó de cerca. El badajo había desaparecido y el metal estaba hendido en la parte que se ocultaba originalmente a su vista. Alberto la acarició distraídamente con la mano y caminó luego hacia la puerta. Hoy no seguiría más adelante… Tal vez otro día, con más tiempo… Empujó la hoja de madera suavemente y salió a la calle. El cielo se había despejado ya, y en lo alto brillaba la primera estrella.
Matar un ratón El niño recogió una pesada piedra de las que abundaban en el pequeño patio posterior de la casa, calculó cuidadosamente la puntería y la arrojó con fuerza contra el ratón que parecía observarlo atentamente a pocos pasos de distancia. 644
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La piedra, describiendo una corta parábola en el aire, cayó pesadamente sobre el espinazo del animal produciendo un ruido sordo. El ratón se arrastró un poco hacia el fondo del patio, se detuvo luego y tras una grotesca voltereta quedó por fin inmóvil con el vientre al sol. Dando media vuelta, el niño corrió velozmente hacia la casa. Abrió de un empujón la puerta trasera y cruzó como una ráfaga de viento fresco la habitación semioscura donde la anciana dormitaba. Esta despertó sobresaltada y al comprobar la causa que la había sustraído de su sueño, cambió ligeramente de posición y cerró de nuevo los ojos. —¡Qué muchacho éste! –murmuró para sí… Ahora le sería difícil conciliar otra vez el sueño. Y el médico le había advertido que necesitaba dormir mucho y no preocuparse demasiado. Se lo había dicho en aquella forma especial que tenía de hablarle: con suavidad, pero con firmeza… Le gustaba mucho aquel médico. Le complacía verle sentado a su lado, con el maletín lleno de instrumentos extraños abierto junto a él, y oírle hablar mientras manipulaba la jeringuilla, el termómetro o el aparato de medir la presión arterial… Era sin duda una persona que inspiraba confianza, y ella se la tuvo desde el primer momento. Siempre estaba pendiente de cuanto le decía y cumplía sus instrucciones al pie de la letra… La verdad era que había mejorado mucho. Ya respiraba casi sin dificultad y las articulaciones apenas le dolían. Sólo aquel dolor del costado seguía molestándola… Pero el dolor se iría también y ella volvería a sentirse fuerte y saludable como antes… Cuando estuviese un poco mejor volvería a trabajar en el jardín. Si no lo hacía ella, nadie en la casa se ocupaba de las flores. Daba pena asomarse a la ventana y comprobar lo descuidado que estaba todo. El rosal estaba casi seco, los yerbajos crecían por todas partes y las dalias se habían marchitado por completo… Pero cuando ella sanara, el jardín, que también estaba enfermo, sanaría con ella y volvería a ser como antes… Después de todo, cultivar con amor el jardín era la única forma en que podía devolver a su hijo todo cuanto hacía por ella. La sola manera de pagarle sus bondades, sus sacrificios… Sí, era sin duda un sacrificio alojarla en su casa y pagar al médico y comprar medicinas caras para ella, cuando él ganaba tan poco y había vivido siempre tan estrechamente… Y a pesar de todo, su hijo la mantenía allí desde hacía meses, y la rodeaba de atenciones y de cariño, no obstante las insinuaciones de su mujer… Porque ella sabía que su nuera no la quería… Aunque no se lo decía abiertamente, lo adivinaba en el tono de su voz, en la forma de mirarla… Daba gracias a Dios porque su hijo fuese tan bueno… Y siempre lo había sido: desde niño fue obediente, dócil. Pocas madres habían tenido la suerte de ella… El sueño al fin nubló la mente de la anciana y la poseyó total y dulcemente. Al llegar a la mitad del pasillo que dividía en dos la casa, el niño detuvo su carrera, giró a la izquierda y entró en su habitación cerrando con fuerza la puerta tras de sí. Se arrojó de bruces sobre la cama y escondió la cabeza bajo la almohada… Pero aún allí, el vientre blancuzco del ratón resplandecía en la oscuridad. En la habitación contigua, el hombre acostado en la amplia cama matrimonial arqueó el cuerpo y se desperezó sin abrir los ojos. La mujer acostada a su lado se incorporó y preguntó en voz alta: —¿Qué fue ese ruido? ¿Eres tú, Manuelito? Nadie respondió y la mujer se volvió hacia el hombre diciendo: —Recuerda lo que me prometiste anoche. Debes decírselo ahora mismo. ¿Decirle qué a quién? El hombre apenas oía las palabras a través de las últimas brumas del sueño. 645
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—…es algo que debes hacer de todos modos… Siempre algo que hacer. A todas horas. Moverse… caminar… dar la mano… inclinarse. —…así que lo mejor es hacerlo cuanto antes… Todo aprisa. No dejar nada para después… correr… apresurarse… —¿Por qué no dices nada? ¿Es que estás tratando acaso de echarte atrás? –La voz aguda de la mujer le estalló con violencia en los oídos. El hombre giró sobre sí mismo y se colocó de costado. Era necesario responder, decir algo. Pero estaba tan bien así, tendido, con los ojos cerrados, sin hablar… Cuando la mano de la mujer se prendió como un garfio de su hombro y lo sacudió con furia, abrió los ojos, sobresaltado. —¿Qué pasa? —¡Estabas despierto desde hace rato!… ¡A mí no me engañas! ¿Crees que fingiendo dormir y escondiendo la cabeza bajo la almohada es como se resuelven las cosas?… ¡Levántate ahora mismo y háblale a la vieja de una vez!… —Espera un poco, mujer. Hoy es domingo. Déjame descansar un rato. Más tarde le hablaré… —¡De ninguna manera!… ¡Tiene que ser ahora mismo!… Anoche me prometiste que sería la primera cosa que harías por la mañana… ¡No toleraré ni un sólo retraso más! ¿Me oyes?… ¡Conozco demasiado bien tu sistema de ir dejándolo todo para después y luego no hacer nada!… La boca de su mujer abriéndose y cerrándose… Cada vez más aprisa… Más aprisa… Más… ¿Desde cuándo vienes soportando esto? ¿Desde el día que te casaste?… No. Desde antes aún… ¿Recuerdas las felicitaciones de los amigos el día de la boda?: “Congratulaciones. Te casas con una mujer de carácter”… “Ella siempre ha logrado lo que se ha propuesto. Será de gran ayuda para ti”… “Magnífica elección llegarás muy lejos casado con una mujer así”… Claro que has llegado lejos. Mucho más lejos de lo que jamás soñaste; pero no en la dirección que suponían ellos. No hacia arriba, sino hacia abajo… Fuiste hundiéndote lentamente al principio, sin que apenas te dieses cuenta de lo que sucedía… Primero fueron pequeñas concesiones, para evitar escenas en público. Después esas concesiones se multiplicaron en cada hora y en todas partes hasta constituir la esencia misma de la vida en común… Aprendiste a tolerar, a callar, y así comenzaste a hundirte poco a poco en este abismo en que estás sumido en el presente. La senda que te condujo a él se iniciaba en una suave pendiente, y cuando empezaste a descender por ella creías poder detenerte cuando quisieras… ¡Qué lejos estabas entonces de sospechar que cuando la pendiente se tornara en precipicio, el impulso inicial te sumergiría cada vez más aprisa hasta el fondo de la oscura sima!… La puerta de la habitación se abrió con violencia y la cabeza del niño asomó por el hueco preguntando: —Papá, ¿es pecado matar un ratón? La mujer se volvió con furia hacia la voz: —¡Lárgate de aquí!… ¿No ves que estoy hablando con tu padre? La cabeza del niño desapareció y la puerta se cerró con un golpe seco. El hombre cerró de nuevo los ojos, ¿Por qué no lo hago… ¿Por qué no salgo de esta habitación, lo alcanzo en el pasillo, lo tomo de la mano y le hablo con suavidad… Yo quiero ser amigo de mi hijo… Quiero ayudarlo… Explicarle lo que quiere saber… ¿Hasta dónde he llegado, Dios mío?… La mujer volvió a la carga: 646
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—Vas a ir ahora donde tu madre y le dirás que no puede seguir en esta casa. Que debe irse sin falta hoy mismo… ¡Te doy exactamente cinco minutos para hacerlo…! —Sí, mujer, como quieras… Ahora mismo voy –y la voz del hombre sonó como la de un niño que recitara una lección aprendida de memoria y mil veces repetida. Con gestos maquinales y rostro inexpresivo, se incorporó de la cama, se calzó las pantuflas y salió en silencio de la habitación. En el pasillo, el niño recostado en la pared alzó la cabeza hacia su padre. El hombre colocó su mano sobre el hombro de su hijo y, mientras caminaba junto a él y abría la puerta de la habitación donde dormía la anciana, respondió a su pregunta con voz apenas audible: —No, mi hijo, matar un ratón no es un pecado: los ratones están mejor muertos que vivos…
Edipo Cuando la voz del cura se extinguió y el silencio reinó de nuevo en el interior de la pequeña iglesia, los hombres se movieron hacia el ataúd y lo levantaron con cuidado del banco de madera en que había reposado hasta ese instante. Eduardo no fue de los que se apresuraron a cumplir aquel deber. Durante la breve ceremonia había permanecido abstraído de cuanto le rodeaba y sólo cuando alguien le rozó al pasar, comprendió que la intervención del cura había terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia el cementerio. Se apartó un poco para dejar pasar a los que llevaban el féretro y comenzó a bajar junto a ellos las gradas de la iglesia. A su lado, el ataúd se balanceaba inquietamente a medida que los hombres descendían vacilantes. Un traspié, un paso en falso, provocarían sin duda una catástrofe. Y Eduardo meditó objetivamente sobre tal posibilidad, porque observaba cuanto ocurría a su alrededor como contempla un espectador el escenario: atento al desarrollo de la trama y secretamente confiado en un final sorpresivo y dramático. Pero nada extraordinario sucedió. Los hombres alcanzaron el nivel de la calle sudorosos y jadeantes, y respiraron con satisfacción. Se detuvieron unos instantes, se organizaron de nuevo y reanudaron la marcha tranquilos y aliviados. Frente a la iglesia, el reloj de torre de la plaza cantó seis sonoras campanadas… Las seis: hacía justamente nueve horas que había muerto y a Eduardo le sorprendió aquella cronométrica exactitud. A su padre sin duda le habría gustado saber que todo se había realizado a su debido tiempo. Que cada quien había cumplido a cabalidad su obligación… Pero ya el viejo no podría alegrarlo eso ni ninguna otra cosa en el mundo, porque estaba muerto para siempre dentro de aquella caja reluciente de caoba que se balanceaba suavemente a su lado… Si hurgaba en su memoria, allá en lo más profundo de su reminiscencia, la primera noción que conservaba de la existencia de su padre se confundía con una voz aterradora que tronaba por encima de su cabeza mientras él corría a guarecerse en el regazo tibio de la madre… Aquella escena debió repetirse muchas veces porque, al recordarla, la asociaba con diferentes acontecimientos de su infancia… Las primeras lecciones de equitación (el viejo azotándose furiosamente las botas con una fusta flexible: “¡Algún día haré un hombre de esta mujercita!”… y el terror del niño al lomo inseguro del caballo)… O el primer disparo con la escopeta de caza, apenas sostenida entre sus manos temblorosas (la voz iracunda del padre a sus espaldas: “¡Aprieta el gatillo de una vez, cobarde!)… O el chapuzón inesperado 647
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en el mar, y la angustia de sumergirse hasta el fondo, y los gritos mudos bajo el agua… y la risa odiosa del viejo en lo alto del trampolín… Una mano se apoyó en el hombro de Eduardo, y una voz dijo a su espalda: “Le acompaño en su sentimiento, joven”. “Gracias, muchas gracias”… ¿Sería la expresión de su rostro adecuada a las circunstancias?… ¿Estaba dándole a toda aquella gente la impresión de una pena honda, aunque discretamente expresada?… Tal vez debía pedirle a uno de los hombres que le permitiera cargar en su lugar el ataúd… Sí, sin duda era algo así lo que todos esperaban de él…). “Por favor, ¿me permite?”, y sustituyó a uno de los portadores del féretro. Los músculos del brazo se le pusieron tensos, se le abultaron las venas de la frente y enrojeció su rostro… El viejo pesaba mucho. Siempre fue corpulento. Alto y macizo como una torre. Músculos de hierro y manos poderosas… Aquellas manos enormes como palas… Rojizas y sembradas de un vello abundante que fue poniéndose gris con el tiempo… Manos siempre ocupadas, sin tiempo para las caricias… ¡Qué vivamente recordaba el gesto brutal de aquellas manos rompiendo su primer boceto de dibujo!… Fue un domingo por la tarde. El viejo jamás entraba a la habitación de su hijo; pero aquel día, al pasar junto a la puerta, debió sospechar del movimiento brusco del niño cerrando la gaveta baja del armario al oír sus pasos por el corredor… Vestido con su traje blanco recién planchado, parecía más alto e imponente que nunca. Se detuvo un instante en el umbral, entró luego sin dar explicaciones y sacando la cartulina de su escondite, la rasgó de arriba a abajo con un sólo movimiento poderoso de sus manos… “¡Si vuelvo a encontrar otra tontería de éstas en la casa, será su cara la que voy a partirle en pedazos!… ¡Y no siga llorando, que los hombres no lloran!…”. …Y ahora sus manos estaban inmóviles, cruzadas por encima de su pecho sin aire, y no volverían jamás a romper nada… Alguien le tocó levemente en el hombro y sin pronunciar palabras se ofreció a sustituirlo… (¡Ya era hora!)… Eduardo se corrió ligeramente a un lado mientras abría y cerraba repetidamente la mano para ahuyentar el calambre. La lenta caravana silenciosa trasponía en aquel momento la puerta del cementerio. El panteón familiar estaba en el extremo opuesto. Era una construcción sencilla, sin alardes, pero resultaba imponente junto a las modestas tumbas que lo rodeaban. En la segunda hilera de nichos, un poco hacia la izquierda del centro, la boca abierta y negra aguardaba… Los hombres depositaron el féretro sobre el piso de tierra, se secaron con sus pañuelos el sudor de la frente, y observaron atentos los movimientos precisos y hábiles con que el albañil mezclaba el cemento y la arena húmeda amontonados junto a la tumba. “Buena cara para un estudio”, pensó Eduardo apreciando los rasgos fuertes y angulosos del rostro que se inclinaba frente a él, concentrado en su tarea… Ahora trabajaría mucho. Debía recuperar todo el tiempo perdido… Mañana mismo traería sus telas y útiles de pintura de la capital… Usaría como estudio la habitación grande que daba a la terraza posterior de la casa… Tal vez con un año de trabajo intenso se sentiría preparado para la beca… A una señal del albañil, los hombres habían levantado el ataúd y lo estaban introduciendo horizontalmente en el nicho. Al principio rodó fácilmente hacia el fondo, pero de pronto, como si algún objeto extraño se interpusiese en su camino, se detuvo en seco y permaneció inmóvil. 648
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Los hombres se consultaron entre sí murmurando en voz baja. A Eduardo sólo le llegaban algunas frases sueltas… “…la caja es demasiado ancha…”. “Debe haber algo ahí dentro”. “…son las agarraderas. Hay que quitárselas…”. “Agarre usted por aquel extremo: vamos a sacarlo de nuevo…”. Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, presa de un oscuro impulso irresistible, Eduardo corrió hacia delante, echó bruscamente a un lado a quienes se interponían en su camino, y apoyando primero las manos y luego el hombro sobre el extremo saliente del féretro, estuvo allí empujando con todas sus fuerzas, desesperadamente, como si de aquel esfuerzo formidable dependiera su vida entera, hasta que un golpe seco y sordo le anunció al fin que el otro extremo de la caja había llegado al fondo del nicho. Sólo entonces se retiró algunos pasos, tembloroso y jadeante, y mientras el albañil completaba su labor, permaneció callado e inmóvil, con la mirada fija en la boca del nicho hasta que el último ladrillo la cerró por completo para siempre.
El reloj —Se lo diré yo, –dijo el abuelo. Empuñó su bastón y poniéndose el sombrero de pajilla amarillento se dirigió en busca del niño que jugaba en un rincón de la galería. —Ven, mi hijo, vamos a pasear. —¿Tan temprano, abuelito? El niño, sentado junto al ferrocarril eléctrico, levantó su mirada interrogante hacia el anciano. —No es tan temprano: son ya más de las cuatro. El niño se incorporó un poco y, de rodillas, comenzó a desarmar cuidadosamente los rieles de latón. —Deja eso. Tía Irene lo recogerá más tarde. El abuelo, inclinándose, tomó de la mano al niño y lo ayudó a levantarse: —Lávate las manos y pásate un poco el peine…, –y, al ver que el niño se dirigía hacia el interior de la casa: ¡No!… ¡No entres ahí!… Lávatelas en el fregadero… El niño volvió sobre sus pasos con docilidad y entró por la puerta que daba a la cocina. Se acercó al lavadero y, abriendo la llave de agua, se mojó un poco las manos alisándose con ellas el pelo rebelde. La mujer que estaba a su espalda extendió sus manos hacia él como si intentase ayudarlo, pero, arrepentida de su gesto, se contuvo y permaneció inmóvil observándole con una expresión extraña hasta que el niño salió de la cocina. En la galería, el abuelo se paseaba impaciente con las manos a la espalda sujetando tras de sí su bastón. —¿Ya estás listo?… Anda, vamos. Lo tomó de la mano y salieron juntos a la calle emprendiendo la marcha hacia el centro del pueblo. —¿Por qué salimos tan temprano hoy abuelito? —Ya te dije que eran más de las cuatro. –El anciano sacó del bolsillo el reloj de plata reluciente y desprendiendo la leontina de la trabilla de su pantalón, se lo pasó al niño, diciéndole: —Toma, llévalo tú; pero ten cuidado de que no se caiga. —¿Puedo llevarlo todo el tiempo? –el niño había asido el reloj con ambas manos y lo contemplaba asombrado. 649
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—Sí, mi hijo. Me lo devolverás cuando lleguemos de nuevo a la casa –le respondió el anciano poniéndole una mano sobre el hombro. —¿Y por qué me lo dejas hoy, abuelito…? —Porque ya eres un hombre… Es tiempo de que vayas aprendiendo a cuidar las cosas… El niño miró de nuevo el reloj observando el girar apresurado del segundero. —¿Y por qué sólo se mueve la agujita dorada, abuelito? —Las otras también se mueven, pero más despacio… —No, no… No se mueven… Míralas… –acercó el reloj al rostro del anciano celosamente aprisionado entre sus manos juntas. —No se mueven cuando las estás mirando. Pero si te olvidas de ellas y no las miras, aprovechan entonces y corren para recuperar el tiempo perdido. —Pero por más que corran no podrán alcanzar nunca a la agujita dorada, ¿verdad, abuelito? —No, mi hijo, no pueden alcanzarla nunca… —¿Y por qué no pueden alcanzarla…? —Pues… porque esa agujita dorada en realidad no es una agujita es un rayito de sol que yo tengo aquí prisionero… Y tú sabes que de prisa corre el sol, que atraviesa todo el cielo en un solo día… El niño, pendiente de cada palabra del abuelo, asintió con la cabeza y quedó un rato silencioso hasta que luego siguió en voz alta el curso de sus pensamientos: —¿Y cuándo conseguiste ese rayito de sol, abuelito? —Anoche, mientras dormía… —¿Anoche…? ¿Y quién te lo dio? —Me lo trajo un viejito con una barba muy blanca que le llagaba a la cintura. —¿Y por qué el viejito tenía el rayito de sol?… ¿Quién se lo regaló a él? —No era de él, era de Dios… Y Dios se lo había entregado para que me lo trajera a mí… —¿Dios? –El niño permaneció un instante abrumado, —Y por qué Dios te regaló el rayito de sol, abuelito? —No fue un regalo: fue un cambio… Yo le di algo mío también a Dios… —¿Y qué le diste tú?… El abuelo permaneció un momento en silencio y luego respondió sin mirar al niño: —Yo le regalé algo muy precioso hoy, mi hijito… –y después de una pausa: —Ven, vamos a sentarnos allí… Se dirigieron hasta una cerca de mampostería que circundaba un solar yermo y se sentaron sobre ella, el anciano apoyando sus manos en el bastón colocado verticalmente frente a él, y el niño a su lado, con el reloj entre las manos que reposaban en sus rodillas y el rostro expectante vuelto hacia el abuelo. Este por fin habló: —Fue un acuerdo entre Dios y yo, ¿sabes?… Él necesitaba de alguien a quien yo quería mucho, y deseaba tenerla a su lado para siempre… Cuando lo supe, le dije que Él era dueño de mí y de todo lo mío, y que podía llevársela cuando quisiera… Entonces Él me dio las gracias y me dijo: “Deseo darte algo a cambio del sacrificio que te pido. Toma este rayito de sol y guárdalo para ti…”. El abuelo, que había hablado con la cabeza inclinada sobre el pecho, hizo una pausa y luego agregó mirando al niño a los ojos: 650
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—…y esa es la historia del rayito de sol… Desde hoy lo tendremos tú y yo para nosotros solos. Será nuestro secreto y no se lo diremos a nadie más… —¿A nadie más, abuelito?… Pero yo quiero contárselo a mamá… El abuelo colocó el brazo alrededor de los hombros del niño y acercándolo hacia su pecho murmuró: —No, mi hijito… No podrás decírselo a mamá porque ella ya no estará en casa cuando volvamos… El niño se levantó de la cerca y anduvo algunos pasos como si diera tiempo para que el sentido de las palabras se abriera paso en su cerebro. Después de permanecer un instante inmóvil, levantó las manos en las que conservaba el reloj y apretándolo fuertemente contra su pecho dijo: —Ya podemos volver a casa, ¿verdad abuelo? El anciano se levantó trabajosamente y respondió mientras iniciaban juntos el retorno: —Sí, vamos… –Y después de una breve pausa agregó: —…y puedes quedarte para siempre con el reloj…
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No. 42
emilio rodríguez demorizi
tradiciones y cuentos dominicanos
presentación Dejar de lado las graves tareas de la Historia, la abrumadora carga de los documentos y de las citas y pasar a los floridos cármenes de la fantasía, de la leyenda, de la tradición, del cuento, es como descanso necesario para los obreros de las hondas e inescrutables canteras del pasado. ¡Qué gozo, entonces, el de vagar, como cazador de mariposas, por entre las cosas volanderas! En la investigación histórica, en toda larga faena de investigación, se requiere de esas gratas treguas; mudar de afanes, darle a la mente trabajos menos pesados que los habituales, más poéticos –se diría– que por lo mismo gravitan con menos pesadumbre sobre el espíritu. Algo que es parte trabajo y parte fecunda ociosidad, apenas lindante con el dolce far niente. Este libro es, así, como la delectación de unas placenteras vacaciones en que toda enojosa labor ha sido dejada atrás, tan sólo atenta la mirada a la visión de las cosas agradables, las cosas amenas que nos dan esa confortadora sensación de ingravidez y de reposo tan necesaria en el horrendo tráfago de la vida moderna. Esta necesidad y este deseo de levedad nos liberan, pues, de aprovechar los materiales que forman este libro para realizar el examen y la valoración de nuestros costumbristas del pasado, dignos de estudio y de recuerdo, porque entre nuestros hombres de letras del pretérito, tan dados a las tradiciones y a los cuadros de costumbres, tanto a los de la literatura española, de los Larra y los Mesonero, como a los de América, de los Palma y los Bolet Peraza, el costumbrismo fue afición común predominante, desde Félix María del Monte, Manuel María Valencia, José María Serra y Nicolás Ureña, en los primeros años de la República, hasta César Nicolás Penson y Luis A. Bermúdez, a fines del siglo pasado, y en el presente hasta el Dr. Ml. de Js. Troncoso de la Concha, maestro en el género, digno continuador de la obra del autor de Cosas Añejas. Huelga señalar que entre nuestros costumbristas de hoy, bien escasos por cierto, ocupa el más alto sitial el admirable autor de Al amor del bohío, el poeta y prosista don R. Emilio Jiménez.* Aquí, en fin, sólo caben las simples palabras de presentación de estos cuentos y tradiciones en que hay tantas y tan vivas evocaciones de nuestro pretérito que a cada paso *En nuestro libro Cuentos de política criolla, S. D., 1963, y en el Prefacio de la novela de Bonó, El Montero, S. D., 1968, hay noticias acerca de la narrativa dominicana que se relacionan con la presente obra. Se trata, pues, de tres fuentes para el estudio de los géneros afines que son la novela, el cuento, la tradición, el cuadro de costumbres. Como apuntamos en los estudios preliminares de las obras citadas, es por demás complejo el deslinde en la prosa narrativa, por lo que el título de esta obra, Tradiciones y cuentos, no ha de tomarse en su sentido estricto, sino en toda la amplitud de sus términos. Una cosa es la tradición que se acepta como tal y otra la que el vulgo y quien no es vulgo convierten en rigurosa historia. Contra esa especie de tradición, alzada a imposible rango, contra las leyendas caseras, por demás ingenuas y pueriles, invocadas como hechos indubitables, arremetió implacablemente, con toda la fuerza de su dialéctica de polemista, Fray Cipriano de Utrera, pero limitado a los tiempos coloniales. De ahí que le acusaran a diario de destructor de las tradiciones dominicanas, sin parar mientes en que quien reduce la tradición a sus propios límites, enriquece la verdadera historia, la limpia de invenciones interesadas o de infundios de la fantasía popular. El cuento, dice Menéndez Pelayo, es un desecho de la historia. Las tradiciones deben leerse, en cierto modo, como los cuentos, en que lo irreal no es sino un modo de presentar lo real, pero que no es lo real. Por más desorbitada que sea, la fantasía se asienta siempre en la verdad. En todo late una verdad. Desentrañarla es uno de los grandes goces de la lectura. La poesía –decía Américo Lugo en el Prólogo de los Cuentos frágiles, de Fiallo– “es la cantidad de mentira que el hombre añade a la verdad para volverla agradable”. Acerca de costumbrismo y costumbristas dominicanos véase Enrique Deschamps, La República Dominicana, Barcelona, 1907, p.268, y Max Henríquez Ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945. La bibliografía haitiana cuenta con interesante estudio acerca de la materia: Louis Darondel, Legendes et traditions de Saint Domingue, Essai critique. Port au Prince, 1939, 90 págs. Trata de Santo Domingo y de otros lugares de la hoy República Dominicana la obra de Guillermo Mauviel, Anecdotes de la revolution de Saint Damingue racontee par… 1799-1804. Saint Lo, 1885, 151. p.
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habremos de disfrutar de los goces de antaño y de repetir los memorables versos de Manrique: “como a nuestro parecer todo tiempo pasado fue mejor…” Un amante de nuestras cosas del pasado tenía el hábito de saludar a un compañero de aficiones, al Dr. Alcides García Lluberes, con esta paradoja: –¿Qué viejo de nuevo? Y ahora cabría responder con esta otra paradoja: La novedad de estas viejas cosas… II
Las primeras tradiciones americanas El piadoso ermitaño Fray Ramón Pané, que anduvo entre los indios de la Española por el año de 1493, y Pedro Mártir de Anglería, maestro y sacerdote en la Corte de los Reyes Católicos, fueron los primeros en recoger las tradiciones de los indios quisqueyanos.* Mientras Fray Ramón convivía con los aborígenes y aprendía sus lenguas, observaba sus ritos y costumbres y recogía sus fábulas, Pedro Mártir permanecía en las playas ibéricas aguardando el retorno de carabelas y galeones que llevaban a España oro y noticias de las Indias. Llamaba, alojaba en su propia casa a los audaces marinos y conquistadores, sometía a largos y sagaces interrogatorios a Cristóbal Colón, a Núñez de Balboa, a Vespucio, a Pedrarías, a Pinzón, a Cabot, a Hernán Cortés, y no sólo escogía para sus libros lo que tenía color de historia, sino también las tradiciones aborígenes. La primera tradición americana, recogida por el ermitaño de la Española, también aparece en las Décadas de Pedro Mártir: El origen del hombre. Con ella se inicia la poética mitología indígena, propia de aquellas almas infantiles. Los graves cronistas de Indias nunca dejaron de consagrarle sitio, en sus vastas obras, a las leyendas y tradiciones indígenas, de las que dejaron tan hermosos recuerdos el incansable Oviedo y el áspero Las Casas. Hasta en el Teatro Eclesiástico, que escribió González Dávila por el año de 1647, encontramos leyendas de los primeros años de la Colonia, cuando Enriquillo no había congregado aún a sus esclavizados compañeros en los inaccesibles riscos del Bahoruco. Cuenta González Dávila que, en el año de 1525, a la muerte del Obispo y escritor Alejandro Geraldini, sucedió en Creviche, lugar de este Arzobispado, un caso digno de recuerdo. Yendo a predicar en unión de varios compañeros, Fray Pedro de Córdoba, religioso de la Orden de Santo Domingo, profeso en el Colegio de San Esteban de Salamanca, supo de un Cacique que tenía engañados a numerosos indios, valiéndose para ello de endemoniadas artes. De noche los reunía en una cueva oscura y allí les decía cuanto deseaban saber, pues el demonio, apoderado del espíritu del Cacique, hablaba por su boca y nada había que le preguntasen a que no respondiese. Fray Pedro enteróse bien de todo. Cuando bajaron las sombras de la noche, entró en la cueva. En su diestra resplandecía una antorcha; la mano del corazón sujetaba un crucifijo. *Este artículo había sido publicado –dedicado a mi inolvidable amigo el tradicionista Dr. Ml. de Js. Troncoso de la Concha– en la revista Ozama, S. D., n.o 1, de feb. de 1941. Entre nuestras tradiciones las hay de verdadera importancia, como las de las Mercedes y la Altagracia. Véase al respecto Fr. C. de Utrera, Ntra. Señora de Altagracia, S. D., 1933, y E.R.D., El culto de las Mercedes, en Apuntes y documentos, S. D., 1957 p.99. Acerca de Colón hay varias tradiciones: la de su prisión en Santo Domingo, la de la Ceiba en que amarró su carabela a orillas del Ozama y finalmente la relativa a su sepultura, recogida en nuestro artículo La tradición y los restos del Almirante, en el diario La Nación, S. D., 19 sept. 1940.
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Los indios escuchaban atentos las palabras del demonio, mientras el Cacique permanecía inerte, como un cadáver por cuya boca salieran acentos infernales. Apenas llegó al extraño recinto, conoció Fray Pedro la invención y el engaño del demonio. Conjuró al Cacique, en nombre de Jesucristo, a que respondiese a lo que le preguntara, y el indio obedeció sumiso. “Di, traidor, ¿a dónde llevas las almas de estos pobrecillos indios? “A un lugar lleno de entretenimientos y deleites”, respondió el indio. “Mientes –dijo el religioso– te mando que digas la verdad en nombre del Señor”. “Llévolos a las penas eternas en que yo estoy y al fuego en que yo ardo, que nunca acabará”, contestó el demonio en el mismo idioma de Fray Pedro. “Di eso mismo –dijo el cristiano– en lengua en que todos te entiendan”. Al punto obedeció el Cacique, y todos los indios oyeron estupefactos las tremendas palabras: “Llévolos a las penas eternas en que yo estoy y al fuego en que yo ardo, que nunca acabará”. Entonces, temerosos y trémulos, fueron los crédulos indios a besar las negras sandalias del misionero: todos querían salvar sus almas del fuego “que nunca acabará”. Gracias a Fray Pedro, que conquistó fama de santidad, aquellos indios se hicieron hijos de la Iglesia y fueron a purificarse en las aguas del bautismo. Confesaban el error en que estaban perdidos y hablaban maravillados “de la virtud del Padre, y del gran favor, y poder, que Dios les daba”. Así, bajo el poético velo de la leyenda y de la tradición, aparece Fray Pedro de Córdoba en las antiguas y severas páginas del Teatro Eclesiástico. En las añejas Crónicas de Indias y en las obras de historia nacional, toda llena de glorias y de sombras, hay inagotables y claras fuentes de poesía y de enseñanza. En ellas la tradición no ha sido desdeñada: es flor que surge de continuo en la aspereza de las solemnes y graves narraciones.
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CÉSAR NICOLÁS PENSON1 1855-1901 César Nicolás Penson, “el corazón más seráfico que he conocido”, como dijera Hostos, nació en Santo Domingo el 22 de enero de 1855 y murió en la misma villa el 29 de octubre de 1901. Aún no ha sido suficientemente aquilatada la importancia de Penson en la historia de la cultura dominicana. Como poeta escribió una de las más bellas composiciones de nuestro parnaso: La víspera del combate; como tradicionista dejó las celebradas Cosas añejas, de 1891, que lo colocaron a la cabeza de nuestros costumbristas del pasado siglo; como periodista fue el fundador del diarismo en la República, en 1882, con su diario El Telegrama. Fue el fundador, en el país, de los estudios folklóricos, filológicos y bibliográficos y asimismo el iniciador del estudio de nuestra arquitectura colonial. También dio inicio al estudio de nuestra historia literaria, con su admirable Reseña histórico-crítica de la poesía en Santo Domingo, publicada en 1892. Penson empezó a escribir desde muy joven: en 1875 escribió su comedia de costumbres Los viejos verdes, inédita, cuyos originales conservamos en nuestra biblioteca. En 1877; su extenso discurso sobre “el carácter distintivo de la civilización del pueblo dominicano”. Dejó comenzadas o en esbozo no pocas obras que habrían enriquecido notablemente la bibliografía dominicana. La vasta y diversa obra que realizaba quedó trunca, dispersa, pero su nombre resplandecerá entre los más altos de nuestra historia literaria, por la excelencia y extensión de sus trabajos y porque él fue el más activo y desinteresado afanador de nuestros escasos civilizadores. Fue, sin disputa, nuestro primer ensayista. Más aún: nuestro primer polígrafo. Las tradiciones que se recogen en esta obra no fueron incluidas por Penson en su Cosas Añejas: La Hermandad de las Ánimas y El Juego de San Andrés, aparecieron en el periódico El Teléfono, en 1889. La Escuela de Antaño, inédita, ha sido tomada del original, manuscrito que conservamos junto con muchos otros papeles de Penson cuya enumeración no cabría en esta noticia biográfica. Parece que Penson se proponía escribir la famosa tradición de El Tapado, a juzgar por sus Anotaciones al Tapado, publicadas en la revista Letras y Ciencias, de Santo Domingo, de 1892, páginas 218 y 227. Tenía en preparación una novela histórica en cuyo asunto figuraban los orígenes de la villa de Santo Domingo. Sus narraciones aparecían indistintamente bajo los títulos de Costumbres antiguas y modernas, Costumbres nacionales y tradiciones, y Costumbres y episodios de Santo Domingo.
El juego de San Andrés
De dónde tomó origen el tradicional juego no se sabe. Los egipcios celebraban el carnaval o la fiesta de los cherubs, en que se disfrazaban, y de lo que provienen las máscaras, para adorar al buey Apis, hacia el equinoccio de otoño; y refieren que en los días de carnaval se daba o aún da culto en ciertos países al singular juego del mójote yo y mójame tú que aquí va a reseñarse.* 1 Ver Eugenio Polanco y Velásquez, Penson, en la revista El Lápiz, S. D., 4 mayo 1891; (Polanco y Velásquez publicó antes el artículo Ricardo Palma y las Tradiciones peruanas, en el periódico El Estudio, Puerto Plata, n.o 27, feb. 15 de 1897); El Conde de las Navas, artículo acerca de Cosas Añejas, en Letras y Ciencias, S. D., 1893, p.374; Rafael A. Deligne, acerca de la poesía de Penson La víspera del combate, en Letras y Ciencias, 1896, p.906; acerca de Cosas Añejas, en El Cable, San Pedro de Macorís, 28 marzo y 5 abril 1893 (lo reprodujimos en La Nación, S. D., 28 y 29 julio 1940); Federico García Godoy, Cosas Añejas, en Letras y Ciencias, S. D., n.o 48, 15 marzo 1894; M. A. Machado, C. N. Penson en La Cuna de América, S. D., n.o 42, 1904; E. R. D., Penson, traductor de Manzoni, en Cuadernos dominicanos de cultura, Santo Domingo, n.o 25, 1945), y Gustavo Penson, Licenciado César Nicolás Penson, rasgos biográficos, en La Nación, S. D., 16 y 19 de agosto de 1940, escrito basado en unas notas autobiográficas de C. N. Penson. *Esta tradición, no incluida en Cosas Añejas, se publicó en El Teléfono. S. D., n.os 350-351, de diciembre de 1889. En el mismo periódico, n.o 349, S. D., 1 de dic. de 1889, F. M. G. R., (F. M. García Rodríguez), publicó El juego de San Andrés, cuadro de costumbres, semejante a la tradición de Penson.
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La época del San Andrés cae en la estación más fría y en el mes de enojosos nortes y lloviznas peligrosas, y no parece sino que como al fin mes de constipados, catarros, pleuresías y otros regalos, cuadró en él como de molde el tal juego para ayudar sin duda las probabilidades de atrapar aquellas cositas y agravarlas en cuanto se pudiera. Consiste el tradicional juego ardoroso (no obstante estar hecho para calarse hasta los huesos) en producir un diluvio artificial bajo todas las formas posibles, adicionando al agua, como adminículos indispensables para hacer una mezcla bizarra, polvos de harina, almidón, cenizas, ocre y también aserrín, y cuanto sirva para recalentarle los cascos al prójimo, llenarle de mugre y transformarlo de racional en pez o cosa parecida. Fuerza es confesar que el San Andrés ha perdido de su primitivo ardor y entusiasmo; como que era antes un juego culto si los había, en que se preciaban de tomar parte en primera línea las más distinguidas familias, los hombres más importantes y graves, la nata y flor de la buena sociedad de la antigua Atenas del Nuevo Mundo. ¡Y ahora singular movilidad de las cosas humanas, o progreso de la civilización! que todo eso será, el San Andrés es tenido en poco y tildado cuando menos por juego bárbaro y peligrosa diversión, impropia de cultas sociedades. Véase si no la barbaridad que estampaba un moderno periódico hace apenas seis años, que antes hubiera sido sacrílega profanación, y habría valido al autor o autores la nota de incivilizados, y algún buen estregón de cenizas en las greñas por brutos: “Nos parece (el mes de Noviembre) el más caprichoso del año. Empieza silencioso y acaba con estruendo. Principia con dobles y lamentos y acaba entre desorden y gritos. Principia, en fin, con el día de difuntos y acaba con el día de San Andrés. La grandeza de la muerte y las miserias de la vida se relacionan más íntimamente que nunca en el mes de Noviembre. Los muchachos van al cementerio el día de los muertos a robarse las velas o a recoger la cera que queda sobre las tumbas para tapar con ella los cascarones de San Andrés que ya amenaza caernos encima con todo su séquito de groserías e incivilidades. Es necesario desterrar el agua y los cascarones del San Andrés. El que quiera jugar Carnaval que gaste y lo juegue con finura”. Participamos de los dos períodos del dicho juego, y por ende, de estas dos opiniones: tuvímoslo por agradabilísimo y de buen tono, y de poco tiempo a esta parte, nos ha parecido no muy conforme con la salud y el sentido común. Sin embargo, según el cantarcillo: Que cuando llueve tós nos mojamos, así cuando llega el San Andrés, a todos, cual más cual menos, nos hace sus cosquillitas, y todos jugamos su poquito. La costumbre… Calderón de la Barca, en su entremés Las Carnestolendas, habla del uso de los huevos que se hacía en los días de Carnaval: Vejete: Gastar su dinerillo en tirar huevos. Rufina: ¡Y cómo! Veinte huevos azareños les cuestan veinte reales a sus dueños, tíranmelos; y mánchanme el vestido; quedo yo triste y el galán corrido sin alzar más cabeza en todo el día… Acerca de esos juegos, usados en la América en tiempos de Felipe IV, véase Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, Buenos Aires, n.o 46, oct. 1930, p.434. En su Historia de Santo Domingo, (S. D., 1952, p.47), refiriéndose a costumbres dominicanas del siglo XVI, dice Américo Lugo: “Reputóse por escandalosa la costumbre que tenían los Oidores de salir a caballo ciertos días, tirando naranjas a quienes se las arrojaban desde las ventanas. Pero el Fiscal Diego de Villanueva Zapata informó sobre esta sabrosa suerte del juego de San Andrés, que en ello no había escándalo, sino regocijo y alegría del pueblo”.
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Fuerte y despótica era en sus buenos tiempos. ¿Quién se eximía del San Andrés, de mojar o ser mojado? Nadie; porque no había tentación más irresistible, ni respetos, ni muros, ni paraguas, ni capotes que preservaran de su desatada furia. Y es que el jueguillo tenía y tiene, y tenía más que tiene, unos encantos avasalladores para todo bicho viviente. Cuéntase, y vamos por partes, como dicen los revisteros, que una ocasión y durante la dominación del intruso pueblo occidental, pareció a la gente mañesa, que en su vida había estado acostumbrada a estos jolgorios, que debía redimir las costumbres nuestras ¡vaya una pretensión! del dichoso San Andrés, extirpándolo para siempre jamás por dañino y perverso. Pero no contaban con la huéspeda, esto es, con la fuerza de la costumbre, en que afianzaba tamañas raíces San Andrés, tan duras y firmes como las de los copeyes que se nacen entre las piedras venerables de nuestras ruinas monumentales. Y acaeció que la autoridad publicó un bando prohibiendo el juego. ¿Prohibir dijiste? En hora mala. Cogieron muchos y muy principales caballeros y se fueron derechito a casa del Gobernador, le sorprendieron, le mojaron, lo cubrieron de peluca como Dios manda ¡díganme, en aquella grifa cabeza! y le dejaron hecho una jalea. Rió la ocurrencia el cortés Gobernador, porque eso sí, para polis, la gente de ultramontes, y ¿qué hizo? en compañía de los mismos zurradores y vengativos defensores de las costumbres, se armó de cascarones y dicen que dio miedo el juego ese año. ¿Qué tal sería el San Andrés bravío de entonces cuando se atrevió con la primera autoridad? Ahora es el manso San Andrés: ahora hasta los mendigos se quejan y protestan y se atufan si se les moja, y quieren los ciudadanos, los muy bárbaros, salirse a la calle el día treinta de Noviembre como cualquiera otro día, como si tal cosa, y creyéndose con derecho a enfadarse. No, señores, no, el San Andrés es despótico tirano, y moja al lucero del alba; tales han sido y deben ser sus fueros, según lo consigna en sus pragmáticas: El que no quiere que lo mojen, que no salga a la calle. ¡Es que han perdido el respeto al San Andrés: este progreso, estas sociologías, estas morales sociales tienen la culpa de muchas cosas malas! Decíamos que tenía el juego sus muchos y grandes atractivos. Gusto daba ver a las doncellas, riéndole los ojos, coloradas de puro alborozo, asomadas a ventanas, balcones y azoteas, afanadas, y con bulliciosa alegría derramando cántaros de agua para lo cual no se daban manos, empapado el vestido y marcados los bellos contornos de su busto, como si fuesen estatuas de yeso, y suelta al aire la madeja de sus cabellos. Enardecidas por el juego, de sus contraídos labios salían raudales de dulces desafíos y más dulces frases de cariñosa confianza que dejaban para los parientes y los amigos. Cruzaban de parte y parte, entre la nube de cascarones, los chistes sazonados y cultos, y estallaban las risas festivas en uno y otro bando cuando se acertaba a pegar de lleno un cascaronazo, u ocurría algún incidente cómico de los que abundan en casos así. Pero refiérase la historia por su orden. Desde la víspera, o días antes, empezaba la actividad febril a acopiar proyectiles, y en casa de las dulceras, por ejemplo, el trasiego de cascarones de los depósitos en que se les había estado acumulando un año entero, a las canastas de los compradores. La misma víspera, la fiebre del juego le hacía bailar el gozo en el cuerpo a toda persona capaz de mojar y ser mojada; y derramábase por el aire cierto perfume de fiesta que iba mezclado con el penetrante de la cera derretida que en cada casa se fundía para pegar los parches a las bocas del cascarón, y que atraía sinnúmero de abejas. Alrededor de un fogón con la cera, se alineaban los cascarones dentro de las bateas, después de llenarlos con rojiza agua de tuna, de cocimiento de rompezaragüey, o agua azulada, o bien mezclada con esencias tales como agua de Colonia, 660
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de Florida, Divina u otra. Varias mujeres tapaban diestramente el cascarón, metiendo antes el parche, en recortar los cuales se había pasado parte del día anterior y de la primanoche, dentro de la derretida cera y ajustándolo a la abertura de la rellena cáscara de huevo. Así se preparaba fabuloso número de docenas para un solo jugador. Bueno es advertir aquí que de estos proyectiles los había aristocráticos, esto es, llenos del agua perfumada con las esencias dichas, y destinados a alguna amiguita o enamorada, y habíalos democráticos, rellenos de agua azulada o con color, y hasta demagogos, cargados con cosas que no se dicen. Mientras tanto los balcones y ventanas se fortificaban con trincheras de lonas y caballos de frisa, que no eran maderos, sino cortinillas dobladas hacia arriba para impedir el paso a los cascarones y que allí cayesen sin quebrarse y aprovecharlos contra los tiradores. Desde la víspera por la tarde, era arriesgado transitar por las calles, porque a partir de esas horas y durante la primanoche, ya cruzaban el aire los cascarones y sonaba el agua sobre el pavimento de la calle con ruido alegre e incitador. El gran día, que muchas veces amanecía brumoso y con lloviznas, durante las primeras horas se activaba todo lo concerniente a compras y quehaceres domésticos, y se continuaba precipitadamente el acopio de agua a las azoteas y balcones, comenzando el día anterior, la cual agua se vertía en todo linaje de receptáculos, como bateas, baños de latón, tobos curazoleños, envases de lata, tazas de zinc, etc.; se descolgaban cuadros y se retiraban ciertos muebles de las salas por que no sufriesen algún húmedo obsequio; hervía la cera y bullían las clásicas cáscaras de huevo en profusión increíble dentro del agua de tuna en casa de cada quien que iba a traficar con tal mercancía; porque no bastando los arsenales particulares de todo jugador, se improvisaban puestos de cascarones por dondequiera. Los hombres se vestían regularmente de blanco para excitar las ganas de mojarlos, y se armaban de cestos de todas formas y de macutos, que, o se colgaban en el brazo o eran conducidos por muchachos. Algunas damas se cubrían la cara con máscaras de alambre; y todas se proveían de la legendaria higüera para arrojar el agua y asimismo de cascarones. Y temprano, temprano principiaba la original, bulliciosa acuática porfía que se llama San Andrés. Grupos de jugadores alegres asomaban por todas partes rodeados y precedidos de pilluelos descalzos y rotos. De cada balcón, ventana o azotea caían torrentes de agua clara o teñida del cactus que fue criado quizás expresamente para el San Andrés, la colorada tuna. Los grupos de hombres se agolpaban bajo esas trincheras recibiendo impávidos la inofensiva lluvia, pero buscando el modo de asentar de firme el traidor y peligroso cascarón; trocados así los papeles, pues que tocaba al más débil el arma más inservible y al más fuerte la poderosa. En tan desigual lucha ¿qué quería Ud. que resultara? Que en medio del jolgorio en ventanas, balcones y azoteas y la febril impaciencia de mojar al contrario y la inocente alegría que animaba los bellos rostros de las distinguidas damas, ¡paf! un maldito cascarón tal vez lanzado por la mano más humana del grupo, venía a dar de lleno en un ojo a la pobre señora que desde ese momento quedaba condenada a gemir en agudo dolor y puesta en grave riesgo de perder la su ecuórea lumbrera, como dijo el otro. Este incidente era de los inevitables y no poco frecuentes del San Andrés, y sabiéndolo las señoras, arriesgaban con gusto sus ojos, que es decir, tratándose de mujeres que arriesgaban la vida. ¡Lo que es la pasión del juego, aunque sea el del agua va! Daba gusto transitar por esas calles, calado hasta el tuétano y mirando escenas cómicas, oyendo chistes, risas y bulla creciente, y de aquellas boquitas de panal retos varoniles. Los 661
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agresores, mojados hasta no poder más, y teñidos de tuna y otros colores chillones producidos por el almagre, y de vez en cuando, cubiertas cejas y cabellos por la peluca que no ya las mujeres, sino ellos mismos se administraban en dosis respetables. Las damas, empapadas por el mismo efecto de arrojar agua y teñidos también los vestidos por el agua azulada o de almagre que enviaban algunos cascarones poco aristocráticos, ofrecían a la vista sus escultóricas formas contorneadas artísticamente por la pícara agua que amoldaba la tela. Apoderado ya el delirio de jugadores y jugadoras, no obstante dar diente con diente del frío, o desde el principio del juego, según se presentara la coyuntura, los del sexo feo se colaban, si una puerta no estaba bien atrancada y cedía a sus belicosos ataques, dentro de una casa; y allí era Troya. Sorprendidas las damas, no menos belicosas, huían unas amparándose en los aposentos, pero era éste caso raro, y las más corrían a sus cubetas e higüeras y cegaban a los asaltantes a pura agua, o bien a pura ceniza o harina, mientras que éstos, luchando cuerpo a cuerpo con ellas, les estrellaban con el puño los cascarones en las espaldas. Un campo de Agramante hecha la casa, la confusión era espantosa: hombres y mujeres mezclados, jadeantes, furiosos, empeñábanse en mojarse tanto y tantísimo que quisieran mojarse por la cuenta la mismísima alma; luchaban algunas parejas a brazo partido; y es lo bueno que tan valientes y resueltas se mostraban las mujeres, que entre muchas arremetían a un asaltante y no paraban hasta dar con él en una batea bien llena, o en alguna pila no honda que a la mano hubiera, en donde le zabullían la cabeza al infeliz, corriendo su riesgo no pequeño de ahogarse en un mísero charco. Mas si alguno, al empujarlo dentro de la pila arrastraba en su feliz caída a alguna hermosa aporreadora, y tras esta pareja iban otras, parecía la pila hecha un ponto mitológico con tritones y náyades tamañitos. A otros donceles les arrastraban hasta el pozo, y allí cántaros van y cántaros vienen por la cabeza, sin que faltaran los puñados de harina, almidón, ceniza, tierra, o lo que viniera a la mano. Pero las mujeres son el diablo, según la expresión vulgar. ¡Pues no lograban las más de las veces acosar a sus asaltantes y vencerlos hasta arrojarlos de la fortaleza! ¡En aquellas luchas figúrese Ud.! cuántas Venus no dibujarían las ropas que de puro empapadas parecían ya incorporarse a las carnes y formarlos un cutis especial… Pero ¡qué diablos! el ardor del juego no reparaba en menudencias; y no por eso pasaron aquellas escenas de húmedo pugilato de claro, como el agua que se vertía, a turbio. Las más inocentes risas y chistes las matizaban. La furia de mojar y mojar era cuanto arrebataba los sentidos de jugadores y jugadoras. Acontecía también que la casa no era forzada, sino que se abría a los luchadores por las mismas damas, mediante un reto propuesto y aceptado en toda regla. Otras veces se daba el asalto a un balcón. Subiendo unos en los hombros de otros como los saltimbanquis, alcanzaban los hierros y trepaban, no sin sufrir horrorosas descargas a boca de jarro, cascaronazos y empujones; pero trepaba uno y luego los otros, y después de la lucha en el balcón, venía la de la sala, el corredor, aposentos, escaleras, patios, etc., y en este último punto era donde las mujeres desafiaban a sus asaltantes en forma y les hacían por la mayor parte de los casos morder el polvo, digo, el agua, porque allí no había polvos franceses que morder sino muy castiza agua de pozo y muy fría que sorber. Solía resultar que los mismos asaltantes cogieran a uno de los suyos traidoramente por pies y cabeza para entregarlo al furor de las jugadoras. Gusto daba ver a las señoras en estas pugnas: se salían fuera de su centro; el ardor del juego hacía brillar sus ojos, enardecer sus labios y colorear sus pómulos: sus miradas eran altaneras y retadoras, y el timbre delicado de su voz adquiría la vibración de clarín guerrero. 662
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Eran heroínas y estaban sublimes. Lo mismo estarían cuando fabricaban cartuchos sus manos aristocráticas, fundían balas y ponían escapularios al cuello de sus hijos y hermanos para mandarles a la épica conquista de la Independencia, la misma noche del 27 de Febrero y después del 27… Si todo esto era jugar culto figúrese Ud. lo que sería entre la gente del pueblo. Allí cada revolcón en el mismísimo santo todo de patios y calles que formaba el artificial aguacero, valía un Perú; y a veces se corría el riesgo de ahogarse allí al prójimo con honores de vil cerdo. Los hombres entre sí hacíanse también cruda guerra. ¿Pues qué, la fiebre del San Andrés se apagaba así no más? Ni con toda el agua del diluvio, ni con todos los huevos vacíos de todas las gallinas que prohijaron las salvadas en el arca de Noé, dicho sea con el debido respeto. Unos a otros se derribaban, se almidonaban orejas, boca y ojos, se perseguían, se pintarrajeaban con almagre, se polvoreaban con caliente aserrín que causaba escozor en el cuello y las espaldas, etc. Había quien (y no del vulgo, sino gente principal) preparase un gran baño en mitad de su sala, desamueblando completamente la casa antes, y tomase tres mozos de cordel a uno de los cuales colocaba en la puerta y a los otros dos en la próxima esquina a guisa de ojeadores de la caza que había de venir. Un grupo de caballeros asomaba con los cabellos caídos sobre la frente, enrojecidos los ojos, no tanto por el agua cuanto por las copitas que había que trasegar en tan húmedo día, con los cestos ya vacíos, extenuados de fatiga, anhelando ya más el descanso que otra cosa, pues la noche caía a toda prisa; la más mala oportunidad y precisamente la escogida para el chapuzón postrero por los aficionados a dar violentos baños semi-rusos sanandréicos. Asomar el grupo lacio y descolorido, y caerle encima los apostados galgos, era todo uno. Cargaban con una víctima, y por las puertas le entraban con gran algazara y risotadas, y allá va; zambullíanlo cuan largo era en el maldito baño y allí le sujetaban los forzudos mozos, expuesto el extenuado jugador a boquear dignamente con el San Andrés que moría en brazos de la noche, según diría un pichón de poeta. Sucedía, como sucedió, que encaramándose en las azoteas algunos bellacos a mojar descuidadamente a alguien, topasen con un pobre y respetable viejo sentado tranquilamente en su puerta o en la acera de enfrente, y que como viejo al fin creía tener ciertas prerrogativas para no ser mojado como el común de las gentes. Pero ¡zas! uno de ellos le embicaba un buen cubo que desde la altura de una casa terrera bien podría valuarse su volumen de agua en cosa de media arroba, ¡y esto sobre una calva cabeza! Ahí era la de Dios es Cristo; porque el burlado bufaba y pataleaba y amenazaba, mientras aquellos se iban riendo azotea adelante. Por la noche ¡oh! por la noche, cuando ésta cerraba, a favor de la soledad y lobreguez de las calles, pues todas las puertas se cerraban y ni una luz brillaba y cada familia se recogía en las antesalas y corredores, temerosa de que la alcanzase un chorrito de agua de jeringas, instrumento admirable para esas horas de oscuridad y general encierro, y a oír cómo llovía sobre el piso, los muebles y las alfombras donde por casualidad las había entonces; por la noche, digo, había como un recrudecimiento de fiebre de mojar al prójimo. Desdichada la casa que tenía buenos muebles que perder con la clandestina mojada; desdichada la lámpara, no puesta a respetable distancia de los vagabundos, indiscretos y atrevidos tubos de estaño y hojalata; porque si el vigoroso y sostenido chorro alcanzaba sus vidrios o sus mecheros, allí liquidaban. Desdichado el aposento por bien preservado de agujeros de férrea cerradura u otros (y cuando no los había naturales, diremos, los abrían a barreno); porque el 663
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chorro endemoniado y vulgarísimo no perdonaba en el sagrado de él al dueño o dueña (las hembras son las más maltrechas en estos lances) que estuviese desnudándose, matándose las pulgas o en otro entretenimiento de este jaez, o en su propio lecho acostado. A veces, ojos, que no tubos lanzadores de chorros, pegados a los agujeros, descubrían ¡oh profanación! desnudas y mórbidas formas, o bustos de media vida con tentativas de esqueleto… El silencio, la soledad, el ruido estridente y traidor del barreno, el chorro de agua inundando la casa, las carreras, el cuchicheo de los mojadores, las risotadas, y todo lo demás, ¡digno coronamiento de la fiesta del día! No dejaban de infundir cierto temorcito que duraba hasta la medianoche. Percances no faltaban a los desalmados jeringadores. Individuo había de tan recias pulgas que acaso en el acto de pillárselas en el cuerpo y enfriándole la voluntad un soberano chisquetazo, arremetía furioso a una franca, a un viejo machete de cabo, a una escopeta o carabina y saliese tras los burladores echando todas las pestes que por corteses no han podido transigir con el diccionario ni aún tan siquiera con el de la Academia, por ser el más malo de todos. Naturalmente, no faltaban ni faltan en día de San Andrés sus riñas que antes no pasaban de unos cuantos trompazos, pero que ya en esta época de más ilustración (¡a ver qué tendrán que ver la ilustración y el progreso con los cascarones!) son con honores de tiros y machetazos, con apéndices de muertos y heridos. Fuera de que ya nuestro San Andrés no es aquel culto cuanto bravío, en que las más nobles damas y galantes caballeros eran los protagonistas del juego; sino el manso, el vulgar y el peligroso que señoras y caballeros desdeñan; cumpliéndose así aquel adagio: Del agua mansa líbreme Dios que de la brava me libro yo… Y de tal desdén resulta que ya se sale impunemente ese día vestido como cualquier otro y aún sin paraguas (precaución indispensable para el que no jugaba) y ¡cosa rara! se abren los templos en sus novenarios sin temor a un ¡sálvese el que pueda! y aún se ha dado el año pasado función dramática en el teatro de La Republicana. Tan poco respeto por la tradicional barbaridad acuátil es signo de decadencia visible de ese juego y acaso revele un grado más de sentido común del que teníamos ahora diez o doce años. En efecto, el San Andrés manso inspira repugnancia y temor; porque las chabacanerías del vulgo y aún de los que calzan levita y son vulgo por dentro y no por fuera, han acabado con el otro, el bravío, el bueno, el elegante San Andrés de nuestros antecesores. El caso es que casi nadie juega, y dentro de poco perecerá tan honesta diversión. Enero de 1889.
La escuela de antaño La letra con sangre entra.
Máxima de la Escuela de antaño.
Antiguamente, la escuela era pretexto. Además, era inquisición hecha y derecha, y jubilación de ignorantes dómines y descanso de los papás. Pretexto de todo; menos lugar donde pudiese enseñarse una palotada de cosa alguna ni fuese capaz ningún cristiano de trasmitir conocimientos que no tenía. ¡Patarata! El dómine era todo un ente raro, un pobre diablo que no debía tener ni dignidad de director moral ni de hombre siquiera, y que anda mais, debía estar reñido con el pan cotidiano. Era, tenía por fuerza que ser ante todo y más que otra cosa alguna, sucursal de represiones y castigos de la casa paterna, y un espantajo en forma para el chico en el tiempo y en el 664
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espacio, cuya conciencia estaba amoldada sobre el rigor de las disciplinas y palmeta del inflexible dómine. Así es que el desdichado que tenía la humorada de nacer por aquellos felicísimos tiempos, al dar sus primeros pasos en la vida y en el período de la razón, había de encontrarse el nido del búho con todos los horrores de la noche de ignorancia secular, la escuela de entonces, levantada a alturas de institución benéfica y con honores de santa por la bonachona candidez de nuestros padres, con su famoso lema La letra con sangre entra. ¡Cómo granjeaba en el hogar la evangélica máxima, que por tal la tenían nuestros padres; repetida a cada instante al niño y en todos los tonos, para edificarle y prepararle convenientemente al martirologio de la escuelita! Y allí íbamos, a pasar nuestra vía-crucis. El dómine era, como bicho raro, una excepción de los vivientes. Figuraos un hombre medio seco y difuminado por el hambre clásica, que en fuerza de adoptar todos los visajes de la inflexibilidad más cruel y de remedos inquisitoriales, había adquirido gesto de can, mirar feroz, y logrado endurecer su fisonomía, así como su corazón; porque es cosa averiguada que quien fuese capaz de tener entrañas y de enternecerse y por ende, de no martirizar al educando, no servía para el oficio. Vestía traje antediluviano: es decir, camisa por lo común de color, arrugada y un si es no es mugrienta, desabrochada algunas veces y las mangas al aire, cruzada o no por los tirantes desvaídos y rotos; pero rara vez o nunca honrada la susodicha prenda siquiera por una mala chaqueta de lienzos. Los calzones, vacilando entre faroles y guardabrisas, pugnaban por subírseles a las rodillas, hechos de una tela burda y ligerilla que amenazaba con dejar entrever los macilentos muslos, flacos de pura abstinencia, sin calzoncillos, porque esos pobres maestros de escuela no gozaban del privilegio de usarlos. Remataban el traje señoril unas chanclas de cordobán amarillo o morado, modestamente ensartadas en unas medias de algodón ordinario, que cubrían unos pies largos, huesosos, y sin duda no muy limpios; pues es fama que el aseo, así como el bodijo, no fue nunca santo de la devoción del dómine de antaño. Una silla de palo, vetusta cuanto podía ser y si venía al caso, carcomida de comején, puesta delante de una mesita de pino coja, mugrienta y embadurnada con abigarrados tonos de tinta de todas las épocas, adornada a trechos por horribles muñecos que los muchachos pintaban en venganza y los cuales hacían una tentativa de semejanza con el maestro, y sangrada con buenas cortaduras en los bordes por las indicadas cortaplumas, y que por lo mismo dejaban allí su sello, constituía el solio de este Plutón. A un lado y otro de la silla colgaban las disciplinas y la palmeta, sus sabios atributos; o bien veíase sobre la mesa un cordel retorcido, duro y como encerado, que eran las disciplinas, y el cual, según el profundo dicho del maestrillo, se paraba solo, de duro que era el maldito. Dómines había que en vez de mesa desvencijada, o además de ella, tenían por delante una raída banqueta de lana, que también servía de asiento a falta de otra cosa, provista de cigarrillos, yesquero, barajas, cortaplumas con vistas non sanctas y otros baratijas; y, habíalos también ¡los muy taimados! que a retaguardia, en el aposento, guardaban como oro en paño una botellita de lo fuerte a que de cuando en cuando iban a pedir luces, abrazándose amorosamente con ella y prodigándole unos besos, unos besos, que trascendían luego a la clase. Efusiones alcohólicas que daban por resultado enardecer más su piadoso celo para arrancarle el pellejo a uno. La escuela era regularmente una piecesita cerrada, que recibía escasísima luz y ningún aire, porque era requisito indispensable que la susodicha escuela estuviese lo más separada 665
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posible del mundo de los vivientes, algo así como apéndice de monasterio, y también su poquito de oscura y nauseabunda; sin duda por exceso de previsión, o acaso de saludable rigor. En aquel tugurio estaban ordenados por lo general los durísimos bancos, o a derecha e izquierda de la silla pretorial o paralelos a él, y allí apretados unos contra otros los alumnos. Ocupaba las cabezas de banco o los primeros bancos, según, la primera clase, y a ésta seguían por riguroso orden la segunda, tercera, cuarta, hasta lo infinito. ¡Librara Dios a alguno que se mezclase siquiera por un instante en clase que no era la suya y menos en una superior! Serviría esto de algún estímulo, no hay duda, y por lo mismo, se era tan celoso en recompensar la aplicación trasegando al muchacho desde la última a la quinta, cuarta, tercera, segunda y primera clase con las solemnidades de estilo, en día sábado y en rígida formación la escuela, o bien degradando a los desaplicados, haciéndoles repasar el río, esto es, descender de una clase superior a una inferior. Semejantes evoluciones no eran, como se ve, de lo peor del repertorio. Silencio, que no se oyese volar una mosca, pero ni una mosca (y ésta era luego la consigna textual, lo que no impedía que quisiesen tumbar la casa cuando daba la espalda el maestro) reinaba en aquellas benditas aulas. ¿Y qué cuando los fijos, saltones y sangrientos ojos del dómine discurrían por sobre las infantiles cabezas de las masas escolares en ciertos momentos solemnes en que se acababa de turbar el orden o de hacer una ejecución, o al empezarse a tomar la lección? Entonces era de ver al dómine en toda la plenitud de su olímpica severidad, rodeado de un como nimbo de respeto temeroso y forzado; mientras los muchachos, disimulando con el libro pegado a las narices, pero sin osar levantar los ojos, le echaban maldiciones por almudes. Porque moralmente, era una corriente tal de simpatías la que se determinaba entre maestro y discípulos, que aquel habría deseado los más de los días que estos hubieran tenido una sola asentadera para sajársela de un rebencazo, y éstos cuando menos que a aquel le hubiese tomado una parálisis por más de la mitad del cuerpo, sobre todo quedándole bien inutilizado el brazo derecho. ¡A dónde aquella solicitud paternal y afecto, que es lo que precisamente caracteriza la escuela moderna! La disciplina escolar, según las muestras, era de lo más atroz, bárbaro, inhumano y absurdo que se pueda imaginar. Ella exigía que se estudiasen o repasasen las lecciones en alta voz con una tonada monótona y fastidiosa que era un cacareo de gallinas o golpes acompasados sobre el yunque que se oía a leguas, y oído el cual, podía el caminante o el transeúnte decir: por allí hay una fragua; porque, en realidad, fragua y escuela de antaño era todo uno. Si un infeliz interrumpía el lúgubre silencio que debía reinar, caía sobre sus espaldas un chaparrón, inmediatamente, o si no inmediatamente, quedaba marcado para cuando concluyese la clase. Había de saberse de coro y retebién la lección de memoria, porque si no, o se recibían incontinenti cuatro palmetazos, o se enviaba a uno al rincón, casi siempre vuelta la cara a la pared, o se le ponía de pie en medio de la sala a estudiarla como un becerro hasta que de puro machacar, la daba como un papagayo; y el darla como papagayo era sabérsela perfectamente. Otras veces se quedaba el desaplicado muchacho, despedida la clase, en castigo de no ser memorioso. Los castigos… Haceos cargo de los castigos, cuando la escuela misma y la presencia del ceñudo dómine eran de por sí castigos fieros para la alegre y bulliciosa infancia. Escuela y dómine, ambas invenciones del peor género, habíanse fríamente calculado para estar en completo desacuerdo con la naturaleza y en perfecta oposición con la tierna índole del niño. 666
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La escuela era el lecho de Procusto a que debía sujetar éste sus naturales inclinaciones y el desenvolvimiento de su carácter; y ella había de contribuir necesariamente a su corrupción moral: y en cuanto al otro, era el representante neto de la idiosincrasia social, del despotismo, de la absorción del individuo por las preocupaciones y la más crasa ignorancia. Sin embargo, hay que darle su adarme de justicia. El tal dómine era por lo general en su casa un hombre bueno, un excelente ciudadano y paterfamilias (aunque a veces de lo más atrasado y más bestia de la creación), y mientras más rígido y brutal se manifestaba, mejor creía cumplir con un deber sagrado, y también lo creían así los padres a pie juntillas. ¡Aquellos tiempos!… Pues los castigos eran de lo más variado y sabroso que humanas carnes hayan soportado. La palmeta era castigo, digámoslo así, aristocrático. Se aplicaba más a los grandes que a los pequeñuelos, y esto, con cierta grave solemnidad. ¿Fulano se hacía merecedor a un castigo? Pues bien; condenado ya (sin ser oído) se llamaba a Fulano a la mesa pretorial, se ponía de pie el dómine, empuñaba la palmeta de modo que le llenase la mano, vibrándola antes ligeramente para asegurarse de la precisión del golpe, tomaba luego las puntas de los dedos de una mano que le alargaba medrosamente la víctima, tratando al mismo tiempo de huirla de la quema; levantaba aquel la palmeta, caía ésta como el rayo sobre la abierta mano y sonaba el fatídico ¡plas! que hacía temblar la escuela. Probábase en este caritativo ejercicio el temple del muchacho: si era valiente, o soberbio, alargaba sin pestañear la otra mano, y luego la otra y la otra, sin más muestras de que era persona humana el apaleado que algunos resoplidos, hasta quedar saciada la ira del maestro o cumplida ad pedem literae la fatal sentencia. Si era flojo el chico, allí era el ocultar la mano y el retorcerse y el lloriquear y el clamar al impávido verdugo: ¡Maestro, no, ya, ay maestrico, por su madre! Pero la compasión no se hizo para escuelas de antaño. ¡Qué había de hacerse! El niño sabía muy bien que estaba condenado al eterno aguante: que él había nacido para la escuela, es decir, para la palmeta y el fuete, como la escuela, los dómines, los palmetazos y los rebencazos tradicionales habían sido hechos para él. ¡Y no tenía más que aguantar con alma, vida y corazón; o morirse! Lo que no quitaba que el picarillo buscase algún medio de burlar o atenuar siquiera los rigores de las tollinas de ordenanza, colocando una pestaña que la mano en el momento de alargarla para que la palmeta saltase en astillas o untándose ajo, o bien forrándose de libros y pizarras para que el vergajo no tuviese donde hacer presa. La verdad es que yo, que ardientemente deseaba ver el milagro de saltar una palmeta no lo logré nunca; y lo que sí hice fue contribuir a dar con ella en una letrina, y ocultar el látigo entre matas de cundeamor. Había palmetazos y latigazos al por mayor y al granel: los había individuales y colectivos, es decir, por filas cerradas, en que fríamente el dómine pasaba revista a manos y espaldas, como un fusilamiento en masa; y en fin, los había de todos los modos y estilos apetecibles. Pero lo bueno, lo fenomenal era ya cosa más decente y escogida. Delinquía un hijo de su madre, grande o chico, pero de un modo digno de la escuela. —A ver; que cuatro me cojan a ese (estaba excusada la urbanidad entre maestrillos) y al banco! Decir cuatro era como pedir un cabo cuatro números, y decir al banco era como decir en Rusia al Knout. En efecto, cuatro robustos jayanes cogían a la víctima, y si forcejeaba, peor para sus huesos, que corrían riesgo de fracturárseles; apeábanle los calzones (moral de escuelas de antaño!), le fijaban acostado boca abajo sobre el banco como con garfios, acudía el jayán en 667
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jefe, atufadas las narices, que olían ya la chamusquina y se gozaba previamente en ella como el tigre con la sangre que va a derramar, descompuesto el rostro, alzadas las gafas sobre la frente, medio abierta la camisa y expuesto a las miradas el velludo pecho, arrolladas las mangas como un carnicero, y en alto el erguido vergajo. ¡Zas! rompía el aire zumbando el latigazo y crujían las carnes del mártir. Revolvíase, bufaba, se sacudía, mordía, maldecía, gritaba, se ponía cárdeno, ¡nada! llovían azotes como granizo y quedaba el chico hecho un santo Cristo. ¡Hubo quien, como yo, saliese con una apostema en una pierna, cuando sólo tenía ocho años de edad! No acababa ahí el programa, como se ve, bastante variado, de los castigos extra y de pacotilla; porque no hemos hablado sino de los golpes aplicados secumdum natura, es decir, a vergajo limpio, no provisto de gusanillos o puntas de alambre, como disciplinas de penitente. Ya esto era más elevado, más chic. El castigo grande, notable, que decidía de la corrección de cualquier bergante (y de su salud también), castigo que aún tenía su estética (pues no faltaba más sino que no tuviese su estética, como todo, la escuela de antaño) era el hacer un desbocado una gran cruz con la lengua en el suelo: y no a medir por pulgaditas, sino por buenas varas castellanas. Obligábase pues al pillastre, eso sí por un desliz muy gordo, o aunque fuera inocente ¡qué diablos! Un inocente más, ¡qué importa al mundo! a hacer su cruz en el santo suelo; y no había más que cebar y tirar, o sea salivar y mojar a qué quieres boca. Eso fue en un colegio dizque muy cristiano. Había otros castigos raros y de menor cuantía, como era poner a un niño en la puerta con un letrero irrisorio para que los mismos compañeros y los vagos de la calle ¡qué salvaje crueldad! hiciesen burla de él; hincarle con los brazos abiertos en cruz, y a veces añadiendo sendos pedruzcos en las manos, o con los pantalones levantados sobre arena o sobre una hojalata picada, o sea un guallo. Hasta dicen que en tiempos bárbaros, con relación a nuestra escuela de antaño, ahora treinta años poco más o menos (¡qué tal sería esa edad de oro!) solían colgar de una viga a un infeliz, izándole por momentos como si fuese jamón wesfaliano. Lo de encerrar en un calabozo oscuro y hediondo por un día o una noche, a pan y agua, y aún por dos, tres o varios; dejar detenidos todo un día y a veces con su primanoche entera sin probar bocado, y no pocas veces arrodillados y otras rezando a vista de un altar o de un santo de palo, muertos de debilidad, a unos pobres niños de once años para arriba que luego se retiraban a sus casas tambaleándose de pura debilidad o enfermos, todo naturalmente a satisfacción de la familia; era tortas y pan pintado comparado con los grandes castigos moralizadores, regeneradores y edificantes. Esto último era una cosa tan ligera, que no pasaba de una dulce reconvención. ¡Quién se iba a quejar de eso! Cualquiera puede recordar a una especie de dogo, un viejo perro de aguas, venido de no se sabe dónde, que casi en estos mismos tiempos, pues que todavía hay reminiscencias de la escuelita antigua y gente que le gusta cascar al hijo del prójimo y tomadores de lecciones de memoria, holgazanes y brutos a carta cabal, a pesar de estar los Ayuntamientos y las Juntas de Instrucción Pública y la prensa amenazando con la ley que prohíbe los castigos corporales, todo el día se paseaba, garrote en mano, por delante de los muchachos y a quienes manejaba a gritos, a golpazos sobre las mesas con el palo, a repiques de punta y filo sobre las cabezas. Este tal convertía la escuela en salas de cuartel, en manicomio o caballeriza en que los muchachos, atados al libro, no podían mover pie ni pata, y aún por eso eran más tremendos. Caso llegó en que, estando en formación toda la clase, en número tal vez de sesenta o más 668
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niños, hubo de imponer orden y querer alinear bien la gente, lo que no podía lograr, y sin pararse a corregir a determinados individuos, o a diezmar las filas, arremetió por el sistema de fusilamientos en masa, desde un extremo de la línea, y corriendo el garrote al nivel de las canillas, hízole rodar así hasta el extremo opuesto, estropeando piernas que era una bendición, pero eso sí, metiendo en cintura a todo el mundo. ¡Inventiva para martirizar como esos dómines no la tuvieron a la verdad los Torquemada ni los Domingo de la Calzada! Tampoco desconocía el cancerbero aquello de las horcas caudinas, porque en su fecunda inventiva, un día imaginó meter las cabezas de los alumnos bajo la mesa, quedándoles así el cogote pegado al borde inferior de ella y las espaldas a discreción de sus golpes. No padecía la vergüenza en la escuela de antaño; al contrario se aquilataba, como todas las facultades (y las asentaderas) del individuo. Cogían bonitamente al pobre chico y “porque no te sabes la lección” y “porque eres un desorden impenitente”, etc., pegábanmele un gorro con plumas de gallina, poníanmele en las manos una escoba, y me lo plantaban en la puerta de la calle, o en una ventana, o lo sacaban irrisoriamente por las calles con un jayán que lo vigilase. De un gigantesco indio de la Goagira me acuerdo yo que hacía este oficio en un cristiano colegio de esta ciudad. ¿Y la revista del aseo? Era de lo más curioso e interesante de los programas tontos de la de antaño. Los sábados (era consigna que nadie debía olvidar), conforme iban llegando los alumnos encaminábanse a la mesa pretorial donde el dómine, ya en ese día medio aseado él mismo, vestido de limpio, con o sin la siempre ausente chaqueta y las greñas un tanto reducidas a la obediencia merced a una pomadica hecha ex-profeso con sebo de vaca curado y a un peine caritativo, lujo que se permitía sin duda para dar el buen ejemplo, donde el dómine, repito, muy tieso y grave procedía a riguroso examen; mientras los demás, perfectamente alineados en sus bancos sudaban sudores de muerte, y los que no las tenían todas consigo, frotaban con saliva orejas y manos y se roían las uñas o las limpiaban sabe Dios cómo. —¡Las orejas! ordenaba la voz del dómine con la gravedad y cómica solemnidad que el caso requería. Presentaba el chico las dichas, y tal era lo que se miraban y remiraban volteándolas como hoja de libro, que ni al microscopio. —¡Las uñas! Estiradas las diez uñas en uniforme plano horizontal, habíalas el impertinente examinador de ver brillar de puro estregadas y recortadas. —¡Los pies! Aquí era el desenvainar pies de todos calibres, con medias o sin ellas, limpias, aunque rotas o remendadas. Es fama que de vez en cuando olíalas el maestro, fiel a su programa limpiador, como la Academia Española, por si querían pasarle contrabandos. Quien no tenía orejas limpias, se llevaba dos tirones que podían arrancárselas*, y uñas idem, un reglazo firme y sonoro ¡díganme, de tales manos! Sobre los mismísimos dedos cogidos por el maestro a guisa de manojos. Terminada la desaseada revista (y eso que faltaba el maestro en persona, que ahí era que habría que ver!) se rezaba la doctrina o se hacía cualquiera otra majadería; se amarraban corbatas de yagua a los que las habían olvidado, y se atendía a otros menesteres así. *Todavía hoy se citan individuos que tienen desprendida alguna oreja, de resultas de tirar de ellas el maestro en castigo de cualquier falta, que era lo más común y corriente.
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Había de todo en el catálogo de la escuela de antaño, para todos los gustos. ¡Cuántos tormentos inquisitoriales podían inventarse para mortificar las carnes, la paciencia, la inocencia, el pudor, la santidad de la infancia!… Como era de esperar, no siempre para el impasible dómine había de ser todo vida y dulzura. El irascible temperamento de no pocos alumnos, incapaces de sufrir golpes y vejaciones, y la escasa paciencia de algunos padres de familia (que eran habas contadas), daba lugar a incidentes cómicos y semi-trágicos de que no salía el dómine muy bien librado. Mocitos hubo que se encararan con él, que se resistieran a ser azotados, que le endosaran ternos y tacos valientes, y que, arremetiéndoles aquel, le recibieran a patadas y a trompis o con él se enredaran en porfiada brega. Hubo ya quien le amenazara con un pistolete destornillado de los que por acaso podía haber entonces a la mano un muchacho o le enseñara una navaja; quien le disparase tinteros a la cabeza y aún buenos pedruscos. Alguno que otro padre de familia, cuyo hijo había salido apostemado por aquella sabia mano, no paraba hasta personarse en la clase, insultarle, amenazarle con llevarlo a un tribunal, o cuando menos con pegarle un tiro. Todo lo cual llovía sobre la resignada cabeza del dómine como aguacero de Mayo, tanto más horroroso cuanto que todo era hacer él gracias, sufrir las ajenas costillas y celebrárselas los papás. Así era que no había ideal para éstos como el pensar que podrían, aunque fuese cuando grandes, romperle un ojo al maestro en justo desagravio de tanta injusticia. Hay quienes hoy, ya padres de familia (lo he oído con mis oídos) al recordar eso, querrían hallarse de un golpe en aquellos tiempos, sólo por el placer de pasearle la costilla a su sabor al que fue su maestro, en recompensa de lo mucho que hizo por su perfeccionamiento intelectual y moral. Hasta el espionaje se hacía ejercitar allí para enseñar también a aborrecerse los hombres desde sus primeros años, y a ser serviles. ¿Sabéis cómo? Por el sistema que llamaban de los decuriones. A son de mantener aquel orden artificial y violento, encargaba el dómine, cuando se ausentaba, acaso al mejor de la escuela, acaso al peor de ella, de la conservación de la paz varsoviana. Y el decurión, redomado canalla tal vez, hacía con cualquier pretexto víctima suya al que no quería bien, al que en alguna ocasión le había acusado o apuntado desempeñando el propio oficio. Y de aquí una serie de malas voluntades y de rencores que han durado parte de la vida, porque muchas veces habían tenido origen en una flagrante injusticia de esa índole, a lo que se añadía el exagerado celo del decurión y el deseo de halagar al maestro, y este empeño del decurión rebajaba su dignidad porque le hacía servil, aún a costa de ser injusto. Esas faltillas leves daban ocasión para que el dómine repartiese palmetazos y latigazos como granizo a justos y pecadores, y se enconasen los rencorcillos. ¡Miserias! Pero no ¡qué digo! ¡admirable organización de la escuela de antaño! Los padres de familia no dejaban de contribuir a ella, quitando y poniendo, según ellos decían, a sus hijos de una escuela en otra, o porque no aprendían nada ¡como si en esas benditas fraguas se pudiese aprender cosa alguna! o porque el maestro no pegaba casi, o por el mero gusto de trasegar al muchacho de la escuela del señor Fulano a la del señor Mengano, pues recorriendo las existentes sin duda aprenderían más, lo que también es auténtico. He aquí ahora la pintura de algunas de estas escuelas, que acabarán de dar idea cabal de cómo estaban constituidas. Estas eran, diremos, como excepción de la regla, o más bien, matices más fuertes o más débiles de la de antaño. En la que se consideraba la mejor en su género, (el summun escolar) sólo se enseñaba francés, todo en francés, hasta el modo de andar; pero no por eso faltaba 670
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en casa del famoso Monsieur Charles, sino al contrario, estaba multiplicado por el cuadrado el rigor clásico, la cara feroce, los rugidos tigrinos desde un hondo aposento frontero a la sala escolar, y la prohibición napoleónica de no volar allí moscas ni para un remedio, y mucho menos, de menear pie ni pata, con aditamento de ¡Ah! matin, ¿qué est que tu fait? Aquella escuela, tenida como modelo, o Normal de su tiempo, era un claustro (y por cierto que la sala no tenía más que ventanas enrejadas y era oscura y por lo menos húmeda y criadero de alimañas) o un cementerio o en fin, un regimiento prusiano en correcta formación. Aquello sí era bueno, excelente; pero eso sí, cuenten los que quedan, que son naturalmente los que mejor manejan aquí el francés, y eso siquiera dejó la escuelita antigua, si había bellaquerías y se inventaban bellaquerías que no han tenido precedentes ni igual en semejantes escuelas, ¡no bien el maestro iba a buscar luces en el dulce retiro de una hamaca!… Por el estilo, aunque menos autorizada, era la escuela que llamábamos del Sr. Trujillo, única escuela liberal que hemos tenido aquí en tiempos tan calamitosos como los de nuestra infancia. Allí discurrieron mis últimos años de aulas y es la de la única ¡cosa estupenda! de la cual conservan los que a ella concurrieron, gratos recuerdos; porque allí, en vez de cara feroce, ni palmeta ni vergajos había la bonachona ignorancia del maestro mezclada a una buena dosis de paternal confianza y una libertad que rayaba en licencia para estudiar y estar en clase. Allí no podía haber hipocresía ni horrendas bellaquerías, ni silencio despótico, ni decuriones ni revistas desaseadas, ni nada de esa levadura maldita de la escuela de antaño. Concluida la clase, dada la lección, que si se sabía bien y si no también, pero que se explicaba (y por tanto allí sería que se usó por vez primera el sistema explicativo), a jugar al patio, así fueran las tres de la tarde. En cuanto a plan de estudios, privaba la enseñanza del francés y el inglés sobre toda otra, y la gramática castellana explicada y lo mejor explicada posible: allí no había textos que valieran en materia alguna; ni Ballot ni Herranz y Quiros, ni Fenelón, ni Urcullú, ni Chantreau, ni Noel y Chapsal ni Smith, aunque todos servían para chapurrear en francés, inglés y español. El liberalismo llegaba hasta esconder un libro de geografía, que era lo único que una vez por semana se daba de memoria entre un montón que tenía el maestro por delante, y en sus mismas narices se hacían estos fraudes amistosos. En aquellos bancos no se oía más que el I have, You have, he has, je suis, tu est, il est, etcétera. Único caso de que discípulos de entonces estimasen y respetasen de veras a su maestro, ese fue; lo que no impedía que de cuando en cuando sonase en su boca un daim rasquil u otro mal terminacho en romance, o algún mal hábito, y el consiguiente tirón de cabellos o amagos de patadas de unas piernas larguísimas; pero ¿iba usted a buscar nada completo en aquellas escuelas de Cristo? Otra escuelucha había en que el respetable profesor, que seguramente no había nacido ni siquiera para escuelas de antaño, no obstante ser hombre entendido, era hasta tartamudo; pero eso sí, colgaba su buena cabulla en el ángulo del respaldo de la silla pretorial, aunque más por intimidar, porque el pobre viejo de puro enclenque quería caerse a cada latigazo que soltaba. Mucho becerrear era cuanto exigía, es decir, al cacareo aquel, y lección de memoria, si cortísima con su correspondiente doble marca de lápiz, bien sabida. Por lo demás, poquísimo francés e inglés para dos o tres de los grandes, asignaturas principales, que se reducían a trasegar a Ollendorff del texto a la memoria, de ésta a una pizarra, la parte extranjera, para ponerle luego la traducción, y finis opus. ¡Con esto y mascullar la tabla en inglés (idioma que tenía allí la preferencia, por ser él medio inglesado), ya sabía usted un idioma! Y después, al patio los de la primera a pelar cañas y a fumar cigarrillos de La Habana. Buenos ratos; ¡vive Dios! que nos resarcieron de las pasadas crujías. 671
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Un rasgo gráfico para concluir con el capítulo de horrores de la escuela de antaño. Venía el maestro, por ejemplo, de casa de la maitresse a las once de un día de buen sol, de muy mal talante, o porque estuviese chispo, o porque se la pegaran o véase qué, como aquí decimos y deseando tener algún pretexto para desfogar su mal humor, cogía cualquier libro que a mano tuviera, lo abría al azar, y se ponía a dictar tres o cuatro páginas; luego cerraba el in-folio o el 4o. mayor y recomendaba que se trajesen sabidas esas páginas de memoria para las dos de la tarde; o que si no… Esto, en la estación calurosa y maleante de estos climas, durante los meses de julio y agosto, pongo por caso, a esa hora canónica, pesada y soporífera, como al fin hecha para bien comidos canónigos, y lección de memoria por añadidura, era empresa ardúa, como dijo un discursante en cierta ocasión solemne, leyendo un discurso que no era suyo. Los pobres muchachos llegaban a sus casas desalentados, condenados a muerte, y ni aún comían con el disgusto, el susto y otros consonantes, y en vano sudaba el meollo por encajarse en la cabeza aquellas páginas indigestas, producto infando del alcohol o las calabazas. Total, que desertaban los más a la hora de la prueba heroica, y los que se atrevían a arrostrar esa gimnástica del diablo, arrostraban con valor de mártir la soberana tunda que les tenía aparejada el inmoralísimo dómine; y porque pensar en saberse aquellas páginas era pedir guindas a la Tarasca. ¿Y los textos? ¡Los textos! Esta era la piedra angular de la institución. Sin los textos no podría concebirse la escuela de antaño: como que ellos eran la ciencia infusa, la pedagogía ¡qué sé yo! Y es lo bueno que para entonces ni textos había. Raros y de subido precio, como no se conocía otra librería que la de Sardá y llegaba un buque al año de España, que era de donde podían venir libros cabalmente los que podía consumir la actividad intelectual (y de los dedos) en los doce meses. Estos eran El Silabario, Elementos de todas las ciencias, el Rueda, Gramática de Ballot, el Fleury o sea Historia Sagrada, el Catecismo de Ripalda, etc. En cuanto a sistemas de enseñanza consistía en el deletreo y lectura de procesos para ejercitar al niño en descifrar caracteres enrevesados y en escribir palotes de gordo y de fino. La mitad del tiempo transcurría en este aprendizaje mecánico; aunque a decir verdad, salían buenos pendolistas, lo cual echan algunos todavía de menos. En materia de número, mucha tabla, quebrados, denominados, reglas de tres, de interés y compañía. La enseñanza religiosa que no debía faltar, so pena de atraerse el estigma de la autoridad eclesiástica y civil y a más el aborrecimiento de los padres y de los pontífices con levita, constaba de doctrina cristiana y rezos, y a veces de confesión y comunión por pascua florida. Un poco de mala geografía universal y en algún colegio nociones de la patria y ejercicios sobre el mapa, con mucho texto crudo de gramática castellana latinizante, y en una que otra escuela, los consabidos estudios de francés e inglés. Ya últimamente se enseñaba retórica en algunos colegios de mucho bombo y pocas nueces. Retórica ¡oh!… Por supuesto, la de Hermosilla, sin entenderse bien los mismos quedaban lo que ostentosamente llamaban la clase de literatura. Así pretendía un director de colegios, que sus alumnos más adelantados, con un tinte de gramática de Bello (que tampoco entendía el director) y la retórica susodicha, se ejercitasen en escribir ¡en escribir, señor! dándole temas fáciles. Y los muchachos, a quienes se les había indigestado la poca ciencia allí aprendida, ¡figúrese usted si estarían para literaturas! En fin, engañifa para todos los interesados, incluso el director. Pero ahí venían los exámenes. Preparábase la cosa con seis meses de antelación, para lo cual se adiestraban los muchachos en pintar letras en sus cuadernos, engalanados por la 672
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madre o la hermanita con cintajos de todos colores, seguros maestros y discípulos de que habían de quedar muy satisfechos los padres del progreso caligráfico de sus nenes. Item: se les hacía machacar algunas lecciones de memoria y repasar cuentas; y el día del examen se presentaban muy limpios y en orden, contestando como papagayos a lo que les preguntaban los que estaban en el secreto, y encogiéndose y callando como muertos si cualquiera otro les cuestionaba. Aquí estos versos de Ricardo Carrasquilla… Después, mucho beso y abrazo de los padres y enhorabuenas de los parientes, hasta el día de la repartición de recompensas en que vendrían los discursos soporíferos del director y de los ayudantes, incluso el del maestro de francés que pronunciaba como un chino Monsiú yapó (chapeau) y los preparados ad hoc en todos los idiomas vivos y muertos para que los recitasen pedantescamente los mocitos; y dulces y confites, y brindis y música y baile, y sonrisas frescachonas del director, y apretones de mano, y agur y hasta la vuelta. Esa candidez de nuestros padres hacía más estragos que la escuela. Creían a puño cerrado que lo que no salía de esos bancos, no salía de ninguna parte: que allí se formaba el hombre útil, el sabio, el carácter, el corazón, todo; y por consiguiente, que lo único de que habían menester sus hijos, para salir hombres completos, como los pueblos, era rigor, rigor y rigor. De ahí la idiotez del dómine, que como la sociedad, estaba dispensado de pensar sumido en tenebrosas preocupaciones y la más grosera ignorancia. Los padres se alegraban de que les agolpeasen a sus hijos, ¡tan maltratados siempre de razón como de carnes! “¿El maestro te pegó?” decían, pues arriba te voy a dar otra. ¡Aprender o soltar el cuero! Y cuando venía un muchacho con una oreja desprendida, abierta la cabeza o apostemado, entonces se encogían de hombros como ante los inescrutables designios de una Providencia, y a curar al muchacho, si este no se moría de las resultas como hubo casos. Y aquí termina ya este largo proceso de la escuela de antaño. ¡Más valía entonces nacer para carbonero! 1889.- Del manuscrito inédito, Biblioteca de E.R.D.
La hermandad de las ánimas Era de ver y oír aquello. Cuando aún hoy se puede formar triste idea del estado semi-colonial en que viven nuestras grandes poblaciones, sin contar el de semi-salvajismo en que yacen sumidas las de último orden, qué no sería entonces, cuando ni había una miserable candileja de éstas que ahora nos alumbran en las primeras horas de la noche como luciérnagas entre unas ruinas, ni rodaban muchos coches de los raros, monumentales y pesadísimos que algunos ricos poseían, ni tampoco tranvías, ni cosa alguna daba señales de vida culta y moderna; sino que todo tenía el sello inflexible de los tiempos coloniales, ¡con su reata de preocupaciones sociales y fanáticas creencias! Figurémonos aquellas costumbres, que no obstante, tenían mucho de sencillez y óptimo grado de honradez suprema. En el antiguo templo de San Nicolás, que, como todos saben, edificó la piedad o la presunción del Comendador Ovando, quien le dio su nombre, edificio hoy en ruinas que se ve al norte de la calle del Estudio, enclavado junto al antiguo hospital que se llamó del mismo modo, alineados ambos a la siniestra mano bajando de la cuesta de La Altagracia; hará unos treinta o cuarenta años, que los lunes en la noche reuníase un grupo regular de hombres 673
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de edad madura, de los de capa y espada, honrados ciudadanos a carta cabal, traficantes o artesanos muy dignos, en su mayor parte del pueblo. Eran personas todas de respeto, lo que no les impedía salir noche por noche a beberse las densas sombras que envolvían en tan benditas épocas la noble Ciudad Antigua desde el punto del toque de oraciones, que sea dicho de paso, rezaban muy devotamente con toda su familia poco antes de la abundante, sazonada y bien oliente cena criollesca, a buscar aventuras, la capa enrollada al izquierdo brazo y la esgrima de tres cuartas, pesada y tosca, de ancha taza y fuertes gavilanes bajo el mismo. Y acaecía que eran grandes cantadores y trovadores populares, que glosaban en porfía a lo divino y a lo humano y que por quítame allá esas pajas se cruzaban cristianamente buenos mandobles, sin que nunca se derramase una gota de sangre. Era, en suma, gente en regla, sin doblez ni egoísmo, hombres hechos de una sola pieza, y que en nada se parecían a los enfermizos y mal aconsejados ciudadanos de lo presente. El grupo que acudía los lunes en la noche al templo de San Nicolás componía la venerable Hermandad de las ánimas. Consistía su devoción en salir de allí al toque de las nueve para recorrer las desiertas calles. La hora era la más oportuna para provocar cierto religioso temor e infundir la devoción de que iban bien provistos; pues júzguese lo que serían para entonces esas tétricas campanadas de las nueve, cuando aún hoy es señal para recogerse la mayoría de las familias y para dar principio rezos piadosos, y hora en que comienzan los misteriosos miedos de la noche. Dadas las nueve, y apenas vibraban por la tranquila ciudad los acompasados, roncos y monótonos sonidos de las campanas de la Catedral, a dúo con las de otras iglesias, sin excluir las del mismo San Nicolás, cuando la Hermandad se ponía en campaña. Armábanse de sendos faroles recubiertos de hojalata picada que escatimaba la soñolienta luz de los cabos de cera, y ordenados en filas y precedidos de una esquila que manejaba uno de ellos que servía de guía, desfilaban así hasta llegar a la primera esquina. Entonces el de la esquila daba tres golpes tristes y fúnebres y gritaba a grito pelado para que toda la rezadora manzana se previniese, con voz cavernosa de bajo profundo que ex-profeso se guardaba para esas solemnidades: Un padre nuestro y un avemaría para las benditas ánimas del Purgatorio. Quilín, quilín. E inmediatamente la procesión respondía en tono más bajo, pero sacando la más profunda y cavernosa voz que podía, lo que la asemejaba a un enjambre; Padre nuestro &. Quilín, quilín, seguía sonando la fúnebre esquila, y seguía repitiéndose el piadoso ejercicio en todas las esquinas. Muy conforme con las sanas costumbres y prácticas de entonces, la cosa no tenía de malo sino que azoraba de un modo horroroso a los pobres niños, que oír la esquila y, el confuso retumbar de las roncas voces y meter las orejas en el regazo maternal o en las sábanas era todo uno. ¿Y qué? de menos se asustan los hombres de hoy. Dicen que era curioso el aspecto de aquellos buenos viejos. Bien rebujados en su capa, o cruzada oblicuamente sobre el pecho, destocados, y los que no tenían algunos mechones de pelo que exponer al relente de la oscurísima noche, cubriendo sus venerables calvas con un pañuelo de los buenos de Madrás o con un gorro de dormir de seda negra, que era cosa que todo el mundo gastaba; iban con mesurado paso recorriendo sus estaciones, muy penetrados de que hacían una obra de misericordia. Lo cual, al decir de las crónicas, no quitaba que, terminada la procesión, y dejados faroles y esquila en alguna capilla de la supradicha iglesia, de esa hora en adelante envolviesen 674
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su capa sobre el brazo izquierdo sin temor ya al sereno ni a las ánimas del Purgatorio ni del rey abajo a bicho viviente, y puesta la de ancha taza bajo el brazo, se largaran a buscar velorios y aventuras, o a discurrir cual pacíficos fantasmas por entre las sombras espesas de la muy noble villa. ¡Buena vida! voto va! buena vida la de aquellos tiempos y aquellas Hermandades. Enero de 1889. (EL TELÉFONO, S. D., n.o 318, abril 28 de 1889).
Cosas del tío Perete El tío Perete había nacido en el año de desgracia de 1801, en los momentos en que el Gobernador de la parte española, don Joaquín García, por miedo o exceso de debilidad, franqueaba la entrada de la ciudad al ogro de Occidente, al invasor Toussaint Louverture; de manera que el primer grito que anunció la venida al mundo del tío Perete se confundió con los gritos de esta sociedad atribulada por tan infausto acontecimiento; tenía pues el tío Perete en la época en que le conocimos, 15 de febrero de 1886, ochenta y cinco años, y no obstante su edad octogenaria era de una naturaleza privilegiada, conservaba íntegras todas las facultades de su espíritu.* El tío Perete era un archivo viviente, un antropologista, pues conocía las familias española, la francesa y la haitiana que representan tres dominaciones distintas en esta tierra, después de extinguida la generosa y valiente cuanto infortunada raza de los aborígenes, sin contar con la anexión a la metrópoli española realizada en 1861, ni con las innumeras revoluciones que han surgido en el país después de la gloriosa epopeya continuada en la célebre montaña de Capotillo; revoluciones que hasta ahora no han tenido más justificación notoria que mudar de hombres. El tío Perete, personalidad distinguida, inspiraba respeto; era la representación de todo un período histórico: alto de estatura y flaco como espátula de boticario, cara ovalada con pómulos sobresalientes; frente espaciosa donde principiaba una ancha y reluciente calva; ojos pequeños y vivos que se movían intranquilos dentro de su órbita; nariz a guisa de pico de águila, que sostenía enormes antiparras, y boca bastante deprimida por falta de los dientes; el tío Perete no era lampiño, pero su rostro estaba siempre terso, gracias a la diestra mano de un Fígaro que lo afeitaba tres veces por semana. Nuestro personaje en eso de modas era un rezagado de nuestra época culta y elegante, vestía con arreglo al figurín del año 1811, en que reinaba el amado monarca Fernando VII, el deseado; camisa blanca con gregorillo de fina batista y de cuello largo y puntiagudo; oprimía su garganta enorme corbatín que asemejaba más a dogal de ajusticiado que a prenda de adorno; pantalones estrechos como fundas de quita-sol; zapatos de paño, corte bajo, levitón largo y abrochado a usanza de cofradía, sombrero alto de pelo negro, y un bastón que habría causado celos al mismísimo Hércules. Como buen católico la ocupación diaria del tío Perete, era por la mañana asistir a misa y a todos los oficios de la iglesia; por la tarde se le encontraba en la alameda sentado próximo a la peña conocida con el nombre del Púlpito, contemplando el mar y entretenido con los pescadores de caña que concurren a ese sitio con extrema regularidad; ahí le conocimos; *Este artículo apareció en EL Teléfono, S. D., en mayo de 1889, con el seudónimo de Nemófilo. No tenemos la certeza absoluta de que sea de Penson. En el mismo periódico, edición del 3 de junio del citado año, apareció otro artículo con igual título. Comienza “Buenas tardes…”.
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ahí oímos las primeras relaciones tradicionales de esta isla hechas por ese hombre reliquia, oráculo de un siglo, historia viva de casi dos generaciones. —¡Santo Domingo! exclamaba con tristeza el noble y venerable anciano, quien te conoció y te ve ha de perder el juicio si no tiene fuerza de voluntad bastante para sobreponerse a las evoluciones del tiempo. ¡Qué cosas, señor, pasan en esta bendita tierra… ¡y yo vivir para presenciarlas! Supónganse Uds., –nos decía a varios jóvenes– que allá en mis días, en mis mocedades, Santo Domingo era el pueblo modelo por sus austeras costumbres, por sus hábitos sencillos, y porque sus moradores eran pacíficos, ejemplos de honestidad y de virtudes. ¡Cuán distinta de aquella que fue Primada de las Indias y nuevo areópago del saber humano! Entonces no había alambres habladores que divulgaran el pensamiento de un polo a otro polo, ni tranvías tirados por caballos escuálidos que se mueren de inanición; ni esos libros que hablan de astronomía, de las pléyades, del cinto de Brión, de Venus, de Marte, y de estrellas fijas y de estrellas de primera magnitud; ni de líneas mixtas y quebradas, ni de ángulos ni de terrenos volcánicos y de aluvión; ni de derecho constitucional; entonces no había tales libros y si los había, ocultos estaban a las ávidas miradas de los profanos; pues nunca los leí ni ninguna persona docta me hizo referencia de ellos; y sepan Uds. que yo tenía intimidades con su Sría. Ilustrísima, con los canónigos y los frailes dominicos que eran hombres de mucho saber y de grande fama. Yo veía ahí en ese cielo límpido y azul en noche clarísima a los tres reyes, los ojitos de Santa Lucía, las siete cabrillas, el lucero del alba: hablábamos de líneas rectas cuando el hombre era honrado y cumplía con sus deberes; al perdido, al licencioso le decíamos, ese va por línea torcida: llamábamos terrenos fértiles cuando era mucha y exuberante su producción y estériles a los que nada producían. Constitución no conocí otras que la del año 12, y después ¡qué vergüenza! la de Musié Boyer. No había escuelas normales donde se enseñara como hoy tanta ciencia, que parece imposible que una inteligencia en las primeras purísimas arborescencias de la vida, pueda aprender en tan corto período tantas cosas. Las niñas no aprendían más en las escuelas, y eso con mucho recato, sino a leer y escribir, religión y moral, indumentaria de oficios domésticos; pero eso sí, eran buenas esposas y mejores madres de familia; virtuosas a carta cabal. No vestían con ese lujo deslumbrador y costoso, tormento de padres y ruina de esposos. Los bailes eran modelos de moderación y de buen gusto; la mujer podía lucir su gentil y esbelto talle, sus contornos estéticos, su diminuto pie en el majestuoso minué, en la difícil y agraciada contradanza. No se conocían las voluptuosas y pecaminosas danzas, que es lo único que se baila hoy desde que se comienza la fiesta hasta que termina. ¡Ya se ve, no existen maestros de baile como en mis primeros juveniles años! Los jóvenes mis contemporáneos tenían esmerada educación, se disputaban corteses el obsequio así a las damas como a los caballeros respetables y extranjeros; los niños, esos muñecos llorones, no invadían los salones, ni faltaban al respeto y a las merecidas consideraciones que se debe tributar a las damas; jamás solicitaban la pareja con que bailaba un caballero. ¡Oh amigos míos, aquellos tiempos de ventura pasaron… no volverán! ¿Qué joven se atrevía a solicitar como ahora ningún destino público? Para ser empleado de cuarto orden era preciso antes, además de tener veinte y un año, aptitudes y valiosas recomendaciones; ingresar en la carrera de hacienda, administrativa o municipal de escribiente 676
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cuando más, y después ascender por rigurosa escala, si sus antecedentes le hacían acreedor a gozar de esa prerrogativa. En el foro ¡oh! en e] foro era diferente; para ser Juez… era indispensable vestir la toga y tener de ejercicio profesional, cuando menos, diez años. Hace cuatro días que estaba sentado en uno de los bancos de la plaza de armas, cuando vi pasar a un jovencito, hombre en proyecto, de cara limpia sin seña siquiera de bozo, vestido de rigurosa etiqueta que se dirigía al augusto Santuario de las Leyes; la curiosidad, consejera fatal, tentación peligrosa, causa de la tragedia paradisíaca me hizo preguntar a un caballero que estaba a mi lado ¿quién es ese niño tan lujosamente vestido? Ese no es un niño, nos respondió, es un Señor Diputado… ¿Diputado? ¡pues si es capaz de jugar todavía el trompo y a los mates! —Pues tío Perete, es Diputado y con aspiraciones a Ministro. —En mi época había pocos escritores, pero todos eran de galano estilo, de forma correcta y usaban las palabras con exacta propiedad. Qué escritor por novel que fuese confundía vocablos, ni tratando por ejemplo del censo de una ciudad decía: se pone de manifiesto en un estado censorio, equivocando la palabra censo, que así se llama el padrón o lista de una población y su riqueza, con la palabra censura que en buen castellano es lo que significa censorio; ni constatar, término francés, por hacer constar que es la frase castiza; ni aquello de una población es más intensa que otra; vamos, en mi época se escribía castellano puro. ¿Quién, señores, se atrevía a usar pistolas? Nadie, absolutamente nadie, si alguna persona tenía que emprender viaje, llevaba un par de pistolas de arzón para su defensa nada más, por si en el camino pudiera salirle al encuentro algún malhechor, que era difícil. El hombre si salía tarde de la noche llevaba la caballerosa e hidalga espada, no como ahora que el revólver es una pieza necesaria, como el sombrero y los zapatos. ¡Asesinato! el ánimo se sobrecogía de espanto cuando había algunos de esos incidentes funestos; mi madre (que en gloria esté) me refería que fue día de tristeza y de dolor el que sucedió a la noche de la muerte dada al presbítero Canales por el célebre Juan Rincón. Pero hoy, vivo horrorizado. ¡Qué país! está desconocido, completamente desconocido. —Tío Perete, le arguyó uno de los jóvenes, he oído cuanto Ud. ha dicho y sólo en un punto estamos de acuerdo, en lo demás no, absolutamente no. El telégrafo, el vapor, el tranvía, tío Perete, son los frutos sazonados, las primicias fecundas de la civilización del prodigioso siglo diez y nueve. El hombre en su afán de perfeccionar su espíritu, de conocer el origen de los mundos, que fue un misterio para las generaciones del pasado, ha escalado el firmamento y ha estudiado a los astros, viajeros vagabundos del espacio, y sabe con perfección el trayecto que recorren, a dónde van, y cuándo vuelven, y le ha dado nombre a esas minadas de estrellas; después ha bajado hasta las más profundas excavaciones para estudiar las capas de la tierra, su calidad, su manera de crecer, y cómo se forman esas moles gigantescas que se levantan con gallardía hacia lo infinito. Esas ciencias, astronómica y geológica, han dado solución a grandes problemas que fueron el tormento durante muchos siglos de cabezas privilegiadas. La astronomía, la bellísima ciencia, la ciencia de la armonía universal; las matemáticas, ciencia de la verdad absoluta, revelan a Dios en la plenitud de su grandeza, en la omnipotencia de su poder. El derecho Constitucional, es la ciencia que organiza los Estados, el establecimiento de los poderes públicos; el que consagra las garantías de los ciudadanos. 677
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El que distribuye las funciones públicas, y ha constituido ese sistema de gobierno admirable que se llama democracia, que ha formulado la gran ley de la igualdad humana tan espléndidas las conquistas de la civilización, que a pesar de Hobbes, el hombre no es lobo del hombre, sino el semidiós de la creación. ¿Se asombra Ud. porque el joven adquiera conocimientos amplios y profundos en todos los ramos del saber humano en tan corto tiempo?, pues cese ese asombro. Hoy existe un método de enseñanza lógico y racional, claro y preciso que no produce confusión de ideas en las tempranas inteligencias; hoy se enseña a pensar. Los maestros aprenden enseñando, y enseñan aprendiendo. Esta serie de métodos oscuros y complicados han caído ante Pestalozzi. Por esa circunstancia ve Ud. una pléyade de jóvenes que a los 18 años han adquirido un grado de instrucción que no alcanzaban ante los jóvenes de 25 años; el título de maestro no es un galardón al favor, sino una recompensa a la justicia. Que la mujer se instruya es preciso, ¿no está llamada a ejercer la más grande y la más augusta misión? ¿No es ella la sacerdotisa del hogar? ¿No es la madre la que debe formar el corazón del hijo en las fruiciones del amor santo, y la conciencia en el deber inflexible que contrae el hombre desde el instante que nace para con Dios, para consigo mismo y para con la patria? Pues bien, tío Perete, mientras más instruida sea una madre, mejor cultivará la inteligencia del hijo, mejor lo educará para el ejercicio de la ciudadanía, mejor para que sea, dentro de la sociedad, hombre de su propio derecho, amante al trabajo que independiza la conciencia, y moral para que ame el trabajo. El cristianismo rescató a la mujer hetaira, la ciencia ha elevado purificándola, a la mujer esposa, a la mujer madre. Es verdad que hay hombres bastante audaces que injurian el idioma, y maltratan el periodismo haciéndolo el órgano de sus malas pasiones y de sus dislates; pero existen periodistas que manejan con gentileza la pluma, que escriben artículos que, como la luz, iluminan entendimientos, que censuran con independencia los actos malos, y son obreros de bien y de verdad. Sólo en un punto estamos de acuerdo, en la corrupción de nuestras costumbres; en esa enfermedad que existe en todas las esferas de nuestra sociedad; y eso depende del medio en que se agita la familia dominicana. Esos crímenes que horrorizan tienen su origen en que no hay organización, en que se ven con indiferencia esos atentados contra la seguridad individual, atentados que muchas veces quedan impunes y la impunidad alienta el crimen, lo fomenta. La vagancia de esos niños que no tienen ocupación alguna es un estímulo para el vicio y el vicio conduce a un abismo, sí, ¡a un abismo sin fondo! ¡Crea los grandes criminales! Pero a pesar de nuestro estado de desorganización no hay que desesperar; el progreso hace milagros, y el progreso se impone con fuerza en la República; dentro de diez años habrá cambiado la faz de Santo Domingo. —Ud. lo cree así, contestó el tío Perete, pero yo no apaciento en mi alma tan risueños ideales; yo moriré pronto sin que pueda vislumbrar en mis sueños como Jacob, la escala misteriosa y en ella como promesas de redención la fe, la esperanza y la caridad. —Se equivoca Ud. tío Perete, es preciso tener fe en el progreso y en la ciencia, esperanza en esta generación pujante por instruida que se levanta para realizar en lo porvenir los mejores destinos de la patria, esa generación, tiene la caridad, es decir, el amor ardiente, el amor patriótico de reconstituir auxiliada con los elementos que ofrece el progreso y la ciencia, a esta sociedad a fin de que sea lo que V., dijo al comienzo de su relación, una Sociedad modelo, Areópago del saber humano. 678
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FRANCISCO XAVIER ANGULO GURIDI1 1816-1884 Nació en la villa de Santo Domingo el 3 de diciembre de 1816 y murió en San Pedro de Macorís el 7 de diciembre de 1884. Hermano del notable publicista Alejandro Angulo Guridi, fuera de nuestro país tenido por muchos como chileno, en razón de que su importante obra Temas Políticos fue impresa en Chile. Francisco X. Angulo Guridi fue el primer hijo de Santo Domingo que publicó un libro de versos en que aparece tema dominicano, Ensayos Poéticos, publicado en Puerto Príncipe, Camagüey, en 1843. Vivió gran parte de su mocedad en Cuba, adonde se refugió su familia con motivo de la invasión haitiana de 1822. Allí estudió y fue periodista. Colaboró en los periódicos La Prensa, Brisas de Cuba, Alborada de Villa Clara, Revista de La Habana. Antes de establecerse en Cuba la familia Angulo Guridi vivió en Puerto Rico. Al regresar a su Patria, en 1853, la saludó con su poesía A la vista de Santo Domingo, en la que figura este celebrado serventesio:
Quien te dijera, ¡oh Grecia! que algún día, modesta virgen de la indiana zona su delicada frente adornaría con el mismo laurel de tu corona.
En su tierra natal fue activo político y periodista, Senador, Catedrático. Escribió algunas novelas y tradiciones de asunto local: La fantasma de Higüey, publicada en 1857, que trata de las hazañas de los filibusteros en la Isla; La campana del higo, La ciguapa y Silvio, impresas en 1866, en libro, y por entonces como folletines del periódico El Tiempo. Para el teatro escribió el juguete cómico –drama nacional, le llamaron– Cacharros y Manigüeros, en tres actos y en verso, relativo a la guerra de la Restauración, en la que tomó parte: los cacharros eran los españoles; manigüeros, los dominicanos: fue estrenado en Santo Domingo el 11 de octubre de 1867, junto con Los apuros de un destierro, en un acto y en prosa. De la misma época es su drama caballeresco El Conde de Leos, muy aplaudido en su estreno en Santo Domingo, el 3 de mayo de 1868. También se estrenó en ese día su graciosa pieza cómica Don Junípero. Su pieza teatral más conocida es el drama Iguaniona, publicada aquí en 1881. Es, puede decirse, el precursor de José Joaquín Pérez en nuestra poesía indigenista. Dejó un libro de poesías, inédito, en el que figura el largo romance histórico Talebard. “Trovador, a veces simple versador, de gran facundia, a veces de alta fantasía, pero de poco sentimiento”, le juzga Penson. A pesar de su vida azarosa, errante, acosado por persecuciones y exilios políticos, trabajó incansablemente. Fundó aquí y en Santiago importantes periódicos, de interés político y literario. Publicó en 1866 su Geografía de la Isla, modesto comienzo de los estudios geográficos en la República, proseguidos por F. A. de Meriño, C. N. de Moya y C. A. Rodríguez. En tiempos de la Anexión a España, en 1861, en La Habana, en colaboración con A. Stanislas dibujó un mapa de la Isla. En su periódico El Sol, n.os 8-12, de febrero de 1870, publicó Un episodio de la Restauración; en El Dominicano, en febrero de 1874, publicó El dolor mata, leyenda histórica de la Restauración; y Recuerdos de Palo Hincado, episodio histórico, reproducido por el Dr. Alfau Durán, con erudita nota acerca de Angulo Guridi, en Clío, S. D., n.o 89, de 1951. Se reproducen ahora dos obras de Angulo Guridi, La Campana del higo, que él llamó tradición dominicana y La ciguapa, que calificó de novela, pero que es más bien una tradición, de las más curiosas de nuestro folklore. 1 Ver Rafael A. Deligne, Javier Angulo Guridi, estudio crítico, en Letras y Ciencias, S. D., Nov. 30 de 1894; José Castellanos, Lira de Quisqueya; Max Henríquez Ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana; A. Cometta Manzoni, El Indio en la poesía de la América española, Buenos Aires, 1939, p.185; Dr. Joaquín Balaguer, Los Próceres escritores, B. A., 1947, p.204. En nuestra obra Próceres de la Restauración, S. D., 1963, hay una extensa noticia biográfica de Angulo Guridi. Consta ahí que el poeta prestó excelentes servicios a la causa restauradora y que firmó el Acta de Independencia de 1863.
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La campana del higo Tradición dominicana
Era el… de 1514. Los honrados y alegres habitantes de La Vega Real se levantaron con el más hermoso día de cuantos lucieran hasta entonces en la romántica Quisqueya para celebrar la fiesta de su Santísima Patrona. Infinidad de banderas suspendidas en altas varas de bambú se destacaban así de las boca-calles y de las azoteas de las casas como de la torre de la iglesia, batiendo inquietas a impulsos de la brisa, y entre las espesas nubes de humo que desde los pedreros y las carabinas corrían a desvanecerse en el vacío. Ni una sola ventana se descubría desnuda de la ritual cortina de damasco labrado, ora azul o amarilla, ora punzó: ni una esquina en que no se viera enclavada la gallarda palma, ni una casa, en fin, de cuyo interior no saliesen torrentes de armonía producida por flautas y guitarras, acompañando dulcísimas canciones. Los muchachos, heraldos de todos los festejos, corrían en oleadas, disparando profusión de cohetes al son de estrepitosos gritos: los jóvenes regateaban sobre caballos ligeros como el pensamiento, ya cubiertos de polvo y de sudor; y las vírgenes, agrupadas en las puertas, aplaudían a los vencedores, y se recordaban las alegrías prometidas en el baile dispuesto para la noche, después de la salve, o se cambiaban dulces y sonoros besos de concordia. Era, pues, uno de esos días particulares y solemnes en que los pueblos asocian lo religioso a lo profano en la efusión de los regocijos, pero siempre contenidos en la respetuosa órbita del orden; uno de esos días en que los deberes públicos gozan de tregua sin provocar el escándalo; en que la libertad de acción despliega todos sus recursos, sin merecer por ello el siniestro nombre de licencia; por último, uno de esos días únicos, exclusivos, y al mismo tiempo suspirados, en que la prudencia se disfraza con el traje de la locura, la temperancia con el del abuso y la debilidad con el de la fortaleza. Porque es evidente que ni el octogenario se excusa entonces de tomar asiento en la gran rotunda de la alegría común, so pena de una multa pecuniaria para dar con ella doble esplendor a los festejos, o de una burlona cencerrada; cuyo eco lo apaga sólo, aunque más tarde, el sufragio de un baile, o de un banquete. La Vega en ese día parecía dispuesta a sellar su fama de rumbosa y entusiasta, fama que le acordaban sin violencia los otros pueblos de la jurisdicción, y aún los de su provincia rival, o sea Santiago. Así, pues, la noticia de sus fiestas se repartió por unos y otros despertando en todos igual entusiasmo, y desde las primeras horas de la mañana comenzaron a entrar en la ciudad interminables pelotones de caballerías conduciendo jóvenes de ambos sexos que, apenas se les columbraba atravesando el manso río Agua Santa, cuando eran objeto de salvas atronadoras, de músicas, de coros verdaderamente infernales, de palmadas y de rechiflas que concluían en abrazos y besos cariñosos. El Cura de la parroquia, que era al mismo tiempo el ídolo del pueblo, estaba frente a la puerta principal del santo templo, o, mejor dicho, en la plazuela, dirigiendo a varios hombres que allá en lo alto colocaban la gran culebra de fuego que había de quemarse al terminar la salve. Era este señor como de cincuenta años, y la dulzura de su rostro sólo pudiera compararse a la que pinta el del niño cuando acaricia su madre. Llamábanle el Padre Eduardo, y queríanle entrañable y doblemente, es decir: como ministro de Dios y como hombre; porque sensato y exento de extravíos, lejos de ganarse la devoción de sus feligreses por el desfiladero peligroso del fanatismo, o de las inconducentes amenazas, era señor de sus corazones y dirigía 680
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sus conciencias con las suaves bridas de un amor purísimo, con la predicación de doctrinas que persuadían sin violentar, y con el ejemplo de virtudes que en la práctica marchaban por un rumbo muy opuesto al de la ya desprestigiada hipocresía. Los grupos de regateadores pasaban por la plazuela en sucesión fatigadora, oyendo siempre los consejos con que el Padre Eduardo quería convidarles a que moderasen la carrera, temeroso de alguna catástrofe; pero en el delirio del triunfo librado a los esfuerzos supremos de sus corceles, poco caso hacían de los avisos. Los labios del sacerdote murmuraban entonces una brevísima oración, y seguían trasmitiendo órdenes a los hombres que se hallaban ocupados en la torre. Serían, pues, como las cuatro de la tarde cuando rendidos de cansancio los jinetes marchaban a sus hogares por la misma plaza de la iglesia. —Al fin –les decía el Padre Eduardo con su habitual mansedumbre– la falta de fuerza os restituye el juicio. —En efecto, querido Padre –le contestaban todos– pero en la mesa recuperaremos ahora nuestros bríos. ¡Ea! Venid con nosotros. —No es posible porque hago mucha falta aquí; sin embargo, os agradezco la invitación con toda el alma. Siguieron aquellos su camino. —Dos hombres a caballo se detuvieron pocos minutos después delante del sacerdote. El uno era joven y estaba elegantemente vestido; el otro, como de cuarenta años, cargaba el modesto traje del campesino. —Señor Cura, dijo el primero, vengo a obtener una respuesta concluyente. —Hijo mío –repuso aquel con dulzura– mi respuesta de hoy es la misma de siempre. El semblante del joven se contrajo. —Repetídmelo –añadió– porque las razones en que os apoyáis me parecen controvertibles, y en este caso la discusión pudiera conduciros a la reforma que apetezco. —Mis razones son hijas de mi deber como ministro del altar, y no se prestan a reformas que no partan, cuando menos, de la Diócesis. —¿Con que… no me casáis, entonces…? —Hijo mío, yo no puedo casarte con una hermana de tu difunta esposa, viuda de un hermano tuyo; y que además te ha bautizado un niño, sin que obtengas las dispensas necesarias. Mis facultades no alcanzan a tanto. —Pero no tenemos vacante la Mitra? —Desgraciadamente es así. —Y bien ¿qué remedio me queda? —El de encaminar tus súplicas a Roma. —Pues… así lo haré: entre tanto dirigid las vuestras al cielo… Y arrimando la espuela al vientre del caballo desapareció de aquel círculo hervoroso de cantos, detonaciones y armonías, para sepultarse entre la tupida arboleda que se agrupaba a las márgenes del río. El Padre Eduardo le seguía tristemente con la vista y murmuró cuando se ocultaba: ¡Cuán afligido lleva el corazón! ¡Ni aún ha mirado al pueblo en el día de sus regocijos… ! Luego: volviéndose al campesino: —Y bien, hijo mío, exclamó: –¿qué me quieres? —Señor cura… mi mujer está enferma y quiere confesarse esta tarde. 681
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¡Oh! Eso es muy justo. En seguida dio orden a los operarios para que bajaran de la torre, puesto que habían concluido de colocar los fuegos, se embonó el hábito en la sacristía, y acompañando al campesino que entre tanto le había ensillado un caballo, salió del pueblo y atravesó el río orando a media voz. Las canciones habían cesado en el pueblo; pero en cambio sus moradores improvisaban redondillas análogas alrededor de las mesas, chocaban copas y se regalaban recíprocamente bocados de manjares exquisitos con todos los golpes de la galantería más esmerada. Y seguían por las calles las gritas de los pilluelos, de esas naturalezas inenarrables, como dicen los franceses, o de esas especialidades, como decimos nosotros, que inauguran las fiestas, y las presiden, y las acompañan hasta apagar la última luminaria y recoger el último vagido. Y seguían las explosiones de la pólvora, estremeciendo los edificios en sus sólidos cimientos, y suspendiéndose nuevas banderas al aire; y se barrían las calles, y se cubrían de sillas para salir más tarde a tomar en ellas el aromático café y el rico andaya. Una hora habría transcurrido desde que los habitantes de La Vega se dieron a las delicias del banquete, cuando un caballo enjaezado, pero sin jinete, y todo tinto en sangre, entró a escape por la calle principal, no parando hasta la plaza de la parroquia, al mismo tiempo que la campana mayor daba tres golpes con una lentitud horrible. —¡Los santos óleos!… exclamaron al oírla todos los vecinos. —¡Omnipotente Dios!, salió gritando por las calles el aterrado Sacristán: –¡la campana sola, señores! ¡ella! ¡mirad la llave del campanario!… Ella sola pidió los santos óleos… ¡Pero qué veo! ¡Aquel caballo ensangrentado es el mismo en que nuestro párroco salió hará una hora a recoger las últimas palabras de una moribunda!… ¡Oh! …¡Lo han asesinado!… ¡Sí!… ¡Lo han asesinado! Y corriendo adonde estaba el animal cabalgó con la agilidad de un loco, y se lanzó camino del río, seguido de la juventud que aún mantenía ensillados sus bridones. Tristes quedaron las vírgenes del pueblo, llorando amargamente aquel suceso, que envolvía en una nube de luto sus ilusiones más hermosas; mientras los ancianos, agrupados con espanto en la plazuela de la iglesia, no acertaban a construirse el fenómeno de haber sonado tres veces por sí sola la campana, sino era colocando el hecho en el catálogo de los milagros. El tiroteo cesó como por encanto: rodaron hasta el suelo las banderas, se recogieron una por una las cortinas, volvieron las sillas a su lugar común, y a sus chozas los pilluelos. Era ya la noche: un grupo muy compacto de personas venía del lado del camino que conduce a Moca. El Gobernador de la provincia salió a su encuentro, asistido del Alcalde y del Notario, y así como estuviera a voz les interrogó de esta manera. —Decidme, señores, ¿nuestro buen Cura es el herido? —¡El mismo! –respondieron todos a la vez. Apresurando entonces el paso llegaron hasta el grupo. La luna, entera y limpia, proyectaba el más hermoso de sus rayos sobre la pálida frente del venerable sacerdote. —¡Padre mío! exclamó el Gobernador, todo conmovido. —¿Qué me queréis… excelente amigo?, contestó con trabajo el Padre Eduardo. —¡Ah! ¿Respiráis todavía? ¡Loado sea el Señor! –¡Per omnia secula seculorum! dijo el herido con solemnidad. —¡Amén! –respondieron todos en coro. 682
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—Y bien, ¿quién os hirió…? —Señor, lo ignoro… —Un hombre, sin embargo, salió con vos de La Vega… —Cumplida mi… misión… ese hom… hombre… me acompañó un… un buen trecho… luego… se… se retiró… La herida… fue… Y el sacerdote se desmayó. Los que le cargaban y los que le custodiaban redoblaron el paso, entrando en el pueblo como en una procesión, es decir, silenciosos y compungidos. Después de varios pareceres sobre el local a que habrían de conducir al moribundo párroco, se resolvió que fuera a la morada del Gobernador. Entraron, pues, en ella; y colocándole en un catre de viento se arrodillaron en derredor, mientras el resto de la asombrada población invadía la casa, toda ávida de contemplarle en sus últimos momentos. Entre tanto el campesino volvía a La Vega. Un hombre cubierto hasta los ojos con su capa, y que marchaba en dirección contraria le interpeló de esta manera. —¿A dónde vais, Sanabria? —Señor, mi esposa ha muerto en esta misma hora y corro a preparar su entierro. —Pues volved grupas, amigo mío: nuestro amado Padre Eduardo ha sido mortalmente herido cuando también habrá una hora que cruzaba este camino. —¡Cielos!… –exclamó Sanabria; y contra el precepto del desconocido se lanzó a escape. Aquella voz no le era extraña; de modo que dando crédito al aviso apenas entró en el pueblo se encaminó al alojamiento provisional del Padre Eduardo, al que llegó cuando éste decía trabajosamente “¡Hijos… míos!… recibid… to… todos mi ben…dición!” —¡Padre cura!, gritó Sanabria, abriéndose paso hasta el mismo lecho de muerte: – yo quiero algo más que vuestra bendición…! Conmigo saliste sano y risueño de esta ciudad, y habéis vuelto solo, pero agonizante… ¡Declarad aquí, por la gloria de vuestra alma, cómo se llama el asesino! —No se llama… Sanabria. —¡Respiro! –dijo éste con solemnidad. —¡Su nombre! –repuso impaciente el Gobernador. —¡Me… me hirió por… la espalda…! Las campanas comenzaron a herir el viento con el doliente toque de agonía… —¡Otra vez! –exclamó el Sacristán temblando de pavor:– he aquí la lleva de la torre… ¡y sin embargo, suena la campana; suena…! Escuchad. También el Padre Eduardo la oyó: sus labios sonrieron, murmurando el sublime Pater in manus tuas commendum spiritum meus, cerró con tranquilidad los ojos, ¡y su alma se remontó a la mansión de los ángeles…! Un temblor prolongadísimo se percibió instantáneamente, produciendo en los habitantes de La Vega el espanto de la muerte. La luna huyó del mundo: las nubes bajaron hasta tocar en las almenas de las azoteas; los árboles de las inmediaciones batían y mesaban sus copas con estrépito hasta arrancarse de raíz; las casas se derribaban sepultando cuanto se encontraba en su interior; la tierra oscilaba, se cuarteaba, abría bocas inmensísimas, y precipitaba en sus entrañas palpitantes todo lo que encontraba al paso. Gritos de desolación, lamentos de los heridos en aquel desconcierto de la naturaleza, el río que roncaba al precipitarse en los abismos imponderables de su nuevo incierto curso, los silbidos horrísonos del viento corriendo miles de leguas por segundo, ¡ay! todo parecía anunciar que la hora solemne del exterminio universal había sonado en la invisible péndula del tiempo. 683
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—¡Misericordia! gritaban sin consuelo las mujeres arrodilladas en medio de las calles a efecto de las trepidaciones irresistibles de la tierra: ¡Misericordia! Y los hombres, corriendo sin tino, para caer y volverse a levantar, respondían a la plegaria con estas palabras: —¡Es el terremoto! Encomendemos al Cielo nuestras almas, porque no hay salvación sobre la tierra… Sanabria, que a las primeras indicaciones del terremoto había salido de la casa del Gobernador y montado en su corcel, se destacó por la sabana con los cabellos derechos de terror, pensando en la aflicción que devoraría entonces el alma de su única hija, niña de ocho años, al verse sola en una casa de campo y al lado de una anciana hermana de él mismo mientras se operaba aquel fenómeno. Dominado por esa idea, y a pesar de la oscuridad que le rodeaba, clavaba sin compasión los ijares del caballo, por manera que pronto atravesó el hermoso río, no sin peligro de que se hubiese sepultado en sus corrientes y entró por la misma arboleda en que habían herido al virtuoso sacerdote. Un estremecimiento súbito agitó hasta el más débil de sus músculos, mientras el caballo lanzando roncos resoplidos, detuvo la carrera indiferente al dolor que la espuela le causaba en sus costados, verdaderos manantiales de sangre. La tierra en aquel momento dio una fuerte sacudida, haciendo que jinete y cabalgadura se desplomaran a la vez: un relámpago vivísimo cruzó el espacio… Sanabria paseó en derredor sus atónitas miradas, y a la luz del meteoro descubrió un objeto pequeño, pero en parte muy brillante. Acercóse a gatas, porque la tierra no le permitía mantenerse derecho, le tomó en sus manos, y volviendo a montar desapareció. Entre tanto la ciudad de La Vega se había destruido totalmente. Sólo escaparon algunos de sus habitantes, dos paredones de la iglesia que aún existen en pie, una de las campanas de ésta, enganchada en la horqueta de un árbol corpulentísimo llamado Higo, donde sin duda la arrojó alguna columna del vigoroso viento que soplaba, y las robustas murallas de un Castillo. Todo lo demás quedó convertido en una vasta tembladera. II
Doce años después de los dolorosos acontecimientos que se dejan referidos, se levantaba la nueva ciudad de La Vega en un pintoresco llano que se encuentra al S. E. del río Camú; siendo la mayor parte de sus edificios sumamente humildes, antes que por falta de elementos para darles la elegancia y solidez necesarias, por el temor justificado de un nuevo desconcierto. En efecto: desde esa fecha a la presente sólo se construyen casas de tablas de palma y guano, salvo alguna excepción muy señalada. Así, dado caso que se repitan, como aconteció en 1842, esas escenas indescribibles en que la naturaleza parece que pierde el equilibrio y amenaza consumar un homicidio gigantesco, ni los derrumbamientos producen en la humanidad tantas catástrofes con el peso de sus grandes masas, ni los que sobrevivan tienen que unir a las lágrimas de la conmiseración las de una ruina absoluta que trueca en líquido y vaporoso humo sus haberes. Los fundadores de esta nueva ciudad, en su mayor parte restos de la antigua, vivían (como viven hoy) consagrados al culto de todas las virtudes, no sólo porque ellas han sido siempre la brújula del dominicano en general, sino porque de este modo y en cualquiera emergencia sobrenatural, jamás les abandonaba la dulcísima esperanza de merecer en la otra vida el galardón y descanso que sobre la tierra puede decirse son delirios. Y como la pureza de las costumbres entra por mucho en la virtud, y como ellos las observan a cual más y mejor, resultó que todos constituían una familia; no oyéndose jamás una desavenencia, 684
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una queja o una frase disociadora entre algunos de sus infinitos miembros, la cual viniese a tender una sombra sobre el tranquilo cielo de la común felicidad. Casi en los límites de La Vega antigua, o sea al pie del Santo Cerro, vivía un anciano labrador acompañado de una hermana todavía mayor que él, y de una hija que frisaba ya en las 20 primaveras de la vida. Florinda, que así era su nombre, unía a una hermosura prodigiosa todos los encantos de un carácter suave y tierno, que la hacían sin querer el bello ideal de cuantos tenían la fortuna de tratarla. Conocedor del mundo el viejo Pedro, no la dejaba sola sino entre el cercado de mayas que ceñía su cacagual; porque pensaba, y con sobrado tino, que no todos los hombres son hidalgos, y que con el dulce lenguaje del amor más han sido las lugareñas conducidas al oprobio que las levantadas al paraíso de la honra. Esto no quiere decir que sus derechos de padre declinaran en una insoportable tiranía, puesto que lejos de eso, y principalmente por las noches admitía a tertulia bajo el fresco colgadizo del bohío a los jóvenes de ambos sexos del contorno; pero demuestra por lo menos que centralizando en esa hija todos los sueños de su vida temía por ambos a la vez, y aceptaba el cargo de Veedor perpetuo que le había impuesto la experiencia, primero que por abandono llorar más tarde sobre la dura tarima de la afrenta… Religioso sin prostituir la creencia, cumplía con todos los deberes impuestos por la Iglesia, en unión de su hija y de su hermana, para cuyo efecto las llevaba en los días de precepto a la célebre capilla del Santo Cerro, o bien a la parroquia de La Vega; soliendo dejarlas en este último punto hasta la nueva aurora en la morada de la madrina de Florinda. Así se dio involuntariamente a conocer aquella joven entre los galanes de La Vega, y así contra las teorías del viejo Pedro, abrió la fatalidad un ancho flanco en el largo tiempo bien guardado jardín de sus amores… ¡Oh! ¡Cuántas y cuántas veces el exceso de la vigilancia excita una curiosidad insistente de parte de los menos impresionables, y concluye por inspirarles el capricho de traicionar esa vigilancia misma! Florinda tenía una infinidad de admiradores que la contemplaban en silencio siempre que venía a La Vega; habiéndose concertado todos entre sí conservar esta actitud hasta que ella con su mirada, o su sonrisa, revelase cuál era el más aceptable a su corazón. Semejante pacto, que parece contrario al despotismo de la juventud tratándose de la mejor de sus pasiones, procedía, primero, de la unión en que vivían y querían mantenerse, sin escuchar en ningún tiempo la voz de las rivalidades turbulentas que pudiese recabarla, y segundo por estar seguros de que tan luego como el tío Pedro averiguase sus aspiraciones, sepultaría a Florinda en el apartado cacagual, sin dejarla ver más que los domingos en el templo, y eso cubierta por el escudo de sus ojos. Así, pues, en los paseos por el río, como en las cabalgatas y en los bailes, andaban alrededor de la doncella sin que nadie absolutamente pudiese descubrir en ellos ni la más remota sombra de interés. Pero menos generoso y delicado, uno que por contar seis lustros de edad no formaba parte de aquella noble juventud, vio a Florinda, y desde luego juró en el fondo de su corazón que había de marchitar las rosas de su pudor siquiera fuese para enseñar a los otros a triunfar de los obstáculos. Este hombre original concertó, pues, su plan de ataque bajo un reglamento inviolable de reserva, fuese ya porque se hallara aprisionado de antemano en la tupida red de algún vínculo social y temiese el escándalo, fuese porque quisiera así quedar a salvo de cualquier responsabilidad después de coronados sus propósitos. Al efecto comenzó a rondar por los linderos exteriores del cacagual, en que, como queda dicho, Florinda tenía la libertad de pasearse a sus antojos. 685
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Una tarde logró verla, pero a gran distancia. Sin embargo, no fue tanta como para no determinar bien sus facciones, que grabó cuidadosamente en la memoria porque a derechas no la había visto antes sino a la carrera de un caballo –y para marcar el punto donde ella solía sentarse a tejer una guirnalda de flores, que era a las orillas del arroyo. Así continuó cerca de un mes, estudiando las entradas y salidas de la finca con el interés de un verdadero salteador, sin que fueran parte a distraerle de sus observaciones maquiavélicas ni el sol ardiente, ni las lluvias. Su presencia en aquellos lugares desde el toque de oraciones era tan segura como las indicaciones de un cuadrante; teniendo, sin embargo, el cuidado de ocultarse entre los montes siempre que por el camino venía algún transeúnte. Al fin, desesperado de perder el tiempo en una observación ya casi inoficiosa, y contando con la impunidad que le garantizaban aquellos lugares solitarios, resolvió consumar su inicua obra. Al efecto una tarde llegó al pie de la cerca en su caballo, que ató a un árbol algo oculto, trayendo consigo un pañuelo en que recataba alguna cosa. Su semblante estaba descompuesto, y era su mirada inquieta. ¡Siempre las malas acciones se reflejan en el rostro por más que constituyan un hábito en el hombre! Largo rato estuvo incierto sin saber si renunciaría a la idea que le dominaba, o si por el contrario debería marchar a su cumplimiento en derechura, hasta que al fin se resolvió por esto último. Entonces desató el pañuelo, envolvióse en un dominó negro que extrajo del interior, y atándose la careta de cera, igualmente negra, salvó de un salto la cerca de maya y fue a esconderse tras una jabilla robustísima próxima al arroyo, cuyo tronco después de las raíces tenía el espesor de una muralla. Media hora había transcurrido cuando la bella Florinda se llegó al arroyo trayendo en el delantal todo un jardín, por lo variado de las flores con que, como de costumbre, se prometiera entregarse a la construcción de su guirnalda; más apenas se hubo sentado cuando su espía salió de súbito, mostrando en la mano derecha una pistola. La presencia de aquella figura, para cuya contemplación no estaba Florinda preparada; el arma que blandía a sus ojos espantados y su timidez natural, hicieron que sin articular una palabra, sin dar un grito, rodase desmayada sobre la yerba… La luna se envolvió en un tupido manto de nubes para no presenciar el triunfo de la depravación más inaudita… Y el miserable que cometió tan horrendo crimen huyó después sobre su caballo, dejando marchita aquella flor bellísima… Vuelta al cabo de su fatal desmayo, cárdenos labios, tendida al aire la cabellera y con la errante mirada de la demencia, Florinda se arrastró desde el cadalso de su virtud hasta las puertas del bohío. Al verla llegar así su tierno padre, saltó de la hamaca en que al descuido se mecía; pero no pudo dar un solo paso, y clavado en medio de la pequeña sala sintió que una lágrima furtiva humedecía su curtido rostro. —¡Entra hija mía! –dijo con el acento de quien desea y teme al mismo tiempo. —¡Escusádme por Dios, amado padre, si esta vez desoigo vuestra voz! –Así respondió la avergonzada joven mientras se ponía de rodillas. —El viejo, entonces superior a la inercia que le había embargado un momento, corrió a la puerta exclamando: —¿Qué dices, Florinda…? —¡Oh!… Yo no puedo entrar sin vuestra promesa de perdonarme… Y la joven prorrumpió en un llanto abundantísimo que interrumpían a intervalos los sollozos. —Bien… pero… ¿qué misterio?… Lloras… ¡Estás trémula…! Esto dicho la tomó en sus brazos. 686
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—¡Ay padre del alma…! ¡Si estuviera sólo trémula…! —¡Vamos: tranquilízate! Aquí tienes una silla… Ahora, dime que es lo que produce en ti tanto olvido de mi amor, cuando para entrar en tu casa has invocado primeramente mi perdón. —Yo no soy culpable, padre mío; pero… —Acaba, por Dios, que me mata esta agonía. —¿Te han arrancado algún voto por la fuerza? —Más todavía, señor… —¡Florinda…! —¡Me han arrancado por ese medio mismo… por la fuerza, lo que hay de más hermoso en nuestra vida…! —¡Calla! ¡Calla! –gritó fuera de sentido el tío Pedro– ¡Ah! No lo digas otra vez… ¡No! ¡Porque sería capaz de reventar mi corazón minado por la pena…! Pero la deshonrada joven no le oía: su hermosísima cabeza, desvanecida por el recuerdo de la inmediata desventura, se inclinó sobre aquel seno más bello que un jazmín, mientras que sus negros ojos se cerraban exprimiendo las postreras lágrimas que le arrebataba del alma la más penosa de las revelaciones. Entonces el anciano detuvo el arrebato involuntario, aunque consiguiente de su cólera, para acudir en auxilio de aquella a quien por desgracia tocaba la mayor parte en el dolor común a la familia. —¡Ídolo de mi alma! –le dijo, mientras la estrechaba en sus brazos dulcemente:– tú eres la que debes perdonarme, pues he sido demasiado cruel contigo. Animada Florinda con estas palabras nunca más dulces que dichas por un padre, refirió la escena acontecida en mal hora cerca del arroyo. El tío Pedro la oyó con toda la calma que le fue posible aparentar, luego le estampó un beso en la frente, y añadió: —Pues que no hay culpabilidad alguna de tu parte, yo te adoro, ¡oh desgraciada hija mía! con el mismo entusiasmo, y la admiración misma con que siempre te adoré. —¡Gracias, señor! –dijo interrumpiéndole aquella, sin levantar los ojos de la tierra. —En cuanto a la ofensa de que has sido cobardemente objeto, ella me pertenece casi toda, y juro a Dios que no será menos horrenda la venganza… Poco importa que el villano se valiera de un disfraz. ¡Oh! Yo le descubriré; y así como él supo descartarse de tu valor con una pistola, sabré a mi vez vencer las ventajas de su posición, sea cual fuere, para con un puñal dividirle el alma en dos mitades. Por ahora, hija mía, procura ocultar al mundo tu dolor, con especialidad a la pobre Carmen, que al punto de comprenderlo expiraría, siendo así que ella te hace mucha falta. Vamos: recoge esas lágrimas, y vuelva la sonrisa a ocupar el lindo trono de tu boca, por lo menos fuera de la alcoba. La aflicción nada remedia: trata, pues, de dominar la tuya, y confía en el amor de tu padre. Sonrió Florinda con tristeza, besó la mano de aquel hombre generoso, y se retiró lanzando un lúgubre suspiro. Lo que pasaba más allá del exterior, en el fondo de su lastimado corazón, sólo Dios bastara a comprenderlo. El anciano desde entonces no volvió a ocuparse del adelanto de la finca, que propiamente dicho, quedó convertida en reclusión eterna de Florinda. Y este abandono venía de que su alma sólo acariciaba el placer atroz de la venganza, placer que tenía la seguridad de saborear, porque a más de la suprema fe que siempre inspira la defensa de una causa justa contaba con el auxilio de una naturaleza vigorosa, y lejos de arredrarle la juventud que suponía en su ofensor daba por cierto hacerla despojo de su triunfo. Discreto en su amargura, nunca 687
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recordó dentro del bohío el infortunio que pesaba sobre toda la familia; pero desde que salía al camino real se le llenaba de rabia el corazón, y marchaba escogitando a solas los medios más conducentes al servicio de sus nobles exigencias. Separábase una tarde de su hija, que le acompañara hasta la portada de la finca, cuando al abrazarla sintióle el corazón muy agitado, y advirtió que sus ojos buscaban con espanto algún objeto, el cual al parecer se ocultaba tras un espeso montecillo. La joven se retiró al fin, y el anciano emprendió poco a poco su camino sin manifestar curiosidad, pero dispuesto a observar con más calma que su hija. Poco después salió del monte un hombre, también a caballo; y suponiendo que algo distante el tío Pedro no pudiera estorbarle en su propósito se aproximó a la portada. Un grito agudo resonó en aquellas austeras soledades. —¡Gracias, justiciero Dios! –exclamó con júbilo el tío Pedro, y partió a todo galope en seguimiento del desconocido, que también emprendió la carrera a son de huída, calándose antes el sombrero de paja hasta las cejas. Una larga hora había transcurrido, en la cual ambos jinetes cruzaron ríos, escalaron montañas y salvaron vastísimas llanuras, cuando más allá de Agua Santa, casi sobre las tembladeras de la antigua Vega se detuvo el perseguido y echó pie a tierra con una resolución inesperada. Hizo otro tanto el anciano, y al encararse con aquel vio que tema el rostro oculto detrás de una careta. —Veamos, paisano, –dijo el disfrazado, jadeante de cansancio, al mismo tiempo que quitaba la hebilla a una de las cañoneras– veamos por qué razón me vienes persiguiendo desde más allá de Río Verde. —Para saberlo ni es necesario que os arméis de una pistola, que os juro os será inútil, ni tampoco que me tratéis con una confianza a que nadie menos que vos tiene derecho. En cuanto a la razón porque os persigo, a vos toca el darme cuenta de ella, y tened entendido que habréis de dármela muy estrecha. —Pues bien; hablad, y sed breve sobre todo. ¿Pero sabéis que vuestro lenguaje es muy curioso? —¡Todavía lo es más vuestra conducta! —¿Me insultáis? –Y volvió a requerir la cañonera. Tío Pedro le dio un fuerte empellón que le apartó ocho pasos del caballo diciéndole con reprimida cólera: —¡Eh, señorito! dejad ahora la pistola, y vamos desatando pronto esa careta que no se trata aquí de causar miedo a una virgen para arrebatarle la mitad de su existencia; sino de responder al padre que os pide cuenta de ese crimen. —Señor mío –repuso el desconocido con serenidad afectada:– vuestra preocupación os defiende de la responsabilidad que provocan esas palabras. Siendo cierto lo que decís, os compadezco, porque no hay duda: crimen, y muy grande envuelve el hecho de que habláis; pero nadie os autoriza a tomar por el culpable al primero que se presenta a vuestros ojos. —¡Menos retórica, caballero! gritó furioso el tío Pedro. Menos retórica, y vamos igualando la partida. —Vamos igualándola, repuso aquel, algo turbado. —¡Abajo esa careta! —No creo que sea necesario para darnos a entender. —Yo sí lo creo, y mando por última vez que os la quitéis. 688
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Hízolo el incógnito; y su interlocutor al verle el rostro sintió una contracción horrible en todo el sistema muscular: le había reconocido. —¡Y bien! preguntó aquel, mostrando el rostro con soberbia: ¿estáis desengañado? —¡Al contrario, caballero: estoy más convencido! —¿Más convencido? —Escuchad. Hace dos meses que entrasteis en mi fundo, cabalmente a estas horas, armado de esa misma máscara, de un dominó negro y de una pistola. Con tan singular aparato sorprendisteis a mi hija Florinda, sentada cerca del arroyo… ¡Ella se desmayó, y vos, mal caballero, vos, salteador infame de la honra, consumasteis vuestro plan inicuo abusando de su estado! Luego huisteis al espectáculo de su vergüenza y al grito estridente de su justísimo dolor… espectáculo que legasteis desde entonces como una burla a mi bien alimentado orgullo, y dolor que por cuanto tiene de punzante ella y yo nos lo hemos compartido…! ¡Pero aún no quedasteis satisfecho…! La hiena después que devora la víctima, vuelve para beber hasta la última gota de sangre derramada sobre la grama silvestre… Así vos, veníais esta tarde a recoger los despojos de vuestra bárbara victoria, y os aproximasteis con ese fin a mi portada… —¡Señor! –exclamó el joven con aparente indignación– ¡ved que voy cansándome de escuchar tanto absurdo, y que la paciencia una vez agotada toma las proporciones de la ira! El anciano, sin hacer caso de aquella interpelación, continuó diciendo: —¡Pero un grito de espanto lanzado con naturalidad por ella al ver de nuevo esa careta, pérfida como vuestra alma, avisó oportunamente al cazador que velaba desde hace dos meses a la hiena…! Y he aquí explicada, caballero, la razón por qué os he venido siguiendo desde Río Verde hasta las tembladeras… Sólo os resta saber ahora que no recuerdo haber jamás corrido tanto sin la evidencia de obtener compensación… —Señor Sanabria: –exclamó el mancebo queriendo aterrar a su adversario. —¡Hola! –respondió el tío Pedro con sarcasmo:– parece que, si bien a la fuerza, vais refrescando algo la memoria. Sin embargo, en esto como en todo os llevo la ventaja: yo os reconocí desde que os quitasteis la careta. —¡Sí! Vos sois Sanabria, el que horas antes del terremoto estuvo al lado del pobre Padre Eduardo… —¡En efecto… y vos sois Mariano, su asesino! —¡Mentís, vive Dios! —¡Silencio! No tenéis derecho de nombrar a Dios, porque vuestra alma pertenece toda a los infiernos! —¡Protesto que esta acusación también es calumniosa! —¡El espanto, señor, os hace insolente, y vais a precipitar el desenlace! —¡Sea cual fuere no lo temo; mas antes habéis de certificar con pruebas vuestras ridículas imposturas! —Pues bien: cuando el Padre Eduardo negado a consumar uno de vuestros delitos, os dijo hará doce años que dirigieseis vuestras súplicas a Roma, vos con aire amenazante le respondisteis: dirigid también las vuestras al cielo; y una hora después, regresando de mi casa a la ciudad, fue herido mortalmente… Cuando por segunda vez me encaminaba a la ciudad aquella noche, una voz, que es precisamente la vuestra, me dijo que allí, junto a la arboleda, habían herido de muerte al Padre Eduardo… Cuando huyendo del terremoto volvía para mi fundo caí con el caballo al pie de dicha arboleda, y a la luz de los relámpagos recogí del suelo 689
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este puñal, teñido en la sangre fresca de una víctima… Ahora, para probar que vos también sois el asesino del honor de mi Florinda, diré que la voz que amenazó al Padre Eduardo, y la que me avisó de la catástrofe, es, como dejo demostrado, la voz que en este momento pretende en vano sofocar la de su conciencia. Además, con una careta en el rostro manchasteis el honor de mi familia, y hoy os sorprendo otra vez con la careta y en la portada de mi casa. ¿Podréis justificaros? —Decididamente, señor Sanabria: el justo dolor que atormenta vuestra alma os hace incurrir en un estravío que, no obstante, tiene mucho de ingenioso; pero que debo rechazar como lo rechazo con toda la energía de mi carácter, porque es en la esencia temerario. —¡Mentís, os digo a mi vez! –gritó desesperado por la ira el terrible Sanabria:– ¡mentís como un villano! Mirad este puñal, si os atrevéis, y estremeceos… ¡Qué! ¿Ahora no levantáis los ojos? —¡Y bien! ¿Qué hay de común entre ese puñal y yo? —¡Vive Dios, que es graciosa la pregunta! ¡Hay que en la parte superior del mango tiene grabado vuestro nombre! Mariano repuso temblando: —Lo habréis grabado para autorizar vuestra impostura. Fuera de juicio el viejo Sanabria al escuchar semejante recurso, establecido en medio de la impotencia más extrema, tendió la mano izquierda sobre el cuello de Mariano, mientras con la derecha sostenía el puñal, y le arrastró a veinte pasos de distancia, donde se hallaba un corpulento árbol de Higo sosteniendo entre sus ganchos una campana de bronce. —¡Deteneos aquí, miserable! –dijo llegando– y pues recusáis en vuestra corrupción el juicio de los hombres, ¡veamos si recusáis también el alto juicio de Dios! Mariano estaba pálido como la muerte: su acusador continuó con entusiasmo religioso. A la hora que hirieron al virtuoso Padre Eduardo, esa campana sonó tres veces por sí sola pidiendo la Santa Extremaunción… ¡Pues bien! Si vuelve a sonar en este instante como entonces, es prueba de que fuisteis vos el asesino. Dicho esto la respiración de entrambos hombres, al escaparse del pecho, era el único rumor que se percibía en aquellas inmensas soledades. Mariano no podía tenerse en pie; sus ojos arrojaban una llama enrojecida; sus labios estaban teñidos de azul, y su corazón, sofocado por la sangre, apenas se atrevía a palpitar. Era evidente que la conciencia le acusaba cuando menos de cobarde; sin embargo, luchaba por dominarla, y tuvo momentos de una resolución admirable. Sanabria por el contrario, firme sobre la tierra, reblandecida todavía a consecuencia del pasado cataclismo, solemne en su actitud e iluminado por la esperanza, parecía aguardar la confirmación de sus terribles cargos para abrir el pecho a su ofensor de una sola puñalada. Pero uno y otro padecían en sus contrarias situaciones, aunque cada cual pusiera el mayor empeño en ocultarlo. Había en ellos impaciencia, había temor, y había también un no sé qué de sublimidad extraña, de abnegación y de grandeza tal que a la verdad sólo Dios hubiera podido definirla. Iba ya Mariano a declarar incompetente la apelación de Sanabria, cuando del interior de la campana se escaparon tres acompasados y lúgubres sonidos, cuya vibración sacudida por el aire voló a desvanecerse en las apartadas llanuras de Angelina. —¿Habéis oído, caballero? –dijo Sanabria con orgullo. ¡El cielo, en quien no podéis suponer ni la falibilidad ni la injusticia de los hombres acaba de publicar que vos sois un asesino! 690
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—Mucho os dais a valer, señor –repuso aquel en son de burla y haciendo el postrer esfuerzo– ¡y muy necio también os atrevéis a suponer cuando queréis atribuir a causas superiores lo que sólo es efecto de una singular casualidad! Vamos; soltadme ya, y acabemos por convenir en que si vos tenéis razón para desesperaros no soy ciertamente quien a costa de una calumnia abominable os puede reponer en vuestra antigua calma y vuestro honor… ¡Eh! Soltadme. —Señor Mariano: exclamó frenético Sanabria sin quitar la mano de su cuello. Y la campana reprodujo con una lentitud de muerte el mismo número de golpes. —¡Oídla otra vez! Mariano arrojó entonces un grito espantoso cuya espontaneidad se compartían la desesperación y la locura; seguidamente exclamó: —Y bien… qué queréis decirme…? Entre tanto sus ojos parecían prontos a escaparse de las órbitas, y una convulsión general se había apoderado hasta de sus más débiles arterias. —Digo que esa campana anunció por dos veces vuestra agonía… —¡Mi agonía! —¡Y digo que debéis encomendar vuestra alma a quien mejor os plazca, porque vais a morir ahora mismo! Al escuchar Mariano esta fatídica sentencia reunió en un instante todo el volumen de sus fuerzas, y lo empleó con tanta habilidad que logró desasirse de la férrea mano que le torturaba la parte posterior del cuello. Acto continuo tiró a correr en dirección de su caballo, y así como llegara a él quiso extraer de la cañonera, medio floja, una pistola; pero Sanabria, que viniendo sobre sus huellas lo había adivinado todo, llegó a tiempo para evitar que tomase el arma, y hundiendo en la espalda de su ofensor la hoja entera del puñal le hizo desplomarse con estrépito. —¡Ah cobarde! –exclamó aquel revolviéndose en su sangre:– me hieres cuando estoy desarmado! —Desarmados estaban el Padre Eduardo y mi Florinda… –contestó Sanabria balbuceando. ¡Recuérdalo, infame! Desarmados estaban; y sin embargo… ¡les heriste! ¡Ay! Una existencia y una reputación que valían mucho más que las existencias y las reputaciones de todo tu linaje, desaparecieron en un momento a impulsos de tu mal corazón y tu cinismo… —Por… la… por la espalda… –murmuró Mariano con voz desfallecida. —¡Sí, miserable! ¡Traición por traición! –repuso Sanabria con solemnidad. —¡Ah!… —¡Y por un hecho providencial mueres al filo de tu mismo acero! Diciendo así el terrible viejo quitaba la jáquima a su caballo y hacía con ella un lazo corredizo. Luego continuó: —¡Vamos! Acaba de expirar para darte la sepultura que tus crímenes merecen. —¡¡Sanabria!! Un sordo ronquido se escapó del pecho del moribundo… Sus ojos se voltearon presentando dos grandes formas blanquecinas… Sus dientes rechinaron bajo dos labios horriblemente contraídos; su estatura se dilató, y, sus cabellos, erizados un momento, cayeron luego con lentitud sobre las sienes, dejando manifiesta la frente, ya sombreada por una siniestra palidez… ¡Mariano había dejado de existir! Sanabria entonces echó y ciñó el lazo al cuello del cadáver, arrastrándolo con fuerza. La campana comenzó a doblar pausadamente. 691
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El anciano se detuvo, murmuró una oración y santiguándose con reverencia continuó su obra. Cuando estuvo cerca de las tembladeras deshizo el lazo para no perder su jáquima, dio un fuerte puntapié a lo que restaba de Mariano y esperó. Un instante después el cadáver había desaparecido por entre las grietas espantosas y movibles de la tierra… Cerca de tres siglos y medios van corridos desde entonces. Sin embargo, la tradición a que este escrito se refiere nada ha perdido ni en su importancia ni en el menor de sus incidentes. Lejos de eso, ella se refiere sin cesar a los forasteros, sobre todo paseando alrededor de las admirables tembladeras de la antigua Vega Real, y en presencia de la maravillosa Campana del higo.
La ciguapa Por más que se haya dicho y se siga diciendo que la civilización del siglo en que vivimos no ha excluido cosa alguna de su benéfica influencia, preciso es reconocer que algo le falta para el completo de su obra; puesto que la humanidad se mantiene fiel respecto de ciertos errores funestos que concurren a rebajar la importancia de nuestros mismos adelantos. Evidentemente, y con especialidad de cuarenta años a esta parte, la inteligencia ha hecho tanto como en los dos últimos siglos. Cierta de que consagrada a mejoramientos o reformas, que siempre han de conservar la originalidad de su carácter, sólo llegaría a conquistar una gloria a medias, cuando no postiza, se ha lanzado en el hermoso campo de las averiguaciones, donde ha sorprendido secretos importantes para las ciencias y las artes, y donde el mundo la ha ido a saludar al compás de sus vítores y aplausos en la solemne efusión del entusiasmo. Pero todos estos triunfos adolecen de la ausencia de uno que, a mi manera de ver, es sumamente necesario -el triunfo sobre las envejecidas supersticiones, hijas legítimas de la tradición y sombras importunas que flotan sin cesar en torno de las más nobles ideas. No se puede negar que la superstición ha sido vigorosamente combatida; mas, si debilitada por la lucha a que la ha arrastrado el paladín soberbio del progreso la hemos visto desertar de los centros luminosos, volvamos nuestros ojos, y fuerte por la impunidad la veremos ejerciendo su férreo período en el silencio de la selva, en el claro oscuro de los bosques y en la tranquilidad de las aldeas. Un hecho contemporáneo será el certificado más expresivo de su perniciosa influencia sobre esos seres infelices, comunes a todos los pueblos, para quienes la civilización es todavía menos que un fantasma. De Santiago de los Caballeros, Provincia principal de nuestra República, a Puerto Plata, que es el marítimo más próximo, hay por el camino viejo o de Altamira, veinte leguas castellanas; mientras que por el nuevo o de Palo Quemado sólo hay ocho y media de extensión, que corren a terminar en dicho puerto. Aunque a primera vista parece que el viajero debe preferir el último camino atendida la prontitud con que respectivamente rendiría la jornada, no sucede así; porque trazado a través de una sucesión interminable de montañas gigantescas y bordadas éstas por infinitos ríos caudalosísimos, de frecuentes avenidas, el caballo sufre mucho en el tránsito, por cuya razón es necesario no apurarlo y desperdiciar por lo tanto el beneficio de tiempo que se pudiera obtener respecto del otro camino en razón de la menor distancia. Sin embargo, hay algo de sublime en los peligros: bajar al Niágara en sus más solemnes arrebatos; cruzar por un andarivel sobre un abismo sin fondo, húmedo, imponente por cuanto solitario y tenebroso; aspirar el aliento de un volcán en los mismos bordes de su cráter; escalar los Alpes, sorprender al cóndor en su guarida, y andar perdido 692
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entre un bosque sin fin en noche oscura, o sobre el mar azotado por el huracán; son, a la verdad, escenas grandiosas, magníficas, soberbias, escenas que deben arrebatar el espíritu, llenar el corazón de brío, elevar y conmover. Santo Domingo no se presta a estas emociones absolutamente; pero tiene algo de solemne en su naturaleza, en la elevación de sus montañas, núcleo del sistema antillano, en su aspecto primitivo que conserva como ningún otro punto de la América y en los bramidos sonoros de sus ríos. Partidario, pues, de todo lo nuevo o sorprendente, y avezado ya al camino de Altamira tomé el de Palo Quemado el día cuatro de junio del año de mil ochocientos sesenta para llegar a Puerto Plata el cinco y seguir mi viaje a La Habana en el Pájaro del Océano. Cinco horas de ruta, a contar desde la del alba, fueron suficientes para rebajar la potencia de mi caballo a tal manera, que ya subía las altas cumbres dando sordos gemidos, y entraba en los ríos a viva fuerza seguro de que le aguardaba un nuevo escalamiento. Lastimado de su quebranto resolví hacer alto en las floridas márgenes del Bajabonico. Un joven gallardo, al parecer de oficio labrador, se me acercó y tomó a su cargo la diligencia de aflojar la montura a mi caballo. Tenía un aspecto doloroso que contrastaba poderosamente con la energía de su musculatura atlética, y derramaba dolor en cada una de las miradas de sus grandes ojos negros. —¿Va usted a La Habana caballero? me preguntó con dulce acento. Ciertamente, le respondí; pero ¿quién le ha dicho a usted que voy a La Habana? —Mi tío, señor, que es quien le lleva su equipaje… ¿Él irá por Altamira? —Sí. —Me admira que lo haya dejado a usted venir solo por este camino. Un buen peón nunca debe separarse del viajero… —Sin embargo, no le culpe usted. Mi venida por aquí es obra del antojo; luego, como afortunadamente en nuestra patria no se conocen los peligros que en otros países… —¿Qué dice usted? –exclamó a media voz, y sentándose junto a mí sobre la yerba. —Digo, que no hay malhechores en toda esta parte española. —¡Ah!… es verdad, pero en cambio hay otra cosa peor… sí señor: hay otra cosa que roba y mata sin quitarnos la vida o el dinero… —No lo comprendo a usted, amigo mío. —Sin embargo, he dicho la verdad y en un idioma que no es a usted desconocido. —Pero… la proposición de usted es peregrina, ¿quién que roba y mata no invade la propiedad y la existencia? —¡La ciguapa!… y así diciendo miraba en derredor con ojos aterrados. —¿La ciguapa?… repuse sorprendido y reduciendo a su mitad la fuerza de mi acento. El joven se quedó un instante inmóvil, con el oído atento como quien percibe algún rumor lejano; luego sonrió, puso sobre sus breves orejas los copos de cabellos que el espanto había esparcido por su frente, pálida como un botón de lirio, y levantando con trabajo la bóveda de su pecho lanzó al aire un suspiro triste cuanto prolongado. Desde luego adiviné algo de maravilloso en la vida y en el dolor de aquel joven, (que bautizaré con un nombre de mi gusto para evitar confusión en el discurso de este relato, por ejemplo, le llamaré Jacinto, siquiera sea porque la primera letra es también la primera de mi nombre) y curioso hasta la impertinencia resolví provocarlo a la revelación, aún a precio de sus más amargos sufrimientos. Esta curiosidad, sin embargo, no carece de nobleza. Yo tengo la costumbre de identificarme con todos los dolores, y a veces con sacrificio de mi tranquilidad y mi deber… Vive en el mundo una señora que me contó la historia de su corazón, entre sollozos y entre lágrimas… Esto dio 693
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margen a una pasión desesperada por mi parte, pasión que brotó del árbol de la piedad, y que antes de florecer fue hollada por la misma que en sus diálogos pedía una limosna de amor… ¡Qué difícil es conocer la verdad en ciertos labios! Jacinto, pues, vuelto de su sorpresa y recordando mi última frase dijo: La ciguapa, caballero: la ciguapa es la criatura que con un alma como nosotros alienta sólo por el exterminio de nosotros mismos… ¡Pero usted no conoce la ciguapa!… —Ciertamente que no, amigo mío; y si no fuera el temor de afligirle, me atrevería a suplicarle me diese algunas noticias de ese ser que aún en recuerdo le intimida. —Será usted complacido, señor, mas para que comprenda bien el mágico poderío de la ciguapa, será preciso que lo vea confirmado en la desgracia que lloro sin cesar en medio de estas anchas soledades. —Acepto, le respondí. Él me tendió la mano y añadió: —Yo soy, señor, hijo de buen padre; pero víctima en primer término de sus opiniones políticas. Creyó que tal o cual doctrina era conveniente a la felicidad de nuestra patria, la enunció sin atender a las consecuencias, y luego tuvo que buscar el reposo en el destierro; dejando mi existencia de doce años entregada a las depredaciones de la orfandad. No sé si vive; pero tampoco lo acuso, aunque pudiera decir que más amó una doctrina que una prenda de su corazón… A espaldas de esa montaña que besando viene el río, habita el viejo Andrés, jefe de una familia numerosa y el cual me recogió agradecido a los favores que le otorgó mi padre en otro tiempo. Entre sus hijas hubo una llamada Marcelina, que me tomó un cariño extremado, y a la que correspondía yo con el mismo afecto; llegando esta afición a tal altura, que nos era imposible estar diez minutos separados. Así cuando iba yo a cortar leña, ella me acompañaba al monte sin hacer cuenta de sus labores; y cuando ella bajaba con el calabazo a buscar agua al río, yo la seguía, indiferente a las obligaciones que la hospitalidad había impuesto. Marcelina contaba quince años: era hermosa como un clavel, de ojos negros, breve boca, cintura delgada y gallardas formas; a todo esto se agregaba una sonrisa angelical siempre retozando en sus labios purpurinos como en testimonio de la inocencia y ternura de su alma. El viejo Andrés, conocedor del corazón humano, presintió el resultado de nuestra ostensible simpatía y una noche nos dijo: Hijos míos, la juventud es imprudente cuanto más impresionable, y temeraria hasta la locura cuando teme alguna contrariedad en sus manifestaciones. Para prevenir estos males difíciles de contener una vez desarrollados, quiero participar a ustedes que sus almas, espejos en que me miro sin cesar, tienen grabadas recíprocamente sus propias imágenes, y que esta especie de mirismo marcha a una fusión que aplaudo y que bendigo. Así, pues, ni hay que padecer con la idea de una tiranía que siempre he condenado en las familias, ni menos que disfrazarse con un tupido manto de reservas. Di las gracias al viejo Andrés en una mirada, por su generosidad, y en seguida la fijé en el rostro de Marcelina; mas, inocente como mujer ninguna lo fue, nada comprendió de lo que había dicho su padre y continuaba embebida en su costura. Aquella noche no me fue posible dormir: hablé conmigo mismo de amor, de felicidad: veía a Marcelina turbada en mi presencia, oyendo la explosión de mis tiernos arrebatos, y lloré de gozo como un niño. Tres meses transcurrieron, en los cuales sin alterar la índole de mi trato con Marcelina, el amor había dilatado mi corazón y embellecido mi existencia. 694
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Al cabo de ese tiempo salimos una mañana para tomar agua del río… Allí caballero… debajo de esa mata de cera… ¡ay! Allí nos sentamos como de costumbre, a trazar un cuadro de flores para el porvenir… ¿por qué no permitió Dios que yo hubiera enmudecido…? Ella viviera todavía; ¡y habríamos gozado, como antes, sin darnos cuenta de nuestra felicidad!… —Valor, Jacinto, le dije conmovido. Entonces enjugó una lágrima y prosiguió de esta manera: Sentados, pues, debajo de ese árbol vimos discurrir cerca de una hora; hasta que yo excitado como nunca por la adoración contemplativa de los encantos que poseía mi joven amiga, le tomé y estreché apasionadamente una de sus manos. —¡Ay, Jacinto!, me dijo sorprendida: ¡cómo abrasa tu mano! Dime, ¿estás malo? —No, Marcelina mía, le respondí balbuceando. —¡Pero… a lo menos sufres…! —¡Ah! Lejos de eso, gozo de la felicidad en toda su plenitud. —¡Egoísta! ¡Y pensabas ocultármelo…! —¡Calla Marcelina! ¡Ah! mira que conviertes así en dolores mi alegría. ¿Cuándo te he ocultado cosa alguna? —Perdóname, Jacinto: los que queremos bien somos a veces injustos; pero nuestras injusticias no bajan jamás al corazón. Veamos, ¿me perdonas? —¡Oh! te perdono hoy con más razón y más deleite que te hubiera perdonado ayer. —¿De veras? —¡Es mi alma la que habla…! —¡Es mi alma la que escucha…! Pero tu mano me quema… Has dicho también una cosa… Y me miras de una manera… Por Dios, Jacinto… ¿qué está pasando de extraño entre nosotros? ¡Siento mi rostro inflamado, mi corazón se agita… te miro, y me estremezco…! ¡Jacinto, explícame todo esto que yo no me basto a comprenderlo…! Arrebatado entonces caí de rodillas sin abandonar su mano, temeroso de que asustada hubiese huido como una paloma, buscando auxilio en la choza de su padre. —Es, Marcelina, le dije casi llorando en mi arrebato, es que nuestras almas se pronuncian contra la timidez, y se revelan en el lenguaje de las sensaciones el mejor de sus capítulos… es que no podemos seguir así, callando lo que sentimos y desflorando en su capullo el botón de la juventud… es en fin, que la soledad de estas montañas, los susurros de sus brisas y el dulcísimo lamento de este río nos han hecho volver nuestras miradas sobre nosotros mismos y preguntarnos: ¿qué es lo que sentimos y queremos? ¡Ah! ¿No es cierto que tal es nuestra situación en este instante…? —Yo lo ignoro, Jacinto, –me respondió toda convulsa;– sólo comprendo que si me abandonaras ahora, moriría de dolor sobre esta arena; pero tú no lo harás… porque me quieres mucho. —No lo haré porque sería suicidarme, y me importa vivir por tu alegría. —¡Oh Jacinto! ¡Cuánto gozo escuchándote! ¡Qué hermosa novedad encuentro en tus palabras, y con cuánta delicia descienden hasta mi corazón!… Habla otra vez, y dime qué es lo que te inspira esas ideas originales y conmovedoras, que así me recrean y sorprenden. ¡Habla! —¡Marcelina! Para explicártelo basta sólo una palabra… —¿Una palabra…? —Una que vale por todas las que representan nuestro idioma… —Y bien… ¡pronúnciala…! —Si, voy a pronunciarla… ¡Oh! Escúchame… 695
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—Habla. —¡Yo te amo, Marcelina! —¡Es posible! exclamó con la inocencia de los ángeles: ¿y cómo es que adorándote yo no participo de tus propias inspiraciones? El diluvio de besos que estampé en su mano incendiada por la pasión fue la respuesta que dio mi gratitud; mientras ella esmaltada por el rubor a consecuencia de su bellísima espontaneidad, cerró los ojos e inclinó la frente como un aguinaldo en cuyo cáliz proyecta el sol su rayo más fogoso. Calmadas las emociones del momento nos dimos cuenta del pasado y hablamos del porvenir. —Serás mi esposa –le dije– y nuestra choza el templo del amor. —Sí –me repuso enajenada–, y te amaré como te amo hoy; porque amarte más es imposible. Mira, Jacinto; aquí mismo, al pie de este árbol levantarás nuestra cabaña. Así tendremos siempre presente nuestros juramentos. ¡Oh! ¡Cuánta felicidad! Pero vamos a echarnos a los pies de papá y a revelarle nuestro amor… —¡Un momento más, querida Marcelina! Es tan hermoso estar ahora a tu lado sin testigos…! —Es que tengo miedo, Jacinto… —¡Miedo! ¿Y de quién tienes miedo cuando yo velo por ti? —No sé explicarlo… pero de verdad que tengo miedo… —Tranquilízate mi bien –repuse yo conmovido por su interesante timidez; Dios desde su trono ha escuchado nuestras protestas de amor, y seguramente las bendice. Además, yo estoy aquí para defenderte y… Dos agudos gritos estallaron a la vez. El uno seco, estridente, fatídico como el de la muerte, salió de la cresta de la montaña y restalló de roca en roca hasta perder su timbre entre los murmullos querellosos de estas aguas; el otro, ¡ay! el otro triste, profundísimo, grito de dolor arrancado al alma que se adormecía descuidadamente en brazos de la felicidad, partió del seno de Marcelina articulando con trabajo estas palabras: —¡Dios mío!… ¡¡¡La ciguapa!!! Esto dicho se desmayó. Privado de todo auxilio en aquella dolorosa situación, ceñí a Marcelina por la cintura, la suspendí hasta mis hombros y me alejé de este lugar, llevándola como a un niño que se duerme en los momentos más supremos de una fiesta. Ni la ternura de su padre, ni el solícito cuidado de sus hermanos, ni el amor afligido de mi alma, ¡ay! nada señor, pudo devolver a la suya la tranquilidad que había perdido… Desde que cayó en el lecho fue víctima de una enajenación horrible, de un sopor espantoso, sólo alterado por la convulsión y los sollozos; si abría sus labios, ya sin carmín y sin color, era sólo para pronunciar estas palabras: ¡Oh Jacinto mío! íbamos a ser felices… pero… ¡¡¡yo vi la ciguapa!!! ¡Adiós Jacinto! En seguida escondía la hermosa frente en la almohada y volvía a desmayarse. Para concluir, caballero, porque el recuerdo me asesina: ¡tres días después de este acontecimiento doloroso dimos sepultura debajo de ese árbol de cera al cadáver de mi adorable Marcelina…! Calló el mancebo enjugando como a hurtadillas una gruesa lágrima que surcaba su mejilla. Yo me levanté, viendo que era tiempo de seguir en dirección de Puerto Plata y tomé mi caballo que se había alejado un poco paciendo la fresca grama de las inmediaciones, pero antes de cabalgar, y visto que Jacinto había dominado la emoción, me atreví a preguntarle. 696
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—Y bien, amigo mío: usted me ofreció explicarme qué cosa es la ciguapa, y mi curiosidad ha subido de punto con lo que acabo de oír… ¿querrá usted cumplirme su palabra? —Sin duda, caballero; pero recordando a usted previamente que como nacido y educado, aunque a medias, en la ciudad de Santiago, no participo de las ideas supersticiosas de estos candorosos campesinos. Se dice que desde antes del Descubrimiento de esta Isla existe una raza cuya residencia ha sido siempre el corazón de estas montañas; pero que se conserva en toda su pureza, durmiendo en las coronas de los cedros, y alimentándose de los peces de los ríos, de pájaros y frutas. La ciguapa, que tal es el nombre con que se conoce, es una criatura que sólo levanta una vara de talla: sin que por tanto se crea que en sus proporciones hay la deformidad de los llamados enanos en Europa, y aún en otros puntos de la América. Lejos de eso, existe una exacta armonía en todos sus músculos y miembros, una belleza maravillosa en su rostro, y una agilidad en sus movimientos tan llenos de espontaneidad y de gracia que deja absorto al que la ve. Tiene la piel dorada del verdadero indio, los ojos negros y rasgados, el pelo suave, lustroso y abundante, rodando el de la hembra por sus bellísimas espaldas hasta la misma pantorrilla. La ciguapa no tiene otro lenguaje que el aullido, y corre como una libre por las sierras, o salta como un pájaro por las ramas de los árboles tan luego como descubre a otro ser distinto de su raza; porque es sumamente tímida e inofensiva al mismo tiempo. En general se le atribuye una sensibilidad sin ejemplo, y se añade que habiéndola capturado algunas veces por medio de trampas abiertas en los bosques, se le ha visto morir a pocas horas de dolor, anegada en su mismo llanto; pero sin exhalar una sola queja ni menos revelar indignación. Por último, caballero, la ciguapa es en su naturaleza idéntica a nosotros; y en cuanto a las manifestaciones del amor infinitamente superior, porque raya en el delirio. Sus celos terminan con la muerte, y es en este sentimiento tan intolerante y egoísta, que el cuadro de dos seres que se aman y acarician le arranca gritos de desolación que sólo se apagan en el sepulcro. Pero no es esto lo más admirable, sino que cuando es hembra la ciguapa que sorprende esos coloquios, muere a la misma hora que ella el joven enamorado, y cuando es varón muere la amante como murió mi pobre Marcelina… En todo lo que llevo dicho no se descubre otra cosa que el triunfo de una creencia torpe; pero admitida y consagrada, sobre todo por nuestros inocentes campesinos. Esta creencia, pues, es la causa verdadera de una desgracia que lloraré con el corazón mientras tenga fuerzas para soportar su peso. Dijo Jacinto, y estrechándome la mano desapareció por el caracol trazado rústicamente al pie de la montaña. Entonces volví a tomar el camino, preocupado con la existencia y las derivaciones de tantos errores como prohíja todavía la sociedad, despreciando la voz de la civilización y los testimonios irrecusables del progreso.
NICOLÁS UREÑA DE MENDOZA1 1822-1875 Poeta, abogado, periodista, costumbrista. Nació el 25 de marzo de 1822 y murió el 3 de abril de 1875 en su villa natal, Santo Domingo. Fue, con Félix María Del Monte, introductor del color local en la poesía dominicana, en sus celebradas décimas del destierro, en 1855, entre ellas El guajiro predilecto, una de las más bellas de nuestro parnaso. “Poeta de sabor clásico en sus pastorelas: de índole nacional en sus cantos dominicanos”, le llama C. N. Penson. 1 Ver Max Henríquez Ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945; E. R. D., Salomé Ureña y el Instituto de Señoritas, S. D., 1960, José Castellanos, Lira de Quisqueya, S. D., 1874; C. N. Penson, Reseña histórico-crítica de la poesía en Santo Domingo, S. D., 1892, p.29.
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El progenitor de Salomé Ureña vivió en constante actividad. Fue maestro de escuela, Director de la Escuela Pública de Santo Domingo en 1852, en el mismo año Defensor Público, función que le fue confirmada el 21 de febrero de 1860; magistrado, legislador, Senador por Puerto Plata en marzo de 1869; periodista, político militante, por lo que sufrió persecuciones y exilios. Usaba generalmente dos seudónimos: el de Nísidas, para sus poesías, y el de Cástulo para sus jugosos artículos de costumbres. Cultivó casi todos los géneros de poesía. Escribió romances, décimas, pastorelas, epigramas, apólogos. Su obra en prosa, en la que se cuentan algunos grandilocuentes discursos políticos, no ha sido recogida. No así su poesía, en parte inserta en la Lira de Quisqueya, de Castellanos, p.55. Dos de sus Cantos dominicanos figuran, precedidos de breve noticia biográfica, en nuestra obra Poesía popular dominicana, S. D., 1938. pp.64, 81, 82. Su ilustre nieto, el Dr. Pedro Henríquez Ureña, recogió también un manojo de sus versos, Poesías, S. D., 1933, 30p. en mimeógrafo. Su vehemente discurso acusatorio contra Santana se publicó en el periódico El Eco del Pueblo, S. D., 12 de octubre de 1856. Su Historia de El Duende, de 1853, que se reproduce en esta obra, aparecida en su admirable periódico El Progreso, en ese año, la insertamos antes en nuestra obra La Imprenta y los primeros periódicos en Santo Domingo, S. D., 1944. Son páginas del género costumbrista, en que tanto se distinguió el celebrado Nísidas. En el Cuaderno de poesías coleccionadas por P. Henríquez Ureña, manuscrito que se conserva en el Museo Nacional, hay un romance de Nicolás Ureña. Este Cuaderno es una antología de la poesía dominicana, obra juvenil, inédita, del más ilustre descendiente de Nísidas. Dejó un libro inédito, Paciflores, que conservaba otro ilustre nieto suyo, el Dr. Max Henríquez Ureña.
La historia de El Duende Difícil cosa era en otro tiempo escribir para el público, y mucho más difícil ostentar un estilo ataviado con toda la pompa del idioma, las galas de la retórica y la amenidad y cadencia del buen gusto, porque el saber no se había como en nuestro siglo comunicado a las últimas capas de la sociedad, en que cualquier menestral se cree erudito con sólo haber leído alguna de las obras que han inmortalizado a Dumas, Víctor Hugo y Eugenio Sué. En la época a que nos referimos estaban reservadas las ciencias a un corto número de hombres y al clero, único depositario de las antiguas tradiciones y de los libros salvados de las ruinas de Egipto, Esparta, Roma, etc., etc. Los nobles se hallaban bien con su ignorancia, que era su principal distintivo, y era honroso para ellos no sólo no saber comunicarse con sus semejantes por medio de la escritura, sino lo que es más aún: ignorar escribir su nombre al final de un pergamino.* Hoy todo es al contrario; el mundo ha tomado nuevo aspecto y merced al torrente de luz que despide nuestro siglo, las tinieblas han desaparecido y la ignorancia se ha refugiado en el Orco: único lugar que aún permanece oscuro en el siglo XIX habitado por sus ángeles de tinieblas y sus réprobos de maldición. De este modo discurría yo no hace mucho, recostado en una poltrona, con el brazo izquierdo descansando en el espaldar de una silla, y con ambos pies estirados y puestos en los travesaños de otra, es decir, ocupando tres sillas a un mismo tiempo con toda la comodidad que mi casa permite. Cualquiera al verme en esa posición me hubiera tomado por de pronto por uno de nuestros honorables congresantes. *Este escrito apareció originalmente en el periódico El Progreso, S. D., 1853, y reproducido en nuestra obra La imprenta y los primeros periódicos de Santo Domingo, S. D., 1944, en la que se reproduce la colección del periódico El Duende, de 1821, a que se refiere Nicolás Ureña.
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Ya hemos dicho que no hay un hombre por inepto que sea que no se juzgue autorizado a escribir para el público y en estilo campanudo hacerle dormir: despierto: sentado esto no se extrañará que yo haya dado en la manía de escribir artículos para EL PROGRESO y que haciendo el más completo abuso de la paciencia de los lectores, me proponga hoy regalarles con una historia insípida, desaliñada y escasa de invención. Bien comprendo que harán falta en ellos los espectros de Walter Scott y demás alharacas hijas del romanticismo; pero mis lectores serán indulgentes en esta parte, porque nacido en este siglo de maquinarias e inventos juzgo que todo debe practicarse por vapor o a lo menos parecerlo, es decir, que toda producción debe hacerse lo más lacónico posible: así la historia que intento referir tendrá a más del mérito de la veracidad, el de asemejarse en la rapidez a una locomotora. Por los años de 1821 circulaba en esta Capital un periódico titulado El Duende, redactado por los hombres más inteligentes de aquella época, y por supuesto lleno de instrucción, amenidad y cultura. Exiguo en demasía aún para aquellos tiempos, en que la imprenta no había tomado esas dimensiones colosales que hoy notamos, se concretaba solamente a comunicar las noticias más interesantes de la Metrópoli, a insertar uno que otro aviso y tal cual composición poética de los hijos del país: esas composiciones que tanto disgustan hoy a algunos de los lectores de El Progreso y que casi nos exponen a que digamos de ellos lo que Shakespeare de los hombres insensibles a la armonía. El Duende en su aparición era solicitado con ansiedad por todos los hombres, de mediano saber, y amantes del progreso material e intelectual de este país y aunque reducido a la mitad de un pliego de papel común, cosa que sería ridícula en 1853 en que periódicos colosales como El Eco de Ambos Mundos y El Correo de Ultramar pueden servir para alfombrar el pavimento de un gran palacio, nadie se detuvo al principio a meditar, si era o no exorbitante el precio de un real fuerte, que importaba cada entrega. Mientras no se cobraba la cuota a los suscriptores, la empresa marchaba a las mil maravillas, y los Editores podían prometerse largos días de existencias para el hijo de sus concepciones, para el fruto de sus desvelos y para el objeto de sus esperanzas; esperanzas que según ellos habían de realizar más tarde un porvenir risueño y lleno de atractivos; más luego que llegaba el momento del cobro, entonces desfogaban su despecho contra el cobrador, y se deshacían en invectivas contra el pobre Duende y aún lo que es más, no faltaba un egoísta que acusara a sus Editores, de insulsos, plagiadores y… Era un remedo de lo que pasa hoy, con El Progreso y con el Correo del Cibao. Un hombre anciano, vecino de mi padre y más avaro aún que el inmortalizado por Moliére, fue uno de los que después de haber satisfecho su pequeño contingente, se negó con obstinación a proseguir abonado. Mi padre por el contrario, si antes recibía un solo ejemplar, quiso recibir dos en adelante, sin embargo de la escasez en que vivía; porque comprendía que la prensa había llegado a ser una necesidad de la época y porque existía en él un espíritu de nacionalidad a toda prueba. Los domingos, después de haber asistido a la misa mayor, regresaba mi padre a casa, y leía a toda la familia el pequeño periódico; haciéndonos retener en la memoria a mi hermano y a mí las fábulas y poesías que por lo común insertaba. El bueno de nuestro vecino atisbaba esta hora para enviar a casa al menor de sus hijos en busca del periódico que no sin repugnancia se le remitía. Mi padre quiso persuadir al vecino en varias ocasiones, a que se suscribiera de nuevo a El Duende, asegurándole que no por eso se notaría alteración sensible en su capital; pero el vecino siempre contestaba: que no era indispensable la lectura de los periódicos; que él tenía hijos a quienes darles pan, y el tiempo estaba muy malo: y que, en fin, cuanto más podía hacer en obsequio de la empresa, era suscribirse conjuntamente con mi padre, y que cada uno pagase la mitad del importe de la suscripción. 699
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Mi padre lleno de coraje no replicó al egoísta vecino, ni le habló más nunca de periódicos, porque según el decía: así como no se puede invertir el orden natural y constante de las cosas, así no se puede pedir prodigalidad al avariento; y no obstante, el vecino continuaba enviando a buscar a mi casa el periódico. Una tarde jugaba yo, en las inmediaciones del hogar de mis padres, con mis hermanos y demás compañeros de mi niñez, y nos entreteníamos en arrojar al aire rueditas de papel, para engañar a las incautas golondrinas que volaban en gran número atraídas por la primavera. Poco rato después, uno de los hijos del vecino se incorporó con nosotros, e imitando nuestro ejemplo, sacó de su bolsillo, El Duende de aquel día, todo arrugado, y con la mayor prontitud que se ha visto, lo redujo en un instante, a una infinidad de partículas: aquel era el periódico de mi padre. Yo corrí, mejor dicho volé a mi casa e impuse a mi padre de lo acontecido; esto, como era de suponerse, dio por resultado un rompimiento eterno entre las dos familias. Mi anciano padre rebosando de cólera, y teniendo la razón de su parte, dirigió al vecino palabras poco comedidas, y aún le hirió su amor propio en gran manera; mas éste con toda la serenidad de la impudencia, sólo contestaba: que él castigaría el atrevimiento de su hijo, para que los demás no lo repitieran… Permítasenos plagiar, o si se quiere, copiar a Mr. Víctor Hugo, cuando en Nuestra Señora de París, encuentra la Reclusa a la Esmeralda, en la Plaza de Greve, que dice: ¡¡¡nuestra pluma se resiste a pintar!!! Y en efecto, nuestra pluma se resiste a pintar los disgustos, los sinsabores y los ratos de impaciencia que ocasionó a mi familia, el mencionado periódico. Baste decir que gracias al ascendiente que ejercía mi madre sobre su esposo no se ensangrentó la escena, quebrantando así uno de los preceptos, impuesto por Aristóteles. He aquí lector la historia de El Duende: a ti corresponde hacer las aplicaciones debidas, porque sabido es que en la naturaleza hay muchos seres parecidos, y que aún en los más desemejantes a primera vista, no dejan de notarse algunos puntos de contacto, después que se han examinado. Imita en horabuena al vecino de mi padre; pero nunca ¿lo oyes? nunca abuses de la confianza de un amigo, y le devuelvas roto y grasiento un periódico, que con repugnancia te ha prestado; y al que has detractado injustamente, más bien por un espíritu de egoísmo, que de retrogradación. 1853.
J. A. BONILLA Y ESPAÑA 1836-1894 José Antonio Bonilla y España, nació en Santo Domingo el 11 de febrero de 1836 y murió en la misma villa el 7 de enero de 1894. Fue hijo del prócer separatista Pedro Pablo de Bonilla. Desde muy joven se dedicó al estudio y a las letras. Miembro de diversas sociedades literarias; ejerció su profesión de abogado desde el 23 de agosto de 1866. Fue Diputado, Ministro de la Suprema Corte de Justicia, primer redactor del importante vocero El Eco de la Opinión, desde su aparición, en 1879, y asimismo redactor de El Teléfono. Fue colaborador de la importante Revista Científica, que dirigían el Dr. Guillermo de la Fuente y José Joaquín Pérez. En la edición n.o 7, de junio de 1883, publicó su breve artículo La Conjunción, en que habla de sociedades cooperativas y del proletariado; en la n.o 20, de noviembre del mismo año, otro artículo, revelador de sus aficiones folklóricas, Los cantos populares; y en los n.os 25 y 27, de diciembre de 1883 y enero de 1884, su Defensa en la causa criminal de Petrona Telemaco. 700
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En relación con la tradición de Bonilla que se reproduce ahora véase en Cosas Añejas la tradición de Penson, Profanación, y nuestro artículo De la poesía francesa en Santo Domingo, en Cuadernos dominicanos de cultura, S. D., dic. 1944. Dice Penson que no se ha podido averiguar el nombre del Padre Perozo, y que Bonilla y España le dio el convencional nombre de Fray Fulgencio (Cosas Añejas, p.90 y nota V-XXXV). La obra de Bonilla es digna de una mayor investigación. En su Necrología, publicada en El Eco de la Opinión, del 13 de enero de 1894 y en la obra del Lic. M. A. Amiama, El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, 49, 50, se habla de su labor como periodista.
La profecía
I
En la altiplanicie norte de la ciudad, frente a la puerta de San Diego y en dirección al río Ozama, existe, casi demolido por las revoluciones del tiempo y la indiferencia de los hombres, el antiguo Convento de frailes franciscanos que fue un notable monumento, y es hoy una ruina que apenas revela la soberbia y magnífica morada de aquellos siervos del Señor, modelos de sabiduría y ejemplos de caridad cristiana. Murallas informes, ennegrecidas y llenas de grietas, arcos rotos, puertas desquiciadas y abiertas y algunas paredes de los claustros, es cuanto queda de aquel edificio destruido. Entrando por la puerta principal de la iglesia se ven, a la izquierda, dos órdenes de arcos que aún permanecen de pie y erguidos, rodeando los fustes de sus columnas la trepadora enredadera, y sobre los altos capiteles el copey y el higo que enlazan sus rudas raíces, demostrando así el triunfo de la naturaleza sobre las creaciones del genio. Hacia el fondo, sombría y silenciosa, se levanta una capilla que conserva parte de su techumbre, y frente a la capilla los restos de una celda que según la tradición fue la que ocupó en vida Fray Fulgencio de Perozo, varón doctísimo, oriundo de una noble familia castellana, y a quien los infortunios le hicieron aceptar la vida monástica; a ese varón debieron sus timbres intelectuales y su pujanza en las letras humanas el doctor Núñez de Cáceres, el doctor José J. Del Monte, el doctor Faura y otros eminentes y esclarecidos hijos de esta tierra privilegiada. El tiempo demoledor de toda grandeza, ha ido convirtiendo en escombros artísticos una de las obras más hermosas e imponentes que ostentaba la que fue Atenas del Nuevo Mundo. Aquellas paredes ennegrecidas recuerdan que en ese lugar santo y sagrado, a las primeras alborecencias de la aurora y a los últimos crepúsculos de la tarde, se cantaban himnos de adoración por los piadosos moradores, que se elevaban al cielo, como el perfume de las flores y el oloroso humo de los incensarios. Dentro de la iglesia y protegidos por robustos troncos y a la sombra de tupidas ramas, había algunas lápidas de mármol blanco cuyas inscripciones borradas y confusas, denunciaban que bajo de esa losa estaban enterrados los humildes frailes que habían consagrado su vida al culto de Dios, y los orgullosos nobles, a quienes pareció estrecho el mundo para sus exageradas aspiraciones, allí como en el cementerio, la vanidad del hombre había agotado los prodigios de la forma en los epitafios, y la heráldica en los blasones de antiquísimo abolengo. Hacía muchos años que esa iglesia y el vasto edificio del convento estaban olvidados del hombre, y sólo el curioso viajero visitaba aquellas solemnes ruinas históricas, ávido de conocer los vestigios de grandeza de un siglo monumental, que fue gloria y esplendor de España. 701
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II
Corría el año de 1840. La dominación dura e injusta de occidente pesaba sobre los infortunados hijos de la antigua Primada; esa dominación que contribuyó a la decadencia de la parte española, que convirtió a la augusta matrona del Caribe en mísera esclava; dominación cruel cuyos vestigios no han podido borrar aún ni el tiempo ni la viril e ilustrada generación actual. Era la noche del 27 de Febrero; la luna iluminaba de lleno la solitaria iglesia y los abandonados claustros del convento, refractando su luz en los pedazos de mármol que conservaban parte de su blanco primitivo, noche apacible y poética, como son todas las noches americanas. Entre las espesuras de los árboles y en el recinto de las dos naves del templo describían círculos los murciélagos, las agoreras lechuzas con sus chirridos inspiraban pavor al espíritu más sereno. Daban las once en la campana del Palacio del Ayuntamiento, y a esa hora tres personas se dirigían presurosas por la calle del Hospital, hoy del Estudio, y subían la cuesta que conduce al Convento de San Francisco. Esas personas eran los haitianos Altius Ponthieux, su hermano Altidor, y un joven francés de apuesto continente. Los tres jóvenes habían concebido un proyecto audaz y sacrílego; interrumpir el solemne silencio de aquella sagrada ruina con la algazara de una orgía, con los báquicos cantares de la embriaguez. Los tres jóvenes se dirigieron con firme paso a la iglesia, traspasaron sus umbrales, e improvisando una mesa con una enorme piedra desprendida de la bóveda de la iglesia dieron comienzo a la cena. A medida que escanciaban las botellas iban sus ojos animándose por grados, y su faz primero, y después su cuerpo, tomando un aspecto infernal, que habría puesto indefinible espanto en el corazón más osado. A medida que su exaltación aumentaba, aumentaban también las voces y los gritos. Altius Ponthieux, el más atrevido, levantándose tomó una copa y cantó los siguientes versos, apóstrofe sacrílego a los que dormían el sueño eterno de la muerte:
Por un instante alzaos del polvo, monjes que dormís en estos lugares, la noche reina en este antiguo monasterio, venid a tomar parte en nuestros juegos.
Estos muros ennegrecidos, estas góticas bóvedas, vieron vuestros más dulces placeres, salid, salid de esos nichos antiguos. Franciscanos, bebemos a vuestra salud.
¡Ah! decidnos cuántas veces estas celdas ocultaron vuestros amores. Cuántas hermosas, cándidas y puras encantaron el curso de vuestros pasatiempos, ¡ah! sí, sin duda, el choque de vuestros vasos, de cien frascos hacían grato el eco de este lugar solitario. ¡Franciscanos, brindamos a vuestra salud! 702
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¡Jamás humanos ojos vieron el cuadro que siguió a esas frases satíricas, a ese acto infame! En ese instante mismo brotaron por las grietas de los muros llamaradas fosfóricas que iluminaron tristemente los muros y las lápidas, que levantadas, dieron paso a blancos y pelados esqueletos, y oculto el cráneo por la azulada cogulla, a un fraile, antiguo morador de aquel sagrado recinto. Los compañeros de Altius, cayeron anonadados ante esa visión, como los amigos de Tenorio ante la aparición del Comendador. —¡Sacrílegos! dijo el fraile, con profunda y temblorosa voz: ¿no os ha bastado las desgracias que han asolado a la infortunada Española, donde caísteis como hambrientos buitres? ¿No os ha bastado a vuestros instintos de fieras, las seducciones de las vírgenes, el martirio del patriota, el escarnio de venerados y preclaros varones, la destrucción de los mejores monumentos para edificar vuestras casas? ¿No os ha bastado tanta infamia? ¿Necesitabais más? ¡Despertar el silencio de estos muros con vuestras báquicas algazaras; retar a los que tranquilos dormían el eterno sueño en sus tumbas mortuorias! ¡Salid malditos del Señor! Estas orgías, esta profanación será vuestra última jornada. Os falta poco… La antigua Española recobrará sus bríos y su altivez, y todos los vuestros y los de vuestra descendencia caeréis bajo las lanzas de los patriotas. Salid de este asilo de paz, malditos de Dios, que dentro de cuatro años saldréis de los dominios de nuestra tierra. Calló el fraile… todo quedó en silencio… los profanadores del santo lugar, aterrados, y con acelerada marcha salieron del augusto recinto, sin atreverse a volver la cara atrás temerosos de encontrarse de nuevo con los muertos. III
El 27 de Febrero de 1844 a las tres de la mañana, el grito de ¡Independencia! dado en el histórico Baluarte del Conde, anunció al mundo el nacimiento de un nuevo Estado: de la República Dominicana. La profecía del fraile se había cumplido. EL TELÉFONO, S. D., n.o 287, Septiembre 24 de 1888.
APOLINAR TEJERA1 1855-1922 Apolinar Tejera y Penson, hermano del sabio dominicano Emiliano Tejera, nació en Santo Domingo el 6 de enero de 1855 y murió en la misma villa el 10 de julio de 1922. Importante personalidad de la Sociedad dominicana de su tiempo, en las letras, en el Clero, en la judicatura y el magisterio. Estudió filosofía y latín en el Seminario. Una de sus primeras actividades fue la del periodismo: en 1874 fundó El Centinela. Abogó entonces por la repatriación de Duarte. Abogado en 1876. Presbítero en 1881. Rector de la Universidad de Santo Domingo en 1902. Diputado en 1903. En misión diplomática en La Haya en 1907. Presidente de la Suprema Corte de Justicia en 1908, secularizado desde el año anterior. Secretario de Estado en 1913. En 1907 empezó a publicar sus demoledoras Rectificaciones históricas. 1 Acerca de Tejera véase el exhaustivo Índice de una vida ilustre, doctor don Apolinar Tejera, del Dr. V. Alfau, Durán, publicado en Clío, n.o 102, de 1955. Contiene apuntaciones biográficas, Ideario cívico, Bibliografía, Bibliografía poética, Necrología y Acerca de Tejera. En este minucioso trabajo se reseñan todos los escritos de Tejera, incluso, es claro, su Literatura dominicana, comentario crítico-histórico, parcialmente publicada en 1922.
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El grave autor de las Rectificaciones que más ahondaron en nuestro pasado histórico, fue también poeta y prosista dado a los temas sentimentales. Fue el más joven de los poetas que figuraron en la Lira de Quisqueya, de 1874. La bella Catalina, que se reproduce en esta obra, es prenda de ello. En su leyenda su imaginación lleva el tema del amor a los días del Descubrimiento, entre los indígenas, con la curiosa intervención del audaz Ojeda, hombre de hierro y de fuego, en románticos lances.
La bella Catalina Leyenda India*
I
Era el 27 de noviembre del año de gracia de 1493. La flota mandada por el Almirante Cristóbal Colón en el segundo viaje al Nuevo Mundo, compuesta de tres carracas de a cien toneladas y catorce carabelas, la cual había salido de España el 25 de septiembre del mismo año, tocaba por fin al término de su largo y penosísimo viaje, echando anclas en el puerto de Navidad, donde se había construido una fortaleza o cosa parecida, con los restos de la carabela Santa María, el año anterior, poco antes de regresar Colón a España a dar noticia de sus importantes descubrimientos a los Reyes Católicos. El Almirante y todos sus compañeros estaban impacientes por desembarcar en la Española, pero no pudieron hacerlo, porque ya el sol hundíase en el ocaso, y las sombras de la noche empezaban a ocultar la costa, y como ésta era muy peligrosa por sus escollos, fue preciso esperar el nuevo día. La noche cerró por fin y todo fue calma y silencio en la flota. ¡Qué bella e imponente debió ser la puesta del sol para aquellos que por primera vez la contemplaban bajo el hermoso y arrebolado cielo de los trópicos! Porque aunque la mayor parte de la tripulación de las carracas y carabelas eran comerciantes de baja estofa, aventureros vulgares y otros seres de la misma ralea, que no dan vuelo a la fantasía ni ensanche al alma, ello es cierto que los espectáculos de la creación conmueven hasta las piedras. Tal es, por ejemplo, el crepúsculo vespertino en estas latitudes. El sol trasponiendo el horizonte, que parece un océano de púrpura; las nubes de varios colores que manchan el puro azul del cielo; la estrella de la tarde, brillando con luz vaga e indecisa allá en el lejano oriente; las altas cimas de las montañas, reflejadas en el espacio; el canto de las aves; el rumor misterioso de los bosques, sollozo de la naturaleza por la ausencia del astro del día que la anima y vivifica; la niebla, envolviendo como un gran sudario toda la tierra; el vuelo de los pájaros nocturnos; la tórtola que interrumpe con sus gemidos el silencio que reina en esa hora tan triste en que la luz se apaga y el negror tiende su manto; son cosas que conmueven a cualquiera, aunque no tenga una organización de artista, o un corazón de poeta, ese artista por excelencia; que el hombre, por más envilecido y degradado que sea, siente y goza ante todo lo bello. Colón estuvo toda la noche en la mayor inquietud, porque, a pesar de los arcabuzazos que se dispararon como aviso apenas fondeó la flota en el puerto, todo quedó en silencio, no viéndose brillar en la costa ni siquiera una luz. La luna surgía en el horizonte; millares de estrellas tachonaban el firmamento; el mar estaba en calma, soplando un viento de tierra muy fresco y agradable, aunque impregnado de emanaciones marinas. El Almirante, que *Publicada en el periódico El País, S. D., n.os 2-4, feb. y marzo de 1877. Reproducida en Boletín del Archivo General de la Nación, n.o 60, de 1949.
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estaba en expectativa, creía a cada momento divisar algún brillo en la cercana ribera; pero todo era visión de su fantasía; solamente interrumpían la calma y magestad de la noche, el lamento de las olas al morir en la playa y el triste canto del alción. Alguna desgracia había ocurrido sin duda en la fortaleza de Navidad, así lo sospechaba Colón, y por eso estaba ansioso e inquieto. Y en efecto, el intrépido y belicoso Caonabo, Señor de la Casa Dorada, de origen caribe y carácter guerrero, irritado con los españoles que penetraron en sus territorios, se unió con otros caciques, asaltó de noche la fortaleza, la cual fue reducida a cenizas; y mató la guarnición, mermada ya por las disensiones, la avaricia, la sensualidad, y otros vicios groseros y brutales a los cuales se entregaron sin tasa ni medida los descubridores, o mejor dicho, pobladores del Nuevo Mundo; para mengua de la civilización que venían a implantar de este lado de los mares, y desdoro de tantas conquistas, que hubieran sido muy brillantes a no ser tan feroces y sangrientas. II
Colón, en el segundo viaje, había descubierto las islas de los caribes, con los que tuvieron los españoles algunas escaramuzas; porque estos salvajes eran feroces y valientes, y aunque la vista de aquellos extraños huéspedes les asombraba, no les infundía pavor. Alonso de Ojeda, joven denodado y amigo de aventuras, le arrebató a los caribes en una de dichas escaramuzas y entre otras indias, una muy garrida y hermosa, cuyo talento, gracias y demás atractivos, prendieron presto la llama del amor en el hasta entonces helado pecho del marino; y no era extraño, pues sucede con frecuencia que la belleza, hermanada con la hermosura, inspira ardentísimas pasiones aún a las almas más empedernidas e indiferentes. Ojeda, como hombre y en la flor de sus años, no pudo resistir a los encantos de esa Eva indiana, nacida en las florestas de Borinquen, y juró llamarla suya, por más que la bella Catalina, pues tal era el nombre que le daban en la carabela donde iba, le negase sus favores. El amor brota un día u otro en el corazón. Todo hombre ha nacido para amar, como todo árbol da frutos, como toda semilla encierra un germen. ¿Quién es el mortal, por misántropo que sea, o por borrascosa que haya sido su existencia, que alguna vez no hubiese estado bajo el poder del dios ciego? ¿Quién el que no haya sentido la mágica a par que irresistible influencia de una mirada o una sonrisa? Si se puede decir del amor que es una llama que calienta sin quemar, como la luz de la luciérnaga, que alumbra sin despedir calor, las miradas y sonrisas de las mujeres, son las chispas que prenden esa llama. Maldecir el amor porque trae consigo sinsabores, es como renegar del sol porque marchita las plantas, o de la lluvia porque alimenta los torrentes, o de la luz porque produce sombras, no pensando lo que sería del universo, sin sol, lluvias ni luz. El corazón sin amor es el caos, o algo menos; la nada: eso era la creación antes que Dios, por amor, pronunciase el Fiat lux. No se puede, no, vivir sin amor; porque él es el aire, la luz, el alimento del alma. La vida sin amor es como yermo erial. Fuera de él no hay sino soledad, desolación e inmovilidad; como fuera de la armonía no hay sino desorden, fuera de la luz tinieblas. El misantropismo es la enfermedad de las enfermedades. ¡Pobres misántropos! Porque su vida es como día sin sol; como lago sin murmullos; como flor sin fragancia. Porque el mundo es para ellos vasto desierto sin los oasis del deleite; sin los espejismos de las ilusiones. Es necesario e indispensable amar algo, aunque sea un ser indigno de nuestro cariño. Es necesario e indispensable 705
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cumplir esa ley grabada con indelebles caracteres en la conciencia; esa pasión en virtud de la cual se engendran y perpetúan los seres y de que es susceptible lo mismo el insecto que zumba entre las hojas, y el águila caudal que se cierne en el éter, y el pez que vive en las ondas, como el hombre, rey de todo lo creado. Sí, es necesario e indispensable amar. Por el amor venimos al mundo: por él vivimos. El amor es un sentimiento universal; un fluido que, como el aire, circula por toda la naturaleza. Se aman las flores, las estrellas, las nubes, las fuentes… Así, pues, ¿cómo podía dejar de amar Ojeda?… Aunque soñase solamente con la gloria, las riquezas, el fausto; el corazón había de buscar su centro de gravedad. Era menester que sintiera y sintió; que las leyes de la naturaleza se cumplen a pesar nuestro. Demás de que… ¿cómo librarse a la influencia de una mirada lánguida, de una tierna sonrisa, de una voz arrobadora como dulce, melodiosa música?… III
La bella Catalina fue robada siendo muy niña por los caribes, los que acostumbraban devorar los hombres, conservando las mujeres para hacerlas sus esclavas. Muy agradecida debía estar la hermosa isleña al bravo y apuesto joven que al devolverle la libertad que lloraba perdida para siempre, le daba también su corazón; pero ella no sentía por él aquel afecto que sintió Alaida por Cortés y que la hizo tan desgraciada. Alonso, por desgracia, no era simpático ni hermoso; le inspiraba gratitud a Catalina, pero no amor; y ésta, que era buena y compasiva, deploraba sinceramente no corresponder a su bienhechor; pero el corazón se obliga en vano, porque la razón no vence al sentimiento. Por otra parte, el verdadero amor no se introduce por las puertas de la gratitud, sino de la simpatía: Catalina no podía amar a Ojeda. La bella Catalina estaba siempre cortejada por toda la tripulación de la carabela, porque tenía ese encanto poderoso e irresistible de ciertas mujeres que con una sola mirada avasallan los corazones más altivos. La hermosura de la isleña era deslumbradora; poseía, tal vez sin saberlo, el imán de la simpatía; y como acontece en otras de su sexo, sus desdenes enajenaban, y su indiferencia enamoraba más y más. Por eso la pasión de Alonso aumentaba día por día, aunque no brillase para el enamorado joven la luz de la esperanza; lo cual, dado su carácter impetuoso y demasiado violento, era un cruel martirio; porque los espíritus inquietos y veleidosos no gustan sino de situaciones extremas, y no habiendo podido captarse el amor de Catalina, deseaba arrancar de su corazón un dardo que a pesar suyo le penetraba cada vez más. Si hubiera reflexionado que entregándose, como solía, a la desperación, exacerbase la profunda herida de su alma, y que mejor hubiera sido apurar el cáliz de su dolor por amargo que fuese, quizá se habría al fin consolado, porque temprano o tarde, el amor, sin la esperanza de poseer el objeto amado, muere, como las flores al faltarles el rocío. Todo está compensado; y el tiempo es bálsamo que cura eficazmente las más graves dolencias; bien que quedando el alma a manera de terreno calcinado por la lava de un volcán, porque el desengaño es la noche del amor. IV
Entre tanto la flota, a pesar de la gran calma siempre reinante en aquellos mares, se acercaba poco a poco a la Española a merced de las corrientes. Una hermosa mañana, apenas despuntó el sol en el horizonte, empezaron a verse a lo lejos las azules montañas de Quisqueya; y todo fue júbilo y contento en las carracas y carabelas. Solamente un joven 706
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permanecía melancólico y taciturno en la popa de una de ellas, contemplando con fija mirada el eterno movimiento de las olas. Al ver su semblante, se comprendía al punto que algún pesar acerbo e intenso devoraba su corazón; tal era la profunda tristeza estereotipada, por decirlo así, en ese rostro tostado ya por el sol ardiente de los trópicos. ¿Qué penas martirizaban a ese joven? ¿Qué pensamientos tan tristes y sombríos absorbían su atención, que ni siquiera hubo de apercibirse del ruido y algazara que había a bordo de los buques? ¿Qué reflexiones le sugerían esas movibles olas, que pasan y mueren unas tras otras, como pasan y mueren las generaciones, los hombres y las cosas? ¿Por qué no iba a confundirse con sus alegres compañeros para participar de su contento? ¿Quién era ese mancebo que en la flor de sus años como que le abrumaba la existencia?… V
Las horas transcurrieron unas tras otras; los arreboles del crepúsculo matutino pasaron lentamente, produciendo bellísimos cambiantes de luz; el astro del día iluminaba ya todo el orbe, y sin embargo, Alonso de Ojeda (pues era él) seguía caviloso y estático en la misma posición en que le sorprendió la aurora. De repente se oyó una voz de mujer preludiando un “areíto” o canción india, y era esa voz tan dulce y melancólica a la vez, que parecía entonada por alguna ninfa de las aguas ocultas entre las ondas. Era Catalina la que cantaba, y apenas la oyó el enamorado Ojeda, se irguió como movido por un resorte, avanzando hacia la hermosa isleña que al verlo le sonrió dulcemente; sonrisa que valía un mundo de goces para Alonso y que sin duda le compensó muchas horas de martirio, porque sólo el que ama es capaz de apreciar lo que vale una dulce sonrisa o una cariñosa mirada del ser amado. VI
La bella Catalina dejó de cantar, fijando sus bellos y rasgados ojos en Ojeda con expresión de gratitud. —¿Me amas?, le dijo el joven después que la miró un instante, pero como ella guardase silencio, ¿me amas? continuó; respóndeme, Catalina, aunque tu respuesta me dé la muerte que prefiero mil veces a vivir sin tu amor. Quiero saber si me amas para vivir o morir. Sufro muchísimo Anaibelca (este era el nombre de la india) y tú sola me harás dichoso. Yo vivía feliz antes de conocerte. Los viajes, los descubrimientos, las aventuras, la vida errante, eran el ideal de mis ensueños. Me prometía un porvenir libre y venturoso; pero el hado te colocó en mi camino. Tú me robaste mi calma; devuélvemela: Catalina, hazme feliz, aunque muera al oírte que me amas… Ojeda iba a continuar su discurso, cortado por la emoción; pero notó que Catalina lloraba, y el semblante del joven se alegró de súbito, porque tal vez creyó que había movido a compasión a la isleña; y como de la compasión al amor sólo hay un paso, con el corazón mecido por dulces ilusiones, porque los enamorados se engañan fácilmente; se atrevió a decirle: —¿Te has compadecido de mí? ¿Me amas? ¡Ah! qué dichoso seré, Catalina… —No puedo amarte, contestó la india apresuradamente y en mal español, no puedo darte mi corazón; mi gratitud es tuya; pero mi amor no, porque no siento por ti esa pasión. Yo te daría mi vida, pero amarte no me es posible porque dicen que el amor nace en el alma al rayo de una mirada, como nacen las flores en la pradera al beso del sol; y mi alma está tranquila y serena como las aguas de un manantial oculto en el bosque. Sufres… yo también sufro porque no quisiera ser la causa de tu dolor… 707
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VII
El infeliz joven, que esperaba una esperanza, siquiera lejana, cayó en un abatimiento profundo. La india para consolarle, le habló de la juventud, de lo porvenir, de la gloria, del amor que podían ofrecerle otras mujeres. —La juventud, dijo Ojeda con lastimoso acento, ¡ay! la juventud… la gloria… lo porvenir… Catalina, la juventud sin amor es como día sin sol; y la gloria, cuando aquella pasión no se alberga en el pecho del hombre, es como sol sin mundos que alumbrar ni vivificar: lo porvenir, roto ya el prisma de mi vida, es como noche sin aurora ¿qué podrán ofrecerme otras mujeres Anaibelca, si una me ha hecho tan desgraciado? El joven iba a proseguir y la voz se ahogó en la garganta; pero haciendo un esfuerzo supremo, sin duda para no aparecer débil ante Catalina, aunque estaba muy abatido, y recobrando su genial altivez, le dijo a la isleña: —Nunca podré olvidarte, hermosa indiana, pero no te hablaré más de esta pasión tan malhadada e infausta, la cual ha absorbido todo mi ser. ¿Ves esa isla a donde nos dirigimos? pues en ella nos separaremos para siempre. Muy duro me es acostumbrarme a la idea de vivir sin ti… pero sabré hacerme superior al dolor que me anonada… ¿Por qué temblar?… yo siempre he permanecido sereno en las borrascas más furiosas del océano, ante los elementos irritados; y con mi arrojo logré arrebatar mi carabela al furor de las olas, ¿por qué no puedo hoy imponerme al corazón y marcarle otro rumbo?… Pero si muero, Catalina, y llega hasta ti la noticia de mi muerte, derrama algunas lágrimas a mi memoria, porque tú serás mi postrer pensamiento; y porque tu llanto me regocijará en la eternidad… Adiós, añadió Ojeda mirando con profunda tristeza a la isleña, que le extendió su mano, la cual apretaba el joven con frenesí; que seas dichosa, y que en el amor que te inspire otro hombre, no apures el veneno del desengaño. Catalina iba a contestar, pero Alonso se apartó de ella bruscamente, y fue pálido y agitado, a perderse entre sus compañeros, que al verlo exclamaron casi en coro: ¡pobre Alonso! VIII
En las soledades del océano, en el corazón de una selva, y donde quiera que reina la tranquilidad, el amor es más puro y vehemente que entre la algarabía y confusión de las ciudades. Parece que el alma, sin muchos objetos que la halaguen en el mundo exterior, se entrega enteramente a la pasión que la domina y absorbe por completo. El olvido, sepulcro del amor, como de casi todos los humanos afectos y las humanas cosas, el olvido, una de las tantas fases de eso que se llama corazón, no marchita tan fácilmente con su soplo letal las ilusiones acariciadas en horas de placer y deliquios, cuando los seres que se aman, viven, como dos palomas en su nido, lejos del ruido mundanal. La mujer, fuerza es ser justo y confesar la verdad, que es la última que olvida, pues conserva, como las vestales el fuego del sacrificio, viva en su pecho y por mucho tiempo latente, pero incesante, esa pasión que es su martirio y su gloria, su infierno y su edén, está menos expuesta a las ingratitudes de los hombres en el retiro apacible del campo o sobre el lomo inquieto de los mares, que en el maremagnun de la sociedad. En el mar, donde la criatura se encuentra, por decirlo así, faz a faz con su Creador, es que el hombre ama con toda la fuerza de su corazón. Venus nació de la alba espuma de los mares; las ondinas son los espíritus del agua. Por eso Ojeda amaba con frenesí, como todo corazón juvenil. Por eso su pasión era, 708
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si decimos, profunda como el océano; inmensa como el espacio. Y no podía ser de otra suerte. Ojeda no sólo amaba por primera vez, sino en un clima tórrido, y a una mujer bella como un ángel, melancólica como un lirio, hermosa como una hurí. Así que, compadezcamos al desgraciado Alonso, perdido en las sierpes de una pasión sincera, pero condenada a extinguirse por no ser correspondida; compadezcámosle, pues seguro es que hay muchos que sufren de idéntico mal, porque las mujeres (no quisiéramos decirlo) aman casi siempre al que menos las estima y comprende. IX
En la tarde de ese día tan terrible para Ojeda, pues que perdió por completo las pocas ilusiones que acariciaba, fondeó la flota frente al puerto de Navidad: volvamos ahora al principio de esta leyenda. Viendo Colón que a pesar de haber amanecido, nadie aparecía en el puerto, y teniendo además algunas noticias vagas sobre el desastre de la fortaleza, por unos indios que cautelosamente se acercaron durante la noche al buque en que él se hallaba, dispuso que fuesen algunos a tierra para saber con certeza lo ocurrido; pero estos sólo encontraron unos cuantos escombros cubiertos ya por la yerba. La villa del cacique Guacanagarí estaba también destruida. Cuando la tripulación supo que la fortaleza de Navidad no existía ya, y que ninguno de los hombres que la custodiaban aparecía por sus contornos, ni se tenía noticias de ellos; indignóse contra Guacanagarí, a quien supusieron desde luego autor del desastre del fuerte, y de la dispersión o muerte de los treinta y cinco españoles que allí habían quedado bajo las órdenes de don Diego de Arana. También el Almirante se apesadumbró mucho, pero no dudó como los demás, de la lealtad del cacique, porque conocedor de los hombres, estaba persuadido de que Guacanagarí era sincero y de buena fe; como suponía asimismo, que las desgracias ocurridas en la Navidad, o sea en la primera colonia europea fundada en el Nuevo Mundo, tenían origen entre los mismos que mandaba Arana, pues se ve con frecuencia germinar la disociación y el desorden donde quiera que hay un puñado de hombres. X
Como transcurrieron algunos días sin saberse en los buques lo dicho por los indios a Colón la noche de la llegada de la flota y que fue confirmado más tarde por los que se mandaron a tierra; dispuso nuevamente el Almirante que algunos fuesen con cautela a explorar los alrededores de la destruida fortaleza, con el fin de averiguar algo respecto de Guacanagarí, que era el que podía decirle con certeza el destino de Arana y sus compañeros. Habiéndose internado mucho los exploradores, encontraron al cacique en una choza situada lejos de la costa: estaba herido en una pierna y se mostró muy quejoso de los españoles por su comportamiento; pero le prometió al jefe de los expedicionarios ir a visitar a Colón, cuando estuviese sano: en cuanto a Arana y sus treinta y cinco hombres, todos habían muerto según el cacique. Aunque Guacanagarí habló a los españoles con la mayor franqueza y los trató de la manera más cordial, todos, excepto el Almirante, continuaron dudando de su lealtad; y como a pesar de hallarse completamente curado de la herida que recibiera la noche que Caonabo asaltó la fortaleza, no fue a ver a Colón según lo había dicho y prometido, la tripulación se creyó con suficientes motivos para llamarlo pérfido y traidor. Guacanagarí se presentó al fin; pero 709
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eso no fue bastante para que la tripulación lo creyese de buena fe y confiase en sus ofertas, y vino a persuadirla en sus falsas sospechas, lo que aconteció en la flota poco después de la visita del cacique. XI
Como Catalina era muy hermosa al par que seductora, y teniendo Guacanagarí el corazón impresionable; pronto se enamoró de la isleñas a quien requirió de amores. La bella Catalina, de naturaleza viva y ardiente como casi todas las hijas del trópico; y habiendo nacido para la vida sentimental, al ver al cacique, sintió algo extraordinario e inexplicable para ella; y cuando Guacanagarí le habló de su pasión, prometiéndole a la vez que sería la preferida entre sus demás mujeres; no pudo menos que corresponderlo, enajenando así su corazón, libre hasta entonces como las brisas de las montañas de su patria. La bella Catalina amaba a Guacanagarí con todo el frenesí de un alma que por primera vez se abre a ese divino sentimiento, que es fuente de inefables fruiciones, como también almáciga de acerbos pesares; de ese vaso de miel con acíbar; de esa hermosa y fragante flor erizada de espinas que se llama amor. La mujer que ama con verdadero cariño, todo lo reconcentra en el ser amado: él es, si decimos, el astro; ella la atmósfera: él el cuerpo; ella la sombra. Olmo y yedra. Por eso es que el amor es todo un poema en la mujer; por eso para Anaibelca el mundo estaba condensado en un solo nombre: Guacanagarí. XII
Lentos y monótonos pasarían los días para la enamorada isleña, desde aquel en que se ausentó el cacique de la carabela, hasta que volvió a verlo; porque los que se aman necesitan verse a menudo para referirse mutuamente sus cuitas y penas, sus temores de hoy y sus rientes esperanzas de mañana. Y es que la mujer, desde que ama, deifica el ser amado, y levantándole a su ídolo un altar en el corazón, no puede menos de rendirle homenaje, de adorarlo con inefable cariño, de entregarle, por decirlo así, toda el alma; que para ellas el amor es una especie de fanatismo bello y sublime. Desde el instante en que Catalina amó a Guacanagarí, hubo de comprender lo triste de su situación; pues arrebatada a los feroces caníbales, de los que era sierva, y conducida a bordo de un buque donde recibió muy buen trato por gente que no conocía, y donde encontrara un amante; ni siquiera pensó en su suerte futura; pero convencida después que sólo cambió de amos, aunque ventajosamente, hubo de afligirse sobremanera, porque el cautiverio siempre es amargo. Siendo una pobre cautiva, no podía unirse a Guacanagarí; y ante esa triste idea, sus ilusiones se velaron con negra nube. Vivir sin Guacanagarí era imposible porque ella lo llevaba incrustado en el corazón, habiendo tenido que arrancárselo para olvidarlo; y sin el corazón no se puede vivir; permanecer cautiva, era también imposible; porque temprano o tarde tendría que abandonar al cacique, a lo que, para ella, era preferible la muerte. Cuando dos corazones llegan a unirse con estrechos vínculos; cuando dos almas se confunden en una sola por la fusión misteriosa de las simpatías y del amor; no es dable separarlas, sin herir de muerte aquellos dos seres que nacen el uno para el otro; porque las leyes naturales, si así pueden llamarse esos poderosísimos impulsos que arrastran al hombre, bien o mal su grado, a buscar a la mujer, como la piedra su centro de gravedad, no se quebrantan nunca impunemente. 710
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XIII
En tan crueles angustias pasó largo tiempo la bella Catalina, pero se consoló un tanto al pensar que Guacanagarí podría conseguir su libertad con el Almirante; lo cual fue un lenitivo a sus pesares. Solicitada ésta por el cacique, y negada por Colón, se creyó la isleña perdida para siempre; pero como las mujeres ven en su amador un ángel tutelar en quien confían ciegamente, la pobre Catalina no tuvo otra esperanza que Guacanagarí; y resuelto éste a poseerla, no vaciló en proponerle el único arbitrio de que pudo echar mano en aquel momento. Transcurrió ese día, tan terrible para los dos amantes, en las más crueles incertidumbres, hasta que por fin vino la noche con sus nieblas, augusto silencio e imponente majestad. Todo era calma en el mar, en los buques, en la naturaleza. Ni aún se escuchaba siquiera el monótono canto del alción, que siempre pasa la noche en algún peñasco de la costa. La luna recorría el firmamento como un globo de fuego perdido en la inmensidad del espacio; sus rayos, quebrándose en la azulada superficie del océano, semejaban millares de serpientes luminosas. ¡Qué noche tan bella y serena! El cielo tachonado de rubios luceros a modo de hermosos blandones; la brisa esparciendo la fragancia de las florestas vecinas a la costa; las blancas nubes, formadas por los vapores de la tierra y las emanaciones del mar, que ascendían a la zafirina bóveda como graciosas y gigantescas espirales de humo; todo era encantador y poético aquella noche apacible… XIV
De repente la bella Catalina, que sin duda estaba en vela, vio brillar la luz de un hacho en la lejana ribera; y el corazón le palpitó con violencia por el inminente peligro que iba a correr desde ese momento; pero hizo un grande esfuerzo, como el náufrago que después de haber luchado mucho tiempo con las olas, descansa un instante para tomar aliento y proseguir de nuevo su lucha entre la vida y la muerte. Entonces Anaibelca se deslizó con cautela por uno de los costados del buque, y con atento oído y ojo avizor, esperó un instante asaz largo y peligroso para ella. Al fin aquella luz que la bella Catalina miraba con tanta ansiedad, describió algunos círculos en el aire, y como sin duda esa era una señal convenida de antemano entre ella y el cacique, la hermosa india, suelto el cabello cuan largo era, y casi desnuda, se arrojó al mar, en el mismo momento en que, bien porque alguien en la carabela hubiese visto aquella antorcha agitada varias veces en la ribera y en la misma forma siempre; o bien porque Catalina hiciese algún ruido no obstante sus muchas precauciones, es lo cierto que la tripulación se sobresaltó, porque casi todos desconfiaban del cacique Guacanagarí, e incontinenti, se echó un bote al agua en persecución de la persona que nadaba hacia la playa, sin sospechar que fuese la bella Catalina, como todos la llamaban. Pero la india, cortando las ondas con gracia y ligereza a modo de una sirena, ganó al cabo de algún tiempo la costa por el lugar en que la esperaba el cacique; por manera que pudo burlarse de los que iban en su perseguimiento. Guacanagarí le extendió los brazos, en los cuales se arrojó Catalina casi desmayada por el peligro y la fatiga; pero éste, dándole un beso en la frente y abrazándola con cariño, murmuró algunas palabras a su oído; en tanto que la luna se ocultaba entre algunas nubes, como para que el séquito del cacique no fuese testigo de esa escena de amor y ternura. Así que hubo pasado tan gratísima emoción, Guacanagarí y la bella Catalina huyeron a lo más profundo de las montañas, donde es fama que vivieron felices. El amor sin celos 711
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ni decepciones, hace dichosos aún a los seres más desgraciados; bien así como el astro de la noche, la engalana y hermosea. ¿Qué fue entretanto del desdichado Alonso de Ojeda? No lo dice la crónica que nos ha servido para hilvanar esta leyenda. 1875.
ALEJANDRO LLENAS 1844-1902 Alejandro Llenas Juliá nació en Santiago el 14 de febrero de 1844 y murió allí el 29 de mayo de 1902. Médico graduado en la Universidad de París, en 1874, cuya tesis doctoral fue alabada por el célebre Dr. R. Emeterio Betances en Correspondencia de París, inserta en el periódico El Porvenir, de Puerto Plata, el 3 de mayo de 1874. En 1875, al siguiente año de su regreso a la Patria, fue Diputado por Santiago. Sirvió importantes cargos y misiones diplomáticas, en Haití y en Roma. Obtuvo la encomienda pontificia de San Gregorio el Magno y perteneció a diversas sociedades científicas del exterior. Como hombre de ciencias publicó su estudio Descubrimiento del cráneo de un indio ciguayo en Santo Domingo, opúsculo publicado en francés en Nantes. (Hay traducción del Lic. C. Armando Rodríguez, publicada con notas de V. Alfau Durán, en Clío, n.o 78, de 1947). Fue uno de los primeros dominicanos que se consagraron al cultivo de la historia patria. Publicó algunos opúsculos, citados en las mencionadas notas del Dr. Alfau Durán, y diversos artículos dignos de ser recogidos, entre otros los publicados en el periódico El Dominicano, de 1874 (Invasión de Toussaint Louverture e Invasión de Dessalines, reproducidos en nuestra obra Invasiones haitianas de 1801, 1805 y 1822, S. D., 1955); Minas, en El Porvenir, de Puerto Plata, n.o 779, de 1888; Expedición de Penn y Venables, en El Teléfono, S. D., n.o 623, 18 de junio 1894; La Isabela, en El Eco del Pueblo, Santiago, n.o 295, de 1891; Campaña de 1845 y Guerra de Independencia, en El Eco del Pueblo, Santiago, n.o 118 y sig., julio 1884; y otros, de los cuales hay copia en la Sociedad Amantes de la Luz de Santiago, y que formarían un libro. La boca del indio, que se inserta en esta obra, fue reproducida en el diario La Opinión, S. D., edición extraordinaria, del 30 de marzo de 1932. Acerca de Llenas, como periodista, véase Lic. M. A. Amiama en El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, pp.46, 47 y 54. Cita en Sócrates Nolasco, Viejas memorias…, p.28. En su reciente opúsculo La revolución haitiana y Santo Domingo, S. D., 1968, p.88, el Dr. Emilio Cordero Michel alaba justamente la sagacidad de Llenas como historiador.
La boca del indio Fantasía Indígena
Prendado de las excelentes condiciones de nuestra Isla, quiso el Descubridor que fuese ella el centro de donde irradiara la civilización cristiana por todo el Nuevo Mundo. Y para asegurarse de su posesión, estableció varias fortalezas. Una de ellas, la Magdalena, la situó a diez leguas al oeste de la Concepción, sobre la margen del gran Yaque, a la entrada de las montañas del Cibao, condiciones topográficas que corresponden a las del fuerte de nuestro Santiago. Bien pronto se levantó en aquella eminencia un grupo de bohíos, rodeado de trincheras y fosos. Para defender tan importante posición militar, escogió el Almirante al joven capitán Alonso de Ojeda ya conocido por su intrépido valor; y dejándole la fuerza que le pareció suficiente, se retiró para regresar a la Isabela. 712
EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | TRADICIONES Y CUENTOS DOMINICANOS
La Magdalena se encontraba en dominios del nitaíno Guatiguaná, uno de los jefes más valientes del Cibao, digno vasallo de Caonabo, Señor de la Casa de Oro. No era hombre Guatiguaná para soportar mucho tiempo en su vecindad la presencia de aquellos extranjeros: no temió intentar expulsarlos de sus tierras; y de repente se vio Ojeda asediado por numerosas huestes indígenas. El valor y la pericia y las armas de los castellanos fueron suficientes para rechazar los asaltos del enemigo. Pero cada día se renovaban los ataques; cada día era preciso hacer frente a nuevos combates, con gran perjuicio de los cristianos, cuyas fuerzas mermaban en cada jornada, mientras que los indios sus numerosas pérdidas fácilmente reponían. Días pasaron en esas alternativas y asaltos; ya los cristianos veían escasear el alimento: ya apenas les permitían sus fuerzas bajar al río por agua, las armas en la mano. Una tarde se encontraba Ojeda en la trinchera, contemplando la caída del sol, que parecía augurarle su próxima caída. Noches antes, había despachado al indio cristiano Juan Mateo para que fuese a noticiar al Almirante su desesperada situación, y ni aún noticias había del mensajero, que sin duda, pensaba él, habría caído en poder de Guatiguaná. Sumergido estaba en sus amargas reflexiones, cuando de repente, levantó la cabeza… creyó haber oído un toque lejano de trompeta… ¿Acaso será ilusión de sus sentidos debilitados? ¡No! los toques se repiten y se acercan, anunciando la llegada de un auxilio. Sus soldados también los han oído y acuden presurosos. También los ha oído y reconocido el enemigo: los indios, levantándose como un solo hombre, de entre matorrales, saltan sobre sus armas y se aprestan a recibir el ataque. Ojeda también forma sus escasos soldados, y se dispone a secundar a sus amigos con una vigorosa salida. Ya se trabó el combate. Los certeros disparos de los arcabuces, la carga de la caballería, los furiosos embistes de los perros corsos no tardan en dominar el inútil valor del indio mal armado. Cediendo a la necesidad, Guatiguaná da la señal de retirada; sus guerreros bajan precipitadamente las cuestas, se lanzan al río, lo atraviesan y desaparecen entre las malezas de la orilla opuesta. Sólo un pequeño grupo, cercado por el enemigo, resiste, con desesperación; pero no tarda en sucumbir casi todo. Un guerrero permanece de pie, defendiéndose de las lanzas y espadas con su pesada macana. Es un hombre joven, de cuerpo atlético, cuyos ojos lanzan rayos de enérgica resolución. De repente, cae él también; y un soldado castellano se abalanza, espada en mano, para darle el golpe de muerte; pero Ojeda lo ha visto, y, admirador del valor enemigo; ¡detente! grita al soldado, ¡sálvale la vida!” Y acudiendo rápido, arranca la macana de la mano desfallecida del indio, lo levanta en sus robustos brazos, sube hacia el fuerte y allí lo deposita en su propio bohío. Oscurecía ya, cuando las tropas castellanas penetraron en la fortaleza libertada; y los soldados de Ojeda pudieron, esa noche, gozar de un descanso bien merecido. Después de tomar nuevas disposiciones que hicieran inútil cualquier nueva agresión, y de dar nuevo refuerzo a la guarnición, el Almirante, al otro día, pasó a tener con Ojeda un largo coloquio. Conclúyese aquella secreta conferencia con estas palabras de Ojeda: “Confiad en mí, señor Almirante, lo pondré en vuestras manos”. Habiendo asegurado la defensa de la Magdalena, Colón tomó de nuevo el camino de la Isabela.
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Pocos días tardó el indio prisionero en reponerse de sus heridas. Ojeda mismo lo curaba, tratándole con atenciones que rayaban en cariño, sin que, por ello, pudiese ablandar la fiereza de Maniatibel, que así se llamaba el indio. Viéndole restablecido, “Maniatibel”, le dijo un día el Capitán español, “¿te sientes sano? ¿puedes marchar?… Sin duda deseas saber qué haré de ti, acaso temes ser llevado a las carabelas y desterrado de tu país… Pues bien, así te salvé de la muerte, quiero salvarte de la esclavitud. La puerta de la fortaleza está abierta para ti: Eres libre”. A tan generosas como inesperadas palabras, no pudo resistir el indómito corazón del indígena. Tomando las manos de Ojeda: “Bien veo que hay almas grandes entre los cristianos. ¡Sí! aprovecharé tu generosidad”. Y señalando una alta barranca hacia el poniente del otro lado del río: “Allí está mi bohío; allí me esperan esposa e hijos queridos. Iré donde ellos. Pero antes de separarme de ti, quiero que seamos hermanos guatios”. Y tomando la daga de Ojeda, abrióse una pequeña incisión en el brazo, otra hizo en el brazo del Castellano; y mezclando sangre con sangre: “De hoy más, le dijo, te llamarás Maniatibel, y yo, Alonso de Ojeda. Soy tuyo por la vida”. Luego, dando un cariñoso abrazo al capitán español, bajó lentamente del fuerte hacia el río, dirigiéndose a su morada.
Era Maniatibel un hombre en cuyo valor y fidelidad confiaba Caonabo mismo. Viviendo a la entrada del camino que por el Cibao conduce a la Corte del Señor de la Casa de Oro, había recibido el encargo de señalar cualquiera invasión de los cristianos con un grito de alarma, que, repetido de loma en loma por otros centinelas indios, debía llevar al gran cacique la noticia de la invasión casi con la rapidez del moderno telégrafo. Una noche contemplaba Maniatibel, a la espléndida claridad de la luna, la tranquila extensión de la sabana dominada al Este por la alta mole de la Fortaleza, cuando cayó su vista sobre un grupo de jinetes castellanos, que, en el silencio de la noche, se dirigían al río para vadearlo por el paso que conducía a las montañas. Ya se disponía el indio a lanzar el estridente grito de alarma, cuando, por lo brioso del corcel, el porte esbelto del jinete y el penacho que ondulaba sobre su morrión, reconoció a Ojeda. ¿A qué venía por allí el jefe de la Magdalena? ¿Cómo se atrevía a pasar a las tierras del Cibao?… Penosa lucha se trabó entonces en el corazón del indio: si callaba, traicionaba el deber de su encargo: por otro lado, su grito sería quizás la sentencia de muerte de aquel que le diera la vida y la libertad: sorprendido en las montañas por los guerreros de Caonabo, Ojeda debía sucumbir y, prisionero, perecería en las llamas en la corte de Maguana. Tan espantosa idea sofocó en el indio cualquiera otro sentimiento: Maniatibel permaneció en silencio, y, Ojeda, pasando el río, pudo internarse, sin ser descubierto, por el camino de la sierra. Pasaron días sin que ningún rumor llegase a Maniatibel de la suerte del castellano. Sin duda el temerario Ojeda pagaría con la vida su malhadada expedición; pero, en todo caso, no era él, Maniatibel, la causa de la pérdida de su guatio. Y este pensamiento consolaba en algo su ansiedad y acallaba el remordimiento del deber traicionado. Un día, estaba el sol en medio de su carrera, y Maniatibel, sentado a la sombra de un árbol; procuraba disipar en el humo de su calimete sus angustiosas reflexiones, cuando oyó como un tropel de caballos. Levantándose dirigió la vista hacia el camino y vio efectivamente un grupo de jinetes castellanos: era Ojeda con dos compañeros, que bajaba de las montañas. Pero el corcel de Ojeda no llevaba sólo a su dueño: en ancas del caballo, atado de espaldas al cuerpo del capitán español viene un hombre, un indio prisionero… Crece el asombro de Maniatibel… ¡Oh 714
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sorpresa!… el indio prisionero es… No, Maniatibel no puede creer a sus ojos… Sin embargo, no hay duda: el indio prisionero es el propio Caonabo, el gran cacique del Cibao, ¡el Señor de la Casa de Oro!… Y entonces Maniatibel comprende la temeraria empresa de Ojeda y su éxito inverosímil. El cacique, engañado por el capitán español, se ha visto arrebatado de medio de su corte, de sus guerreros atónitos, y Ojeda lo lleva cautivo para entregarlo al Almirante. Entonces, la desesperación se apodera del ánimo de Maniatibel. Viendo a Ojeda pasar el río y desaparecer por el camino de la Isabela, él ve perdidas las últimas esperanzas de su raza: cautivo Caonabo, para siempre pereció la independencia indígena; nada se opondrá ya a la invasión extranjera. Los indios, acosados por doquiera, morirán en las cuevas de las montañas inaccesibles o en las cadenas de dura esclavitud… Y en tanta desgracia, gritaba Maniatibel, golpeándose el pecho y mesando con las uñas su cabellera de ébano, soy yo el culpable: ¡Traicioné mi deber, sacrificando a la amistad de un extraño la independencia de mis hermanos, la existencia de toda mi raza! ¡Soy indigno de ver la luz del día, indigno de pisar el suelo sagrado de mis abuelos!… Y así diciendo, corre de aquí, de allá, como una fiera rabiosa; la locura se apodera de sus sentidos exaltados y lo lleva a lo más alto de la empinada barranca; y desde allí se precipita el desgraciado en los remolinos del Yaque. Su cuerpo desapareció para siempre en el abismo de las aguas. Pero su espíritu sigue vagando por las pendientes de la barranca, condenado que está a repetir siempre, siempre, todo grito que se lance desde la ribera… No es el eco que repite aquellos ruidos, aquellas voces; ¡no! Es la boca del indio.
EMILIANO I. AYBAR1 c. 1853-1908 Del maestro, escritor, periodista, legislador y magistrado Emiliano I. Aybar tenemos escasas noticias. Falleció en Montecristi el 29 de agosto de 1908. Aybar tuvo la gloria de ser amigo de José Martí. En 1893 le acompañó en la travesía, en bote, de Montecristi a Cabo Haitiano. Fue pues simpatizador de la causa de Cuba, a la que dedicó la prédica de su periódico El Montecristeño, de 1894-1895, suspendido por el Gobierno de Heureaux en vista de las quejas del Gobierno de España. Entonces el periódico cambió de nombre: se llamó El Noroeste, y lo dirigió, aunque sólo de nombre, un hijo de don Emiliano, el joven Manuel Aybar S. El activo periodista y patriota, que tan buenos servicios prestó a Cuba, tenía en Montecristi una pequeña imprenta, de noble destino. Sus Breves apuntes históricos de la Restauración, publicados en 1883, los reprodujimos en nuestra obra Diarios de la guerra dominico-española, S. D., 1963, p.30; y su breve folleto acerca del prócer Santiago Rodríguez, aparecido en 1897, lo publicamos de nuevo en el periódico La Nación, S. D., 16 de agosto de 1944. El Tesoro de la familia Álvarez, opúsculo que ahora se reproduce, fue publicado en Montecristi hacia el 1900. (Se omite el Prólogo de Virginia E. Ortea). Su semblanza de Federico de Jesús García, publicada por él en el periódico montecristeño Los Nuevos Poderes, el 10 de septiembre de 1885, fue reproducida por el Dr. V. Alfau Durán en Clío, n.o 82, p.106. 1 Noticias de Aybar, como periodista, en M. A. Amiama, El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, p.56. Acerca de sus relaciones con José Martí y Máximo Gómez, véanse nuestras obras Martí en Santo Domingo, La Habana, 1953, pp.90, 380, 395, 479, 489, 505-508, 511; y Papeles dominicanos de Máximo Gómez, S. D., 1954. p.41.
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El tesoro de la familia Álvarez Tradición montecristeña*
Era el año 1586. La isla de Santo Domingo se veía amenazada por los piratas que cruzaban estas comarcas. Ya el Almirante inglés Francisco Drake recorría las costas de la antigua Hispaniola, y amenazaba con invadir el territorio. La Isla Tortuga, situada al Norte de Port-Paix, era por entonces una guarida de bucaneros y filibusteros que invadían de tiempo en tiempo el territorio hasta Cabo Haitiano y Montecristi. Por aquel tiempo vivía en esta última ciudad una rica y opulenta familia isleña, oriunda de Baracoa, isla de Cuba. Era fama, y así lo cuenta la tradición, que don Manuel Álvarez era un señor muy rico y también un tipo de belleza en toda la extensión de la palabra; de fisonomía noble y simpática, ojos azules, nariz aguileña, cutis terso y sonrosado, bigote algo rubio y buena estatura. Su esposa, doña Tomasina Arocha de Álvarez, era una de esas lámparas del santuario doméstico, tronco bendito con fruto de bendición; y así era en efecto, pues estos esposos tenían una hija, Teresa, que constituía el orgullo, la delicia y el encanto del hogar. Teresa apenas contaba catorce año; bella como un ángel, su voz agradable, amena; confundíase con esa tierna armonía que pone los corazones en un éxtasis celestial, su sonrisa angelical y pura le daba no sé qué de atractivo a sus mejillas de carmín y rosa; y por último, ¡su conjunto era una divinidad! Don Manuel vivía mucho más al oeste de donde existe hoy la población de Montecristy, pues en aquel entonces la ciudad se levantaba más próxima al mar, y sus edificios eran en su mayor parte de mampostería. La casa que habitaba la familia Álvarez no obedecía a ningún orden de arquitectura; era uno de esos edificios vetustos, sólidos y cómodos, creo que databa del tiempo de Bolaños cuando en 1533 fundó la ciudad con 60 labradores. La envidia o la maledicencia, que entonces como ahora se ceban del que algo tiene, hacían correr algunas versiones acerca de cómo había acumulado tanta riqueza aquella familia. Unos decían que don Manuel estaba en íntimas relaciones con los piratas que asaltaban las costas de las tres islas principales del Mar Caribe; otros juraban que habían visto llegar a la costa, por varias ocasiones y hacia el lado Este del Morro, embarcaciones menores las que clandestinamente cargaba y despachaba don Manuel con madera de tinte, de construcción y de ebanistería, pieles y un arbusto que crece muy abundante al pie del Morro, y que los naturales denominaban TÉ, cuya planta tiene propiedades tónicas y antifebrífugas. Ello es que la colosal fortuna de don Manuel Álvarez estaba rodeada de misterios impenetrables, puesto que eran varias las versiones que corrían. Por aquel año (1586) la Ciudad Primada, Santo Domingo, era presa del más espantoso terror, pues el célebre marino Francisco Drake, después de haber hecho un viaje alrededor del mundo por orden de la Reina de Inglaterra, Isabel, la hija de Enrique VIII, quiso probar fortuna por estas latitudes, toda vez que estaba declarada la guerra al Rey de España, Felipe II, hostilizando las posesiones españolas; y al efecto invadió y saqueó la capital durante un mes, llevándose consigo cuantas riquezas encontró, no escapando de su rapiña ni los vasos sagrados de los templos; más 25 mil ducados que se dieron por rescate de la ciudad. *Folleto de 10 páginas con el título siguiente: El tesoro de la familia Álvarez. Tradición Montecristeña, por Emiliano I. Aybar. Tip. La Habana, Montecristi. Prólogo de Virginia Ortea.
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La noticia de este aterrador suceso llenó de pánico a los habitantes del litoral de la isla, sobre todo a los de Puerto Plata y Montecristi, que siempre creyeron que Drake repetiría sus latrocinios por esos puntos. Por eso don Manuel Álvarez, el protagonista de esta tradición, se preparaba a abandonar el país y dirigirse con su familia al Continente o Tierra Firme, como decían entonces, y fijar su residencia en la histórica Panamá, ciudad que era muy principal y centro de las operaciones del Pacífico. Empero el destino había dispuesto las cosas de otro modo. Pasado el pánico y alejado de la isla el Almirante Drake, volvió a renacer la confianza, y aunque don Manuel no había desistido de su proyecto de abandonar el país, pensó quedarse algún tiempo más a fin de reducir a dinero sonante cuantos bienes poseía; y al efecto en un tejar de su propiedad que tenía ubicado en la desembocadura del río Yaque y cuyos vestigios aún se notan, mandó construir diez grandes tinajones, en los que pensaba guardar su dinero, sus joyas y cuantas alhajas de valor tenía su familia. Para esta operación y el recuento y envase de las monedas sólo se servía de un fiel esclavo, Tomás, única persona a quien don Manuel hacía partícipe de sus proyectos; pues a no ser con doña Tomasina y con su hija Teresa, con los demás era poco comunicativo. Muy adelantados estaban los preparativos del viaje, cuando cundió la alarmante noticia en Montecristi de que los bucaneros y filibusteros de la isla Tortuga habían ocupado a Port Margot, asolado el Guarico con sus continuos latrocinios; y se preparaban a invadir los alrededores de Montecristi, donde abundaba el ganado vacuno, y cuya plaza estaba poco guarnecida para resistir a la creciente y temible agresión de los filibusteros, compuestos en su mayor parte de franceses, ingleses y holandeses. La noticia llegó a don Manuel, y ya nada se opuso para llevar a cabo su proyectado viaje. A barlovento de Solimán, en la misma rada de Montecristi, se veía columpiarse con mucha majestad una magnífica “carabela”, embarcación de tres palos sin cofia ni vela latina, pero que por su construcción demostraba ser de marcha acelerada. En ese buque era que debía embarcarse don Manuel Álvarez y su familia. Los filibusteros de la Tortuga y demás islas adyacentes se movían debido al terror que había informado la expedición del Almirante Drake y los recientes sucesos de Santo Domingo. El capitán de la carabela había dicho que a los 42 grados de latitud y atravesando el Canal del Viento había sido divisado y perseguido por una escuadra, que creía ser la del Almirante Drake, que llevaba rumbo al Continente. Esta alarmante noticia hizo tomar nueva determinación al pusilánime o avaro don Manuel; y al efecto quiso poner a salvo su fortuna y correr el riesgo él y su familia. Era el 24 de diciembre: la casa de la familia Álvarez se veía materialmente invadida por las numerosas amistades que habían ido a despedirle. El viaje debía tener lugar a la mañana siguiente. Tanto en el corredor como en las galerías y en el patio, veíanse apiñados multitud de bultos y paquetes listos para el embarque. En la cocina no era menos el bullicio y el tropel. Era Nochebuena, y don Manuel daba una cena de despedida; así es que aquello parecía que habían tocado a degüello con las aves de corral. La vieja Marta, muy versada en ciencias culinarias, hacía prodigios de pasteles, jaleas y fritadas. Todo era jolgorio aquella noche. Mas en medio de tanto ruido y tanta algarabía como hacían los 717
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comensales, dos hombres, abandonando la reunión, se encaminaban hacia la playa y sostenían este diálogo: —Tomás, ¿no has olvidado la coa, el azadón y la pala? —No, mi amo, aquí están. —Bien. Ahora vamos a enterrar este tesoro no sea cosa que al atravesar el gran charco caiga en manos de los piratas que azotan estos mares. Uno a uno fueron sepultados bajo tierra los diez tinajones que constituían casi toda la fortuna de la opulenta familia Álvarez. Como se ve don Manuel tenía en menos su vida que su dinero, pues al día siguiente se embarcaban con rumbo a Panamá, él, doña Tomasina y la interesante y angelical Teresa. El honrado Tomás quedaba en tierra como fiel custodio del rico tesoro, hasta que tiempos mejores permitieran a don Manuel regresar al país y llevarse sus riquezas. Pero he aquí lo que sucedió: Tres días llevaban de navegación, cuando el buque fue impelido por un fuerte vendaval y alejado muchas millas fuera de la costa. Poco después la noche tendió su lúgubre manto arreciando un terrible ventarrón, hasta que durante la noche fueron arrebatados por un torbellino que hizo perder el rumbo al capitán. Las encrespadas olas venían a estrellarse contra la flotante embarcación haciéndola oscilar y dejando tras sí agitado surco y luminosa estela y a los costados anchurosa cinta de plata. Amanece: ¡la tormenta había pasado! Todo auguraba ahora un viaje feliz. Variados cambiantes de púrpura y oro coronaban el ancho horizonte. El sol, ese rey de nuestro sistema, iluminaba el espacio. Pero ¡oh destino adverso! Un marinero desde el tope del palo de mesana, anuncia la presencia de una escuadra que a toda vela trae rumbo hacia la carabela. ¡Listo a virar! fue la atronadora voz del capitán. Mas ya era tarde; un disparo de cañón sin bala fue la señal de ¡alto! dada por el buque almirante de la escuadra. Un momento después botes con gente armada ocuparon la cubierta de la carabela, y ésta aumentaba la escuadra del Almirante Drake. El capitán, don Manuel y doña Tomasina fueron colgados de una antena y expuestos sus cadáveres durante el día a bordo de la misma carabela, hasta que por la tarde fueron cosidos separadamente, cada cual en un saco de lona, se le ataron a los pies algunos lingotes de hierro, y fueron sepultados en el vasto abismo después de leerles en inglés algunos capítulos de la Biblia. En cuanto a la bella Teresa quedó cautiva; pues el feroz Drake, deslumbrado por los atractivos de aquella obra maestra del género humano quedó prendado de su hermosura y pretendió hacerla su favorita a medida que el tiempo fuese disipando las huellas del pasado, el recuerdo y el trágico fin de sus amantes padres.
Pasaron diez años. Durante ese tiempo nadie tuvo noticia en Montecristi del triste y desastroso fin de la familia Álvarez Arocha. El viejo Tomás jamás había recibido una carta que le anunciase el paradero de sus amos. Siempre que arribaba algún buque al puerto, acudía presuroso en solicitud de cartas; pero ¡nada! ni noticias adquiría el fiel esclavo. El Almirante Drake con aquel hecho tan insólito como bárbaro, parece eclipsó la estrella luminosa de su fortuna. 718
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Corría el año 1596, Drake fue derrotado y vencido ignominiosamente en la Coruña, (España). Hasta allí había ido aquel aventurero de los mares. De la Coruña pasó Drake a Panamá atravesando por el Cabo de Hornos, dicen que a instancia de la bella Teresa que ya imponía su voluntad al terrible marino. Pero allí también le fue adversa la suerte, pues los bravos panameños repelieron con bríos la inesperada agresión de ese filibustero, y lo vencieron completamente. Drake al verse vencido, murió de despecho. ¿Qué fue de la bella Teresa? dirá algún lector impaciente. Esta desembarcó en Panamá y allí vivió poco tiempo, sorprendiéndole la muerte el año 1601, en la casa número 27 de la calle Boca del Toro, frente a la iglesia de Santa Ana; no sin antes haber escrito al fiel esclavo Tomás una larga carta dándole detalles minuciosos de lo ocurrido a bordo de la carabela, o sea del trágico fin de don Manuel Álvarez, doña Tomasina y el capitán; así como de las muchas vicisitudes y penalidades a que se vio expuesta para conservar su honra y su vida. De esos detalles son las notas que la tradición nos ha dejado acerca del Tesoro de la Familia Álvarez, so tierra cerca del mar en la rada de Montecristi. Cuando el viejo Tomás recibió la carta en que le anunciaban la infausta noticia, cayó al suelo como herido por un rayo, sin que fueran bastante a devolverle la razón los asiduos cuidados y atenciones de los vecinos. Desde aquel momento le acometió un desvarío y sólo pronunciaba estas incoherentes palabras: ¡TAMARINDO! ¡MANGLE NEGRO! En vano eran las preguntas que se le hacían; él a todo y a todos contestaba: “¡Tamarindo! ¡Mangle negro!” Estaba loco. Tres días después, la caridad, esa virtud sublime, esa institución divina que nos ordena amar al prójimo como a nosotros mismos, se hacía cargo del viejo esclavo Tomás, quien se llevó a la tumba el secreto que se le había confiado, quedando desde aquel entonces envuelto en el más impenetrable misterio el sitio o lugar donde están enterrados los diez tinajones con EL DINERO DE LA FAMILIA ÁLVAREZ.
RAFAEL A. DELIGNE1 1863-1902 Rafael Alfredo Deligne y Figueroa nació en la villa de Santo Domingo el 25 de julio de 1863 y murió en San Pedro de Macorís el 29 de abril de 1902. Abogado, poeta, prosista. En su tiempo, desde el periódico El Cable, de San Pedro de Macorís, fue, tras el popular seudónimo de Pepe Cándido, el más autorizado de los críticos literarios dominicanos. También escribió para el teatro: su drama La justicia y el azar, en verso, en escena en 1894, dio lugar a resonante polémica literaria en que intervino su hermano el gran poeta Gastón F. Deligne; y Vidas tristes, en prosa, en 1901. El relato que se reproduce ahora, El encargo difícil (1898), recoge la augusta leyenda de la aparición de la Virgen de la Altagracia. También se reproduce la estampa de Seña Altagracia, que vale como fiel imagen de la maestra de antaño. A esta serie de relatos corresponden sus Narraciones dominicanas, El Pobre Cabo, publicadas en Prosa y Verso, San Pedro de Macorís, octubre de 1895. Salvo las dos piezas de teatro mencionadas y salvo su libro Prosa y Verso, publicado en 1902, la obra de Deligne permanece aún dispersa: en El Cable, en 1893, publicó Los grandes poetas nacionales, Capullos de poetas, La oratoria en la República y los artículos de crítica literaria que le dieron tanta fama. Ver Max Henríquez Ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945.
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En el Listín Diario, en 1896, de Santo Domingo, Deligne publicó algunos cuentos bajo el título de Cuentos del lunes. El 27 de julio: Cuentos del lunes; el 24 de agosto: Los tres besos; el 14 de septiembre, Dulce y sabrosa; el 5 de octubre: El corazón de más valor. En nuestra biblioteca conservamos gran parte de los escritos de Deligne, incluso los originales de algunos de sus trabajos inéditos: Estudio sobre la Constitución del Estado; Montbars el Exterminador, drama en cuatro actos en prosa y verso; y Encarnación, drama en dos actos, en prosa.
El encargo difícil Es una historia maravillosa que la tradición refiere* I
El señor Mateo había terminado los preparativos del viaje: llevaba todo lo que en el escuálido caserío pudo husmear su afán de comercio, su pericia de viejo negociante conocedor de los artículos: recias corambres, todavía pestilentes, por la premura con que habían sido arrebatadas a la purificación solar; un poco de cera formada en marquetas irregulares y feas; siete cañones de una madera negrísima, que algunos afirmaban ser ébano y que se decidió a llevar, por si acaso lo eran, para recabar, a fuer de descubridor de esa nueva riqueza vegetal, un poquito de gloria, junto con los naturales beneficios. Satisfecho con tan ventajosas adquisiciones, requirió a sus hijas, tres muchachas como unas perlas, mejorando la que lo presente lea, y les preguntó cariñosamente qué cosas más deseaban, explicando que estaba dispuesto a servirles en sus gustos y pareceres trayendo para ellas sendos regalos de la apartada ciudad. Las encomiendas fueron pronunciadas así: Alicia, la mayor, amante del lujo, exigió un lindo traje; Luisa, otra que tal, aunque más pagada de la utilidad, un arca de madera olorosa; y María, el ángel de la casa, pidió… Pero oigamos su petición tal y como fue expresada: —Padre Mateo, si me queréis dar gusto, traedme la alta gracia. Y cátate al señor Mateo asombrado, en el colmo del asombro, preguntando a las otras lo que significaba tan extraña petición. Por más que conociese el pensar de la niña, que vivía dirigido siempre a cosas de nuestra religión, parecíale que el antojo más la acreditaba de loca que de santa: —Mira si imaginas algo más conocido y fácil, propuso a la chiquilla. —Traedme la alta gracia, padre, insistió ella. II
Lo que antecede ocurrió hace ha muchísimos años, tantos, que se pueden contar por siglos. Aquella encomienda, que de ser promovida hoy podría resolverse fácilmente, pues había de bastar la compra de una de esas imágenes que dan el traslado perfecto del retablo adorado en Higüey, promovida en aquel entonces era cosa de volver turulato a cualquiera. Ni el retablo era allá conocido, ni corría ninguna adoración, ni era posible el traslado, ni en el comercio de las imágenes aparecía, por tanto, la de la Altagracia. *Acerca del origen del culto de la Altagracia y de sus milagros véase la Relación de Alcócer, de 1655, en nuestra obra Relaciones históricas de Santo Domingo, S. D., 1942, vol. 1, pp.213-214.
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Así fue como el señor Mateo tuvo, a pesar del buen negocio, que emprender su viaje confuso y malhumorado. Lo de la confusión se explica por la misma dificultad del encargo, y porque en éste leía la sospechada turbación del cerebro de la infantil peticionaria; lo del mal humor se comprende desde que se diga que María era para el negociante como la mismísima niña de sus ojos. Andar, andar y, pasando días, habían pasado ya algunas semanas cuando volvía el señor Mateo a su morada contento del lucro y basando en él sus cálculos de futuras ganancias. Desde que se había lanzado a establecer equilibrio entre la oferta y la demanda disipóse de su ánimo todo mal presagio: ¡cómo es verdad que las cuestiones económicas matan a veces las cuestiones del corazón! El último mohín de disgusto se borró de sus labios al oír entre competentes declarar que los cañones de negrísima tez llevados por él eran de ébano puro. Vendiólos, sin usura, a mil por ciento, y a poco menos las corambres y la cera; y después de echados sus cálculos, quiso Dios que se acordara de los tres benditos frutos de su hogar. Fue por los encargos a una tienda de efectos, y retornó a la posada con lo que había comprado: el vestido para la hija mayor resultó de brocado; el arca para la segunda, de cedro olorosísimo; y para la que pidió la alta gracia resultó un Cristo de metal. Porque se dijo el señor Mateo, quien despuntaba por lo teólogo: El Salvador del mundo dio la gracia en una cruz alta; pues no hay mejor representación de la alta gracia que Cristo crucificado. Y allá va, caminito de su caserío, con los efectos de la compra metidos en el zurrón. III
—¿Qué es lo que usted guarda con tantísimo cuidado en esa caja? Esta pregunta la hacía bajo techo de hospitalidad el señor Mateo a un viajero como él, después de haber descansado de la jornada hecha y de haber tomado un tente en pie compuesto de plátanos en tostones y de tasajo, y cuando, por la natural división de la cena, se había establecido confianza entre él y aquel a quien interrogaba. Pero no hay que pasar adelante sin describir a nuestro desconocido. Lo importante en él no está en la faz, entre varonil y adamada, ni en la cabellera como de ángel Gabriel, ni en las manos nacaradas, suaves y de un perfil finísimo; está en el aspecto reposado y digno, en la gracia de una palabra elocuente brotando al compás de una voz dulce e insinuante, en cierto no se qué espiritual, repartido por toda la persona, y que levanta el entusiasmo del señor Mateo. —Lo que guardo es un regalo que de lejanas tierras traigo para cierta hermana de parentesco en el corazón. —¡Algún rico vestido! ¡Algún mueble precioso! ¡Casualidad como ella! Yo también traigo para mis tres hijas sendos regalos; aunque duéleme no haber podido hallar lo que una de ellas, mi María, tuvo en antojo, y que yo juzgo era una locura. ¿No es verdad que es una locura haberme pedido la alta gracia? Habló el señor Mateo, y al no recibir contestación de su interlocutor, tomó la vista para mirarle a la faz, y le encontró completamente dormido. Se levantó entonces en silencio y, requiriendo su hamaca, se tendió en ella cuan largo era. Al amanecer, ya a punto de despedirse los dos, el misterioso acompañante le habló como si hubiese estado atento a la última pregunta del día anterior. —No es locura la petición de María, y en prueba de ello, ahí tiene usted la caja que le regalo: ella contiene la alta gracia. Le pido, sí, que advierta a la niña que la alta gracia sólo 721
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baja una vez y que aquel para quien baja, desde el momento en que la recibe más tiene morada en el cielo que en la tierra. ¡Lo que vio, tras la respuesta, el señor Mateo! Algo así como lo que se refiere en las historias donde juegan su papel duendes y genios. Sin saber cómo ni cuándo partió el desconocido. De haber tenido que declarar, declarara el maravillado negociante que hubo desaparición, y que ésta se efectuó por los aires, entre el reflejo de una luz y el paso de una nube. IV
Delante de un altar improvisado, están María, sus hermans, el señor Mateo y algunos vecinos curiosos de la novedad. Aquel preciosísimo regalo, que –una vez extraído de la caja– se vio era la pintura de una sublime madre, atenta a la cuna de su hijo, mientras un varón, el padre o protector, se adelanta por el fondo; el cuadro que representaba a la mismísima Virgen, huésped en el portal de Belén, había aparecido tras la primera noche de su colocación en el altar, circundado de flores hermosísimas y raras, entre un ambiente aromatizado e iluminado tenuemente por un resplandor sobrenatural… Pero ¿quién no se asombrará al saber que en aquel mismo instante, delante de los asistentes consternados, María, el lirio sencillo y puro de aquel valle, reclinó su linda cabeza, cerró los brazos y se quedó dormida para siempre junto al retablo de sus anhelos? Murió, sí, la dulce niña, y se le dio sepultura al pie de un frondoso naranjo que allí próximo a la morada elevaba su copa, amarillenta con los nuevos retoños. El señor Mateo, inconsolable, lo dispuso así, para que fuese menos completa en el hogar la ausencia del ángel que le daba alegría. —Ella quiso partir, decía después a los que trataban de consolarle: (la alta gracia sólo baja una vez, y aquel para quien baja, desde el momento en que la recibe, más tiene morada en el cielo que en la tierra). V
Y aquí acaba la tradición con la historia de la doncella y prosigue con la de la Santa. En vano las dos hermanas, en vano el padre, en vano el cura de almas, atraído por la relación del prodigio, extremaron sus devociones para reducir la imagen a vivir en su altar, el cual para el efecto estaba adornado espléndidamente; cada vez que se daban al descanso, rendidos por el sueño, el retablo se transportaba por modo espontáneo y maravilloso al naranjo, y allí se colocaba, como si cuidadosamente lo hicieran manos piadosísimas, entre las junturas de los ramos. Durante más de un mes estuvieron los devotos reduciendo el cuadro al altar y aquel reamaneciendo diariamente en su rústico refugio. Corrió la noticia por la comarca, llevando los accidentes de la historia, convertidos en artículos de fe: el encargo de la muchacha por inspiración extranatural; el regalo, venido de manos de un mensajero celeste, y la gloria del retablo, pintado sin duda, por arcángeles del Señor. De la comarca pasó la voz a la lejana ciudad, y oyóla el prelado de la arquidiócesis, y exaltóse la curia y se propusieron misiones para santificar el lugar del acontecimiento… Y así nació el Santuario de Nuestra Señora de la Altagracia; y así se formó esa gran fe, que con raras excepciones, vive pura en el sentimiento de cada uno de nuestros nacionales. (El Eco de la Opinión, S. D., 12 feb. 1890 y en su libro Prosa y Verso, S. D., 1901).
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Seña Altagracia
Así la llamábamos todos: su nombre era Altagracia Mañón; era sietemesina, y para más señales, habitaba en el barrio del Carmen, de la barriada que, sin duda por su situación hacia la parte de la corriente marítima y por estar fundada sobre una pequeña nave, nombran Naravijo Abajo, en la Capital de Santo Domingo. Para el año setenta, fecha hasta donde llega, un tanto confusa, mi memoria, contaba los años por lo que hacía desde la mañana en que se malogró la degollina que preparaba en la Plaza de Catedral, hoy Parque de Colón, el intruso Toussaint. En esa mañana, por efecto del miedo y como consecuencia de una mal sobrevenida necesidad, fue cuando vio la luz primera, un tanto opaca entre los bordes de cierto mueble que excuso decir, mi maestra. ¡Oh! y cómo estoy lleno de placidez al recordarla! Santa memoria, que me habla de aquellos felices tiempos en que nada sufría porque nada ambicionaba; tiempo precioso, mi primer despertar a la gloria de los conocimientos y mi primer vagido a los triunfos del corazón, ¡alcanzados entre infantiles amistades e inocentes amoríos! La buena anciana, que gozaba al verme contento de mi cándida vida, si resucitara ¡con qué tristeza habría de mirarme, cuando ya se han malogrado tantas esperanzas que ella misma alentaba para cada uno de nosotros los de la unión bajo su dulce férula! ¡Y cuando viera el destino que a muchos nos ha cabido, de andar errantes lejos de los lugares consagrados por la virtud de la niñez, y que a todos nos ha separado para siempre jamás al seguir las vueltas y revueltas del agitado mundo! Pero no es para llorar sobre lo pasado para lo que evoco ahora sus manes; sino para acudir gratísimo a abrirle posteridad de un instante siquiera a la que aún perdura sobre los pósteros, puesto que perduran sus nobles sentimientos inculcados y sus sanas doctrinas enseñadas. El que sepa de la vida que corría hace treinta años en la Primada de las Indias sabrá la importancia que entre la muchachería cobraban algunas viejas portadoras de la tradición: las que abrían carreras al abecé, las que sustentaban el regodeo de los ventorros, los cómitres o patronas de fiestas callejeras. En solamente la topografía de mi barrio, recuerdo que alcanzaron gobierno mirado con respeto y acatado con buen humor, Taverita, La Morales, Tiquitai, Mae Belén y Seña Altagracia. El respeto lo imponía ella, mi venerable maestra, con un palo nudoso, frecuentemente arrancado de algún calabacero, el cual palo acechaba suspendido encima de nuestras cabezas, como se dice que estaba una espada suspendida sobre Damocles, de donde descendía certero en cada desaguisado de la tropa estudiantil, a labrar, según era el sitio donde se pegaba, morado surco o repleto chichón. La hora que se podía decir llamada a palos o a chichones era la de las once y pico de la mañana, la hora del rezo, que diré. En esa hora, Seña Altagracia tomaba estrado sobre un cajón a algunas pulgadas del suelo, y desde allí, vara en mano y ojo avizor, dirigía la música con que decíamos las oraciones, música de canto llano, y como tal, monótona y angustiosa. El coro pasaba sin interrupción por las Obras de Misericordia, los Pecados Capitales, los Mandamientos, ¡que sé yo! la mayor parte del Catecismo; acompañábalo la buena anciana con la voz armonizando como si fuese el bajón de una banda y moviendo la cabeza con el compás hacia uno y otro lado. Pocos habrán dejado de saber sobre este canto de las escuelas: en la nuestra era singularmente expresivo y gracioso. Como sobrevenía el cansancio por virtud del larguísimo rezo, los cantores iban adurmiéndose poco a poco, cerraba la maestra los 723
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ojos sin dejar de acompañar y la música quedaba reducida a tres o cuatro voces. Eso, mientras no se aproximaba la hora de dar fin a la Doctrina y con ella la de la bucólica; pues al aproximarse revivía poco a poco el coro, acelerábase el compás, chillaban las notas y crujía toda la escuela con el tutti que daba fin al canto en esta salutación: –”Muy bue… nos y san… tos dí… as le… dé Dios… a us…ted y a…su merced… La bendición… ¡Seña Altagraciaaa!…”. Lo más particular de Seña Altagracia era una canasta en donde yacían reunidos mil volúmenes de diferentes especies y de la más rara empastación y desastrosa apariencia; era el refugio de toda una especulación bibliotecaria de más de veinte años. La miseria de nuestro entendimiento se alivió allí muchas veces; pues en esos libros hicimos mi hermano y yo nuestras primeras lecturas. De los ataques dirigidos a los flancos de la canasta, mientras la vieja dormía o agenciaba algún negocio, nos resultaba siempre alguna valiosa adquisición; a lo menos, por tal la juzgábamos entonces: Carlos y Fany, no recuerdo el autor, Las Tardes de la Granja, por Duminil, Robinson, La historia del rústico Bertoldo, de su hijo Bertoldino y su nieto Cacaseno y algunos fragmentos de don Quijote de la Mancha. Pues he venido a tocar en esta graciosa figura de don Quijote, quiero hacer constar un capricho: que siempre, al recordar a Seña Altagracia, la he comparado mentalmente con el Caballero de la Triste Figura. Ninguna figura más triste que la de mi maestra: alta, avellanada, de aire grave y reposado; con andar que metía miedo de que se le descoyuntaran los huesos; don Quijote, en fin, con faldas y de tez etiópica; don Quijote además por la condición antojada a deshacer entuertos y a volver por los fueros de la verdad y la justicia. En la hora de su buena andanza dábanle donde correr aventuras nuestros vicios y desaciertos: la soberbia, gigante; el odio, endriago; la mentira, sierpe; el error, demonio: contra todos los cuales vencía con su lanza, el listón de calabacero, y con su adarga y escudo, la paciencia y bondad en ella ingénitas. Todo esto son cosas ligeras y de escaso valor artístico; pero no hay duda que como puntos de rigurosa historia tienen su representación que para algo vale, siquiera sea para comparar con lo que es hoy lo que éramos antes en cuestión de las escuelas y probar que alcanzamos mucho progreso, pero ni tanta dicha ni tan sencilla pureza. Seña Altagracia con su listón, su rezo, su canasta por biblioteca, simboliza bien su época, la de la incipiente rutina; la buena vieja cantando los preceptos de moral cristiana, sentimental con sus escolares, casi madre de ellos, hablando siempre de la virtud y al hablar demostrando su candor y honradez, es la nota viva de aquel tiempo más cómodo que el nuestro para hacer moral porque antes de moralizar se hacía la fe, se hacía la creencia. ¡Qué de convicciones que subsisten en nuestros corazones no sacamos los discípulos de Seña Altagracia de un buen número de enseñanzas y preceptos cantados con unción verdadera! “Todo fiel cristiano está obligado a tener devoción”. “Honrad padre y madre”. “Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia!” Concluyo esta insípida relación que a pocos agradará; pero que, estoy seguro, hará vivir en pasados recuerdos gratísimos a muchos de mis viejos amigos, al ver retratada aquí de cuerpo entero a la inolvidable preceptora de nuestra infancia. En Prosa y Verso, S. D., 1901.
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EUGENIO DESCHAMPS1 1861-1919 Fue Deschamps el más elocuente y ardoroso tribuno de su tiempo. Desde temprano, en 1885, se le llamaba en el Cibao “el tribuno popular”. Ganó notoriedad, desde entonces, por su actividad periodística y por su encarnizada oposición a la dictadura de Ulises Heureaux, al que combatió en todos los campos, de las armas y de las letras. Fue amigo de Martí. Su vibrante discurso de bienvenida a Máximo Gómez, a su llegada a Santo Domingo, en 1900, es una de las piezas oratorias más recordadas entre nosotros: no hay generación juvenil dominicana que no lo conserve en la memoria. Sus discursos tenían acento de arenga militar. El celebrado tribuno desempeñó importantes funciones públicas: Diputado, Gobernador, Secretario de Estado, Vicepresidente de la República. Por iniciativa suya fue fundada en Santiago la benemérita Alianza Cibaeña, Sociedad de Artes y Oficios, uno de los centros culturales de la República de vida más larga y meritoria. Nació en Santiago el 15 de julio de 1861 y murió allí mismo el 27 de agosto de 1919. Sus celebrados discursos aparecen en nuestra obra Discursos históricos y literarios, S. D., 1947, pp.333-397, precedidos de un apunte bio-bibliográfico. En las bellas páginas que se reproducen aquí, acerca de la tradición del Santo Cerro, hay la impresión personal del autor, de hondo valor evocativo para todos los que hemos hecho la inolvidable peregrinación al Santuario. Deschamps dejó otras composiciones en que revela su vocación poética, entre ellos Juramento de amores, escrita en Puerto Rico en 1886, inserta en El Teléfono, n.o 222, Santo Domingo, 19 de junio de 1887.
Tradiciones quisqueyanas
Allí está, yo lo he visto, el níspero gigantesco, más de cuatro veces secular, que fue testigo del hecho que a contar voy en estas líneas.* Recogí la narración de los labios de mis sencillos ascendientes, y tal como voy a presentarla, conócenla todos los dominicanos, pudiendo oírla cuantos pregunten allí por el Santo Hoyo del Cerro. Remóntase el maravilloso episodio a los primeros albores del descubrimiento. Helo aquí: No había el conquistador deshecho todavía las valerosas huestes de Caonabo, cuando, metido tierra adentro, en pleno Cibao, acampaba, tal vez por medida de precaución, en el firme de empinadísima montaña, desde la cual se domina, haciendo horizontes, el espléndido tapiz de la infinita Vega Real, cuyos primores estéticos y cuyas maravillas de vegetación tanto meritísimo prestigio cobró en el ánimo de los huéspedes que, de pronto, arrojó el mar sobre el ignoto Continente. Hasta allí fue la temeraria audacia del indígena, y el campamento se vio un día vigorosamente asaltado por una nube de combatientes desnudos. 1 Ver: Rufino Martínez, Hombres dominicanos, vol. 1, S. D., 1936, (obra consagrada a Deschamps y a Heureaux); Dr. Max Henríquez Ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945; y Dr. J. Balaguer, Historia de la literatura dominicana, S. D., 1968. *Publicado con la dedicatoria “A mi amigo el poeta don Quintín Negrón Sanjurjo”, en la revista Letras y Ciencias, S. D., 1895, p.763. Véase El Santo Cerro en Santo Domingo, por el Pbro. Rafael Celedón, reproducido con notas del Dr. V. Alfau Durán en Clío, S. D., n.o 89, 1951; y en el Boletín del Archivo General de la Nación, n.o 40, de 1945, Apolinar Tejera, Rectificación histórica, y E. R. D., El Santo Cerro, documentos para su historia.
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No bastaba al indomable aventurero despeñar, cuerpo a cuerpo, a centenares de adversarios, porque por todos los lados subían tenaces luchadores que venían a sustituir a los que el fiero castellano ponía fuera de combate. Era aquello inmenso mar de oleaje formidable, empeñado en hacer trizas el obstáculo. El español, que había ya vencido en Jánico, donde le faltó poco para perecer, al empuje de cuantos cacicazgos aglomeró, y echó sobre él el intrépido jefe de Maguana, iba tal vez a ser vencido. Mas de pronto habló el milagro. Cerca del níspero gigantesco, que vive todavía, que conozco yo y que conoce también la universalidad de mis compatriotas; a dos pasos de una gran cruz que habían plantado los invasores, apareció una figura de mujer, con un niño en los brazos y unos grillos en las manos… Ciegas de ira las ígnaras huestes quisqueyanas, arremeten contra la visión gloriosa, cubriéndola de una nube de flechas. Los proyectiles, sin embargo, golpeaban el pecho de la virgen, rebotaban e iban a herir, certeros, a los desnudos combatientes. Prodújose el estrago; el espanto cundió; y no ya empujados por la espada de los invasores, sino al irresistible impulso de su propio asombro, la furiosa avalancha de asaltantes se echó a rodar por la pendiente, y desapareció, quedando la victoria de parte de los signos que indudablemente la causaron. Alzóse allí desde entonces, un santuario a que fueron nuestros antepasados y a que va ahora en romería, no ya toda la República, sino también toda la Isla. Allí está, en su gloria, recibiendo el incesante homenaje de los fieles, y custodiada por el amor del vecindario, la Virgen de las Mercedes, la misma que protegió al conquistador. Donde estuvo la cruz hicieron lo que llamamos el Santo Hoyo. Está éste dentro del templo, y medirá sobre poco más o menos una vara en cuadro. Su profundidad dicen que varía, verificándose el prodigio de estar unas veces más profundo que otras. Cuantos van en peregrinación, hacen abrir el hoyo milagroso, introdúcense allí y hay la creencia de que salen curados los enfermos. Tanto la tierra del Santo Hoyo, como el aceite de la lámpara que arde hace cuatro siglos delante de la Virgen, son codiciadísimas reliquias que obtienen y guardan religiosamente los romeros. Yo he orado, de niño, arrodillado delante de la imagen, y también he sido introducido, descalzo, en el hoyo milagroso. Mi santa madre creyó, y yo creí también, curarme alguna vez ungiéndome con el bendito aceite del santuario. Ahora, la tierna poesía de estas sencillísimas creencias se ha disipado en el alma; y sin embargo, diera yo la vida por poder, como en tiempos venturosos, salir en brioso corcel, a la madrugada, de mi pueblo; subir, al romper el día a la cima, envuelta en nieblas, de aquel clásico monte; sumergir mi espíritu, a esa hora apacible y deliciosa, en la contemplación de aquella vega inmensa de que suben efluvios aromosos, neblinas que parecen humo de incensario, tristezas intensas, inspiraciones hondas, ansias insensatas de tener alas y de tender el vuelo por aquella inmensidad para bañarnos en el esplendor del infinito; y después, ya en el templo, junto al Hoyo, y en presencia de la Virgen, gustar a mis anchas, con inefable amor, de las miradas hurañas dirigidas a mis impíos descreimientos por las infantiles creencias de mi madre… 1895.
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TEMÍSTOCLES A. RAVELO 1854-c. 1932 Temístocles Amador Ravelo y Abreu, hijo del prócer trinitario Juan Nepomuceno Ravelo, nació en Santo Domingo en 1854 y murió en Santiago de Cuba hacia el 1932. Vivió en la Isla hermana desde que, siendo niño, su padre se radicó allí, en 1865, tras la Restauración de la República, término de la Anexión a España, de la que fue partidario. Temístocles Ravelo, siempre con sus ojos de dominicano vueltos hacia la Patria, escribió un Diccionario biográfico dominicano que se conserva inédito en el Archivo General de la Nación. Ravelo recogió, quizás de labios de su padre, algunas tradiciones dominicanas, como la que ahora se publica y como su Episodio de la Restauración, inserto en Listín Diario, n.o 5435, del 15 de agosto de 1907.
Sabí Desde que el General Pedro Santana, el flamante Marqués de las Carreras, había acampado en Guanuma, no había cesado de llover. Las tropas españolas a su mando y su gente de las reservas estaban caladas hasta los huesos. Pero había que proseguir el principal objeto de su estada en aquellos sitios y llevar a su cumplimiento el plan de guerra ideado por el Estado Mayor de la Capitanía General, que era el avance de Santana por el Este, contando con la efímera influencia de este caudillo, para caer sobre el Cibao y desbaratar la revolución restauradora que se venía extendiendo por esta parte y hacia el Sur del país; como si un ejército por poderoso que fuese pudiera desbaratar una revolución de principios y de santa reivindicación de la personalidad política de la nación. Los restauradores se habían batido ya en los estribos de la sierra, desde San Pedro al Sillón de la Viuda: del Gobierno de la Capital se le exigía la marcha a todo trance. En aquellos días en una de las escaramuzas habidas entre restauradores y realistas, había muerto, combatiendo como un león, un jefe seibano de nombradía en las guerras contra el mañé, allá por las fronteras. Era hombre fornido, brazo derecho de Santana, cuando éste figuraba como el paladín de la Independencia y que ante la alternativa de seguir al ídolo o a la patria, optó por la última, uniéndose a los patriotas. Tenía una hija a quien pusieron por nombre Sabina y sus familiares le decían por apodo Sabí, a la cual Santana llevó como padrino a la pila bautismal. Por el tiempo en que narro estos hechos sería una muchacha de catorce años; era de color oscuro, de facciones correctas, alta, mórbida, macisa, de ojos dormidos y con un pelo lacio en extremo. Desde la muerte de su padre, a quien acompañara en los azares de la guerra, andaba sola y errante por los cantones restauradores y a veces por las breñas y los maniguales; todos la respetaban y todos la compadecían. Cuidaba de los enfermos y de los heridos, consolándolos y dándoles aliento y excitaba a los sanos para seguir en la contienda empeñada. Estaba en todo, de todo conocía y se enteraba de los detalles y acontecimientos que pasaban. Los espías de los patriotas anunciaron que el ejército de Guanuma hacía los preparativos de marcha hacia el interior, por lo que se dieron las órdenes oportunas para prepararse a hacerle frente e impedirle el paso a sangre y fuego. Sabí se enteró de ello, y al anochecer, bajo una lluvia torrencial, desapareció por entre las últimas guardias restauradoras y se internó dentro del espeso bosque. Como a las dos de la madrugada llegó cerca de las avanzadas realistas y, sutil como el aire, esquivando el ojo del vigilante centinela, atravesó el campamento y con aquella intuición de los campesinos, se encaminó a las tiendas del cuartel general. 727
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En momentos en que Santana se disponía a acostarse en su hamaca, como espíritu surgido del suelo o del aire, Sabí se presentó ante él; la lámpara de aceite no tenía la luz suficiente para que se distinguieran sus formas y aunque el General Santana no era hombre a quien le asustaran duendes ni aparecidos, se le crisparon los nervios y asió de su machete como acto de prevención. —Padrino, le dijo ella, no tenga cuidado, es su ahijada Sabí que le quiere hablar. —¿Qué quieres? le dijo, ¿quién te ha traído aquí y cuáles son tus intenciones? —Malas ninguna, buenas sí. —Habla. —A su compadre lo mataron en la pelea de la Sabana de la Cruz… Yo vivo sola, sin alma, sin casa y si los dominicanos pierden la guerra, padrino, no tendré tierra donde vivir, porque los cacharros serán nuestros amos. La, voz de Sabí cambió de modulación, tomó un tono subido de mando, su cuerpo creció de súbito, sus ojos siempre dormidos tomaron un brillo extraño que llamó poderosamente la atención del Marqués de las Carreras. —Nuestra bandera no se ve en nuestro pueblo, prosiguió, sólo la tienen los que pelean por ella. Yo sé que usted sigue para el Cibao a combatirlos y vengo, padrino, en nombre de su compadre y de la Virgen de Altagracia a decirle que no pelee contra sus hermanos y sus antiguos compañeros de gloria, que no siga su camino, ya que su traición llena de sangre y luto a la República. Sabí, erguida como vestal romana, con sus ropas húmedas pegadas al cuerpo, con el cabello suelto, que la envolvía cual manto de reina, clavó su mirada intensamente sobre Santana y con ademán soberano salió de la tienda y desapareció. Santana miró con rabia sus entorchados de Teniente General español, le atormentó el llamarse Marqués de las Carreras y sin poder conciliar el sueño esperó las primeras horas de la mañana. Le volvió de sus extraviados pensamientos el disparo de un fusil en las lejanas avanzadas; el toque de las cornetas y el movimiento de las tropas que según orden de la noche anterior debían emprender la marcha al toque de diana; entonces rodaron por sus mejillas curtidas de viejo soldado, dos gruesas lágrimas que se perdieron dentro del espesor de sus barbas. Cuando el Brigadier jefe del Estado Mayor llegó a recibir órdenes para la marcha de la división, el General en Jefe, malhumorado y con ademán brusco, dio contraorden hasta nuevo aviso. La marcha sobre el Cibao, se había suspendido. A la hora del mediodía se le enteró que un centinela había dado muerte a una mujer joven que salía del campamento, de la que se supuso que fuera alguna espía de los rebeldes. El Estado Mayor español, ni los que cuentan la historia de la campaña restauradora, nunca se han dado cuenta ni se la darán tampoco los venideros narradores, de cuál fue la causa verdadera de que el General Santana no se moviera del campamento de Guanuma, expiación y sepulcro de los soldados españoles. BLANCO y NEGRO, n.o 139, Santo Domingo, mayo 14 de 1911.
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CASIMIRO N. DE MOYA1 1849-1915 Casimiro Nemesio de Moya y Pimentel nació en Santo Domingo el 19 de diciembre de 1849 y murió en la misma villa el 27 de mayo de 1915. Fue de los hombres que hacen del tiempo lo que el campesino laborioso hace de la tierra fértil. Así fue político, Vicepresidente de la República, novelista, poeta, cartógrafo, historiador. Su Mapa de la Isla, de 1904, ha sido el de más autoridad y vigencia en el país. Anteriormente se contaba, entre otros, con los excelentes mapas de los extranjeros Schomburgk y Gabb y con el mapa dibujado en La Habana, en 1861, por A. Stanislas y el dominicano Francisco X. Angulo Guridi, escritor y geógrafo. Moya dejó una vasta Historia de Santo Domingo, que se conserva inédita, manuscrita, en siete volúmenes, en el Archivo General de la Nación. De esta vasta obra sólo llegó a publicar el primer volumen, en 1913, con el título de Bosquejo histórico del descubrimiento y conquista de la Isla de Santo Domingo. Dejó importantes trabajos cartográficos y de estadística, así como unos apuntes acerca de la famosa revolución de 1886, que él encabezó: la llamada revolución de Moya. Aficionado a la poesía, publicó algunos versos en la prensa dominicana. De su novela Dramas dominicanos, cuya introducción se publicó en el periódico El Progreso, de esta ciudad, poco antes de su muerte, es parte la Historia del Comegente, que ahora se publica. En La Cuna de América, de Santo Domingo, n.o 101, del 13 de diciembre de 1908, publicó Moya unas páginas de una novela nacional histórica inconcluida. Como geógrafo que era no resistió a la tentación de hacer largas descripciones, plenas de nombres de lugares, montañas y ríos.
Historia del Comegente De Episodios Dominicanos*
Señó Domingo no se hizo esperar, y rodando uno de los cilíndricos zoquetes de madera que a guisa de poyos yacían a entrambos lados de la puerta del bohío, fijólo en lugar conveniente y sentóse en él muy orondo y muy pegado del principal papel que iba a desempeñar ante aquel variado auditorio, pues que, tratándose de cuentos, había sido demasiado exigir el comedimiento de los viejos propietarios y de Cirilo, el que se hubiesen quedado alejados del corro, en seguida formado para escuchar la ya deseada historia, que el buen narrador comenzó así:1a 1 Noticias de Moya y de sus escritos en la apostilla de Alfau Duran, Centenario del historiador y geógrafo D. Casimiro N. de Moya, en Clío, S. D., n.o 86, 1950, p.18. *Véase en el Apéndice, El Negro Incógnito o El Comegente. Las notas son también de Moya. Acerca del siniestro personaje véase Dr. Constancio Bernaldo de Quirós, Criminología, Puebla, México, 1955, pp.287-290, 2ª edición, y su artículo Comegente, el monstruo sádico, en Cuadernos dominicanos de Cultura, S. D., ag. de 1944. 1a Esta del Comegente es la historia real del malhechor así denominado; mas a pesar de los materiales que hemos reunido con el deseo de ofrecerla al público exacta en lo que no es sobrenatural, no nos ha sido dable conseguirlo por lo que respecta a la época precisa de sus fechorías, ni al lugar en donde fue por fin capturado, bien por nuestra parte nos hemos decidido por el testimonio que hace datar sus principales crímenes de 1790 a Junio de 1792 y su aprisionamiento en Cercado Alto, inmediaciones de La Vega, el 13 del último mes indicado. Estos datos proceden de un antiguo Libro de Memorias llevado en la familia del finado don Francisco Mariano de la Mota, de Pontón cerca de La Vega, los cuales principiaron a asentarse, a lo que parece, cuando todavía no se le había dado el apodo del Comegente y sólo se le denominaba con el de El Negro Incógnito. En estos apuntes nombre por nombre las víctimas de aquella fiera, con indicación del domicilio de cada una y de las particularidades con que se llevó a cabo su asesinato, siendo la última anotación de fecha 26 de Junio de 1792. No les falta pues registro para persuadir de su veracidad. Tenemos además otras dos versiones: una procedente de San Francisco de Macorís, que lo hace figurar de 1803 a 1804 y capturar en las inmediaciones del Cotuí por gente encabezada por el Cura de la Parroquia y otra que lo establece como existiendo de 1815 a 1818 sin indicación del día ni del lugar en que fue aprehendido. Esta última es procedente de informes dados por la mujer, los hijos y una nieta que siempre vivieron (y aún creemos que vive esta última de nombre Simona) en los campos de Puerto Plata, a donde fueron a guarecerse cuando los hicieron abandonar el fundo que tenían en el Guazumal; pero como es natural, se presiente de cierta parcialidad empeñada en presentar
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“Pues señor, el Negro incógnito, como le llamaban antes de ponerle el apodo de Comegente, según los ancianos, vino al mundo en Jacagua o en Guazumal, secciones del partido de Santiago de los Caballeros, a mediados del siglo pasado, pues en el año de 92, que fue cuando lo hicieron prisionero y se dio fin a sus bellaquerías, entre los que lo vimos hubo muchos que lo consideraron como hombre al pie de los 40 años: era alto de cuerpo, robusto, bien formado, negro colorado o aindiado, de cabello suelto, no mal parecido y con la particularidad de unos pies muy chiquitos. Había nacido libre, se llamaba Luis Beltrán, fue al principio muy trabajador, y se casó con una nombrada Juana la ñata, apodo éste debido a que esa mujer tenía la ternilla de la nariz partida y su hablar era fañoso. Del matrimonio nacieron dos hijos, el uno varón llamado Mateo, y una hembra cuyo nombre nunca supe, aunque les conocí a los dos, lo mesmo que a la mama,2 viviendo todos en los campos de Puerto Plata arrimados en casa de un pariente, adonde se refugiaron desde que las autoridades de Santiago, creyendo que así se ahuyentaría de los contornos a Luis, dispusieron que esta gente abandonara el sitio. Ellos allí nunca dieron que decir, sino que la muchacha se hizo medio médica. Pero volviendo a Luis Beltrán, por allá por el año 87 dizque le dio la ventolera de irse a aprender algo en El Francés,3 y de peón de una recua, que iba para Guarico, salió de Santiago y fue a tener a Limbé, donde se contrató en una posesión que tenía muchos negros carabalises4 de los que le hizo el amo capataz, porque además de ser fuerte y trabajador, como he dicho, sabía leer, escribir y algo de cuentas. Ese empleo fue su perdición, porque no tan sólo los esclavos, por ganárselos porque no los maltratara, le enseñaron muchísimas brujerías y a comer gente, sino que muy pronto supo más que los maestros, y deseando éstos quitárselo de encima, no atreviéndose a matarlo le echaron guanguá5 la que le resultó olvidar su lengua y sentirse como el diablo en el cuerpo, siempre dispuesto a hacer bellaquerías. El amo de la posesión lo retiró de ella, y parece que no le quedó más tu tía6 que volverse para su casa. En la cuaresma de ese año de 90, amanecieron asesinadas en diversos campos de los partidos de La Vega y de Santiago algunas mujeres, todas gentes muy de su trabajo y no de mala conducta ni amigas de pendencias, por lo cual la impresión causada fue tan general y lastimosa que todo el mundo se brindó a ayudar a las autoridades en las diligencias necesarias hasta dar con el malhechor, con todo eso no se pudo descubrir; y como por el mismo tiempo desaparecieron una negrita de Casimiro Concepción, viviente en Cenobí; un negrito de Victoriano Sánchez, de Jamo, y una mulatica, llamada Rosalía, ya mujercita y muy graciosa, de don Agustín de Moya, de San Luis, dándolos a todos por comidos comenzó la voz pública a llamar a Beltrán el Comegente; pero sin saber todavía que fuera Beltrán. Pasóse el año sin que nada volviera a acaecer que recordara el tal hombre, y sin que pudieran las autoridades descubrir quién fuese; pero al siguiente, para la época que en el anterior, resolló7 en los mismos lugares haciendo nuevas muertes y pegando fuego a algunas casas de campo y ranchos de tabaco, sabiéndose después que esto lo ejecutaba tanto por bellaquería al Comegente algo entendido en maleficios, pero cuyas bellaquerías nunca pasaron de las travesuras de sorprender a las lavanderas a las orillas de los ríos y a los ancianos y niños donde quiera que los topaba infundiéndoles miedo para hacerles huir, pero sin causarles otro daño. De esta disparidad en las épocas ¿no podría haberse inducido a creer en la existencia de dos individuos de perniciosa índole, cuyas fechorías se confunden? 2 De la palabra aguda mamá ha nacido la grave mama, muy vulgar principalmente entre los rústicos. 3 El Francés. La parte francesa de la Isla. Todavía hoy hay mucha gente nuestra que la llama así. 4 Carabalí. 5 Guanguá o ouangá. Nombre haitiano o africano del hechizo o maleficio. 6 Tu tía. Arbitrio, recurso. 7 Resolló. Reaparecer.
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como por malicia, para proporcionarse víctimas en las cuales satisfacer sin peligro sus apetitos sanguinarios, que, según confesó más tarde, no lo dejaban tranquilo desde que le echaron el mal en El Francés. En ese año fue que la autoridad de Santiago, oliendo mejor el tocino8 pudo averiguar que el malvado era Beltrán, y respajiló9 del Guazumal a la mujer con los hijos. Pero yo no veo el resultado que en víctimas humanas le daban esos incendios, objetó Carlos en lo que el narrador tomaba aliento. Allá vamos. Se tiene averiguado que el Comegente era un hombre muy ruín10, por lo cual nunca jamás atacó sino a los viejos endebles y a las mujeres, regularmente por la espalda; y como el fuego por él pegado hacía salir despavoridos a los que vivían en la casa y acudir gente del vecindario para ayudar a apagarlo, manteniéndose él en acecho por los alrededores lograba casi siempre su propósito de que le pasara cerca alguna persona a quien sin riesgo poderla tumbar de una lanzada o un machetazo; siendo tan extrema su cobardía, que tras que daba el golpe saltaba atrás y se mantenía a buena distancia, hasta cerciorarse de que la víctima estaba apalastrada y sin armas con que defenderse; entonces le volvía encima hablando una algarabía que naide entendió nunca, la remataba, le cortaba los pechos, si era mujer, para comérselos asados, y si era hombre otra parte para utilizarla en sus brujerías, o sabe Dios para qué. —¡Ave María Purísima! exclamó Carmen horrorizada, acurrucándose un poco y pegándose a don Esteban. Veintinueve son mi niña las muertes que se le acumulan, y llegaron a veintisiete las personas que se le pudieron escapar, aunque heridas, porque como algunas veces no atacaba con lanza ni sable, sino con una especie de garrocha puntiaguda, hecha de un varejón de guaconejo o quiebrahacha, y esto lanzándola desde cierta distancia, los golpes en tales casos no eran siempre seguros; y como daba por resultado el tirar la garrocha, que venía ella a quedar al alcance de la persona atacada, si ésta se sentía con aliento la recogía y se le enfrentaba11, lo cual era bastante para hacerle poner los pies en polvorosa. El primero que se salvó así fue don Ventura López, que siendo un viejo muy templado12 hizo huir a carrera tendida al Comegente el día del lance. —Malvao, y tan ruín!, exclamó seño Mateo. —Estabas loco por meter tu cuchara, le replicó la consorte, tal vez por meter también la suya. —Haya paz, mis viejos, aconsejó don Esteban, no perdamos el hilo de tan interesante historia. —¿Pero de dónde vino al Comegente esa idea de atacar arrojando la garrocha a modo de dardo? preguntó Carlos. —De que una vez se atrevió en los llanos a irle encima con solo un palo a una mujer, sin advertir que ella tenía un machete de trabajo; y como que a la mujer no le faltaba tabaco en la vejiga13 se le encaró y recibió un buen palo, pero hiriéndole por un tobillo lo hizo plumearse.14 Oliendo mejor el tocino: Haciendo mejores indagaciones. Oler el tocino: Presumir, sospechar. Respahilar: Hacer tomar a uno el hilo, es decir, despedirlo. 10 Ruín: Ordinariamente sólo usado por el vulgo con la acepción de cobarde. 11 Enfrentarse y encararse: Hacer frente con ánimo de resistir o de atacar. 12 Templado: Alentado, animoso. 13 Tener tabaco en la vejiga: Igual significación que templado. 14 Plumearse: Tomar las de Villadiego, huir. 8 9
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—¡Sinvergüenza! ¡pie pa que te tengo15 siempre! volvió a decir el viejo Mateo, sintiéndose escocido por tan manifiesta cobardía tras maldad tanta. —¿Pero para qué o por qué mataba a la gente? preguntó Carmen. —A lo que parece, mi niña, sólo lo hacía por gustos sanguinarios y con la mira de utilizar de los muertos las partes que he dicho que se llevaba siempre, pues de la única de quien se sospecha abusó fue de doña Isabel Estévez, viviente en Río Seco, a la vera de La Vega, a la cual le pegó ocho machetazos entre la cabeza y el pescuezo; pero siempre se ha dicho que de ninguna casa se llevó jamás ni alhaja ni dinero, sino de cuando en cuando alguna sal. Y tanto o más que gente mataba animales en las sabanas, montes y cercados; aunque de esto debe suponerse que fuera para su mantenimiento, pues siempre cargaba con las lenguas y ubres, y cuando se trataba de puercos cortaba a estos además de las trompas, que parecen eran para él buen bocado. ¡Ah! se me olvidaba referir que en un mesmo día mató, desnucándolo de un machetazo, a un pobre viejo como de ochenta años, llamado Tío Gabriel, del cual se llevó asina mesmo lo que he dicho que siempre se llevaba, y por la noche le tocó el turno a Apolonia Ramos, vecina de Las Cabullas o de Jamo; a esta infeliz la abrió desde el güargüera hasta el empeine, le sacó el corazón y le cortó la mano derecha, metiéndoles en su ñango16 para llevárselos, le cubrió la cara con su propia empella y la dejó clavada en el suelo con una estaca que le atravesó… —¡María Santísima! volvió a exclamar Carmen ya aterrorizada. ¡Por Dios, señor, no cuente más! —Razón tienes, hija; para atrocidades basta y sobra con lo relatado; mas usted debe saber algo de sus hechicerías, ¿no? —¡Hui! las necesarias para componer un libro: les voy a referir las principales, si ustedes gustan. Entre las artes diabólicas que el Comegente aprendió en El Francés tenía una, que, sin envidiárselo, quisiera yo que a mí me viniera por la divina gracia; y era que en una noche se transportaba desde los campos de Puerto Plata al Cotuí, que hay su buena cuarenta leguas de terreno, y en igual tiempo del Cotuí a los Llanos, distantes entre sí como otras tantas17. —Esa es la fábula, interrumpió Carlos, no pudiéndose contener. —Sea lo que fuere y tómenlo como lo tomaren, continuó el viejo, quien, como todos o casi todos los de su época, era un si es no es supersticioso y dado a creer en brujerías y maleficios; el caso es que en mesmo día o en una mesma noche, hacía maldades en distintos lugares, a los cuales ningún hombre a caballo, ni menos a pie, puede llegar antes de dos días bien andados, a menos de tener un pacto con el enemigo malo. ¿Y qué dirán sus mercedes cuando sepan que muchas veces estuvo cogido ese malvado, y que de entre las manos que lo llevaban amarrado se escabullía, sin saber nunca naide el cómo ni por dónde? —Que los que decían se les escapaba, ni se habrían topado con él, pero irían contando tan prodigiosas invenciones para enaltecerse o tratar de justificar el miedo que tendrían de perseguirlo con decisión, repuso Carlos. —Aténgase a eso; no, señor, el Comegente estuvo cogido y muy bien cogido un haz de veces; pero como tenía el arte de hacerse invisible desde que asomaba alguno con arma de Pies para que los tengo: Esta frase va siempre acompañada del verbo decir y significa lo mismo que la antecedente. Ñango: Especie de guano con dos asas para cargarlo a la espalda. 17 Como en esa época todas las bellaquerías se atribuían al Comegente, y alentados por esta garantía otros realizaban a mansalva actos semejantes, de ahí que el haber ocurrido algunos casi simultáneamente a regular distancia, diera margen a la suposición de la sobrenatural velocidad de él para caminar. 15
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fuego, o tras que sus pies tocaban agua corriente, lo cual no lo sabía naide, y como siempre lo hacían caminar a pie cuando lo cogían, en cuantico tocaba a un río o arroyo se desaparecía o se desvanecía entre los mesmos conductores, dejándolos a todos más muertos que vivos del susto; y como en realidad él no se iba, sino que se volvía viento, los del piquete seguían percibiendo la fetidez de su grajo18 que según se cree lo echaba por todos los pliegues de su cuerpo, y era tan fuerte que los perros, así los jíbaros como los domésticos la sentían desde que asomaba el pájaro por las veras del lugar donde había alguno de estos animales; a causa de eso ladraban y aullaban, denunciando así la presencia de él, por lo cual el Comegente tuvo siempre mucho odio a los perros, y con el deseo de sudar menos andaba casi siempre en pelota, si bien en tiempo de frío usaba camisa y hasta chupa, pero nunca calzones. Por último, llegaron sus cosas a tal extremo, que alevantadas las poblaciones del Cotuí, Macorís, La Vega, Moca y Santiago, debiendo sentir vergüenza de que un solo hombre ruín para más mengua, las tuviera como quien dice acorraladas y sin sestes19 se pusieron de acuerdo para batir sus partidos, todas al mesmo tiempo, con la mayor cantidad de gentes que pudieran mover; asina fue que desde el día de Santa Rita, abogada de las cosas imposibles, que corresponde al 2 de Mayo, más de dos mil hombres armados salieron a buscar uno sólo, llenaron la comarca de centinelas, y rondas volantes, que todo lo estuvieron azotando unos veinte días, sin poder dar con el brujo, a pesar de que mientras tanto de estar haciendo de las suyas, pegando fuego a viviendas, ranchos y cañaverales, ni de seguir en su juego de matar animales para aprovecharse de las lenguas y ubres y esto a cencia y presencia, se puede decir, de sus perseguidores, los cuales manque se volvían todo ojos, nunca lo pudieron columbrar por parte ninguna debiéndose eso a que como todos los centinelas tenían armas de fuego, y en las rondas lo menos la mitad de sus hombres la llevaban, él andaba a pata tendida para arriba y para abajo como si tal cosa, sin dársele ni pizca de cuidado de tantas prevenciones. Sin embargo, un viejo montero llamado seño Antonio, hombre de mucha experiencia y dado a cavilar sobre todo lo que le chocaba, viviente en el Buena Vista, que está cerquininga20 de La Vega por el camino de Jarabacoa, habiéndose puesto a pensar en las máculas21 de que podía valerse el Comegente para ocultarse y escaparse, comprendió que debía ser por obra de malas artes; pero como el poder del diablo no puede prevalecer largo tiempo sobre el de Dios, debía haber una contra para esas artes. Entonces se acordó de que en nuestros montes se da un bejuco llamado de brujos, y sospechando que tal nombre pudiera venirle por alguna virtud que tuviera contra ellos, se propuso hacer el experimento contra el Comegente. Diciendo y haciendo se fue al monte, cortó dos buenas hebras de ese bejuco, y al quebrar del alba al día siguiente, se amarró al cinto el cuchillo de degollar y su cabo22 se engarzó al hombro las dos ruedas formadas de los bejucos, y acompañado de un muchacho de doce o catorce años, que había criado, y de sus perros, se puso en movimiento dirigiéndose a las monterías23 de Cercado Alto. La Providencia parece que iba guiando sus pasos; pues con tanto tino anduvo, que apenas comenzó a subir por una ladera, el olfato de los perros, percibiendo el grajo, indicó Grajo: Sobaquina. Sin sestes: Sin poder descansar. Cerquininga: Muy cerca, diminutiva forma muy dominicana: Chiquiningo, bajiningo, o flaquiningo. 21 Máculas: Maldades. 22 Cabo: Machete. 23 Montería: Montes desiertos en los cuales abundan los animales de caza. 18 19 20
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el rumbo que debían seguir; y dejándose ir seño Antonio con su muchacho detrás de ellos, a poco andar sus ladridos indicaron que se habían topado con el pájaro. Efectivamente, estaba recostado en un como nicho de piedra que en la ladera había; y manque le ladraban los perros con furia, como si quisieran devorarlo, el marchante24 no se defendía de ellos sino haciéndoles morisquetas; no podía hablar palabra, tampoco moverse, tenía las manos pegadas a la piedra como en acción de impulsarse; con todo eso no había logrado desprenderse del sitio en que parecía clavado, y lo estaba realmente por la virtud del bejuco. Seño Antonio ni para despegarlo del nicho ni para amarrarlo como convenía, porque desde que tocaba sus miembros se les ponían tan blandos y tan sueltos como los puede tener una persona que acaba de morir; asina fue que sin hacer caso de las morisquetas que no cesaba de hacer el ya vencido azote, las cuales sólo servían en ese momento para provocar las truhanadas del muchacho e incitar a los perros, que no lo perdían de vista, a estarle gruñendo y también enseñándole los dientes como remedándolo, digo que el viejo lo lió bien, le atrincó25 las manos por detrás, dejó de cada bejuco un buen canto sobrancero para que le sirvieran como de betas26 pasóle por las entrepiernas y la entregó al muchacho a fin de que sirviera de guía y jalara al pájaro si llegaba a ser necesario hacerlo, y se reservó él la otra para ir detrás, garrochándolo si pretendía pararse y conteniéndolo si trataba de huir; pero no, señor, no hubo por qué maltratarlo, pues iba lo más dócil, sin apartar la vista del bejuco que llevaba el muchacho, tan tranquilo y tan manso como un ovejo. Para llegar a Buena Vista, como al viejo le daba mala espina aquella mansedumbre, y sabía que al entrar en los ríos era que se había desaparecido las veces que lo cogieron, pidió un caballo prestado a uno de los muchos vecinos que se le habían juntado y no lo metió en el Camú, sino cuando le enjorquetó en él y le atrincó los pies con otro canto del mesmísimo bejuco por debajo de la barriga del animal y en esta disposición metió su prisionero en La Vega el mesmo día por cierto 13 de Junio, causando la fecha y el nombre del viejo, asina en la población como en toda comarca, la creencia de que aquel triunfo no podía venir sino por obra de San Antonio; encarnado en seño Antonio. Sea lo que fuere de esto, la autoridad quiso que el viejo no compartiera con nadie la gloria de entregar su prisionero a la justicia superior a que le competía juzgarlo, y dando las órdenes convenientes, determinó poner un piquete bajo el mando de él con instrucciones para que lo reforzaran en el Cotuí y los Cevicos; pero como seño Antonio estaba firme en la creencia de que todo lo logrado debía de ser por obra del bejuco, a sus nudos y no a otra cosa se atuvo; con todo, en cada parada hacía formar los soldados a la redonda para que el prisionero quedara en el centro, pero cuando caminaban él no soltaba su beta, si bien de vez en cuando consentía que para reposarse el muchacho, que siempre iba delante con la otra pasara la suya el militar que llevaba la jáquima del caballo. Cuando llegaba el momento de para hacer noche, el viejo le desataba los pies con el fin de desmontarlo, lo maneaba de nuevo asina que lo tenía en el suelo, le soltaba las manos y lo sentaba recostándolo contra el tronco de un árbol que le permitiera volvérselas a amarrar por detrás de este, más por lo visto ni necesarias eran tantas precauciones, pues la voluntad del Comegente estaba tan sometida a la del viejo, que sólo tenía vida y movimiento para hacer lo que éste quería que hiciera; Marchante: Cualquier individuo cuyo nombre no se desconoce o se quiere callar. Atrincar: Atar con dureza. ¿Intrincar? 26 Betas: En Santo Domingo se aplica exclusivamente este nombre a las cuerdas por medio de las cuales se manejan las reses que pelean. 24 25
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asina fue que sin ninguna novedad llevó su preso a Santo Domingo, donde lo juzgaron y ahorcaron pocos días después. Una de las personas que tuvo que ir a declarar contra él, por haber sido citada, fue la mujer que le dio el machetazo por el tobillo en Los Llanos; a ésta la conocí muy bien yo, pues hace poco que murió, y de su mesma boca tuve el cuento de su lance. Si no hubiéramos tenido hoy que desechar el camino real en Bermejo, yo le habría enseñado a Carlitos el naranjo en que Luis Beltrán, que tan ganseramente27 se puso en sus buenos tiempos el mote ni me han cogido ni me cogerán, pasó su última noche en estos terrenos. Este naranjo se distingue de otros dos que están cerca, porque se le secó la cáscara en todo el espacio que ocuparon las espaldas de ese hombre endemoniado. Y manque tanto daño causó, Dios haya tenido misericordia de su ánima. —¡Amén! respondieron a una vez santiguándose los piadosos dueños del lugar, y el risueño Cirilo. —¡Amén! agregó Carmen. —Pero aunque la historia es en extremo interesante y ha sido tan discretamente contada, permítame objetarle seño Domingo, que yo no he encontrado en ella nada que tenga relación con el ojo de agua de la sabana de la Paciencia, adonde bajó usted según me dijo después, esperando encontrar una buenaventura prometida por ese hombre perverso, dijo Carlos. —Esa es harina de otro barril, y si lo tienen a bien les contaré el cuento ese, repuso el peón en extremo satisfecho de haber merecido el elogio de Carlos. —¡Cómo no!, exclamó don Esteban, todo ello debe ser importante. —¡Ay, Dios mío!, replicó la sensible niña. ¿Todavía más que referir de ese pobre hombre, que quizás murió arrepentido de su mala vida, al sentirse desendemoniado por virtud del bejuco? —¡Hum! no se sabe si el bejuco lo desendiabló o si solamente lo paralizó; pero lo que agora voy a contar, niña, no muestra nada de su maldad sino algo de su mucha sabiduría. —¡No debieron, sin embargo, haberlo matado cuando lo tenían tan mansito, insistió ella. —La ley no tiene nada que ver con el arrepentimiento, le replicó su padre, y debe ser así, pues además de lo difícil que es penetrar la sinceridad de él, ordinariamente no invade las conciencias pervertidas y lisonjeadas por el constante éxito de las malas acciones sino cuando se ven reducidas a la impotencia y en la incapacidad de sustraerse al castigo que merecen. —¡Bien!, aprobó Carlos; pero entretanto, propongo nos bebamos el resto de una botella de vino de Málaga que abrimos hoy en el Sillón. Y traída por seño Domingo, repartióse concienzudamente el vino entre todos los circunstantes, después de lo cual, tras un postrer chasquido de la lengua, reinstalóse el viejo y soltó el siguiente cuento. EL TESTAMENTO DEL COMEGENTE
Una mañanita un montero alcanzó a ver por casualidad al Comegente entrando en esa mata de la sabana de La Paciencia, la cual, como se lo dije, cubre una hoya en la que sale un manantial formando un riíto de nada. Sin perder tiempo, el montero se fue a los Cevicos y dio parte al Alcalde Pedáneo de la sección. Este reunió algunos hombres armados de lanzas y machetes, y salió con ellos por la tarde muy calladito a ponerle cerco a la mata, no dudando que el pájaro tendría su escondedero allí, y que factiblemente le echarían mano al 27
Gansero: adj. Vanidoso, presuntuoso.
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salir. Sí, señor, el marchante pasó el día en la hoya, como se probó porque habiendo dispuesto el Pedáneo que cada cual de sus hombres se pegara como si estuviera cocido a uno de los árboles de la orilla de la mata, no tan sólo para ocultarlos mejor sino para que sirviera el tronco de madrina28 a la hora de la marcasada29 se sintió un ramajeo30 indicando que alguno venía de adentro para afuera, y por poco se hubiera topado el Comegente con el centinela apostado en el paraje por donde pensó salir, lo mesmo que agorita nos tropezamos seña María y yo, si este centinela no hubiera sacado el cuerpo antes de tiempo para irle encima; pero como aquel diablo era tan ágil, saltó atrás más pronto que el soldado, rehundiéndose en un abrir y cerrar de ojos, sin saberse por dónde, pues le favoreció también la oscuridad del monte. En vano pasó la ronda toda aquella noche en vela a la vera de la mata, previniéndose de candeladas por todos lados con el fin de ver claro; el brujo, o había llegado al arroyito y metiendo los pies en él se hizo invisible, o tenía por allí, como hasta agora se cree, alguna oculta entrada en una madriguera subterránea, y por ella coló, lo cierto del caso fue que ni vivo ni muerto apareció, por más que todos los de la rondalla mitad primero y la otra mitad después que los otros volvían dispuestos y conducidos así por el mismo Alcalde, que era hombre malicioso, estuvieron desde que asomó el alba escudriñando el reducido espacio de la mata sin dejar piedra ni tocón, ni matojo31, ni nada que no escurcutearan32. —¿Pero dónde está la buenaventura que el lugar promete?, preguntó Carlos sintiéndose mortificado por la prolijidad del viejo. —Ten paciencia, hijo, si quieres conocer la cosa de cabo a rabo y con todos sus pelos y señales. —Sí, sí, dejemos a seño Domingo ir a su paso, que él lo cuenta todo muy bien, repuso don Esteban. Pues, como iba diciendo, todo el santo día se lo pasó el Pedáneo junto con su gente en el lugar que se había tragado el pájaro, y con lo único que se pecharon fue con unas escrituras hechas por medio de algún punzón o con la punta de un cuchillo en el liso tronco de un algarrobo, las cuales no fueron entendidas en ese tiempo por naide, dando tema a los que las veían para suponer y decir que estaban en gringo o en carabalí; y el sentido de ellas se hubiera perdido para todo el mundo si al cabo de algunos años no hubiera dado la casualidad en que Dessalines y Cristóbal, cuando se retiraban del sitio de la ciudad con el rabo entre las piernas, hicieron alto por allá para sestear con su tropa; y como los soldados, llevados del instinto del maroteo33 todo lo registraban, apenas habían bajado algunos a beber del manantial, cuando hubo quien descubriendo el algarrobo de las escrituras subió a darle la noticia a Cristóbal, que estaba allí cerca. Este fue al paraje, y como parece que entendió algo de la cosa, hizo que le fueran a buscar a un papá bocó que llevaba de consejero en su Estado Mayor y gozaba de la reputación y consideraciones de hombre muy sabido; el caso fue que tan pronto como el papá comenzó a leer o descifrar el escrito, se les saltaron las lágrimas, se quitó el sombrero e hizo que también se lo quitara el General Cristóbal, declarando, que aquello era el testamento de un conocido bonda o bouda, y que sé yo el apelativo que le dio para significar uno de los más grandes sabios de su secta; añadiendo, que como nunca más tal vez lo volverían a tener ellos de tanta capacidad, debían Madrina: Resguardo, defensa. Marcasada o Malcasada: Entre dos luces, al cerrar la noche. Ramajeo: Ruido que producen las ramas agitadas por el tránsito de alguno. 31 Matojo: Matorral. En Cuba se llama matojo al tocón con retoños. 32 Escurcutear: Escudriñar removiéndolo todo. 33 Maroteo: Merodeo: Marotear: merodear. Marotero: merodeador. Marota: merodeo. 28 29 30
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de llorar la desgracia de haberlo perdido. Y dicen que el papá bocó principió el lloro aullando como un perro, juntándosele una caterva de los suyos en el mesmo tono hasta formar un banco34 igual al que suelen entregarse las vacas cuando descubren sangre, durante la guángara hasta que cansado Cristóbal restableció el silencio e hizo que el Papá le refiriera lo que las escrituras decían, lo cual, todos los que estamos en el secreto, sabemos que era esto: “Yo me llamo Luis Beltrán, ni me han cogido ni me cogerán”. Sepan todos los que estas letras comprendieron, que hoy, entre dos vientos y dos soles, me ha nacido una niña de mi esclava Rosalía (esa Rosalía fue la mulatica que le robó a don Agustín de Moya). Esta niña quedará por mis artes encantada en este paraje, hasta la edad de veinticinco años que, fecundada por el manantial, despertará para dar al sueño otra hembra dejando vivir la madre. Esa mi nieta vivirá del mismo modo en el seno de su padre otros veinticinco años al cabo de los cuales le será permitido hacerse visible a sus orillas durante una hora en cada año, sin avanzar en edad ni perder en hermosura, hasta lograr que un varón la sorprenda y quiera introducirla en la vida ordinaria haciéndola su mujer. Ella llevará de dote a su marido mis artes principales, entre las cuales cuento la que me permite ver el oro que nace y vive en las entrañas de la tierra, de la cual arte yo no he hecho uso hasta hoy, porque ni he codiciado ni he necesitado para nada ese metal. Salud y ciencia para los que me respetan; dolor y muerte para los que renieguen de mí… —¡Bravo! exclamó Carlos interrumpiendo la relación y palmoteando; y como del 1792 al 1842 había usted contado exactamente los cincuenta años que se necesitaba transcurriesen para que la señorita hija del galante manantial y nieta del nunca jamás como se debe alabado bouda comience a peregrinar en la fuente que la engendró, apuesto a que cuando usted bajó hoy allí estábase mirando ya marido de la fresquecita náyade y en posesión del arbitrio de poderse trasladar de un día de sol de La Vega al Guarico o a Santo Domingo, sin contar todo lo demás… —Carmen reía a más no poder, don Esteban no dejaba de estar algo risueño, seño Mateo y Cirilo parecían pensativos, y como aunque la vieja María no daba muestras de ocuparse en otra cosa que en preparar una cachimbada35, observó el ensimismamiento de su consorte, que le quedaba al lado, sacudiéndole un brazo le dijo malhumorada: —Tú no pues estar pensando en que te puea tocar la muchacha, porque no te pues volvé a casá teniéndome a mí viva. —¡Ea, mujer! las cosas tuyas… fue lo único que replicó el pacientísimo viejo, sintiéndose tal vez cogido in fraganti… Por supuesto que este colérico ímpetu de la senectud demostrando sus desabridos celos, habría sido capaz de dar al trasto con la reunión y el final del cuento, si don Esteban no se hubiese empeñado en contrabalancear con una afectuosa seriedad las incesantes truhanadas de Carmen y Carlos, provocadas ahora por el arranque de la vieja, celebrado al extremo de llegarlo a remedar entre los dos; y a fin de alentar a seño Domingo, cuyo semblante manifestaba aún cierta frialdad o desanimación a causa de la fisga del joven, a pesar de haber sido del todo insensible al mérito del episodio conyugal, el caballero ordenó: —Vamos, vamos, basta ya de risas y de bromas, yo no quiero perder nada de la narración, a cada paso más interesante para mí. Y dirigiéndose al medio mohíno narrador le preguntó: ¿No sabe usted lo que hizo Cristóbal cuando se le comunicó el testamento? 34 Banco: Coro que forman las vacadas gimiendo. También se llama así al que forman las palomas montesinas cuando comen muchas en un mismo sitio. 35 Cachimbada: Porción de tabaco que se fuma de una sentada en el cachimbo: fumarada.
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Como lo que allí se ofrecía era solamente realizable cincuenta años después de escrito, –prosiguió diciendo el viejo para reanudar el cuento– aconsejado Cristóbal por el Papá Bocó levantó inmediatamente la marcha36 con la mira de hacer noche en los Cevicos para recoger allí algunos informes sobre el autor de aquello y la época a que correspondía. Muchas personas de la sección sabían que las escrituras eran del Comegente, y como hasta allí tanto Cristóbal como Dessalines, que llevaba la delantera, habían tenido la malicia de no despertar desconfianza ni dejar penetrar que iban garbaneando37, las que fueron a visitarlo se lo dijeron, indicándole el año de 1792 como el correspondiente al testamento; asina fue que el Papá Bocó le hizo ver que como estaban en el año cinco del siglo se necesitaba que corrieran treintisiete más para llegar al tiempo de aspirar a apoderarse de la herencia. Aunque así fuese, interesándose los dos en saber algo de lo que realizó por acá y de qué muerte murió, también se hicieron referir todo lo que entonces naide ignoraba sobre esos particulares, hasta que llegando a contarles su fin, manifestó el Papá Bocó tanto azoramiento y tanto miedo que casi no podía hablar, tampoco podía tenerse en su asiento a causa de los temblores que le entraron, y llamando aquello la atención de Cristóbal le reprendió diciéndole con mucha asperidad: —¿Pero qué es lo que usted ha descubierto, fout… papá, que tanto miedo le ocasiona? —Ah! maiher, malher, Mon fils a mouin! Guangua pangnol pi fort pasé ouanga haitien38. Esto era lo que el otro le respondía, pareciendo como atarugado; más perdiendo Cristóbal la paciencia le dio un sacudión39 ordenándole sin ningún miramiento que hablara. No tomaron la precaución de despedir a los visitadores, asina fue que manque el papá se llevó a Cristóbal para otra pieza, tanto aquellos como los militares que había en la sala del bohío pudieron oír que el papá bocó declaró: Que la tierra que produjo lo necesario para domar al boude, era tierra superior a la de ellos, y por consiguiente consideraba una temeridad el tratar de conquistarla, pues si por la sorpresa se podía conseguir un triunfo al principio, a la larga lo pagarían muy caro; que él veía muy clarito que el guanguá español era más fuerte que el guanguá haitiano, y que si querían llevarse de su consejo debían de mantenerse tranquilos en su territorio sin volver a pasar ni por pienso del lado acá del Massacre40. Conviene saber que el General en Jefe era Dessalines, por lo cual Cristóbal, considerando de mucha importancia lo que su papá declaraba y aconsejaba, y que era de su deber comunicarlo se fue con éste al bohío donde paraba el otro. Dessalines se quedó con tamaña boca al imponerse de la cosa, y tratando en conferencia lo que sería mejor hacer, declaró Cristóbal que él, por su parte, estaba resuelto a no volver sobre Santo Domingo. Dessalines confesó que pensaba sujetarse también a igual conducta; pero que creyendo que su obligación, como Jefe Supremo de Haití, mirar por el porvenir de su pueblo, juzgaba atinado arrasar si era posible el nuestro. Cristóbal que no necesitaba de mucho estímulo para dar rienda suelta a sus malvadas inclinaciones, aprobó el parecer, y allí mismo quedó acordado entre los dos dar las más terribles órdenes de destrucción a otros oficiales tan crueles como ellos y el destacar del ejército algunos cuerpos con el fin de abarcar toda la comarca de su tránsito y que no quedara población ninguna donde no se hicieran sentir. Nadie ignora lo que hicieron esos condenados en el Cotuí, Macorís, La Vega, San José de las Matas, Santiago, y hasta en Montecristi, aunque Levantar la marcha o el campo: Emprender la marcha, decampar. Garbanear: Huir tratando de disimular la fuga. 38 ¡Ah! una gran desgracia: Que el guanguá español es más fuerte que el guanguá haitiano. 39 Sacudión: Sacudimiento. 40 Massacre: Río fronterizo por el Norte entre las dos partes de la Isla. 36 37
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tan apartado quedaba este pueblo de la ruta que seguían; nadie ha olvidado el degüello en la Iglesia de Moca, llevado a cabo por los demonios que mandaba el Coronel Faubert, después que como caballos en celo usaron de todas las hembras que dentro de ella había; están siempre, en fin, presentes en nuestra historia, para maldecirlos, los nombres del Comandante Brossard y de los Coroneles Antoine y Habilhomme, cuyas bellaquerías dejaron muy por detrás las del Comegente, como lo podría probar yo agora mesmo con muchos detalles si no supiera que había de amargar otra vez el gusto de la niña… Para terminar diré que parece que el consejo del Papá Bocó nunca perdió en fuerza en el ánimo de aquellos dos renegados, pues jamás volvieron a tentar nada contra nosotros, a pesar de que cada uno se coronó Rey por su lado; pero ya hemos visto que otro se atrevió a todo y que no le ha ido hasta agora mal, pues él y los suyos nos tienen pisoteados haciendo de nosotros lo que les da la gana; y por lo que puede traslucirse no parecen muy próximas las santas horas de probarse lo que murieron creyendo tanto Dessalines como Cristóbal y el Papá, es a saber: que nuestro guanguá era más fuerte que el de ellos. Y se acabó mi cuento. Reinó silencio profundo, pero levantándose don Esteban dijo con voz sonora y tono solemne: ¡Señores puede ser que ese Papá Bocó tuviera razón y quién sabe si está ya cercano el día de probarlo plenamente! ¡Confiemos a la Providencia! Y medio pensativos todos, abandonaron el puesto para recogerse, no sin haber tenido Carlos que disputar con la vieja María por su insistencia de acomodarlo en el aposento.
LUIS A. BERMÚDEZ1 1854-1917 Luis Arturo Bermúdez nació en la ciudad de Santo Domingo en 1854 y murió en San Pedro de Macorís –en donde se radicó desde joven– el día 9 de abril de 1917. Fue progenitor del notable poeta Federico Ramón Bermúdez Ortega, nacido en San Pedro de Macorís el 29 de agosto de 1884 y fallecido allí el 3 de marzo de 1921: su madre se llamó Carmen Ortega de Bermúdez. Luis A. Bermúdez, alumno del Colegio San Luis Gonzaga, fue objeto de la protección de su Director, el filántropo Pbro. F. X. Billini. En Macorís ejerció la profesión de Defensor Público. El Instituto Profesional le invistió de Licenciado en Derecho el 25 de junio de 1888. En 1889 fue Diputado por Macorís, y luego sirvió otros cargos: Administrador de Hacienda, Interventor de Aduanas, Juez del Tribunal de Primera Instancia. Junto con el Lic. Antonio F. Soler fundó el importante periódico macorisano El Cable. En 1895 dirigió, en compañía de Rafael A. Deligne, la excelente revista Prosa y Verso. Aficionado al folklore, fue de los primeros que escribieron acerca del término, puesto en boga en Santo Domingo por él y por Penson. En El Teléfono, S. D., 3 de junio de 1889, publicó el artículo Cosas de Tío Perete, sin mayor interés. Para el teatro escribió algunas comedias, entre ellas El Licenciado Arias, de 1900, de lo mejor del teatro dominicano, según nos decía el Dr. F. E. Moscoso Puello. Sus Cosas de seño Tomás, que ahora se reproducen, –publicadas en 1895 en Prosa y Verso– gozaron de gran popularidad, ya que se referían a uno de los tipos mitológicos del Santo Domingo de antaño, como lo dice Max Henríquez Ureña en su Panorama histórico de la literatura dominicana: “en 1895 publicó en la revista Prosa y Verso con el nombre de Las Cosas de seño Tomás, desentrañándolas del folklore nacional, sabrosas anécdotas de Tomás Carite, tipo popular con mucho de andaluz”. 1 Ver Osvaldo A. Rodríguez, El genio de seño Tomás, en Prosa y Verso, San Pedro de Macorís, octubre de 1895. De Bermúdez, como periodista, trata el Lic. M. A. Amiama en El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, p.56. En nuestro libro Cuentos de política criolla, S. D., 1963, nos referimos a Bermúdez en relación con la reelaboración literaria.
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Las cosas de seño Tomás El Toromonte
Hay religión en esta tierra y existe más o menos cierta, desde que el Almirante ilustre pisó sus playas. Así, por enero todos los años, del 17 al 21, los caminos del Este, es decir, los que tienen dirección a la vieja e histórica Provincia de El Seibo, se ven cuajados de romeros, quienes cargados de botijas de aceite, marquetas de cera y algunas joyas de valor, pasan al Santuario de Higüey, donde tiene su rico altar la para todos milagrosa Imagen de Nuestra Señora de la Altagracia. Verdadero jubileo es aquel: cordón humano que principia a veces en los pueblos más remotos de la haitiana República y termina en las tres cruces del afortunado pueblo donde naciera el Sansón de nuestros aborígenes, el fuerte y valeroso Cotubanamá. Ancianos gastados ya por el roce de los años; individuos inutilizados por su vida pecaminosa, mujeres arrepentidas, todos, en fin todos los que sufren enfermedades físicas o morales, los abandonados por la ciencia y los reñidos con la Esperanza, acuden solícitos a implorar los favores de aquella que ellos llaman “Gran Doctora del Cielo”, para que les vuelva la salud del cuerpo o la salud del alma. Y así es todos los años. Por la época a que quiero contraerme, era seño Tomás, según él mismo refería, un mocetón robusto y de entereza, muy animoso y dado a extrañas aventuras, y más en las luchas amorosas. Entre los suyos era chico de inteligencia porque cantaba al acordado son del melancólico cuatro, picarescos zapateos, sentimentales galerones y alegres medias-tunas: enamoraba con sus cantos ya a lo divino, ya a lo humano. Además, era diestro, y con tanta habilidad ponía en los tarros de un toro el lazo de majaguas tirado a diez varas de distancia, como la punta de su toledana en el pecho de cualquier temerario que le buscase camorras. Como buen dominicano, Tomás era hombre de a pie y cuando se amarraba las zoletas no había distancia, por larga que esta fuera, que no venciese en un decir “Jesús”. Mozo, pues, de arrogancia y no poca, cantador y decente, no pasaba convite en que él no estuviese, siendo como era tan dado al amor. Era el mes de enero. Aproximábanse las clásicas fiestas del 21: Tomás en la madrugada del 16 emprendió el largo camino que separa a Higüey de Santo Domingo, a pie, eso sí, y no por falta de algún dinero con que pagar el alquiler de un mal jamelgo, sino por sobra de confianza en sus zoletas, por no dejar mal puesta su fama de gran caminador. En su ruta, Tomás iba dejando atrás en todo el camino, largas recuas y hombres de a pie, hombres de espíritus menos fuertes que el suyo, y así, como buen práctico, de monte a monte para acortar la distancia, llegó a la entrada del Guabatico al mediodía en filo del 17. Hay al comienzo de esa llanura inmensa un árbol corpulento, conocido de todos los viajeros por La Mata de la Caoba. El verde follaje de aquel árbol tradicional, ha servido de tienda a millones de caminantes. Sombra aquella, verdadero manto de la democracia; mendigos y poderosos, todos han sestiado al fresco de aquel ramaje. En su añejo tronco, tiene millares de inscripciones, porque los caminantes, así como en las cruces de los caminos arroja cada cual una piedra como recuerdo, allí graban sus nombres y varias señales, como indicio de haber pasado. Ardía el sol. 740
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El Guabatico, llano hermoso, que parece un lago de topacio, donde crece el amarillo pajón, que movido por la brisa forma calladas ondas, así como las serenas aguas de tranquilo río, circundado por la cinta azul que semejan los pomares que le rodean y que escapan de uno a otro extremo al alcance de la vista simulando lejanos horizontes, es el más rico pasto de todas las ganaderías de aquellos contornos. El buen Tomás, descansaba a la sombra de la Caoba, comiendo con envidiable apetito de una rica arepa hecha de maíz criollo y condimentada con sabrosos cantos de suculentos chicharrones, cuando fue sorprendido por el imponente bramido de un toro. Aunque Tomás era mozo jaquetón, con ínfulas de hatero, al ver que la fiera se acercaba al sitio donde él estaba, ora escarbando con las patas delanteras, ora a galope de sabana, contaba él, con gracia que hacía reír, que puso pie en el tronco de la histórica Caoba y sin saber cuando vióse salvo, entre el espeso ramaje. Desde lo alto, decía Tomás, “contemplé al valiente toro; era negro cual la noche, como res de sabana, cachiabierto, y tenía los lomos parejos como una mesa de billar, tal era su gordura”. Al pie del árbol bramaba el toro enfurecido con el olor de gente. Sólo portaba el héroe de mi cuento un pequeño cuchillo por toda arma defensiva, y visto que el toro no quería abandonar el puesto, principió a hacer púas de a una cuarta de largo, estas muy aguzadas, las que con toda la fuerza posible, fue arrojando una por una sobre el lomo de la cornuda fiera clavándolas todas, por extraña casualidad. Después de haberle puesto más de doscientas de esas especies de banderillas campestres, el toro adolorido tomó el monte y dejó a Tomás el camino franco.
Dos años después, por la misma época y por añadidura 17 de enero, refiere Tomás, que se encontraba en el mismo sitio, bajo la frondosa Caoba, pues que volvía en pos de las fiestas del 21. De improviso tiende la vista hacia la sabana y ve con imponderable espanto que un pedazo de monte corre en dirección al lugar donde él estaba: pónese de pie, fija con el cuidado que el miedo engendra, su atención en aquel fenómeno raro, y descubre que era el mismo toro de la historia, al cual se le habían nacido en los lomos las púas que él mismo le había clavado. Era, pues, el toro-monte. Así eran los cuentos del Sr. Tomás. Prosa y Verso, San P. de Macorís, mayo 1895.
El ojo en la uña de gato Relampaguea al Norte y sopla viento de la tierra. Bueno va el tiempo. Al salir la luna el chubasco es cosa segura. Regular corrida, y temprano. En tiempo de cigua en el monte alto se tira a la coronita: iré a la loma. Y así diciendo seño Tomás, púsose a preparar los chismes de monte, es decir, lo de cazar. Aquellos fueron tiempos mejores, no hay duda. Verdad es que hoy tenemos mayor caudal de ilustración, pero había entonces menos malicia y más democracia. No teníamos tantos hombres de genio, pero ni tantos mañosos y mal acostumbrados. La mala fe triunfó de la inocencia desde que la escoba del progreso barrió el gran alcázar de nuestra sociedad. Cerca de la Capital, con dirección al Norte, está el Alto de Galindo. Es una loma algo empinada cuya falda baña, por entre ciénagas cubiertas de espesos manglares, el encajonado Ozama, siempre revuelto y temerario. 741
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Hubo un tiempo en que, partiendo de la vereda del Campamento hacia adentro, eran vírgenes aquellos montes que se levantaban gigantes sobre la superficie del Alto, que es un escalón, como si dijera, de la gran loma en donde tuvieron los blancos isleños la humorada de fundar la hoy bonita villa de San Carlos. En la pendiente de esa loma, como avanzada del espeso monte que en escala ascendente parecía llegar a lo infinito, perdiendo el yagrumo quebradizo sus blanquecinas hojas entre las pasajeras nubes, alzábanse antiguos mameyares, cuajados siempre de la aristocrática fruta de nuestros aborígenes, que semejan jícaras de oro puro rebosadas de dulce miel: detrás de esos mameyares, como bebiendo en sus verdes copos, mecíanse el dorado almácigo, el punzante espino, el almibarado higo, la menuda cigua, el amargo café, el capá corpulento y otros árboles de esos que sólo se acogen a los favores de los terrenos áridos. Todo aquel monte, hasta antes de llegar a Agua Dulce, estaba de trecho en trecho dividido en bien picados y limpios tiraderos, tiraderos que rivalizaban en fama por su buen acondicionamiento. Había dos clases de tiradores, los de posado y los cazadores al corso. ¡Ah! para ser cazador al corso es preciso ser hombre de las condiciones de Tomás: práctico; saber guiarse por el sol; pisar en el aire, así, sin quebrar un ramo y llevar la vista siempre fija en el espeso ramaje, porque son muy esquivas las palomas, ¡parecen niñas de quince! Tomás era hábil cazador; en el pájaro que él hacía puntería con su vieja vizcaína de seguro que ponía los perdigones. Tal era su destreza y su confianza tanta, que tasaba los avíos y contaba los pistones: veinte y cinco fulminantes, veinte y cinco palomas, salvo eso sí, que le marrase la bocona. Tal como lo predijo: relámpagos al Norte y viento de la tierra, chubasco seguro. A las dos de la mañana rompió el chaparrón. A las tres, los claros de luna hicieron luz en la densa oscuridad y como la luna se lo come todo, presto amainó el tiempo. A las cuatro estaba el buen Tomás en pie; amarróse las zoletas, cruzóse los chifles, echóse el ñango a la espalda, prendió el cachimbo criollo de puro barro sancristobaleño, tomó la vizcaína y salió. Cuando los primeros rayos del ardiente sol de junio bordaban el Oriente ya se oía en el bosque espeso el monótono canto de la arisca coronita. Principió Tomás su faena: tiro por cobre. A las diez, según podía verse por lo que el sol había caminado, tenía recogidas treinta y cinco palomas. Conste que llevó treinta y seis pistones; sobrábale pues uno: que siempre el cazador guarda el último tiro para la defensa de su persona en la travesía del camino. Ya en marcha Tomás, bajó a la loma para matar su sed en uno de los ricos manantiales que brotan de su escarpada falda. A la subida, y en mitad de la pendiente, sintió el fuerte aletear de un hermoso macho que hacía banco llamando enamorado a la hembra que no estaría muy distante. Tomás miró hacia arriba y vio el alegre pájaro allá en el copo de un corpulento córbano. Atacado por la envidia levantó la vizcaína, hizo fuego y la inocente paloma vino a tierra. Por casualidad, cayó dentro un tupido matorral en el que había una mata de Uña de gato. Es esta planta parecida al rosal, de espinas muy agudas, que tienen la misma forma de las del felino con cuyo nombre la distinguen. Apartó Tomás el menudo ramaje y metiendo la cabeza cogió la paloma; al salir sintió que algo le había herido el rostro, pero, hombre fuerte a quien no intimidaban las picaduras de los mosquitos, no hizo caso y emprendió el camino de la ciudad. 742
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Llegó a su casa; pero cuál no sería su asombro al ver que su mujer le recibe toda afligida diciéndole: —¡Ay! Tomás de mi vida, y cómo ha sido eso? —¿Pues y qué pasa? replicóla él. —¿Cómo has perdido ese ojo, Tomás mío? —¡Ese ojo…! a ver: y así diciendo tomó un espejo y miróse el rostro. En efecto, faltábale el ojo derecho. Por cinco minutos estuvo Tomás algo pensativo, pero luego rompió el silencio diciendo a la mujer: —Espera, ya sé cómo ha sido, vuelvo en el acto. Sale, emprende de nuevo el largo camino, llega a la loma y baja por la pendiente hasta el mismo sitio en donde disparó el último tiro. Se acerca al matorral, aparta las menudas hojas, quiebra algunos bejucos hasta que encuentra, prendido en una de las corvas espinas de la Uña de gato, el ojo tan llorado por su mujer. Tomólo con algún cuidado y colocándoselo en la abierta cuenca volvióse a su casa sano y salvo. Eso contaba seño Tomás. Prosa y Verso, San P. de Macorís, junio de 1895.
De gato y gallina Verdad que Tomás no era un hombre de letras, que ni aún la O por ser casi redonda la conocía. Es que en su época había pocos que supiesen de esas cosas, porque no era muy crecido el número de los hombres que domaban los bancos del Seminario aquel de Santo Tomás de Aquino. Y sobre todo, que los que allí alimentaban su cerebro, como ahora es uso decir, con el pan bendito de la instrucción, era con la santa idea de ofrecer los días de su vida al servicio de Dios para hacerse dignos de la envidiable gracia de sus bendiciones y alcanzar más tarde la gloria eterna. ¡Buena cédula de vecindad para pasar al otro barrio! Sí, que para servir a Dios, como dicen que Dios quiere, nada hay mejor que una vida mística en apariencias; ella libra de las públicas tentaciones del enemigo malo, aunque allá en la conciencia tenga su altar el demonio, adornado con las flores del pecado e iluminando con los grandes cirios de la maldad. Tomás nació para algo distinto, su carácter, su bravura, sus naturales gracias… no le permitían cubrir su cuerpo con el sayo de los cuervos cantores, y, ya lo dije, por entonces, o teólogo o nada, así… nada fue al fin mi héroe, a pesar de sus especialidades. Por eso aprendió todo aquello que sin maestros se aprende. Era paciente pescador: en el agua un pez, como que hacía largos viajes atento a la máquina de sus brazos! Caminador, ¡ya! ¡con decir que joven de su época ninguno les fue en zaga…! Cazador de fama merecida, lo mismo domesticaba un potro que castraba un toro: con la misma agilidad, con el mismo estilo que bailaba un zapateo mandaba un carabiné. A todas esas gracias, y a otras que no quiero describir, unía Tomás un grande afecto a la crianza de animales domésticos. El patio de su humilde casita era una imitación exacta del Árca de Noé. Sólo le faltaban peces, aunque a mi entender tampoco los hubo en el Arca, que esa especie no puede vivir en seco… El caballo para los viajes de lujo; el burro para la leña y el agua: perros famosos, perros para la caza de verracos, que por entonces eran algo abundantes allá en el Camino 743
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Chiquito, en Manga Nagua y otros parajes. Pavos y patos y gallinas y guineas y en fin, muchos gatos, y guay de aquel, afecto a la codicia de las ajenas plumas que tocase una siquiera de las de aquellas aves, ¡porque Tomás era mozo temible y no se andaba con miramientos para soltarle un tiro al más pintado de su época! Él cuidaba a sus animales tanto como a su propia familia, y sobre todo, a sus gallinas. Algo supersticioso, Tomás era muy dado a la creencia de que ciertos animales de color negro atraen la fortuna; por eso eran sus mimados una gallina galipava, negra como la conciencia de un prestamista y un gato que parecía hecho de ébano viejo, con los ojos como dos topacios redondos. Aquella gallina y aquel gato, no tenían precio para él; y más cariño les tenía el cuidadoso dueño al verlos siempre unidos, cosa no muy corriente en animales que, aunque domésticos, sean de distintas especies. En varias ocasiones, contaba Tomás, vio que la gallina corría alegre tras el hermoso gato; en otras, que el felino y la gallipava se arrebujaban en el nido de hojas de plátano, él con su asmático ronquido, y ella, espulgándole con el duro pico la diforme cabeza. Aquello a la verdad, no era más que un coloquio de enamorados, un amoroso idilio. Al fin llegó Tomás a tomar como realidad lo que al principio parecióle un imposible y para más convencerse, como hombre cuidadoso y capaz de todo, siguió los amores aquellos de los dos animales sin perder de vista uno sólo de sus movimientos. La gallina al cabo de algún tiempo dejó un huevo en el caliente nido. Tomás picado por la curiosidad, lo estuvo examinando; pero nada vio en él, ninguna señal que le diese indicio de lo que buscaba. Pero como no abandonaba su creencia, resolvió marcar el huevo con una cruz hecha con carbón y ponerlo en el nido de una clueca que el día anterior había echado.
A los veinte y un días cabales sacó la gallina doce pollos. Ni uno perdido, porque no eran aquellos meses de truenos. Acto continuo Tomás señaló el pollo salido del huevo objeto de su curiosidad y que era negro como la gallipava. Pasó el tiempo. Dos meses después, el autor de mi cuento pudo notar que el pollo dicho era macho, y otra cosa: que más que como gallina, tenía la cabeza como de lechuza. A los tres meses, refería Tomás, y en una madrugada que había chubasqueado un poco, notó en el patio un canto extraño; levantóse, hizo luz, se posesionó junto a una ventana y pocos momentos después, pudo convencerse de que el pollo cantaba: ¡¡¡CUCURUUU-ÑAUUU!!! Lo dicho: el pollo era un injerto de gato y gallina. Prosa y Verso, San P. de Macorís, julio de 1895.
Más vale tarde que nunca Pasaron muchos años y, naturalmente, el progreso cambió la faz del país. La sociedad fue tomando brillo; así, allí en el modesto salón donde antes una bella arrancaba al arpa sonora melodiosas notas, principiaron a oírse las delicadas escalas que esas mismas blancas manos sacaban del ebúrneo teclado de lujoso piano y el lugar de la contradanza francesa fue ocupado por la danza antillana, y el clásico minué por el voluptuoso vals. ¡Eso tiene el progreso, ya lo creo! que cambia con suma facilidad las costumbres y las 744
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cosas, porque esta bendita civilización, que trae ferrocarriles y fonógrafos, y ciencias y letras y periódicos y poesía y, en fin, todo lo que engrandece y da esplendor, trae también amores secretos, odios y rencillas, y sabe enseñar a odiar y a maldecir haciendo aceptable el odio y dulces las maldiciones con sonrisas que parecen de ángeles… Y por supuesto, que en ese cambio de cosas y de costumbres, todo aquel que no tuvo fuerzas para ir trepando escalones, según los empujes del progreso, vióse forzado por razón de las circunstancias a recogerse y sufrir con resignación, digna de los mártires cristianos, los estrujones de la fortuna ciega. ¿Para qué sirvieron los pollinos que tenían como estación la esquina de los borriqueros, cuando las cómodas y costosas carretas tomaron por suyo el oficio de servir de vehículo al comercio? ¿Para qué aquellos bueyes caballo con su narigón de majaguas, cuando las colosales yuntas uncidas a grandes carros vinieron a quintuplicar sus fuerzas? ¿Para qué aquel triste rosario de ánimas, terror de grandes y pequeños, cuando en su lugar alegres canciones inspiradas por el amor despertaban a las gentiles doncellas haciéndolas a la vez formar ilusiones de color de amaranto? Tomás, es natural, fue de los que quedó abajo; que el uso del zapato de goma era muy costoso para aquellos pies acostumbrados a las rústicas soletas, y después, ya cargado en años ¿cómo competir con los nuevos mozos que ya sabían llevar con mucho aquél el lujoso frac de aterciopelado cuello, encharolado escarpín con ribetes de seda, y de cuando en cuando el lujoso bastón de concha con casquete de oro, fino trabajo de Gonzáles o de Yepes? ¿Competir? ¡Imposible! que por entonces ya el pobre principiaba a ser pobre y a ser igual ante la ley, pero socialmente hablando, era cosa ya muy repetida el refrán aquel de “cada quien vale lo que tiene; el que nada tiene nada vale”.
En tal situación, el buen Tomás tomó un empleo, muy a su pesar, en el matadero público de Santo Domingo, y no un empleo elevado, no el de verdugo, ni siquiera de picador; él sólo hacía limpiar el piso: era, pues, el último en categoría y el último que salía después de la matanza. Hay en aquel viejo y bien construido edificio un departamento con puerta a la calle, más o menos de veinte varas en cuadro, en cuyo centro tiene un pozo más hondo que el pensar de un hambriento y a la derecha una gran pila; ésta se surte del pozo y, por medio de un caño que tiene el ras del fondo y que pasa por debajo de una pared maestra del edificio, provee de agua para la diaria limpieza al gran salón donde está aquella especie de tribuna para el inspector, los molinetes y, en fin, donde mueren los pobres irracionales para dar fuerzas con sus carnes a los carnívoros racionales. Pero es el caso, que cuando el edificio de los grandes arcos se fabricó, o por aquello de que era aún nuestro país un chiquillo que andaba a gatas, sin conocer los progresos de las ciencias y de las artes o por escasez de reales, el pozo del cuento no tenía, (ni creo que aún la tiene), una bomba sino una gran soga pasada por un carrillo con dos cubos de bambú en las puntas, cubos que cuando uno baja sube el otro. Sagasta y Cánovas, que con tales muebles los compara un escritor español: no es, pues, mío el símil. Naturalmente, como era Tomás el que hacía la limpieza, sacando su agua un día sin saber cómo, fuese de cabeza derechito al fondo del oscuro pozo. La gente acudió lamentando la desgracia, y a fuerza de sogas, andamios, crucetas y otras trampas, pudieron sacar de aquel abismo a Tomás, quien afortunadamente se hizo muy poco daño. 745
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Después, preguntándole un curioso a Tomás a qué casualidad debía el no haberse matado en la caída, él, lleno de fe, le refirió lo siguiente: —Descendí, como atraído por una fuerza poderosa, y al llegar al fondo oí una voz de mujer que me dijo: “más vale tarde que nunca”: me puse de rodillas, alcé los ojos y vi en medio de aquella oscuridad, toda rodeada de luz, a una mujer vieja que me bendecía. ¿Quién eres? la pregunté, y ella me respondió: yo soy María, la Santa madre de Cristo, que deseaba estrecharte entre mis brazos. Y así diciendo, me abrazó, preguntándome luego: ¿te has hecho daño, buen Tomás? Prosa y Verso, San P. de Macorís, ag. de 1895.
La pluma del guaraguao En mis mocedades, porque han de saber mis lectoras carísimas que estoy ya viejo, y el serlo es cosa que me duele; que no peco de lerdo para dejar de comprender que cuanto más camina el Sol, más se acerca al ocaso; decía, pues, que en mis mocedades era cosa que me hacía muy feliz, irme en las tardes serenas, después que abandonaba las rudas faenas del trabajo diario, a la Boca del infierno; al clásico Tripero, o la peligrosa punta de Peña redonda, lugares en que el festivo Gross hacía la pesca de tiburones; allí gozaba mucho, ya con los picantes chistes de José, ya contemplando la azul inmensidad, ya al ver puesto en práctica el refrán aquel que reza: “que por su boca muere el pez”. A esas fiestas diarias, que hacía más agradable la mar con sus ronquidos y sus saladas brisas, no faltaba nunca Tomás, que era gran práctico en toda la orilla; que caminaba por sobre las solapas como si lo hiciera en terreno ancho y firme, y que sabía, a ciencia cierta, los pies de agua que hay en cada una de aquellas peligrosas ensenadas, desde la Estancia del Capitán General hasta las mismas pozas. ¡Qué había de faltar, cuando él era el mejor ayudante que tenía el tuerto pescador! A mí me agradaba estar junto a Tomás; ya éramos grandes amigos, y me agradaba por su carácter serio, (jamás le vi reír) y por sus atiemposos arrebatos. Una tarde en que el mar estaba algo picado, por cuyo motivo el señuelo se deshacía, la carnada unas veces venía a la flor del agua y otras íbase muy al fondo, no pudiendo por tales razones, como dicen los abogados, picar el pez, que también en ocasiones tales huyendo a la resaca se aleja de la orilla, me refería Tomás, al llamar nuestra atención un hermoso alcatraz, lo siguiente: Pero antes debo decir a mis lectores algo acerca de Los Alcarrizos, que es el lugar donde principia mi cuento, es decir, el cuento de seño Tomás. Pues bien, más allá del Haina, de ese Haina rico en cuyas arenas brillan codiciadas pepitas de verdoso oro, hay una ermita tan vieja como el Haina, digo mal, porque exagero; no tanto, pero sí tan vieja que creo no haya archivo que guarde sus escrituras, ni crónica que nos indique en qué año se puso su primera piedra, digo, que yo sepa, que quizás algún anciano curioso conserve en la memoria un cuento que ponga en claro lo que yo ignoro. Esa ermita, que ya está al cerrar su hoja de servicio, puesto que las grandes corrientes al descender por la enhiesta pendiente en que ésta se levanta la han debilitado en sus bases y hoy es el solitario templo una ruina en preparación, pues muy pronto rodarán las piedras de sus musgosos paredones por donde mismo descienden en temibles borbollones las aguas del camino, esa ermita, repito, es, si cabe la frase según el ritual católico, la iglesia parroquial de toda aquella jurisdicción hasta muy cerca de San Cristóbal. 746
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De Los Alcarrizos, que no muy distante está, salen allá en mayo grandes procesiones que se dirigen a la ermita a cantar su Salve a la cruz divina. A mí, y no me avergüenzo al confesarlo, me ha hecho sentir más hondo, me ha acercado más a la verdadera religión del Cristo, el “Dios te salve María”, cantado por aquellos pobres campesinos con música, si así puede llamarse, que del lugar no ha salido, y que tiene de divina tanto como la más clásica que se pierda entre las bóvedas de los suntuosos templos, me ha hecho sentir más hondo, dije y repito, que la más solemne acompañada por armoniosa orquesta; porque es más puro el canto del fervor, el canto de la fe que todos esos arranques del lujo, que llenan los coros en los brillantes templos de las ciudades cultas. A mí me encanta el arte cuando sale de los moldes de la sencillez; lo artificial me revienta y más en materias religiosas, porque creo que el lenguaje de la fe ha de ser sencillo y puro por ser el lenguaje del alma, que es con el que entiendo debemos hablar a Dios. ¡Ah! ¡aquellas procesiones cruzando largos caminos, formando resplandores de luz en el oscuro monte, con sus grandes hachos hechos de tablas de palma! ¡Cuánto fervor! Vi, además en aquel campo una salida del rincón; ceremonia celebrada ocho días cabales, después de enterrado el difunto. A los ocho días, supone aquella buena gente, que es cuando el alma del que fue, abandona el hogar, y ya se entiende, para despedir el alma se hace una gran velación en que se rezan toda la noche oraciones como esta:
Las cuentas de mi rosario son balas de artillería y todo el infierno tiembla cuando digo: ¡Ave maría!
Esto en boca de una vieja, camándula en mano, infunde respeto, más cuando la concurrencia responde: “Dale Señor buena muerte”. Los Alcarrizos, pues, es además, un lugarejo, si no rico, abundante en víveres: crece allí el suculento plátano, como al fin en terreno fértil y la dulce batata y el ñame alimenticio, y toda esa clase de pan de los pobres que el hombre amasa con la levadura del trabajo y la maestra naturaleza sazona y cuece en el gran horno de la tierra. Allí pues, me dijo Tomás, tenía yo un conuco y un fundo por buena herencia adquirido: una tarde algo lluviosa, salí de mi pequeña labranza con dirección a la Capital; traía sobre mí el hacha, la escopeta, un racimo de plátanos, machi-hembras y seis gallinas, porque el único caballo que tenía habíase lastimado las manqueras y no podía servirme por aquellos días. Así cargado emprendí el largo camino y cuando hube llegado a la orilla del río, el cual habíase salido de madre, noté una sombra muy grande, lo mismo que cuando una espesa nube pasa por debajo del sol, levanté la cabeza y vi un pájaro enorme, que a la verdad me intimidó; solté cuanto arriba traía, rocié dos balas a la escopeta, le tiré y vino a tierra; era un guaraguao. Tan grande era, que, ya verá usted: como el río por la creciente no daba paso, arranqué a mi presa una pluma del ala derecha y con el hacha la separé del cañón; éste, lo dividí en dos y puse la mitad en el agua, en ella metí los plátanos, la batata, las gallinas, el hacha, la escopeta, el mismo guaraguao y tomando yo una tabla de palma que había por allí, para que me sirviese de canalete, me metí también y en tan famosa canoa pasé el río. ¿Qué le parece a usted de ese guaraguao? 747
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—Monstruoso, seño Tomás, monstruoso. Lo que no me explico es que el pájaro entero cupiese en la mitad de una de sus plumas. —Milagro, amigo mío, milagro. Prosa y Verso, San P. de Macorís, sept. de 1895.
El brocal Que no era Tomás hombre de genio aguantador, bien lo saben los que como yo le conocieron. Pendenciero, nunca lo fue, pero por cada burla sabía poner la mano donde la pone el Obispo en el momento de la confirmación; y después, a Roma por todo, como él decía, que ni temo a los hombres ni a la justicia. En cierta ocasión llegó Tomás a un juego, en el cual tallaba de banco el Alcalde de barrio. Hizo punto, siguiendo como cábula la chica jíbara. —A el as, que viene a la tercera; dijo, y puso un montón de pesos, en papel, sobre la carta de su gusto, pero el pícaro del Alcalde con mucha maña y poco talento, queriendo probar habilidad, pasa la de arriba y el as queda abajo. —Párese el banco, usted ha volado una carta. —Tenga su lengua el señor Tomás, que no entiendo yo de esos manejos y raya en atrevido quien tal dice. —Tallador de manigua, mal acostumbrado y pícaro es el Alcalde de mi barrio, y entienda el malandrín que no es él quien puede distinguirme con el mote de atrevido, y que a insultos tales doy esta contestación y así diciendo, metióle un bofetón que fue a dar con su humanidad a tres varas de distancia del sitio que ocupaba. Allí trataron de hacer preso a Tomás; pero listo y valeroso echó mano a su pistola y poniéndose en guardia dijo: —Ténganse todos o le reviento el alma de un plomazo al primero que ose insolente poner la mano en mi persona. Todos retrocedieron y Tomás se fue, llegó a su casa, enjaezó el rucio, le echó piernas y tomando el camino de Güibia (hoy avenida no sé de qué héroe, que sin duda murió en la miseria, por obra y gracia del progreso, señor que se complace en cambiar nombres) fue a dar allá a las Lajas, un poco antes de Haina, dejando al picarón del Alcalde, quien para Tomás valía menos que la décima cifra de los números puesta a la izquierda, como dijera de un notario cierto escritor americano, confirmado por segunda vez si es que lo estaba por la primera. Después de Honduras, rico lugarejo que abastece de sabrosas frutas a la Capital, están las Lajas. En un tiempo oscuros montes y apostaderos de bandidos, según cuentan las viejas crónicas, era aquel enmarañado sitio, porque las puras brisas del progreso no habían refrescado sus tierras. Era todo aquel recinto un monte muy elevado, como he visto pocos. Buena cacería, eso sí; porque allí en mayo corría la turquesa, y en junio y julio se tiraba a la pichonada de coronitas. Pues bien, allí fue a dar Tomás, huyendo del furor del Alcalde de su barrio. Una mañana fuese caminando de monte a monte, cazando algunos pájaros para la comida del día. 748
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Estando en el corazón del monte llamó su curiosidad la elevación de un árbol, que distingue nuestra gente con el nombre de brocal. Es muy bonito el brocal, y tanto, que mejor debiera llamarse árbol de fuego, porque, visto de lejos, parece su ramaje un copo de llamas: tal es el color rojo de sus hojas. Pues bien, como Tomás se admirara tanto de la rara corpulencia de aquel árbol, dio en la tentación de trepar a él. Él contaba: —Para llegar del tronco al último ramo estuve tres horas cabales: miedo tenía en verdad, porque el monte más elevado lo veía a mis pies como una mancha azul. Después de estar arriba, inclino la vista hacia abajo, pero con dirección al Sur, me fijo, y veo una hermosa población, compuesta de muchas casas de dos pisos y los techos encarnados. Detengo la mirada hasta que descubro que aquella población era Curazao, y más me convencí, porque pude oír que una mujer le decía a otra: —Sjou Tata, soehetami e cos nan. ¡Si sería alto aquel brocal! Prosa y Verso, San P. de Macorís, oct. de 1895.
ELISEO GRULLÓN1 1852-1915 El muy distinguido ciudadano Eliseo Grullón y Julia, hijo del General Máximo Grullón, prócer de la Separación y la Restauración, y de doña Eleonora Julia y Rodríguez, nació en Santiago de los Caballeros el 4 de mayo de 1852 y murió en La Habana, en ejercicio de su cargo diplomático, el 23 de noviembre de 1915. Estudió en Nantes, Francia, y regresó a su Patria en 1874. De inmediato se inició su larga hoja de servicios públicos: Diputado, Ministro, Juez, Diplomático, periodista. Presidió la Asamblea Constituyente de 1908. Ocupó en seis ocasiones la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores. Publicó interesantes escritos literarios: Del Mediterráneo al Caribe, S. D., 1905, libro de impresiones de viaje y de admirable encomio de las cosas dominicanas; De la perennidad del castellano en América, Madrid, 1912; Discurso leído en la Sociedad Amantes de la Luz, Santiago, 1906. Varios de sus artículos históricos han sido reproducidos en la revista Clío, órgano de la Academia Dominicana de la Historia, ediciones 83, 84, 86 y 87, de 1949-1950: Memé Cáceres, su filiación y origen, El Convento de Regina y el sitio de los once meses, Acción de Moca y toma de la Capital en 1866, El Convenio del Carmelo y Pedro Florentino, que él llamaba Efemérides dominicanas, pero que son en realidad tradiciones históricas. A esta serie de escritos pertenecen las dos tradiciones que se reproducen en esta obra. Su estilo, ameno y sencillo, sin alardes retóricos. En La Habana se publicó, la revista Cuba contemporánea, de enero de 1916, su bella conferencia El espíritu de libertad en la poesía dominicana como vínculo de fraternidad con Cuba, reproducida en La Cuna de América, S. D., 15 feb. 1916. En la misma revista, n.o 8, de agosto 31 de 1913, publicó El pasado, fuente de patriotismo. Fue Grullón uno de los dominicanos más progresistas y probos de su tiempo. Amigo de Espaillat, de Luperón, de Meriño, sirvió a la República con devoción y altura ejemplares. Fue simpatizador de la causa de Cuba. Protegió a Maceo en Puerto Plata, en 1880, de lo que hay noticias en nuestra obra Maceo en Santo Domingo, Santiago, 1945, pp.82, 260, 267, 351, 357. 1 Ver Alfau Durán, Apostillas en Clío, ediciones mencionadas, y en la n.o 93, de 1952; Max Henríquez Ureña, Memoria de Relaciones Exteriores, de 1932, p.76; Colección del Centenario, Antología, Vol. II, 1944; artículo en El Mensajero, S. D., n.o 75; de 1884; Luis E. Alemar, La Catedral de Santo Domingo, Barcelona, 1933, pp.47, 50; M. A. Amiama, El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, p.42; R. Martínez, Hombres dominicanos… Vol. 2, p.273.
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Tradiciones quisqueyanas Origen de la Plaza Padre Billini
Interesante en extremo sería indagar la historia escrita en las páginas de piedra de los monumentos y edificios particulares de la antigua ciudad, trazada a cordel por orden del comendador D. Nicolás de Ovando a principios del siglo diez y seis en la orilla occidental del río Ozama. ¿Qué dicen al cronista, cazador de episodios y rebuscador de cosas arcanas, esas monótonas hileras de piedras, colocadas unas tras otras como las cuentas de un rosario, con sus ventanas de rejas, sus puertas macizas y estrechas, sin solución de continuidad, sin adornos ni variación apreciable en la disposición interior de los edificios? Y esos pozos tan hondos –excavados en la roca a fuerza de vidas de indígenas– que dan vértigos a quienes se asoman a sus brocales, ¿no cuentan nada a los hurgadores de la verdad histórica y de la vida de los primitivos pobladores de la ciudad primada? Y, sin embargo, es un hecho que con sólo enumerar los nombres de los hidalgos a que pertenecieron las casas solariegas de nuestras calles o que transitoriamente las ocuparon, pudiera escribirse la historia de la conquista y colonización de un continente. ¡Cuántos sucesos vinculados en las hojas de ese libro de piedra, esculpido en la roca virgen de un mundo nuevo! En una modesta casa de la calle de Santa Bárbara nace el héroe máximo, el prócer fundador, que no fue apto para la guerra, mas no por eso dejó de exponer cien veces la vida en pugna con el procónsul haitiano que le hostigaba y ansiaba su muerte para matar en él la República en cierne, la que se albergaba en la mente del proscripto mucho antes de encarnar en la realidad histórica del 27 de Febrero de 1844. En otra mansión de la cuesta de Atarazana santificada por la presencia de aquel patriota inmaculado, se fue lentamente acumulando detrás de estrecho mostrador el rescate de nuestra redención política, el dote de las hermanas del prócer, puesto generosamente por Duarte a disposición de la patria, para realizar su delirio de independencia. Si tales monumentos hablasen, ¡cuántas páginas patéticas y conmovedoras no nos relatarían! En la intersección de las calles Hostos y Santo Tomás, esquina frente a la morada de D. Manuel Pina, está la humilde mansión que fue de doña Francisca López, viuda de la Concha y sus hijos los próceres Jacinto y Tomás, la que merece se le venere como un panteón: allí estuvo largos meses oculto el prócer perseguido Francisco del Rosario Sánchez, cuando se propagara la noticia de su muerte y en las escuelitas de la ciudad se rezaba a diario “un padre nuestro” por su alma, como obligada rúbrica del patriotismo… Pues bien, de esa casa, modesta en apariencia, en donde hacían guardia por turno los patriotas y se conservaba la caja de metralla que se iba llenando lentamente para el gran día, salieron con Sánchez en la madrugada del 27 la mayor parte de los autores de este hecho portentoso: la emancipación social y política del pueblo dominicano y su separación de Haití, después de veintidós años de forzada comunidad, realizada al favor de la falta de población de la antigua posesión española. En esa arca veneranda conservóse por mucho tiempo una reliquia de valor inestimable, el Manifiesto de los dominicanos, firmado –hecho único tal vez en la historia– con la sangre de cada uno de los conjurados y que el descuido de una señora indocta o desprevenida 750
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quemara con otros papeles, a tiempo que, expulsado por Santana, erraba su esposo por playas extranjeras a raíz de la independencia. En la humilde morada de doña Chepita Pérez, madre del prócer Juan Isidro, situada en la placeta del Carmen, inició Duarte, con peligro de su vida, a los primeros trinitarios en el nuevo evangelio de la Separación. ¿No constituyen estos hechos un título de gloriosa notoriedad para aquellos monumentos? Razón sobrada tiene, pues, el Honorable Ayuntamiento de la ciudad primada al perpetuar por medio de lápidas conmemorativas esos sucesos trascendentales de la historia patria.
Y qué diremos de esa obscura mole de piedra, inconmovible e inmutable símbolo del pasado colonial, llamada “la casa del Almirante”? Todo cambia a su derredor; los edificios circunstantes se transforman: sólo ella permanece inalterable en la serenidad de su hosca y rígida belleza. ¿Cuándo será que se funde una sociedad arqueológica que utilice el hermoso local, instalando allí un Museo Nacional en que se recoja tanta riqueza dispersa como hay en nuestra tierra? En el núcleo formado desde la Atarazana y la ría del Ozama hasta las calles de Las Damas, Regina, El Conde y Las Mercedes, ¡quién (después del maestro en Cosas Añejas, César N. Penson, tan a destiempo malogrado), quien pudiera penetrar la vida de esa sociedad colonial, mística y guerrera a la vez, que se concentraba y latía alrededor de la fortaleza y las iglesias y cuyas moradas señoriales ostentaban en el campo de sus fachadas los blasones esculpidos de la familia, como pudimos ver en la de los Caminero-Heredia, que los conservó hasta no ha mucho, situada al lado del palacio de los Capitanes generales, calle de Las Mercedes? Por allí, no lejos de San Francisco, estuvieron la Casa de la Moneda y las oficinas de contratación y enganche para las expediciones de Costa-firme.
En el cuadrilátero que forma la plaza antes llamada de San Juan de Dios, comprendida entre las calles Arzobispo Meriño y Padre Billini, al lado de la casa “de los Garay” que da frente a la “de Ferrand”, hoy convertida en Casino de la Juventud, levantábase antaño una casa, no sabemos si baja o de alto, como todas las inmediatas. Vivía en ella una familia aristocrática; y, como en todas las condiciones sociales, ya se albergue en pajiza choza o en dorado alcázar, el hombre, elemento social, es el mismo, con sus virtudes y sus pasiones, sus egoísmos y sus intolerancias, sucedió que un día los vecinos de la misma tuvieron una desavenencia con los vividores de la inmediata del frente, que pertenecía a la acaudalada familia de los Franco de Medina. Un esclavo de ésta, al ver ordeñar una vaca en la calle, se expresó en términos irrespetuosos acerca de las formas de la señora de enfrente, deuda de los Garay. Estos, noticiados del desacato por otra esclava, quisieron comprar el siervo para castigarle, a cuya pretensión negáronse los dueños. De ahí un proceso, que fue de larga duración, como solían serlo los de aquella época, cuando se ventilaban asuntos que atañían a la honra. Salió perdidoso el dueño de la casa desaparecida el que, al ser notificado con la sentencia de desalojo, exhaló su despecho en acentos llenos de ira: “¡Donoso medio de adquirir bienes raíces! exclamaba. ¡Así es fácil hacerse rico cualquiera!” 751
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Llevado el cuento a oídos del de Medina, el hidalgo no quiso conformarse con que su adversario y vecino hubiese dicho la verdad; y con el propósito de darle un mentís, mandó arrasar la casa hasta sus fundamentos, diciendo a los que le rodeaban: “¡No será para mí, ni para nadie, sino para todos!” Y he ahí por qué ha desaparecido la casa que se alzaba en el cuadrilátero de la placeta Padre Billini, enfrente de la de los Franco de Medina, que es hoy de la sucesión de D. Damián Báez y conserva aún, como flor de arte, una preciosa ventana de ajimez de los tiempos pretéritos que la embellece. En el centro de dicha plaza se yergue la estatua del filántropo dominicano,* la que no existiría allí sin la irascibilidad pundonorosa y el espíritu justiciero de uno de los hidalgos, primitivos habitantes de esta ciudad. La Cuna de América, S. D., n.o 12, 1913.
Tradiciones quisqueyanas Debió ser a principios de la pasada centuria. En aquellos tiempos de quietud colonial y vida monótona, llegó a la rada del Ozama un buque de guerra holandés, fragata que en su crucero alrededor del mundo derribaba con el objeto de conocer esta posesión española, casi ignorada de los extraños. Bajó a tierra la oficialidad. En las apacibles calles, tiradas a cordel, de la antigua romántica ciudad de piedra, sumida en el inmenso sueño místico de la colonia, ¡qué hermosos y arrogantes lucían los tipos de aquellos hombres del Norte, cubiertos de vistosos uniformes! ¡Cómo se iban tras ellos, deslumbradas, las miradas de las hijas de Ozama! En la morada de una de las familias principales fue recibido y agasajado alguno de aquellos apuestos marinos. Albergábase en ella una joven y hechicera criolla, cuyo corazón no había latido aún al impulso del primer amor. Verse y quedar prendados el uno del otro fue todo uno para aquellos dos seres, en tan distantes regiones nacidos y que el destino aproximaba para su bien o su mal por un momento. Al despedirse la fragata, quedó destrozado el corazón de la infeliz doncella, mas no sin que antes, por una obcecación fatal e inexplicable, otorgase a su amador, como testimonio de fidelidad por el tiempo de la ausencia, el gaje supremo de los amantes, el don de sí misma que había de sellar las mutuas promesas. De estos amores nació un vástago, que fue llevado con gran sigilo, como expósito, al torno de las monjas dominicas de Regina: una mano misteriosa depositaba allí periódicamente lo necesario para atender a la subsistencia del niño. Vivían en frente del convento unos honrados menestrales, matrimonio sin hijos, el que con el beneplácito de las monjas hízose más tarde cargo de prohijar al expósito, a quien siguióse ocultando el secreto de su origen. Andando el tiempo, ya crecido el niño, trasladóse a Venezuela con el objeto de adquirir los conocimientos de que había menester para bastarse a sí mismo y que no podía entonces brindarle la tierra de su nacimiento; después de lo cual resolvió, ya hombre, regresar a Santo Domingo de Guzmán, la vetusta urbe nativa, a pagar la deuda de gratitud que allí tenía contraída. *Con este objeto especial fue cedido condicionalmente el solar por los herederos. E. G.
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Habían muerto ya sus padres putativos, más llegó a tiempo de estarse celebrando en San Cristóbal las fiestas matrimoniales de uno de sus presuntos parientes. Voló allí el forastero, siendo, como era natural, objeto de general curiosidad por parte de los concurrentes. Abstraído en medio de la alegría general, fíjanse de pronto sus miradas en una señora joven aún, hermosa, si bien de expresión melancólica, hacia la cual se siente atraído por simpatía irresistible. Dirígese a ella discretamente, invitándola a apartarse del bullicio, y, ya a solas, confiésale su inclinación. Ella se turba, él insiste, obcecado; y, cuando no puede esquivar ya el fuego de la pasión que la envuelve, prorrumpe la dama en este grito de piedad: “¡Desgraciado, yo soy tu madre!…” Fulminado por este golpe inesperado, vuelve el forastero a Santo Domingo, declarando a quienes lo interrogan no tener más padres que los fenecidos menestrales que lo habían criado; y, preso de dudas horribles, endereza nuevamente el rumbo a Venezuela, en donde es fama que se distinguiera como militar, alcanzando prez y fortuna. Mas, como el amor al terruño es algo consubstancial del hombre y constituye un imán cuya atracción aumenta con los años, después de adquirir los bienes materiales, pensó en restituirse al hogar nativo. Allí formó una familia que, para prosperar, no hubo menester de las casas que su madre, previo testamento ante notarios, le legara. Él las renunció noble y dignamente, en favor de los pobres, ni quiso tampoco usar otro nombre que el de los honrados menestrales que le sirvieron de padres. En alguna página de la historia nacional se registra con honra el nombre de este paladín extraordinario. En cuanto al marino holandés, héroe de esta verídica historia, cuentan las crónicas que al regreso de su viaje de circunnavegación falleció, víctima de febril dolencia, en la ciudad de La Haya, llevando a la tumba la clave de su secreto y discerniendo acaso, entre las postreras vislumbres de su razón vacilante, la visión borrosa de la quieta ciudad lejana de las Indias Occidentales en donde sintiera, compenetrado con otro ser, la emoción más intensa de su vida… El nombre del expósito es… otro secreto que no tiene derecho a revelar quien estas líneas escribe. La Cuna de América, S. D., n.o 7, agosto 24 de 1913.
BERNARDO PICHARDO1 1877-1924 El devoto autor de Reliquias históricas de la Española, nació en la villa de Santo Domingo el 18 de octubre de 1877, y murió aquí mismo el 8 de octubre de 1924. Estudió en Europa, pensionado en 1895. Al regresar a la Patria se le impuso el doble afán común en la juventud estudiosa de la época: el periodismo y la política. Desde temprano desempeñó altas funciones públicas. Fue Secretario de Estado en diversas ocasiones, desde 1904. Fue en Misión diplomática a la Santa Sede. Como periodista actuó particularmente en El Tiempo, de Santo Domingo. Fue atildado escritor y orador brillante. En él se aunaban la prestancia personal y la facilidad de la palabra, de acento poético. Su obra literaria estuvo orientada hacia los temas más caros al patriotismo: la historia, la tradición, la enseñanza cívica, la conservación de los monumentos coloniales. 1 Ver Interview con el Secretario de E. de Relaciones Exteriores, Bernardo Pichardo, en Listín Diario, S. D., 30 de marzo de 1916; Max Henríquez Ureña, Memoria de Relaciones Exteriores, de 1932, p.94; M. A. Amiama, El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, pp.45, 48, 61, 85.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
Publicó Reliquias históricas de la Española, S. D., 1920 (hay edición de 1944, con anotaciones de E. R. D.); Lecciones de Instrucción Moral y Cívica, S. D., 1920; Minutos literarios, La Vega, 1920; Resumen de Historia Patria, Barcelona, 1922. (Hay varias reediciones. A partir de la tercera consta de adiciones y apéndices de E. R. D.). Formarían un volumen sus artículos dispersos, entre ellos Rumbos, en La Cuna de América, S. D., n.o 91, 1908; De antaño en Renacimiento, S. D., n.o 2, 1915; y el relato que se reproduce ahora. Su Resumen de historia patria es el manual de historia de Santo Domingo, de texto en nuestras escuelas, más popular en la República.
El abuelo materno* Deslizábase tranquila y mansurrona la vida de la colonia, cuando en las postrimerías del año 1787 surgió en El Placer de los Estudios la fragata de guerra holandesa De Donder trayendo como Segundo Comandante al Oficial Jacobo Obediente. No fueron pocos los agasajos que por iniciativa del Capitán General, Brigadier Manuel González y Torres, se prodigaron a la brillante oficialidad que realizaba un viaje de circunnavegación, tomando parte principalísima en todos ellos las más distinguidas familias y muy especialmente los nobles y opulentos padres de María Josefa de Caro y Brito, prodigio de belleza que honraba a la antigua y romántica ciudad de los Colones. Las naturales seducciones de la graciosa niña y la varonil prestancia de Obediente, perfecto conocedor del habla castellana, facilitaron un recíproco desborde pasional, que culminó, sin duda alguna, ¡en una cita misteriosa! Como siempre, la ausencia, enemiga de los enamorados, interrumpió el idilio, y desde entonces, contrariando costumbres ancestrales, no se volvió a ver a la linajuda doncella concurrir a las Vísperas y Completas, que salmodiaba con escrupulosa regularidad, de 3 a 4 de la tarde, el Venerable Cabildo de la Arquidiócesis en la Santa Iglesia Catedral. Una palidez enfermiza cubrió su lindísimo semblante, y la alegría, que es la salud del espíritu, abandonó aquel ser que enantes irradiaba animación. Los médicos intervinieron, aconsejando como único tratamiento para combatir las fiebres su traslado a la quinta, que a orillas del mar y en las afueras de la ciudad, poseía la familia. ¡Las fiebres del alma son iguales a las del cuerpo y para vencerlas es necesario cambiar de lugar, pensarían sin duda los galenos!… ¡Pasaron meses, muchos meses, sin que se le viera en la ciudad! La gestación llegó a su término una tarde que paseaba por la playa, tal vez si enviando, en las alas fugaces del viento, un mensaje de amor hacia lejanos países. ¡Corría noviembre de 1788! ¡La noche estaba fría y la ciudad dormía tranquilamente! ¡Sólo las lechuzas y murciélagos batían sus alas alrededor de los vetustos campanarios! Un hombre oculto detrás de un estribo de la iglesia de Regina Angelorum, aguardó hasta que la luz del farolillo de la ronda se extinguiera en la desierta extremidad de la calle. *Esta narración de Bernardo Pichardo se inspira en la anterior de Grullón. Se publicó en la revista Renacimiento, S. D., n.o 2, 2 de marzo de 1915, con la siguiente dedicatoria: “A don Eliseo Grullón, discreto narrador que al publicar los datos que le trasmití acerca de esta tradición, salvó nombres que el tiempo va borrando aún de las mismas añoranzas de familia”. Ambos escritos, del mismo tema, revelan el proceso de las tradiciones, las modificaciones que sufre al pasar de un narrador al otro.
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Entonces, embozado hasta los ojos en su capa, se acercó al torno, depositó un bulto, hizo girar el aparato, se santiguó cristianamente y como una sombra desapareció veloz hasta ganar los umbrales del pesado portón que se cerró a sus espaldas penosa y fúnebremente. El lloro de un recién nacido martirizó el silencioso recogimiento del claustro y regazos macerados por la torturante abstinencia del recato y la vigilia, dieron calor a la inocente víctima de las arraigadas preocupaciones del orgullo solariego. A la semana siguiente, enterado de lo ocurrido, un generoso menestral, de proverbial honradez, que vivía frente al Convento, obtuvo, a nombre de su esposa y en el suyo propio, de la Superiora de las Monjas Dominicas, previa consulta con la autoridad eclesiástica, la entrega del expósito, pues no tenían hijos y querían llenar el cristiano voto de amparar ese infortunio. La hospitalidad es la caridad del pobre y el mismo sentimiento que caracteriza a los matrimonios sin sucesión, veló suave y tiernamente aquella cuna. ¡Y allí crecía, solitario e inocente, arrullado por la cadencia del serrucho y por el seco golpear de los martillos! Lívida flor en la cual la insana curiosidad de beatas y comadres como que quería adivinar el tallo de donde fuera desprendida. ¡Llegó la hora del bautizo, en muchas ocasiones demorado con la esperanza de aclarar el enigma, y, el rudo carpintero dio su nombre al hijo del misterio! Transcurrieron años, y antes de cumplir los diez y seis, ¡ya era un hombre! La serena amargura de su fisonomía reflejaba el conocimiento del dolor y el infortunio como que apresuraba la madurez de su víctima. Murieron en la paz y gracia de Dios los padres que la piedad le deparó al nacer, sintió el calofrío desesperante del vacío y se embarcó. Persona alguna le dijo adiós desde la escarpada ribera. ¡Los valles de Aragua, en Venezuela, vieron al vendedor de prendas, dueño ya de considerables beneficios, incorporarse al Ejército Libertador y aquella frente nostálgica, se curtió en breve con el humo de los combates y la tórrida caricia del sol de las llanuras! Una pendencia en que dejó muerto a un superior lo arrojó en las costas del terruño, incorporándose inmediatamente en las fuerzas de caballería. Era hombre de capa y espada, y no fueron pocas sus aventuras nocturnas y sus duelos y amoríos, en aquellos dichosos e inocentes tiempos de cuentos de brujas, de hechizos y maleficios y supersticiones, de apariciones de ánimas en pena. Tocaban a su término las fiestas que anualmente se celebraban en el vecino poblado de San Cristóbal y a las cuales acudían en antaño no pocas personas de esta ciudad, cuando en una tarde conoció el ya por aquel entonces Teniente a una mujer de sorprendente belleza, aunque algo madura. Era: ¡María Josefa de Caro y Brito! Los años como que acentuaban los postreros rayos de su hermosura en agonía. El Teniente la emprendió de recio con la melancólica solterona, ¡sin comprender que el angustioso silencio con que correspondía a sus ardientes brotes de amor, era la expiación de angustias infinitas y de crueles torcedores! Aprovechando su turbación, la arrastró hasta el patio, lejos del bullicio y cuando ella vio que los labios del galán, buscaban los suyos a impulsos de las voluptuosidades del deseo lo empujó gritando: –¡Eso es imposible, desgraciado, tú eres mi hijo!… Raudales de lágrimas bañaron su semblante y cortada por sollozos, ¡su palabra descorrió el velo del pasado! 755
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—No, rugió aterrorizado el rencor del hijo abandonado, ¡impotente para la venganza! ¡Mi madre fue Socorro Peralta, la esposa del carpintero José Patín! ¡Creía que moriría sin conocer el nombre de la mujer que salvó su honra sacrificando el fruto de su amor! ¡Yo me llamo José del Socorro Patín! –¡Y yo soy tu nieto!– grita a través de casi una centuria, el conmovido narrador a quien no cupo la suerte de conocer al abuelo infortunado. Al rodar las presentes líneas por la benévola imaginación de los lectores, ¡no faltará alguno que se escandalice de que un nieto divulgue el doloroso origen del abuelo! ¡Pero cuando sepa que el Coronel José del Socorro Patín, murió pobre en el sitio de los once meses, después de renunciar, radiante de dignidad y de pudor, los cuantiosos legados del marino ausente y de la madre arrepentida, que en vano lo llamó, se explicará perfectamente el motivo de legítimo orgullo que siento al consignar estos apuntes como un homenaje a su memoria! Julio de 1914.
RAFAEL JUSTINO CASTILLO1 1861-1933 Rafael Justino Castillo nació en Santo Domingo el 28 de febrero de 1861 y murió en la misma villa el 24 de abril de 1933. Fue hijo de José Zoilo Castillo y de María Francisca del Rosario Contín. Fue periodista, jurisconsulto notable, cuentista, Presidente de la Suprema Corte de Justicia. Su obra, dispersa, podría recogerse en dos volúmenes, uno de cuentos y demás escritos literarios y otro de escritos jurídicos y políticos. Su ensayo Acerca de la alimentación y las razas –contestación al celebrado estudio de Jasé Ramón López– de 1898, lo reprodujimos en la Revista Dominicana de Cultura, S. D., n.o 2, dic. 1955, pp.239-254. Su obra Las Constituciones de la República Dominicana permanece aún inédita. Castillo colaboró en uno de los mejores periódicos dominicanos del siglo pasado, El Teléfono, en 1898. En El Hogar, (1894-1895), la revista de Fabio Fiallo, aparecieron los siguientes cuentos de Castillo: Un pecado mortal, Recuerdo de navidad, Honda tristeza, Gotas de agua, Paisaje; Los leñadores; Alborada; Noches de luna. En la admirable revista de Federico Henríquez y Carvajal, Letras y Ciencias, publicó no pocas páginas literarias. En la edición del 31 de julio de 1894, La casita verde; en el n.o 87, de diciembre de 1895, Su carta; en el n.o 94, de marzo de 1896, Monólogo; en el n.o 96, de mayo del mismo año, Los tres amores; en Prosa y Verso, de San Pedro de Macorís, de julio de 1895, Mujer fuerte; en Listín Diario, del 3 de febrero de 1896, El loco; en La Revista Ilustrada, S. D., 1900, El sueño de una novia, Querella doméstica y Honor campesino, que se reproduce en esta obra.
Honor campesino*
I
Juan Caro, General, Comandante de Armas que fue de la Común de Baní, era Inspector y Jefe de las Fuerzas en la sección de Los Piñones, Común de San Cristóbal, allá por los años de 18… Había cumplido sesenta años, pero parecía que no pasaban días por él. Siempre 1 Ver Max Henríquez Ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945, pp.241, 278 y 279; y E. R. D., Cuentos de política criolla, S. D., 1963. *Segundo Premio en el Certamen Literario celebrado en Santo Domingo el 27 de febrero de 1899. Publicado en Revista Ilustrada, S. D., 15 de marzo de 1899.
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derecho, fuerte, ágil, caíale el epíteto de viejo que le daban sus amigos de menor edad, como adorno del cariño y nada más. Tan pronto a tirar del cabo para otro hombre, como a requebrar mujer joven que se pusiera al alcance de su voz, no había en toda la común hombre que no le tuviera respeto ni mujer que lo mirara con malos ojos. A boca llena se complacía en decir y repetir que no había en toda la Provincia “en verbo de hombre de campo” otro más rico que él. Y no mentía. Su laboriosidad corría pareja con su honradez. El extenso y bien cultivado cafetal que cubría leguas de tendidas colinas, y los tupidos platanales que crecían al pie de éstas, como los centenares de sanas y gruesas reses dispersas en todos los terrenos de pasto comuneros de la Provincia, fruto eran de largos años de trabajo recio y de constante ahorro. Juan Caro no concebía que fuera del don manual, ofrenda de amistad, pudiera la propiedad ajena, no heredada, adquirirse de otro modo que en cambio del bien propio. “De aquí naide me saca, decía, el que tiene y no lo ha trabajao, ni lo ha heredao, lo ha robao”. La política no lo corrompió. Cuando muy joven aún lo llamaron a las armas, en nombre de la Patria, allá fue; y peleó duro, en cuantas batallas se libraron en el Sur, por la Independencia de la República. No vio con buenos ojos la anexión a España. No absolvió a Santana. Se sometió, porque, “contra la fuerza no hay resistencia”. Pero fue de los primeros en lanzarse al campo a combatir la dominación extranjera. Su cuerpo conoció las bayonetas de los soldados de San Quintín; y él mostraba con orgullo aquellas rugosas intercesiones de su oscura y satinada piel. Mató muchos blancos, y no se arrepentía de ello. “Eran malos. Muy despreciativos y déspotas con la gente de color, y muy atrevidos con las mujeres”. Así concluía la sencilla narración de sus hazañas de restaurador. A veces agregaba: “Y si los otros hubieran venío como lo quiso Bentura, le hubiéramos hecho lo mismo. Nos hubieran acabao, porque esos dizque son el diablo pa tener dinero y máquinas de guerra; pero sus güesos hubieran blanquiao mucha sabana”. En la guerra contra los extranjeros fue cruel. Enemigo caído a la vista de Juan Caro, fue hombre muerto. En la guerra civil era otra cosa. “Tos semos unos” decía, semos hermanos, y no debemos tratarnos como si no nos conociéramos. Quitarle la vida a un hombre en buena lid por una mujer, o a consecuencia de una disputa de gallera, cosa era a sus ojos de la que no había de tomarle cuenta el Señor cuando lo llamaran a juicio; pero matar un hombre por gusto o a la mala “no estaba en él”. Hacerse querer de la que le gustaba, a la buena, o como Dios le ayudase, era su ley en materia de amor. Completaban su fisonomía moral ferviente devoción a nuestra Señora de Altagracia de Higüey, y fe ciega en la “morena” como con filial cariño la llamaba. II
En 1865, mientras Juan Caro daba en la manigua los últimos machetazos a los veteranos de Africa, su hermana Catalina cuidaba y servía con amorosa solicitud en la Capital a un Capitán de cazadores de los reales ejércitos de S. M. C., herido en una de las últimas acciones, y a quien debería llamar padre el ser que con orgullo sentía ella palpitar en sus entrañas. El capitán no escapó al terrible tétano; y Catalina, agostada por los desvelos de la constante asistencia al herido y por el sincero pesar que le causó la muerte de aquel hermoso oficial que la había hecho madre, dio a luz una robusta niña blanca el 11 de julio de aquel mismo año. Cinco días después, delirando con brillantes uniformes, toques de 757
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cornetas, tiros, sangre y una virgen que la llamaba al cielo a reunirse con él, se libró para siempre de las miserias humanas. Una vecina, doña María Pérez, viuda Castro, mujer de buen corazón, se hizo cargo de la huérfana, provisionalmente, hasta que aparecieran sus deudos, y dispuesta a bautizarla, si éstos se lo consentían. Las primeras gestiones que hizo para descubrir si la niña tenía parientes y dónde moraban fueron de todo punto infructuosos. Al fin, previo consejo de su confesor, decidióse a sacarla de pila, y le puso por nombre María Catalina. Juan Caro no ignoraba la suerte de su hermana y su prematuro fin; pero no quería saber de la hija del español, que era prueba viviente de la deshonra de su madre. Aquella bastarda no era su sobrina. Doña María, que no había cesado en sus esfuerzos por descubrir la familia de su ahijada, hubo al fin de tener noticia de la existencia y el paradero de Juan Caro, y escribióle dándole cuenta de las circunstancias que habían llevado a su poder la niña, y por qué la había bautizado, y pidiéndole que se la dejara, puesto que a su lado podía crecer y educarse mejor que en el campo, y ella le tenía afecto de madre. Tardía fue la contestación, pero tan satisfactoria como lo deseaba doña María. III
Con el transcurso del tiempo, ayudado de los consejos del Cura de quien era feligrés Juan Caro, los sentimientos de éste hacia su sobrina cambiaron radicalmente. Cuando María Catalina tenía siete años ya era la idolatría de su tío Juan, a quien ella correspondía con bulliciosas demostraciones de cariño. El primer lunes de cada mes era segura la visita del tío, que nunca iba con las manos vacías. Era de ver el contento de Catalina cuando resonaba en el zaguán el grave “Dios sea en esta casa” con que Juan Caro anunciaba su presencia. Corría palmoteando y se arrojaba en los brazos del moreno que la estrechaba y la besaba y quedábase mirándola con la boca abierta, encantado con aquel primor de sobrina blanca y bonita. Después, verificábase la entrega de los donativos. Primero, las pequeñeces que pasaban inmediatamente al dominio de la chicuela: los macutos de chinas “como almíbar”; de jinas, algarrobas, pomarrosas; según la estación; el morro de huevos, la pollita, el pavito, el pichón de ruiseñor; los cocuyos, las tinajitas fabricadas expresamente para las muñecas. Cuando María Catalina había tomado posesión de todo lo que le había traído su tiíto, llamaba a su madrina, le presentaba los regalos, le manifestaba sus impresiones, y se iba a la cocina a echar un párrafo con la cocinera. Juan Caro daba entonces a doña María su contribución mensual para ayuda de la crianza de su sobrina, compuesta regularmente de cuatro cargas de frutos menores y treinta pesos en efectivo, que, después de desatados muchos nudos, llegaban a reunirse en sus manos silenciosamente. Doña María enseñó a su ahijada las primeras letras, y a los ocho años la puso en el Colegio de niñas El Dominicano. En aquel benéfico instituto, obra patriótica y cristiana de noble corazón de una mujer, figuró Catalina como alumna asidua, de extraordinaria aplicación y de ejemplar conducta hasta que cumplió catorce años. IV
La niña se había hecho mujer. Sana, bella, robusta, era en el viejo caserón de doña María como una flor que asoma entre musgo amarillento y piedras ennegrecidas, por el descalabrado 758
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ajimez de un muro en ruina. La primera vez que vio a tío Juan, después de salir del Colegio, no corrió a su encuentro. Hízolo subir, esperándolo en la antesala. Se quedó sentada cuando en el portón de la escalera apareció el rústico jefe. “¿Cómo está tío?” le dijo, tratando en vano de disimular una sonrisa cuyo significado no escapó a la perspicacia del campesino. Este se quedó mirándola, callado; frunció el ceño, y luego exclamó: “¡pero qué bonita está mi sobrina!”. “No la conocía”. “Si ya está hecha una mujer”. Le tendió la mano, que apenas tocó ella con la punta de sus finos dedos, y se sentó no en el balance que le ofrecía, sino en una silla, pegada a la pared. La entrevista fue corta y enojosa para ambos. A una que otra pregunta formulada por Catalina, secamente, sucedió un “sí” o un “no”, o un “yo no sé, sobrina” pronunciado entre dientes por el tío. La presencia de doña María puso término a aquella penosa escena. Catalina se retiró, diciendo a su tío que volviera pronto, y anunciándole que irían a pasarse algunos días con él, “para beber mucha leche al pie de la vaca y bañarse en el río”. En cuanto estuvieron solos, doña María expuso a Juan “que los gastos de Catalina no se podían hacer con lo que él le pasaba todos los meses, pues ya no era una niñita, sino una mujer hecha y derecha, que se había quedado sin ropa por lo pronto que había crecido y lo gruesa que estaba, y que la situación no le permitía gastar en ella como eran sus deseos, pues la pérdida sufrida en su ganado a causa de la última revolución la habían puesto casi en la miseria”. A lo que contestó el tío, después de darle muchas vueltas entre las manos al usado sombrero de cana, “que él también estaba mal, porque la seca le había causado muchas pérdidas tanto en el ganado como en los frutos de la tierra, pues sus conucos estaban que era una pena verlos; pero que mas sin embargo vería lo que podía hacer por su sobrina, pues era justo que él le diera, siendo su sangre, y no teniendo otra persona que pudiera hacer por ella, después de su madrina, que demasiado había hecho”. Dicho esto se despidió ofreciendo volver dentro de poco o mandarle a la muchacha, “aunque fueran dos o tres quintales de café, o una mancorna para que con eso se remediara por lo pronto”. Como a las dos semanas sorprendió a doña María la llegada a su casa de unos peones portadores de un recado de Juan Caro. Enviábale a decir “que por encontrarse medio quebrantado no iba a verlas, pero que cumpliendo lo ofrecido, le mandaba esa bobería para su sobrina. La bobería eran diez mancornas de gruesos novillos y diez quintales de café. Si Juan Caro hubiera ido aquel día en persona a entregar su presente a Catalina, ésta, como en los de su infancia, hubiera corrido a arrojase en sus brazos, y le hubiera ofrecido su tersa frente para que la besara; ¡tal contento le causó la valiosa regalía que tan oportunamente le hiciera el en aquella hora mil veces bendito tío moreno! Eran vísperas de Semana Santa. V
A horcajadas en el chinchorro, en la boca el cachimbo, los ojos fijos en el infinito azul que parecía cubrir como manto protector los extensos platanales, Juan Caro estaba pensativo. Los vecinos que al pasar por su puerta le saludaban, no obtenían la cariñosa contestación acostumbrada: a “buenos días, buenos días”; a “cómo le ha amanecío”, “bien, a Dios Gracia”. Era cuanto. Aquello, por extraordinario, llamó la atención. Hubo alguna comadre que se aventuró a inquirir si tenía alguna novedad, a la que Juan Caro contestó en términos nada corteses. La mujer salió de allí diciendo, a pasito, a cuantos encontraba “que el tío Juan 759
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parecía estar medio disvarioso. Que sin duda la sobrina blanca le había hecho algún desaire, después de tó lo que le había mandao pá trapos pá la semana santa”. En todo aquel día Juan Caro no salió de su casa. Al siguiente, apenas amaneció, púsose a quejarse, lo que atrajo al rancho todo el vecindario. Él se sentía malo; pero no quería que nadie se molestara por él, lo único que pedía era que le pusieran una carta a la madrina de Catalina y se la enviaran con un propio, aquella misma mañana, para que mandara la muchacha, pues si era cosa de morirse quería verla a su lado; y además deseaba imponerla de lo que él tenía y pensaba dejarle en testamento. Encareció también que le pasaran recado al escribano de San Cristóbal para que al otro día se llegara a su casa. Sus deseos no tardaron en quedar cumplidos; así como el de que lo dejaran descansar solo. VI
Era una noche hermosa, calma y fresca. La luna iba bajando, y festonaba las copas de los árboles con relieves de plateada luz sobre fondo de suave sombra. En el boscaje sombrío, enardecidos de amor, los cocuyos trazaban fantásticos, instantáneos arabescos. A cada momento el grito grimoso de las lechuzas perturbaba la tranquila atmósfera. “Rendidos del trabajo a la fatiga” los moradores de Los Piñones dormían profundo y tranquilo sueño. Sólo Juan Caro velaba. Con él velaba el crimen. La lamparilla de aceite iluminaba escasamente el interior del bohío. En improvisado colchón de secas hojas de plátano, Catalina dormía, vestida, por si tenía que levantarse de repente, y porque, no acostumbrada a aquellos setos con rendijas, así se sentía más protegida en su pudor virginal y contra el fresco de la noche. Dormía sonriendo; soñaba acaso con el ideal amante de besos dulces y a la par ardientes, que estrechándola entre sus brazos delirantes, en aquella noche venturosa en que los querubes descienden cargados de rayos de luz a la nupcial alcoba, le diría con voz temblorosa de emoción: te amo. Juan Caro, en tanto, velaba. Con él velaba el crimen. VII
Cuando doña María oyó de los labios palpitantes de su ahijada la dolorosa confesión, tuvo un acceso de sincero y profundo pesar. Su conciencia la acusaba. No debió mandar la muchacha. Era absurdo que hubiera caído en el torpe lazo de aquel salvaje. Lloró mucho, y sólo cuando se levantó del confesionario, absuelta, sintió que su perturbado espíritu recobraba la perdida tranquilidad. La primera vez que recibió por conducto del párroco de San Cristóbal la expresión del arrepentimiento de Juan Caro, y sus proposiciones de reparación por el matrimonio, y la cesión de la mitad de sus bienes en favor de Catalina, a reserva de dejarle por testamento cuanto poseía, ni el respeto que le inspiraba el mediador –que era un venerable sacerdote, muy experto en flaquezas humanas– fue parte a que oyera con calma aquellas que calificó de cínicas proposiciones. Juan Caro insistió una y otra vez. Un día se presentó en la casa, se arrojó a los pies de doña María y le juró “por la virgen de Altagracia de Higüey”, no levantarse del suelo si no le perdonaban ella y su sobrina. Ambas conferenciaron. Pidieron, de hinojos ante una imagen de Nuestra Señora de los Dolores, auxilio divino, y al cabo de tres horas, perdonaron el crimen y aceptaron la reparación. Una semana después se verificó el matrimonio, de madrugada, muy temprano; y antes que 760
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fuera de día, Catalina, con la triste compañía de su esposo, iba camino de los montes que en lo adelante serían su residencia y su patrimonio. Catalina estaba resignada con su suerte; y haciendo esfuerzos sobre sí misma para vencer la repugnancia que le inspiraban aquellos campesinos y sus costumbres, no tardó en conseguir, si no que la quisieran, al menos que la trataran con respeto y se mostraran siempre prontos a servirla y complacerla. Esto no impedía que donde quiera que se hablaba lejos de los oídos de seño Juan, se murmurara mucho de aquel extraño matrimonio y se le augurara desastroso fin. El buen trato que le daba su marido no fue bastante a vencer en Catalina la repulsión que le inspiraba, pero le hizo más llevadera su desgracia. Al cabo de un año, parecía feliz. Veíasela siempre contenta; estaba hermosa, y atendía a las faenas del campo con una actividad y una inteligencia que pasmaban a sus rústicos y torpes vecinos. Un día en que seño Juan había ido a la ciudad a vender unas reses, Catalina, a la puerta de la casa, ordeñaba una mansa vaca, cuando hízola levantar la cabeza el extraño ruido que producía en la laja del camino, un caballo herrado. Vio que el jinete tenía aspecto de hombre de la ciudad, y se puso en pie para verlo mejor. Aquella visión era grata y dolorosa a la vez. Aquel hombre no era como los que veía diariamente y a todas horas; era como debía haber sido su marido, como eran los que ella había conocido en la ciudad, en los días bienaventurados de la adolescencia. Recogida la falda dejando ver por sobre las altas botas las medias rojas, echado hacia atrás el sombrero de cana de ancha ala, bajo el cual brotaban en haces de brillantes ondas sus negros cabellos, entreabierta la boca, arqueado un brazo con la mano en la cintura, y puesta la otra bajo la frente para ver mejor, aparecía Catalina a los ojos del viajero, a distancia, semejante a una de esas zagalas hermosas y sencillas que nos pintan los poetas y noveladores del mediodía europeo, destacándose lozanas sobre el fondo movible de las doradas mieses, como lirio que en la verde extensión de una pradera yergue su tallo y doblega su corola al sol para que el sol la bese. El viajero se detuvo a mirar a la curiosa y extraña campesina. Permaneció un instante indeciso; pero luego, tomando el sesgo, espoleó el fogoso corcel y dirigióse hacia la que poderosamente había llamado su atención por el singular contraste que, aún de lejos, ofrecía con los naturales moradores de aquel agreste lugar. VIII
Eran antiguos conocidos. Él era el jovencito audaz que el día en que ella hizo su primera comunión, la persiguió hasta el zaguán de su casa, y a espaldas de su madrina la besó en la mejilla. Desde aquel día no habían vuelto a verse. Ambos al reconocerse se habían alegrado mucho. Ella lo hizo entrar en la casa y tomar asiento para que descansara, y diera tiempo a que el sol bajara un poco, para continuar su viaje. Hablaron largo rato de la vida de la ciudad, cambiaron recuerdos de la infancia, se confiaron penas y se prometieron volver a verse pronto. Ya era hora de partir, para él, que tenía que estar en San Cristóbal aquella misma tarde. Se puso en pie y tendió la mano a Catalina; pero ésta le dijo: “no ves que está lloviendo? Espera a que escampe. En esta estación no llueve largo”. Volvió a sentarse. Estaban frente a frente, callados, mirando el agua que caía ruidosamente, y arreciaba. Estaban solos. Ella, inclinada con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, ofrecía inconscientemente a la vista de su huésped, por el mal abrochado corpiño, la blanca morbidez del seno de una virgen. Así permanecieron mucho tiempo. Llovía a torrentes. Estaba oscuro. 761
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De repente, él se levantó: hincó en tierra una rodilla, le cogió la cara entre las manos y la besó en la boca. Ella se irguió, azorada, confusa, con los brazos tendidos para apartarlo de sí; y balbuceó: “estás loco? no ves que soy una mujer casada?” Y acercándosele, dejando correr por sus tersas mejillas abundantes lágrimas, le dijo muy quedo: “yo soy la más desgraciada de las mujeres”. “Ámame como yo te amo y serás feliz”, le contestó el mancebo rodeándole la cintura con sus brazos. La tormenta había estallado. Era de noche. Menudeaban los rayos en las palmas y los cocoteros vecinos, crugían sacudidas por el viento las jabillas seculares, y las vacas, despavoridas, iban de acá para allá, mugiendo dolorosamente, mientras del arbolado surgían las voces lastimosas de los innumerables pajarillos que arrojaba del nido el vendaval. En tanto, en la casa de Juan Caro seguía el idilio. Allí estaba el amor. Catalina lo había olvidado todo, menos que había nacido para amar y ser amada. Aquel hombre que la estrechaba en sus brazos y la protegía contra el huracán que asolaba la comarca, era un enviado de Dios para que amara, para que fuera feliz en una hora. Ella pudo decir “he vivido y he amado” cuando ya clareando el día, al despedirse a la puerta de la calle, se dieron un largo beso que encerraba rica promesa para el porvenir. IX
Juan Caro lo vio. No había pasado Haina cuando se descompuso el tiempo. Allí esperó a que cesara la tormenta. Por la madrugada, muy temprano, emprendió marcha para ver lo que había sucedido en su casa. Desde un recodo del camino por entre las altas mayas, vio cuando Catalina, en enaguas, sacaba el busto para que la besara un hombre que estaba a caballo, a la puerta de la casa. La única reflexión que se le ocurrió fue que no podía alcanzar a aquel forastero, mucho mejor montado que él y de quien lo separaba una buena distancia. X
La puerta de la casa no tenía echada la aldaba, por lo cual, al ceder al empellón que con todas sus fuerzas le dio Juan Caro, se abrió de par en par, dejando caer a éste de bruces en el suelo. Catalina, que estaba en el aposento, al oír el ruido y las expresiones con que la apostrofaba su marido lo comprendió todo. Su última hora había llegado. Quiso sin embargo no entregarse para el sacrificio, y trató de cerrar la puerta; único obstáculo que por el momento podía alzarse entre ella y la venganza de su esposo. No tuvo tiempo. El afilado cabo la alcanzó en la cabeza, y un chorro de sangre arterial saltó de la herida. El dolor, la inminencia y gravedad del peligro, el recuerdo de aquellas horas de amor únicas en su existencia, le daban aliento, y quiso luchar y defender su vida a todo trance. Agarró el brazo que blandía el arma, pero sintió su cuello violentamente apretado, y las fuerzas le faltaron. Juan Caro arrojó el machete; tiró a Catalina al suelo, hincó sobre el pecho las rodillas, y con sus dedos nudosos oprimió la delicada garganta. La horrible contracción de aquella que había sido hermosa faz le dijo que su obra de aniquilamiento estaba cumplida. Se puso en pie, la miró un instante, la golpeó con el taco, y, tranquilamente, recogió el arma, la volvió a la vaina, encendió el cachimbo, salió, cerró la puerta, montóse, y tomó el camino de San Cristóbal para presentarse a la autoridad. 762
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AUGUSTO FRANCO BIDÓ1 1857-1929 El Licenciado Augusto Franco Bidó, “una de las personalidades más sobresalientes y distinguidas del Cibao”, como le consideraban en su tiempo, nació en Santiago el 29 de julio de 1857 y murió allí el 24 de julio de 1929, siendo entonces Juez de la Corte de Apelación. Perteneció a la ilustre familia de los próceres Román y Juan Luis Franco Bidó. Fue escritor, profesor, jurisconsulto prominente, Secretario de Estado, Juez, Fiscal, Diputado, Senador, Inspector de Instrucción Pública. Estudió en Santiago en las escuelas primarias de Silva y de Molina, en el Colegio de Monsieur Achille Michel, y en la escuela de idiomas del Profesor Pedro Bestard. Miembro de la Sociedad Amantes de la Luz. Co-redactor del periódico Unión Nacional y luego colaborador de El Día, El Santiagués, El Derecho, la Revista Científica, El Álbum y de otros voceros. Fundó La Voz de Santiago. A él se debió la creación de la Escuela de Bachilleres, de Santiago, y de otras instituciones de la judicatura y del magisterio nacionales. Fue amigo del prócer José Martí, quien le visitó en su residencia de Santiago, su casa solariega de ancho patio enladrillado, como las viejas casonas coloniales. El recuerdo de esa honradora visita lo recogió en artículo reproducido en nuestra obra Martí en Santo Domingo, La Habana, 1953. Hombre de leyes que solía adentrarse en los amenos cármenes de las letras, escribió algunos cuentos de ambiente criollo, como el que ahora se reproduce. Publicó, además, otros estudios más graves: Discurso histórico nacional, en la Revista Científica, S. D., n.o 15, del 12 de sept. de 1883; y el artículo Eficiencia fatal de las sociales deficiencias, inserto en Gaceta Judicial, Santiago, n.o 1, nov. de 1934. En la citada Revista Científica, n.os 28-29, de enero-febrero de 1883, publicó Las máscaras.
No juegues, Magino
Cuento Serrano La Sierra es la comarca más cercana al Cielo, mejor dicho, la Sierra está en el Cielo. Su nombre nos habla de su elevada altura, de su vegetación distinguida, de sus senderos escabrosos. El perfume de sus bosques, la suavidad de sus brisas, la pureza de sus aguas, la claridad de su ambiente, las rosadas mejillas de sus vírgenes y la longevidad de sus viejos moradores preconizan la bondad de su clima y la excelencia de su suelo exuberante. Medio oculta en la agreste cima de una de las ramas de la central cordillera, con gran escasez de comunicaciones, los resplandores del siglo luminoso no han marchitado sus creencias ni desteñido sus costumbres; y el antiguo patriarcado apacienta la crianza en comuneros pastos y la sedentaria vida recibe, en huertos matizados por rosales de abolengo, a cada hermosa aurora, al radiante cariñoso beso del albo sol que, enamorado de la región que se empina humildemente para verle, templa su calor vivificante, y engalana su luz inimitable con la transparencia de las fuentes cristalinas y las plateadas coronas de los inefables arreboles… Entre ese Cielo hermoso y aquellas cumbres alfombradas de verdura eterna no se agita la vida azarosa del muriente siglo, sino la de otros tiempos menos turbulentos. Hay más zagales que sagaces, y con excepción de alguna familia cultivadora por intuición de cierto arte útil, los demás se consagran a la elaboración del guano y al aserrío de maderas de pino, Ver noticia biográfica de Franco Bidó en la revista Temis, Santiago, n.o 5, 31 de enero de 1918.
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y todos viven de la vida común y todos participan de los recursos, las alegrías y las penas de cada uno. La crónica judicial no pasa sin embargo, de cinco renglones anuales. El arte vejeta, la instrucción agoniza, el trabajo languidece y la ciencia no osa cabalgar por aquellos desfiladeros para llegar hasta allí; pero se mantiene, por fortuna, de pie el alma inteligente, inmaculada, bienhechora y pundonorosa de aquella tierra virgen, menesterosa y merecedora de cultivo. Su cultura actual es embrionaria, pero perfectible; sus formas sociales son primitivas, pero saturadas por el espíritu de creencia y virtudes tradicionales a cuya práctica vive religiosamente apegada aquella noble gente, a tal punto que nadie osa burlar ni deprimir esas cosas impunemente. Los que, abusando de propia autoridad, se inician allí con algún desafuero se recogen pasmados al ver cómo rechaza la piedra del escándalo ante la conciencia compacta de aquella sociedad buena y sana. Y los que, confiando en la prontitud de su regreso, se mofan de la vida de aquel pueblo, no muy tarde vuelven a él, pidiendo a esa vida la de ellos… No será extraño que donde, por un descuido imperdonable de la cultura nacional, reside ahora la ignorancia, se refugien más tarde nuestros mejores establecimientos de enseñanza y por consiguiente, nuestros mejores centros de cultura, una vez reconocidas las ventajas que a ellos ofrece Las Matas… “País, paisaje y paisanaje” todo es bello y admirable en la Sierra. Hija de los conquistadores, su población ostenta, sin orgullos, la figura, hábitos y creencias de los antiguos españoles junto a la inocencia de nuestros aborígenes. Para los primeros europeos que se establecieron en la Sierra, la Naturaleza debió tener irresistibles atractivos. ¡País rico, paisaje espléndido! El suelo que produce espontánea y profusamente un fruto alimenticio que, maduro o verde, cocido o crudo, se come de cien maneras distintas y donde las aves nos hablan y cantan con la voz humana por entre las ramas de los árboles, es tierra de promisión. ¡Oh! ¡la tierra del banano y la cotorra! Y en efecto, cazar y pescar sin restricción ni tasa en selvas y ríos vírgenes la comida fácil, gozarla con bananos y luego solazarse en dulce siesta con las imitativas armonías de un pájaro hablador… esa vida tiene ciertamente sus encantos… Y la Sierra es el país de la muelle vida y las cotorras parleras. Antiguamente no había hogar sin cotorra, ni cotorra que no supiera hablar, cantar y bailar como sus amos y vecinos. Cuentan que un tal Magino, de escasísima labor, quien no tenía más compañía que la de una cotorra a la cual consagraba casi todo su tiempo, por cuya razón el referido pájaro llegó a ser el más notable de los de su raza, tiempo y lugar. La fama de la cotorra se extendió por Sierra y Valle, y, por supuesto, el nombre de su dueño; y cuantas personas iban a la Sierra no salían de allí sin conocer a Magino, para que este les permitiese admirar las habilidades de su cotorra y recibiese luego las demostraciones de gratitud y simpatías de sus visitadores. La cotorra había hecho grande a Magino. Eso no es extraño: según Víctor Hugo, la Córcega, una pequeña cosa, hizo muy grande a la Francia Imperial. Y veremos con frecuencia, lo cual es más sorprendente, que las reputaciones de cualquier género proceden a veces del dicho de personas sin ningún género 764
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de reputación, y que en los garitos, tabernas y otros círculos incompatibles con el orden, la moralidad, la opinión y la conciencia pública suelen fabricarse esos santos ideales del interés social y sus genuinas representaciones… Sin pensar en los honores y las consideraciones que le había conquistado su cotorra, Magino estaba encariñado con ella, pero no lo estaba con el trabajo sudoroso. El aumento de los propietarios produjo la escasez de la propiedad. El consumo encareció la producción, y las viandas no se adquirían ya con la facilidad de otros tiempos. Llegó un día de invierno (los días de invierno deben ser muy exigentes en la Sierra) y Magino tenía mucha hambre, pero ninguna carne para un salcocho y ni un centavo con qué comprarla. Buscó y rebuscó inútilmente por todas partes; miró hacia arriba, miró hacia abajo y dijo con voz grave: no hay remedio, tengo que comerme la cotorra. Y la cotorra con gran extrañeza exclamó al punto: ¡no juegues, Magino! Magino resueltamente hizo candela en el fogón y le puso encima una cazuela con sal, agua y algunos trozos de banano verde. La pobre cotorra, sin duda para disuadirle del negro designio, cantó y bailó a Magino un animado zapateo con que ella le había divertido muchas veces. Magino, diciendo enternecido “¡la pobre!” amolaba sobre una piedra un cuchillo viejo mientras la cotorra repetía: ¡no juegues, Magino! Cuando el desdichado pájaro quiso repetir por última vez aquella frase suplicatoria, capaz de detener no sólo el hambre humana, sino la voracidad de una fiera, el cuchillo del desalmado hambriento cortó la tierna frase en la ensangrentada garganta de la inocente víctima que sólo dijo ya: no juegue, Mag… Desde entonces, la choza de Magino no se vio más honrada por vecinos ni viajeros distinguidos, y en el lenguaje familiar de la comarca, cuando se quiere disentir de alguna pretensión inadmisible o absurda, dicen así: no juegues, Magino… El Álbum, Santiago, 1900; y La Opinión, n.o 1603, S. D., 30 de marzo de 1932.
APÉNDICE
LA FIESTA DE LOS CANGREJOS (1655) Por Antonio del Monte y Tejada*
Los españoles dominicanos se gozaban entretanto en su victoria. Parécenos oportuno referir aquí la tradición vulgar en la isla, que explica el origen de una fiesta que se celebraba en la Catedral en acción de gracia por la derrota de los ingleses, y que se designaba con el nombre de fiesta de los cangrejos. Es el caso que en la boca de Haina, donde desembarcó el ejército inglés, se cría un prodigioso número de cangrejos entre los mangles y árboles de sus montuosas orillas, y la guardia avanzada del enemigo, que estaba próxima a una emboscada que mantenían los españoles, *De Historia de Santo Domingo, S. D., 1890, Vol. III, p.28. (Acerca del supuesto origen de Robinson Crusoe, ver su Historia…, Vol. 2, p.290, edición de 1953). Del Monte recogió en su obra otras tradiciones dominicanas, como la de las Mercedes, reproducida, con adiciones, en nuestra obra España y los comienzos de la pintura y la escultura en América, Madrid, 1966. De la fiesta de los cangrejos en Santo Domingo, se habla en Segunda Carta de un Americano al Español, Londres, 1812, p.86.
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percibió en el silencio de la noche que precedió a la batalla un ruido sorprendente, causado sin duda por el continuo movimiento de estos crustáceos, golpeándose los carapachos en su contacto. Sorprendidos los centinelas creyendo que era la caballería española con sus broqueles y herraduras lo que motivaba tanto ruido, y persuadidos ya de su esfuerzo por los varios encuentros que habían tenido en los días anteriores, dieron a huir sembrando el terror y el desorden en el ejército acampado que se precipitó a refugiarse en las naves. De este pánico resultó la mortandad y apresamiento que hemos referido y el definitivo embarque de los ingleses. Desde luego se reputó este suceso como un favor especial del Altísimo y dio lugar a la fiesta religiosa que se celebra todos los años con la mayor solemnidad y que algunos autores han intentado ridiculizar suponiendo que los españoles dominicanos fabricaron un cangrejo de oro sólido del tamaño de un tambor; que estaba colocado en un altar de la Catedral, de donde se le sacaba en procesión el día de la fiesta, y que había existido en aquel lugar hasta que de él se apoderó el General Leclerc a principio de este siglo. Es enteramente falso cuanto dice en esta parte un escritor inglés, quien de la frase fiesta de los cangrejos dedujo que se daba adoración al monstruoso crustáceo de oro, como al becerro de los israelitas en el desierto.
El Negro Incógnito o El Comegente El año de 1790, por el mes de marzo, acontecieron algunos homicidios de gentes indefensas en el campo y nunca se pudo averiguar el homicida. También se desaparecieron dos niños de los que no se encontró vestigio alguno sin que obstasen las diligencias de justicia para averiguar el delincuente.* Corrió todo el año sin novedad, hasta que en el de noventa y uno, en el mismo mes volvieron a acontecer los mismos homicidios, heridos, contusos, incendios de casas de campo, destrucción de labranzas y muertes de todas especies de animales: no es creíble la consternación que causó a este vecindario tantas maldades y atrocidades ejecutadas por un hombre solo, principalmente si se considera que el teatro de esta catástrofe es un terreno el más poblado que tiene la Isla, aunque sí lleno de bosques, especialmente bejucales, algunos impenetrables. Dicho terreno tendrá de largo doce leguas, y siete por la mayor extensión de su latitud. Por el extremo del Este son los vivientes de la Villa del Cotuí, y por el extremo contrario se interna hasta la Angostura que es jurisdicción de la Ciudad de Santiago; comprende desde *En su Resumen de la Historia de Santo Domingo, dice el ilustre historiador don Manuel Ubaldo Gómez Moya: “A principios del XIX hubo en la jurisdicción de La Vega un africano conocido con el nombre de El Comegente o El Negro Incógnito. Este antropófago, cuyas correrías extendía hasta las jurisdicciones de Santiago, Moca y Macorís, atacaba a los ancianos, a las mujeres y a los niños, pues era cobarde y le huía a los hombres fuertes. Fue capturado en Cercado Alto, común de La Vega, ignoramos el año, y fue remitido a Santo Domingo bajo custodia de un fuerte piquete al mando de un oficial llamado Regalado Núñez; en el camino pernoctaron en la Sabana de la Paciencia y durante toda la noche lo tuvieron amarrado en un naranjo muy conocido por esa circunstancia. La historia de este monstruo fue escrita por el Padre Pablo Amézquita y después se publicó en los números 25 y siguientes de EL ESFUERZO, periódico que editaban en La Vega, por el año 1881, los hermanos Bobea”. También hablan del Comegente, C. N. de Moya, en su novela inédita Episodios Dominicanos; y G. Despradel Batista, en su Historia de la Concepción de La Vega, La Vega, 1938, pp.338-339. Esta espeluznante relación, escrita el 26 de junio de 1792, se reproduce ahora de una copia manuscrita que conservo en mi archivo, hecha por don Francisco de la Mota hijo, en Pontón, La Vega, en 1867. Publicamos esta curiosa relación en El Observador, de La Vega, n.o 177, del 25 de enero de 1942. Reproducido en Clío, S. D., n.o 83, 1949. Debe ser la del P. Amézquita, citada.
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Moca y su partido que todos son vecinos de Santiago hasta como tres cuartos de legua a distancia de esta ciudad. Hasta el día de hoy contamos veinte y cinco muertos: heridos y contusos 29, y dos más que se hallan actualmente sin esperanza de vida; y todos han sido gentes indefensas, e inocentes, como ancianos, mujeres, niños y enfermos, entre los muertos había dos mujeres encinta; también ha quemado dos casas, labranzas sin número, y un sinnúmero de animales de todas especies. En fin, un enemigo acérrimo de todos los vivientes: aturde ver tantas atrocidades, sin otro interés que hacer mal. Los que han sido víctimas de su furia cuentan (está averiguado) que entre tanto agoniza la infeliz presa, está él bailando y carcageándose y del mismo modo se presenta cuando el descuido le promete seguridad para acometer algunos. Al principio se creía era antropófago porque de tres niños que se llevó se hallaron vestigios de haber asado uno: también se creía que usaba torpemente de las mujeres que mataba, pero la experiencia nos ha hecho conocer que en el día de hoy nada de esto lo mueve. No hay término con que ponderar la compasión que nos causa la vista de los cadáveres, tan impíamente destrozados: unos cortados, otros abiertos, desde el hueso esternón hasta el pubis inclusive, clavado un palo por sus pudendas, cortada alguna mano, sacado el corazón y cubierto todo el rostro con sus mismas entrañas; otros le arrancaba todo el pubis y clítoris, con la advertencia que se llevaba todos los miembros que cortaba; a otros ha matado a estocadas por sus pudendas, y ahora últimamente mató a un pobre, y después incendió la casa, en la que se quemó hasta reducirse a cenizas… Las armas que usa, son puntas de sables, espadas o cuchillas bien asegurados en un palo, como de tres varas y media de largo, cuando no le conviene acercarse para hacer un tiro, desde lejos le dispara con tanta certeza que no yerra jamás el golpe, algunas veces le faltan estas armas y entonces hace púas agudas de un varejón a la manera de dardo y le usa con la propia destreza y acierto. Su comida ordinaria son trompas, lenguas, pies y ubre de cerdos, y no guarda para otro día; también se ha experimentado que no hace uso del dinero, porque habiendo encontrado en varias casas que él escalaba lo ha dejado, y lo mismo sucede con bebidas y otras cosas de mayor estimación. También se ha advertido que tiene una particular ojeriza a los perros, los que procura destruirlos de todos modos, y los que han tenido algún encuentro con él de ningún modo se ha parado a hacerles frente si van armados: el hedor y grajo que despide de su cuerpo es tanto, que infesta el viento por donde quiera que pasa. Este monstruo es un negro incógnito de color muy claro, que parece indio, el pelo como los demás negros, pero muy largo, de estatura menos que la regular, bien proporcionado en todos sus miembros, y facciones, y tiene de particular los pies demasiados pequeños. De ordinario anda desnudo, aunque algunas veces suele aparecerse con chupa, la camisa, y siempre sin calzones. Es tanta su serenidad que cuando está ejecutando las mayores crueldades entonces es cuando está más serio, y algunas veces habla algunas algarabías, o repite lo mismo que oye. No hemos podido averiguar de qué nación es. Sólo sí que puede ser de los negros de la Costa de Oro en Africa, porque se le quitó un canuto lleno de pudendas de mujeres y otras muchas porquerías inconexas, tapado con plumas de cotorras. Ya se ve que no tiene igual en fiereza y crueldad, pues lo mismo es en astucias, ligereza y agilidad. Considérese cuántas diligencias se habrán hecho para su captura en el tiempo de tres años que está este maldito siempre metido entre las poblaciones: cuántos premios prometidos; 767
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen II | CUENTOS
cuántos votos y rogativas (que son diarias) tanto públicas, como privadas, infinitos aventureros que voluntariamente andan en su persecución andando todo el terreno y valiéndose todos de precaución y arbitrios que dicta el honor y el interés. Hasta de otros pueblos ha mandado el superior Gobierno hombres escogidos para su persecución; pero todo ha sido en vano. Es cosa increíble para los que no presencian las diligencias que se practican, que pudiera escaparse en medio de aquellos y de tantos como le persiguen. Desde el día 18 hasta el presente se cuentan por lo menos dos mil hombres de Santiago y Cotuí ocupados en su persecución, y todavía no hay probabilidad de su prisión: todo el terreno está lleno de centinelas apostados ocultamente, y bien prevenidos de armas de fuego, y a más no cesan Rondas volantes que lo surcan todo valiéndose para mejor tino de perros escogidos. No menos admira que habiendo tantos centenares de armas de fuego en su seguimiento todavía no se ha experimentado que ni casualmente se haya encontrado con él alguno que las lleve. Usa este maldito de un arbitrio que es preciso le surta el efecto que desea, y es, que pone fuego a la casa, para con la confusión y consternación lograr con acierto sus tiros en los miserables que sorprendidos huyen del incendio, y aunque muchísimos hombres y en diferentes lugares se han ocultado en aquellas casas que parecen más expuestas a sus sorpresas, no se ha logrado cosa alguna. Otra particularidad tiene y es una cobardía sin comparación pues de frente suyo aunque sea una mujer que le haga cara no se le arrima, sólo procura defenderse de lejos aunque sea con piedras, aún cuando se halle armado con su buen sable. También tiene la precaución cuando hiere alguno (aunque sea mortal) de retirarse y estar a la mira observando el instante en que se desmaya el herido, para entonces volver sobre él y acabarlo. Por fin se capturó en el lugar nombrado Cercado alto por unos Monteros valiéndose de perros… allí fue conducido a la ciudad de Santo Domingo. De donde fue que vino a pagar todas sus crueldades con la muerte. (La Vega, 26 de junio de 1792). Muertos por el Negro Incógnito Una morena de la viuda García, Santiago; una muchacha en Jábaba, Moca; una negrita de Casimiro Concepción, Cenoví; un negrito de Victoriano Sánchez, Jamo; una negra preñada en Angostura, Santiago; una mulatica, de D. Agustín de Moya; Rudecinda Remigio, San Luis; una morena de Victoriano Sánchez, Los Corozos; una mujer preñada, con tres estocadas. Agosto 14 de 1791, Francisca de la Antigua, San Luis. Agosto 14, 1791, una morena de D. Manuel de Moya; una hija de Tomás García, Estancia Nueva, Santiago; Santiago Hernández, Genimillo; Pedro Santiago de Mena, en los Limones; Leonor Sánchez, id. Florencia, id.; Pascual Espínola, Palmar; Bernarda, su hija, id.; Mariana Gil, id.; Eugenio Concepción, en Las Cabullas. Junio 14. Tío Gabriel, de 80 años, desyuncado, una estocada por el costado, y le cortó y se llevó las pudendas. En la noche: Apolonia Ramos abierta desde la hoya hasta el pubis, le sacó el corazón que se llevó juntamente con la mano derecha, y otras varias heridas, y le clavó un palo por sus pudendas, también le cortó una porción de la empella, y con ella le cubrió la cara. Julio 8 un hijo de Antonio Gabino, Jamo; Julio 17. Marcos Pérez, después de muerto quemado, Manga Larga. Rita su hija, de una estocada por sus pudendas (de 8 años); Manga Larga; Agosto 14 una mujer de Manuel Sánchez, Vecindario de Santiago; Agosto 18 Manuel Álvarez, una lanzada por los lomos, El Algarrobo; Agosto 30 Da. Isabel Estévez, con ocho machetazos temibles en la cabeza y en el pescuezo y después de muerta 768
EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | TRADICIONES Y CUENTOS DOMINICANOS
usó de ella torpemente, se llevó parte de los cabellos, el rosario y un pedazo de las enaguas, en el mismo arroyo de Río Seco. Octubre 7: Una mulata de Juana Muñoz vecindario de Santiago, la abrió, y después la desentrañó, de 20 años de edad. Suman los muertos veinte y nueve. HERIDOS Y CONTUSOS
Un hombre en Jimayaco, el negro Domingo, un negro en las Guásumas, una hija de Pantaleón, Juana Castillo, la mujer de Baltasar Remigio, una hija de éstos, la Pallano, una muchacha en los Corozos, Gregorio Pallano, una muchacha de Juana Francisca, Brígida la hija de Luis, la hija de Ferreina, Vicente Gonzales, Bonilla, un Bocanegra; un Filoteo, Pedro Pérez en Juan López, María de Jesús, en Enea, Juan de Banderas, en Cenoví, Leonor Restituyo, Gregorio Hernández, Manuel Concepción, don Ventura López, Andrea de Salas, Antonio Gabin, Marcos Guillermo, en Cenoví. Suman los heridos y contusos veinte y siete. Copia conforme al original, Firmado: Francisco Mota hijo. Pontón, 26 de abril de 1867.
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Semblanza de Julio D. Postigo, editor de la Colección Pensamiento Dominicano Don Julio Postigo, prominente hombre público
Julio D. Postigo Arias.
Foto: Cortesía del Reverendo Hernán González Roca.
dominicano del siglo XX. Ejerció durante su dilatada existencia labores como librero, editor y pastor evangélico. Nació en San Pedro de Macorís el 11 de febrero de 1904. Desde joven fue designado como encargado de la pequeña librería evangélica que se abrió en la ciudad de Santo Domingo, y en 1937, la Junta para el Servicio Cristiano en Santo Domingo lo designó como gerente de la Librería Dominicana, que don Julio, en pocos años, transforma en un importante Centro Cultural donde se organizaban tertulias, recitales y conferencias, así como exposiciones de libros nacionales y extranjeros, principalmente latinoamericanos. En 1938 la Junta Oficial de la Iglesia Evangélica Dominicana designa a don Julio, Miembro Honorario, y en 1946 se le nombra Miembro Permanente. En 1946 la Librería Dominicana comienza a publicar la colección Estudios, dedicada a servir de material de lectura para estudiantes, a quienes, además, se les permitía leer, estudiar y copiar gratuitamente un fondo bibliográfico puesto a su disposición en los salones de la librería, donde también se había habilitado una sala de lectura. En 1949 se comienza a editar la Colección Pensamiento Dominicano, que en un primer momento se compone de Antologías, como aquella de Narraciones Dominicanas, de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, los poemas de Domingo Moreno Jimenes, de la obra de don Américo Lugo, y la Antología Poética Dominicana, del crítico Pedro René Contín Aybar, entre otras notables selecciones bibliográficas. 771
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen I | POESÍA Y TEATRO
Don Julio Postigo fue un permanente promotor del libro dominicano. En efecto, fue designado como delegado dominicano ante la Conferencia Evangélica Latinoamericana, en Buenos Aires, Argentina, y aprovecha la ocasión para montar una exposición de libros dominicanos en esa ciudad, en colaboración con la Embajada Dominicana. Fue, además, el pionero de las ferias del libro en el país. En 1950, a sugerencia suya, se instituye el 23 de abril como el Día del Libro, en honor a Miguel de Cervantes Saavedra. Un año después se realiza la primera Feria Nacional del Libro, en el Parque Colón y en las arcadas del Palacio Consistorial. En 1951 don Julio Postigo propone la creación del premio Pedro Henríquez Ureña al mejor libro del año, y los libreros aportan los RD$500.00 de su primera dotación. El jurado escoge como ganadoras las obras: La Isla de la Tortuga, de Manuel Arturo Peña Batlle, y El problema de la fundamentación de una lógica pura, de Andrés Avelino. En 1954 el Gobierno Dominicano le designa como Comisionado para Europa con el propósito de promover y organizar una gran exposición de libros, dentro de la programación de la Feria de la Paz en 1955. La Gran Logia de la República Dominicana lo nombra, en 1957, Miembro Vitalicio. En 1960 se le designa como regidor de la ciudad capital. Llega a ser, en 1962, Vicepresidente del Ayuntamiento de la capital dominicana. Fue, además, a partir de 1963, presidente del Consejo de Directores del Instituto Cultural Domínico-Americano, del Club Rotario, de la Alianza para el Progreso y de la Asociación Cristiana de Jóvenes. En 1965 don Julio Postigo fue designado como miembro del Gobierno de Reconstrucción Nacional, pero presenta renuncia posteriormente, en comunicación pública dirigida al General Antonio Imbert Barreras. Fue jubilado en 1966, después de 29 años de regencia, por la Junta de Directores de la Librería Dominicana, y funda la Librería La Hispaniola. Posteriormente, en 1972, adquiere la propiedad de la Librería Dominicana, y al año siguiente reinaugura el local. Don Julio fue miembro de la Sociedad Dominicana de Geografía, de las Aldeas Infantiles de la República Dominicana, de la Comisión de la Feria Nacional del Libro, del Patronato Contra la Diabetes, del Círculo de Coleccionistas y de la Asociación Dominicana de Rehabilitación. La Secretaría de Estado de Educación le otorga un diploma de reconocimiento en 1982, y el año siguiente es reconocido por organismos internacionales, como la UNESCO y el CERLAL. En 1985 la Universidad APEC le otorga un Doctorado Honoris Causa en Ciencias de la Educación. En la década de los noventa recibe el premio Caonabo de Oro de la Asociación de Escritores y Periodistas, el Ayuntamiento de Santo Domingo lo designa como Munícipe Distinguido y la Universidad Evangélica Dominicana le concede un Doctorado Honoris Causa en Ministerios. Falleció a la edad de 92 años, el 21 de julio de 1996, en la ciudad de Santo Domingo.
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Diógenes Céspedes Crítico literario, poeta, narrador, periodista y
lingüista. Nació en 1941. Realizó una licenciatura en lingüística y una maestría en estilística en la Universidad de Besanzón, Francia. Hizo un doctorado en literatura general en la Universidad de París VIII. Ha publicado los siguientes libros: Escritos críticos (1976); Ejercicios II (1983); Seis ensayos sobre poética latinoamericana (1983); Estudios sobre literatura, cultura e ideologías (1983); Ideas filosóficas, discurso sindical y mitos cotidianos en Santo Domingo (1984); Lenguaje y poesía en Santo Domingo en el siglo XX (1985); Antología de la oratoria en Santo Domingo (1994); Política de la teoría del lenguaje y la poesía en América Latina en el siglo XX (1995); José Martí en la política y el amor (1995); Antología del cuento dominicano (1996); La poética de Franklin Mieses Burgos (1997); Contra la ideología racista en Santo Domingo (1998); Política de la teoría del lenguaje y la poesía en España en el siglo XX (1999); Al arma contra figuraciones (poemas, 2001); Salomé Ureña y Hostos (2003); Los orígenes de la ideología trujillista (2002); Tres ensayos acerca de la relación entre los intelectuales, el Poder y sus instancias (2003); Ensayos sobre lingüística, poética y cultura (2005) y La sangre ajena (cuentos, 2007). Ha traducido del francés la novela de A. Lespès, Las semillas de la ira (1990) y de Henri Meschonnic, Para la poética (1996). En 1984 obtuvo el premio nacional de ensayo, otorgado por la Secretaría de Estado de Educación. En 2007 recibió el Premio Nacional de Literatura. Fue director de de la Biblioteca Nacional. Es Miembro de Número de la Academia Dominicana de la Lengua.
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Colección Pensamiento Dominicano
1. Narraciones Dominicanas. Ml. de Js. Troncoso de la Concha. 215 páginas. 1971. (Sexta edición). 2. Américo Lugo: Antología I. Vetilio Alfau Durán. 191 páginas. 1949. 3. Domingo Moreno Jimenes. Flérida de Nolasco. 194 páginas. 1970. (Tercera edición). ✓ 4. Pedro Henríquez Ureña I: Antología. Max Henríquez Ureña. 169 páginas. 1950. 5. Emiliano Tejera: Antología. Manuel Arturo Peña Batlle. 221 páginas. 1951. 6. F. García Godoy: Antología. Joaquín Balaguer. 223 páginas. 1951. 7. Franklin Mieses Burgos. Freddy Gatón Arce. 162 páginas. 1952. ✓ 8. Juan Antonio Alix I. Joaquín Balaguer. 208 páginas. 1953. ✓ 9. Juan Antonio Alix II. Joaquín Balaguer. 195 páginas. 1961 (Segunda edición). ✓ 10. La Sangre. Tulio M. Cestero. 231 páginas. 1955. 11. El Problema de los Territorios Independientes. Enrique de Marchena. 244 páginas. 1956. 12. El Cuento en Santo Domingo I. Sócrates Nolasco. 205 páginas. 1957. 13. El Cuento en Santo Domingo II. Sócrates Nolasco. 225 páginas. 1957. 14. La Trinitaria Blanca. Manuel Rueda. 188 páginas. 1957. ✓ 15. El Arte de Nuestro Tiempo. Manuel Valldeperes. 182 páginas. 1957. 16. El Candado. J. M. Sanz Lajara. 160 páginas. 1959. 17. El Pozo Muerto. Héctor Incháustegui. 201 páginas. 1960. 18. Narraciones y Tradiciones Sureñas. E. O. Garrido Puello. 119 páginas. 1960. 19. Poesías Escogidas. Salomé Ureña de Henríquez. 189 páginas. 1960. ✓ 20. Engracia y Antoñita. Francisco Gregorio Billini. 353 páginas. 1962. 21. Judas. El Buen Ladrón. Marcio Veloz Maggiolo. 174 páginas. 1962. 22. La Independencia Efímera. Max Henríquez Ureña. 207 páginas. 1962. 23. Cuentos Escritos en el Exilio. Juan Bosch. 236 páginas. 1968. (Segunda edición). 24. Moral Social. Eugenio María de Hostos. 253 páginas. 1962. 25. David, Biografía de un Rey. Juan Bosch. 215 páginas. 1963. 26. Over: Novela. Ramón Marrero Aristy. 225 páginas. 1970. 27. La Huelga Obrera. José E. García Aybar. 284 páginas. 1963. 28. Cuentos de Política Criolla. E. Rodríguez Demorizi. 244 páginas. 1977. 29. Guanuma. E. García Godoy. 269 páginas. 1963. 30. Páginas Dominicanas. Eugenio María de Hostos. 279 páginas. 1963. 31. Resumen de Historia Patria. Bernardo Pichardo. 388 páginas. 1964. (Cuarta edición). 32. Más Cuentos Escritos en el Exilio. Juan Bosch. 287 páginas. 1964. (Segunda edición). 33. Panorama Histórico de la Literatura Dominicana I. Max Henríquez Ureña. 272 páginas. 1965. 34. Panorama Histórico de la Literatura Dominicana II. Max Henríquez Ureña. 185 páginas. 1966. (Segunda edición). 35. Los Negros y la Esclavitud. Carlos Larrazábal Blanco. 202 páginas. 1967. 36. La Mañosa: La Novela de las Revoluciones. Juan Bosch. 172 páginas. 1966. (Tercera edición). 37. El Cristo de la Libertad: Vida de Juan Pablo Duarte. Joaquín Balaguer. 216 páginas. 1966. (Tercera edición). 38. Crónica de Altocerro. Virgilio Díaz Grullón. 110 páginas. 1966. 39. Obras Escogidas. Manuel Arturo Peña Batlle. 242 páginas. 1968. 40. Estudios de Historia Política Dominicana. Pedro Troncoso Sánchez. 175 páginas. 1968. 41. El Montero: Novela de Costumbres. Prefacio de Rodríguez Demorizi. 115 páginas. 1968. 42. Tradiciones y Cuentos Dominicanos. Emilio Rodríguez Demorizi. 276 páginas. 1969. 43. Poesía Dominicana. P. R. Contín Aybar. 216 páginas. 1969. ✓ 44. Enriquillo: Leyenda Histórica Dominicana (1503-1538). Manuel de Jesús Galván. 491 páginas. 1970. 45. Rebelión de Bahoruco. Manuel Arturo Peña Batlle. 261 páginas. 1970. 46. Reminiscencias. Enrique Apolinar Henríquez. 303 páginas. 1970. 47. El Centinela de La Frontera: Vida y hazañas de Antonio Duvergé. Joaquín Balaguer. 202 páginas. 1970 48. Música y Baile en Santo Domingo. Emilio Rodríguez Demorizi. 227 páginas. 1971. 49. Pintura y Escultura. Emilio Rodríguez Demorizi. 264 páginas. 1972. 50. Autobiografía. Heriberto Pieter. 215 páginas.1972. 51. Documentos Históricos. Antonio Hoepelman y Juan A. Senior. 374 páginas. 1973. 52. Mis Bodas de Oro con la Medicina. Arturo Damirón Ricart. 207 páginas. 1974. 53. Monseñor de Meriño Íntimo. Amelia Francasci. 300 páginas. 1975. 54. Frases Dominicanas. Emilio Rodríguez Demorizi. 160 páginas. 1980. Las obras resaltadas en negritas son las que incluyen este volumen. Las señaladas con el símbolo “✓“ han sido publicadas en el volumen I.
Esta obra
Cuentos VOLUMEN II
de la
Colección Pensamiento Dominicano
reeditada por el Banco de Reservas de la República Dominicana y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc. terminó de imprimirse en el mes de junio de 2008, en los talleres de Amigo del Hogar, Santo Domingo, Ciudad Primada de América, República Dominicana.