Marah Ellis Ryan
Cartas de amor de un joven indio Prólogo y traducción de Carmen Bravo-Villasante
HESPERUS
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Marah Ellis Ryan
Cartas de amor de un joven indio Prólogo y traducción de Carmen Bravo-Villasante
HESPERUS
HESPERUS Serie menor
Título original: Iridian love letters.
© 2000, herederos de Marah Ellis Ryan. © 2000, para la presente edición: José J. de Olañeta, Editor Apartado 296 - 07080 Palma de Mallorca Reservados todos los derechos. ISBN: 84-7651-816-1 Depósito legal: B-174-2000 Impreso en Liberduplex, S.L. - Barcelona Prinled in Spuin
Prólogo Ésta es la historia de amor de un joven indio enamorado de una joven blanca de cabellos de seda de maíz, con la que ha compartido estudios en una universidad americana. Reintegrado a su tierra, el joven recobra su identidad india, así como sus costumbres y su religión. En sus cartas de amor a la lejana amada, llenas de lirismo -en una perfecta prosa poética-, el joven indio expone sus ideas y creencias acerca de la historia, de la sociedad y de la religión que ha heredado de sus antepasados. Al mismo tiempo, recluido en la Kiva, el santuario de la mesa de Tusayan, con su capacidad visionaria, revive a la lejana amada, y, en sus silenciosos paseos, evoca a la Doncella Reverenciada, a la que cuenta todos sus pensamientos. Marah Ellis Ryan, nacida en Butler County (Pa.) en 1866, publica esta ficción de Cartas de amor de un joven indio (Indian Loue Letters) en 1907, cuando ya era una famosa escritora, conocida por sus novelas In Love's Domain (1889), Told in the Hills (1890), For the Soul of Raphael (1906). Poco se sabe de ella. Únicamente que se casó a los 17 años con el actor Erwan Ryan, y que firmó su primer libro con el nombre de Ellis Martin. Si las Cartas de amor de un joven indio demuestran su perfecto conocimiento del alma del indio y en especial de los hopis, dos años después publicará The Flute of the Gods (1909), donde de nuevo vuelve a tratar de los hopis y de la región de Tusayan. En las Cartas de amor de un joven indio, el indio solitario ha recuperado su nombre: Sékyâl-êts-téwa. Es sensible a la Naturaleza, a los amaneceres y a los atardeceres en el desierto. El sol, la luna y las estrellas son sus más fieles compañeros, así como las visiones de su vida interior en el santuario de la Kiva. El canto del Hoetska, el pájaro nocturno, le trae recuerdos de la amada, recoge la flor hernava para ella, y hasta las conchas blancas del altar evocan su presencia. Estos fragmentos poéticos, esta castidad en las expresiones del amor, hacen más sublime el anhelo del indio que no quiere renunciar a su pueblo, y que melancólicamente se sabe vencido por los hombres blancos. Como ofrenda a la mujer amada, Sé-kyâl-êts-téwa, el indio poeta, como Rabindranath Tagore, dirige sus mensajes a la Reverenciada Señora de sus Sueños y escribe la frase más representativa de su manera de ser: «El soñador de los sueños, espiritual-mente fiel a sí mismo, ha creado el sueño, que es lo más real de la vida». Después de leer este libro evocador, con visiones de felicidad auténticas propiciadas por los sueños, sabemos más del alma india y del choque de su civilización con otras civilizaciones que todo lo que nos podrían decir muchos tratados históricos. Bellamente la autora ha sabido interpretar las ensoñaciones, el deseo intenso, la nostalgia y la renuncia de un alma enamorada, desde el principio consciente de la imposibilidad de su anhelo, y el lector puede decir, al terminar su lectura: ¡Lolomi! palabra que significa todo lo bueno, toda la gracia y toda la dulzura en la lengua hopi. C.B.-V.
En la Provincia de Tusayan, Arizona. En la Luna de la Flor del Melocotonero.
Señora de la Luna Nueva: ¡Yo sé que no me vas a prohibir escribir este nombre en una carta, ya que fuiste tan bondadosa un día sagrado que me permitiste escribirlo en un poema, y este poema unido a la música fue cantado por ti! Ahora que has establecido un lazo a través del silencio del año y me has hecho una pregunta, voy a contestarte. Eso es cierto. Tus amigos que llegaron a la Provincia de Tusayan para ver las danzas con máscaras de la Primavera de los Hopis, te han transmitido la verdad, deformada -así hay que decirlo- por los prejuicios de sus amigos, los misioneros de tu fe. Pero la verdad es ésta. Creo ver los bellos ojos color turquesa muy abiertos al leer esto. Puedo oír la respiración entrecortada y sentir la impresión que te produce esta confesión. ¡Sí! Yo soy de nuevo un indio. Desde el mocasín de cuero marrón de antílope hasta la banda roja que ciñe mi cabeza, ya no queda nada del atuendo de hombre blanco, que manifestaba a tus amigos que yo era un jugador del equipo de la Universidad, que durante cierto tiempo fue conocido con un nombre sin sentido de hombre blanco, y que se sentaba a tu lado sobre las dunas del Mar del Este hace ahora un año. Ahora estoy sentado solo y te escribo esto sobre una duna de arena bajo el cielo de Arizona, a los pies de los riscos de la vieja Walpi. He venido hasta aquí desde mi antigua torre del terraplén para estar en silencio y escribirte. Las voces de los hopis son muy amables, muy acariciadoras en su entonación, pero hoy su música no significaba nada para mí. En las dunas de arena siempre hay silencio; es como un vasto desierto de inconmensurables silencios donde todo lo humano puede enterrarse y ser olvidado. Las blancas conchas que recogiste y que me entregaste en broma para hacer un collar para una joven india, están ahora en un altar de piedra muy antiguo, sobre una maravillosa mesa*. Están junto a los bahos (bastones de plumas de oración) de nuestra primitiva religión. El Dios de los Cielos los guarda aquí. Esta mañana, al amanecer, planté un baho de plumas blancas, y enfrente uno de agujas de pino. ¡El pino crece en el lugar donde cogiste las conchas! ¿Con qué Oración-Pensamiento fueron plantados? Tú, Señora de la Luna Creciente, y de los cabellos sedosos, no lo aprobarías, ni tampoco aprobarías la manera en que fue ofrecido a los dioses de los Otros Mundos. Te escribo esto muy claramente para que no haya duda. La tierra de las carreras y de los juegos y de las tardes tomando té bajo la glorieta, ésa fue otra vida que yo viví. Ahora es Sé-kyâl-êts-téwa (Luz del Amanecer), el indio, el que te escribe, y que venera tu recuerdo, y que de nuevo vive la vida india en una ciudad india del desierto. ¡Lolomi!
*
Mesa: terreno elevado y llano, de gran extensión, rodeado de valles o barrancos. (T.)
En el Tiempo de la Plantación del Maíz. Tusayan.
Señora mía de la Luna Creciente: Tus amables palabras sobre mis versos -tu recordatorio de lo que esperabas de ellos- ¡tú! -me han dolido más que cualquier otra cosa del pasado año, y eso que había muchas cosas que dolían. ¡Los poemas eran fantasías de un pastor indio solitario, los ecos de los sueños de un joven! Pero el hombre no puede seguir soñando. Tiene que despertar y ver las cosas a la luz del día, que es despiadada en el desierto. Un hombre puede vacilar ante estas revelaciones, pero no puede evadirse de ellas. Tu carta es un pequeño grito de protesta ante la recaída del salvaje, un converso huido. Pero en la protesta, querida señora, hay la nota estereotipada que los científicos y funcionarios especialistas en el tema indio designarían, con una sonrisa escéptica, como perteneciente a su grupo «de la toca», al grupo de las damas. Carece de la nota personal. Es la «causa» lo que considera ese grupo, y no al individuo. Apenas conoce al individuo. La clase de indio que conoce suele ser, con demasiada frecuencia, la del presuntuoso con su peligrosa pizca de educación, y la clase de favores que éste acepta en la tierra de la gente blanca hace que la sangre de un hombre se exalte furiosa al recordarlo. Sí, voy a tratar de decirte cómo aprendí que la vida de los indios es la mejor para el indio. La vida del hombre blanco es una vida insatisfactoria para él. Le promete todo, pero le deja con las manos vacías. Al principio no pensaba así. A la luz de tu fe encontraba que las cosas eran radiantes. ¡Estaba dispuesto a ser el apóstol de tu religión, pues la tuya también era la mía, ciegamente, sin cuestionar nada! De tu blanca mano el indio escritor de versos habría aceptado néctar o veneno con igual indiferencia. Pero he tenido un año entero para pensar y me he enfrentado a los hechos. Nada de la religión convencional del cristianismo tiene verdadero atractivo para el Hopitû. Es demasiado fría, demasiado lejana. La mitología del cristiano no acerca tanto a los dioses como la mitología del indio, aunque tienen el mismo fundamento, creadas por las mentes de los hombres, influidas por el Espíritu Divino Universal de las Cosas que Crecen. Mi pueblo escucha a los misioneros del hombre blanco porque en algunos casos ellos dan la sensación de que el gran poder de Washington les respalda, y los hopis no carecen de política. Van a la escuela, aprenden las palabras inglesas y las formas religiosas del hombre blanco -¡y directamente vuelven a sus propios dioses! En la última Ceremonia de la Flauta, una de las jóvenes, que dirigía la invocación al Dios de la Lluvia, era una graduada de la cercana escuela del Gobierno. Estaba muy hermosa con su túnica de un blanco purísimo, joyas de plata y coral y una pluma blanca en su cabello de azabache -una virgen sacerdotisa del pueblo piel roja, conduciendo la larga fila de hombres hasta el altar del manantial del desierto, tal como sus antepasados habían conducido a los devotos desde tiempo inmemorial. Y la lluvia cayó, siempre cae debido a las oraciones al Dios, y siempre caerá, aseguran los viejos, mientras el Dios de los indios no sea olvidado. ¡Y la lluvia es el verdadero Dios de la Vida para el desierto! Ayer hablé con el viejo Jefe de Shu-pau-le-vi. Es el jefe del pueblo, cabeza de su gente, el clan del Oso, y Gran Sacerdote de la Orden de la Serpiente. Es un hombre
sabio. Cuando volví por vez primera a la tierra de los hopis hablé con los jefes de todos los pueblos. Éste no habló, entonces. Dijo que reflexionaría y que luego hablaría. Ayer habló: «Era durante la Luna del Año Nuevo cuando tú, Sé-kyâl-êts-téwa, viniste desde el mar donde el sol sale desde las profundidades de la tierra. Escuchamos mientras hablabas del Dios de los misioneros. Nos leíste de aquel libro suyo donde se decía lo que su Dios podía hacer y lo que pueden hacer los que aman a ese Dios. Era mucho. He esperado para reflexionar y he contemplado cada día la obra de los misioneros y la obra de su Dios misionero. »Es mentira. Y la verdad no está en el corazón de la gente que predica a este Dios y veja a nuestras mujeres en nuestra propia casa. »Tu libro cuenta lo que hizo el Dios Blanco. Los muertos resucitaron, los ciegos vieron y los enfermos se curaron gracias a Él. ¡El libro dice que los verdaderos seguidores de este Dios pueden hacer todo esto, o incluso más que esto, y que los enfermos se curarán al contacto de su mano y de su noble corazón! »¡E1 misionero no puede hacer que los enfermos se curen mediante las palabras de su noble corazón, pero el cantor navajo sí puede! Yo, con mis propios ojos lo he visto. ¿Por qué, entonces, deben los navajos escuchar al misionero? El misionero no cree en su propio Dios, porque de lo contrario haría la obra de este Dios como el propio Dios dijo que podría hacerlo si tuviera fe. »Tu libro dice que si los seguidores del Dios Blanco tienen noble corazón pueden ser amigos de las Serpientes, sin que haya picadura ni veneno. «¡Los misioneros que predican a este Dios no tienen fe en sus corazones, si no levantarían a la Hermana Serpiente de la arena en la Luna Cálida del Maíz Verde! »La tenemos con nosotros días y noches en la Kiva, muchas de ellas cerca de nosotros, y sólo con la bondad de nuestros corazones, se vuelve como una niña y nos ama. Cuando pasan varios días, le damos a la Hermana Serpiente nuestro mensaje para los Dioses, y las llevamos a las cuatro direcciones. Las levantamos hacia el Sol, para que el Sol esté contento y para que las Serpientes también estén contentas, y luego las dejamos irse para que lleven nuestro mensaje al Mundo Subterráneo donde están los dioses y la gente que ya no está en nuestra Vida de la Tierra. »Llevan el mensaje y los dioses saben que nuestros corazones eran buenos y que nuestra fe era buena, y nuestro Dios nos escucha y nos envía la lluvia que le pedimos. «Vienen andando la lluvia-macho y la lluvia-hembra por el desierto y juntos llegan a los campos de maíz y al huerto de melocotones y a los manantiales bajo la mesa, y hacen que la tierra fructifique. «¡Estamos contentos y sabemos que el gran Dios del Cielo está contento, y la alegría proviene de que no estábamos en absoluto temerosos de que nuestro Dios nos fallara! «¿Tiene el Dios de los hombres blancos semejantes seguidores fieles? ¿Tenemos que escuchar a los misioneros cuyo Dios falla cuando tocan a la Hermana Serpiente? «¿Acaso te han enseñado los misioneros, Sé-kyâl-êts-téwa, a hacer las cosas que el Dios Blanco dice en el libro que pueden hacer? «¿No? «¡Cuando te lo enseñen, Sé-kyâl-êts-téwa, vuelve de nuevo a Shu-pau-le-vi, y seguiré a tu Dios Blanco y mis hijos seguirán a tu Dios Blanco! «Cuando plantamos las plumas donde están los altares, nuestra primera oración es para tener buenos pensamientos, y luego para que nuestros hijos sean sabios y fuertes y para que el Dios del Cielo esté contento de nosotros. He acudido a las charlas de la Misión muchos días, y nada en las palabras de los misioneros es más blanco que el
Pensamiento que plantamos con nuestros bastones de oración en nuestros altares. »He hablado.» Luego conversé en la casa de una maravillosa alfarera de Te-hua. Es una artista y decora y da forma a cosas admirables en la arcilla. No tan admirables como las que se encuentran en las ciudades enterradas, pero las más admirables que hoy pueda hacer un indio. Sus hijos fueron capturados hace algunos años y su pelo cortado, por una orden de la Misión. Su pelo era su orgullo, como la barba era el orgullo de los sacerdotes hebreos. La humillación de estas familias fue muy grande. Su hijo estaba allí mientras hablábamos. Era uno de los chicos que cogieron y fue llevado a la escuela pública del Gobierno. Ha vuelto a la mesa, y da miedo mirarle cuando se mencionan las escuelas. Ha perdido allí seis años de su vida. Vuelve con su pueblo, y sabe que si vive allí tiene que ser como vivía su padre, excepto que ahora tiene gustos más refinados que satisfacer y carece de medios o de manera de ganar lo que cuestan. Plantar el maíz, cuidar el ganado, cazar conejos, cuidar de lo que le corresponde en su propio pueblo, es la tarea diaria de los Hopitû. Las escuelas no les enseñan a hacer esto mejor que lo hicieron sus padres. Les enseñan a leer y a escribir, y él pregunta «¿para qué?». Las ciudades de la mesa no tienen libros y nunca han sentido la necesidad de ellos. ¿Por qué tendrían que leer sobre la vida americana si viven aparte de ella? Imagina, querida señora, que todos tus libros tratasen de un lugar desconocido en el corazón de África, ¿es que su contenido te parecería vital para ti? Esta gente está contenta sin el conocimiento de otros mundos. Las mujeres muelen la harina, los hombres tejen y bordan sus vestiduras ceremoniales y cuidan sus rebaños, y todos son amables, corteses y más felices que cualquier pueblo que yo haya visto hasta ahora. La alfarera está tan dolida como su hijo por los años perdidos cuando ella más lo necesitaba, y fue llevado como un potro descarriado a la escuela del hombre blanco. A la hija de su hermana también se la llevaron. La muchacha era muy hermosa. Ahora ya no lo es tanto y rompió a llorar cuando su madre la pegó al volver a la mesa avergonzada. La madre hopi guarda estrechamente a sus hijas en su propia casa, pero cuando los Grandes Poderes se combinan para conducir a la joven a una vida que es nueva y extraña, y ella teme a cada paso al blanco poderoso y dominador, ¿cómo podría la pobre madre guardar a su hija allí o cómo podría comprender las influencias desconocidas en la mesa, o sentir simpatía cuando la joven vuelve avergonzada? Y así sucede por todas partes. El indio educado es excluido por su propio pueblo por su barniz de conocimientos librescos, que los Jefes ven que pronto o tarde los dividirán en indios de la misión e indios paganos. Cuando este cambio se produce, las órdenes religiosas secretas, con sus derechos místicos, se dividen y hay discordia en los clanes. A los niños se les dice en la Misión que sus padres, en la Kiva (el santuario pagano) son hombres malvados, ¡y así es cómo se extiende el veneno! De ahí resulta la división entre indios de la misión, llamados «amistosos», e indios conservadores, llamados «hostiles», y en estos dos términos está todo el fundamento de la lucha interna, que es muy grande. ¡Yo ayudaría a lograr la armonía, pero un misionero les habló de mi sabiduría y de mi inteligencia, y desde aquel día ya no fue posible que los conservadores confiaran en mí, y fui excluido con sonrisas y cortesías, pero fui excluido! ¡Escucharán a los maestros blancos, porque el Gobierno los respalda, pero ellos saben que a mí, Sé-kyâl-êts-téwa, el Indio de la Orden de la Flauta, no me respalda ningún Gobierno! Dentro de cinco años o de diez años, podrían borrarse sus sospechas. No antes, aunque me crucificara por ellos; eso se ha decidido en Tusayan.
Así es que yo soy Sé-téwa, el que trabaja la plata, como lo era mi padre, y sus padres, cuando los castellanos acamparon bajo los muros de la ciudad hace tres siglos. Mi familia gobernaba entonces, y sigue gobernando ahora. Mi tío es jefe de su Clan y de su Orden. Tiene miedo de morirse y de que yo ocupe el puesto de Jefe, pero yo no lo deseo. El agente de Washington es el verdadero jefe. Él decide. Más que ser un supuesto jefe, me gustaría luchar tal como nuestro pueblo luchó contra los apaches hace tiempo, hasta que todos fueron muertos y sólo dejaron a uno para que volviese a su tribu y contase cómo había sido. El escudo apache grabado en el muro de la roca de la mesa está hecho en memoria de aquella batalla, y las muescas hechas al otro lado son para mostrar el número de los que fueron muertos, que son muchos. Pero ahora no somos guerreros. El que escribe fue primero un pastor indio, que soñaba sueños y cantaba canciones. Luego, por una señal del Cielo, fue llamado por ti «amigo», y ahora trabaja en la forja en una torre y sobre una entrada que era muy antigua cuando los primeros castellanos vinieron a esta tierra. El día se acaba. El heraldo llama desde lo alto de la casa para la ceremonia religiosa de mañana. El indio no reserva sus ceremonias religiosas sólo para el séptimo día. Forman parte de su vida de cada día, y el mero hecho de memorizarlas todas apenas es posible para un hombre solo. El heraldo está majestuoso, envuelto en su manto escarlata, alto y derecho frente al cielo dorado del atardecer. Siempre es al atardecer y al amanecer cuando llama a su pueblo. Al amanecer, cuando le veo así, recuerdo la descripción de Ornar del Muezin Persa, que una vez me leíste -¡todas las demás lecturas las he olvidado!
En la Luna de la Rosa. Tusayan.
Doncella del Cántico de la Luna: ¿No he hablado claro? No hay sitio para el indio en vuestro mundo. No hay ocupación alguna para él, salvo un esfuerzo penoso, para el que el aborigen no puede estar preparado con una sola generación de adiestramiento. ¿Dinero? ¡Sí! Un hombre puede hacer allí dinero. Pero, ¿qué podría comprar un indio en la tierra del hombre blanco que pueda merecerle la pena? El indio cuya inteligencia logra hacerle un sitio allá en los círculos más elevados, incluso allá no es más que un salvaje enjaulado, domesticado y mimado, al que se muestra a los amigos como una novedad para una tarde o una noche. A menudo es agasajado de una manera que no es buena para él. Sus compañeros de colegio y sus amigos se divierten mucho planeando cosas en que hay novedad. Algunas veces las hermanas y las primas de los compañeros de colegio contribuyen al entretenimiento, pero los compañeros de colegio no se dan cuenta. . Las hijas del desierto no son lo bastante listas para esta doble vida, pero con la enseñanza de la gente blanca ya aprenderán algún día. ¡Es inevitable! Yo, Sé-téwa, quiero morir como un indio antes de que esto suceda. Reverenciada doncella, tu vida, encerrada y santificada como es, no sabe nada de las desilusiones que un joven indio experimenta a cada instante entre las blancas multitudes de las ciudades. No quiere que le contemplen -que le admiren porque puede jugar muy bien, y le compadezcan porque es uno de los grandes discriminados. La simpatía que implica comprensión: eso es lo que espera, y lo que busca en cada semblante, y todo lo que encuentra es una interrogación, como si la mirada dijera: «¿Qué es lo que buscas, caminante cobrizo?». Yo no buscaba nada. Me cogieron porque mi pueblo no sabía cómo decir «no» a «Washington». ¡Yo llevaba conmigo los cantos de los ancianos y los recuerdos del desierto, y los sueños, los sueños de la grandeza que iba a ver! ¡No la vi! Pensaba en las águilas encadenadas en los tejados de la vieja Walpi por causa de las plumas que se les han de coger para la Ceremonia de la Serpiente. El águila arrastra las cadenas y piensa en sus compañeras que vuelan sobre las corrientes superiores del aire sobre el desierto y la mesa y el bosque de pinos de los navajos. ¡Yo era igual que ella, una joven águila arrastrando su cadena! ¡De pronto todo el mundo cambió para mí, y escuché tu voz, voz de un pájaro nocturno cantando uno de mis cantos indios! No podías saberlo, pero yo lloré aquella noche por primera vez después de que me llevaran de la mesa. No volví a sentirme solo. Fue a mi Hoetska, mi canto del pájaro nocturno, a lo que pusiste música primero. ¡Y pude sentir el murmullo del viento del desierto y el olor de la salvia y ver a las estrellas sobre la mesa -todo en esa música- y todo gracias a tu voz! ¡Por eso, por haberlo cantado, tú eras la única mujer, pero por haber unido tu música a mis palabras eras el verdadero espíritu del sueño de un muchacho! El muchacho era sólo un joven salvaje, y su adoración divertía a tus amigos, pero no a ti, ¡amada señora de la Canción de la Luna! ¡Túiínicamente viste un alma para ser ganada para tu religión, y eso era muy dulce y a la vez muy serio para ti, querida y reverenciada dama! ¡Las palabras inglesas me parecen muy duras cuando las uso para hablar contigo! Si conocieras la lengua hopi, la inflexión de sus palabras te diría cuál es la
diferencia. Yo siempre pienso en ti en hopi.
La Luna de Esquilar. En una kiva india de Tusayan.
Señora Hoetska: ¡Éste es el nombre del pequeño pájaro nocturno del desierto, cuyo canto tú cantaste! ¡Cuando la oscuridad se cierne, pienso en ti como Hoetska, y escucho la llamada del pequeño pájaro gris en el cañón! Ha habido problemas en la mesa, y yo he estado fuera, de lo contrario tu bondadosa carta no habría quedado sin respuesta. El problema con los misioneros y con el Gobierno en Oraibi ha tenido eco aquí. Yo era intérprete y, cuando el resultado de la reunión era malo, el jefe, y luego los demás, me miraban con desconfianza. Durante cierto tiempo estuve en la tierra de los navajos. Traté de saber qué pasaba con otras tribus y sus leyes, y quise hablar con otros jefes y agentes. ¡Sólo oí palabras vacías, las mismas por todas partes! Los navajos no conocen sus derechos por la ley más que los hopis, y lo peor de todo es que no conviene informarles. Si se enteran de cómo han sido tratados en los últimos años, en contra de la ley, su disgusto acabaría por causar conflictos de los que nadie sacaría ningún beneficio. Visité otras tribus el año pasado, los indios de las Llanuras. Es lo mismo. Una reserva no se atreve a enviar más que a un hombre blanco como intérprete con los delegados indios que van a Washington. A ningún indio le permiten los agentes hablar por ellos, pues temen que el Gobierno se entere de algunas verdades. Su condición es digna de conmiseración. Mi pueblo, por lo menos, no es como ellos. ¡Tiene sus campos de maíz y sus herbazales y sus casas, todavía! ¡Pero hay una lucha constante para sacarlos de sus casas, sus antiguas fortalezas! El granjero blanco vive cerca de los campos de maíz y a los hopis se les dice que tienen que hacer lo mismo, si no quieren acabar perdiéndolos a manos de los ocupantes ilegales blancos, cuando se establezca el estado. Muchos de los hombres hopis cabalgan todas las mañanas a sus pequeñas plantaciones para trabajar, y luego regresan por la noche a su maravillosa mesa. Mi tío teme que yo quiera ser Jefe. Para demostrarle que no tengo esos deseos, he dejado mi torre del portal. Escribo esto en los muros de piedra de una de las muchas ciudades enterradas de nuestro desierto. Ésta se encuentra cerca de la mesa, y sólo parte de ella ha sido excavada por los buscadores de cerámica antigua y joyas. Muchas libras de turquesas se sacaron de este recinto, y tejidos y curiosas sandalias de aquella gente, cuyos nombres se han perdido. ¡Se encontró una cadena hecha de pelo de mujer, tan rubio como el tuyo, blanca doncella del Este! Este recinto fue más tarde la Kiva de los sacerdotes de alguna Orden. Puede haber sido de la mía, del pueblo de la Flauta. Cuando el viento silba en la tormenta sobre la arena de las dunas, me gusta pensar que es Lé-lang-ûh, el jefe Flauta, que hace su llamada desde los antiguos tiempos para recordarnos las cosas del Espíritu. La Orden de la Serpiente, que es la más fuerte, siempre concede precedencia a la Orden de la Flauta, a la que reconocen y saludan como más próxima al lado espiritual de la vida. ¡En contacto con los dioses, y a ellos, la Flauta les habla! Desde que recibí tus cartas he escrito para ti versos sobre eso, sobre mi antiguo pueblo y la tierra donde vivió. Algún día los juntaré todos y te los enviaré. ¡Siempre has sido una crítica tan bondadosa! Siempre: escribo eso como si hubieran sido siglos en vez de unas pocas semanas las que pasé feliz contemplando tu rostro y oyendo tu voz. ¡Pero hay momentos que son como relámpagos de discernimiento, como un proyector que enfoca un alma! Y en uno de esos momentos, cuando tú dejaste que los ojos del
indio mirasen los tuyos estando sentado cenando en una mesa de Manhattan -es posible que no lo recuerdes, ¡todos los ojos se volvían a mirarte!- el indio supo que, en aquel destello, sus lazos iban más atrás que esa mirada y más hacia el futuro de lo que sus ojos podían ver. ¡Es decir, con los Dioses! Esto no voy a enviártelo. Ya han pasado al papel demasiadas cosas necias desde que tú, apiadada, me pediste que escribiese. ¡Cuando las cosas son muy necias, es decir, muy indias, no las envío! Así es que no he enviado los pequeños poemas. ¡Deben ser aventados muchas veces antes de que los menudos granos puedan estar ante tus ojos! Está solitaria la ciudad de los muertos. Una gran estrella, Venus, brilla sobre los santuarios de la mesa -juntos la contemplábamos desde la orilla del mar del Este hace un año. Es el único lazo de unión visible con aquella vida. ¡No puedo volver a esa vida, pero espero ver la estrella!
Estación de Nemon Katchina. En la Kiva.
Señora de la Luna Nueva: ¡Otra vez tu carta ha tenido que esperar! No he andado durante más días que los que me han dicho. Los viejos indios dicen que es la maldición que han traído las escuelas de los hombres blancos: ¡esta tos y esta debilidad! Puede ser. Muchos vuelven así, pero quizá viene de aquellos días en que yo iba de tribu en tribu y dormía en el suelo cuando las frías lluvias se deslizaban en la noche. Pero hoy me siento en lo alto de una escalera -la Kiva siempre está bajo tierra; no debe haber más que una entrada en el santuario, y debe proceder del Cielo. El mundo parece muy bello desde las llanuras. Hay un pozo al pie de los muros, donde los pastores traen a sus ovejas, a sus cabras y a sus burros, y hay muchos melocotoneros y una gran duna de arena. Cruzándola, hay un sendero solitario que conduce a la nada de la distancia y rompe las ondas de la arena, que son como las olas del agua cuando sopla la brisa. Siempre, cuando aquí se mira hacia el sur, se tiene la sensación de que es la costa del mar, y la suave niebla hace pensar que más allá de los oteros y de las mesas, y de las sagradas montañas del Oeste, debe estar el mar. Los muros de la mesa de Walpi, el estrecho dedo de piedra de cien pies de altura que sobresale en la llanura, nos habla de gigantescos rompientes que en otros tiempos golpeaban las barreras de roca hasta convertirlas en arena. Uno sueña con el agua aquí en esta tierra, donde a cada hora pasan las mujeres y vuelven a pasar por estrechos senderos, llevando grandes vasijas para coger agua de los pozos de la vieja ciudad en la mesa. ¡Tú eres lo suficientemente artista para apreciar la imagen de sus figuras contra las dunas de arena o el muro de roca o el cielo! Las vasijas de barro que llevan son muy pesadas y se sujetan a sus espaldas con un pañuelo o un chal que forma una banda sobre su frente. Parece una tarea cruel, pero la doncella hopi, que muele la harina diariamente con la primitiva piedra de moler, y canta al mismo tiempo los cantos que anuncian la llegada de los Dioses, y del agua corriente y de las mariposas revoloteando sobre las flores del desierto, esta doncella es muy fuerte, y cuando se hace mujer, ninguna carga le parece pesada. Algo raro ha sucedido. Me dices que te cuente todo lo referente a la vida de aquí, que parece no formar parte de la América que has conocido, así es que voy a contártelo. Cuando estuve enfermo, alguien que yo no conocía vino a la vieja Kiva y me cuidó. Pensé que era el viejo Jefe que se ablandaba y me enviaba a alguien del pueblo, pero no era así. Cuando no me vieron en el sendero ni en el Santuario del Sol de la mesa, pensaron que me había vuelto a ir a la tierra de los navajos, y nadie podría decir quién me trajo el agua y huevos y piki. El Jefe no parece muy contento de ello. Querría que la gente creyese que estoy cometiendo algún sacrilegio al vivir en la vieja Kiva, y que el pan y el agua proceden de algún fantasma. ¡Él querría hacerles creer que yo desdeño las leyes de las Órdenes, hasta de las Órdenes desconocidas de los antiguos muertos! Una vez me desperté y oí pasos, como si alguien corriese por encima del techo. ¡Y una vez vi un semblante -el semblante asombrado de un niño- que me miraba desde lo alto de la escalera, y en mi almohada había la seda fresca del maíz! A menudo oía los suaves tonos de Te-hua cuando estaba demasiado entontecido y torpe para pensar de dónde procedía, pero la seda del maíz estaba siempre en la almohada o en el suelo de piedra. Era del color de tus cabellos, Talapsha-mána.
Y aun ahora que ya puedo andar me sucede lo mismo. No suelo andar mucho. Mi vivienda está en el otero e irse lejos significa tener que subir un empinado camino a mi regreso, pero durante el poco rato que me voy, alguien trae a la Kiva alimentos sencillos, para que un hombre enfermo pueda comerlos, y me maravillo al pensar quién podrá ser. Me preguntas por el significado del signo en mis cartas. Tiene diferentes significados en las diversas tierras, y se conoce en todas ellas. Se encuentra en dibujos prehistóricos y lo tienen por suyo lo mismo los orientales que los hombres medicina indios o cantores curativos de su fe. El significado persa es muy bello. Es una combinación del Su -un pájaro sagrado de su mitología- con la Astica, una estrella de ocho puntas de significado místico. Me gusta más el significado apache del símbolo. Para ellos es un signo de los Espíritus del Aire que revelan lo invisible en visiones. Cuando uno de sus sacerdotes u hombres medicina -pues, al igual que los apóstoles de tu religión que fueron llamados para demostrar con obras que estaban capacitados para predicar a Dios, los sacerdotes de las tribus indias tienen que demostrar que están capacitados por su obra y no por sus palabras: son a la vez sacerdotes y médicos-, cuando uno de ellos desea aproximarse a los dioses, o atraer al Pensamiento de Dios, lleva una pequeña tablilla o amuleto con este signo grabado y se encamina solo hacia las montañas, y canta sus oraciones durante horas, y a veces durante días, esperando la llegada de los Espíritus que envían los Dioses. ¡Y yo, una criatura que tiene visiones, un indio que vive más de sus sueños en estos días, no tengo montaña a la que subir para atraer al Pensamiento de Dios, pero tengo un santuario en la mesa! Y allí donde está el baho y las agujas de pino y las conchas blancas, las visiones se acercan a veces: y como reconocimiento de ellas, yo uso su símbolo.
En la Floración de la Vid.
Doncella de la Luna Nueva: Esta noche la verdadera Señora Luna, a la que llamamos Mú-ya-wuu, sale de nuestro Mundo Subterráneo más allá de la lejana mesa de Awatobi, trágica ciudad de los tiempos pasados, a la que la antigua Walpi aniquiló. Hasta que no se ha dormido en el desierto con las ramas de salvia como almohada, no se conoce el hechizo de las noches del desierto. ¡La oscuridad y el brillar de las estrellas! ¡Luego, más allá de las lejanas montañas, el esplendor frío y plateado crece y crece! Millas de las llanuras donde están los campos de maíz, todavía en la sombra. Pero la salvia cercana en lo alto de los oteros se transforma y su blancura resplandeciente se tamiza a través de la pantalla gris plateada y olorosa. Las nubes blancas como algodón cruzan el alto azul, y se destaca contra ellas una figura que anda, un pastor indio que regresa a su hogar desde los corrales. La luz plateada ilumina la banda carmesí que ciñe sus cabellos, la piel blanca de una cabra que lleva sobre sus hombros, ¡y de pronto un quiebro en el sendero le esconde entre las sombras de un pequeño cañón! Y nuevamente parece que no existe nada viviente en aquel mundo bello y solitario -nada más cercano que la inmortal sonrisa de las estrellas- y la luz reflejada del globo de plata que los científicos nos dicen que desde hace mucho es un mundo muerto. He escrito «nada más cercano», y en este instante el grito de Hoetska, el pájaro nocturno, me llega desde las suaves sombras grises del cañón, ¡sólo una vez, un solo grito! ¡Pero este único grito trae la necesaria nota de armonía a la noche! Mi educación blanca me dice que el pastor asustó al pájaro nocturno al pasar por el sendero, y que éste ni sabía ni le importaba que yo estuviera esperando su señal; pero mis sueños indios me cuentan otras cosas, y el mundo solitario de hace un momento ya no es solitario. Me preguntas acerca de las ciudades indias de la mesa. Es muy difícil describirlas en una carta. ¡Hay muchas mesas con pueblos antiguos de piedra, alzados sobre las llanuras, e innumerables ruinas de otros cuyos nombres se han olvidado! Nuestra mesa tiene tres pueblos. Uno asciende por la gran calzada de piedra del Santuario del Sol, y el lugar de este santuario es tan bello que los griegos habrían construido aquí templos de mármol a sus Dioses. Uno va subiendo y subiendo, con el gran muro de roca a un lado y al otro un muro que cae a pico, y con la vista de la llanura allá abajo: las largas líneas de los campos de maíz, de un verde muy oscuro, y la raya de arena amarilla, y el verde pálido del desierto y los pastos de hierba, y el oscuro muro de la mesa lejana que lo cierra por el Este. ¡No hay palabras que puedan expresar toda esta belleza! Y he aquí que, después de ver la llanura allá abajo, al dar la vuelta uno se encuentra de pronto al final del camino y en el mismo pueblo. Es Te-hua, y Te-hua es el guardián de la Entrada. El pueblo Te-hua pertenece a un grupo lingüístico diferente, pero hace siglos emigró desde Río Grande y trató de vivir con los poderosos Walpis. Nuestro pueblo dijo: «Sí, sois bienvenidos; aquí hay sitio, pero tenéis que construir vuestro pueblo donde está el paso y así defenderéis la Entrada contra los apaches y los navajos, así es como os permitiremos vivir aquí». Eso hicieron y pusieron el Santuario en la Entrada para que les ayudara a guardarla, y siempre ha sido así desde entonces.
Las casas son de piedra, con terrazas, y aquí hay siempre un patio interior donde se celebran la mayoría de las ceremonias, y el santuario siempre está en el centro. Desde Te-hua hay sólo poca distancia hasta Si-chom-o-vi, un pueblo nuevo, mejor construido, pero menos pintoresco. Y luego, más allá, a través de un estrecho sendero cavado en la roca con el paso de los siglos, se encuentra uno con Walpi, ¡un amontonamiento de antiguos muros de piedra, de terrazas y portales y escaleras de piedra hasta los tejados, donde se pasa más de media vida! Recuerda los cuadros de viejos castillos medievales. Walpi ha sido la señora de estas llanuras durante siglos. Ha vivido mucho y ha visto nacer y morir tribus, y en sus incontables años ha visto vivir y morir los amores -¡si es que el Amor, el verdadero, puede jamás morir! El indio no puede pensar que esto suceda. Quizá en el Mundo Subterráneo de los Dioses nace de nuevo, ya que allí no existe la muerte, y tampoco hay velos extendidos entre nuestras vidas. En la Ceremonia de la Serpiente, de la que ya te he hablado, los sacerdotes siempre envían un mensaje ante el altar a los que están en el Mundo Subterráneo, que siempre se han considerado cercanos y nunca deben ser olvidados; ¡no debe haber velos en medio! ¡A las serpientes no les gustaría y a los Dioses del Mundo Subterráneo tampoco les gustaría! Como verás, somos muy primitivos, estamos muy cerca de las pocas cosas reales del mundo que conocemos. ¡Los hopis saben que serán castigados en el Mundo Subterráneo si obran mal aquí, pero esto es como un padre o un hermano mayor que castiga a un niño para enseñarle! No hay infierno como en el que creen los cristianos, y tampoco hay un demonio personal que goce con las torturas. ¡No puedo contestar a las dulces cosas que me escribes acerca de tu fe, lo único que te puedo decir es que no se ha hecho para el indio! Si te dijera el porqué, te podría molestar. Estas ideas tuyas son heredadas, como son las ideas de mis hopis. Tú no las has hallado. No fueron revelaciones personales que te hicieron a ti; si las aceptas tranquilamente es debido a la aprobación de muchas personas buenas y admirables, cuya opinión no vas a poner en duda. Pero si consideras la verdadera esencia de esta creencia interior tuya -despojada de toda ceremonia con la que la hayas vestido-, si la apartas del tabernáculo hecho por la mano de los hombres y la pones en cielo abierto, y la llevas contigo junto a la flor de la pradera, junto a la roca del desierto, junto al pino o la palmera en el bosque expresiones del Espíritu Viviente de las cosas que crecen-, o si te encierras a solas con ella en los Lugares Silenciosos, encontrarás, de acuerdo con el espíritu que hay en ti, cuánto y ala vez qué poco cuenta la forma convencional para encontrarte con Dios en tu interior. Cada vida debe hallar su propia revelación de la religión, así como cada vida tiene que hallar su propia revelación del amor. Algunas vidas nunca lo encuentran. Viven una especie de existencia a media luz; ¡y aquellos que viven a media luz no saben nada del poder del Sol! Retroceden ante él, se enmascaran ante su resplandor y en cambio encienden las pequeñas velas de la forma convencional religiosa, que otros han determinado. Encienden otras velas cuyo resplandor ilumina cuidadosamente sus ordenados afectos. ¡Ellos leen en libros lo que debe ser la religión y lo que debe ser el amor -teorías del amor escritas por otro hombre! ¡Y después de leer esto piensan cómo deben vivir y así es como viven!
El indio no tiene Libro del Amor, sólo el Libro de la Naturaleza. No necesita el resplandor de la vela para leerlo. La Divina Llama, cuando llega, trae consigo la luz de la revelación individual. Ésa es la verdad de todas las religiones vitales. El apache que sube solo a las alturas y concentra su ser en el pensamiento de las visiones de los Poderes del Aire, está muy próximo a la línea del pensamiento que siguieron los Profetas aceptados por tu propia fe. Pero el indio no tiene lenguaje escrito que recuerde las visiones o profecías de la Montaña. Esta religión del indio no puede atraerte, toda tu educación y toda tu herencia están en contra. ¡Pero tampoco la religión de tus misioneros atrae a mi pueblo, sino que lo desmoraliza cuando éste pretende -por prudencia hacia el Gobierno y el misionerocreer lo que no cree! ¡Y ésa es la verdadera infidelidad hacia la propia alma! Los hopis son acomodaticios, se adaptan bien y son imitativos en la superficie. Pero cuando mueren son intrépidos paganos y caminan hacia los huertos y los campos de maíz del Mundo Subterráneo, donde el sol y las estrellas y la luna se hunden cuando traspasan la línea del horizonte del Oeste. Los hopis saben que los campos de maíz del Mundo Subterráneo tienen sol medio día y que luego vienen las estrellas y la luna. El misionero podrá hablar de la Trinidad y del Cielo en el empíreo, y de un Dios que murió por ellos, pero el Dios que desean los hopis es un Dios que responde a las oraciones con la música de la flauta, y que hace crecer el maíz. ¿Crees que esto es demasiado material? Sin embargo, la oración de los hopis no lo es; es ante todo para pedir bellos y buenos pensamientos, para ir al encuentro del Pensamiento de los Dioses. Las oraciones para pedir cosas materiales no son ni siquiera egoístas, porque piden por el bien general. ¡Sólo un hechicero podría rezar a los dioses con un mal deseo en el corazón! Señora de la Luna Nueva, no me gusta escribir cosas que parecen querer polemizar contigo. Sólo quiero mostrarte que mi vida no será lo bastante larga para cambiar ni un ápice de esta religión heredada, y no veo ninguna que sea superior, que sea mejor para el indio.
En la Kiva.
Querida Señora de la Luna Nueva: ¡Ya he encontrado a quién me cuidaba en los días de mi enfermedad! Me has preguntado acerca de las jóvenes y de las mujeres de aquí. Voy a tratar de contarte algo de esta joven. Es muy extraño. Salí de la Kiva y, como había olvidado el cayado en el que me apoyaba cuando quedé tan débil, volví, y entonces vi a alguien que descendía por la escalera. Permanecí quieto en un rincón del viejo muro y, poco después, subió rápidamente de la Kiva una joven que miró hacia atrás temerosa, llevando una jarra de agua vacía, y que por poco se desmaya cuando me planté ante ella y extendí la mano para detenerla. Temblaba de tal modo que cogí la jarra de agua para que no se cayera y se rompiese, y entonces sus ojos se llenaron de lágrimas y vi que estaba asustada. Tomé su mano, me senté en el viejo muro y traté de que ella se sentase, pero ella se soltó de mí y se sentó en el suelo un poco apartada. Era muy bella. -¿Así que eras tú? -le dije. Ella inclinó la cabeza y enrojeció su rostro, y luego se puso casi blanca. Significa mucho para una joven hopi ir a una casa donde vive un hombre solo. ¡Es contrario a sus tradiciones, y ella lo sabía... y yo lo sabía! -He sido yo, y Basa, mi hermano pequeño -dijo, por fin. Entonces recordé el semblante del niño que había visto, y después de muchas preguntas, ella me contó todo. Era una pastora que guardaba los rebaños porque sus hermanos eran demasiado pequeños para ir solos. Su padre ya no estaba en la tierra. Tenían dos burros y vivían cerca de la puerta de Te-hua. Cuando llevaron las ovejas al manantial oyeron mis gemidos bajo tierra. Algunos pastores los habían oído y habían huido. Se decía que los fantasmas habitaban en aquella vieja ruina. Pero ella me vio dormido un día junto al muro de la kiva, y recordó, y agarrando de la mano a su hermano, no le dejó irse y fueron siguiendo la voz hasta que me encontraron, y eso fue todo. Ella temía que el Jefe le prohibiese venir a la kiva, así es que amenazó a su hermano para que no lo dijera. Había oído que Walpi estaba enfadada conmigo. -Y tú, ¿no tenías miedo de que Walpi se enfadara contigo? -le pregunté, sonriéndole. Pero ella no sonrió, parecía estar muy azarada, e inclinó la cabeza. -Walpi enfadada puede ser terrible -dijo, señalando las numerosas líneas de muros y fundamentos de piedra que nos rodeaban, señales de una ciudad más grande que la que ahora hay en el desierto. -Esto era Si-kyat-ki, un lugar magnífico y rico en otros tiempos. Entonces Walpi se enfadó y los hombres descendieron de los riscos un día horrible y mataron a todos menos a las jóvenes a las que se llevaron consigo. ¡No hay que hacer enfadar a Walpi! Hablaba como si tuviera un presentimiento; ciertamente quería ser buena. -¿Cuál es tu nombre, joven doncella de Te-hua? Y pronunció un nombre incongruente, que te hará sonreír: -Geraldine. -Me refiero a tu verdadero nombre, al otro antes de que los misioneros te viesen, el nombre que Te-hua te dio.
Cogió un puñado de arena y la dejó caer lentamente sobre las piedras que había a su lado: -¡Yo soy esto -dijo- Tú-wa-ni-ne-ma, la arena del desierto! Le pregunté si siempre había sido pastora, y al oír esto se echó a llorar y dijo: -No. La habían llevado a la escuela pública del Gobierno y le habían hecho aprender a leer y a escribir, y su madre había muerto mientras ella estaba fuera, y su padre había muerto antes de esto, y ellos sólo tenían las ovejas y dos burros, y eran dos hermanos pequeños. Si no hubiera malgastado el tiempo en las escuelas, habría aprendido a dar forma a la cerámica y a dibujar en ella los símbolos de la vieja fe con el cepillo de fibra de yuca, y algún día hubiera podido hacer una obra fina como la de Nam-payo, pero todos aquellos años se habían perdido en las escuelas y ahora ella sería vieja antes de que sus hermanos pudieran guardar el ganado y sembrar el grano. ¡Y sólo parecía tener diecisiete años! Y ésta, querida señora, es la pequeña tragedia de una joven india que la escuela ha incapacitado para el único arte que anhelaba. Ha tratado de mitigar su anhelo, pero se ha hecho mayor su amargura. ¡Ella, ahora, es más agresivamente india que si nunca hubiera leído una página escrita! Traje de la tierra de los navajos un brazalete de plata en forma de serpiente, con un dibujo muy antiguo. Cuando se olvidó de ser una amable Te-hua y levantó la cabeza y habló de las escuelas, y de los años perdidos en el modo de vida de los hombres blancos, daba la impresión de que el brazalete de serpiente le iría muy bien a su brazo. Le dije que esperase y se lo traje. -Lleva esto por mí, hermanita -le dije-, y recuerda, siempre que lo mires, que estoy dispuesto a ayudarte, y a ayudar a tus hermanos. Se levantó y me dejó que se lo pusiera en el brazo. No sonrió ante el regalo, como lo hacen las jóvenes hopis. -¡Lo recordaré cuando seas Jefe, oh Sé-kyâl-êts-téwa! Y lo llevaré en el brazo cuando me cubran de arena bajo la mesa. Luego se marchó. Su entonación, su forma de andar y sus ideas son tan indias, que es una delicia. Muchas de las jóvenes recién llegadas de las escuelas creen que deben esforzarse para ser como los blancos. Ella se opone totalmente. Largas líneas de lluvia caen sobre la tierra mientras te escribo. Y después de la lluvia tenemos atardeceres tan bellos que uno desea no perderse ni un ápice de esta hermosura. Por ellos echo de menos las alturas de la mesa; pero valdrá la pena subir a ellas cuando sea capaz de hacerlo. Hoy quería ir, pero el día está acabándose. Cierro los ojos y veo el resplandor de la luz rosada que ilumina las blancas conchas del santuario, pero sólo mis pensamientos van hacia allá -yo no puedo ir.
La Kiva. El Tiempo del Florecimiento de las Cosas del Desierto.
Doncella de la Tierra Lejana: Tal vez tienes razón. Pero, ¿de qué sirve ver ahora que yo hubiera podido ser más feliz sin los libros del hombre blanco? Ahora han pasado demasiados años -años perdidos- y mi única compensación es un solo recuerdo de dulzura. Sí, no sólo estaba contento. Creía que mi felicidad era completa. Walpi para mí era la reina del mundo y aún ahora no hay nada más hermoso para mí que sus viejos muros elevándose contra el cielo, tal como se ven desde la duna de arena. ¡El amanecer y el atardecer, vistos desde la mesa, son una revelación de la belleza, nueva cada día! Es motivo de alegría recordar que, incluso cuando era niño, sentía el resplandor de todo esto. ¡No hubiera podido expresarlo en palabras, ni siquiera la música puede expresarlo para mí! Pero aquel reconocimiento infantil me ayuda a comprender ahora a mi pueblo. No se dicen uno a otro: «¡Qué hermoso es!», pero lucharían hasta morir si trataran de llevarles lejos de sus tierras y de sus campos de maíz. Los misioneros no entienden el amor hacia la belleza que existe en el corazón del indio. Tampoco «Washington». Si lo entendiesen no habrían puesto las horribles casas cuadradas con tejado de plancha de hierro en este maravilloso desierto. ¡Son espantosamente incongruentes! Los indios siempre han seleccionado las mejores formas y el mejor material para construir en esta tierra. ¡Su instinto artístico en este sentido es perfecto, ningún arquitecto blanco en tres siglos ha podido superarlo! La pequeña pastora viene con su hermano algunas veces. Le hablé del mensaje que enviaste y tu ofrecimiento. Se quedó en silencio pensativa durante largo rato. Luego dijo: -¡No! Antes de irse me preguntó cómo era esa señora que deseaba ser tan buena. Entonces me di cuenta de que era muy difícil describirte a alguien que no te había visto, no es posible decir en palabras la luz de tus ojos o el encanto de tu sonrisa. Sólo pude decirle cuan hermosa eras y que tu pelo de seda de maíz era como el de un niño pequeño. Ella, entonces, dijo: -¡Talapsha, Talapsha! -que es la palabra para la seda del maíz, y se marchó. Cuando se fue recordé la seda del maíz de mi almohada, cuando salí de la enfermedad. Es una extraña joven. Su tarea es la tarea de un muchacho y por eso es diferente de las gentiles jóvenes hopis. No te da las gracias por lo que le ofreciste, pero yo te lo agradezco, porque fue una oferta a mi amiga, y este pensamiento me es muy caro. Cuando estuve en la tierra de los navajos encontré un trozo de aquel antiguo coral delicado y rosa, del que ya queda poco en posesión de los indios. Un coral como éste llegó con los primeros castellanos: lo trajeron como valiosos regalos para los Emperadores indios de Quivira, que pensaban encontrar en el desierto. Lo he cortado en medias lunitas y lo he puesto en un anillo de plata; los indios llaman a la plata el «Metal de la Luna», es más preciado por ellos que el metal amarillo que tanto valoran los hermanos blancos -¡y las hermanas! A causa de lo sagrado que es, te lo envío, con la esperanza de que algún día algún día a la orilla del mar, tal vez- lo pongas en una de tus hermosas manos. ¿No tendrás nada en contra del símbolo que hay junto a las lunas de coral? El
que ha hecho el anillo sabe ¡oh señora Talapsha! que tú estás tan lejos de él como el coral en las profundidades del mar o la luna en el cielo. Y él coloca en el anillo el signo de los Espíritus del Aire para mostrarte lo bien que lo conoce; y cuando el pequeño círculo de plata te llegue, vivirá en su mente sólo como parte de un sueño. ¡Sólo Hoetska, el pequeño pájaro gris del desierto, y el indio en una antigua kiva, saben lo que fue ese Sueño!
Venerada Señora: ¿Fue motivo de reproche el pequeño anillo, cuyo valor en dinero apenas serviría para comprar uno de los pañuelos de tejido sutil que siempre estabas perdiendo y que un exiliado indio siempre encontraba y te traía? Y tú crees que es tu deber decirme, oh sabia doncella Talapsha, que hay un hombre -que es mi compañero de colegio- que podría no entenderlo, y que dentro de un año los dos... Dentro de un año quizás no podré enviarte un regalo de boda. ¡Guarda el anillo del pequeño indio para aquel día, o si el pensamiento que hay en él te ofende, arrójalo al mar, cerca de las dunas de arena y los pinos! ¡Aunque llevara mil años muerto, sé que me dolería el que otra mano lo tocase!
En la Luna Nueva del Maíz.
Amada Señora: Escribo así porque las palabras escritas nunca las verán tus ojos: ¡ninguna palabra mía escrita te volverá a asustar o a ofender! ¡Esta decisión, por extraño modo, ha derrumbado la barrera que había entre nosotros! Me atrevo ahora a expresarte mis pensamientos como no me atreví en aquellos días en que esperaba tus cartas y necesitaba recordar que mis respuestas no debían ser demasiado indias, a menos de buscar mi propia condenación. Y eso es lo que he hecho ahora. Y los Dioses me han castigado. Pero ¡doncella Talapsha! ¡no podías imaginar lo que hacías cuando, en tu dulce bondad, llenabas el silencio de un año doliente y vacío! ¡Las cartas que te escribo son el lazo más fuerte que me mantiene unido a la vida y no puedo prescindir de ellas! ¡Todas las cosas bellas que vi durante las noches y los días en el desierto, las vi por los dos; y el gozo de verlo por ti es mucho más del doble, mucho más de lo que puedan decir las palabras! ¡Mientras viva, siempre tendré la sensación de que estoy viendo todo por ti, y que lo recuerdo por ti! Los poemas, quizá, te dirán lo que significa para mí, porque los poemas se cantan en el corazón. Sólo las palabras de la música podrían sugerir lo que tu música me reveló a mí. Y ¡oh Doncella de la Luna Nueva!, ¡sólo tú y yo, y nadie más del mundo, sabremos el significado de los poemas, y cómo fueron germinando en el corazón de un soñador indio! Nadie sabrá nunca quién era la Doncella del Maíz, o quién era la Señora de la Luna Nueva. ¡Y todos estos amados, secretos y poéticos días y noches permanecerán entre nosotros, así como los amaneceres y los atardeceres y la luz de las estrellas en la mesa donde la escalera de piedra conduce al santuario! Después de que aparecen las estrellas, las mujeres ya no suben las escaleras hacia el estanque que está entre las rocas para llenar sus cántaros de agua, y un gran silencio se extiende por las alturas. Y se tiene la sensación de estar aparte y por encima del mundo de la gente, y a veces incluso por encima de uno mismo. ¡Y éste es uno de los muchos lugares consagrados a pensar en ti! Vamos a ir allí juntos tú y yo ahora, tranquilamente, uno al lado del otro, y tu amada proximidad me dará tal alegría que no se necesitarán palabras, ni siquiera unir nuestras manos; ¡el contacto podría ahuyentar el sueño!
La Kiva. En la Luna del Amor del Sueño.
Señora de mis Sueños. Ayer muy temprano cabalgué hasta Shu-pau-lo-vi. Después de hablar con el Jefe, subí a la colina que hay al final de la mesa donde está la ciudad muerta de Teh-belHaf-Kaquia, y esperé para ver la puesta del sol en Walpi, a siete millas en la llanura. Una niebla purpúrea se cernía sobre las mesas lejanas, y la raya maravillosa del bronce del desierto estaba iluminada por un resplandor rosa. Las sombras de las mesas se alargaban sobre la llanura y parecían caminar. Por encima de todo se cernía un cielo de concha marina y al Oeste, detrás de Shu-pau-lo-vi, construida en la roca y colgada del barranco, nubes dispersas se tendían como una bandada de águilas grises, cuyas alas extendidas y sombrías estaban bordeadas de oro granate. Luego, de pronto, una capa gris y púrpura cayó sobre el rosa de la mesa, y el mundo de color se apagó y desde la cumbre de la ciudad muerta la estrella -nuestra estrella- se vio en el turquesa, sobre el gran peñasco del Oeste. Todo el esplendor, todo excepto el brillo plateado de aquella estrella, se apagó, y lejos se veían las frías sombras de la noche, en las que podía percibirse la llegada del invierno. Luego, después de perdida toda esperanza de calor, apareció como una bendición final de color una luminosidad rosa sobre el turquesa, y la estrella de pronto se hizo de oro en vez de plata, y la armonía de todo le hacía a uno contener la respiración e instintivamente alargar la mano hacia la lejana -y quizá desconocidaalma, que podría compartirlo todo con el mismo sentimiento. Esta última línea parece una herejía, ¡oh Señora de mis Sueños!, porque los Espíritus Indios del Aire que están escuchando te han traído tan cerca de mí que todos los latidos de mi corazón son de gratitud, pues tu proximidad es tan dulce que casi causa dolor. ¡Pero hay momentos trágicos en que intento llamarte y no me contestas! Yo sé que te acercarás de nuevo, que dentro de poco estarás aquí, ¡oh Hoetska! y que me susurrarás la música de nuestras canciones. Pero ese temor salvaje y momentáneo de perderte se apodera de mí -y no me atrevo a pensar dónde puedes estar, ni siquiera en ese momento perdido. Pero tú estabas conmigo en aquel paseo de Shu-pau-lo-vi. ¡Estabas tan próxima a mí que lo escribí para mí solo, y si los momentos solitarios vuelven, podré mirar a la página escrita y aquella maravillosa noche volverá a repetirse! Y mientras recuerdo su dulzura ¡oh Doncella de Cabellos de Seda de Maíz! volverás a deslizarte a mi lado junto al viejo muro de la kiva. Era una noche de dulces sensaciones. La luna era joven -crecida lo justo para proyectar nuestras sombras juntas sobre los arbustos de salvia y sobre la arena. La fragancia de las cosas nocturnas llegaba hasta nosotros y las aspirábamos juntos, y silenciosamente gozosos cabalgábamos a través de los campos de maíz como dos navajos invasores bajo la luna. Mi caballo se impacientaba por las muchas veces que yo le detenía para contemplar la maravillosa estrella que desaparecía cerca de las terrazas de Shu-pau-lovi, ¡pero yo sabía que tú deseabas seguir mirando toda aquella belleza! Cuando empezamos a ascender desde lo hondo, por el lado del río que da a Walpi, la estrella parecía permanecer tanto tiempo en el borde de los tejados que uno no podía dejar de recordar al dios errante Te-hua, Poseyamo, que hace siglos se dirigió a
las tierras del Sur y que con seguridad volverá, y para el cual se han encendido hogueras de señales desde hace siglos para iluminarle cuando regrese a la tierra de sus fieles. ¡El resplandor de la estrella en el muro de Shu-pau-lo-vi tenía la suficiente hermosura para atraer de nuevo a los dioses, si hubieran podido verlo! ¡Esta belleza conmovió tanto mi corazón que me dolió! Una vez casi te pedí que te acercaras, que me dejaras atraer junto a mí tu amada cabeza de Cabellos de Seda de Maíz, tan cerca de mí que la dulce pena -¡tan aguda, tan aguda!- se convirtiera en un cuchillo que atravesara la barrera de la carne y dejara libre el espíritu para que se uniera aún más absolutamente con el tuyo. Pues yo sé, ¡oh Doncella mía de la Luna! que si sólo por una vez tu amada cabeza se apoyase voluntariamente sobre mi pecho, o tus labios ¡tus amados y hermosos labios! me tocasen, ¡moriría de felicidad! ¡Y estoy muñéndome! ¡Por fin lo he escrito! Hoetska, nuestro gris pájaro nocturno pronto cantará solitario en la oscuridad y no habrá nadie que te recuerde su canto. ¡Le oirás sólo a través de los versos que te envío, será mi regalo de boda! No he escrito esto antes, ni siquiera me lo he susurrado a mí mismo. Pero tenía que haberlo sabido desde hace mucho. Por diversos caminos he contemplado la belleza de la Vida de la Tierra con mirada de despedida. En los bosques de los navajos causaba gran dolor pensar en el adiós. Dormí allí con la fragancia de los pinos rodeándome; y ¡oh Doncella Talapsha! todavía las barreras del pensamiento estaban entre nosotros. ¡El viento a través de los árboles sonaba como el murmullo y los lamentos del mar del Este, y la vida antigua estaba tan próxima, tan próxima! ¡Durante las horas de vigilia se puede poner a una Señora de la Luna Nueva en un altar y arrodillarse ante ella; pero en las horas de reposo, vienen los sueños, los sueños! ¡Y cuando hay que decir adiós en los caminos, y adiós a todos los atardeceres del cielo de la Tierra, entonces, a veces, la sangre se rebela! ¡El deseo agudo de vida, el cálido abrazo de la vida humana, es tan intenso! Nos aferramos a él, pensamos en él, mientras mantenemos la vista en la oscura columna del camino donde está escrito: «¡Hasta aquí la vida te acompaña, no más allá!». La vida me ha acompañado muchos días más gracias a tus cartas de la primavera y el verano, y ahora las vuelvo a leer. Ha sido para que pudiera vivir en esta Luna del Maíz y para que las barreras cayeran, y para que pudiera verte en sueños y atraerte a mi lado, para ir conmigo por los adioses de los caminos de la tierra. Cuando la Luna Nueva vino esta vez, en un cielo rosa, ¡oh Talapsha!, y nuestra estrella estaba a su lado en su dulce belleza, ¡supe que sería nuestra Luna de Amor (Halye-Mu-yo-wuu) -la primera y la última! Y esto es Lolomi.
El Hogan del Melocotonero. En la Luna del Amor.
Talapsha-mána: Un pájaro canta al amanecer y el resplandor veteado de oro carmesí brilla en el horizonte del Este. El fuerte azul de la lejana mesa se destaca, todavía oscuro e informe en el nuevo día, y sólo cerca de uno de los arbustos florecientes, la salvia y las dunas de arena reflejan la luz dorada. La mesa gris del Santuario del Sol se ha vuelto rosa al beso del Dios que despierta en el nuevo día. Los atardeceres son tan hermosos que su belleza hace daño, pero yo siempre espero el amanecer. ¡Es tan bueno verlo salir cada vez de la oscuridad! Cuando sabemos que la gran Oscuridad se acerca, crecemos como un niño en las horas de las largas noches, y el amanecer es como el resplandor de una promesa. Éste es el primer escrito desde el Hogan del Melocotonero, aunque tú nunca has estado fuera de mi corazón, ni un momento siquiera. Hace dos días, cuando la tierra temblaba y rugía y los muros de la Kiva se movían y se hundían y las grandes rocas se hendían en la base de la mesa, el pensar en ti era lo más próximo de toda la Vida. No tenía la sensación de que iba a despedirme de ti. Tenía la intensa sensación de que la Diosa del Sueño de la Muerte había venido a liberarme para que pudiera caminar siempre a tu lado sin ser visto, y este pensamiento era indeciblemente dulce. El Dios del Cielo sabe que si yo hubiera escrito con palabras la oración de mi corazón, sería por esto. ¿Me envió Él este pensamiento cuando vino el temblor de la tierra, para que me sintiese feliz al Final del Camino? El pensamiento, y la visión de la promesa que produce este pensamiento, me da una trémula alegría difícil de expresar en palabras, y mi corazón se estremece porque esto puede significar: ¡siempre! Tú-wa-ni-ne-ma viene y tiene un aire oscuro y triste en este Hogan del Melocotonero junto a la duna de arena. Ella hoy está aquí y es muy buena. Me gustaría, a veces, que no se sentara aquí mirando la pluma y el papel cuando escribo. ¡Pero ella no puede saber que aquí a mi lado está la invisible y amada Doncella de la Luna Nueva, a la que mi anhelo mantiene cerca! ¡Y no puede saber que mi corazón es un santuario en el que hay silencio, y que mi único Sueño está en ese santuario! Incluso la voz de la gente me irrita estos días cuando se ponen a hablarme del terremoto, porque yo estuve más próximo a él que los demás. Yo sé que muchos vienen imbuidos de lo que piensa el Jefe; y éste está seguro de que fue el Dios del Mundo Subterráneo el que hizo temblar la tierra para expulsarme de la ciudad muerta donde los Espíritus de los Hechiceros han vagado tranquilos a través de los siglos. Mi nuevo hogan -pero para ti, ¡oh mi Sueño Adorado! esto no significa nada. Te quiero tener tan cerca, aquí al aire libre, que puedo explicarte todo, detalladamente: ¡te hace estar más cerca! Hogan en navajo es vivienda. Vivimos a muy poca distancia de estos gallardos incursores indios; entre su tribu y la mía siempre ha habido enemistad por los campos de maíz y por los rebaños, y nos prestamos muchas palabras los unos a los otros. ¡No hacen falta paredes ni tejados para un hogan! Esta palabra sólo significa el lugar donde uno vive, aunque sólo sea un lugar donde duerme por la noche. Uno ve un círculo de arbustos de salvia en pleno desierto, un círculo minúsculo cubierto con una
manta, y debajo está durmiendo algún caminante piel roja. Éste es su hogan. En tu lengua decís: «El hogar está allí donde está el corazón», pero mi corazón no se atreve a ir a su hogar... ¡todavía no! Sólo puedo traer a este nuevo hogar al Sueño en el que el corazón se centra. Desde la sombra de mi melocotonero, puedo descansar sobre la manta y contemplar Hua-lo, la gran grieta en la roca, donde está el santuario del Sol. La pequeña forja está aquí a mi lado; he tratado dos veces de trabajar, pero no es fácil. Quería hacer un brazalete que estuviera a juego con el anillo. Si te llegara con los poemas, y yo ya no viviera, sin duda no te dolería. ¡Cómo se agarra uno a la vida! Abandonar la obra y guardar las herramientas significa que la vida está acabada; así, pensando en ti -y en lo bello que lo haría para titrato de superar mi debilidad. Una hoja cae en mi mano mientras escribo; ¡es como si tú me tocaras! Estás muy próxima en ese lado de la manta donde está mi mano. ¡Descanso algunas veces y cierro los ojos y extiendo la mano, y cuando descansa en la arena siento la tuya debajo, delgada y fría y blanca! Cuando estaba más fuerte, no me permitía soñar que te tocaba, pero ahora... Estás más cerca ahora que en la kiva, ¡oh Doncella Talapsha!, no más amable, pero como si no estuvieras tan temerosa. ¡Estas viejas paredes atemorizaban a otros! Me pregunto si los mil años de pensamiento indio en estas sombras ayudaron a crear una barrera. Nunca pude imaginarme que descendieras entre las sombras de la kiva conmigo. Cuando estuve enfermo recuerdo que una vez me desperté llamándote. ¡Pero al aire libre no había barrera alguna ni siquiera allí! Cuando salía fuera y me sentaba bajo las estrellas durante la noche, tú te deslizabas silenciosamente y te sentabas a mi lado junto al viejo muro. ¡Oh, Doncella de mis Sueños! ¡Qué feliz soy de estar aquí dando vista al santuario! No imaginaba todo lo que suponía para mí hasta que me llevaron donde pedí que me llevaran, y cuando así lo hicieron y me dejaron aquí en la sombra, miré a la mesa y luego me cubrí la cara con la manta. Pensaron que dormía, pero es que temía que vieran las lágrimas que había en los ojos de tu indio. La primera vez que me escribiste fue durante la Luna del Melocotonero Floreciente. ¡Oh, señora mía, del cántico del pájaro de la noche!... y ahora los melocotones están maduros en la Luna del Amor y del Sueño. Las mujeres y los niños los secan en las rocas al sol, y se los llevan en cestos y grandes cuencos a sus casas en la mesa. Tú-wa-ni-ne-ma todavía está sentada a la sombra de las grandes rocas y contempla todo. No seca melocotones y su hermano va a conducir el rebaño. Le digo que no va a tener melocotones para el invierno, y que lo sentirá, pero su aspecto es el de una niña enfadada y me pregunta si es que yo no quiero que esté allí. ¡No puedo decirle que «no» porque ella es para mí como una joven madrepájaro, y al mismo tiempo es como un camarada que trata de ser maestro! No le gusta nada que escriba aquí. Está segura de que esto me cansa. ¡Oh, Wanima, arena del desierto! Eres una mujer, y sabia, pero ni siquiera tú te das cuenta de que sólo gracias a las cartas y a los poemas y a los sueños, me mantengo con vida!
¡Es posible que reciba una carta tuya más, es posible! He sentido esta esperanza cuando estaba bajo el árbol del melocotonero, y esto es otro lazo de unión con el mundo en que vives ¡oh Cantora de mis Cantos! ¡Si me escribieras sólo una línea diciendo que vas a llevar el anillo! ¡Qué débil puede quedarse un hombre en pocos días y noches! ¡No quiero discutir contigo, amada mía, mira: voy a tachar con la pluma esta línea y será como si no la hubiera escrito! ¡Debo ir a las alturas y al santuario de nuestras conchas, una vez más! Tú-wa-ni-ne-ma está triste y tiene miedo cuando hablo de eso. Dice que el camino es muy escarpado y muy largo para mí. Pero, una vez allí, podría descansar todo el día, y podría cabalgar hasta los escalones de piedra de Walpi, y luego, cuando brillara nuestra estrella, podría cabalgar de nuevo desde el Santuario hasta nuestro hogan del árbol del melocotonero, ¡contigo a mi lado, siempre a mi lado! ¡Sueño con maravillosas cabalgatas que podríamos hacer juntos, si pudiera librarme de esta debilidad! Yendo hacia el Norte, por el valle situado entre las dos mesas, puede verse un largo sendero hasta que el velo de la niebla de la distancia oculta el final. Allí hay un risco donde la luz del atardecer parece detenerse más tiempo; siempre me ha gustado mucho. Más allá, subiendo por ese valle -a una mirada y media de distancia- hay un maravilloso cañón de misterio por el que podríamos caminar semanas enteras como en un mundo propio. El antiguo pueblo de otros tiempos vivió allí y los navajos ahora poseen esta tierra igual que mi pueblo poseyó la tierra de estas ciudades muertas del desierto. Caminaríamos solos entre las sombras de las paredes donde resuenan los ecos; y nuestra vida sería una vida de sueño en los silenciosos lugares. ¡Un Adán indio, y -no- ninguna Eva! ¿No había una Lilith que apareció primero en la vieja mitología? ¡Tú serías Lilith, una Lilith dormida! ¡Juntos descubriríamos el secreto del fuego; caminaríamos con los dioses y oiríamos sus voces en el eco de los cañones y en el murmullo de los vientos! ¡Contemplaríamos la Estrella de la Mañana que surge del Mundo Subterráneo, y la Estrella de la Noche rasgando el azul! Tu lecho sería el más suave y el más cálido, y bajo la almohada donde se pondría tu amada cabeza habría siempre una fragancia que te hablara de mí durante la noche. ¡En el desierto serían las ramas de salvia, y en los bosques serían las agujas de pino, tan suaves y fragantes como son! Y en una mesa, consagrada al pensamiento de ti, estaría la fragancia más dulce, la Hernava, con su delicioso olor y su menuda rosa de oro. Y algunas veces, quizá, habría tormentas en nuestro Edén, y entonces -¡qué dulce pensamiento!- me acercaría a ti para protegerte. Y siempre, bajo el resplandor de las estrellas, o bajo las furias de la tormenta, yo sería tu centinela. ¡Oh, mi Doncella de la Luna! ¿En qué vida cabalgaremos juntos hacia aquellos lugares donde te llevo hoy en mis sueños?
En el Santuario del Sol de la Mesa
Señora mía de la Luna Nueva: Azul y gris, con el escalofrío del blanco amanecer, y luego cabalgar sendero arriba, más allá del manantial donde florece la teva verde que cuelga desde la ribera como una cortina. Junto a los escalones que descienden hacia el agua, y en las rocas guardianas de lo alto, están los bastones de plumas de oración, que traen el recuerdo de la fe india. Dejamos atrás huertos de melocotoneros con sus sombras frías, y cabalgamos tú y yo, amada mía, lentamente a lo largo de la línea de escalones de piedra, por el sendero por el que van las mujeres invariablemente, día tras día, llevando los cántaros de agua. Vamos hacia arriba, donde empiezan las rocas y las flores del desierto se apiñan entre la arena. Luego el resplandor del amanecer amarillo va en aumento, y el desierto se extiende allá abajo, dorado y verde en la luz de la mañana cercana, pero azul oscuro donde las sombras de las mesas lejanas se extienden al pie de los riscos. Después de ahuyentar los fríos colores del amanecer, aparece como una bendición un toque de oro en el portal de Hua-lo y en los escalones cercanos al Santuario del Sol. Luego el mismo Santuario refleja todo el resplandor y toda la faz oriental de la mesa se inunda de un chorro de esplendor. Los muros de piedra gris de las murallas apaches y los recuerdos de batallas se transfiguran, ya que no queda nada gris, sólo un profundo color rosa de indescriptible armonía. Desde el portal uno contempla, allá lejos en el oeste, las frescas y puras sombras del amanecer intacto, retenidas allí por los empinados riscos, y en un tejado de Te-hua un heraldo aparece y llama al pueblo. Los rayos dorados del sol naciente alcanzan su manta carmesí y llega un momento en que la figura parece una llama contra el cielo. Yo permanezco tendido en mi manta y apuro toda esta belleza, y lo apunto en este papel para los días en que no pueda cabalgar hasta aquí. ¡Leeremos esto bajo el melocotonero y volveremos a vivirlo de nuevo juntos! Contemplo los escalones que conducen a mi sagrada y solitaria mesa. No puedo cabalgar hasta allí; sólo van mis pensamientos. ¡Le decimos adiós, oh Cantora de mis Canciones!
Atardecer en el Santuario.
¡Hemos dicho adiós a Walpi, aunque a Walpi no le importa ningún ser humano ni sus aflicciones! ¡Estaba magnífica frente al resplandor opalino que inundaba las Montañas Sagradas esta tarde! ¡Y temblorosa apareció nuestra estrella, con su solitario resplandor! Un niñito me dio un ramillete de flores de mariposa, una primavera blanca de la arena, que es muy blanca y delicada. Me recuerda a ti y la llevo conmigo para el Santuario del portal, y allí espero, protegido de la brisa por una gran roca, contemplando la puesta de sol. Un suavísimo resplandor dorado se extiende sobre la mesa, porque el sol ya ha desaparecido de la vista. Ahora el cielo tiene un color amarillo pálido, y verde pálido, con líneas de nubes rojas y doradas en lo más bajo del horizonte, donde se junta con una oscura extensión de la mesa. ¡Entre la lejana mesa del Oeste y la altura donde estoy todo está en sombra, una sombra oscura! Sólo mirando detenidamente pueden verse los campos de maíz y de melones de la gente de los riscos, o la luz tenue que se refleja en los charcos donde permanece la lluvia de anoche. Walpi y Mishongavi están una frente a otra sobre los riscos, como dos grandes fuertes, cada una con su pueblo a la espalda, para poder retirarse en tiempo de batalla. ¡Con esta luz ofrecen una imagen inolvidable, y detrás de ellas están las Montañas Sagradas coronadas de oro, la última señal de un día que muere! Algunos «bahannas» han venido por la carretera y se han detenido ante el Santuario. Un bahanna es un forastero blanco. Incluso tú ¡oh Doncella de la Seda del Maíz!, que eres Lolomi, que significa todo lo bueno, toda la bendición y toda la dulzura que la lengua hopi, o cuaquier otra lengua, puede concentrar en una palabra, incluso tú, serías bahanna en mi tierra, ¡para todos, excepto para mí! Puedo verlos desde aquí donde estoy tumbado. Son una joven y un hombre. La voz de la muchacha es muy dulce, muchos de los bahannas hieren los oídos con sus voces. Están hablando de un anillo que ella lleva, ¡oh Señora de la Luna Nueva! ¡Si me hubieras mirado alguna vez como ella le mira a él! Estás tan cerca de mí y ¿no puedes ver, no puedes sentir lo que eso habría significado para un hombre? El hombre besa el anillo y la mano, y habla de una casa de los terraplenes donde compró el anillo para ella, donde los nativos entraron sonrientes a mirarla. ¡Parece como si no hubiesen estado allí! -dijo la joven, y retuvo la mano del hombre durante un momento entre las suyas contra su pecho-. Hasta tu silencio pareció hablar. Si te hubieras ido y nunca hubieras hablado, yo me habría dado cuenta por tu silencio de que te importaba. -Naturalmente que me importaba -dijo el hombre acariciando su pelo y sonriéndole-. Estuve a punto de decirte todo ante la gente india, pero la pata hendida del misionero ha recorrido toda esta tierra y temí que alguien supiera inglés. Un pastor de cabras de Te-hua vino por el sendero del Oeste con su rebaño, y las manos del hombre y de la mujer se separaron y permanecieron sentados en silencio mientras caía la oscuridad. -Me parece que nos están esperando -dijo, por fin, el hombre. La joven se levantó y miró lentamente a la mesa y a la llanura y luego al risco y a los escalones y a Venus que brillaba por encima de la masa de la gran roca que se cernía sobre ellos.
-¡Adiós, Walpi! Nosotros dos no volveremos a ver juntos el fuerte de la mesa dijo-. Me gustaría saber el nombre indio de aquella gran estrella que está allá. ¡Parece como si sólo perteneciera a este lugar, y a nuestro santuario y a nuestras noches juntos! El hombre dijo: -Ven. -Y trató de llevársela del santuario-. Este viejo rincón pagano te ha hechizado. Te imagino plantando bastones de pluma de oración en este viejo montón de rocas. ¡Ven! Pero ella no fue. Permaneció mirando los bastones de plumas. Al lado de ellos estaban mis conchas, y el hombre se inclinó y cogió dos. -Aquí hay al fin un trozo de santuario que podemos llevarnos -dijo-. No puedo darte la estrella, ni siquiera su nombre indio, pero puedo darte esto, que puede haber sido una oración de algún pagano a su dios, y yo me quedaré con otro como recuerdo, ¡ven! Ella lo cogió y empezó a seguirle por el sendero, pero cuando el hombre desapareció detrás de las rocas, y yo me levanté de mi escondrijo, ¡la joven se acercó corriendo, en silencio, y conteniendo la respiración, camino arriba, derecho hacia el santuario! Tenía la concha blanca en la mano, se la llevó a los labios y luego se apoyó, respirando con dificultad, contra las rocas. -¡Para él, para él, para él! -musitó, y yo me di cuenta de que era una oración, pues su voz y sus ojos expresaban oraciones mudas. Ella se volvió para irse y casi chilló cuando me vio, y ambos permanecimos en silencio durante un momento, mirándonos a los ojos. Los suyos expresaban terror. Para ella yo sólo era un indio piel roja, sin siquiera el rastro habitual de las vestiduras de hombre blanco, y la asusté tanto que ni podía gritar, de modo que hablé. -El nombre de la estrella es Wugo-Sha-ho. Tienes razón, pertenece al Santuario. Yo llevaré tu oración al Sol al otro mundo. -¿Quién eres tú? -y no pudo decir más. -Yo soy Sé-té-wa, un indio de la mesa -dije, y para tranquilizarla le puse en la mano el ramillete de primaveras del desierto, pues en su rostro, cuando estaba ante el santuario con la oración expresada en sus ojos, había una mirada que pertenecía a los Lugares Sagrados y a las Conchas Blancas. Gracias al amor que expresaban sus ojos, me sentí menos solo. ¡Había un ser humano en este mundo desértico que comprendía el significado del santuario del portal! Ella parecía traerte aún más cerca de mí, ¡oh, Hoetska, pequeño cantor gris de la noche y de la luna del desierto! ¡Traté de oír tu nombre en el canto del pájaro, mientras nuestra Luna de Amor, dorada y clara, rodaba por el resplandeciente horizonte! Luego se transformó en un globo de plata, claro y frío, pero que, al igual que el primero, palpitaba ardiente, y las líneas verdes de los campos de maíz y el marrón grisáceo de la arena, todo se llenaba de su llama, y las alturas de Hu-Katwe y las ciudades enterradas parecían iluminadas por los fuegos de sus altares, apagados desde hace mucho tiempo. Y bajo su luz bajamos cabalgando silenciosamente por la carretera, en vez de por el sendero. Y de nuevo mi caballo se impacientaba al tener que detenerse bajo el muro de piedra para contemplar nuestra estrella tras el Santuario. ¡Era tan hermosa encuadrada en el portal, contra el cielo purpúreo, que aquella perfección era hasta dolorosa, tenía una belleza suprema, un pensamiento intraducibie! ¡Y la corona de aquel día perfecto desde el amanecer hasta que nuestra estrella se puso, había sido que tú estabas conmigo, no estuve solo ni un minuto! ¡Y así toda la belleza del cielo y de la llanura y de la mesa fue doble!
¡Nunca había sido todo tan perfecto! Esta noche eras realmente la Señora de la Luna del Amor, quieta y silenciosa a mi lado, pero respirando con mi respiración, y latiendo tu corazón con el mío! ¡Cuando pongo a un lado este papel y me envuelvo en mi manta, sé que el cerrar los ojos, o el dormir, sólo acercará más la caricia de tu presencia! Al fin el miedo a perderte me ha abandonado. ¡Ahora, oh Doncella de mis sueños, ahora soy un centinela para guardarte de... mí mismo!
¡No puedo escribir, oh Talapsha, no puedo escribir lo que me haces sentir estas noches en que la Luna del Amor muere! ¡Pero los hombres medicina de los Cánticos de la Montaña han resuelto un problema! ¡El soñador de los sueños, si es mental y espiri-tualmente fiel a sí mismo, puede crear el Sueño que es lo más Real de la Vida!
Sólo las estrellas dan luz, y nuestra Luna del Amor es pálida al amanecer.
Hoetska: Anoche tu pájaro me llamó, esta vez no le había asustado el pastor, nadie había pasado. ¡La llamada era para mí y su música ha resonado en mi corazón durante todo el día! No puedo contarte nada de mi amado desierto durante estos días, sólo puedo escribirte poemas. ¡Ellos incluirán las descripciones, y los pensamientos que éstas encierran, y sólo tú, ¡oh, Amada mía!, conocerás la historia que llevan en su corazón!
En mis sueños te veo caminar por el sendero delante de mí conduciéndome hacia el Santuario del Sol. Es extraño: he tenido este sueño muchas veces. ¡Tú perteneces siempre a las alturas, oh, Señora de la Luna Nueva! Pero en los sueños te veo allí sola, y me gustaría estar a tu lado, ¡mas no puedo seguirte!
¡Oh, Sueño mío!: ¡He vivido, por el recuerdo tuyo, la vida de la Kiva! Tú, Amada Señora, no puedes comprender en tu mundo lo que esto significa. En vuestras universidades y en vuestras ciudades, no encontré ningún hombre que conociera esta vida. ¡Es tan solitaria como lo más alto de la mesa en la oscuridad, y está tan por encima del mundo como ella! ¡Aunque aquí crece la rosa de la mesa, la hernava, y en su fragancia, en la fría oscuridad, los sueños llegan hasta tocar a un hombre! ¡Y en esta olorosa oscuridad, tú vives para mí en sus pétalos de oro! ¡Yo no los toco con mis labios, alma mía! Yo no arranco una para ponérmela como hacen tus amigos blancos, que se ponen las fresias en sus chaquetas para cenar; sólo los vientos la besan y la luz de nuestra estrella la toca, y cuando me tumbo a esperar el sueño en la oscuridad de la noche del desierto, miro hacia nuestra estrella y sé que brilla sobre mi rosa, y que el viento de la mesa me trae su aliento. Y entonces -algunas veces, el hálito no viene hasta que muchas estrellas no han cruzado el cielo-, ¡pero entonces, Hoetska -pequeño cantor gris del desierto-, entonces yo me duermo!
Señora de mis Sueños: Le he hablado a Tu-wa-ni-ne-ma de los poemas; he escrito tu nombre en el sobre en que van a ir hacia ti. Alguna noche me quedaré dormido aquí bajo el cielo del desierto; y la piel de zorro gris con la que se envuelve el sol para el blanco amanecer caerá, y en su lugar se envolverá con la piel de zorro amarilla del amanecer amarillo, ¡y ni siquiera eso, el resplandor de la luz en la que nací para mi madre, me despertará! ¡Pero los poemas irán hacia ti, aunque yo esté dormido! Tengo un deseo, un extraño e infantil deseo: que la hernava crezca en el lugar del desierto en que me cubran. ¡Pero no habrá nadie que sepa que me habló de ti durante las largas noches, y nadie que la plante! Los hopis no marcan las tumbas. ¿Crecerán para nosotros, en los jardines soleados del otro mundo, las cosas fragantes, dulces y bellas que amamos en éste? No he podido terminar el brazalete. ¡Lo he enterrado muy profundo bajo la duna de arena! Nadie debe ver el pensamiento al que traté de dar forma para ti en la plata. ¡Éste ha sido otro adiós!
Amada mía: ¡Siento que vas a volver de nuevo a mí en el santuario donde están nuestras conchas blancas! ¡No sé cuándo, pero yo te siento allí! ¡Y escucha, oh Doncella de los Cabellos de Seda de Maíz! ¡No importa cuál sea el nombre del Dios, ya que el Amor es el verdadero Dios de todo el mundo! Cada lengua tiene su propio signo para ese Dios, pero, aunque no se le nombre, el pensamiento de la oración llega hasta Él, y obtiene respuesta. Te voy a dar una regla para orar de una Orden de Sacerdotes de nuestra provincia de Tusayan, que sirve para todos aquellos cuyos santuarios y dioses están lejos y aparte: «Tú, de la Kiva del antílope, y tú, de la Kiva de la serpiente, tenéis que poner vuestras plumas separadas; pero vuestras oraciones, dichas sobre las plumas, se unirán como en una lengua común».
Señora de mi Luna del Amor muerta: ¡Es de noche, doblemente noche! Wanima me dice que esta noche había un fino cuarto creciente en el cielo, y yo no lo vi, no lo vi. Es como si hubieras venido hacia mí, y yo hubiera vuelto la cabeza para no verte. ¡Yo, que parezco haber estado esperándote durante todas las vidas en los otros mundos! Me siento culpable de haber dormido un poco, ¡sólo un poco! ¡Acércate para que puedas ver que yo soy el perdedor, sí, yo! Está oscuro en la mesa -sólo las estrellas dan luz-y el camino es empinado, pero me pregunto, si ahora estuviera en el portal, si su curva plateada se vería sobre el horizonte. ¡No decir adiós a tu plateado creciente, el verdadero símbolo de un lazo que no puede ser nombrado!
Sueño amado: ¡Acércate más! No será aquí, en el hogan de nuestro melocotonero, donde te diré adiós, no sé dónde será. ¡Esa sombra del Final del Sendero oculta mucho!
He dormido un poco y me he despertado al oír una llamada. ¿Era Lé-lang-üh, el de la Flauta de los Dioses? Los vientecillos soplan sobre las dunas y suspiran, pero no fue un suspiro lo que me llamó. Escucho a ver si es tu pájaro de las noches de luna, pero no oigo nada. Miro hacia el Santuario, y una estrella cae mientras miro. ¡Oh, Estrella de mi Cielo! No caigas hacia abajo. ¡Vive allá arriba, sobre este mundo terrenal, y llévame contigo! La música de los poemas te contará un poco cuáles son mis sueños y todo lo que yo... De nuevo la llamada... ¿Es el viento o es la Flauta?
¡Oh Cantora que cantaste sobre el pájaro nocturno del desierto! Y que uniste íntimamente un alma viva de música con el canto de un pastor indio. Cuando de nuevo venga el cuarto creciente de la Luna del Amor, con aquella estrella en el cielo, ¿recordarás las palabras de este canto del desierto y las cantarás alguna vez en la oscuridad, donde están las conchas blancas y donde están los pinos, y donde, quizá, yo esté?
¡Tú! ¡Sólo porque eres una joven blanca de color, con cabellos de seda de maíz, él te convirtió en su corazón en una mujer-diosa de las Blancas Conchas! Cuando vayamos al Mundo Subterráneo, todos nosotros, tú tal vez serás la mujer de la tez oscura, y él me reconocerá entonces como la joven de las blancas conchas y de las blancas nubes y de las blancas flores. Por eso vivo ahora y pongo plumas de oración en el Santuario, y no me arrojo desde la mesa contra las rocas donde está su tumba. Él escribió acerca de los pensamientos de las blancas conchas, y sobre los cabellos de seda de maíz en los poemas. Y escribió un nombre en los poemas -Hoetska- el pájaro nocturno que canta a la luna en el desierto. ¡Los he quemado todos! ¡He aventado las cenizas entre las arenas! Desearía que todas las huellas de todo pensamiento de la gente blanca pudieran aventarse así para desaparecer en la Nada. ¡Sólo yo sé lo que él pensaba en su última hora, y sólo tú sabrás cuánto te odio! Me alegro por vez primera de haber aprendido ese inglés para poder decirte esto por escrito. Hace cuatro días que está enterrado bajo el sendero, y hace cuatro noches que se aparece en la oscuridad nocturna y me dice que envíe estas cartas -de otro modo yo no las habría enviado. Yo fui la que le encontré. Las piedras que hay junto al Santuario del Sol están rojas todavía por la sangre que le ahogó. El no lo sabía, pero mi brazo le rodeó hasta que dio el último suspiro. No quiero decirte cuál fue la última palabra que pronunció... no quiero, aunque venga del Mundo Subterráneo para estrangularme con sus manos. ¡Él, el indio, soñaba que era algo en tu vida blanca, una cancioncilla de la que te acordases y cantases algunas veces! Pero yo sé que sólo era Sé-kyál-ést-téwa, la Luz del Cielo antes de que salga el Sol. Y yo sólo soy Tú-wa-ni-ne-ma, la Arena del Desierto.